The Revolution Evening Post, No. 3

Dublin Core

Title

The Revolution Evening Post, No. 3

Subject

Revista Literaria Digital

Creator

Ahmel Echeverría,
Jorge Enrique Lage,
Orlando Luis Pardo Lazo

Source

The Revolution Evening Post, No. 3, 2008.

Publisher

The Revolution Evening Post

Date

2008

Contributor

Lizabel Mónica

Format

Pdf

Language

Spanish, Español, SPA

Type

Revista, magazine

Coverage

Cuba

Text Item Type Metadata

Text

theREVOLUTION E VENING post
episodio 3
e Zine deESCRITURA irregular
stuff :
alberto g la pinacoteca 2
alberto fuguet conocido en su casa 4 los blogs del desasosiego 5 álvaro bisama fotos / palermo 6
jorge enrique lage desde la capital de todos los cubanos 7
rodrigo fresán momentos maravillosos 8 el samurai 9
rafael lemus gabo / miller 11
ahmel echevarría los aretes que le faltan a la luna 12
rafael gumucio el género aspiracional 13
orlando luis pardo tristes hombres del chaplin que mil y una vez tumbaron a la revolución cubana y después fueron tan gentilmente tristes que mil y una vez la hicieron sobrevivir 14
miguel de marcos 4 posts 16
edmundo paz soldán martin amis y el gulag 18
gary shteyngart el planeta de los judíos 19
orlando luis pardo lugar llamado dedé 22

staff :
ahmel echevarría
jorge enrique lage
orlando luis pardo lazo

Hemos sido cordialmente invitados a formar parte de la literatura chilena en Cuba. Por supuesto, hemos aceptado. No hubo ceremonia de iniciación. Mejor así.
therevening@yahoo.com
alberto g la pinacoteca
Nada hay más poético que las mezclas y las transiciones heterogéneas, Novalis. Anoche, muy tarde ya, alguien tocó en mi ventana y me hizo saber que la Pinacoteca existía. Plinio el Viejo recomendaba, para curar la epilepsia, la ingestión de sangre tibia de gladiadores. No quise abrir. “¡La Pinacoteca!”, escuché decir con perentoriedad. Por dentro del calor se escurría un viento helado. Aseguré los pestillos, temeroso de volver a escuchar aquella voz. La Escuela de Teología de París indicó, en 1444, que los carnavales eran buenos para las energías reprimidas de los locos. El Código de Manú distinguía, en el cuerpo humano, los orificios puros de los orificios impuros. La línea divisoria era trazada por el ombligo. Si, en algún caso, el ombligo era tan profundo que llegase a ocultar la yema del dedo pulgar, entonces se le consideraba entre los orificios impuros. “Acaba de abrir”, me dijo la voz. Me tapé los oídos y recé un poco. La voz, en la que moraba el hielo absoluto de los polos, ¡del Infierno!, siguió insistiendo e insistiendo e insistiendo… Después percibí un agudo parloteo. Un texto chino del siglo VI (Cheng-fa nien-ch’u chung), traducido de un comentario budista hindú, menciona 36 subespecies de los llamados “Demonios Hambrientos”, entre los cuales se incluyen: aquellos que tienen gargantas estrechas como agujas, los devoradores de vómito, los devoradores de excrementos, los devoradores de la Nada, los devoradores de Dharma, los bebedores de agua, los bebedores de saliva, los bebedores de sangre, los bebedores de semen, los que espiaban el acto de la defecación, los que gozaban con las enfermedades, los consumidores de humo de incienso, los que permanecían entre llamas, los que se fascinaban con los colores y quedaban paralizados, los que comían fuego, los que masticaban niños, los que ingerían venenos, los que vivían en las tumbas y comían ceniza, los moradores de las encrucijadas y los que se suicidaban periódicamente, una vez cada cien años. Conseguí deducir que la Pinacoteca recibía público desde el anochecer hasta el alba. Después desaparecía, como el humo en el aire. Pero sin duda se trataba de un sólido y venerable edificio de piedra gris. La Biblia Moralizada de Carlos V de Francia contiene una imagen donde se ve a una mujer y un hombre durante el acto sexual, alentados por un demonio. A los pies del demonio se lee una inscripción: “Hay que educarlos”. En 1524 un duque le encargó al artista Giulio Romano, discípulo de Rafael, que pintara una serie de frescos para su Palacio del Té en Mantua. Las imágenes eran a menudo muy explícitas, como la violación de Olympia por Zeus, disfrazado de dragón. Como las pinturas mostraban hechos mitológicos y estaban destinadas a los ricos, la Iglesia no hizo ninguna objeción. Pero cuando Giulio Romano le dio ciertos grabados a Marcantonio Raimondi, y este imprimió y vendió las conocidas 16 posturas de la fornicación –dibujos inspirados en escenas eróticas que solían aparecer en algunas tumbas romanas–, Raimondi conoció la cárcel y luego el destierro. En El sueño de la mujer del pescador, un grabado de 1820, Hokusai muestra a un pulpo gigante, sensualmente enroscado alrededor de una mujer. Theophile Gautier, poeta francés, empieza su novela sobre un travesti, Mademoiselle de Maupin, con una declaración que dice que el abandono a la libertad de los sentidos es una de las voluntades de Dios. También dice Plinio el Viejo que una mujer, durante su menstruación, no debe acercarse al vino porque lo pone agrio. Pero aclara que la sangre menstrual, ingerida en pequeñas porciones, sirve para curar la inflamación de las glándulas salivales, la gota, el bocio, la hidrofobia, el mal de los gusanos y los dolores de cabeza. Los farmacéuticos medievales del sudeste francés consideraban que la sangre menstrual era un poderoso filtro de amor. Los vampiros sin colmillos beben sangre menstrual indirectamente. O sea, lamiendo el clítoris. Esta es una afirmación ociosa. Los que tienen colmillos, hurgan en la vagina y buscan el origen recóndito de la emisión. Esta es una afirmación que encierra un misterio porque la lengua de los vampiros es bastante fláccida. Cuando, en el horario de menor afluencia, empecé a visitar la Pinacoteca, noté que las veladoras me miraban con cierta familiaridad. Poco después comprendí que yo había recorrido, con alguna frecuencia, aquellos salones de baldosas rojas, y que, por esa razón, las inclinaciones de cabeza respondían a un conocimiento anterior del que yo no era consciente. Sede del placer femenino fue el nombre que recibió el clítoris cuando su descubridor, Renaldus Columbus, hizo constar su existencia en De re anatomica, en 1559. Esta noticia tiene un fuerte oponente en Bartholinus, quien afirma que el clítoris era algo conocido por todos desde Rufus de Efeso y Julius Pólux, en el siglo II, hasta los anatomistas árabes Avicena y Albucasis. Hipócrates lo denominaba columbella. En general los griegos lo llamaron kleitoris, y es que, según los lingüistas, el verbo griego kleitorizein significa “acariciar lascivamente a las ninfas”. (Yo te clitorizo, ellas se clitorizan. Él te clitoriza.) Para engañar a una vagina dentada, lo primero que hay que hacer es darle de comer frutos ácidos. Una libra de masa de manzanas con pulpa de limones árabes bastará para reducir considerablemente el peligro de la castración, sin suprimir la presencia de los dientes, que, después de dicho proceso, parecerán inocuos y causarán un agradable efecto durante el coito. Decía Jünger: “Yo no he llevado una vida activa, sino la vida de una persona platónica, un platonismo que ha consistido sobre todo en la lectura de los grandes clásicos, de los grandes filósofos. Las veces que me adentré en la realidad, esta me defraudó en lo esencial”. Leyendo a Freud, uno saca en conclusión que entre él y el clítoris había una especie de guerra secreta. En la India hay una tribu que cree que la vagina estaba originalmente en la frente, y que las mujeres andaban desnudas, sin usar otra ropa que un turbante carmesí. Después, debido al peligro que ciertos hombres representaban, la vagina fue escondida en la axila izquierda. Pero esto movía a risa, y fue así que Nirantalí, una de las diosas-madres, disimuló la vagina en el interior del nacimiento de los muslos, y la pegó allí con cera y un poco de miel. Si una joven púber moría en primavera, su cuerpo era conducido al campo y se ponía entre las flores. Y si entonces una abeja se acercaba y, con insistencia, se posaba en los genitales del cadáver, eso quería decir que la joven era una de las hijas auténticas de Nirantalí y merecía un funeral honroso. Entre los taoístas chinos, el cunnilingus era una práctica muy apreciada, pues el hombre, al dedicarse a ello, no perdía fluidos. La mujer era la más fuerte, o, al menos, la más capacitada, pues de ella manaban tres tipos de fluidos: el de la boca, el de los pechos y el de la Gruta del Tigre Blanco, que se encuentra bajo la Colina de Musgo Púrpura. Durante mi cuarta visita a la Pinacoteca, reparé en una mujer de ascendencia asiática que se detenía a tomar notas frente a todas y cada una de las barcazas sagradas. La mujer podía ser del Japón, de la China, o de la Moscovia nepalesa. Cualquiera, además, la habría confundido con una de esas anamitas recurrentes que hacen topless frente a la Torre Escarlata, o que se pasean como si nada por la rúa Marítima, exhibiendo la sal de sus jóvenes pechos. Pero no. La mujer de ascendencia asiática no era japonesa, ni china, ni nepalesa, ni moscovita. No hacía topless. No era anamita. El Judaísmo prohíbe la ingestión de ostras porque son animales marinos sin aletas ni escamas y porque, de cierta misteriosa manera, tienen que ver con las formas y las tramas de la genitalia femenina. Los anglosajones dicen que las ostras se vuelven venenosas al ser consumidas en meses cuyos nombres carecen de r. Meng Shen, farmacólogo chino del siglo VII, aclara que comer ostras reduce las emisiones nocturnas (semen) y la posibilidad de copulación con fantasmas parásitos. Otro farmacólogo chino, pero del siglo XI, sostiene lo contrario: las emisiones nocturnas aumentan (o se hacen más líquidas) y los fantasmas parásitos beben de ellas con horrible avidez. En los locos y los aquejados de pesadillas, las emisiones nocturnas suelen ser signos de la proximidad de plagas y catástrofes. Las emisiones se clasifican en negras, rojas y blancas. O sea, Emisiones de la Muerte, Emisiones de la Vida Ligada a la Muerte y al Dolor, y Emisiones Producidas por el Amor. La carne muerta de los cadáveres es el origen de la mayor de las poluciones. Sin embargo, los Aghori (India del Norte) se entregan a la polución, pues viven en los cementerios, comen y beben en cráneos humanos y consumen carne humana (de cadáveres frescos). Se cree que este es el origen de los poderes de los Aghori para curar a los enfermos, revivir a los muertos y controlar a los fantasmas. Era una estudiante del Recinto Filosófico y preparaba una disertación (lo supe después) sobre el mito de las centollas de los mares del sur. Le pregunté cuál era el origen de semejante interés. Me contestó que soñaba con centollas. Miles de centollas ascendiendo por su cuerpo mientras el sol iba apagándose, vencido por el mal de este mundo. La polución puede disminuir mediante el ayuno, pero si tu ayuno no es el adecuado, te pones en peligro de reencarnar en una persona de casta inferior, o en un animal desventajoso. Si, por error o accidente, una mujer ingiere el semen de su esposo poco antes de los Festivales de Purificación (Dhutanga), deberá comer, a partir del siguiente día, 5 granos de maíz joven durante 5 mañanas consecutivas, sin añadir otro alimento. Tertuliano consideraba que la fellatio era un acto de canibalismo. En algunas tribus de África, si un joven no ingiere semen durante la fellatio (que forma parte de su educación, antes de dedicarse a las labores llamadas de los hombres), se le profetiza un crecimiento débil y una temprana sumisión a las mujeres. Se cree que una flauta hecha con un fémur de un prisionero ejecutado por lascivia, y tocada por un hombre sin vista (ciego) en un lugar donde corra agua (cascada, río, playa) y haya mujeres lavando ropa o bañándose, puede atraer a un espíritu femenino, que se aposenta en la flauta y da poder. El kundalini es un tipo de energía medio líquida, parecida a veces a una sierpe, que se halla en una especie de bolsa de suave cartílago. La luz de la luna y la luz del sol se introducen allí si te pones bocabajo, desnudo, sobre la hierba, en un sitio alto, o sobre una piedra alargada y negra que esté cerca del mar. Esa bolsa puede hallarse fácilmente en el interior del hueso coccígeo. Si quieres que el kundalini despierte y actúe, ten sexo, pero sin derramarte. No sueltes tu semen. Practica esto día tras día. Reserva tu semen. Así el kundalini acabará por salir de su recipiente, subirá por tu médula espinal y entrará en la Casa de los Pensamientos. Miro tu imagen y te fetichizo. Soy el voyeur. Guardo tu imagen y hago el largo viaje hacia la muerte. La superstición de las pecas entre los antiguos consistía en juzgarlas manifestaciones de impureza y degradación moral. Hombres, mujeres y niños pecosos no eran admitidos en ciertos rituales, pues alejaban a los espíritus. Una mujer con pecas no debe gastar su tiempo en plegarias, pues los espíritus no pueden verla ni oírla. Con el paso del tiempo estas ideas se hicieron realidad. Sobre su modelo, la cortesana Victorine Meurent, le comenta Edouard Manet a Charles Baudelaire: “Tiene pecas muy bonitas en la parte interior de los muslos”. “He comido centollas en algún sitio perdido de los mares del Sur”, le dije a la chica. Me miró extrañada. “¿Usted también?”, preguntó. Verde es el color de los ojos de Satán. Las hadas de color verde no siempre traen beneficio. Si quieres escapar de la desgracia o la muerte, no te vistas de verde, porque todo lo verde tiende con naturalidad a lo negro. En Bahrein, un médico puede examinar los genitales femeninos, pero le está prohibido mirarlos directamente durante el examen. Sólo puede hacer este trabajo a través de un espejo. El hirsutismo –somático, arquitectónico, estilístico– es signo de alianza con las fuerzas de la Naturaleza, con lo no artificioso, con lo que crece sin control humano, pero también es prueba de artificiosidad y de cálculo. La Naturaleza es plan y responde a un Creador. La Naturaleza no es plan y responde al caos. Todo orden es una anomalía. Chagall, Munich y Gauguin: artistas degenerados. Entartete Kunst, Germania, 1937. Una mujer hirsuta es un misterio agradable. Por lo general son poco remilgadas y tienen vaginas anchas y paren con facilidad. El hirsutismo femenino aludía antiguamente a la Diosa. Si una mujer hirsuta está “consagrada”, no podrá cortar ninguno de sus cabellos. Si le resultara imprescindible, deberá hacerlo en presencia de un jefe religioso (sacerdote) y sobre una laja de piedra donde antes se ha vertido aceite. Usará sólo ese aceite y un cuchillo de bronce con mango de cuerno joven. Antes de quemar a una bruja mala hay que afeitarla completica. Cortarle los cabellos y raparla. Depilarle las axilas. Rasurar todo el mons veneris. Sólo así perderá su poder y no podrá salirse de la hoguera. “Centollas… Centollas puestas en el asador… Pero después de aquellas cenas a orillas del mar, veíamos que los caparazones empezaban a juntarse hasta formar un pequeño ejército de muertos… Y avanzaban sobre nosotros, rodeándonos, cerca del fuego… Nuestro guía abría los ojos y nos conminaba a hacer silencio. Son experiencias extrañas que a usted le parecerán exageraciones”, le conté mientras balanceaba mi bastón. Al final, digan lo que digan, el voyeur sí participa.
Alberto G. La Habana 60.

conocido en su casa
¿En qué año estamos? ¿En qué siglo? El veintiuno, ¿no? El futuro por fin llegó. Supuestamente. La geografía –dicen– cambió. Thomas Friedman insiste en que el mundo ahora es plano. ¿Lo es? Tengo mis dudas. ¿Entonces por qué el mundo literario (sobre todo el hispano) parece tan siglo XIX? La manera como se edita, comercializa y promueven los libros está llegando –o ha llegado– a su punto final. Ha tocado, literalmente, fondo. No sólo está haciendo agua, se está inundando. Se supone que estamos en América Latina y que hablamos el mismo idioma, da lo mismo que los acentos sean distintos. Entonces, ¿por qué uno entra a una librería en cualquier ciudad de este castigado continente y siente que está en otro mundo? ¿O es que el único mundo que existe de verdad es del exterior y traducido a nuestro idioma, todos esos Nobel, todos esos librillos amarillos y una que otra cara vieja de algún latinoamericano que lo “logró” en España? Es comprensible que un libro de un colombiano no se encuentre en japonés o polaco, pero lo que no se explica, lo que amarga y finalmente enrabia, es que cualquier libro escrito en español no se encuentre en una librería (o incluso en la calle) de un país en que se habla español. Insisto: ¿en qué siglo estamos? ¿Es necesario viajar para encontrar libros y enterarse de autores de los cuales uno no sabía siquiera de su existencia? ¿Dónde está el gran suplemento literario digital que no esté basado en una ciudad importante? ¿Es justo que un libro de una editorial grande sólo esté disponible en su país de origen? Acabo de leer una lista que anuncia los 39 nuevos escritores del futuro con menos de 39 años. Autores latinoamericanos. Conozco algunos. Otros, ni en pelea de perros. Los que conozco son, no casualmente, los que están publicados por editoriales grandes. Pero ni tanto. Varios de ellos, como Eduardo Halfon, por ejemplo, de Guatemala, por mucho que haya aparecido en Anagrama, tampoco logra llegar a países vecinos. ¿Por qué? Basta. ¿Servirá esta lista? Ojalá. Uno queda curioso y con ganas de leer a aquellos que no conoce para ver si merecen o no estar en la lista. Pero dónde los encuentro. ¿Debo ir a El Salvador? Ni siquiera voy a entrar al tema de Brasil, que también está en la lista. Es más fácil pasar del turco o del finlandés al castellano que del portugués al español. Santiago Nazarian, de Sao Paulo, puede estar contento por lograr entrar a la lista pero ¿lo podremos leer? Esta lista, arbitraria y controversial como toda lista, podría ser una gran oportunidad. Una gran oportunidad para vencer un status quo. Veamos qué pasa. La tarea no será fácil. Existe un filtro en la América Latina literaria. Un gran filtro. Digo filtro para no usar censura porque en rigor quizás no lo sea pero es algo semejante. Hemos vuelto al mundo jurásico de Carmen Balcells y Carlos Barral y a ese maravilloso invento extraliterario, ese monumento a la exclusión, denominado el BOOM, donde sólo un autor por país tenía “el derecho” de viajar. Hemos vuelto al más fascista de los provincianismos. Chilenos para los chilenos, colombianos para los colombianos, peruanos para los peruanos. La moral profunda que subyace es: el mundo interior de un ecuatoriano contemporáneo no puede conectar con un lector contemporáneo mexicano. Sólo España, la madre patria, puede filtrar y ver qué podemos leer. El itinerario es simple y todos lo conocen: la ruta más corta entre Santiago y Ciudad de México pasa por Madrid y, sobre todo, Barcelona. Despacho esto desde Caracas, donde hay una movida literaria impresionante que se pierde bajo los titulares más sonoros políticos. ¿Por qué nadie cubre las revoluciones o movidas culturales? Los venezolanos se están leyendo a sí mismos de una manera casi compulsiva y hay gente con un verbo tenso y transpirado. En Colombia, donde estuve en la Feria de Bogotá, el libro más vendido es de un de un autor de culto caleño. El cuento de mi vida es un flameante y delgado libro de no ficción “que vende como arepas” y es la novedad de la feria. Su autor es Andrés Caicedo. Un joven autor colombiano intensamente contemporáneo y “al día”, que, de estar vivo, tendría 56 años, pero que se mató “por ver demasiado cine” y tomar demasiadas pastillas, a los 25 años. Caicedo es de nicho, sí, y ese nicho fusiona lo que podría denominarse la sensibilidad emo con la furia del fanboy (los cinéfilos acérrimos y fetichistas) con la de un autor literario, una suerte de Cesare Pavese tropical. Triunfa tanto en la ficción como en la no-ficción. Caicedo es de nicho pero ese nicho colombiano que posee vende millares y millares. Y es respetado y admirado por todos sin transformarse en una estatua ni tener que ser lectura obligatoria. A lo largo de 30 años, sus lectores se han ampliado de manera exponencial. Su último libro, suerte de compilación de diario de cinéfilo-blogger más dos cartas de suicidio, es de Norma. Pero qué pasa. Caicedo es otro conocido en su casa. En Venezuela, el país del lado, es imposible de encontrar. Y cuando uno lo encuentra por ahí, perdido, su precio es prohibitivo. ¿Por qué no viaja? Es –me dicen– local. Un fenómeno que sólo se entiende en Cali. Si es así, ¿por qué le va tan bien entonces en Bogotá? ¿Y por qué yo, un tipo de otra generación, de otra parte del mundo, puedo conectar tanto con el? ¿Es Caicedo realmente un autor local? Lo dudo. Si las cosas siguen así, Caicedo conectará primero con los lituanos y los islandeses que con los argentinos y los chilenos. Caicedo es una suerte de Kurt Cobain literario y cinéfilo que es capaz de unir a los fans de André Bazin con los de Bob Dylan. Mientras García Márquez, el mismo año, se maravillaba con las mariposas amarillas, Caicedo se obsesionaba con Travis Bickle y Taxi Driver. La editorial Norma ha hecho un trabajo tan, pero tan miope y extraviado con Caicedo que uno duda si es un asunto de conspiración o simple ineptitud. O quizás sea un tema de costos: para qué invertir en alguien que ya nos da dinero en forma local. Lástima. Caicedo salva personas, Caicedo es un autor de primera, urgente. Caicedo no puede esperar. Ya hemos esperado demasiado. Ø

Los blogs del desasosiego
Acabo de sacar un libro. En papel. No creo –aún– en las novelas digitales. Pero publicar “a la antigua” no implica estar ciego o estar en contra o no querer o poder entender lo que está pasando ahora. Y están ocurriendo cosas: nunca el “yo” se ha sentido más seguro de sí mismo incluso cuando tiembla y duda. El blog, a estas alturas, es quizás una forma de ver la vida, de vivir en sí y, si se quiere, un medio para informarse o para matar el tiempo, pero ¿es algo literario? ¿Puede un blog ser literatura? Pues bien: yo tengo unos blogs, no tengo claro por qué (quizás porque son más fáciles de utilizar/mantener, y más baratos también, que una página web), pero aun así no me siento un bloguero o un bloguista. No escribo cuentos ni libros ni creo que pensamientos y, Dios me proteja, tampoco mis estados de ánimos. No son ese tipo de blogs. No creo que lo que blogueo sea literatura. Quizás lo sea. No sé. No creo. Quería tener una bitácora de todo lo que leo o veo, pero nunca tengo la energía para trasladar eso al computador. Me gusta colocar frases y trozos de otros, eso sí, algo así como un DJ literario. ¿Es eso literatura? Puede ser. Se me ocurre que un blog-blog, uno con mayúsculas, requiere dedicación, compromiso, rigor y una cierta periodicidad (mucha). Aunque esto es relativo, porque muchos de los blogs a los que uno entra (a los que entro) no son, quizás, blogs ciento por ciento destilados, pues están más cercanos a, uno, el tradicional, pudoroso y reiterativo diario de vida o, dos, una suerte de medio de comunicación alternativo. Un blog es un blog y, por definición, es lo que el autor quiere que sea. Está en la red y, por lo tanto, al nacer de la libertad más absoluta, puede ser amorfo, a tu medida o sin medida, arbitrario, excesivo, minimalista, con fotos o links a YouTube o lo que alguien está tramando en la red en este preciso instante. Dicho de otra manera: hay tantos blogs como personas. Uno podría decir, y se ha dicho, que hay tantos libros como autores. No me queda tan claro. Hay quizás más libertad (aunque menos calidad) en los blogs que en aquello que denominamos “el mundo literario”. En la estratósfera de los blogs, la gente simplemente quiere ser, no contar. Quieren mostrarse. Algunos de manera sutil; otros patéticamente; otros muestran más de lo que deberían o de lo que uno quisiera ver. Pero hay una cosa libre, desordenada, que conmueve. Y que deja claro que incluso aquellos que no leen o no desean hacerlo a veces necesitan expresar por escrito. Sin duda que el narcisismo está detrás de todo esto (como si no lo estuviera detrás de la literatura), pero más que nada es un deseo de comunicar. De expresarse. De contar cosas o de mostrarlas. De compartirlas. Que era como comenzó, alguna vez, antes de que se corporizara la literatura. La blogosfera no es un arte y ojalá nunca lo sea. Quizás hay párrafos o momentos que rozan el arte, pero en los blogs, o al menos en la mayoría, lo que está detrás no es el prestigio, el poder ni el dinero. Nadie se define como un bloguero. Nadie anda por la vida blogueando o, si lo hacen, lo hacen para callado, como un secreto o un hobbie. Nadie espera ganarse la vida ni obtener una beca o dictar un taller de blogs. Hay tantos blogs como narradores de blogs. Porque un blog, aunque sea de no-ficción (y la mayoría lo son), tiene mucho más que ver con el tema del blog que del que escribe el blog. Hay muchos blogs donde no está claro quién es el autor, pero todos, incluso los malos, tienen un autor y, a veces, una voz. Así, un tipo puede inventarse varias personalidades o nicks para crear distintas voces y, a la vez, distintos blogs. Antes de seguir, volvamos al mundo literario en papel. Fernando Pessoa sería un blogger perfecto. Quizás fue el primero con su timidez patológica, sus heterónimos, entre sicóticos y tripolares, y su fatal falta de vida social. Pessoa, en El libro del desasosiego: “El mundo entero reducido a fragmentos que no conforman un verdadero todo, apenas texto sobre texto sobre texto”. Hoy, quizás, diría post en vez en texto. Quizás. Uno relee El libro del desasosiego y capta que no es un diario de vida. ¿Cómo podría serlo si el tipo no tenía vida? Son textos, pensamientos, dudas, meditaciones, apuntes. No me cabe duda que si Kafka o Pavese escribieran hoy, quizás tendrían un blog. Creo que deben haber muchísimos blogs con los nuevos Kafka y Pavese y que, sin duda, tal como sucedió con ellos, deben tener pocos hits. Es decir, serían poco visitados. En ese sentido, los blogs se parecen muchísimo a los libros y al mundo general. He navegado al azar y me he topado con blogs donde se nota que hay una voz detrás y a uno le queda claro que casi nadie ha visitado el sitio, tienen cero comments y donde, se deduce, que el autor es probablemente alguien con serios problemas de comunicación. Quizás por eso escribe. Quizás por eso tiene un blog privado pero, a la vez, público. La diferencia, al final, es ésta: ingresar a los diarios de Kafka antes que Brod los hiciera públicos era imposible; ingresar al blog de Alejandro de Alejandría es fácil, pero nadie lo hace porque nadie sabe que existe. Alejandro de Alejandría no es el único blogger del planeta. Tampoco es el único escritor ni el único habitante, pero lo fascinante es que él o ella sienten que sí lo son. Y quizás por eso, en medio de la noche digital, escriben tan bien y con tanta verdad.
Alberto Fuguet. Santiago de Chile•64

Fotos
Luego de la masacre de Virginia Tech, no debe faltar el policía dispuesto a buscar asesinos en los cursos de escritura creativa. Porque eso estudiaba Cho Seung-Hui: escribía o quería ser escritor y desataba en el papel fantasías que hubieran hecho felices a algún cultor del teatro in yer face. Hasta ahí todo bien. Pero sucede que Seung-Hui se armó hasta los dientes y mató a dece-nas de personas, luego de mandar a la NBC una selección de fotos y videos donde aparecía sucesivamente con un martillo en la mano, apuntando con armas automáticas, fingiendo degollarse, mostrando los dientes a la cámara. Pero Cho Seung-Hui no recordaba en esas fotos sólo a psicópatas cinematográ- ficos. Recordaba también a Yukio Mishima, en esa interminable y fragmentada colección de retratos suyos donde progresivamente adelantaba su propio futuro sacrificial o simplemente eran un esfuerzo desesperado para lucir lo mejor posible en la solapa de sus libros. Fotos inquietantes, que concentraban pavorosamente sus fetiches y cambios cosméticos y lo ligaban a aquel universo de mártires y héroes del que quería ser parte pero no podía, porque él mismo no era más que un chiste, un muerto que lleva demasiados años vivo. En algunas de sus fotos, Mishima era San Sebastián, sostenía una espada una y otra vez; aparecía erguido en un balcón lanzando una proclama. En otras, fotograma tras fotograma y wakizashi en mano, Mishima lentamente se abría el vientre y fingía la muerte honrosa que no tendría jamás: imágenes perturbadoras y artificiales donde posaba solazándose con su propia extinción; una pietá a la que nadie llega a asistir. Una muerte fotográfica que lo llenaba de un honor falso que quería remedar el verdadero, aquel de quienes –como los kamikazes– fueron capaces de dar su vida por el Emperador. De ahí que pareciera que el destino final (el secuestro de una autoridad militar, su fallido discurso, su mal ejecutada muerte) de Mishima no fuera nada más que un intento de lucir a la altura de sus propias fotos, de poder habitar aquel imaginario nacionalista para poder sentir que su vida no era una burla, que podía acceder alguna vez a un pedacito de gloria. Por supuesto, nada de eso se puede decir de Cho Seung-Hui; pero hay algo en estas fotografías de ambos que los hermana, que los acerca. Es como si todas esas instantáneas compusieran una última y secreta novela, un juego macabro donde las trampas de luz y sombra permitieran acceder a una intimidad vedada para la palabra, exhibiendo un rosebud final que permitiera ligar todos los fragmentos de la escritura o la personalidad suyas. Una especie de teoría: bastaría así mirar las fotos de un autor para comprender cuán pro-fundas son sus aguas, cuán turbias podrían llegar a ser. Por algo Salinger le tiene pavor a las imágenes. Por algo Pynchon en las solapas se presenta a lo más con una foto carné que puede ser falsa. Por algo Vonnegut siempre sonríe como si nada le importara. Por supuesto, Susan Sontag podría explicar todo esto mejor que yo; pero, a la hora de entender qué pasó en Virginia Tech, las fotos de Yukio Mishima, esos apuntes de la crónica de su muerte anunciada, resultan más claros que cualquier clave forense. Mishima y Cho Seung-Hui comparten el misterio, el ansia de revancha, el fetichismo, la estética de una violencia anhelada. Comparten el mismo anhelo roto respecto de la palabra, que nos les alcanza, que les queda corta a la hora de retratar demonios y traumas. Sólo la fotografía penetra en su interior, retratándolos en el segundo exacto en que cambian de piel y se convierten en alguna clase de monstruos.

Palermo
Fuimos por El desierto y su semilla, la única novela de Jorge Barón Biza, a una librería de Palermo Soho. Mauro Libertella me lo había recomendado. Barón Biza fue el último de una casta de suicidas argentinos. Su padre le había lanzado ácido en la cara a su madre. Su padre –playboy, escritor, político– le había erigido a su primera mujer –una aviadora– un monumento de 80 metros de altura que, además, era una tumba protegida de los profanadores por explosivos. Por supuesto, no encontré el libro. Pero encontré otras cosas: un libro de ensayos de Elvio Gandolfo, una versión cartonera de Lihn, un Laiseca con Betty Page desnuda en la portada. Salimos de la librería. Por la calle Thames pasó Fogwill o un clon de Fogwill en un auto pequeño, manejando con un cigarrillo en la boca. Nos subimos a un taxi. El taxista avanzó por calles sombrías y llenas de carnicerías y tiendas de ropa usada mientras sonaba un CD de Haendel. El taxista tenía barba como la de Charles Manson. Le pregunté por un inmenso edificio quemado en las cercanías de la línea del tren. Murmuró algo inentendible. Desde las ventanas sin vidrios y llenas de hollín del lugar, se veía ropa colgada. Las prendas de las personas que habitaban ese espacio incendiado. El taxi enfiló hacia avenida Alcorta, al MALBA, que era a donde nos dirigíamos. Le preguntamos al taxista por un par monumentos de un parque gigantesco. Dijo que él veía los monumentos a su modo. El primero, dijo, le parecía un platillo volador. El segundo, estaba seguro, representaba una mujer que estaba fornicando con la bestia de siete cabezas. Le pregunté por dicha bestia. Citó a San Juan, la ultraizquierda y luego cantó una canción que había escrito. Más bien la recitó. El taxímetro marcaba 10 pesos. La canción hablaba del fin del mundo, hablaba de la ausencia de Dios; hablaba de los niños que hurgaban las bolsas de basura. La ciudad, desde el taxi, lucía despoblada, abandonada. Nos bajamos a una cuadra del museo. Había gente paseando perros. Nos metimos al MALBA. Fuimos directo a ver Heaven & Hell, la muestra fotográfica de David LaChapelle. LaChapelle ha trabajado para Rolling Stone y Vanity Fair, por ejemplo. A los 18 le hizo un retrato a Warhol, que murió poco después. En aquel retrato el creador del popart emerge borroso de la oscuridad, como una señal de humo o un fantasma. Al parecer, dice la leyenda, es su última foto. Es el único trabajo difuso del autor que vimos, porque en las imágenes expuestas por LaChapelle el glamour siempre cede paso, con una nitidez pavorosa, a la monstruosidad: una drag queen parodia a Liz Taylor; Marilyn Manson es el guardia de tránsito de un colegio; Angelina Jolie es congelada en el momento exacto del orgasmo; varias supermodelos posan de manera impecable con casas devastadas detrás suyo; Courtney Love fuma un cigarrillo en una pieza arrasada donde cuelga en la pared un corazón rojo; una mujer gorda yace desnuda en una cápsula de vidrio sobre un campo verde que se extiende hacia el horizonte. Todas son fotos que, por cierto, parecen cuentos o, mejor dicho, epílogos de cuentos. Los momentos finales de relatos o lugares arrasados. Y hay algo en ellas que me recuerda a Buenos Aires, a Palermo, porque puede ser que, como en la ciudad, en esas imágenes se superpongan infinitas capas de horror y esplendor, ante un visitante que las contempla en tanto señales del fin del mundo. Imágenes incesantes, esquirlas estallando en el ojo del viajero. Destellos –como la genealogía fatal de Barón Biza, la extraña canción del taxista, el cigarrillo de Fogwill– que poseen una textura plástica parecida, cómo no, a la de la literatura.
Álvaro Bisama. Valparaíso•75

Desde la capital de todos los cubanos
Declaraba Ricardo Piglia en alguna parte que la primera vez que vio la televisión por cable comprendió qué cosa era una ciudad. Algo así. La ciudad como el espacio donde chocan, se confunden y se mezclan las historias. La ciudad como un espacio atravesado y recorrido por relatos de todo tipo: drama, comedia, ciencia y tecnología, pasado y futuro, misterio, horror... Todo de alguna manera entrando y saliendo de la política. Relatos sociales y seriales tejiendo una red gigantesca sobre los cuerpos, la fibra de la ficción. El vínculo Ciudad-TV o TV-Ciudad es, cuando menos, interesante. La televisión cubana tiene algo de eso. En el Canal 27 o Canal Habana (un canal único no bastaría para comprender qué cosa es La Habana, ¿o sí?) hay una sección llamada Habaneros: un conjunto de spots que se intercalan entre un programa y otro; en cada uno de esos spots un “habanero” dedica unos segundos a hablar de su ciudad a partir de ciertas preguntas comunes. Lo que sale de ahí no deja de parecerme un mal síntoma. (Que no tiene que ver pero sí tiene mucho que ver con el hecho de que la música usada en la sección comenzara siendo Issac Delgado y se convirtiera de pronto en Van Van cuando el primero decidió recalar en Miami y borrarse a sí mismo de los medios de difusión nacionales.) Los entrevistados hablan con candidez de barrios, de lugares, de paisajes entrevistos, de reflejos, de recuerdos de la infancia, del supuesto carácter –¿somos acogedores?, ¿somos alegres?– de los habaneros. Y el mar, por supuesto, y la belleza y la fiesta innombrable. Refieren una Habana íntima, por momentos edípica y sentimental. Entre todos sostienen un argumento: La Habana como material entrañable. Entre todos recitan un monólogo: La Habana donde es posible habitar. Los spots vienen a ser como postales turísticas. Rezuman trascendencia. En casi todos los que he visto tienen la palabra “artistas” o “gente” de algún modo identificada como “intelectual”. Es una Habana recortada en exceso. ¿Ampliaría el mapa darle voz a los otros, los anónimos, gente de los más variados márgenes, los que nunca recibieron diplomas, los que no tienen (y no creen) nada, los que viven entre ruinas y conviven con demonios y ángeles? Lo dudo. Creo que también ellos (o especialmente ellos), con la cámara delante, se convertirían en animales líricos, hablarían desde la corrección y la emoción puras. Dirían más o menos lo que se espera que digan. Porque de lo contrario nunca llegarían a estar en el aire y por lo tanto no serían “habaneros”. Porque la televisión les ha enseñado cómo hablar. Porque las cámaras de los medios de difusión nacionales vienen con ciertas reglas incluidas y tú entras o no entras al juego y ese juego, ya lo sabemos, tiene como fondo musical el amplio repertorio de la censura. El relato televisivo del Canal Habana es precocinado, en realidad no importa a quiénes entrevisten, se basa en una retórica y lo demás es silencio. Gran parte de La Habana que yo he visto y sentido en los últimos años forma parte de ese silencio. La Habana como encierro, como imposibilidad. La Habana de la desolación, el vacío, la pérdida. La Habana militarizada de las movilizaciones y los desfiles. La Habana que no participa del todo en tu horizonte de sucesos. La Habana donde proliferan como una maleza idiota los murales, las pancartas, los lemas, las consignas, los cultos, la propaganda visible.. La Habana vulgar en la que un gesto de la hierba descubre la manigua (Ángel Escobar). La Habana de los kioscos de revistas y periódicos donde no se venden revistas ni periódicos. La Habana donde puedes entrar a una librería y comprar un libro de Jorge Fornet titulado Los nuevos paradigmas. Prólogo narrativo al siglo XXI, pero donde no es posible encontrar en ninguna librería un solo libro de Roberto Bolaño, Mario Bellatín, César Aira, Rodrigo Fresán, Alberto Fuguet, Edmundo Paz Soldán, algunos de los autores que Fornet menciona en el capítulo uno. La Habana de la eterna espera, La Habana que sigue esperando por el siglo XXI. Claro que, afortunadamente, del Canal Habana lo que menos importa es la serie de clips de habaneros habanerados. Ese canal que tiene por slogan “Desde la capital de todos los cubanos”, ha transmitido las cuatro primeras seasons (el pasado mes de mayo/07 finalizó en Estados Unidos la séptima y última temporada) de una serie cuyos personajes viven en un pueblecito ficcional de Connecticut. Gilmore Girls. Criaturas adorables y excéntricas, referencias pop en altas dosis y comida chatarra. Es suficiente para mí, gracias. Por el momento no quiero más capital que Stars Hollow. Tengo un póster con las dos estrellas protagónicas –Lauren Graham y Alexis Bledel– y con una estupenda frase: “Life is short. Talk fast.”
Jorge Enrique Lage. La Habana• 79

Momentos maravillosos
UNO La cosa empieza o, mejor dicho, la cosa termina así: recibo un e-mail de un amigo escritor con el encabezado VONNEGUT, en mayúsculas. Feliz, lo abro pensando que se trata de la confirmación de que Vonnegut, por fin, ha terminado su nueva y largamente anunciada novela y que está por salir y todo eso. Pero no. Abro el e-mail y lo que se lee allí, también en mayúsculas, es una sola, incontestable y definitiva palabra: MURIÓ. DOS Y está claro que más temprano que tarde tenía que ocurrir: Vonnegut había alcanzado con gracia y con toda su cabellera intacta los 84 años. Pero lo que no pudo el bombardeo a la ciudad alemana Dresde (al que sobrevivió y que inspiraría Matadero-5, su obra maestra y una de las grandes novelas del siglo XX y de cualquier siglo que haya pasado antes y vaya a venir después), algún intento de suicidio, y el incendio de su casa en Nueva York, lo consiguió una caída hace un par de semanas –me entero ahora, viendo pasar desde la ventana de la pantalla de mi computadora el desfile de necrológicas– que derivó en lesiones cerebrales y adiós. Así, hoy, el mundo tiene una célula especializada en actividad menos en los tiempos en que más necesita de la función y acción de células especializadas. Me explico: Vonnegut consideraba a los escritores y entendía a los escritores como células especialidades en el tejido de la humanidad. Mejor que lo explique él: “Mis motivos para escribir son del tipo político. Yo estoy de acuerdo con Stalin y Hitler y Mussolini en cuanto a que todo escritor debe servir a su sociedad. Está claro que no estoy de acuerdo con estos dictadores en cómo los escritores deben servir a esa sociedad. En lo que a mí concierne, yo creo –tienen que serlo desde un punto de vista biológico– que deben ser agentes de cambio. Los escritores son células especializadas dentro del organismo social. Y son células evolucionistas. La humanidad todo el tiempo está intentando convertirse en otra cosa; está experimentando con nuevas ideas todo el tiempo. Y los escritores son el medio por el que esas nuevas ideas son introducidas a la vez que un medio de responder simbólicamente a la vida”. Vonnegut también comparaba a los escritores con esos canarios que se ponen en jaulitas al fondo de las tripas de las minas. Esos canarios que son los primeros en morir cuando comienza a escasear el oxígeno y, con su último canto, les avisan a los mineros que están en problemas, que se vienen tiempos difíciles. Y recordarlo: Matadero-5 concluía con un pajarito canturreándole al viajero temporal Billy Pilgrim. La idea era que el canto de un pájaro era lo más inteligente que se podía oír entre tanta insensatez y palabras altisonantes y estupidez desbordada. Ahí está Billy Pilgrim, al final de una guerra que termina –se sabe– nada más que para que pueda empezar otra. Y un pájaro le dice a Billy Pilgrim: “Poo-tee–weet?”. TRES Y hay algo especialmente doloroso en la muerte de un escritor al que uno le debe tanto. Cuando se muere un escritor que para uno es fundamental se accede a la certeza de que ya no habrá más libros de ese escritor. O tal vez sí: porque la división ectoplasmática de la industria editorial cada vez tiene mejores mediums a la hora de rastrear materiales perdidos e interpretar golpes sobre la mesa de tres patas. Pero serán libros póstumos firmados por Vonnegut pero sin Vonnegut para comentarlos desde este lado de todas las cosas. A ver si se entiende, si me hago entender: Vonnegut es, para mí, uno de esos escritores a los que se necesitan en tinta y papel y en carne y hueso. Saber que están ahí mirando y pensando y poniéndolo por escrito en estos tiempos tan vonnegutianos donde los dementes marcan el paso y donde ya no estará su inteligencia para, por lo menos, ayudarnos a reír frente a tanta postal del espanto. Está, permanece, quedará por siempre y para siempre, Una Inmortal Obra Más Mayúscula que todas las efímeras mayúsculas que ahora anuncian la muerte de su autor. Una obra que –como escribió en el prólogo a los ensayos de críticos recopilados en el volumen At Millennium’s End– le hacía sentirse, simplemente, un tipo afortunado. “Cuando contemplo hacia atrás mi increíblemente afortunada carrera como escritor, me da la impresión de que nunca hubo tiempo para detenerme a pensar. Todo ha transcurrido como si yo esquiara por la pendiente de una montaña escarpada y peligrosa. Y cuando miro hacia atrás y veo la marca que dejó mi esquí en la nieve comprendo que lo único que he hecho es escribir una y otra vez sobre gente que se comportó decentemente en una sociedad indecente”, prologó allí. Dicho esto, sólo cabe agregar que pocas veces unos personajes decentes se parecieron tanto a su decente creador. Y esto es lo que muchos le critican a Vonnegut: el que las páginas de sus libros estén tan firmemente unidas a las hojas de sus calendarios. A mí me parece un placer para el lector y un privilegio para el escritor. Así, los libros de Vonnegut sin Vonnegut aquí pero con Vonnegut en todas partes son por fin, me parece, iguales a los libros que se leen en el planeta Tralfamadore desde donde Billy Pilgrim –feliz prisionero y fugitivo mental– nos lee a todos nosotros. Allí se nos explica que “los libros de ellos eran cosas pequeñas. Los libros tralfamadorianos eran ordenados en breves conjuntos de símbolos separados por estrellas. Cada conjunto de símbolos es un tan breve como urgente mensaje que describe una determinada situación o escena. Nosotros, los tralfamadorianos, los leemos todos al mismo tiempo y no uno después de otro. No existe ninguna relación en particular entre los mensajes excepto que el autor los ha escogido cuidadosamente; así que, al ser vistos simultáneamente, producen una imagen de la vida que es hermosa y sorprendente y profunda. No hay principio, ni centro ni final, ni suspenso, ni moraleja, ni causa, ni efectos. Lo que amamos de nuestros libros es la profundidad de tantos momentos maravillosos contemplados al mismo tiempo”. Kurt Vonnegut: gracias por tantos momentos maravillosos. Y buen viaje. Ø

El samurai
“La literatura se parece mucho a la pelea de los samuráis, pero un samurai no pelea contra otro samurai: pelea contra un monstruo. Generalmente sabe, además, que va a ser derrotado. Tener el valor, sabiendo previamente que vas a ser derrotado, y salir a pelear: eso es la literatura”, definió Roberto Bolaño en una entrevista. Y, en otra, agregó: “A la literatura nunca se llega por azar. Nunca, nunca. Que te quede bien claro. Es, digamos, el destino, ¿sí? Un destino oscuro, una serie de circunstancias que te hacen escoger. Y tú siempre has sabido que ése es tu camino”. Y una más: “El viaje de la literatura, como el de Ulises, no tiene retorno”. Y para concluir: “Lo brutal siempre es la muerte. Ahora y hace años y dentro de unos años: lo brutal siempre es la muerte”. Todas estas opiniones o respuestas o, mejor dicho, todas estas sentencias (reunidas y editadas por Andrés Braithwaite en el revelador y gracioso Bolaño por sí mismo: entrevistas escogidas, Ediciones Universidad Diego Portales, Chile, 2006) resultan no sólo útiles como introducción sino que, además, creo, ayudan a una más adecuada lectura y mejor comprensión de El secreto del mal y de La Universidad Desconocida, así como del resto de la obra de Bolaño. Es decir: samurai + destino + viaje + no retorno + muerte remiten al bushido o “camino del guerrero” (el arte de vivir y combatir como si uno ya estuviese muerto de los grandes espadachines japoneses, la habilidad de mirar hacia atrás, al presente, como si se lo hiciera ya desde el otro lado) y a una actitud paradó- jicamente híper-vital. Al núcleo creativo, el centro del que se desprende la ficción y la noficción de Bolaño alumbrada y oscurecida, siempre, por la sombra de la enfermedad y de la muerte que podía llegar –y llegó, puñal en alto– a vuelta de página. ¿Y qué es lo que lleva a uno –apenas terminados de leer estos dos últimos libros de Bolaño– a ponerse a enhebrar respuestas de viejas entrevistas y a aventurar teorías más líricas que exactas? La respuesta sólida a tan leve enigma no la tengo clara, pero aventuro una sospecha: Bolaño es uno de los escritores más románticos en el mejor sentido de la palabra. Y un acercamiento a él y a lo que escribió contagia casi instantáneamente una cierta idea romántica de la literatura y de su práctica como utopía realizable. Unas ganas feroces de que todo sea escritura y que la tinta sea igual de importante que la sangre. En este sentido, la obra de Bolaño ahora, para bien o para mal, inevitablemente acompañada de la leyenda de Bolaño, es una de las que más y mejor obligan –me atrevo a afirmar que es la más poderosa en este sentido dentro de las letras latinoamericanas– a una casi irrefrenable necesidad de leer y de escribir y de entender al oficio como un combate postrero, un viaje definitivo, una aventura de la que no hay regreso porque sólo concluye cuando se exhala el último aliento y se registra la última palabra. Algunos podrán pensar que éste es un sentimiento adolescente e incluso infantil. Allá ellos. Pero, sí, lo cierto es que tanto los relatos como los poemas de Bolaño (así como las novelas y sus breves ensayos y conferencias y, ya se dijo, sus entrevistas por lo general respondidas por escrito a vuelta de e-mail) acaban en realidad ocupándose de una única e inmensa cosa: la persecución y el alcance –esté simbolizada en alguien llamada Cesárea Tinajero o en alguien que responde al nombre de Beno von Archimboldi– de la literatura como si se tratara de una cuestión de vida o muerte, de la literatura como Génesis y Apocalipsis o Alfa y Omega. IDAS Una cosa está clara, no hay dudas al respecto: Bolaño escribía desde la última frontera y al borde del abismo. Sólo así se entiende una prosa tan activa y cinética y, al mismo tiempo, tan observadora y reflexiva. Sólo así se comprende su necesidad impostergable de ser persona y personaje. No importa –mal que les pese a los patológicos patólogos siempre a la caza de la no-ficción en la ficción– dónde termina Bolaño y comienza Belano. Lo que importa es que el primero haya creado al segundo para que lo sobreviva y que no se haya quedado en una mera alucinación de alguien que, por momentos, jugueteaba románticamente con la posibilidad de que incluso Bolaño fuese un personaje de Bolaño. Alguien que, en alguna conversación, llegaba incluso a fantasear con la posibilidad a la Philip K. Dick de –en verdad– haber fallecido diez años antes de su muerte, durante su primer shock hepático, y que la última década de su existencia –conteniendo casi la totalidad de su “vida de escritor” en una acelerada progresión a la que podría definirse como beatlesca en términos de tan grande progreso en tan pocos años– no fuera otra cosa que un delirio agónico. Y así fue, creo –pienso aquí más como narrador que otra cosa–, cómo la constante amenaza del final resultó en el alumbramiento de una de las obras más enérgicas de las que se tenga memoria dentro de la literatura en castellano. La aparición de estos relatos y poemas coincidiendo con el importante lanzamiento en Estados Unidos de Los detectives salvajes –The Savage Detectives, Farrar, Straus & Giroux– a la que publicaciones como The New Yorker (donde se le inventa un pasado heroinómano), Bookforum, The Virginia Quarterly Review y The Believer y periódicos como The New York Times y The Washington Post han dedicado elogios encendidos y muchas páginas, vuelve a poner de manifiesto no sólo la particular calidad de su escritura sino también su poderosa influencia entre los lectores jóvenes y su vertiginoso ascenso en los rankings, para euforia de los que disfrutan de estas cuestiones canónicas e histéricas. (Para todos ellos, vaya un dato atendible y entre paréntesis: una reciente y muy publicitada encuesta colombiana con votantes de todo el mondo-intelligentzia en castellano lo ha colocado tercero y pisándole los talones a Gabriel García Márquez y a Mario Vargas Llosa. Allí Bolaño obtuvo más votos que ambos boom-popes pero repartidos en tres obras ubicadas en los tramos más empíreos de la lista. Lo que significa que, si se hubieran concentrado todas las adhesiones en sólo una de las tres novelas mencionadas, ésta se habría impuesto a El amor en los tiempos del cólera o a La fiesta del chivo. Hasta donde sé, cosa rara o no tanto, ni el escritor colombiano ni el escritor peruano han manifestado haber leído algo del escritor chileno, quien superó a ambos como “el escritor más influyente de la actualidad” en otra encuesta de un frecuentado blog del escritor Iván Thays. Bolaño, no está de más apuntarlo, sí solía leer y preocuparse y comentar –para bien o para mal– lo que hacían bien o mal narradores más jóvenes que él.) Una cosa está clara: la vitalidad de su obra demuestra que el Bolaño escritor está más vivo que nunca. Queda por averiguar cuál será su efecto a nivel editorial en el panorama extranjero: ¿se les pedirá ahora a los escritores latinoamericanos –a los descendientes de aquellos a los que alguna vez se les exigió mujeres voladoras y aguaceros de siglos– la clonación en serie de poetas indómitos o de escritores fantasmagóricos? ¿Se convertirá Bolaño –como Cesárea Tinajero o Beno von Archimboldi– en un tótem talismánico para jóvenes con las manos manchadas de tinta negra o electrificadas por teclados? Quién sabe. De entrada, la ya mencionada edición norteamericana de Los detectives salvajes decide arturobelanizar a Bolaño prefiriendo, en su solapa, una foto juvenil de un inédito a una del autor maduro reconocido y reconocible, prefiriendo vender el personaje antes que por la persona. Más romanticismo, aunque de un cariz distinto. VUELTAS Ahora, dos libros de naturaleza muy distinta vienen a engrosar la obra de Bolaño. Son dos libros póstumos (“Póstumo suena a nombre de gladiador romano. Un gladiador invicto. O al menos eso quiere creer el pobre Póstumo para darse valor”, sonrió muy en serio Bolaño en otra entrevista) pero, en su misma naturaleza ectoplasmática, de signo muy diferente. Los relatos y conferencias y fragmentos de El secreto del mal fueron rescatados y ordenados por el crítico y amigo Ignacio Echeverría a partir de una expedición al disco duro del ordenador de Bolaño. En cambio, La Universidad Desconocida –tal como explica su viuda, Carolina López, en la nota titulada Breve historia del libro– se trató y se trata de una obra cuidadosamente pensada y estructurada por Bolaño a lo largo de muchos años y que, tal vez por sentirla como algo final y sin vuelta, nunca quiso publicar en vida. Así, mientras El secreto del mal puede leerse como los mensajes en ocasiones difusos pero claros de un espectro, La Universidad Desconocida (más allá de que varias de sus partes fueran publicadas en vida por Bolaño) adquiere, aquí y ahora, el carácter de summa testamentaria. Así, El secreto del mal abre –aunque interrumpidas– líneas hacia el futuro, mientras que La Universidad Desconocida se nos presenta como el omnipresente Fantasma de las Navidades Pasadas. Dice bien Echevarría en la nota preliminar a El secreto del mal que “la obra entera de Roberto Bolaño permanece suspendida sobre los abismos a los que no teme asomarse. Es toda su narrativa, y no sólo El secreto del mal, la que aparece regida por una poética de la inconclusión”. Y es verdad y ahí está, por ejemplo, el final más que abierto de Los detectives salvajes o las febriles despedidas de novelas como Amuleto o Nocturno de Chile. De ahí que buena parte del atractivo de El secreto del mal resida en los contundentes comienzos de textos abandonados o postergados que, además, tienen la virtud de ampliar el mito de “Belano, nuestro querido Arturo Belano”. El poeta realista visceral –más una vida y alternativa en otra dimensión que un alter-ego del propio autor a quien, a pesar del anuncio de un suicidio en Africa, Bolaño decidió resucitar en varias ocasiones y hasta proponerlo como la voz futurista que comanda y ordena 2666– aparece aquí inédito y joven y preocupado por una hipotética muerte de William Burroughs (“El viejo de la montaña”), sorpresivamente consagrado para todos aquellos que lo querían maldito y loser para siempre, de regreso en México D.F. y de camino a la Feria del Libro de Guadalajara como “autor de cierto prestigio” investigando los últimos días de vida de su hermano de sangre y versos Ulises Lima (“Muerte de Ulises”) o lanzándose a la búsqueda de un hijo perdido en Munich en el fragor berlinés de una revolución juvenil y milenarista (“Las Jornadas del Caos”). En todos los casos, Bolaño emociona con el mismo tipo de alegría melancólica que, digamos, alguna vez nos produjeron los reencuentros con Philip Marlowe o Antoine Doinel o el Corto Maltés: pocas cosas resultan más placenteras y emotivas que el volver a acompañar a un viejo y curtido y aventurero amigo. El resto del material reunido oscila entre la estampa autobiográfica vivida o leída (“La colina Lindavista”, “Sabios de Sodoma”, “No sé leer”) o sintonizada en alguna de las muchas trasnoches televisivas de Bolaño, mutando a pesadilla despierta y zombie en el magnífico relato-movie “El hijo del coronel”. “El secreto del mal”, “Crímenes”, “La habitación de al lado”, el muy perecquiano “Laberinto”, “Daniela” y muy especialmente “La gira” (que en la figura del “desaparecido” rocker John Malone acaso insinúa el perfil de un nuevo fugitivo bolañista a perseguir) pueden leerse como inconclusas pero siempre esclarecedoras –en los pulsos de sus oraciones– llamadas telefónicas que su autor pensaba retomar cualquier noche de éstas marcando su número. De este modo, puede entenderse El secreto del mal como una colección no de greatest hits pero sí de imprescindibles lados B, demos y rarezas de esas que ayudan a escuchar todavía más y aún mejor aquellos grandes éxitos. Otra cosa muy distinta es el totémico La Universidad Desconocida presentándose como una suerte de companion postinfrarrealista hasta ahora escondido o de siamés invisible al real visceralismo de Los detectives salvajes. Porque si –como bien apunta Alan Pauls en su conferencia La solución Bolaño– “prácticamente ninguno de los poetas que se multiplican en las páginas de Los detectives salvajes escribe nada”, “no hay Obra” y que es precisamente debido a eso que la novela funciona como “un gran tratado de etnografía poética porque hace brillar a la Obra por su ausencia”, entonces La Universidad Desconocida es, por fin, la Obra. Mayúscula y arrasadora y aforística y, sí, sentenciosa y sentenciante. La Universidad Desconocida no es nada más que el libro más autobiográfico de Bolaño –alguien que se sentía poeta por encima de todo y en el que la línea que separa a los géneros se cruza una y otra vez como se cruzan las fronteras en sus dos novelas más voluminosas unidas por la membrana indestructible de lo epifánico– sino, también, una Divina Tragicomedia. Una suerte de íntimo Manual Para Ser Bolaño de uso limitado y de autoayuda sólo para él mismo, pero sin embargo perfecto para que sus lectores puedan rastrear los muchos y largos viajes de su inspiración. Un tractat –de ahí que este libro, además de trascendente, sea peligroso por su potencia radiactiva a la hora de tentar con reproducir un estilo inimitable que, de intentárselo, me temo que resultaría en torpe parodia– al que incautos o irresponsables tal vez interpretarán, más que equivocadamente, como un promiscuo y apto para todo público Manual Para Ser Como Bolaño rebosante de slogans y mandamientos y pasos a seguir y calcar por fans adictos compulsivos, muchos de ellos desgraciadamente más excitados por el Bolaño que maldice a Isabel Allende que por el Bolaño que bendice a James Ellroy. Después de todo, Bolaño trabaja aquí con los lugares comunes y los clichés de la bohemia pero –en esto reside el valor y el genio del libro– convirtiéndolos en algo indivisible y suyo. Quienes se limiten a disfrutarlo sin intenciones epigonales encontrarán aquí algo mejor que el mapa del tesoro: el tesoro mismo. Casi quinientas páginas monologantes, veloces, tan subrayables y, sí, descarada y noblemente románticas que se leen y se viajan hasta experimentar esa rara forma del desfallecimiento que sólo se experimenta luego de la más plena y satisfecha de las felicidades. Páginas ya conocidas de Los perros románticos, Tres, Amberes –y otras más oscuras publicadas en antologías y revistas– encuentran aquí su sitio exacto y su posición precisa como piezas de un puzzle que ahora, por completo, no sacrifica nada de su misterio sino que lo intensifica. Los poemas de La Universidad Desconocida –épicos y domésticos– aparecen surcados por nombres de países y calles, de libros y de películas, de escritores y de seres queridos que resultarán familiares para los ya habitués cartógrafos de la cosmogonía del autor. Pero por encima de todos ellos, resuena, una y otra vez, el país privado y la calle propia y la película protagonizada por el nombre Roberto Bolaño. Contemplándose desde adentro y desde afuera, parado frente a un espejo crepuscular o analizando su figura desde la distancia abstracta y casi sci-fi de la luz de los años transcurridos, leyendo desde la sala de lecturas del infierno o recitando mientras va poblando, amorosamente, los estantes con los libros que algún día leerá su hijo. La Universidad Desconocida –tal vez éste sea el mejor elogio posible a este libro almamater– se lee con el mismo asombro extático y pasmo eufórico con que alguna vez se leyó Moby Dick: otro libro raro y polimorfo y leviatánico, que no se sabe exactamente a qué especie pertenece, y que se las arregla para confundir y fundir al plan de su autor con el plano del universo. “Mi poesía y mi prosa son dos primas hermanas que se llevan bien. Mi poesía es platónica, mi prosa es aristotélica. Ambas abominan de lo dionisíaco, ambas saben que lo dionisíaco ha triunfado”, delimitó Bolaño en otra entrevista. Ahora, en estos dos libros, el samurai romántico que se cree invicto para darse valor vuelve a desenvainar su espada y, póstumo, a presentar combate. Y, aunque Bolaño asegurase que la guerra contra “el monstruo” está perdida de antemano, nada nos impide festejar –una vez más, mientras nos queden vida y viaje– el destino triunfal de estas románticas batallas.
Rodrigo Fresán. Buenos Aires • 63

gabo / miller

Gabo sonríe. Gabo es aplaudido. Gabo levanta, humildemente, el trasero y el mundo, solícito, se lo besa. Porque sólo lo ha repetido una centena de veces, Gabo aprovecha el Congreso de la Lengua Española para recordarlo: era como nosotros pero escribió de pronto, casi mágicamente, su novela emblemática. Bonita cosa. Para no decirlo yo, cito una declaración del cubano Antonio José Ponte: basta leer en paralelo Pedro Páramo y Cien años de soledad para descubrir de qué lado descansa de veras la literatura. Una virtud tiene Gabo: desnuda la tontería de casi cualquiera. Escritores que uno creería inteligentes se suman, sin rigor, al coro: aplauden, dan palmaditas, redactan los elogios más cursis. Algunos, torpes, afirman que Cien años de soledad “revolucionó” la literatura. ¿En serio? Como si escribir una prosa amena e imaginar una fábula melosa hicieran de uno un Franz Kafka o un Raymond Roussel. García Márquez no tiene siquiera escuela: se consume en sí mismo. Como no funda una literatura, es imposible seguirlo. Continuar su estilo, llevar apenas un poco más allá sus maneras, supone sumirse en el cursi patetismo del realismo mágico. Quien conoce a Gabo no deja de presumirlo. Yo lo presumo: hace poco me topé, en una librería, con Gabo. Era una tarde cualquiera. Si llovía, lo he olvidado. Recuerdo, eso sí, su despeinada melenita blanca y sus blancos pants de algodón, un tanto parecidos a los del Comandante. No me acerqué al Nobel pero puedo asegurar, pese a la distancia, que no brillaba ni flotaba. Lucía común, como mi tío de Coacalco o el desdeñado abuelo de Celaya. Pensé: ah, Gabo, y después pensé cualquier otra cosa. Ø Piénsese en Henry Miller. Piénsese en el Henry Miller más famoso. Es 1933 y París huele al Sena. Un estadounidense –sombrero, gafas, saco raído– descansa en un café. No es un hombre apuesto y, sin embargo, tiene dos mujeres hermosas. No las tiene allí, a su lado, sino allá, en su vida. Una, June, su esposa, es abnegada. La otra, Anaïs, su amante, una joven y promisoria escritora. Escapa de la primera. Vive de la segunda. Duerme con ambas, alguna vez al mismo tiempo. Es una vida envidiable. Podría sentarse a diario en el mismo café y saberse, placenteramente, el gran macho. No lo hace. En vez de atarse a la dicha, saca un cuaderno y una pluma. Escribe tosca, obsesivamente. ¿Por qué lo hace? ¿Por qué alguien, tocado por la fortuna, lleva a su vida la angustia, el fracaso continuo de la escritura? No escribe cualquier cosa. Escribe algunas de las novelas más intensas de su siglo. Escribe Trópico de Cáncer y Trópico de Capricornio. Escribe Sexus, Plexus y Nexus. Escribe El coloso de Marusi. En todas, el sexo y la violencia. En todas, el exceso. No son novelas perfectas sino extremadas. Tienen páginas portentosas y otras, inválidas. Tienen demasiadas páginas. La contención, como el medio tono, como el afán de complacer, no existe. Se escribe para provocar y se provoca. Pocas obras resisten un símil incendiario: la obra de Henry Miller, brasas, quema. No nace del gusto clásico sino de la desesperación. No obedece al cerebro sino al estómago. Está escrita con bilis y, a veces, con semen. Su furia, no obstante, no es única. Al mismo tiempo, también en París, otro loco, Louis-Ferdinand Céline, escupe su rabia. Más lejos, en la América abandonada, John Fante despotrica una furia menos erótica. Años después, Thomas Bernhard, Fernando Vallejo, Elfriede Jelinek. Una familia de inadaptados. La escuela del rencor, de la ira. Sólo la rabia es poética. No importa ahora, en este espacio, la obra de Henry Miller. Importa su escritura. ¿Por qué escribe? ¿Por qué se escribe? En un mundo desolado, la escritura mantiene intacto su misterio. Hay algo incomprensible en sus móviles. Cuesta explicar a un hombre que se postra, arrobado, ante el idioma. Cuesta imaginar por qué se bate, angustiado, contra el lenguaje. Podría no hacerlo. Hay razones de sobra para no actuar y apenas unas pocas para hacerlo. Hay todavía menos motivos para escribir. La escritura es el acto más absurdo y, por lo mismo, el único válido. Se escribe porque sí. Se escribe porque la vida dura demasiado. Se escribe porque no se tiene valor para el suicidio. Se escribe por tedio, sobre todo por tedio. Pero Henry Miller no se aburre. Está en París, duerme con dos mujeres, escribe. Hay otros móviles en su escritura. Anaïs Nin, por ejemplo. Henry Miller escribe porque Anaïs Nin existe. Tiene 40 años al conocerla y ningún libro escrito. Se sabe escritor pero no escribe. Le falta un motivo, el motivo que detone el absurdo de la escritura. Ella, como suelen serlo las mujeres, es el motivo. Escribe para ella porque le es imposible escribir para todos. La literatura no es filantropía, mucho menos en su caso. Da vergüenza escribir para todos, como da vergüenza hacer el bien abstracto. Se escribe cuando una figura destaca entre las otras, cuando el lector implícito encarna. Existe Anaïs y por eso se escribe. Sólo por eso. Por todo eso. Hay testimonio de ello en la apasionada correspondencia que ambos sostienen, álgidamente, entre 1932 y 1935. Es la suya una de las relaciones epistolares más intensas, más sabias de la literatura. Empieza como un ilícito tráfico de fluidos y termina en el ensayo literario. Al principio, Anaïs escribe a espaldas de su esposo, Miller extrema la pasión (“Amo tu coño, Anaïs, me vuelve loco”) y ambos pactan encuentros furtivos. Más tarde, la pasión erótica merma y crece la intelectual. Intercambian textos, se leen, se critican. Miller guía a Anaïs, Anaïs motiva a Miller. Ambos, al fin justificados, se pierden obsesivamente en la escritura. A veces se encuentran en ella. Miller es un escritor instintivo. Es, de hecho, el escritor instintivo. Hay algo natural, orgánico, en su prosa. Escribe como defeca. Escribe, sobre todo, como fornica. La escritura es tan natural en él como el deseo. Desea escribir desde siempre y sólo carece de un objeto donde depositar tanta avidez. Cuando Anaïs aparece, desnuda y dispuesta, la escritura explota. Entonces el sexo y la literatura se confunden. El reto no será ya escribir sino contener, como semen, la escritura. Miller estalla, al revés de Anaïs Nin. Ella no explota al encontrarse con Miller: descubre la escritora que es. Ante el vértigo vital de aquél, reafirma su gusto por el equilibrio y el intelecto. Ante la grandeza del otro, se recorta finamente. No es la suya una literatura pasional: nace y se padece en el cerebro. No le interesa, como a Miller, el absoluto sino la delicada observación de un fragmento. Obtiene más de él que Miller de ella. Él necesita apenas un motivo para derramarse y la presencia erótica de Anaïs se lo provee. Ella, por el contrario, precisa de una razón para escribir y de un opuesto que la define. Miller le otorga, sin saberlo, todo ello. Sus escrituras nacen de impulsos distintos, pretenden cosas dispares. Anaïs Nin es clasicista: escribe para iluminar el mundo, para aclarar la existencia. Miller abraza la oscuridad: no escribe para disipar las tinieblas sino para sumirse, con los ojos abiertos, en ellas. Cree, como sus autores más admirados, que la vida yace allí, en lo más profundo de la noche. Dostoievski, D. H. Lawrence y Joseph Conrad afianzan su sospecha. Hay que ensuciarse las manos para narrar la vida. Hay que arrojarse al abismo para encontrar algún sentido. Hay que estrellarse contra el fondo para comprender que no hay sentido. No está solo Henry Miller en la narrativa de nuestros días. Lo acompañan J. M. Coetzee y Fleur Jaeggy, sus herederos indirectos, adictos a la oscuridad. Piénsese de nuevo en Henry Miller, estático en el café. Cae la noche lenta, pesadamente. El café, como París, remeda al desierto. Miller, solitario en un rincón, apenas nota la fuga de los otros. Escribe, obstinado, bajo la fatigada luz de un foco. No deja de escribir. Podría hacerlo, pero no lo hace. A 25 años de su muerte, su escritura es aún un misterio.
Rafael Lemus. MéxicoDF•77
Los aretes que le faltan a la luna
SI ME COMPRENDIERAS Dicen que una mujer recorrió toda la ciudad para encontrarse con Fidel Castro. Y dicen que dio con él. Se topó con Fidel en una esquina de El Vedado. ¿L y 23? No se dice, pero pongamos esta esquina como ejemplo, porque es la más conocida y céntrica de la ciudad. Esta mujer, dicen, era la autora de una canción. Adiós felicidad. Ela O´Farrill había escrito esta canción, que militaba en lo más auténtico del feeling. Me enteré de este episodio tras haber comenzado a leer Polémicas culturales de los 60 (cuya selección y prólogo fue realizada por Graziella Pogolotti), Editorial Letras Cubanas 2006. Sí, 2006. Ela salió en busca de Fidel Castro porque se escribió un texto crítico en el que se decía que Adiós felicidad no tenía cabida en el socialismo. He intentado imaginarme el rostro de Fidel tras dar de cara con Ela O´Farrill y escuchar sus palabras, pues según el prólogo del libro Fidel respondió divertido –sí, divertido– que los desenga- ños amorosos podían tener lugar en cualquier circunstancia. CONTIGO EN LA DISTANCIA A mediados del 2000 un amigo me prestó un libro. El placer de la zozobra. En aquella colección de ensayos encontré un texto de Raymond Carver. Debo confesar que a este americanito lo conocía casi de oídas, me seducían los comentarios que me habían hecho acerca de sus libros. Tras leer el ensayo firmado por Carver anoté una frase: “Todo gran escritor, o incluso todo aquel que sea bastante bueno, hace el mundo conforme a sus propias especificaciones. Lo que estoy refiriendo es algo afín al estilo, pero no es solamente al estilo en sí. Es el sello particular e inconfundible que el autor imprime a todo lo que crea. Es su mundo y nada más que su mundo.” La anoté y me propuse salir en la búsqueda de los libros de Raymond Carver. Y en una esquina de El Vedado –puedo asegurar que fue en L y 23–, me encontré con un amigo al que recién le habían mandado un paquete de libros, entre ellos De qué hablamos cuando hablamos de amor y Catedral. Después de hincarme de rodillas y rogarle me los prestó. Confieso que tuve que releerlos. ¿De qué se hablaba cuando hablaban de los textos de Raymond Carver? Tuve a mano también el libro ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor? Necesité más de una lectura. Y yo seguía perplejo. Yo seguía perplejo porque algo diferente a casi todo lo que hasta ese momento había leído tenía ante mis ojos. Leer a Carver era como acariciar erizos de mar. Leer a Carver era como cargar una escultura tallada en hielo. O saber que los extras que aparecen en las películas Serie B tenían al menos una oportunidad de hacer un protagónico –o que sin saberlo, ellos, como extras en esos filmes Serie B, hacían su papel protagónico–. O descubrir que la medicina forense y la literatura trabajan con un mismo material. Leer a Carver era reconocer que la piel es puro papel de lija. Pero a siete años de aquel encuentro con Carver leo un artículo firmado por Alessandro Baricco, y publicado en La Vanguardia, donde revela que, tras un texto publicado en el New York Times, decidió viajar a Bloomington (Indiana) y encontrar la Lilly Library.
Si baricco decidió desandar esta pequeña ciudad fue para encontrar la biblioteca a la cual Gordon Lish, el editor de Carver, había vendido todas las cartas y los escritos a máquina del viejo Raymond, en los que estaban incluidas sus correcciones. Si Alessandro Baricco decidió hacer el viaje fue para comprobar que era cierto lo que se decía en el artículo publicado en el New York Times: G. Lish tuvo más tino que Carver, eliminó buena parte del material original y además creó un estilo. Sí, creó un estilo. Y según Baricco es cierto. En su texto muestra algunas pruebas forenses para determinar si se podía dar crédito, por ejemplo, a que en el libro De qué hablamos cuando hablamos de amor, Lish había eliminado casi el cincuenta por ciento del texto original y había cambiado el final a diez de los trece cuentos. Y la respuesta es sí. Supongo que a partir de ahora un fantasma recorrerá la obra de Carver –y puede que sea este el origen de un desengaño amoroso para muchos–. Supongo que no existirá un momento en el día en que pueda apartarme de esta confesión. Puede que ahora el mundo de Carver nos parezca distinto, porque sabemos que no solo estamos leyendo a Raymond, sino también a Gordon Lish. Pero me resisto a pensar así. Y me resisto porque hay un material de origen a partir del cual surgió la Maquinaria Carver, la otra, la que llegó a nosotros a través de las diferentes ediciones de sus libros. Esa máquina de narrar tenía un mundo conforme a sus propias especificaciones, un sello particular e inconfundible. Era el mundo de Raymond Carver y nada más que su mundo. Es una suerte que Baricco diga que Gordon Lish “borró minuciosamente todo lo que podía calentar aquellos paisajes y, cuando era necesario, añadía aún más hielo. Desde un punto de vista editorial él tenía la razón: construyó la fuerza de un verdadero y propio modelo inédito. ¿Pero el punto de vista editorial es el mejor punto de vista?” Un día de estos me propondré caminar la ciudad para encontrarme con alguien que casualmente tenga las ediciones de los libros de Carver en los cuales solo esté el material primario. Solo los originales con esas supuestas líneas de más, con aquellos finales que suponen un Carver más soft, menos iceman pero con la piel como un pliego de lija. Pasaré por L y 23, en esta esquina es muy alta la probabilidad de que ocurran los encuentros. LOS ARETES DE LA LUNA Llovía débil la mañana en que me encontré con mi amiga estudiante de periodismo –la chica de falso cabello rubio, otra vez vestida de blanco, tela de hilo blanco que contrastaba con el gris ratón de la ciudad-. Ella no podía hacer auto-stop y coincidimos en la parada de ómnibus. Leía mientras esperaba la llegada del autobús que tomo para ir a mi trabajo. Leía en el momento en que llegó a la parada para escapar de la llovizna. Nos saludamos. Con un beso. En la mejilla. Dulce creyón en unos labios carnosos. y a bocajarro preguntó que leía. Polémicas culturales de los 60, selección y prólogo de Graziella Pogolotti, Editorial Letras Cubanas. “¿2006?”, preguntó. Le dije que sí. Y tuve que mostrarle la página donde estaban impresos los créditos de la edición. La chica de falso cabello rubio quiso saber qué tal estaba el libro y me encogí de hombros, recién comenzaba a leerlo. Hojeó el prólogo, el índice. Y sonrió. “¿Son todas las que están?”, preguntó. No pude evitar encogerme de hombros nuevamente. Cómo saberlo. Con qué patrón comparar. Le respondí que al menos debían estar todas las que son. Entonces volvió a sonreír y dijo que al parecer estábamos en la época de desclasificar archivos, de mostrar las “joyas de nuestra familia” y ver si por fin aparecían los aretes que le faltaban a la Luna. Me comentó que para ella sería muy útil averiguarlo, encontrar la respuesta, salir a la calle y preguntarle a alguien que hubiese vivido los sweet sixties. Sí, los sweet sixties, así dijo. Escampó. Mi amiga me preguntó si aquel libro era una buena señal –yo recordé a Ela O´Farrill, su caminata por toda la ciudad hasta encontrarse con Fidel Castro y la respuesta que recibió–. Pero no le dije que los desengaños amorosos podían tener lugar en cualquier circunstancia. Esta vez fui el que sonrió. Nos despedimos con otro beso. En la mejilla. Creyón de labios muy dulce en unos labios carnosos. La chica de falso cabello rubio se fue cantando esa vieja y bella canción donde se habla de los aretes que le faltan a la Luna, esos bellos pendientes guardados en un cofre en el fondo del mar.
Ahmel Echeverría. La Habana. 74.

El género aspiracional
Mi hermano es pintor, para mi gusto –nada objetivo por cierto–, es uno de los mejores que conozco. Le sobra talento, visión, humor, aunque tiene la desgracia de pintar y hacerlo bien, de enfrentarse pincel en mano con una tradición milenaria sin arrancar a los fáciles pastos de la provocación o el discurso mal traducido del franco-alemán. Para mí, eso siempre ha sido el arte, dialogar con Velázquez usando tus propios medios, tu propio mundo. La vanguardia, esa temerosa forma de valentía, esa mediocre forma de originalidad una y otra vez considera el diálogo de antemano roto para no tener que asumir el riesgo de agacharse ante el maestro y tratar de comprender su secreto. El arte de hoy es el laberinto uniforme de gente que quiere ante todo ser diferente de la misma manera. Como en el mundo de la poesía, en las artes plásticas flotan en el mismo magma genios absolutos y absolutos mediocres con discurso, todos a la espera de esta escasa recompensa que se llama prestigio, entregado éste por el Estado, la universidad o los coleccionistas. Es por ello la patria misma de los falsarios, de los ideólogos, de los estériles. Los poetas, como los artistas plásticos, viven de becas, gobiernos o mecenas privados y son por ello mismo, por obligación, a la vez amantes de los millonarios y de sus excesos, pero al mismo tiempo –porque eso es lo que las universidades compran– rompedores y de izquierda. La popularidad no tiene –generalmente– demasiada importancia para ellos. Esto permite en algunos casos una pureza completamente ausente del mundo de la narrativa, una radicalidad sana y envidiable, y en otros casos el reino de la charlatanería, la picaresca más desatada, la obsecuencia y la mentira piadosa. La poesía y las artes plásticas tienen aura, son por eso artes sacerdotales donde el trabajo consiste en demostrar al mundo que eres un elegido, que naciste poeta o artista. Los narradores –y los cineastas y los cantantes y hasta hace sesenta años también la gente de teatro– dependemos raramente del capricho de un coleccionista o de la aprobación de un estamento estatal, de una fundación privada o del beneplácito de un Estado. Nuestro arte se vende masivamente a un número indeterminado de personas que no necesitan ser exageradamente ricas o cultas para elegirnos o descartarnos. Nuestra novela puede querer tener aura, pero cada ejemplar de ella no lo tiene, o tiene el mismo que un paquete de chocolate o dos puros Montecristo. Mientras las artes plásticas y la poesía son aún un arte aristocrático, la narrativa es por fuerza un arte de clase media. El éxito y el fracaso dependen del prestigio, como en las otras artes, pero el prestigio sirve de poco si tus libros desanimados se quedan en el estante y no se convierten en conversación de sobremesa entre jubilados, dueñas de casa o profesores frustrados. Mientras al poeta le basta probar que es, y al artista que tiene estilo, el novelista tiene que hacer todo eso pero además convencer. La novela es un género aspiracional que, como buen burgués, confunde la seriedad con el número de páginas, el espesor con la opacidad, la inteligencia con el ingenio. Está entre medio, entre la épica y la sátira, entre la seriedad y la telenovela, entre el mundo popular y la alta cultura, entre el entretenimiento puro y el pensamiento impuro. Rastignac y Lucien de Rubempier, pero también el Quijote, Madame Bovary, David Copperfield, el narrador de la Búsqueda del tiempo perdido, y Leopold Bloom, las novelas cuentan una y otra vez la travesía del arribista, del snob, del hidalgo que quiere ser un caballero. Una historia una y otra vez autobiográfica; uno por uno los autores de estas obras pertenecen a una clase media incómoda, desheredados, hijos de deudores, primera generación de estudiantes, cobradores de impuestos, judíos ricos, o judíos pobres. Los novelistas pueden odiar la democracia, las novelas no pueden vivir sin ella. El poeta puede postular a ser el sacerdote de la tribu, su oráculo, su chamán, el narrador necesita las elecciones, no puede contar con el rayo del cielo, se sabe momentáneo, parte de su arte se basa en no ser fundamentalmente distinto al resto. ¿Qué otra cosa hacen, por lo demás, los políticos que someter a los electores relatos sobre la realidad? ¿No usan los escritores la misma demagogia, las mismas mentiras, la misma facilidad de palabras para que los lectores (esos electores sin e) plebisciten su obra? ¿No está el mundo de los narradores lleno de la misma fauna que la política: populacheros, manipuladores de masas, y de pronto un Churchill, un De Gaulle, un Allende? Una y otra vez los nobles de nacimiento, los simples snobs (Borges para no ir más lejos) y los proletariados enmarcados declaran muerta la novela. Una y otra vez la culposa clase media narradora está dispuesta a acatar el mandato, para en silencio volver a contar la misma historia, una y otra vez, una y otra vez. Las grandes esperanzas, una y otra vez, las Ilusiones Perdidas, siempre una y otra vez la misma novela: La historia de un joven de provincia que viene a la capital, o una niña, o un viejo que aspira a ese mundo de libros encantados donde todos son nobles y nadie sorbe a escondidas lo que le queda de sopa. Esa historia, pero también la contraria, la de una juventud dorada, la de una casa encantada llena de sirvientes y oro que una guerra, una borrachera, un rayo quemó para siempre. Da lo mismo si se va hacia arriba o hacia abajo; mientras la poesía puede ser horizontal, en la novela siempre hay un arriba y un abajo, siempre una caída, un rebote, una impureza que expiar o de la que felicitarse. La novela es la historia de ese movimiento, la prueba de esa incomodidad, mientras la poesía es la confirmación de que detrás de ese movimiento lo esencial sigue sin moverse.
Rafael Gumucio. Santiago de Chile•70

Tristes hombres del chaplin que mil y una vez tumbaron a la revolución cubana y después fueron tan gentilmente tristes que mil y una vez la hicieron sobrevivir
Se parece a Sean Penn en El asesinato de Richard Nixon. Usa bigotico obsceno. Ríe cobardemente. Y trasmite cierto aire de erudición o solemnidad bajo un traje raído de color gris rotoso. Aunque no se llama Sean Penn, por supuesto, ni Richard Nixon. En julio de 2007, a ras del Vedado, La Habana, Cuba, él simplemente ha perdido el nombre (tampoco le hace falta encontrarlo). Él es ahora el fin de una época y la coda de una generación. Y con eso ya me es suficiente para narrar. Insuficientemente narrar. A él, sin embargo, le basta sólo con ser puntual. Con entrar siempre de primero para ocupar su puesto eterno en última fila. The last in line. A estas alturas de la historia, lo menos que él desea es un cambio de perspectiva. Lo menos que él desea es que lo identifiquen con él. Un cinéfilo desconocido ha de ser un virtuoso de la invisibilidad: sólo así es posible sacarse la pinga en público y entonces tirar en paz. Pero en este punto quien entra en la escena soy yo. Porque yo también asisto a diario al cine Charles Chaplin de 23. Porque estoy allí para relatarlo, tal vez delatarlo: a él y a todo su gremiecito o exhibicionista complot. Yo soy a ratos el testigo y a ratos el cómplice de este pornográfico prestidigitador. De éste y de sus tristes colegas de sala oscura: ciudadanillos raídos en trajes de color gris rotoso, atorados por la demasiada angustia mitad onanista y mitad incivil; sean-pennes de pene en mano que nunca nadie les tocará (excepto el médico o el forense), richardnixones ridiculizados por el Estado y por Dios; hombres alguna vez convidados a creer en la palabra futuro, posproletarios de una utopía seminal que jamás eyaculó (los tiradores no se vienen, por definición); títeres cuyos hilos convergen todos en la portañuela (sin culpa y sin monserga moral, pero sin alegría y sin dignidad), iconos masturbadores de la insolidaridad humana en su estado crudo y carnal; augures del desastre antropológico que más temprano que tarde les pareceré a ustedes yo. La pinga humana se compone de: 1) la pinga genital o la pinga en sí (das Ping an sich); 2) la pinga simbólica. La pinga genital participa, entre otros determinismos, de la evolución biológica de la especie. La pinga simbólica es, sin embargo, la encargada de muchas manifestaciones espirituales del hombre, tales como: 1) la función ideológica o lingüística; 2) la función fáctica o exhibicionista. Hasta aquí, la cita más o menos plagiada de un manualito de difusión materialista, impreso en la URSS de los años setenta. En nuestro contexto social, la función fáctica o exhibicionista podría ser ahora, a su vez, la enfermiza esperanza de sacar de su despótica decadencia a la praxis de nuestra izquierda local. A partir de aquí, el diluvio reaccionario del hombre de derechas que nunca del todo seré (después de mí, el delirio). En julio de 2007 se celebra el Día de Todos los Mártires Inocentes, fecha patria en que el Ministerio de Cultura suspende cualquier fiesta pública nacional: sea cabaret, función de danza, teatro, carnaval, concierto, exposición, show de travestis o proyección de un film. Entonces los habituales del cine Chaplin se ven expulsados por decreto contra el contén. Cada año, ellos son los verdaderos mártires de esta efeméride, de cuyo histórico tiroteo (en 1957) ninguno se declara culpable. Cada año se les puede ver merodeando por allí con una pasividad sobrecogedora: una suerte de huelga de las pingas caídas, que sería noticia de primera plana en cualquier otro país (aun si no existiera la prensa). Algunos pernoctan en la acera de la avenida 23 (nadie podría confundir su alcurnia de tirador con la de un mendigo). Otros se acurrucan contra los vidrios de la Cinemateca (niños huérfanos de la institución audiovisual, pequeños valdés sin ticket ni beneficencia). Y otros se largan de madrugada hacia algún parquecito oscuro, siempre que sus bancos simulen la disposición de butacas del cine Chaplin (diáspora conmovedora por su patetismo híperreal, en medio de un siglo XXI tan adorablemente hipócrita y laissez-faire y cínico y make-believe). Pero es sólo un día de julio, no más. A lo largo y estrecho del 2007, a esta tropita pinguenciera le quedan 364 no-efemérides para ejecutar su venganza privada contra la nación (en años bisiestos ni siquiera se notaría la discontinuidad ministerial). Ellos disponen de 364 jornadas de automanoseo social, de 364 sesiones contraparlamentarias (tirar es el más fáctico de los verbos: es un fatum). Así reaccionan contra las resoluciones de política cultural, y le ponen, como de pasada, un diario punto final a las grandes construcciones discursivas de la revolución (pura pinga simbólica ideológica o lingüística, si hemos de respetar la taxonomía anterior). Los tiradores (que, reitero, no se vienen si son de verdad) funcionan como las termitas de un cactus patriarca: insectos que comen cosas (incluidas las espinas), hasta tumbar simbólicamente el tronco del árbol social. Son bichos que fugan por las rizomáticas galerías de túneles que ellos mismos cavan bajo los excines de lujo de la capital. Y son un contrapeso actancial tras medio siglo de ideología. Antes que el Anti-Cristo, serían el Anti-Verbum. Y masajean sus ciclos de carne antes que de Carnot: maquinitas de ondulación permanente, ya sin la retórica barrueca de un capítulo 8 que ninguna madre cubana leyó. Ellos son de pinga, por suerte desafortunadamente. Como yo. Por lo demás, todos tienen Libreta de Abastecimiento, residencia urbana legal, familias más o menos integradas al proceso desde Playa Girón y, para colmo, cargan agua desde una cloaca hasta la azotea. No hay nada que hacer al respecto por parte de la Seguridad. En gran medida estos terroristas del falo son, a la postre, un efecto colateral de la propia revolución. ¿Qué podría hacer yo ahora, salvo cronicarlos mitad con pánico y mitad con admiración? Siento que, en más de un sentido, nos merecemos esta conspiración de la pinga (nada obscena, por cierto, pues ninguna simbología lo es). Además, tampoco es para halarse los pelos (histeria de hembrita al descubrir a alguno sobándose en la butaca de atrás), pues ellos serán una amenaza pero son también el último chance de que resucite, aunque sea por carambola, la ya referida revolución. Es así. En una epoquita de deserciones en masa, sólo en el descaro de ellos yo me atrevería ahora a confiar. En esos mullidos hombres podría descansar entonces el sutil sentido histórico de una posrevolución entendida como continuum y no como corte. Japón, La Habana. Hay que inmolarse con un sable y una sábana, a falta de una bandera mejor. Ahí está el relato de Yukio Mishima, Patriotismo (amén de la biografía de samurai frustrado de este escritor). La Habana, Japón. Hay que fornicar en primerísimo plano hasta venirse o morir. Y ahí está el filme de Nagisa Oshima, El imperio de los sentidos (amén del porno manga y otras delicadeces: como el bondage o la práctica de comprar blumercitos usados por una escolar). En Cuba, para no variar, no tenemos maneras limítrofes de narrar así (aquí todo es meseta fósil sobre una plataforma insulada). En Cuba, ni la voz ni el sujeto nos dieron jamás para tanto (de la bucolia a la denuncia al choteo a un Partido Calvinista que excomulgó el jueguito de la ficción). De hecho, técnicamente en Cuba hace medio siglo o medio milenio que no existe la ficción (o es entendida sólo como una cuestión de género: pasto para peritos, puaf-puaf de provincianos pendejos). Y lo más triste del caso es que Cuba conserva, paradójicamente, la mayor reserva simbólica de pingas fácticas o exhibicionistas del mundo: un potencial renovable de tiradores natos de cine, cada cual con un asta en ristre, donde ondean sus cinco dedos en lugar de las cinco franjas (a falta de una bandera peor). Sospecho que cada uno de ellos es como un samurai humillado, incapaz incluso de darse muerte. Tal vez por eso, desde Paradiso hasta Boarding Home, en las novelas cubanas surgen personajillos patrios que no se saben matar; payasines de muelle que tienen que pedirle tristemente al mismo que se los templó (pienso en Foción y en Francis, para empezar): ¡por favor, mátame: para mí ya ha sido suficiente la realidad! Tristes hombres del Chaplin. Inconcebibles hombres-rana con la muerte buceando por dentro, en un sistema falocrático que contradictoriamente los margina contra un butacón. Últimos votantes de nuestra demasiado equitativa y pacata democracia pingopular. Seres que ya ejercen el verdadero oficio del siglo XXI: onania todas las noches. Y el más solitario, también. Porque si exhibir no es una suerte de radical y rabiosa escritura, entonces ninguna barbarie lo es. Tristes hombres del Chaplin. Sobremurientes a PM y a la obra taimada y tonta de un genio como Titón. Sedientos de un socialipsismo que se quedó sin lechita a mitad de ordeño. Tan arcaicos como el ICAIC, pero con una linterna mágica a punto de eyacular fotones veinticuatro veces en cada segundo. Héroes colimados entre una acomodadora en chancletas y un funcionario uniformado de civil. Víctimas de la vulgaridad constitucional: ángeles más caídos mientras más eréctiles. Tristes hombres del Chaplin. Espectaculares morrongas del Caribe, jugando al voyeur-ball en apagón y tie-break. Ellos son el minicuento privado de una noción de nación excluida por la megahistoria oficial. Ellos son nuestros mejores lectores al margen, al pie, entre líneas, o desde una analfabetosis contagiosa pero ignorada (si en este punto no hubiera entrado en la escena yo). Tristes hombres del Chaplin. Nadie les hará un monolito, pero yo les lego ahora y para siempre esta columna casi criminal. Se la merecen ellos y me la merezco yo: invisible de remate, al extremo de publicar esto con mi nombre en The Revolution Evening Post, sin que haya nada que hacer al respecto por parte de la Seguridad. Y, por supuesto, se la merecen ustedes si me han seguido sin despingarse simbólicamente hasta aquí. No hace falta, pero permítanme, por favor, repetir el título toda vez rebasado este umbral de familiaridad. Es una frase magnificente que en reiteratura cubana nadie antes la osó escribir: tristes hombres del Chaplin que mil y una vez tumbaron a la revolución cubana y después fueron tan gentilmente tristes que mil y una vez la hicieron sobrevivir. Un último desvarío: de cara al Estado todos somos a priori como tiradores de cine. Yo mismo he hecho la prueba de sacarme la pinga someramente a mitad de filme, a ver si es cierto que uno percibe los estertores demoníacos de la libertad. A ver si algo en mi cerebro despierta o se hace añicos, cric-crac, y se me quitan las lagañas de este suicidium vivendi con que habito en el sistema más festivo de la humanidad (dentro de las efemérides, todo: podría ser el slogan). A ver si, por lo menos, una manito blanca se compadece de mi desasosiego y se anima a manipular mi órgano simbólico o genital (encuentro lejano de ninguna especie). Mi performance, por supuesto, jamás ha tenido éxito. Ya es imposible aquel intempestivo nietzscheano capaz de darle un mandarriazo a las imágenes dominantes de la realidad. Será que yo tampoco he sido Sean Penn. Ni Richard Nixon. Lo cierto es que al final termino guardándomela sin mayor erección, inhibicionista entre el ridículo y lo humillante. Y después, nada. Deambular de vuelta a casa por la avenida 23. Tan triste como los chaplinéfilos verdaderos, pero sin la emoción oscura de haber protagonizado ni un solo fotograma de la revolución. Es horrible, es horrible. No sé. Supongo que mi pinga simbólica se agota a sí misma en su excesiva función ideológica o lingüística. De manera que ningún acto mío me involucra de veras a mí. De pronto todo me flota como si estuviera relleno de pajuza mental, si bien tampoco quisiera cambiar de perspectiva a estas alturas de la historia, pues lo menos que deseo ahora es que me identifiquen conmigo. Aunque ser un virtuoso de la invisibilidad no baste para ser un cinéfilo desconocido y tirar entonces en paz.
Orlando Luis Pardo Lazo. La Habana• 71

Página de policía
Lo confieso con orgullo, con legítima satisfacción: soy lector asiduo de la página de policía de los perió- dicos. El fait divers, como dicen los franceses, se alumbra de emoción y de certeza, de una veracidad profunda que excluye las penumbras y los equívocos. Posiblemente ese gusto se implica a un recuerdo. Hace largos años trabajaba en un periódico. El director, refrescando su esternón con un abanico de guano, presidía unos consejillos eruditos. Se canjeaban ideas y pensamientos. Se urdían campañas mastodónticas sobre la diversificación de cultivos. Se elaboraban artículos tremendos sobre los postes de la muerte, subrayando con datos estadísticos el número de cráneos que habían sido estropeados al chocar contra esas rebarbativas trancas urbanas. Los postes de la muerte suscitaban inmediatamente en el espíritu del director una asociación de ideas. Se volvía hacia el Jefe de Información, que era un muchacho silencioso, extraño, taciturno y de malas pulgas, y le decía: —Quiero para mañana una primera página hecha sobre un charco de sangre. El Jefe de Información, sonriendo tenuemente y con respeto, replicaba: —Es una lástima que no tengamos a Jack el Destripador en La Habana. Con su presencia en nuestra capital, acaso podría hacer una primera página sobre un charco de sangre. El Director, adobando con una mano judicial sus bigotes prolijos, interpelaba nuevamente al Jefe de Información: —En materia de charco de sangre, ¿qué tenemos para mañana? —Hasta ahora, que son las siete de la noche, muy poca cosa: Un viejo que apareció ahorcado en la calle Trocadero, pendiente de una lámpara; un sujeto que se produjo una fractura conminuta de los huesos cuadrados de la nariz al resbalar sobre una cáscara de piña; un chino al que le robaron de su puesto de frutas una tajada de melón. El Director interrumpía: —Dice usted que un chino resbaló sobre una cáscara de melón. —No, señor. Quien resbaló sobre una cáscara de piña fue un cubano. Al chino le robaron una tajada de melón de su establecimiento. Inmediatamente, el Director se volvió hacia mí, que era editorialista del periódico: —Hágame el favor de escribir un artículo de fondo abogando, como siempre, por el cultivo de la piña, pero señalando el hecho censurable de que las cáscaras de piña no deben abandonarse imprudentemente sobre la vía pública. Y sin transición, dirigiéndose al Jefe de Información: —Nada de eso sirve para una primera plana hecha sobre un charco de sangre. Un viejo ahorcado, un suicidio vulgar, un hombre que se desliza sobre una cáscara de piña, un chino al que le hurtan una tajada de melón. Muy pobre todo eso. Mire: al viejo ahorcado, al hombre que resbaló sobre una cáscara de piña y al chino con su tajada de melón, me los manda para la página de policía. Ah, tristeza: aquel Director no comprendió, porque era nuevo en este oficio doloroso, todo el encanto diáfano, fluídico, inmaterial que hay en el suceso de policía menudo, opaco y sin relieve. Y sin embargo, loado sea Dios, es en la página de policía donde uno encuentra la vida tal como es, donde uno se tropieza, para aromar el espíritu, con la belleza pura, resplandeciente, sin escorias y sin intermediarios, de lo cotidiano. Por encima de todo, hay determinada correspondencia entre algunos sucesos de los que llaman los reporters “policía chiquita” y las hazañas que tienen por decorado la pista de un circo. Ved, por ejemplo, ese suceso tan frecuente: un niño se tragó un níquel. Uno piensa de inmediato en el hombre infinitamente triste que para ganar su existencia se dedica a comer candela. Es, poco más o menos, la misma cosa. Además, un niño que muestra esa capacidad esofágica hasta el punto de tragarse un níquel y devolver tan sólo tres centavos por el vehículo del lavado de estómago, está demostrando un claro sentido de la política. Ah, sí: en ese níquel engullido y en ese níquel residual hay, fecundo, activo, anticipatorio, un estadista. Ah, aquella noticia que desdeñaba un director ligero: un hombre resbaló sobre una cáscara de piña. Es, aparentemente, un suceso ínfimo, trivial. Pero ahí también, en esa piel arisca de piña y en ese deslizamiento imprudente –en lo que pudiéramos llamar un patinazo– hay, sintética, objetiva, lapidaria, sin literatura, la biografía breve y elíptica de cualquier estadista, de cualquier adalid de estos tiempos difíciles y desventurados. Ø

Los inventores
En los periódicos hay un cargo difícil: es el hombre encargado de recibir a los inventores. Es un cargo que exige cualidades excepcionales de paciencia, de mansedumbre, de resignación. Generalmente se escoge para esa tarea un redactor que esté en vísperas de suicidarse con tinta rápida o el que horas antes haya atrapado un terminal. El término medio no cabe en esta materia. Una vez desempeñé ese cargo con carácter interino. No he olvidado la tarde, una abrumadora y tórrida tarde de agosto, en que recibí a dos inventores. El primero era un hombre trigueño con unas manos enormes que manejaban unos planos. El segundo era un hombre rubio con unas manos pálidas que manejaban estadísticas. El primero, con un entrecejo fosco, dijo: —He sometido mis botas autolocomocionales al Secretario de Defensa. Si usted me lo permite voy a suministrarle una breve explicación. La bota autolocomocional está dotada de un resorte. Vea usted: es la figura A. De ese resorte brota un hilo conductor, un alambre de doce pulgadas que comunica con el corneta de órdenes. Ese alambre puede ser dulce, puede ser amargo. Lo mejor es revestirlo con un forro para evitar la oxidación del corneta de órdenes. Esto que usted sospecha que es una tripa primaria es el alambre. Se trata de un procedimiento in-genioso. El corneta de órdenes surge en el dormitorio de la tropa. Ejecuta la diana, aunque yo sugiero que ejecute los primeros compases de la marcha de “Aída”. Este es un punto que le expondré luego con más calma. Brotan los compases de la corneta. El hilo conductor empieza a funcionar. Una de sus ramas determina un gesto ritual en cada soldado: restregarse los ojos. Otra de las ramas, que funciona por electrólisis, moviliza las botas. Estas, naturalmente, sin esfuerzo, van hacia los pies de los soldados. Todo esto representa un ahorro de cinco millones para el Estado y de cinco minutos para cada hombre de la tropa. El Secretario de Defensa me ha dicho que vuelva el martes. He obtenido la patente de mi invento. Espero que usted haya comprendido mi explicación y que haga una campaña magnífica a favor de mi obra, que es el invento de un cubano. El segundo, sacudiendo sus estadísticas, el rostro jovial, con esa jovialidad ingenua y fresca que sólo tienen los sepultureros, me dijo: —He estudiado largamente el problema del azúcar. Durante innumerables noches he buscado en la estadística la fuente de la explicación. Y la he hallado. Se la recomiendo: una estadística después de las dos principales comidas. Es milagrosa la estadística –y digestiva como la zanahoria. Ah, sí, apoyándome sobre los antecedentes que suministra la estadística, he llegado a la conclusión de que nuestro mercado azucarero debe estar en China. Ahora bien, un mercado no se alcanza con sólo enunciar el propósito. Es necesario penetrarlo, saturarlo, inducirlo a la compra mediante la persuasión inteligente. Yo he pensado en el boniatillo. Puede hacerse un primer envío de cuatrocientos millones de boniatillos. Boniatillos individuales, semejantes a chorizos. Cada uno en su caja: una linda caja, desde luego, un envase delicado que contenga una palma en el anverso, una décima en el reverso y el boniatillo en el fondo, tierno, fragante, azucarado. Ese envío, ciertamente, será “al graten”, quiero decir, gratis. La cuestión consiste en que el boniatillo individual sea saboreado por cada chino. Piense usted –y así se lo hice saber al Secretario de Agricultura– en la propaganda maciza que representa cuatrocientos millones de chinos hablando a la vez del boniatillo de Cuba. En realidad, hablarán del azúcar de Cuba, porque en lo endógeno de cada boniatillo, se encontrará nuestro azúcar. He hecho ciertos cálculos: sin costos excesivos puede hacerse tres envíos sucesivos de cuatrocientos millones de boniatillos, también gratis. Se operará, entonces, el fenómeno de persuasión. El chino adoptará el hábito del boniatillo. Tengo la seguridad que pedirán un cargamento inicial de veinte millones de boniatillos y eso producirá inmediatamente el aumento de tonelaje de nuestra zafra azucarera. Es, de un solo golpe, la íntegra restauración de nuestra economía, porque el boniatillo no sólo acrecentará nuestra producción de azúcar, sino que estimulará el cultivo del boniato. Así hablaron, uno tras otro, ambos inventores. Acaso eran hombres que poseían una amplia capacidad para agrupar ensueños, para reunir ilusiones. Acaso, como dicen los neurologistas, estaban un poco tocados del queso. Pero no sonreí ante sus palabras, porque los inventores que vienen a los periódicos son como niños que corren tras juguetes nuevos.

El paraguas del samurái
En L’Equinoxe de septembre, acaso su mejor libro, Henry de Montherlant cita una anécdota extirpada de la literatura heroica japonesa, para definir con un ejemplo su concepción del heroísmo a la manera griega, a la manera de Aquiles que no tiene necesidad de odio ni de cólera para combatir. He aquí la anécdota. Un samurai acude al terreno donde va a batirse a duelo. Llueve. Para resguardarse abre su paraguas. Adelanta unos pasos y advierte a su adversario, otro samurai, que llega al terreno del honor. Este no tiene paraguas y la lluvia le cae sobre los hombros, sobre su traje de seda. El primer samurai, cortés y delicado, avanza hacia su adversario y le ofrece el abrigo de su paraguas. El segundo samurai sonríe con gratitud mostrándose sensible a la cortesía. Ambos, muy cerca uno del otro, marchan lentamente por el terreno del honor, debajo del paraguas que levanta en sus manos el primer samurai. El primer samurai y el otro samurai, su adversario, debajo del mismo paraguas, conversan con sosiego, deploran aquella mañana de lluvia, se quejan de la humedad. Uno y otro, debajo del paraguas, marchan sin prisa, sonríen, canjean sus pensamientos. Llegan, en fin, unidos bajo el paraguas, al lugar en que van a batirse. El primer samurai abandona el paraguas. El segundo samurai lo coloca cerca de un cerezo para que escurra. Inmediatamente, desenvainan sus sables y se matan los dos. Henry de Montherlant, el autor de Service inutile, después de contar esta anécdota exclama serenamente: Bajo este paraguas simbólico debieran colocarse las relaciones entre los pueblos y los hombres llamados a combatirse. La anécdota es encantadora y me trae el recuerdo de un duelo al que asistí hace varios años. Los contendientes eran intrépidos, con un gusto del riesgo, con una inclinación incoercible hacia el peligro. El duelo era a sable, y en una nave situada en Luyanó donde se archivaban maderas, motores de auto-móviles, hierros retorcidos. Era una fría tarde de diciembre. Los adversarios llegaron al terreno con sus padrinos, los médicos, el Juez de campo e innumerables invitados. No estaba lloviendo. De ahí que el primer samurai no le ofreciera a su adversario el abrigo de su paraguas. Comenzaron los preparativos. Uno de los padrinos abrió la caja que contenía los sables. Ah, qué hojas flexibles, vibrantes. Como se dice profesionalmente cortaban un pelo en el aire. Todos retrocedieron. No. No. No parecía prudente dejar aquellas armas de esquela mortuoria y de necrocomio entre las manos de unos adversarios que emanaban bravura. Alguien sugirió amortiguar las hojas. Fueron melladas, privadas de toda peligrosidad. Los contendientes, obedeciendo una orden severa del Juez de Campo, retiraron la chaqueta, el chaleco, la camisa, la camiseta. Uno de ellos suspiró y dijo: —Está fría la tarde. No saldré herido pero, en cambio, estoy a un milímetro de la pulmonía. Y el otro, un poco melancólico, exclamó: —Exacto. De aquí salgo con un catarro. El Juez de Campo alzó su bastón, fue de uno a otro contendiente y de pronto, imperativo, enérgico, pronunció las palabras rituales: —¡En guardia! ¡Adelante! Chocaron los sables con furia y con brío. Fulguraban en el aire, extenuando una geometría de violencia. Agudos, implacables. De repente, el Juez de Campo, formidable de autoridad, irrumpió con su bastón en el terreno de los contendientes y lanzó un mandato: —¡Alto! Todos extendieron el pescuezo. El Juez de Campo proclamaba que uno de los adversarios estaba herido. Los médicos avanzaron con sus cajas menudas. Agua oxigenada, puntos metálicos, tintura de yodo, una palangana breve, apta para remojar un corte de sable o media docena de habichuelas. Examinaron el brazo del combatiente. Entre la muñeca y el codo aparecía un relieve extraño. La carne no estaba herida. No aparecía una gota de sangre. Uno de los médicos apretó con énfasis en busca de un hilillo sangriento. Nada. El otro médico apretó con más énfasis después de aplicar un alfiler. Al fin, semejante a un rubí efímero, apareció una gota de sangre que, inmediatamente, desapareció. Hay hemorragia, exclamó el primer médico. Grave hemorragia, adicionó el segundo médico. Suspendido el combate, dictaminó el Juez de Campo. Los adversarios se apretaron la mano heroica y a dúo, con un perfecto sincronismo, emitieron tres estornudos. —No me equivoqué, aquí está el catarro. —Es verdad, la tarde está un poco fría. Volvieron a estornudar con estruendo, en forma torrencial. Ah, en aquel duelo magnífico, página resplandeciente de intrepidez, había faltado el paraguas acogedor del samurai. En cambio, había una ración de estornudos. Ø

Exaltación de la higuereta
Se habla en estos días cóncavos y amargos de la diversificación de cultivos. Entre estos cultivos nuevos se hace referencia a la higuereta. El nombre, positivamente, es eufónico, cristalino y canoro. No cabe duda que en la gravedad litúrgica y pontificial del castellano las palabras de cuatro sílabas tienen un aire entre risueño y majestuoso. Calabaza, mastodonte, amapola, cañandonga: he ahí palabras admirables, por su sonoridad, por su robustez, que traen siempre ante los ojos que se fatigan imágenes altaneras. Higuereta pertenece a ese repertorio. Ya veis: azúcar sólo tiene tres sílabas. Es un caso de insuficiencia. Y he aquí que, de repente, sin avisar, aparecen los exégetas de la higuereta, los apologistas de la higuereta. Es un coro bucólico y virgiliano que se prende anémonas en la frente iluminada, e inclinándose sobre sus bandurrias alacres entona loas a la higuereta invisible e hipotética. Ah, Dios de Israel, ¿quién fue el mendaz, quién fue el torticero pultáceo, quién fue el fumista culpable y desconsiderado que afirmó que entre nosotros no existe conciencia de guerra? Ya empiezan los relatos hilaros y facetos sobre las bienandanzas que vamos a obtener con el cultivo de la higuereta. Ya surgen las descripciones suntuosas, refinadas, que se organizan sobre palabras fluidas como sabios elíxires, pero que proceden de una sensibilidad fosfórica, de esta sensibilidad que sólo poseen los niños cándidos y tímidos, los que saben extraer de las almas y de las cosas acentos desconocidos, los que transmutan su clarividencia en alucinación, los que saben descubrir senderos inexplorados en el misterio del hombre y claridades fulgurantes en los arcanos oscuros de la conciencia. Es como si vieran a Dios en los paisajes y colgaran sonrisas en los árboles y pusieran júbilos nuevos en las aguas y hallaran todos los aromas en los campos. Cultivo de la higuereta, de la higuereta benigna, para sustituir a la caña maléfica, a la caña de los tormentos y de las angustias. Acaso ya ande por ahí quien, entornando los ojos, con las manos llenas de semillas exclame: Nuestra higuereta es agria, pero es nuestra higuereta. Cultivo de la higuereta… El alba se asoma por oriente. Pero no hay un canto de gallo, porque también será preciso, en obsequio de los nuevos cultivos, extirpar a ese tenor obstinado de la campiña cubana. Para anunciar el alba, habrá que utilizar el graznido de un cuervo, el vuelo presagial de una lechuza, el grito bronco de algún animal inverosímil. Los labriegos parten de sus casas festivas –que bajo su techo decorado de glicinas y de gladiolos poseen un aparato de televisión– hacia los campos distantes. Conducen en cestas floridas las semillas de higuereta. Se les advierte una impresión de gozo y jácara, y esa impresión se acentúa porque los labriegos no usan ni sombrero de yarey ni guayabera, y cubren sus piernas joviales y elásticas con pantalones de jugadores de golf. El sol se empina por los montes. Los surcos están preparados, trigonometrizados, y en torno de ellos, a la hora de ingerir en la tierra las semillas de higuereta, estallan unos cánticos alegres, unas deliciosas epifanías que refocilan todos los corazones. Las semillas se transforman en fruto. Y ése será espléndido. Aviones de carga, procedentes de todos los continentes, llegarán a las pistas de aterrizaje, para tomar los inmensos fardos de higuereta. Todos los mercados solicitarán nuestra higuereta. Es que de la higuereta se extraen múltiples cosas: sustancias para fabricar explosivos, sustancias para construir láminas de tanques, una materia que se utiliza para estructurar tirantes masculinos, y rouge para los labios de las señoras. No hay pérdida posible; los hombres siempre usarán tirantes para sus pantalones, las damas siempre llevarán en su cartera un creyón de labios. Así discurren los animadores de la higuereta. No, no hay fantasía en esos dichos, en esas descripciones. Sin embargo, el hombre ignorante gusta de consultar el diccionario cuando no sabe una palabra de agricultura. El mataburro no es muy prolijo. Pero es claro y preciso. Higuereta o Higuerilla: uno de los nombres vulgares del ricino o higuera infernal. Demonio: venid, ahora, a la página 812 del diccionario. Ricino: planta euforbiácea de cuyas semillas se extrae aceite purgante. Ah, es para sentir un poco de desilusión. Es un poco la aventura de Ícaro. La conocéis. Ícaro, hijo de Dédalo, huyó con él del laberinto de Creta. Se adosó a los omóplatos unas alas frágiles pegadas con cera. Pero se acercó demasiado al sol, se derritió la cera, se despegaron las alas, y el mozo ingenuo cayó al mar. La narración mitológica no lo dice; pero, acaso, Ícaro llevaba en la mano unas semillas de higuereta. Sorpresa y revelación del diccionario: la higuereta de nuestra futura bienandanza es el ricino. Decididamente, la riqueza de este pueblo ingenuo, de esta pobre Cuba martirizada, se encuentra en el palmacristi.
Miguel De Marcos. La Habana• 1894-1954

martin amis y el gulag
Todo escritor tiene obsesiones. Algunas de ellas despiertan inicialmente curiosidad, para luego ir, con los años, adquiriendo sentido. En el caso de Martin Amis y su relación con Stalin y el gulag, la crítica a su libro Koba: The Dread, estuvo marcada por los aplausos moderados y una pregunta insistente: ¿valía la pena, a estas alturas, seguir fustigando a los intelectuales de Occidente que, en los años cincuenta, apoyaron el proyecto comunista de Stalin e incluso, en algunos casos, llegaron a justificar las purgas implacables, los campos de concentración para los disidentes políticos, etc? ¿Es que eso no lo había hecho ya Camus, con mayor autoridad moral que Amis y en el debido momento? Amis no se arredró. Su novela más reciente, House of Meetings (Knopf, 2007), tiene que ver con Stalin y el gulag y le ha servido, por lo pronto, para recuperar el lugar privilegiado que ocupaba en la literatura inglesa. Incluso un escritor tan exigente como John Banville ha elogiado House of Meetings sin reservas; sin duda, algunas de las razones de Banville son cuestión de estilo: la prosa de Amis es de un vigor y excelencia notables. Quizás una lección que Amis pueda sacar de esto sea que su registro narrativo funciona mejor en la distancia media (nouvelle, novela corta): lo prueban Time’s Arrow, Night Train, y su nueva novela. Otra lección es que lo que uno debe hacer con una obsesión es seguirle el rastro hasta que ésta termine por revelar sus secretos. En los agradecimientos, Amis señala una serie de libros notables que se han publicado desde Koba y que han venido a dar un cuadro más claro de lo que pasó en la Unión Soviética de los años cincuenta: Gulag, de Anne Applebaum; Stalin, de Simon Sebag Montefiori; Ester y Ruzya, de Masha Gessen. House of Meetings puede leerse, entonces, como un intento de actualizar Koba. Lo cierto, sin embargo, es que lo que un escritor lee no importa tanto como lo que hace con lo leído. Lo que Amis ha hecho es escribir una brillante novela “rusa” sobre un triángulo amoroso ambientado en el gulag soviético. (El subgénero de la novela inglesa ambientada en Rusia ha dado en los últimos años dos magníficas novelas: ésta de Amis, y Por amor al pueblo, de James Meek). La novela toma la forma del testimonio de un hombre que, en la vejez, recuerda su paso por el gulag y se lo cuenta a su hija Venus. Este testimonio puede emparentarse con la reciente novela sensación en Europa, Les Bienveillantes de Jonathan Littell: aquí también el narrador es un ser que no sólo ha sido testigo de la “degradación y el horror” sino que también ha tomado parte activa en éste. El narrador fue uno de esos tantos soldados soviéticos que, durante la segunda guerra mundial, se encargaron de violar a cuanta mujer alemana “de ocho a ochenta años” se les cruzara por el camino. Se trataba de un “ejército de violadores”. No importa si hubo circunstancias atenuantes para ello: el narrador concluye al final que “nadie supera nada” y que no es verdad que lo que no te mata te hace más fuerte; más bien, “lo que no te mata te debilita primero, y a la larga igual te mata”. Está claro, entonces, el porqué de la obsesión de Amis con Stalin y el gulag: lo que ocurrió durante la guerra y en la post-guerra soviética es el tema de Amis por excelencia, el del descenso a los infiernos más tenebrosos de la psiquis masculina. En ese infierno, el sexo se convierte en una forma de violencia, y la violencia es también una violación sexual. A ratos, House of Meetings puede leerse como una versión sádica de Animal Farm de Orwell: en Norlag, donde tanto el narrador como su hermano Lev han sido internados, todos tienen un rango, una jerarquía que les permite abusar salvajemente a sus inferiores: arriba se encuentran los cerdos (los administradores y los guardias); luego vienen los urkas, las serpientes (los informantes), los parásitos, los fascistas (los recluidos por razones políticas), las langostas y los comedores de mierda. Tanto el narrador como Lev están enamorados de la misma mujer, la judía y voluptuosa Zoya. Zoya llega a Norlag, y lo que ocurre en 1956 en la house of meetings (el lugar donde los prisioneros podían encontrarse con sus parejas) forma el corazón secreto de la novela. Baste decir que este hecho es un paso más del narrador en su caída hacia la degradación. La historia personal, aquí, se funde con la historia de amor, y de paso con la misma Historia: si Rusia hoy está agonizando, el narrador sugiere que eso se debe a que nunca tomó conciencia del horror de su historia, y por ello, a diferencia de Alemania, nunca trató de expiar ese horror.
Edmundo Paz Soldán. Cochabamba•71

El planeta de los judíos
Papá y yo caminamos por la amplia y helada Leninskiy Prospekt. Es mi zona favorita de Leningrado. Tengo diez años y he visto cien veces el reloj dorado inglés en forma de pavo real que hay en el Hermitage, hechizado con las alas mecánicas del ave y las setas bailarinas de veinte quilates que tanto gustan a los alumnos de cuarto grado. (Con cosas como ésas, ¿quién necesita darle al LSD?) Pero la parte vieja de San Petersburgo no es para mí. Soy un ciudadano del futuro. Estamos en el futuro. O más bien en el presente. Es lo mismo. Edificios de apartamentos llegados de la Galaxia de Andrómeda: largas hileras de pisos imponentes de un color grisáceo intergaláctico, flanqueadas por torres de diez plantas en las que pesan sobre nosotros palabras como “¡gloria al trabajo socialista!” y “¡la vida vence a la muerte!” en mayúsculas fabulosas. Llamamos a esos nuevos apartamentos karablyi: barcos. Naves espaciales, diría más bien, yo que he leído a Ray Bradbury e Isaac Asimov, y a cualquiera que los censores hayan dejado colarse en el país. No es necesario que me lo digas dos veces: han aterrizado extraterrestres llegados de Andrómeda y nuestro barrio está preparado para despegar rumbo a las estrellas. —¿Llevas puesto tu traje de astronauta? –pregunta papá. —¿Ha llegado la hora del Planeta de los Judíos? –respondo. —¿Qué te he dicho? –Papá bebe un gran trago de su botella–. Ponte el traje de astronauta, renacuajo, y vamos allá. Hago ver que me pongo el casco y mis cosmogalochas. Estamos a veinte grados bajo cero, los barrenderos se han quedado dormidos en algún lugar y han dejado medio metro de nieve de enero para que nos la pateemos, así que, sin duda, estamos pisando una de las lunas exteriores de Júpiter y los edificios de apartamentos son enormes precipicios de granito entre los que aúlla el viento de Io. Me he pasado todo el día soñando con el Planeta de los Judíos. Es mucho mejor que mi plato habitual: los clásicos soviéticos sobre Timur y su grupo de comandos rojos. Creo que mi padre es el H. G. Wells de nuestro tiempo. Papá empieza con una batalla. Está muy alborotado, no para de saltar, prácticamente se cae sobre la suave nieve que todo lo perdona, su shapka inclinada, su baba formando un arco helado en el resplandor fosforescente de las farolas y nuestra chabacana luna soviética. ¡Una batalla! Los judíos están siendo atacados por doce cruceros galácticos tipo Brezhnev que los Eslavos del Espacio han lanzado contra el magnífico planeta estraperlista de los judíos, donde puedes cantar el Kadish de los huérfanos a grito pelado y conseguir coñac Hennessy y calzoncillos de algodón suaves como la seda (y además a buen precio; te sorprenderías). En esta ocasión los judíos están rodeados; ni siquiera Sharansky, el Líder Supremo, esperaba un ataque así y se ha escondido en el mikva de su esposa (un baño ritual para las niñas, explica papá), llorando en su yarmulke, el muy cobarde. —Quizá el Capitán Boris pueda cargar el escudo del Sputnik con su pinga espacial circuncidada –digo–. Así protegerá la ionosfera. Siempre se puede contar con el Capitán Boris para salvar la situación, mientras el Líder Supremo Sharansky se pavonea delante de los periodistas extranjeros, con su ingenio e ideas profundas, el niño bonito del universo libre. —Bueno, eso es lo que tú crees –dice papá bebiendo un gran trago de su botella–, pero antes de que el Capitán Boris pueda quitarse la ropa interior, ¡pumba!, los gentiles empiezan a bombardear el planeta con torpedos espaciales hechos con salo –el salo es manteca de cerdo salada, grasa, el pariente grumoso del sebo inglés. Untado en una rebanada de pan de centeno y seguido de un pepino crujiente, el salo es mi comida favorita de todos los tiempos, pero últimamente las historias de papá sobre el Planeta de los Judíos a menudo contienen una moraleja contra este excelente alimento básico de Rusia. (Sólo tengo diez años pero la idea de un Dios que niegue el salo a su pueblo me parece cruel y exagerada.) —¿Y qué pasa después? –pregunto. Pero papá ha dado la vuelta y está mirando a lo lejos en la nieve, donde una pequeña figura, enfundada con lo que parecen varios abrigos, se aproxima lentamente. —¡Ajá! –dice papá con una sonrisa que agrieta sus labios helados–. ¡Mira! ¡Me están siguiendo! –Me agarra del brazo y me arrastra hacia la figura, con mis cosmogalochas y todo, y esta, al acercarnos, vira a la izquierda, luego a la derecha y finalmente cae de espaldas: —¡Eh, tú! –grita mi padre–. ¿Conque siguiéndonos a mí y a mi hijo, sinvergüenza de la KGB? –Tengo miedo pero papá ríe–: Vamos a divertirnos –me susurra guiñándome un ojo. La figura se detiene y extiende sus manos enguantadas como si papá estuviera a punto de darle un tortazo en los labios. Dos pequeños ojos azules, llorosos por el viento, nos miran fijamente desde el interior de una bufanda enrollada en la cabeza como haría una babushka. —¿Por qué me gritas, camarada? –le dice a papá con una pronunciación descuidada que me recuerda al portero de nuestro edificio, Shurik El Borracho–. Voy de vuelta a casa, eso es todo. Vivo en... En casa, papá da unos pasos tan fuertes con sus galochas que desde el piso de abajo la mujer de Shurik El Borracho amenaza con volver a llamar a la milicia. —¿Es que no soy nadie? –grita papá. Mi madre, que es la mujer más culta del edificio, licenciada tanto por el Conservatorio como por la Academia de Bellas Artes, se acerca con una sartén y simula golpear a papá en la cabeza. —Nadie te sigue –le dice–. No eres un disidente. No le importas a nadie. Me escondo en mi rincón junto al televisor destrozado, que contiene el alijo clandestino de matzo de papá, intentando leer la historia de Timur y su grupo de comandos rojos y de cómo se burlan de los invasores Nazis una vez más. —¡Pégame! –grita papá–. ¡Adelante! ¡No quiero vivir! ¡Puta! ¡Te voy a arrancar las tetas! —Imbécil –dice mi madre en voz baja y educada. Con su suéter hecho a mano (basado en un diseño italiano copiado de una revista alemana traída clandestinamente por un amigo polaco), sus ojos de un azul apagado como el Palacio de Catalina, moviendo la sartén tan hábilmente como si fuera una raqueta de tenis, mi madre es la mujer más hermosa que he visto en mi vida: —Ojalá te metieran en un campo como a Sharansky –añade–. Lo primero que haría sería comprar un frasco de salo y comérmelo con pepinillos en vinagre. —¡SOMOS JUDÍOS! –grita papá su mantra. —¡ERES IDIOTA! –grita la mujer de Shurik El Borracho desde el piso de abajo. Mi madre baja la sartén. Examina a mi supino papá, determina que se ha quedado sin respiración o sin vitriolo o, lo que es más probable, sin alcohol, y luego regresa a la habitación donde pronto oímos el repicar de su máquina de coser americana. Quiero leerle en voz alta del libro sobre Timur, la artillería de su máquina de coser es un telón de fondo ideal para la batalla en cuestión, pero no quiero dejar solo a papá. ¡Pum! ¡Pum! Dibujo una línea de puntos desde una ilustración en la que Timur sostiene un rifle hasta el dibujo de un soldado alemán en la página opuesta. Éste está muerto. Papá me hace una seña para que vaya a ayudarle. —¡Que me envíen al gulag! –dice mientras muevo su mole para que pueda sostenerse a cuatro patas en este mundo–. Les diré a mis parientes de América que dejen de enviarle paquetes. Ya veremos cuánto salo compra entonces. Pero mientras señala una hilera de pisos futuristas de diez plantas, pierde el equilibrio y cae bruscamente sobre la nieve. —¡Estás borracho! –exclama papá–. ¡Me han enviado a un borracho! —Mientes, camarada –dice el hombre caído–. ¡Eres tú el que está borracho, y además delante de tu hijo! Debería arrastrarte a la comisaría más cercana... —¡Escucha a este borracho! –dice papá escupiendo en la nieve–. ¡Toma! ¿Quieres? –Enseña al hombre la botella. Me escondo detrás de papá, aspirando el olor de su abrigo, la mezcla de carbón, escarcha y conejo muerto. El hombre caído mira la botella como si la mismísima Gina Lollobrigida hubiese venido por Leninskiy Prospekt desnuda y le hubiera pedido que la montara en la nieve. “Aaaah –dice–. ¿Aaaaah?”. Repta hacia papá y hacia la botella, y luego consigue mantenerse de pie. Ahora puedo oler su aliento mezclándose con el de papá; es el olor familiar de un tranvía lleno de gente por la mañana. —Rrrrr... –dice el hombre–. Soy... –señala un pequeño alfiler azul que brilla barato en su abrigo rasgado–. Soy mmm... –mira otra vez la botella que le ofrecen–. Soy... mmmm... miembro de la Sociedad Sindical de Abstemios... Cada miércoles celebramos una reunión sin alcohol en el baño de hombres de la estación de Finlandia. Comemos sardinas y pan tierno y... tomamos z-z-z-zumo de manzana... ¡Ven a verlo por ti mismo! Papá tira la botella al suelo: —¡No puedo creer que hayan enviado un borracho a por mí! –grita–. ¿Qué soy... un don nadie? ¿Quién desfiló delante de la sinagoga el viernes pasado gritando SOMOS JUDÍOS? ¿Quién? ¿Sharansky? —No sé nada de tus actividades sionistas, camarada –dice el hombre, sus ojos, como los de mi padre, fijos en la botella caída, ya cubierta por una fina capa de nieve–. ¿Y de dónde has sacado ese sombrero de piel tan bonito? A lo mejor eres especulador además de sionista. Una vergüenza para tu hijo... —Anda, vete a la mierda de una vez –dice papá, recogiendo su botella y destapándola una vez más. —¡No, te vas tú a la mierda, camarada! –grita el hombre insultado mientras empieza a saltar hacia uno de los edificios, mirando la botella plateada mientras papá la vacía. Papá se arrastra hacia el sofá bajo la alfombra uzbeka bordada con pájaros y animales de aspecto primitivo que tanto me desconcertaba cuando era pequeño. —Vendrás a visitarme al gulag, ¿verdad? –pregunta mientras intenta estirar las piernas en el sofá. Por los dos cilindros torcidos de su nariz escapan pequeños silbidos. Su cuerpo redondo desprende el calor de una compresa de mostaza. Tiene la cara amarilla y negra. —Quizá mamen’ka deje que me mude contigo a Siberia –le digo. —Perderé algo de peso –dice papá–. Hay gente que está hecha para la cárcel. Compartiré una litera con Sharansky, ese hijo de puta de Moscú, y pasaremos la noche hablando de Eretz Yisroel, del día en que jugaremos a voleibol en las playas de Tel Aviv con unas tías israelíes morenas, pasaremos los viernes hablando de la Cábala con los místicos de Safed. Sharansky me comprenderá. Nos tomaremos una botella de vino kosher la víspera del Sabbath y luego dos más a la mañana siguiente. Lo convertiré en un borracho apestoso, ¡ya verás que sí! —Sé que lo harás –le digo a papá–. Tus historias son mejores que las de H. G. Wells. —¿Quieres ir a orinar al perro antisemita? –pregunta papá. —Quizá más tarde –le digo. —Eres mi mejor amigo –dice papá–. Tener amigos es importante, no lo olvides. También soy el mejor amigo de tu madre y ella ni siquiera lo sabe. —Siberia va a ser divertido –le digo–. Nos perseguirán los osos... Comeremos setas y bayas para cenar... El Planeta de los Judíos día y noche. —Así será –dice papá. Me agarra por el cuello de la camisa y hace como si fuera un perro, lamiéndome la cara hasta que no puedo respirar; el olor a vodka me deja hecho polvo–. ¡Ey, ey! –grita–. ¡Mira en qué me he sentado! –Saca una copia de la Guía sindical para el desarrollo de los chicos; un libro muy usado con el dibujo de niños de seis a doce años totalmente desnudos en la cubierta, con sus caras de Yuri Gagarin en miniatura, soñadoras y heroicas, y sus pequeños escrotos progresivamente más grandes. Papá pasa las páginas rápidamente hasta llegar a la cuarenta y seis, la temida página sobre el desarrollo de los genitales–. ¡Ajá! –dice señalando el saco de mercancía reseca catalogado como varón de Leningrado a los diez años de edad–. ¡Veamos qué tienes para enseñarme! ¡Veamos la pinga espacial sin circuncidar del cabo Sasha! Está sobre mí. Me retuerzo en el sofá, cubriéndome con las manos. Intenta abrir mis brazos. Los dos gritamos como locos, avergonzados y alborotados a partes iguales. El libro cae al suelo. El hedor de su sobaco en mi nariz. Sale mi madre con la sartén. Es hora de irse a la cama. Y ahora unas cuantas palabras sobre el perro antisemita. Bublik era un terrier inglés hiperactivo de color amarillo y marrón que perseguía su propia cola con un único propósito: crear la apariencia borrosa de un bagel amarillo cubierto de semillas de amapola (que en ruso se llama bublik). El perro había sido programado genéticamente para perseguir urogallos en la campiña inglesa pero en algún momento de su vida las cosas se habían torcido mucho y ahora se encontraba en un ceremonioso patio de Leningrado, rodeado de carámbanos, aguanieve sucia, botellas de vodka vacías y los eructos del trolebús al pasar. Mi padre tenía claro que Bublik era antisemita. Su dueño era el Coronel Bezpredelkin de la KGB de Leningrado, un hombre apenas capaz de dirigirse a los humildes residentes de nuestro edificio desde su espeso bigote plateado, un hombre que incluso en plena tormenta de nieve, a mediados de febrero, permanecía tan quieto y callado como una columna de malaquita en el Hermitage. Según Shurik El Borracho, que competía con mi papá por el título de Alcohólico Más Empedernido de nuestro edificio, en una ocasión, el hasta entonces silencioso y altivo coronel compartió una botella de Año Nuevo con él, y en plena alegría le contó que había enseñado a su Bublik a reconocer a los judíos por su olor a ajo y a ladrarles con especial furia. Nunca sabremos por qué mi padre decidió escuchar a Shurik El Borracho (¡vaya nombre!) y tomarla con Bublik, pero, en defensa de papá, el perro se embarcaba en un ataque de ladridos cada vez que un judío con olor a ajo pasaba junto a él y, francamente, su ladrido frenético sonaba como “Ev...ev...ev...ev...ev...” seguido de un gruñido “RRRRRRRRRR...RRRRRRRRRR”; evrei significa judío en ruso. Así que mi padre decidió que deberíamos orinarnos en él. En el pueblo ruso psicológicamente destruido en el que creció mi padre, cazar al adversario y orinarse en él se consideraba el equivalente a una vendetta siciliana. Era en realidad el non plus ultra de la venganza. Una noche, mientras mi madre dormía a pierna suelta y disfrutaba de sus sueños cultos y papá estaba completamente borracho y listo para meterse en líos, nos apoderamos de una caja de madera y salimos a arreglar nuestras cuentas pendientes. El Coronel Bezpredelkin era bueno con Bublik. Sabiendo de la inclinación del perro a estar al aire libre, dejaba a Bublik merodear libremente por el patio cuando hacía buen tiempo. Así que la presencia de Bublik era algo habitual en nuestro jardín de mierda; algunos niños del barrio, conscientes del pedigrí excepcional de su dueño, incluso lo saludaban al pasar. Un día de abril anormalmente cálido y seco, encontramos a Bublik lamiendo sus partes favoritas bajo el roble solitario del patio con la expresión pensativa de un connoisseur al conceder una tercera estrella Michelin. Papá avanzó hacia él a trompicones sosteniendo un trozo de salami de cerdo con los dedos. Intrigado, Bublik dejó su pequeño apéndice rosado. Al acercarse a nosotros el bello animal, con su tronco delgado y su cola perfectamente cortada, dio un único ladrido, “¡Ev!” y gruñó levemente, “RRRRRRR”. —Te voy a dar judío yo a ti –dijo mi padre entre dientes. Le enseñó el salami y Bublik le siguió de acá para allá manteniendo la cabeza baja como si buscara el olor a ajo de mi padre. Yo le seguí con la caja de leche, mientras el corazón me latía con fuerza en la boca, como hacía siempre que participaba de la vida fantástica de mi padre–. ¡Al cohete! –susurró mi padre. El cohete especial del espacio del cabo Sasha era un tubo de desagüe tirado a lo ancho de un edificio vecino. Bajo el cohete se había cavado una pequeña zanja que los hombres del patio habían convertido rápidamente en un receptáculo improvisado para colillas y botellas de cerveza. Papá dejó caer el salami en la sucia fosa, esperó a que Bublik olisqueara cómo llegar hasta él y me dijo: ¡Ahora, cabo! Como si me estuviera preparando para mi inminente aumento de peso, había desarrollado un modo de andar único en el que me impulsaba con repentinas sacudidas, como si estuviera meneando una larga cola tras de mí. Para la maniobra en cuestión, mi cola imaginaria resultó ser de gran ayuda. Corrí rápidamente hacia el perro, me lancé sobre Bublik y, con la eficacia de un afroamericano de primera depositando una pelota de baloncesto, de un manotazo coloqué de lleno la caja de leche sobre el animal. Mientras papá mantenía su bota sobre la jaula improvisada, observamos el perro por los dos agujeros que habíamos cortado en el receptáculo. Bublik, distraído por un momento por la oferta de salami, giró sobre sí mismo y empezó a gruñir con ese sonido bajo y humillado dado por la pérdida de la libertad, una especie de himno soviético no oficial. Papá sacó su polla bulbosa y arrugada, apuntó a uno de los agujeros que había en la caja y, con una expresión de perfecta sa tisfacción que le había sido negada durante mucho tiempo, empezó a cantar: “¡Esto es s por Israel... Esto es por Moshe Dayan... Chai, chai, chai, am Yisroel chai...!” Bublik no podía creer lo que le estaba sucediendo. Una vida de mimos, aprobación, sobrealimentación con los mejores pedazos de riñones de cordero y ternera, y de cuidados de los mejores veterinarios de Leningrado, y ahora, después de pasar una cálida noche de primavera lamiéndose su pinga rosada y aullando a la luna, un evrei borracho estaba orinándose en su distinguido hocico de dos cañones. El perro respondió como lo haría cualquier alto cargo soviético en las mismas circunstancias. “¡JUDÍO! –ladró Bublik con toda su ferocidad, su brillante pelaje corto resplandeciente por la orina de papá–. ¡JUDÍO! ¡JUDÍO! ¡JUDÍO!” —¡Rápido! –me gritó papá–. ¡Ahora te toca a ti! Me bajé los pantalones y, como disculpándome, me cubrí delante de papá. Comparado con la Guía sindical del desarrollo de los chicos, a mi pene le faltaban unos tres centímetros para llegar a la media. Quizá por eso, por mucho que me esforcé, no salió más que un débil chorrito infantil. —Te dije que no orinaras antes –dijo papá regañándome–. Te dije que guardaras algo para Bublik. La caja de leche tembló bajo el pie de mi padre. Se encendió la luz en la ventana del Coronel Bezpredelkin. —¡Bublichka! –gritó el hombre habitualmente imperturbable–. ¡Bublichka! ¿Qué pasa, pequeño? —¡Corre, cabo! –dijo papá. Dimos una patada a la caja de leche, soltando al terrier desconcertado y lleno de orina. Corrimos hacia la calle y nos caímos uno sobre el otro junto a la luz mortecina de una tienda de comestibles que tenía las estanterías vacías. Los brazos de papá casi me aplastaron mientras reíamos y gritábamos y bailábamos, a cuatro patas, en el asfalto agrietado de la calle en ruinas: —¡Somos libres! –gritó papá–. ¡Somos libres! —Orinaré en él la próxima vez, papá –prometí diligentemente–. Ah, vaya si me voy a mear en él. —¡Te quiero, hijo mío! –dijo papá llorando de felicidad–. Todo lo hago por ti. Por ti y por Am Yisroel. —SOMOS JUDÍOS –susurré su mantra mágico y pronto empezamos a corearlo juntos. Nuestras voces se elevaban en la oscuridad sucia, como si pudiéramos despertar hasta el último camarada de su estupor nocturno y hacer que nos escuchara, nos quisiera e incluso nos temiera. El Coronel Bezpredelkin nunca averiguó quién se había orinado en su Bublik, aunque dio un discurso venenoso en la reunión del comité del distrito local sobre el tema “¿Quién es el verdadero animal que hay entre nosotros?”. Mientras tanto, algo había cambiado en papá. Bebía menos. Evitaba las peleas con mi madre. Y pasaba mucho tiempo con sus grandes ideas. Los americanos habrían dicho que orinarse en el perro antisemita le había investido “fuerza”. El coronel ya no permitía que Bublik jugara en el patio, pero papá y yo seguíamos ideando nuevas formas de orinarnos en el pobre animal, mientras papá ampliaba sus actividades con una larga tradición soviética: escribía cartas anónimas a los superiores del coronel en la KGB quejándose de que un hombre con un cargo como el de Bezpredelkin tuviera un terrier inglés, “un asesino y cazador de zorros asociado a un enemigo de clase, un miembro de la Gestapo con patas”. Pero papá no había siquiera empezado. Quería ser reconocido. Quería ser admirado. Así era él. Según mi madre, le había entrado el pánico después de que yo naciera, porque sentía que estaba a punto de ser desplazado irrevocablemente del escaso afecto de mi madre. Del mismo modo, en mi adolescencia, cuando me convertí en un judío gigantesco y rubicundo, se sintió reducido por contraste, como el mono de circo encadenado a un elefante. Años después del primer incidente con Bublik notaba que mi querido papá seguía tramando algo extraordinario, pero nadie se esperaba lo que sucedió entonces. Después de salir en libertad de la prisión, papá me dijo que había considerado varias situaciones que tenían que ver con la orina, un perro y la Casa Grande, la enorme central de la KGB en Leningrado que incluso hoy día estropea la bella ribera sur del río Neva. Primero quería secuestrar a Bublik y orinarse en él frente a la Casa Grande, luego al coronel y mearse en él delante de Bublik, luego en Bublik y el coronel a la vez... Total, que podemos sentir compasión por el gato aterrorizado y completamente inocente que mi papá acabó desgraciando frente a la central de la KGB mientras cantaba su típico “Am Yisroel Chai”. (El Coronel Bezpredelkin y Bublik hacía tiempo que habían sido trasladados a Moscú.) El vandalismo, el cargo menor por el que mi papá había sido condenado, reflejaba el ambiente de la época. Papá había esperado tanto para ejecutar su plan que ya no estaban ni el coronel, ni Brezhnev, ni sus sustitutos disecados. Había llegado la Glasnost. Gorbachov estaba al mando, el prisionero de conciencia Natan Sharansky estaba libre y vivía en Israel, y las autoridades querían evitar la cuestión judía todo lo posible. Así que después de considerar la idea de enviar a mi papá a un hospital psiquiátrico, acabaron por acusarle de vandalismo, que no tenía ninguna carga política. Cuando dejaron salir a papá, yo ya era un adolescente enorme, de ciento veinte kilos, con unos grandes puños blandos que podían hacer justicia a mis enemigos en el patio de la escuela; aquellos que se cebaban en los judíos; los chicos grandes con uñas largas y una nuez enorme que solían tirarme al suelo y tocar el himno soviético en mi cabeza con mazas de xilófono (“Unión irrompible de repúblicas soberanas... Tra la la la...”), pero que ahora cruzaban al otro lado de Leninskiy Prospekt cuando pasaba junto a ellos. “Meaperros”, me llamaban mis escasos amigos en honor a las hazañas de mi padre, un apodo que yo llevaba con orgullo. Papá salió en 1992, el año en que la URSS se clausuró sin ceremonias para dejar paso a algo más rentable. Yo estaba con mi madre, de pie junto a la puerta de la cárcel, masticando un bagel sin demasiado entusiasmo. Mi madre estaba en la etapa intermedia del cáncer de garganta que acabaría con su vida, con voz ya silenciada y los dedos demasiado temblorosos para blandir la sartén que solía mantener a raya a mi padre. Un monumental Volga sedán, el modelo que cada día solía llevar al Coronel Bezpredelkin al trabajo, esperaba junto a la acera. Imaginamos que aguardaba al mismísimo director de la prisión. Lo primero que advertimos fue su modo de andar. Erguido y formal, papá se dirigía a nosotros con las puntas de una bufanda de cachemira nueva que se movía lentamente hacia sus genitales. El amarillo y el negro habían desaparecido de su rostro, dejándolo sonrosado y con aspecto de recién nacido, con una leve sombra alrededor de los ojos. Mis gordos pies me impulsaron hacia él (“¡Papochka!”, grité), hasta que me recogió su abrazo, rodeado por su bella risa judía y la cara loción alemana after-shave que flotaba a su alrededor. Acababa de tatuarse la estrella de David en una de las palmas. Otra mostraba una calavera con alas de águila, el signo de autoridad de un criminal en cierne. En la muñeca vi las palabras “súper jefe” mal escritas en inglés. Tres de los antiguos compañeros de celda de papá salieron del Volga sedán, todos ellos de piel oscura y cabello rizado, uno con un gorro étnico de lana. Aquellos tipos podían vaciar un gaseoducto, lanzar una mina a un vehículo en marcha, secuestrar al abuelo inválido de un enemigo, ganar una elección provincial. Saludaron a mi padre con respeto, trescientos kilos de músculo georgiano y chechenio en busca de un cerebro judío que los guiara. Papá dio un paso atrás y miró a su hijo gordo y lloroso, luego a su esposa silenciada y moribunda; después hacia arriba y a lo lejos, al país medio muerto que le rodeaba. Lentamente, el Planeta de los Judíos giraba sobre nosotros en el cielo contaminado, se liberó de su órbita y se alejó flotando por el cosmos. Los torpedos espaciales habían fallado su objetivo. El escudo de Sputnik había sido desactivado. Nos habíamos quedado solos los unos con los otros.
Gary Shteyngart. Leningrado• 72

Lugar llamado dedé
Me acerqué a la cabina. A un costado tenía una pegatina del PC juvenil. Descolgué. Primero hubo un silencio en la bocinilla, una estática de zumbido de avispa. Después oí el tono y disqué. O comencé a discar. Entonces me interrumpió su voz. No en el teléfono, sino a mi espalda. Allí, en plena esquina de San Lázaro y L. Con la escalinata de la universidad rebotando toda la roñosa luz del mediodía de agosto. Un espejo encandilante al punto de lo criminal. —¿Sirve el teléfono? –me preguntó, yo todavía a medio comunicar. Era, por supuesto, la voz de Dedé. Me pidió una moneda. Yo no tenía ninguna. Me pidió permiso para usar mi tarjeta. Yo sí tenía una. La miré. Con suerte no pasaba de los 15 años. Si acaso recién había estrenado su carnet de identidad. Me aturdí un poco. El sudor y los rayos de sol me obligaban a entrecerrar y entreabrir los ojos. No sabía si continuar marcando mi número o si lo más correcto sería ahora colgar. Ella esperaba por mí, el pelo amarillo suelto y las manos en los riñones. En una pose de desidia. Y con una mueca de burla en los labios que yo interpreté libremente como una sonrisa. Al final colgué, por supuesto (de lo contrario nuestra historia se hubiera evaporado a mitad del verano). Y le dije, entre cortante y cortés: —Toma, niña –y puse en sus manos de escolar mi tarjeta magnética, sin entender bien el sentido de aquella frase: "Toma, niña" era el primer parlamento que torpemente yo pronunciaba en el set. A veces pienso que todavía hoy sigo sin comprender la escenita. A veces pienso que no hay más sentido que esa falta de comprensión. Dedé habló de todo por el teléfono, aunque todavía no se llamaba Dedé. Habló del color del verano. De la conveniencia de construir un metro en La Habana que llegara hasta Alamar. De las memorias flash que en el extranjero ya andaban por los 1000 gigas ("un terabyte", exclamó), y cada vez más baratas. Y de una cámara digital que no daba ruido ni siquiera con 12 800 asas de sensibilidad ("como para retratar dentro de un ataúd", le hizo gratis la propaganda). Habló de Weber y del Pato Donald, algo sobre eso quería escribir. Del último disco de Silvio, cada vez más millonario y más infantil. Del último ciclo del Charles Chaplin, un cine triste para hombres solos en medio de una alegre revolucioncita mundial. Y de la lista de carreras que había pedido hasta elegir Sociología en la universidad. También habló del pájaro roc, ave que se creía extinta pero no era así (un libro de narrativa para adolescentes se lo demostraba). De Elvis Presley y sus 101 televisores, uno para cada canal (y para cada dálmata). De Sammy Davies Jr. Jr., la perrita loca de un film ucraniano con Elijah Wood. De un cuento con muñecas que acababa de leer en La Gaceta de Cuba y que le parecía fundamental. De Marcuse. De Deleuze. Y de Lenin y de Dadá (en una canción de Varela ya olvidada por mi generación). Menudo vocabulario para haber recibido recientemente su carnet de identidad, pensé yo. Entonces, sin dejar de parlotear, arrancó la pegatina del PC juvenil que adornaba un costado de la cabina. La miró y me miró. —Termino enseguida –me hizo un guiño con una ceja–. Hoy es un día único para ti, para mí, y para el resto de la humanidad. Y fui yo quien lo supo enseguida: las historias que rompen tan magníficamente, siempre se rompen magníficamente al final. Cuando a la media hora por fin colgó, Dedé arrancó también el manófono y me lo ofreció. —Como souvenir o fetiche –pronunció muy solemne. Miré asustado al paisajito urbano que me rodeaba. Ella con una pegatina del PC juvenil y yo con la prueba de un teléfono vandalizado. Por suerte, la universidad estaba desierta. La esquina de San Lázaro y L era un cementerio de asfalto líquido, renegrido por el calcinante sol. Los balcones sin sombra apenas se distinguían sobre las fachadas. En Cuba no parecía existir nadie a esa hora tan cenital. Escondí el manófono lo peor que pude bajo el pulóver, recuperé mi tarjeta vaciada, y le comenté: —Estás loca. O estoy loco. Pero igual gracias por tu souvenir, no fetiche. Y en este punto Dedé sí sonrió, extendió sus cinco dedos en una parodia de saludo marcial, y me dijo que se llamaba Dedé. —De nada. Heil, Cuba! Digamos que me llamo Dedé. Me cruzó la calle y me hizo arrodillar frente a los monolitos de Mella, incomprensible stonehenge de miniatura donde los borrachitos se orinan en la madrugada celta-habanera. Me dijo: —Reza. Pide en nombre de la belleza y de la revolución. Cerré los ojos. Recé. Pedí en una suerte de murmullo devoto que me mareó: —Dios mío, qué va a pasar. Esto no es cierto. Todavía estoy vivo. No me dejes seguir siendo un zombi. Qué hago yo a las doce del día quemándome las rodillas aquí. Dedé me dio una mano. Estrechó la mía. Después la besó. —No tengas miedo –me dijo–. No estás soñando y no te vas a morir. Es sólo Cuba, pero ya va a pasar. No le huyas al caos. A Mella, por ejemplo, le tocó un equívoco muchas veces peor. Entonces se puso de pie. Y me dio un largo abrazo. Olí su cintura. Me mojó la frente con su sudor. O yo a ella el ombligo con mi sudor. Hasta que yo también la abracé, rodeándola infinitas veces a la altura de sus nalguitas de estar sentada día tras día en un pupitre escolar. Me faltaba la respiración. Era excitante y peligroso. Un asma del alma, pensé. —Déjala ir, así, despacito –pronunció ella dentro de mi oreja izquierda–. Sácate esa angustia de muerte que te han metido en el pecho tanta belleza y tanta revolución. En la avenida de Infanta se estrelló un DC-10. Hizo una bulla fenomenal. Era un aparato enorme, de Cubana de Aviación, que arrasó con las vidrieras y vendedores de 10 o 15 cuadras a lo largo y estrecho de la avenida, desde Carlos Tercero hasta calle P. El área enseguida fue rodeada por los peritos, pero Dedé consiguió colarnos por debajo de una cinta donde se leía una sola palabra (repetida n veces y sin signos de puntuación): SEGURIDAD SEGURIDAD SEGURIDAD. Vimos los cuerpos chamuscados (tal vez el demasiado sol había contribuido a la combustión). Vimos gladiolos y margaritas, flotando en el diesel de los turbomotores de propulsión a chorro. Vimos el cablerío chisporroteante a nivel del asfalto. Vimos maletas abiertas de las que manaba humo y cheques en blanco que nadie se atrevía ahora a llenar (poco a poco, el público nulo se iba haciendo más y más numeroso: hasta llenar casi un estadio). Y vimos un manantial de vino tinto desbordando las cloacas republicanas de Infanta ("parece sangre", fue el parlamento estúpido que estuve a punto de pronunciar). En cualquier caso, se parecía al escenario de un film. Y así mismo se lo dije a Dedé: —Se parece al escenario de un film. —Sí –ella me dio la razón–. De ese film que el cine cubano nunca supo filmar. Caminamos un poco entre la muerte y los altavoces. El espectáculo era más bien aburrido, pero la actitud de Dedé sí me llamó la atención. Juraría que ella estaba allí para tomar nota mental de todo: algo así como el síndrome del periodista independiente. Supongo que sea muy típico para la época, el lugar, y su edad. En la esquina de Zanja nos detuvimos. Pasaron algunas ambulancias, bomberos, patrullas y una caravana calovar de 33 Mercedes Benz. —Es Fidel, es Fidel –zumbaba un runrún a nuestro alrededor. No supe bien a quién todos se referían con tanto entusiasmo. Traté de averiguarlo no sin torpeza. Hasta que Dedé me miró con reprobación. —Disculpa, ¿pero tú no has leído a Fidel? –puso una mueca preciosa de incredulidad. Negué penosamente con la cabeza. —Entonces mejor vamos para mi casa –me haló–. Hoy mismo te quemo un DVD con toda la información. O me dejas de llamar Dedé. Llegamos a su apartamento. Dedé vivía en Alamar, de no ser esto una exageración. Exactamente habitaba en el piso 12 de un doceplantas sin ascensor. Sudábamos a morir, pero la vista era genial. El planeta a vuelo de pájaro. Cuba mapeada para turistas o terroristas o ambos. Vivía sola, me dijo. Y me llevó directamente a su cuarto. Una habitación con vista a Alamar, pero al horizonte sin costa. Un paisajito de verde cansado que enseguida me sobrecogió. En las paredes tenía un póster gigante de Pelevin besando en la boca a Limonov, ambos reconocibles por las letronas de cada nombre en cirílico. Dedé mojó con saliva la pegatina del PC juvenil y la colocó sobre otro póster de la revista Maxim, donde dos muchachitas como ella se tocaban con cierta fotolésbica frivolidad. Entonces un poco más abajo reparé en una imagen mía, recortada del periódico The Revolution Evening Post: una foto del día antes. Ni siquiera me asombré. Fui hasta ella. Busqué sus ojos. Me hundí de hombros. Dedé se cambió de ropa delante de mí (no usaba underwear), al tiempo que improvisaba una suerte de explicación. Era simple. Le había gustado mi entrevista en el suplemento cultural. Pero todavía más le había encantado mi expresión, el gesto congelado en esa foto oficial. Después me había visto sin proponérselo, descolgado al azar en una cabina de San Lázaro y L. Le parecí desvalido, digno de su compañía. Y sin pensarlo dos veces se me acercó. Eso era todo. Cero teoría del caos y de la conspiración. Por cierto, su llamada infinita había sido técnicamente real. Hacía horas que buscaba un teléfono por todo El Vedado. Por supuesto, no le creí. No deseaba creerle. Crearla ya había sido suficiente proeza. Nos acomodamos sobre la cama. Con el control remoto puso a andar un equipo de dimensiones monstruosas. Lucecitas y bip-bips. Según ella, aquel era el superúltimo modelo para reproducir texto, audio e imagen al por mayor. Yo no debía impacientarme: en menos de diez minutos tendría lista para mí la información prometida bajo el semáforo de Infanta y Zanja. —Todo sobre Fidel –dijo–. Y relájate, por favor –me hizo un guiño cómplice mayúsculamente teatral–. Pareces a punto de concederle una entrevista a la SEGURIDAD. Dedé puso música. Sonó ese himno de fin de siglo y milenio: Californication. Extendió una mano hasta la mesita de noche (extendió todo su cuerpo mini, en realidad, todavía sin underwear) y puso bajo mis ojos la primera plana del The New Yorker del día: Los 20 escritores del nuevo milenio, leí. Una fauna post-X, la Next Generation según el canon de Mondadori, decía en inglés. Nada que hacer con semejantes Palahniuk, Lethem, Franzen, Chabon, Klam, Sedaris, Safran Foer, A. M. Homes, David Foster Wallace (entre otros apellidos más o menos impronunciables por mí). Todos Born in the USA, por supuesto. Y que Dios bendiga a América en una canción. —¿Tampoco los has leído? –continuó su interrogatorio la inspectora Dedé. Me concentré en la letra de Californication y sonreí al vacío bucólico de la campiña cubana. No sé por qué pensé en desechos radiactivos. Todos esos pastizales de agosto me advertían del exceso de ondas gamma de máxima penetración. Gammalamar. —No tengas pena –ella estaba obviamente en control–. Sus obras completas están aquí. En inglés, por supuesto, pero también en otros idiomas, lo que incluye al español. Las he ido traduciendo en esas noches en que no se me ocurre nada mejor. Hablaba con el desenfado y el saber típicos de una gurú del exilio. Aunque yo aún no supiera del todo qué podría esta frase significar. El súperequipo continuaba emitiendo flashes y repicando bip-bips. Fuera lo que fuera, se demoraba bastante en quemarme toda la documentación. El tiempo pasaba como a través de un contador de partículas: de impacto en impacto, cuantificado. Hasta la canción me sonaba un poco pixelada a estas alturas (era un piso 12, por cierto). Nada fluía entre nosotros y de alguna forma entendí que yo no me sentía muy bien. Se lo dije. —Déjate de boberías –me cortó–. Para que lo sepas, la depresión hace mucho que pasó de moda en La Habana. Supongo que no había nada que hacer con ella. Dedé siempre tendría la razón al respecto de. Siempre me sacaría media nariz o media vida de ventaja si se trataba de. La cuestión era ahora cómo matizar mi ridículo de dinosaurio cogido en falta en el XXI. Se me ocurrió lo único que se me ha ocurrido jamás. El sexo. Es decir, lo único que no es necesario que se le ocurra a nadie jamás, porque desde siempre ha existido ahí. Como una sombra en tu radiografía del cerebelo: como un tumor benigno pero inoperable. Inoperante. El sexo. Pasara o no de los quince años, sería sensacional ejecutarlo ahora con ella. Hubiera o no recién estrenado su carnet de identidad a nombre de Dedé más un número de once cifras, de repente era inevitable forzar una escenita más o menos ridícula donde el deseo abortara tan pronto como se instaurara el placer. Supongo que hay palabras así, que escapan a la vez que encajan dentro de cualquier situación: el sexo. Después, por supuesto, otra vez esa amable simulación de normalidad que es el insoportable tono de toda literatura de bien. Como si nunca se hubiera estrellado en Infanta un avión DC-10. Como si Dedé no me hubiera gastado con su discursito telefónico hasta el último dólar de mi tarjeta. Como si la escalinata de la universidad no fuera un reflector que duplica los rayos solares contra cada esquina de lo real, incluida la cabeza marmórea de Mella y el polvillo celta de su cadáver. Como si a Alamar fuera posible acceder desde una ciudad llamada La Habana. Como si nunca nadie en Cuba hubiera tenido sexo nunca con nadie, menos aún jugando con un manófono que horas antes había sido propiedad estatal. Como si yo hubiera leído algo de alguien alguna vez, incluidas las obras completas de culto de unos tales Fidel, Palahniuk, Lethem, Franzen, Chabon, Klam, Sedaris, Safran Foer, A. M. Homes, David Foster Wallace (entre otros apellidos más o menos impronunciables por mí: no todos Born in the USA, por supuesto, pero que igual Dios bendiga a América en una canción). Como si lo más anormal del mundo no fuera precisamente esa amable simulación de normalidad que llevaba yo pintada en mi cara. Salí dando tumbos por las rotondas y cocoteros de aquel palomar obrero. El reparto parecía una beca escolar. Me metí bajo un techito de asbestocemento y me senté. Descubrí que funcionaba como una parada del metrobús (aún no existía el metro). La luz allá afuera seguía siendo inclemente. Comencé a revisar los discos que Dedé me había quemado (por lo menos un par de docenas), y una voz de estricto cumplimiento me interrumpió: —Ciudadano, ¿qué tipo de datos transporta usted ahí? Lo miré. Era un policía uniformado de civil. Soy bastante hipocondríaco, así que me temí lo peor. Traté de responderle con ese mismo tono de situación habitual que, me di cuenta enseguida, ya no se reflejaba en mí. —Son sólo obras completas, oficial –le dije–. Nada significativo. —Por favor, ¿me permite echar un vistazo? – se adelantó, y yo supe entonces que la verdadera historia de ese mediodía roñoso de agosto recién estaba ahora por empezar. Dedé apenas había sido un pretexto. Un lugar común para encontrar una grieta y comenzar por fin, de no ser esto una exageración, a narrar (preferiblemente narrar en el mar). To be continued / Continuará.
Orlando Luis Pardo Lazo. La Habana• 71

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Ahmel Echeverría, Jorge Enrique Lage, Orlando Luis Pardo Lazo, “The Revolution Evening Post, No. 3,” Digital Entanglements, accessed May 18, 2024, https://digitalcuba.omeka.net/items/show/17.

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