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Title
A name given to the resource
"Por las fotos de la prensa" y "Semen y ciclón, bandera y barbarie"
Subject
The topic of the resource
Literatura, Literature
Creator
An entity primarily responsible for making the resource
Orlando Luis Pardo Lazo
Date
A point or period of time associated with an event in the lifecycle of the resource
2008-2016
Contributor
An entity responsible for making contributions to the resource
Lizabel Mónica
Format
The file format, physical medium, or dimensions of the resource
mixed media
Language
A language of the resource
Spanish, español
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From: "jorge alberto aguiar diaz" <jorgealbertoaguiar@gmail.com>
Date: Oct 18, 2015 5:12 AM
Subject:
To: "Orlando Luis Pardo Lazo" <orlandoluispardolazo@gmail.com>
Cc:
La columnata de hoy llegó desde Cuba con una foto (que cerraba el texto) y que Fogonero Emergente censuró sin consultar al autor. Aceptamos así cualquier reclamación o crítica.(jorgealbertoaguiar@gmail.com)
Las fotos publicadas en la columnata Lunes de post-revolución, son de la autoría de
Orlando Luis Pardo.
Hacerlo constar en caso de reproducción.
1) Por las fotos de la prensa, no es difícil hacerse la idea de que cada huracán es más debacle que el anterior. Fidel Castro reflexiona desde la proa del Granma sobre el paisaje patrio asolado. Compara el desastre con una hecatombe nuclear. Parece poesía apocalíptica, pero es periodismo ucrónico en prosa ramplán. El autor sabe muy bien de qué habla (tal vez sólo él en Cuba lo sepa): acaso él ya ha soñado este imaginario de la despingazón. Casi medio siglo después de octubre de 1962, para nuestro hombre en La Plaza la crisis de los misiles soviéticos-pinareños se resuelve fotográficamente ahora, tras el paso en tiempo récord de los ciclones Gustav & Ike.
2) Me aburro. No puedo leer ni escribir. Es como estar preso en mi casa dentro de una cárcel mayor que se llama esquina de Fonts y Beales que se llama reparto Lawton que se llama municipio 10 de Octubre que se llama La Habana que se llama Cuba que se llama América Latina que se llama nuestra sicklémica sigloveintiumnidad. En situaciones de ilegibilidad límite como ésta, normalmente me saco la pinga (la ilegalidad límite me fascina). Me la saco como compañía, mi pinga prognata de más diciembres que centímetros. Y saco del closet a mi bandera cubana de nylon (alef flagrante in fraganti). La saco como arte del desastre y/o performance efímero y/o entertainment post-post: hedonismos habanémicos. Y para colmo saco también mi cámara digital. Como colofón.
3) La falta de luz. El gas de la calle cortado. Los teléfonos sin tono, en el éxtasis de la estática. El transporte público de tranca. Las cloacas tupidas como toda buena utopía. Los albergados reciclados. Las baterías de un radiecito chinesco, alternando entre la bazofia de los repórters cubanescus y mi eterna linterna rumana de 9 volts. Mes 9 obsoletamente llamado septiembre. Años cero eufemísticamente llamados los dos mil. Opción cero para una degeneración cero de pupilos con las pupilas enceradas o, mejor aún, cerradas de par en párpado: Eyes Wide-Shut (Ike & Gustav´s Show). Gustav a finales de agustov & Ike a principios de septikembre. El nuevo curso escolar pospuesto. Las inundaciones sobrepuestas. Los víveres propuestos. Los derrumbes impuestos. Las protestas supuestas. Sobrevivir al clima o acaso al clímax criminal de Cuba en revoluciclón. Nosotros, los sobremurientes. El muelle de la recuperación no es especialmente elástico, pero poco a poco pendula. «Nadie quedará desamparado», es la consigna oficial, por esta vez portadora de una generosa tajada de la verdad. Los huracanes como catalizadores de la economía interna y la diplomacia foránea: Gustav & Ike como fuente de energía rotatoria para romper nuestra incivil inercia lineal.
4) El Dr. José Rubiera recupera los hilos narratológicos de la nación. Sin el Dr. Fidel Castro en el Instituto de Meteorología, nuestro hombre en la estación de Casablanca es el único cubano de Cuba autorizado para jugar al futuro. Para juzgarlo. Él es nuestro primer augur de reality-show. Un gurú de los desastres con dignidad. Y el tipo ejecuta ese rol con su bigotico hitleriano de magister ludi. Frío y paternalista, el Dr. José Rubiera deja correr sus conos de terror estadístico sobre el mapa digital de la isla. Esas animaciones funcionan como caracoles o naipes de babalao. Ese cono cuántico de probabilidades es temporalmente su báculo de oráculo presidencial. El Dr. José Rubiera propone y Dios dispone. El Dr. Fidel Castro ya sólo forma parte de su audiencia de altísimo rating en medio del apagón nacional. No importa que entre ambos doctores pueda existir un pacto de colegas secreto: la meteorología ha dejado de ser algo demasiado serio para estar sólo en manos de los meteorólogos.
5) Me aburro. Me embrutezco con cada bostezo: ¡Yo también, Brutus! Literárida y literalmente, me aburro. Tedio terminal de entresiglos y entreciclones. Durante el apagón profiláctico me comporto como un animal sucio y suicida. Así y todo no pierdo mi pedestre y por eso mismo peligrosa politicidad. Con la pinga en ristre, pienso en la pistola prepóstuma de Raúl: el percutor encasquillado del poeta Raúl Hernández Novás. A la hora de la verdad, la bala no se le disparó. Sus últimas imágenes fueron entonces las de un perito en la gramática mecánica de las armas de fuego. No sé si Raúl Hernández Novás habrá intentado masturbarse (matarse o botarse una paja: es el argot) antes de arreglar su pistola prestada. No sé si en el próximo ciclón me convertiré yo en otro mediocre raulito incapaz ni de eyacular. No lo sé ni tampoco me importa. Ni me impacta. Por el momento, ubico las velas ubicuamente (estado de ubicubidad luminotécnica). Saco las pilas del radiecito chinesco y se las meto por detrás a la linterna del Exte Europeo. Ilumino a conveniencia mi pinga sobre la bandera. Me tumbo sobre la cama y ajusto la cámara digital para que dispare auto-ráfagas. De pronto es una metralleta de píxeles y pinga por doquier. Pocas veces se ha narrado la palabra pinga en poesía cubana. Pocas veces se ha narrado ni pinga en poesía cubana. Comienzo a mazacotearme la mía para parármela. Pienso en la pistola de Raúl y en el animal pulcro y suicida de Hernández Novás. Pienso que en este punto la caja de velocidades de mi escritura ya no engancha la marcha atrás. Pienso que tu lectura pacata, tan parapléjica como las palmas, ni aunque clavara hasta el fondo los frenos, ahora ya tampoco podría parar.
6) Después de la tormenta, un arco iris mudo como epitafio a este verano venenoso (demasiada radiación solar: casi una conflagración de la era atómica). Después del dúo de meteoros Gustav & Ike, los atardeceres son aquí apacibles: no es un mal título para una novela de irrealismo social. El sol se demora siglos sobre el horizonte sin árboles ni edificios, y las nubes ennegrecen en contraluz: flotan, flatulentas, como gases tóxicos en homenaje a la chimenea cubana desconocida. La Habana post-Gustav es un silencio coagulado a contrarreloj: ciudad que no era, era que está pariendo un corazón infartado, urbe canalla que calla, ubre que cae en coma y resucita al tercer o al trigésimo tercer día, balsa de corcho sin tiburones ni timonel (la tripulación no quedará del todo desamparada). La Habana post-Ike es un poco menos autista, pero un poco más socialipsista: Habanada, mon amour (vocubalario histórico con hache histriónica de hastío heroico). La ayuda de United States of America tendrá que esperar hasta el fin de los tiempos, améen: sea hasta la próxima temporada ciclónica o sea hasta la próxima temporada electoral. Por el momento, la noche se demora eones antes de tragarse los restos de azul y lila y verde y naranja y rojo. Y entonces un negro inverosímil destiñe al día de súbito, en cinco o quinientos mil segundos. Tardenoche honda, sin aire, transparente y asfixiantemente antimartiana. A esta hora no hay política potable ni ideología que no parezca idiota y para la idiotez de todos. Después del diluvio, las reflexiones prosopragmáticas de Fidel Castro en el Granma. Después de él, mi delirio o acaso delito.
7) Prender un fósforo (la humedad sobresaturante hace casi imposible este acto de prestidigitación). Prender una vela (se consumen como fundidas en esperma de pólvora). Prender a duras penas las pilas del radiecito (ni el dinamo ni las celdas solares son eficaces aquí: ¿cuántas emisoras independientes podrá tolerar un modelo Made In Beijing?). Prender el fogón (no hay combustible fósil y mucho menos esa rara avis decimonónica llamada la electricidad). Prender un cigarro (de marca Criollos, menuda paranoia poscolonial a la hora de hacer marketing). Prender la cámara (sea nupcial o de gas). Prender un tabaco (cubanismo: «dar lata o muela, fastidiar mediante un discurso fullero o camaján»). Aprender a leer leyendo bajo el mefistofélico apagón (simular la sinceridad de todo siervo servil). Emprender la toma de apuntes a mano, como quien toma una fortaleza simbólica del ancien régime (basta una bastilla cíclope para darle batalla al ciclón). Sorprender al poder y al pueblo con un giro irónico que haga jirones al pensamiento común (la escritura como una irresistible sexcritura de resistencia). Reprender cualquier conato de texto que no se articule como una maquinaria (sin)táctica de guerra (toque ficticio a rebato, arrebato fáctico sin teque). Comprender que nada de esto hará regresar la luz, ni un minuto antes ni un milenio después: ni tampoco el gas Zyklon de la calle, ni los tictacs del teléfono ETECSA, ni el acordeón de los metrobuses, ni las cloacas congestionadas, ni los albergados realbergados, ni los electrones cubanescus sin baterías, ni los partes de guerra de los repórters, ni el neocurso escolar obligatoriamente gratuito, ni las inundaciones inútiles, ni los víveres conversos de un revés en victoria, ni los derrumbes en rumba tras un perfecto efecto de dominó. Nada de esto propicia, pero tampoco interfiere nuestro inevitable mehr-licht patriotero: «un avivamiento del espíritu», lo llaman los evangélicos. Nada de esto, por suerte. Ah, nada, Hanada: quizá sea mejor así... Aquí y ahora, en privado, tú y yo aún podemos seguir siendo tan libres como un josérubierita de juguetería Made In Beijing. O como un fidelcastrico repantigado ante el último modelo chinesco de televisor: sea de marca Panda o sea un Gustav & Ike.
8) En la madrugada de Fonts y Beales, Lawton, 10 de Octubre, La Habana, Cuba, América Latina, siento que soy un ángel exterminador. Mi pene es el faro a ciegas del resto de la nación cubana: de los restos de la nación cubana. Tengo la mano fría. Afuera deben de estar batiendo las ramas. Son las auto-ráfagas estilo metralleta de Gustav o Ike o ambos. Aquí adentro y abajo, soy yo quien bate la carne en vela de mi propio cuerpo. Me hincho, me hinco, es excitante crisparse hasta tener más centímetros que ciclones. Bato bárbaramente mi pene. Pienso en el vate Escobar, ese esquizoángel que tampoco sobrevivió a nuestros años noventa, tan pródigos en consignas como en suicidas como en consignas suicidas. Bato mi pene por enésima vez. Si lo hago a solas, normalmente me vengo muy fácil. Si es con otra persona, la venganza anormalmente se tarda hasta la locura. Antes del big-bang, siempre siento un vértigo que me baja de la base del cráneo a la espina dorsal a los riñones a la base del pene a su cabeza arrugada y lustrosa como una corteza cerebral (choteíto cubensis ad usum: «verdá que tú piensa´ con la pinga, mi´jito»). Enarco las patas, pero no demasiado, para no destruir mi set primitivo de fotografía. Estoy rodeado de velas como un cadáver. Se acerca el instante infinito de la revelación. Me siento a punto de reventar. Pienso en la caída volátil del poeta Ángel Escobar. El tipo oía voces y ya no lo toleraba: al final declaró en privado que se sentía exhausto, y saltó sobre el asfalto cubano finisecular. Yo bato mi pene por mil y unésima vez. Mi trauma es que no oigo nada y tampoco lo tolero ya: desde el principio declaro en público que me siento también exhausto. Pero allá voy otra vez y otra vez: semen sin sentido contra la bandera bucólica de Bonifacio Byrne o el trapo heroico de Poveda o el sudario de nylon tricolor de Ángel Escobar (lechazo de escubamarga en simultáneo con el disparo amateur de mi cámara digital: yo, acaso como un hernándeznovás de pacotilla, sigo siendo sólo un tirador profesional).
9) September mornings versus September mournings. Leer sin lamentos de lechero madrugador. Celectino antes del alba. Dejarse ir, dejarse venir, dejarse caer. Rojo sangre, azul cianótico, blanco seminal. Ritos ripiosos de quienes barremos aburridos las gotas de una Vía Láctea luctuosa. Howllidos de rata angélica que roe los raíles de la raulidad. Tell me, did you make it to the Milky Way? Octubre obtuso de 1962 o augusto septiembre de 2008: tell me, did you wonder why we had to run for shelter when the promise of a brand new day unfouled beneath the deep blue skies?
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Por las fotos de la prensa...
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Post original para la columna Lunes de Post-Revolución en el blog Fogonero Emergente
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2008
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A language of the resource
Spanish, español
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The nature or genre of the resource
Blog post
Coverage
The spatial or temporal topic of the resource, the spatial applicability of the resource, or the jurisdiction under which the resource is relevant
Cuba, Havana, Latin America, La Havana, diciembre de 2008, December 2008, Lawton
2008
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literatura
literature
Orlando Luis Pardo Lazo
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Por las fotos de la prensa
post
Semen y Revolución
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"Por las fotos de la prensa" y "Semen y ciclón, bandera y barbarie"
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Literatura, Literature
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2008-2016
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De columna en columna, vamos llegando a un límite. De calumnia en calumnia, ahora tenemos la responsabilidad de rebasarlo, aunque se caiga la Revolución por nuestra culpa (precisamente por esa imposible probabilidad).
Viene Gustav. De cabeza con categoría 5++ contra Cuba. Por los reportes de la prensa, cada huracán nos deja más debacle que el anterior. Es el cambio climático: un fenómeno del que Fidel Castro ha sido el autor intelectual (y también material). Desde la proa del periódico Granma el comandante exagera: “No exagero. […] Con toda franqueza me atrevo a decir que, las fotos y vistas fílmicas de lo que transmitían el domingo por la televisión nacional, me recordaban la desolación que vi cuando visité Hiroshima, que fue víctima del ataque con la primera bomba atómica en agosto de 1945”.
Parece poesía apocalíptica, pero es periodismo de datos. Fidel conoce al dedillo de lo que habla. Tal vez sea el único cubano que lo sepa. Tal vez sólo él en el mundo aún sueña con este imaginario inimaginable, que en octubre de 1962 él estuvo a sólo un botón rojo de consumarlo, cuando le pidió al Gran Hermano soviético que bombardease hiroshimamente desde Cuba a New York.
Viene Ike. Esto es una pandemia, ciclón tras ciclón. Yo me aburro opíparamente en mi cuarto. Se va la luz una semana antes y otra después (son medidas de protección). No se puede leer ni escribir en Cuba (nos alfabetizaron por gusto). Es como estar preso. No. Es estar preso. No. Es estar. Así es vivir en la verdad (a ningún cubano debería exigírsele una tortura de semejante intensidad).
En situaciones de ilegibilidad límite como ésta, normalmente me toco. Tocarme me restaura cierto sentido de compañía, pero sin colectivo. Me encanta mi asta prognata, es cómica y descomunal. Se para ante mi cara. Me paro de la cama y traigo del closet mi banderón de nylon (donación de una ONG europea pro-democracia).
Hedonismos habanémicos. Me amortajo en la bandera de todos los cubanos. Poso para mí. Pero soy un poco cada uno de ellos, sin ser ninguno. Y se me ocurre consumir los restos de batería de mi cámara digital. Canon como colofón. Trípode de tres patas, como yo (tal como no existen los sinónimos, tampoco hay frase que sea retruécana ni redundante: todo se ejecuta siempre por primera y única vez, como los orgasmos).
Sin luz, ni riesgo de un cortocircuito que me electrocute (gracias, Gustav). Sin gas de la calle, ni riesgo de suicidarme por la domesticada costumbre de respirar (gracias, Ike). Sin teléfono, ni los tumores que provoca la radiación de la red móvil (gracias, Fidel).
Sin transporte público, ni tampoco privado (esto último es un eufemismo de mal gusto). Las cloacas desbordándose, con toneladas de heces humanas y de hojas caídas por el impacto de un huracán contra la utopía. Olas de albergados cuyas viviendas serán vandalizadas in absentia por sus impropios vecinos. Goteras cayendo por todas partes dentro de casa, imposible recogerlas a todas en las cazuelas. Y los radiecitos chinos ya sin pilas, pero aun gagueando los progresivos partes ciclónicos a golpes de dínamo. Porque en el Instituto de Meteorología de Casablanca, en el centro de más hectopascales de la nación bajo ataque climático, allí está ahora Fidel (fallecido en el 2006 y resucitado por temporadas cada vez que haga falta).
“Nadie quedará desamparado”, es su slogan de guerra. Y, como de costumbre, el comandante nunca miente: nadie quedará. Ni desamparado, ni nada. Todos se irán yendo de Cuba a la primera o la última hondonada más o menos ilegal. “¡Suerte que tenemos una revolución! Ningún ciudadano quedará abandonado a su suerte” (léase, ninguno se librará de la Revolución).
Y junto a Fidel se yergue el figurín de fígaro del Dr. José Rubiera. Un héroe anti-huracanado. El titiritero que controla los hilos narratológicos de la patria hecha trizas 2008 veces, pero jamás conquistada. El Dr. Rubiera dicta por radio sus pronósticos del “cono de probabilidades”: es una ruleta rusa lo que se nos viene encima a los cubanos. Y enseguida Fidel lo corrige sin conmiseración, con su vocecilla de jesuita sobreviviente a la radioterapia: todavía él es el único autorizado para jugarse el futuro en esa o en cualquier lotería.
Fidel es nuestro disidente supremo: tiene otra opinión de la trayectoria del huracán. Y la historia no sólo lo absolverá, sino que le ratificará la razón: por él donde pase sus dedos índices en el mapa digital, por ahí mismitico se irá al carajo el ciclón. En efecto, la meteorología es demasiado importante para dejarla en manos de los meteorólogos.
Me embrutece este Castro. Me aburren sus bromas con aire de familia y su pésima dicción (los implantes dentales le resultaron una catástrofe). De bostezo en bostezo, no ceso con mi toque-toque, en una cadencia pendular que me recuerda rabiosamente quién soy: tengo un cuerpo, todavía no un cadáver (de mi emanan Gustav, Ike y Fidel; y no al revés, como podría suponerse).
Tedio terminal de entreciclones. Bodrio de bestia sucia y suicida (toda bestia es pulcra y vital). Pedestre y peligrosísima politicidad. Pene en ristre, pienso en aquella pistola castrista sobre un buró de la Biblioteca Nacional —archivo de la barbarie—: ese gatillo alegre, apuntándonos desde medio siglo o medio milenio atrás, castró a nuestra clase intelectual justo cuando más lo necesitaban (Ernesto Guevara el Ché descubrió que padecíamos del “pecado original de no ser auténticamente revolucionarios”).
Con la adarga al brazo, pienso en el percutor encasquillado del poeta Raúl Hernández Novás. Eran los años noventa y por eso la primera bala no se le disparó. Con porte de perito en la gramática de las armas de fuego, se puso a desarmar y armar el revólver (consecuencia de ciertas asignaturas en nuestras aulas universitarias). No sé si Hernández Novás habrá intentado tocarse, como yo, antes de volver a pegarse un tiro y dejar correr por fin libre la leche de su cerebro. Celectino antes del alba —no a la luz, sino al apagón del alma—, criatura incivilmente ingenua y genuina, en un “laberinto insomne” que “desemboca en un sur de enhiestas lanzas” (matarse es dejar de tocarse).
Me doy luz con un par de velas. Se derriten, tibias. La maldita circunstancia del esperma por todas partes tampoco me deja dormir. Parece que me velan: son dos tibias que escoltan mi calavera, en una capillita ardiente de vientos centrípetas. Son los años cero y ya nadie en Cuba atesora una pistola. Fidel las acaparó con sus monopólicas mañas de manigüiti. Cabroncito Castro.
La luz hace de mi falo un claroscuro con cinco dedos que arpegian y una bandera tricolor (de noche, todas las banderas son grises). Tumbado sobre la cama, ajusto la cámara digital para que me dispare auto-ráfagas: tumba, selfie suicida —sexy—, recirculación de la sangre, cuerpo sin órganos y sin orgasmo (glándulas gozosas de ofrecer resistencia).
Clic, clic, clic. Metralleta de píxeles y desenfoques de falo. Clic clic clic. No hay apenas pingas en la poesía cubana. Clicclicclic. No hay apenas ni pinga poesía cubana. Clic clic clic. Tocar cuerpo seguro es garantía de no parar mientras más la paras. Clic, clic, clic.
Faro a ciegas de Lawton entre Gustav, Ike y Fidel, rotando en contra de las manecillas del próximo ciclón. Allá afuera baten las ramas. Aquí adentro quien bate mi carne soy yo. Lawtonomía. Combate cuerpo a cadáver. Me hincho, me hinco. Y me viene entonces a la mente el poeta Ángel Escobar: ¿a dónde me iba a venir ese ángel esquivo sino a la mente?
Antes del big-splash, se me anuncia un vértigo que me baja de la base del cráneo hasta la espina dorsal, de las suprarrenales a la pelvis y de la ingle a mi casquete de cosmonauta lustroso como corteza cerebral. Kitsch onanista, onírico. Enarco las patas en arco, abiertas en un ángulo agudo ante mi sediento set de fotografía. Fellaticidad.
Pienso en la caída en poema libre de Ángel Escobar. Las voces que oía no lo convencieron de nada. Saltó al vacío asfaltado de La Habana para reafirmarse en tanto heraldo de la hecatombe: “salta, y ve que eso tampoco justifica nada”. No se ha matado por gusto, sino por darse en la vena el gusto. No sé si Escobar habrá intentado tocarse, como yo (en la verga del gusto), antes de saltar de un trampolín habanero con las manos en la cabeza: ¿a dónde iba a ponerlas ese ángel esquizo sino en su cabeza? Una cura de caballo, diagnóstico de Esquirol.
Allá vamos otra vez y aquí venimos por fin. Canon, luces, eyaculaciclón. Preparen, apuntes, juego. Semen sin semántica contra la bandera bucólica de Bonifacio Byrne, sudario de donación. El evangelio según Novás, borbotones de Escubamarga, funeral de Fidel (soñado en las furnias de Miami por Guillermo Rosales, poco antes de bajarse un balazo en su boarding home): un velatorio donde Fidel constata que ya está muerto, por lo que “ahora verán que eso tampoco resuelve nada”.
Me seco con la bandera —toalla totalitaria tricolor: gris, gris, gris—: la garganta reseca, la glotis agradecida de darse un duchazo indecente. Los músculos van muriendo (como la memoria) y, después de estallar, la madrugada de tormenta intenta hacerse apacible (parece un título del realismo socialista de los setenta), mientras ya amaina el ulular de nuestra taigá desierta —desertada— sobre los techos y tedios de Lawton.
Hasta la ventisca es inverosímil en esta Habana a deshoras. Donde ojalá nunca escampe. Ni nos venga encima mañana por la mañana un obsceno arco iris como epitafio. El desierto para ser potable precisa prescindir de todo tipo de decoración.
Original Format
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paper
Dublin Core
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Title
A name given to the resource
Semen y ciclón, bandera y barbarie
Subject
The topic of the resource
Literatura
Description
An account of the resource
Versión del post "Por las fotos de la prensa..." (publicado en el blog Fogonero Emergente en diciembre de 2008). Esta versión se publicó en el libro Del Clarín escuchad el silencio: 59 poemas de amor y una canción contrarrevolucionaria (Hypermedia Ediciones, 2016).
Creator
An entity primarily responsible for making the resource
Orlando Luis Pardo Lazo
Publisher
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Hypermedia Ediciones
Date
A point or period of time associated with an event in the lifecycle of the resource
2016
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Omeka Collection Creator: Lizabel Mónica
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Spanish, Español, SPA
Type
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publicación impresa
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The spatial or temporal topic of the resource, the spatial applicability of the resource, or the jurisdiction under which the resource is relevant
Cuba, literatura, literature, Havana, La Habana, Latin America,
2016
blog
Cuba
Latin America
literatura
literature
Orlando Luis Pardo Lazo
Semen y Revolución
text
texto
-
https://d1y502jg6fpugt.cloudfront.net/34261/archive/files/3d95480d87ed5e9ddc1f960930459542.doc?Expires=1712793600&Signature=bT%7EmUp3u6VTh7yBbmlX7SqBSHYHkzz4rFSQG27Ps5RdXKGuubWrDPcZ-zaZSLZX9MUzsBMB-eKbIrLZpQoESnd7ykUu6-C245HYTjHalIA--bDYuxdLN2oBrCtrl%7EaYUQNQY-cNki6E424hY5X9AOenwaYP6uF4rXtqYIfVR0YMId3-jxhD2R41Owk6sobxDOGz-EvPU0RcvFyiDuoADTUrwUWWg7hRm5oirSOsHxitd4WrM%7ETUS%7ExtjGTkuG1FqnZUUIGl3iKNfj0VgcLx0NNSZIcxFhNSeBQPPtGk3W3iSTDNhJg1FbUZTwrfj6t4t4A4CIeEQi8T2UlqbKvlCrg__&Key-Pair-Id=K6UGZS9ZTDSZM
2c1edca69e5063e705ca143ed351b202
Dublin Core
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Title
A name given to the resource
33 y 1/tercio
Subject
The topic of the resource
Literatura, Literature
Description
An account of the resource
Revista literaria digital hecha en Cuba. Dirigida por el escritor Raúl Flores. Circulada vía correo electrónico y a través de dispositivos de almacenamiento externo. Estética postmoderna que privilegiaba lo pop.
Creator
An entity primarily responsible for making the resource
Raúl Flores Iriarte
Date
A point or period of time associated with an event in the lifecycle of the resource
2005-2009
Contributor
An entity responsible for making contributions to the resource
Lizabel Mónica
Format
The file format, physical medium, or dimensions of the resource
Microsoft Word Document, texto e imágenes
Language
A language of the resource
Spanish, Español, SPA
Coverage
The spatial or temporal topic of the resource, the spatial applicability of the resource, or the jurisdiction under which the resource is relevant
Cuba
Text
A resource consisting primarily of words for reading. Examples include books, letters, dissertations, poems, newspapers, articles, archives of mailing lists. Note that facsimiles or images of texts are still of the genre Text.
Original Format
The type of object, such as painting, sculpture, paper, photo, and additional data
microsoft word document
Text
Any textual data included in the document
<p dir="ltr"><span><img src="https://lh6.googleusercontent.com/02Lui-kjCWIMR8kz5_qW5ZU6oSdEPzoEJBc2I9gsAtGQrHRd_0S3UEgfohQDx9SvM5sASwWYiO5MztSWEn6qRAq3yhJcB9el_FviWJ__TJ3_XQUIy1rEPootDDYA7nP0ydzAYY3DVfn5hYOSjA" width="609" height="863" alt="02Lui-kjCWIMR8kz5_qW5ZU6oSdEPzoEJBc2I9gsAtGQrHRd_0S3UEgfohQDx9SvM5sASwWYiO5MztSWEn6qRAq3yhJcB9el_FviWJ__TJ3_XQUIy1rEPootDDYA7nP0ydzAYY3DVfn5hYOSjA" /></span></p>
<span><span><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>La censura no autorizará su novela y no podrá publicarla en ningún sitio. No la admitirán ni en Amanecer ni en Aurora.</span></p>
<p dir="ltr"><span>–Ya lo sé –repliqué en tono firme.</span></p>
<p dir="ltr"><span>–Y sin embargo, me la llevo –prosiguió Rudolfi severamente (mi corazón dio un vuelco)–, le pagaré tanto (indicó una cifra misérrima) por pliego de imprenta. Mañana lo pasarán todo a limpio. </span></p>
<p dir="ltr"><span>–Son cuatrocientas páginas –exclamé.</span></p>
<p dir="ltr"><span>–Lo dividiré en partes –dijo Rudolfi con voz de hierro–, y doce mecanógrafas de la oficina tendrán listas las copias mañana por la tarde.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Dejé de protestar y decidí someterme a la voluntad de Rudolfi.</span></p>
<p dir="ltr"><span>–Las copias serán por su cuenta –siguió él, limitándome por mi parte a asentir con un movimiento de la cabeza, como un muñeco–; y otra cosa: tendré que tachar tres palabras: están en la página primera, setentaiuna y trescientas dos.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Miré los cuadernos y vi que la primera palabra era “apocalipsis”, la segunda “arcángeles”, y la tercera “diablo”. Las taché dócilmente: cierto, tuve deseos de decir que se trataba de una ingenuidad, pero miré a Rudolfi y guardé silencio.</span></p>
<p dir="ltr"><span>–Luego –añadió Rudolfi– vendrá usted conmigo a la Censura. Y le ruego muy encarecidamente que mientras estemos allí, se abstenga de pronunciar ni una sola palabra.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Acabé por ofenderme.</span></p>
<p dir="ltr"><span>–Si usted considera que soy capaz de decir algo… –empecé a balbucear en un tono digno– puedo quedarme en casa.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Rudolfi no prestó atención alguna a ese intento mío de irritarme y prosiguió:</span></p>
<p dir="ltr"><span>–No, usted no puede quedarse en casa, sino que vendrá conmigo.</span></p>
<p dir="ltr"><span>–¿Y que haré allí?</span></p>
<p dir="ltr"><span>–Se quedará sentado en la silla –ordenó Rudolfi– y a todo cuanto le digan contestará con una sonrisa amable</span><span>.</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>Mijaíl Bulgakov</span></p>
<p dir="ltr"><span>Novela teatral</span></p>
<span><span><br /><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span></span><span>Equipo de redacción: 33 y 1/tercio</span></p>
<p dir="ltr"><span>Portada: composición de Raúl Flores Iriarte sobre fotografías de Robert Freeman y Yamel Santana Valdés-Hernández</span></p>
<p dir="ltr"><span>Diseño de portada: Damián Flores Iriarte</span></p>
<p dir="ltr"><span>Fotografía interior: Elena V. Molina</span></p>
<span><span><br /><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>Agradecimientos </span></p>
<p dir="ltr"><span>Ya Saben: </span></p>
<p dir="ltr"><span>Duanee Suárez, Adriana Zamora, Orlando Luis Pardo, Ahmel Echevarría, Lizabel Mónica, JAAD, Kmilo Valdés Fortes, Michel Encinosa, Haydée Arango, Marcos Antonio Díaz, Yanet Bello, Ihoeldis Rodríguez, Diana Tur</span></p>
<span><span><br /><br /><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>La publicación no se hace responsable de las opiniones expresadas por los autores.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Los autores no nos hacemos responsables de las opiniones de la publicación.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Los responsables de los autores no expresarán opiniones en público.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Las opiniones que usted se haga no son responsabilidad de los autores y menos si las expresa públicamente.</span></p>
<span><span><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>Si deseas contactar, dar opiniones, donar prosa, poesía, artículos, ensayos, (sin compromisos de publicación) escribe a </span><a href="mailto:33y1tercio@gmail.com"><span>33y1tercio@gmail.com</span></a></p>
<p dir="ltr"><span></span><span>boulevard</span></p>
<p dir="ltr"><span>(</span><span>a la green day</span><span>)</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><a href="https://docs.google.com/document/d/1BVSQYC6-4qbmWcrrO0HkqwiC9Oqc8VcxDLyBMorJnQE/edit#bookmark=id.3dy6vkm"><span>play</span></a></p>
<p dir="ltr"><a href="https://docs.google.com/document/d/1BVSQYC6-4qbmWcrrO0HkqwiC9Oqc8VcxDLyBMorJnQE/edit#bookmark=id.1t3h5sf"><span>todo es verde</span></a><span> (</span><span>david foster wallace</span></p>
<p dir="ltr"><a href="https://docs.google.com/document/d/1BVSQYC6-4qbmWcrrO0HkqwiC9Oqc8VcxDLyBMorJnQE/edit#bookmark=id.4d34og8"><span>¿hay alguien allá afuera</span></a><span>? (</span><span>francisco ortega</span></p>
<p dir="ltr"><a href="https://docs.google.com/document/d/1BVSQYC6-4qbmWcrrO0HkqwiC9Oqc8VcxDLyBMorJnQE/edit#bookmark=id.17dp8vu"><span>expediente polaroid</span></a><span> </span></p>
<p dir="ltr"><a href="https://docs.google.com/document/d/1BVSQYC6-4qbmWcrrO0HkqwiC9Oqc8VcxDLyBMorJnQE/edit#bookmark=id.26in1rg"><span>4cuentos</span></a><span> </span><span>(</span><a href="https://docs.google.com/document/d/1BVSQYC6-4qbmWcrrO0HkqwiC9Oqc8VcxDLyBMorJnQE/edit#bookmark=id.3rdcrjn"><span>adriana</span></a><span> zamora</span></p>
<p dir="ltr"><a href="https://docs.google.com/document/d/1BVSQYC6-4qbmWcrrO0HkqwiC9Oqc8VcxDLyBMorJnQE/edit#bookmark=id.lnxbz9"><span>2cuentos</span></a><span> (</span><a href="https://docs.google.com/document/d/1BVSQYC6-4qbmWcrrO0HkqwiC9Oqc8VcxDLyBMorJnQE/edit#bookmark=id.lnxbz9"><span>jorge enrique lage</span></a></p>
<p dir="ltr"><a href="https://docs.google.com/document/d/1BVSQYC6-4qbmWcrrO0HkqwiC9Oqc8VcxDLyBMorJnQE/edit#bookmark=id.35nkun2"><span>3cuentos</span></a><span> (</span><a href="https://docs.google.com/document/d/1BVSQYC6-4qbmWcrrO0HkqwiC9Oqc8VcxDLyBMorJnQE/edit#bookmark=id.35nkun2"><span>raúl flores</span></a><span> iriarte</span></p>
<p dir="ltr"><a href="https://docs.google.com/document/d/1BVSQYC6-4qbmWcrrO0HkqwiC9Oqc8VcxDLyBMorJnQE/edit#bookmark=id.1ksv4uv"><span>nuevos cronistas del planeta de los simios</span></a><span> (juan trejo álvarez</span></p>
<p dir="ltr"><a href="https://docs.google.com/document/d/1BVSQYC6-4qbmWcrrO0HkqwiC9Oqc8VcxDLyBMorJnQE/edit#bookmark=id.44sinio"><span>poetry</span></a><span> / </span><a href="https://docs.google.com/document/d/1BVSQYC6-4qbmWcrrO0HkqwiC9Oqc8VcxDLyBMorJnQE/edit#bookmark=id.2jxsxqh"><span>poesía</span></a><span> </span><a href="https://docs.google.com/document/d/1BVSQYC6-4qbmWcrrO0HkqwiC9Oqc8VcxDLyBMorJnQE/edit#bookmark=id.44sinio"><span>(bob dylan</span></a></p>
<p dir="ltr"><a href="https://docs.google.com/document/d/1BVSQYC6-4qbmWcrrO0HkqwiC9Oqc8VcxDLyBMorJnQE/edit#bookmark=id.z337ya"><span>expediente king</span></a></p>
<p dir="ltr"><a href="https://docs.google.com/document/d/1BVSQYC6-4qbmWcrrO0HkqwiC9Oqc8VcxDLyBMorJnQE/edit#bookmark=id.3j2qqm3"><span>2textos</span></a><span> (stephen king</span></p>
<p dir="ltr"><a href="https://docs.google.com/document/d/1BVSQYC6-4qbmWcrrO0HkqwiC9Oqc8VcxDLyBMorJnQE/edit#bookmark=id.3tbugp1"><span>poesía</span><span> (lizabel mónica</span></a></p>
<p dir="ltr"><a href="https://docs.google.com/document/d/1BVSQYC6-4qbmWcrrO0HkqwiC9Oqc8VcxDLyBMorJnQE/edit#bookmark=id.1v1yuxt"><span>new american cookbook</span></a><span>: el aquí y el ahora en veinticinco libros cardinales</span><span> (rodrigo fresán</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><a href="https://docs.google.com/document/d/1BVSQYC6-4qbmWcrrO0HkqwiC9Oqc8VcxDLyBMorJnQE/edit#bookmark=id.4f1mdlm"><span>nunca llores delante del carpintero</span></a><span> (ray loriga</span></p>
<p dir="ltr"><a href="https://docs.google.com/document/d/1BVSQYC6-4qbmWcrrO0HkqwiC9Oqc8VcxDLyBMorJnQE/edit#bookmark=id.2u6wntf"><span>stop</span><span></span></a><span>play</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>la mirada del cómplice, canciones puestas una y otra vez en la radio, los discos hi-fidelity de mamá </span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>como cuando nos sentábamos de espaldas al sol, ojos en la luna</span></p>
<p dir="ltr"><span>para ver en el fantasma de un L.P. girando en el plato de un tocadiscos: la respuesta a todas nuestras inquietudes.</span></p>
<p dir="ltr"><span>esa placa de acetato girando a 33 revoluciones</span></p>
<p dir="ltr"><span>y 1 tercio</span></p>
<p dir="ltr"><span>nos </span></p>
<p dir="ltr"><span>llevaba</span></p>
<p dir="ltr"><span>a</span></p>
<p dir="ltr"><span>otra</span></p>
<p dir="ltr"><span>dimensión</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>Tommy, Abbey Road, Sounds of silence, Al final de este viaje, Blonde on blonde, Diamond dogs, Mediterráneo, Dark side of the moon</span><span>.</span></p>
<p dir="ltr"><span>dABA IGUAL</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>33 y 1/tercio no quiere ser una revista más</span></p>
<p dir="ltr"><span>33 y 1/tercio no quiere ser una revista</span></p>
<p dir="ltr"><span>(¿pasar revista? ¿revisionista?)</span></p>
<p dir="ltr"><span>simplemente trata de escapar de líneas </span></p>
<p dir="ltr"><span>(no por grande el concepto se amplían los horizontes)</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>33 y 1/tercio quiere ser una revista menos</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>¿equidistancia? ¿eclecticismo?</span></p>
<p dir="ltr"><span>NO</span></p>
<p dir="ltr"><span>... ¿o sí?</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>las palabras</span></p>
<p dir="ltr"><span>se transforman en jpgs, </span></p>
<p dir="ltr"><span>en tiffs, </span></p>
<p dir="ltr"><span>en mp3s,</span></p>
<p dir="ltr"><span>adquieren alguna proximidad con el videoclip</span></p>
<p dir="ltr"><span>con el tiempo de 3 minutos de una canción </span></p>
<p dir="ltr"><span>en </span></p>
<p dir="ltr"><span>la </span></p>
<p dir="ltr"><span>radio</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>Fiction is things happening not things described: dynamic, not static.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Use your imagination or someone will use it for you.</span></p>
<p dir="ltr"><span> (R. Sukenick)</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>ayer alexandra vio una vista nocturna de este pequeño planeta. </span></p>
<p dir="ltr"><span>japón era una mancha alegre y superpoblada de luz eléctrica, </span></p>
<p dir="ltr"><span>cuba no se divisaba</span></p>
<p dir="ltr"><span>(como siempre, estábamos completamente a OsCuRaS)</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>literatura </span></p>
<p dir="ltr"><span>pop lit, thrash writing, paperback writers,</span></p>
<p dir="ltr"><span>splatterlight fiction</span></p>
<p dir="ltr"><span>casitas de plástico reciclado entre todos los rascacielos</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>percepción atomizada de multiverso cultural atomizado</span></p>
<p dir="ltr"><span>ampliar las fronteras que una vez fueron impuestas</span></p>
<p dir="ltr"><span>borrarlas</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>«Entiendo», dice alexandra, «pero exactamente, ¿que intentas hacer?»</span></p>
<p dir="ltr"><span>Me encojo de hombros. «Algo», le digo, «no lo tengo muy claro todavía»</span></p>
<p dir="ltr"><span>«Mejor acláralo», dice ella, «y después me dices»</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>Una oso panda queda embarazada tras mirar videos de sexo en China. </span></p>
<p dir="ltr"><span> (CNN)</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>See how they fly like Lucy in the sky</span></p>
<p dir="ltr"><span>See how they run</span></p>
<p dir="ltr"><span>I´m crying</span></p>
<p dir="ltr"><span>I´m cryi-i-i-i-ii-i-i-i-i-ing</span></p>
<p dir="ltr"><span>I´m crying?</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><a href="https://docs.google.com/document/d/1BVSQYC6-4qbmWcrrO0HkqwiC9Oqc8VcxDLyBMorJnQE/edit#bookmark=id.28h4qwu"><span>replay</span></a></p>
<p dir="ltr"><span></span><span>david foster wallace</span></p>
<p dir="ltr"><span>(new york, 1962. autor de </span><span>the broom of the system</span><span> y </span><span>infinite jest</span><span>.)</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>todo es verde</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>Ella dice me da igual que me creas o no, es la verdad, puedes creer lo que quieras. Por tanto, está claro que está mintiendo. Cuando dice la verdad se vuelve loca intentando que la creas. Por tanto creo que la he pillado.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Enciende un cigarrillo y aparta su mirada de mi, tiene un aspecto perverso con el cigarrillo encendido y mirando por la ventana mojada, y no sé muy bien que decir.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Le digo Mayfly, no sé muy bien que hacer ni que decir y ya no me creo nada de ti. Pero hay cosas que sí sé. Sé que soy mayor y tú no. Y te doy todo lo que tengo que darte, con las manos y con el corazón. Todo lo que tengo dentro te lo he dado. He estado aguantando y trabajando duro todos los días. Te he convertido en la razón por la cual hago todo lo que hago. He intentado construir una casa para dártela, para que vivas en ella, y he intentado que sea un sitio agradable.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Enciendo otro cigarrillo y tiro la cerilla en el fregadero junto con otras cerillas, platos sucios, una esponja, y cosas de esas.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Le digo Mayfly, mi corazón la ha pasado mal por ti, pero ya tengo cuarentiocho años. Ya es hora de que no me deje arrastrar por las cosas. Tengo que tomarme una parte del tiempo que me queda para intentar sentirme bien conmigo mismo. Tengo que intentar sentirme como debería. Dentro de mi tengo necesidades que tú ya ni siquiera puedes ver, porque tú tienes demasiadas necesidades que te las tapan.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Ella no dice nada y yo miro por su ventana y noto que ella sabe que yo sé la verdad, y cambia de postura en mi sofá de jardín. Lleva unos pantalones cortos y se sienta encima de las piernas.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Le digo no importa en realidad lo que he visto o lo que he creído ver. Esa ya no es la cuestión. Sé que soy mayor y tú no. Pero ahora me siento como si yo te lo diera todo y tú ya no me dieras nada. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Tiene el pelo recogido con un pasador y varias horquillas y la barbilla apoyada en la mano, es muy temprano, parece que ella está fantaseando con salir afuera a la luz brillante que hay al otro lado de la ventana mojada junto a mi sofá de jardín.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Todo es verde dice ella. Mira que verde es todo Mitch. Como puedes decir que sientes todo eso cuando fuera todo es tan verde. </span></p>
<p dir="ltr"><span>La ventana que hay junto a mi cocina se ha limpiado gracias a las lluvias torrenciales de anoche y muestra una mañana soleada, todavía es temprano y fuera todo está muy verde. Los árboles son verdes y la hierba más allá de los badenes es verde y está empapada. Pero no todo es verde. Las demás caravanas no son verdes, y mi mesa de camping que está ahí fuera toda llena de agua y de latas de cerveza y de colillas flotando en los ceniceros no es verde, ni tampoco mi camión, ni la gravilla del aparcamiento, ni ese juguete de ruedas enormes tirado de lado bajo una cuerda de tender vacía de ropa junto a la caravana de al lado, en donde vive un tipo con unos niños.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Todo es verde dice ella. Lo dice con un susurro y yo sé que ese susurro ya no es para mí.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Tiro mi cigarrillo y le doy la espalda a la mañana con el regusto en la boca de algo que es del todo cierto. Me giro y la miro sentada bajo la luz en mi sofá de jardín.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Ella está mirando fuera, sentada en el sofá, y yo la miro a ella, y hay algo en mi que no consigue cicatrizar cuando la miro. Mayfly tiene un cuerpo hermoso. Y ella es mi mañana. Digo su nombre.</span></p>
<span><span><br /><br /><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span><img src="https://lh4.googleusercontent.com/X2efrRmJ_l5vWBUVLiJDNnxxBoW63xmrg_xFEu9mN_XHqQmWaki7px_0zxYNJ4ToSt0qIRN3pcKOP886d5kzCF80ruGzHv2XGNriZKMSBw_Cd6mKNkEXv4cotytxtMn8pebvuM5zCqmy51vsVA" width="238" height="406" alt="X2efrRmJ_l5vWBUVLiJDNnxxBoW63xmrg_xFEu9mN_XHqQmWaki7px_0zxYNJ4ToSt0qIRN3pcKOP886d5kzCF80ruGzHv2XGNriZKMSBw_Cd6mKNkEXv4cotytxtMn8pebvuM5zCqmy51vsVA" /></span></p>
<span><span><br /><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><a href="https://docs.google.com/document/d/1BVSQYC6-4qbmWcrrO0HkqwiC9Oqc8VcxDLyBMorJnQE/edit#bookmark=id.28h4qwu"><span>replay</span><span></span></a><span>francisco ortega</span></p>
<p dir="ltr"><span>(es chileno y pone en su blog, fortegaverso.blogspot.com: </span><span>Soy periodista y me he pasado la vida escribiendo, incluso de minas ricas. Soy un basurero ambulante de cultura pop</span><span>.)</span></p>
<span><span><br /><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>¿hay alguien allá afuera?</span></p>
<span><span><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>La pregunta que usamos de título la cantó el grupo Pink Floyd en 1979 en la segunda parte de su emblemático disco "The Wall". Y por más guitarras y orquestaciones que incluyó la banda, su bajista y letrista Roger Waters fue incapaz de responderla. "Is there Anybody Out There?", la frase es lo único que reza el tema homónimo. Sólo una pregunta. Nada más. Sin contestación. Y se entiende que no la haya. Es cosa de pensar un segundo en la pregunta, sus rítmicas cuatro palabras (seis en inglés) suenan grandes, difíciles de aterrizar, más complicadas aún de aplicar. Por lo mismo funciona tan bien al momento de introducirnos en la búsqueda de las nuevas voces de la narrativa mundial.</span></p>
<p dir="ltr"><span>¿Hay alguien allá afuera? Lo más probable es que en la superficie la respuesta sea afirmativa y que de hecho abunden los "nuevos nombres". Lo complicado pasa por lo que viene de inmediato. Si tenemos claro que hay "alguienes", ¿qué demonios están haciendo (o mejor dicho escribiendo) esos "alguienes"?</span></p>
<p dir="ltr"><span><br class="kix-line-break" /></span><span>hombres post-x</span></p>
<p dir="ltr"><span>Otra interrogante: ¿Qué sucedió después de la Generación X? En la segunda mitad de la década final del siglo veinte prácticamente todas las revistas literarias del planeta trataron de contestarla. Cada escritor nuevo que aparecía, bendecido por medios tan influyentes como "The New Yorker" o la poderosa venia de Santa Amazon.com era levantado al sitial de la nueva esperanza blanca de la novelística. Pero lo cierto es que ningún autor joven post 1995 logró el impacto medial - que no es lo mismo que artístico- de sus antecesores de la era yuppie, de la época de la X.</span></p>
<p dir="ltr"><span>A estas alturas resulta obvio que la Generación X tuvo más de fenómeno comercial y sociológico que de literario, pero no puede negarse que algo potente nadaba bajo la superficie. Una serie de motivos y temas que unió a gentes tan diversa (y dispersa) como Bret Easton Ellis, Douglas Coupland y Jay McInnerney. Sus novelas estuvieron lejos de marcar un precedente artístico pero vaya que supieron ser polaroids de su momento. Sobre críticas y gustos, un libro como </span><span>American Psycho</span><span> (Ediciones B, 1991) -por un lado- y un disco como "Nevermind" de Nirvana - por el otro- existen como absolutos marcos de una época, retratos lucidísimos de las formas de fines del siglo pasado. ¿Qué pasó después? Muerta la X, un nuevo movimiento de narradores americanos asaltó la posta del relevo. Gente como Michael Chabon, Chuck Palahniuk y Jonathan Frazer entre otros, surgieron como las nuevas glorias de la narrativa "joven" americana. La calidad de éstos es indiscutible, pero carecen de aquello que unió a los autores de la Generación X e hizo de ellos precisamente eso, una generación: la obsesión común de redactar su presente, algo que hasta los más furibundos opositores al movimiento deben reconocerle. No deja de ser significativo que uno de los mejores retratos de la presente primera década del siglo veintiuno se daba justamente a un jubilado de la X. </span><span>Hey Nostradamus</span><span> (Bloombury USA, 2003), la última novela de Douglas Coupland, narrada por fantasmas adolescentes inspirados en la matanza de Columbine, consigue un fresco de la América media más transparente y real que cualquier vuelo intelectual y post todo de un David Foster Wallace o un Jeffrey Eugenides.</span></p>
<p dir="ltr"><span><br class="kix-line-break" /></span><span>nuevas voces, demasiados mundos</span></p>
<p dir="ltr"><span>Fuera de Norteamérica el dilema del relevo también ha sabido contestarse con puntos suspensivos. Es verdad que tras los pasos de los Ray Lorigas y las Lucías Etxeberrías se han presentado nombres - como el potente Nicolás Casariego- que han alimentado con savia nueva a la narrativa contemporánea española, pero al igual que con los novísimos gringos no puede hablarse de ellos como un movimiento de relevo y mucho menos de una generación. Las motivaciones son demasiado individuales y salvo el haber nacido después (y alrededor) de 1970, no hay algo realmente común entre ellos. Distinto es el caso de los italianos, donde la llamada generación caníbal, integrada por autores como Niccolo Ammanitti (</span><span>La última Nochevieja de la humanidad</span><span>. Mondadori, 1997) supo aglutinar a una comunidad de autores novatos impulsados por una escritura rápida, a lo fast food, llena de referencias a la animación japonesa, nuevas drogas, la estética del cómic, del gore y del splatter. El leit motiv del canibalismo fue tan concreto en sus temas como metafórico en lo estilístico. Similar es el caso de los no-muertos británicos, llamados así por la rutilante pero influyente revista "The Face" a partir del guión de Alex Garland (</span><span>La Playa</span><span>. Ediciones B, 1999) para la película "28 días después: Exterminio". Estos, junto a sus colegas caníbales italianos, son de los pocos movimientos de nuevos escritores de principios de siglo con una real temática en común. O lo que es lo mismo un verdadero concepto de generación a sus espaldas.</span></p>
<p dir="ltr"><span><br class="kix-line-break" /></span><span>Los que están allá afuera</span></p>
<p dir="ltr"><span>Tienen menos de treinta años, algunos incluso bajan de los veinte. No aparecen aglutinados en obsesiones comunes, ni cabe hablar de ellos como una generación hecha y derecha. Algunos escriben desde el corazón más interno de las cosas, otros desde los mundos más alejados. Adeudan lo justo de sus predecesores, están conscientes de sus estímulos externos, de la velocidad de sus cosas y les sobran las ganas de hacer (escribir) cosas. Y sobre todo de decirlas con fuerza. Más que libros, estos nombres redactan las pautas hacia donde se moverá la literatura en las próximas décadas.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Nacido en 1985, Nick McDonell es quien encabeza - al menos desde la mirada más rápida- al batallón norteamericano. Su novela </span><span>Twelve</span><span> (Anagrama, 2003) dibuja el retrato rudo de la Norteamérica adolescente más luminosa y superficial. Divagaciones internas, vicios, sexo rápido, vida fotografiada como en el cine y nuevos tipos de droga, como la que da nombre a su novela, nadan a estilo libre en sus párrafos. La receta lo construye como un narrador que si bien no cuenta nada muy nuevo es propietario de una envidiable lucidez. Cada capítulo suyo es una instantánea de la vida adolescente gringa bien-gringa post matanza de Columbine, post 11 de septiembre de 2001.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Con 19 años recién cumplidos, Christopher Paolini está en una orilla muy distinta a la de su previo colega. Obsesionado con los videojuegos y los mundos de Tolkien, este casi púber autor se embarcó en la ambiciosa tarea de crear una trilogía de fantasía heroica, con códigos ultra modernos. En su prosa hay magos y hechizos, pero también Playstation y Messenger. Original en su propuesta, su </span><span>Inheritance Trilogy</span><span> se inició el año pasado con Era</span><span>g</span><span>on (Knopf, 2003), protagonizada por un skater adicto a Internet que posee el poder de controlar un dragón.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Nacido en 1977, Jonathan Safran Foer, autor de </span><span>Todo está iluminado</span><span> (Lumen, 2002) va por un realismo mágico-no mágico gringo. Fan de García Márquez, Safran Foer ha declarado que su manía literaria apunta a huir de los excesos de la narrativa urbana en pos de la humildad que puede hallarse en el lado más íntimo y rural de Norteamérica, ese de los suburbios y los campos. Lo suyo no son ni las marcas, ni la velocidad, sino las personas. Destaca el sentido del humor de este escritor, detalle no menor que le perdona muchas de sus falencias técnicas.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Ya alejada de las pautas de la primera novela y las historias de iniciación, la neoyorquina Cecily Von Ziegesar (1979) apunta sus dardos a todas las formas de amor y de amistad que pueden experimentar las chicas de clase alta, alumnas de colegios y universidades privadas de la costa oeste. Definida como la Candace Bushnell (Sex and the City) de la era del Messenger, tras su debut con la cínica You Know You Love Me: </span><span>Gossip Girl 1</span><span> (Little Brown & Company, 2001), esta señorita de anteojos y mirada de mala, camina cosechando mejores ventas y críticas con la segunda -</span><span>Gossip Girl 2</span><span> (Little Brown & Company, 2002)- y tercera parte -</span><span>All I Want is Everything: Gossip Girl 3</span><span> (Little Brown & Company, 2003)- de la que ella misma ha llamado "gran saga superficial". Amante de la interactividad, la autora administra en forma paralela el sitio www.gossip-girl.com donde invita a sus lectoras a aportar con ideas e historias para las futuras entregas de esta epopeya de tacos altos y conciertos de Britney Spears.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Siguiendo lo libreteado en su celebrado debut, </span><span>10th Grade</span><span> (Random House, 2003), Joe Weisberg (1979) debería estar en una línea similar a la de Nick McDonell. Comparte con el autor de Twelve el deseo de retratar las formas del adolescente medio en los Estados Unidos de la era Bush hijo. Su historia es frívola, estructurada a modo de serie de televisión, sin personajes principales, construido el todo como un gran y desordenado coro al interior de un colegio de clase media de Chicago. Telón que según su autor le sirve de vehículo perfecto para camuflar una sátira política bastante inteligente. Lo de Weisberg puede apuntarse como un neominimalismo, mezclado con las formas de una serie adolescente del canal Warner a lo "The OC".</span></p>
<p dir="ltr"><span>A sus 33 años Colson Whitehead es uno de los veteranos del grupo. Su aclamado debut </span><span>The</span><span> </span><span>Intuitionist </span><span>(Anchor, 2000) lo levantó como el alumno más aventajado de su clase. Su reconstrucción del género detectivesco a medio camino entre un cuento de Borges y una película de Woody Allen le ha valido ser comparado con el Paul Auster de </span><span>Trilogía de Nueva York</span><span>. Nombrado continuamente entre los mejores autores nuevos, a fines de marzo presentó </span><span>The Colossus of New York: A City in 13 Parts</span><span> (Doubleday, 2003), monumental novela río sobre un Manhattan construido a trazos de pura cultura pop.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Por su edad, Jonathan Lethem (1964) bien podría ser el padre o el tío de Nick McDonell o Christopher Paolini. Su última novela, </span><span>Fortress of Solitute</span><span> (Doubleday, 2003) -que coge su nombre de la mítica fortaleza en el Polo Norte de Superman- sigue las miradas de dos amigos de Brooklyn a través de los últimos 30 años. Las coordenadas de su ruta pasan por la irrupción del punk, del hip hop, de la televisión por cable y la eterna pasión por los cómics de superhéroes.</span></p>
<p dir="ltr"><span>El más prolífico -ha publicado 11 libros desde 1998- de los autodenominados no-muertos ingleses, Steve Aylett (1967) se presenta como una de las apuestas literarias más novedosas venidas de las islas británicas tras Irvine Welsh (</span><span>Trainspotting</span><span>. Anagrama, 1996). Agrupado junto a su socio Jeff Noon (</span><span>La aguja en el surco</span><span>. Mondadori, 2003) en la misión de escribir según la técnica que usa un DJ para armar su set, los libros de Aylett -como </span><span>Automatanza</span><span> (Mondadori, 1999)- son para bailarlos. Lo suyo no son palabras, sino beat escritos, con todo lo bueno y malo que ello acarrea. Es probable que la literatura de Aylett no envejezca bien. Es tan de aquí, tan de ahora que se hace complejo visualizar cómo será leída en una década más, pero esa misma falencia es su mayor encanto.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Con gente como Alex de la Iglesia y Santiago Segura en el cine y Carlos Pacheco en los cómics, España se las ha ingeniado para destacar fuerte al interior de las fronteras de la llamada cultura freak. La televisión, el saber basura y las historietas tienen un lugar privilegiado en su industria artística y la literatura no es la excepción. El catalán Josán Hatero (1970) confiesa su abuso en sacar provecho a la cultura de la hamburguesa, plagando su obra - en la que destaca su volumen de relatos </span><span>Tu parte del trato</span><span> (Debate, 2003)- de referencias a filmes de terror, dibujos animados viejos y el cine de Almodóvar. Pero es él mismo quien se apresura en declarar que en esta intertextualidad, más lejos han llegado sus colegas Javier Calvo (1973) y Eloy Fernández Porta (1974). Con </span><span>El dios reflectante</span><span> (Mondadori, 2003), Javier Calvo reluce como uno de los más originales autores españoles de los últimos años. Traductor, profesor de literatura y guionista ocasional de tiras cómicas, Calvo ha entendido la necesidad de llevar sus historias más allá de los límites geográficos de España. Él mismo lo señaló respecto de su novela, "una historia puede transcurrir en Japón o Australia y ser perfectamente española". Porque así pasa en la notable </span><span>El dios reflectante</span><span>, 368 páginas para un trayecto coral que sigue la vida de un precoz genio japonés, convertido en cineasta de género y de culto que al inicio de su historia se ve de pie ante la disyuntiva de tener que filmar su segunda película y no tener las ganas ni las patas de hacerlo. El escritor usa las referencias y las citas para construir una trama desbordante en originalidad y nuevas formas estéticas. Actores pornos, telépatas lunáticos y monstruos mutantes desfilan por una prosa rica en elementos imaginativos, en extremo contemporánea. En su moral literaria, el escritor asegura no hacer más que hablar de los miedos y violencias cotidianas usando máscaras de monstruos imposibles.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Antologado en colecciones como </span><span>Invasores de Marte</span><span> (Mondadori, 2001), a sus 29 años Eloy Fernández Porta comparte con Javier Calvo -quien además es su especie de padrino literario- la fijación por el lado más bizarro del pop. Su prosa rebosa de citas al cine de horror, la space opera (subgénero de la ciencia ficción poblado de naves espaciales) y anacronismos a lo Julio Verne. El cóctel llega a ser subversivo, pero coherente con su línea e ideología narrativa. El desorden post todo de Fernández Porta lo ha hecho firmar los libros de relatos </span><span>Los minutos de la basura</span><span> (Montesinos, 1997) y el notable </span><span>Caras B: De la música de las esferas</span><span> (Debate, 2001), poblada de cuentos desarmables y ensayos literarios protagonizados por dibujos animados y criaturas imaginarias. No es gratuita la ostentosa adjetivación que lo define como el David Foster Wallace hispano.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Un regreso a la belleza de los escándalos familiares es lo que propone Andrés Barba (1975). </span><span>Ahora tocan música de baile</span><span> (Anagrama, 2004), su tercera novela, le ha valido críticas ensordecedoras en su país, la mayoría seducidos por la limpia belleza de una prosa directa, sin concesiones, concentrada en nada más que contar una buena historia. Crítico de Ray Loriga y otros autores de la Generación X hispana, Barba ha argumentado que el gran pecado de los autores jóvenes españoles es que en su búsqueda de querer ser originales, de desear contar algo totalmente nuevo, se han vuelto predecibles y, lo que es peor, cada vez más lejanos a la ansiada originalidad.</span></p>
<p dir="ltr"><span>A sus 28 años, Marcos Rebollo se detiene en medio de las propuestas de Barba y Calvo. Sus cuentos se concentran en dramas de familia, sobre todo en las relaciones padres e hijos, pero tampoco rehuyen del recetario pop. </span><span>Los hijos del mundo</span><span> (Ediciones del Cobre, 2003) su más reciente novela nos traslada a una anónima ciudad del norte español, en la que un profesor que acaba de ver "Paris Texas" de Win Wenders empieza a alucinar con el fin del mundo mientras en forma paralela su hijo drogadicto busca maneras de acabar con su vida en las calles nocturnas de esa ciudad invisible que parece no estar en ninguna parte.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Es una lástima -y también un hecho detonante- que el representante mexicano en esta lista, Gerardo Sifuentes, de 29 años, hiciera más noticia por un confuso incidente policial que lo puso tras las rejas que por su promisoria carrera literaria. Tras un par de novelas cortas, Sifuentes publicó </span><span>Pilotos infernales</span><span> (Ediciones ViD, 2001), una de las mejores colecciones de relatos de ciencia ficción escritas en nuestro idioma. Quizás porque Sifuentes entendió que a un mundo no industrializado como Latinoamérica nada le es más ajeno que la anticipación científica, que en nuestra geografía no es válido hablar de realidades virtuales ni de avances de última tecnología, pero sí de un post realismo mágico como forma de futuro, los mundos de </span><span>Pilotos infernales</span><span> pasan por un D.F. poblado de pandillas neopunk adoradoras de dioses aztecas, telenovelas de Televisa protagonizadas por actrices operadas cientos de veces con tal de conseguir la juventud eterna y cielos mexicanos donde los Ovnis van y vienen, como manifestaciones de nuevas religiones. Sifuentes es originalidad marginal y atrevida, a medio tiempo en la literatura, dice que prefiere escribir columnas subversivas por Internet. </span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>Una generación (o degeneración) nueva. En el código binario de la era electrónica, quizás cabría llamarla 2.0. o 3.0. Esa es tarea de los relacionadores públicos y la gente de marketing del mundo editorial. </span></p>
<span><span><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>(</span><span>tomado de Revista de Libros, suplemento de El Mercurio)</span></p>
<span><span><br /><br /><br /><br /><br /><br /><br /><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><a href="https://docs.google.com/document/d/1BVSQYC6-4qbmWcrrO0HkqwiC9Oqc8VcxDLyBMorJnQE/edit#bookmark=id.28h4qwu"><span>replay</span><span></span></a><span>expediente polaroid</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>polaroid</span><span> </span></p>
<p dir="ltr"><span>(marca registrada) </span></p>
<p dir="ltr"><span>m. Material plástico transparente que polariza la luz. </span></p>
<p dir="ltr"><span>2 f. Cámara fotográfica de revelado instantáneo.</span></p>
<p dir="ltr"><span>3 m. Grupo literario fundado en La Habana hacia noviembre/2003</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>...hacia 1926, un joven estadounidense llamado Edwin Herbert Land abandonó la universidad y desarrolló un nuevo tipo de polarizador de luz al que llamó </span><span>Polaroid</span><span>.</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>...el Polaroid está formado por cristales de pequeño tamaño incrustados en plástico. Si la luz incidente es no polarizada, el Polaroid absorbe aproximadamente la mitad de la luz. Los reflejos de grandes superficies planas, como un lago o una carretera mojada, están compuestos por luz parcialmente polarizada, y un Polaroid con la orientación adecuada puede absorberlos en más de la mitad. Este es el principio de las gafas o anteojos de sol Polaroid.</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>(la luz polarizada está formada por fotones cuyos vectores de campo eléctrico están alineados en la misma dirección. La luz normal es no polarizada, porque los fotones se emiten de forma aleatoria, mientras que la luz láser es polarizada porque los fotones se emiten coherentemente. Cuando la luz atraviesa un filtro polarizador, el campo eléctrico interactúa más intensamente con las moléculas orientadas en una determinada dirección.)</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>...Edwin Herbert Land regresó a la universidad pero abandonó la carrera en el último año para instalar por su cuenta un Laboratorio junto con otros jóvenes. Años después, este grupo se convirtió en la Corporación Polaroid, que en 1947 introdujo al mercado la cámara fotográfica de </span><span>revelado instantáneo</span><span>.</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>...instantáneas polaroid.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Remember Leonard Shelby. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Más de 50 años después, el protagonista de la película </span><span>Memento</span><span> (2001), de Christopher Nolan, utiliza estas fotos para orientarse en un mundo que sigue fluyendo más allá de su memoria. Cine independiente, le llaman.</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>...</span><span>retinex</span><span>, llamó E.H.Land al sistema formado por la retina y el córtex cerebral. No se ve bien sino con el cerebro, lo esencial es invisible para cualquier órgano de percepción.</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>***</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>(Esbozo contraliterario.)</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>En su </span><span>Historia abreviada de la literatura portátil</span><span>, el barcelonés Enrique Vila-Matas nos habla de una conspiración cuyos miembros (los portátiles) no sabían de qué trataba la conspiración; el concepto central, digamos (la supuesta literatura portátil), era totalmente ignorado por los supuestos conspiradores.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Me viene esto a la cabeza cuando pienso en Espacio Polaroid. Lo demás son recuerdos.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Recuerdo, en una de las tantas rpm, haberle preguntado con cierta preocupación a R: ¿Qué narrar? ¿Y cómo narrarlo? Peor aún: ¿Hay algún signo de vida en el planeta Cuba? ¿Un territorio líquido </span><span>hi-tech</span><span> entre el desierto rocoso y el espejismo? Silencio. R no hizo más que ese gesto tan R de rascarse la nuca (todavía lo hace).</span></p>
<p dir="ltr"><span>También recuerdo: una casa casi sin muebles en Malecón, madrugada de salitre y música y todos en el suelo; la tabla periódica de los elementos químicos; sets abandonados y lecturas: lanzar y lanzar otra vez una red black; un ventilador de luces, un trípode, una cámara digital que filmaba las cosas tal como eran: salteadas y a saltos; una postal con un jerbo; noches Alamar y una noche en Holguín sin agua, sin rock, sin fitzcarraldo; el color de la sangre diluida; la mala traducción de una mala traducción de Stephen King; retórica punk en capsulitas de colores con gafas oscuras; </span><span>pensar que se triunfa vivir de esa ilusión</span><span>; C. Ricci en bata de dormir sosteniendo la sierra eléctrica como quien sostiene un osito de peluche; un cake, un diccionario, un huracán, un partido de fútbol; el eternal sunshine de una spotless mind; un tren larguísimo y dos niñas en el tren viajando solas por la patria; Jay and The Silent Bob; </span><span>down with The Beatles</span><span>; la rana mexicana de mirada fija del sur de Sri Lanka; sueños de tartamudeo brit-brit-brit; sueños terroristas; Dreams of Californication; dioses de neón; la música de una gaitera; </span><span>por favor rebobinar</span><span>; cabinas de radio, Coppelia, parques, flash, flash; un gel de baño ridículo: pure & vegetal; micropolítica & supermercado; un control remoto inservible; el plan para un asesinato mútiple y falaz; splatterpop derretido; fragmentos encontrados en el cine La Rampa; una revista digital (no es ésta); más ojos de fuego verde; otros días de lluvia; colisiones afectivas, efectivas, inefectivas (las hermosas vísceras de Alicia en las paredes y el techo y...); encuentros o despedidas; malos puntos suspensivos... interminable línea de etcéteras.</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>(Nada de esto es literatura.) </span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>JE</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>***</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>Tuvimos un 30 de octubre del 2003, unos quince, mucha música y pocos deseos de bailar.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Sentados en sillones y el mar dándonos en la cara. Por aquí cerca vive César López. ¿Y él que tiene que ver con esto? </span></p>
<p dir="ltr"><span>Nada.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Tuvimos la idea de un espacio para promoción propia y ajena (no Peña, sino Espacio)</span></p>
<p dir="ltr"><span>Tuvimos nombre, y novela, y autor.</span></p>
<p dir="ltr"><span>(…</span><span>una chica con vestido de flores y botas del ejercito, tirándole polaroids a la nada..</span><span>.)</span></p>
<p dir="ltr"><span>Un bronceado de luna, unos ojos de fuego verde, un rayo de luz, adolescentes ladrones de tumbas en estos días de lluvias cuando es de noche en la ciudad.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Tuvimos una mística vestida de negro, y un audio defectuoso (a veces) y deseos de hacer cosas sin saber bien cómo hacerlas.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Tuvimos canciones, y conciertos, y concursos.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Tuvimos giras por Holguín y Matanzas, como rock stars.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Tuvimos ausencia de agua, y suficiencia de gladiolos.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Tuvimos a JAAD, Orlando Luis Pardo, Michel Encinosa, Yordanka Almaguer, Raúl Aguiar, Yoss, Livio Conesa, Luis Eligio Pérez, Adriana Normand, Ahmel Echevarría, Rito Ramón Aroche, Demis Menéndez, Lizabel Mónica como invitados.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Tuvimos tardes de Coppelia, y sesiones de fotografía, y modelos Polaroid.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Tuvimos a Stephen King, Ray Loriga, Douglas Coupland.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Kurt Vonnegut, Philip K. Dick, Paul Auster.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Tuvimos las canciones de los Beatles, Joaquín Sabina, David Bowie.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Las películas de Tim Burton, Woody, Kevin Smith, Quentin Tarantino.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Tuvimos a Adriana y Ariadna, JE, RFI.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Y, por supuesto, también tuvimos un 17 de noviembre del 2004, porque todo lo que empieza tiene que terminar.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Sabíamos que poco a poco a poco nos llegaríamos a aburrir de todo esto y de todo lo demás.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Todo cambia.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Ya deberías de saber eso.</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>RFI</span></p>
<span><span><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><a href="https://docs.google.com/document/d/1BVSQYC6-4qbmWcrrO0HkqwiC9Oqc8VcxDLyBMorJnQE/edit#bookmark=id.28h4qwu"><span>replay</span></a></p>
<span><span><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span></span><span>adriana zamora</span></p>
<p dir="ltr"><span>(habana, 1979)</span></p>
<span><span><br /><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>Ana y los dinosaurios</span></p>
<span><span><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>1</span></p>
<p dir="ltr"><span>Para él abrir los ojos y ver a Ana es lo mismo. Puede verla con los ojos abiertos, con los ojos cerrados, con los ojos en blanco.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Puede verla, eso es lo principal y también es extraño porque Ana es un fantasma. Un fantasma que lo ronda día a día y lo hace recordar. Y él recuerda.</span></p>
<p dir="ltr"><span>–Yo soy Ana – dice ella como si fuera la única en el mundo.</span></p>
<p dir="ltr"><span>–Me llamo Eduardo – responde él, mucho más modesto.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Ella es Ana y va vestida con ropa muy ancha, dentro de una saya donde cabrían tres iguales a ella. Pero no existe nadie igual. Entonces, mientras la mira, le tiende su mano irrepetible una y otra vez hasta confundirlo, hasta hacerle dudar de la realidad. De su realidad.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Eduardo camina por la ciudad y el fantasma va con él. No lo persigue, sólo le hace compañía. Sabe que él la necesita tanto tanto que todo se vuelve trágico de repente, o todo es trágico ya. El no sabe distinguir.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Ella sí que sabía, por eso él le contaba sus sueños.</span></p>
<p dir="ltr"><span>–Tus sueños son de loco – sonreía ella tristemente.</span></p>
<p dir="ltr"><span>–¿Y los tuyos, Ana? ¿Cómo son tus sueños? –piensa él pero no se atreve a preguntar.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Ana no le cuenta, no le dice como son sus sueños. Al menos hasta ahora sólo se limita a observarlo, escuchar sus pocas palabras. Pequeñas frases de quien se siente inútil y poco inteligente.</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>2</span></p>
<p dir="ltr"><span>Sospecho que no sirvo para nada.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Sé mirar por las ventanas en la mañana y ver a la gente vestirse para ir al trabajo. Ver a la esposa-madre-abuela preparar el desayuno de su esposo-hijo-nieto.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Sé escuchar cuando me hablan como la niña Momo, pero los efectos nunca son los mismos.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Sé preparar el café aguado y sacarle pulgas a mi gato. Incluso puedo decir mentiras que nadie cree, sólo yo mismo.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Aprendí a sentarme en un parque y ver la gente caminar. Caminar rápido, despacio, cojeando de una pierna. Soy un maestro en el arte de pasar inadvertido. Puedo convertirme en fantasma y aparecer por las noches en tus sueños, pero sólo en tus sueños, porque debo desaparecer obligatoriamente en la mañana.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Fumo bastante magistralmente, aunque sin hacer aros de humo como los galanes de las películas. También pongo una letra después de otra para formar palabras, una palabra después de otra para formar oraciones. Agrupo oraciones hasta tener párrafos y agrupo párrafos tal como me enseñaron en la escuela.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Sé bañarme en la lluvia, sobre todo cuando la gente anda escondida, guardando su pulcritud bajo techos.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Sé respirar.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Pero de repente he comenzado a sospechar que no sirvo para nada, que de nada vale saber mirar por las ventanas y hacer café aguado. Sobre todo porque a nadie le gusta que lo espíen y a nadie le gusta el café aguado.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Fumar magistralmente entraña con toda seguridad hacer aros de humo como los galanes de las películas. En el mundo de hoy nadie tiene tiempo para sentarse en los parques y el hecho de pasar inadvertido es mal visto, muy mal visto.</span></p>
<p dir="ltr"><span>La gente moderna suele odiar a los fantasmas.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Incluso sospecho que no puedo respirar tan bien como creía.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Cada vez que alguien me pregunta a qué me dedico enmudezco. Todos los alguien esperan que el resto se dedique a algo. Pero no así de simple. Debe ser algo Grande y Glorioso, como construir puentes o inventar vacunas. Absolutamente nadie espera escuchar que sabes mojarte en la lluvia. Un alguien más comprensivo podría darle un poco de importancia al asunto y decir: «¡Oh!, ¡Qué maravillosa ocupación, MUY ÚTIL PARA LA HUMANIDAD!»</span></p>
<p dir="ltr"><span>Pero lo que más me preocupa es que yo mismo parezco encerrado en un circulo vicioso. Cada vez que me pregunto Bueno, y tú, ¿qué haces?, Automáticamente me respondo: Sé mirar por las ventanas en la mañana y ver a la gente…</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>3</span></p>
<p dir="ltr"><span>–Ana, ¿tú eres un fantasma? –pregunta él en el presente pasado.</span></p>
<p dir="ltr"><span>–No, pero pronto lo seré –responde ella y él no sabe cuando se lo dice.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Ana sueña con cosas grandes, tal vez infinitas.</span></p>
<p dir="ltr"><span>–¿Sueñas conmigo? –pregunta Eduardo, el niño que se siente inútil y poco inteligente.</span></p>
<p dir="ltr"><span>–¿Por qué no? –dice ella–. Tú también eres algo grande, tal vez infinito. Pero a la vez eres pequeño, ¿sabes? Nunca supe lo pequeña que puede ser una cosa infinita hasta que soñé con dinosaurios.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Ella sueña con dinosaurios grandes y verdes con patas poderosas y ojos delicados. Los dinosaurios son pesados y ambiguos, como si de repente pudieran echar a volar.</span></p>
<p dir="ltr"><span>«Dinosaurios», piensa él. Pero no puede imaginar cómo serán los sueños de Ana.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Eduardo camina por la ciudad en un tránsito infinito porque no tiene dónde llegar. No tiene un lugar donde quepan él y Ana, que continúa a su lado. La ciudad es un laberinto lleno de encrucijadas y Eduardo se pierde sin lástima porque no tiene otra opción.</span></p>
<p dir="ltr"><span>–¿Tú eres un fantasma? –pregunta Eduardo en el futuro.</span></p>
<p dir="ltr"><span>–Sí –responde ella en el pasado presente.</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>4</span></p>
<p dir="ltr"><span>Hace varios años que estoy muerta. Hormigas y gusanos caminan sobre mis huesos mientras trato de hacerte creer que existo.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Siento que respiro, el aire se cuela por todas mis rendijas. Siento el sol que quema mi cabeza. Siento el agua que de unas manos ensucia y de otras purifica. Siento las hormigas y gusanos que caminan encima de mis huesos.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Tengo miedos, como cualquier persona que sobrevive muerta, y amores, como cualquier muerto que sobrevive. Por las tardes camino sin rumbo hasta cansarme, hasta no sentirme los pies, o hasta sentírmelos. No sé qué busco, pero debe ser la vida. ¿Qué más habría de buscar?</span></p>
<p dir="ltr"><span>Pero soy un cadáver, aunque no quiera saberlo. Soy un cadáver perdido en un rincón lleno de insectos. Hormigas sobre tierra roja. Hormigas que cargan su alimento y se miran unas a otras y respiran. ¿O es que no respiran las hormigas?</span></p>
<p dir="ltr"><span>Tengo preguntas. Muchas preguntas que debo, por fuerza, responderme a mí misma, pues no hay nadie alrededor para hacerlo. Las preguntas, tal vez, se responden por sí solas, como yo armo y desarmo mis huesos húmedos que son mi único entretenimiento.</span></p>
<p dir="ltr"><span>La humedad tiene olor y sabor. El mundo de los muertos es húmedo, y es húmedo el mundo de los vivos.</span></p>
<p dir="ltr"><span>En el mundo de los muertos existen los árboles, el mar y las hormigas. Existe la tierra e incluso los cementerios.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Cuando mueres en el mundo de los muertos vas a otro lugar. Tal vez sea un lugar de paredes blancas con una mesa servida modestamente y una foto sobre el aparador comido de comején. Tal vez allí todo sea increíble y normal. Tal vez allí encuentre la paz que no encontré en dos mundos.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Pero todo no es más que una ilusión, ese lugar no existe. Cuando dejé la vida hallé la misma humedad y todo el silencio. Cuando deje la muerte hallaré sólo habitaciones vacías.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Estar vivo es muy aburrido. Es como levantar granitos de arena, uno a uno, y volverlos a transformar en piedra. Es el juego de nunca acabar, la locura, el hambre. Ya no sé dónde está la diferencia porque hace años que estoy muerta y, la verdad, no estoy muy segura.</span></p>
<span><span><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>5</span></p>
<p dir="ltr"><span>Ana no le teme a la muerte. Nunca la ha temido. Él no entiende cómo y ella no trata de explicarlo. Sonríe y piensa en sus dinosaurios verdes. Sonríe y piensa que tal vez él tenga su hora, su tiempo escondido.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Eduardo se ha convertido en un deshacedor de laberintos, profesión poco honrosa a sus ojos de persona que se siente inútil.</span></p>
<p dir="ltr"><span>–Y tú ¿eres un fantasma? –(no) pregunta ella.</span></p>
<p dir="ltr"><span>–No –(no) responde él rotundamente.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Eduardo espera siempre pero Ana no hace preguntas. Tal vez lo sepa todo, piensa él. Pero ella lo niega por ser imposible.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Ella sigue respondiendo en el futuro, en el pasado presente. Ella siempre allí, esperando ser interrogada, probando a llevar la carga pesada que es sumergirse en ese mundo creado por los dos. Más pesada aún porque uno de los dos es un fantasma.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Eduardo sigue preguntando, pidiendo casi a gritos que lo saquen de su duda en el presente, en el futuro pasado. Es entonces cuando ella se va, se pierde en los laberintos que él ha deshecho. Lo deja solo, completamente solo.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Mientras, él sueña por primera vez con dinosaurios.</span></p>
<span><span><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>***</span></p>
<span><span><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>Cuando es de noche en la ciudad</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>Cuando se pone el sol, detrás de todas las puertas de la ciudad se escuchan jadeos.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Si a esas horas hubiese alguien caminado por la ciudad (digamos un hombre solo) encontraría las calles vacías, sin ningún policía en las esquinas, sin un perro, sin una bicicleta.</span></p>
<p dir="ltr"><span>El hombre solo viviría en un apartamento minúsculo en la parte sur, allí donde el aire es irrespirable por las noches.</span></p>
<p dir="ltr"><span>El apartamento tendría una habitación, un bañito, una cocina de cuatro cuadrículas con hornilla eléctrica. Debajo del lavamanos habría una palangana verde ( de un verde claro y dudoso ). Dentro viviría una jicotea pequeña, para no desentonar con el conjunto.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Una hora después del comienzo de la noche ya el hombre empezaría a sentir la opresión en los pulmones y la jicotea guardaría la cabecita dentro del carapacho echando sólo una burbuja de vez en cuando al exterior.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Los gemidos detrás de la puerta de sus vecinos ( una pareja joven ) acabarían por convencer al hombre de que el aire es irrespirable. Entonces se pondría su chaleco marrón y saldría a caminar.</span></p>
<p dir="ltr"><span>En la calle vacía se siente el ruido del viento moviendo los árboles. Las farolas del alumbrado público apenas trazan espacios de claridad en las esquinas.</span></p>
<p dir="ltr"><span>El hombre cruzaría las calles mirando a los dos lados, cuidándose de un auto que nunca aparece. Caminaría despacio hacia en norte, en busca del mar.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Ni siquiera se escuchan televisores encendidos en la ciudad. Los que trabajan en la televisión están muy ocupados gimiendo tras las puertas de sus casas.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Nada perturbaría la tranquilidad del hombre del chaleco marrón. Los asaltadores nocturnos siempre son atrapados por el río de gemidos y terminan unos con otros abrazados bajo las escaleras de cualquier edificio.</span></p>
<p dir="ltr"><span>De un callejón oscuro salen maullidos de gatos en celo, pero el hombre apenas los escucharía. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Sobre el único banco sano del parque se amontonan las hojas secas. El hombre las apartaría para sentarse.</span></p>
<p dir="ltr"><span>En el edificio vecino una ventana ha quedado abierta. La luz se proyecta sobre la acera, justo frente al banco donde el hombre solitario estaría sentado.</span></p>
<p dir="ltr"><span>En medio de la luz, sombras negras se mueven. Si el hombre se fijara bien distinguiría los torsos, la cabeza y los brazos de los amantes.</span></p>
<p dir="ltr"><span>La cabeza de él se acerca lentamente al pecho femenino, se pierde allí y poco a poco baja, dejando ver la sombra de los pezones. Ella apoya las manos en la cabeza de su amante. Los pezones vuelven a desaparecer tras la sombra de sus brazos. La cabeza del hombre se pierde fuera del cuadro de luz. La sombra de la mujer levanta la barbilla y se pasa la lengua por los labios, una lengua que se vería tal vez grotesca si no fuera sólo una mancha de sombra en el pavimento.</span></p>
<p dir="ltr"><span>El hombre del chaleco marrón trazaría con una ramita seca los contornos de la ventana primero, luego, muy suavemente, los del cuerpo de la mujer.</span></p>
<p dir="ltr"><span>La mujer gime escandalosa cuando la ramita le roza la sombra del pezón. Gime más alto y más seguido. Seguramente sus gemidos terminarán en un grito, pero el hombre no la escucharía, ya se habría levantado del banco y caminaría calle abajo con las manos en los bolsillos del chaleco.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Las hojas secas se amontonan otra vez en el banco.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Cerca del mar hay una casa donde no se escuchan gemidos. La luz del portal está encendida todas las noches, y en un sillón de mimbre se sienta una muchacha. La muchacha teje un abrigo de lana para el invierno que se aproxima y tararea una canción desafinada.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Hasta allí llegaría el hombre solitario y se pararía tras los arbustos de marpacífico para mirarla.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Ella tararea y teje. Mira de vez en cuando a un gato gris que duerme en el cantero de las violetas. Sonríe y lo hace sin saber que está sonriendo para un hombre de chaleco marrón que tal vez la mira detrás de la cerca.</span></p>
<p dir="ltr"><span>El hombre sentiría deseos de hablar con ella, pero sería muy difícil para él perturbar su paz. Y se iría. Regresaría a su casa en la parte sur, pidiendo en silencio que los jadeos de sus vecinos hayan cesado.</span></p>
<p dir="ltr"><span>No notaría siquiera que la ciudad está callada, que la gente ya no gime tras las ventanas.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Llegaría a su casa y, sentado en el baño, esperaría a que su jicotea asomara la cabeza para ver la hoja seca que le trajo de regalo.</span></p>
<span><span><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>***</span></p>
<span><span><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>Lucía o no</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>La muchacha abre los ojos y se encuentra con unas paredes blancas hasta ahora desconocidas. La ventana abierta deja entrar la claridad libremente. Ella se acerca.</span></p>
<p dir="ltr"><span>El resto de las ventanas del edificio están cerradas, menos una, de la que cuelga una sábana. En la sábana se balancea un muchacho delgado. Oscila unos segundos y luego se suelta para caer en el jardín. Ella ve cómo emerge de las flores, acomoda sus huesos salidos de lugar y camina hasta la entrada del edificio.</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>ESCENA RETROSPECTIVA: La niña, de unos tres años, corre por el patio en su triciclo rojo con cabeza de caballo. Se para frente a la puerta de la cocina. La abuela bate unas chirimoyas. La niña se relame, le encantan las chirimoyas. La anciana la mira, sonríe y le alcanza un vaso con el batido espumeando en los bordes.</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>Desde el baño la muchacha observa a una mujer que ha entrado en su habitación. Trae un ramo de flores. Lo coloca en la jarra de cristal verde sobre la mesita de noche.</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>Nadia estuvo está tarde y le trajo un potecito con gelatina verdelimón. La muchacha ríe divertida mirando la montañita dulce que temblequea bajo la cuchara. Mientras ella come, Nadia le acaricia los pies con ternura.</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>ESCENA RETROSPECTIVA: La niña juega en el patio con otro niño más pequeño que ella. Desde la casa se escucha la voz de la abuela, llamándolos. Ellos se esconden. Esperan que la anciana pase por su lado y entonces saltan riendo. La abuela ríe también.</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>Cuando despierta, el sol ya está en el medio del cielo. Se pone las sandalias y sale a caminar. Un adolescente rapado toca una flauta dulce en el balconcito. Una mujer despeinada conversa en los rincones con los fantasmas. Dos jovencitas saludan a la muchacha entre saltos. Ésta sonríe, pero se niega a corretear con ellas.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Otra vez vino a verla la mujer de las flores. La muchacha permite que la peine y le ponga margaritas en la trenza.</span></p>
<p dir="ltr"><span>–Tienes un pelo precioso, me hubiese gustado tenerlo así.</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>ESCENA RETROSPECTIVA: Afuera nieva sobre calles extrañas. Dentro de la habitación la niña sopla las once velitas de su torta de cumpleaños, sonríe con desgana a la cámara que empuña su madre. Luego corta el dulce y pone los platos frente a los muñecos de peluche, sus invitados.</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>La muchacha abre la gaveta de la mesa de noche y saca las tijeras. Se para frente al espejo y toma su trenza con la mano izquierda. Está decidida.</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>ESCENA RETROSPECTIVA: La ventana del baño hace un ruido insoportable. Se abre, se cierra, se abre. Nadia arrastra el cuerpo de la muchacha por el piso dejando manchas de sangre. Murmura: estúpida, estúpida, estúpida.</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>La muchacha espera que apaguen las luces y luego sale al pasillo. Entra en la habitación contigua. En la cama duerme la mujer de las flores.</span></p>
<p dir="ltr"><span>La muchacha saca su tesoro y lo pone al lado de la almohada.</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>ESCENA RETROSPECTIVA: Nadia corta los últimos mechones.</span></p>
<p dir="ltr"><span>–¿Te gusta así?</span></p>
<p dir="ltr"><span>La muchacha sonríe.</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>–El médico dice que aún no puedes irte. Hay cosas que debieras recordar. ¿Es que no te acuerdas del triciclo rojo? ¿Y de la abuela?</span></p>
<p dir="ltr"><span>La muchacha mira al techo, indiferente. Lo recuerda todo, pero no quiere hablar.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Nadia la mira con tristeza y sale a llorar al pasillo.</span></p>
<p dir="ltr"><span>La cabeza roja del caballo hace años se está pudriendo en un patio ajeno.</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>La muchacha se descuelga por la ventana. Mientras oscila siente la brisa nocturna acariciando su nuca, ahora desnuda. Pronto la sábana se suelta y el cuerpo cae ruidosamente al jardín. Es entonces, allí entre las flores, cuando descubre que nunca supo en realidad dónde estaban sus huesos.</span></p>
<span><span><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>***</span></p>
<span><span><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>Lena</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>Lena hablaba conmigo y esta vez, para variar, el tema no era una de sus habituales paranoias adolescentes. Ni siquiera sé de qué hablaba porque no la estaba escuchando. Pero eso no se notaba. Mi vista estuvo todo el tiempo fija en ella. Yo no sé por qué la gente piensa que cuando uno la mira le está prestando atención. Si se hubiese dado cuenta sólo serviría para aumentar aquellas habituales paranoias.</span></p>
<p dir="ltr"><span>En realidad yo la estaba mirando de pies a cabeza porque Lena es linda, lindísima, preciosa.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Por eso, en un impulso incontrolable, la abracé y le di un beso en la boca. Un beso grandote en su boquita linda.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Primero ella se asombró y quedó paralizada. Después empezó a gritarme eres una tortillera cochinapuerca y de nada sirvió que le dijera que es muy linda cuando no está histérica. Lo peor fue después cuando me sonó la tremenda bofetada y desapareció al doblar de la esquina.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Me sentí tan mal que fui a parar en casa de Dani. Siempre que me siento mal aparezco en casa de Dani como por arte de magia.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Le conté a Dani muy coherentemente lo preciosa que es Lena y lo mal que había hecho dejándome plantada en aquella esquina.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Él trató de explicarme algo muy tonto sobre la impresión que debía dar una mujer besando a otra en la boca en pleno 23. Le pregunté a Dani dónde quería que la besara. Tal vez él pensaba que existe otro lugar mejor para que una mujer bese a otra sin que ésta le suene una buena bofetada.</span></p>
<p dir="ltr"><span>No sé por qué cuando dije eso Dani se llevó las manos a la cabeza y respondió algo que tenía que ver con dejarme por incorregible. Yo no entendí mucho, en realidad no entendía casi nada de lo que estaba pasando.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Dani me pregunta por qué no le doy un beso a un hombre y yo le di uno ahí mismo. Un beso grandote en su boquita linda. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Me dijo que yo estaba loca y se fue a orinar. </span></p>
<span><span><br /><br /><br /><br /><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><a href="https://docs.google.com/document/d/1BVSQYC6-4qbmWcrrO0HkqwiC9Oqc8VcxDLyBMorJnQE/edit#bookmark=id.28h4qwu"><span>replay</span><span></span></a><span>jorge enrique lage</span></p>
<p dir="ltr"><span>(habana, 1979)</span></p>
<span><span><br /><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>ilusiones y artefactos</span></p>
<span><span><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>Su nombre era Violeta. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Violeta Venus.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Pero todos le decían </span><span>La Catapulta</span><span>.</span></p>
<p dir="ltr"><span>—¿Por qué? —le pregunté por fin esa noche, en su casa, ella sentada en una cama (su cama) llena de peluches, ella misma un peluche grande con ese abrigo de piel en el que cabía dos veces.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Aproximadamente una hora atrás la había vuelto a ver, después de aproximadamente unas 20 mil horas sin verla, y pensé: Qué flaca se ha puesto, y pensé: No hace tanto frío, y ella –oh, sorpresa– tuvo la inspiración de reconocerme al instante: Se me acercó tambaleando por un pasillo de luz sucia de un lugar llamado La Madriguera, nombre bien puesto. Enredados en una esquina, asexuados y pálidos, dos vampiros se lamían los labios. Había un fondo de rock oscuro. Y en medio de todo aquello sus ojos ojerosos, nublados de azul bajo una lluvia de pelo revuelto y sin lavar, y yo pensando cuánto me gustaría robarle esa imagen tan definitiva y a la vez qué diablos podría hacer con ella –nada, lo juro, no se me ocurrió nada. Cuando la tuve entera frente a mí, le dije: Te pareces a Liv Tyler después de incendiar una farmacia (hubiera bastado Liv Tyler en La Madriguera), y ella sonrisa y alcohol en la voz, de pronto diciéndome: Anda, mi amor, sácame de aquí. </span></p>
<p dir="ltr"><span>—¿Por qué qué? —dijo expulsando las sandalias con un movimiento brusco de ambas piernas que también expulsó mi mirada. Luego se quitó el abrigo inmenso, como una tercera o cuarta piel.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Observé con cierto nerviosismo que las libras que había perdido, ni tantas ni tan importantes, no la hacían menos deseable. Quizás todo lo contrario.</span></p>
<p dir="ltr"><span>El abrigo voló y se hizo un bulto en una esquina del piso. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Yo me senté hecho un bulto en esa misma esquina y precisé la cuestión:</span></p>
<p dir="ltr"><span>—Por qué te dicen así.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Ella miró la tarjetica en mi mano y dijo un </span><span>Aaah</span><span> que era todo un himno al cansancio.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Habíamos caminado mucho, por calles demasiado vacías. Yo al lado de esa imagen que se iba corporeizando poco a poco. Ella mareada y soñolienta, colgada de mi brazo. (En algún momento sentí que era mucho más que una mujer. Junto a mí caminaba la resaca tardía de toda una década, de todo un universo que no volverá a vomitar nunca más.) Hablamos, con mediana coherencia, de un montón de cosas. Todas en pasado. Como el hielo de la madrugada nunca es para tanto, le pregunté y ella dijo: Nunca en mi vida había tenido tanto frío, créeme. Y le creí. Y le hubiera creído cualquier cosa. El abrigo era de piel de oso panda gigante de los bosques de bambú del centro de China. Su casa era un apartamento con vista al mar en uno de los seudorrascacielos del Vedado. Por el momento vivía sola. Me invitó a pasar y yo decliné la invitación enérgicamente. Cuando entramos a su cuarto, de pura adrenalina mis dedos se pegaron a la tarjetica de presentación que reposaba sobre la cómoda. Leí, otra vez, lo que ya tanta gente me había dado a leer:</span></p>
<p dir="ltr"><span>VIOLETA VENUS</span></p>
<p dir="ltr"><a href="mailto:lacatapulta@cubasi.cu"><span>lacatapulta@cubasi.cu</span></a></p>
<p dir="ltr"><span>Si encuentran malo este mundo, deberían ver alguno de los otros.</span></p>
<p dir="ltr"><span>La frase era de Philip K. Dick. No consideré apropiado señalárselo.</span></p>
<p dir="ltr"><span>—Tú no quieres saberlo —dijo a continuación del </span><span>Aaah</span><span>, y al instante estuve de acuerdo con ella. Yo no quería saberlo. Yo no quería saber nada. Pero de alguna forma, no sé cómo, yo siempre termino sabiendo. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Por ejemplo: minutos atrás había escuchado de sus labios (por primera vez de sus labios) la versión oficial de ciertos hechos</span><span>.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Algo sucedido en la prehistoria, aquella psicosis depresiva de los primeros noventa.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Un relato digamos que real, devenido leyenda urbana.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Ella, una amiga gorda, un pintor loco que la volvía loca y era el amante de la amiga gorda y en ocasiones su amante.</span></p>
<p dir="ltr"><span>A partir de ahí todo es confuso, aún en sus labios por primera vez. Hay literatura, fotos pornográficas, decapitaciones. Algo así como una guillotina o artefacto similar que no supe exactamente qué pintaba en todo aquello, de dónde salía, dónde meterlo. En cualquier caso, estaba relacionado con una experiencia terrible para ella. Dijo: Grité todo lo que iba a gritar el resto de mi vida. El pintor se fue a Francia, huyendo de algo que no era la policía. Su firma puede hallarse en las escasas copias digitales de un óleo a medio hacer, donde las manchas simulan con precisión una mujer muñeca inflable. Y todo eso había sucedido justamente ahí abajo, tres pisos </span><span>downstairs</span><span> y otras manchas pero no de pintura, y lo único que faltaba por sugerir era que aquel apartamento recibía visitas regulares de ciertos fantasmas.</span></p>
<p dir="ltr"><span>En fin, una historia completamente idiota.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Solté la tarjeta antes que mis dedos tomaran la decisión de hacerla pedacitos.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Violeta había saltado de la cama, descalza, y ahora registraba dentro de un closet.</span></p>
<p dir="ltr"><span>—Cierra los ojos.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Obedecí. </span></p>
<p dir="ltr"><span>En determinadas circunstancias lo más excitante, lo extraordinario, es </span><span>no ver</span><span> a una mujer desvistiéndose.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Cuando volví a mirar ella estaba acostada, los ojos cerrados, cubierta hasta la barbilla por una colcha espeluznante.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Diáspora de peluches en el suelo:</span></p>
<p dir="ltr"><span>Una pantera rosa.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Un hipopótamo travesti.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Un dinosaurio con la lengua afuera.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Pensé: Tengo que salir de aquí.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Claustrofobia: Ella se ha quedado dormida y yo me he quedado encerrado aquí dentro con ella, qué miedo.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Voz de sonámbula en </span><span>off</span><span>: ¿Me traes un poco de agua?</span></p>
<p dir="ltr"><span>—Hay vasos encima del refrigerador —aclaró.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Sólo que yo no sabía dónde estaba el refrigerador. Anduve por el apartamento encontrando otras cosas, como un libro de poemas escrito con musas que se han movido y cuya dedicatoria leí obsesivamente, tres o cuatro veces seguidas hasta dar con la cocina.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Para Violeta V.,</span></p>
<p dir="ltr"><span>que entiende de estas cosas</span></p>
<p dir="ltr"><span>mucho más</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>Cuando volví al cuarto encontré la cama vacía.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Sin el menor asombro, me dije: Ha desaparecido.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Al fin. Ya era hora. Apago la luz y me voy.</span></p>
<p dir="ltr"><span>—¿Te asustaste? —preguntó, cerrando la puerta detrás de ella—. Estaba en el baño —me quitó el vaso de la mano—. Gracias.</span></p>
<p dir="ltr"><span>El rostro mojado. Un pulóver blanco del Che hasta los muslos. Le miré los muslos y los pies. Temblaba.</span></p>
<p dir="ltr"><span>A la mitad del agua (de pronto deseé con demasiada fuerza verla beber de un biberón) reconoció el libro en mi mano y dijo, con hincapié burlón en las comas:</span></p>
<p dir="ltr"><span>—</span><span>Hay, al sur de la Habana, entre el verdor y el oro, un sitio destinado a los juegos. Es un sitio tranquilo, dicen, muy bueno para las mutaciones...</span></p>
<p dir="ltr"><span>—</span><span>Yo nunca he ido a ese lugar, sólo por temor a no volver</span><span> —atajé de memoria—. Conozco el poema.</span></p>
<p dir="ltr"><span>—Y yo conozco al poeta —terminó de chuparse el agua y me devolvió el biberón—. Una vez estuvo aquí.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Y diciendo eso saltó a la cama. El pulóver decía por atrás: HASTA LA VICTORIA SIEMPRE. Bajo él se reveló un filo de blúmer del color de la pantera.</span></p>
<p dir="ltr"><span>—Apaga la luz y ven —susurró.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Apaga la luz y ven: Aquí debo hacer una pausa.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Para clavar el instante: Ella ya muy lejos, la cabeza cubierta, un bulto bajo la colcha, un cuerpo vencido por el sueño, un sueño vencido por la anarquía.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Yo de pie y de vuelta a la claustrofobia.</span></p>
<p dir="ltr"><span>En una mano el librito de poemas, triste como una bomba desactivada.</span></p>
<p dir="ltr"><span>En la otra, el tete que ella había humedecido con su boca, la huella que dejaron sus labios expertos al acariciar la goma como un pezón.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Solté las dos cosas, pezón y bomba, y me desvestí lentamente.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Mirando por la ventana: la luna, el oleaje, los helicópteros.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Apagué la luz y </span><span>fui</span><span>. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Ella se despertó en cuanto la toqué. Debajo de aquella colcha hacía un calor espeluznante y se lo dije al oído, procurando que sonara lo menos erótico posible.</span></p>
<p dir="ltr"><span>—Pues yo estoy muerta de frío —me recordó.</span></p>
<p dir="ltr"><span>—Tú ya estás muerta de todo —me pasó por la cabeza decirle, pero ella empezó a besarme la boca, manteniéndola ocupada con mil ejercicios hasta que abrió los ojos para mirarme como si me reconociera después de mucho tiempo: expresión idéntica a la de una hora atrás en un pasillo de luz sucia de un lugar llamado La Madriguera.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Entonces preguntó si ya me había contado Aquello. Tres pisos </span><span>downstairs</span><span> pero no, por favor, le pedí. Con una sola vez es suficiente.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Ella hizo una mueca: Se lo cuento a todo el mundo, no lo puedo evitar.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Yo pensé: Estás traumatizada hasta los huesos, se nota.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Y por decir algo, dije: A lo mejor es un peso que no te has logrado quitar de encima.</span></p>
<p dir="ltr"><span>—No, un peso no —dijo—. Quizás un contrapeso. Los pesos van y vienen, los contrapesos son mucho más difíciles de mover. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Era una teoría interesantísima.</span></p>
<p dir="ltr"><span>El cerebro como cajón de falsos equilibrios mecánicos. Nada más.</span></p>
<p dir="ltr"><span>—Disculpa, ¿de dónde sacaste eso?</span></p>
<p dir="ltr"><span>Ni me escuchó. A besarme otra vez. </span></p>
<p dir="ltr"><span>A besarnos más veces. Por todas partes.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Tú no quieres hacerlo, dijo. Pero ya era demasiado tarde para estar de acuerdo con ella.</span></p>
<p dir="ltr"><span>No, yo no quiero hacer nada, dije. Y comencé a desnudarla.</span></p>
<p dir="ltr"><span>El pulóver del Che por el piso. Mis manos atrapadas en el blúmer. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Tú no quieres hacerlo, insistió. Frotándose contra mí como una veinteañera venenosa.</span></p>
<p dir="ltr"><span>No, por supuesto que no quiero. Y acaricié sus nalgas de revista. Y el tatuaje del que ya tanta gente me había hablado: la dobleuve inicial de su nombre: el símbolo de uno de los metales más duros.</span></p>
<p dir="ltr"><span>La penetré. Sentí su apresurada humedad.</span></p>
<p dir="ltr"><span>En algún momento sentí que era mucho más que una mujer.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Debajo de mí se movía una ilusión de todos los sentidos.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Realidad química con uñas largas. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Leyenda convertida en leyenda. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Una especie superior.</span></p>
<p dir="ltr"><span>En plena subida, comenzó a pedirme que terminara. Pero yo quería provocarle (no sé por qué) el orgasmo más estrepitoso de esa hora en el planeta.</span></p>
<p dir="ltr"><span>En plena subida, me decía que no, no, no. No podía. </span><span>Ella</span><span> no podía.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Pero pudo. Claro que pudo. Precisamente por eso es que lo estoy contando.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Dejó escapar fragmentos de voz, arañándome la espalda, sus piernas cerradas sobre mí como una gigantesca tenaza de metal blanco, apretándome, y yo salí disparado dentro de ella, en el vaivén creciente de sus contracciones, y a continuación salí disparado </span><span>fuera de ella</span><span>.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Por los aires.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Literalmente.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Como un proyectil.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Volando.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Fuera de mí.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Hasta caer muy lejos.</span></p>
<p dir="ltr"><span>El impacto, menos mal, fue contra un colchón. Una cama desconocida con una mujer desconocida. Justo debajo de mi cuerpo (me dolía como si tuviera fracturas en lugar de huesos) había una trigueña que se parecía aceptablemente a Liv Tyler. Algo se me deslizó allá dentro, en el cajón del cerebro. Su nombre era Violeta. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Violeta Venus. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Pero todos le decían </span><span>La Catapulta</span><span>. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Me miró unos segundos. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Disfruté unos segundos de su respiración agitada.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Cerró los ojos.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Me pidió que me fuera.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Yo no encontré qué pedir y al levantarme le lancé un vistazo despedida a su cuerpo: Había engordado. No vi el tatuaje al final de su espalda, allí donde debía estar. Ella volvió a cubrirse.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Con una colcha todavía más grande.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Un par de golpes me bastaron para ubicarme en el nuevo cuarto. De cierta forma, todo estaba igual que antes. Hasta mi deseo.</span></p>
<p dir="ltr"><span>No había sucedido NADA.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Y escribiendo como los locos: ¿Cuál deseo?</span></p>
<p dir="ltr"><span>O peor aún: ¿Deseo de qué?</span></p>
<p dir="ltr"><span>Me vestí rápidamente. Mirando por la ventana: el amanecer ya había disuelto la luna. Sustituyendo al mar, qué gran detalle, una planicie fangosa y sin oleaje se extendía hasta más allá del horizonte. En el suelo,</span></p>
<p dir="ltr"><span>(un murciélago bizco)</span></p>
<p dir="ltr"><span>(una conejita con las orejas manchadas de sangre) </span></p>
<p dir="ltr"><span>(un oso panda gigante de los bosques de bambú del centro de China)</span></p>
<p dir="ltr"><span>los peluches tenían ahora el intenso </span><span>look</span><span> de las cosas que te persiguen y pueden matarte.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Y de pronto Violeta, desde su eterna madriguera, con voz de sonámbula: </span></p>
<p dir="ltr"><span>—Perdóname.</span></p>
<p dir="ltr"><span>—No sé de qué estás hablando.</span></p>
<p dir="ltr"><span>—Sí, sí lo sabes.</span></p>
<p dir="ltr"><span>No sé por qué razón en ese momento decidí ocuparme un poco del reguero. Borrar de aquel cuarto toda huella de espectáculo sexual. Acaso porque no quería salir de allí sin la seguridad de sentirla dormida.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Dormida dormida.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Acomodé, mecánicamente, hasta las cosas que nada habían tenido que ver conmigo y que yo ni siquiera recordaba. Como cajas de cigarros y cajas de balas de colores.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Ceniceros.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Pistolas.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Pastillas.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Acomodé su ropa. No estaba aquel pulóver blanco del Che hasta los muslos siempre. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Aunque supongo que eso ya no hay que decirlo.</span></p>
<p dir="ltr"><span>O peor aún: supongo que nunca había estado.</span></p>
<p dir="ltr"><span>W volvió a hablar: Que tuviera mucho cuidado. Que eso-allá-afuera iba a estar lleno de túneles. Muchos túneles. (Tenía razón.) Y seudorrascacielos vacíos, también. Y ruinas bajo helicópteros. Y temperaturas bajo cero. Y que por favor acabara de irme porque si no no iba a poder dormir.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Así que acabé de irme.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Como no sabían cuándo la volverían a ver, al salir mis dedos se pegaron a la tarjeta de presentación con la frase de Philip K. Dick. </span></p>
<p dir="ltr"><span>El lema de un visionario vencido.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Si encuentran malo este mundo</span><span>…</span></p>
<p dir="ltr"><span>Mientras caminaba hacia la planicie fangosa y sin oleaje, pensé varias veces: ¿Cuál mundo?, y pensé por última vez: Qué remedio, tengo que hablarle de ella a alguien. Tengo que hablarle de esto a alguien.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Porque a alguien tengo que encontrar en esto-aquí-afuera. </span></p>
<p dir="ltr"><span>¿O no?</span></p>
<span><span><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>***</span></p>
<span><span><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>laura llama desde manhattan</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>THIS IS NOT AN EXIT</span></p>
<p dir="ltr"><span>Bret Easton Ellis </span></p>
<p dir="ltr"><span>(American Psycho)</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>Laura llama desde Manhattan y me dice que lo siente. A ella nunca le pasó por la cabeza llegar tan lejos. Yo le pregunto qué quiere decir con </span><span>lejos</span><span>, dónde (y cuándo) estableció el maldito punto de referencia. Laura respira hondo, me repite que lo siente, ¿la iba a perdonar, sí o no? Yo abro el cuaderno de nuestra vieja historieta: adentro está la foto que me mandó. Le digo que quedó de lo más bien, con ese fondo de rascacielos fantasmas y acariciando a una bestiecilla peluda del Central Park, indudablemente un canguro, ¿no es cierto? Laura hace silencio, me pregunta de qué demonios estoy hablando. </span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>La situación era ésta: </span></p>
<p dir="ltr"><span>Un cartel hasta la avenida 26 que decía cerrado closed pero ella, de todas formas, quería entrar:</span></p>
<p dir="ltr"><span>—Saltemos la cerca —dijo.</span></p>
<p dir="ltr"><span>—¿Saltemos? —dije.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Después de mucho trabajo no logré convencerla de que no me iba a convencer. Rendido, la escuché fabular:</span></p>
<p dir="ltr"><span>—Tú verás cómo nos vamos a divertir allá adentro —con un guiño de ojo que prometía.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Y efectivamente, nos divertimos mucho.</span></p>
<p dir="ltr"><span>(¿Qué entienden ustedes por diversión?)</span></p>
<p dir="ltr"><span>Saltamos adentro muertos de la risa. La cerca no estaba lo suficientemente electrificada ni era lo suficientemente alta como para matarnos.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Ella quería ver los lemmings. Yo, en el papel de guía, le dije que no teníamos lemmings.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Ella me preguntó si sabía que los lemmings se suicidaban en masa. Yo le dije que los lemmings no son ninguna secta religiosa, sencillamente se ahogan por no saber la diferencia que hay entre el mar y un lago cualquiera.</span></p>
<p dir="ltr"><span>En esas y otras divagaciones similares llegamos al foso de los leones. Anochecía.</span></p>
<p dir="ltr"><span>—¿Qué es eso? —preguntó ella, señalando un bulto más o menos deforme tirado en el suelo. Inmediatamente después soltó un grito.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Nos acercamos hasta confirmar que era…</span></p>
<p dir="ltr"><span>Pues sí, un niña descuartizada.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Le calculé unos cinco, seis años. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Le faltaba un brazo. Las piernas eran dos muñoncitos secos. El vestido, cuya tela exhibía señales de zarpazos rojos, no alcanzaba a cubrir una costillita por aquí, una tripita por allá. Conectada al cuerpo por breves tiras de músculo, la cabeza (abiertos en susto los ojos azules, trenzas rubias) era el detalle más perturbador.</span></p>
<p dir="ltr"><span>—Tiene cara de llamarse Alicia —observé.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Ninguna de las dos dijo nada.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Se oyó un rugido. Y otro.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Hasta ese momento no se me había ocurrido relacionar el hallazgo con los inquilinos del foso. </span></p>
<p dir="ltr"><span>—Fueron ellos —señalé.</span></p>
<p dir="ltr"><span>—Hay una reja por el medio. ¿No te has dado cuenta?</span></p>
<p dir="ltr"><span>Su voz estaba representando el descuartizamiento. Con las cuerdas vocales.</span></p>
<p dir="ltr"><span>—A lo mejor es que estuvo adentro, jugando al safari.</span></p>
<p dir="ltr"><span>—¿Y por qué ahora está afuera? ¿Quién la sacó?</span></p>
<p dir="ltr"><span>Le pedí que visualizara a los leones (algún tipo de huelga) arrojando con un movimiento poderoso de la cabeza, estilo reyes de África, sus sobras por encima de la reja.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Bastante alta, por cierto.</span></p>
<p dir="ltr"><span>—Absurdo. Nadie puede entrar ahí. Y mucho menos los niños.</span></p>
<p dir="ltr"><span>—¿Absurdo? ¿Estás segura?</span></p>
<p dir="ltr"><span>No, claro que no lo estaba. Yo descubrí que ya era tarde, ya me era imposible parar y me escuché decirle que, </span><span>sin duda alguna</span><span>, Alicia no entró sola: los ogros cuidadores del foso la acompañaron para luego dejarla adentro.</span></p>
<p dir="ltr"><span>—¿Pero a quién se le ocurre darle niñas a los leones?</span></p>
<p dir="ltr"><span>Argumenté que los leones tenían que comer </span><span>algo</span><span>.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Se oyó un tercer rugido, más lejano, que podía provenir de casi cualquier animal. Entonces ella, en un ejercicio de frialdad desafiante, dijo que </span><span>había que devolver</span><span> la niña al lado de allá. Para que se la terminaran. </span></p>
<p dir="ltr"><span>—Aquí no se puede quedar —me miró.</span></p>
<p dir="ltr"><span>—Aquí no se puede quedar —repetí, tratando de leer su mirada, repitiéndome que algo andaba definitivamente mal entre nosotros, todo intento de lectura era de antemano un intento equivocado y aquello parecía no tener remedio. </span></p>
<p dir="ltr"><span> Levanté el cuerpo por el bracito y éste se desprendió. Escuché el sobresalto de mi supervisora y el golpe seco del cráneo contra el suelo. Simultáneamente. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Arrojé el bracito al foso sin mayores dificultades. Ahora no tenía por dónde agarrar firme. Alcé a la niña por los muñones y de pronto la niña no pesaba, como si estuviera vacía por dentro. Como si fuera una muñeca de plástico roto.</span></p>
<p dir="ltr"><span>—Ten cuidado.</span></p>
<p dir="ltr"><span>—Descuida, no te la voy a tirar arriba. </span></p>
<p dir="ltr"><span>No, aquello ya no tenía remedio, créanme. Éramos dos soledades de plástico cada vez más duro.</span></p>
<p dir="ltr"><span>O sea: cada vez más mutante. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Ejecuté un par de giros impulsores, estilo lanzamiento del martillo, y solté el cuerpo al aire.</span></p>
<p dir="ltr"><span>La cabeza se desprendió, pero para entonces ya se había elevado a una altura más o menos correcta.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Ambas piezas se estrellaron al otro lado de la reja, rodando sobre las piedras.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Los leones no se movieron.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Me di la vuelta y la miré: tensa belleza, sonrisa tensa, aplausos sin especial energía. Era el fin. Dije:</span></p>
<p dir="ltr"><span>—Bienvenida al zoológico de las maravillas.</span></p>
<p dir="ltr"><span>—Yo no me llamo Alicia, corazón —y vino hasta mí despacio, como calculando demorar el abrazo que iba a darme.</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>Laura llama desde Manhattan y me dice que ha visto, de lejos, a Bret Easton Ellis. Lucía viejo, me dice. Muy viejo. Se veía </span><span>cansado</span><span>. Releo al psicópata de hace unos veinte años: «La de cosas que podría hacerle a esta chica con un martillo, las palabras que podría grabarle en el cuerpo con un punzón para el hielo.» Nunca fuiste un chico malo de verdad, pienso. Siempre fuiste un escritor.</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>Le recordé: Tenemos una conversación pendiente. No lo olvides.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Ella asintió: Pero ahora no, por favor. Más tarde. Antes de irnos.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Pasamos jaulas, quioscos, se encendieron las farolas. Los grillos.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Postes con flechas con dibujos de animales. Hechos por animales. Por todas partes el bombardeo de información: Nombre común, Nombre científico, Lugar de procedencia y Currículum.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Ella y yo éramos lo más parecido a una especie superior en un radio de quinientos metros. </span></p>
<p dir="ltr"><span>(Dentro de muy poco nos daríamos cuenta de que no estábamos solos.)</span></p>
<p dir="ltr"><span>Ella quería ir al pabellón de las aves. Yo le dije que no soportaba más de dos o tres minutos el zumbido de los pájaros electroacústicos.</span></p>
<p dir="ltr"><span>—A esta hora deben estar dormidos.</span></p>
<p dir="ltr"><span>—Dormidos también zumban, lo que menos.</span></p>
<p dir="ltr"><span>—Nené, ¿por qué eres tan neurótico?</span></p>
<p dir="ltr"><span>—No lo soy. No sé por qué la gente la tiene cogida con eso.</span></p>
<p dir="ltr"><span>—Silencio —ordenó de pronto, en voz baja—. ¡Mira!</span></p>
<p dir="ltr"><span>Sí, ya lo había visto: una figura gruesa a la que le costaba trabajo caminar hacia nosotros. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Un borracho en el lugar equivocado, comentó ella. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Un extraterrestre en el lugar inevitable, pensé yo.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Era las dos cosas. </span></p>
<p dir="ltr"><span>—Buenas noches —pronunciar no era su fuerte—. Encantado de conocerlos —alzó una botella de agua mineral—. ¿Quieren un trago?</span></p>
<p dir="ltr"><span>Ella aceptó. Se empinó la botella y yo deseé estar dentro de una de esas burbujitas que surfeaban los pliegues de su lengua y bajaban por su esófago hacia otras profundidades.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Los intestinos, la sangre. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Con un poco de suerte: su corazón.</span></p>
<p dir="ltr"><span>—Mi nombre es Bruce. Soy del planeta Arachnoid. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Lo miré sonriendo. Usaba una especie de traje de buzo, plateado. Sin motivo natural, de pronto perdió el equilibrio y cayó al suelo, con un ruido como el que haría una babosa gigante al caer.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Mientras lo ayudábamos a levantarse, siguió: Vamos a invadir dentro de muy poco. Mi misión consiste en recoger la mayor cantidad de datos que puedan sernos útiles en la conquista y colonización de la Tierra.</span></p>
<p dir="ltr"><span>—No estás en el mejor lugar para hacer tu trabajo —dije.</span></p>
<p dir="ltr"><span>—¿Cuándo sería </span><span>dentro de muy poco</span><span>? —indagó ella. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Según nuestro cómputo temporal, venía siendo más o menos en el siglo XXIV. Todo un asunto bien planeado, qué nos creíamos (puro tópico, hay que creérselo). Por supuesto, él no era el único explorador, estamos hablando de muchos extraterrestres encubiertos, infiltrados, caminando por ahí como si tal cosa (lo cual no era ninguna noticia). Por el momento, a manera de ensayo, habrá líneas de fuga fractal y pequeños terremotos (no nos explicó qué era una «línea de fuga fractal» ni qué podía ensayarse con un terremoto). Ah, y nosotros no imaginábamos cuánto le gustaba el sabor del </span><span>líquido</span><span>, le hacía sentir en otra galaxia (de hecho, estaba en otra galaxia).</span></p>
<p dir="ltr"><span>Otro picotazo a la botella de agua mineral.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Otro tambaleo que no terminó en el piso porque intervinimos.</span></p>
<p dir="ltr"><span>De pronto éramos grandes compañeros de juerga o algo así. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Él preguntó por dónde se salía del zoológico.</span></p>
<p dir="ltr"><span>(¿Alguna vez han preguntado ustedes por una salida?)</span></p>
<p dir="ltr"><span>Yo le dije que, una vez adentro, ya no había forma de salir.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Ella, amorosa con todos, vengan del planeta que vengan, le indicó el camino hacia una cerca o muro que de todas formas él no iba a poder saltar.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Cuando Bruce se fue, me dijo: Siglo XXIV, ¿te das cuenta? Hay tiempo de sobra para conversaciones pendientes. Y para muchas otras cosas...</span></p>
<p dir="ltr"><span>Sonrió. Sonreí. Le acaricié una mejilla iluminada por la linterna llena de la luna.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Había una linterna en el suelo. Nos besamos. Igual podíamos prescindir de ese beso.</span></p>
<p dir="ltr"><span>La linterna, dejada por Bruce al caer, estaba al lado de una zona de humedad pegajosa, también dejada por Bruce al caer. La recogimos. Nos serviría para iluminar las caras emplumadas de los habitantes del pabellón.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Papagayos. Gavilanes. Buitres. Rapaces con alzheimer. Cacatúas que parecían barcos de vela naufragados. Y el chorro de luz de la linterna de pronto adquirió una consistencia cegadora.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Los alambres metálicos retrocedieron a la nada. En la reja iluminada circularmente se abrió un hueco circular. Apagué.</span></p>
<p dir="ltr"><span>—¿Qué hiciste? —casi gritó ella.</span></p>
<p dir="ltr"><span>—Nada. Mover el interruptor de esta mierda para ver si alumbraba más.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Entonces, sonando y volando a todo volumen, la jauría de pájaros electroacústicos escapó por el hueco de la jaula.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Ella y yo los vimos separarse en el cielo, contra la luna, trazando líneas entre las estrellas.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Ella tapándome los oídos y yo mirando el cielo, la luna y las estrellas con la preocupación de quien ve libres, en fuga, las líneas de su propia neurosis.</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>Laura llama desde Manhattan y me dice que un terremoto local ha tirado al mar la Estatua de la Libertad. Habla como si hubiera acabado de ocurrir al lado de ella, como si aún tuviera el corazón húmedo de adrenalina y el vestido salpicado de agua. Puedo contar las gotas de felicidad en su voz, como si no tuviera otra persona con quien compartir esa afición tan suya a ver caer las estatuas, como si por fin se hubiera decidido a salvar algo de nosotros: tal vez nuestra afición a ver caer las estatuas, no importa de quiénes sean ni quiénes las levanten.</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>Seguimos divagando: </span></p>
<p dir="ltr"><span>Porque resulta que no eran sólo los lemmings, esa partida de locos raros. Otros roedores habían sido convenientemente excluidos: </span></p>
<p dir="ltr"><span>Los conejos, porque no hay que exhibir a los destinados a ser comida, carne, proveedores de órganos para estudiantes asqueados. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Las ardillas, porque allí en los árboles, bien controladitas, cumplían mejor su función de distraer a los niños y a las niñas, algunos de ellos también asqueados. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Y sobre todo, las ratas, por el delito mayor de ser ratas, esos bichos periféricos y fuera de control, casi tan resistentes como las cucarachas.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Ah no, claro, ningún insecto. Nada de insectos. Y mucho menos las cucarachas.</span></p>
<p dir="ltr"><span>¿No era ese lugar una violencia? ¿Un intento de mostrar la fauna que no es?</span></p>
<p dir="ltr"><span>—No le des más vueltas, mi amor —me interrumpió ella—. Eso ya no es el zoológico, es </span><span>todo</span><span>. En todas partes es lo mismo.</span></p>
<p dir="ltr"><span>—Ese es el problema. No puede ser lo mismo en todas partes.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Etcétera. Agotada su lista de cosas interesantes que había que ver allí dentro, nos quedaban esos pasatiempos en voz alta.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Interpretar en la oscuridad.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Caminar en la oscuridad.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Demorar el otro</span><span> </span><span>diálogo, el que podía ser el último.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Entonces apareció otro alguien delante de nosotros: una silueta inmóvil se recortó bajo la luz mal combinada de un farol y la luna.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Al acercarnos, vimos lo que podía interpretarse como una mujer.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Con voz profunda, sin disimulo masculina: </span></p>
<p dir="ltr"><span>—Buenas noches. ¿Paseando? ¿Una nochecita romántica?</span></p>
<p dir="ltr"><span>—Ah, sí —le dije—, muy romántica —conteniendo las ganas de explorarle la cara con la linterna (supuse que bastaría el dedo mal puesto para pulverizarle las facciones) y volviendo la vista a mi compañera de paseo. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Ella le sonrió a ella. O a él, porque de mujer-mujer sólo tenía algo de maquillaje y la ropa: un vestido elegante, largo y sin mangas.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Un cuaderno en el brazo de vellos y músculos bien dibujados. Un lápiz entre los dedos de uñas bien pintadas. Nos dijo que era dibujante. Y pintora. Su nombre era Sandra. Mucho gusto.</span></p>
<p dir="ltr"><span>—Ahora mismo iba a tomar unos bocetos de los monos —explicó, y los monos se pegaron a sus barrotes para vernos mejor, hacer mejores bocetos de nosotros.</span></p>
<p dir="ltr"><span>—Qué fácil perderse a estas horas por aquí, ¿verdad? —dijo cuando ya todo indicaba que iniciaríamos una larga conversación con un ser terrícola.</span></p>
<p dir="ltr"><span>—Me gustaría dibujarte —confesó después (y por supuesto que no se refería a mí), al final de esa larga conversación donde supimos de sus viajes por el planeta Tierra: Sandra hablando de países y lugares, Europa, Asia, aguas y desiertos, y ella confrontando su lista de cosas interesantes que había que ver </span><span>allá-afuera</span><span>, quiero decir, mucho más afuera del zoológico aunque en todas partes sea lo mismo.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Al final de una conversación que bordeó el coqueteo: Sandra recorriendo con miradas furtivas cada curva de ella, hasta las curvas menos peligrosas, al tiempo que disfrazaba palabras de elogio a su belleza, muy merecidas por cierto, y yo escuchando y observando de lo más callado y divertido. No tenía la menor idea de cómo reaccionar.</span></p>
<p dir="ltr"><span>—¿Dibujarme? ¿Ahora?</span></p>
<p dir="ltr"><span>—Sí. Pero desnuda.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Ella se pusa seria. Yo me puse serio.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Sandra también se puso serio. Dijo:</span></p>
<p dir="ltr"><span>—Soy una artista profesional. ¿No se nota?</span></p>
<p dir="ltr"><span>Ella me miró. Él me miró. Yo las miré a las dos.</span></p>
<p dir="ltr"><span>No dije nada porque comprendí que esperaban que yo dijera algo.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Me limité a reponer la sonrisa. A sostener la ropa que ella me daba a medida que se la iba quitando.</span></p>
<p dir="ltr"><span>La blusa, los jeans, etcétera y etcétera. Todo.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Sandra sugirió una postura y empezó a dibujar. Muy rápido.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Los monos empezaron a masturbarse. Un poco más lentos. </span></p>
<p dir="ltr"><span>El lápiz de Sandra pasó de la velocidad a la violencia. Las páginas del cuaderno pasaron a llenarse a un ritmo increíble.</span></p>
<p dir="ltr"><span>(El ritmo impuesto por una desnudez increíble.)</span></p>
<p dir="ltr"><span>Otra página. Y otra. Y otra más. ¿Con qué demonios las estaba llenando Sandra? ¿Cuántos miles de desnudos se proponía hacer?</span></p>
<p dir="ltr"><span>Distintas variaciones en la postura de la modelo. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Perfecta blanquísima la piel en la luna.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Hacia el final de la sesión ya casi todos los monos habían eyaculado.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Sandra botó el mocho de lápiz. Vino hasta mí y me dio el cuaderno y me miró filosóficamente.</span></p>
<p dir="ltr"><span>—Yo también fui deleuziano —dijo.</span></p>
<p dir="ltr"><span>(¿Ustedes me pueden explicar qué significa eso?)</span></p>
<p dir="ltr"><span>—Deleuziana —le rectifiqué de todas formas.</span></p>
<p dir="ltr"><span>—Da igual como lo digas —sonrió—. No vas a cambiar nada.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Unos minutos después estábamos sentados. Sandra ya se había ido. Yo hojeaba el cuaderno. Ella, recién vestida y al parecer molesta, le tiraba cosas a los monos (los monos también le tiraban cosas a ella). Los dibujos de Sandra, mala sorpresa, no eran desnudos a lápiz sino viñetas de cómic: una historieta furiosa que ocupaba casi todas las páginas en blanco. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Ella preguntó: </span></p>
<p dir="ltr"><span>—¿Qué harías tú si yo me fuera?</span></p>
<p dir="ltr"><span>—¿Si te fueras adónde?</span></p>
<p dir="ltr"><span>—No sé. Lejos. A Nueva York. Siempre he querido ir a Nueva York.</span></p>
<p dir="ltr"><span>—Me entero ahora.</span></p>
<p dir="ltr"><span>—Dime, ¿Qué harías?</span></p>
<p dir="ltr"><span>—Nada —le dije—. No haría absolutamente nada.</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>Laura llama desde Manhattan y me dice que en una boutique de la Torre Eiffel subastaron las cenizas de Paris Hilton. Que por alguna razón la Muralla China ya no está en China (</span><span>y tú sabes bien dónde está</span><span>, me dice). Que en cierta aldea escondida del Himalaya habló de Literatura Y con el Yeti. Que las cataratas del Niágara son mucho ruido y poca agua, lo más lindo son los suicidas plateados en traje de buzo. Que ha tenido sexo de casi todos los colores en casi todos los hoteles de Venecia. Que dentro de una de las pirámides de Egipto perdió la linterna del extraterrestre y un rato después, al salir, se dio cuenta de que estaba llorando. </span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>—¿Te excitaste allí, mientras él me dibujaba? </span></p>
<p dir="ltr"><span>Llegó un momento en que estábamos, literalmente, perdidos.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Perdidos en el zoológico, quiero decir.</span></p>
<p dir="ltr"><span>O a causa del zoológico.</span></p>
<p dir="ltr"><span>—¿Todavía te excita verme desnuda?</span></p>
<p dir="ltr"><span>Ella conocía las respuestas (No a la primera y doble Sí a la segunda: vestida también), de modo que no hice caso a las preguntas. Dejé que me acariciara una dudosa erección.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Aparentemente, el cómic trataba sobre nosotros. Al principio se movía en la cuerda erótica soft pero después comenzaban a entrar y salir dibujitos extraños, monstruos de marca mutante, caracteres y personajes ilegibles. El guión se enroscaba frenético. Ella había opinado que era algo así como una «historieta del absurdo fractal en clave ciencia-ficción y terror pulp». Dios mío.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Pero qué va: escapaba de todo eso.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Escapaba, creo, hasta de sí mismo.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Y por supuesto, no había ningún final. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Ahora nos besábamos. Habíamos dejado de caminar y nos besábamos casi con rabia.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Le toqué los senos bajo la blusa, metí las dos manos y le acaricié las nalgas y el sexo bajo el blúmer.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Ella hizo cosas parecidas conmigo. Siempre ganaba.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Era muy hábil, muy precisa. Antes de darme cuenta ya correteaban por delante de mis ojos los especímenes de la peor fauna lasciva. Cada vez más rápido. Atropellándose. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Sus manos contuvieron el chorrazo de semen.</span></p>
<p dir="ltr"><span>—Dame el pañuelo —pidió.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Se lo di. Se limpió. Luego dijo:</span></p>
<p dir="ltr"><span>—Me vas a hacer un último favor, ¿verdad? —y enganchó un gesto a la cerca más próxima, tras la cual dormitaban dos canguros: uno grande y uno pequeño. Madre e hijo, supuse. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Lo que no supuse fue lo que ella tenía en mente. Me lo hizo saber. </span></p>
<p dir="ltr"><span>—¿Estás loca? —dije—. Yo no me voy a robar ningún marsupial. Ni siquiera sabía que estaban aquí... A propósito, ¿dónde coño estamos?</span></p>
<p dir="ltr"><span>Aquello se me pareció de repente a un cuento de pésima antología de jóvenes caníbales italianos. Ya no tan jóvenes y nunca tan caníbales.</span></p>
<p dir="ltr"><span>—Oye, yo acabo de tener un detalle contigo. ¿Qué te cuesta traerme el cangurito?</span></p>
<p dir="ltr"><span>—¿Pero qué razonamiento es ese? —exploté—. Me haces un paja y tengo que traerte un canguro. ¿Si lo hubiéramos hecho que te tengo que traer? ¿El mamut?</span></p>
<p dir="ltr"><span>—Nunca lo hubiéramos hecho —se puso seria—. No aquí dentro. Y tú lo sabes.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Nos miramos largamente. De pronto no estuve seguro del significado de ese </span><span>aquí-dentro</span><span>, su verdadero alcance. De pronto no estuve seguro de ningún significado. Entonces, ¿para qué seguir? ¿Y por qué no seguir?</span></p>
<p dir="ltr"><span>Le di la espalda y me encaminé hacia la jaula.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Trabé las manos en la reja. Subí. Nada más fácil.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Ella repetía: Ten cuidado, Ten cuidado, Ten cuidado.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Yo pensé: No importa. Estoy acostumbrado a caerme. Y tú lo sabes.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Caí adentro de un salto. Mamá canguro no se dio por enterada.</span></p>
<p dir="ltr"><span>El cangurito dormía a unos pasos de la bolsa de mamá. Alrededor todo era piel amarilla de hierba muerta, con pústulas de tierra. Me acerqué con estilo.</span></p>
<p dir="ltr"><span>El cangurito no protestó, no abrió los ojos. Ni falta que hacía. Ya yo lo estaba cargando y me retiraba a pasos inaudibles.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Ella me animaba desde afuera con gestos también inaudibles.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Ella, de pronto, dio una altísima voz de alarma. Paralizado, me volví para ver cómo la canguro terminaba de despertarse. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Era grande. </span><span>Muy</span><span> grande. Me miró sin el menor asomo de comprensión o simpatía. Demasiado instinto maternal a la vista. </span></p>
<p dir="ltr"><span>—Buenas noches —le dije, pensando que no valía la pena correr: un salto suyo cubriría cualquier distancia.</span></p>
<p dir="ltr"><span>—CORRE CORRE —me gritaban desde el otro lado, y ni siquiera me pasó por la cabeza negociar el cangurito: sin dejar de mirar a su madre, inicié una lenta marcha atrás.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Error al cuadrado.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Esquivé el ataque rodando por el suelo. </span></p>
<p dir="ltr"><span>La bestiecilla peluda se escurrió de mis brazos. </span></p>
<p dir="ltr"><span>—SAL DE AHÍ.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Qué fácil se dice. Me levanté vestido de polvo y sin tiempo para pensar. La canguro volvió a embestirme. Me libré con un modesto saltico hacia un lado. Corrí.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Alcancé la cerca.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Ella golpeaba la cerca y mis dedos.</span></p>
<p dir="ltr"><span>—SUBE SUBE SUBE.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Sí, comenzar a trepar. Pero había un detalle: antes de que pasara un segundo mi espalda indefensa iba a recibir un buen trastazo, quizás un mordisco. Me di la vuelta.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Esquivé de nuevo. Cuando la canguro pateó la cerca, mi espectadora soltó un grito que debió haberse oído en otro planeta. </span></p>
<p dir="ltr"><span>En Arachnoid, probablemente.</span></p>
<p dir="ltr"><span>El cangurito asomó la cabeza. El hecho de que ya se hubiera metido en la bolsa no suponía el fin de las hostilidades.</span></p>
<p dir="ltr"><span>—NO TE QUEDES PARADO.</span></p>
<p dir="ltr"><span>En algún momento pensé, casi indiferente, que aquella basura podía volverse eterna.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Saltar hacia aquí o hacia allá. Frecuentar el suelo. Escurrirme. Recibir coletazos. Correr. Correr en vano. </span></p>
<p dir="ltr"><span>—TRATA DE SUBIR </span><span>AHORA</span><span>.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Pensé que no conocía ni había conocido nunca a esa mujer que gritaba y corría (también en vano) del otro lado de la reja. Pensé que los canguros son como jerbos gigantes. Que los jerbos eran otros roedores excluidos. Que un amigo dijo una vez que los jerbos son rizomas. Y que nunca me interesó saber qué carajo eran los rizomas. ¿A alguien le interesa?</span></p>
<p dir="ltr"><span>(¿Ustedes se consideran una especie superior?)</span></p>
<p dir="ltr"><span>Aquí la especie superior soy yo, me dije, esto se tiene que acabar, y en ese momento vi a la infatigable canguro detenida, estirando las patas delanteras, poniéndose un par de guantes de boxeo color rojo chillón. Muchos años de dibujos animados detrás de ese gesto. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Volvió a saltarme arriba. Recogí del suelo un puñado de tierra y se lo lancé a los ojos. Luego, me lancé a escalar la reja. Dio resultado.</span></p>
<p dir="ltr"><span>El cangurito gritándome insultos en un inglés de bolsa mientras la madre dejaba sus ojos en los guantes de tanto frotar. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Afuera me recibieron los ojos de ella. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Sus ojos cargados. Quizás de angustia.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Quizás de sueño.</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>Laura llama desde Manhattan y me dice que ha despertado con ganas de verme. Yo le digo que es probable que no haya despertado todavía. Después soy yo el que despierto.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Desayuno imágenes, fragmentos encontrados. Laura en pedazos mordidos y dispersos, la huella de mis dientes, Laura collage, Laura lejos.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Laura fantasma entre rascacielos. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Me enjuago la cara y el sueño y trato de mirarme en el espejo pero el espejo está defectuoso. Froto el cristal. Nada. Sigue empañado. Vuelvo a frotar y de pronto descubro que en realidad no tengo ganas de verla, y me digo: No, tú no tienes ganas de verla a ella.</span></p>
<p dir="ltr"><span>(Ha pasado tiempo.)</span></p>
<p dir="ltr"><span>Tú tienes ganas de </span><span>verte</span><span> en ella. </span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>Empecé a hablar:</span></p>
<p dir="ltr"><span>Empecé a hablar del fin:</span></p>
<p dir="ltr"><span>Empecé (ya era hora) a ponerle fin a esta historia:</span></p>
<p dir="ltr"><span>—Pero por favor, obviemos las últimas viñetas, no es porque </span><span>algo</span><span> acaba de suceder en esa jaula, no tiene nada que ver con esto, mira —le enseñé moretones, sucios arañazos, la sangre de mis manos—. Es un asunto viejo y lo sabes. Ya no tiene remedio y lo sabes.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Ella asintió:</span></p>
<p dir="ltr"><span>—Tampoco hay que estar buscándole remedio a todo. Es ridículo.</span></p>
<p dir="ltr"><span>—Bueno —respiré—, pues ya va siendo hora de salir de aquí, ¿no te parece?</span></p>
<p dir="ltr"><span>—Me voy a ir yo sola. Pero antes quiero que me digas...</span></p>
<p dir="ltr"><span>Puntos suspensivos: quería que le dijera lo que pensaba escribir. Quería saber si yo iba a escribir sobre ella. Si alguna vez había pensado escribir algo sobre ella. Qué cosas había pensado y cuándo y hasta dónde sería yo capaz de llegar. Todos los borradores pasados en limpio dentro de mi cabeza. </span></p>
<p dir="ltr"><span>O sea: lo único que yo no podía regalarle. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Ni siquiera como souvenir, estatuillas de mi</span><span> </span><span>libertad.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Y sin embargo lo hice. De pronto me sorprendí diciéndoselo todo y de pronto descubrí que ya era tarde, ya me era imposible parar y seguí fabulando suicidamente, como hasta hoy, esperando que ella no entendiera nada.</span></p>
<p dir="ltr"><span>(¿Ustedes han entendido algo?)</span></p>
<p dir="ltr"><span>Ahora, como es lógico, viene la parte en que ella se enfurece y me cae a golpes.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Primero una galleta. Durísima, mas pura introducción. Quedé dócilmente a la espera de lo demás, pensando en todas las cosas que podría hacerle a una chica con un martillo... </span></p>
<p dir="ltr"><span>Las palabras que podría grabarle en el cuerpo con un punzón para el hielo.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Un piñazo boca nariz. Otro (sin guantes) directo al ojo. Un tercero al abdomen. Me doblé. Terminé de caer al suelo tras la infaltable y muy precisa patadita en la entrepierna. Un poco más de pateadura (espalda, costillas) y se agachó para agarrarme la cabeza por el pelo, buscando mi rostro.</span></p>
<p dir="ltr"><span>—Eres un insoportable morboso hijo de puta —me susurró al oído.</span></p>
<p dir="ltr"><span>O una combinación similar. Yo hubiera aprobado cualquier orden de adjetivos. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Me levanté. Sangre nuevecita, ahora en los labios, ahora sí estaba hecho todo un nervio de dolor, sin adrenalina.</span></p>
<p dir="ltr"><span>La vi alejarse. Salí tras ella.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Me zumbaban los tímpanos. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Unos pájaros electroacústicos sacudieron unas ramas.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Ella casi corría. Yo casi no podía correr.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Pasamos quioscos, postes con flechas, nombre comunes y científicos. A esas alturas ya daba igual. A estas alturas ya da igual si de pronto les digo, por ejemplo, que el zoológico había mutado y la persecución se desarrollaba en un gigantesco espacio de roedores, sin más jerarquías, sin una sola jaula.</span></p>
<p dir="ltr"><span>La llamé varias veces. </span></p>
<p dir="ltr"><span>La misma cantidad de veces ella me gritó que me fuera al carajo.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Yo me pregunté adónde carajo iba ella. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Recordé: </span><span>Me voy a ir yo sola</span><span>.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Recordé: </span><span>¿Qué harías tú si yo me fuera?</span></p>
<p dir="ltr"><span>Nos separaban ya pocos metros cuando llegamos al foso de los leones. Amanecía.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Los pájaros electroacústicos llegaron detrás de nosotros. Detrás de mí.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Ella se detuvo. Yo pensé: Sí, hazlo. Es fácil. Tan fácil como saltar una cerca.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Permanecí en silencio mientras ella dudaba. El cuerpo de Alicia en tres unidades, bracito y cabeza y banquete de moscas, estaba afuera de nuevo.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Finalmente, lo hizo. No la vi saltar. De pronto dejó de estar en un lado para estar en el otro, así de simple, como si la reja se hubiera desplazado a través de su cuerpo. Aunque igual pudo haber saltado a una velocidad increíble, no lo sé. En ese momento no me importó no saberlo.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Repito: a esas alturas ya daba igual cualquier cosa.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Me acerqué. Ella se dio la vuelta y me miró y nos miramos como quizás había sido siempre: con una reja por el medio.</span></p>
<p dir="ltr"><span>O quizás no.</span></p>
<p dir="ltr"><span>No hubo diálogo último.</span></p>
<p dir="ltr"><span>O quizás, de alguna forma, sí lo hubo:</span></p>
<p dir="ltr"><span>Me fabriqué este que termina más o menos así:</span></p>
<p dir="ltr"><span>—Si los leones siguen en huelga, ¿recogerías mi cadáver? </span></p>
<p dir="ltr"><span>—Hasta el último pedazo.</span></p>
<p dir="ltr"><span>(Demasiado a lo greatests hits.)</span></p>
<p dir="ltr"><span>Demasiado instinto de conservación a la vista, pensé. ¿Lo hará?</span></p>
<p dir="ltr"><span>Tres o cuatro o cinco comenzaban a acercarse, estilo coto de caza. Yo deseé ser el último de la manada, el imperceptible, el de las sobras, el que llegaría para encontrar solamente las hilachas o algún órgano.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Los nervios, el sexo. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Con un poco de suerte: su corazón.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Cuando ella me dio la espalda y comenzó a descender, internándose en el foso con tanta energía que los leones, maravillados, se detuvieron a esperarla, a mí sólo me quedó cerrar los ojos y frotarme las manos y quizás aplaudir.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Lo hará, pensé. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Yo sé que lo hará. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Tengo confianza en esta mujer. </span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>Laura llama desde Manhattan y me dice que lo siente. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Yo siento el impulso definitivo de colgar.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Pero no cuelgo.</span><span> </span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>raúl flores iriarte</span></p>
<p dir="ltr"><span>(habana, 1977)</span></p>
<span><span><br /><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>luz de mi vida, fuego de mis entrañas</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>Lolita leía Lolita aproximadamente al mismo tiempo que yo decidí irme al infierno. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Ella no me hizo caso. Ella nunca me hace caso. Pasaba las páginas una a una como dulces de limón y no despegó la mirada del libro cuando decidí irme.</span></p>
<p dir="ltr"><span>¿Alguna vez te has leído esta mierda?, me preguntó ella, Está muy buena.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Yo cerré la puerta. Atrás quedó Lolita con Lolita en el regazo, página tras página, dulces de limón. Nabokov para las masas y Cranberries desde la cd player </span><span>wake up and smell the coffee</span><span>, pero no era café, sino puerta gris plástico para el pensamiento y carmelita para la ilusión. Como un baño público, o algo así. Créeme, de veras créeme cuando te digo que te quiero. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Ella después tiró toda la ropa por la ventana. Era un quinto piso y no supe que hacer. La vida atrás. Un cigarro, polvo en la nariz y la censura no me romperá la boca por fallarle a las buenas costumbres. El caso es que mis ropas volaron ese día con pretensiones fallidas de palomas. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Yo las vi caer y después me fui al infierno.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Estas no son horas de venir, me dijo el encargado, ¿No podías haber escogido una hora mejor? Saludable, rojo, como corresponde, tras el buró con aire ausente, Ven mañana, Mañana será un buen día. Todos los días son buenos, le dije yo. y él asintió, Sí, todos los días, pero ya no es día, sino noche, y yo miré el reloj y vi que era verdad, era noche, noche cerrada, nunca aclara la cosa para los perdedores a muerte. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Fui al parque, pero ya no habían cigarros, mucho menos polvo, y fui hasta el drugstore, que ya no era tal, sino bodega barata o cafetería estatal, dependiendo de cuan mal puedas sentirte, y yo me sentía mal, realmente mal, ¿Hay cigarros?, y dijo el tipo Sí, y yo por poco le doy un beso, no se lo di por la cuestión homofóbica, y porque eran treinta centavos, capital no disponible para mi en ese momento, No tengo dinero, le dije al tipo aquel, y él me regaló dos cigarros sin costo alguno.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Volví al banco del parque y se me acercó Pam. Pam fue hombre alguna vez en su vida. Ahora se dedica a dar el culo en sus noches libres. y puedo asegurar que Pam tiene muchas noches libres. El punto es que ya no es hombre, tiene tetas más grandes que Pamela Anderson y eso ya es mucho decir. Por eso le dicen Pam. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Diminutivo de Pamela.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Le conté sobre Lolita. Luz de mi vida, fuego de mis entrañas, dijo él / ella. ¿Que coño es eso?, le dije. Pam llevaba una botella de ron siete años y ya no tuve más preguntas. Dormí en el banco, con algo de alcohol en las venas, hasta que vino la policía a despertarme.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Fui al cine y allá me encontré a una chica que llevaba tres noches sin dormir. ¿Que se siente?, le pregunté, Como tener el cerebro lleno de algodón, contestó ella, lo ves todo en cámara lenta, adrenalina por todo el cuerpo, deberías probarlo, en serio, deberías probarlo, Ya, le dije. Fuimos hasta su casa y allá volví a dormir un poco más. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Cuando desperté ella no había dormido nada. Cuatro noches sin dormir, me dijo en voz baja, con esta son cuatro noches. Soy la mejor en mi trabajo, pero un tipo ahí quiso propasarse conmigo. ¿Lo dejaste? No, claro que no, se horrorizó ella. Se llamaba Judith, ella, quiero decir, no el tipo que quiso sobrepasarse, ese tipo no tiene nombre y probablemente tampoco tenga madre, no tuvo más remedio que abandonar al tipo con todos sus complejos y, de paso, abandonó también el trabajo, pero como soy la mejor, estoy segura de que me llamarán para volverme a emplear. ¿Sí?, le dije, y ella quizás notó algo de sarcasmo en mi voz, pero el teléfono sonó y ella tomó el auricular como si le fuera la vida en eso, pero solo era la vecina para alguna bobería, Eso es lo malo de las vecinas, se quejó ella, están solo para joderte la existencia.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Yo extrañaba a Lolita. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Mucho. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Se lo dije. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Luz de mi vida, fuego en mis entrañas, susurró ella. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Y yo le hablé del infierno.</span></p>
<p dir="ltr"><span>¿Hay algo más allá que yo deba saber?, preguntó entonces. En la radio estaba sonando Paul McCartney con esas tontas canciones de amor que hablan de corazones rotos y </span><span>so sad, sometimes she feels so sad </span><span>y </span><span>live and let live you know you did you know you did you know you did </span><span>y yo le dije que no sabía lo que estaba haciendo. Salí y mi ropa ahora estaba por toda la ciudad. Colgando de los cables, en las calles, todos los calzoncillos, todas las camisas, todo, absolutamente todo.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Como un horror o una llaga abierta en medio de la espalda bronceada por el sol. La luna brillaba alto y que le voy a hacer, pensé y no pensé que el amanecer se demoraba demasiado, pero estoy seguro de que la idea me pasó por la cabeza.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Aún llevaba en el bolsillo trasero del pantalón los restos de la botella y me demoré uno dos o tres segundos para derramar mi soledad a lo largo de la avenida. Como un río de adolescentes impúdicas esperando para ser desfloradas en la cola de la farmacia local. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Pam aún seguía dando vueltas por ahí. Me propuso sexo gratis, yo le hablé de Judith y él hizo un mohín con los labios y me preguntó quien coño era Judith y yo le dije No te importa, y él Se lo voy a decir a Lolita, no a la de Nabokov, sino a la tuya, esa del quinto piso y yo No te atrevas, pero después me acordé de que la había dejado para irme al infierno y le dije Atrévete si quieres, pero él no quiso, me prestó sesenta kilos y pude comprar otros dos cigarros. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Judith lleva cuatro noches sin dormir, le dije, tiene los ojos hinchados como balones de fútbol y ojeras que le llegan a las tetas. Pam se entusiasmó, Pam se entusiasma casi con cualquier cosa, y me preguntó si tenía hambre. Hombre, le dije, hambre sobra y me dijo, Vámonos a comer algo, pero antes invita a la insomne, tengo que verla con mis propios ojos, recogimos a Judith y nos fuimos a comer pizza o cualquier bobería por ahí.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Pam tenía que ver a Judith con sus propios ojos y Judith también tenía que ver una pizza con sus propios ojos. Todos felices, todos contentos. Pam mirando a Judith, Judith mirando la pizza y yo mirando a Britney Spears que acababa de entrar en ese momento de manos con un tipo que se parecía mucho a Jeremy Irons.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Pam le preguntó como haces para no dormir y Judith se encogió de hombros. Pam suspiró Si yo pudiera.... y ella le dijo Muchacho, tienes las tetas más grandes que yo, lo cual es mucho decir, Más grandes que Pamela Anderson, dijo él / ella, Más grandes que Britney Spears, dijo ella y yo le dije Habla bajito, no vaya a ser que te oiga, ¿Quién?, Quién va a ser, Britney, entonces señalé tres mesas más allá.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Jeremy Irons y Britney Spears.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Mira, el delicado balanceo de los cristales sobre una página en blanco, dijo Judith ¿que coño estás hablando, nena?, y ya para esas alturas Pam le había hecho señas a Jeremy para que se acercara y yo le había hecho señas a Britney para que se acercara y nadie, absolutamente nadie se había dado cuenta del juego de señales recién instaurados entre todos nosotros. Jeremy y Brit-Brit vinieron y los invitamos a comer. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Siempre me han gustado tus películas, le dijo Pam a Jeremy, Y a mi tus discos, le dije a la rubia. Baby one more time siempre ha sido una de mis canciones favoritas y Brit-Brit dijo que ella odiaba esa canción, Oh, Dios, como odio ese maldito tema, siempre alguien se encarga de sacarlo a relucir y Jeremy tosió y dijo Creo que he pillado algún catarro o algo así, solo espero que no sea el SIDA, Pam sonrió y le preguntó a Jimmy (brutal apocope de Jeremy) si le gustaría algo de sexo gratis. Jeremy Irons pareció no escucharlo y habló de una tal Lolita, no Dominique Swain, sino otra. Luz de mi vida, fuego de mis entrañas, suspiró Britney, ella misma una Lolita de colección hasta hace unos cuantos años atrás. Dios, solo espero no enfermar, dijo Jeremy, me temo lo peor. Siguió comiendo y Judith también y todos tranquilos, todos en paz. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Después nos fuimos al parque. Ellos querían ver la estatua de Lennon </span><span>imagina que soy un soñador, pero no soy el único</span><span>, bronce para Winston, aunque nunca vino a Cuba, y el Abbey Road es uno de los mejores discos jamás hechos, pero me perdonas por decirlo Johnny, no eres más que un Don Nadie, No digas eso, dijo Brit-Brit, él era un genio (fenómeno Cobain-Morrison-Joplin-Hendrix-Lennon: después de morir te conviertes en un genio, un icono, un héroe, lo que quizás nunca quisiste ser en vida) y yo le dije Sí, tienes razón, cualquier cosa que Britney quiera decir yo le diré que sí, mientras ella me diga que sí a otras cosas que yo quiera decirle y ella me dijo No te hagas ideas, no puedes hacerte ideas, porque aquí estoy yo, una superestrella de pop, y he besado a Madonna y claro está que no te voy a besar a ti, muerto de hambre, y todo lo que me hace falta es un cigarro, le dije, ella sacó una caja de More y alumbró la noche con la punta de su encendedor. </span></p>
<p dir="ltr"><span>A estas alturas Judith dormía el sueño de los justos en el banco al lado. Tenía la cabeza sobre los muslos de bronce del viejo John y Jeremy le tocaba las tetas a Pam y Pam se las dejaba tocar encantado, encantadísimo, ¿son de verdad?, preguntó Jimmy, No, reconoció Pam, pero en este mundo, todo es lo que quieras creer.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Las ojeras de la chica insomne iban desapareciendo mágicamente. Le he prometido un empleo, dijo Brit-Brit, hará los coros para mi próximo disco, si alguna vez llego a hacer un próximo disco, estoy pensando en retirarme, si alguna vez lo hago, ella me hará los coros.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Mañana me voy al infierno, le dije a Brit-Brit. Ya entiendo, dijo ella, pero no intentes propasarte conmigo, soy toda una dama, y después ¿Quieres irte conmigo a Los Angeles?, y yo recordé en ese momento que no tenía ropa, no tenía nada de nada, mis camisas volando por toda la ciudad, mis pantalones, mis pañuelos, ciudad nocturna, aún no salía el sol, madrugada larga para tanta espera, Judith durmiendo en los muslos de John, Jeremy temiéndose lo peor, Creo que me contagiaron el SIDA o algo así, Britney bosteza, yo cambiando los tiempos gramaticales y John Winston Lennon imaginando que es un soñador pero, claro, sabe bien que no es el único.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Después vino la policía y nos llevó a todos lejos, muy lejos. ¿No sabes quienes son ellos?, se horrorizó Pam, Judith no dijo nada, parpadeaba somnolienta y creo que no tenía ni idea de nada de lo que estaba ocurriendo. El policía tampoco tenía idea de nada. No conocía a Britney Spears, mucho menos a Jeremy Irons, así que nos llevó lejos, bien lejos y aunque media hora más tarde ya habíamos salido (hay que evitar problemas diplomáticos) la cosa es la cosa y nada puede cambiarla.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Nos tenemos que ir, dijo Jeremy. Ya se acaba mi estancia aquí. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Yo me quedo dos días más, dijo Brit-Brit, con su dulce sonrisa perlada. Vine a hacer un dúo con Dayanis Lozano y ahora recuerdo que tengo que llamarla. ¿Quieres conocer a Dayanis?, me preguntó y yo le dije que me encantaría, pero extrañaba a Lolita. Jeremy rescató un pañuelo blanco que volaba en ese momento a través de la madrugada y lo miró asombrado. Es mío, le dije, pero te lo puedes quedar. Gracias, dijo él. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Es una puta, dijo Pam, pero él la quiere igual. No hables así de Lolita, le dije, pero Pam se iba ya del brazo de Jeremy. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Ten cuidado con esa muchacha, me dijo Britney, nadie sabe lo que puede ocurrir, se comunica por correo electrónico con todo el mundo y los invita a su casa , o puede que sea a la tuya, tu amigo tiene razón. Es una maldita puta. </span></p>
<p dir="ltr"><span>No supe si se refería a Judith, a Lolita, o a Avril Lavigne, pero de todas formas le dije no te preocupes, no hay absolutamente nada de que preocuparse.</span></p>
<p dir="ltr"><span>¿Te vas al infierno por fin?, preguntó Brit-Brit. No, le dije, me voy a Los Angeles contigo, el infierno puede esperar. Pero no intentes propasarte, soy toda una dama. No te preocupes, le dije, no lo haré.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Entonces salió el sol, ella me regaló una copia del In the zone autografiado y yo regresé a casa, hogar, dulce hogar.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Lolita ya no leía, Lolita yacía sobre la cama con las tapas rotas y la otra Lolita yacía también en la cama, Boté toda tu ropa, me dijo, pero después me arrepentí y recogí lo que pude encontrar, algunas camisas, algunas toallas ¿no te vas a poner bravo conmigo?, y yo le dije que no, claro que no, fumamos algo, oímos a los Wallflowers y ella dijo No puedo creer que Britney Spears te haya dedicado ese maldito disco, nos fuimos a la cama y las sábanas fueron bendición para mis ojos cansados, fuego verde, pupilas dilatadas, nos quedamos esperando por algún milagro, pero nada ocurrió y ella dijo Deberías leerte esa mierda de Nabokov, todo el mundo ya se lo ha leído y a que no sabes que actor famoso estuvo por aquí, si te lo digo no me lo vas a creer y creí que te habías ido al infierno, y yo le dije Mañana me voy para los Angeles, el infierno puede esperar. Ella se quedó parpadeando y abriendo y cerrando la boca. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Para que quede claro, dijo al fin, no te quiero ni un día más aquí, ni un día más ¿entiendes? ¿estoy siendo lo bastante legible?</span></p>
<p dir="ltr"><span> Si dijo algo más no me enteré, ya para esas alturas yo estaba soñando, la luz apagada, y quizás mañana me fuera al infierno o a Los Angeles, lo mismo daba, porque ahora no se me ocurría una salida mejor.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Me dejé ir.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Y fui feliz.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Por un rato. </span></p>
<span><span><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>***</span></p>
<span><span><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>flores (II)</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>La última hoja </span></p>
<p dir="ltr"><span>del último capítulo </span></p>
<p dir="ltr"><span>del último libro </span></p>
<p dir="ltr"><span>termina con una batalla entre el Bien y el Mal. </span></p>
<p dir="ltr"><span>No sabes quien es quien. </span></p>
<p dir="ltr"><span>No sabes quien vencerá. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Nada de nada. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Suspira y después añade En este mundo hay muy pocas cosas que puedes tener por ciertas.</span></p>
<p dir="ltr"><span>¿Y como te enteras de quién vence?, le digo.</span></p>
<p dir="ltr"><span>¿De quién vence a quién?, pregunta ella asombrada.</span></p>
<p dir="ltr"><span>El Bien, </span></p>
<p dir="ltr"><span>le aclaro, </span></p>
<p dir="ltr"><span>el Mal.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Hay que leerse el otro tomo, aclara ella, Es una trampa para el lector.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Le digo que con Stephen King me ocurrió algo parecido. </span></p>
<p dir="ltr"><span>¿Donde?, quiere saber ella.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Al final del tercer tomo de La Torre Oscura el viejo Stephen deja a los personajes metidos dentro de Blaine el Mono, una </span></p>
<p dir="ltr"><span>loco </span></p>
<p dir="ltr"><span>motora </span></p>
<p dir="ltr"><span>atómica, </span></p>
<p dir="ltr"><span>y tú sabes que van a morir. Estás seguro de eso. Bueno, ahí </span></p>
<p dir="ltr"><span>se </span></p>
<p dir="ltr"><span>acaba </span></p>
<p dir="ltr"><span>el </span></p>
<p dir="ltr"><span>libro. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Es una trampa </span></p>
<p dir="ltr"><span>¿no crees?</span></p>
<p dir="ltr"><span>Se empieza a oír </span><span>Heaven</span><span>, no la de Bryan Adams, sino la versión en techno de DJ Sammy con Yanou en las vocales </span></p>
<p dir="ltr"><span>baby you´re all that I want</span><span>.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Dentro de poco me toca, dice ella, pero antes tengo que hacer una llamada. ¿Me acompañas?</span></p>
<p dir="ltr"><span>Le digo que sí y salimos a buscar un teléfono por ahí. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Dentro del teatro no hay, o sí hay, pero no los dejan usar por los artistas, o algo así, o otra cosa que no entiendo bien. El punto es que tenemos que salir afuera para llamar desde un teléfono público.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Nos ponemos atrás de una muchacha que acaba de discar y ella mira el reloj apurada y la muchacha comunica y comienza a hablar </span></p>
<p dir="ltr"><span>papichuli esto, </span></p>
<p dir="ltr"><span>papichuli lo otro, </span></p>
<p dir="ltr"><span>y yo creo que ella y papichuli se van a demorar mucho; </span></p>
<p dir="ltr"><span>ya yo sé como son estas cosas.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Se lo digo y ella suspira. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Vamonos, le digo, </span></p>
<p dir="ltr"><span>te toca ahora, le digo, </span></p>
<p dir="ltr"><span>están esperando por ti, le digo, </span></p>
<p dir="ltr"><span>y a todas estas ella no dice nada. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Quizás esté esperando algún milagro divino, </span></p>
<p dir="ltr"><span>que papichuli caiga muerto de un infarto al otro lado de la línea, </span></p>
<p dir="ltr"><span>que la muchacha cuelgue repentinamente, </span></p>
<p dir="ltr"><span>pero nada de eso pasa.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Vamonos, le digo, </span></p>
<p dir="ltr"><span>están esperando por ti, le digo </span></p>
<p dir="ltr"><span>y ella dice, Sí, ya sé, </span></p>
<p dir="ltr"><span>y nos vamos.</span></p>
<p dir="ltr"><span>¿Te lo sabes bien todo?, le pregunto y ella dice que sí, </span></p>
<p dir="ltr"><span>que cree que sí.</span></p>
<p dir="ltr"><span>¿Crees o estás segura?, Mira que no es lo mismo, y ella dice que sí está segura o, por lo menos, eso cree, y yo no le digo más nada, porque ya hemos llegado y </span><span>Heaven</span><span> se ha terminado y está </span><span>Waiting for tonight</span><span> de Jennifer Lopez y siete muchachos hacen malabares </span></p>
<p dir="ltr"><span>con siete pelotas de goma </span></p>
<p dir="ltr"><span>y siete cuerdas suizas. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Mira que bien lo hacen, dice ella, y cuando terminan, ella dice Ahora es mi turno, y la música es George Harrison con </span><span>Got my mind set on you</span><span>.</span></p>
<p dir="ltr"><span>¿Te vas a quedar para verme?, me pregunta.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Claro, le digo y ella suspira.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Agradecida.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Necesito a alguien que me aplauda, dice, </span></p>
<p dir="ltr"><span>Nunca logro concentrarme lo suficiente, dice, </span></p>
<p dir="ltr"><span>nunca nadie aplaude, dice.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Yo te aplaudiré, yo haré lo que sea para que logres concentrarte, le digo.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Gracias, y vuelve a suspirar.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Doblemente agradecida.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Va hasta el escenario y sonríe. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Dios, que sonrisa más agradable. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Es como ver salir el sol, o algo así. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Nadie aplaude, pero yo sí. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Hasta que me duelen las manos. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Ella vuelve a sonreír, y sé que esta vez es para mi. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Que bien.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Lleva traje de terciopelo azul (</span><span>she wore blue velvet</span><span>) como película de David Lynch, y sombrero de copa. Lleva una decena de batones en la mano, los lanza al aire y comienza a jugar con ellos. Harrison la acompaña fielmente y la sonrisa es reemplazada por una intensa mirada de concentración. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Alguien me toca por el hombro.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Es el coordinador de la actividad.</span></p>
<p dir="ltr"><span>¿Usted es el que la acompaña?, me pregunta. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Le digo que sí. </span></p>
<p dir="ltr"><span>¿Que pasa?, pregunto. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Es que la llaman por teléfono, </span></p>
<p dir="ltr"><span>¿donde?, pregunto, </span></p>
<p dir="ltr"><span>En la oficina, dice él, </span></p>
<p dir="ltr"><span>venga conmigo, dice él, </span></p>
<p dir="ltr"><span>Y recuerde que esto está prohibido, dice él, </span></p>
<p dir="ltr"><span>Los artistas no pueden estar usando el teléfono cada vez que quieran, dice él, </span></p>
<p dir="ltr"><span>Sí, lo recordaré, digo yo. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Y lo acompaño. </span></p>
<p dir="ltr"><span>¿Está seguro de que yo puedo tomar esa llamada?, le pregunto.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Él se encoge de hombros.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Sería mejor con ella, pero como está en medio de la actuación...bueno, entonces con el que la acompañe.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Llegamos a una oficina. Puerta oscura, </span></p>
<p dir="ltr"><span>interior </span></p>
<p dir="ltr"><span>iluminado. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Teléfono. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Descolgado. </span></p>
<p dir="ltr"><span>El coordinador se sienta detrás de un buró y prende la radio con cara de aburrido. La estática llena el local, y después de la estática un noticiero sobre la situación financiera en Europa del Norte, el tipo pone aún más cara de aburrido y cambia el dial, hacia otra emisora donde están The Pretenders con Brass in pocket.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Gonna use my arms, gonna use my legs, gonna use my style, gonna use my sidestep, gonna use my fingers, gonna use my </span></p>
<p dir="ltr"><span>my </span></p>
<p dir="ltr"><span>my </span></p>
<p dir="ltr"><span>imagination</span></p>
<p dir="ltr"><span>Dime, murmuro en el manófono. Siempre digo Hola, pero esta vez opto por copiar la fórmula de una amiga mía. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Dime</span><span> suena más impersonal, más perentorio.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Al otro lado solo hay un silencio sin límites.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Dime, repito.</span></p>
<p dir="ltr"><span>¿Como le va?, dice entonces una voz de hombre.</span></p>
<p dir="ltr"><span>¿A quién? ¿A mi?, pregunto confundido.</span></p>
<p dir="ltr"><span>No, dice la voz, Claro que no es a ti. </span></p>
<p dir="ltr"><span>No te conozco, </span></p>
<p dir="ltr"><span>no puedo preguntarte. </span></p>
<p dir="ltr"><span>A ella, </span></p>
<p dir="ltr"><span>como le va a ella.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Bien, supongo.</span></p>
<p dir="ltr"><span>¿Supones?</span></p>
<p dir="ltr"><span>Está con sus batones, </span></p>
<p dir="ltr"><span>lanzándolos al aire, </span></p>
<p dir="ltr"><span>sonríe y está concentrada. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Me parece que le va bien.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Ah, dice la voz, después vendrá la parte de los aros.</span></p>
<p dir="ltr"><span>¿Los aros?</span></p>
<p dir="ltr"><span>Es maravillosa con los aros. ¿La están aplaudiendo?</span></p>
<p dir="ltr"><span>Yo la aplaudo, digo, los demás no mucho.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Sigue así, dice.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Ella lo necesita, dice,</span></p>
<p dir="ltr"><span>y escucha, dice,</span></p>
<p dir="ltr"><span>no quisiera que te perdieras la parte de los aros, </span></p>
<p dir="ltr"><span>regresa allá, </span></p>
<p dir="ltr"><span>y dile que me fue imposible ir a verla. Tenía un compromiso.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Ella trató de llamarte antes, le digo.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Lo sé, pero ya sabes, tenía un compromiso. Algo importante.</span></p>
<p dir="ltr"><span>No, no lo sé. Yo no sé nada.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Bueno, dice la voz, tan solo dale el recado. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Hasta luego, dice.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Yo no digo nada. Cuelgo y salgo de la oficina y el coordinador </span><span>'cos I gonna make you see</span></p>
<p dir="ltr"><span>there's nobody else here, no one like me. I'm special (special), so special (special), </span><span>no se da cuenta, sigue con The Pretenders y corea </span><span>special, so special </span><span>como si el mismo hubiera escrito junto a Chrissie Hynde </span><span>Brass in pocket </span><span>en algún momento de 1980.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Regreso y me siento junto a una flaca en medio del público. Me doy cuenta de que todo ha terminado, Harrison y ella, </span></p>
<p dir="ltr"><span>sudorosa, </span></p>
<p dir="ltr"><span>aros </span></p>
<p dir="ltr"><span>y </span></p>
<p dir="ltr"><span>batones </span></p>
<p dir="ltr"><span>en la mano, saluda al público y sonríe y ahora la aplauden un poco más, no mucho, pero sí lo suficiente.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Ella hace una reverencia y se va.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Después ponen algo de Tchaikovski y salen a escena un muchacho y una muchacha vestidos con leotards oscuros y mallas apretadas y bailan. La flaca a mi lado aplaude como una loca y yo le pregunto si le gusta eso.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Claro, dice la flaca, me encanta el ballet, y yo la miro y le digo que con ese cuerpo debería ser bailarina y ella me mira y sonríe y dice que sí es bailarina, como lo has adivinado. Me encojo de hombros y le digo Pura intuición, nena, y me voy.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Ella me espera en el pasillo. </span></p>
<p dir="ltr"><span>¿Que hacías conversando con Viengsay?, me pregunta. ¿Que tiene de importante?, le pregunto yo. Nada, simplemente que es Viengsay Valdés, ¿Y quién es Viengsay Valdés?, Una de las mejores bailarinas actuales, digna sucesora de Alicia Alonso. Ah, le digo, que interesante. Nos vamos y un trío de flacas me pregunta si yo soy amigo de Viengsay Valdés. Claro que sí, les digo, y entonces me observan con admiración, </span></p>
<p dir="ltr"><span>con respeto, </span></p>
<p dir="ltr"><span>con idolatría.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Salimos afuera.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Tengo que hacer aquella llamada ¿recuerdas?, dice ella.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Él te llamó, le digo, mientras estabas actuando.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Ella me mira. Espera algo más.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Dice que lo siente mucho, pero que no pudo venir, continúo hablando, Tenía un compromiso, algo importante.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Ella mira entonces a otra parte.</span></p>
<p dir="ltr"><span>En este mundo hay muy pocas cosas que puedes tener por ciertas, dice, y yo creo que eso lo había dicho antes, pero da igual.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Caminamos en silencio a lo largo de 23. </span></p>
<p dir="ltr"><span>¿Sabías que adoro las flores?, dice ella al fin, las quiero desesperadamente,</span></p>
<p dir="ltr"><span>adoro tener mi jardín lleno de flores. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Una vez tuve un hombre que tenía </span></p>
<p dir="ltr"><span>un perro, </span></p>
<p dir="ltr"><span>y aquel hombre </span></p>
<p dir="ltr"><span>adoraba a los perros. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Estuvimos juntos este hombre y yo y, por supuesto, no tengo nada en contra de los animales, pero aquel perro encontraba algún placer especial en destrozarme </span></p>
<p dir="ltr"><span>el </span></p>
<p dir="ltr"><span>jardín. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Llegaba del trabajo cansada y hallaba todos los macizos hechos un desastre, un autentico desastre. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Las flores en los rincones, </span></p>
<p dir="ltr"><span>rosas, </span></p>
<p dir="ltr"><span>tulipanes, </span></p>
<p dir="ltr"><span>marpacíficos, </span></p>
<p dir="ltr"><span>gladiolos, </span></p>
<p dir="ltr"><span>pensamientos, </span></p>
<p dir="ltr"><span>crisantemos, </span></p>
<p dir="ltr"><span>de todos ellos no quedaba ni el recuerdo, </span></p>
<p dir="ltr"><span>pétalos, </span></p>
<p dir="ltr"><span>solo pétalos diseminados por aquí, </span></p>
<p dir="ltr"><span>por allá, </span></p>
<p dir="ltr"><span>y yo lloraba y trataba de recomponerlo todo y cuando pensaba que iba a marchar bien no contaba con aquel perro asesino de flores, que venía al día siguiente, </span></p>
<p dir="ltr"><span>y se revolcaba en ellas </span></p>
<p dir="ltr"><span>y deshacía todo mi trabajo. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Que horrible, </span></p>
<p dir="ltr"><span>cada vez que pienso en eso me dan deseos de llorar.</span></p>
<p dir="ltr"><span>No llores, le digo. Te compraré un ramo de rosas si no lloras.</span></p>
<p dir="ltr"><span>No te preocupes, murmura ella, No lloraré. Todo eso ha terminado. Ya ha terminado. Ese hombre ya se ha ido. El perro, por supuesto, también.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Entonces me pregunta que me parecieron los batones. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Y los aros.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Lo mejor del mundo, le digo, y te aplaudí, no sabes como te aplaudí. Hasta Viengsay Valdés, gloria del ballet nacional, te aplaudió como una loca, </span></p>
<p dir="ltr"><span>deberías haberla visto.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Cuando llegamos a 23 y 12 le compro un ramo de rosas. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Amarillas. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Ella parece desmayarse del placer.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Me encantan las flores, dice, </span></p>
<p dir="ltr"><span>toma el ramo fuerte, </span></p>
<p dir="ltr"><span>bien fuerte </span></p>
<p dir="ltr"><span>y aspira, </span></p>
<p dir="ltr"><span>que bien, </span></p>
<p dir="ltr"><span>que bien.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Seguimos caminando y dice que no tiene nada en contra de los animales, pero una vez vivió con un hombre que adoraba los canguros, </span></p>
<p dir="ltr"><span>especial fascinación por ellos, </span></p>
<p dir="ltr"><span>tenía un canguro en casa y deberías haber visto como me dejaba el jardín.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Un desastre.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Un autentico desastre.</span></p>
<p dir="ltr"><span>En fin, dice, he sido usada, he sido exterminada </span></p>
<p dir="ltr"><span>una </span></p>
<p dir="ltr"><span>y </span></p>
<p dir="ltr"><span>otra </span></p>
<p dir="ltr"><span>vez, </span></p>
<p dir="ltr"><span>he perdido tiempo, </span></p>
<p dir="ltr"><span>mucho tiempo, </span></p>
<p dir="ltr"><span>todo el tiempo del mundo a través de mis manos como arena </span></p>
<p dir="ltr"><span>húmeda, </span></p>
<p dir="ltr"><span>pero tengo mis flores, </span></p>
<p dir="ltr"><span>todas, </span></p>
<p dir="ltr"><span>todas ellas, </span></p>
<p dir="ltr"><span>y </span></p>
<p dir="ltr"><span>el </span></p>
<p dir="ltr"><span>show </span></p>
<p dir="ltr"><span>debe </span></p>
<p dir="ltr"><span>continuar.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Es una trampa</span></p>
<p dir="ltr"><span>¿no crees?</span></p>
<p dir="ltr"><span>Pero supongo que vale la pena.</span></p>
<span><span><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>***</span></p>
<span><span><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>que habla de la impaciencia</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>Este es un edificio lleno de puertas. Puertas por todas partes, todo tipo de ellas. Paneles de caoba, vidrio fundido, plástico reciclado. Metal.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Y todas están cerradas. Puedes quedarte frente a ellas por horas y horas y no se abrirán. Tocar quedamente con nudillos silenciosos sobre superficies pulidas, descargar golpes, comértelas a patadas, amenazar a gritos. Puedes hacer lo que quieras, pero todo por gusto. No se abrirán.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Este es un edificio, por lo tanto, de gente que espera.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Insegura, ansiosa, uñas carcomidas, neurotransmisores desbocados. En fin: gente que espera. </span></p>
<p dir="ltr"><span>También hay espejos. Por todas partes. En los pasillos, frente a las puertas, en los techos, hasta en el suelo hay espejos. Las ventanas están cubiertas de espejos y algunas de las puertas también.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Solo hay un pequeño agujero por donde entra la luz. Una esquina rota en la que se recorta un rayo de sol. Tímido, débil, expectante. No obstante a esto, el edificio está muy bien iluminado. Esto se debe, sin duda alguna, a las propiedades reflectoras de los espejos.</span></p>
<p dir="ltr"><span>(La ansiedad, la ira, el cansancio y la angustia de los que esperan también es reflejada una y otra vez al igual que la luz a lo largo de los pasillos.)</span></p>
<p dir="ltr"><span>En el último piso no hay espejos, ni puertas, ni nada. En el último piso solo hay un gigantesco espacio vacío, destinado para la construcción de un gimnasio (nota al pie de página: este nunca se llegó a construir.) Todo ese espacio vacío se torna imponente, impactante, sobrecogedor. Algunos han muerto nada más mirarlo.</span></p>
<p dir="ltr"><span>En el techo del edificio pasta una oveja. Sin bozal, sin caja, sin ningún pequeño príncipe que la cuide y la proteja. A la oveja esto no le importa, su única ocupación es comer hierba y balar cuando tiene hambre, lo cual ocurre bastante seguido, dado el hecho de que la hierba no crece sobre el techo de este edificio.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Esta estructura contiene miles de personas. Quizás decenas de miles. Todas ellas expectantes. Algunos quieren entrar a las habitaciones y otros quieren salir de ellas, pero las puertas no se abren. Las mujeres dejan pasar el tiempo mirándose en los espejos, aplicándose maquillaje en los ojos para que no se note lo mucho que han llorado. Los hombres miran el vacío y callan. Como decía antes, este es un edificio de gente que espera. Miles de personas. Ah, y una oveja.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Sobre el suelo a cada rato aparecen lombrices. Los niños las toman con dedos entumecidos y juegan con ellas. A que juegan no sabría decirlo.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Delante de este edificio hay un pequeño espacio cubierto de césped reseco. Dado que mide aproximadamente siete metros por ocho podríamos darle el nombre de jardín. La oveja en el techo mira ocasionalmente hacia abajo y entonces deja de balar. Los pocos que la han visto cuentan que en sus ojos aparece en esos instantes una expresión soñadora, si es que aceptamos que las ovejas puedan poseer algo llamado "una expresión soñadora".</span></p>
<p dir="ltr"><span>Este edificio no está solo. Lo rodean otros edificios. Quince, sesenta. Nadie sabe. Quizás sean cien. Y de un edificio a otro cambian detalles. Por ejemplo: el número de pisos, la cantidad de habitaciones, o la cantidad de espejos. Pequeños detalles que establecen poca o ninguna diferencia.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Por lo demás, son todos exactamente iguales entre sí.</span></p>
<p dir="ltr"><span><img src="https://lh5.googleusercontent.com/UVJCIAyFx2cY8JmOlJDVbqWkKsCRKFFlASoEcRNONcyi6ZuuQhP997lHVzdPBkpJUrKCuq1tWjgPVelJkC_zq0I5fjF99qw14QVI7S6XBYMY2ee-WAj-Cj4xpiKQIKIvipqtZ7A34f-UcicIuw" width="480" height="640" alt="UVJCIAyFx2cY8JmOlJDVbqWkKsCRKFFlASoEcRNONcyi6ZuuQhP997lHVzdPBkpJUrKCuq1tWjgPVelJkC_zq0I5fjF99qw14QVI7S6XBYMY2ee-WAj-Cj4xpiKQIKIvipqtZ7A34f-UcicIuw" /></span></p>
<span><span><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><a href="https://docs.google.com/document/d/1BVSQYC6-4qbmWcrrO0HkqwiC9Oqc8VcxDLyBMorJnQE/edit#bookmark=id.28h4qwu"><span>replay</span></a></p>
<p dir="ltr"><span></span><span>juan trejo álvarez</span></p>
<p dir="ltr"><span>(Barcelona, 1970. escritor y traductor literario)</span></p>
<span><span><br /><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>nuevos cronistas del planeta de los simios</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>En 1968, la película </span><span>El planeta de los simios</span><span> aportó a la imaginería de Occidente una de las visiones más aterradoras que haya podido alcanzar a condensar un relato de ficción. El coronel George Taylor, interpretado por Charlton Heston, cae por error con su nave espacial en un planeta desconocido dominado por simios inteligentes. Tras pasar una temporada sometido a la tiranía de ese orden inverso y siniestro, huye hasta alcanzar una playa desierta en la que se topa con los restos de la que en su día fue la estatua de la Libertad, viéndose obligado a asumir de un solo golpe la dolorosa e inesperada verdad.</span></p>
<p dir="ltr"><span> En esa imagen final, nihilista y clarividente, muchos creyeron ver materializada la amenaza del holocausto nuclear, el presagio del horrible futuro que acechaba bajo el precario equilibrio de la guerra fría. Sin embargo, pasado el tiempo, hemos podido comprender que aquellos patéticos restos no hablaban del futuro sino del presente, pues se trataba del retrato metafórico, o subconsciente si se prefiere, del estado en que se encontraban Estados Unidos en aquel momento.</span></p>
<p dir="ltr"><span> Algo sucedió al pasar de los años sesenta a los setenta en el transcurrir de los acontecimientos que rompió el correlato histórico. Como nunca anteriormente hasta ese momento, los integrantes de la generación de escritores norteamericanos nacidos en los sesenta se encontraron frente a un mundo dominado por la ironía, sin posibilidad de recurrir a modelos del pasado que les resultasen útiles, ni para desarrollarse socialmente ni para explicar(se) lo que veían; se había levantado una barrera, un gran muro, que los separaba de las generaciones precedentes. El muro que les separaba de ellos era el que indicaba el cambio de un mundo tangible a uno virtual.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Existen varios factores que pueden explicar, de un modo menos lateral de lo que parece, la transformación producida en la comprensión de la realidad, la evaporación de la solidez. En primer lugar, el desarrollo de la posibilidad real de la destrucción del mundo debido a una guerra atómica, conllevó un profundo desapego de la idea del continuo temporal, pasado-presente-futuro, así como de la idea de la responsabilidad individual histórica, pues el mundo podía desaparecer en cualquier momento y de forma arbitraria por medio de artefactos de poder indescriptible. En segundo, la salida al espacio, como señala Hans Blumenberg, llevó a ver el planeta Tierra por primera vez como una simple bola flotando en el espacio vacío, alterando así para siempre, debido al poder de la imagen, el concepto de tierra firme. En tercer lugar, en 1971, las principales economías del mundo capitalista, con el gobierno Nixon a la cabeza, establecieron un nuevo orden monetario internacional basado en el "patrón dólar", haciendo de esa moneda la única reserva de todo el orbe, ya sin convertibilidad con el oro; con ello, la economía pasaba a ser una cuestión puramente numérica, abstracta por completo y sin relación última con un material sólido ancestral de valor establecido. Y, por último, con las escuchas del Watergate, la televisión dejó de ser un pasatiempo vulgar y pasó a transformarse en parte esencial de la cultura alfabética.</span></p>
<p dir="ltr"><span>De algún modo, al igual que el coronel George Taylor de la película, la nueva generación de escritores, que provenía de un lugar ordenado de bienestar y opulencia, en el que habían sido sometidos a un flujo constante de mensajes posibilistas teñidos de un cegador optimismo, al cruzar la línea que dejaba atrás la adolescencia, en el momento de abrir los ojos y buscar su lugar en el mundo, se encontró con un desolador panorama moral en el que no quedaban más que los detritos de una cultura que, hasta hacía bien poco, les había ofrecido a los habitantes de esas tierras una entidad como individuos, además de un aparente escudo protector bajo el que desarrollarse. "Parece -se afirma en </span><span>Submundo</span><span> (Circe, 2000), de Don DeLillo- como si algo que tuvo lugar durante la noche hubiera cambiado las reglas de lo que puede pensarse."</span></p>
<p dir="ltr"><span>Así pues, los escritores de lo que algunos han denominado la next generation comparten, básicamente, la sensación de enajenación ante un mundo que no sólo no comprenden, sino del que saben de antemano que no pueden dar respuesta, así como la necesidad, una vez constatado ese hecho, de encontrar mediante sus narraciones un espacio moral e íntimo en el que poder existir socialmente sin desaparecer en la vacuidad eléctrica imperante, haciendo uso para ello de todos los materiales a su alcance. Como declaró Jonathan Franzen: "Siento que gente como David Foster Wallace, Jeffrey Eugenides o Lorrie Moore, entre muchos otros autores, son mis hermanos. Sienten la misma exasperación que yo ante el estado actual de cosas. Cultivan un tipo de escritura que está viva porque se mantiene en contacto con el presente y al mismo tiempo conserva un humanismo a la antigua usanza."</span></p>
<p dir="ltr"><span> Pero unos cuantos detalles más unifican y dan solidez como conjunto al heterogéneo grupo formado por David Foster Wallace, Jonathan Franzen, Chuck Palahniuk, Jeffrey Eugenides, Lorrie Moore, A. M. Homes, Ethan Canin, Jonathan Lethem o Dave Egger, entre otros. Han leído, por ejemplo, a los postestructuralistas franceses (Barthes, Derrida, Foucault…) y a los narradores posmodernos norteamericanos (Pynchon, Barth, Gaddis…); y los efectos pueden rastrearse, con mayor o menor incidencia, en todas sus obras. Todos admiten a Don DeLillo (1936) como el más destacado pope literario de su generación, aunque no el único; en palabras de Foster Wallace: "El verdadero profeta del cambio en la narrativa americana, fue Don DeLillo, un novelista conceptual subestimado durante mucho tiempo que ha convertido la señal y la imagen en sus motivos combinados, del mismo modo que Barth y Pynchon esculpieron con parálisis y paranoia una década antes. </span><span>Ruido de fondo</span><span> (1985), de DeLillo, constituyó, para la nueva hornada de narradores, un toque a rebato." Por otra parte, todos ellos parecen tener claro que el escritor ya no es el genio que se posiciona frente al minúsculo lector dispuesto a ser iluminado. Las jerarquías han desaparecido hasta tal punto que entre la generación de nuevos narradores bien podrían incluirse a varios directores que han irrumpido con mucha fuerza en la escena cinematográfica -David Fincher, Night Shamalan, Paul Thomas Anderson o Spike Jonze-, pues comparten con ellos de un modo muy estrecho no sólo inquietudes, sino también maneras de narrar. Por eso no resulta extraño que varios de estos escritores hayan alcanzado la fama, a gran escala, gracias a la temprana adaptación cinematográfica de sus novelas. Es el caso de </span><span>La tormenta de hielo</span><span>, de Moody; </span><span>El club de la lucha</span><span>, de Palahniuk; </span><span>Jóvenes prodigiosos</span><span>, de Chabon; </span><span>Las vírgenes suicidas</span><span>, de Eugenides; o </span><span>The Emperor's club</span><span>, relato de Canin incluido en </span><span>El ladrón de Palacio</span><span>.</span></p>
<p dir="ltr"></p>
<p dir="ltr"><span>una generación doble</span></p>
<p dir="ltr"><span>Toda generación que se precie (y, aunque con reticencias, daré por bueno que hablamos de una "generación") tiene que tener sus ideólogos, aquellos escritores que no sólo se preocupan de crear obras con las que hablar de su tiempo, sino que intenten también relatar el estado personal y social en el que les ha tocado llevar a cabo dicha labor. En este caso, ese papel, voluntaria o involuntariamente, les ha tocado en suerte, por si no se había apreciado hasta ahora, a David Foster Wallace y Jonathan Franzen. Dos artículos suyos, "E unibus pluram: televisión y narrativa americana", incluido en el libro </span><span>Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer</span><span> (Mondadori, 2001), de Foster Wallace, y "¿Por qué molestarse?", del libro de Franzen </span><span>Cómo estar solo</span><span> (Seix Barral, 2003), han alcanzado el estatus de balizas ideológicas entre las que se han movido, creativamente hablando, los integrantes de dicha generación. A pesar de enfocar el tema desde ángulos diferentes, ambos artículos hablan de las posibilidades del realismo narrativo, de la herencia de la novela social y la narrativa posmoderna, y en última instancia de las posibilidades de la escritura en un mundo dominado por el totalitarismo de la ironía impuesto por la televisión y la nula repercusión social del escritor y su obra.</span></p>
<p dir="ltr"><span> Algunas citas de Foster Wallace: </span></p>
<p dir="ltr"><span>"Para los jóvenes escritores, la tele es parte de la realidad en la misma medida que los Toyota o los atascos de tráfico". </span></p>
<p dir="ltr"><span>"El nexo donde televisión y narrativa convergen y se dan la mano es la ironía autoconsciente". </span></p>
<p dir="ltr"><span>"Y no se engañen: la ironía nos tiraniza. La razón por la que nuestra ironía cultural dominante es a la vez tan poderosa y tan poco satisfactoria es que resulta imposible hacer que un ironista se defina". </span></p>
<p dir="ltr"><span>"Y por esa razón el narrador ciudadano de nuestra cultura televisiva está metido en un marrón tan grande. ¿Qué hace uno cuando la rebelión posmoderna se convierte en una institución de la cultura pop?". </span></p>
<p dir="ltr"><span>"Podemos resolver el problema celebrándolo. Trascender los sentimientos de angustia causados por la masa arrodillándonos ante ellos. Podemos ser reverentemente irónicos."</span></p>
<p dir="ltr"><span> </span><span><br class="kix-line-break" /></span><span>Algunas citas de Franzen: </span></p>
<p dir="ltr"><span>"El novelista tiene cada vez más cosas que decir a lectores que cada vez tienen menos tiempo de leer: ¿dónde encontrar la energía de influir en una cultura en crisis cuando la crisis consiste en la imposibilidad de influir en la cultura?". </span></p>
<p dir="ltr"><span>"El escritor norteamericano de hoy afronta un totalitarismo cultural análogo al político con el que tuvieron que enfrentarse dos generaciones de escritores del bloque oriental. No tenerlo en cuenta es cortejar a la nostalgia". </span></p>
<p dir="ltr"><span>"Te preguntas: ¿por qué me tomo la molestia de escribir estos libros? No puedo fingir que la corriente dominante escucha la noticia que debo comunicarle. No puedo fingir que estoy subvirtiendo nada, puesto que cualquier lector capaz de descodificar mis mensajes subversivos no necesita oírlos". </span></p>
<p dir="ltr"><span>"Esperar que una novela soporte el peso de toda nuestra sociedad trastornada -que ayude a resolver problemas contemporáneos- me parece un engaño típicamente norteamericano. Escribir frases de tal autenticidad que uno puede refugiarse en ellas: ¿no es suficiente? ¿No es mucho ya?". </span></p>
<p dir="ltr"><span>"El realismo trágico preserva el acceso a la tierra que hay detrás del sueño del 'pueblo elegido', a la dificultad humana que hay debajo de la facilidad tecnológica, a la tristeza que esconde la narcosis de la cultura pop: a todos esos presagios en los márgenes de la existencia."</span></p>
<p dir="ltr"><span>Partiendo de estos dos artículos, declaraciones de principios en toda regla, estableceré dos grupos de autores: los irónicos reverentes y los realistas trágicos. No es una división tan arbitraria como podría parecer, pues las líneas de unificación que distinguen a ambos grupos, a pesar de las múltiples interrelaciones y saltos entre ellos, son lo bastante poderosas como para afirmar que existe una relación de yuxtaposición entre los autores; por decirlo de otro modo, la lectura de algunos de ellos ayuda a la comprensión y disfrute de otros.</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>los irónicos reverentes</span></p>
<p dir="ltr"><span>Los escritores de este grupo (Foster Wallace, Palahniuk, Homes, Lethem, Eggers) tienen vocación de punta de lanza. Lo que les lleva a escribir es el afán de seguir derribando muros de hipocresía, de señalar el punto débil y de forzar los límites de su arte. Tratan la relación individuo-sociedad haciendo mucho hincapié en el entorno, en la extrañeza del mundo, la situación tiene más peso que el personaje y la idea de presente suspendido es un punto de referencia básico. Dan por hecho que la batalla de lo libresco está perdida de antemano y, por ello, tratan de transformar la palabra, la obra escrita, en otro tipo de artefacto, llevando en muchos casos la ficción al extremo de lo inaceptable por el orden moral establecido.</span></p>
<p dir="ltr"><span>David Foster Wallace (1962) es uno de los miembros más destacados de este grupo de escritores, no tanto por el carácter singular de sus obras de ficción, sino por un detalle algo más curioso: ha dedicado un enorme esfuerzo a la causa de cerrar el enorme boquete causado por la hipertrofia de la ironía de la que habla en su artículo. Tras su primera novela, inédita en castellano, saltó a la palestra literaria americana con un excelente libro de cuentos, </span><span>La niña del pelo raro</span><span> (Mondadori, 2000), donde se aprecia toda la emergencia, la alegría y el poder para sugerir de la cultura popular. El último relato del libro, "Hacia el oeste el avance del imperio continúa", ya indicaba el camino que Foster Wallace tenía pensado emprender con su siguiente novela, la mastodóntica y obsesiva </span><span>La broma infinita</span><span> (Mondadori, 2002): la parodia y agotamiento de las maneras posmodernas. </span><span>La broma infinita</span><span> es un artefacto con vocación de totalidad, como lo fueron aquellos intentos de Proust o Musil, pero en sentido inverso: donde aquellos pretendían crear algo uniendo piezas, Foster Wallace pretende acabar con algo metiéndolo todo en la trituradora de su escritura y guiándolo por el sendero de la indefinición, aplicando una dosis inmensa del veneno que intenta erradicar. Si </span><span>La broma infinita</span><span> llegase a pasar a la historia, se debería más al hecho de ser algo similar a un agujero negro con una indescriptible fuerza de gravedad que a un punto de luz en el espacio literario, pues, a pesar de las altas cotas de ingenio, no es sino una especie de lápida que parece cerrar con doble llave el sepulcro de aquello que había sumido a la literatura norteamericana en el estancamiento. Por suerte, y como indicaba en su crítica de la novela Sergi Sánchez, "esta novela es el fin de algo y el principio de todo", y tras ella aparecieron </span><span>Entrevistas breves con hombres repulsivos</span><span>, otro libro de relatos, mucho menos rico que el primero, y, sobre todo, </span><span>Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer </span><span>(Mondadori, 2001, ambos). Es este último el mejor de los libros de Foster Wallace hasta el momento, una magnífica y deliciosa recopilación de reflexiones y piezas de no ficción en las que, gracias a la poderosa franqueza que alcanza su prosa, logra dar lo mejor de sí mismo como escritor y abrir una brecha de optimismo hacia el futuro.</span></p>
<p dir="ltr"><span>De Chuck Palahniuk (1964), curiosamente, aún no se ha hablado mucho en el ámbito hispano, a pesar de ser acreedor de una obra sólida, coherente y llamativa, y de haber pergeñado un libro, sin duda el mejor de su producción, capaz de condensar el malestar de toda una generación, de trazar (desquiciadas) alternativas y de convertirse, en parte gracias al cine, en un extraño libro secreto de culto masivo: </span><span>El club de lucha</span><span> (Aleph, 1999-2003). Palahniuk ha centrado cada una de sus novelas en temas específicos (el espacio de la masculinidad, el mundo de la moda, el mesianismo mediático, las adicciones), con el fin de abordar desde múltiples ángulos el tema de la alienación del hombre en una sociedad despersonalizada. A este escritor con vocación de activista (pertenece a un colectivo dedicado al gamberrismo artístico, la Cacophonic Society) aún le impulsa el deseo de, si no cambiar el mundo, sí hacerlo de nuevo humano. "Es el momento de producir libros que les sirvan a los hombres", ha dicho. Con </span><span>Superviviente</span><span> (Aleph, 2000), </span><span>Asfixia</span><span>, </span><span>Nana</span><span> y </span><span>Monstruos invisibles</span><span> (Mondadori 2001 y 2003), novelas marcadas por una prosa basada en verbos más que en adjetivos, ha pretendido expresar lo siguiente: "Tenemos que aceptar el caos y todo aquello que entendemos por desastroso. Porque sólo a través de ese tipo de cosas podremos redimirnos y cambiar." Gracias a eso, sus personajes acaban alcanzando un estado más allá del nihilismo, una suerte de libertad definitiva y extrema; en cierto sentido, postapocalíptica. Así termina, por ejemplo, </span><span>El club de lucha</span><span>: "Vamos a acabar con la civilización para hacer del mundo algo mejor." Y así </span><span>Asfixia</span><span>: "Es grotesco, pero aquí estamos, los pioneros, los zumbados de nuestra época, intentando construir nuestra realidad alternativa. Construir un mundo a partir de piedras y caos."</span></p>
<p dir="ltr"><span>Del resto de integrantes del grupo de los que he denominado irónicos reverentes, A. M. Homes es la más traducida, y desde hace más tiempo, al castellano. No se puede decir, sin embargo, que sea excesivamente conocida entre nosotros. </span><span>El fin de Alice</span><span> (Anagrama, 1999) no obtuvo aquí la airada respuesta que le propiciaron en Inglaterra, donde algunos quisieron prohibir la salida de una novela que, con descarnada delicadeza, trata el tema de la pederastia y de la sexualidad infantil. En </span><span>Sólo una madre</span><span> (Ediciones B, 1996) y </span><span>Música para corazones incendiados</span><span> (Anagrama, 2001), Homes ha evidenciado una afilada capacidad de penetración en los recovecos de la psique humana, adentrándose con pasmosa serenidad en los rincones más oscuros, y una efectividad narrativa basada en una prosa igualmente cortante y carente de gratificaciones. Esa capacidad de observación la ha puesto también al servicio de National Geographic para llevar a cabo un rico y poco corriente retrato de la ciudad de Los Ángeles (Los Ángeles, RBA, 2003).</span></p>
<p dir="ltr"><span> Jonathan Lethem (1964), por su parte, hasta publicar </span><span>Huérfanos de Brooklyn</span><span> (Mondadori, 2001), que le valió el National Book Critics Award, se había dedicado a revisar el género fantástico y a darle una psicodélica vuelta de tuerca, así como a explorar la línea que separa la cordura de la enfermedad mental; buena prueba de ello son </span><span>Cuando Alice se subió a la mesa</span><span> y </span><span>Paisaje con muchacha</span><span> (Mondadori, 2003, ambos). </span><span>Huérfanos de Brooklyn</span><span>, cuyos derechos posee el actor Edward Norton, se centra en la búsqueda del asesino de un pequeño mafioso que ha hecho las veces de padre adoptivo para un grupo de muchachos huérfanos entre los que está el narrador, un joven aquejado del síndrome de Tourette. En esta novela, Lethem muestra de un modo sincopado y tangencial el choque violento entre la inocencia juvenil individual y la implacabilidad del mundo adulto.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Mención especial merece el caso de Dave Eggers (1970), el integrante más sorprendente y secreto del grupo; también el más joven. Con sólo un libro, </span><span>Una historia conmovedora, asombrosa y genial </span><span>(Planeta, 2001), Eggers (actual editor de la revista McSweeney's, en la que han publicado muchos de los escritores mencionados en este artículo) se colocó de inmediato en la órbita de autores con una trayectoria más larga y, sin duda, más definida. Dicha obra es uno de los libros más inclasificables y sorprendentes aparecidos en los últimos años, pues enmascarada en forma de novela Eggers nos cuenta su propia historia: cómo tuvo que sobreponerse a la muerte casi simultánea de sus padres y hacerse cargo de su hermano pequeño. Para ello, fuerza hasta el paroxismo las formas novelísticas, incluyendo más de cuarenta páginas de "sugerencias para disfrutar de la obra", prefacio y agradecimientos, y alternando momentos desbocados de diálogo con conmovedoras descripciones anímicas; entre otros muchos malabares narrativos. Resulta difícil de entender que fuese Planeta la que editase un libro tan extraño y minoritario, pero ello no empaña (a pesar también de los inevitables excesos) el poder de una prosa limpia, regida por la sinceridad y el deseo exclusivo de contar para ordenar el caos que supone vivir; casi como si fuese el primer escritor de un nuevo mundo.</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>los realistas trágicos</span></p>
<p dir="ltr"><span>Por su parte, los miembros de este segundo grupo (Franzen, Moody, Eugenides, Chabon, Moore y Canin) intentan darle contenido humano, carne, a ese mundo moralmente arrasado; después de todo, parecen decir, son seres humanos los que viven en él, como han venido haciéndolo desde hace miles de años. Su narrativa se centra más en los personajes, en su fuerza y su vida interior, e intentan, a través de ellos y sus experiencias personales a lo largo del tiempo, crear una línea de enlace con el pasado por encima del muro que separa su generación de las precedentes. En las obras de todos ellos está muy presente la idea de familia y la del legado cultural y social. Creen en el poder de la palabra escrita como fuente de transmisión y conocimiento, incluso siendo conscientes de la vacuidad imperante, y existe en sus obras un extraño optimismo surgido del atisbo de la superación de la ironía y de la aceptación del entorno y los dolores que entraña.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Jonathan Franzen (1959) es a estas alturas, al menos a nivel mediático, el autor de referencia cuando se habla de la next generation: su pico más alto. Con su tercera novela, la impresionante </span><span>Las correcciones</span><span> (Seix Barral, 2002) ha logrado unificar a crítica y público (Andrés Ibáñez, por ejemplo, la comparó a </span><span>Madame Bovary</span><span>, y ha vendido más de un millón de ejemplares en su país), y eso a pesar de, o tal vez gracias a, haberse enfrentado a una de las sacerdotisas de la comunicación cultural estadounidense: Oprah Winfrey; acontecimiento que narra en uno de los artículos de </span><span>Cómo estar solo</span><span>. Franzen es un claro heredero de Pynchon, como demuestra la enrevesada, casi estrambótica, trama político-social de </span><span>Ciudad veintisiete</span><span> (Alfaguara, 2003), una extensa novela sobre una conspiración hindú para hacerse con la ciudad de San Luis. Pero su apuesta por la claridad expositiva ("Sin renunciar a una visión seria, el novelista tiene la obligación de entretener") y la riqueza de matices sintácticos le acerca más al amor y la fe por la frase bien escrita propio de DeLillo. </span><span>Las correcciones</span><span>, donde se narra la historia de una familia (aparentemente) normal, los Lambert, desde el repaso pormenorizado al discurrir de sus integrantes, dibujando unos muy sólidos protagonistas, es a la vez una crónica sagaz de la Norteamérica del cambio de milenio. Lo curioso de esta obra es que, al igual que un Boeing 747, su despegue no es grácil, como no lo es, a pesar de su efectividad, el aterrizaje, pero cuando se encuentra en pleno vuelo, a velocidad crucero, resulta imposible no maravillarse de que un artefacto de semejantes dimensiones flote en el cielo con tanta armonía. Porque Franzen ha conseguido con esta novela alcanzar El Dorado novelístico de su generación, la tercera vía: combinar los logros técnicos del posmodernismo con la emoción asociada al realismo, sin la cual no puede haber buena literatura. Cabe la posibilidad de que si </span><span>Ruido de fondo</span><span> supuso un toque a rebato para los nacidos en los sesenta</span><span>, Las correcciones</span><span> actúe a modo de radiofaro para la siguiente generación.</span></p>
<p dir="ltr"><span>La tormenta de hielo</span><span> (Debate, 1997), de Rick Moody (1961), es, sin duda, una de las obras que permite entender a este grupo de autores como una generación. Durante un gélido fin de semana del invierno de 1973, los Hood y sus vecinos los Williams serán protagonistas de un desgarrador momento de incomunicación que llevará a la muerte de uno de los protagonistas. El hielo al que hace referencia el título, no será sólo el que cubra el acomodado barrio residencial en el que viven, si no el que se había de instalar definitivamente entre dos generaciones, representadas por unos padres progres, perdidos en su propia indefinición, y unos hijos que tenían la televisión y los cómics como máximo referente cultural. </span><span>La tormenta de hielo</span><span>, en otras palabras, narra a la perfección el momento del corte en el correlato histórico, tomando a una familia de clase mediaalta como máximo exponente de un desastre de escala social. De Rick Moody se han traducido algunos libros más -</span><span>America Ocaso</span><span> (Debate), </span><span>Días en Garden State</span><span> y </span><span>Demonología</span><span> (Mondadori, 2003, ambos)- pero su cota más alta, hasta el momento, es el reciente </span><span>El velo negro</span><span> (Mondadori, 2003), un atípico libro de memorias ("Los géneros son un problema de las librerías"), emparentado con las obras de Sebald, en las que las vivencias personales del autor, centradas en la época que fue internado en un psiquiátrico, se entrelazan con la historia de su familia a lo largo del tiempo (otro Moody inspiró el famoso cuento de Hawthorne "El velo negro del pastor" que da título al libro) y, por extensión, con la fundación de su país.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Tras ocho años de elaboración, Jeffrey Eugenides (1960) publicó </span><span>Middlesex</span><span> (Anagrama, 2003), una novela que va camino de convertirse, a juzgar por las elogiosas críticas que le han dedicado los suplementos culturales, en uno de los fenómenos de los últimos años. Desde el punto de vista del hermafrodita Cal Stephanides, la novela nos cuenta una historia familiar de emigración con tintes fundacionales que es, a la vez, un impresionante fresco que cubre más de setenta años de la historia de América centrados en una de las ciudades clave de ese periodo: el Detroit de la industria automovilística. El libro destaca, sobre todo, por su poder de evocación, por su prosa bruñida y generosa que permite una lectura amable y enriquecedora (la falta de mordiente o acidez no empaña sus logros). </span><span>Middlesex</span><span> tiene vocación de obra mayor, todo lo contrario a lo que sucedía con su primera novela, </span><span>Las vírgenes suicidas</span><span> (Anagrama, 1994), una singular novela (escrita en primera persona del plural) que reflejaba el misterio y la imposibilidad de comprensión de la feminidad, colocando una lente de aumento en las hermanas Lisbon, adolescentes con una irresistible atracción por el suicidio.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Michael Chabon (1963) apuntó muy buenas maneras con su libro de relatos </span><span>Un mundo modelo</span><span> (Mondadori, 2003), expectativas que se vieron confirmadas con la novela </span><span>Chicos prodigiosos</span><span> (Anagrama, 1997), un refrescante y vivo repaso a la vida del escritor y profesor Grady Tripp, autor de culto enfrascado en una inacabable novela, durante un trepidante fin de semana en el que se debatirá su futuro como marido, padre y escritor. Tras ella, Chabon se embarcó en un proyecto de gran calado, </span><span>Las asombrosas aventuras de Kavalier y Clay</span><span> (Mondadori, 2003), en la que a pesar de sus esfuerzos por hacer viable una nostálgica historia de autores de cómic de los cincuenta, y a pesar de haber recibido por ella el Pulitzer, no alcanza el encantador nivel de su anterior novela.</span></p>
<p dir="ltr"><span>A pesar de que casi todos los integrantes del grupo de los realistas trágicos han escrito cuentos, la cuentista estelar del grupo es Lorrie Moore (1957). Su apuesta por las formas breves es muy intensa y específica, logrando algo que parecía realmente difícil: superar el legado de Carver. El mejor de sus libros, el estupendo </span><span>Pájaros de América</span><span> (Salamandra, 1999) es hasta ahora el último de su producción. Aparte de éste, la misma editorial ha publicado </span><span>Autoayuda</span><span> y </span><span>Como la vida</span><span> </span><span>misma</span><span> (2000 y 2003).</span></p>
<p dir="ltr"><span>Respecto a Ethan Canin (1960), su inclusión entre estos autores planteaba serias dudas. </span><span>El</span><span> </span><span>emperador del aire</span><span> (Salamandra, 1999), </span><span>El ladrón de palacio</span><span> (Anagrama, 1996), </span><span>Blue River</span><span> y </span><span>De</span><span> </span><span>reyes y planetas</span><span> (Salamandra, 1997 y 2001) son obras no sólo ajenas a cualquier tipo de moda, sino que parecen apostar con firmeza por una recuperación estilística, a la sombra de Scott Fitzgerald, de las formas clásicas. Si bien su primer libro de relatos destacó, precisamente, por el hecho de ir contracorriente, el resto de su producción no tiene la fuerza como para lograr el objetivo de colocarlo en un estadio atemporal, a pesar del atractivo de los temas que trata o de la sobriedad que caracteriza sus obras.</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>entre las grietas</span></p>
<p dir="ltr"><span>Para concluir, y tras haber hecho un repaso, siquiera a vista de pájaro, de su producción literaria, me gustaría indicar el punto definitivo de unión entre todos estos autores, inquilinos conscientes del planeta de los simios. Si una cosa comparten, más allá del tiempo que les ha tocado vivir, es su falta de cinismo. A día de hoy, en un mundo que no cesa de certificar la muerte de la cultura como forma de conocimiento, resulta sorprendente que todavía haya escritores que crean en lo que hacen (y que quede claro que no son los únicos), afrontando su oficio con modestia y ambición a partes iguales, aun a sabiendas de que su trabajo tiene todos los números para convertirse, con suerte, en parte de la gran rueda que no cesan de señalar. Tal vez la narrativa, y con ella el papel impreso, tenga sus días contados, pero de momento, escribir o "coger una novela después de cenar, representa una especie de cultural Je refuse!", como afirma Franzen; lo cual no es poco, habida cuenta de que el heroísmo se circunscribe ya únicamente al ámbito de lo íntimo y personal. Tal vez, como indica Foster Wallace, "los nuevos rebeldes sean artistas que se expongan al bostezo, a los ojos en blanco, a la sonrisita de suficiencia, al golpecito en las costillas, a la parodia de los ironistas y al 'Oh, qué banal'. A las acusaciones de sentimentalismo y melodrama. De exceso de credulidad. De blandura. De dejarse embaucar de buena gana por un mundo de mirones y seres acechantes que temen al miedo y al ridículo más que al encarcelamiento sumario. Quién sabe." Tal vez la narrativa seria, o social, o como se la prefiera denominar, no tenga ya más posibilidad de existir que entre las grietas y huecos que deje la tiránica cultura del entretenimiento, pero quizá precisamente por ese motivo sea tomada más en serio, al entenderla "como un espectáculo en peligro de extinción", según palabras de DeLillo. Por decirlo de otro modo, tal vez los simios encierren para siempre en jaulas zoológicas a los pocos humanos dispuestos a seguir en la brecha, permitiéndoles (pro)crear tan sólo en cautividad, pero en ningún caso podrán delimitar jamás el tamaño interior de dichas jaulas ni la orientación de las ventanas con las que mirar al exterior.</span></p>
<p dir="ltr"><span>(</span><span>tomado de la revista Lateral)</span></p>
<p dir="ltr"><a href="https://docs.google.com/document/d/1BVSQYC6-4qbmWcrrO0HkqwiC9Oqc8VcxDLyBMorJnQE/edit#bookmark=id.28h4qwu"><span>replay</span></a></p>
<p dir="ltr"><span></span><span>bob dylan</span></p>
<p dir="ltr"><span>(minnesotta, 1941. poeta y cantante; también actor. Autor de varias tonadas de variada recordación (blowin in the wind, hey mister tambourine man, the times they are a-changin) y discos de placa, transformados en cd, pero que aún siguen girando a 33 y 1 tercio: </span><span>blonde on blonde, nashville skyline, highway 61 revisited, bringing it all back home</span><span>) </span></p>
<span><span><br /><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>poetry</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>«I could make you crawl</span></p>
<p dir="ltr"><span>if I was payin attention»</span></p>
<p dir="ltr"><span>he said munchin a sandwish</span></p>
<p dir="ltr"><span>inbetween chess moves</span></p>
<p dir="ltr"><span>«what d you wanna make</span></p>
<p dir="ltr"><span>me crawl for?»</span></p>
<p dir="ltr"><span>«I mean I just could»</span></p>
<p dir="ltr"><span>«could make me crawl»</span></p>
<p dir="ltr"><span>«yeah, make you crawl!»</span></p>
<p dir="ltr"><span>«humm, funny guy you are»</span></p>
<p dir="ltr"><span>«no, I just play t win,</span></p>
<p dir="ltr"><span>that´s all»</span></p>
<p dir="ltr"><span>«well if you cant win me,</span></p>
<p dir="ltr"><span>then you´re the worst player</span></p>
<p dir="ltr"><span>I ever played»</span></p>
<p dir="ltr"><span>«what d you mean?»</span></p>
<p dir="ltr"><span>«I mean I lose all the time»</span></p>
<p dir="ltr"><span>his jaw tightened an he took</span></p>
<p dir="ltr"><span>a deep breath</span></p>
<p dir="ltr"><span>«hummm, now I gotta beat you»</span></p>
<span><span><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>***</span></p>
<span><span><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>for francoise hardy</span></p>
<p dir="ltr"><span>at the seine´s edge</span></p>
<p dir="ltr"><span>a giant shadow</span></p>
<p dir="ltr"><span>of notre dame</span></p>
<p dir="ltr"><span>seeks t grab my foot</span></p>
<p dir="ltr"><span>sorbonne students</span></p>
<p dir="ltr"><span>whirl by on thin bicycles</span></p>
<p dir="ltr"><span>swirlin´ lifelike colors of leather spin</span></p>
<p dir="ltr"><span>the breeze yawns food</span></p>
<p dir="ltr"><span>far from the bellies</span></p>
<p dir="ltr"><span>of erhardt meeting johnson</span></p>
<p dir="ltr"><span>piles of lovers</span></p>
<p dir="ltr"><span>fishing</span></p>
<p dir="ltr"><span>kissing</span></p>
<p dir="ltr"><span>lay themselves on their books, boats,</span></p>
<p dir="ltr"><span>old men</span></p>
<p dir="ltr"><span>clothed in curly mustaches</span></p>
<p dir="ltr"><span>float on the benches</span></p>
<p dir="ltr"><span>blankets of tourists</span></p>
<p dir="ltr"><span>in bright red nylon shirts</span></p>
<p dir="ltr"><span>with straw hats of ambassadors</span></p>
<p dir="ltr"><span>(cannot hear nixon´s</span></p>
<p dir="ltr"><span>dawg bark now)</span></p>
<p dir="ltr"><span>will sail away</span></p>
<p dir="ltr"><span>as the sun goes down</span></p>
<p dir="ltr"><span>the doors of the rivers are open</span></p>
<p dir="ltr"><span>i must remember that</span></p>
<p dir="ltr"><span>i too play the guitar</span></p>
<p dir="ltr"><span>it´s easy t stand here</span></p>
<p dir="ltr"><span>more lovers pass</span></p>
<p dir="ltr"><span>on motorcycles</span></p>
<p dir="ltr"><span>roped together</span></p>
<p dir="ltr"><span>from the walls of the water then</span></p>
<p dir="ltr"><span>i look across t what they call</span></p>
<p dir="ltr"><span>the right bank</span></p>
<p dir="ltr"><span>an envy</span></p>
<p dir="ltr"><span>your </span></p>
<p dir="ltr"><span>trumpet </span></p>
<p dir="ltr"><span>player</span></p>
<span><span><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>***</span></p>
<span><span><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>Al´s wife claimed I cant be happy</span></p>
<p dir="ltr"><span>as the New Jersey nite ran backwards</span></p>
<p dir="ltr"><span>an vanished behind our rollin ear</span></p>
<p dir="ltr"><span>«I dig the colors outside, an I´m happy»</span></p>
<p dir="ltr"><span>«but you sing such depressin songs»</span></p>
<p dir="ltr"><span>«but you say so on your terms»</span></p>
<p dir="ltr"><span>«but my terms aren´t so unreal»</span></p>
<p dir="ltr"><span>«yes, but they´re still your terms»</span></p>
<p dir="ltr"><span>«but what about others that think</span></p>
<p dir="ltr"><span>on those terms»</span></p>
<p dir="ltr"><span>«Lenny Bruce says there´re no dirty</span></p>
<p dir="ltr"><span>words … just dirty minds an I say there´re</span></p>
<p dir="ltr"><span>no depressed words just depressed minds»</span></p>
<p dir="ltr"><span>«but how´re you happy an when´re you happy»</span></p>
<p dir="ltr"><span>«I´m happy enough now»</span></p>
<p dir="ltr"><span>«why?»</span></p>
<p dir="ltr"><span>«cause I´m calmly lookin outside an watchin</span></p>
<p dir="ltr"><span>the nite unwind»</span></p>
<p dir="ltr"><span>«what´d yuh mean unwind»</span></p>
<p dir="ltr"><span>«I mean something like there´s no end it</span></p>
<p dir="ltr"><span>an its so big</span></p>
<p dir="ltr"><span>that everytime I see it it´s like seein</span></p>
<p dir="ltr"><span>for the first time»</span></p>
<p dir="ltr"><span>«so what?»</span></p>
<p dir="ltr"><span>«so anything that ain´t got no end´s</span></p>
<p dir="ltr"><span>just gotta be poetry in one</span></p>
<p dir="ltr"><span>way or another»</span></p>
<p dir="ltr"><span>«yeah but …»</span></p>
<p dir="ltr"><span>«an poetry makes me feel good»</span></p>
<p dir="ltr"><span>«but …»</span></p>
<p dir="ltr"><span>«an it makes me feel happy»</span></p>
<p dir="ltr"><span>«ok but …»</span></p>
<p dir="ltr"><span>«for lack of a better word»</span></p>
<p dir="ltr"><span>«but what about the songs you sing on stage?»</span></p>
<p dir="ltr"><span>«they´re nothin but the unwindin of</span></p>
<p dir="ltr"><span>my happiness»</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>***</span></p>
<span><span><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>straight away an into the ring</span></p>
<p dir="ltr"><span>juno takes twenty pills an</span></p>
<p dir="ltr"><span>paints all day. life he says</span></p>
<p dir="ltr"><span>is a head kinda thing. outside</span></p>
<p dir="ltr"><span>of chicago, private come down</span></p>
<p dir="ltr"><span>junkie nurse home heals countless</span></p>
<p dir="ltr"><span>common housewives strung out</span></p>
<p dir="ltr"><span>fully on drugstore dope, legally</span></p>
<p dir="ltr"><span>sold t help clean the kitchen.</span></p>
<p dir="ltr"><span>lenny bruce shows his seventh</span></p>
<p dir="ltr"><span>avenue hand made movies, while a</span></p>
<p dir="ltr"><span>bunch of women sneak little white</span></p>
<p dir="ltr"><span>tablets into shoes, stockins hats</span></p>
<p dir="ltr"><span>an other hidin places, newspapers</span></p>
<p dir="ltr"><span>tell neither, irma goes t israel</span></p>
<p dir="ltr"><span>an writes me that there, they</span></p>
<p dir="ltr"><span>hate nazis much more n we over here</span></p>
<p dir="ltr"><span>do. eichmann dies yes, an west</span></p>
<p dir="ltr"><span>germany sends eighty year old</span></p>
<p dir="ltr"><span>pruned out gestapo hermit off t</span></p>
<p dir="ltr"><span>the penitentiary. In east berlin</span></p>
<p dir="ltr"><span>renata tells me that i must wear</span></p>
<p dir="ltr"><span>tie t get in t this certain place</span></p>
<p dir="ltr"><span>i wanna go, back here, literate</span></p>
<p dir="ltr"><span>old man with rebel flag above</span></p>
<p dir="ltr"><span>home sweet home sign says he wont</span></p>
<p dir="ltr"><span>vote for goldwater, «talks too </span></p>
<p dir="ltr"><span>much, should keep his mouth shut»</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>i walk between back yards an see</span></p>
<p dir="ltr"><span>little boy with feather in his hair</span></p>
<p dir="ltr"><span>lyin dead on the grass, he gets</span></p>
<p dir="ltr"><span>up an hands feather t another </span></p>
<p dir="ltr"><span>little boy who inmediately falls</span></p>
<p dir="ltr"><span>down. «it´s my turn t be the good</span></p>
<p dir="ltr"><span>guy … take that, redskin» bang bang.</span></p>
<p dir="ltr"><span>henry miller stands on other side</span></p>
<p dir="ltr"><span>of ping pong table an keeps</span></p>
<p dir="ltr"><span>talkin about me. «did you ask</span></p>
<p dir="ltr"><span>the poet fellow if he wants</span></p>
<p dir="ltr"><span>something to drink» he says t</span></p>
<p dir="ltr"><span>someone getting all the drinks</span></p>
<p dir="ltr"><span>i drop my ping pong paddle</span></p>
<p dir="ltr"><span>an look at the pool, my worst</span></p>
<p dir="ltr"><span>enemies don’t even put me down</span></p>
<p dir="ltr"><span>in such a misterious way.</span></p>
<p dir="ltr"><span>college student trail me with</span></p>
<p dir="ltr"><span>microphone an tape machine</span></p>
<p dir="ltr"><span>what d you think a the communist</span></p>
<p dir="ltr"><span>party? what communist party?</span></p>
<p dir="ltr"><span>he rattles off names an numbers</span></p>
<p dir="ltr"><span>he cant answer my question, he</span></p>
<p dir="ltr"><span>tries harder. i say «you don’t</span></p>
<p dir="ltr"><span>have t answer my question», he</span></p>
<p dir="ltr"><span>gets all squishy, i say</span></p>
<p dir="ltr"><span>there´s no answer t my question</span></p>
<p dir="ltr"><span>any more n there´s an answer t</span></p>
<p dir="ltr"><span>your question, ferris wheel runs</span></p>
<p dir="ltr"><span>in california park an the sky trembles,</span></p>
<p dir="ltr"><span>turns red, above hiccups an pointed</span></p>
<p dir="ltr"><span>fingers, i tell reporter lady that yes</span></p>
<p dir="ltr"><span>i´m monstruosly against the house</span></p>
<p dir="ltr"><span>unamerican activities committee</span></p>
<p dir="ltr"><span>and also the cia an i beg her please</span></p>
<p dir="ltr"><span>not t ask me why for it would take</span></p>
<p dir="ltr"><span>too long t tell she asks me about</span></p>
<p dir="ltr"><span>humanity an i say i´m not sure</span></p>
<p dir="ltr"><span>what that word means, she wants me</span></p>
<p dir="ltr"><span>t say what she wants me t say, she</span></p>
<p dir="ltr"><span>wants me t say what she</span></p>
<p dir="ltr"><span>can understand, a loose tempered fat</span></p>
<p dir="ltr"><span>man in borrowed stomach slams wife</span></p>
<p dir="ltr"><span>in the face an rushes off t civil</span></p>
<p dir="ltr"><span>rights meeting, while some strange</span></p>
<p dir="ltr"><span>girl chases me up smoky mountain</span></p>
<p dir="ltr"><span>tryin t find out what sign i am.</span></p>
<p dir="ltr"><span>i take allen ginsberg t meet fantastic</span></p>
<p dir="ltr"><span>great beautiful artist an no tresspassin</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>boards block up all there is t see</span></p>
<p dir="ltr"><span>eviction, infection, gangrene an</span></p>
<p dir="ltr"><span>atom bombs, both ends exist only</span></p>
<p dir="ltr"><span>because there is someone who wants</span></p>
<p dir="ltr"><span>profit. boy loses eyesight, becomes</span></p>
<p dir="ltr"><span>airplane pilot, people pound their</span></p>
<p dir="ltr"><span>chests an other people´s chests an </span></p>
<p dir="ltr"><span>interpret bibles t suit their own</span></p>
<p dir="ltr"><span>means. respect is just a misinterpreted word</span></p>
<p dir="ltr"><span>an if Jesus Christ, himself, came</span></p>
<p dir="ltr"><span>down thru these streets, Christianity</span></p>
<p dir="ltr"><span>would start all over again, standin</span></p>
<p dir="ltr"><span>on the stage of all ground, insects</span></p>
<p dir="ltr"><span>play in their own world, snakes</span></p>
<p dir="ltr"><span>slide thru the weeds, ants come an</span></p>
<p dir="ltr"><span>go thru the grass, turtles an lizards</span></p>
<p dir="ltr"><span>make their way thru the sand, everything </span></p>
<p dir="ltr"><span>crawls, everything …</span></p>
<p dir="ltr"><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span>an everything still crawls</span></p>
<span><span><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>***</span></p>
<span><span><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>run go get out of here</span></p>
<p dir="ltr"><span>quick</span></p>
<p dir="ltr"><span>leave joshua</span></p>
<p dir="ltr"><span>split</span></p>
<p dir="ltr"><span>go fit your battle</span></p>
<p dir="ltr"><span>do your thing</span></p>
<p dir="ltr"><span>i lost my glasses</span></p>
<p dir="ltr"><span>cant see jerico</span></p>
<p dir="ltr"><span>the wind is tyin knots</span></p>
<p dir="ltr"><span>in my hair</span></p>
<p dir="ltr"><span>nothin seems</span></p>
<p dir="ltr"><span>t be straight</span></p>
<p dir="ltr"><span>out here</span></p>
<p dir="ltr"><span>no i shant go with you</span></p>
<p dir="ltr"><span>i cant go with you</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>on the brooklyn bridge</span></p>
<p dir="ltr"><span>he was cockeyed</span></p>
<p dir="ltr"><span>an stood on the edge</span></p>
<p dir="ltr"><span>there was a priest talkin to him</span></p>
<p dir="ltr"><span>i was shiftin myself around</span></p>
<p dir="ltr"><span>so i could see from all sides</span></p>
<p dir="ltr"><span>in an out of stretched necks</span></p>
<p dir="ltr"><span>an things</span></p>
<p dir="ltr"><span>cops held people back</span></p>
<p dir="ltr"><span>the lady in back of me</span></p>
<p dir="ltr"><span>burst into my groin</span></p>
<p dir="ltr"><span>«sick sick some are so sick»</span></p>
<p dir="ltr"><span>like a circus trapeze act</span></p>
<p dir="ltr"><span>«oh i hope he don’t do it»</span></p>
<p dir="ltr"><span>he was on the other side of the railin</span></p>
<p dir="ltr"><span>both eyes fiery wide</span></p>
<p dir="ltr"><span>wet with sweat</span></p>
<p dir="ltr"><span>the mouth of a shark</span></p>
<p dir="ltr"><span>rolled up soiled sleeves</span></p>
<p dir="ltr"><span>his arms were thick an tattoed</span></p>
<p dir="ltr"><span>an he wore a silver watch</span></p>
<p dir="ltr"><span>i could tell at a glance</span></p>
<p dir="ltr"><span>he was uselessly lonely</span></p>
<p dir="ltr"><span>i couldnt stay an look at him </span></p>
<p dir="ltr"><span>i couldnt stay an look at him</span></p>
<p dir="ltr"><span>because i suddenly realized that</span></p>
<p dir="ltr"><span>deep in my heart</span></p>
<p dir="ltr"><span>i really wanted</span></p>
<p dir="ltr"><span>t see him jump</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>(a mob. each member knowin</span></p>
<p dir="ltr"><span>that they all know an see the same thing</span></p>
<p dir="ltr"><span>they have the same thing in common.</span></p>
<p dir="ltr"><span>can stare at each other in total blankness</span></p>
<p dir="ltr"><span>they do not have t speak an not feel guilty</span></p>
<p dir="ltr"><span>about havin nothin t say, everyday boredom</span></p>
<p dir="ltr"><span>soaked by the temporary happiness</span></p>
<p dir="ltr"><span>of «that their search is finally over</span></p>
<p dir="ltr"><span>for findin a way to communicate» a leech cookout</span></p>
<p dir="ltr"><span>giant cop out. all mobs i would think.</span></p>
<p dir="ltr"><span>an i was in it an caught by the excitement of it)</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>an i walked away</span></p>
<p dir="ltr"><span>i wanted t see him jump so bad</span></p>
<p dir="ltr"><span>that i had t walk away an hide</span></p>
<p dir="ltr"><span>uptown uptown</span></p>
<p dir="ltr"><span>orchard street</span></p>
<p dir="ltr"><span>pants leg in my face</span></p>
<p dir="ltr"><span>«comere! comere!»</span></p>
<p dir="ltr"><span>i don’t need no clothes</span></p>
<p dir="ltr"><span>an cross the street</span></p>
<p dir="ltr"><span>skull caps climb</span></p>
<p dir="ltr"><span>by themselves out of manholes</span></p>
<p dir="ltr"><span>an shoeboxes ride</span></p>
<p dir="ltr"><span>the cracks of the sidewalk</span></p>
<p dir="ltr"><span>fishermen …..</span></p>
<p dir="ltr"><span>i´ve suddenly been turned into </span></p>
<p dir="ltr"><span>a fish</span></p>
<p dir="ltr"><span>but does anybody</span></p>
<p dir="ltr"><span>wanna be a fisherman</span></p>
<p dir="ltr"><span>any more n i</span></p>
<p dir="ltr"><span>don’t wanna be a fish</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>(swingin wanda´s</span></p>
<p dir="ltr"><span>down in new orleans</span></p>
<p dir="ltr"><span>rumbles across</span></p>
<p dir="ltr"><span>brick written</span></p>
<p dir="ltr"><span>swear word</span></p>
<p dir="ltr"><span>vulgar wail</span></p>
<p dir="ltr"><span>in new york city)</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>no they cant make it</span></p>
<p dir="ltr"><span>off the banks of their river</span></p>
<p dir="ltr"><span>i am in their river</span></p>
<p dir="ltr"><span>(i wonder if he jumped</span></p>
<p dir="ltr"><span>i really wonder if he jumped)</span></p>
<p dir="ltr"><span>i turn corner</span></p>
<p dir="ltr"><span>t get off river</span></p>
<p dir="ltr"><span>an get off river</span></p>
<p dir="ltr"><span>still goin up</span></p>
<p dir="ltr"><span>i about face</span></p>
<p dir="ltr"><span>an discover</span></p>
<p dir="ltr"><span>that i´m on another river</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>(this time, king rex</span></p>
<p dir="ltr"><span>blesses me with plastic beads</span></p>
<p dir="ltr"><span>an toot toot whistles</span></p>
<p dir="ltr"><span>paper rings an things.</span></p>
<p dir="ltr"><span>royal street.</span></p>
<p dir="ltr"><span>bourbon street</span></p>
<p dir="ltr"><span>st. claude an esplanade</span></p>
<p dir="ltr"><span>pass an pull</span></p>
<p dir="ltr"><span>everything out of shape</span></p>
<p dir="ltr"><span>joe b. stuart</span></p>
<p dir="ltr"><span>white southern poet</span></p>
<p dir="ltr"><span>holds me up</span></p>
<p dir="ltr"><span>we charge thru casa</span></p>
<p dir="ltr"><span>blazin jukebox</span></p>
<p dir="ltr"><span>gumbo overflowin</span></p>
<p dir="ltr"><span>get kicked out of colored bar</span></p>
<p dir="ltr"><span>streets jammed</span></p>
<p dir="ltr"><span>hypnotic stars explode</span></p>
<p dir="ltr"><span>in louisiana murder nite</span></p>
<p dir="ltr"><span>everything´s wedged</span></p>
<p dir="ltr"><span>arm in arm</span></p>
<p dir="ltr"><span>stoned galore</span></p>
<p dir="ltr"><span>must see you in mobile then</span></p>
<p dir="ltr"><span>down governor nichel</span></p>
<p dir="ltr"><span>an gone)</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>ok i can get off this river too</span></p>
<p dir="ltr"><span>on bleeker street</span></p>
<p dir="ltr"><span>i meet many friends</span></p>
<p dir="ltr"><span>who look at me</span></p>
<p dir="ltr"><span>as if they know something</span></p>
<p dir="ltr"><span>i don’t know</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>rocco an his brothers</span></p>
<p dir="ltr"><span>say that some people</span></p>
<p dir="ltr"><span>are worse hung up than me</span></p>
<p dir="ltr"><span>i don’t wanna hear it</span></p>
<p dir="ltr"><span>a basketball drops thru</span></p>
<p dir="ltr"><span>the hoop</span></p>
<p dir="ltr"><span>an i recall that the</span></p>
<p dir="ltr"><span>living theatre´s been busted</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>(has the guy jumped yet?)</span></p>
<p dir="ltr"><span>intellectual spiders</span></p>
<p dir="ltr"><span>weave down sixth avenue</span></p>
<p dir="ltr"><span>with colt forty fives</span></p>
<p dir="ltr"><span>stickin out of their</span></p>
<p dir="ltr"><span>belly buttons</span></p>
<p dir="ltr"><span>an for the first time</span></p>
<p dir="ltr"><span>in my life</span></p>
<p dir="ltr"><span>i´m proud that</span></p>
<p dir="ltr"><span>i havent read into</span></p>
<p dir="ltr"><span>any masterpiece books</span></p>
<p dir="ltr"><span>(an why did I wanna see that</span></p>
<p dir="ltr"><span>poor soul so dead?)</span></p>
<span><span><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>***</span></p>
<span><span><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>first of all two people get</span></p>
<p dir="ltr"><span>together an they want their doors </span></p>
<p dir="ltr"><span>enlarged, second of all, more</span></p>
<p dir="ltr"><span>people see what´s happening an</span></p>
<p dir="ltr"><span>come t help with the door</span></p>
<p dir="ltr"><span>enlargement. the ones that arrive</span></p>
<p dir="ltr"><span>however have nothin more than</span></p>
<p dir="ltr"><span>«let´s get these doors enlarged»</span></p>
<p dir="ltr"><span>t say t the ones who were</span></p>
<p dir="ltr"><span>there in the first place. it follows then that</span></p>
<p dir="ltr"><span>the whole thing revolves around</span></p>
<p dir="ltr"><span>nothing but this door enlargement idea.</span></p>
<p dir="ltr"><span>third of all, there´s a group now existin</span></p>
<p dir="ltr"><span>an the only thing that keeps them friends</span></p>
<p dir="ltr"><span>is that they all want the doors enlarged</span></p>
<p dir="ltr"><span>fourth of all,</span></p>
<p dir="ltr"><span>after this enlargement</span></p>
<p dir="ltr"><span>the group has t find</span></p>
<p dir="ltr"><span>something else t keep</span></p>
<p dir="ltr"><span>them together or</span></p>
<p dir="ltr"><span>else the door enlargement</span></p>
<p dir="ltr"><span>will prove t be</span></p>
<p dir="ltr"><span>embarassing</span></p>
<span><span><br /><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span></span><span>poesía</span></p>
<p dir="ltr"><span>(</span><span>traducción de RFI</span><span>)</span></p>
<span><span><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>"podría hacer que te arrastraras</span></p>
<p dir="ltr"><span>si tan solo prestara atención"</span></p>
<p dir="ltr"><span>dijo él masticando un sandwish</span></p>
<p dir="ltr"><span>entre jugadas de ajedrez</span></p>
<p dir="ltr"><span>"¿por qué quieres hacerme</span></p>
<p dir="ltr"><span>arrastrar?"</span></p>
<p dir="ltr"><span>"quiero decir que podría hacerlo"</span></p>
<p dir="ltr"><span>"podrías hacerme arrastrar"</span></p>
<p dir="ltr"><span>"¡sí! ¡hacerte arrastrar!"</span></p>
<p dir="ltr"><span>"hummm, que gracioso eres"</span></p>
<p dir="ltr"><span>"no, solo juego para ganar,</span></p>
<p dir="ltr"><span>eso es todo"</span></p>
<p dir="ltr"><span>"bueno, si no puedes ganarme</span></p>
<p dir="ltr"><span>entonces eres el peor jugador</span></p>
<p dir="ltr"><span>con el que haya jugado"</span></p>
<p dir="ltr"><span>"¿que quieres decir?"</span></p>
<p dir="ltr"><span>"quiero decir que pierdo todo el tiempo"</span></p>
<p dir="ltr"><span>apretó las mandíbulas y respiró</span></p>
<p dir="ltr"><span>fuerte</span></p>
<p dir="ltr"><span>"hummm, ahora tengo que ganarte"</span></p>
<span><span><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>***</span></p>
<span><span><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>para francoise hardy</span></p>
<p dir="ltr"><span>en la orilla del sena</span></p>
<p dir="ltr"><span>una sombra gigante</span></p>
<p dir="ltr"><span>de notredame</span></p>
<p dir="ltr"><span>busca agarrar mi pie</span></p>
<p dir="ltr"><span>estudiantes de la sorbona</span></p>
<p dir="ltr"><span>ruedan sobre delgadas bicicletas</span></p>
<p dir="ltr"><span>vitales colores en torbellino de giro y cuero</span></p>
<p dir="ltr"><span>la briza bosteza alimentos</span></p>
<p dir="ltr"><span>lejos de los vientres</span></p>
<p dir="ltr"><span>de erhardt conociendo a johnson</span></p>
<p dir="ltr"><span>pilas de amantes</span></p>
<p dir="ltr"><span>pescando</span></p>
<p dir="ltr"><span>besándose</span></p>
<p dir="ltr"><span>yacen sobre libros, botes</span></p>
<p dir="ltr"><span>ancianos</span></p>
<p dir="ltr"><span>vestidos con bigotes rizados</span></p>
<p dir="ltr"><span>flotan sobre los bancos</span></p>
<p dir="ltr"><span>sábanas de turistas</span></p>
<p dir="ltr"><span>con brillantes camisas de nylon rojo</span></p>
<p dir="ltr"><span>con sombreros de paja de embajadores</span></p>
<p dir="ltr"><span>(no puedo oir ladrar ahora</span></p>
<p dir="ltr"><span>al perro de nixon)</span></p>
<p dir="ltr"><span>se irán navegando</span></p>
<p dir="ltr"><span>mientras se pone el sol</span></p>
<p dir="ltr"><span>las puertas del río están abiertas</span></p>
<p dir="ltr"><span>debo recordar que</span></p>
<p dir="ltr"><span>yo también toco la guitarra</span></p>
<p dir="ltr"><span>es facil estar aquí parado</span></p>
<p dir="ltr"><span>pasan más amantes</span></p>
<p dir="ltr"><span>sobre motocicletas</span></p>
<p dir="ltr"><span>enlazados juntos</span></p>
<p dir="ltr"><span>desde los muros del agua entonces</span></p>
<p dir="ltr"><span>miro a lo que llaman</span></p>
<p dir="ltr"><span>la orilla derecha</span></p>
<p dir="ltr"><span>y envidio</span></p>
<p dir="ltr"><span>a</span></p>
<p dir="ltr"><span>tu</span></p>
<p dir="ltr"><span>trompetista</span></p>
<span><span><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>***</span></p>
<span><span><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>la esposa de Al dijo que yo no podía ser feliz</span></p>
<p dir="ltr"><span>mientras la noche de New Jersey corría hacia atrás</span></p>
<p dir="ltr"><span>y se desvanecía tras nuestros oídos rodantes</span></p>
<p dir="ltr"><span>"miro los colores afuera, y soy feliz"</span></p>
<p dir="ltr"><span>"pero cantas canciones tan deprimentes"</span></p>
<p dir="ltr"><span>"pero eso lo dices en tus términos"</span></p>
<p dir="ltr"><span>"pero mis términos no son tan irreales"</span></p>
<p dir="ltr"><span>"sí, pero de todas formas son tus términos"</span></p>
<p dir="ltr"><span>"pero que hay con los demás que piensan</span></p>
<p dir="ltr"><span>en esos términos"</span></p>
<p dir="ltr"><span>"Lenny Bruce dice que no hay palabras</span></p>
<p dir="ltr"><span>sucias ... solo mentes sucias y yo digo que no hay</span></p>
<p dir="ltr"><span>palabras depresivas solo mentes depresivas"</span></p>
<p dir="ltr"><span>"pero como eres feliz y cuando estás feliz"</span></p>
<p dir="ltr"><span>"soy bastante feliz ahora"</span></p>
<p dir="ltr"><span>"¿por qué?"</span></p>
<p dir="ltr"><span>"porque miro afuera calmadamente y veo</span></p>
<p dir="ltr"><span>la noche revelarse"</span></p>
<p dir="ltr"><span>"que quieres decir con revelarse"</span></p>
<p dir="ltr"><span>"quiero decir algo que no tiene fin</span></p>
<p dir="ltr"><span>y es tan grande</span></p>
<p dir="ltr"><span>que cada vez que lo veo es como verlo</span></p>
<p dir="ltr"><span>la primera vez"</span></p>
<p dir="ltr"><span>"¿y qué?"</span></p>
<p dir="ltr"><span>"que algo que no tiene fin </span></p>
<p dir="ltr"><span>tiene que ser poesía de una forma</span></p>
<p dir="ltr"><span>o otra"</span></p>
<p dir="ltr"><span>"sí pero ..."</span></p>
<p dir="ltr"><span>"y la poesía me hace sentir bien"</span></p>
<p dir="ltr"><span>pero ..."</span></p>
<p dir="ltr"><span>"y me hace sentir feliz"</span></p>
<p dir="ltr"><span>"okey pero ..."</span></p>
<p dir="ltr"><span>"a falta de una palabra mejor"</span></p>
<p dir="ltr"><span>"¿pero que hay con las canciones que cantas sobre el escenario?"</span></p>
<p dir="ltr"><span>"no son más que la revelación de </span></p>
<p dir="ltr"><span>mi felicidad"</span></p>
<span><span><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>***</span></p>
<span><span><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>una vez dentro del ring</span></p>
<p dir="ltr"><span>juno toma veinte pastillas y</span></p>
<p dir="ltr"><span>pinta todo el día. dice que la vida</span></p>
<p dir="ltr"><span>es una cosa en la cabeza. afuera</span></p>
<p dir="ltr"><span>de chicago, desbarajuste privado</span></p>
<p dir="ltr"><span>enfermera casera junkie sana incontables</span></p>
<p dir="ltr"><span>amas de casa comunes colgadas</span></p>
<p dir="ltr"><span>completamente con drogas de farmacia, legalmente</span></p>
<p dir="ltr"><span>vendidas para ayudar a limpiar la cocina.</span></p>
<p dir="ltr"><span>lenny bruce muestra sus séptimas</span></p>
<p dir="ltr"><span>películas hechas a mano en la avenida, mientras un</span></p>
<p dir="ltr"><span>montón de mujeres se llevan pequeñas</span></p>
<p dir="ltr"><span>tabletas blancas dentro de zapatos, medias sombreros</span></p>
<p dir="ltr"><span>y otros escondites, los diarios</span></p>
<p dir="ltr"><span>no dicen nada, irma va a israel</span></p>
<p dir="ltr"><span>y me escribe que allá odian </span></p>
<p dir="ltr"><span>a los nazis mucho más que nosotros aquí</span></p>
<p dir="ltr"><span>eichmann muere sí, y alemania</span></p>
<p dir="ltr"><span>oriental envia ermitaño de ochenta años</span></p>
<p dir="ltr"><span>gestapo gastado a</span></p>
<p dir="ltr"><span>la penitenciaría. en berlin occidental</span></p>
<p dir="ltr"><span>renata me dice que debo usar</span></p>
<p dir="ltr"><span>corbata para entrar a este sitio</span></p>
<p dir="ltr"><span>quiero regresar aquí, literato</span></p>
<p dir="ltr"><span>anciano con bandera rebelde sobre</span></p>
<p dir="ltr"><span>letrero de hogar, dulce hogar dice que no</span></p>
<p dir="ltr"><span>votará por goldwater, "habla</span></p>
<p dir="ltr"><span>mucho, debería mantener su boca cerrada"</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>camino entre patios y veo</span></p>
<p dir="ltr"><span>a un chico con plumas en el pelo</span></p>
<p dir="ltr"><span>yaciendo muerto sobre la hierba, se levan</span></p>
<p dir="ltr"><span>ta y le da las plumas a otro</span></p>
<p dir="ltr"><span>chico que inmediatamente se </span></p>
<p dir="ltr"><span>cae. "es mi turno de ser el </span></p>
<p dir="ltr"><span>bueno ... toma esto, piel roja" bang bang.</span></p>
<p dir="ltr"><span>henry miller está en el otro lado</span></p>
<p dir="ltr"><span>de la mesa de ping pong y sigue hablando </span></p>
<p dir="ltr"><span>sobre mi. "le preguntaste</span></p>
<p dir="ltr"><span>al compañero poeta si quiere</span></p>
<p dir="ltr"><span>algo de beber" le dice a </span></p>
<p dir="ltr"><span>alguien que busca las bebidas</span></p>
<p dir="ltr"><span>suelto mi raqueta de ping pong</span></p>
<p dir="ltr"><span>y miro a la piscina, mis peores</span></p>
<p dir="ltr"><span>enemigos ni siquiera me entristecen</span></p>
<p dir="ltr"><span>de una forma tan misteriosa.</span></p>
<p dir="ltr"><span>estudiante universitario me persigue con</span></p>
<p dir="ltr"><span>micrófono y grabadora</span></p>
<p dir="ltr"><span>¿que cree del partido</span></p>
<p dir="ltr"><span>comunista? ¿que partido comunista?</span></p>
<p dir="ltr"><span>me da nombres y números</span></p>
<p dir="ltr"><span>no puede responder mi pregunta, él</span></p>
<p dir="ltr"><span>intenta mejor. le digo "no</span></p>
<p dir="ltr"><span>tienes por que responderme", él</span></p>
<p dir="ltr"><span>se inquieta, le digo</span></p>
<p dir="ltr"><span>que no hay respuesta para mi pregunta</span></p>
<p dir="ltr"><span>como mismo no hay respuesta para</span></p>
<p dir="ltr"><span>su pregunta, gira el carrusel</span></p>
<p dir="ltr"><span>en el parque de california y el cielo tiembla,</span></p>
<p dir="ltr"><span>enrojece, sobre hipos y dedos </span></p>
<p dir="ltr"><span>señalando, le digo a la reportera que sí</span></p>
<p dir="ltr"><span>estoy monstruosamente contra</span></p>
<p dir="ltr"><span>el comité de actividades no-norteamericanas</span></p>
<p dir="ltr"><span>y también la cia y le ruego por favor</span></p>
<p dir="ltr"><span>que no me pregunte la razón porque me llevaría</span></p>
<p dir="ltr"><span>mucho tiempo contestar lo que me pregunta</span></p>
<p dir="ltr"><span>acerca de la humanidad y le digo que no estoy seguro</span></p>
<p dir="ltr"><span>del significado de esa palabra, ella quiere</span></p>
<p dir="ltr"><span>que yo diga lo que ella quiere que diga, ella</span></p>
<p dir="ltr"><span>quiere que diga lo que ella</span></p>
<p dir="ltr"><span>puede entender, un gordo de mal temperamento</span></p>
<p dir="ltr"><span>con estómago prestado golpea a esposa</span></p>
<p dir="ltr"><span>en la cara y se va a un encuentro</span></p>
<p dir="ltr"><span>de derechos civiles, mientras una extraña</span></p>
<p dir="ltr"><span>chica me persigue por montaña humeante</span></p>
<p dir="ltr"><span>tratando de averiguar mi signo.</span></p>
<p dir="ltr"><span>llevo a allen ginsberg a conocer a fantástica</span></p>
<p dir="ltr"><span>gran hermosa artista y letreros</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>de no traspasar bloquean toda la vista</span></p>
<p dir="ltr"><span>desalojo, infección, gangrena y</span></p>
<p dir="ltr"><span>bombas atómicas, ambos fines existen solo</span></p>
<p dir="ltr"><span>porque hay alguien que quiere</span></p>
<p dir="ltr"><span>beneficio. chico pierde vista, se convierte</span></p>
<p dir="ltr"><span>en piloto de aeroplano, la gente se da en el pecho</span></p>
<p dir="ltr"><span>y en los pechos de otros y</span></p>
<p dir="ltr"><span>interpretan biblias a conveniencia </span></p>
<p dir="ltr"><span>propia. respeto es una palabra mal interpretada</span></p>
<p dir="ltr"><span>y si Jesucristo atravesara</span></p>
<p dir="ltr"><span>estas calles, el Cristianismo</span></p>
<p dir="ltr"><span>volvería a comenzar desde cero otra vez, parados</span></p>
<p dir="ltr"><span>en el escenario de todo terreno, los insectos</span></p>
<p dir="ltr"><span>juegan en su propio mundo, las serpientes</span></p>
<p dir="ltr"><span>se deslizan por las malezas, vienen las hormigas y</span></p>
<p dir="ltr"><span>atraviesan la hierba, tortugas y lagartijas</span></p>
<p dir="ltr"><span>hallan su camino a través de la arena, todo</span></p>
<p dir="ltr"><span>se arrastra, todo ...</span></p>
<p dir="ltr"><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span>y aún todo se arrastra</span></p>
<span><span><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>***</span></p>
<span><span><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>corre vete sal de aquí</span></p>
<p dir="ltr"><span>rápido</span></p>
<p dir="ltr"><span>abandona joshua</span></p>
<p dir="ltr"><span>pierdete</span></p>
<p dir="ltr"><span>ve con tu batalla</span></p>
<p dir="ltr"><span>haz lo tuyo</span></p>
<p dir="ltr"><span>perdí mis espejuelos</span></p>
<p dir="ltr"><span>no puedo ver jerico</span></p>
<p dir="ltr"><span>el viento hace nudos</span></p>
<p dir="ltr"><span>en mi cabello</span></p>
<p dir="ltr"><span>nada parece </span></p>
<p dir="ltr"><span>estar bien</span></p>
<p dir="ltr"><span>aquí</span></p>
<p dir="ltr"><span>no no iré contigo</span></p>
<p dir="ltr"><span>no puedo ir contigo</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>en el puente de brooklyn</span></p>
<p dir="ltr"><span>estaba cruzado de ojos</span></p>
<p dir="ltr"><span>y parado sobre el borde</span></p>
<p dir="ltr"><span>un sacerdote hablaba con él</span></p>
<p dir="ltr"><span>yo cambiaba de posición</span></p>
<p dir="ltr"><span>para poder ver desde todas partes</span></p>
<p dir="ltr"><span>desde los cuellos alargados</span></p>
<p dir="ltr"><span>y cosas</span></p>
<p dir="ltr"><span>los policías contenían a la gente</span></p>
<p dir="ltr"><span>la dama atrás de mi</span></p>
<p dir="ltr"><span>me dio en las costillas</span></p>
<p dir="ltr"><span>"enfermos enfermos algunos están tan enfermos"</span></p>
<p dir="ltr"><span>como un acto de trapecio en el circo</span></p>
<p dir="ltr"><span>"oh espero que no lo haga"</span></p>
<p dir="ltr"><span>él estaba del otro lado del raíl</span></p>
<p dir="ltr"><span>ojos anchos y salvajes</span></p>
<p dir="ltr"><span>húmedos de sudor</span></p>
<p dir="ltr"><span>la boca de un tiburón</span></p>
<p dir="ltr"><span>mangas enrolladas y sucias</span></p>
<p dir="ltr"><span>sus brazos eran gruesos y tatuados</span></p>
<p dir="ltr"><span>y usaba un reloj plateado</span></p>
<p dir="ltr"><span>pude darme cuenta de una mirada</span></p>
<p dir="ltr"><span>que estaba inserviblemente solo</span></p>
<p dir="ltr"><span>no podía quedarme y mirarlo</span></p>
<p dir="ltr"><span>no podía quedarme y mirarlo</span></p>
<p dir="ltr"><span>porque repentinamente me di cuenta que</span></p>
<p dir="ltr"><span>profundo en mi corazón</span></p>
<p dir="ltr"><span>realmente quería</span></p>
<p dir="ltr"><span>verlo saltar</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>(una multitud. cada miembro sabiendo</span></p>
<p dir="ltr"><span>que todos saben y ven la misma cosa</span></p>
<p dir="ltr"><span>que tienen lo mismo en comun</span></p>
<p dir="ltr"><span>pueden mirarse unos a otros con las miradas en blanco</span></p>
<p dir="ltr"><span>no tienen que hablar y no se sienten culpables</span></p>
<p dir="ltr"><span>por no tener nada que decir, aburrimiento diario</span></p>
<p dir="ltr"><span>empapado por la felicidad temporal</span></p>
<p dir="ltr"><span>de "que su búsqueda finalmente ha terminado</span></p>
<p dir="ltr"><span>al hallar una manera de comunicación" un envite de sanguijuelas</span></p>
<p dir="ltr"><span>policía gigante. todas las multitudes podría pensar</span></p>
<p dir="ltr"><span>y yo estaba en esta y envuelto en la excitación)</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>y me fui</span></p>
<p dir="ltr"><span>tenía tantos deseos de verlo saltar</span></p>
<p dir="ltr"><span>que tuve que irme y ocultarme</span></p>
<p dir="ltr"><span>en la ciudad en la ciudad</span></p>
<p dir="ltr"><span>calle orchard</span></p>
<p dir="ltr"><span>perneras en mi rostro</span></p>
<p dir="ltr"><span>"¡ven aquí! ¡ven aquí!"</span></p>
<p dir="ltr"><span>no necesito ropas</span></p>
<p dir="ltr"><span>y cruzo la calle</span></p>
<p dir="ltr"><span>cráneos con gorras suben</span></p>
<p dir="ltr"><span>solos por agujeros</span></p>
<p dir="ltr"><span>y cajas de zapatos van</span></p>
<p dir="ltr"><span>por las grietas de la acera</span></p>
<p dir="ltr"><span>pescadores .....</span></p>
<p dir="ltr"><span>repentinamente me he vuelto un</span></p>
<p dir="ltr"><span>pez</span></p>
<p dir="ltr"><span>pero ¿hay alguien </span></p>
<p dir="ltr"><span>que quiera ser un pescador</span></p>
<p dir="ltr"><span>más que yo </span></p>
<p dir="ltr"><span>no quiera ser un pez?</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>(wanda de moda</span></p>
<p dir="ltr"><span>en new orleans</span></p>
<p dir="ltr"><span>tropieza con</span></p>
<p dir="ltr"><span>palabrota escrita</span></p>
<p dir="ltr"><span>sobre ladrillo</span></p>
<p dir="ltr"><span>lamento vulgar</span></p>
<p dir="ltr"><span>en new york city)</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>no no pueden salir</span></p>
<p dir="ltr"><span>de las márgenes de su río</span></p>
<p dir="ltr"><span>estoy en su río</span></p>
<p dir="ltr"><span>(me pregunto si saltó</span></p>
<p dir="ltr"><span>realmente me preguntó si saltó)</span></p>
<p dir="ltr"><span>doblo la esquina</span></p>
<p dir="ltr"><span>para salir del río</span></p>
<p dir="ltr"><span>y salgo del río</span></p>
<p dir="ltr"><span>todavía yendo</span></p>
<p dir="ltr"><span>de cara</span></p>
<p dir="ltr"><span>y descubro</span></p>
<p dir="ltr"><span>que estoy en otro río</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>(esta vez, rey rex</span></p>
<p dir="ltr"><span>me bendice con cuentas de plástico</span></p>
<p dir="ltr"><span>y silba silbando</span></p>
<p dir="ltr"><span>anillos de papel y cosas.</span></p>
<p dir="ltr"><span>calle real.</span></p>
<p dir="ltr"><span>calle bourbon</span></p>
<p dir="ltr"><span>san claude y explanada</span></p>
<p dir="ltr"><span>pasan y lo</span></p>
<p dir="ltr"><span>desencajan todo</span></p>
<p dir="ltr"><span>joe b. stuart</span></p>
<p dir="ltr"><span>poeta sureño blanco</span></p>
<p dir="ltr"><span>me sostiene</span></p>
<p dir="ltr"><span>cargamos a través de casa</span></p>
<p dir="ltr"><span>vitrola relampagueante</span></p>
<p dir="ltr"><span>inundante</span></p>
<p dir="ltr"><span>nos sacan a patadas de bar de negros</span></p>
<p dir="ltr"><span>calles atascadas</span></p>
<p dir="ltr"><span>estrellas hipnóticas hacen explosión</span></p>
<p dir="ltr"><span>en la noche asesinato de louisiana</span></p>
<p dir="ltr"><span>todo comprimido</span></p>
<p dir="ltr"><span>brazo con brazo</span></p>
<p dir="ltr"><span>muy drogado</span></p>
<p dir="ltr"><span>debo verte en mobile entonces</span></p>
<p dir="ltr"><span>en gobernador nichel </span></p>
<p dir="ltr"><span>ido)</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>okey puedo salir también de este río</span></p>
<p dir="ltr"><span>en bleeker street</span></p>
<p dir="ltr"><span>encuentro muchos amigos</span></p>
<p dir="ltr"><span>que me miran</span></p>
<p dir="ltr"><span>como si supieran algo</span></p>
<p dir="ltr"><span>que no sé</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>rocco y sus hermanos</span></p>
<p dir="ltr"><span>dicen que algunos</span></p>
<p dir="ltr"><span>están peores de resaca que yo</span></p>
<p dir="ltr"><span>no quiero oírlo</span></p>
<p dir="ltr"><span>una pelota de basket cae </span></p>
<p dir="ltr"><span>por el aro</span></p>
<p dir="ltr"><span>y me doy cuenta que</span></p>
<p dir="ltr"><span>el teatro viviente ha sido devastado</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>(¿ya habrá saltado el tipo?)</span></p>
<p dir="ltr"><span>arañas intelectuales</span></p>
<p dir="ltr"><span>tejen en sexta avenida</span></p>
<p dir="ltr"><span>con colts cuarentaicinco</span></p>
<p dir="ltr"><span>sobresaliendo de sus</span></p>
<p dir="ltr"><span>ombligos</span></p>
<p dir="ltr"><span>y por primera vez</span></p>
<p dir="ltr"><span>en mi vida</span></p>
<p dir="ltr"><span>me enorgullece</span></p>
<p dir="ltr"><span>no haber leído</span></p>
<p dir="ltr"><span>ninguna obra maestra de literatura</span></p>
<p dir="ltr"><span>(¿y por qué quise ver tan muerta</span></p>
<p dir="ltr"><span>esa pobre alma?)</span></p>
<span><span><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>***</span></p>
<span><span><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>primero que todo dos gentes se</span></p>
<p dir="ltr"><span>juntan y quieren sus puertas </span></p>
<p dir="ltr"><span>ensanchadas, segundo que todo, más</span></p>
<p dir="ltr"><span>gente ve lo que ocurre y</span></p>
<p dir="ltr"><span>vienen a ayudar con el ensanche de </span></p>
<p dir="ltr"><span>la puerta. los que llegan</span></p>
<p dir="ltr"><span>de todas formas no tienen más que</span></p>
<p dir="ltr"><span>"vamos a ensanchar estas puertas"</span></p>
<p dir="ltr"><span>para decirles a los que estaban </span></p>
<p dir="ltr"><span>allí en primer lugar. sucede entonces que</span></p>
<p dir="ltr"><span>toda la cosa solo gira en torno a </span></p>
<p dir="ltr"><span>la idea del ensanche de la puerta.</span></p>
<p dir="ltr"><span>tercero que todo, hay un grupo ahora que existe</span></p>
<p dir="ltr"><span>y lo unico que los mantiene como amigos</span></p>
<p dir="ltr"><span>es que todos quieren ensanchar las puertas</span></p>
<p dir="ltr"><span>cuarto que todo,</span></p>
<p dir="ltr"><span>después del ensanche</span></p>
<p dir="ltr"><span>el grupo tiene que hallar</span></p>
<p dir="ltr"><span>algo más para mantenerlos</span></p>
<p dir="ltr"><span>juntos o</span></p>
<p dir="ltr"><span>entonces el ensanche de la puerta </span></p>
<p dir="ltr"><span>se convertirá en algo</span></p>
<p dir="ltr"><span>avergonzante</span></p>
<span><span><br /><br /><br /><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><a href="https://docs.google.com/document/d/1BVSQYC6-4qbmWcrrO0HkqwiC9Oqc8VcxDLyBMorJnQE/edit#bookmark=id.28h4qwu"><span>replay</span></a></p>
<span><span><br /><br /><br /><br /><br /><br /><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span></span><span>expediente king</span></p>
<span><span><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>El escritor Stephen King, aclamado por muchos lectores pero criticado y defenestrado por muchos críticos, pidió que se le diera apoyo a otros autores de ficción popular, mientras recibía la Medalla 2003 por su </span><span>Contribución Distinguida a las Letras Americanas</span><span>, premio entregado por la </span><span>National Book Foundation.</span><span> </span></p>
<p dir="ltr"><span>El crítico Harold Bloom se mostró particularmente contrario a la elección, al punto de escribir un artículo en el que considera al premio como un asalto al territorio de la literatura. Pero King pareció prestarle poca atención a esto.</span></p>
<p dir="ltr"><span>«Hay un montón de gente que decidió que era un buen premio para entregarme, y eso es suficiente para mí».</span><span> dijo King.</span></p>
<p dir="ltr"><span>El premio que recibió King fue creado en 1998 para rendir honor a los escritores que han contribuido a la literatura moderna con su trabajo.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Durante la ceremonia King brindó un largo discurso que fue seguido por los 900 invitados, entre los que se incluían 125 escritores.</span></p>
<p dir="ltr"><span>King dijo no tener paciencia</span><span> «para aquellos que dicen con orgullo que jamás han leído nada de John Grisham, Tom Clancy, Mary Higgins Clark o cualquier otro escritor popular».</span></p>
<p dir="ltr"><span>«¿Qué piensan?»,</span><span> dijo King.</span><span> «¿Obtener prestigio académico por estar deliberadamente alejados de su propia cultura?»</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>(tomado de ABC News)</span></p>
<span><span><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>***</span></p>
<span><span><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>harold bloom</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>un honor inmerecido</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>La decisión de otorgar a Stephen King el premio anual de la </span><span>Fundación Nacional del Libro</span><span> por su </span><span>contribución distinguida a la literatura norteamericana</span><span> es otro hito del indignante proceso de entumecimiento de nuestra vida cultural. En el pasado describí a King como un escritor de novelas baratas, pero tal vez eso sea demasiado amable. No tiene nada en común con Edgar Allan Poe. Es un escritor terriblemente malo, cosa que puede comprobarse frase a frase, libro a libro.</span></p>
<p dir="ltr"><span>La industria editorial cayó muy bajo al conceder a King un premio que anteriormente había otorgado a los novelistas Saul Bellow y Philip Roth y al dramaturgo Arthur Miller. Al hacerlo, lo único que se reconoce es el valor comercial de sus libros, que se venden por millones pero no hacen nada por la humanidad excepto mantener a flote el mundo editorial. Si ese va a ser el criterio en el futuro, entonces tal vez el año próximo el comité dé el premio a Danielle Steel, y seguramente el </span><span>Nobel de literatura</span><span> sea para J. K. Rowling.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Esto forma parte de un fenómeno sobre el que escribí hace un par de años, cuando me pidieron mi opinión sobre Rowling. Compré y leí </span><span>Harry Potter y la Piedra Filosofal</span><span>. Fue un proceso muy doloroso. La escritura era espantosa; el libro era horrible. A medida que leía, advertía que cada vez que un personaje salía a caminar, la autora escribía que el personaje </span><span>estiraba las piernas</span><span>. Empecé a hacer una marca cada vez que esa frase se repetía. Sólo me detuve cuando ya había hecho varias decenas de marcas. No lo podía creer. Rowling tiene la mente tan llena de clisés y metáforas muertas, que no sabe escribir de otra forma.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Cuando escribí eso en un diario, me criticaron. Me dijeron que J. K. Rowling es lo único que leen ahora los chicos y me preguntaron si, después de todo, no era mejor eso que no leer nada. Si Rowling es lo que hace falta para que abran un libro, ¿no es algo positivo? No lo es. Poco después leí una elogiosa reseña de </span><span>Harry Potte</span><span>r del propio Stephen King. Había escrito algo del tenor de:</span><span> «Si los chicos leen </span><span>Harry Potter</span><span> a los once o doce años, cuando crezcan van a leer a Stephen King</span><span>.</span><span>» </span><span>Y no estaba ironizando.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Nuestra literatura y nuestra cultura se van entumeciendo, y las causas son muy complejas. Tengo 73 años. En el curso de una vida dedicada a la enseñanza de la literatura en lengua inglesa, vi cómo se iban degradando los estudios literarios. Es muy poco lo que queda de las humanidades. Mi asistente de investigación me dijo hace dos años que en cierto seminario, el docente había dedicado dos horas a decir que Walt Whitman era racista. Eso no es ni siquiera un desatino ingenioso. Es intolerable.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Empecé mi carrera enseñando a los poetas románticos. En la década de 1950 y principios de los años 60 se entendía que los grandes poetas románticos eran P. B. Shelley, William Wordsworth, Lord Byron, John Keats, William Blake, Samuel Taylor Coleridge. Hoy, sin embargo, son Felicia Hemans, Charlotte Smith, Laetitia Landon y otras que no saben escribir. En muchos programas se enseña a Aphra Behn, una dramaturga de cuarta línea, en lugar de a Shakespeare.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Hace poco, en el funeral de mi viejo amigo Thomas M. Green, de Yale, tal vez el profesor de literatura renacentista más destacado de su generación, dije: </span><span>«Temo que algo muy valioso haya terminado para siempre»</span><span>. En la actualidad hay cuatro novelistas norteamericanos que siguen trabajando y merecen nuestro elogio. Thomas Pynchon sigue escribiendo. También está Cormac McCarthy, cuya novela Blood Meridian es comparable a Moby Dick, de Melville, y Don DeLillo. A pesar de ello, el premio de este año recae en King. Es un terrible error.</span></p>
<span><span><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>***</span></p>
<span><span><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>jeff zaleski</span></p>
<span><span><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>la necesidad de leer a stephen king</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>Otro hito del indignante proceso de entumecimiento de nuestra vida cultural</span><span>, </span><span>escribió Harold Bloom en </span><span>L.A. Times</span><span>. Y muchos en la industria de la publicación están de acuerdo. Pero otros estamos pensando diferente. La decisión de los directores de la </span><span>National Book Foundation</span><span> de otorgarle a Stephen King la Medalla 2003 por su </span><span>Contribución Distinguida a las Letras Americanas</span><span> ha dividido a la comunidad literaria de manera inusual. O, más importante aun, son los potenciales problemas revelados por nuestras respuestas a la decisión de la Fundación: problemas con algunos premios literarios y, más urgentemente, con las lecturas que elige nuestra comunidad.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Primero, pensemos: ¿se merece King el premio? En </span><span>Publisher's Weekly</span><span> hacemos un acercamiento católico a los libros. Asumimos que la excelencia literaria puede aparecer en cualquier tipo de libro, ya sea de suspenso, extranjero, libro para chicos, novela gráfica, ciencia popular, biografía, libro de cocina, poesía, memorias. Y, de esta manera, hemos realizado excelentes críticas de libros de autores tan diversos como David Macaulay, Margaret Atwood, Dennis Lehane, Robert Caro, Nigella Lawson, Isaac Bashevis Singer y, sí, Stephen King, varias veces.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Obsérvese que la medalla es entregada, según palabras de la </span><span>Fundación</span><span>, a </span><span>una persona que ha enriquecido nuestra herencia literaria a través de una vida de servicio, o de su obra</span><span>. Hay un pequeño debate sobre si King ha enriquecido nuestra herencia literaria a través de una vida dedicada al trabajo; sus contribuciones de caridad, por ejemplo, son bien conocidas. ¿Pero ha hecho lo mismo con su obra? Eso es una cuestión personal de cada uno, pero mi opinión es que nuestra herencia literaria se ha beneficiado enormemente con el trabajo de este maestro de narradores, que no sólo modernizó un género entero -el horror-, sino que nos ha dado personajes tan claves como </span><span>Carrie</span><span>,</span><span> Cujo</span><span> y </span><span>Christine</span><span>, el auto encantado; y, a su vez, nos entretenía mientras lo hacía.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Pero King es un escritor de género y un escritor comercial. Y eso explica gran parte de la bronca. No es un secreto que la comunidad literaria generalmente relega los géneros y la ficción comercial a un segundo plano. (Nosotros hacemos lo mismo con vastas áreas de no-ficción, y quizás con libros para chicos, pero por ahora, limitaremos la discusión a la ficción para adultos). Una mirada a los ganadores de los premios otorgados por la </span><span>National Book Foundation</span><span> y la</span><span> National Book Critics Circle</span><span> durante las décadas pasadas confirma esto. No hay autor de género -ni escritor considerado comercial- que haya ganado un premio al "mejor" en cualquier categoría (aunque, en 1980, un premio extra de los </span><span>National Book Award</span><span> le permitió a John D. MacDonald alzarse con un galardón por </span><span>Mejor Autor de Supenso</span><span>). Incluso son raras las nominaciones para dichos autores. Este año, las nominaciones para el </span><span>National Book Award </span><span>en la categoría </span><span>Ficción</span><span> siguen la norma. Los cinco nominados de este año son muy buenos, pero son todos del tipo "ficción literaria". ¿Es posible que Tony Hillerman esté alguna vez en la lista? ¿O Tananarive Due? ¿George Pelecanos o Margaret Maron? ¿Peter Straub?</span></p>
<p dir="ltr"><span>Usualmente, es al final de sus vidas, o más allá, cuando los grandes escritores de género son reconocidos como grandes escritores: Hammett, por ejemplo, o Heinlein, o Lovecraft o Chandler. Sí, la comunidad literaria ha reconocido ahora a King, y en 1999 el mismo premio fue para Ray Bradbury. Una vez cada tanto, un escritor de género es elevado de su lugar y puesto en un status literario. Ocurrió con Ross MacDonald, mas recientemente con Elmore Leonard, y ahora pasa con King.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Los premios literarios corresponden, en forma correcta, a autores de grandes libros -trabajos con originalidad, poderosos y bellos. La literatura, incluso la gran literatura, puede aparecer en cualquier género, además de ser parte de la "ficción literaria". Pero muchos de nosotros no estamos familiarizados con los "géneros", porque no los leemos (quisiera saber cuántos de los que objetan la medalla a King, incluido Bloom, han leído seriamente su trabajo). Muchos de nosotros no leemos, y menos estudiamos, a los escritores comerciales de bestsellers. Y esto puede ser un serio problema para nuestra industria: porque lo que los profesionales de la industria leen difiere de lo que compra el público.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Esta observación está basada en años de conversaciones que he tenido con profesionales de la industria literaria, y es una observación muy precisa. Y es cierto que la publicación es una industria que requiere un conocimiento de mercados especializados, y que la excelencia literaria puede encontrarse tanto en libros que se venden mucho como en los que se venden poco. Por eso, es significativo que profesionales de esta industria, cuando son consultados sobre que cosas leen, citan "literatura" y no "ficción" o diferentes géneros; es decir, un libro de T.C. Boyle antes que uno de Michael Crichton. Esta preferencia se manifiesta en los grandes premios literarios, la mayoría de los cuales, por supuesto, son entregados por profesionales de la publicación.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Quizás una razón de que la industria de la publicación solo tiene un pequeño crecimiento es que no escuchamos suficiente al mercado, al público, porque leemos muy lejos de ellos. No estoy sugiriendo que sólo publiquemos determinados géneros en particular o éxitos comerciales, o que dejemos de leer "literatura", sino que aprendamos mas de nuestro mercado estudiando (leyendo) lo que la gente quiere. La información es poder, y por eso sugiero que es importante no sólo leer con criterio amplio, para entender por experiencia personal los productos que más venden.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Cualquier duda de que existe una brecha entre los hábitos de lectura de los profesionales de la publicación y el público en general puede verse con un simple test. Los autores de ficción para adultos más leídos en las pasadas dos décadas -es decir, los autores que han vendido la mayoría de los libros-, probablemente han sido Nora Roberts, Dean Koontz, Tom Clancy, Danielle Steel, John Grisham, Mary Higgins Clark, Michael Crichton y Stephen King. Y luego tenemos a los más recientes autores comerciales como Michael Connelly, David Baldacci, Laurell K. Hamilton y Jan Karon. ¿Cuántos libros hemos leído de ellos? Si fueron pocos, o ninguno, seria deseable leer muchos más, a fin de entender, apreciar y aprender a querer lo que quiere la mayoría del mercado.</span></p>
<span><span><br /><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span><img src="https://lh5.googleusercontent.com/Ajm7A1ip3tLfWjzpa5B4holWQvts_FfahMIML5N7cKNCKTERcFKK868ABLRtzZF2aHIG_y7tjcKx7pKmd3aZT1RWDFhq-uuLjHsHBzbozvLVDb60S3z5Kx9lp1KKdzHG5TLp60JnjbyuixBrew" width="564" height="426" alt="Ajm7A1ip3tLfWjzpa5B4holWQvts_FfahMIML5N7cKNCKTERcFKK868ABLRtzZF2aHIG_y7tjcKx7pKmd3aZT1RWDFhq-uuLjHsHBzbozvLVDb60S3z5Kx9lp1KKdzHG5TLp60JnjbyuixBrew" /></span></p>
<span><span><br /><br /><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><a href="https://docs.google.com/document/d/1BVSQYC6-4qbmWcrrO0HkqwiC9Oqc8VcxDLyBMorJnQE/edit#bookmark=id.28h4qwu"><span>replay</span></a></p>
<p dir="ltr"><span></span><span>stephen king</span></p>
<p dir="ltr"><span>(maine, 1947)</span></p>
<span><span><br /><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>apareció caín</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>Garrish salió del sol resplandeciente del mes de mayo y pasó al frescor de la entrada. Le costó un poco ajustar la vista y en el primer momento Harry el Castor no fue más que una voz incorpórea saliendo de las sombras.</span></p>
<p dir="ltr"><span>–¿Era una zorra, verdad? –preguntó el Castor–. ¿Verdad que era una verdadera zorra?</span></p>
<p dir="ltr"><span>–Sí –contestó Garrish–. Fue difícil.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Ahora pudo fijar sus ojos</span><span> </span><span>en el Castor. Se estaba frotando los granos de la frente con la mano y le sudaban las orejas. Llevaba sandalias y una camiseta con «69» y un botón en la parte delantera que decía: Bienvenido es un Pervertido. Los enormes dientes delanteros del Castor se distinguían en la oscuridad.</span></p>
<p dir="ltr"><span>–Iba a dejarlo en enero –explicó el Castor–. No dejé de decírmelo mientras todavía tenia tiempo. Y luego, pasaron las recuperaciones y ya fue cuestión de volver a intentarlo o dejar el curso incompleto. Creo que he suspendido, Curt. Lo juraría.</span></p>
<p dir="ltr"><span>La gobernanta estaba en la esquina, junto a los buzones. Era una mujer sumamente alta que se parecía vagamente a Rodolfo Valentino. Estaba esforzándose por meter un tirante de combinación por el sobaco sudado de su traje con una mano, mientras que con la otra ponía una chincheta a una hoja de salida de dormitorio.</span></p>
<p dir="ltr"><span>–Muy difícil –repitió Garrish.</span></p>
<p dir="ltr"><span>–Quise copiar algo de ti, pero no me atreví, te lo juro, aquel tío tiene ojos de águila. ¿Crees</span></p>
<p dir="ltr"><span>que sacaste tu sobresaliente?</span></p>
<p dir="ltr"><span>–A lo mejor he suspendido –dijo Garrish.</span></p>
<p dir="ltr"><span>–¿Crees que tú suspendiste</span><span>? </span><span>–exclamó el Castor–. Crees</span><span> </span><span>que...</span></p>
<p dir="ltr"><span>–Voy a ducharme, ¿okey?</span></p>
<p dir="ltr"><span>–Claro, Curt. Claro. ¿Fue éste tu último examen?</span></p>
<p dir="ltr"><span>–Sí. Fue mi último examen.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Garrish cruzó el vestíbulo, empujó la puerta y empezó a subir. El hueco de la escalera olía como un suspensorio atlético. Siempre la dichosa escalera. Su habitación estaba en el quinto piso. Quinn y aquel otro idiota del tercero, el de las piernas peludas, le pasaron lanzándose una pelotita. Un pequeño, con gafas de montura de concha y un valiente principio de barba, le pasó entre el cuarto y el quinto, con un libro de cálculo apretado contra su pecho como si fuera la Biblia, y desgranando un rosario de logaritmos. Tenía los ojos tan vacíos como pizarras.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Garrish se paró a mirarle, preguntándose si no estaría mejor muerto, pero el pequeño no era</span></p>
<p dir="ltr"><span>ya más que una sombra que aparecía y desaparecía en la pared. Volvió a verle una vez más y luego desapareció del todo. Garrish llegó al quinto y anduvo hasta su habitación. Pig Pen se había ido hacía dos días. Cuatro finales en tres días, bam–bam y hasta la vista, madam. Pig Pen sabía arreglarse las cosas. Había dejado únicamente sus cromos en la pared, dos calcetines desparejados y sucios y una parodia, en cerámica, del </span><span>Pensa</span><span>dor de Rodin sentado en la taza de un retrete.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Garrish metió la llave en la cerradura.</span></p>
<p dir="ltr"><span>– ¡Curt! ¡Eh, Curt!</span></p>
<p dir="ltr"><span>Rollins, el imbécil consejero del piso, que había enviado a Jimmy Brody a visitar al decano</span></p>
<p dir="ltr"><span>porque había bebido, se acercaba por el corredor, haciéndole señales con la mano. Era alto, bien plantado, con el cabello recortado en cepillo, simétrico en todo. Parecía barnizado.</span></p>
<p dir="ltr"><span>–¿Has terminado todo? –preguntó Rollins.</span></p>
<p dir="ltr"><span>–Sííí.</span></p>
<p dir="ltr"><span>–No te olvides de barrer tu cuarto y llenar la hoja de desperfectos, ¿okey?</span></p>
<p dir="ltr"><span>–Sííí.</span></p>
<p dir="ltr"><span>–Pasé una hoja de desperfectos por debajo de tu puerta, el otro día, ¿verdad?</span></p>
<p dir="ltr"><span>–Sííí.</span></p>
<p dir="ltr"><span>–Si no me encuentras en mi cuarto, echa la hoja por debajo de la puerta, y la llave también.</span></p>
<p dir="ltr"><span>–Está bien.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Rollins le cogió de la mano, se la sacudió un par de veces, rápidamente, pumpumpum. La mano de Rollins estaba seca, rasposa. Estrechar la mano de Rollins era como estrechar un puñado de sal.</span></p>
<p dir="ltr"><span>–Que tengas un buen verano, hombre.</span></p>
<p dir="ltr"><span>–Bien.</span></p>
<p dir="ltr"><span>–No trabajes demasiado.</span></p>
<p dir="ltr"><span>–No.</span></p>
<p dir="ltr"><span>–Úsalo, pero no abuses.</span></p>
<p dir="ltr"><span>–Sí, y no.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Rollins pareció momentáneamente desconcertado, luego se echó a reír:</span></p>
<p dir="ltr"><span>–Cuídate.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Dio una palmada al hombro de Garrish y se volvió para advertir a Ron Frane que apagara el estéreo. Garrish imaginó a Rollins muerto en una cuneta con los ojos llenos de gusanos. A Rollins no le importaría. A los gusanos tampoco. O te comías el mundo o el mundo te comía a ti, y estaba bien de ambos modos.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Garrish se quedó pensativo viendo alejarse a Rollins hasta que lo perdió de vista, entonces entró en su habitación.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Con el desorden ciclónico de Pig Pen desaparecido, la habitación parecía yerma y estéril. De la montaña retorcida, destartalada, que había sido la cama de Pig Pen, no quedaba sino el colchón manchado. Dos portadas de </span><span>Playboy </span><span>le contemplaban con dos glaciales bi–dimensionales.</span></p>
<p dir="ltr"><span>No había mucha diferencia en la mitad de habitación correspondiente a Garrish, que siempre estaba perfectamente ordenada al estilo militar. Si dejabas caer una moneda sobre la colcha de la cama de Garrish, rebotaba. Tanto orden había crispado los nervios de Piggy. Se había graduado en inglés y sus frases eran perfectas. A Garrish le llamaba el encasillado. Lo único que había en la pared sobre la cama de Garrish era una enorme ampliación de Humphrey Bogart que había comprado en la librería de la Facultad. Bogie llevaba una pistola automática en cada mano y lucia tirantes. Pig Pen decía que las pistolas y los tirantes eran símbolos de impotencia. Garrish dudaba de que Bogie hubiera sido impotente, aunque nunca había leído nada sobre él.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Se acercó a su ropero, lo abrió con la llave y sacó el gran Magnum de culata de nogal, del 352, que su padre, un ministro metodista, le había comprado por Navidad. En marzo, él se compró la mira telescópica.</span></p>
<p dir="ltr"><span>No debían guardarse armas en la habitación, ni siquiera rifles de caza, pero no había sido difícil. Lo había sacado la víspera de la consigna de armas de la Universidad, con una autorización para retirarlo, falsificada. Lo metió en su funda impermeable de cuero, y lo dejó escondido en el bosque, detrás del campo de fútbol. Luego, de madrugada, a eso de las tres, salió a buscarlo y se lo trajo arriba por los dormidos corredores.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Se sentó en la cama con el rifle sobre las rodillas y lloró un poco. El Pensador, sentado en su taza, le estaba mirando. Garrish dejó el rifle sobre la cama, cruzó la estancia y de un manotazo lo hizo caer de la mesa al suelo, donde se hizo mil pedazos. Llamaron a la puerta. Garrish colocó el rifle debajo de la cama.</span></p>
<p dir="ltr"><span>–Adelante.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Era Bailey, medio desnudo. Tenía un poco de borra de algodón en el ombligo. No había futuro para Bailey. Se casaría con una estúpida y tendrían hijos estúpidos. Después, moriría de cáncer, o de fallo renal.</span></p>
<p dir="ltr"><span>–¿Cómo estuvo el final de química, Curt?</span></p>
<p dir="ltr"><span>–Muy bien.</span></p>
<p dir="ltr"><span>–Me preguntaba si me podrías prestar tus apuntes. Yo lo tengo mañana.</span></p>
<p dir="ltr"><span>–Los quemé con todo lo que no me servía.</span></p>
<p dir="ltr"><span>–Oh. ¡Oh, Dios mío! ¿Lo ha hecho Piggy? –y señaló los restos del Pensador.</span></p>
<p dir="ltr"><span>–Creo que si.</span></p>
<p dir="ltr"><span>–¿Por qué tuvo que hacerlo? A mi me gustaba. Iba a comprárselo.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Bailey tenía unas facciones recortadas, como de ratón. Sus calzoncillos le colgaban por detrás. Garrish podía ver cómo sería con el tiempo, cómo moriría de enfisema o de algo, metido en una tienda de oxigeno. Tendría un color amarillento. «Yo podría ayudarte», pensó Garrish.</span></p>
<p dir="ltr"><span>–¿Crees que le importaría si me quedara con sus cromos?</span></p>
<p dir="ltr"><span>–Me figuro que no.</span></p>
<p dir="ltr"><span>–Bien. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Bailey cruzó la habitación, pisando cuidadosamente con sus pies desnudos los fragmentos de cerámica y retiró las chinchetas de las portadas de Playboy.</span></p>
<p dir="ltr"><span>–Esta fotografía de Bogart es realmente asombrosa, también. ¡Sin tetas, pero...! Oye –Bailey miró a Garrish para ver si Garrish sonreía. Al ver que no lo hacía, le preguntó–: ¿Supongo que no ibas a tirarla, o algo así, verdad?</span></p>
<p dir="ltr"><span>–No. Estaba preparándome para ir a la ducha.</span></p>
<p dir="ltr"><span>–Bueno. Que tengas un buen verano, por si no te vuelvo a ver.</span></p>
<p dir="ltr"><span>–Gracias.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Bailey se dirigió hacia la puerta, bailándole el fondillo del calzoncillo. Se detuvo y preguntó:</span></p>
<p dir="ltr"><span>–¿Cuatro puntos este semestre, Curt?</span></p>
<p dir="ltr"><span>–Como mínimo.</span></p>
<p dir="ltr"><span>–Enhorabuena. Hasta el año que viene.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Salió y cerró la puerta. Garrish se quedó sentado en la cama un momento, luego sacó el rifle, lo desmontó y lo limpió. Se acercó el cañón al ojo y contempló el pequeño círculo de luz del otro extremo. El cañón estaba limpio. Volvió a montar el arma.</span></p>
<p dir="ltr"><span>En el tercer cajón de su escritorio había tres pesadas cajas de balas Winchester. Las colocó en el alféizar de la ventana. Cerró con llave la puerta del cuarto y volvió a la ventana. Subió las persianas.</span></p>
<p dir="ltr"><span>La explanada estaba verde y jugosa, salpicada toda ella de estudiantes que paseaban. Quinn y su amigo idiota estaban jugando a la pelota. Corrían de un lado a otro como hormigas heridas, escapándose de un hormiguero aplastado. </span></p>
<p dir="ltr"><span>–Voy a decirte algo –dijo Garrish a Bogart– Dios se enfureció con Caín, porque Caín tenia la idea de que Dios era vegetariano. Su hermano lo veía de otro modo. Dios hizo el mundo a Su imagen, y si no te comes el mundo, el mundo te come a ti. Así que Caín va y le dice a su hermano «¿Por qué no me lo dijiste?» y su hermano contesta «¿Por qué no me escuchaste?» Y Caín dice «Está bien, ahora te escucho.» Así que se carga a su hermano y dice «¡Eh, Dios! ¿Quieres carne? ¡Aquí la tienes! ¿Quieres lomo, o chuletas o Abelbur guesas o qué?» Y Dios le dijo que se preparara. ¿Qué te parece?</span></p>
<p dir="ltr"><span>Bogie no contestó.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Garrish abrió la ventana y apoyó los codos en el alféizar, sin dejar que al cañón del rifle 352 le diera el sol. Puso el ojo en la mira.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Lo tenía apuntando al dormitorio de chicas del Carlton Memorial, del otro lado de la explanada. Carlton era popularmente conocido como la perrera. Situó la cruz de la mira sobre una enorme furgoneta Ford. Una rubia con tejanos y una blusa azul pálido estaba hablando con su padre y su madre, mientras su padre, rubicundo y calvo, cargaba las maletas en el coche.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Alguien llamó a la puerta.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Garrish esperó.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Volvieron a llamar.</span></p>
<p dir="ltr"><span>–¿Curt? Te daré medio dólar por el póster de Bogart.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Bailey.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Garrish no contestó. La chica y su madre se reían de algo, sin enterarse de que sus intestinos estaban llenos de microbios que comían, se dividían y se multiplicaban. El padre se reunió con ellas y se quedaron juntos al sol, un retrato de familia en la cruz de la mira.</span></p>
<p dir="ltr"><span>–¡Maldita sea! –protestó Bailey. Oyó sus pasos pasillo abajo.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Garrish apretó el gatillo.</span></p>
<p dir="ltr"><span>El rifle retrocedió con fuerza contra su hombro, pero era el retroceso blando y perfecto que recibes cuando has apoyado el arma exactamente en el punto apropiado. La cabeza rubia de la muchacha sonriente se cortó.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Su madre siguió sonriendo por un instante y luego se llevó la mano a la boca. Chilló a través de la mano. Garrish le disparó. Mano y cabeza se desintegraron en un surtidor rojo. El hombre que había estado cargando las maletas echó a correr.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Garrish le siguió y le disparó a la espalda. Entonces levantó la cabeza, abandonando la mira</span></p>
<p dir="ltr"><span>por un momento. Quinn sostenía la pelota y contemplaba los sesos de la chica rubia que se habían estrellado en el cartel de PROHIBIDO APARCAR que había detrás de su cuerpo tendido. Quinn no se movió. En toda la explanada la gente se había quedado petrificada, como niños jugando a estatuas.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Alguien volvió a golpear la puerta, y sacudió el picaporte. Otra vez Bailey:</span></p>
<p dir="ltr"><span>–¿Curt? ¿Estás bien, Curt? Creo que alguien ha...</span></p>
<p dir="ltr"><span>–Buena bebida, buena carne, buen Dios, ¡vamos a comer! –exclamó Garrish y disparó a Quinn. Tiró del gatillo en lugar de apretar y el tiro salió desviado. Quinn echó a correr. Ningún problema. El segundo disparo dio en el cuello de Quinn y le hizo volar unos cinco metros.</span></p>
<p dir="ltr"><span>–¡</span><span>Curt Garrish se está matando</span><span>! –chillaba Bailey–. ¡Rollins! ¡Rollins! ¡Ven corriendo!</span></p>
<p dir="ltr"><span>Sus pasos volvieron a perderse por el corredor.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Ahora todos echaban a correr. Garrish podía oír cómo gritaban. También podía oír el apagado sonar de los pies en la explanada.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Miró a Bogie. Bogie sostenía sus dos pistolas y miraba por encima de él. Contempló los restos esparcidos del Pensador de Piggy y se preguntó qué estaría haciendo Piggy hoy, si estaba durmiendo, o viendo la televisión, o disfrutando de un enorme y maravilloso ágape.</span></p>
<p dir="ltr"><span>«¡Cómete el mundo, Piggy!» pensó Garrish «¡Hay que tragarlo de golpe!»</span></p>
<p dir="ltr"><span>–¡Garrish! –Ahora era Rollins el que golpeaba la puerta–. ¡Abre, Garrish!</span></p>
<p dir="ltr"><span>–Se ha encerrado –jadeó Bailey–. Tenía mala cara, se ha matado, lo sé.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Garrish volvió a sacar el cañón por la ventana. Un muchacho con una camisa a cuadros estaba en cuclillas detrás de un seto, vigilando las ventanas de los dormitorios con desesperada intensidad. Quería escapar, correr, Garrish lo vio, pero sus piernas estaban yertas.</span></p>
<p dir="ltr"><span>–Santo Dios, vamos a comer –murmuró Garrish y empezó a apretar de nuevo el gatillo.</span></p>
<span><span><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>***</span></p>
<span><span><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>la teoría de las mascotas de l.t.</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>Mi amigo L.T. casi nunca habla sobre cómo su esposa desapareció, o de que ella probablemente esté muerta, simplemente otra victima del Hombre del Hacha, pero le gusta contar la historia de cómo le dejó. Lo hace poniendo los ojos en blanco, como si dijera </span><span>ella me engañó, muchachos, mucho, y como Dios manda</span><span>. A veces cuenta la historia a un grupo de hombres sentados en uno de los muelles de carga detrás de la fabrica mientras comen sus almuerzos, él también toma el almuerzo, el que se prepara él mismo; ninguna Lulubelle ha vuelto a casa para hacerlo en estos tiempos. Normalmente ríe cuando cuenta la historia, que siempre termina con la Teoría de las Mascotas de L.T. Demonios, yo normalmente me río. Es una historia divertida, incluso si sabes como termina. Pero ninguno de nosotros lo sabe, no completamente.</span></p>
<p dir="ltr"><span>–Fiché a las cuatro, como siempre –decía L.T.– entonces fui a Deb´s Den a tomar un par de cervezas, como la mayoría de los días. Jugué una partida al pinball, y me fui a casa. Fue en ese momento cuando las cosas dejaron de ser como habitualmente. Cuando una persona se levanta por la mañana, no tiene la mas mínima idea de cuánto puede haber cambiado su vida cuando descansa la cabeza por la noche. </span><span>Él no sabe el día o la hora,</span><span> dice la Biblia. Yo creo que este verso en particular es sobre el final, pero es apropiado para cualquier cosa, chicos. Cualquier cosa en el mundo. Nunca sabes cuando vas a hacer saltar la trampa. Cuando giré hacia el camino de entrada vi que la puerta del garaje estaba abierta y que el pequeño Subaru no estaba, pero esto no me pareció extraño en el momento. Ella siempre estaba yendo a algún sitio -un rastrillo o algún otro sitio- y dejando la maldita puerta del garaje abierta. Yo se lo decía: «Lulu, si sigues haciendo esto el tiempo suficiente, a la larga alguien lo aprovechara. Vendrá y se llevara un rastrillo o una bolsa de musgo. Demonios, incluso un Adventista del Séptimo Día recién salido de la escuela haciendo su ronda para ganarse una insignia robaría si pones la suficiente tentación en su camino, y es el peor tipo de persona para tentar, porque ellos la sienten más que el resto de nosotros». De todas maneras, ella siempre decía «Mejoraré, L.T., lo intentare, de cualquier modo, realmente lo haré, cariño». Y lo hacía bien, hasta que reincidía de vez en cuando como cualquier pecador. Aparqué pegado a un lado para que ella pudiera meter el coche dentro cuando llegara de donde fuera, pero cerré la puerta del garaje. Luego me dirigí a la cocina. Comprobé el buzón, pero estaba vacío, el correo estaba dentro, en el aparador, así que ella debía haberse ido después de las once, porque no llega al menos hasta entonces. El cartero, quiero decir. Bien, Lucy estaba junto a la puerta, maullando como lo hacen los siameses; me encanta ese maullido, creo que es algo bonito, pero Lulu siempre lo ha odiado, quizá porque suena como el llanto de un niño y ella no quiere tener nada que ver con niños. «¿Qué haría con una alfombra de piel de mono?» solía decir. Lucy esperando en la puerta tampoco era nada fuera de lo normal. Esa gata me quería. Todavía lo hace. Ahora tiene dos años. La adquirimos al principio del último año que estuvimos casados. Ya vale de dar rodeos. Parece imposible creer que Lulu se fuera hace un año, y eso que solo estuvimos juntos tres. Pero Lulubelle era del tipo que impresionan. Lulubelle tenía lo que yo llamo calidad de estrella. ¿Saben a quién me recordaba siempre? A Lucille Ball. Ahora que lo pienso, creo que esa fue la razón por la que llame Lucy a la gata, aunque no recuerdo haber pensado en ello en aquel momento. Podría haber sido lo que llaman una asociación subconsciente. Ella entraba en una habitación (Lulubelle, quiero decir, no la gata) y la iluminaba de alguna manera. Una persona como esa, cuando se ha ido apenas puedes creerlo, y te quedas esperando a que vuelva. Mientras tanto, aquí está la gata. Su nombre era Lucy, para empezar, pero Lulubelle odiaba la forma en que actuaba, tanto que empezó a llamarla Screwlucy y cosas de ese tipo. Lucy no estaba loca, creo, solo quería ser amada. Quería ser amada mas que cualquier otra mascota que yo haya tenido en mi vida, y he tenido unas cuantas. De modo que entré en casa y cogí a la gata y la acaricié un poco y ella subió a mi hombro y se sentó allí, ronroneando y hablando en el lenguaje siamés. Comprobé el correo que estaba en el aparador, tire las facturas a la papelera, y fui al frigorífico a por algo de comer para Lucy. Siempre guardo una lata abierta de comida para gatos ahí, con un trozo de papel de aluminio encima. Evita que Lucy se excite y clave sus garras en mi hombro cuando oye el abrelatas. Los gatos son inteligentes, ya saben, mucho más listos que los perros. También son diferentes en otras cosas. Puede ser que la mayor división en el mundo no sea hombres y mujeres, sino gente a la que le gustan los gatos y gente a la que le gustan los perros. ¿Alguno de ustedes, empaquetadores de cerdo, ha pensado en eso alguna vez? Lulu protestaba como el demonio por tener una lata abierta de comida para gatos en el frigorífico, aun cuando tuviera un trozo de papel de aluminio encima, decía que eso provocaba que todo supiera como atún rancio, pero yo nunca cedí en eso. En la mayoría de las cosas dejé que se saliera con la suya, pero ese asunto de la lata de comida para gatos era una de las cosas en las que defendí mis derechos. De todas maneras, no tenía nada que ver con la lata de comida para gatos. Tenía que ver con la gata. A ella no le gustaba Lucy, eso era todo. Lucy era su gata, pero a ella no le gustaba. De modo que fui al frigorífico y vi que había una nota en él, sujeto con uno de los imanes con forma de vegetal. Era de Lulubelle. Más o menos como lo recuerdo, decía algo así: «Querido L.T.: Te estoy abandonando, cariño. A menos que llegues temprano a casa, me habré ido hace tiempo cuando leas esta nota. No creo que llegues temprano a casa, no has llegado temprano a casa en todo el tiempo que llevamos casados, pero al menos sé que leerás esto nada mas vuelvas a casa, porque lo primero que haces siempre al regresar no es venir a verme y decir «Hola cariño, estoy en casa» y darme un beso, sino ir al frigorífico y sacar lo que sea que quede en la ultima asquerosa lata de Calo que pusieras ahí y dar de comer a Screwlucy. Al menos sé que no irás arriba y te darás un susto al ver que mi foto de La Ultima cena de Elvis no está, y mi mitad del armario este casi vacía y pienses que ha venido un ladrón al que le gusta la ropa de mujer (al menos alguien a quien solo le importa lo que hay debajo de ella). Yo me enfado contigo algunas veces, cariño, pero sigo pensando que eres dulce y cariñoso y amable, tú serás siempre mi pequeño bizcochito de sirope de arce, no importa donde nos lleven los caminos. Es solo que he decidido que no estaba hecha para ser la esposa de un envasador de Spam. Esto no lo digo de una forma presuntuosa. Incluso llamé a la Línea Psicológica la semana pasada, he meditado esta decisión, permaneciendo despierta noche tras noche (oyéndote roncar, chico, no quiero herir tus sentimientos pero siempre tienes un ronquido en ti), y me dieron este consejo: «Una cuchara rota puede ser un tenedor». Al principio no lo entendí, pero no me di por vencida. No soy lista como algunas personas (o como creen algunas personas que son), pero trabajo en las cosas. Mi madre solía decir que el mejor molino muele despacio pero sumamente fino, y yo lo molí cono un molinillo de pimienta en un restaurante chino, pensando por la noche, mientras roncabas y soñabas sin dudas, en cuantos morros de cerdo podías meter en una lata de Spam. Y entendí el refrán, porque la forma en que una cuchara rota puede llegar a convertirse en tenedor es una bonita cosa en la que pensar. Porque el tenedor tiene puntas. Y estas puntas pueden separarse, tal como tu y yo debemos separarnos, pero siguen teniendo el mismo mango. Así estamos. Somos seres humanos, L.T., capaces de amarnos y respetarnos. Fíjate en todas las peleas que hemos tenido sobre Frank y Screwlucy y, a pesar de eso, normalmente nos las arreglamos para entendernos. Pero el momento me ha llegado para probar suerte por caminos diferentes a los tuyos, y meterme en el gran río de la vida con un punto de vista diferente al tuyo. Además, echo de menos a mi madre.»</span></p>
<p dir="ltr"><span>(No puedo decir seguro si todas estas cosas realmente estaban en la nota que L.T. encontró en su frigorífico; no parece totalmente posible, debo admitirlo, pero (los hombres que escuchaban su historia estarían acurrucándose en el pasillo en este punto o alrededor del muelle de carga), al menos suena a Lucibelle, eso puedo asegurarlo).</span></p>
<p dir="ltr"><span>«Te lo ruego, no intentes seguirme, L.T., y aunque estaré en casa de mi madre y sé que tienes el número, apreciaría que no llamaras y esperaras a que yo te llame. En su momento lo haré, pero mientras tanto tengo un montón de cosas en las que pensar, y aunque esté en el buen camino, todavía estoy hecha un lío. Supongo que finalmente te pediré el divorcio, y creo que es justo decírtelo. Nunca he sido una persona que ofrezca falsas esperanzas, siendo partidaria de que es mejor decir la verdad y ahuyentar al diablo. Por favor, recuerda que lo que hago lo hago por amor, no por odio o resentimiento. Y por favor, recuerda lo que me dijeron y que ahora te digo yo: una cuchara rota puede ser un tenedor disfrazado. Con todo cariño, Lulubelle Simms.»</span></p>
<p dir="ltr"><span>L.T. hacia una pausa aquí, dejándoles digerir el que ella se había despedido con su nombre de soltera, y dando a sus ojos unos de esos giros patentados por L.T. DeWitt. Luego les contaba la postdata que ella puso en la nota:</span></p>
<p dir="ltr"><span>«Me llevo a Frank conmigo y te dejo a Screwlucy. Pienso que probablemente esto es lo querrías. Con cariño, Lulu.»</span></p>
<p dir="ltr"><span>Si la familia DeWitt era un tenedor, Screwlucy y Frank eran las otras dos puntas en él. Si no fuera un tenedor (y hablando para mi mismo, siempre he tenido la sensación de que el matrimonio es más parecido a un cuchillo del tipo más peligroso, con dos filos afilados), se podría decir que Screwlucy y Frank eran lo que resumía todo lo que iba mal en el matrimonio de L.T. y Lulubelle. Porque, piensen en eso, aunque Lulubelle compró a Frank para L.T. (en el primer aniversario de boda) y L.T. compró a Lucy, que pronto seria Screwlucy, para Lulubelle (segundo aniversario de boda), cada uno acabó con la mascota del otro cuando Lulu abandonó el matrimonio.</span></p>
<p dir="ltr"><span>–Ella me compró ese perro porque a mí me gustaba el que salía en Frasier –decía L.T.–. La raza del perro era terrier, pero no recuerdo ahora como se llama ese tipo. Jack algo. ¿Jack Sprat?, ¿Jack Robinson?, ¿Jack Shit? ¿Saben cómo una cosa como esa se te queda en la punta de la lengua?.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Alguien le dijo que el perro de Frasier era un terrier Jack Russell y L.T. asintió con la cabeza enérgicamente.</span></p>
<p dir="ltr"><span>–¡Eso es! –exclamó–. ¡Seguro!. ¡Exactamente!. Eso es lo que Frank era, correcto, un terrier Jack Rusell. Pero ¿quieres saber la fría y dura verdad? Dentro de una hora se me olvidará otra vez, estará en mi cerebro, pero como algo bajo de una piedra. Dentro de una hora me estaré diciendo a mí mismo ¿</span><span>qué dijo ese tipo que era Frank? ¿Un terrier Jack Handle? ¿Un terrier Jack Rabbit</span><span>? Es algo así, sé que es algo así. Etcétera. ¿Por qué? Creo que es porque yo odiaba tanto a ese pequeño jodido. Esa rata ladradora. Esa maquina de mierda con piel. Lo odiaba desde la primera vez que puse los ojos en él. Ya no está y estoy contento. ¿Y quieren saber por qué? Frank sentía lo mismo por mi. Fue odio a primera vista. ¿Saben cómo algunos hombres entrenan a sus perros para que les lleven las zapatillas?. Frank no me traía las zapatillas, pero vomitaba en ellas. Sí. La primera vez que lo hizo, metí en eso el pie derecho. Fue como meter el pie en tapioca caliente con grumos extragrandes en ella. Aunque no lo vi, mi teoría es que esperó fuera del dormitorio hasta que vio que llegaba (jodidamente escondido mas allá de la puerta del dormitorio) entonces entró, descargó en mi zapatilla derecha y se escondió debajo de la cama para ver la diversión. Deduje esto basándome en que todavía estaba caliente. Puñetero perro. El mejor amigo del hombre, y una mierda. Quise mandarlo a la perrera, con correa y todo, pero a Lulu le dio una mierda de ataque. La tendrían que haber visto cuando llegó a la cocina y me cogió intentando hacerle al perro un lavado de estómago. «Si llevas a Frank a la perrera, también podrías hacerlo conmigo», dijo, empezando a llorar. «Eso es lo que quieres hacer con él, y eso es lo que quieres hacerme. Cariño, todo lo que somos para ti es una molestia de la que te gustaría deshacerte. Esa es la dura realidad. Quiero decir, oh, mis sangrantes almorranas, sin parar». «Ha vomitado en mis zapatillas», dije. «El perro vomitó en sus zapatillas así que le corten la cabeza», dijo ella. «¡Oh, pastelillo de azúcar, si solo pudieras oírte!», «Hey» dije, «intenta meter tu pie desnudo en una zapatilla llena de vómito de perro y verás como te gusta.» Poniéndola furiosa, ya saben. Excepto que poner furiosa a Lulu nunca era nada bueno. La mayoría de las veces, si tú tenías un rey, ella tenía un as. Si tú tenías un as, ella tenía un triunfo. Además, la mujer era jodidamente exagerada. Si algo pasaba y yo me enfadaba, ella se ponía furiosa. Si yo me ponía furioso, ella enloquecía. Si yo en enloquecía, ella se ponía en la jodida Alerta Roja Def-con I y vaciaba los silos de misiles. Estoy hablando de arrasar la Tierra. Normalmente no merecía la pena. Pero normalmente cuando nos peleábamos, yo lo olvidaba. Ella continuó «Oh, cariño. Has metido tu piececito en un poco de vómito». Intenté intervenir, explicarle que no era cierto, que un poco de vomito es como un poco de saliva, un regurgitado no tiene esos grandes trozos flotando, pero ella no me dejó decir palabra. Para entonces, ella había pasado al carril de adelantamiento, todo adelante y lista para dar una lección. «Deja que te diga algo, cariño» empezó, «unas pocas babas en tus zapatillas es algo menor. Chico, escúchame. Intenta ser una mujer algún día, ¿quieres? Intenta ser quien siempre termina apoyándose en esa pequeña parte de tu espalda donde tienes una espinilla, o quien va al baño en mitad de la noche y el tipo ha dejado la maldita tapa subida y te caes y chapoteas en ese agua fría. Un poco de buceo a medianoche. Tampoco ha tirado de la cadena, los hombres piensan que el Hada de la Orina viene a eso de las dos de la mañana y se ocupa de todo, y ahí estas, llena de meado, y entonces te das cuenta de que tus pies también están en eso, estas chapoteando en Porquería de Limón porque aunque los chicos piensan que son Dick el tirador con eso, la mayoría no aciertan una mierda, borrachos o sobrios acaban ensuciando todo el maldito suelo alrededor del retrete antes de que empiecen a acertar. Toda mi vida he vivido con eso, cariño -un padre, cuatro hermanos, un ex-marido, aparte de algunas aventurillas que no vienen al caso a estas alturas- y tú estas dispuesto a mandar al pobre Frank a la cámara de gas porque sólo una vez ha echado unas cuantas babas en tus zapatillas.» «Mi zapatilla de piel» le dije, pero eso solo fue una pequeña andanada por encima de mi hombro. Una cosa acerca de la vida con Lulu, y más vale que me crean, yo siempre sabia cuando había sido vencido. Cuando perdía, era jodidamente decisivo. Una cosa que seguro no iba a decirle nunca es que estaba seguro de que el perro había vomitado en mis zapatillas a propósito, de la misma forma que se meaba en mi ropa interior a propósito si me olvidaba de ponerla en el cesto de la ropa sucia antes de irme a trabajar. Ella podía dejarse las bragas y las medias esparcidas desde el infierno a Harvard -y lo hacía- pero si yo me dejaba un par de calcetines de deporte en una esquina, volvía a casa y me encontraba con que el maldito terrier Jack Shit les había dado una ducha de limonada. Pero, ¿se lo dije? Me habría concertado hora con un psiquiatra. Lo habría hecho aunque supiera que era cierto. Porque ella se habría dado cuenta de que hablaba en serio, y no quería hacerlo. Ella quería a Frank y Frank la quería. Eran como Romeo y Julieta. Frank solía venir a su sillón cuando estábamos viendo la tele, se tumbaba en el suelo a su lado, y apoyaba el hocico en su zapato. Simplemente se quedaba echado ahí toda la noche, mirándola, todo sentimiento y amor, con su trasero apuntado en mi dirección, así que si tenía que echar un pequeño gas, yo me beneficiaria de todo. Él la quería y ella le quería. ¿Por qué? Dios lo sabe. El amor es un misterio para todo el mundo menos para los poetas, creo, y nadie en su sano juicio puede entender nada de lo que escriben sobre eso. Yo no creo que la mayoría de ellos puedan entenderse a sí mismos en las pocas ocasiones en que se levantan de la cama y huelen el café. Pero Lulubelle no me regaló ese perro para poder tenerlo ella, dejemos las cosas claras. Yo sé que hay gente que hace cosas como esas -un tipo le regala a su mujer un viaje a Miami porque él quiere ir, o una esposa le regala a su marido un NordicTrack 6 porque piensa que él debe hacer algo con su barriga- pero esto no fue ese tipo de regalo. Al principio nosotros nos amábamos; yo sé que la amaba, y apostaría mi vida a que ella también. No, ella me compró ese perro porque yo siempre me reía mucho con el que salía en Frasier. Ella quiso hacerme feliz, eso es todo. No sabia que Frank iba a quedar encantado con ella, o ella con él, no mas que lo que sabia que el perro iba a odiarme lo suficiente como para que vomitar en mis zapatillas o mordisquear la parte de abajo de las sabanas de mi lado de la cama fuera el punto culminante de su día.</span></p>
<p dir="ltr"><span>L.T. miraría a los hombres sonrientes, sin sonreír, pero haría su conocido giro de ojos, y reirían otra vez. Yo también, cómo no, a pesar de que yo sabia lo del Hombre del Hacha.</span></p>
<p dir="ltr"><span>–A mí nunca me habían odiado –decía–. Ningún hombre o animal, y esto me inquietó bastante. Me sorprendió mucho tiempo. Intenté hacer amistad con Frank (primero por mí, luego por aquella que me lo regaló) pero no funcionó. Por lo que sé, él pudo intentar hacerse amigo mío, ¿cómo puedo explicarlo? Si lo hizo, tampoco funcionó. Algún tiempo después leí (creo que en </span><span>Dear Abby</span><span>) que una mascota es el peor regalo que puedes hacerle a alguien, y estoy de acuerdo. Quiero decir, a no ser que te guste el animal y tú le gustes al animal, piensen en qué significa esa clase de regalo. Significa: </span><span>cariño, te doy este maravilloso regalo, es una máquina que come por un lado y caga por el otro, funcionará durante quince años, tómalo o déjalo, felices jodidas Navidades.</span><span> ¿Qué es lo único que pensarías después de eso, aparte de no? ¿Entienden lo que quiero decir? Creo que lo hicimos lo mejor que pudimos, Frank y yo. Después de todo, a pesar de que nos odiábamos mutuamente, ambos amábamos a Lulubelle. Por eso, creo, que, aunque a veces me gruñía si me sentaba cerca de ella en el sofá mientras ponían Murphy Brown o una película o algo, nunca me mordió. Sin embargo, eso me volvía loco. Simplemente su jodida caradura, esa pequeña bolsa de pelo y ojos tenía la osadía de gruñirme. «Escúchale» decía yo, «me está gruñendo.» Ella acariciaba su cabeza de una forma en la que casi nunca acariciaba la mía, a no ser que hubiera bebido un poco, y decía que realmente era la versión canina de un ronroneo. Por cosas como esa él era feliz estando con nosotros, pasando una tranquila tarde en casa. Les diré una cosa, sin embargo. Nunca intenté acariciarle cuando ella no estaba cerca. Le di de comer en ocasiones, y nunca le di una patada (aunque estuve tentado algunas veces, sería un mentiroso si dijera algo distinto), pero nunca intenté acariciarle. Creo que hubiera intentado morderme, y entonces la hubiéramos tenido. Casi como dos tipos viviendo con la misma chica bonita. Menage a trois es como se le llama en el Foro Penthouse. Ambos la amábamos y ella nos amaba a los dos, pero el tiempo pasa, empecé a darme cuenta de que la proporción estaba cambiando y ella empezaba a querer a Frank un poco más que a mí. Quizá porque nunca le replicaba y nunca vomitaba en sus zapatillas y con Frank la maldita tapa del inodoro nunca era un problema, porque él lo hacía fuera. A menos que, por supuesto, me hubiera dejado un par de calzoncillos en una esquina o debajo de la cama.</span></p>
<p dir="ltr"><span>En este punto L.T. probablemente terminaría el café helado de su termo, haría crujir los nudillos, o ambas cosas. Era su manera de decir que el primer acto había terminado y el Acto Segundo estaba a punto de empezar.</span></p>
<p dir="ltr"><span>–Así que un día, un sábado, Lulu y yo estábamos en el centro comercial. Simplemente paseando, como la gente suele hacer. Ya saben. Y llegamos a Pet Notions, cerca de J.C. Penney, y había una multitud frente al escaparate. «Oh, vamos a mirar», dijo Lulu, así que fuimos y nos abrimos paso hasta la parte delantera. Era un árbol falso con ramas desnudas y falsa hierba; Astroturf por todos lados. Y ahí estaban unos gatitos siameses, media docena persiguiéndose unos a otros, subiendo al árbol, golpeándose las orejas. «Oh, ¿no son una monada?» dijo Lulu, «¿Oh, no son los bebes más graciosos?. ¡Mira, cariño, mira!» «Estoy mirando», dije y lo que estaba pensando es que acababa de encontrar lo que yo quería para Lulu por nuestro aniversario. Y fue un alivio. Yo quería que fuera algo extraespecial, algo que la asombrara, porque las cosas habían estado un poco escasas de intensidad entre nosotros durante el último año. Yo pensé en Frank, pero no estaba muy preocupado por él, gatos y perros siempre pelean en los dibujos animados, pero en la vida real normalmente se entienden, esa ha sido mi experiencia. Habitualmente se entienden mejor que algunas personas. Especialmente cuando hace frío en el exterior. Para hacer una larga historia un poco mas corta: compré uno y se lo regalé por nuestro aniversario. Le puse un collar de terciopelo, y una pequeña tarjeta debajo. </span><span>¡HOLA, soy LUCY!</span><span> decía la tarjeta </span><span>¡De parte de L.T. con cariño! ¡Feliz segundo aniversario! </span><span>Probablemente sabrán lo que voy a contarles ahora, ¿no?. Seguro. Es como con el maldito Frank el terrier otra vez, solo que al revés. Al principio yo estaba feliz como un cerdo en la mierda con Frank, y Lulubelle estaba feliz como una cerda en la mierda con Lucy, al principio. Acercando su cabeza a la suya, hablándole como a un niño, «Oh cosita, o cosita linda, pequeñita», y así una vez y otra. Hasta que Lucy soltó un maullido y golpeó la punta de la nariz de Lulubelle. Con las uñas fuera, claro. Entonces corrió y se escondió bajo la mesa de la cocina. Lulu se lo tomó a risa, como si fuera la cosa más graciosa que le hubiera pasado nunca, y tan mono como cualquier cosa que un gatito pudiera hacer, pero pude ver que estaba molesta. Justo entonces Frank llegó. Había estado durmiendo arriba, en nuestra habitación –a los pies del lado de la cama de ella- porque Lulu soltó un pequeño chillido cuando la gatita le arañó la nariz, así que bajó a ver qué era ese lío. Observó a Lucy bajo la mesa y enseguida se dirigió a ella, olfateando el linóleo donde había estado. «Detenlos, cariño, detenlos, L.T., se van a pelear», decía Lulubelle, «Frank la matará.» «Dejémoslos solos un minuto», dije. Veamos que pasa. Lucy se arqueó de la forma en que lo hacen los gatos, pero se mantuvo en el sitio, viéndole llegar. Lulu empezó a avanzar, intentando ponerse en medio a pesar de lo que yo había dicho (obedecer no era precisamente uno de los puntos fuertes de Lulu), pero yo la cogí de la muñeca y la sujeté en su espalda. Es mejor dejar que lo solucionen entre ellos. Siempre es mejor. Es más rápido. Bien, Frank fue al borde de la mesa, metió la nariz debajo, y empezó ese gruñido en su garganta. «Déjame ir, L.T. Tengo que cogerla», decía Lulubelle, «Frank le está gruñendo.» «No, no lo hace», dije, «solo está ronroneando. Lo reconozco de todas las veces que me ha ronroneado.» Ella me echó una mirada que podría haber hecho hervir agua, pero no dijo nada. Las únicas veces en los tres años que estuvimos casados en que ella no tenía la última palabra, era siempre acerca de Frank y Screwlucy. Extraño pero cierto. En cualquier otro tema, Lulu podía liarme. Pero cuando era sobre las mascotas, parecía que se quedara sin poder reaccionar. Solía volverla loca. Frank introdujo la cabeza bajo la mesa un poco más, y Lucy le golpeó la nariz de la misma forma que había arañado la de Lulubelle; solo que cuando golpeó a Frank, lo hizo sin sacar las uñas. Pensé que Frank iría a por ella, pero no lo hizo. Soltó una especie de gritito, y apartó la vista. No asustado, mas como si estuviera pensando </span><span>Oh, así que esto es lo que pasaba.</span><span> Se fue al salón y se tumbó frente a la TV. Y esta fue la única confrontación que hubo entre ellos. Dividieron el territorio mucho mejor de lo que Lulu y yo lo hicimos el último año que pasamos juntos, cuando las cosas se pusieron mal; el dormitorio pertenecía a Frank y Lulu, la cocina me pertenecía a mí y a Lucy (solo a partir de Navidad, Lulubelle empezó a llamarla Screwlucy) y el salón era terreno neutral. Los cuatro pasamos un montón de tardes ahí el último año, Screwlucy en mis rodillas, Frank con el hocico en los zapatos de Lulu, los humanos en el sillón, Lulubelle leyendo un libro y yo viendo la Rueda de la Fortuna o Estilo de vida de los Ricos y Famosos, al que Lulubelle siempre llamaba </span><span>Estilo de vida de los Ricos y Topless</span><span>. La gata no tenía nada que hacer con ella, no desde el día uno. Frank, de vez en cuando tenía la idea de que Frank estaba finalmente intentando entenderse conmigo. Al final, su naturaleza siempre intentaba obtener lo mejor de él aunque mordiera mis zapatillas o agujereara mis calzoncillos, pero de vez en cuando parecía hacer un esfuerzo. Lamía mi mano, quizás me sonreía. Normalmente si yo tenía un plato de algo, él quería un bocado. Sin embargo, los gatos son diferentes. Un gato nunca buscará tu favor a no ser que le convenga a sus intereses el hacerlo. Un gato no puede ser hipócrita. Si hubiera más predicadores que fueran como gatos, este volvería a ser un país religioso otra vez. Si le gustas a un gato, lo sabes. Si no, también lo sabes. A Screwlucy nunca le gustó Lulu, ni un poquito, y lo dejó claro desde el principio. Si me estaba preparando para darle de comer, Lucy se restregaba contra mis piernas, maullando, mientras le servía la comida en el plato. Si Lulu la alimentaba, Lucy se sentaba al otro lado de la cocina, junto al frigorífico, mirándola. Y no se acercaba al plato hasta que Lulu se marchaba. Esto volvía loca a Lulu. «Esta gata cree que es la Reina de Saba», decía. Por entonces, había renunciado a hablarle como a un bebe. También había renunciado a coger a Lucy. Si lo hacía, conseguía un arañazo en la muñeca la mayoría de las veces. Yo intentaba fingir que me gustaba Frank y Lulu intentaba fingir que le gustaba Lucy, pero Lulu dejó de fingirlo mucho antes que yo. Yo creo que es porque ninguna de las dos, la gata o la mujer, resisten ser unas hipócritas. No creo que Lucy fuera la una razón por la que Lulu me abandonó repentinamente, sé que no. Pero estoy seguro de que Lucy ayudó a que Lulubelle tomara su decisión final. Las mascotas pueden vivir mucho tiempo. Así que el regalo que le hice para nuestro segundo aniversario fue la gota que colmó el vaso. ¡Cuéntenselo a </span><span>Dear Abby</span><span>! La charla de la gata era lo peor, en lo que concernía a Lulu. No podía soportarlo. Una noche Lulu me dijo «Si esa gata no deja de aullar, L.T., creo que le voy a lanzar una enciclopedia.» «No está aullando», le dije, «está charlando.» «Bien», dijo Lulu, «Me gustaría que dejara de charlar.» Y justo entonces, Lucy saltó en mis rodillas y se calló. Siempre lo hacía, excepto por un bajo ronroneo, subiendo por su garganta. Le rasqué entre las orejas como le gustaba, y sucedió que levanté la mirada. Lulu bajó la vista a su libro, pero antes de que lo hiciera, lo que vi fue autentico odio. No a mí. A Screwlucy. ¿Lanzarle una enciclopedia? Parecía como si quisiera meter a la gata entre dos enciclopedias y aplastarla hasta la muerte. Algunas veces Lulu llegaba a la cocina y cogía a la gata de la mesa y la echaba fuera. Yo le preguntaba si alguna vez me había visto echar a Frank de la cama de esa manera.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Cuando yo decía eso, Lulu me sonreía. Sus dientes se veían, al menos. «Si lo intentas alguna vez, te encontrarás con uno o dos dedos menos, probablemente», respondía. A veces Lucy realmente era Screwlucy. Los gatos tienen un humor variable, y algunas veces se ponen frenéticos, cualquiera que haya tenido alguno podría decirlo. Sus ojos se agrandan y brillan, sus colas se estiran, empiezan a correr alrededor de la casa; a veces se encabritan sobre las patas traseras y manotean, boxeando al aire, como si estuvieran luchando con algo que ellos pueden ver pero los humanos no. Lucy se puso de ese humor una noche cuando tenía un año; no pudo ser mas de tres semanas antes del día que llegué a casa y descubrí que Lulubelle se había ido. Bueno, Lucy salió lanzada de la cocina, hizo una especie de carrera deslizándose por el suelo de madera, saltó sobre Frank, y fue subiendo por las cortinas del salón, zarpa sobre zarpa. Dejando unos buenos agujeros en ellas, con trozos colgando. Entonces se sentó en la barra, mirando la habitación con sus grandes y salvajes ojos azules y la punta del rabo moviéndose de acá para allá. Frank sólo se sobresaltó un poco y luego volvió a apoyar el hocico en el zapato de Lulubelle, pero la gata le dio un susto del demonio a Lulubelle, que estaba concentrada en su libro, y cuando levantó la vista hacia la gata, pude ver ese absoluto odio en sus ojos otra vez. «Vale», dijo, «ya está bien. Se acabó. Vamos a encontrar una buena casa para esa zorra de ojos azules, y si no fuéramos capaces de encontrar una casa para una siamesa de pura raza, la llevaremos a un refugio de animales. Ya he tenido bastante.» «¿Qué quieres decir?», le pregunté. «¿Estás ciego?», preguntó. «Mira lo que ha hecho a mis cortinas. ¡Están llenas de agujeros!», «Si quieres ver cortinas con agujeros», le dije, «¿por qué no subes y miras los que hay en mi lado de la cama?. Los bajos están hechos harapos. Porque él los mastica.» «Eso es diferente», dijo, chillándome. «Es diferente y lo sabes.» Bien, no iba a dejar pasar esa mentira. De ninguna manera iba a dejar pasar esa mentira. «La única razón por la que crees que es diferente es porque te gusta el perro que me regalaste y no te gusta la gata que yo te regalé», dije. «Pero te diré una cosa, Señora DeWitt: si llevas a la gata a un refugio el martes por arañar las cortinas, te garantizo que el miércoles llevaré al perro a la perrera por mascar los bajos de la cama. ¿Lo entiendes?» Ella me miró y empezó a llorar. Me lanzó el libro y me llamó hijo de puta. Mezquino hijo de puta. Intenté sujetarla, hacer que se quedara el tiempo suficiente para intentar disculparme (si había forma de disculparme sin echarme atrás, lo cual no quería hacer esta vez) pero ella se desasió y corrió a la habitación. Frank corrió tras ella. Subieron las escaleras y la puerta del dormitorio se cerró de golpe. Le di media hora o así para que se tranquilizara, y subí las escaleras. La puerta del dormitorio todavía estaba cerrada, y cuando empecé a abrirla, chocó contra Frank. Pude moverlo, pero fue un trabajo lento con él deslizándose sobre el suelo, y también fue una labor ruidosa. Estaba gruñendo. Y quiero decir gruñendo, amigos míos; no era un maldito ronroneo. Si hubiera entrado, creo que hubiera hecho su mejor intento de arrancarme mi virilidad. Dormí en el sofá esa noche. Por primera vez. Un mes mas tarde, me gustara o no me gustara, ella se había ido.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Si L.T. había sincronizado bien su historia (la mayoría de las veces lo hacía; la practica conduce a la perfección), la campana que indicaba la vuelta al trabajo de la Planta de Carne Procesada W.S. Hepperton de Ames, Iowa, sonaría justo entonces, librándole de cualquier pregunta de los nuevos hombres (los obreros antiguos sabían... sabían que no se debía preguntar) sobre si L.T. y Lulubelle se reconciliaron, o si sabía donde estaba ella, o (la pregunta del millón) si ella y Frank todavía seguían juntos. No había nada como la campana de vuelta al trabajo para cerrar al público preguntas más delicadas sobre la vida.</span></p>
<p dir="ltr"><span>–Bien –solía decir L.T., guardando su termo y levantándose y estirándose–, todo esto me llevó a crear lo que llamo la Teoría de las Mascotas de L.T. DeWitt.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Ellos le miraban expectantes, como hice yo la primera vez que le oí usar la gran frase, pero ellos siempre tendrían un sentimiento de decepción, como lo tenía yo siempre; una historia tan buena merecería un mejor final, pero L.T. nunca lo cambiaba.</span></p>
<p dir="ltr"><span>–Si tu perro y tu gato se llevan mejor que tú y tu mujer –decía–, lo mejor es que esperes llegar a casa alguna noche y encontrar una nota de </span><span>Querido John</span><span> en la puerta de tu frigorífico.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Contaba mucho esta historia, como ya he dicho, y una noche cuando vino a mi casa a cenar, se la contó a mi mujer y a su hermana. Mi esposa invitó a Holly, que se había divorciado hacía casi dos años, de forma que chicos y chicas estuvieran igualados. Estoy seguro que fue por eso, porque a Roslyn nunca le gustó L.T. DeWitt. A la mayoría de la gente le gustaba, mucha gente se entregaba a él como las manos se entregan al agua caliente, pero Roslyn nunca ha sido como la mayoría de la gente. A ella tampoco le gustó nunca la historia de la nota en el frigorífico y las mascotas. Puedo asegurar que no le gustaba, a pesar de que sonreía en las partes adecuadas. Holly... mierda, no lo sé. Nunca he sido capaz de saber que piensa esa chica. Principalmente solo se sentó allí con las manos en el regazo, sonriendo como la Mona Lisa. Fue culpa mía esa vez, sin embargo, lo admito. L.T. no quería contarla, pero le incité a hacerlo porque estaba todo tan callado alrededor de la mesa, solo el ruido de la plata y el tintineo de los vasos, y podía sentir la antipatía de mi esposa hacia L.T. Parecía desprenderse en oleadas. Y si L.T. era capaz de sentir la pequeña aversión del terrier Jack Russel, probablemente sería capaz de sentir a mi esposa haciendo lo mismo. De todos modos, eso es lo que yo imaginaba.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Así que la contó, principalmente para agradarme, supongo, e hizo girar sus ojos en las partes adecuadas, como si dijera </span><span>Dios mío, me engañó totalmente, ¿verdad</span><span>? y mi mujer sonrió aquí y allí (me sonaba tan falso como el dinero del Monopoly) y Holly sonreía con su pequeña sonrisa de Mona Lisa con los ojos bajos. Aparte de eso la cena fue bien y, cuando terminó, L.T. le dijo a Roslyn que le estaba agradecido por </span><span>una excelentemente interesante comida</span><span> (signifique eso lo que signifique) y ella le dijo que viniera cuando quisiera, que estaríamos muy contentos de volver a verle en casa. Era una mentira por su parte, pero dudo que haya habido una cena en la historia del mundo en la que unas cuantas mentiras no hayan sido contadas. Así que todo fue bien, al menos hasta que le llevé en coche a su casa. L.T. comenzó a hablar de que en una semana o así haría un año desde que Lulubelle se había ido, su cuarto aniversario, que significa flores si estás anticuado, o electrodomésticos si eres más moderno. Entonces contó cómo la madre de Lulubelle (por cuya casa Lulubelle nunca apareció) iba a colocar una lápida con el nombre de Lulubelle en el cementerio local. </span></p>
<p dir="ltr"><span>–La Sr. Simms dice que debemos considerarla como muerta –dijo L.T., y luego empezó a chillar.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Tuve tal sobresalto que casi me salgo de la maldita carretera.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Gritó tan alto que empecé a asustarme, empecé a temerme que todo ese dolor reprimido pudiera matarle con una apoplejía o porque se le reventara una vena o algo. Se balanceaba adelante y atrás en el asiento y apretó las manos contra el salpicadero. Era como si hubiera un tornado suelto dentro de él. Finalmente me hice a un lado de la carretera y empecé a palmearle el hombro. Podía sentir el calor de su piel incluso a través de la camisa, tan caliente como si se estuviera asando.</span></p>
<p dir="ltr"><span>–Vamos, L.T. –dije–. Ya es suficiente.</span></p>
<p dir="ltr"><span>–La echo de menos –dijo con una voz tan llena de lágrimas que apenas entendía que estaba diciendo–. Tan jodidamente de menos. Llego a casa y no hay nadie aparte de la gata, maullando y maullando, y pronto yo también estoy llorando, los dos llorando mientras le lleno el plato con la maldita porquería que come.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Giró su llorosa y congestionada cara hacia mí. Mirarle era más de lo que podía soportar, pero lo hice, sentía que tenía que hacerlo. Después de todo, ¿quien le había llevado a contar la historia de Lucy y Frank y el frigorífico esa noche? No había sido Mike Wallace, o Dan Rather, eso era seguro. Así que le miré. No llegué a abrazarle, por si acaso el tornado de alguna manera saltaba de él a mí, pero seguí palmeándole el brazo.</span></p>
<p dir="ltr"><span>–Creo que ella está viva en alguna parte, eso es lo que creo –dijo. Su voz todavía sonaba espesa y vacilante, pero también había un lastimoso pequeño intento de desafío en ella. No me estaba contando lo que creía, sino lo que quería creer. Estoy bastante seguro de eso.</span></p>
<p dir="ltr"><span>–Bien –dije–, puedes creer eso. No hay leyes que lo prohíban, ¿verdad? Y no es como si hubieran encontrado su cuerpo, o algo así.</span></p>
<p dir="ltr"><span>–Me gusta pensar que está por ahí, en Nevada, cantando en el hotel de algún pequeño casino –dijo–. No en Las Vegas o en Reno, no podría hacerlo en una gran ciudad, pero en Winnemucca o Ely estoy seguro de que podría conseguirlo. Algún lugar como esos. Ella simplemente vería un cartel de SE NECESITA CANTANTE y renunciaría a la idea de ir a casa de su madre. Demonios, intentarlo no cuesta una mierda, es lo que Lu solía decir. Y ella sabía cantar, ya sabes. No sé si alguna vez la oíste, pero sabía. No se si era magnifica, pero era buena. La primera vez que la vi, estaba cantando en el salón del Hotel Marriott. En Columbus, Ohio, allí estaba. O, otra posibilidad...</span></p>
<p dir="ltr"><span>Vaciló, luego continuó en voz baja.</span></p>
<p dir="ltr"><span>–La prostitución es legal en Nevada, ya lo sabes. No en todas las ciudades, pero en la mayoría. Ella podría estar trabajando en alguno de esas caravanas Green Lantern o el Mustang Ranch. Montones de mujeres tienen una vena de prostituta en ellas. Lu la tenía. No quiero decir que se lanzara a ello, o lo hubiera hablado conmigo, así que no puedo decir como lo sé, pero lo sé. Ella... sí, ella podría estar en alguno de esos lugares.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Paró, con la mirada perdida, quizá imaginando a Lulubelle en una cama en la habitación trasera de un prostíbulo de Nevada, Lulubelle no llevaría nada mas que las medias, ligando con algún vaquero desconocido mientras desde otra habitación llega el sonido de Steve Earle and the Dukes cantando </span><span>Six Days on the Road</span><span> o una TV dando </span><span>Hollywood Squares</span><span>. Lulubelle prostituyéndose pero no muerta, el coche al lado de la carretera (el pequeño Subaru que ella llevó a la boda) sin nada en la mirada. De la forma en que la mirada de un animal, aparentemente atento, normalmente no significa nada.</span></p>
<p dir="ltr"><span>–Puedo creerlo si quiero –dijo, secándose los hinchados ojos con las muñecas.</span></p>
<p dir="ltr"><span>–Seguro –dije–. Apuesta por ello, L.T. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Preguntándome si los sonrientes hombres que oían su historia mientras se comían la comida podrían imaginar a este L.T., este tembloroso hombre con las mejillas pálidas y los ojos enrojecidos y la piel caliente.</span></p>
<p dir="ltr"><span>–Diablos –dijo–, lo creo. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Vaciló, y luego dijo otra vez </span><span>Lo creo</span><span>.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Cuando volví a casa, Roslyn estaba en la cama con un libro en la mano y la manta subida hasta el pecho. Holly se había ido a casa mientras yo llevaba a L.T. a la suya. Roslyn estaba de mal humor, y averigüé por qué muy pronto. La mujer detrás de la sonrisa de Mona Lisa le había cogido cariño a mi amigo. Totalmente loca por él, quizás. Y no cabía duda de que mi mujer no lo aprobaba.</span></p>
<p dir="ltr"><span>–¿Cómo perdió el carné de conducir? –preguntó, y antes de que pudiera responder–. Bebiendo, ¿no?</span></p>
<p dir="ltr"><span>–Bebiendo, sí –me senté en mi lado de la cama y me quité los zapatos–. Pero hace casi seis meses, y si se mantiene limpio otros dos meses, lo recuperará. Creo que lo conseguirá. Va a Alcohólicos Anónimos, lo sabes.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Mi mujer gruñó, claramente no impresionada. Me quité la camisa, olí los sobacos, la colgué en el armario. Solo la había usado una o dos horas, solamente para cenar.</span></p>
<p dir="ltr"><span>–¿Sabes? –dijo mi mujer–, creo que es una pena que la policía no le investigara más a fondo después de que su esposa desapareciera.</span></p>
<p dir="ltr"><span>–Le hicieron algunas preguntas –dije–, pero solo para obtener la máxima información posible. Nunca hubo ninguna duda de que lo hiciera, Ros. Nunca fue sospechoso de ello.</span></p>
<p dir="ltr"><span>–Oh, estás muy seguro.</span></p>
<p dir="ltr"><span>–En realidad, lo estoy. Sé algunas cosas. Lulubelle llamó a su madre desde un hotel al este de Colorado el día que se fue, y volvió a llamarla desde Salt Lake City el día siguiente. Por entonces ella estaba bien. Fue en días laborales, y L.T. estaba en la fábrica. También estaba en la fábrica el día que encontraron su coche aparcado en una carretera comarcal cerca de Caliente. A no ser que pueda transportarse mágicamente de lugar en lugar en un abrir y cerrar de ojos, no pudo matarla. Además, no podría. La amaba.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Ella gruñó. Era ese odioso sonido de escepticismo que hacía a veces. Incluso después de treinta años de matrimonio, ese sonido todavía hace que quiera volverme y gritarle que pare, que se vaya a la mierda o que saque los pies del tiesto, cualquiera de las dos, que diga lo que tenga que decir o que se quede callada. Esta vez pensé en contarle cómo L.T. había llorado; cómo estaba que parecía que tuviera un ciclón dentro de él, llorando desconsoladamente por todo lo que no había podido retener. Pensé hacerlo, pero no lo hice. Las mujeres no se fían de las lágrimas de los hombres. Pueden decir algo distinto, pero en el fondo no se creen las lágrimas de los hombres.</span></p>
<p dir="ltr"><span>–Quizá deberías llamar a la policía –dije–. Ofréceles un poco de tu experta ayuda. Indícales lo que han pasado por alto, como Angela Lansbury en </span><span>Apartado criminal</span><span>.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Metí las piernas en la cama. Ella apagó la luz. Permanecimos tendidos en la oscuridad.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Cuando habló otra vez, su tono era más amable.</span></p>
<p dir="ltr"><span>–No me gusta. Eso es todo. No me gusta y nunca lo hará.</span></p>
<p dir="ltr"><span>–Sí –dije–. Creo que eso lo aclara.</span></p>
<p dir="ltr"><span>–Y no me gusta la forma en que miraba a Holly.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Lo que significaba, tal y como averigüé finalmente, que no le gustaba la forma en que Holly le miraba a él. Cuando no estaba mirando a su plato, claro.</span></p>
<p dir="ltr"><span>–Preferiría que no volvieras a invitarle a cenar –dijo.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Permanecí en silencio. Era tarde, Estaba cansado. Había sido un día duro, una tarde dura, y estaba cansado. Lo último que quería era tener una discusión con mi esposa estando cansado y ella preocupada. Era el tipo de discusión que podía llevarte a pasar la noche en el sofá. Y la única forma de parar una discusión como esa es estar callado. En el matrimonio, las palabras son como lluvia. Y la tierra del matrimonio está llena de cauces secos y arroyos que pueden convertirse en torrentes en un abrir y cerrar de ojos. Los terapeutas creen en el diálogo, pero la mayoría de ellos son divorciados o maricones. El silencio es el mejor amigo del matrimonio.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Silencio.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Al cabo de un rato, mi mejor amigo giró hacia su lado, lejos de mí al lugar al que ella iba cuando finalmente daba por terminado el día. Permanecí despierto largo rato, pensando en un polvoriento coche pequeño, quizá una vez blanco, caído en una zanja junto a una carretera comarcal en el desierto de Nevada, no demasiado lejos de Caliente. La puerta del conductor permanentemente abierta, el retrovisor arrancado de su enganche y caído en el suelo, el asiento delantero empapado de sangre y marcada con las huellas de los animales que han venido a investigar, quizá a probarla.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Había un hombre –creen que era un hombre, normalmente lo es- que había descuartizado a cinco mujeres en aquella parte del mundo, cinco en tres años, la mayoría durante la época en que L.T. había vivido con Lulubelle. Cuatro de las mujeres estaban de paso. De alguna manera debió conseguir que pararan, las arrastró fuera de sus coches, las violó, las descuartizó con un hacha, abandonándolas uno o dos desvíos mas allá para los buitres y los cuervos y las comadrejas. La quinta víctima fue la esposa de un anciano ranchero. La policía llama a este asesino el Hombre del Hacha. Cuando escribo esto, el Hombre del Hacha todavía no ha sido detenido. No ha vuelto a matar; si Cynthia Lulubelle Simms DeWitt fue la sexta victima del Hombre del Hacha, también fue la última, al menos por ahora. Todavía hay algunas dudas, sin embargo, sobre si fue o no la sexta víctima. Si no en la mayoría de las mentes, esa duda existe en la mente de L.T. que todavía se permite tener esperanza.</span></p>
<p dir="ltr"><span>La sangre del asiento no era sangre humana, ¿sabéis?; a la Unidad Forense del Estado de Nevada le llevó menos de cinco horas determinarlo. El trabajador de rancho que encontró el Subaru de Lulubelle vio una nube de pájaros a media milla, y cuando llegó no encontró una mujer descuartizada, sino un perro descuartizado. Poco quedaba aparte de huesos y dientes; depredadores y carroñeros habían tenido su día, y no había demasiada carne de un terrier Jack Russell con lo que empezar. No cabe duda de que el Hombre del Hacha encontró a Frank; el destino de Lulubelle es probable, pero está lejos de ser seguro. Quizás, pensé, ella está viva. Cantando </span><span>Tie a Yellow Ribbon</span><span> en The Jailhouse en Ely o </span><span>Take a Message to Michael</span><span> en The Rose of Santa Fe en Hawthorne. Vestida con un conjunto de tres piezas. Hombres viejos intentando parecer jóvenes con chalecos rojos y negras corbatas de lazo. O quizá esté aplastando vaqueros de GM en Austin o Wendover; doblándolos hacia delante hasta que sus pechos se aplasten contra sus muslos, bajo un calendario en el que aparecen tulipanes en Holanda; sujetando pares y pares de nalgas flácidas en sus manos y pensando en qué ver en la TV esa noche, cuando termine su turno. Quizá ella aparcó a un lado de la carretera y se fue caminando. La gente hace eso. Lo sé, y probablemente ustedes también. Algunas veces la gente dice </span><span>a la mierda</span><span> y se marcha. Quizá ella dejó a Frank atrás, pensando que alguien llegaría y le daría un buen hogar, sólo que fue el Hombre del Hacha el que llegó, y...</span></p>
<p dir="ltr"><span>Pero no. Conocía a Lulubelle, y aunque me vaya la vida no puedo verla abandonando un perro que probablemente se ase hasta la muerte o muera de hambre en el yermo. Especialmente un perro que amaba de la manera en que amaba a Frank. No, L.T. no exageraba sobre eso, yo los había visto juntos, y lo sabía.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Ella todavía podría estar viva en alguna parte. Técnicamente hablando, al menos. L.T. está en lo cierto sobre eso. Solo porque yo no puedo imaginar una situación que lleve a ese coche con la puerta permanente abierta y el retrovisor caído en el suelo y el perro muerto y picoteado por los cuervos dos desvíos mas allá; solo porque no puedo imaginar una situación que lleve desde ese lugar cerca de Caliente a algún otro lugar donde Lulubelle Simms cante o cosa o haga mamadas a los camioneros, fuera de peligro y de incógnito, bien, eso no significa que dicha situación no exista. Como le dije a L.T., no es como si hubieran encontrado su cuerpo, sólo encontraron su coche, y los restos del perro cerca del coche. Lulubelle podría estar en cualquier parte. </span></p>
<p dir="ltr"><span>No podía dormir y estaba sediento. Me levanté, fui al baño, y saqué los cepillos de dientes del vaso en el que los guardamos cerca del lavabo. Llené el vaso de agua. Luego me senté sobre la tapa del inodoro y bebí el agua y pensé en el sonido que hacen los gatos siameses, ese extraño aullido, cómo suena bien si te gustan, cómo debe sonar cuando llegas a casa.</span></p>
<span><span><br /><br /><br /><br /><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><a href="https://docs.google.com/document/d/1BVSQYC6-4qbmWcrrO0HkqwiC9Oqc8VcxDLyBMorJnQE/edit#bookmark=id.28h4qwu"><span>replay</span><span></span></a><span>lizabel mónica</span></p>
<p dir="ltr"><span>(habana, 1983)</span></p>
<span><span><br /><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>poesía</span></p>
<span><span><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>vaca</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>Equívoco contestable:</span></p>
<p dir="ltr"><span>Beneficio de pareja nonagenaria</span></p>
<p dir="ltr"><span>Receloso aliento delator del fraudulento vecino</span></p>
<p dir="ltr"><span>Al que llamaban Vaca;</span></p>
<p dir="ltr"><span>Creer -consistente forma </span></p>
<p dir="ltr"><span>en asiduo tratar alumbrado-</span></p>
<p dir="ltr"><span>Desprecio en la eutanasia</span></p>
<p dir="ltr"><span>Señora, señorita...</span></p>
<p dir="ltr"><span>No traslade la negativa de estricto e innecesario remilgo</span></p>
<p dir="ltr"><span>social</span></p>
<p dir="ltr"><span>hacia la oficina funeraria</span></p>
<span><span><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>***</span></p>
<span><span><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>(abatir)</span></p>
<p dir="ltr"></p>
<p dir="ltr"><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span>Los tres que en mi contienden nos hemos quedado en el móvil punto fijo y no somos ni un es ni un estoy.</span></p>
<p dir="ltr"><span> </span></p>
<p dir="ltr"><span>Alejandra Pizarnik</span></p>
<span><span><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>gramófono.</span></p>
<p dir="ltr"><span>parricidio gramófono. </span></p>
<p dir="ltr"><span>sonar; sornar. soportar. </span></p>
<p dir="ltr"><span>déficit de ilícito. </span></p>
<p dir="ltr"><span>(femenino) </span></p>
<span><span><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>(superficial emplasto. </span></p>
<p dir="ltr"><span>colisiones intervenidas a tiempo... bubú bubú bu... tiempo intervenido.) </span></p>
<p dir="ltr"><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span>Abatir. </span></p>
<p dir="ltr"></p>
<p dir="ltr"><span>¿salgo a caminar y veo? </span></p>
<span><span><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>hombre </span></p>
<p dir="ltr"><span>unifármaco</span></p>
<p dir="ltr"><span>en la sien</span></p>
<p dir="ltr"></p>
<p dir="ltr"><span>(Abatir)</span></p>
<p dir="ltr"><span>(raspo cazuelas, en un mutis cerrado, mímica frenética, casi inaudible.)</span></p>
<p dir="ltr"><span>Hurtar días. </span></p>
<span><span><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>calmante, </span></p>
<p dir="ltr"><span>medias cordiales gratificaciones.</span></p>
<span><span><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>descaminar. hedor a islote estancado en la cloaca de un viejo sistema desagüe. imposible modernizar </span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span></p>
<p dir="ltr"><span>sis tema des</span></p>
<p dir="ltr"><span>habría que modificarlo –todo de-, </span></p>
<p dir="ltr"><span>romperlo, </span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span>no quedaría arrecife sino</span></p>
<p dir="ltr"><span>algún aditamento para nuevo sistema, </span></p>
<p dir="ltr"><span>ya con algo que reseque</span></p>
<span><span><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>quizás pequeño taponcito estancador.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Descamisar.</span></p>
<span><span><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span>(¿yo salgo a caminar </span></p>
<p dir="ltr"><span>y?) </span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span> Molestar último. ocioso. Pésame real. </span></p>
<p dir="ltr"></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>y dije, «tenía miedo a que me lo desaparecieran». gramófono </span></p>
<p dir="ltr"><span>hecho de tuberías metálicas.</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>Mujer silente busca en el diccionario la palabra «sistema».</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>(raspo cazuelas, en un mutis cerrado, mímica frenética, casi inaudible.)</span></p>
<p dir="ltr"><span>(raspo cazuelas, en un mutis cerrado, mímica frenética, casi inaudible.)</span></p>
<p dir="ltr"><span>(raspo cazuelas, en un mutis cerrado, mímica frenética, casi inaudible.)</span></p>
<span><span><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>***</span></p>
<span><span><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>a mitad de habitación</span></p>
<span><span><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span>Limpia</span></p>
<p dir="ltr"><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span>se distiende </span></p>
<p dir="ltr"><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span>la armazón </span></p>
<p dir="ltr"><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span>simbiótica</span></p>
<p dir="ltr"></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span>duras las patas</span></p>
<p dir="ltr"><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span>en madera </span></p>
<p dir="ltr"></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span>silla en composición afractuosa</span></p>
<p dir="ltr"><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span>disfuncional</span></p>
<p dir="ltr"></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span>convivir con las cuerdas</span></p>
<p dir="ltr"><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span>sobre las sentaderas</span></p>
<p dir="ltr"><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span>con las cuerdas</span></p>
<p dir="ltr"></p>
<p dir="ltr"></p>
<p dir="ltr"><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span>no hay entusiasmo alguno</span></p>
<p dir="ltr"><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span>hacia morir</span></p>
<p dir="ltr"><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span>convivir con las cuerdas</span></p>
<p dir="ltr"><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span>es muerte ininterrumpida,</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>con vivir con las cuerdas</span></p>
<p dir="ltr"><span>basta</span></p>
<span><span><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>***</span></p>
<span><span><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>sordo pájaro</span></p>
<p dir="ltr"><span>[gritando, ruidos en ciudad…]</span></p>
<p dir="ltr"></p>
<p dir="ltr"><span>Para Andrés</span></p>
<span><span><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>no permitas que sordo</span></p>
<p dir="ltr"><span>pá jaro silencio</span></p>
<p dir="ltr"><span>pi cotee</span></p>
<p dir="ltr"><span>pa ra</span></p>
<p dir="ltr"><span>nos</span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span></p>
<p dir="ltr"><span>extraer</span></p>
<p dir="ltr"><span>de epidermis</span></p>
<p dir="ltr"><span>insectos</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>–gritando; ruidos en ciudad </span></p>
<p dir="ltr"><span>de fondo</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>hemos expues</span></p>
<p dir="ltr"><span>to ante</span></p>
<p dir="ltr"><span>Ustedes las razo</span></p>
<p dir="ltr"><span>nes que</span></p>
<p dir="ltr"><span>nos movieron</span></p>
<p dir="ltr"><span>a volar</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>La Asocia</span></p>
<p dir="ltr"><span>ción de</span></p>
<p dir="ltr"><span>Protección a los Peces</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>–silencio </span></p>
<p dir="ltr"><span>de fondo; </span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>cuchicheo;</span></p>
<p dir="ltr"><span>no permitas que el sordo</span></p>
<p dir="ltr"><span>pájaro silencio</span></p>
<p dir="ltr"><span>picotee</span></p>
<p dir="ltr"><span>nos</span></p>
<p dir="ltr"><span>para</span></p>
<p dir="ltr"><span>extraer</span></p>
<p dir="ltr"><span>de epidermis</span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>los piojos</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>–gritando; ruidos</span></p>
<p dir="ltr"><span>ciudad-de-fondo</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>hemos expues-</span></p>
<p dir="ltr"><span>to ante</span></p>
<p dir="ltr"><span>U.D. s las razo-</span></p>
<p dir="ltr"><span>nes que</span></p>
<p dir="ltr"><span>nos movieron a volar</span></p>
<span><span><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>***</span></p>
<span><span><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>otra</span></p>
<span><span><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>La violencia de</span></p>
<p dir="ltr"><span>casas de aldea</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>en la noche sin ruidos.</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>En una de esas –casillas de tablero–</span></p>
<p dir="ltr"><span>un hombre </span></p>
<p dir="ltr"><span>simple</span></p>
<p dir="ltr"><span>mente,</span></p>
<p dir="ltr"><span>ve</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>durante toda la noche </span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span> durante toda la noche</span></p>
<p dir="ltr"><span>oculto tras </span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span> oculto tras</span></p>
<p dir="ltr"><span>la</span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span> </span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span> inmutable pared</span></p>
<p dir="ltr"><span>inmutable pared –de su casa–</span></p>
<p dir="ltr"><span>ve</span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span> </span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span> ve</span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>canales interminables de TV extranjera canales </span></p>
<p dir="ltr"><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span> </span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span> interminables de TV</span></p>
<p dir="ltr"><span>por cable.</span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span><span class="Apple-tab-span"> </span></span><span> por cable.</span></p>
<span><span><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>Frente a la ventana</span></p>
<p dir="ltr"><span>una</span></p>
<p dir="ltr"><span>–otra–</span></p>
<p dir="ltr"><span>casita. </span></p>
<span><span><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>***</span></p>
<span><span><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>humo</span></p>
<span><span><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>—Cascado proyecto litúrgico esta espera,</span></p>
<p dir="ltr"><span>(o es desapercibido, sobrado</span></p>
<p dir="ltr"><span>brujo humedecer de ateísmo)</span></p>
<p dir="ltr"><span>—Senil mito...</span></p>
<p dir="ltr"><span>calamidad de (menguados) (brillos adversos)</span></p>
<p dir="ltr"><span>—Yo preciso visible comenzar inactivo: apostado.</span></p>
<p dir="ltr"><span>(pastel abierto de gallina sin invitados que pregunten)</span></p>
<p dir="ltr"><span>—Nada de humo, bien sujetos a nosotros mismos...</span></p>
<p dir="ltr"></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>basta de hablar de política, dijo el joven y operó</span></p>
<p dir="ltr"><span>algo en la vitrola</span></p>
<span><span><br /><br /><br /><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span><img src="https://lh3.googleusercontent.com/qfEqgdSAo_UnBvEuAJQnOEO6KuxshqqyxXSZ2bmr6mF9rdlqIBNTCY3CLX_lQ91NUISZU5RqXhkk2RjES5SmZrsb_T1TJAqNuulKnLffvhL6HYXODzJkuo9Fs-sO_2gZsm_TKt0NozXr8y4rkg" width="475" height="364" alt="qfEqgdSAo_UnBvEuAJQnOEO6KuxshqqyxXSZ2bmr6mF9rdlqIBNTCY3CLX_lQ91NUISZU5RqXhkk2RjES5SmZrsb_T1TJAqNuulKnLffvhL6HYXODzJkuo9Fs-sO_2gZsm_TKt0NozXr8y4rkg" /></span></p>
<span><span><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><a href="https://docs.google.com/document/d/1BVSQYC6-4qbmWcrrO0HkqwiC9Oqc8VcxDLyBMorJnQE/edit#bookmark=id.28h4qwu"><span>replay</span></a></p>
<span><span><br /><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span></span><span>rodrigo fresán</span></p>
<p dir="ltr"><span>(Buenos Aires, 1963. Escritor y periodista. Libros de ficción: </span><span>Historia argentina </span><span>(1991), </span><span>Vidas de santos </span><span>(1993), </span><span>Trabajos manuales </span><span>(1994), </span><span>Esperanto </span><span>(1995), </span><span>La velocidad de las cosas </span><span>(1998), </span><span>Mantra</span><span> (2002) y </span><span>Jardines de Kensington </span><span>(2003). Vive en Barcelona, donde traduce y anota las lyrics de Bob Dylan.)</span></p>
<span><span><br /><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>New American Cookbook</span></p>
<p dir="ltr"><span>El aquí y el ahora en veinticinco libros cardinales</span></p>
<span><span><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>Lo bueno de la literatura estadounidense es que nunca deja de crecer; lo malo de la literatura estadounidense es, también, que nunca deja de crecer; lo cual complica su pleno disfrute y su consumo. Siempre hay alguien por desenterrar y dentro de cinco minutos nacerá un nuevo genio. La dificultad se hace todavía más evidente cuando se trata de organizar —de </span><span>intentar</span><span> organizar— ránkings, cuadros sinópticos, listas, etc. No hay sitio que alcance; porque la literatura estadounidense siempre suma y rara vez resta. Así </span><span>Moby Dick</span><span> continúa siendo la novela más moderna; </span><span>La letra escarlata</span><span> no ha dejado de reinventar el puritanismo pagano valiéndose del tótem/tabú del adulterio; </span><span>Huckleberry Finn</span><span> conserva su posición jerárquica en tanto </span><span>road novel</span><span>; Henry James sigue recreando "lo europeo". Y la tríada de Fitzgerald & Faulkner & Hemingway (que suena como un bufete de abogados implacables) ganó, gana y ganará todos los casos. Jack Kerouac continúa en el camino y Salinger es más influyente que nunca desde su invisibilidad. Los espectros más o menos recientes de Saul Bellow, John Cheever, Donald Barthelme, Raymond Carver y Bernard Malamud y Stanley Elkin y Richard Yates y William Gaddis y Philip K. Dick siguen asustando inmejorablemente y como si fuera la primera noche. Cormac McCarthy y James Ellroy parecen tener cada vez mejor puntería y Don DeLillo y Thomas Pynchon no han perdido el respeto de los jóvenes. El culto a nombres como David Gates y Lee K. Abbott y Stephen Millhauser y Barry Hannah y Colin Harrison suma cada vez más fieles. Richard Russo y John Irving no dejan de divertirse con la novela decimonónica adaptada a nuestros días; Richard Ford y Tobías Wolf y Sam Shepard no piensan renunciar a la exploración de las tierras baldías del </span><span>homo americanis </span><span>y Philip Roth y John Updike cada día escriben mejor. Hay sitio para todos; hasta para el autor de la más grande novela americana: </span><span>Lolita</span><span> de Vladimir Nabokov.</span></p>
<p dir="ltr"><span>De ahí, insisto, que haya algo paradójico a la hora de hablar de una </span><span>nueva narrativa estadounidense</span><span> porque —por intención y definición— la literatura estadounidense aparece desde siempre y para siempre inevitablemente ligada a la idea de la novedad sin por eso desatender a sus fuentes; la literatura estadounidese siempre fue nueva y nunca dejará de serlo. Hay que pensar en un mismo tren con cada vez más vagones y más kilómetros de rieles por delante y por detrás. Hay que pensar en muchas estaciones y trayectos posibles.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Lo que no impide la apuesta de una antología personal del aquí y el ahora en veinticinco libros y sus autores (en orden alfabético) que a su vez comprenda a tantos otros inevitables e imprescindibles. Y aquí vienen (de existir traducción, el título figura en castellano) y, seguro, dentro de un mes serán muchos más.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Qué malo, qué bueno, qué suerte.</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>Manual de caza y pesca para chicas</span><span>, de Melissa Bank (1999)</span><span>. Tras los pasos de su hermanas mayores Ann Beattie (autora de la muy influyente y casi fundacional novela </span><span>Chilly Scenes of Winter,</span><span> de 1976), Mary Robison (la más rara), Anne Tyler (Nuestra Señora de la Famila Disfuncional), Paula Fox (la más revalorizada) y Lorrie Moore (acaso la más astuta de todas), Bank debutó con esta exitosa colección de cuentos que exuda talento. La idea es, una vez más, narrar desde "lo hembra" pero sin fáciles concesiones a "lo femenino" o a "lo histérico" estilo </span><span>Sex and the City</span><span>. Historias agridulces y muy inteligentes de una autora que acaba de publicar, por fin, su primera novela: </span><span>The Wonder Spot.</span><span> La versión bestial, sarcástica y X-Rated de todo esto se encuentra sin dificultad en los relatos y novelas de la ácida y también muy talentosa Mary Gaitskill. Otros debuts de cuentos femeninos a destacar: </span><span>Do Windows Open?,</span><span> de Julie Hecht (1997); </span><span>How to Breathe Under Water</span><span>, de Julie Orringer (2003) o cualquiera de las </span><span>collections</span><span> de Amy Hempel.</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>El festín del amor</span><span>, de Charles Baxter (2000)</span><span>. El autor llevaba publicadas varias novelas y colecciones de cuentos celebradas por la crítica y colegas, pero el gran público supo de él cuando publicó este libro de trama atomizada, visiones mágicas, súbitas iluminaciones, pequeños milagros y más de un guiño a la ética y estética de John Cheever. Una celebración del insomnio y de sus habitantes que se lee como si </span><span>El sueño de una noche de verano</span><span> de William Shakespeare transcurriera en las afueras del Medio Oeste.</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>Drop city</span><span>, de T.C. Boyle (2003)</span><span>. Eximio cuentista, pero también valiente reconstructor de la historia de su país a través de personajes y </span><span>freaks</span><span> que pueden ser tanto el inventor de los cereales Kellogg's como el sexólogo Alfred C. Kinsey. Lo que no impide que Boyle sea tan clásico y social como un Dreiser o un Farell. Y tal vez </span><span>Drop City</span><span> sea su título más ambicioso y logrado. ¿De qué trata? Del fin del paraíso </span><span>hippie</span><span> y de la decadencia de una comuna de acuarianos que descubre, de pronto, que tenía razón John Lennon cuando cantó aquello de "El sueño terminó".</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>Jóvenes prodigiosos</span><span>, de Michael Chabon (1995)</span><span>. Muchos preferirán su reciente viraje a los territorios del </span><span>pulp</span><span> con </span><span>Las formidables aventuras de Kavalier y Clay</span><span>; pero lo cierto que Chabon nunca ha sido mejor que en esta farsa universitaria con escritor/profesor sufriendo bloqueo de inspiración y haciendo sufrir a todos los que lo rodean. La buena película con Michael Douglas —y canción oscarizada de Bob Dylan— apenas da una idea de las carcajadas y los </span><span>blues</span><span> que se encuentran aquí adentro. En esta misma veta —la comedia dramática— se encuentran también las novelas de J. Robert Lennon </span><span>The Funnies</span><span> (1999) y </span><span>Cartero</span><span> (2003).</span></p>
<p dir="ltr"><span><br class="kix-line-break" /></span><span>La vida después de dios</span><span>, de Douglas Coupland (1994)</span><span>. Curioso breviario sobre las cuestiones del alma o del espíritu, ustedes eligen. Incluye ilustraciones, aforismos, epifanías y </span><span>satoris</span><span> varios. Desde que patentó aquello de la </span><span>Generación X</span><span> en 1991, Coupland —de acuerdo, nació en Vancouver, pero Bellow también nació en Canadá y, como él, Coupland ha marcado a fuego la literatura norteamericana— ha ido convirtiéndose en una suerte de Salinger para las nuevas generaciones, escribiendo alternativamente novelas muy ácidas como </span><span>Todas las familias son psicóticas</span><span> (2001) o muy dulces como </span><span>Eleanor Rigby</span><span> (2004). En unas y otras —siempre— la cosa pasa por las batallas sin tregua entre padres e hijos. Y nadie gana, claro. Por esta misma senda, entre angelical y martirológica, transitan hoy Alice Sebold y su </span><span>Desde mi cielo</span><span> —</span><span>best-seller</span><span> del 2002 narrado por una niña violada desde el Más Allá— y el muy publicitado Jonathan Safran Foer con sus </span><span>Todo está iluminado</span><span> (2002), próxima a estrenarse su adaptación cinematográfica con Elijah "Hobbit" Wood, y la reciente </span><span>Extremely Loud and Incredibly Close</span><span> (2005).</span></p>
<p dir="ltr"><span><br class="kix-line-break" /></span><span>How we are hungry</span><span>, de Dave Eggers (2004)</span><span>. Eggers se hizo famoso en el 2000 con la modesta e irónicamente titulada autobiografía comentada </span><span>Una historia conmovedora, asombrosa y genial.</span><span> Y desde entonces se ha convertido en el más vigoroso agitador cultural de los últimos tiempos fundando el imperio McSweeney's —editorial, librería, revistas, discos y causas benéficas— sin por eso descuidar su obra. Pero —la verdad sea dicha— el mejor Eggers se encuentra en la corta distancia de largo aliento y los relatos aquí recopilados recuerdan a lo mejor de Vonnegut y Brautigan y Holst.</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>American psycho</span><span>, de Bret Easton Ellis (1991)</span><span>. El libro más maldito del más maldito de todos. Poco y nada que agregar al muy publicitado y escandaloso asesino serial y </span><span>yuppie</span><span> Patrick Bateman salvo que en el futuro será considerado un clásico estadounidense tan válido como </span><span>El gran Gatsby</span><span> o </span><span>Herzog</span><span> a la hora de explicar un determinado momento de la vida —y la muerte— en las decadentes </span><span>soirées</span><span> del Imperio. Todo Chuck Palahniuk sale de aquí y de </span><span>Glamourama</span><span> (1999). Apéndice sexual: la versión femenina pero igualmente monstruosa y talentosa de Ellis se encuentra en las novelas y relatos de A.M. Homes. ¿La versión </span><span>teen</span><span>?: </span><span>Twelve,</span><span> de Nick McDonell.</span></p>
<p dir="ltr"><span> </span><span><br class="kix-line-break" /></span><span>Las vírgenes suicidas</span><span>, de Jeffrey Eugenides (1993)</span><span>. Uno de los más perfectos debuts de todo los tiempos, una inmensa pequeña novela que quita el aliento y devuelve la más asombrada de las sonrisas. Sátira </span><span>noir</span><span> de la vida en los suburbios que se nutre tanto de Cheever como de García Márquez. Ya saben: la épica tanática de las hermanas Lisbon durante los setenta, invocada por un narrador invisible y colectivo. Imprescindible. Eugenides se tomó nueve años para escribir </span><span>Middlesex</span><span> (2002) cometiendo el perdonable pecado de publicar un segundo libro que es, apenas, excelente.</span></p>
<p dir="ltr"><span> </span><span><br class="kix-line-break" /></span><span>Las correcciones</span><span>, de Jonathan Franzen (2001)</span><span>. Cuando apareció esta novela, fueron muchos —entre ellos DeLillo y Cunningham y Ford— los la etiquetaron como "Gran Novela Americana". Y es cierto: en ella laten todos y cada uno de los Temas que suelen oírse, hacerse oír y hasta gritar en esos libros decididos a dejar marca y marcar época. Rasgos contenidos en una maniobra tan recurrente como eficaz: la disolución de una familia como transparente metáfora de la disolución de un país. Todo esto narrado, claro, con una prosa quirúrgica, de autopsia en vida, que hace equilibrio sobre esa fina línea que separa a la carcajada del alarido. Franzen firmó también un polémico ensayo en </span><span>Harper's</span><span> —posteriormente recopilado en </span><span>Cómo estar solo</span><span> (2002)— donde explicaba cómo recuperar la tradición de la novela norteamericana. </span><span>Las correcciones</span><span> es la puesta en práctica de todo eso.</span></p>
<p dir="ltr"><span> </span><span><br class="kix-line-break" /></span><span>Las confesiones de max tívoli</span><span>, de Andrew Sean Greer (2004)</span><span>. Curiosa mezcla de realismo mágico y novela histórica para contar el tránsito de un hombre que nace viejo pero con mente de niño y va "creciendo" hasta acabar como un bebé sabio y sufrido. Libro —reminiscente de los usos y atmóferas de Stephen Millhauser— que no bastaría para incluirlo aquí de no ser por los dos títulos anteriores del autor: </span><span>How It Was For Me</span><span> (2000), de relatos, y la novela </span><span>The Path of Minor Planets</span><span> (2001), que no tienen nada que ver con éste y que lo lanzaron como un escritor dueño de una rara sensibilidad a la hora de lo trágico y doméstico.</span></p>
<p dir="ltr"><span> </span><span><br class="kix-line-break" /></span><span>Aquí no eres un extraño</span><span>, de Adam Haslett (2002)</span><span>. Nueve relatos magistrales —cifra cabalística y salingeriana— entre los que destacan "Notas para mi biógrafo" y "El buen doctor". Crisis familiares, depresiones individuales y todo eso narrado con mano firme y ojo de águila para el detalle revelador, siguiendo los pasos del primer Ethan Canin y del primer Michael Cunningham y del primer David Leavitt. Alguien dirá Cheever, alguien dirá Gates, alguien dirá Bausch, alguien dirá Yates y —si todo sigue así— alguien muy pronto dirá Haslett. Y el triunfal debut con libro de </span><span>short-stories</span><span> siempre fue y seguirá siendo una fértil tradición estadounidense. Por lo que aprovecho este lugar para mencionar otros estrenos más que atendibles: </span><span>Natasha and Other Stories,</span><span> de David Bezmozgis (2004); </span><span>Para el alivio de insoportables impulsos,</span><span> de Nathan Englander (1999); </span><span>Remote Feed,</span><span> de David Gilbert (1998); </span><span>La cuestión de Bruno,</span><span> del nacido en Sarajevo pero escritor </span><span>Made in USA</span><span> Aleksandar Hemon (2000); </span><span>Thirst,</span><span> de Ken Kalfus (1998); </span><span>Sam The Cat</span><span>, de Matthew Klam (2000) y, por supuesto, siguen las firmas.</span></p>
<p dir="ltr"><span><br class="kix-line-break" /></span><span>Hijo de jesús</span><span>, de Denis Johnson (2003)</span><span>. No puede afirmarse que Johnson sea "joven" o "nuevo"; pero sí que es uno de los escritores más revolucionarios, por siempre novedosos, y considerado casi un gurú por los recién llegados a la fiesta. Esta novela-en-relatos cuenta las idas y vueltas de un drogadicto en busca de la luz al final del túnel. Pero —advertencia— no es el típico producto estilo </span><span>Trainspotting.</span><span> Lo que hay aquí es Alta Literatura, una prosa tan precisa como poética, y la más alegre de las tristezas a la hora de contar un ascenso —y no un descenso— a los infiernos. Pensar en lo mejor de Blake y de Lowry y de los beatniks. Y sí: es posible —muy posible— que Johnson sea un genio.</span></p>
<p dir="ltr"><span> </span><span><br class="kix-line-break" /></span><span>Crossing california</span><span>, de Adam Langer (2004)</span><span>. Ecos de Bellow y Salinger y Roth para esta muy talentosa y muy divertida primera novela. Principios de los ochenta en la avenida California de Chicago, una joven judía de tendencias políticas extremas y un joven negro que le declara su amor haciendo películas y un reparto de secundarios perfectamente delineados (a destacar la viperina Michelle). Y buenas noticias: este agosto se publica </span><span>The Washington Story</span><span>, su segunda —y espero que no sea la última— parte.</span></p>
<p dir="ltr"><span> </span><span><br class="kix-line-break" /></span><span>La fortaleza de la soledad</span><span>, de Jonathan Lethem (2003)</span><span>. Autor que comenzó como discípulo confeso de la ciencia-ficción entrópica de Philip K. Dick pero que con este libro ha dado un giro de timón sin traicionarse. Novela de iniciación y de amistad salpicada por abundante data pop —rock, cine, música— en la que Lethem reescribe con pasión proustiana su propia infancia en Brooklyn durante los años setenta. Para su mejor y mayor disfrute, consumirla con los muy complementarios </span><span>Men and Cartoons</span><span> (cuentos, 2004) y </span><span>The Dissapointment Artist</span><span> (ensayos, 2005).</span></p>
<p dir="ltr"><span> </span><span><br class="kix-line-break" /></span><span>The age of wire and string</span><span>, de Ben Marcus (1995)</span><span>. Tras los pasos de los super-ficcionalistas de principios de los setenta y de la mirada clínica de Nicholson Baker, se manifiesta este librito extraño y único. 140 páginas repartidas en microrrelatos que se proponen —y consiguen— una suerte de manual de instrucciones para un mundo invisible que no es otra cosa que la sombra del nuestro. Difícil de explicar, hay que leerlo para entenderlo y admirarlo. Y después continuar la exploración con los igualmente formidables e indefinibles </span><span>Notable American Women</span><span> (2002) y </span><span>The Father Costume</span><span> (2002). Menos radical pero sebaldiano y mixto a la hora de procesar ficciones y no ficciones es el libro de relatos </span><span>I'm Not Jackson Pollock</span><span> de John Haskell (2003) con apariciones estelares de Orson Welles, Juana de Arco, Anthony Perkins, Glenn Gould, y el pintor del título.</span></p>
<p dir="ltr"><span> </span><span><br class="kix-line-break" /></span><span>El velo negro</span><span>, de Rick Moody (2002)</span><span>. Análisis social, ensayo autobiográfico sin anestesia, retrato del artista adolescente, crítica histórica, mirada sin parpadear en el espejo, todo eso y mucho más con una de las mejores y más personales y arriesgadas y exquisitas prosas del presente. Algo así como el John Updike del nuevo milenio. Complementar con los relatos de </span><span>Demonología</span><span> (2000) y la ya clásica novela </span><span>La tormenta de hielo</span><span> (1994). Una vez le preguntaron cuál era su tema y Moody, sin dudarlo, respondió: "La arritmia de la desesperación".</span></p>
<p dir="ltr"><span> </span><span><br class="kix-line-break" /></span><span>El club de la lucha</span><span>, de Chuck Palahniuk (1997)</span><span>. Demasiados libros después —demasiado poco tiempo entre uno y otro— el chiste comienza a perder su gracia. Lo que no significa que este manual de instrucciones para anarquistas/nihilistas —así como su hermana gemela </span><span>Asfixia</span><span> (2001) y los ensayos y entrevistas de </span><span>Error humano</span><span> (2004)— no siga resultando tan transgresor como hilarante. Títulos posteriores parecen confirmar lo que se sospechaba: el plan maestro de Palahniuk consiste en coronarse como el Stephen King de una nueva generación que no ha leído a J. G. Ballard o a Kurt Vonnegut. Otro entrópico destacable es Saunders con sus relatos sobre parques temáticos en quiebra y programas de televisión sádicos reunidos en </span><span>Guerracivilandia en ruinas</span><span> (1996) y</span><span> Pastoralia</span><span> (2000). Igual paisaje desolado y tribal se contempla en </span><span>El gran sí...</span><span> de Mark Costello (2004), donde se cantan los </span><span>blues</span><span> de sufridos miembros del servicio secreto con los mismos modales entre ácidos y desoladores que alguna vez Joseph Heller dedicó a los pilotos de combate en </span><span>Catch-22 </span><span>(1955)</span><span>.</span></p>
<p dir="ltr"><span> </span><span><br class="kix-line-break" /></span><span>El tiempo de nuestras canciones</span><span>, de Richard Powers (2003)</span><span>. Los que lo acusaron —en ocasiones con cierta razón— de escribir libros demasiado fríos y cerebrales recibieron una bofetada de más de seiscientas páginas con esta novela todo corazón que se extiende a lo largo de medio siglo de historia estadounidense y de la vida de dos hermanos negros poseídos por la música. El final reserva una de las más sorpresivas y brillantes vueltas de tuerca y, sí, todo parece indicar que la gran novela afroamericana de esta década ha sido escrita por un blanco.</span></p>
<p dir="ltr"><span> </span><span><br class="kix-line-break" /></span><span>Love and Hydrogen</span><span>, de Jim Shepard (2004)</span><span>. Autoantología de un escritor que —como Johnson— ya tiene sus años y sus libros; pero que es más moderno que muchos recién debutantes. Sus novelas —una de ellas se ocupa de los vuelos de un bombardero durante la Segunda Guerra Mundial, otra reconstruye la filmación del </span><span>Nosferatu</span><span> de Murnau— son inequívocamente admirables. Pero son sus relatos —con una variedad de registros y técnicas aparentemente inagotable— los que quitan el aliento: el monstruo de la Laguna Negra, el bajista de The Who y John Ashcroft son algunos de sus héroes.</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>Criptonomicón</span><span>, de Neal Stephenson (1999)</span><span>. Un crítico definió a las más de mil páginas de esta saga histórica, criptográfica y familiar como "una mezcla de Don DeLillo, Tom Clancy, Thomas Pynchon, Michael Crichton y David Foster Wallace"; y tiene algo de razón. Se lee con la compulsión de un </span><span>best-seller</span><span> y se disfruta tanto como </span><span>El arco iris de gravedad </span><span>o </span><span>Submundo.</span><span> Un frenético recorrido por el universo de códigos secretos y finanzas informáticas a cargo de un escritor que se divierte casi tanto como el que lo lee. Stephenson continuó el baile publicando las más de tres mil páginas de la </span><span>prequel </span><span>y trilogía </span><span>El ciclo barroco</span><span> (2003-2004). Más de lo mismo pero, esta vez, en la trascendente frontera que separa los siglos XVII Y XVIII. Aproximaciones más vanguardistas y </span><span>arty</span><span> al paisaje cronocyber-punk de Stephenson se pueden disfrutar en las novelas de Steve Erickson. Especialmente recomendables son </span><span>Tours of the Black Clock</span><span> (1989), que cuenta la historia del pornógrafo privado de Hitler y </span><span>Arc d'X</span><span> (1993) donde se reescribe en variaciones psicotemporales el romance entre Thomas Jefferson y la esclava Sally Hemmings.</span></p>
<p dir="ltr"><span> </span><span><br class="kix-line-break" /></span><span>El secreto</span><span>, de Donna Tartt (1992)</span><span>. Más un culto que una novela, este exitoso </span><span>thriller</span><span> académico ubicado en un prestigioso </span><span>college</span><span> de Nueva Inglaterra no dejó a nadie indiferente con sus destellos de Fowles y Highsmith y Murdoch y Oates. Sumarle a esto el aspecto de heroína de Edgar Allan Poe de su autora (por entonces de veintiocho años de edad) y sus costumbres ermitañas, y los encargados de marketing de la editorial tuvieron orgasmos múltiples. Lo cierto es que </span><span>El secreto</span><span> funciona y está bien escrito. Tuvieron que pasar diez años para que llegara </span><span>Un juego de niños</span><span> (2002): reinvención del universo de Carson McCullers combinado con </span><span>detective-story</span><span> juvenil. A pocos les gustó, a muchos desconcertó pero se trata, sin duda, de una de las novelas fallidas más logradas de los últimos tiempos. Los que tengan ganas de más de lo último harán bien en seguir con las novelas de otra hija de McCullers: </span><span>La casa del gigante</span><span> (1996) y </span><span>Niagara Falls All Over Again</span><span> (2002), de Elizabeth McCracken. Alternar, si se lo desea, con los neofaulknerianos Brad Watson y Heidi Julavits.</span></p>
<p dir="ltr"><span> </span><span><br class="kix-line-break" /></span><span>The atlas: people, places, and visions</span><span>, de William T. Vollmann (1996)</span><span>. Cuando era niño, Vollmann se distrajo y la consecuencia de esa distracción fue que su hermanita muriera ahogada. De este terrible Big Bang surge toda una obra inmensa que incluye a novelas colosales como </span><span>The Royal Family</span><span> (2000) o la recién aparecida </span><span>Europe Central</span><span> (2005); un ciclo histórico en siete volúmenes bautizado como </span><span>Seven Dreams</span><span> del que ya ha publicado cuatro; o un </span><span>tractat</span><span> de más de cuatro mil páginas sobre las aplicaciones de la violencia. En sus ratos libres, Vollman viaja a Tailandia a investigar el turismo sexual o a Afganistán y Croacia en plena guerra (casi muere allí; fue el único sobreviviente cuando su auto pisó una mina). Todo esto y mucho más se puede leer en este libro hecho de fragmentos, viajes, personas y muertos. Los que saben lo consideran el novelista más novelista —en cuanto a posibilidades de un futuro Nobel— de su generación.</span></p>
<p dir="ltr"><span> </span><span><br class="kix-line-break" /></span><span>I'll let you go</span><span>, de Bruce Wagner (2001)</span><span>. Inexplicablemente inédito en nuestro idioma, Wagner es el mejor y tal vez único heredero de Nathanael West a la hora de la comedia </span><span>noir</span><span> hollywoodense. Cualquiera de sus cuatro novelas es recomendable, pero tal vez ésta sea la mejor puerta de entrada: una barroca y muy dickensiana novela de costumbres combinada con gótico familiar y </span><span>thriller</span><span> victoriano, pero en el frívolo y desolado Beverly Hills del nuevo milenio.</span></p>
<p dir="ltr"><span> </span><span><br class="kix-line-break" /></span><span>Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer</span><span>, de David Foster Wallace (1997)</span><span>. Todo el mundo supo de este torrencial escritor adicto a las notas al pie cuando, en 1996, publicó esa </span><span>Big Big Big Mac</span><span> que es la novela </span><span>La broma infinita:</span><span> la exhaustiva saga de una familia muy muy muy disfuncional. Pero tal vez la esencia de su talento se aprecie mejor en estos largos ensayos sobre diversos temas donde se incluye el sesudo y ya indispensable "E Unibus Pluram: televisión y narrativa norteamericana". Lo que no impide disfrutar de aquel otro que da título al libro y que disecciona el mundo de los cruceros caribeños con maldad regocijante.</span></p>
<p dir="ltr"><span> </span><span><br class="kix-line-break" /></span><span>Viaje de vuelta</span><span>, de Stephen Wright (1994)</span><span>. Largos y tumultuosos relatos que acaban armando la vertiginosa novela de un hombre fugándose de sí mismo y asumiendo diferentes personalidades a lo largo de un camino lleno de sangre y sorpresas. Pesadillesco y verosímil. Prosa convulsa. Da miedo. Pocas veces un libro se pareció </span><span>tanto</span><span> a una película de David Lynch.</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>(tomado de Letras Libres)</span></p>
<span><span><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><a href="https://docs.google.com/document/d/1BVSQYC6-4qbmWcrrO0HkqwiC9Oqc8VcxDLyBMorJnQE/edit#bookmark=id.28h4qwu"><span>replay</span><span></span></a><span>ray loriga</span></p>
<p dir="ltr"><span>(madrid, 1967. escritor, guionista, director. quizás ha publicado </span><span>lo peor de todo, días extraños, caídos del cielo, héroes, tokío ya no nos quiere, trífero, </span><span>y </span><span>el hombre que vendió manhattan</span><span>) </span></p>
<span><span><br /><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>nunca llores delante del carpintero</span></p>
<p dir="ltr"><span> </span></p>
<p dir="ltr"><span>No mires ahora, pero creo que hay alguien mirando. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Mi mujer está obsesionada, cree que todo el mundo nos mira. Vivimos en un ático, hace muy poco que nos hemos mudado. Desde nuestra terraza se ve una torre llena de ventanas, una torre muy alta, muchas ventanas. Yo no creo que nadie nos mire. Ella tiene miedo de andar desnuda por la casa. La torre está muy lejos, cuando miro a las ventanas no veo más que pequeñas formas que se mueven. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Pequeñas formas que se mueven desnudas. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Esa es mi mujer, está obsesionada, ya lo he dicho. Cuando vinimos a vivir aquí, la casa estaba hecha un asco, así que nos pusimos a arreglarla; el suelo, las paredes, la terraza, las cañerías, todo. Gastamos muchísimo dinero, yo no tengo dinero, ni mucho, ni poco, ni nada. La casa quedó muy bien, vivimos felices durante dos o tres días, pero luego el suelo empezó a abrirse, la madera estaba demasiado fresca o era demasiado joven, o algo así. </span></p>
<p dir="ltr"><span>–El suelo se abre. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Yo me quedaba mirando al suelo sin saber muy bien que había que hacer para detener aquello. Ella también miraba al suelo y luego me miraba a mí y después mirábamos a la torre para ver si alguien más estaba viéndolo. </span></p>
<p dir="ltr"><span>La torre está demasiado lejos. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Luego abrimos una botella de vino blanco y nos sentamos a beber. No había que preocuparse por la torre. Estábamos vestidos, las grietas no eran tan grandes. Desde lejos, todavía éramos una pareja feliz. </span></p>
<p dir="ltr"><span>–Habría que hacer algo. </span></p>
<p dir="ltr"><span>–Haremos algo a la vuelta. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Cerramos las maletas y salimos hacia el aeropuerto. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Holanda es un país extraño, la gente acude en masa a los recitales de poesía. Eso no puede ser bueno. Para mi, sí, yo soy poeta. Mi mujer es novelista. Gana dinero. En Holanda es algo grande ser poeta, pero fuera de Holanda, no. </span></p>
<p dir="ltr"><span>–Esto es increíble. </span></p>
<p dir="ltr"><span>La verdad es que era increíble, toda esa gente haciéndome fotos y entrevistas, invitándome a comer, pagándome el taxi, saludándome al pasar, escuchando mis cosas, haciéndome caso. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Mi mujer estaba contenta, no le importaba que nadie hubiese oído hablar de sus novelas. Sus novelas están traducidas a siete idiomas, pero en Holanda no las conocían. A ella le parecía bien, le gustaba quedarse callada mirando como yo subía y subía, hinchado como un pez globo. Le gustaba cuidar a su pez globo y besar a su pez globo, y sobre todo, le gustaba tener un pez globo en la cama por unos días, porque sabia que después me deshincharía y me quedaría mirando como un idiota las grietas del suelo, sin hacer nada al respecto. </span></p>
<p dir="ltr"><span>–¿Cuando volvemos? </span></p>
<p dir="ltr"><span>–Mañana </span></p>
<p dir="ltr"><span>Los festivales de poesía pueden durar un par de días o una semana o incluso un mes, pero nunca duran para siempre. Cerramos las maletas y salimos para el aeropuerto, de vuelta a casa. En el avión apenas dijimos nada. Los dos estábamos cansados. Yo estaba triste, además. Puede que ella también, no lo sé. No hay manera de saberlo. </span></p>
<p dir="ltr"><span>–Voy a llamar al carpintero. </span></p>
<p dir="ltr"><span>–Buena idea. Te has gastado un montón de dinero en ese suelo. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Miré por la ventanilla del avión. No se veía gran cosa. Los aviones deberían volar mas bajo. </span></p>
<p dir="ltr"><span>–Mejor aún, vas a llamar tú. </span></p>
<p dir="ltr"><span>–¿Yo? </span></p>
<p dir="ltr"><span>Llegamos a casa, llamé al carpintero, me costó mucho convencerle para que viniese a ver el suelo, pero al final dijo que sí. Al parecer, él también tenía algo que decirnos, no estaba muy de acuerdo con el dinero que le habíamos pagado. Había habido un error, eso es lo que me dijo. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Nos sentamos en el salón, las grietas corrían por debajo de nuestros pies, el carpintero no se hacía responsable, decía que habíamos abierto las ventanas demasiado pronto o demasiado tarde y hablaba de la humedad y de la sequedad como si fueran personas, malas personas, y nos enseñaba papeles con números. </span></p>
<p dir="ltr"><span>–Es evidente que ha habido un error. Todavía me deben dinero. </span></p>
<p dir="ltr"><span>A nosotros no nos parecía evidente. A nosotros nos parecía que el suelo se abría. El carpintero miraba a mi mujer, mi mujer me miraba a mi y yo miraba las grietas. Me sentía mal, pero no mal de una manera nueva, sino mal como toda mi vida, como al principio. Siguieron discutiendo durante un buen rato. Cuando ella se dio cuenta de que yo estaba llorando, simplemente extendió un cheque y sacó de allí al maldito carpintero. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Luego los dos salimos a la terraza para asegurarnos de que las pequeñas formas desnudas no lo habían visto todo desde la torre.</span></p>
<span><span><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><a href="https://docs.google.com/document/d/1BVSQYC6-4qbmWcrrO0HkqwiC9Oqc8VcxDLyBMorJnQE/edit#bookmark=id.28h4qwu"><span>replay</span><span></span></a><span>stop</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>Este lp ha dejado de girar. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Por el momento.</span></p>
<p dir="ltr"><span>Puede volver a poner la aguja en el primer surco.</span></p>
<p dir="ltr"><span>También puede no hacerlo. </span></p>
<p dir="ltr"><span>Es libre para hacer lo que quiera, </span></p>
<p dir="ltr"><span>¿o no?</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>***</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>en el próximo número:</span></p>
<p dir="ltr"><span>? cuentos de michel encinosa y orlando luis pardo...</span></p>
<p dir="ltr"><span>? poesía de frank o´hara...</span></p>
<p dir="ltr"><span>? expediente ellis...</span></p>
<p dir="ltr"><span>? más... </span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>***</span></p>
<span><span><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>Y por anunciar, anunciamos la creación del sello </span><span>45 r.p.m</span><span>. donde se publicarán en formato electrónico obras inéditas y/o publicadas (pero fuera de circulación) de raúl flores iriarte, jorge enrique lage, orlando luis pardo, michel encinosa, jorge alberto aguiar, raúl aguiar, ahmel echevarría, yordanka almaguer, arnaldo muñoz, lizabel mónica, entre otros...</span></p>
<span><span><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><a href="https://docs.google.com/document/d/1BVSQYC6-4qbmWcrrO0HkqwiC9Oqc8VcxDLyBMorJnQE/edit#bookmark=id.28h4qwu"><span>replay</span></a></p>
<span><span><br /><br /><br /><br /></span></span>
<p dir="ltr"><span>All lyrics ©2005 </span><span>33y1/tercio Productions</span></p>
<p dir="ltr"><span>Reprinted by permission</span></p>
<span id="docs-internal-guid-c52e82a1-44c4-a837-dec0-239a000758a6"><br /><br /></span>
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33 y 1/tercio, No. 1
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Revista literaria digital hecha en Cuba. Dirigida por el escritor Raúl Flores. Circulada vía correo electrónico y dispositivos de almacenamiento externo. Estética postmoderna que privilegiaba lo pop.
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Raúl Flores Iriarte
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2005
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Lizabel Mónica
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Spanish, Español, SPA
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Cuba
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tres tristes tigres
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Literatura, Literature,
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Orlando Luis Pardo Lazo
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2008
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Lizabel Mónica
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Spanish, Español, SPA
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<blockquote class="embedly-card">
<h4><a href="http://orlandoluispardolazo.blogspot.com/2008/10/tres-tristes-tiradores.html">tres tristes tiradores</a></h4>
<p>Tristes hombres del chaplin que mil y una vez tumbaron a la Revolución Cubana y después fueron tan gentilmente tristes que mil y una vez la hicieron sobrevivir. Orlando Luis Pardo Lazo (plagiado del e-zine de escritura irregular , epis THE REVOLUTION EVENING POST odio 3) En julio de 2008, a ras del Vedado, La Habana, Cuba, él simplemente ha perdido el nombre (tampoco le hace falta encontrarlo).</p>
</blockquote>
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tres tristes tiradores
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Literatura, literature
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Versión del texto "tristes hombres del chaplin que mil y una vez tumbaron a la revolución cubana y después fueron tan gentilmente tristes que mil y una vez la hicieron sobrevivir" publicado en The Revolution Evening Post, No. 3, 2008. La versión se publicó en el blog del autor Lunes de Post-Revolución el viernes 10 de octubre de 2008.
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Orlando Luis Pardo Lazo
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Blog: Lunes de Post-Revolución. Web. En http://orlandoluispardolazo.blogspot.com/2008/10/tres-tristes-tiradores.html
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2008
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Lizabel Mónica
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"tristes hombres del chaplin que mil y una vez tumbaron a la revolución cubana y después fueron tan gentilmente tristes que mil y una vez la hicieron sobrevivir" publicado en The Revolution Evening Post, No. 3, 2008. pp. 70-71.
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cb6a597937e4612921c396b41d7e4456
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theREVOLUTION
EVENING post
Z
episodio
e ine de
ESCRITURA
3
i r r e g u l a r
stuff :
alberto g
alberto fuguet
álvaro bisama
jorge enrique lage
rodrigo fresán
rafael lemus
ahmel echevarría
rafael gumucio
orlando luis pardo
miguel de marcos
edmundo paz soldán
gary shteyngart
orlando luis pardo
la pinacoteca
conocido en su casa
los blogs del desasosiego
fotos / palermo
desde la capital de todos
los cubanos
momentos maravillosos
el samurai
gabo / miller
los aretes que le faltan a la
luna
el género aspiracional
tristes hombres del chaplin
que mil y una vez tumbaron a
la revolución cubana y después fueron tan gentilmente
tristes que mil y una vez la
hicieron sobrevivir
4 posts
martin amis y el gulag
el planeta de los judíos
lugar llamado dedé
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staff :
ahmel echevarría
jorge enrique lage
orlando luis pardo lazo
Hemos sido cordialmente invitados a
formar parte de la literatura chilena en
Cuba. Por supuesto, hemos aceptado.
No hubo ceremonia de iniciación.
Mejor así.
therevening@yahoo.com
�Se parece a Sean Penn en El asesinato
de Richard Nixon. Usa bigotico obsceno. Ríe
cobardemente. Y trasmite cierto aire de
erudición o solemnidad bajo un traje raído de
color gris rotoso.
Aunque no se llama Sean Penn, por
supuesto, ni Richard Nixon.
En julio de 2007, a ras del Vedado, La
Habana, Cuba, él simplemente ha perdido el
nombre (tampoco le hace falta encontrarlo). Él
es ahora el fin de una época y la coda de una
generación. Y con eso ya me es suficiente para
narrar. Insuficientemente narrar.
A él, sin embargo, le basta sólo con ser
puntual. Con entrar siempre de primero para
ocupar su puesto eterno en última fila. The last
in line. A estas alturas de la historia, lo menos
que él desea es un cambio de perspectiva. Lo
menos que él desea es que lo identifiquen con
él. Un cinéfilo desconocido ha de ser un
virtuoso de la invisibilidad: sólo así es posible
sacarse la pinga en público y entonces tirar en
paz.
Pero en este punto quien entra en la
escena soy yo. Porque yo también asisto a
diario al cine Charles Chaplin de 23. Porque
estoy allí para relatarlo, tal vez delatarlo: a él y a
todo su gremiecito o exhibicionista complot.
Yo soy a ratos el testigo y a ratos el
cómplice de este pornográfico prestidigitador.
De éste y de sus tristes colegas de sala oscura:
ciudadanillos raídos en trajes de color gris
rotoso, atorados por la demasiada angustia
mitad onanista y mitad incivil; sean-pennes de
pene en mano que nunca nadie les tocará
(excepto el médico o el forense), richardnixones ridiculizados por el Estado y por Dios;
hombres alguna vez convidados a creer en la
palabra futuro, posproletarios de una utopía
seminal que jamás eyaculó (los tiradores no se
vienen, por definición); títeres cuyos hilos
convergen todos en la portañuela (sin culpa y
sin monserga moral, pero sin alegría y sin
dignidad), iconos masturbadores de la
insolidaridad humana en su estado crudo y
carnal; augures del desastre antropológico que
más temprano que tarde les pareceré a
ustedes yo.
acurrucan contra los vidrios de la Cinemateca
(niños huérfanos de la institución audiovisual,
pequeños valdés sin ticket ni beneficencia). Y
otros se largan de madrugada hacia algún
La pinga humana se compone de:
parquecito oscuro, siempre que sus bancos
1) la pinga genital o la pinga en sí (das Ping simulen la disposición de butacas del cine
an sich);
Chaplin (diáspora conmovedora por su
2) la pinga simbólica.
patetismo híperreal, en medio de un siglo XXI
La pinga genital participa, entre otros
tan adorablemente hipócrita y laissez-faire y
determinismos, de la evolución biológica de la
cínico y make-believe).
especie. La pinga simbólica es, sin embargo, la
Pero es sólo un día de julio, no más. A lo
encargada de muchas manifestaciones
largo y estrecho del 2007, a esta tropita
espirituales del hombre, tales como:
pinguenciera le quedan 364 no-efemérides para
1) la función ideológica o lingüística;
ejecutar su venganza privada contra la nación
2) la función fáctica o exhibicionista.
(en años bisiestos ni siquiera se notaría la
Hasta aquí, la cita más o menos plagiada
discontinuidad ministerial). Ellos disponen de
de un manualito de difusión materialista,
364 jornadas de automanoseo social, de 364
impreso en la URSS de los años setenta.
sesiones contraparlamentarias (tirar es el más
En nuestro contexto social, la función
fáctico de los verbos: es un fatum). Así
fáctica o exhibicionista podría ser ahora, a su
reaccionan contra las resoluciones de política
vez, la enfermiza esperanza de sacar de su
cultural, y le ponen, como de pasada, un diario
despótica decadencia a la praxis de nuestra
punto final a las grandes construcciones
izquierda local.
discursivas de la revolución (pura pinga
A partir de aquí, el diluvio reaccionario del
simbólica ideológica o lingüística, si hemos de
hombre de derechas que nunca del todo seré
respetar la taxonomía anterior).
(después de mí, el delirio).
Los tiradores (que, reitero, no se vienen si
son de verdad) funcionan como las termitas de
En julio de 2007 se celebra el Día de
un cactus patriarca: insectos que comen cosas
Todos los Mártires Inocentes, fecha patria en
(incluidas las espinas), hasta tumbar
que el Ministerio de Cultura suspende cualquier simbólicamente el tronco del árbol social. Son
fiesta pública nacional: sea cabaret, función de bichos que fugan por las rizomáticas galerías
danza, teatro, carnaval, concierto, exposición,
de túneles que ellos mismos cavan bajo los exshow de travestis o proyección de un film.
cines de lujo de la capital. Y son un contrapeso
Entonces los habituales del cine Chaplin se actancial tras medio siglo de ideología. Antes
ven expulsados por decreto contra el contén.
que el Anti-Cristo, serían el Anti-Verbum. Y
Cada año, ellos son los verdaderos mártires de masajean sus ciclos de carne antes que de
esta efeméride, de cuyo histórico tiroteo (en
Carnot: maquinitas de ondulación permanente,
1957) ninguno se declara culpable. Cada año se ya sin la retórica barrueca de un capítulo 8 que
les puede ver merodeando por allí con una
ninguna madre cubana leyó. Ellos son de pinga,
pasividad sobrecogedora: una suerte de huelga por suerte desafortunadamente. Como yo.
de las pingas caídas, que sería noticia de
Por lo demás, todos tienen Libreta de
primera plana en cualquier otro país (aun si no
Abastecimiento, residencia urbana legal,
existiera la prensa).
familias más o menos integradas al proceso
Algunos pernoctan en la acera de la
desde Playa Girón y, para colmo, cargan agua
avenida 23 (nadie podría confundir su alcurnia
desde una cloaca hasta la azotea. No hay nada
de tirador con la de un mendigo). Otros se
tri
ste
s
ho
mb
res
del
ch
apl
in
orlando luis pardo lazo-orlando luis pardo lazo
tristes hombres del chaplin que
mil y una vez tumbaron a la revolución cubana y después fueron
tan gentilmente tristes que mil
y una vez la hicieron sobrevivir
�inconcebibles hombres-rana con la muerte buceando por
tri
ste
s
ho
mb
res
del
ch
apl
in
que hacer al respecto por parte de la
Seguridad. En gran medida estos terroristas
del falo son, a la postre, un efecto colateral de
la propia revolución.
¿Qué podría hacer yo ahora, salvo
cronicarlos mitad con pánico y mitad con
admiración? Siento que, en más de un sentido,
nos merecemos esta conspiración de la pinga
(nada obscena, por cierto, pues ninguna
simbología lo es). Además, tampoco es para
halarse los pelos (histeria de hembrita al
descubrir a alguno sobándose en la butaca de
atrás), pues ellos serán una amenaza pero son
también el último chance de que resucite,
aunque sea por carambola, la ya referida
revolución.
Es así. En una epoquita de deserciones en
masa, sólo en el descaro de ellos yo me
atrevería ahora a confiar. En esos mullidos
hombres podría descansar entonces el sutil
sentido histórico de una posrevolución
entendida como continuum y no como corte.
Sospecho que cada uno de ellos es como
un samurai humillado, incapaz incluso de darse
muerte. Tal vez por eso, desde Paradiso hasta
Boarding Home, en las novelas cubanas surgen
personajillos patrios que no se saben matar;
payasines de muelle que tienen que pedirle
tristemente al mismo que se los templó (pienso
en Foción y en Francis, para empezar): ¡por
favor, mátame: para mí ya ha sido suficiente la
realidad!
Tristes hombres del Chaplin.
Inconcebibles hombres-rana con la muerte
buceando por dentro, en un sistema falocrático
que contradictoriamente los margina contra un
butacón. Últimos votantes de nuestra
demasiado equitativa y pacata democracia
pingopular. Seres que ya ejercen el verdadero
oficio del siglo XXI: onania todas las noches. Y
el más solitario, también. Porque si exhibir no
es una suerte de radical y rabiosa escritura,
entonces ninguna barbarie lo es.
Tristes hombres del Chaplin.
Japón, La Habana. Hay que inmolarse con Sobremurientes a PM y a la obra taimada y
tonta de un genio como Titón. Sedientos de un
un sable y una sábana, a falta de una bandera
socialipsismo que se quedó sin lechita a mitad
mejor. Ahí está el relato de Yukio Mishima,
de ordeño. Tan arcaicos como el ICAIC, pero
Patriotismo (amén de la biografía de samurai
con una linterna mágica a punto de eyacular
frustrado de este escritor).
fotones veinticuatro veces en cada segundo.
La Habana, Japón. Hay que fornicar en
Héroes colimados entre una acomodadora en
primerísimo plano hasta venirse o morir. Y ahí
chancletas y un funcionario uniformado de civil.
está el filme de Nagisa Oshima, El imperio de
Víctimas de la vulgaridad constitucional:
los sentidos (amén del porno manga y otras
delicadeces: como el bondage o la práctica de ángeles más caídos mientras más eréctiles.
Tristes hombres del Chaplin. Espectaculares
comprar blumercitos usados por una escolar).
morrongas del Caribe, jugando al voyeur-ball en
En Cuba, para no variar, no tenemos
apagón y tie-break. Ellos son el minicuento
maneras limítrofes de narrar así (aquí todo es
meseta fósil sobre una plataforma insulada). En privado de una noción de nación excluida por la
megahistoria oficial. Ellos son nuestros
Cuba, ni la voz ni el sujeto nos dieron jamás
para tanto (de la bucolia a la denuncia al choteo mejores lectores al margen, al pie, entre líneas,
o desde una analfabetosis contagiosa pero
a un Partido Calvinista que excomulgó el
jueguito de la ficción). De hecho, técnicamente ignorada (si en este punto no hubiera
en Cuba hace medio siglo o medio milenio que entrado en la escena yo).
Tristes hombres del Chaplin. Nadie les hará
no existe la ficción (o es entendida sólo como
un monolito, pero yo les lego ahora y para
una cuestión de género: pasto para peritos,
siempre esta columna casi criminal. Se la
puaf-puaf de provincianos pendejos).
merecen ellos y me la merezco yo: invisible de
Y lo más triste del caso es que Cuba
remate, al extremo de publicar esto con mi
conserva, paradójicamente, la mayor reserva
nombre en The Revolution Evening Post, sin
simbólica de pingas fácticas o exhibicionistas
del mundo: un potencial renovable de tiradores que haya nada que hacer al respecto por parte
de la Seguridad. Y, por supuesto, se la
natos de cine, cada cual con un asta en ristre,
donde ondean sus cinco dedos en lugar de las merecen ustedes si me han seguido sin
despingarse simbólicamente hasta aquí.
cinco franjas (a falta de una bandera peor).
No hace falta, pero permítanme, por
favor, repetir el título toda vez rebasado este
umbral de familiaridad. Es una frase
magnificente que en reiteratura cubana nadie
antes la osó escribir: tristes hombres del
Chaplin que mil y una vez tumbaron a la
revolución cubana y después fueron tan
gentilmente tristes que mil y una vez la
hicieron sobrevivir.
Un último desvarío: de cara al Estado
todos somos a priori como tiradores de cine.
Yo mismo he hecho la prueba de sacarme
la pinga someramente a mitad de filme, a ver
si es cierto que uno percibe los estertores
demoníacos de la libertad. A ver si algo en mi
cerebro despierta o se hace añicos, cric-crac, y
se me quitan las lagañas de este suicidium
vivendi con que habito en el sistema más festivo
de la humanidad (dentro de las efemérides, todo:
podría ser el slogan). A ver si, por lo menos,
una manito blanca se compadece de mi
desasosiego y se anima a manipular mi
órgano simbólico o genital (encuentro lejano
de ninguna especie).
Mi performance, por supuesto, jamás ha
tenido éxito. Ya es imposible aquel
intempestivo nietzscheano capaz de darle un
mandarriazo a las imágenes dominantes de la
realidad. Será que yo tampoco he sido Sean
Penn. Ni Richard Nixon. Lo cierto es que al
final termino guardándomela sin mayor
erección, inhibicionista entre el ridículo y lo
humillante.
Y después, nada. Deambular de vuelta a
casa por la avenida 23. Tan triste como los
chaplinéfilos verdaderos, pero sin la emoción
oscura de haber protagonizado ni un solo
fotograma de la revolución.
Es horrible, es horrible. No sé. Supongo
que mi pinga simbólica se agota a sí misma
en su excesiva función ideológica o
lingüística. De manera que ningún acto mío
me involucra de veras a mí. De pronto todo
me flota como si estuviera relleno de pajuza
mental, si bien tampoco quisiera cambiar de
perspectiva a estas alturas de la historia, pues
lo menos que deseo ahora es que me
identifiquen conmigo. Aunque ser un virtuoso
de la invisibilidad no baste para ser un cinéfilo
desconocido y tirar entonces en paz.
OrlandoLuisPardoLazo
LaHabana·71
�TION EVENING POST
THE REVOLUTION EVENING POST
THE REVOLUTION EVENING POST
THE REVOLUTION EVENING POST
�
Dublin Core
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Title
A name given to the resource
tres tristes tigres
Subject
The topic of the resource
Literatura, Literature,
Description
An account of the resource
blog post
Creator
An entity primarily responsible for making the resource
Orlando Luis Pardo Lazo
Date
A point or period of time associated with an event in the lifecycle of the resource
2008
Contributor
An entity responsible for making contributions to the resource
Lizabel Mónica
Language
A language of the resource
Spanish, Español, SPA
Text
A resource consisting primarily of words for reading. Examples include books, letters, dissertations, poems, newspapers, articles, archives of mailing lists. Note that facsimiles or images of texts are still of the genre Text.
Text
Any textual data included in the document
<p>Se parece a Sean Penn en El asesinato</p>
<p>de Richard Nixon. Usa bigotico obsceno. Ríe<br />cobardemente. Y trasmite cierto aire de<br />erudición o solemnidad bajo un traje raído de<br />color gris rotoso.<br /><br />Aunque no se llama Sean Penn, por<br />supuesto, ni Richard Nixon.<br /><br />En julio de 2007, a ras del Vedado, La<br />Habana, Cuba, él simplemente ha perdido el<br />nombre (tampoco le hace falta encontrarlo). Él<br />es ahora el fin de una época y la coda de una<br />generación. Y con eso ya me es suficiente para<br />narrar. Insuficientemente narrar.<br /><br />A él, sin embargo, le basta sólo con ser<br />puntual. Con entrar siempre de primero para<br />ocupar su puesto eterno en última fila. The last<br />in line. A estas alturas de la historia, lo menos<br />que él desea es un cambio de perspectiva. Lo<br />menos que él desea es que lo identifiquen con<br />él. Un cinéfilo desconocido ha de ser un<br />virtuoso de la invisibilidad: sólo así es posible<br />sacarse la pinga en público y entonces tirar en<br />paz.<br /><br />Pero en este punto quien entra en la<br />escena soy yo. Porque yo también asisto a<br />diario al cine Charles Chaplin de 23. Porque<br />estoy allí para relatarlo, tal vez delatarlo: a él y a<br />todo su gremiecito o exhibicionista complot.<br /><br />Yo soy a ratos el testigo y a ratos el<br />cómplice de este pornográfico prestidigitador.<br />De éste y de sus tristes colegas de sala oscura:<br />ciudadanillos raídos en trajes de color gris<br />rotoso, atorados por la demasiada angustia<br />mitad onanista y mitad incivil; sean-pennes de<br />pene en mano que nunca nadie les tocará <br />(excepto el médico o el forense), richard-nixones<br /> ridiculizados por el Estado y por Dios; hombres<br /> alguna vez convidados a creer en la palabra<br /> futuro, posproletarios de una utopía seminal<br /> que jamás eyaculó (los tiradores no se vienen,<br /> por definición); títeres cuyos hilos convergen<br /> todos en la portañuela (sin culpa y sin <br />monserga moral, pero sin alegría y sin dignidad),<br /> iconos masturbadores de la insolidaridad <br />humana en su estado crudo y carnal; augures<br /> del desastre antropológico que más temprano<br /> que tarde les pareceré a ustedes yo.</p>
<p>La pinga humana se compone de:<br />1) la pinga genital o la pinga en sí (das Ping<br />an sich);<br />2) la pinga simbólica.<br />La pinga genital participa, entre otros<br />determinismos, de la evolución biológica de la<br />especie. La pinga simbólica es, sin embargo, la<br />encargada de muchas manifestaciones<br />espirituales del hombre, tales como:<br />1) la función ideológica o lingüística;<br />2) la función fáctica o exhibicionista.<br /><br />Hasta aquí, la cita más o menos plagiada<br />de un manualito de difusión materialista,<br />impreso en la URSS de los años setenta.<br />En nuestro contexto social, la función<br />fáctica o exhibicionista podría ser ahora, a su<br />vez, la enfermiza esperanza de sacar de su<br />despótica decadencia a la praxis de nuestra<br />izquierda local.<br /><br />A partir de aquí, el diluvio reaccionario del<br />hombre de derechas que nunca del todo seré<br />(después de mí, el delirio).<br /><br />En julio de 2007 se celebra el Día de<br />Todos los Mártires Inocentes, fecha patria en<br />que el Ministerio de Cultura suspende cualquier<br />fiesta pública nacional: sea cabaret, función de<br />danza, teatro, carnaval, concierto, exposición,<br />show de travestis o proyección de un film.<br />Entonces los habituales del cine Chaplin se<br />ven expulsados por decreto contra el contén.<br />Cada año, ellos son los verdaderos mártires de<br />esta efeméride, de cuyo histórico tiroteo (en<br />1957) ninguno se declara culpable. Cada año se<br />les puede ver merodeando por allí con una<br />pasividad sobrecogedora: una suerte de huelga<br />de las pingas caídas, que sería noticia de<br />primera plana en cualquier otro país (aun si no<br />existiera la prensa).<br /><br />Algunos pernoctan en la acera de la<br />avenida 23 (nadie podría confundir su alcurnia<br />de tirador con la de un mendigo). Otros se</p>
<p>acurrucan contra los vidrios de la Cinemateca<br />(niños huérfanos de la institución audiovisual,<br />pequeños valdés sin ticket ni beneficencia). Y<br />otros se largan de madrugada hacia algún<br />parquecito oscuro, siempre que sus bancos<br />simulen la disposición de butacas del cine<br />Chaplin (diáspora conmovedora por su<br />patetismo híperreal, en medio de un siglo XXI<br />tan adorablemente hipócrita y laissez-faire y<br />cínico y make-believe).<br /><br />Pero es sólo un día de julio, no más. A lo<br />largo y estrecho del 2007, a esta tropita<br />pinguenciera le quedan 364 no-efemérides para<br />ejecutar su venganza privada contra la nación<br />(en años bisiestos ni siquiera se notaría la<br />discontinuidad ministerial). Ellos disponen de<br />364 jornadas de automanoseo social, de 364<br />sesiones contraparlamentarias (tirar es el más<br />fáctico de los verbos: es un fatum). Así<br />reaccionan contra las resoluciones de política<br />cultural, y le ponen, como de pasada, un diario<br />punto final a las grandes construcciones<br />discursivas de la revolución (pura pinga<br />simbólica ideológica o lingüística, si hemos de<br />respetar la taxonomía anterior).<br /><br />Los tiradores (que, reitero, no se vienen si<br />son de verdad) funcionan como las termitas de<br />un cactus patriarca: insectos que comen cosas<br />(incluidas las espinas), hasta tumbar<br />simbólicamente el tronco del árbol social. Son<br />bichos que fugan por las rizomáticas galerías</p>
<p>de túneles que ellos mismos cavan bajo los ex-<br />cines de lujo de la capital. Y son un contrapeso</p>
<p>actancial tras medio siglo de ideología. Antes<br />que el Anti-Cristo, serían el Anti-Verbum. Y<br />masajean sus ciclos de carne antes que de<br />Carnot: maquinitas de ondulación permanente,<br />ya sin la retórica barrueca de un capítulo 8 que<br />ninguna madre cubana leyó. Ellos son de pinga,<br />por suerte desafortunadamente. Como yo.<br />Por lo demás, todos tienen Libreta de<br />Abastecimiento, residencia urbana legal,<br />familias más o menos integradas al proceso<br />desde Playa Girón y, para colmo, cargan agua<br />desde una cloaca hasta la azotea. No hay nada</p>
<p>que hacer al respecto por parte de la<br />Seguridad. En gran medida estos terroristas<br />del falo son, a la postre, un efecto colateral de<br />la propia revolución.<br /><br />¿Qué podría hacer yo ahora, salvo<br />cronicarlos mitad con pánico y mitad con<br />admiración? Siento que, en más de un sentido,<br />nos merecemos esta conspiración de la pinga<br />(nada obscena, por cierto, pues ninguna<br />simbología lo es). Además, tampoco es para<br />halarse los pelos (histeria de hembrita al<br />descubrir a alguno sobándose en la butaca de<br />atrás), pues ellos serán una amenaza pero son<br />también el último chance de que resucite,<br />aunque sea por carambola, la ya referida<br />revolución.<br /><br />Es así. En una epoquita de deserciones en<br />masa, sólo en el descaro de ellos yo me<br />atrevería ahora a confiar. En esos mullidos<br />hombres podría descansar entonces el sutil<br />sentido histórico de una posrevolución<br />entendida como continuum y no como corte.<br />Japón, La Habana. Hay que inmolarse con<br />un sable y una sábana, a falta de una bandera<br />mejor. Ahí está el relato de Yukio Mishima,<br />Patriotismo (amén de la biografía de samurai<br />frustrado de este escritor).<br /><br />La Habana, Japón. Hay que fornicar en<br />primerísimo plano hasta venirse o morir. Y ahí<br />está el filme de Nagisa Oshima, El imperio de<br />los sentidos (amén del porno manga y otras<br />delicadeces: como el bondage o la práctica de<br />comprar blumercitos usados por una escolar).<br />En Cuba, para no variar, no tenemos<br />maneras limítrofes de narrar así (aquí todo es<br />meseta fósil sobre una plataforma insulada). En<br />Cuba, ni la voz ni el sujeto nos dieron jamás<br />para tanto (de la bucolia a la denuncia al choteo<br />a un Partido Calvinista que excomulgó el<br />jueguito de la ficción). De hecho, técnicamente<br />en Cuba hace medio siglo o medio milenio que<br />no existe la ficción (o es entendida sólo como<br />una cuestión de género: pasto para peritos,<br />puaf-puaf de provincianos pendejos).<br />Y lo más triste del caso es que Cuba<br />conserva, paradójicamente, la mayor reserva<br />simbólica de pingas fácticas o exhibicionistas<br />del mundo: un potencial renovable de tiradores<br />natos de cine, cada cual con un asta en ristre,<br />donde ondean sus cinco dedos en lugar de las<br />cinco franjas (a falta de una bandera peor).</p>
<p>Sospecho que cada uno de ellos es como<br />un samurai humillado, incapaz incluso de darse<br />muerte. Tal vez por eso, desde Paradiso hasta<br />Boarding Home, en las novelas cubanas surgen<br />personajillos patrios que no se saben matar;<br />payasines de muelle que tienen que pedirle<br />tristemente al mismo que se los templó (pienso<br />en Foción y en Francis, para empezar): ¡por<br />favor, mátame: para mí ya ha sido suficiente la<br />realidad!</p>
<p>Tristes hombres del Chaplin.<br />Inconcebibles hombres-rana con la muerte<br />buceando por dentro, en un sistema falocrático<br />que contradictoriamente los margina contra un<br />butacón. Últimos votantes de nuestra<br />demasiado equitativa y pacata democracia<br />pingopular. Seres que ya ejercen el verdadero<br />oficio del siglo XXI: onania todas las noches. Y<br />el más solitario, también. Porque si exhibir no<br />es una suerte de radical y rabiosa escritura,<br />entonces ninguna barbarie lo es.<br />Tristes hombres del Chaplin.<br /><br />Sobremurientes a PM y a la obra taimada y<br />tonta de un genio como Titón. Sedientos de un<br />socialipsismo que se quedó sin lechita a mitad<br />de ordeño. Tan arcaicos como el ICAIC, pero<br />con una linterna mágica a punto de eyacular<br />fotones veinticuatro veces en cada segundo.<br />Héroes colimados entre una acomodadora en<br />chancletas y un funcionario uniformado de civil.<br />Víctimas de la vulgaridad constitucional:<br />ángeles más caídos mientras más eréctiles.<br />Tristes hombres del Chaplin. Espectaculares<br />morrongas del Caribe, jugando al voyeur-ball en<br />apagón y tie-break. Ellos son el minicuento<br />privado de una noción de nación excluida por la<br />megahistoria oficial. Ellos son nuestros<br />mejores lectores al margen, al pie, entre líneas,<br />o desde una analfabetosis contagiosa pero<br />ignorada (si en este punto no hubiera<br />entrado en la escena yo).<br /><br />Tristes hombres del Chaplin. Nadie les hará<br />un monolito, pero yo les lego ahora y para<br />siempre esta columna casi criminal. Se la<br />merecen ellos y me la merezco yo: invisible de<br />remate, al extremo de publicar esto con mi<br />nombre en The Revolution Evening Post, sin<br />que haya nada que hacer al respecto por parte<br />de la Seguridad. Y, por supuesto, se la<br />merecen ustedes si me han seguido sin<br />despingarse simbólicamente hasta aquí.</p>
<p>No hace falta, pero permítanme, por<br />favor, repetir el título toda vez rebasado este<br />umbral de familiaridad. Es una frase<br />magnificente que en reiteratura cubana nadie<br />antes la osó escribir: tristes hombres del<br />Chaplin que mil y una vez tumbaron a la<br />revolución cubana y después fueron tan<br />gentilmente tristes que mil y una vez la<br />hicieron sobrevivir.<br /><br />Un último desvarío: de cara al Estado<br />todos somos a priori como tiradores de cine.<br />Yo mismo he hecho la prueba de sacarme<br />la pinga someramente a mitad de filme, a ver<br />si es cierto que uno percibe los estertores<br />demoníacos de la libertad. A ver si algo en mi<br />cerebro despierta o se hace añicos, cric-crac, y<br />se me quitan las lagañas de este suicidium<br />vivendi con que habito en el sistema más festivo<br />de la humanidad (dentro de las efemérides, todo:<br />podría ser el slogan). A ver si, por lo menos,<br />una manito blanca se compadece de mi<br />desasosiego y se anima a manipular mi<br />órgano simbólico o genital (encuentro lejano<br />de ninguna especie).<br /><br />Mi performance, por supuesto, jamás ha<br />tenido éxito. Ya es imposible aquel<br />intempestivo nietzscheano capaz de darle un<br />mandarriazo a las imágenes dominantes de la<br />realidad. Será que yo tampoco he sido Sean<br />Penn. Ni Richard Nixon. Lo cierto es que al<br />final termino guardándomela sin mayor<br />erección, inhibicionista entre el ridículo y lo<br />humillante.<br /><br />Y después, nada. Deambular de vuelta a<br />casa por la avenida 23. Tan triste como los<br />chaplinéfilos verdaderos, pero sin la emoción<br />oscura de haber protagonizado ni un solo<br />fotograma de la revolución.<br /><br />Es horrible, es horrible. No sé. Supongo<br />que mi pinga simbólica se agota a sí misma<br />en su excesiva función ideológica o<br />lingüística. De manera que ningún acto mío<br />me involucra de veras a mí. De pronto todo<br />me flota como si estuviera relleno de pajuza<br />mental, si bien tampoco quisiera cambiar de<br />perspectiva a estas alturas de la historia, pues<br />lo menos que deseo ahora es que me<br />identifiquen conmigo. Aunque ser un virtuoso<br />de la invisibilidad no baste para ser un cinéfilo<br />desconocido y tirar entonces en paz.</p>
Original Format
The type of object, such as painting, sculpture, paper, photo, and additional data
pdf
Dublin Core
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Title
A name given to the resource
tristes hombres del chaplin que mil y una vez tumbaron a la revolución cubana y después fueron tan gentilmente tristes que mil y una vez la hicieron sobrevivir
Subject
The topic of the resource
Literatura, Literature
Description
An account of the resource
Texto publicado en The Revolution Evening Post, No. 3, 2008. pp. 70-71.
Creator
An entity primarily responsible for making the resource
Orlando Luis Pardo Lazo
Source
A related resource from which the described resource is derived
The Revolution Evening Post, No. 3, 2008. pp. 70-71.
Publisher
An entity responsible for making the resource available
The Revolution Evening Post
Date
A point or period of time associated with an event in the lifecycle of the resource
2008
Contributor
An entity responsible for making contributions to the resource
Lizabel Mónica
Relation
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<a href="http://digitalcuba.omeka.net/items/show/13" title="tres tristes tiradores" target="_blank" rel="noreferrer">tres tristes tiradores</a> <a href="http://digitalcuba.omeka.net/items/show/13" title="tres tristes tiradores" target="_blank" rel="noreferrer">http://digitalcuba.omeka.net/items/show/13</a>
Format
The file format, physical medium, or dimensions of the resource
pdf
Language
A language of the resource
Spanish, Español, SPA
Type
The nature or genre of the resource
digital magazine, revista literaria, texto literario, literary text
Coverage
The spatial or temporal topic of the resource, the spatial applicability of the resource, or the jurisdiction under which the resource is relevant
Cuba, literatura cubana, Cuban literature,
-
https://d1y502jg6fpugt.cloudfront.net/34261/archive/files/8b28c495d90149a5a9367c72f9c3c8cf.pdf?Expires=1712793600&Signature=aaKwvJHfMi6k9IDXsCzJN%7EwHw%7ExuUjAbit5jgnTBX6vTjbSDMklVq4BR5r2vkPhuabmOCq89PksVRqVVlVL5OKnZ5LZVGBo3j3kSxfE1npqMqtNdYq60Vj4g5FoJzXE897Kih2fYdMpQZ05h59tIuWhVpgp2iApcAO5yAzz6iWLaxB5KPyxyyzG5uboK96%7E4o1OxhNKbqpFOJ%7E6R2dWn3S8qgTvcdweyOB7dTbvV2at3jXAsQc86qqeKJcQ7DRPl%7EXJKjAFWTIzS381EPXLS5t4%7E7TQ4hF%7ETKjxE8zveCstI4DsiYY2A4QyUGdnW6fhWVr%7EJCtcIf2bEWBl6wz%7EpFw__&Key-Pair-Id=K6UGZS9ZTDSZM
40fc254c2e6ae3d00e6c9a373b8ce314
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theREVOLUTION
EVENING post
episodio
Z
e ine de
ESCRITURA
1
i r r e g u l a r
stuff :
jorge alberto aguiar díaz
(jaad)
ricardo piglia
ahmel echevarría
santiago roncagliolo
ricardo piglia
orlando luis pardo
anisley negrín
ricardo piglia
alberto g
alejandro zambra
ricardo piglia
jorge enrique lage
rafael rojas
ricardo piglia
raúl flores
gonzalo garcés
ricardo piglia
antonio josé ponte
félix de azúa
ricardo piglia
pedro juan gutiérrez
fefita y el muro de berlín
2
movimientos (1)
100 horas con raúl
el ché en catalán
en la ciudad fantasma
una foto (2)
400 años en el cardoso
satán clara
salir al camino (3)
la pinacoteca
literatura fraudulenta
entre nos (4)
carbono 14
la revolución y su fantasma
la metamorfosis (5)
alone
súperhéroes
un encuentro (6)
visita al museo de inteligencia
trenes
la consecuencia (7)
los hierros del muerto
4
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7
8
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27
30
31
33
staff :
ahmel echevarría
jorge enrique lage
orlando luis pardo lazo
Hemos sido cordialmente invitados a
formar parte de la literatura cubana en
Chile. Por supuesto, hemos aceptado.
No hubo ceremonia de iniciación.
Mejor así.
th e re ve n i ng @g m a il. c o m
�u i a r d í a z ( j a a d )
u
u i a r d í a z ( j a a d )
u i a r d íí a z ( jj a a d ))
iard az( aad
u i a r d í a z ( j a a d )
u i a r d í a z ( j a a d )
berlín
de
a
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j o r g e a l b e
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j o r g e a l b e
jj o r g e a ll b e
j o r g e a l b e
j o r g e a l b e
f e f i tya
el
g
g
g
g
g
g
muro
muro
muro
Por aquellos días yo visitaba a Fefita.
Negra de cincuenta con tetas pellejudas y
culo blindado.
JAAD, el visitador, arrastrando los pies,
las ideas, y un montón de papeles donde iba
garabateando mi novela pornográfica.
Fefita me esperaba en el solar y éramos
felices.
Cuando nos cansábamos de templar,
entonces le hablaba de literatura. Nunca se
había leído un libro. Todo le parecía aburrido,
demasiado lindo y falso. Fefita colaba café y
preparaba el almuerzo. Me sentaba a ver su
culo mientras saltaba al compás de mis
palabras sobre las palabras.
Le llené la cabeza de personajes, de
peripecias, de las aventuras de JAAD que
siempre terminaban siendo inverosímiles y
tristes, aunque todo lo que yo escribía había
sucedido realmente. Fefita se divertía con
mis cochinadas. Le hablé de Bukowski, de
Lino Novás Calvo, de Henry Miller, y de Pedro
Juan Gutiérrez, que por entonces era un
periodista que garabateaba unos cuentos
espantosos y se aparecía en mi casa para
que yo se los corrigiera.
Durante un tiempo la ayudé con el
negocio clandestino de la pasta de diente. Un
tipo del barrio se robaba la mercancía de la
fábrica y ella la vendía por los alrededores de
la terminal de trenes. Así nos buscábamos
unos pesos. Todo el mundo se había
acostumbrado a robar. Robar para comer. El
gobierno nos había convertido en una
pandilla de facinerosos que se creen héroes
por tener cuatro pesos en el bolsillo. Y
vendimos perfumes a sobreprecio, leche en
polvo, latas de carne rusa, y todo lo que
apareciera.
Y de vez en cuando le llenaba las nalgas
de leche. Me gusta ver mi leche sobre las
nalgas grandes y gordas de cualquier mujer.
Pero si es negra, mejor. A ella le encantaba y
me lo pedía. Una y otra vez. Hasta que me
quedaba seco y entonces me decía:
—Tú tranquilo, papito. Ahora mismo te
preparo un bistecito.
Media hora después tenía que darle otra
vez mi hueso largo y duro.
Claro, yo tenía un hueso largo y duro en
la cintura. Y fuerza. Y me movía como una
batidora americana.
Después, los años fueron cayéndome
encima. Se me encogió la picha y se convirtió
en un trapito de cocina. Ya ni puedo
moverme.
Pero, yo estaba contándoles otra historia.
En una época donde era pobre y feliz.
Y estaba Fefita y su culo prieto. Y sus
grandes mamadas. "Pónmela aquí, papi, en la
boquita. Dale el biberón a tu vieja negra.
Malcríame, papi".
La gente oía nuestros escándalos día y
noche.
—¡Cállense, pervertidos!
—¡Fefita, asaltacunas! ¡Vieja, descará!
—¡Fefita, te gustan los blanquitos sucios!
¡Cochina!
Yo había cumplido los veinticuatro y era
un andrajoso. Zapatos agujereados. Ropa
vieja. Piojos. Por la noche trabajaba de
custodio y por el día de limpiapisos en un
edificio en la calle Reina. Pasaban las
semanas y me ponía flaco con aquel
portafolio lleno de papeles donde guardaba el
manuscrito de mi novela pornográfica.
—Deja que la gente diga lo que le dé la
gana, papito. Tú vas a ser un escritor famoso.
Vas a tener muchas mujeres y voy a ser tu
querida y vamos a gozar mucho con tus
blanquitas.
—Sí, Fefita. Nos vamos a buscar una
blanca que esté bien buena pa´ vivir los tres
juntos. Y vamos a salir de esta miseria.
El cuarto de Fefita era un cucurucho.
Paredes con huecos, techo con filtraciones,
cocina de luz brillante, y no teníamos baño.
Meábamos y cagábamos en un cubo. A la
hora de bañarnos, teníamos que usar la
pocilga colectiva y muchas veces había que
hacer cola en el pasillo del solar.
Fefita había perdido a su hijo de
dieciocho en el mar. De vez en cuando me
enseñaba la única foto que tenía de él. Su
padre se fue en el ochenta, cuando Mariel, "y
el muy hijo de puta no escribió nunca una
carta". Fefita recordaba y se echaba a llorar.
Muchas veces llegué cuando ella no me
esperaba. La encontraba sentada en su
banquito medio podrido, sudando por el calor
y llorosa, sin deseos de cocinar ni de vivir.
—Fue una locura. Pero hizo bien –decía
mirando la foto–. En este país no hay futuro
pa´ ningún joven.
—No hay futuro ni país, Fefita. Somos un
error.
Salíamos a dar una vuelta por el barrio.
Yo la embullaba.
—Vamos, negra, de todas formas hay
que seguir viviendo. Recuerda lo que dijo
Virgilio Piñera: "Me están matando pero estoy
gozando".
Ella se reía. Me enseñaba sus tetazas.
Movía su culazo. Me decía que si hubiera
conocido a esa pájara le hubiera quitado su
mariconería.
Y a veces iba. Y a veces no podía sacarla
ni a la esquina. Se acostaba en nuestro
colchón percudido de churre y tristeza y
esperaba la muerte.
—No te pongas así, negrona.
—Estamos muertos, papito, y tenemos
que seguir esperando la muerte.
La gente del solar armaba sus broncas.
Ponían música. Jugaban dominó, hablaban
de pelota. Fefita y yo, en el fin del universo,
desnudos y descojonados.
Cuando salíamos del cuartucho, todo el
mundo se nos quedaba mirando. Los blancos
escupían y los negros me miraban de reojo.
Las mujeres cantaban cualquier estupidez,
tiraban sus indirectas. Pero, Fefita y yo,
pavoneándonos por Gloria, Corrales,
Apodaca, hasta por Egido, y dándonos
buenos besos y abrazándonos como novios
recién casados. Así, nos quitábamos la
modorra.
—Vamos pa´l puerto, papito.
Le gustaba el olor a petróleo. Veíamos
los barcos. Yo le decía que cerrara los ojos y
se imaginara una bahía llena de gaviotas. Me
paraba en el muro y abría los brazos y
comenzaba a gritar:
Si no pensara que el agua me rodea
como un cáncer
hubiera podido dormir a pierna suelta.
Me acostumbro al hedor del puerto,
¡País mío, tan joven, no sabes definir!
�La eterna miseria que es el acto de
recordar,
¡Pueblo mío, tan joven, no sabes
ordenar!
La vida del embudo y encima la nata de la
rabia,
¡Nadie puede salir! ¡Nadie puede salir!
Todo un pueblo puede morir de luz como
morir de peste,
¿Qué puede el sol en un pueblo tan
triste?
Ella se ponía nerviosa. Me mandaba a
callar.
—Por tu madre, papito, que ahí viene un
fiana.
Y entonces se acordaba de mis cuentos
sobre Virgilio Piñera. Comenzaba a temblar y
a soltar plumas.
—Tengo miedo, mucho miedo –decía.
El policía nos miraba como si fuéramos
par de locos y cruzaba la calle.
Y éramos par de locos.
Si no teníamos dinero para comprar ron,
preparábamos agua con azúcar y nos íbamos
a la terminal.
Nos sentábamos a ver los trenes.
Parecíamos unos fiñes viendo pitar a las
locomotoras. En la cafetería de la terminal
vendían pan con pasta, a peseta,
mosqueado, agrio y duro. Eso comíamos.
Después, ella hablaba de El Verraco, un
pueblecito en Santiago de Cuba, donde había
nacido.
—Cualquier día cojo un tren y me voy pa´
allá. La Habana se está convirtiendo en un
manicomio.
Y así fue. En aquella época La Habana se
llenó de locos y mendigos, de putas y
policías. Cuando llegó la noticia de que el
comunismo se había caído en la Unión
Soviética, la gente salió a la calle a esperar.
Se perdió la poca comida que había.
Todo el mundo se puso famélico. Éramos
cadáveres con la mueca de la muerte en la
cara. Y del horror. En cualquier esquina
aparecían grupos de dos o tres policías
vestidos de civil, por si alguien se atrevía a
gritar contra el gobierno.
Fefita y yo nos levantábamos ilusionados
y nos acostábamos todavía más ilusionados.
—Cualquier día esto se cae, Fefita.
Y seguíamos templando con el estómago
vacío. Hasta el pan con pasta se perdió de la
terminal. No había qué comprar aunque
tuvieras dinero. Muchas veces comíamos
solamente arroz. Fefita guardaba la raspa y la
desayunábamos al día siguiente, con agua. El
azúcar era un lujo.
—No importa, Fefita, esto se cae.
Cualquier día esto se cae, y tú te vas pa´ tu
pueblo y yo puedo escribir lo que me salga
de los cojones.
En el televisor apareció Fidel. Serio,
ojeroso, había envejecido en unas semanas.
"Primero se hunde la isla en el mar.
Socialismo o Muerte", dijo para terminar el
discurso. Estaba desesperado, sabía que le
quedaban horas en el poder.
Me enteraba de las noticias por mi padre.
Tenía una radio con onda corta y
escuchábamos Radio Martí. Uno por uno
fueron cayendo los países comunistas.
Cuando se cayó Checoslovaquia me acordé
de Milan Kundera.
Fefita se acordaba de su hijo.
—Ya tú ves, se ahogó y mira. Este tipo se
va a caer y yo me quedé sin hijo.
Y fueron pasando los días.
Y fue pasando la esperanza.
Y no escribí ni una línea más de mi
novela pornográfica.
Un fin de semana dejé de ir a casa de
Fefita. Me enfermé. No tenía fuerzas para
caminar hasta Jesús María. Tres días
acostado tomando una sopa que era agua
caliente y oyendo las noticias. Enfermo del
cuerpo y la cabeza. Enfermo de historia.
Enfermo de miedo. La gente esperaba algo
grande, la gente hablaba por primera vez de
libertad. Y nunca podremos saber cuándo
este pueblo va a tirarse a la calle a
despedazarse como bestias. Nos habían
enseñado a ser un perro obediente con el
rabo entre las patas. Un perro rabioso que se
estaba quedando sin amo.
El lunes amanecí mejor. Fui hasta el
solar.
Me encontré con un mulato que vivía por
allí.
—Oye, blanco, ¿dónde coño tú vives? –me
preguntó.
—¿Qué pasa, acere? ¿Pa´ qué tú lo
quieres saber?
—Blanquito, no te hagas el peligroso. Te
pregunté porque Fefita se partió y nadie
sabía dónde avisarte.
—¿Que Fefita se partió...?
—Sí, consorte. Fefita se partió. Un
infarto.
Fui hasta el cuarto. Cerrado con un sello
de la Reforma Urbana. Los vecinos me
contaron. Alguien me dio agua y café. Me
quedé hasta por la tarde merodeando por el
solar.
Había muerto el sábado por la tarde. La
enterraron ese mismo día porque no había
familiares. Murió mientras dormía. Una vieja
me dio el portafolio con mis papeles y me
dijo:
—La encontraron con esto. Parece que
se murió mientras estaba leyendo.
Por la noche fui a la terminal. Había pan
con pasta pero no tenía hambre y la cola era
interminable. Tres tipos se entraron a golpes
y empujaron a una embarazada que estuvo a
punto de vomitar el feto.
Me senté a ver las locomotoras.
Estáticas. Inservibles. Todos los viajes
estaban suspendidos hasta nuevo aviso.
La gente seguía diciendo que el gobierno
se iba a caer de un momento a otro. Cuando
me acosté, pensé que Fefita debía estar viva
para seguir templando y ver el final de
aquella historia que ya iba entonces para
treinta años.
Y en la ciudad apareció aquella consigna
socarrona. Los muros, las vallas, las
fachadas, las guaguas, en cualquier lugar
aparecía aquel 31 y Pa´lante, y la gente se
reía esperando el final.
Y yo escribí, debajo de una de las tantas
pancartas: "Te amo, Fefita. Las ideologías
mueren, el amor es inmortal".
El tiempo ha pasado.
Yo sigo vagando por las calles de La
Habana.
Ya no tengo zapatos agujereados ni
apesto ni tengo piojos. Dentro de poco seré
un viejo. Ya no soy ni tan pobre ni tan feliz.
Ahora puedo lucir una incipiente calva, una
boca desdentada, y una piltrafa entre las
piernas.
El gobierno sigue ahí. La gente se
resignó a vivir con hambre y sin libertad.
Diez años después, Fefita es un montón
de cenizas como el Muro de Berlín.
Recuerdo a Fefita. Extraño con cojones a
Fefita.
Fefita con sus tetas pellejudas y su culo
blindado.
Paso por Jesús María, Los Sitios, o San
Leopoldo. Todos los barrios se parecen.
Fefita es un fantasma meando y cagando en
un cubo.
Pienso que algún día tengo que volver a
escribir mi novela pornográfica. Mientras
tanto, escribo sobre la pancarta que anuncia
la consigna política de turno: "Los amigos se
van del país o se mueren. Mi memoria se
está convirtiendo en un cementerio".
JorgeAlbertoAguiarDíaz
(JAAD)
LaHabana·66
�El lector, entendido como descifrador,
como intérprete, ha sido muchas veces una
sinécdoque o una alegoría del intelectual. La
figura del sujeto que lee forma parte de la
construcción de la figura del intelectual en el
sentido moderno. No sólo como letrado, sino
como alguien que se enfrenta con el mundo
en una relación que en principio está mediada
por un tipo específico de saber. La lectura
funciona como un modelo general de
construcción del sentido. La indecisión del
intelectual es siempre la incertidumbre de la
interpretación, de las múltiples posibilidades
de la lectura.
Hay una tensión entre el acto de leer y la
acción política. Cierta oposición implícita entre
lectura y decisión, entre lectura y vida práctica.
Esa tensión entre la lectura y la experiencia,
entre la lectura y la vida, está muy presente en
la historia que estamos intentando construir.
Muchas veces lo que se ha leído es el filtro
que permite darle sentido a la experiencia; la
lectura es un espejo de la experiencia, la
define, le da forma.
Hay una escena en la vida de Ernesto
Guevara sobre la que también Cortázar ha
llamado la atención: el pequeño grupo de
desembarco del Granma ha sido sorprendido y
Guevara, herido, pensando que muere,
recuerda un relato que ha leído. Escribe
Guevara, en los Pasajes de la guerra revolucionaria: "Inmediatamente me puse a pensar
en la mejor manera de morir en ese minuto en
el que parecía todo perdido. Recordé un viejo
cuento de Jack London, donde el protagonista
apoyado en el tronco de un árbol se dispone a
acabar con dignidad su vida, al saberse
condenado a muerte, por congelación, en las
zonas heladas de Alaska. Es la única imagen
que recuerdo".
Piensa en un cuento de London, "To Build
a Fire" (Hacer un fuego) del libro Farther North,
los cuentos del Yukon. En ese cuento aparece
el mundo de la aventura, el mundo de la
exigencia extrema, los detalles mínimos que
producen la tragedia, la soledad de la muerte.
Y parece que Guevara hubiera recordado una
de las frases finales de London. "Cuando hubo
recobrado el aliento y el control, se sentó y
recreó en su mente la concepción de afrontar
la muerte con dignidad".
Guevara encuentra en el personaje de
London el modelo de cómo se debe morir. Se
trata de un momento de gran condensación.
No estamos lejos de don Quijote, que busca
en las ficciones que ha leído el modelo de la
vida que quiere vivir. De hecho, Guevara cita a
El lector, entendido como descifrador,
como intérprete, ha sido muchas veces una
sinécdoque o una alegoría del intelectual. La
figura del sujeto que lee forma parte de la
construcción de la figura del intelectual en el
sentido moderno. No sólo como letrado, sino
como alguien que se enfrenta con el mundo
en una relación que en principio está mediada
por un tipo específico de saber. La lectura
funciona como un modelo general de
construcción del sentido. La indecisión del
intelectual es siempre la incertidumbre de la
interpretación, de las múltiples posibilidades
de la lectura.
Hay una tensión entre el acto de leer y la
acción política. Cierta oposición implícita entre
lectura y decisión, entre lectura y vida práctica.
Esa tensión entre la lectura y la experiencia,
entre la lectura y la vida, está muy presente en
la historia que estamos intentando construir.
Muchas veces lo que se ha leído es el filtro
que permite darle sentido a la experiencia; la
lectura es un espejo de la experiencia, la
define, le da forma.
Hay una escena en la vida de Ernesto
Guevara sobre la que también Cortázar ha
llamado la atención: el pequeño grupo de
desembarco del Granma ha sido sorprendido y
Guevara, herido, pensando que muere,
recuerda un relato que ha leído. Escribe
Guevara, en los Pasajes de la guerra revolucionaria: "Inmediatamente me puse a pensar
en la mejor manera de morir en ese minuto en
el que parecí todo perdido. Recordé un viejo
cuento de Jack London, donde el protagonista
apoyado en el tronco de un árbol se dispone a
acabar con dignidad su vida, al saberse
condenado a muerte, por congelación, en las
zonas heladas de Alaska. Es la única imagen
que recuerdo".
Piensa en un cuento de London, "To Build
a Fire" (Hacer un fuego) del libro Farther North,
los cuentos del Yukon. En ese cuento aparece
el mundo de la aventura, el mundo de la
exigencia extrema, los detalles mínimos que
producen la tragedia, la soledad de la muerte.
Y parece que Guevara hubiera recordado una
de las frases finales de London. "Cuando hubo
recobrado el aliento y el control, se sentó y
recreó en su mente la concepción de afrontar
la muerte con dignidad".
Guevara encuentra en el personaje de
London el modelo de cómo se debe morir. Se
trata de un momento de gran condensación.
No estamos lejos de don Quijote, que busca
en las ficciones que ha leído el modelo de la
vida que quiere vivir. De hecho, Guevara cita a
ché:
rastros
rastros
de
lectura
lectura
lectura
movimientos (1)
lectura
lectura
lectura
Cervantes en la carta de despedida a sus
padres: "Otra vez siento bajo mis talones el
costillar de Rocinante, vuelvo al camino con mi
adarga al brazo". No se trataría aquí sólo del
quijotismo en el sentido clásico, el idealista
que enfrenta lo real, sino del quijotismo como
un modo de ligar la lectura y la vida. La vida se
completa con un sentido que se toma de lo
que se ha leído en una ficción.
En esa imagen que Guevara convoca en el
momento en el que imagina que va a morir, se
condensa lo que busca un lector de ficciones;
es alguien que encuentra en una escena leída
un modelo ético, un modelo de conducta, la
forma pura de la experiencia.
Un tipo de construcción del sentido que ya
no se transmite oralmente, como pensaba
Benjamin en su texto "El narrador". No es un
sujeto real que ha vivido y que le cuenta a otro
directamente su experiencia, es la lectura la
que modela y transmite la experiencia, en
soledad. Si el narrador es el que transmite el
sentido de lo vivido, el lector es el que busca
el sentido de la experiencia perdida.
Hay una tensión prepolítica en la búsqueda
del sentido en Guevara. Pero a la vez
podríamos decir que ha llegado hasta ahí porque ha resuelto ese dilema. De hecho, ha
llegado hasta ahí también porque ha vivido su
vida a partir de cierto modelo de experiencia
que ha leído y que busca repetir y realizar.
En un sentido más general Lionel
Gossman se ha referido a la misma cuestión
en Between History and Literature, cuando
señala que la lectura literaria ha sustituido a la
enseñanza religiosa en la construcción de una
ética personal.
El hecho de que Guevara haya registrado
los efectos y el recuerdo de una lectura para
sostenerse ante la inminencia de la muerte
nos remite a una serie de situaciones de
lectura no sólo imaginadas en los textos, sino
presentes en la historia propiamente dicha.
Los que han visto por última vez a Ossip
Mandelstam, el poeta ruso que muere en un
campo de concentración en la época de Stalin,
lo recuerdan frente a una fogata, en Siberia, en
medio de la desolación, rodeado de un grupo
de prisioneros a los que les habla de Virgilio.
Recuerda su lectura de Virgilio, y ésa es la
última imagen del poeta. Persiste ahí la idea
de que hay algo que debe ser preservado, algo
que la lectura ha acumulado como experiencia
social. No se trataría de la exhibición de la
cultura, sino, a la inversa, de la cultura como
resto, como ruina, como ejemplo extremo de
la desposesión.
Podríamos hablar de una lectura en
situación de peligro. Son siempre situaciones
de lectura extrema, fuera de lugar, en
circunstancias de extravío, de muerte, o donde
acosa la amenaza de una destrucción. La
lectura se opone a un mundo hostil, como los
restos o los recuerdos de otra vida.
Estas escenas de lectura serían el vestigio
de una práctica social. Se trata de la huella, un
poco borrosa, de un uso del sentido que
remite a las relaciones entre los libros y la
vida, entre las armas y las letras, entre la
lectura y la realidad.
Guevara es el último lector porque ya
estamos frente al hombre práctico en estado
puro, frente al hombre de acción. "Mi
impaciencia era la de un hombre de acción",
dice de sí mismo en el Congo. El hombre de
acción por excelencia, ése es Guevara (y a
veces habla así). A la vez Guevara está en la
vieja tradición, la relación que mantiene con la
lectura lo acompaña toda su vida.Ø
resto, como ruina, como ejemplo extremo de
la desposesión.
Podríamos hablar de una lectura en
situación de peligro. Son siempre situaciones
de lectura extrema, fuera de lugar, en
circunstancias de extravío, de muerte, o donde
acosa la amenaza de una destrucción. La
lectura se opone a un mundo hostil, como los
restos o los recuerdos de otra vida.
Estas escenas de lectura serían el vestigio
de una prática social. Se trata de la huella, un
poco borrosa, de un uso del sentido que
remite a las relaciones entre los libros y la visa,
entre las armas y las letras, entre la lectura y la
realidad.
Guevara es el último lector porque ya
estamos frente al hombre práctico en estado
puro, frente al hombre de acción. "Mi
impaciencia era la de un hombre de acción",
dice de sí mismo en el Congo. El hombre de
acción por excelencia, ése es Guevara (y a
veces habla así). A la vez Guevara está en la
vieja tradición, la relación que mantiene con la
lectura lo acompaña toda su vida.
elúltimo
lector
[fragmento]
r.piglia
�La mejor novela cubana publicada en el
año 2007 por una editorial de La Siempre fiel
Isla de Cuba es un libro de memorias escrito
por un pintor. Yo Publio, Confesiones de Raúl
Martínez, de Artecubano Ediciones-Editorial
Letras Cubanas. Un intenso y hermoso
aerolito que al caer sobre el territorio nacional
se fragmentó, exactamente, en 2000 ejemplares. Impactó cargado de relatos inéditos para
muchos e imágenes que abarcan, a saltos,
buena parte de la vida de Publio Amable Raúl
Martínez González (1927-1995) –comenzando
desde la niñez; también el lector encontrará
fotocopias de manuscritos y alguna de sus
obras.
“De entre todos los libros, los de
memorias son los más engañosos del mundo,
pues en ellos el disimulo llega a alturas a
veces insospechadas y sus autores generalmente buscan la justificación”. Estas son
palabras de Roberto Bolaño. En vida debió
haber sido un tipo insufrible para muchos.
Basta repasar sus charlas, discursos, sus
cuentos y novelas para tener una idea de la
magnitud ácida de su pH. ¿Una letal
combinación la de sus lecturas y la
enfermedad hepática que le jugó una mala
pasada? Pero no deja de tener razón. ¿Cómo
devenir individuo imparcial mientras, como
testigo, editas tu vida al tiempo que la sitúas
en un contesto histórico determinado? Es el
verdadero arte de la maroma escribir un libro
de memorias. Caminar la cuerda floja sobre
un foso de leones hambrientos. Siempre hay
un ojo que te ve –reza un dicho popular–. Y
ese ojo, como león que alguna vez se cruzó
en tu camino, te espera. Espera tus confesiones, espera esa entrega tal como
aguardara un cargamento de carne, en este
caso una entrega de carne de primera
deshuesada.
“Creo que tendré que ponerme a escribir
mis memorias” –esta frase manuscrita,
impresa a lo largo y ancho de dos páginas
ubicadas al principio del libro, fue escrita en
Moscú, específicamente en 1988–. “Tendré
que ponerme a escribir mis memorias. Son
las 5:00 a.m. Desperté hace media hora. No
he podido dormirme. Preparo un trago. Fumo.
Tenía un sueño que podría convertirse en una
novela. Un sueño de enredos amorosossexuales en la edad media, salido de la
picaresca española, lleno de ingenuidad y
malicia.” Esta otra frase también es de Raúl.
Del chino Raúl. De Raúl Martínez. Está
impresa en una de las últimas páginas –debo
aclarar que las cursivas son obra mía–. Un
aviso al inicio, otro en las postrimerías del
libro: estamos frente a un libro de memorias.
Y para que el lector se libre de cualquier duda
de qué exactamente leyó, antes de poner Yo
Publio en el librero, Abelardo Estorino cierra
con una confesión: “Después de varias lecturas de las memorias de Raúl Martínez (...) se
comprende la intención de expresar en
palabras su esfuerzo por penetrar los
espacios más ocultos de la memoria y de
contar la historia de un hombre en lucha por
alcanzar la perfección” (Mías también son
estas cursivas).
Varias marcas de ubicación para un texto
que asombra e inquieta porque se desmarca.
¿Pero es exactamente un libro de memorias?
En este aerolito que reventó en Ciudad de La
Habana en 2007, Raúl no solo comete el
pecado de nombrar figuras clave de la cultura
cubana y desnudarlas, de ponerlas en un
contexto público o privado, de mostrarlas sin
la protección eficaz de las buenas maneras y
la diplomacia que se activan fuera de las
bambalinas. En la medida en que se suceden
las páginas ante el lector aparecerán Abelardo
Estorino, Wifredo Lam, Portocarrero, Servando Cabrera, Martínez Pedro, Mariano, Virgilio
Piñera entre otros. El chino Raúl consignará
juicios sobre la vida y la obra de estos
personajes, por supuesto, siempre desde su
perspectiva, quitándole de esa forma el velo o
el aura a través de los cuales los hemos
observado (yo, que hace poco menos de año
y medio revisté parte de la obra de Lam, que
me fui hasta el Museo de Bellas Artes para
ver y tocar sus cuadros –confieso que lo hice
literalmente, una amiga vigilaba a la celadora
mientras cometía mi leve fechoría–, enarqué
las cejas ante la anécdota en la que Lam,
luego de una pequeña escaramuza para
evadir una aparición pública, al ver que varios
fotógrafos de la prensa nacional corrían para
cubrir la actividad, dio media vuelta y empezó
a repartir estrechones de manos mientras era
cizallado por las cámaras fotográficas). Otro
de los pecados cometidos en Yo Publio es el
de sucumbir a la necesidad de narrar
episodios –olvidados o enterrados– de nuestra historia, sin excluir de ellos la desazón, el
miedo, el horror, la incertidumbre, alguno de
ellos puestos en el tapete gracias a crisis
internas, o a aquellos raros eventos donde
uno de los testigos de esos tristes y violentos
episodios le contó a alguien que le contó a
alguien que le contó... o retazos que hemos
aclarar que las cursivas son obra mía–. Un
aviso al inicio, otro en las postrimerías del
libro: estamos frente a un libro de memorias.
Y para que el lector se libre de cualquier duda
de qué exactamente leyó, antes de poner Yo
Publio en el librero, Abelardo Estorino cierra
con una confesión: “Después de varias lecturas de las memorias de Raúl Martínez (...) se
comprende la intención de expresar en
palabras su esfuerzo por penetrar los
espacios más ocultos de la memoria y de
contar la historia de un hombre en lucha por
alcanzar la perfección” (Mías también son
estas cursivas).
Varias marcas de ubicación para un texto
que asombra e inquieta porque se desmarca.
¿Pero es exactamente un libro de memorias?
En este aerolito que reventó en Ciudad de La
Habana en 2007, Raúl no solo comete el
pecado de nombrar figuras clave de la cultura
cubana y desnudarlas, de ponerlas en un
contexto público o privado, de mostrarlas sin
la protección eficaz de las buenas maneras y
la diplomacia que se activan fuera de las
bambalinas. En la medida en que se suceden
las páginas ante el lector aparecerán Abelardo
Estorino, Wifredo Lam, Portocarrero, Servando Cabrera, Martínez Pedro, Mariano, Virgilio
Piñera entre otros. El chino Raúl consignará
juicios sobre la vida y la obra de estos
personajes, por supuesto, siempre desde su
perspectiva, quitándole de esa forma el velo o
el aura a través de los cuales los hemos
observado (yo, que hace poco menos de año
y medio revisité parte de la obra de Lam, que
me fui hasta el Museo de Bellas Artes para
ver y tocar sus cuadros –confieso que lo hice
literalmente, una amiga vigilaba a la celadora
mientras cometía mi leve fechoría–, enarqué
las cejas ante la anécdota en la que Lam,
luego de una pequeña escaramuza para
evadir una aparición pública, al ver que varios
fotógrafos de la prensa nacional corrían para
cubrir la actividad, dio media vuelta y empezó
a repartir estrechones de manos mientras era
cizallado por las cámaras fotográficas). Otro
de los pecados cometidos en Yo Publio es el
de sucumbir a la necesidad de narrar
episodios –olvidados o enterrados– de nuestra historia, sin excluir de ellos la desazón, el
miedo, el horror, la incertidumbre, alguno de
ellos puestos en el tapete gracias a crisis
internas, o a aquellos raros eventos donde
uno de los testigos de esos tristes y violentos
episodios le contó a alguien que le contó a
alguien que le contó... o retazos que hemos
100100
hoho
rasras
concon
raúlraúl
raúl
ahmel
echevarría
encontrado en textos aislados, canciones,
películas o libros que nos llegan desde fuera
de las fronteras de La Siempre fiel Isla de
Cuba.
Pero la lista de pecados cometidos por el
autor mientras le daba forma y sentido al libro
no acaba ahí. Para colmo, Publio Amable
inserta diferentes voces en sus confesiones.
Voces que aparecen y toman la novela como
se toma una cabeza de playa. No solo se
pueden leer los supuestos parlamentos de
quienes interactuaron con Raúl, el relato
también avanza cuando lo narra uno de los
hermanos de Raúl Martínez y su padre –según
Abelardo Estorino en otras confesiones
aparecidas en una entrevista concedida para
la revista La Gaceta de Cuba (mayo-junio 08),
Raúl creó el personaje de El Loco (el hermano
menor) para hablar de sus amigos y no
sentirse culpable–. Y como si esto no bastara
entran en el escenario del relato páginas
aisladas de un diario. ¿Qué es exactamente
Yo Publio? ¿Memoria novelada? ¿Novela
armada a partir de las memorias del autor? ¿O
novela a secas? Lo cierto es que Yo Publio es
lo que nadie esperaba o lo que muy pocos
esperaban. Es un intenso y bello aerolito. O
un oasis de amor/horror en un desierto de
tedio. O 2000 fragmentos esparcidos que nos
recuerdan ciertas claves olvidadas u olvidadas
ex-profeso en el viejo oficio de contar una
historia. O una valla compuesta por colores
duros y planos, con luces de neón al más
puro estilo kitsch, donde se le avisa al escritor
cubano, específicamente a los narradores,
que pongan las barbas en remojo. Confieso
que me inquietaron estos movimientos luego
de fatigar durante cien horas las páginas
escritas por Raúl Martínez. No tengo barbas,
solo un pequeño chivo que a ratos humedezco para estar en sintonía con esta resuelta
e inédita máquina de narrar por suerte
imperfecta.
Inicio de un paréntesis: Varias personas
que conozco, algunas de ellas son escritores,
me comentaron medio escandalizados lo que
decía Raúl en sus confesiones, también
incluyeron lo que habían escuchado de otros:
relato sucio, un corro de penes succionados o
masturbados por otros hombres, penetración
y amor y odio y desengaño entre hombres,
obcecación con la belleza masculina, traumas
sexuales, reconocidos intelectuales muy
maricones, efebos a conquistar y conquistados... Pero ninguno de ellos se detuvo en
episodios como este: “Yo tenía miedo a ser
�confundido. Recuerdo con qué temor tomaba
café en la parada de la guagua, mirando a un
lado u otro para huir si algo pasaba. Cuando
me veía obligado a pararme allí mismo [hace
referencia a la heladería Coppelia], al salir de
Radiocentro [cine Yara para los más jóvenes]
o del Habana Libre, rezaba porque llegara la
guagua lo más rápido posible.” ¿Miedo a ser
confundido? ¿Miedo a qué? Temor por una
confusión ante una conducta impropia. Miedo
a las represalias y ataques que sufrían los
homosexuales. Miedo a ser enviado a las
UMAP. Miedo a las redadas de la policía
especialmente en los alrededores de La
Catedral del Helado de la Siempre fiel Isla de
Cuba. Ninguna de aquellas personas que me
habló del libro hizo referencia al resto de las
confesiones que entroncan con el tema
censura y silencio obligado. ¿Yo?: asombrado.
Los veía tal como si ellos, luego de pararse
frente a la obra de Raúl Isla 70, al relatarme su
experiencia pasaran por alto el rostro que, en
la esquina inferior izquierda, grita desesperadamente mientras una mano parece
abofetearlo, callarlo, u olvidaran el tono de
piel (varias gamas del verde) tan parecido en
los habitantes y héroes que coexisten en esa
Isla de los 70 –¿cierta uniformidad en la
diversidad?–, o los penes amarillos y enhiestos, o el mono cuyo pelaje es del mismo
color que el de la piel de algunos hombres de
carne y hueso o el de un par de héroes –ese
mismo tono de verde rellena la mitad del
rostro del Ché–. En esa Isla de los 70 aparece,
literalmente, hasta el gato (hay un intrigante
gato rojo). Bueno, el que tenga ojos, vea. Y el
que tenga ojos, lea. A fin de cuentas muchos
creen en la pura verdad de las palabras
escritas. Final del paréntesis.
Para mí, este libro no es aquella esfera
tornasolada de casi intolerable fulgor. Si
acaso, es un Aleph imperfecto. Las imágenes
que en él se suceden están movidas por los
resortes de una historia novelada, una
imperfecta máquina narrativa que desde de
los engranajes de la ficción muerde, arranca,
deglute y defeca partes de personas y
episodios de la realidad. Que para ser todavía
más verosímil se le incluyen páginas de un
cuaderno personal, imágenes y manuscritos.
Que para seguir apostando por la verosimilitud el relato termina de manera abrupta,
pero sin que quede la sensación de que la
historia está inconclusa –como lectores
intuimos que hay más, incluso sonreímos al
ver que queremos seguir asomados a esa
100100
horas
ho
ras
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raúlraúl
raúl
raúl
raúl
raúl
confundido. Recuerdo con qué temor tomaba
café en la parada de la guagua, mirando a un
lado u otro para huir si algo pasaba. Cuando
me veía obligado a pararme allí mismo [hace
referencia a la heladería Coppelia], al salir de
Radiocentro [cine Yara para los más jóvenes]
o del Habana Libre, rezaba porque llegara la
guagua lo más rápido posible.” ¿Miedo a ser
confundido? ¿Miedo a qué? Temor por una
confusión ante una conducta impropia. Miedo
a las represalias y ataques que sufrían los
homosexuales. Miedo a ser enviado a las
UMAP. Miedo a las redadas de la policía
especialmente en los alrededores de La
Catedral del Helado de la Siempre fiel Isla de
Cuba. Ninguna de aquellas personas que me
habló del libro hizo referencia al resto de las
confesiones que entroncan con el tema
censura y silencio obligado. ¿Yo?: asombrado.
Los veía tal como si ellos, luego de pararse
frente a la obra de Raúl Isla 70, al relatarme su
experiencia pasaran por alto el rostro que, en
la esquina inferior izquierda, grita desesperadamente mientras una mano parece
abofetearlo, callarlo, u olvidaran el tono de
piel (varias gamas del verde) tan parecido en
los habitantes y héroes que coexisten en esa
Isla de los 70 –¿cierta uniformidad en la
diversidad?–, o los penes amarillos y enhiestos, o el mono cuyo pelaje es del mismo
color que el de la piel de algunos hombres de
carne y hueso o el de un par de héroes –ese
mismo tono de verde rellena la mitad del
rostro del Ché–. En esa Isla de los 70 aparece,
literalmente, hasta el gato (hay un intrigante
gato rojo). Bueno, el que tenga ojos, vea. Y el
que tenga ojos, lea. A fin de cuentas muchos
creen en la pura verdad de las palabras
escritas. Final del paréntesis.
Para mí, este libro no es aquella esfera
tornasolada de casi intolerable fulgor. Si
acaso, es un Aleph imperfecto. Las imágenes
que en él se suceden están movidas por los
resortes de una historia novelada, una
imperfecta máquina narrativa que desde de
los engranajes de la ficción muerde, arranca,
deglute y defeca partes de personas y
episodios de la realidad. Que para ser todavía
más verosímil se le incluyen páginas de un
cuaderno personal, imágenes y manuscritos.
Que para seguir apostando por la verosimilitud el relato termina de manera abrupta,
pero sin que quede la sensación de que la
historia está inconclusa –como lectores
intuimos que hay más, incluso sonreímos al
ver que queremos seguir asomados a esa
ventana abierta, pero nos damos con un
canto en el pecho porque como lectores
también intuimos que lo verdaderamente
importante para construir el relato ha sido
narrado–. Y que el puntillazo sería la confesión
de Abelardo Estorino: “Me pareció que la
frase de Shakespeare debía cerrar el libro (The
rest is silence), y me atreví a colaborar. Para
entonces ya la lucha había terminado.”
Ojo: una lucha que había terminado.
Había una lucha. ¿Cuál? ¿Con quiénes se
había luchado? Aquí, Estorino no se refiere a
la pelea personal que libró Raúl Martínez tanto
en su vida pública y privada como en la obra.
Digamos que para tener una aproximación,
una idea más exacta del significado de la
palabra lucha en el contexto referido, habría
que conectarla con la respuesta de Abelardo
Estorino en la entrevista publicada en La
Gaceta de Cuba cuando le preguntaron cuál
era su mayor ambición con el texto Yo Publio.
Respondió: “Publicarlo, por eso sentí que
debía conseguirlo. Abel [Abel Prieto, Ministro
de Cultura] fue muy comprensivo y aceptó”.
Esto, señores, sí apunta a otras cien
horas de confesiones con Raúl. Este resto sí
es silencio.
ventana abierta, pero nos damos con un
canto en el pecho porque como lectores
también intuimos que lo verdaderamente
importante para construir el relato ha sido
narrado–. Y que el puntillazo sería la confesión
de Abelardo Estorino: “Me pareció que la
frase de Shakespeare debía cerrar el libro (The
rest is silence), y me atreví a colaborar. Para
entonces ya la lucha había terminado.”
Ojo: una lucha que había terminado.
Había una lucha. ¿Cuál? ¿Con quiénes se
había luchado? Aquí, Estorino no se refiere a
la pelea personal que libró Raúl Martínez tanto
en su vida pública y privada como en la obra.
Digamos que para tener una aproximación,
una idea más exacta del significado de la
palabra lucha en el contexto referido, habría
que conectarla con la respuesta de Abelardo
Estorino en la entrevista publicada en La
Gaceta de Cuba cuando le preguntaron cuál
era su mayor ambición con el texto Yo Publio.
Respondió: “Publicarlo, por eso sentí que
debía conseguirlo. Abel [Abel Prieto, Ministro
de Cultura] fue muy comprensivo y aceptó”.
Esto, señores, sí apunta a otras cien
horas de confesiones con Raúl. Este resto sí
es silencio.
AhmelEchevarría
L a H a b a n a ·74
AhmelEchevarría
L a H a b a n a ·74
�el ché
en catalán
Hace un año, durante una tertulia
literaria en un hotel del Barrio Gótico, me
quedé mirando a un argentino que me
resultaba familiar. Por mucho que me
esforzaba, no conseguía reconocerlo, pero
estaba seguro de haberlo visto en algún lugar,
incluso de haberlo frecuentado. Finalmente,
durante una pausa para café, no pude más y
le pregunté:
—Perdone, ¿no nos conocemos?
—Seguro que sí. Yo soy el Ché Guevara.
—Ya.
Pensé que era un borde y lo olvidé. Pero
semanas después, caminando por la Rambla,
volví a verlo. Estaba de pie encima de un
pedestal. Iba todo pintado de camuflaje y
llevaba un libro en la mano.
Recitaba un encendido discurso sobre el
imperialismo, mientras unos turistas gringos
le echaban monedas en un sombrero. Era el
Ché Guevara, de verdad. Y estaba llamando a
la insurrección. Aunque en ese preciso
momento, atraían más público en la Rambla el
Astronauta y el Hada de los bosques.
Llegó el verano, y un amigo que vive en
Sitges me invitó a su casa. Cuando bajamos a
la playa, me mostró orgulloso su kit completo
de guerrillero cubano: tenía una toalla, un
bañador, un vaso congelante y una pelota de
playa del Ché:
—Todo un revolucionario –le comenté.
—Soy un capitalista rabioso –me
respondió-, o por lo menos, un fetichista.
Colecciono gilipolleces con la cara del Ché.
Me falta el famoso reloj Swatch. Será muy
famoso, pero no lo encuentro por ninguna
parte.
Desde entonces, no he dejado de ver al
Ché por las calles de Barcelona y alrededores.
Lo veo en los lugares más inesperados: en
los patinetes de los skaters frente al MACBA,
tatuado en el brazo de Maradona, dibujado
con chocolate en una camiseta. Puede llevar
el rostro de Gael García Bernal, Benicio del
Toro o Antonio Banderas. Hay “Chés” para
todos los gustos, y cada quién tiene el suyo.
Hay el Ché para estudiantes, para la tercera
edad, para enfermeras o para empresarios. Si
no tienes tu Ché, no eres nadie. Yo estoy
esperando que programen alguna serie de
dibujos animados sobre él.
La última vez que lo vi fue en casa de
una chica que me invitó a cenar. Ella vive en el
Eixample, en un ático con una terraza que
mira a la Sagrada Familia. Y con ella, por
supuesto, vive el Ché. Su apartamento está
lleno de fotos del guerrillero. Hay una en el
estante de los libros, otra en su cuarto y una,
la más grande, en el baño, frente al water.
—¿Y no tienes alguna foto de tu madre?
–le pregunté.
—No, por Dios. Mi madre es muy fea. En
cambio, el Ché es guapísimo.
—¿No tienes fotos de guerrilleros feos?
—Ni de coña.
—¿Y guapos? Fidel era guapo, ¿no?
—Ya, pero el Ché se murió, así que será
joven para siempre. Todas sus imágenes son
así. ¿A quién quieres ver tú todas las
mañanas? ¿Al Ché en la selva con uniforme
de campaña? ¿O a Fidel en un hospital con un
chándal Adidas?
Por eso me gusta la imagen de esas dos
señoras bailando en su aniversario en Santa
Coloma de Gramanet. Supongo que es la
mejor foto posible del Ché. Y no porque ellas
representen el espíritu de la lucha obrera. Ni
porque recuerden su significado político. En
realidad, esa es la mejor imagen del Ché
porque es la única en la que no aparece su
rostro. Un rostro que en realidad, hace mucho
que no le pertenece. Ø
—¿Usted ocupa la habitación 312?
La mujer que me habla usa el pelo muy
corto y tiene unos 40 años. Su traje sastre le
otorga un aire ejecutivo, pero está un poco
pasado de moda, como si fuese de los años
80. Es la segunda vez que la encuentro en el
desayuno del hotel. En Nicaragua me levanto
muy temprano. A esa hora, ella es la única
habitante del comedor.
—Sí –le digo-. ¿Cómo lo sabe?
—Desde su habitación se ve la casa de
Nora.
—Ya. ¿Quién coño es Nora?
A esa hora de la mañana, siempre estoy
de pésimo humor. Pero a pesar de mi
antipatía, ella sonríe.
—Ya lo averiguará –me dice.
Luego pasan a recogerme y me olvido de
ella.
silueta de Sandino en el monte es como un
fantasma que domina la ciudad.
Por la noche, regreso al hotel tan
agotado que ni siquiera consigo dormir. Doy
vueltas en la cama, y termino por subir al
solitario bar del último piso a tomar una copa.
Una vez más, me encuentro con la mujer del
desayuno. Tengo ganas de hablar con
alguien.
—No me contó usted quién es Nora –le
digo.
Ella se está tomando un té. Me responde
sin mirarme.
—Nora era una agente encubierta del
Frente Sandinista de Liberación Nacional. En
los años de la revolución, conoció al jefe de la
guardia nacional, al que llamaban El Perro. Él
creía que todo era de su propiedad, incluso
las mujeres. La acosaba insistentemente.
en
la ciudad
fantasma
Durante el día, recorro Managua de un
diario a otro, de un canal de televisión a una
radio, para la promoción de mi libro. La capital
de Nicaragua parece una ciudad fantasma.
Uno recorre autopistas rodeadas de campo,
salpicadas aquí y allá de centros comerciales
o pequeñas construcciones. No hay edificios
grandes, y para ver las casas hay que
internarse en la espesura por calles llenas de
árboles. Incluso en el centro de la ciudad, los
inmuebles son casi inexistentes. La mayoría
se cayeron en el terremoto del 72, y desde
entonces no se ha reconstruido la ciudad.
En un cerro, la silueta de un hombre con
sombrero campesino se eleva sobre
Managua. Reconozco a Augusto C. Sandino,
el líder guerrillero de principios de siglo. Me
explican que en las faldas de ese monte,
Sandino compareció en 1934 para pactar un
armisticio con el gobierno, y fue asesinado in
situ por el jefe de la Guardia Nacional Anatasio
Somoza, quien luego se erigiría dictador. La
Pero ella le tendió una trampa. Lo invitó a su
casa una noche. Lo llevó a su cuarto y le quitó
la ropa y las armas. Cuando se sentía seguro,
tres guerrilleros saltaron del armario para
secuestrarlo. El Perro se resistió, y los
guerrilleros lo mataron. Desde la habitación
312 se ve el apartamento en que ocurrió todo
eso.
—Ya –le digo. Ella sigue tomando su té
sin mirarme.
Me pido un whisky y voy al baño.
Cuando regreso, ella no está. En la mesa no
queda ni siquiera su taza. Termino mi copa y
regreso a mi habitación. Al acostarme, me
parece ver la silueta de un hombre con
sombrero proyectada sobre la ventana. No
me levanto, porque sé que es sólo una
pesadilla.
SantiagoRoncagliolo
Lima·75
�Hay una foto extraordinaria en la que
Guevara está en Bolivia, subido a un árbol,
leyendo, en medio de la desolación y la
experiencia terrible de la guerrilla perseguida.
Se su a un árbol para aislarse un poco y está
ahí, leyendo.
En principio, la lectura como refugio es
algo que Guevara vive contradictoriamente. En
el diario de la guerrilla en el Congo, al analizar
la derrota, escribe: "El hecho de que me
escape para leer, huyendo así de los
problemas cotidianos, tendía a alejarme del
contacto con los hombres, sin contar que hay
ciertos aspectos de mi carácter que no hacen
fácil el intimar".
La lectura se asimila con la persistencia y
la fragilidad. Guevara insiste en pensarla como
una a di c ci ó n . " Mi s do s d e bi li da d e s
fundamentales: el tabaco y la lectura".
La distancia, el aislamiento, el corte,
aparecen metaforizados en el que se abstrae
para leer. Y eso se ve como contradictorio con
la experiencia política, una suerte de lastre
que viene del pasado, ligado al carácter, al
modo de ser. En distintas oportunidades
Guevara se refiere a la capacidad que tenía
Fidel Castro para acercarse a la gente y
establecer inmediatamente relaciones fluidas,
frente a su propia tendencia a aislarse,
separarse, construyéndose un espacio aparte.
Hay una tensión entre la vida social y algo
propio y privado, una tensión entre la vida
política y la vida personal. Y la lectura es la
metáfora de esa diferencia.
Esto ya es percibido en la época de la
Sierra Maestra. En alguno de los testimonios
sobre la experiencia de la guerra de liberación
en Cuba, se dice del Che: "Lector infatigable,
abría un libro cuando hacíamos un alto
mientras que todos nosotros, muertos de
cansancio, cerrábamos los ojos y tratábamos
de dormir".
Más allá de la tendencia a mitificarlo, hay
allí una particularidad. La lectura persiste
como un resto del pasado, en medio de la
experiencia de acción pura, de desposesión y
violencia, en la guerrilla, en el monte.
Guevara lee en el interior de la experiencia,
hace una pausa. Parece un resto diurno de su
vida anterior. Incluso es interrumpido por la
acción, como quien se despierta: la primera
vez que entran en combate en Bolivia, Guevara
está tendido en su hamaca y lee. Se trata del
primer combate, una emboscada que ha
organizado para comenzar las operaciones de
un modo espectacular, porque ya el ejército
ché:
rastros
rastros
de
lectura
lectura
lectura
una foto (2)
lectura
lectura
lectura
r.piglia
Hay una foto extraordinaria en la que
Guevara está en Bolivia, subido a un árbol,
leyendo, en medio de la desolación y la
experiencia terrible de la guerrilla perseguida.
Se sube a un árbol para aislarse un poco y
está ahí, leyendo.
En principio, la lectura como refugio es
algo que Guevara vive contradictoriamente. En
el diario de la guerrilla en el Congo, al analizar
la derrota, escribe: "El hecho de que me
escape para leer, huyendo así de los problemas cotidianos, tendía a alejarme del
contacto con los hombres, sin contar que hay
ciertos aspectos de mi carácter que no hacen
fácil el intimar".
La lectura se asimila con la persistencia y
la fragilidad. Guevara insiste en pensarla como
una a di c ci ó n . " Mi s do s d e bi li da d e s
fundamentales: el tabaco y la lectura".
La distancia, el aislamiento, el corte,
aparecen metaforizados en el que se abstrae
para leer. Y eso se ve como contradictorio con
la experiencia política, una suerte de lastre
que viene del pasado, ligado al carácter, al
modo de ser. En distintas oportunidades
Guevara se refiere a la capacidad que tenía
Fidel Castro para acercarse a la gente y
establecer inmediatamente relaciones fluidas,
frente a su propia tendencia a aislarse,
separarse, construyéndose un espacio aparte.
Hay una tensión entre la vida social y algo
propio y privado, una tensión entre la vida
política y la vida personal. Y la lectura es la
metáfora de esa diferencia.
Esto ya es percibido en la época de la
Sierra Maestra. En alguno de los testimonios
sobre la experiencia de la guerra de liberación
en Cuba, se dice del Che: "Lector infatigable,
abría un libro cuando hacíamos un alto
mientras que todos nosotros, muertos de
cansancio, cerrábamos los ojos y tratábamos
de dormir".
Más allá de la tendencia a mitificarlo, hay
allí una particularidad. La lectura persiste
como un resto del pasado, en medio de la
experiencia de acción pura, de desposesión y
violencia, en la guerrilla, en el monte.
Guevara lee en el interior de la experiencia,
hace una pausa. Parece un resto diurno de su
vida anterior. Incluso es interrumpido por la
acción, como quien se despierta: la primera
vez que entran en combate en Bolivia, Guevara
está tendido en su hamaca y lee. Se trata del
primer combate, una emboscada que ha
organizado para comenzar las operaciones de
un modo espectacular, porque ya el ejército
anda rastreando el lugar y, mientras espera,
tendido en la hamaca, lee.
Esta oposición se hace todavía más visible
si pensamos en la figura sedentaria del lector
en contraste con la del guerrillero que marcha.
La movilidad constante frente a la lectura
como punto fijo en Guevara.
"La característica fundamental de una
guerrilla es la movilidad, lo que le permite
estar, en pocos minutos, lejos del teatro
específico de la acción y en pocas horas lejos
de la región de la misma, si fuera necesario;
que le permite cambiar constantemente de
frente y evitar cualquier tipo de cerco", escribe
Guevara en 1961 en La guerra de guerrillas. La
pulsión territorial, la idea de un punto fijo,
acecha siempre. Pero, a la inversa de la
experiencia política clásica, el acumular y tener
algo propio supone el riesgo inmediato. Régis
Debray cuenta la caída del primer punto de
anclaje en Bolivia, la microzona propia:
"Tiempo antes se había hecho una pequeña
biblioteca, escondida en una gruta, al lado de
las reservas de víveres y del puesto emisor".
La marcha supone además la liviandad, la
ligereza, la rapidez. Hay que desprenderse de
todo, estar liviano y marchar. Pero Guevara
mantiene cierta pesadez. En Bolivia, ya sin
fuerzas, llevaba libros encima. Cuando es detenido en Ñancahuazu, cuando es capturado
después de la odisea que conocemos, una
odisea que supone la necesidad de moverse
incesantemente y de huir del cerco, lo único
que conserva (porque ha perdido todo, no
tiene ni zapatos) es un portafolio de cuero,
que tiene atado al cinturón, en su costado
derecho, donde guarda su diario de campaña
y sus libros. Todos se desprenden de aquello
que dificulta la marcha y la fuga, pero Guevara
sigue todavía conservando los libros, que
pesan y son lo contrario de la ligereza que
exige la marcha.
El ejemplo antagónico y simétrico es
desde luego Gramsci, un lector increíble, el
político separado de la vida social por la
cárcel, que se convierte en el mayor lector de
su época. Un lector único. En prisión Gramsci
lee todo el tiempo, lee lo que puede, lo que
logra filtrarse en las cárceles de Mussolini.
Está siempre pidiendo libros y de esa lectura
continua ("leo por lo menos un libro por día",
dice), de ese hombre solo, inmóvil, aislado, en
la celda, nos quedan los Cuadernos de la
cárcel, que son comentarios extraordinarios
de esas lecturas. Lee folletines, revistas
fascistas, publicaciones católicas, lee los
libros que encuentra en la biblioteca de la
cárcel y los que deja pasar la censura, y de
todos ellos extrae consecuencias notables.
Desde ese lugar sedentario, inmóvil, encerrado, Gramsci construye la noción de
hegemonía, de consenso, de bloque histórico,
de cultura nacional-popular.
Y obviamente la teoría de la toma del
poder en Guevara (si es que eso existe) está
enfrentada con la de Gramsci. Puro movimiento en la acción pero fijeza en las
concepciones políticas, nada de matices. Sólo
es fluida la marcha de la guerrilla. No hay nada
que transmitir en Guevara, salvo su ejemplo,
que es intransferible. De esta imposibilidad
surge tal vez la tensión trágica que sostiene al
mito.
La teoría del foco y la teoría de la
hegemonía: no debe de haber nada más
antagónico. Como no debe de haber nada más
antagónico que la imagen de Guevara leyendo
en las pausas de la marcha continua de la
guerrilla y la de Gramsci leyendo encerrado en
su celda, en la cárcel fascista. En verdad, para
Guevara, antes que la construcción de un
sujeto revolucionario, de un sujeto colectivo
en el sentido que esto tiene para Gramsci, se
trata de construir una nueva subjetividad, un
sujeto nuevo en sentido literal, y de ponerse él
mismo como ejemplo de esa construcción.
En la historia de Guevara hay distintos
ritmos, metamorfosis, cambios bruscos, transformaciones, pero hay también persistencia,
continuidad. Una serie de larga duración
recorre su vida a pesar de las mutaciones: la
serie de la lectura. La continuidad está ahí,
todo lo demás es desprendimiento y metamorfosis. Pero ese nudo, el de un hombre que
lee, persiste desde el principio hasta el final.
Esa serie de larga duración se remonta a la
infancia y está ligada al otro dato de identidad
del Che Guevara: el asma. La madre es quien
le enseña a leer porque no puede ir a la
escuela y ese aprendizaje privado se relaciona
con la enfermedad. A partir de entonces se
convierte en un lector voraz. "Estaba loco por
la lectura", dice su hermano Roberto. "Se
encerraba en el baño para leer".
La lectura como práctica iniciática
fundamental, al decir de Michel De Certeau,
funciona como modelo de toda iniciación. En
este caso, el asma y la lectura están vinculados al origen. Hacen pensar en Proust, que
justamente ha narrado muy bien lo que es
esta relación, un cruce, una diferencia que
define ciertas lecturas en la infancia, cierto
�la experiencia misma, que permite leer luego
su propia vida como la de otro y reescribirla. Si
se detiene para leer, también se detiene para
escribir, al final de la jornada, a la noche,
cansado.
Entre 1945 y 1967 escribe un diario: el
diario de los viajes que hace de joven cuando
recorre América, el diario de la campaña de
Sierra Maestra, el diario de la campaña del
Congo y, por supuesto, el diario en Bolivia.
Desde muy joven, encuentra un sistema de
escritura que consiste en tomar notas para
fijar la experiencia de inmediato y después
escribir un relato a partir de las notas
tomadas. La inmediatez de la experiencia y el
momento de la elaboración. Guevara tiene
clara la diferencia: "El personaje que escribió
estas notas murió al pisar de nuevo tierra
argentina, el que las ordena y las pule (yo), no
soy yo", escribe en el inicio de Mi primer gran
viaje.
En ese sentido, el Diario en Bolivia es
excepcional porque no hubo reescritura, como
tampoco la hubo en las notas que tomó de su
primer viaje por la Argentina, en 1950, y que
su padre publicó en su libro Mi hijo el Che: "En
mi casa de la calle Arenales hace poco tiempo
descubrí por casualidad dentro de un cajón
que contenía libros viejos, unas libretas
escritas por Ernesto. El interés de estos
escritos reside en que puede decirse que con
ellos comenzó Ernesto a dejar asentados sus
pensamientos y sus observaciones en un
diario, costumbre que conservó siempre".
Había en el joven Guevara el proyecto, la
aspiración, de ser un escritor. En la carta que
le escribe a Ernesto Sábato después del
triunfo de la revolución, donde le recuerda que
en 1948 leyó deslumbrado Uno y el Universo,
le dice: "En aquel tiempo yo pensaba que ser
un escritor era el máximo título al que se podía
aspirar". Podríamos pensar que esa voluntad
de ser escritor, para decirlo con Pasolini, esa
actitud previa a la obra, ese modo de mirar el
mundo para registrarlo por escrito, persiste,
entreverada, con su experiencia de médico y
con su progresiva –y distante– politización,
hasta el encuentro con Fidel Castro en mayo
de 1955.
En una fecha tan tardía como febrero de
1955, hace en su diario un balance de su
crítica situación económica, y concluye diciendo que en general está estancado "y en
producción literaria más, pues casi nunca
escribo".
diario de lecturas y sigue con el diario que fija
la experiencia misma, que permite leer luego
su propia vida como la de otro y reescribirla. Si
se detiene para leer, también se detiene para
escribir, al final de la jornada, a la noche,
cansado.
Entre 1945 y 1967 escribe un diario: el
diario de los viajes que hace de joven cuando
recorre América, el diario de la campaña de
Sierra Maestra, el diario de la campaña del
Congo y, por supuesto, el diario en Bolivia.
Desde muy joven, encuentra un sistema de
escritura que consiste en tomar notas para
fijar la experiencia de inmediato y después
escribir un relato a partir de las notas
tomadas. La inmediatez de la experiencia y el
momento de la elaboración. Guevara tiene
clara la diferencia: "El personaje que escribió
estas notas murió al pisar de nuevo tierra
argentina, el que las ordena y las pule (yo), no
soy yo", escribe en el inicio de Mi primer gran
viaje.
En ese sentido, el Diario en Bolivia es
excepcional porque no hubo reescritura, como
tampoco la hubo en las notas que tomó de su
primer viaje por la Argentina, en 1950, y que
su padre publicó en su libro Mi hijo el Che: "En
mi casa de la calle Arenales hace poco tiempo
descubrí por casualidad dentro de un cajón
que contenía libros viejos, unas libretas
escritas por Ernesto. El interés de estos
escritos reside en que puede decirse que con
ellos comenzó Ernesto a dejar asentados sus
pensamientos y sus observaciones en un
diario, costumbre que conservó siempre".
Había en el joven Guevara el proyecto, la
aspiración, de ser un escritor. En la carta que
le escribe a Ernesto Sábato después del
triunfo de la revolución, donde le recuerda que
en 1948 leyó deslumbrado Uno y el Universo,
le dice: "En aquel tiempo yo pensaba que ser
un escritor era el máximo título al que se podía
aspirar". Podríamos pensar que esa voluntad
de ser escritor, para decirlo con Pasolini, esa
actitud previa a la obra, ese modo de mirar el
mundo para registrarlo por escrito, persiste,
entreverada, con su experiencia de médico y
con su progresiva –y distante– politización,
hasta el encuentro con Fidel Castro en mayo
de 1955.
En una fecha tan tardía como febrero de
1955, hace en su diario un balance de su
crítica situación económica, y concluye diciendo que en general está estancado "y en
producción literaria más, pues casi nunca
escribo".
rastros
de
lectura
una
voluntad
que he
pulido con
la
delectación
de artista
sostendrá
unas
piernas
fláccidas y
unos
pulmones
cansados
ricardo.piglia
modo de leer. Basta recordar la primera
página del texto de Proust Sobre la lectura:
"Quizá no hay días de nuestra infancia tan
plenamente vividos como aquellos que
creímos haber dejado sin vivir, aquellos que
pasamos con nuestro libro predilecto". La vida
leída y la vida vivida. La vida plena de la
lectura.
La lectura, entonces, lo acompaña desde
la niñez igual que el asma. Signos de
identidad, signos de diferencia. Signos en un
sentido fuerte, porque ya se ha hecho notar
que los senos frontales abultados que vienen
del esfuerzo por respirar, definen el rostro de
Guevara como una marca que no puede
disfrazarse. En sus fotos de revolucionario
clandestino es fácil reconocerlo si uno le mira
la frente.
Y, a la vez, señalan cierta dependencia
física, que se materializa en un objeto que hay
que llevar siempre. "El inhalador es más
importante para mí que el fusil", le escribe a su
madre desde Cuba en la primera carta que le
envía desde Sierra Maestra. El inhalador para
respirar y los libros para leer. Dos ritmos
cotidianos, la respiración cortada del asmático, la marcha cortada por la lectura, la
escansión pausada del que lee. Eso es lo
persistente: una identidad de la que no puede
(y no quiere) desprenderse. La marcha y la
respiración.
La lectura vinculada a cierta soledad en
medio de la red social es una diferencia que
persiste. "Durante estas horas últimas en el
Congo me sentí solo como nunca lo había
estado, ni en Cuba, ni en ninguna otra parte de
mi peregrinar por el mundo. Podría decir:
nunca como hoy había sentido hasta qué
punto, qué solitario era mi camino". La lectura
es la metáfora de ese camino solitario. Es el
contenido de la soledad y su efecto.
Desde luego, como Guevara lee, también
escribe. O, mejor, porque lee, escribe. Sus
primeros escritos son notas de lectura de
1945. Ese año empieza un cuaderno
manuscrito de 165 hojas donde ordena sus
lecturas por orden alfabético. Se han
encontrado siete cuadernos escritos a lo largo
de diez años. Hay otra serie larga, entonces,
que acompaña toda la vida de Guevara y es la
escritura.
Escribe sobre sí mismo y sobre lo que lee, es
decir, escribe un diario. Un tipo de escritura
muy definida, la escritura privada, el registro
personal de la experiencia. Empieza con un
diario de lecturas y sigue con el diario que fija
De hecho, en un sentido, el político triunfa
donde fracasa el escritor y Guevara tiene clara
esa tensión. "Surgió una gota del poeta
frustrado que hay en mí", le escribe a León
Felipe luego del triunfo de la revolución. Por
un lado, se define varias veces como un poeta
fracasado pero, por otro, se piensa como
alguien que construye su vida como un artista:
"Una voluntad que he pulido con la delectación
de artista sostendrá unas piernas fláccidas y
unos pulmones cansados", escribe en la carta
de despedida a sus padres. Hay un antecedente de esta actitud en la notable carta a
su madre del 15 de julio de 1956, en la que le
señala su decisión de unirse a la guerrilla. Ha
estado preso con Castro y está decidido a irse
en el Granma. "Un profundo error tuyo es creer
que de la moderación o el ´moderado egoísmo´ es de donde salen los inventos mayores
u obras maestras de arte. Para toda obra
grande se necesita pasión y para la Revolución
se necesita pasión y audacia". Y concluye:
"Además es cierto que después de desfacer
entuertos en Cuba me iré a otro lado
cualquiera". La cita implícita del Quijote es
anuncio de lo que viene; en todo caso, del
sentido de lo que viene.
Philipp De Rieff ha trabajado la figura del
político que surge entre las ruinas del escritor.
El escritor fracasado que renace como político
intransigente, casi como no-político, o al
menos como el político que está solo y hace
política primero sobre sí mismo y sobre su
vida y se constituye como ejemplo. Y aquí la
relación, antes que con Gramsci, es por
supuesto con Trotski, el héroe trágico, "el
profeta desarmado", como lo llamó Isaac
Deutscher. Hay también en Trotski una
nostalgia por la literatura: "Desde mi juventud,
más exactamente desde mi niñez, había
soñado con ser escritor", dice Trotski al final
de Mi vida, su excelente autobiografía. Y Hans
Mayer, por su parte, en su libro sobre la
tradición del outsider, también ha visto a
Trotski como el escritor fracasado y, por lo
tanto, el político "irreal", opuesto a Stalin, el
político práctico.Ø
�años
en el
cardoso
Un antiguo amigo de universidad, escritor
amateur y recientemente "quedado" en el
extranjero durante una "misión oficial", me dice
que ha logrado contactos de alto nivel con el
campus editorial académico de Canadá. En
consecuencia, me pide cosas. En específico, me
pide armar una antología cubana de textos raros
y/o excluidos de autores menores y/o
marginados. Da igual poesía, novela, cuento,
ensayo, que cualquier espécimen endémico de
escritura intergenérica y/o transgenital. En
los orígenes de la tragedia
Un antiguo amigo de universidad, escritor
amateur y recientemente "quedado" en el
extranjero durante una "misión oficial", me dice
que ha logrado contactos de alto nivel con el
campus editorial académico de Canadá. En
consecuencia, me pide cosas. En específico, me
pide armar una antología cubana de textos raros
y/o excluidos de autores menores y/o
marginados. Da igual poesía, novela, cuento,
ensayo, que cualquier espécimen endémico de
escritura intergenérica y/o transgenital. En
Canadá lo quieren Todo-Sobre-Cuba, y lo quieren
ya. Right off: NOW is the moment. Justo ahora
(July 26th, 2008): al borde mismo del posible
cambio cubano (PCC). De hecho, no querían nada
hasta hace muy poco y nada querrán dentro de
muy poco después (me alerta mi ex-colega
bioquímico): así que es una oportunidad única de
esas que se dan once in a lifetime. Con buena
paga para los dos, por supuesto of course: más
de lo que yo he ganado durante una década
fungiendo y/o fingiendo como "escritor cubano de
Cuba" (valga no tanto la redundancia como el
oxímoron). Tal vez hasta se "resuelva" un viajecito
free gratis para yo dar un par de speeches
literarios en Canadá: "el público canadiense es
polite, pero demasiado politically correct con
corrimiento hacia el rojo", me advierte porque me
conoce. A cambio del paraíso, sólo me pide
compilar una "historia de bolsillo por los 400 años
de literatura cubana": algo que se in$erte rápido
en el mercado de la pocket-bookeratura mundial.
Allá el tema Cuba está de moda aunque no se
conoce nada de aquí, me dice: "aquí el tema Cuba
está de moda aunque no se conoce nada de allá".
De manera que si no nos lanzamos él y yo ahora,
enseguida cualquier improvisado nos robará la
primicia y la patente en Canadá. "Ni pinga, Landy",
me pincha en su último e-mail, "ya es hora de
sacar algo no tan jodido del subdesarrollo". Y ése
mismo fue el primer título que se me ocurrió
(Algo no tan jodido del subdesarrollo: historia
portátil de los 400 años de literatura cubana). Y ya.
Esto fue todo para empezar. Reconozcamos, con
humildad más que con humillación, que se
trataba de un pacto diabólico so very much
tentador.
orlando luis
pardo lazo
�10 000 plagios/siglo
omisiones que menciones) y de los dos tomos
truncos de Historia de la Literatura Cubana ("14921898" y "1899-1958": el de "1959-????" aún no
tiene imprimátur por subversivo), editados ambos
oficialmente por instituciones culturales del patio.
De esos mamotretos extraje ciertas maneras de
nombrar dentro de la atmósfera editorial de cada
período: la calumnia calcinada de la Colonia, la
resaca resabiosa de la Repúsblica, y el revolico
rebobo de la Revoilusión.
Las únicas Obras Completas cubanas que
me he leído del pí al pá son las de Onelio Jorge
Cardoso (1914-1986): un buen narrador nacional,
pero demasiado ruralinfantilizado. Los únicos
estudios "litécniterarios" que poseo los adquirí
coincidentemente en el Centro de Formación
Literaria "Onelio Jorge Cardoso In Memoriam" (en
Miramar). Moraleja de mural: si sólo dispones de
un martillo, todos tus problemas te remiten a un
clavo (¿fue Nietzsche el que habló de escribir a
mandarriazos?). ¿Qué más podía hacer yo, triste y
aislado, con todos mis amigos al otro lado del
charco y cada cual con su nick en el chat, en
medio de mis lúgubres noches de una Habana
inisecular regida de súbito por Raúl?
No sé. Tal vez sí hubiera podido intentar "lo
más difícil", como le encarga Rialta a su hijo José
Cemí, en una página perdida de nuestro Paradiso.
Pero no. Ni pinga, Landy. Al final hice lo contrario.
Lejos de someterme al sermón lezamiano, y
ponerme a investigar mierdangas polillosas en las
bibliotecas sin aire acondicionado de La Habana,
con unos pocos dólares canadienses (un adelanto
de mi partner en esta joint-venture), logré copiar
la base de datos Excel de los diez cursos del
referido CFL "OJC In Memoriam" (en Miramar). Si
bien le juré silencio eterno a mi cómplice, ahora
les juro a ustedes que no he podido evitar
contarlo ("vivir para contarla", me protege la
máxima de un amigo del ex-líder máximo de mi
garcíamarquiano país).
Había medio millar de textos inéditos en aquellos
pocos megas. Una fortuna, una máquina de
narrar. El fichero era una caja de caudales sin
necesidad de copyright ni password: un alef
totipotente de relatos, un do-it-yourself pero ya
listo pret-à-porter. Allí dentro latía el desafío de la
ficción explicado a los niños o el evangelio según
Scheherasade. Y realmente tenían madera de
narradores los muy cabrones (así fuera ácana con
ácaro: lo cierto es que el germen de un régimen
nacioficcional ya se incubaba allí). De manera que
fue muy fácil establecer filias y nexos con cada
estereotipo histórico de realismo cubano: única
10 plagios/siglo
ecce homo
Las únicas Obras Completas cubanas que
me he leído del pí al pá son las de Onelio Jorge
Cardoso (1914-1986): un buen narrador nacional,
pero demasiado ruralinfantilizado. Los únicos
estudios "litécniterarios" que poseo los adquirí
coincidentemente en el Centro de Formación
Literaria "Onelio Jorge Cardoso In Memoriam" (en
Miramar). Moraleja de mural: si sólo dispones de
un martillo, todos tus problemas te remiten a un
clavo (¿fue Nietzsche el que habló de escribir a
mandarriazos?). ¿Qué más podía hacer yo, triste y
aislado, con todos mis amigos al otro lado del
charco y cada cual con su nick en el chat, en
medio de mis lúgubres noches de una Habana
inisecular regida de súbito por Raúl?
No sé. Tal vez sí hubiera podido intentar "lo
más difícil", como le encarga Rialta a su hijo José
Cemí, en una página perdida de nuestro Paradiso.
Pero no. Ni pinga, Landy. Al final hice lo contrario.
Lejos de someterme al sermón lezamiano, y
ponerme a investigar mierdangas polillosas en las
bibliotecas sin aire acondicionado de La Habana,
con unos pocos dólares canadienses (un adelanto
de mi partner en esta joint-venture), logré copiar
la base de datos Excel de los diez cursos del
referido CFL "OJC In Memoriam" (en Miramar). Si
bien le juré silencio eterno a mi cómplice, ahora
les juro a ustedes que no he podido evitar
contarlo ("vivir para contarla", me protege la
máxima de un amigo del ex-líder máximo de mi
garcíamarquiano país).
Había medio millar de textos inéditos en
aquellos pocos megas. Una fortuna, una máquina
de narrar. El fichero era una caja de caudales sin
necesidad de copyright ni password: un alef
totipotente de relatos, un do-it-yourself pero ya
listo pret-à-porter. Allí dentro latía el desafío de la
ficción explicado a los niños o el evangelio según
Scheherasade. Y realmente tenían madera de
narradores los muy cabrones (así fuera ácana con
ácaro: lo cierto es que el germen de un régimen
nacioficcional ya se incubaba allí). De manera que
fue muy fácil establecer filias y nexos con cada
estereotipo histórico de realismo cubano: única
cepa literárida que prospera bajo el cepo de
nuestro clima. Elegí 40 ejemplos ejemplares (a
una velocidad moderada de 10 plagios/siglo) y les
pasé la mano para forzarlos en sus respectivos
contextos. Me sentía un Alí Babá posmoderno.
Así, con cambios menores, los 40 parecían
hallazgos arqueológicos míos de los clásicos
locales de nuestros aburridos siglos XVII, XVIII,
XIX y XX (lo que va del XXI asumí que, con
cambios mayores, bien podría impostarlo yo a
partir de mi impropia excritura).
Y ya. Esto fue todo para continuar. El resto
fue hacerme de un Diccionario de la Literatura
Cubana (edición cariada de 1980, con más
el ocaso de los dioses
El libro se publicó en un nuevo sello editorial
fundado por mi amigo "quedado" en Montreal,
Quebec: Cubaquois Books. Mi antología apócrifa
(con nadie nunca antes compartí la verdad) fue un
suceso no sólo en el reino políglota de Canadá,
sino también en los United States, pero no se
publicaron los originales en español: así, un team
de traductores profesionales ayudó, sin saberlo, a
enmascarar aún más mis 40 reescrituras robadas.
El título finalmente fue el mío: Something not so
fucking from underdevelopment: portable history
of 400 years of cuban literature / Quelque chose
pas donc pis de sous-développement: histoire
portative des 400 années de littérature cubaine
(edición bilingüe con un anexo resumido en inuit).
Comercialmente, más que un suceso fue
todo un success y/o succès. Un éxito, un exit:
incluido mi primer permiso de salida para viajar (la
suerte de escapar por una sortie), concedido en
tiempo y forma por un ministerio que
misteriosamente no era el de Cultura sino el del
Interior (aún cuando yo me dirigía justo en sentido
contrario: hacia el exterior).
Viajé. Vi. Viré.
Cobré mejor de lo que pensaba, excepto por
un pleito judicial perdido que me impuso mi excolega bioquímico por un asunto de royalties. Di
no un par, sino pila de speeches literarios entre lo
polite y lo politically correct. Conocí en persona a
Bárbara Gowdy, una mente imponente a sus más
de 50 años, y logré disimular con chistes
ambiguos que nunca la había leído y menos aún
visto la película de sus Falling Angels (era algo de
construirse un búnker doméstico contra la bomba
atómica). Hablé en inglés hasta en la televisión de
Toronto. Caí bien: mostrarme "levemente
levoliberal" era mi triunfal carta de presentación.
Conocí a Gloria Beatty (así lo escribió en una
servilleta), una aeromoza virgen y cosmopolita
que me pidió la matase en pleno vuelo de regreso
Toronto-Montreal (acaso lo único no falso ni
literario de mi experiencia expatriada). No la maté,
pero ese fin de año, tras una borrachera de
whiskey y bolas de nieve (ya era primero de
enero), terminé desnudo y gritando "viva la
literatura cubana" mientras me venía en el tracto
anal de la hija del embajador (intentarlo por
delante hubiera sido una ofensa con ella): era una
chica gay que fue el objeto más canadiense que
conocí en todo aquel mes sabático (de hecho,
apenas 21 días de aire freesco).
And the rest is silence. Y ya. Esto fue todo
para terminar. De vuelta a Cuba no traje conmigo
ni un solo ejemplar de mi plagio antológico o,
mejor aún: autológico. No me arriesgué a pasar
semejante bomba nuclear doméstica por la
Aduana, ni ante los peritos del ministerio del
Interior ni ante los de Cultura (aunque es probable
que nadie reparara en mi búnker burlesque).
Allá la dejé: con su medio millar de páginas,
con sus 40 000 ejemplares en primera tirada (a la
velocidad menos moderada de 10 000
plagios/siglo), y con su carátula de Raúl Martínez
que disimulé a mi nombre en Adobe Photoshop
(era una de las imágenes de su serie de
"fotomentiras"). Ni pinga, Landy. Más mi prólogo,
un epílogo de mi antiguo amigo escritor amateur,
y mis 40 papas podridas metabolizándose en su
tripa por los siglos de los siglos, améen. Ya es
hora de sacar algo no tan jodido del
subdesarrollo. Allá se las dejé: con sus clásicos
cubanos hechos de ejercicios de clases
(etimológicamente, un clásico es lo que tiene
clase), con sus cuentos sin adjetivos, con sus
icebergs yanquis y matriushkas chinescas, con
sus teatrales diálogos de Asimov sin acotación
(¿diálargos de Así No?), con sus mudas
justificadas y mudas, con sus niveles naifs de una
realidad más rala que realista, con sus
neotojosianismos de dato escondido, con su
violencia de vodevil, con sus flujos menstruales
de pensamiento y vicios comunicantes, entre
tantos tontos subgéneros y etcéteras técnicos y
tours-de-force à-la-carte (todo un alef maléfico).
En legítima defensa, supongo esta haya sido
mi mínima contribución a la crisis general del
capitalismo (CGC) en la era global: exponer la
insultante ignorancia del continente americano de
cara a nuestra insulsa escritura insular (ínsula
insulated-isolée-aislada tras medio siglo y/o
milenio de fatalismo geogriterario). Después de
todo, ¿quién quita que, dentro de 400 años, Cuba
no será recordada mejor por los resúmenes en
inuit anexados a Something not so fucking from
underdevelopment: portable history of 400 years
of cuban literature / Quelque chose pas donc pis
de sous-développement: histoire portative des
400 années de littérature cubaine?
Something not so fucking from Underdevelopment: portable history of 400 years of
cuban literature / Quelque chose pas donc pis de
sous-développement: histoire portative des 400
années de littérature cubaine. Something not soo
OrlandoLuisPardoLaz
fucking from Underdevelopment:aportable history
LaH bana·71
of 400 years of cuban literature / Quelque chose
pas donc pis de sous-développement: histoire
portative des 400 années de littérature cubaine.
Something not so fucking from Underdevelopment: portable history of 400 years of
cuban literature / Quelque chose pas donc pis de
sous-développement: histoire portative des 400
années de littérature cubaine.
�satanc
nclara
satanc
nclara
satanc
nclara
Me gustan los sábados. La ciudad es otra por
la noche. Amarillamente irreal, como las luces
de sus avenidas. Me gustan y me visto, y
subo por Central hasta salir del barrio. A
contaminarme del vaho nocturno que
asciende desde las alcantarillas (son pocas
pero parecen muchas). Al pasar el puente
busco Máximo Gómez, su machete (el
original, por supuesto), la Plaza del Carmen
con su tamarindo (el nuevo, no aquel
alrededor del cual se fundó la villa), la misma
donde el Ché (icono pop) lamentaría que le
hubieran matado 100 hombres en uno,
refiriéndose a un vaquerito de nombre
Roberto al que ya muerto ascendió a capitán
(el Billy The Kid nacional). De ahí que el
tamarindo se robustece con los años,
abonado con la sangre de los héroes.
Cruzo Martí ("jaula es la villa de palomas
muertas y ávidos cazadores..."). A la izquierda,
BANDEC. De noche no hay viejos haciendo
cola en pro de la chequera, que nunca será
suficiente para sobrevivir un mes. De noche
los viejos están sobremuriendo. Los viejos
reparadores, pinga en mano, tras la puerta de
sus cuartuchos de mala muerte.
Me gustan los sábados. La ciudad es otra por
abierto por reparación
Todo comenzó con una máquina rota: Underwood, 1900. Todo comienza así. Cuando
se rompe algo, cuando necesitamos de
alguien. Y lo que hace falta ahora es un
reparador. Necesitamos un reparador. Para
esta Underwood que acaba de cumplir un
siglo y para esta ciudad, que da sus últimos
estertores, como una Marta Abreu cancerosa
ante los rostros perplejos de sus hijos. No sé.
La enfermedad me inspira. Quizás escriba una
oda. Ahí, pero dónde, cómo.
saturday night fever
Sábado. Noche. El reparador no sale de
casa en días como estos. En la cuartería
donde vive se cuelan parejas a hacer el amor:
amores hetero, amores homo, amores perros.
Es peligroso. Podrían rajarle el cuello con una
navaja. Todos prefieren amores sin testigos.
No va ni al baño (uno solo para toda la
cuartería). Desde su cuarto los oye jadear, con
el oído pegado a la puerta, y las ganas de
orinar se le acumulan, se hacen urgentes. No
le queda más remedio que meter la mano
dentro del pantalón y empezar a batir para
aliviarse.
Me gustan los sábados. La ciudad es otra
por la noche. Amarillamente irreal, como las
luces de sus avenidas. Me gustan y me visto,
y subo por Central hasta salir del barrio. A
contaminarme del vaho nocturno que
asciende desde las alcantarillas (son pocas
pero parecen muchas). Al pasar el puente
busco Máximo Gómez, su machete (el
original, por supuesto), la Plaza del Carmen
con su tamarindo (el nuevo, no aquel
alrededor del cual se fundó la villa), la misma
donde el Ché (icono pop) lamentaría que le
hubieran matado 100 hombres en uno,
refiriéndose a un vaquerito de nombre
Roberto al que ya muerto ascendió a capitán
(el Billy The Kid nacional). De ahí que el
tamarindo se robustece con los años,
abonado con la sangre de los héroes.
Cruzo Martí ("jaula es la villa de palomas
muertas y ávidos cazadores..."). A la izquierda,
BANDEC. De noche no hay viejos haciendo
cola en pro de la chequera, que nunca será
suficiente para sobrevivir un mes. De noche
los viejos están sobremuriendo. Los viejos
reparadores, pinga en mano, tras la puerta de
sus cuartuchos de mala muerte.
Restaurante Amanecer, tienda El Encanto,
pizzería Toscana, 1800... Nombres, solo eso.
Sombríos son los amaneceres en esta ciudad.
Encanto tuvo, como puta joven. Hoy, si acaso,
desencantos amorosos (desamores hetero,
desamores homo, desamores perros). De
Toscana, lo tosca, el olor a la peor de las
Italias en cada pizza zocata de 5.00 pesos
MN. Del 1800, apenas el recuerdo.
Próxima parada, Boulevard (de las
estrellas y los sueños rotos). Toldos a rayas
amarillas y rojas, portales con mendigos,
animales con sarna, turistas fotografiándolo
todo. Pero no estoy para mendigos, perros o
turistas. La noche del sábado es noche de
fiebre.
A un costado del parque hay un edificio
tan viejo como aquella ciudad que le da
nombre: Praga.
Praga, ciudad luminosa, corazón infartado
de Europa. Kafka, Kundera, stalinismo realsocialista impuesto y derribado.
Praga, night club improvisado, ruinoso,
barato, destino de púberes llevando de la
mano a sus extranjeros seniles, estudiantes
ávidos de fiesta con sus novias que quieren y
no quieren, tipos que rezan entre dientes
porque otro tipo no pare de mamársela así,
Señor, que no pare, más la gente corriente
anisley
negrín
que no tiene dónde ir en una noche de
sábado.
Praga, mi destino (desatino).
Pago al portero y subo. Todo el que paga
puede subir. Precio irrisorio para un segundo
piso que amenaza caerse. Pero nunca se cae.
Por suerte.
Al Praga ya le va haciendo falta una buena
reparación (re-Pragación).
un poco de caridad, marta
Subo al Praga porque no hay teatro. Sudo,
bailo, me estrujan a falta de ballet, de Alicia y
su coro de cisnes, de Verónica gritando
histérica desde el escenario "Who´s afraid of
Virginia Woolf?", de Varela (nuestro padre
Varela) lanzando tres monedas al público
(Moneda Nacional, no divisa, de ahí que nadie
se dedique a recogerlas).
Teatro La Caridad: sobrio por fuera,
opulento por dentro. Me gustaba mirar su
cúpula, ángeles que parecían quererse caer
en nuestras cabezas (hoy se están cayendo
de verdad). Era como si aquellas alegorías,
retratos y representaciones nos velaran desde
lo alto, cuando en realidad quien lo hacía era
la patrona de Cuba, virgen a la que no se le
había dedicado ni un rincón para las ofrendas.
La caritativa aristocracia de la época no podía
permitirse caer tan bajo. Por eso la aristócrata
Caridad del Cobre hace que hoy todo se
venga abajo. ¿Castigo? ¿Maldición?
¿Venganza por haber erigido un antro de
diversión sobre los escombros de lo que fue
un antro de oración (la Ermita de la
Candelaria)? Así de rencorosas son las santas.
Por eso te rogamos, Marta, por Caridad (o
Candelaria, qué importa), sé un ave fénix.
Vuelve. No nos dejes a merced del tiempo, de
estos reparadores desalmados que no harán
nada por tus hijos.
La Caridad es simple: platea y tres pisos
de palcos. Siempre busqué los segundos.
Demasiado calor abajo, demasiada gente,
demasiado cerca del polvo que levantan los
artistas al pisar el tabloncillo, dejando al
descubierto demasiada imperfección.
El reparador (viejo y sabio pánico) gusta
del buen arte, aunque no le alcance el dinero
para una entrada al teatro: las del ballet le
saldrían en 20.00 pesos MN, si consigue
alguna, luego de una cola desde la madrugada. Por más que gusta de las buenas obras
y la música, deberá conformarse con verlo
cuando lo transmitan por la televisión
nacional, que bien pudiera llamarse "televisión
local".
Casi nunca lo hacen. Y cuando lo hacen,
no se puede aspirar más que a los fragmentos
que no fueron objeto de censura. Por eso el
reparador teclea furiosamente en mi Underwood agonizante esas palabras: "Santa Clara,
al fin estamos reparando" (corrección, puso
Satan en vez de Santa). Letras que retumban
tan fuertes como un "we will rock you!" Como
un "Santa Clara, al fin estamos ganando algo
de dinero". O un "Santa Clara, al fin hacemos
lo que nos gusta y no tendremos que
prostituirnos vendiendo jabas de nailon en el
boulevard, o lapiceros (o nuestros propios
cuerpos pellejudos)". O un "Santa Clara, al fin
le podremos coger el sabor a la vida".
indio y mártir
Al
cine
no
podría entrar sola.
Demasiados sujetos sospechosos acechando
(acezando). Acercándose subrepticia o descaradamente a mi butaca. Diciendo groserías
entre dientes para que yo los oiga, aunque no
los entienda. Para excitarse ellos, aunque
nunca se vengan. Porque en eso radica el
placer: en quedarse con las ganas. Ganas de
que se les mantenga parada (re-parada), en
ristre, en firme, altiva como quien saluda la
bandera al son de un himno de combate.
Ganas de que la película no se acabe nunca:
no importa cuál, la más bizarra o la más
patriótica (la guerra y el amor siempre
funcionan). Ganas de gritar. Si no con la voz,
con otra cosa. Pero gritar. Que algo salga y
todo cambie en medio de un cine repleto de
gente (el Cubanacán, el Camilo Cienfuegos).
Un grito-lanza, un grito-cien-chorros-de lechecomo-cien-bolas-de-fuego (fatuo).
Por supuesto, entre ellos habrá algún
reparador. Uno que no se haya quedado
batiéndosela tras la puerta de su cuartucho,
mientras afuera todavía haya quien insista en
intentar el amor. Y cuando ni el amor
funcione, entonces irse al cine como quien
parte a la guerra (como quien parte en la
guerra): un filme bélico con muchos muertos,
y muchos vivos mirando cómo aumentan las
bajas; un poco de Segunda Guerra Mundial
que barra a los judíos con un chorro de gas
(de la pinga de un reparador no podría salir
otra cosa que gas para matar judíos).
Un orgasmo público, eso. Un reparador en
el mismísimo centro del parque Vidal,
desnudo con su cuerpecito pellejudo al aire
libre, viendo pasar la gente: hombres,
�mujeres, viejos, niños (quién sabe con qué se
excitan los reparadores). Una buena paja. Un
buen chorro de leche como salido de una
manguera de bombero. Un reparadorbombero que nos deje bañar bajo el chorro
que brota de su pinga. Un baño reparador. Un
potente chorro de gas que mate nuestra parte
más judía. Que nos repare, nos ponga en pie,
en marcha, en boga, otra vez.
creta, minos, mi padre, el minotauro y yo
Sábado. Noche. Los sábados hago caso
omiso a los carteles que alertan sobre la
bestia que aguarda al final del laberinto:
"Peligro, derrumbe". ¿Qué bestia ha de ser esa
con semejante nombre, habitando un
laberinto de zinc galvanizado: planchas y
planchas que hasta un huracán bebé (de
fuerza cero) haría volar?
Los sábados quiero llegar al sol con mis
alas de esperma derretida. Por eso me
adentro en el laberinto. Todo está oscuro.
Como el recuerdo de la voz de mi padre: "vete
de esta isla cuando aún estás a tiempo" (esta
isla-ciudad-laberinto-peligro-derrumbe).
Mi
padre, viejo sabio: mirándome alzar vuelo,
parado en la puerta, mientras yo me impulso
hacia la noche; esperándome, aunque sabe
que no regresaré a él ni a su amor laberíntico.
Fue mi padre quien diseñó el laberinto,
quien escogió entre los minotauros el más
fuerte y saludable y hambriento, quien me dijo
"allá Minos con eso, tú y yo nos vamos de
aquí", pero no pudo porque el laberinto lo
llevaba por dentro y nadie puede escapar de
sí mismo. Por eso se arrodilla conmigo por las
noches (nunca los sábados) y reza. En voz
baja pide (o exige) algunas cosas:
1. Que seamos felices aquí, al menos una
vez en esta vida.
2. Que tengamos la salud y fuerza de un
minotauro joven.
3. Que podamos templar cuanto queramos, y tengamos que templar para encontrar el verdadero amor (o desamor, pero que
sea verdadero).
4. Que sean reparadas nuestras almas
defectuosas, mohosas, ruinosas, (in)misericordiosas.
5. Que seamos mejores cada día (y cada
noche de saturday night fever).
6. Y que, por favor, esta santa ciudad no
se nos venga abajo (sino arriba).
A un costado del Santa Clara Libre, donde
otrora hubo un dancing club, mi padre reconstruye laberintos (otros) alrededor de
edificios en ruinas, en un intento vano por
reparar la imagen de su ciudad. La ruina es el
requisito indispensable de una buena reparación. Por eso a esta ciudad satánica deberían
cercarla. Toda una frontera de zinc galvanizado de importación alrededor. Una garita
para cobrar peaje y la apertura de nuevas
plazas: el cobrador, el custodio, el policía de
guardia para mantener el orden y velar que
nadie entre ni salga sin permiso. Esa sería la
puerta al laberinto (un parque temático). Ya
adentro resultaría muy fácil perderse. Basta
con caminar. Y camino. Basta con subirse a
los andamios como a esos aparatos eléctricos
que dan vueltas. Y me subo. Basta con
marearse y vomitar. Y vomito.
Pero no soy solo yo. Todos provenimos
de una sustancia seminal-ovárica de
reparadores. Somos hijos de albañiles, carpinteros, plomeros (posproletarios de esta
Nueva Judea). Somos Jesús de Santa Clara.
En esta villa hay miles de Jesús y Judas para
traicionar la tradición: una verdadera estirpe
de reparadores. Y como ellos, terminaremos
batiéndonosla tras las puertas de nuestros
cuartuchos, mezclando semen con cemento,
pinga con piedra molida y arena. Esa y no otra
habrá de ser (¿será?) nuestra válvula de
escape, a falta de una vulva.
Y no es juego, hay que tenerle respeto al
laberinto de noche. Al minotauro le entra
hambre a esta hora. Y no entiende de razas,
sexo, ni edad. Le sirve cualquiera. El otro día
amaneció una vieja muerta. Al otro un niño
Down. Al otro una muchacha de 20 años que
al desvestirla era un muchacho de 19. Mañana
puede que amanezca yo. Somos tan vulnerables ante él.
Qué nombre para una bestia que se nos
viene encima (nadie ha vivido para contar
sobre el tamaño de su pinga): Peligro,
derrumbe. Qué entretenimiento para un rey
(¿qué rey es ese que precisa de una bestia
para hacerse valer?): arrojarnos a ella. Qué
tortura para un padre: esperar. Qué ligeras
mis alas y qué viento fresco el de esta noche,
para volar hasta el próximo callejón sin salida.
coctel molotov
Domingo. Madrugada. Toscana abajo,
por Marta Abreu, hay un lugar ruinoso lleno de
gente. Un lugar donde todo se mezcla, donde
Mary is a boy y Tom is a girl, donde se vale
todo menos cortarse las venas. El Mejunje: un
antro de perdición, según las viejas beatas (o
las beatas más viejas), que corren a
guarecerse a la sombra de la virgen que
decora el portón de La Catedral: un antro de
salvación.
Mientras un maricón de trapo y colorete
dobla a grito rajado la irrepetible voz de Annie
Lennox, las viejas entonan alabanzas al Señor.
Y son tantas las ansias de fama que Annie y
los cánticos traspasan las fronteras (la fachada ruinosa una, barroca la otra), se encuentran, se confunden, se mezclan, se vuelven un
mejunje de sonidos.
"Señor (padre), no te pido mucho, solo
que cuando ya no esté, la gente se acuerde
de mí".
Un maricón es una vieja beata. Una vieja
beata es un maricón.
El maricón acude religiosamente a su
templo a confesarse. Se arrodilla, hace penitencia, tiende a la autoflagelación. La vieja
beata espera regresar de la iglesia para
cambiarse de ropa y ser otra, más como ella
misma, limpia de alma, renovada tras esa
confesión que la deja lista para cometer
nuevos pecadillos: adulterio, codicia, envidia,
vanidad, pura escoria de rutina...
El maricón llora al ver desplomarse la
ciudad poquito a poco. Ya no tiene clubes
donde mendigar un amor tan falso como él.
Ya no le quedan hoteles de segunda para
consumarlo, y tiene que apelar a las malezas
de las afueras (o de los adentros). Ahora la
ciudad es una enorme ciudadela y pululan por
doquier las cuarterías. La vieja beata también
llora. Teme que el templo se venga abajo
(como los ángeles) y no haya lugar para sus
confesiones. Por los parques deambulan
niños que ya no creen en Dios ni en su madre,
y se la pasan acosando a los turistas. Nada se
puede hacer por ellos ya.
Una vieja beata es un maricón. Un
maricón es una vieja beata.
Ambos añoran ser lo que no son: una
mujer joven. Lo suficientemente mujer y lo
suficientemente joven como para merecer el
cielo. A pesar de que la Biblia diga que allá en
el paraíso todos seremos eternamente jóvenes, aunque no eternamente mujeres.
Ambos se postrarían a los pies del
cirujano plástico. Lo adorarían, fervorosos,
como al único Dios verdadero.
Un maricón y una vieja beata son lo
mismo para un reparador medio cegato ya, de
tanto fijar la vista con las máquinas de escribir
(la letra cansa).
Quizás alguno me esté espiando ahora
mismo desde su hendija (su aleph particular).
anisley
Y quizás para él yo sea una de esas viejas
beatas que se confunden fácilmente con un
maricón (y vicioversa).
hotel, dulce hotel
The great big white damage, pienso de
camino a casa, de madrugada. Se me antoja
un helado, pero el Coppelia está cerrado. Al
frente, las luces del América brillan por su
ausencia. El América siempre dio cobija a los
menesterosos del amor, para que no tuvieran
que ir a morir a cuarterías inclementes, en las
que hay que andar todo el tiempo muy
atentos, con la navaja a mano, no vaya a ser
que algún reparador mirahuecos se nos venga
encima y termine violándonos.
El América hoy no está en condiciones de
dar cobija más que a ratones y algún animal
sarnoso que huye de las cámaras de los
turistas. El América está hoy en puro hueso,
apestosa ternilla por la que la gente se mata
en las carnicerías. Pero la gente sigue yendo a
él en busca del amor, como si fuera otra
cuartería (y lo es).
¡América, no eres más que tres pisos sin
puertas ni ventanas, por donde todo el mundo
entra y sale y se viene! ¡América, tus luces se
apagaron y ahora yaces invadida por linternas!
¡América, la gran tumba abierta del soldado
desconocido cubano (americano)! Parece un
poema incivil de Allen Ginsberg expulsado de
Cuba por maricón o beata (y lo es).
Y si no es al América, será al Modelo, al
Bristol, al Oasis: hoteluchos que apenas
logran sostenerse en muletas. Un parche por
allí, un remiendo por acá, y colorete, mucho
colorete. Pintura para tapar las marcas
inequívocas de una vejez prematura, corona
de esa vida disoluta que han sobrellevado.
Cal, no hay presupuesto para más. Es poco lo
que puede pedir un hotel de quinta (o
decimoquinta) por unas horas de sexo
underground. Y es mucho lo que se puede
hacer en una de sus habitaciones con infinitas
hendijas abiertas, por donde ojos cegatos de
todos los colores, formas y tamaños espían
perrunamente al amor (o al desamor), con la
ilusión de reparar sus corazones rotos.
¡América, te estás cayendo a pedazos
(tardía y barata imitación del Muro de Berlín)!
Debes saber, América, que hoy no
lloraremos por ti, no te dedicaremos poemas
de Ginsberg ni canciones de Varela. Nuestra
pena nos consumirá en silencio, nuestra
enorme pena, nuestra gran e inconmensurable pena blanca, como gran e
un potente chorro de gas que mate nuestra parte más judía
�semen con cemento, pinga con piedra molida y arena
inconmensurable fuiste tú en nuestra enferma
imaginación: la metástasis de Marta Abreu
aún nos mantiene metaestáticos, o estáticos
solamente, o aestéticos, o nos mantiene…
cruz bélica
Blue Park: farolas fundidas a pedradas,
simulacro de parque infantil con dinosáuricos
aparatos inservibles, al margen de ríos de
corriente albañal, aliviaderos industriales que
le insuflan un aliento de muerte a la ciudad.
Blue Park: otro lugar donde tener sexo.
Es el largo y tortuoso camino de regreso.
A pie, no hay guaguas a esta hora. Los
choferes deben estar felizmente interruptos
en sus casas, hambrientos y felices,
intentando sobremorir con éxito, teniendo
dulces y reparadores sueños, mientras los
vejestorios de sus guaguas son reparados en
el re-paradero.
Siguiendo el trayecto de la ruta 3, el
puente de La Cruz. Dicen que debe su
nombre al orgullo herido de un esposo que
macheteó a su esposa (a la usanza de
nuestros abuelos mambises) al descubrir que
era infiel. Al parecer la sangre de la infiel atrae
a los infieles, porque noche a noche se les ve
y oye sobre esos bancos (adultos adúlteros):
"así, así", y uno no puede dejar de
preguntarse: "¿así cómo, cómo?" Uno no
puede dejar de aminorar el paso para oírlos
mejor. Solo dejar de respirar, a ver si con la
asfixia nos llega el insoportable olor de la
libertad.
Después de La Cruz, ya la ciudad está en
nuestros pulmones. Una sobredosis de
oxígeno que nos abona. Me siento crecer con
ella. Me hago grande y fuerte como un
minotauro joven. Ciudad vitaminada. Ciudad
levadura de fermentación alcohólica y
energizante. Ciudad Red Bull (o Minotauro
Rojo, según subtitulaje de la televisión local).
Antes no habían bancos pintados de azul
alrededor de La Cruz (pequeña, de concreto y
cal, nada más lejos de la cruz de Cristo), ni
farolas que fundir a pedradas: era solo
maleza. Antes, el jadear de los amantes se
confundía con el bufido de un animal, y el
amor se hacía en la yerba (la espalda contra el
suelo, las rodillas raspadas por las piedras),
sobre la memoria y las cenizas de aquella
mártir perjura (¿una pequeña Marta perjura?).
Ahora, los violadores ya tienen su Blue Park.
El río no es problema. Hiede, ¿pero cuál río
no? Ahí está el Bélico, sus márgenes, a donde
van los caballos a pastar, con la marca del
arnés en la piel. Y, en el agua, unas ranatoros
tan grandes como cachorros de perro
(ranatauros en su laberinto fecal).
Al Bélico van muchos a pescar. Las
mujeres de otro tiempo llevaban a sus aguas
enormes bultos de ropa (beatas para quienes
Marta construyó lavaderos hoy irreconocibles
bajo los graffiti de los maricones). A pescar
ranas. Sus ancas son un plato exquisito en los
mejores restaurantes del mundo, y nuestra
ciudad está empedrada de puestos por
cuenta propia. "Abierto las 24 horas", dicen
muchos.
Ah, si tan solo por el camino me
encontrara uno, donde tuvieran una mesa
vacía especial para mí (el concepto de cliente
es una utopía). Ah, si no se hubiera acabado la
comida, y lo único que quedara no fueran
ancas albañales empanizadas con harina del
laberinto. Ah, si mi hambre no fuera tanta y de
pronto no se hubiera roto el fogón, justo
cuando acababa de cumplir un siglo. En
verdad, necesitamos un reparador. Es lo único
que nos falta ahora para ser felices aquí, en
medio de la noche o el insomnio.
train-in nights
A menos de una cuadra de los
violadores, un hombre uniformado custodia
un monumento. En su mochila de 5.00 pesos
CUC hay un pomo con agua, un pedazo de
pan con algo, una capa de nailon agujereado
por si llueve.
No es un gran monumento. Es poco lo
que tiene que cuidar: cuatro vagones de tren
descarrilados (Logística-S4), un Bull-dózer
(Caterpillar) con la nariz abollada, y cinco
elementos escultóricos (Made in Delarra).
Aburrido como todo buen monumento debe
serlo. Todo el tiempo en la misma posición,
queriendo decir lo mismo.
Por eso, cuando no lo visitan los turistas,
cuando a ningún niño lo mandan de la escuela
a hacer otro trabajo práctico sobre la batalla
de la que salieron tan mal parados el Bulldózer y el tren, cuando es madrugada como
ahora y no hay nadie más por aquí (el
custodio no me ve), él va hasta allá, bien al
fondo, pegado a la cerca que linda con el río y
su Blue Park, y al ritmo de un violador
desesperado se la bate por el hueco de la
portañuela, sin siquiera bajarse el pantalón del
uniforme.
Es tan dulce la música de fondo: el dolor
silenciado (con una mano a modo de
mordaza), la violenta melodía de una
membrana rota (sea física o psíquica), los
indeseados besos (pequeñas prebendas con
las que chantajearnos, hacernos creer que
todo no es más que un juego, y que nos va a
gustar). "Vamos, mamita, déjate, será
divertido". Y el custodio batiendo su pinga
oficial sobre ese soundtrack, en lugar de
cuidar la muerte del tren militar descarrilado
(out of track).
Logística-S4, vagones cargados de soldados y comida para soldados y uniformes
para soldados y armas para ser usadas por
soldados (¿el custodio tendrá su pistola
cargada mientras se masturba?). Un custodio
es tan inmune como un soldado dentro de un
tren militar. Pero un pueblo es un ejército,
cualquiera puede ser soldado: una mujer, un
viejo, un niño Down. Cualquiera pudo haberse
hecho de un arma en medio de la confusión
de la batalla, y haberla guardado muy bien a la
espera de su hora. Y la hora recién ha llegado,
es esta. O quizás no: tal vez se usarán nuevas
armas en esta guerra nueva.
Un violador es un bull-dózer cuando la
sangre se le sube a la cabeza. Lo ideal hubiera
sido sobornar al custodio, instalarse con su
víctima en el interior de un vagón. "LogísticaS4" pudiera ser el nombre de una posada: For
soldiers only. ¿Quién dice que él no lo sea?
Como parte del pueblo, un violador es solo un
soldado del amor. En nombre del amor hiere y
mata. Se le debería poner una medalla "por el
coraje demostrado" con la imagen del héroe
apropiado: Sade, Safo, Bathory, Pamela
Anderson o la estrella porno del momento (o
del Mejunje).
El violador inexperto de hoy se convertirá
en el veterano de guerra del mañana (como el
custodio es hoy un veterano de la guerra de
ayer), y guardará con celo sus medallas,
pulidas cada cierto tiempo, y se las colgará en
la ropa para las reunión anual de veteranos,
donde las exhibirá con orgullo junto a
cicatrices y miembros mutilados: un obús
pudo haberle cercenado la pinga, pero de eso
no alardeará (son gajes del oficio).
Después de una venida demorada,
dolorosa, custodio y violador devuelven las
cosas a su estado natural. El monumento
vuelve a pasar por inmaculado, la víctima por
íntegra, y ambos retornan a sus puestos de
hombres comunes y corrientes. Los dos se
hacen la idea de que nada pasó. La realidad
acaba de ser reparada por esta doble
eyaculación y ha quedado como acabada de
crear. O simplemente acabada. Hasta que uno
negrín
y otro (y tú y yo y todos) vuelvan a ser
acosados por las ganas, esas mismas ganas
de cambio que no son tan fáciles de borrar en
ellos como el resto de su desmemoria (la tuya
y la mía y la de todos).
ella entró por la ventana del baño
Uno, Praga. Dos, Mejunje. Tres, América.
Cuatro, cinco, seis. Contar las cuadras que me
faltan. Una, dos, tres: una. Doblar en la
esquina que toca. Subir las escaleras. Una,
dos, tres: dos. Buscar la llave. Una, dos, tres:
tres. Está todo tan oscuro.
Abrir la puerta y entrar. Decidir acostarme
con todo puesto, con las medallas y cicatrices
de la ciudad aún encima. Echarme, primero,
un poco de agua fría en la cara. Hielo, hiel,
hell. Mirarme en el espejo del baño. Vomitar
la bilis en falso (sentirme Bilis the Kid). Ver que
soy yo sin serlo. Una, dos, tres: la única.
Comprobar la hora exacta (todas lo son). Una,
dos, tres: las cuatro.
Es demasiado tarde o demasiado temprano, depende. Todo termina (la ruta 3, la
noche, las ganas de templar) justo cuando ya
no necesitamos a nadie, cuando pagamos el
precio del arreglo por una máquina de un siglo
XX de edad (un siglo numerado con una
invitación XXX: "¡vente!"). Ya le había cogido
cariño a mi Underwood, 1900, y a esta villa de
edificios muertos entre las máscaras ávidas
de los cazadores, incluidos los reparadores
con sus maleticas de cuero descascarado,
como los cayos de sus manos con la firma de
Onam. De ahí tal vez esta oda, este odio que
me roe y corroe hasta el hueso. Pero igual sé
que debo irme buscando otro aparato para
escribir. Acaso ya sea la hora de desacoplar al
paciente en coma, en punto y seguido. En
punto y aparte.
En punto final.
De ahí tal vez esta oda, este odio que me roe
y corroe hasta el hueso. Pero igual sé que
debo irme buscando otro aparato para
escribir. Acaso ya sea la hora de desacoplar al
paciente en coma, en punto y seguido. En
punto y aparte.
En punto final. A n i s l e y N e g r í n
En punto final.S a n t a C l a r a · 8 1
En punto final.
En punto final.
En punto final.
En punto final.
En punto final.
En punto final.
�ché:
rastros
de
lectura
Guevara, el joven que quiere ser escritor,
en 1950 empieza a viajar, sale al camino, a
ese viaje que consiste en construir la
experiencia para luego escribirla. En esa
combinación de ir al camino y registrar la
inmediatez de los hechos, podemos ver al
joven Guevara relacionado con la beat
generation norteamericana. Escritores como
Jack Kerouac, en On the Road, el manifiesto
de una nueva vanguardia, son sus
contemporáneos y están haciendo lo mismo
que él. Se trata de unir el arte y la vida,
escribir lo que se vive. Experiencia vivida y
escritura inmediata, casi escritura automática.
Como él, los jóvenes escritores norteamericanos, lejos de pensar en Europa como
modelo del lugar al que hay que viajar, al que
generaciones de intelectuales han querido ir,
se van al camino, a buscar la experiencia en
América.
Guevara, el joven que quiere ser escritor,
en 1950 empieza a viajar, sale al camino, a
ese viaje que consiste en construir la
experiencia para luego escribirla. En esa
combinación de ir al camino y registrar la
inmediatez de los hechos, podemos ver al
joven Guevara relacionado con la beat
generation norteamericana. Escritores como
Jack Kerouac, en On the Road, el manifiesto
de una nueva vanguardia, son sus
contemporáneos y están haciendo lo mismo
que él. Se trata de unir el arte y la vida,
escribir lo que se vive. Experiencia vivida y
escritura inmediata, casi escritura automática.
Como él, los jóvenes escritores norteamericanos, lejos de pensar en Europa como
modelo del lugar al que hay que viajar, al que
generaciones de intelectuales han querido ir,
se van al camino, a buscar la experiencia en
América.
Hay que convertirse en escritor fuera del
circuito de la literatura. Sólo los libros y la
vida. Ir a la vida (con libros en la mochila) y
volver para escribir (si se puede volver).
Guevara busca la experiencia pura y persigue
la literatura, pero encuentra la política, y la
guerra.
Estamos en la época del compromiso y
del realismo social, pero aquí se define otra
idea de lo que es ser un escritor o formarse
como escritor. Hay que partir de una experiencia alternativa a la sociedad, y a la sociedad
literaria en primer lugar. Ya sabemos, es el
modelo norteamericano: "He sido lavacopas,
marinero, vagabundo, fotógrafo ambulante,
periodista de ocasión". Ser escritor es tener
icardo.piglia
salir al camino (3)
ese fondo de experiencia sobre el que se
apoyan y se definen la forma y el estilo.
Escribir y viajar, y encontrar una nueva forma
de hacer literatura, un nuevo modo de narrar
la experiencia.
Estamos ante otro tipo de viajeros. Quiero
decir, en un contexto que ha redefinido el
viaje y el lugar del viajero. Es la tensión entre
el turista y el aventurero de la que habla Paul
Bowles (otro escritor vinculado a la beat
generation).
Por su lado, Ernest Mandel ha escrito en
su libro sobre la novela policial: "Evelyn
Waugh una vez hizo notar que los verdaderos
libros de viajes pasaron de moda antes de la
Segunda Guerra Mundial. El verdadero significado de este pronunciamiento snob fue que
los viajes internacionales que hacían la élite
de administradores imperiales, banqueros,
ingenieros de minas, diplomáticos y ricos
ociosos (con el ocasional aventurero militar,
amante del arte, estudiante universitario o
vendedor internacional al margen de la
sociedad) quedaban relegados gracias al
turismo de las clases medias bajas, así que
los libros de viajes tenían que tomar en
cuenta a este nuevo y más amplio mercado.
La guía de viajes Michelin ha ocupado el lugar
del Baedeker clásico".
El Guevara que va al camino y escribe un
diario no se puede asimilar ni al turista ni al
viajero en el sentido clásico. Se trata, antes
que nada, de un intento de definir la
identidad; el sujeto se construye en el viaje;
viaja para transformarse en otro.
"Me doy cuenta de que ha madurado en
mí algo que hace tiempo crecía dentro del
bullicio ciudadano: el odio a la civilización, la
burda imagen de gente moviéndose como
locos al compás de ese ruido tremendo",
escribe en sus notas, en 1952.
Guevara condensa ciertos rasgos comunes de la cultura de su época, el tipo de
modificación que se está produciendo en los
años 50 en las formas de vida y en los
modelos sociales, que viene de la beat
generation y llega hasta el hippismo y la
cultura del rock. Paradójicamente (o quizá no
tanto), Guevara se ha convertido también en
un icono de esa cultura rebelde y contestataria. Esa cultura supone grupos alternativos
que exhiben una cualidad anticapitalista en la
vida cotidiana y muestran su impugnación de
la sociedad. La fuga, el corte, el rechazo.
Actuar por reacción y, en ese movimiento,
construir un sujeto diferente.
En el caso de la beat generation, la idea
básica es despojarse por completo de
cualquier atributo que pueda quedar identificado con las formas convencionales de
sociabilidad. Algo que es antagónico a la
noción de clase e implica otra forma de
pertenencia. Una nueva identidad social que
se manifiesta en el modo de vestir, en la relación con el dinero y el trabajo, en la defensa
de la marginalidad, en el desplazamiento
continuo.
Guevara se vestía para verse siempre
desarreglado, una manera de exhibir el
rechazo de las normas. Entre los compañeros
del "Chancho", como lo llamaban, circula una
serie de historias muy divertidas sobre su
desaliño deliberado: que tenía una camisa
que se cambiaba cada 15 días, que una vez
en México "paró" un calzoncillo. "Su desparpajo en la vestimenta nos daba risa, y al
mismo tiempo un poco de vergüenza. No se
sacaba de encima una camisa de nylon
transparente que ya estaba tirando al gris por
el uso", cuenta su amiga de juventud Cristina
Ferreira.
Se podría ver ahí un nuevo dandismo.
Basta observar las fotos de Guevara a lo largo
de su vida. Los borceguíes abiertos, desabrochados, en su época de ministro, o un broche
de colgar ropa en los pantalones, son indicios,
rasgos mínimos de alguien que rechaza las
formas convencionales.
La construcción de la imagen de Guevara
es un signo de los tiempos. Está ligada al
momento en que la juventud se cristaliza
como un modo horizontal de construcción de
la identidad, que está entre las clases y entre
las jerarquías sociales, una nueva cultura que
se difunde y se universaliza en esos años.
Sartre marcaba esa diferencia entre clase y
juventud a propósito de Paul Nizan: "Los jóvenes obreros no tienen adolescencia, no
conocen la juventud, pasan directamente de
la niñez a ser hombres".
A partir de la beat generation la juventud
se convierte en emblema y se liga con el
sujeto que no ha quedado atrapado por la
lógica de la producción. Y el Che está, en
cierto sentido, fijado a ese emblema.
La relación de Guevara con el dinero está
en la misma línea. Por eso es sorprendente
que haya llegado a ser director del Banco
Nacional en Cuba. Siempre vive de una
economía personal precaria, fuera de lo social, nunca tiene nada, nunca acumula nada,
sólo libros. "Tengo 200 de sueldo y casa, de
modo que mis gastos son en comer y
comprar libros con que distraerme", le escribe
el 21 de enero de 1947 a su padre, en una de
las primeras cartas conocidas. No tener
dinero, no tener propiedades, no poseer nada,
ser "pato", como dice. Ganarse la vida a
desgano, en los márgenes, en los intersticios,
sin lugar fijo, sin empleo fijo. Así se entiende
su fascinación por los linyeras que recorren
los diarios de juventud y la identificación con
esa figura: "Ya no éramos más que dos
linyeras, con el mono a cuestas y con toda la
mugre del camino condensada en los
mamelucos, resabios de nuestra aristocrática
condición", dice en Mi primer viaje. El
marginado esencial, el que está voluntariamente afuera de la circulación social,
afuera del dinero y del mundo del trabajo, el
que está en la vía. El vago, otro modo que
tiene Guevara en esa época de definirse a sí
mismo. El vagabundo, el nómade, el que
rechaza las normas de integración. Pero
también el que divaga, el que sólo tiene como
propiedad el uso libre del lenguaje, la
capacidad de conversar y de contar historias,
las historias intrigantes de su exclusión y de
su experiencia en el camino. Ya en la primera
de sus notas de viaje de 1950, reproducida en
Mi hijo el Che, escribe: "En el [palabra
ilegible] ya narrado me encontré con un
linyera que hacía la siesta debajo de una
alcantarilla y que se despertó con el
bochinche. Iniciamos una conversación y en
cuanto se enteró que era estudiante se
encariñó conmigo. Sacó un termo sucio y me
preparó un mate cocido con azúcar como
para endulzar a una solterona. Después de
mucho charlar y contarnos una serie de
peripecias..." La marginalidad es una condición del lenguaje, de un uso particular del
lenguaje. Y son siempre los linyeras aquellos
con los que Guevara encuentra un diálogo
más fluido y más personal.
linyera que hacía la siesta debajo de una
alcantarilla y que se despertó con el
bochinche. Iniciamos una conversación y en
cuanto se enteró que era estudiante se
encariñó conmigo. Sacó un termo sucio y me
preparó un mate cocido con azúcar como
para endulzar a una solterona. Después de
mucho charlar y contarnos una serie de
peripecias..." La marginalidad es una condición del lenguaje, de un uso particular del
lenguaje. Y son siempre los linyeras aquellos
con los que Guevara encuentra un diálogo
más fluido y más personal.Ø
una vez en
méxico "paró" un
calzoncillo
�• •
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g.
la pinacoteca /
/ some like the third pollution
alberto
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Lutero escribe: Por eso la doncella tiene su después en un sueño de muchas horas, y llovizna casi desaparecía del aire turbio - La voz
rajita, que le proporciona al hombre el remedio resulta fatal ser hallado así por los inquisidores. del caballo apenas se escuchaba en el
para evitar poluciones y adulterios.
estruendo del aire confuso - Las llamas
parecían gritar alguna frase ininteligible y vana El muchacho pensó en el sonido de las
Otros métodos de decoración consisten en campanillas de su Maestro, cuando leer poesía
Los maoríes creen que al difunto le son dadas tallar la superficie laqueada o incrustar con- era un acto tan solemne como el recibimiento
dos inmortalidades distintas, una en el ojo chas, madreperla, coral o metales. La laca de los héroes - El caballo terminó de morir,
izquierdo y otra en el derecho. El ojo izquierdo, incisa de Coromandel.
cayó de bruces encima de la hierba cenicienta,
o su espíritu, asciende y se transforma en una
y un pájaro cruzó delante de las hendijas en un
estrella negra. El espíritu del ojo derecho viaja a
vuelo hacia ninguna parte - Para el muchacho
Reinga, un sitio de descanso situado más allá
de los cipreses aquello era un buen signo y se
del mar.
A lo largo de la historia algunos magos han apartó de las hendijas con intención de irse
usado el jade para detener embrujos y neu- tranquilamente a su casa - Las llamas
tralizar posesiones. Se estima que el jade terminaron por tragárselo todo - Excepto la
entraña un mecanismo, en el nivel celular, que osamenta, que parecía querer remontarse en
Y entonces el sábado 2 de marzo, año de 1409, "dialoga" con el ADN y el mapa genético un vuelo absurdo.
cuatro sacerdotes, Jórg Wattenlech, Ulrich von humano. Los ocultistas modernos creen que
Frey, Jakob der Kiss, y Hans, párroco de usar jade, en forma de anillo o pendiente,
Gersthofen, fueron encadenados por sodomía combate la depresión síquica y lo que antes se
y puestos en una jaula que colgaba de la torre conocía como melancolía.
Marco Aurelio dice: A todas horas, preocúpate
de Perlach. El viernes siguiente todavía vivían.
resueltamente, como romano y varón, de hacer
Murieron de hambre algún tiempo después. Un
lo que tienes entre manos con puntual y no
laico implicado en los hechos, el curtidor
fingida gravedad, con amor, libertad y justicia, y
Gossenioher, fue quemado vivo.
En 1982, el parasicólogo Stephen Kaplan, procúrate tiempo libre para desembarazarte de
director del Vampire Research Center en todas las demás distracciones. Y conseguirás tu
Elmhurst, New York, descubrió una subcultura propósito, si ejecutas cada acción como si se
vampírica que subsistía entre la población. tratara de la última de tu vida, desprovista de
La Joven Sombría dijo: La primera de las Kaplan estimó que había 21 vampiros viviendo toda irreflexión, de toda aversión apasionada
Nueves Posiciones es El Dragón que Gira.
en secreto en los Estados Unidos. Pudo que te aleje del dominio de la razón, de toda
entrevistarse con algunos y calculó que la hipocresía, egoísmo y despecho en lo
mayoría pasaban de 300 años de edad, y relacionado con el destino. Estás viendo ya
estableció una especie de mapa demográfico cómo son pocos los principios que hay que
Hay una fórmula, concebida por brujas, que que los localiza en Massachussets (3), Arizona dominar para vivir una vida de curso favorable y
induce el sueño profundo y las visiones (2), California (2) y New Jersey (2). Los de respeto a los dioses. Porque los dioses sólo
paradisíacas. Se toma un poco de crema inerte restantes se han dispersado por otros estados reclamarán a quien observe estos preceptos.
y se le agregan maceraciones de belladona, y provincias del país.
beleño, hierba mora, cicuta y mandrágora. El
resultado se aplica, frotando con energía, a la
vagina, el ano, los dedos de los pies, los
Elevemos una plegaria por el peinado de esa
sobacos y los pezones. Cuando las visiones se Asomado a las hendijas de la pared norte del chica. Nada nos cuesta.
presentan, puedes practicar la fornicatio in granero - el muchacho de los cipreses veía el
extremis. Trata de que ocurra siempre en un fuego devorando a un caballo atado con
bosque, de noche, porque ambos caerán cadenas - Había oscurecido de repente - La
Casa Rímini pervivía entre un boscaje rodeado
por una cancela de hierro y una residencia de
estudiantes que ahora servía para almacenar
víveres. El boscaje, apenas un jardín, era
propiedad de un judío con familia asentada en
el oeste del país desde la última guerra; al
fondo se alzaba un bungalow de marquetería
indefinible, con unas habitaciones casi
desiertas por las que, en medio de la madrugada, caminaban una sobrina del judío y su
marido, un médico especializado en anatomía
patológica. Al jardín apenas salían, por temor al
polen y al rocío. La antigua residencia de
estudiantes era un edificio cerrado, silencioso y
bastante alto; el primer y segundo pisos solían
atestarse de cajas que eran sustituidas
rápidamente por otras. El último estaba lleno
de obras de arte que pertenecían al fondo de
nuevas adquisiciones del Museo Cantonal.
Detrás de Casa Rímini se podía ver el muro
lateral de la iglesia del Sagrado Corazón, una
larga pared descascarada hasta el ladrillo y por
cuyo borde serpeaba, remachada al revoque
con clavos muy gruesos, una de las largas
trenzas cobrizas del pararrayos que protegía la
torre del campanario.
Basta soplar con fuerza sobre el rostro de un
enemigo...
El inconsciente es la salida al problema del
encuentro entre el deseo y el sentido. Y al final
todo se jode: llegan los militares.
AlbertoG
LaHabana·60
por eso la doncella tiene su rajita...
�AlejandroZambra
Santiago de Chile·75
fradulenta
z a m b r a
igual que los sueños, que Levrero apunta religiosamente, luchando, como dice, contra los
poderosos “mecanismos de borrado”.
Hay, por cierto, varios berrinches que
poco a poco conforman, por oposición, una estética: escuchar a Beethoven es, para Levrero,
como escuchar “a un niño tocando el tambor a
la hora de la siesta”, y el Himno a la alegría le
hace pensar “en alemanes haciendo gimnasia,
dirigidos por una profesora de cara caballuna”;
la novela tradicional, por otra parte, le provoca
similares dolores de cabeza: “No me interesan
los autores que crean laboriosamente sus
novelones de 400 páginas, en base a fichas y a
una imaginación disciplinada; sólo transmiten
una información vacía, triste, deprimente. Y
mentirosa, bajo ese disfraz de naturalismo.
Como el famoso Flaubert. Puaj”.
Si en El discurso vacío –un libro muy bello,
que reeditó Interzona el año pasado– el autor
ensayaba la autoterapia grafológica (escribir a
mano, recuperar la letra, cambiar la letra para
cambiar la vida), en La novela luminosa el
computador se transforma, con ventaja, en uno
de los personajes principales: Levrero anota sus
discusiones con el corrector ortográfico –que,
inexplicablemente, admite la palabra “coño”
pero no la palabra “pene”, y que cuando el
autor escribe “Joyce” sugiere cambiarlo por
“José” –y sabe lo suficiente de Visual Basic
como para quedarse hasta las nueve de la
mañana ideando un programa que le avise que
es hora de tomar el antidepresivo. A veces
escribe a mano simplemente para castigarse
por el abuso del computador; otras veces
acepta su adicción y la disfruta. No es raro,
entonces, que el momento más feliz del libro
sea esta eufórica confesión: “¡¡¡¡¡¡Arreglé el
Word 2000!!!!!!”.
De seguro arreglar el Word 2000 es más
fácil que escribir esa insondable novela que
Levrero escribe pero no escribe. En fin: para
escribir la novela luminosa es necesario pasar
por la novela oscura; para hacer literatura de
verdad es preciso recurrir, como él dice, a la
literatura fraudulenta. Novela sin novela;
literatura sin literatura.
“Escribir entre paréntesis me produce
ansiedad, seguramente por temor a olvidarme
de cerrarlos”, anota Levrero en alguna perdida
página de La novela luminosa, una obra extraña
y magnífica que se asemeja, justamente, a un
larguísimo paréntesis siempre a punto de
cerrarse.
z a m b r a
fradulenta
a
Mil novecientos ochenta y cuatro: el
narrador uruguayo Mario Levrero comienza a
escribir La novela luminosa. Por entonces tiene
44 años y mucho miedo, pues pronto debe
someterse a una operación en la vesícula; por
eso completa, con premura, varios libros, entre
ellos La novela luminosa, que adelanta hasta el
séptimo capítulo. La operación es un éxito, la
novela un fracaso: Levrero quema dos de los
siete capítulos y el libro queda inconcluso, en
calidad de proyecto imposible.
Pero dieciséis años más tarde la Fundación
Guggenheim aprueba ese proyecto imposible:
Levrero es becado para dedicarse en plenitud a
continuar su obra maestra. Es agosto de 2000 y
el escritor avanza como buenamente puede:
poco, nada. Comienza, en cambio, un diario, que
llama el Diario de la beca, donde registra sus
distracciones, que son muchas, todas muy
atendibles: jugar innumerables solitarios en el
computador, leer o releer antiguas novelas
policiales, emprender tímidos paseos en la
discutible compañía de una mujer que ha dejado
de amarlo, o comprar un sillón verdaderamente
cómodo –sin duda es más fácil comprar un
sillón que escribir una novela luminosa, pero a
Levrero le cuesta un mundo decidirse entre un
modelo celeste-grisáceo (ideal para dormir) y
un atractivo bergère (ideal para leer), así es que
compra los dos. Luego, enfrentado al insoportable verano de Montevideo, Levrero comprende
que le será difícil dormir o leer (o escribir) sin aire
acondicionado. ¿Para escribir la novela luminosa
es necesario tener aire acondicionado? Sí. ¿Es
posible, en realidad, escribir la novela luminosa?
No. ¿Por qué? Porque hay cosas que no se
pueden narrar. ¿Para qué, entonces, intentar
narrarlas? Para retornar. ¿Dónde? No sabe, no
responde.
Publicada por Alfaguara-Uruguay en 2005,
un año después de la muerte de Levrero, La
novela luminosa suma, en definitiva, quinientas
y tantas páginas: las cuatrocientas del diario
(incorporadas en calidad de gigantesco prólogo) más las escasas carillas escritas en 1984 y
un notable capítulo-cuento titulado Primera
comunión, único resultado “real” del bendito
año Guggenheim. ¿Es La novela luminosa una
novela? Sí y no: “una novela, actualmente, es
cualquier cosa que se ponga entre tapa y
contratapa”, dice Levrero, con cierta lúcida
resignación. Pero La novela luminosa tampoco
es, con propiedad, un diario, pues persisten, en
aparente dispersión, ciertos hilos argumentales
que van y vienen según el impredecible ánimo
del narrador. La observación del cadáver de
una paloma en la azotea vecina, en tanto, por
momentos cobra dimensiones alegóricas, al
a
�En esta prehistoria de Guevara, el otro
elemento que está presente es justamente el
tipo de uso del lenguaje. Debemos recordar que
lo identifica un modismo lingüístico ligado a la
tradición popular. Se lo conoce como "el Che"
porque su manera de utilizar la lengua marca, de
un modo muy directo, una identidad. Por un
lado, el uso del "che" lo diferencia dentro de
América Latina y lo identifica como argentino.
De joven, en sus viajes, a veces lo exagera para
llamar la atención y lograr que lo reciban y lo
dejen hospedarse: sabe el valor de esa
diferencia lingüística. Y, a la vez, el "che" funciona como una identidad de larga duración,
quizá la única seña argentina, porque en todo lo
demás Guevara funciona con una identidad nonacional, es el extranjero perpetuo, siempre
fuera de lugar.
El uso coloquial y argentino de la lengua se
nota inmediatamente en su escritura, que es
siempre muy directa y muy oral, tanto en sus
cartas personales y en sus diarios como en sus
materiales políticos. Esta idea de que escribe en
la lengua en la que habla, sin nada de la retórica
que suele circular en la palabra política –y en la
izquierda, básicamente–, está clara desde el
principio, y termina por ser el elemento que le
da nombre, el signo que lo identifica. El "Che"
como sinécdoque perfecta. Hay algo deliberado
ahí, una seña de identidad construida, inventada, casi una máscara. La carta final a Fidel
Castro está firmada sencillamente "Che", y así
firmaba los billetes del banco que dirigía. La
prueba de autenticidad del dinero en Cuba era
esa firma. (Difícilmente haya otro ejemplo igual
en la historia de la economía mundial, alguien
que autentifica el valor del dinero con un
seudónimo.)
Al mismo tiempo, ese uso libre y desenfadado de la lengua es la marca de una tradición
de clase. En esto Guevara se parece a Mansilla
y a Victoria Ocampo, y fue María Rosa Oliver
(otro ejemplo magnífico de esa prosa deliberadamente argentina y coloquial) quien hizo
notar la relación. Un uso del lenguaje que no
tiene nada que ver con la hipercorrección típica
de la clase media, ni con los restos múltiples
que constituyen la lengua escrita de las clases
populares (como es el caso de Arlt o de
Armando Discépolo o de las letras de tango).
Cierta libertad y cierto desenfado en el uso del
lenguaje son una prueba de confianza en su
lugar social, como también lo son su modo de
vestirse o su relación con el dinero. Esa lengua
hablada es una lengua de clase que funciona
como modelo de lengua literaria. Escribe como
habla, lo que no es frecuente en la literatura
ché:
rastros
de
lectura
icardo.piglia
entre nos (4)
En esta prehistoria de Guevara, el otro
elemento que está presente es justamente el
tipo de uso del lenguaje. Debemos recordar que
lo identifica un modismo lingüístico ligado a la
tradición popular. Se lo conoce como "el Che"
porque su manera de utilizar la lengua marca, de
un modo muy directo, una identidad. Por un
lado, el uso del "che" lo diferencia dentro de
América Latina y lo identifica como argentino.
De joven, en sus viajes, a veces lo exagera para
llamar la atención y lograr que lo reciban y lo
dejen hospedarse: sabe el valor de esa
diferencia lingüística. Y, a la vez, el "che" funciona como una identidad de larga duración,
quizá la única seña argentina, porque en todo lo
demás Guevara funciona con una identidad nonacional, es el extranjero perpetuo, siempre
fuera de lugar.
El uso coloquial y argentino de la lengua se
nota inmediatamente en su escritura, que es
siempre muy directa y muy oral, tanto en sus
cartas personales y en sus diarios como en sus
materiales políticos. Esta idea de que escribe en
la lengua en la que habla, sin nada de la retórica
que suele circular en la palabra política –y en la
izquierda, básicamente–, está clara desde el
principio, y termina por ser el elemento que le
da nombre, el signo que lo identifica. El "Che"
como sinécdoque perfecta. Hay algo deliberado
ahí, una seña de identidad construida, inventada, casi una máscara. La carta final a Fidel
Castro está firmada sencillamente "Che", y así
firmaba los billetes del banco que dirigía. La
prueba de autenticidad del dinero en Cuba era
esa firma. (Difícilmente haya otro ejemplo igual
en la historia de la economía mundial, alguien
que autentifica el valor del dinero con un
seudónimo.)
Al mismo tiempo, ese uso libre y desenfadado de la lengua es la marca de una tradición
de clase. En esto Guevara se parece a Mansilla
y a Victoria Ocampo, y fue María Rosa Oliver
(otro ejemplo magnífico de esa prosa deliberadamente argentina y coloquial) quien hizo
notar la relación. Un uso del lenguaje que no
tiene nada que ver con la hipercorrección típica
de la clase media, ni con los restos múltiples
que constituyen la lengua escrita de las clases
populares (como es el caso de Arlt o de
Armando Discépolo o de las letras de tango).
Cierta libertad y cierto desenfado en el uso del
lenguaje son una prueba de confianza en su
lugar social, como también lo son su modo de
vestirse o su relación con el dinero. Esa lengua
hablada es una lengua de clase que funciona
como modelo de lengua literaria. Escribe como
habla, lo que no es frecuente en la literatura
argentina de la época. El túnel de Sábato, de
1948, para referirnos a un libro que
posiblemente Guevara ha leído y admirado, está
escrito de "tú", lejos del voseo argentino, en una
lengua que responde a los modelos estabalizados y escolares de la lengua literaria. Y ese
es el tono dominante en la literatura argentina
de esos años (basta pensar en Mallea o en
Murena). Pero no es el caso de Guevara, que no
hace literatura, o, mejor, hace literatura de otra
manera, sin ninguna afectación, o con una
afectación diferente, si se quiere. Habría que
decir que escribe como habla su clase y en eso
se parece a Lucio Mansilla (y no sólo en eso).
Su madre está en el centro de ese uso del
lenguaje. Y lo explicita en su última carta, escrita
cuando el Che había salido de Cuba y nadie
sabía dónde estaba. Ante las versiones oficiales
que decían que se había ido un mes a cortar
caña, Celia de la Serna, enferma grave y a punto
de morir, le escribe y hace visible el contraste
entre el lenguaje familiar y la lengua cristalizada.
Enfrenta la escritura directa, una ética implícita
en el uso del lenguaje, al conformismo y la
hipocresía del lenguaje político, que encubre
todo lo que dice. La madre se refiere a "ese tono
levemente irónico que usamos en las orillas del
Plata" y se queja del estilo burocrático. "No voy a
usar lenguaje diplomático. Voy derecho al
grano". La madre lo convoca a usar el lenguaje
que el Che siempre ha usado para contarle lo
que pasa.
Como político, Guevara usa ese mismo
lenguaje directo, seco, irónico y, a diferencia de
Fidel Castro, nada retórico ni efectista. Frases
cortas, entrada personal en el discurso,
apelación a la narración y a la experiencia vivida
como forma de argumentación, intimidad en el
uso público del lenguaje. Por eso Guevara, que
no era un gran orador en el sentido clásico, está
más ligado a la carta, a la narración personal, a
la comunicación entre dos (al "entre nos", como
diría Mansilla), a la conversación entre amigos, a
las formas privadas del lenguaje. Como orador
político parece un escritor de diarios. No hay
más que analizar el comienzo de sus discursos
públicos, su modo de entrar en confianza.
El tipo de relación con el lenguaje y con el
dinero, el modo en que se viste, indicios a la vez
personales y de época, son entonces el primer
contexto para discutir a Guevara y para pensar
cómo Ernesto Guevara de la Serna se convierte
en el Che Guevara, o mejor, qué caminos sigue
para encontrar la política y qué clase de política
encuentra. Guevara practica cierto dandismo de
la experiencia y en ese viaje, como veremos
enseguida, encuentra la política.Ø
época. El túnel de Sábato, de 1948,
para referirnos a un libro que posiblemente
Guevara ha leído y admirado, está escrito de
"tú", lejos del voseo argentino, en una lengua
que responde a los modelos estaba-lizados y
escolares de la lengua literaria. Y ese es el tono
dominante en la literatura argentina de esos
años (basta pensar en Mallea o en Murena).
Pero no es el caso de Guevara, que no hace
literatura, o, mejor, hace literatura de otra
manera, sin ninguna afectación, o con una
afectación diferente, si se quiere. Habría que
decir que escribe como habla su clase y en eso
se parece a Lucio Mansilla (y no sólo en eso).
Su madre está en el centro de ese uso del
lenguaje. Y lo explicita en su última carta, escrita
cuando el Che había salido de Cuba y nadie
sabía dónde estaba. Ante las versiones oficiales
que decían que se había ido un mes a cortar
caña, Celia de la Serna, enferma grave y a punto
de morir, le escribe y hace visible el contraste
entre el lenguaje familiar y la lengua cristalizada.
Enfrenta la escritura directa, una ética implícita
en el uso del lenguaje, al conformismo y la
hipocresía del lenguaje político, que encubre
todo lo que dice. La madre se refiere a "ese tono
levemente irónico que usamos en las orillas del
Plata" y se queja del estilo burocrático. "No voy a
usar lenguaje diplomático. Voy derecho al
grano". La madre lo convoca a usar el lenguaje
que el Che siempre ha usado para contarle lo
que pasa.
Como político, Guevara usa ese mismo
lenguaje directo, seco, irónico y, a diferencia de
Fidel Castro, nada retórico ni efectista. Frases
cortas, entrada personal en el discurso,
apelación a la narración y a la experiencia vivida
como forma de argumentación, intimidad en el
uso público del lenguaje. Por eso Guevara, que
no era un gran orador en el sentido clásico, está
más ligado a la carta, a la narración personal, a
la comunicación entre dos (al "entre nos", como
diría Mansilla), a la conversación entre amigos, a
las formas privadas del lenguaje. Como orador
político parece un escritor de diarios. No hay
más que analizar el comienzo de sus discursos
públicos, su modo de entrar en confianza.
El tipo de relación con el lenguaje y con el
dinero, el modo en que se viste, indicios a la vez
personales y de época, son entonces el primer
contexto para discutir a Guevara y para pensar
cómo Ernesto Guevara de la Serna se convierte
en el Che Guevara, o mejor, qué caminos sigue
para encontrar la política y qué clase de política
encuentra. Guevara practica cierto dandismo de
la experiencia y en ese viaje, como veremos
enseguida, encuentra la política.
alguien
que
autentifica
el valor del
dinero con
un
seudónimo
�j.e. lage
(fragmento)
carbono 14
carbono 14
carbono 14
carbono 14
LA REALIDAD
Pronto se dio cuenta: era una ciudad
interminable. Por lo tanto, una ciudad irreal. Y
la irrealidad cansa. La irrealidad aburre. Pronto
sintió hambre y las piernas perdieron el
entusiasmo turístico. Al borde del desmayo se
abalanzó contra un taxi.
Después de atropellarla, el taxista la
puso en el asiento trasero y le puso una barra
de Toblerone en la boca como si fuera un
termómetro. Chupa, young lady.
—Eres una indestructible, young lady...
¿En qué idioma te hablo?
Evelyn no habló hasta que llegaron al
hospital, y fue para decir que no quería entrar
ahí (yo sólo entraría al Calixto García
desmayado en una ambulancia aérea), que se
sentía bien y que:
—Esta sangre no es mía.
—El uniforme tampoco, me parece.
Evelyn
se
examinó
el
cuerpo
tranquilamente.
—¿No tienes más ropa? ¿O es que
prefieres ser varón?
—No sé. Acabo de llegar.
—¿De dónde?
—No recuerdo. Hubo una explosión.
—¿Cómo te llamas?
EL NOMBRE
Se detuvo frente a una fachada publicitaria
en 23 y Paseo.
Sucesión de imágenes de engañosa
simplicidad. Un lector del tipo out (no está
donde tiene que estar) estaría completamente
perdido. Ella, sin embargo, acertó a leer lo
único que le interesaba. Eso se llama visión.
Los productos variaban pero la femfetish era la misma. La lencería en el cuerpo
de la fem-fetish también variaba, pero aquí la
lencería no era un producto. Evelyn Z
anunciaba otras cosas para hombres:
máquinas de afeitar, píldoras contra la
impotencia o la calvicie, corbatas Calvin Klein,
balones de fútbol...
Definitivamente esta Evelyn Z anuncia
mejor que Evelyn B (la primera), y sus tetas
virtuales pueden ponerse al lado de las de
Evelyn M (lo que ya es mucho decir), pero en
su mirada hay algo que ha crecido demasiado
y amenaza con enfermar. En mi opinión,
ninguna como Evelyn H. Ella sabía ser como
una bomba de hidrógeno y al mismo tiempo
como una letra muda.
inteligencia.
Artificial, qué más da.
Como todo lo demás.
Eso
se
llama
No se acordaba ni de su nombre.
—¿Cómo te llamas?
Ahora es un policía el que pregunta.
—Evelyn.
Hay policías que encuentran sospechosa
la sangre.
—Voy a tener que meterte en la cárcel,
niña.
Una sospecha esparcida de la cabeza a
los pies.
—¿Por qué?
Le tomaron muestras de ADN.
—Por si acaso.
Ella recordó algo: allá de donde vino
(dondequiera que esté ese lugar) también
había policías.
PLAYA DE MOLUSCOS, MUJERES GRANDES
La encerraron sola en una celda. Le
dieron comida sintética y durmió toda la
noche. Ni siquiera tuvo tiempo para
deprimirse. Al otro día una mujer la despertó
dándole palmaditas en las nalgas.
Evelyn vio a una gorda sonriente. A
juzgar por el uniforme, era una especie de
madre superiora de la cárcel.
Desayunaron juntas en una habitación
con carteles de terroristas WORLD WIDE
WANTED y cifras de recompensa en las
paredes.
—¿Quieres llamar a tu abogado o a tus
padres?
—Están muertos. Murieron en la
explosión.
—¿Qué explosión? —la gorda miraba
embelesada a Evelyn.
—Hubo una explosión grandísima, pero
todavía no recuerdo dónde.
—¿Alguien más murió?
—Creo que murieron todos.
—Todos menos tú.
—Supongo que sí.
—Eres muy inteligente y muy linda, ¿lo
sabías?
Evelyn asintió con pesadumbre. Sabía
otras cosas.
�Evelyn miraba la tabla y pensaba qué hacer,
dónde ir. Se le ocurrió que quizás la tabla
podía sugerirle algo, como si la tabla fuera
algún tipo de interfaz sensible a su voz, pero
no elaboró ninguna fórmula en voz alta.
Permaneció en silencio y la tabla permaneció
en silencio, los símbolos de cada elemento
POR SUPUESTO, ESTÁ ENCRIPTADA
Por un momento creyó que la gorda la
estaba conduciendo de regreso a su celda.
En la celda de al lado estaba el hijo de la
gorda. Un gordito que debía tener uno o dos
años menos que ella, pero que parecía mucho
menor.
—¿Qué es esto, un travesti de mi
escuela? ¿Debo emocionarme?
—Hijo, qué manera de recibir una visita.
Ella es Evelyn, y no es de tu escuela. Los
dejaré solos para que puedan hablar.
La madre juró a Evelyn que su hijo no era
peligroso, estaba preso por travesuras.
—Regreso a mi oficina, preciosa. Cuando
quieras salir dale un grito al guardia.
Evelyn se sentó frente al gordito. Look
de nerd, pero con la mirada de los
nerdemonios. Transcurrió un incómodo
silencio hasta que él habló:
—Si eres de las que leen el
pensamiento, los míos ya los puse bajo
contraseña. Si eres una hipnotizadora, a lo
sumo vas a conseguir que me duerma y
sueñe con tus ojos. Si eres una...
—Soy una indestructible —dijo Evelyn,
para abreviar.
Al gordito debió parecerle una salida
interesante. Adoptó por un momento una
expresión entre admirada y reflexiva.
—Destruir es un arte —observó—. Yo
pudiera destruirte, a menos que seas un
residuo de una destrucción mayor. En ese
caso...
Evelyn le extendió la Tabla Periódica. No
se le ocurrió otra manera de callarlo.
—Tu mamá insistió en que te preguntara
para qué sirve esto. Creo que pretende que
nos hagamos amigos.
Después de decirlo le sonó ridículo:
aquel niño de calabozo, hundida la cabeza
electrónica en una tabla con números y letras,
era una imagen difícil de vincular con las
palabras mamá y amigos.
—Ya veo. Hay información valiosa aquí, y
por supuesto, está encriptada. Parece el
trabajo de un aficionado, pero has venido a
ver a un profesional. Claro que dadas las
condiciones en que me encuentro, te va a
costar el doble.
—No tengo dinero. La tabla no me
interesa. No sé por qué le interesaría a
alguien. No sé por qué la tenía cuando caí en
esta ciudad.
—¿No eres de LH? Sorprendente.
—Creo que vengo de un lugar muy, muy
lejano.
—Entiendo. Eres una chica indocumentada. Buscas trabajo. Ahora dime, ¿por qué
razón debería ayudarte?
—No te lo he pedido.
—Un punto a tu favor: si es cierto lo que
dices, nadie te conoce y puedes serme útil
como envenenadora. Otro punto a tu favor:
hoy me siento generoso.
—Pero yo no sé envenenar.
—Que te crees tú eso. Mírate en
cualquier espejo.
Evelyn enrolló la Tabla Periódica. El
gordito anotó en un pedazo de papel, con una
caligrafía esmeradamente lenta, una dirección
y un nombre: DIMITRI.
—Dile que vas de parte de Gibson
Praise Jr.
Antes de salir, Evelyn lo miró con un
salto de ternura en el estómago.
—Tú eres uno de esos niños que saben
leer a los tres años, ¿no?
—¿Leer? Muñeca, a los tres años yo
había escrito un manual en verso para hackers
y estaba aburrido de toda esa mierda. Ya he
dejado muchas cosas atrás.
Después Dimitri contó otra cosa. Dijo
que ya todo el mundo se había olvidado de
Gibson. La moda Praise había pasado. Todas
sus redes se habían desconectado y vuelto a
conectar de otra manera. Probablemente la
acusación de terrorismo cultural no se
sostendría, pero igual iban a enviarlo a un
búnker sub-16 en las afueras y allí seguiría
engordando su leyenda hasta que la
pervertida de su mamá moviera influencias
para llevarlo de regreso a casa. Entonces iba a
tener que aceptar la realidad.
—¿Cuál realidad? —preguntó Evelyn.
—Todo se mueve —sentenció Dimitri.
—¿Todo?
—continuó
ella,
menos
interesada que divertida. Luego Dimitri la
invitó a su casa. El automóvil no volaba o no
podía volar y Evelyn conoció de las
dificultades para moverse en el tráfico
atascante de una ciudad atascada.
(NO) TODO SE MUEVE
El tal Dimitri regentaba un Pubix en la
Manzana de Gómez.
Evelyn llegó al amanecer. El local estaba
cerrando. Vio una barra con televisor, mesas,
jukebox, billar, máquinas expendedoras de
materia... Salían muchachas de varios
maquillajes. Una de ellas le indicó a Evelyn un
pasillo y una puerta.
Dimitri era un tipo de acentuada tristeza.
Miró confundido a Evelyn. No hay, por otra
parte, otra manera de mirarla.
—¿No usan saya las niñas?
—Yo no tengo.
—Yo tengo muchas.
—Vengo de parte de Gibson Praise Jr.
—Oh, no, otra vez… ¿Qué fue lo que te
dijo?
Evelyn le contó. No sabía muy bien qué
era lo que estaba contando.
JorgeEnriqueLage
La H ab a n a· 7 9
carbono 14
Se sentó en un parque y miró durante un rato
las pandillas akróbatikas de skaterpunks y la
tabla. El molusco le había dicho lo que era: la
Tabla Periódica de los Elementos Químicos.
También había intentado, sin éxito, explicarle
qué era un elemento químico. Evelyn le
preguntó para qué servía esa tabla. El
molusco dijo que lo ignoraba, a fin de cuentas
sólo era una primera dama de policía, pero a
lo mejor su hijo podía decirle. Su hijo era un
genio.
químico inmóviles en su lugar. Finalmente,
pensó que no tenía otra opción que ir buscar
a Dimitri.
carbono 14
La gorda fue a abrir una puerta que daba
a un baño.
—Ven. Vamos a quitarte esa ropa y a
bañarte.
El plural no llegó más lejos. Evelyn se
desnudó sola, se metió sola en la ducha y se
lavó disciplinadamente de los pies a la
cabeza, esto último con un champú que olía a
playa de moluscos. Cuando terminó de
secarse no encontró su ropa. Se envolvió con
la toalla, como alguna vez había visto hacer a
las mujeres grandes (dondequiera que estén),
y salió del baño.
La mujer grande y gorda estaba
examinando la Tabla Periódica.
Sobre una silla, Evelyn vio un uniforme
de Primaria como el que había llevado puesto,
sólo que limpio, muy limpio y doblado.
—Era de mi hijo. La pañoleta es nueva.
—Gracias.
—Póntelo.
Evelyn miró a la mujer. Vio un molusco
grande y sonriente, envuelto en un caracol
lleno de ojos demasiado brillantes, demasiado
abiertos.
Evelyn dejó caer la toalla y se vistió
lentamente,
esperando
que
alguna
protuberancia ventosa se alargara en
dirección a su piel.
—Eres más alta que él, pero te queda.
—¿Ya puedo irme?
—Ven acá primero.
�la r
revo
oluc
ción
yyy
su
fant
tas
sma
r·rojas
Donde hay hombres sí hay fantasmas.
La literatura fantástica, como bien sabía Jorge
Luis Borges, no es más que una invención de
esos clones, réplicas u homúnculos que el
hombre necesita para vivir. Las mujeres y el
espejo, según los habitantes de Tlön, pero
también los fantasmas, crean la ilusión de un
sobrepoblamiento que alivia la culpa del
malthusianismo moderno. Por esa misteriosa
eugenesia, que rescata el sueño de los
alquimistas medievales, es que la mejor
tradición de la literatura fantástica, de William
Shakespeare a Javier Marías, pasando por
Poe y Wilde, no se interesa tanto en la muerte
del hombre como en la vida del fantasma.
No creo que haya en la historia proceso
más fantasmagórico que una revolución.
Estos acelerones del tiempo, según Simon
Schama, además de traer consigo una ola de
crecimiento demográfico como consecuencia
de la furia uterina y el frenesí político-libidinal,
producen un intenso destape de la imaginería
fantástica. La fiesta y el carnaval del ancien
régime, como ha visto Mona Ozouf, se
propagan paradójicamente durante las jornadas revolucionarias. De ahí aquellas leyendas
sobre almas evanescentes y abominaciones
espirituales en la Torre de Londres, durante la
Revolución Gloriosa, o aquellas otras que
narra Simon Linguet en sus Memorias acerca
de los "enterrados vivos" que salían de las
paredes de la Bastilla, por la noche, cuando el
marqués de Sade recibía a los ocultistas en su
celda, y los fantasmas de Morellet y
Marmontel estudiaban, como abstraídos entomólogos, el esqueleto de las cucarachas.
La población de fantasmas crece en
proporción a la cantidad de muertos. Y las
revoluciones, ya lo advertían Burke y De
Maistre, son fábricas de muertos. Por eso
muchos líderes revolucionarios se ven terriblemente acosados por la resurrección espectral
de sus muertos, hasta que un buen día
sienten un malestar, un dolor, una fiebre
inusitada, deliran y pierden la razón. Esa
locura no es más que un rapto del alma del
caudillo, ejecutado por sus propios
fantasmas.
Durante las fiestas del Ser Supremo,
Robespierre deliraba y parecía conversar
animadamente con Dios y los arcángeles. Se
dice que Francisco I. Madero, en los días
sangrientos de la Revolución mexicana,
hablaba con los espíritus flotantes de Benito
Juárez y Sebastián Lerdo de Tejada. En 1923,
atacado por las alucinaciones de la sífilis,
Lenin invocaba el alma racional de Hegel en
sus Cuadernos filosóficos. Alexander Etkind
cuenta en Eros de lo imposible que Stalin
tenía, en el Kremlin, una especie de mago o
ventrílocuo que lo comunicaba con extrañas
criaturas del más allá. En sus baños
purificadores, en las aguas del Yang-Tse, Mao
solía encomendarse a las almas de Wang
Ngan-she y Chu Yuan-chang, emperadores
progresistas de las dinastías Song y Ming.
En estos casos, el diálogo fantasmal
podría ser una nueva versión de aquel
coloquio brumoso entre Hamlet y el espectro
de su padre, que, como ha ilustrado Javier
Roiz, sirve de alegoría al complejo de culpa de
todo político parricida. El "poder de la
ausencia" entra en el presente por esa "puerta
espectral" hacian donde miran, absortos,
todos los políticos.
En La Habana, le escuché una historia
asombrosa a una señora que era amiga de mi
tía-abuela. Se llamaba Encarnación y había
trabajado como sirvienta en el Palacio
Presidencial, durante la dictadura de Batista.
Después de la Revolución, el Palacio fue
ocupado, primero, por un ejército de hombres
licantrópicos, y luego convertido en museo.
Pero Encarnación siguió allí, limpiando
aquellas anchas escaleras, y aquellos salones
y cuartos deshabitados.
Contaba Encarnación que la noche del 6
de agosto de 1973, unas horas después de la
muerte de Fulgencio Batista en Estoril, cerca
de Lisboa, escuchó un ruido como de golpes
metálicos en los bajos de Palacio. La buena
señora bajó las escaleras, pensando que sería
el gato del cocinero. Se asomó al sótano y
vio, en medio de la oscuridad, una especie de
figura humana, iluminada por algún fuego
fatuo, con un machete en la mano derecha
que daba golpes contra el suelo. Esa noche
Encarnación no pudo dormir, tratando de
descifrar aquella imagen. Pero, al día
siguiente, luego de escuchar por La Voz de las
Américas la noticia de la muerte de Batista,
concluyó que se trataba del espíritu irritado
del mulato, otrora sargento, retando a un
duelo de machetazos a su histórico rival: el
comandante Fidel Castro.
La última vez que vi a Encarnación fue a
principios de agosto de 1994. Una mañana
llegó a mi casa con la noticia de que un grupo
de jóvenes del barrio de Centro Habana
habían salido a las calles a protestar contra el
gobierno. Por la televisión oficial –la única que
hay en Cuba– dijeron que se trataba de
vándalos que habían asaltado la cocina de un
hotel y destruido las vidrieras de algunas
tiendas cercanas. Pero luego se supo que
eran decenas de miles de jóvenes que se
enfrentaban a la policía porque querían
abandonar el país. Aquella mañana, al
despedirse de mí, Encarnación me susurró al
oído: "Ya sabes que día es hoy, ¿no? 6 de
agosto. Te lo dije. El mulato se sigue
vengando".
Una revolución, dice Hannah Arendt, se
propone siempre recomenzar la historia. Por
eso, dentro de su pasado, cuyo acceso queda
terminantemente prohibido, se experimenta
una agitación espectral, una revuelta de
fantasmas. No sé, entonces, si a Fidel Castro
se le aparecerán almas en pena. Tal vez, más
que los espíritus de sus enemigos, lo acosa el
fantasma mismo de la Revolución. Porque esa
edad de la historia de Cuba parece haber
llegado a su fin y quizás sólo sobreviva, como
un fantasma o como una pesadilla, en la
sinuosa mentalidad de sus protagonistas. E
incluso, es probable que el fantasma de la
Revolución sea el propio espíritu de Fidel
Castro, y que esa isla se gobierne, desde hace
50 años, por arte de magia o puro espiritismo.
Al menos, a Fernando Ortiz y Lydia Cabrera no
les habría disgustado esta idea.
En La Habana, le escuché una historia
asombrosa a una señora que era amiga de mi tíaabuela. Se llamaba Encarnación y había trabajado
como sirvienta en el Palacio Presidencial, durante la
dictadura de Batista. Después de la Revolución, el
Palacio fue ocupado, primero, por un ejército de
hombres licantrópicos, y luego convertido en museo.
Pero Encarnación siguió allí, limpiando aquellas
anchas escaleras, y aquellos salones y cuartos
deshabitados.
Una revolución, dice Hannah Arendt, se
propone siempre recomenzar la historia. Por eso,
R a acceso j a s
dentro de su pasado, cuyof a e l R o queda
S a n t se C l a r a · 6una
terminantemente prohibido, a experimenta 5
agitación espectral, una revuelta de fantasmas. No
sé, entonces, si a Fidel Castro se le aparecerán almas
en pena. Tal vez, más que los espíritus de sus
enemigos, lo acosa el fantasma mismo de la
Revolución. Porque esa edad de la historia de Cuba
parece haber llegado a su fin y quizás sólo sobreviva,
como un fantasma o como una pesadilla, en la
sinuosa mentalidad de sus protagonistas. E incluso,
es probable que el fantasma de la Revolución sea el
propio espíritu de Fidel Castro, y que esa isla se
gobierne, desde hace 50 años, por arte de magia o
puro espiritismo. Al menos, a Fernando Ortiz y Lydia
Cabrera no les habría disgustado esta idea.
r·rojas
r·rojas
Donde hay hombres sí hay fantasmas.
La literatura fantástica, como bien sabía Jorge
Luis Borges, no es más que una invención de
esos clones, réplicas u homúnculos que el
hombre necesita para vivir. Las mujeres y el
espejo, según los habitantes de Tlön, pero
también los fantasmas, crean la ilusión de un
sobrepoblamiento que alivia la culpa del
malthusianismo moderno. Por esa misteriosa
eugenesia, que rescata el sueño de los
alquimistas medievales, es que la mejor
tradición de la literatura fantástica, de William
Shakespeare a Javier Marías, pasando por
Poe y Wilde, no se interesa tanto en la muerte
del hombre como en la vida del fantasma.
No creo que haya en la historia proceso
más fantasmagórico que una revolución.
Estos acelerones del tiempo, según Simon
Schama, además de traer consigo una ola de
crecimiento demográfico como consecuencia
de la furia uterina y el frenesí político-libidinal,
producen un intenso destape de la imaginería
fantástica. La fiesta y el carnaval del ancien
régime, como ha visto Mona Ozouf, se
propagan paradójicamente durante las jornadas revolucionarias. De ahí aquellas leyendas
sobre almas evanescentes y abominaciones
espirituales en la Torre de Londres, durante la
Revolución Gloriosa, o aquellas otras que
narra Simon Linguet en sus Memorias acerca
de los "enterrados vivos" que salían de las
paredes de la Bastilla, por la noche, cuando el
marqués de Sade recibía a los ocultistas en su
celda, y los fantasmas de Morellet y
Marmontel estudiaban, como abstraídos entomólogos, el esqueleto de las cucarachas.
La población de fantasmas crece en
proporción a la cantidad de muertos. Y las
revoluciones, ya lo advertían Burke y De
Maistre, son fábricas de muertos. Por eso
muchos líderes revolucionarios se ven terriblemente acosados por la resurrección espectral
de sus muertos, hasta que un buen día
sienten un malestar, un dolor, una fiebre
inusitada, deliran y pierden la razón. Esa
locura no es más que un rapto del alma del
caudillo, ejecutado por sus propios
fantasmas.
Durante las fiestas del Ser Supremo,
Robespierre deliraba y parecía conversar
animadamente con Dios y los arcángeles. Se
dice que Francisco I. Madero, en los días
sangrientos de la Revolución mexicana,
hablaba con los espíritus flotantes de Benito
Juárez y Sebastián Lerdo de Tejada. En 1923,
atacado por las alucinaciones de la sífilis,
�la metamorfosis (5)
ché: rastros de lectura
Hay varias metamorfosis en la vida de
Guevara, y esas mutaciones bruscas son un signo
de su personalidad. Tiene varias vidas ("de las
siete me quedan cinco", dice) que son
simultáneas: la del viajero, la del escritor, la del
médico, la del aventurero, la del testigo, la del
crítico social. Y todas se condensan y cristalizan,
por fin, en su experiencia de guerrero, de
guerrillero, de condottieri, como se llama a sí
mismo. Esa historia de sus transformaciones
encuentra el primer punto de viraje en el viaje de
1952, cuando va hacia Bolivia, y la política
latinoamericana empieza a incorporarse a la
experiencia del viaje. El objetivo de este viaje es la
experiencia misma, salir de un mundo cerrado y
libresco a la vida para encontrar el fundamento
que legitime lo que se escribe. Pero, en el caso de
Guevara, el camino hacia América Latina lo lleva
hacia la política. Descubre el mundo político, o
cierta mirada sobre el mundo político. Va de
Bolivia a Guatemala y por fin a México, y en el
proceso la politización se va haciendo cada vez
más nítida. En principio, se trata de una politización externa, casi de observador que registra
matices y realidades diversas.
Una característica de este tipo de viaje, ajeno
al dinero y al turismo, es la convivencia con la
pobreza. Sartre lo decía bien: el color local, lo que
llamamos color local, es la pobreza y la vida de las
clases populares. De modo que el viaje es
también un recorrido por ciertas figuras sociales:
el linyera, el desclasado y el marginal, los
enfermos y los leprosos, los mineros bolivianos,
los campesinos guatemaltecos y los indios
mexicanos, son estaciones en su camino.
Los registros del diario acompañan ese descubrimiento de la diferencia pura, del marginado
como antecedente de la víctima social. El otro, la
figura pura de ese viaje, es en principio el otro
como paciente y como víctima. Ese es el primer
descubrimiento. No se trata de la figura del
marginal deliberado, sino de la víctima que ha sido
acorralada y explotada, y en su dolencia expresa
una injusticia y un crimen. La tensión entre el
marginado y el enfermo termina por construir la
figura de la víctima social que debe ser socorrida.
Es el médico el que descifra el sentido de lo que
ve: "La grandeza de la planta minera está basada
sobre los 10 mil cadáveres que contiene el
cementerio más los miles que habrán muerto
víctimas de neumoconiosis y sus enfermedades
agregadas", le escribe en mayo de 1952 a Tita
Infante, su compañera en la Facultad de Medicina
de Buenos Aires que es militante del Partido
Comunista argentino.
El viaje se convierte en una experiencia
médico-social que confirma lo que se ha leído o,
mejor aún, que exige un cambio en el registro de
las lecturas para descifrar el sentido de los
síntomas.
Entonces, está el viaje errático, sin punto fijo,
del que sale al camino a buscar la experiencia
pura y encuentra la realidad social, pero a la vez
están las lecturas, que son una senda paralela que
se entrevera con la primera. El marxismo empieza
a ser un camino. Una de las primeras referencias
al marxismo aparece, en esa misma carta a Tita
Infante, como una ironía frente a la imposibilidad
de explicar su condición indecisa, sus idas y
venidas. Luego de contarle cómo fue que llegó a
Miramar, en la costa argentina, cuando había
partido hacia Bolivia, escribe: "Observe qué claro
queda el hecho paradójico de que vaya al norte
por el sur, a la luz del materialismo histórico".
Guevara ha leído marxismo, y en sus
cuadernos de 1945 ya registra esas lecturas (ese
año aparecen notas sobre El Manifiesto Comunista). Pero la lectura del marxismo no convierte a
nadie en guerrillero. Todavía falta un paso, un
punto de viraje, que permitirá a este joven –cuyo
destino parece ser el Partido Comunista, ser un
médico del PC, quizá– convertirse en una suerte
de modelo mundial del revolucionario en estado
puro. Y ese paso, me parece, se construye con la
unión de esas lecturas y esa experiencia que
podríamos llamar flotante. Ir al sur cuando se
pretende ir al norte. Básicamente, la pulsión del
viajero, del aventurero y, sobre todo, la situación
lo único que hice fue
huir de todo lo que
me molestaba
del que ha dejado atrás las fronteras y la
pertenencia nacional. Guevara es un expatriado
voluntario, un desterrado, un viajero errante que
se politiza y no tiene inserción. Tiende hacia una
forma no-nacional de la política, hacia una forma
sin territorio. En esto también es la antítesis de
Gramsci, el pensador de lo nacional-popular, de
las tradiciones locales, de la localización de las
relaciones de fuerza como condición de la política.
Y esta inversión es una característica que
define la política de Guevara: sin fronteras, sin
enclave nacional, en Cuba, en Angola, en Bolivia.
Y también su aspiración secreta, de larguísima
duración, casi un horizonte imposible, utópico:
encontrar un lugar propio, regresar a la Argentina
como guerrillero desde el norte, desde Bolivia,
con una columna de compañeros, repetir allí la
invasión de Castro a Cuba, pero ampliada y sin
tener en cuenta las condiciones políticas,
haciendo depender la intervención, exclusivamente, de su fuerza propia, de la formación de
su grupo, y no de las relaciones concretas ni del
análisis de la situación del enemigo. Ese sueño
del guerrero que vuelve es su forma particular de
pensar en el regreso a la patria, "a morir con un
pie en la Argentina", según le dice a Ulises
Estrella, uno de sus hombres de confianza. Todos
hablan de esa ilusión para explicar su decisión de
llevar la guerrilla a Bolivia, de instalarse en un país
ajeno para construir una zona liberada, una
retaguardia desde la cual entrar, por fin, en su
propio espacio.
Guevara define la política de un modo
absolutamente novedoso y personal (más allá de
sus consecuencias): no hay nunca lugar fijo, no
hay territorio, sólo la marcha, el movimiento
continuo de la guerrilla. Cualquier situación puede
ser propicia; importa la decisión, no las
condiciones reales.
Y eso parece estar ligado al modo en que
encuentra la política o, digamos mejor, su
inserción en la política. Y por eso son muy
significativas las cartas de los días anteriores a
conocer a Fidel Castro y sumarse a la expedición
del Granma. Son cartas a su madre, a Tita Infante,
a su padre, que muestran que sus proyectos del
momento, poco antes de encontrarse en julio de
1955 con Castro, siguen siendo abiertos. Está
disponible, empieza a pensar que debe ir por fin a
Europa, conocer Francia, más tarde la India (como
le dice en una carta de marzo de 1955 a su padre).
Imagina a veces seguir desde México hacia el
norte, llegar a Estados Unidos, a Alaska. Hay,
como siempre en Guevara, cierta imprevisibilidad,
cierta disponibilidad y cierto azar en sus
decisiones. "Me avisaron que me pagaban con
diez días de antelación [se refiere a un dinero que
le debían en México por su trabajo de periodista
durante los Juegos Olímpicos] e inmediatamente
me fui a buscar un barco que salía para España.
[...] Ya tengo programado quedarme aquí hasta el
1° de septiembre para agarrar un barco para
donde caiga", le escribe a su madre el 17 de junio
de 1955, un mes antes de conocer a Fidel Castro.
Y cierra diciendo: "tenés que largarte a París y allí
nos juntamos".
La política aparece como un efecto de la
búsqueda de experiencia, del intento de escapar
de un mundo cerrado. Lo que está primero es el
intento de romper con cierto tipo de ritual social,
con cierta experiencia estereotipada, escapar,
como dice Guevara, de todo lo que fastidia:
"Además sería hipócrita que me pusiera como
ejemplo pues yo lo único que hice fue huir de
todo lo que me molestaba", le escribe a Tita
Infante, el 29 noviembre de 1954. La política surge
como resultado de ese proceso: hay una tensión
entre un mundo que se percibe como clausurado
y la política como corte tajante y paso a otra
realidad.
Guevara va descubriendo la política en el
proceso de cierre de la experiencia. La política es
el resultado del intento de descubrir una
experiencia que lo saque de su lugar de origen,
del mundo familiar, de la vida de un estudiante de
izquierda en Buenos Aires, incluso de la vida de
un joven médico que quiere ser escritor y vacila.Ø
r.piglia
�a l o n e
She had the overwhelming
feeling that we were alone in this world.
She said to me "Come and look thru´
the windows", and I went and looked
around and could only be aware of the
typical landscape of one of those ordinary
evenights rounding Octo ber : fo ggy
shr ubs smoothing sadly along deserted
streets in the city, and the moon like a
white giant patch across the darkened sky.
"Don´t you realize?", she screamed,
"Can´t you see?", again she screamed
and her voice multiplied echoes in the fall
(can´t you see? can´t you see? can´t you
see?).
"We´re all alone", she whispered,
"Totally alone in this world".
"What?", said I, "Why do you think
so?"
"Don´t you realize?", she screamed
again, and her shouting was shooting in
the middle of the night: solitude standing,
a stone cast towards the moon. She said
"Let´s go out. Somewhere. To see
what´s new".
I said yes. So she´d be quiet. I´d
have given anything so she´d be quiet. To
get all those crazy ideas out of her head.
Her poor alienated little head filled with
golden hair. Like a Barbie doll. And that´s
how I used to think about her sometimes:
my little Barbie doll, lost in her little
beautiful Barbie world, filled with broken
dreams and lost illusions.
So I said to myself: ok, Barbie, let´s
go out, let´s be swallowed like Jonah by
the fog of these restless times of
October, let´s be lovingly mugged by
zealous maladroits in the midnight hour.
And so we did go out. The fog shrouded
us in and we walked and walked streets
and streets and streets and miles and
meters and square feet.
"See?", she kept saying, almost to
herself. I could overhear her. And I could
also see. Or (let´s rephrase) I could not
see. Not a soul. No one around. Miles
and miles and not one in any where. And
so we walked, crisscrossing the city, perimeter, area, and diameter, and never we
glimpsed anybody.
"See?", she said, "We´re all alone". I
was amazed. Alone in this world with my
little beautiful Barbie doll of blonde hair
and small ambitions. Alone. No music. No
friends. No Saturday night matinee, no
Sunday morning drives. Alone. No
nothing. Like in a crystal bell. Like in a 3D
�s o l o
cube. No lights, no colors whatsoever.
Fog shrouding in, decuplicating time and
time again. And there we were. All alone.
"Cannot be like this", I said to Barbie.
We went to a restaurant. We went to
the movies. We went to a shopping mall,
to the market, we entered empty
churches. But there never was anyone
around. I kept saying all the time "Cannot
be like this", but it was very likely that it
could be like this, and it was.
She was silent. Had the look of a
public funeral and glass in her eyes. Her
small beautiful world had been smashed
to bits and pieces.
"You have to understand", I said to her,
but she was beyond comprehension.
"I don´t get it", she whispered, "One
day it´s ALL here, and next thing you
know, ALL´S gone. I don´t get it", time
and time again, "I don´t get it", she said.
She stopped being Barbie doll and
became wind-up toy. Well, I thought, we
can do whatever we choose to do. Stay
late in the cathedral. Start drinking and
never stop, without never having to worry
about going to work on the next day. Free
beers every day. Free foods. We could
scream our lungs out and the cops would
never come to check out on us. Because
there were no cops. There was no one,
there was nothing. No people, no cats, no
dogs. Nothing at all. Just clouds and wind
and moon and fog. Nothing else. Her and
me. No one else.
"Let´s check some houses", I said
to her. "Maybe someone´s home", I
whispered.
We started entering houses of people.
We started invading private places, spying
alien motions. Frozen instants of lifetime
perpetuity. Lovely living rooms decorated
with bath curtains and Klee´s paintings on
the walls, dining rooms with giant sand
clocks stopped in the ultimate grain of
time, corridors filled with expensive
books, cheap plastic toys scattered
on the floor, black tilings, white tilings, tidy
bathrooms, blood-stains over basement
floors and, in some way, we knew that it
had nothing to do with the things we were
looking for.
LP´s over kitchen shelves, pots and
cans: a small universe for a small crowd of
passers-by. House by house. Two, three,
four. Six, seven, fifteen. And only in the
23rd house we found a boy and a girl lying
asleep over a bare mattress.
"Well", said my Barbie doll as her eyes
faded behind tears. "We´re not alone", she
said and her voice broke.
They slept with a natural grace,
inspiration, aspiration, just like an afterparty of strippers and sodden popcorn.
"I´m gonna wake´em up", she
whispered.
"Don´t do it", said I, "they must be
tired, let´em sleep".
"I don´t care", she said, "I´m gonna
wake´em up, they have to know what´s
going on".
And so she went and woke them up. I
tried to stop her, but it was already too
late. The sleeping girl had opened her
eyes and winked in confusion.
"What´s up?", the girl asked and I felt a
knot in my throat at that very moment.
I just didn´t know what to say.
RaúlFloresIriarte
LaHabana·77
�súperhéroes
g. garcés
súperhéroes
súperhéroes
GonzaloGarcés
Buenos Aires·74
s úperhéroes
Yo suelo olvidar, y por eso siempre quedo como un pelotas en los cócteles de intelectuales,
hasta qué punto los últimos cincuenta años han sido dedicados a reflexionar sobre el Poder.
Aunque lo de reflexionar no es del todo exacto:
se ha reflexionado, pero sobre todo se ha rapsodiado,
digamos, se han ensayado variaciones dramáticas en torno a un único, obsesivo tema:
el horror al poder.
W.G. Sebald recuerda que para Elias Canetti el poder no debía considerarse
–como lo hacen los historiadores– como cosa propia del mundo natural, sino como patología.
Poder y paranoia, para el autor de Auto de fe, son dos caras de lo mismo: el tirano rodeado de murallas,
a quien legitima el bosque colmado de enemigos, le parece la imagen arquetípica del poder.
¿Y cuál es la meta del tirano?
Pues la total previsibilidad, el orden absoluto, es decir la muerte.
El poder expulsa más allá de las murallas al desorden para construir su propio sepulcro.
De ahí que Hitler amara tanto las pirámides egipcias:
el Groß-Berlin, la capital imperial que le diseñó Speer, no preveía ninguna casa,
ningún comercio,
ningún espacio comunal:
era una necrópolis.
Que la experiencia del nazismo haya inspirado estas reflexiones no me extraña;
más me desasosiega Canetti (y con él sus coetáneos de la Escuela de Frankfurt)
cuando vincula, vía Hitler, a toda forma de orden con la tiranía.
Que San Theodor Adorno perdone mi ignorancia, pero eso siempre me sonó a sofistería.
Evidentemente, construir la mesa sobre la que escribo requirió alguna forma de violencia;
hubo que ejercer poder sobre el árbol, y sobre algunos músculos,
intervino el poder financiero bajo la forma de unos salarios
y actuó el poder de la lija y el barniz y etcétera,
para llegar a esta modesta parcela de orden.
Pero la “violencia” ejercida sobre lo inanimado o lo inhumano no puede,
salvo que juguemos con las palabras, entenderse igual que la violencia aplicada a individuos.
Además,
de dónde saca Canetti que el desorden es lo propio de la vida.
Lo que más abunda en el universo es el desorden,
lo que más abunda es la muerte,
y lo excepcional es justamente lo organizado, lo orgánico, lo vivo.
Hasta del arte desconfiaba Canetti –de su propio arte– por asco al poder.
“Toda obra es una violación, por su simple masa”, apuntó.
“Hay que encontrar otros medios, más limpios, de expresarse”.
Y yo confieso que en este punto mi mala conciencia, que me acosa en cuanto abro un libro de Canetti,
se dispara ya sin remedio.
Es verdad, pienso compungido, yo también busco en el arte la acumulación de poder.
Basta recordar cuáles fueron las primeras formas de arte que gocé.
Porque antes de solazarme en los mundos ordenados de Tolstoi
o de Pynchon,
lo hice en la rectitud de Spiderman o en los saltos del increíble Hulk.
No contento con el poder, admiré los superpoderes.
El poderoso Thor, el Capitán América, el Hombre de Hierro, Lobezno, Rondador Nocturno:
expresión infantil de veleidades autoritarias,
mi larga afición por los superhéroes quizá pruebe mi esencial conformismo.
¿Hablamos de otra cosa?
�ché: rastros de lectura
Su viaje tiene itinerarios paralelos, redes
múltiples. Son series, mapas que se superponen y nada está muy definido. Está el viaje
literario, el viaje político, el viaje médico. Y es la
política, y no la literatura, la que terminará
articulando esos mundos paralelos. Pero para
eso hace falta el encuentro con la retórica de
Fidel Castro.
En el recorrido de Guevara se reformulan las
relaciones entre literatura y política. Es el
intento de escapar de cierto lugar estereotipado de lo que se entiende por un intelectual, lo
que lo empuja a la política y a la acción. La
política aparece como un punto de fuga, como
un lugar de corte y de transformación.
Todo esto forma parte de una tradición
literaria: cómo salir de la biblioteca, cómo pasar
a la vida, cómo entrar en acción, cómo ir a la
experiencia, cómo salir del mundo libresco,
cómo cortar con la lectura en tanto lugar de
encierro. La política aparece a veces como el
lugar que dispara esa posibilidad. El síntoma
Dahlmann ya no es la acción como encuentro
con el otro, el bárbaro, sino la acción como
encuentro con el compañero, con la víctima
social, con los desposeídos.
La prehistoria de ese pasaje, en el caso de
Guevara, está en la experiencia del médico. Esa
es la figura que articula la relación con lo social,
la intención de ayudar al que sufre, hacerse
cargo de él, socorrerlo. De hecho, el viaje está
pautado por la visita a los leprosorios. Guevara
registra imágenes y escenas notables: "En
realidad fue este uno de los espectáculos más
interesantes que vimos hasta ahora: un
acordeonista que no tenía dedos en la mano
derecha y los reemplazaba por unos palitos que
se ataba a la muñeca, y el cantor era ciego, y
casi todos con figuras monstruosas provocadas
por la forma nerviosa de la enfermedad, muy
común en las zonas, a lo que se agregaban las
luces de los faroles y linternas sobre el río". En
esta carta a su madre, escrita desde Bogotá, en
julio de 1952, está el reconocimiento de las
figuras extremas, de los restos de la sociedad,
de la víctima social.
Desde luego, no se trata del médico del
positivismo, del modelo de científico que revela
los males de la sociedad, una gran metáfora de
la visión de las clases dominantes sobre los
conflictos sociales, pensados como enfermedades que deben ser erradicadas a partir del
diagnóstico neutral y apolítico del especialista
que sabe sobre los síntomas y su cura. Se trata,
en cambio, del médico como figura del
compromiso y la comprensión, del que socorre
y salva.
En este sentido, una acotación de Richard
Sennett al analizar Los conquistadores, la novela
de Malraux sobre la Revolución China, hace notar la relación entre el revolucionario profesional
y los médicos: "Hong, el joven revolucionario,
igual que estos jóvenes médicos, han hecho
alarde de una singular clase de fuerza: el poder
de aislarse del mundo que los rodea,
haciéndose distantes y a la vez solidarios,
definiéndose de un modo rígido. Esta autodefinición inimitable les confiere un arma
poderosísima contra el mundo exterior. Anulan
un intercambio flexible de ideas entre ellos y los
hombres que los rodean y con ello adquieren
cierta inmunidad ante el dolor y los acontecimientos conflictivos y confusos que de otro
modo los desconcertarían y tal vez los
aplastarían". Sennett llama a este movimiento la
identidad purificada. Estar separado y a la vez ir
hacia los otros. La distancia aparece como una
forma de relación que permite estar
emocionalmente siempre un poco afuera, para
ser eficaz.
Hay una foto inolvidable de Guevara joven,
cuando era estudiante de medicina. Se ve un
cadáver desnudo con el cuerpo abierto en la
mesa de disección y un grupo de estudiantes,
con delantal blanco, serios y un poco impresionados. Guevara es el único que se ríe, una
sonrisa abierta, divertida. La relación distanciada
con la muerte está ahí cristalizada, su ironía de
siempre.
Me parece que Guevara encuentra la
política en este proceso. Un joven médico, que
secretamente quiere ser escritor, que sale al
camino como muchos de su generación, un
joven anticonvencional que va a la aventura y en
el camino encuentra a los marginales, a los
enfermos, y luego a las víctimas sociales, y por
fin a los exiliados políticos. Una travesía por las
figuras sociales de América Latina.
También en su relación con el marxismo y
con el Partido Comunista, Guevara se mueve
por los bordes. Hay un momento en el que se
aparta de la experiencia posible de un joven
marxista en esos años, se aleja de la cultura
obrera de los partidos comunistas y va hacia la
experiencia extrema y la guerra casi sin pasos
previos. Una práctica de aislamiento, ascetismo,
sacrificio, salvación, como será la guerrilla para
él, a la que, como sabemos, entra como médico
para convertirse rápidamente en combatiente. Y
eso sucede en el primer combate, cuando tiene
que elegir entre una caja de medicamentos y
una caja de balas y, por supuesto, se lleva la
caja de balas. Guevara cuenta esa historia
microscópica, un detalle mínimo, con gran
maestría, usando su extraordinaria capacidad
narrativa para fijar el sentido de esa pequeña
situación y convertirla en un mito de origen.
Entra como médico y sale como guerrillero.
E inmediatamente se constituye en el modelo
mismo del guerrillero, en el guerrillero esencial
digamos, el que ve la vida en la guerrilla como
el ejemplo puro de la construcción de una
nueva subjetividad.
El momento clave y un poco azaroso,
notable como metamorfosis, se da –como
dijimos– en julio de 1955, cuando encuentra a
Fidel Castro en México y se suma a su proyecto
de desembarcar clandestinamente en Cuba y
luchar contra Batista. Para entonces Guevara ha
entrado en relaciones con sectores de exiliados
de América Latina, en Guatemala y en México,
básicamente a través de Hilda Gadea, militante
del Partido Comunista peruano, que lo pone en
conexión con la política práctica.
Si uno lee las cartas de Guevara de esos
días, más que la decisión, encuentra la
incertidumbre. En julio de 1955, Guevara está
en disponibilidad, no sabe muy bien lo que va a
hacer, y entonces aparece Fidel Castro. Es uno
de los grandes momentos de la dramatización
histórica en América Latina. Castro lo encuentra
a las ocho de la noche y lo deja a las cinco de la
mañana convertido en el Che Guevara. Esa
conversación que dura toda la noche es un
punto de viraje, una conversión. Ha quedado
capturado por el carisma y la convicción política
de Castro. De hecho, la figura de Castro se
convierte inmediatamente para Guevara en un
punto de referencia esencial. Podemos pensar a
Guevara como un marxista y seguramente lo
era, pero eso no termina de explicar su decisión
de sumarse a la expedición. Se trata de un salto
cualitativo, para decirlo de algún modo.
Guevara se integra entonces como médico a
la expedición del Granma, pero rápidamente se
convierte en un combatiente, y al poco tiempo es
ya el comandante Guevara. En septiembre de
1957, Fidel Castro lo designa comandante. Están
definiendo las funciones de la tropa y, cuando
llegan a Guevara, un poco sorpresivamente Castro dice "Comandante". Lo convierte en el comandante Guevara, y le da la estrella de cinco puntas.
A partir de entonces su imagen está cristalizada.
El guerrillero heroico.Ø
paralelos,
redes
múltiples. Son series,
mapas
que
se
superponen y nada está
muy definido. Está el
viaje literario, el viaje
político, el viaje médico.
Y es la política, y no la
literatura,
la
que
terminará
articulando
esos mundos paralelos.
Pero para eso hace falta
el encuentro con la
retórica de Fidel Castro.
En el recorrido de
Guevara se reformulan
las
relaciones
entre
literatura y política. Es el
intento de escapar de
cierto lugar estereotipado de lo que se
entiende
por
un
intelectual, lo que lo
empuja a la política y a la
acción.
La
política
aparece como un punto
de fuga, como un lugar
de
corte
y
de
transformación.
Todo
esto
forma
parte de una tradición
literaria: cómo salir de la
biblioteca, cómo pasar a
la vida, cómo entrar en
acción, cómo ir a la
experiencia, cómo salir
del
mundo
libresco,
cómo cortar con la
lectura en tanto lugar de
encierro.
La
política
aparece a veces como el
lugar que dispara esa
posibilidad. El síntoma
Dahlmann ya no es la
acción como encuentro
con el otro, el bárbaro,
sino la acción como
encuentro
con
el
compañero,
con
la
víctima social, con los
desposeídos.
La prehistoria
de ese pasaje, en el caso
de Guevara, está en la
experiencia del médico.
Esa es la figura que
articula la relación con lo
social, la intención de
ayudar al que sufre,
hacerse cargo de él,
socorrerlo. De hecho, el
viaje está pautado por la
visita a los leprosorios.
r.piglia
un encuentro (6)
paralelos,
redes
múltiples. Son series,
mapas
que
se
superponen y nada está
muy definido. Está el
viaje literario, el viaje
político, el viaje médico.
Y es la política, y no la
literatura,
la
que
terminará
articulando
esos mundos paralelos.
Pero para eso hace falta
el encuentro con la
retórica de Fidel Castro.
En el recorrido de
Guevara se reformulan
las
relaciones
entre
literatura y política. Es el
intento de escapar de
cierto lugar estereotipado de lo que se
entiende
por
un
intelectual, lo que lo
empuja a la política y a la
acción.
La
política
aparece como un punto
de fuga, como un lugar
de
corte
y
de
transformación.
Todo
esto
forma
parte de una tradición
literaria: cómo salir de la
biblioteca, cómo pasar a
la vida, cómo entrar en
acción, cómo ir a la
experiencia, cómo salir
del
mundo
libresco,
cómo cortar con la
lectura en tanto lugar de
encierro.
La
política
aparece a veces como el
lugar que dispara esa
posibilidad. El síntoma
Dahlmann ya no es la
acción como encuentro
con el otro, el bárbaro,
sino la acción como
encuentro
con
el
compañero,
con
la
víctima social, con los
desposeídos.
La prehistoria
de ese pasaje, en el caso
de Guevara, está en la
experiencia del médico.
Esa es la figura que
articula la relación con lo
social, la intención de
ayudar al que sufre,
hacerse cargo de él,
socorrerlo. De hecho, el
viaje está pautado por la
visita a los leprosorios.
el
encue
ntro
con la
retóri
ca de
fidel
castro
�El cierre eléctrico de la puerta hizo su sonido de chicharra, y otra vez pude considerarme
dentro de la fiesta vigilada.
A continuación pasé por el examen de los
libros. (No es que se encapricharan en mi caso,
simplemente tenían que obedecer a una lotería
de equipajes.)
"¿Por qué tantos?", preguntó el aduanero.
Debí explicarle entonces a qué me
dedicaba.
"Afuera se publica mucha novela de
cubanos".
Y el tipo siguió con su conversación.
En la terraza de la Unión de Escritores,
antigua residencia de un rico comerciante,
llovían las pequeñas flores atigradas.
"Desactivado", fue el diagnóstico de los dos
funcionarios. Para que meses más tarde, al
tratar de viajar a un encuentro internacional de
escritores, una joven oficial del Ministerio del
Interior viniese a anunciarme que no me otorgaban el permiso de salida.
Se hallaba en restauración la casona donde
gestionar permisos. Las distintas colas se apiñaban en un patio trasero. Bastaba con que un
viejo olvidara su puesto para animar un nido de
ciempiés. O no era necesario el viejo: dentro
de tanta confusión cualquiera equivocaba el
motivo que lo trajera hasta allí. (Reinaba la
inseguridad en cada solicitante y solo muy
raramente los empleados se dignaban a ofrecer
aclaraciones.)
Lo habían logrado bien aquellos oficiales,
los superiores de aquellos oficiales, y quienes
inventaran la obligatoriedad de un permiso para
cada cubano que intentase salir del país.
Lograban inocular en cada prófugo esta incertidumbre: ni siquiera se era dueño de uno
mismo. Obligaban a pagar en dólares cualquier
cuota de libertad (fuese temporal o definitiva), y
el Ministerio del Interior se reservaba el derecho de rechazar solicitudes.
Así que de ningún modo resultaba
injustificado el nerviosismo entre la gente
concentrada en aquel patio. La contigüidad de
tantos destinos promovía la locuacidad. Nos
apretábamos allí pero muy pronto, con suerte,
cada uno tomaría su avión y alcanzaríamos a
regarnos por el mundo. Dejaríamos atrás tanta
estrechez, olvidaríamos las mañanas gastadas
en trámites, el maltrato recibido de parte de las
autoridades.
Durante varios días me presenté en la
casona. (Un requisito cumplido provocaba la
inteligenci
a / j / ponte
de la
una visita al museo
El jardín que llevaba a la primera de las
dos casas lucía mejor cuidado que el de
muchas de las embajadas y consulados de los
alrededores. Pese al sol a plomo y la brisa del
mar, el césped se mantenía fresco. Las aceras
que lo limitaban habían sido blanqueadas
recientemente.
Aunque tampoco es que gastaran mucha
creatividad en él. Se trataba de un jardín
perfectamente militar, la miniatura de un
campo de batalla: un prado bien cortado, aquí y
allá una artillería de lirios florecidos, algunos
rosales. Cielo azul como en Austerlitz (me
refiero a la descripción de la batalla hecha por
Tolstói) y unas nubes que cruzaban sobre el
tráfico de la Quinta Avenida.
De noche, el lugar estaría iluminado por
pequeños faroles apostados en el césped.
Mantendrían encendido el cartel lumínico de la
entrada.
"Museo del Ministerio del Interior", rezaba
este.
Tantas veces lo había encontrado sin que
lograra despertarme curiosidad. ¿A quién iba a
ocurrírsele entrar? ¿Acaso no bastaban las
vallas dispersas por toda la ciudad, no bastaba
con encender el televisor o leer un periódico?
Dentro de aquellas dos casas se espesaba
el mismo caldo. Una visita al Museo de la
Inteligencia podía resultar sumamente indigesta. Pero yo había entregado mi pasaporte
en la aduana habanera. Había regresado a
pesar de las advertencias sobre mi pronta
conversión en fantasma.
"Espere allá", me ordenó la mujer uniformada después de comprobar los datos de
mi pasaporte.
La madrugada no era muy movida en
aquella terminal aérea. El resto de las cabinas
permanecía sin clientes. Gente de uniforme
entraba y salía de ellas como sonámbulos. Y
mientras yo aguardaba tras la línea amarilla
trazada en el piso, un oficial se metió en la
cabina donde me atenderían.
"¿Hasta cuándo vas a volver?", me soltó a
quemarropa.
Volver a Cuba, quiso decir.
Miré el rostro de la mujer.
"Hasta que ustedes lo permitan", balbuceé.
Él asintió.
La mujer puso el cuño, devolvió mi
pasaporte.
necesidad de satisfacer otro más recóndito.
Después de obtener un sello de timbre se hacía
imprescindible determinada firma.) Hasta que
un mediodía creí llegada la buena ocasión. Me
hicieron pasar a una sala donde se apretaban
las mesas de varios oficiales.
Todos mujeres, la más joven de ellas me
indicó una silla baja. (Pude ver, al inclinarme,
que llevaba vendada una rodilla.) Ella colocó
dos dedos sobre mi identificación, y deslizó a
lo largo de la mesa aquella ficha de casino.
"Puede guardarla ya".
La mujer de la mesa contigua examinaba el
desenvolvimiento de su joven colega.
Quizás porque ésta se hallaba aún a
prueba.
En cualquier caso, supo desembuchar su
no. Y cuando pregunté el motivo debió hacer la
misma mueca que al recibir el golpe en la
rodilla.
"Usted lo sabe bien", fue su única
respuesta.
Echó una ojeada desdeñosa al visado
extranjero, cerró el pasaporte, lo aplastó con
dos dedos, e hizo que recorriera la mesa en
dirección mía.
Menciono, por último, un recurso tan
esperanzador como aquella ojeada suya al
visado: si me faltaba algo por comprender, si
acaso tenía alguna queja, podía dirigirme por
escrito al ministro del Interior.
"Debió ser éste el comedor de la casa",
pensé antes de abandonar la oficina.
Ya en la calle, revisé el pasaporte. Igual que
en mi expulsión de la Unión de Escritores, no
quedaba prueba escrita de que tuviese
prohibido salir del país.
También ahora cabía apelación por escrito.
Las instancias gubernamentales podían darse
el lujo de la oralidad, sus comunicaciones no
dejaban sombra. Los individuos, en cambio,
debíamos medir muy bien nuestras palabras,
ponerlas en papel. Las pruebas iban a parar a
manos de gente responsable, capaz de
administrar bien la memoria. Archiveros y oficiales del Ministerio del Interior, por ejemplo.
Y fue debido a ello que una tarde reuní
fuerzas para presentarme en el Museo de la
Inteligencia, a pocas cuadras de La Maqueta de
La Habana.
"Vengo a saber lo que tienen sobre mí",
debí anunciar a la primera celadora.
Para enseguida aliviar su sorpresa:
�inteligencia
sillo y, en cuanto di unos pasos, dos de las
celadoras disolvieron su tertulia.
Aquel inmueble había sido antes mansión
familiar. (El vastísimo aparato estatal andaba
siempre hambriento de locales.) Retratos de
héroes del servicio secreto llenaban sus
paredes del mismo modo que imágenes de
antepasados cubrían la escalera principal de
un castillo.
Eran los mismos rostros que constaban en
sus expedientes. Pintados por alguna mano
versada en aumentar fotos.
Hileras e hileras de óleos tan inacabados
como sus existencias, muertos jóvenes en su
mayoría.
Cada sala del museo permitía un recorrido
desde las fuerzas coloniales hasta las
revolucionarias. A una policía ocupada en la
represión de manifestaciones callejeras replicaban, a partir del triunfo de la revolución,
agentes policiales sumidos en academias,
personal desvelado por la suerte de una
viejecita.
No eran necesarios ya chorros de agua a
presión, porra, disparos. La calle, tal como
rezaba el lema, era de los revolucionarios.
Quienes formaran las manifestaciones callejeras se habían pasado definitivamente al
campo de las fuerzas del orden. No cabían ya
demostraciones públicas, salvo las
organizadas oficialmente. Todos éramos
policías. Y no podía faltar alguna imagen que
relacionara la vigilancia de los comités de
vecinos con la del cuerpo uniformado,
articulación aceitadísima. Pues, tal como debí
sospechar desde el principio, la viejecita
apegada al agente no era más que una
soplona.
Entre los útiles prerrevolucionarios se
exhibían bastones y manoplas. Al pie de un
grupo de imágenes de cuerpos torturados
podía examinarse la panoplia del capitán
Segura. (La cigarrera forrada de piel humana
no habría desentonado allí.)
Las cárceles eran recordadas en lo mejor
de su horror. Para luego cobrar optimismo
mediante disposiciones del gobierno revolucionario: reclusos en chequeos médicos y
estomatológicos, acogedores patios para
recibir visitas, aulas, terrenos deportivos,
teatro de aficionados, bibliotecas, talleres,
artesanía confeccionada por reclusas... Nada
de calabozos y celdas de castigo. Ninguna
memoria del paredón de fusilamiento adonde
Luego de las torturas, falsificaciones.
Billetes falsos de varias nacionalidades,
falsas tarjetas de crédito, una máquina de
hacer monedas. Y Dan, el perro pastor
alemán embalsamado.
Echado sobre sus cuartos traseros, el
pelo en buen estado de conservación, los
ojos de ratón aplastado en una ratonera,
una tarja contaba su biografía. Oriundo de
Checoslovaquia (el hombre que iba a
manejarlo debió viajar a Praga para un
curso de adiestramiento), Dan fue durante
años el único sabueso de la policía
revolucionaria. Su desempeño llegó a
cubrir varias provincias.
De una de sus primeras actuaciones
quedaba este resumen: "El asesino
reconoció
en
la
declaración
su
culpabilidad y se asombró de la
inteligencia del perro".
Y terminaba tristemente la biografía de
un animal tan útil: "Dan fue sacrificado a
los diez años, pero dejó una huella
imperecedera, no solo porque fue el
primer perro que trabajó para la Policía,
sino por su docilidad, porte, disciplina y
capacidad en el trabajo, lo que lo avaló
para obtener numerosas condecoraciones
en distintas competencias nacionales".
La celadora a cargo de la sala
compartía mi admiración. "Él es nuestra
mascota", dijo.
"¿Le habría gustado conocerlo en
vida?"
Mi pregunta pareció sorprenderla.
"Sí, claro".
En Praga (yo lo había leído en Libuse
Moniková) funcionaba un museo no muy
distinto. Exhibían en él armas, una
máquina de falsificar billetes, obras de
arte donadas a las fuerzas de seguridad
por los artistas. Pero la pieza principal, la
que más atraía al público, no era otra que
un perro embalsamado.
Pastor
alemán
también,
presumiblemente emparentado con Dan.
A todo el que visitaba el museo
praguense le exigían calzarse unas
pantuflas de fieltro. Cada uno de los recién
llegados alegraba a la mujer de la entrada
(de contabilizar menos de quince
visitantes diarios clausurarían el local), y
ella recomendaba a todos la formidable
pieza de taxidermismo que constituía el
perro héroe
a / j / ponte
"Me han acusado de pertenecer a una red
que opera desde el extranjero. Afirman que esa
red recibe mensualidades de la agencia de
inteligencia estadounidense. Me consideran
becario de la CIA o algo por el estilo, y he sido
desactivado de la Unión de Escritores."
Desactivado, ¿comprendía? Igual que un
mecanismo o un arma.
¿No tenían allí, en exposición, viejas minas
desactivadas, bombas que nunca llegaron a
explotar?
Claro que todavía nuestro Muro estaba en
pie. Que no dejaban de ampliarse los kilómetros de expedientes secretos, y multitud de
chivatos redactaban aún sus composiciones.
Comprendía, por tanto, el azoro con que la
celadora escuchaba mi petición.
Se trataba de una petición prematura.
Digna de una Junta Gauck por existir.
Pero si andaba equivocado de tiempo, en
modo alguno me equivocaba de lugar, y era allí
donde resultaba pertinente una solicitud como
aquella. ¿Dónde mejor que en un paisaje tan
premonitorio del fin del régimen revolucionario?
Aunque, dejémonos de cuentos, mi llegada
al Museo de la Inteligencia no ocurrió así.
Guardaba la entrada una celadora. Reprimía
un bostezo en tanto contemplaba, más allá del
jardín, los árboles de la avenida. Yo venía a
tropezármela en plena digestión, cuando seguramente calculaba las horas que faltaban para
marcharse a casa.
Cruzamos pocas frases, y no le comenté el
motivo de mi visita. Si algo tenía claro al entrar
allí, era que me haría pasar por extranjero.
Que el personal me tomara por uno de
esos simpatizantes a los que arroba la
revolución y viajan a Cuba para cumplir un viejo
sueño. De otro modo mi visita no sería creíble,
parecería alguien dispuesto a cometer
profanación, a soltar carcajadas ante una pieza.
(No solo se trataba de que, fantasma al fin, me
desvelase el protocolo. Sino que deseaba
examinar cierto paisaje al lado de la carretera
que llevaba lejos: lo mismo que George
Simmel. O buscaba un auto que me sacara a
tiempo de Alemania Oriental, aquel Alfa Romeo
que sirvió a sus vigilantes para bautizar a
Garton Ash.)
El Museo de la Inteligencia abría sus puertas el día después. Yo venía de otro país.
Pagué en dólares el derecho de admisión.
Varias cabezas femeninas se asomaron al pa-
se asomaba, desde palco propio, el
comandante Guevara.
Luego de las torturas, falsificaciones.
Billetes falsos de varias nacionalidades, falsas
tarjetas de crédito, una máquina de hacer
monedas. Y Dan, el perro pastor alemán
embalsamado.
Echado sobre sus cuartos traseros, el pelo
en buen estado de conservación, los ojos de
ratón aplastado en una ratonera, una tarja
contaba su biografía. Oriundo de Checoslovaquia (el hombre que iba a manejarlo debió
viajar
a
Praga
para
un
curso
de
adiestramiento), Dan fue durante años el único
sabueso de la policía revolucionaria. Su
desempeño llegó a cubrir varias provincias.
De una de sus primeras actuaciones
quedaba este resumen: "El asesino reconoció
en la declaración su culpabilidad y se asombró
de la inteligencia del perro".
Y terminaba tristemente la biografía de un
animal tan útil: "Dan fue sacrificado a los diez
años, pero dejó una huella imperecedera, no
solo porque fue el primer perro que trabajó
para la Policía, sino por su docilidad, porte,
disciplina y capacidad en el trabajo, lo que lo
avaló para obtener numerosas condecoraciones en distintas competencias nacionales".
La celadora a cargo de la sala compartía mi
admiración. "Él es nuestra mascota", dijo.
"¿Le habría gustado conocerlo en vida?"
Mi pregunta pareció sorprenderla.
"Sí, claro".
En Praga (yo lo había leído en Libuse
Moniková) funcionaba un museo no muy
distinto. Exhibían en él armas, una máquina de
falsificar billetes, obras de arte donadas a las
fuerzas de seguridad por los artistas. Pero la
pieza principal, la que más atraía al público, no
era otra que un perro embalsamado.
Pastor alemán también, presumiblemente
emparentado con Dan.
A todo el que visitaba el museo praguense
le exigían calzarse unas pantuflas de fieltro.
Cada uno de los recién llegados alegraba a la
mujer de la entrada (de contabilizar menos de
quince visitantes diarios clausurarían el local), y
ella recomendaba a todos la formidable pieza
de taxidermismo que constituía el perro héroe.
Mientras tanto, los únicos visitantes de la
jornada habanera éramos una pareja de
verdaderos extranjeros y yo.
�inteligencia
AntonioJoséPonte
LaHabana·64
Aún cuando el piso de la entrada
permanecía húmedo, la auxiliar de limpieza me
pidió que pasara. Adentro abundaban las armas
y la propaganda arrebatada a comandos
contrarrevolucionarios.
"Por la verdadera revolución", rezaban unos
bonos. "Cuba sí, comunismo no", otros.
Buena parte de los símbolos de las fuerzas
revolucionarias
eran
utilizados
por
contrincantes salidos de sus filas. Llovían, por
tanto, las descalificaciones.
La
imagen
de
un
guerrillero
contrarrevolucionario con los brazos en alto era
explicada en tono humorístico: "Bandido en el
mejor momento de su fracasada insurgencia".
Las vitrinas guardaban falsos pasaportes y
visados
falsos. Británicos, canadienses,
colombianos, cubanos... La historia del país
podía ser contada a través de sus documentos
migratorios: un pasaporte colonial, uno
republicano,
y
el
pasaporte
actual,
revolucionario.
Exhibían visas cubanas de las tres épocas.
Pero ni rastro del permiso de salida. Tal vez
porque, al no poseer antecedente en la etapa
colonial ni en la republicana, saltaría a la vista
su novedad carcelaria. (Puestos a procurarle
parentela, habría que remontarse a siglos
anteriores, a las cartas de liberación de
esclavos.)
Las salas de aquella última edificación
declaraban que los cuerpos cubanos de
seguridad combatían a cuanto peligro viniera a
introducirse en el país. Velaban el sueño de los
ciudadanos, de ningún modo sus vigilias. En
todo aquel museo no podría hallarse indicio
alguno que permitiera sospechar de un sistema
de escucha telefónica o de un Cabinet Noir.
(Durante el reinado de Luis XV, una oficina bajo
ese nombre empleaba a 22 miembros que
seleccionaban las cartas a leer, sacaban un
molde del sello, transcribían los contenidos y
volvían a sellarlas.)
A juzgar por lo expuesto en el Museo de la
Inteligencia, los expedientes secretos no
existían. La tarde pasada en el apartamento
berlinés de G (para no hablar del libro de
Timothy Garton Ash y de mi entrevista con la
joven oficial de rodilla vendada) debió
despertarme aprensiones infundadas.
de la
Se trataba, igual que en la novela habanera
de Graham Greene, de falso espionaje. Aquello
no era más que un juego.
"¿Desea
firmar
nuestro
Libro
de
Visitantes?", propuso la misma celadora que
me recibiera.
En las páginas del álbum cabían dibujos de
banderas, apuntes para un retrato de Ernesto
Guevara, consignas aprendidas al paso de los
autos de turismo. La inscripción más reciente,
hecha por la pareja de extranjeros, hablaba
acerca de lo onírico de la revolución. Según
ellos, los cubanos tenían la generosidad de
soñar ese sueño por gente de otras latitudes.
Cerré el pesado volumen, logré escabullirme sin escribir nada en él. Abandoné el
sitio con la certeza de que, aún cuando
existiera, nunca llegaría a hojear el expediente
donde me investigaban.
Y no (siendo optimista) porque fuese a
faltar a la cita, sino por una noticia sorprendida
en las últimas páginas de The File. A Personal
History.
Allí contaba Timothy Garton Ash cómo
había compactado en un archivo de
computadora las trescientas y tantas páginas
de la carpeta obtenida gracias a la Junta Gauck.
Ese montón de jornadas y de informes
reducido a tamaño de bolsillo me llevó a
suponer cuán útil habría sido para los oficiales
de la Stasi (pienso sobre todo en el propietario
de la trituradora) el contar con archivos
digitalizados que, a un simple golpe de tecla,
desaparecieran sin dejar rastro.
Y de ahí no me cuesta mucho saltar a los
colegas cubanos de aquellos oficiales, alumnos
suyos tal vez, quién sabe con cuánto tiempo
aún para trasvasar a soporte de fácil
escamoteo toda la información que compilaran.
Se trataba, igual que en la novela habanera
de Graham Greene, de falso espionaje. Aquello
no era más que un juego.
"¿Desea
firmar
nuestro
Libro
de
Visitantes?", propuso la misma celadora que
me recibiera.
En las páginas del álbum cabían dibujos de
banderas, apuntes para un retrato de Ernesto
Guevara, consignas aprendidas al paso de los
autos de turismo. La inscripción más reciente,
hecha por la pareja de extranjeros, hablaba
acerca de lo onírico de la revolución. Según
ellos, los cubanos tenían la generosidad de
soñar ese sueño por gente de otras latitudes.
Cerré
el
pesado
volumen,
logré
escabullirme sin escribir nada en él. Abandoné
el sitio con la certeza de que, aún cuando
existiera, nunca llegaría a hojear el expediente
donde me investigaban.
Y no (siendo optimista) porque fuese a
faltar a la cita, sino por una noticia sorprendida
en las últimas páginas de The File. A Personal
History.
Allí contaba Timothy Garton Ash como
había compactado en un archivo de
computadora las trescientas y tantas páginas
de la carpeta obtenida gracias a la Junta Gauck.
Ese montón de jornadas y de informes
reducido a tamaño de bolsillo me llevó a
suponer cuán útil habría sido para los oficiales
de la Stasi (pienso sobre todo en el propietario
de la trituradora) el contar con archivos
digitalizados que, a un simple golpe de tecla,
desaparecieran sin dejar rastro.
Y de ahí no me cuesta mucho saltar a los
colegas cubanos de aquellos oficiales, alumnos
suyos tal vez, quién sabe con cuánto tiempo
aún para trasvasar a soporte de fácil
escamoteo toda la información que compilaran.
a / j / ponte
Un sendero de jardín llevaba al segundo de
los edificios, dedicado al trabajo de la policía
secreta.
Aún cuando el piso de la entrada permanecía húmedo, la auxiliar de limpieza me
pidió que pasara. Adentro abundaban las armas
y la propaganda arrebatada a comandos contrarrevolucionarios.
"Por la verdadera revolución", rezaban unos
bonos. "Cuba sí, comunismo no", otros.
Buena parte de los símbolos de las fuerzas
revolucionarias eran utilizados por contrincantes salidos de sus filas. Llovían, por tanto,
las descalificaciones.
La imagen de un guerrillero contrarrevolucionario con los brazos en alto era
explicada en tono humorístico: "Bandido en el
mejor momento de su fracasada insurgencia".
Las vitrinas guardaban falsos pasaportes y
visados falsos. Británicos, canadienses,
colombianos, cubanos... La historia del país
podía ser contada a través de sus documentos
migratorios: un pasaporte colonial, uno
republicano, y el pasaporte actual, revolucionario.
Exhibían visas cubanas de las tres épocas.
Pero ni rastro del permiso de salida. Tal vez
porque, al no poseer antecedente en la etapa
colonial ni en la republicana, saltaría a la vista
su novedad carcelaria. (Puestos a procurarle
parentela, habría que remontarse a siglos
anteriores, a las cartas de liberación de
esclavos.)
Las salas de aquella última edificación
declaraban que los cuerpos cubanos de seguridad combatían a cuanto peligro viniera a
introducirse en el país. Velaban el sueño de los
ciudadanos, de ningún modo sus vigilias. En
todo aquel museo no podría hallarse indicio
alguno que permitiera sospechar de un sistema
de escucha telefónica o de un Cabinet Noir.
(Durante el reinado de Luis XV, una oficina bajo
ese nombre empleaba a 22 miembros que
seleccionaban las cartas a leer, sacaban un
molde del sello, transcribían los contenidos y
volvían a sellarlas.)
A juzgar por lo expuesto en el Museo de la
Inteligencia, los expedientes secretos no
existían. La tarde pasada en el apartamento
berlinés de G (para no hablar del libro de
Timothy Garton Ash y de mi entrevista con la
joven oficial de rodilla vendada) debió despertarme aprensiones infundadas.
Un sendero de jardín llevaba al segundo de
los edificios, dedicado al trabajo de la policía
secreta.
na visita al museo
a / j / ponte
AntonioJoséPonte
LaHabana·64
�trenes
trenes
azúa
azúa
azúa
azúa
azúa
azúa
azúa
En sus dos últimas películas, Clint
Eastwood da una visión asaz convincente del
asalto a la isla de Iwo Jima, decisivo para el
final de la campaña del Pacífico. Lo expone
desde ambos lados, el americano y el japonés. Al parecer, aun cuando la crítica ha sido
elogiosa, el relato no ha logrado el éxito entre
el público de los EE.UU. Tengo para mí que
una de las causas del escaso entusiasmo
popular es que el protagonista de la primera
parte sea un camillero y el de la segunda un
soldado nipón sin ímpetu combativo, cuya
vida está ligada a la del comandante de la
plaza, un general excesivamente inteligente
como para provocar la simpatía de las masas.
Las películas de guerra habituales, las
que buscan el embeleso populista, no pueden
apartarse del sentimentalismo pequeño burgués (antes, "cursilería"), como esos soldados
Ryan de Spielberg o esas milicianas de Loach
cuya presencia hurga con dedos codiciosos
en nuestro corazón. Para el actual convencionalismo, la guerra sólo es digerible mediante
una infusión simple y epidérmica, como de
novela rosa ideológica. Sin embargo, Eastwood ha intentado excavar un poco más. Su
primera parte, la mejor de las dos, creo yo, ve
la contienda desde el punto de vista de un
camillero, ese desconocido.
Precisamente el cine nos ha habituado a
creer que en las guerras todo lo deciden los
políticos, los oficiales y los soldados, mentira
tan portentosa como creer que en las
democracias todo lo deciden los votantes. El
camillero de Eastwood es una pieza clave,
pero oculta, del combate. Con todo conocimiento, el alto mando japonés había ordenado matar en primer lugar a los camilleros
porque cada baja de ese cuerpo suponía la
muerte de cientos de heridos cuya agonía en
el campo de batalla desmoralizaba a los
supervivientes. Un buen servicio médico era
esencial en la guerra convencional, e imagino
que aún lo sigue siendo. Saber que si caes
con un tiro en el estómago no vas a morir
como un perro, adivino que da fuerzas para
seguir avanzando.
El segundo elemento oculto en la
imagen sentimental de la guerra es la intendencia y el transporte. En la mayor parte de
las actuales cintas bélicas, por no decir en
todas, los soldados se alimentan de aire,
reciben el correo de manos de los ángeles y
han llegado al frente caídos de una nube. Sin
embargo, era la buena organización de esos
elementos lo que decidía una victoria o una
derrota. En sus recuerdos sobre la Primera
Guerra Mundial, el mariscal Ludendorff, una
de las lumbreras del Alto Estado Mayor
alemán, se lamentaba amargamente: "La
victoria francesa de 1918 fue la victoria del
camión francés sobre el tren alemán". Contra
lo que pueda parecer, la progresiva tecnificación de los combates hasta llegar a las
actuales guerras robóticas comenzó no hace
tantos años.
Una escueta exposición del Museo del
Ejército francés, en los Inválidos, presenta la
historia de ese cuerpo casi desconocido,
l'Arme du Train (cuya traducción al español
será, quizás, ¿el Arma de Transportes?) y en
ella se constata que apenas tiene doscientos
años. Su fundación, ¡cómo no!, fue otra
iniciativa napoleónica. En 1807, el emperador
creó el primer Train d'equipages militaires.
Hasta esa fecha los soldados comían según
las contratas privadas de cada batallón,
estaban a merced del placer o el negocio de
los jefes, al azar de los mercaderes que se
arriesgaran a seguir a los soldados o de las
mujeres que les acompañaran. Apenas puede
hablarse de evacuación o cuidado de los
heridos tras cada batalla, porque se
improvisaba. Una de las causas de las continuas victorias napoleónicas fue justamente
que ningún otro ejército contaba entonces
con ese servicio ejemplar, tan heroico como
la infantería, capaz de auxiliar a los caídos y
trasladarlos a lugar seguro.
No es casual que l'Arme du Train ganara
su primera águila durante la guerra de
España, en 1812. Hay que imaginar las
campañas por los bosques, las sierras y los
peñascales españoles, en pasos de montaña
apenas transitables, con una orografía sólo
comparable a la balcánica y por allí, serpenteando, las reatas de mulas y caballos
cargados de alimento, munición, agua, mantas, medicinas, en fin, lo imprescindible para
que las columnas avanzaran más rápidas que
el enemigo. ¡Y con qué esfuerzo!
En la exposición figura una de las
monturas en las que se evacuaba a los
heridos: es una silla con estructura de hierro y
dos estrechos asientos dotados de estribo
(cacolets) que cuelgan a modo de alforjas.
Pesaban 150 kilos y hay que pensar en
aquellas mulillas y en su conductor cargando
con la pareja de muchachos maltrechos,
trotando por los estrechos pasos de Despeñaperros o de Sierra Morena, para figurarse una
guerra enteramente distinta de la habitual. Por
cierto que esas mulas sí aparecen en la
reciente película de Rachid Bouracheb,
Indigènes, en la que arremete contra el
ejército francés por el racismo con que trató a
sus soldados magrebíes y senegaleses.
La evolución del Train fue rapidísima. Si
avistamos la Primera Guerra Mundial nos
aparece un bosque de 180.000 conductores,
140.000 animales (las llamadas unidades "hipomóviles") y 97.000 vehículos (las "automóviles"). Se dice que uno de los motivos por
los que la guerra quedó estancada en la
espantosa carnicería de las trincheras, con
millones de bajas por ambos lados y sin que
el frente se moviera un centímetro durante
años, fue el efecto de una movilización
rapidísima y el apabullante desconcierto de
los generales incapaces de hacer nada de
provecho con un utensilio mil veces superior
a sus capacidades.
¿Cómo puede ser tan escasa la información y casi inexistente la imagen cinematográfica o literaria de tan enorme máquina
técnica y humana? Los conductores por
supuesto también disparaban, y tenían que
entrar en lo más duro de los combates porque
allí era donde recogían a los heridos para
evacuarlos. Todavía en la Segunda Guerra
Mundial (recuérdense las imágenes de la
liberación de Italia) a los heridos se les
evacuaba en mulas cuando los combates se
daban a campo abierto o en ciudades intransitables por la devastación de los bombardeos.
Ciertamente, la historia de esta arma se
hace menos fascinante a medida que la
tecnificación va dando mayor importancia a la
máquina que al tiro de sangre, o a la vieja
camioneta atoldada y conducida a toda
velocidad por un as cubierto con casco de
cuero, mientras el copiloto vacía su pistola
contra un biplano que les ametralla desde el
aire. En nuestros días la unidad estelar del
arma se llama "vehículo de transporte
logístico" y es una colosal plataforma sobre la
que se trasladan unidades blindadas que no
pueden llevarse por aire. Unos monstruos a
cuyo lado las mulillas semejan señoritas con
sombrero de velo y botines de corchete.
El camillero de Eastwood es un punto de
vista novedoso en la imagen de la guerra
moderna. Es cierto que no puede emocionar a
las masas con la misma intensidad que el
héroe romántico y sentimental de las cintas
patrioteras, pero libera de la abusiva presencia del soldado valiente o cobarde, víctima
o verdugo, cínico o angélico, que oculta con
su rostro la presencia de un orden racional y
técnico en la batalla.
Porque lo que propone la mistificación
romántica, sentimental y nacionalista es hacernos creer que la guerra trae consigo una
experiencia salvadora, individual, subjetiva, sin
relación con la red de metros de una ciudad,
el abastecimiento de los mercados, el circuito
de carreteras en fin de semana, el conjunto
hospitalario de una nación o la logística de la
mercancía. Sin embargo, como todos sabemos, la guerra es tan sólo la política llevada a
su verdad radical. Una verdad tan dura de
soportar que a veces descansamos de ella
durante decenios mediante esa argucia teatral
y litúrgica que llamamos "tiempo de paz", y
que consiste en simular que no hay bajas.
FélixDeAzúa
B a r c e l o n a ·44
�Poco después, entre agosto y octubre de
1958, Guevara vive –y narra mientras vive– la
primera experiencia de lo que podríamos
llamar el ascetismo guerrillero, la capacidad
de sacrificio, y de ella saca una conclusión
que lo va a marcar en toda su experiencia
futura. En esos meses, es el comandante de
la Octava Columna, de 140 hombres, y recorre
medio país, va desde Sierra Maestra hasta la
provincia de Las Villas, en una caminata muy
dificultosa, con el sistema clásico de
esconderse y escapar y marchar incesantemente. Ante la dificultad del avance,
Guevara registra en su diario un hecho que
después no aparece en la reescritura de los
Pasajes de la guerra revolucionaria. Dice así:
"La tropa está quebrantada moralmente,
famélica, los pies ensangrentados y tan hinchados que ya no entran en lo que les resta
de calzado. Están a punto de derrumbarse.
Sólo en las profundidades de sus órbitas
aparece una débil y minúscula luz que brilla en
medio de la desolación".
Parece un apunte de Tolstói, y a la vez se
encuentra en la escena algo que se repetirá
luego: el sacrificio y el exceso, la ruptura del
límite como condición de la subjetividad
política. La imagen anticipa la experiencia en
Bolivia pero concluye de otra manera, y toda
la diferencia consiste en las condiciones políticas que hay en Cuba, la debilidad de Batista,
la crisis de la hegemonía que decide la política, como diría Gramsci. Pero Guevara parece
borrar las condiciones políticas específicas
para quedarse con el momento de la decisión
pura como condición de la política.
Están ahí, hambrientos, los guerrilleros en
el monte, tratando de avanzar de cualquier
modo, y Guevara dice: "Sólo al imperio de
insultos, ruegos y exabruptos de todo tipo
podía hacer caminar a esa gente exhausta".
Él está con ellos, en la misma situación
que ellos, exhausto, pero a la vez está afuera,
los impulsa y los guía. "Los jefes deben constantemente ofrecer el ejemplo de una vida
cristalina y sacrificada", escribirá en 1961 en
La guerra de guerrillas.
Aparece ahí por primera vez la idea de la
construcción de una ética del sacrificio con el
modelo de la guerrilla, la construcción de una
subjetividad nueva. Y es lo que parece haber
quedado como condición de la victoria y de la
formación de un cuadro político.
No sé hasta dónde podemos integrar esta
idea en el marco de la tradición popular. Esa
tradición está en la ética de Brecht, Me-ti. El
la consecuencia (7)
Poco después, entre agosto y octubre de
1958, Guevara vive –y narra mientras vive– la
primera experiencia de lo que podríamos
llamar el ascetismo guerrillero, la capacidad
de sacrificio, y de ella saca una conclusión
que lo va a marcar en toda su experiencia
futura. En esos meses, es el comandante de
la Octava Columna, de 140 hombres, y recorre
medio país, va desde Sierra Maestra hasta la
provincia de Las Villas, en una caminata muy
dificultosa, con el sistema clásico de
esconderse y escapar y marchar incesantemente. Ante la dificultad del avance,
Guevara registra en su diario un hecho que
después no aparece en la reescritura de los
Pasajes de la guerra revolucionaria. Dice así:
"La tropa está quebrantada moralmente,
famélica, los pies ensangrentados y tan hinchados que ya no entran en lo que les resta
de calzado. Están a punto de derrumbarse.
Sólo en las profundidades de sus órbitas
aparece una débil y minúscula luz que brilla en
medio de la desolación".
Parece un apunte de Tolstói, y a la vez se
encuentra en la escena algo que se repetirá
luego: el sacrificio y el exceso, la ruptura del
límite como condición de la subjetividad
política. La imagen anticipa la experiencia en
Bolivia pero concluye de otra manera, y toda
la diferencia consiste en las condiciones políticas que hay en Cuba, la debilidad de Batista,
la crisis de la hegemonía que decide la política, como diría Gramsci. Pero Guevara parece
borrar las condiciones políticas específicas
para quedarse con el momento de la decisión
pura como condición de la política.
Están ahí, hambrientos, los guerrilleros en
el monte, tratando de avanzar de cualquier
modo, y Guevara dice: "Sólo al imperio de
insultos, ruegos y exabruptos de todo tipo
podía hacer caminar a esa gente exhausta".
Él está con ellos, en la misma situación
que ellos, exhausto, pero a la vez está afuera,
los impulsa y los guía. "Los jefes deben constantemente ofrecer el ejemplo de una vida
cristalina y sacrificada", escribirá en 1961 en
La guerra de guerrillas.
Aparece ahí por primera vez la idea de la
construcción de una ética del sacrificio con el
modelo de la guerrilla, la construcción de una
subjetividad nueva. Y es lo que parece haber
quedado como condición de la victoria y de la
formación de un cuadro político.
No sé hasta dónde podemos integrar esta
idea en el marco de la tradición popular. Esa
tradición está en la ética de Brecht, Me-ti. El
rastros
dedede
lectura
lectura
lectura
el
último
lector
[fragmento]
r.piglia
libro de las mutaciones. Se trata de una ética
de las clases subalternas que implica negociar, romper la negociación, hacer alianzas,
abrir el juego, cerrarlo. Gramsci, obviamente,
podría ser otro ejemplo de esa estrategia de
acumulación. Se parte de la distinción entre
amigo y enemigo como condición de la política, pero esa oposición es muy fluida y se modifica según la coyuntura. La noción de
enemigo es la clave: cuáles son sus fisuras,
cómo fragmentarlo y con quién, cómo construir el consenso, cuáles son las relaciones de
fuerza y la conciencia posible.
Podría decirse que Guevara piensa al
revés: primero decide la táctica y luego
adapta las condiciones a esa táctica. Define
quién es el amigo, con quién construye el
núcleo guerrillero, cómo se prepara (y esa es
la base de su libro La guerra de guerrillas).
Guevara tiende a pensar al grupo propio, más
que en términos de clase, casi como una
secta, un círculo de iniciados del que debe
estar excluida cualquier ambigüedad. En ese
sentido, su política tiende a ver al enemigo
como un grupo homogéneo y sin matices, y a
los amigos como un grupo siempre en
transformación, que corre el riesgo de abdicar
o de ser captado o infiltrado. En el grupo de
amigos entrevé la figura encubierta del
enemigo, lo que va a generar esa tradición
terrible del guevarismo que se va a repetir en
casi todas las experiencias posteriores, la
vigilancia continua, la tendencia a descubrir al
traidor en el débil, en el que vacila en el
interior del propio grupo. Guevara mismo
hace una anotación sobre el tema en La
guerra de guerrillas: "En la jerga nuestra, en la
guerra pasada, se llamaba ´cara de cerdo´ a
la cara de angustia que presentaba algún
amedrentado".
La noción del amigo como el que
potencialmente puede desertar y traicionar es
el resultado extremo de la propia teoría (y ya
sabemos cuáles han sido las consecuencias).
El ejemplo más conocido quizá es el fusilamiento del poeta Roque Dalton en El Salvador
por sus propios compañeros de la guerrilla,
pero hay muchos otros.
La política se vuelve una práctica hacia el
interior del propio grupo, a través de la desconfianza, las acusaciones, las medidas discolinarias. No hay nunca política de alianzas. En
todo caso, la posibilidad de las alianzas está
definida por la desconfianza y la sombra de la
traición.
En este sentido hay dos momentos centrales en la experiencia de Guevara, uno al
comienzo y otro al final de su vida política. El
primero, en su primera experiencia de lucha
en Cuba. En Pasajes de la guerra revolucionaria, cuando Guevara narra su bautismo
de fuego en Alegría del Pío, en el desembarco
del Granma, culpa a un traidor del ataque del
ejército que casi le cuesta la vida: "No necesitaron los guardias de Batista el auxilio de
pesquisas indirectas, pues nuestro guía,
según nos enteramos años después, fue el
autor principal de la traición, llevándolos hasta
nosotros". Esta es su primera experiencia de
lucha en Cuba y algo parecido ocurre al final,
en la última anotación del Diario en Bolivia,
cuando registra el encuentro inesperado con
la vieja campesina que está "pastoreando sus
chivas" y tienen que sobornarla para que no
los delate: "A las 17.30, Inti, Aníbal y Pablito
fueron a la casa de la vieja que tiene una hija
postrada y medio enana; se le dieron 50
pesos con el encargo de que no fuera a hablar
ni una palabra, pero con pocas esperanzas de
que cumpla, a pesar de sus promesas".
La categoría básica de la política para Carl
Schmitt (y también para Mao Tse-tung), la
distinción entre amigo y enemigo, se disuelve
para Guevara, el enemigo es fijo y está
definido. La categoría del amigo es más fluida
y ahí se aplica la política. La única garantía de
que la categoría de amigo persista es el
sacrificio absoluto y la muerte. Porque,
paradójicamente, esta experiencia de aislamiento, de rigor, de vigilancia y sacrificio
personal, tiene como resultado, según Guevara, la construcción de una conciencia nueva.
El mejor es el más fiel y el más sacrificado. El
Che plantea una relación, nunca probada,
entre ascetismo y conciencia política. El sacrificio y la intransigencia no garantizan la eficacia, y la vigilancia no se debe confundir con la
política; cuando se confunde hemos pasado a
una práctica de control. La guerrilla funciona
como un estado microscópico que vive siempre en estado de excepción.
Básicamente, es un sistema para formar
sujetos políticos capaces de reproducir esa
estructura. Porque el revés, la contrarréplica
de la traición –obviamente–, es el heroísmo
absoluto. La garantía de que no habrá traición
es la fidelidad total y la muerte. Pobres de los
pueblos que necesitan héroes, decía Brecht. Y
aquí, en esta microsociedad que es la guerrilla, se trata de producir automáticamente al
�permitan pensar qué tipo de concepción de la
política está implícita en la idea de un
pequeño grupo capaz de producir una revolución en condiciones absolutamente adversas.
Es imposible, por ejemplo, imaginar peores condiciones objetivas que las que
encuentra cuando va al Congo: no conoce la
lengua y la gente con la que trabaja tiene
creencias y nociones de cómo debe ser un
guerrero que Guevara nunca termina de
entender.
Y lo mismo le ocurre en Bolivia, aunque
allí la situación política le resulta más conocida. Pero apenas llega, todo se complica,
está aislado, sin contactos, y empieza a imaginar que se van a convertir en una especie de
grupo que sobrevive hasta fortalecerse, una
especie de escuela de cuadros, destinada a
crear sujetos nuevos casi por descarte. "De
mil, cien; de cien, diez; de diez, tres", dice en
una frase impresionante, que muestra la
matemática fatídica que rige en el grupo.
Por supuesto, Guevara no propone nada
que no haga él mismo. No es un burócrata, no
manda a los demás a hacer lo que él sostiene.
Esta es una diferencia esencial, la diferencia
que lo ha convertido en lo que es. Él que paga
con su vida la fidelidad con lo que piensa. Es
similar a la experiencia de los anarquistas del
siglo XIX, cuando tratan de reproducir la
sociedad futura en su experiencia personal.
Viven modestamente, reparten lo que tienen,
se sacrifican, definen una nueva relación con
el cuerpo, una nueva moral sexual, un tipo de
alimentación. Se proponen como ejemplo de
una nueva forma de vida.
Se trata de una posición extrema en todo
sentido. Y si volvemos a la noción de experiencia de Benjamin en "El narrador", podríamos decir que Guevara es la experiencia
misma y a la vez la soledad intransferible de la
experiencia. Es el que quema su vida en la
llama de la experiencia y hace de la política y
de la guerra el centro de esa construcción. Y
lo que propone como ejemplo, lo que transmite como experiencia, es su propia vida.
Paralelamente persiste en Guevara lo que
he llamado la figura del lector. El que está
aislado, el sedentario en medio de la marcha
de la historia, contrapuesto al político. El
lector como el que persevera, sosegado, en el
desciframiento de los signos. El que construye el sentido en el aislamiento y en la soledad.
Fuera de cualquier contexto, en medio de
cualquier situación, por la fuerza de su propia
determinación. Intransigente, pedagogo de sí
un
perso
naje
de
una
novel
a de
educa
ción
perdi
do en
la
histor
ia
permitan pensar qué tipo de concepción de la
política está implícita en la idea de un
pequeño grupo capaz de producir una revolución en condiciones absolutamente adversas.
Es imposible, por ejemplo, imaginar peores condiciones objetivas que las que
encuentra cuando va al Congo: no conoce la
lengua y la gente con la que trabaja tiene
creencias y nociones de cómo debe ser un
guerrero que Guevara nunca termina de
entender.
Y lo mismo le ocurre en Bolivia, aunque
allí la situación política le resulta más conocida. Pero apenas llega, todo se complica,
está aislado, sin contactos, y empieza a imaginar que se van a convertir en una especie de
grupo que sobrevive hasta fortalecerse, una
especie de escuela de cuadros, destinada a
crear sujetos nuevos casi por descarte. "De
mil, cien; de cien, diez; de diez, tres", dice en
una frase impresionante, que muestra la
matemática fatídica que rige en el grupo.
Por supuesto, Guevara no propone nada
que no haga él mismo. No es un burócrata, no
manda a los demás a hacer lo que él sostiene.
Esta es una diferencia esencial, la diferencia
que lo ha convertido en lo que es. Él que paga
con su vida la fidelidad con lo que piensa. Es
similar a la experiencia de los anarquistas del
siglo XIX, cuando tratan de reproducir la
sociedad futura en su experiencia personal.
Viven modestamente, reparten lo que tienen,
se sacrifican, definen una nueva relación con
el cuerpo, una nueva moral sexual, un tipo de
alimentación. Se proponen como ejemplo de
una nueva forma de vida.
Se trata de una posición extrema en todo
sentido. Y si volvemos a la noción de
experien-cia de Benjamin en "El narrador",
podríamos decir que Guevara es la
experiencia misma y a la vez la soledad
intransferible de la experien-cia. Es el que
quema su vida en la llama de la experiencia y
hace de la política y de la guerra el centro de
esa construcción. Y lo que propone como
ejemplo, lo que transmite co-mo experiencia,
es su propia vida.
Paralelamente persiste en Guevara lo que
he llamado la figura del lector. El que está
aislado, el sedentario en medio de la marcha
de la historia, contrapuesto al político. El
lector como el que persevera, sosegado, en el
desciframiento de los signos. El que construye el sentido en el aislamiento y en la soledad.
Fuera de cualquier contexto, en medio de
cualquier situación, por la fuerza de su propias
mismo y de todos, no pierde nunca la convicción absoluta de la verdad que ha descifrado. Una figura extrema del intelectual
como representante puro de la construcción
del sentido (o de cierto modo de construir el
sentido, en todo caso).
Y en el final de Guevara las dos figuras se
unen otra vez, porque están juntas desde el
comienzo. Hay una escena que funciona casi
como una alegoría: antes de ser asesinado,
Guevara pasa la noche previa en la escuelita
de La Higuera. La única que tiene con él una
actitud caritativa es la maestra del lugar, Julia
Cortés, que le lleva un plato de guiso que está
cocinando la madre. Cuando entra, está el
Che tirado, herido, en el piso del aula.
Entonces –y esto es lo último que dice
Guevara, sus últimas palabras–, Guevara le
señala a la maestra una frase que está escrita
en la pizarra y le dice que está mal escrita,
que tiene un error. Él, con su énfasis en la
perfección, le dice: "Le falta el acento". Hace
esta pequeña recomendación a la maestra. La
pedagogía siempre, hasta el último momento.
La frase (escrita en la pizarra de la
escuelita de La Higuera) es "Yo sé leer". Que
sea ésa la frase, que al final de su vida lo
último que registre sea una frase que tiene
que ver con la lectura, es como un oráculo,
una cristalización casi perfecta.
Murió con dignidad, como el personaje
del cuento de London. O, mejor, murió con
dignidad, como un personaje de una novela
de educación perdido en la historia.
ricardo.piglia
sujeto como héroe, en una construcción
directa, sin pasos previos.
En cada uno de los enfrentamientos, Guevara forma un pelotón de vanguardia, una
especie de pelotón suicida que enfrenta al
grupo que lo está hostigando en las primeras
escaramuzas. Sobre esta práctica Guevara
escribe en su diario de la época de Sierra
Maestra: "Es un ejemplo de moral revolucionaria, porque ahí solamente iban voluntarios
escogidos. Sin embargo, cada vez que un
hombre moría, y eso ocurría en cada
combate, al hacerse la designación del nuevo
aspirante, los desechados realizaban escenas
de dolor que llegaban hasta el llanto. Es
curioso ver a los curtidos y nobles guerreros
mostrando su juventud en el despecho de una
lágrima, pero por no tener el honor de estar
en el primer lugar de combate y de muerte".
Podría decirse que aquí hay un exceso en la
representación de la fidelidad, una exhibición
opuesta a "la cara de cerdo" del amilanado.
La experiencia que Guevara hace en Cuba
le va a servir como modelo para definir la
experiencia de la guerrilla, sea donde sea que
se realice. En un sentido, podríamos decir que
el triunfo de la revolución cubana es un
acontecimiento absolutamente extraordinario,
que se da en condiciones únicas. De ella
infiere una hipótesis política general, que
aplica en cualquier situación y sobre la cual va
a forjar modelos de construcción de la
subjetividad y de una nueva ética.
Apenas termina la experiencia en Cuba,
define las características del guerrillero, la
idea del pequeño grupo que funciona por
fuera de la sociedad y que es capaz de
afrontar cualquier situación. Un grupo de élite
que parece vivir en el futuro.
Es notable la metafórica cristiana del
sacrificio que acompaña este tipo de construcción política. El propio Guevara dice en la
primera página de La guerra de guerrillas: "El
guerrillero como elemento consciente de la
van-guardia popular debe tener una conducta
moral que lo acredite como verdadero sacerdote de la reforma que pretende. A la austeridad obligada por difíciles condiciones de la
guerra debe sumar la austeridad nacida de un
rígido autocontrol que impida un solo exceso,
un solo desliz, en ocasión en que las
circunstancias pudieran permitirlo". El guerrillero "debe ser un asceta".
En definitiva, el modelo de la ética que se
busca es la del cristianismo primitivo. Ahí
aparecen algunos elementos que quizá nos
RicardoPiglia
BuenosAires·4 0
�casi enloquece. Eran 13 personas, entre
negros, mulatos y jabaos, viviendo en el
mismo cuarto. Ahora tuvieron un poco más de
tranquilidad, porque Santico llegaba borracho
a cualquier hora de la madrugada y golpeaba
a Danais primero para templársela después.
Le gustaba verla llorando. Era igual de brutal
con todos. Casi todas las noches se repetía:
golpes, lágrimas, gritos, y después sexo y
suspiros. El resto de los hermanos, primos y
sobrinos se hacían los dormidos y los dejaban
hacer en la oscuridad. 13 personas
conviviendo en una habitación húmeda y
ruinosa de 5 por 6 metros, oliendo a sudor y
suciedad, con un baño y una cocina fuera,
que tenían que compartir con unos 50 vecinos
más. Así es imposible guardar secretos ni
tener vidas privadas. Y no se inquietaban por
eso. Era normal.
Santico siempre fue hijo de puta. Le
Danais sigue muy triste. No habla con
nadie.sfdsfsdfsdf sdfsdf
Los hombres la piropean y ella se ofende.
Alguno intenta acercarse con buenas
intenciones y ella responde con groserías.
Una noche Santico aparece en sueños y le
dice muy bajo al oído:
—Ven conmigo, Danais. Vine a buscarte.
Ella lo ve riéndose y caminando hacia ella.
Se despierta aterrada, temblando, abre los
ojos. Sobre ella, en la oscuridad del cuarto,
hay una luz roja, gaseosa, girando. Danais
reza y se persigna temblando.
—Misericordia, Señor. Haz que se eleve
su alma, Señor, misericordia.
Pero su alma no se elevará porque,
aunque nadie lo sabe, Santico mató a 3 hombres en reyertas de callejones y madrugada.
Hirió a muchos, hizo demasiado daño. Ahora
está penando. Danais no se lo dice a nadie,
piso, sin hablar. Danais se despierta y ahí está
esa luz gaseosa, roja, girando encima de ella.
Ya no le teme. Se levanta. Va hasta la cazuela,
agarra el vaso de aguardiente y lo bebe de un
solo golpe. Cae rendida otra vez sobre la
colcha extendida en el piso, donde siempre ha
dormido. Y ahí está Santico, riéndose y feliz,
saboreando el alcohol. Entonces se acuesta
con ella y la monta como un potro cerrero a
una yegua. Una hora o dos. Tiene tres
orgasmos y sigue con la verga tiesa como un
palo. Cuando terminan él quiere más
aguardiente y fumar el tabaco. No hablan. No
tienen que hacerlo. Pero se entienden.
Ella se levanta de nuevo. Va hasta la
cazuela. Agarra el tabaco y le da fuego. Se
sienta en el piso, recostada a la pared, y fuma,
entre dormida y despierta. Santico fuma, pero
no tiene aguardiente, le gusta beber duro
después de templar. Se pone de mal humor.
p
g
j
Un cáncer lo pudrió por dentro y lo mató
en pocos meses. Tenía apenas 32 años y le
decían Santico, pero era un diablo hijo de
puta. Vendía aguacates, mangos, cebollas,
cualquier cosa, en un carrito de dos ruedas.
Con eso sacaba unos pesos todos los días
para gastarlos en mujeres, ron y tabacos.
Danais, su mujer, tenía 20 años, y era
linda. Una mulata preciosa. Se enamoró
perdidamente de Santico. Cuando él murió,
u
t
i
´
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r
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los
hierros muerto
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gustaba la sangre, las peleas con cuchillo. Era
valiente y peleador. Tenía el santo hecho por
Oggún. En una esquina del cuarto quedó la
cazuela con los hierros, los guerreros, los
vasos de aguardiente y los tabacos, los platos
con aguacate, yuca, pimienta, ají. Las piedras
de rayos y los palos de jocuma, carne de
doncella, camagua, jagüey y calalú. Una
cadena, un machete, un yunque, un cuchillo.
Murió antes de tiempo. Él no quería irse
tan joven, con tanta fortaleza y virilidad. El
final fue rápido pero rabiando de dolor y
vomitando sangre podrida. Una muerte
miserable y asquerosa. Danais se quedó con
los hierros y los collares verdes y negros.
Cuando regresó del cementerio estuvo
llorando dos días sin parar, hasta que la
madre de Santico la ayudó a levantar el
ánimo. La vieja tenía 9 hijos (ahora le
quedaban 8) y 7 nietos. Sabía un poco del
mundo.
Cuando Danais se recuperó, fue al
mercado. Regresó con un gallo, una paloma y
un perro vivos, y los amarró en aquel rincón.
El lunes o el viernes de cada semana mata un
pollo y riega la sangre encima de la cazuela y
le pone un poquito de miel para endulzarla.
pero las visitas de Santico se repiten con
frecuencia. Ella cada día esta más obsesionada con él. Le pone flores, vasos de agua,
velas, reza por su alma, pero Santico sigue
jodiendo hasta después de muerto. Quiere a
Danais con él.
La madre de Santico trata de hacerla
regresar con sus padres. Danais es guantanamera. Pero ella se resiste. Quiere seguir un
tiempo más:
—Déjeme ayudarlo a que se eleve, vieja.
Déjeme ayudarlo. Yo lo quiero mucho.
La vieja la comprende y la deja hacer. Ya
Danais perdió el miedo y le gusta que él
aparezca por las noches mientras todos
duermen. Él aparece. Se quita la camisa y el
pantalón y ya tiene el vergajo tieso y la
penetra. Ella suspira con un orgasmo tras otro
y él se disuelve. Danais no despierta. Está
agotada. A la mañana siguiente se siente
húmeda y comprueba que no fue un sueño.
Tuvo muchos orgasmos mientras dormía. Le
gusta. Santico habla poco o nada en sus
visitas.
Ella le pone un vaso de aguardiente y un
tabaco junto a la cazuela. A veces él se
aproxima sonriendo y se sienta cerca, en el
Le da una bofetada a Danais y ella llora. La
golpea más. Se excita de nuevo, y allí mismo,
en el piso húmedo y sucio, junto a los hierros
de Oggún, sobre la mierda del gallo, del perro
y la paloma, revuelca otra vez a Danais. Ella
cree que está dormida. No percibe qué
sucede. Siente que él la tiene penetrada hasta
lo último con su pinga gruesa y larga y
potente. Los demás la oyen en medio de la
oscuridad, revolcándose, resoplando. Encienden la luz y la ven. Desnuda sobre el piso, con
las piernas abiertas y levantadas, el sexo
estremecido, bellísima, haciendo el amor con
el aire, recibiendo bofetadas en la cara. Todos
se asustan. La madre de Santico toma el
mando. Agarra un frasco de agua bendita
mezclada con perfume de 7 potencias. Se
acerca a Danais y la rocía con el líquido,
pidiendo:
—Misericordia, Señor. Misericordia. Dale
paz, Virgen de las Mercedes. Obatalá poderoso. Dale paz. Misericordia, Señor. Haz que
se eleve, Obatalá, no lo hagas sufrir más.
Frota la cabeza y la nuca de Danais con el
agua bendita. Los brazos y las piernas. Al fin
la muchacha vuelve en sí. No sabe que
sucedió. Llorando abraza a la vieja:
�pero agotada de tanto caminar y con la piel
arañada por los espinos y la maleza. Danais
sabe que está sola y perdida en el monte.
Al día siguiente casi no puede pararse.
Está cansada y más inflamada aún. Tiene la
piel irritada y tensa y le arden los arañazos. Es
una mulata hermosa, con la piel canela
oscuro, pero está descalabrada, ojerosa, se
ha desgastado mucho en unos días. La madre
de Santico se asusta porque ella no es vieja
por gusto. Ha visto mucho en esta vida:
—No, Danais, no vas al hospital. Vamos
conmigo.
En el cuarto de al lado vive Rómulo. Un
babalao de 65 años. Sabe mucho y es serio.
No es un jodedor cualquiera, como estos
jóvenes de ahora que no saben ni dónde
están parados, pero tienen maldad suficiente
para seducir a los incautos y quitarles dinero.
La gente respeta a Rómulo. Cuando las ve
llegar las saluda y se dirige a la vieja:
—Yo sabía que ustedes venían a parar
aquí. Pero esperaron demasiado. ¿Por qué no
la trajiste antes? Tú sabes. Tú no tienes 20
años.
—Rómulo, es que tus remedios son
caros, y yo pensé...
—Lo bueno es caro. Vamos a ver qué
puedo hacer. Vengan para acá.
Detrás de un biombo, Rómulo tiene los
santos. Los 3 se sientan en el piso. En medio
él pone el tablero de Ifá. Tira los caracoles. Y
no habla. Los tira lentamente, meditando, 2, 3
veces. Y no habla.
—Ya todo está hecho. Llévala al médico a
ver qué puede hacer por ella.
—¡Rómulo, por tu madre! –dice la vieja.
—No se asusten, pero hay que rogar
mucho por ella. Llévala al médico. Yo no
puedo hacer nada.
Danais no entiende qué sucede. Es muy
joven para comprender. Sabe muy poco de la
vida. Santico se enamoró de ella y la sacó de
un bohío de madera y guano, donde vivía con
sus padres y 8 hermanos, en medio del
campo, en lo alto de una loma rodeada de
cafetales destruidos por las malezas y la falta
de atención. Ella tenía 18 años. Hacía 9 que
no iba a la escuela y su única ocupación era
recoger café en cada cosecha, junto con sus
padres y los hermanos que quedaban allí. Los
varones se habían ido de aquellas montañas,
cerca de Baracoa, a buscar trabajo en otro
lugar. Gracias a ellos no se morían de hambre.
Literalmente. El café cada año rendía menos.
Cuando Santico la vio, ella hacía
muchísimo tiempo que no tenía zapatos ni
ropa interior, ni jabón. Nada. Se enamoró de
aquella muchacha medio salvaje, inocente,
dispuesta a enamorarse del primero que
pudiera sacarla de allí para siempre. Cuando
Santico se la templó a su modo, desesperadamente, incesante como un torrente, incapaz
de detenerse durante 4 días, ella quedó
boquiabierta. Lo había hecho muchas veces
con 3 o 4 novios anteriores, pero nunca de
aquel modo.
Quedó capturada para siempre en las
redes metálicas de aquel negro hermoso,
fuerte y macho como ninguno. Le habían
enseñado a admirar a los machos hasta la
veneración. A entregarse íntegramente y
convertirse en esclava. Así ha sido siempre en
aquellas montañas y así seguirá siendo.
Danais se fue con él. Santico la trajo para
La Habana y la encerró en aquel cuarto. La
guantanamera está demasiado linda para
exhibirla mucho en este barrio de fieras.
Además, no ha visto mundo. No sabe nada y
cualquiera le puede hacer un cuento,
engatusarla, y quitársela. Por tanto, sólo
puede salir a la calle con Santico. El resto del
tiempo ahí. Entre 4 paredes. Le puso una
mano sobre los ojos y no la dejó moverse. Y
ella lo aceptó sin chistar. Es más, vivía bien
así. Estaba complacida con aquel amor
esclavizante. Eso más o menos era lo que ella
había visto siempre a su alrededor.
Salieron de la casa de Rómulo directo
para un hospital. La vieja iba escéptica. Los
médicos dedujeron una flebitis avanzada. La
ingresaron para aplicarle algunos antibióticos.
No eran exactamente los indicados para un
caso tan avanzado. Pero en el hospital no
tenían otros, así que no se podía escoger. Esa
noche Danais se inflamó más. Las manos, los
brazos, todo el tronco. A la mañana siguiente
la pasaron a una sala de terapia intensiva. Los
médicos no decían claramente qué enfermedad tenía aquella paciente. Para eludir las
preguntas de la vieja le decían:
—Es un caso delicado. Lo estamos
estudiando.
Le pasaron sueros con antibióticos directo
en vena. En unas horas más cayó en estado
de coma. Le aplicaron oxígeno. Santico
apareció riéndose y se le acercó. Cuando ella
lo vio comenzó a reírse también y se quitó la
ropa. Un enfermero a su lado no entendía de
qué reía y trataba de aguantarla para que no
se desnudara. Si estaba desmadejada y sin
conocimiento, ¿por qué y cómo hacía
aquellos gestos?
Los dos estaban en medio del monte. A la
sombra de un árbol de jagüey. Un árbol
grandísimo y viejo. Santico se desnudó y se
puso un collar de cuentas negras y verdes, y
le puso otro a ella en el cuello. Su falo era un
vergajo de campana, duro y grande. Santico
está alegre, pero insatisfecho, como siempre.
Nunca podrá descansar, ni de día ni de noche.
Cerca de ellos, detrás de unos arbustos,
los observa el orisha de los caminos y las
maldades, el que vigila siempre con sus ojos
de caracol. Es amigo de Oggún. Andan juntos,
haciendo de las suyas, violando a las mujeres
que encuentran a su paso, armando broncas
en todas partes. Santico entierra un clavo
ensangrentado en la tierra. Valiente, borracho,
turbulento. Derrama sangre a chorros. Ha
hecho mucho daño. Desconfiado, teme que
se la cobren. Siempre da el frente y se cuida
la espalda. Teme y es temido. Vive furioso.
Nunca ha sido feliz. Perpetuo y magnífico jefe
de guerreros. Cuando toca a Danais, ella
siente su mano dura y fría, con un sello
metálico de muerte. Huele a acero enfurecido.
Dueño de los metales y de la fragua, hierro y
fuego. La penetra sin contemplaciones ni
caricias previas. Ella, nerviosa, enamorada
como una doncella, se entrega y disfruta.
Apenas de tocarla con la punta de la verga ya
tiene el primer orgasmo. Y después muchos
más. Se revuelcan sobre la tierra y la hierba
húmeda. Oggún necesita los jugos de esa
doncella hermosa, inocente, que se entrega
por amor. Ella convulsiona. El enfermero
intenta mantenerla sobre la cama, pero esa
muchacha tiene una fuerza sobrenatural. Salta
encabritada y mueve la pelvis como si hiciera
el amor, suspira y muerde y grita. Cae al piso
estrepitosamente. La muerte la abraza y todo
termina. Resopla y suspira, desfigurada, atravesada por un viento que se levanta de
repente en aquel monte copioso. Santico, con
la verga aún enhiesta, la deja, acostada en la
tierra, y la abofetea. Entonces se va, entre las
ceibas, los árboles de jocuma y camagua. Un
perro, un gallo y una paloma corren y vuelan
detrás de él, alborotando y metiendo ruido. La
deja seducida y abandonada, llorando, sufriendo sin consuelo, sola en medio de aquel
monte poderoso, con un ciclón que la
envuelve y la arrastra. Viento, lluvia, truenos,
relámpagos. Ella no entiende qué sucede.
Nunca lo sabrá.
j
p
—¡Ay, es que viene todas las noches!
¡Viene todas las noches! Y a mí me gusta.
—Ya pasó, ya pasó.
La vieja la consuela y sabe. Pero guarda
silencio. Cuando todos se tranquilizan, apaga
la luz y siguen durmiendo. Después del susto
nadie queda asombrado. Todos sabían que
Santico no se iba a ir tranquilo y sin dar
guerra. Hay que darle una misa espiritual. 2, 3,
10 misas espirituales para su alma. Las que
sean necesarias. Hasta que se eleve. Todos lo
piensan pero nadie abre la boca. Es mejor no
meterse con el muerto. Sólo la madre de
Santico, cuando se está acostando de nuevo,
habla consigo misma, muy quedo:
—Él cree que está vivo todavía. Pobrecito.
Hay que ayudarlo a que se eleve.
Al día siguiente la madre se levanta
temprano para organizar la misa espiritual. Va
a casa de una comadre que sabe darlas muy
bien. Cuando regresa, 2 horas después, se
encuentra a Danais acostada en el piso, junto
a la cazuela de Oggún.
—Danais, vamos a dar la misa el lunes,
que es cuando puede hacerla mi comadre. Así
que faltan cinco días. ¿Y a ti qué te pasa? ¿Por
qué estás ahí?
—No sé. No quiero salir.
—Oye, deja la bobería. Agarra la caja de
aguacates y siéntate en la acera a vender. ¿O
tú quieres ahora que yo te mantenga?
—No, vieja, no, ya voy. Es que estoy
cansada y triste... No sé ni qué me pasa.
Danais hace un acopio de voluntad. Se
levanta. Coge los aguacates y unos limones,
los coloca en una tarima de madera, en la
acera, frente al solar. Ella vive de eso. Todos
los días tiene algo que vender. Está entretenida con su venduta cuando una vecina le
llama la atención:
—¡Danais, qué hinchadas tienes las
piernas! ¿Y eso por qué?
Ella sigue trabajando y no presta mucha
atención. Los jóvenes no hacen caso a las
enfermedades. Por la tarde tiene muy
inflamados los pies, piernas y muslos. Recoge
su tarima y entra al cuarto:
—Mañana voy al médico. Esto parece
linfangitis.
Esa noche Santico no viene. Ella lo ve
pasar entre los bejucos del monte. Lejos. Se
escabulle. No le da el frente. Ella está de pie,
desnuda, en un claro, al pie de una ceiba.
Santico le da vueltas, pero no se acerca. Le
muestra su falo erecto y hermoso y se pierde,
riéndose entre los arbustos. Después ella
camina toda la noche. Hay humedad y frío
hasta que amanece con niebla y ella desnuda,
sin zapatos, bellísima, con el cabello suelto,
PedroJuanGutiérrez
Matanzas· 5 0
�trepisodio·1
trepisodio·1
�
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Title
A name given to the resource
The Revolution Evening Post (TREP): e Zine de ESCRITURA irregular
Subject
The topic of the resource
Literatura, Literature
Description
An account of the resource
Revista literaria digital circulada vía correo electrónico y a través de dispositivos digitales. Entre sus objetivos pricipales estaba el subvertir el canon de literario nacional.
Creator
An entity primarily responsible for making the resource
Ahmel Echeverría,
Jorge Enrique Lage,
Orlando Luis Pardo Lazo
Date
A point or period of time associated with an event in the lifecycle of the resource
2008
Contributor
An entity responsible for making contributions to the resource
Lizabel Mónica
Format
The file format, physical medium, or dimensions of the resource
Pdf
Language
A language of the resource
Spanish, Español, SPA
Coverage
The spatial or temporal topic of the resource, the spatial applicability of the resource, or the jurisdiction under which the resource is relevant
Cuba
Text
A resource consisting primarily of words for reading. Examples include books, letters, dissertations, poems, newspapers, articles, archives of mailing lists. Note that facsimiles or images of texts are still of the genre Text.
Text
Any textual data included in the document
eZine de ESCRITURA i r r e g u l a r
stuff :
jorge alberto aguiar díaz
(jaad)
fefita y el muro de berlín 2
ricardo piglia movimientos (1) 4
ahmel echevarría 100 horas con raúl 5
santiago roncagliolo el ché en catalán
en la ciudad fantasma 7
ricardo piglia una foto (2) 8
orlando luis pardo 400 años en el cardoso 10
anisley negrín satán clara 12
ricardo piglia salir al camino (3) 15
alberto g la pinacoteca 16
alejandro zambra literatura fraudulenta 17
ricardo piglia entre nos (4) 18
jorge enrique lage carbono 14 19
rafael rojas la revolución y su fantasma 21
ricardo piglia la metamorfosis (5) 22
raúl flores alone 23
gonzalo garcés súperhéroes 25
ricardo piglia un encuentro (6) 26
antonio josé ponte visita al museo de inteligencia 27
félix de azúa trenes 30
ricardo piglia la consecuencia (7) 31
pedro juan gutiérrez los hierros del muerto 33
staff :
ahmel echevarría
jorge enrique lage
orlando luis pardo lazo
Hemos sido cordialmente invitados a
formar parte de la literatura cubana en
Chile. Por supuesto, hemos aceptado.
No hubo ceremonia de iniciación.
Mejor así.
therevening@gmail.com
fefita y el muro de berlín, jorge alberto aguiar díaz(jaad):
Por aquellos días yo visitaba a Fefita.
Negra de cincuenta con tetas pellejudas y
culo blindado.
JAAD, el visitador, arrastrando los pies,
las ideas, y un montón de papeles donde iba
garabateando mi novela pornográfica.
Fefita me esperaba en el solar y éramos
felices.
Cuando nos cansábamos de templar,
entonces le hablaba de literatura. Nunca se
había leído un libro. Todo le parecía aburrido,
demasiado lindo y falso. Fefita colaba café y
preparaba el almuerzo. Me sentaba a ver su
culo mientras saltaba al compás de mis
palabras sobre las palabras.
Le llené la cabeza de personajes, de
peripecias, de las aventuras de JAAD que
siempre terminaban siendo inverosímiles y
tristes, aunque todo lo que yo escribía había
sucedido realmente. Fefita se divertía con
mis cochinadas. Le hablé de Bukowski, de
Lino Novás Calvo, de Henry Miller, y de Pedro
Juan Gutiérrez, que por entonces era un
periodista que garabateaba unos cuentos
espantosos y se aparecía en mi casa para
que yo se los corrigiera.
Durante un tiempo la ayudé con el
negocio clandestino de la pasta de diente. Un
tipo del barrio se robaba la mercancía de la
fábrica y ella la vendía por los alrededores de
la terminal de trenes. Así nos buscábamos
unos pesos. Todo el mundo se había
acostumbrado a robar. Robar para comer. El
gobierno nos había convertido en una
pandilla de facinerosos que se creen héroes
por tener cuatro pesos en el bolsillo. Y
vendimos perfumes a sobreprecio, leche en
polvo, latas de carne rusa, y todo lo que
apareciera.
Y de vez en cuando le llenaba las nalgas
de leche. Me gusta ver mi leche sobre las
nalgas grandes y gordas de cualquier mujer.
Pero si es negra, mejor. A ella le encantaba y
me lo pedía. Una y otra vez. Hasta que me
quedaba seco y entonces me decía:
—Tú tranquilo, papito. Ahora mismo te
preparo un bistecito.
Media hora después tenía que darle otra
vez mi hueso largo y duro.
Claro, yo tenía un hueso largo y duro en
la cintura. Y fuerza. Y me movía como una
batidora americana.
Después, los años fueron cayéndome
encima. Se me encogió la picha y se convirtió
en un trapito de cocina. Ya ni puedo
moverme.
Pero, yo estaba contándoles otra historia.
En una época donde era pobre y feliz.
Y estaba Fefita y su culo prieto. Y sus
grandes mamadas. "Pónmela aquí, papi, en la
boquita. Dale el biberón a tu vieja negra.
Malcríame, papi".
La gente oía nuestros escándalos día y
noche.
—¡Cállense, pervertidos!
—¡Fefita, asaltacunas! ¡Vieja, descará!
—¡Fefita, te gustan los blanquitos sucios!
¡Cochina!
Yo había cumplido los veinticuatro y era
un andrajoso. Zapatos agujereados. Ropa
vieja. Piojos. Por la noche trabajaba de
custodio y por el día de limpiapisos en un
edificio en la calle Reina. Pasaban las
semanas y me ponía flaco con aquel
portafolio lleno de papeles donde guardaba el
manuscrito de mi novela pornográfica.
—Deja que la gente diga lo que le dé la
gana, papito. Tú vas a ser un escritor famoso.
Vas a tener muchas mujeres y voy a ser tu
querida y vamos a gozar mucho con tus
blanquitas.
—Sí, Fefita. Nos vamos a buscar una
blanca que esté bien buena pa´ vivir los tres
juntos. Y vamos a salir de esta miseria.
El cuarto de Fefita era un cucurucho.
Paredes con huecos, techo con filtraciones,
cocina de luz brillante, y no teníamos baño.
Meábamos y cagábamos en un cubo. A la
hora de bañarnos, teníamos que usar la
pocilga colectiva y muchas veces había que
hacer cola en el pasillo del solar.
Fefita había perdido a su hijo de
dieciocho en el mar. De vez en cuando me
enseñaba la única foto que tenía de él. Su
padre se fue en el ochenta, cuando Mariel, "y
el muy hijo de puta no escribió nunca una
carta". Fefita recordaba y se echaba a llorar.
Muchas veces llegué cuando ella no me
esperaba. La encontraba sentada en su
banquito medio podrido, sudando por el calor
y llorosa, sin deseos de cocinar ni de vivir.
—Fue una locura. Pero hizo bien –decía
mirando la foto–. En este país no hay futuro
pa´ ningún joven.
—No hay futuro ni país, Fefita. Somos un
error.
Salíamos a dar una vuelta por el barrio.
Yo la embullaba.
—Vamos, negra, de todas formas hay
que seguir viviendo. Recuerda lo que dijo
Virgilio Piñera: "Me están matando pero estoy
gozando".
Ella se reía. Me enseñaba sus tetazas.
Movía su culazo. Me decía que si hubiera
conocido a esa pájara le hubiera quitado su
mariconería.
Y a veces iba. Y a veces no podía sacarla
ni a la esquina. Se acostaba en nuestro
colchón percudido de churre y tristeza y
esperaba la muerte.
—No te pongas así, negrona.
—Estamos muertos, papito, y tenemos
que seguir esperando la muerte.
La gente del solar armaba sus broncas.
Ponían música. Jugaban dominó, hablaban
de pelota. Fefita y yo, en el fin del universo,
desnudos y descojonados.
Cuando salíamos del cuartucho, todo el
mundo se nos quedaba mirando. Los blancos
escupían y los negros me miraban de reojo.
Las mujeres cantaban cualquier estupidez,
tiraban sus indirectas. Pero, Fefita y yo,
pavoneándonos por Gloria, Corrales,
Apodaca, hasta por Egido, y dándonos
buenos besos y abrazándonos como novios
recién casados. Así, nos quitábamos la
modorra.
—Vamos pa´l puerto, papito.
Le gustaba el olor a petróleo. Veíamos
los barcos. Yo le decía que cerrara los ojos y
se imaginara una bahía llena de gaviotas. Me
paraba en el muro y abría los brazos y
comenzaba a gritar:
Si no pensara que el agua me rodea
como un cáncer
hubiera podido dormir a pierna suelta.
Me acostumbro al hedor del puerto,
¡País mío, tan joven, no sabes definir!
La eterna miseria que es el acto de
recordar,
¡Pueblo mío, tan joven, no sabes
ordenar!
La vida del embudo y encima la nata de la
rabia,
¡Nadie puede salir! ¡Nadie puede salir!
Todo un pueblo puede morir de luz como
morir de peste,
¿Qué puede el sol en un pueblo tan
triste?
Ella se ponía nerviosa. Me mandaba a
callar.
—Por tu madre, papito, que ahí viene un
fiana.
Y entonces se acordaba de mis cuentos
sobre Virgilio Piñera. Comenzaba a temblar y
a soltar plumas.
—Tengo miedo, mucho miedo –decía.
El policía nos miraba como si fuéramos
par de locos y cruzaba la calle.
Y éramos par de locos.
Si no teníamos dinero para comprar ron,
preparábamos agua con azúcar y nos íbamos
a la terminal.
Nos sentábamos a ver los trenes.
Parecíamos unos fiñes viendo pitar a las
locomotoras. En la cafetería de la terminal
vendían pan con pasta, a peseta,
mosqueado, agrio y duro. Eso comíamos.
Después, ella hablaba de El Verraco, un
pueblecito en Santiago de Cuba, donde había
nacido.
—Cualquier día cojo un tren y me voy pa´
allá. La Habana se está convirtiendo en un
manicomio.
Y así fue. En aquella época La Habana se
llenó de locos y mendigos, de putas y
policías. Cuando llegó la noticia de que el
comunismo se había caído en la Unión
Soviética, la gente salió a la calle a esperar.
Se perdió la poca comida que había.
Todo el mundo se puso famélico. Éramos
cadáveres con la mueca de la muerte en la
cara. Y del horror. En cualquier esquina
aparecían grupos de dos o tres policías
vestidos de civil, por si alguien se atrevía a
gritar contra el gobierno.
Fefita y yo nos levantábamos ilusionados
y nos acostábamos todavía más ilusionados.
—Cualquier día esto se cae, Fefita.
Y seguíamos templando con el estómago
vacío. Hasta el pan con pasta se perdió de la
terminal. No había qué comprar aunque
tuvieras dinero. Muchas veces comíamos
solamente arroz. Fefita guardaba la raspa y la
desayunábamos al día siguiente, con agua. El
azúcar era un lujo.
—No importa, Fefita, esto se cae.
Cualquier día esto se cae, y tú te vas pa´ tu
pueblo y yo puedo escribir lo que me salga
de los cojones.
En el televisor apareció Fidel. Serio,
ojeroso, había envejecido en unas semanas.
"Primero se hunde la isla en el mar.
Socialismo o Muerte", dijo para terminar el
discurso. Estaba desesperado, sabía que le
quedaban horas en el poder.
Me enteraba de las noticias por mi padre.
Tenía una radio con onda corta y
escuchábamos Radio Martí. Uno por uno
fueron cayendo los países comunistas.
Cuando se cayó Checoslovaquia me acordé
de Milan Kundera.
Fefita se acordaba de su hijo.
—Ya tú ves, se ahogó y mira. Este tipo se
va a caer y yo me quedé sin hijo.
Y fueron pasando los días.
Y fue pasando la esperanza.
Y no escribí ni una línea más de mi
novela pornográfica.
Un fin de semana dejé de ir a casa de
Fefita. Me enfermé. No tenía fuerzas para
caminar hasta Jesús María. Tres días
acostado tomando una sopa que era agua
caliente y oyendo las noticias. Enfermo del
cuerpo y la cabeza. Enfermo de historia.
Enfermo de miedo. La gente esperaba algo
grande, la gente hablaba por primera vez de
libertad. Y nunca podremos saber cuándo
este pueblo va a tirarse a la calle a
despedazarse como bestias. Nos habían
enseñado a ser un perro obediente con el
rabo entre las patas. Un perro rabioso que se
estaba quedando sin amo.
El lunes amanecí mejor. Fui hasta el
solar.
Me encontré con un mulato que vivía por
allí.
—Oye, blanco, ¿dónde coño tú vives? –me
preguntó.
—¿Qué pasa, acere? ¿Pa´ qué tú lo
quieres saber?
—Blanquito, no te hagas el peligroso. Te
pregunté porque Fefita se partió y nadie
sabía dónde avisarte.
—¿Que Fefita se partió...?
—Sí, consorte. Fefita se partió. Un
infarto.
Fui hasta el cuarto. Cerrado con un sello
de la Reforma Urbana. Los vecinos me
contaron. Alguien me dio agua y café. Me
quedé hasta por la tarde merodeando por el
solar.
Había muerto el sábado por la tarde. La
enterraron ese mismo día porque no había
familiares. Murió mientras dormía. Una vieja
me dio el portafolio con mis papeles y me
dijo:
—La encontraron con esto. Parece que
se murió mientras estaba leyendo.
Por la noche fui a la terminal. Había pan
con pasta pero no tenía hambre y la cola era
interminable. Tres tipos se entraron a golpes
y empujaron a una embarazada que estuvo a
punto de vomitar el feto.
Me senté a ver las locomotoras.
Estáticas. Inservibles. Todos los viajes
estaban suspendidos hasta nuevo aviso.
La gente seguía diciendo que el gobierno
se iba a caer de un momento a otro. Cuando
me acosté, pensé que Fefita debía estar viva
para seguir templando y ver el final de
aquella historia que ya iba entonces para
treinta años.
Y en la ciudad apareció aquella consigna
socarrona. Los muros, las vallas, las
fachadas, las guaguas, en cualquier lugar
aparecía aquel 31 y Pa´lante, y la gente se
reía esperando el final.
Y yo escribí, debajo de una de las tantas
pancartas: "Te amo, Fefita. Las ideologías
mueren, el amor es inmortal".
El tiempo ha pasado.
Yo sigo vagando por las calles de La
Habana.
Ya no tengo zapatos agujereados ni
apesto ni tengo piojos. Dentro de poco seré
un viejo. Ya no soy ni tan pobre ni tan feliz.
Ahora puedo lucir una incipiente calva, una
boca desdentada, y una piltrafa entre las
piernas.
El gobierno sigue ahí. La gente se
resignó a vivir con hambre y sin libertad.
Diez años después, Fefita es un montón
de cenizas como el Muro de Berlín.
Recuerdo a Fefita. Extraño con cojones a
Fefita.
Fefita con sus tetas pellejudas y su culo
blindado.
Paso por Jesús María, Los Sitios, o San
Leopoldo. Todos los barrios se parecen.
Fefita es un fantasma meando y cagando en
un cubo.
Pienso que algún día tengo que volver a
escribir mi novela pornográfica. Mientras
tanto, escribo sobre la pancarta que anuncia
la consigna política de turno: "Los amigos se
van del país o se mueren. Mi memoria se
está convirtiendo en un cementerio".
JorgeAlbertoAguiarDíaz
(JAAD)
L a H a b a n a •66
ricardo piglia movimientos (1)
El lector, entendido como descifrador,
como intérprete, ha sido muchas veces una
sinécdoque o una alegoría del intelectual. La
figura del sujeto que lee forma parte de la
construcción de la figura del intelectual en el
sentido moderno. No sólo como letrado, sino
como alguien que se enfrenta con el mundo
en una relación que en principio está mediada
por un tipo específico de saber. La lectura
funciona como un modelo general de
construcción del sentido. La indecisión del
intelectual es siempre la incertidumbre de la
interpretación, de las múltiples posibilidades
de la lectura.
Hay una tensión entre el acto de leer y la
acción política. Cierta oposición implícita entre
lectura y decisión, entre lectura y vida práctica.
Esa tensión entre la lectura y la experiencia,
entre la lectura y la vida, está muy presente en
la historia que estamos intentando construir.
Muchas veces lo que se ha leído es el filtro
que permite darle sentido a la experiencia; la
lectura es un espejo de la experiencia, la
define, le da forma.
Hay una escena en la vida de Ernesto
Guevara sobre la que también Cortázar ha
llamado la atención: el pequeño grupo de
desembarco del Granma ha sido sorprendido y
Guevara, herido, pensando que muere,
recuerda un relato que ha leído. Escribe
Guevara, en los Pasajes de la guerra revolucionaria:
"Inmediatamente me puse a pensar
en la mejor manera de morir en ese minuto en
el que parecía todo perdido. Recordé un viejo
cuento de Jack London, donde el protagonista
apoyado en el tronco de un árbol se dispone a
acabar con dignidad su vida, al saberse
condenado a muerte, por congelación, en las
zonas heladas de Alaska. Es la única imagen
que recuerdo".
Piensa en un cuento de London, "To Build
a Fire" (Hacer un fuego) del libro Farther North,
los cuentos del Yukon. En ese cuento aparece
el mundo de la aventura, el mundo de la
exigencia extrema, los detalles mínimos que
producen la tragedia, la soledad de la muerte.
Y parece que Guevara hubiera recordado una
de las frases finales de London. "Cuando hubo
recobrado el aliento y el control, se sentó y
recreó en su mente la concepción de afrontar
la muerte con dignidad".
Guevara encuentra en el personaje de
London el modelo de cómo se debe morir. Se
trata de un momento de gran condensación.
No estamos lejos de don Quijote, que busca
en las ficciones que ha leído el modelo de la
vida que quiere vivir. De hecho, Guevara cita a
El lector, entendido como descifrador,
como intérprete, ha sido muchas veces una
sinécdoque o una alegoría del intelectual. La
figura del sujeto que lee forma parte de la
construcción de la figura del intelectual en el
sentido moderno. No sólo como letrado, sino
como alguien que se enfrenta con el mundo
en una relación que en principio está mediada
por un tipo específico de saber. La lectura
funciona como un modelo general de
construcción del sentido. La indecisión del
intelectual es siempre la incertidumbre de la
interpretación, de las múltiples posibilidades
de la lectura.
Hay una tensión entre el acto de leer y la
acción política. Cierta oposición implícita entre
lectura y decisión, entre lectura y vida práctica.
Esa tensión entre la lectura y la experiencia,
entre la lectura y la vida, está muy presente en
la historia que estamos intentando construir.
Muchas veces lo que se ha leído es el filtro
que permite darle sentido a la experiencia; la
lectura es un espejo de la experiencia, la
define, le da forma.
Hay una escena en la vida de Ernesto
Guevara sobre la que también Cortázar ha
llamado la atención: el pequeño grupo de
desembarco del Granma ha sido sorprendido y
Guevara, herido, pensando que muere,
recuerda un relato que ha leído. Escribe
Guevara, en los Pasajes de la guerra revolucionaria:
"Inmediatamente me puse a pensar
en la mejor manera de morir en ese minuto en
el que parecí todo perdido. Recordé un viejo
cuento de Jack London, donde el protagonista
apoyado en el tronco de un árbol se dispone a
acabar con dignidad su vida, al saberse
condenado a muerte, por congelación, en las
zonas heladas de Alaska. Es la única imagen
que recuerdo".
Piensa en un cuento de London, "To Build
a Fire" (Hacer un fuego) del libro Farther North,
los cuentos del Yukon. En ese cuento aparece
el mundo de la aventura, el mundo de la
exigencia extrema, los detalles mínimos que
producen la tragedia, la soledad de la muerte.
Y parece que Guevara hubiera recordado una
de las frases finales de London. "Cuando hubo
recobrado el aliento y el control, se sentó y
recreó en su mente la concepción de afrontar
la muerte con dignidad".
Guevara encuentra en el personaje de
London el modelo de cómo se debe morir. Se
trata de un momento de gran condensación.
No estamos lejos de don Quijote, que busca
en las ficciones que ha leído el modelo de la
vida que quiere vivir. De hecho, Guevara cita a
Cervantes en la carta de despedida a sus
padres: "Otra vez siento bajo mis talones el
costillar de Rocinante, vuelvo al camino con mi
adarga al brazo". No se trataría aquí sólo del
quijotismo en el sentido clásico, el idealista
que enfrenta lo real, sino del quijotismo como
un modo de ligar la lectura y la vida. La vida se
completa con un sentido que se toma de lo
que se ha leído en una ficción.
En esa imagen que Guevara convoca en el
momento en el que imagina que va a morir, se
condensa lo que busca un lector de ficciones;
es alguien que encuentra en una escena leída
un modelo ético, un modelo de conducta, la
forma pura de la experiencia.
Un tipo de construcción del sentido que ya
no se transmite oralmente, como pensaba
Benjamin en su texto "El narrador". No es un
sujeto real que ha vivido y que le cuenta a otro
directamente su experiencia, es la lectura la
que modela y transmite la experiencia, en
soledad. Si el narrador es el que transmite el
sentido de lo vivido, el lector es el que busca
el sentido de la experiencia perdida.
Hay una tensión prepolítica en la búsqueda
del sentido en Guevara. Pero a la vez
podríamos decir que ha llegado hasta ahí porque
ha resuelto ese dilema. De hecho, ha
llegado hasta ahí también porque ha vivido su
vida a partir de cierto modelo de experiencia
que ha leído y que busca repetir y realizar.
En un sentido más general Lionel
Gossman se ha referido a la misma cuestión
en Between History and Literature, cuando
señala que la lectura literaria ha sustituido a la
enseñanza religiosa en la construcción de una
ética personal.
El hecho de que Guevara haya registrado
los efectos y el recuerdo de una lectura para
sostenerse ante la inminencia de la muerte
nos remite a una serie de situaciones de
lectura no sólo imaginadas en los textos, sino
presentes en la historia propiamente dicha.
Los que han visto por última vez a Ossip
Mandelstam, el poeta ruso que muere en un
campo de concentración en la época de Stalin,
lo recuerdan frente a una fogata, en Siberia, en
medio de la desolación, rodeado de un grupo
de prisioneros a los que les habla de Virgilio.
Recuerda su lectura de Virgilio, y ésa es la
última imagen del poeta. Persiste ahí la idea
de que hay algo que debe ser preservado, algo
que la lectura ha acumulado como experiencia
social. No se trataría de la exhibición de la
cultura, sino, a la inversa, de la cultura como
resto, como ruina, como ejemplo extremo de
la desposesión.
Podríamos hablar de una lectura en
situación de peligro. Son siempre situaciones
de lectura extrema, fuera de lugar, en
circunstancias de extravío, de muerte, o donde
acosa la amenaza de una destrucción. La
lectura se opone a un mundo hostil, como los
restos o los recuerdos de otra vida.
Estas escenas de lectura serían el vestigio
de una práctica social. Se trata de la huella, un
poco borrosa, de un uso del sentido que
remite a las relaciones entre los libros y la
vida, entre las armas y las letras, entre la
lectura y la realidad.
Guevara es el último lector porque ya
estamos frente al hombre práctico en estado
puro, frente al hombre de acción. "Mi
impaciencia era la de un hombre de acción",
dice de sí mismo en el Congo. El hombre de
acción por excelencia, ése es Guevara (y a
veces habla así). A la vez Guevara está en la
vieja tradición, la relación que mantiene con la
lectura lo acompaña toda su vida.Ø
resto, como ruina, como ejemplo extremo de
la desposesión.
Podríamos hablar de una lectura en
situación de peligro. Son siempre situaciones
de lectura extrema, fuera de lugar, en
circunstancias de extravío, de muerte, o donde
acosa la amenaza de una destrucción. La
lectura se opone a un mundo hostil, como los
restos o los recuerdos de otra vida.
Estas escenas de lectura serían el vestigio
de una prática social. Se trata de la huella, un
poco borrosa, de un uso del sentido que
remite a las relaciones entre los libros y la visa,
entre las armas y las letras, entre la lectura y la
realidad.
Guevara es el último lector porque ya
estamos frente al hombre práctico en estado
puro, frente al hombre de acción. "Mi
impaciencia era la de un hombre de acción",
dice de sí mismo en el Congo. El hombre de
acción por excelencia, ése es Guevara (y a
veces habla así). A la vez Guevara está en la
vieja tradición, la relación que mantiene con la
lectura lo acompaña toda su vida.
r.piglia
ahmel echevarría 100 horas con raúl
La mejor novela cubana publicada en el
año 2007 por una editorial de La Siempre fiel
Isla de Cuba es un libro de memorias escrito
por un pintor. Yo Publio, Confesiones de Raúl
Martínez, de Artecubano Ediciones-Editorial
Letras Cubanas. Un intenso y hermoso
aerolito que al caer sobre el territorio nacional
se fragmentó, exactamente, en 2000 ejemplares.
Impactó cargado de relatos inéditos para
muchos e imágenes que abarcan, a saltos,
buena parte de la vida de Publio Amable Raúl
Martínez González (1927-1995) –comenzando
desde la niñez; también el lector encontrará
fotocopias de manuscritos y alguna de sus
obras.
“De entre todos los libros, los de
memorias son los más engañosos del mundo,
pues en ellos el disimulo llega a alturas a
veces insospechadas y sus autores generalmente
buscan la justificación”. Estas son
palabras de Roberto Bolaño. En vida debió
haber sido un tipo insufrible para muchos.
Basta repasar sus charlas, discursos, sus
cuentos y novelas para tener una idea de la
magnitud ácida de su pH. ¿Una letal
combinación la de sus lecturas y la
enfermedad hepática que le jugó una mala
pasada? Pero no deja de tener razón. ¿Cómo
devenir individuo imparcial mientras, como
testigo, editas tu vida al tiempo que la sitúas
en un contesto histórico determinado? Es el
verdadero arte de la maroma escribir un libro
de memorias. Caminar la cuerda floja sobre
un foso de leones hambrientos. Siempre hay
un ojo que te ve –reza un dicho popular–. Y
ese ojo, como león que alguna vez se cruzó
en tu camino, te espera. Espera tus confesiones,
espera esa entrega tal como
aguardara un cargamento de carne, en este
caso una entrega de carne de primera
deshuesada.
“Creo que tendré que ponerme a escribir
mis memorias” –esta frase manuscrita,
impresa a lo largo y ancho de dos páginas
ubicadas al principio del libro, fue escrita en
Moscú, específicamente en 1988–. “Tendré
que ponerme a escribir mis memorias. Son
las 5:00 a.m. Desperté hace media hora. No
he podido dormirme. Preparo un trago. Fumo.
Tenía un sueño que podría convertirse en una
novela. Un sueño de enredos amorosossexuales
en la edad media, salido de la
picaresca española, lleno de ingenuidad y
malicia.” Esta otra frase también es de Raúl.
Del chino Raúl. De Raúl Martínez. Está
impresa en una de las últimas páginas –debo
aclarar que las cursivas son obra mía–. Un
aviso al inicio, otro en las postrimerías del
libro: estamos frente a un libro de memorias.
Y para que el lector se libre de cualquier duda
de qué exactamente leyó, antes de poner Yo
Publio en el librero, Abelardo Estorino cierra
con una confesión: “Después de varias lecturas
de las memorias de Raúl Martínez (...) se
comprende la intención de expresar en
palabras su esfuerzo por penetrar los
espacios más ocultos de la memoria y de
contar la historia de un hombre en lucha por
alcanzar la perfección” (Mías también son
estas cursivas).
Varias marcas de ubicación para un texto
que asombra e inquieta porque se desmarca.
¿Pero es exactamente un libro de memorias?
En este aerolito que reventó en Ciudad de La
Habana en 2007, Raúl no solo comete el
pecado de nombrar figuras clave de la cultura
cubana y desnudarlas, de ponerlas en un
contexto público o privado, de mostrarlas sin
la protección eficaz de las buenas maneras y
la diplomacia que se activan fuera de las
bambalinas. En la medida en que se suceden
las páginas ante el lector aparecerán Abelardo
Estorino, Wifredo Lam, Portocarrero, Servando
Cabrera, Martínez Pedro, Mariano, Virgilio
Piñera entre otros. El chino Raúl consignará
juicios sobre la vida y la obra de estos
personajes, por supuesto, siempre desde su
perspectiva, quitándole de esa forma el velo o
el aura a través de los cuales los hemos
observado (yo, que hace poco menos de año
y medio revisté parte de la obra de Lam, que
me fui hasta el Museo de Bellas Artes para
ver y tocar sus cuadros –confieso que lo hice
literalmente, una amiga vigilaba a la celadora
mientras cometía mi leve fechoría–, enarqué
las cejas ante la anécdota en la que Lam,
luego de una pequeña escaramuza para
evadir una aparición pública, al ver que varios
fotógrafos de la prensa nacional corrían para
cubrir la actividad, dio media vuelta y empezó
a repartir estrechones de manos mientras era
cizallado por las cámaras fotográficas). Otro
de los pecados cometidos en Yo Publio es el
de sucumbir a la necesidad de narrar
episodios –olvidados o enterrados– de nuestra
historia, sin excluir de ellos la desazón, el
miedo, el horror, la incertidumbre, alguno de
ellos puestos en el tapete gracias a crisis
internas, o a aquellos raros eventos donde
uno de los testigos de esos tristes y violentos
episodios le contó a alguien que le contó a
alguien que le contó... o retazos que hemos
aclarar que las cursivas son obra mía–. Un
aviso al inicio, otro en las postrimerías del
libro: estamos frente a un libro de memorias.
Y para que el lector se libre de cualquier duda
de qué exactamente leyó, antes de poner Yo
Publio en el librero, Abelardo Estorino cierra
con una confesión: “Después de varias lecturas
de las memorias de Raúl Martínez (...) se
comprende la intención de expresar en
palabras su esfuerzo por penetrar los
espacios más ocultos de la memoria y de
contar la historia de un hombre en lucha por
alcanzar la perfección” (Mías también son
estas cursivas).
Varias marcas de ubicación para un texto
que asombra e inquieta porque se desmarca.
¿Pero es exactamente un libro de memorias?
En este aerolito que reventó en Ciudad de La
Habana en 2007, Raúl no solo comete el
pecado de nombrar figuras clave de la cultura
cubana y desnudarlas, de ponerlas en un
contexto público o privado, de mostrarlas sin
la protección eficaz de las buenas maneras y
la diplomacia que se activan fuera de las
bambalinas. En la medida en que se suceden
las páginas ante el lector aparecerán Abelardo
Estorino, Wifredo Lam, Portocarrero, Servando
Cabrera, Martínez Pedro, Mariano, Virgilio
Piñera entre otros. El chino Raúl consignará
juicios sobre la vida y la obra de estos
personajes, por supuesto, siempre desde su
perspectiva, quitándole de esa forma el velo o
el aura a través de los cuales los hemos
observado (yo, que hace poco menos de año
y medio revisité parte de la obra de Lam, que
me fui hasta el Museo de Bellas Artes para
ver y tocar sus cuadros –confieso que lo hice
literalmente, una amiga vigilaba a la celadora
mientras cometía mi leve fechoría–, enarqué
las cejas ante la anécdota en la que Lam,
luego de una pequeña escaramuza para
evadir una aparición pública, al ver que varios
fotógrafos de la prensa nacional corrían para
cubrir la actividad, dio media vuelta y empezó
a repartir estrechones de manos mientras era
cizallado por las cámaras fotográficas). Otro
de los pecados cometidos en Yo Publio es el
de sucumbir a la necesidad de narrar
episodios –olvidados o enterrados– de nuestra
historia, sin excluir de ellos la desazón, el
miedo, el horror, la incertidumbre, alguno de
ellos puestos en el tapete gracias a crisis
internas, o a aquellos raros eventos donde
uno de los testigos de esos tristes y violentos
episodios le contó a alguien que le contó a
alguien que le contó... o retazos que hemos
encontrado en textos aislados, canciones,
películas o libros que nos llegan desde fuera
de las fronteras de La Siempre fiel Isla de
Cuba.
Pero la lista de pecados cometidos por el
autor mientras le daba forma y sentido al libro
no acaba ahí. Para colmo, Publio Amable
inserta diferentes voces en sus confesiones.
Voces que aparecen y toman la novela como
se toma una cabeza de playa. No solo se
pueden leer los supuestos parlamentos de
quienes interactuaron con Raúl, el relato
también avanza cuando lo narra uno de los
hermanos de Raúl Martínez y su padre –según
Abelardo Estorino en otras confesiones
aparecidas en una entrevista concedida para
la revista La Gaceta de Cuba (mayo-junio 08),
Raúl creó el personaje de El Loco (el hermano
menor) para hablar de sus amigos y no
sentirse culpable–. Y como si esto no bastara
entran en el escenario del relato páginas
aisladas de un diario. ¿Qué es exactamente
Yo Publio? ¿Memoria novelada? ¿Novela
armada a partir de las memorias del autor? ¿O
novela a secas? Lo cierto es que Yo Publio es
lo que nadie esperaba o lo que muy pocos
esperaban. Es un intenso y bello aerolito. O
un oasis de amor/horror en un desierto de
tedio. O 2000 fragmentos esparcidos que nos
recuerdan ciertas claves olvidadas u olvidadas
ex-profeso en el viejo oficio de contar una
historia. O una valla compuesta por colores
duros y planos, con luces de neón al más
puro estilo kitsch, donde se le avisa al escritor
cubano, específicamente a los narradores,
que pongan las barbas en remojo. Confieso
que me inquietaron estos movimientos luego
de fatigar durante cien horas las páginas
escritas por Raúl Martínez. No tengo barbas,
solo un pequeño chivo que a ratos humedezco
para estar en sintonía con esta resuelta
e inédita máquina de narrar por suerte
imperfecta.
Inicio de un paréntesis: Varias personas
que conozco, algunas de ellas son escritores,
me comentaron medio escandalizados lo que
decía Raúl en sus confesiones, también
incluyeron lo que habían escuchado de otros:
relato sucio, un corro de penes succionados o
masturbados por otros hombres, penetración
y amor y odio y desengaño entre hombres,
obcecación con la belleza masculina, traumas
sexuales, reconocidos intelectuales muy
maricones, efebos a conquistar y conquistados...
Pero ninguno de ellos se detuvo en
episodios como este: “Yo tenía miedo a ser
confundido. Recuerdo con qué temor tomaba
café en la parada de la guagua, mirando a un
lado u otro para huir si algo pasaba. Cuando
me veía obligado a pararme allí mismo [hace
referencia a la heladería Coppelia], al salir de
Radiocentro [cine Yara para los más jóvenes]
o del Habana Libre, rezaba porque llegara la
guagua lo más rápido posible.” ¿Miedo a ser
confundido? ¿Miedo a qué? Temor por una
confusión ante una conducta impropia. Miedo
a las represalias y ataques que sufrían los
homosexuales. Miedo a ser enviado a las
UMAP. Miedo a las redadas de la policía
especialmente en los alrededores de La
Catedral del Helado de la Siempre fiel Isla de
Cuba. Ninguna de aquellas personas que me
habló del libro hizo referencia al resto de las
confesiones que entroncan con el tema
censura y silencio obligado. ¿Yo?: asombrado.
Los veía tal como si ellos, luego de pararse
frente a la obra de Raúl Isla 70, al relatarme su
experiencia pasaran por alto el rostro que, en
la esquina inferior izquierda, grita desesperadamente
mientras una mano parece
abofetearlo, callarlo, u olvidaran el tono de
piel (varias gamas del verde) tan parecido en
los habitantes y héroes que coexisten en esa
Isla de los 70 –¿cierta uniformidad en la
diversidad?–, o los penes amarillos y enhiestos,
o el mono cuyo pelaje es del mismo
color que el de la piel de algunos hombres de
carne y hueso o el de un par de héroes –ese
mismo tono de verde rellena la mitad del
rostro del Ché–. En esa Isla de los 70 aparece,
literalmente, hasta el gato (hay un intrigante
gato rojo). Bueno, el que tenga ojos, vea. Y el
que tenga ojos, lea. A fin de cuentas muchos
creen en la pura verdad de las palabras
escritas. Final del paréntesis.
Para mí, este libro no es aquella esfera
tornasolada de casi intolerable fulgor. Si
acaso, es un Aleph imperfecto. Las imágenes
que en él se suceden están movidas por los
resortes de una historia novelada, una
imperfecta máquina narrativa que desde de
los engranajes de la ficción muerde, arranca,
deglute y defeca partes de personas y
episodios de la realidad. Que para ser todavía
más verosímil se le incluyen páginas de un
cuaderno personal, imágenes y manuscritos.
Que para seguir apostando por la verosimilitud
el relato termina de manera abrupta,
pero sin que quede la sensación de que la
historia está inconclusa –como lectores
intuimos que hay más, incluso sonreímos al
ver que queremos seguir asomados a esa
confundido. Recuerdo con qué temor tomaba
café en la parada de la guagua, mirando a un
lado u otro para huir si algo pasaba. Cuando
me veía obligado a pararme allí mismo [hace
referencia a la heladería Coppelia], al salir de
Radiocentro [cine Yara para los más jóvenes]
o del Habana Libre, rezaba porque llegara la
guagua lo más rápido posible.” ¿Miedo a ser
confundido? ¿Miedo a qué? Temor por una
confusión ante una conducta impropia. Miedo
a las represalias y ataques que sufrían los
homosexuales. Miedo a ser enviado a las
UMAP. Miedo a las redadas de la policía
especialmente en los alrededores de La
Catedral del Helado de la Siempre fiel Isla de
Cuba. Ninguna de aquellas personas que me
habló del libro hizo referencia al resto de las
confesiones que entroncan con el tema
censura y silencio obligado. ¿Yo?: asombrado.
Los veía tal como si ellos, luego de pararse
frente a la obra de Raúl Isla 70, al relatarme su
experiencia pasaran por alto el rostro que, en
la esquina inferior izquierda, grita desesperadamente
mientras una mano parece
abofetearlo, callarlo, u olvidaran el tono de
piel (varias gamas del verde) tan parecido en
los habitantes y héroes que coexisten en esa
Isla de los 70 –¿cierta uniformidad en la
diversidad?–, o los penes amarillos y enhiestos,
o el mono cuyo pelaje es del mismo
color que el de la piel de algunos hombres de
carne y hueso o el de un par de héroes –ese
mismo tono de verde rellena la mitad del
rostro del Ché–. En esa Isla de los 70 aparece,
literalmente, hasta el gato (hay un intrigante
gato rojo). Bueno, el que tenga ojos, vea. Y el
que tenga ojos, lea. A fin de cuentas muchos
creen en la pura verdad de las palabras
escritas. Final del paréntesis.
Para mí, este libro no es aquella esfera
tornasolada de casi intolerable fulgor. Si
acaso, es un Aleph imperfecto. Las imágenes
que en él se suceden están movidas por los
resortes de una historia novelada, una
imperfecta máquina narrativa que desde de
los engranajes de la ficción muerde, arranca,
deglute y defeca partes de personas y
episodios de la realidad. Que para ser todavía
más verosímil se le incluyen páginas de un
cuaderno personal, imágenes y manuscritos.
Que para seguir apostando por la verosimilitud
el relato termina de manera abrupta,
pero sin que quede la sensación de que la
historia está inconclusa –como lectores
intuimos que hay más, incluso sonreímos al
ver que queremos seguir asomados a esa
ventana abierta, pero nos damos con un
canto en el pecho porque como lectores
también intuimos que lo verdaderamente
importante para construir el relato ha sido
narrado–. Y que el puntillazo sería la confesión
de Abelardo Estorino: “Me pareció que la
frase de Shakespeare debía cerrar el libro (The
rest is silence), y me atreví a colaborar. Para
entonces ya la lucha había terminado.”
Ojo: una lucha que había terminado.
Había una lucha. ¿Cuál? ¿Con quiénes se
había luchado? Aquí, Estorino no se refiere a
la pelea personal que libró Raúl Martínez tanto
en su vida pública y privada como en la obra.
Digamos que para tener una aproximación,
una idea más exacta del significado de la
palabra lucha en el contexto referido, habría
que conectarla con la respuesta de Abelardo
Estorino en la entrevista publicada en La
Gaceta de Cuba cuando le preguntaron cuál
era su mayor ambición con el texto Yo Publio.
Respondió: “Publicarlo, por eso sentí que
debía conseguirlo. Abel [Abel Prieto, Ministro
de Cultura] fue muy comprensivo y aceptó”.
Esto, señores, sí apunta a otras cien
horas de confesiones con Raúl. Este resto sí
es silencio.
AhmelEche v a r r í a
LaHabana•74
ventana abierta, pero nos damos con un
canto en el pecho porque como lectores
también intuimos que lo verdaderamente
importante para construir el relato ha sido
narrado–. Y que el puntillazo sería la confesión
de Abelardo Estorino: “Me pareció que la
frase de Shakespeare debía cerrar el libro (The
rest is silence), y me atreví a colaborar. Para
entonces ya la lucha había terminado.”
Ojo: una lucha que había terminado.
Había una lucha. ¿Cuál? ¿Con quiénes se
había luchado? Aquí, Estorino no se refiere a
la pelea personal que libró Raúl Martínez tanto
en su vida pública y privada como en la obra.
Digamos que para tener una aproximación,
una idea más exacta del significado de la
palabra lucha en el contexto referido, habría
que conectarla con la respuesta de Abelardo
Estorino en la entrevista publicada en La
Gaceta de Cuba cuando le preguntaron cuál
era su mayor ambición con el texto Yo Publio.
Respondió: “Publicarlo, por eso sentí que
debía conseguirlo. Abel [Abel Prieto, Ministro
de Cultura] fue muy comprensivo y aceptó”.
Esto, señores, sí apunta a otras cien
horas de confesiones con Raúl. Este resto sí
es silencio.
AhmelEche v a r r í a
LaHabana•74
El ché en catalán en la ciudad fantasma
Hace un año, durante una tertulia
literaria en un hotel del Barrio Gótico, me
quedé mirando a un argentino que me
resultaba familiar. Por mucho que me
esforzaba, no conseguía reconocerlo, pero
estaba seguro de haberlo visto en algún lugar,
incluso de haberlo frecuentado. Finalmente,
durante una pausa para café, no pude más y
le pregunté:
—Perdone, ¿no nos conocemos?
—Seguro que sí. Yo soy el Ché Guevara.
—Ya.
Pensé que era un borde y lo olvidé. Pero
semanas después, caminando por la Rambla,
volví a verlo. Estaba de pie encima de un
pedestal. Iba todo pintado de camuflaje y
llevaba un libro en la mano.
Recitaba un encendido discurso sobre el
imperialismo, mientras unos turistas gringos
le echaban monedas en un sombrero. Era el
Ché Guevara, de verdad. Y estaba llamando a
la insurrección. Aunque en ese preciso
momento, atraían más público en la Rambla el
Astronauta y el Hada de los bosques.
Llegó el verano, y un amigo que vive en
Sitges me invitó a su casa. Cuando bajamos a
la playa, me mostró orgulloso su kit completo
de guerrillero cubano: tenía una toalla, un
bañador, un vaso congelante y una pelota de
playa del Ché:
—Todo un revolucionario –le comenté.
—Soy un capitalista rabioso –me
respondió-, o por lo menos, un fetichista.
Colecciono gilipolleces con la cara del Ché.
Me falta el famoso reloj Swatch. Será muy
famoso, pero no lo encuentro por ninguna
parte.
Desde entonces, no he dejado de ver al
Ché por las calles de Barcelona y alrededores.
Lo veo en los lugares más inesperados: en
los patinetes de los skaters frente al MACBA,
tatuado en el brazo de Maradona, dibujado
con chocolate en una camiseta. Puede llevar
el rostro de Gael García Bernal, Benicio del
Toro o Antonio Banderas. Hay “Chés” para
todos los gustos, y cada quién tiene el suyo.
Hay el Ché para estudiantes, para la tercera
edad, para enfermeras o para empresarios. Si
no tienes tu Ché, no eres nadie. Yo estoy
esperando que programen alguna serie de
dibujos animados sobre él.
La última vez que lo vi fue en casa de
una chica que me invitó a cenar. Ella vive en el
Eixample, en un ático con una terraza que
mira a la Sagrada Familia. Y con ella, por
supuesto, vive el Ché. Su apartamento está
lleno de fotos del guerrillero. Hay una en el
estante de los libros, otra en su cuarto y una,
la más grande, en el baño, frente al water.
—¿Y no tienes alguna foto de tu madre?
–le pregunté.
—No, por Dios. Mi madre es muy fea. En
cambio, el Ché es guapísimo.
—¿No tienes fotos de guerrilleros feos?
—Ni de coña.
—¿Y guapos? Fidel era guapo, ¿no?
—Ya, pero el Ché se murió, así que será
joven para siempre. Todas sus imágenes son
así. ¿A quién quieres ver tú todas las
mañanas? ¿Al Ché en la selva con uniforme
de campaña? ¿O a Fidel en un hospital con un
chándal Adidas?
Por eso me gusta la imagen de esas dos
señoras bailando en su aniversario en Santa
Coloma de Gramanet. Supongo que es la
mejor foto posible del Ché. Y no porque ellas
representen el espíritu de la lucha obrera. Ni
porque recuerden su significado político. En
realidad, esa es la mejor imagen del Ché
porque es la única en la que no aparece su
rostro. Un rostro que en realidad, hace mucho
que no le pertenece. Ø
—¿Usted ocupa la habitación 312?
La mujer que me habla usa el pelo muy
corto y tiene unos 40 años. Su traje sastre le
otorga un aire ejecutivo, pero está un poco
pasado de moda, como si fuese de los años
80. Es la segunda vez que la encuentro en el
desayuno del hotel. En Nicaragua me levanto
muy temprano. A esa hora, ella es la única
habitante del comedor.
—Sí –le digo-. ¿Cómo lo sabe?
—Desde su habitación se ve la casa de
Nora.
—Ya. ¿Quién coño es Nora?
A esa hora de la mañana, siempre estoy
de pésimo humor. Pero a pesar de mi
antipatía, ella sonríe.
—Ya lo averiguará –me dice.
Luego pasan a recogerme y me olvido de
ella.
Durante el día, recorro Managua de un
diario a otro, de un canal de televisión a una
radio, para la promoción de mi libro. La capital
de Nicaragua parece una ciudad fantasma.
Uno recorre autopistas rodeadas de campo,
salpicadas aquí y allá de centros comerciales
o pequeñas construcciones. No hay edificios
grandes, y para ver las casas hay que
internarse en la espesura por calles llenas de
árboles. Incluso en el centro de la ciudad, los
inmuebles son casi inexistentes. La mayoría
se cayeron en el terremoto del 72, y desde
entonces no se ha reconstruido la ciudad.
En un cerro, la silueta de un hombre con
sombrero campesino se eleva sobre
Managua. Reconozco a Augusto C. Sandino,
el líder guerrillero de principios de siglo. Me
explican que en las faldas de ese monte,
Sandino compareció en 1934 para pactar un
armisticio con el gobierno, y fue asesinado in
situ por el jefe de la Guardia Nacional Anatasio
Somoza, quien luego se erigiría dictador. La
silueta de Sandino en el monte es como un
fantasma que domina la ciudad.
Por la noche, regreso al hotel tan
agotado que ni siquiera consigo dormir. Doy
vueltas en la cama, y termino por subir al
solitario bar del último piso a tomar una copa.
Una vez más, me encuentro con la mujer del
desayuno. Tengo ganas de hablar con
alguien.
—No me contó usted quién es Nora –le
digo.
Ella se está tomando un té. Me responde
sin mirarme.
—Nora era una agente encubierta del
Frente Sandinista de Liberación Nacional. En
los años de la revolución, conoció al jefe de la
guardia nacional, al que llamaban El Perro. Él
creía que todo era de su propiedad, incluso
las mujeres. La acosaba insistentemente.
Pero ella le tendió una trampa. Lo invitó a su
casa una noche. Lo llevó a su cuarto y le quitó
la ropa y las armas. Cuando se sentía seguro,
tres guerrilleros saltaron del armario para
secuestrarlo. El Perro se resistió, y los
guerrilleros lo mataron. Desde la habitación
312 se ve el apartamento en que ocurrió todo
eso.
—Ya –le digo. Ella sigue tomando su té
sin mirarme.
Me pido un whisky y voy al baño.
Cuando regreso, ella no está. En la mesa no
queda ni siquiera su taza. Termino mi copa y
regreso a mi habitación. Al acostarme, me
parece ver la silueta de un hombre con
sombrero proyectada sobre la ventana. No
me levanto, porque sé que es sólo una
pesadilla.
SantiagoRoncagliolo
L i m a • 7 5
r.piglia una foto (2)
Hay una foto extraordinaria en la que
Guevara está en Bolivia, subido a un árbol,
leyendo, en medio de la desolación y la
experiencia terrible de la guerrilla perseguida.
Se su a un árbol para aislarse un poco y está
ahí, leyendo.
En principio, la lectura como refugio es
algo que Guevara vive contradictoriamente. En
el diario de la guerrilla en el Congo, al analizar
la derrota, escribe: "El hecho de que me
escape para leer, huyendo así de los
problemas cotidianos, tendía a alejarme del
contacto con los hombres, sin contar que hay
ciertos aspectos de mi carácter que no hacen
fácil el intimar".
La lectura se asimila con la persistencia y
la fragilidad. Guevara insiste en pensarla como
una adicción. "Mis dos debilidades
fundamentales: el tabaco y la lectura".
La distancia, el aislamiento, el corte,
aparecen metaforizados en el que se abstrae
para leer. Y eso se ve como contradictorio con
la experiencia política, una suerte de lastre
que viene del pasado, ligado al carácter, al
modo de ser. En distintas oportunidades
Guevara se refiere a la capacidad que tenía
Fidel Castro para acercarse a la gente y
establecer inmediatamente relaciones fluidas,
frente a su propia tendencia a aislarse,
separarse, construyéndose un espacio aparte.
Hay una tensión entre la vida social y algo
propio y privado, una tensión entre la vida
política y la vida personal. Y la lectura es la
metáfora de esa diferencia.
Esto ya es percibido en la época de la
Sierra Maestra. En alguno de los testimonios
sobre la experiencia de la guerra de liberación
en Cuba, se dice del Che: "Lector infatigable,
abría un libro cuando hacíamos un alto
mientras que todos nosotros, muertos de
cansancio, cerrábamos los ojos y tratábamos
de dormir".
Más allá de la tendencia a mitificarlo, hay
allí una particularidad. La lectura persiste
como un resto del pasado, en medio de la
experiencia de acción pura, de desposesión y
violencia, en la guerrilla, en el monte.
Guevara lee en el interior de la experiencia,
hace una pausa. Parece un resto diurno de su
vida anterior. Incluso es interrumpido por la
acción, como quien se despierta: la primera
vez que entran en combate en Bolivia, Guevara
está tendido en su hamaca y lee. Se trata del
primer combate, una emboscada que ha
organizado para comenzar las operaciones de
un modo espectacular, porque ya el ejército
Hay una foto extraordinaria en la que
Guevara está en Bolivia, subido a un árbol,
leyendo, en medio de la desolación y la
experiencia terrible de la guerrilla perseguida.
Se sube a un árbol para aislarse un poco y
está ahí, leyendo.
En principio, la lectura como refugio es
algo que Guevara vive contradictoriamente. En
el diario de la guerrilla en el Congo, al analizar
la derrota, escribe: "El hecho de que me
escape para leer, huyendo así de los problemas
cotidianos, tendía a alejarme del
contacto con los hombres, sin contar que hay
ciertos aspectos de mi carácter que no hacen
fácil el intimar".
La lectura se asimila con la persistencia y
la fragilidad. Guevara insiste en pensarla como
una adicción. "Mis dos debilidades
fundamentales: el tabaco y la lectura".
La distancia, el aislamiento, el corte,
aparecen metaforizados en el que se abstrae
para leer. Y eso se ve como contradictorio con
la experiencia política, una suerte de lastre
que viene del pasado, ligado al carácter, al
modo de ser. En distintas oportunidades
Guevara se refiere a la capacidad que tenía
Fidel Castro para acercarse a la gente y
establecer inmediatamente relaciones fluidas,
frente a su propia tendencia a aislarse,
separarse, construyéndose un espacio aparte.
Hay una tensión entre la vida social y algo
propio y privado, una tensión entre la vida
política y la vida personal. Y la lectura es la
metáfora de esa diferencia.
Esto ya es percibido en la época de la
Sierra Maestra. En alguno de los testimonios
sobre la experiencia de la guerra de liberación
en Cuba, se dice del Che: "Lector infatigable,
abría un libro cuando hacíamos un alto
mientras que todos nosotros, muertos de
cansancio, cerrábamos los ojos y tratábamos
de dormir".
Más allá de la tendencia a mitificarlo, hay
allí una particularidad. La lectura persiste
como un resto del pasado, en medio de la
experiencia de acción pura, de desposesión y
violencia, en la guerrilla, en el monte.
Guevara lee en el interior de la experiencia,
hace una pausa. Parece un resto diurno de su
vida anterior. Incluso es interrumpido por la
acción, como quien se despierta: la primera
vez que entran en combate en Bolivia, Guevara
está tendido en su hamaca y lee. Se trata del
primer combate, una emboscada que ha
organizado para comenzar las operaciones de
un modo espectacular, porque ya el ejército
anda rastreando el lugar y, mientras espera,
tendido en la hamaca, lee.
Esta oposición se hace todavía más visible
si pensamos en la figura sedentaria del lector
en contraste con la del guerrillero que marcha.
La movilidad constante frente a la lectura
como punto fijo en Guevara.
"La característica fundamental de una
guerrilla es la movilidad, lo que le permite
estar, en pocos minutos, lejos del teatro
específico de la acción y en pocas horas lejos
de la región de la misma, si fuera necesario;
que le permite cambiar constantemente de
frente y evitar cualquier tipo de cerco", escribe
Guevara en 1961 en La guerra de guerrillas. La
pulsión territorial, la idea de un punto fijo,
acecha siempre. Pero, a la inversa de la
experiencia política clásica, el acumular y tener
algo propio supone el riesgo inmediato. Régis
Debray cuenta la caída del primer punto de
anclaje en Bolivia, la microzona propia:
"Tiempo antes se había hecho una pequeña
biblioteca, escondida en una gruta, al lado de
las reservas de víveres y del puesto emisor".
La marcha supone además la liviandad, la
ligereza, la rapidez. Hay que desprenderse de
todo, estar liviano y marchar. Pero Guevara
mantiene cierta pesadez. En Bolivia, ya sin
fuerzas, llevaba libros encima. Cuando es detenido
en Ñancahuazu, cuando es capturado
después de la odisea que conocemos, una
odisea que supone la necesidad de moverse
incesantemente y de huir del cerco, lo único
que conserva (porque ha perdido todo, no
tiene ni zapatos) es un portafolio de cuero,
que tiene atado al cinturón, en su costado
derecho, donde guarda su diario de campaña
y sus libros. Todos se desprenden de aquello
que dificulta la marcha y la fuga, pero Guevara
sigue todavía conservando los libros, que
pesan y son lo contrario de la ligereza que
exige la marcha.
El ejemplo antagónico y simétrico es
desde luego Gramsci, un lector increíble, el
político separado de la vida social por la
cárcel, que se convierte en el mayor lector de
su época. Un lector único. En prisión Gramsci
lee todo el tiempo, lee lo que puede, lo que
logra filtrarse en las cárceles de Mussolini.
Está siempre pidiendo libros y de esa lectura
continua ("leo por lo menos un libro por día",
dice), de ese hombre solo, inmóvil, aislado, en
la celda, nos quedan los Cuadernos de la
cárcel, que son comentarios extraordinarios
de esas lecturas. Lee folletines, revistas
fascistas, publicaciones católicas, lee los
libros que encuentra en la biblioteca de la
cárcel y los que deja pasar la censura, y de
todos ellos extrae consecuencias notables.
Desde ese lugar sedentario, inmóvil, encerrado,
Gramsci construye la noción de
hegemonía, de consenso, de bloque histórico,
de cultura nacional-popular.
Y obviamente la teoría de la toma del
poder en Guevara (si es que eso existe) está
enfrentada con la de Gramsci. Puro movimiento
en la acción pero fijeza en las
concepciones políticas, nada de matices. Sólo
es fluida la marcha de la guerrilla. No hay nada
que transmitir en Guevara, salvo su ejemplo,
que es intransferible. De esta imposibilidad
surge tal vez la tensión trágica que sostiene al
mito.
La teoría del foco y la teoría de la
hegemonía: no debe de haber nada más
antagónico. Como no debe de haber nada más
antagónico que la imagen de Guevara leyendo
en las pausas de la marcha continua de la
guerrilla y la de Gramsci leyendo encerrado en
su celda, en la cárcel fascista. En verdad, para
Guevara, antes que la construcción de un
sujeto revolucionario, de un sujeto colectivo
en el sentido que esto tiene para Gramsci, se
trata de construir una nueva subjetividad, un
sujeto nuevo en sentido literal, y de ponerse él
mismo como ejemplo de esa construcción.
En la historia de Guevara hay distintos
ritmos, metamorfosis, cambios bruscos, transformaciones,
pero hay también persistencia,
continuidad. Una serie de larga duración
recorre su vida a pesar de las mutaciones: la
serie de la lectura. La continuidad está ahí,
todo lo demás es desprendimiento y metamorfosis.
Pero ese nudo, el de un hombre que
lee, persiste desde el principio hasta el final.
Esa serie de larga duración se remonta a la
infancia y está ligada al otro dato de identidad
del Che Guevara: el asma. La madre es quien
le enseña a leer porque no puede ir a la
escuela y ese aprendizaje privado se relaciona
con la enfermedad. A partir de entonces se
convierte en un lector voraz. "Estaba loco por
la lectura", dice su hermano Roberto. "Se
encerraba en el baño para leer".
La lectura como práctica iniciática
fundamental, al decir de Michel De Certeau,
funciona como modelo de toda iniciación. En
este caso, el asma y la lectura están vinculados
al origen. Hacen pensar en Proust, que
justamente ha narrado muy bien lo que es
esta relación, un cruce, una diferencia que
define ciertas lecturas en la infancia, cierto
modo de leer. Basta recordar la primera
página del texto de Proust Sobre la lectura:
"Quizá no hay días de nuestra infancia tan
plenamente vividos como aquellos que
creímos haber dejado sin vivir, aquellos que
pasamos con nuestro libro predilecto". La vida
leída y la vida vivida. La vida plena de la
lectura.
La lectura, entonces, lo acompaña desde
la niñez igual que el asma. Signos de
identidad, signos de diferencia. Signos en un
sentido fuerte, porque ya se ha hecho notar
que los senos frontales abultados que vienen
del esfuerzo por respirar, definen el rostro de
Guevara como una marca que no puede
disfrazarse. En sus fotos de revolucionario
clandestino es fácil reconocerlo si uno le mira
la frente.
Y, a la vez, señalan cierta dependencia
física, que se materializa en un objeto que hay
que llevar siempre. "El inhalador es más
importante para mí que el fusil", le escribe a su
madre desde Cuba en la primera carta que le
envía desde Sierra Maestra. El inhalador para
respirar y los libros para leer. Dos ritmos
cotidianos, la respiración cortada del asmático,
la marcha cortada por la lectura, la
escansión pausada del que lee. Eso es lo
persistente: una identidad de la que no puede
(y no quiere) desprenderse. La marcha y la
respiración.
La lectura vinculada a cierta soledad en
medio de la red social es una diferencia que
persiste. "Durante estas horas últimas en el
Congo me sentí solo como nunca lo había
estado, ni en Cuba, ni en ninguna otra parte de
mi peregrinar por el mundo. Podría decir:
nunca como hoy había sentido hasta qué
punto, qué solitario era mi camino". La lectura
es la metáfora de ese camino solitario. Es el
contenido de la soledad y su efecto.
Desde luego, como Guevara lee, también
escribe. O, mejor, porque lee, escribe. Sus
primeros escritos son notas de lectura de
1945. Ese año empieza un cuaderno
manuscrito de 165 hojas donde ordena sus
lecturas por orden alfabético. Se han
encontrado siete cuadernos escritos a lo largo
de diez años. Hay otra serie larga, entonces,
que acompaña toda la vida de Guevara y es la
escritura.
Escribe sobre sí mismo y sobre lo que lee, es
decir, escribe un diario. Un tipo de escritura
muy definida, la escritura privada, el registro
personal de la experiencia. Empieza con un
diario de lecturas y sigue con el diario que fija
la experiencia misma, que permite leer luego
su propia vida como la de otro y reescribirla. Si
se detiene para leer, también se detiene para
escribir, al final de la jornada, a la noche,
cansado.
Entre 1945 y 1967 escribe un diario: el
diario de los viajes que hace de joven cuando
recorre América, el diario de la campaña de
Sierra Maestra, el diario de la campaña del
Congo y, por supuesto, el diario en Bolivia.
Desde muy joven, encuentra un sistema de
escritura que consiste en tomar notas para
fijar la experiencia de inmediato y después
escribir un relato a partir de las notas
tomadas. La inmediatez de la experiencia y el
momento de la elaboración. Guevara tiene
clara la diferencia: "El personaje que escribió
estas notas murió al pisar de nuevo tierra
argentina, el que las ordena y las pule (yo), no
soy yo", escribe en el inicio de Mi primer gran
viaje.
En ese sentido, el Diario en Bolivia es
excepcional porque no hubo reescritura, como
tampoco la hubo en las notas que tomó de su
primer viaje por la Argentina, en 1950, y que
su padre publicó en su libro Mi hijo el Che: "En
mi casa de la calle Arenales hace poco tiempo
descubrí por casualidad dentro de un cajón
que contenía libros viejos, unas libretas
escritas por Ernesto. El interés de estos
escritos reside en que puede decirse que con
ellos comenzó Ernesto a dejar asentados sus
pensamientos y sus observaciones en un
diario, costumbre que conservó siempre".
Había en el joven Guevara el proyecto, la
aspiración, de ser un escritor. En la carta que
le escribe a Ernesto Sábato después del
triunfo de la revolución, donde le recuerda que
en 1948 leyó deslumbrado Uno y el Universo,
le dice: "En aquel tiempo yo pensaba que ser
un escritor era el máximo título al que se podía
aspirar". Podríamos pensar que esa voluntad
de ser escritor, para decirlo con Pasolini, esa
actitud previa a la obra, ese modo de mirar el
mundo para registrarlo por escrito, persiste,
entreverada, con su experiencia de médico y
con su progresiva –y distante– politización,
hasta el encuentro con Fidel Castro en mayo
de 1955.
En una fecha tan tardía como febrero de
1955, hace en su diario un balance de su
crítica situación económica, y concluye diciendo
que en general está estancado "y en
producción literaria más, pues casi nunca
escribo".
diario de lecturas y sigue con el diario que fija
la experiencia misma, que permite leer luego
su propia vida como la de otro y reescribirla. Si
se detiene para leer, también se detiene para
escribir, al final de la jornada, a la noche,
cansado.
Entre 1945 y 1967 escribe un diario: el
diario de los viajes que hace de joven cuando
recorre América, el diario de la campaña de
Sierra Maestra, el diario de la campaña del
Congo y, por supuesto, el diario en Bolivia.
Desde muy joven, encuentra un sistema de
escritura que consiste en tomar notas para
fijar la experiencia de inmediato y después
escribir un relato a partir de las notas
tomadas. La inmediatez de la experiencia y el
momento de la elaboración. Guevara tiene
clara la diferencia: "El personaje que escribió
estas notas murió al pisar de nuevo tierra
argentina, el que las ordena y las pule (yo), no
soy yo", escribe en el inicio de Mi primer gran
viaje.
En ese sentido, el Diario en Bolivia es
excepcional porque no hubo reescritura, como
tampoco la hubo en las notas que tomó de su
primer viaje por la Argentina, en 1950, y que
su padre publicó en su libro Mi hijo el Che: "En
mi casa de la calle Arenales hace poco tiempo
descubrí por casualidad dentro de un cajón
que contenía libros viejos, unas libretas
escritas por Ernesto. El interés de estos
escritos reside en que puede decirse que con
ellos comenzó Ernesto a dejar asentados sus
pensamientos y sus observaciones en un
diario, costumbre que conservó siempre".
Había en el joven Guevara el proyecto, la
aspiración, de ser un escritor. En la carta que
le escribe a Ernesto Sábato después del
triunfo de la revolución, donde le recuerda que
en 1948 leyó deslumbrado Uno y el Universo,
le dice: "En aquel tiempo yo pensaba que ser
un escritor era el máximo título al que se podía
aspirar". Podríamos pensar que esa voluntad
de ser escritor, para decirlo con Pasolini, esa
actitud previa a la obra, ese modo de mirar el
mundo para registrarlo por escrito, persiste,
entreverada, con su experiencia de médico y
con su progresiva –y distante– politización,
hasta el encuentro con Fidel Castro en mayo
de 1955.
En una fecha tan tardía como febrero de
1955, hace en su diario un balance de su
crítica situación económica, y concluye diciendo
que en general está estancado "y en
producción literaria más, pues casi nunca
escribo".
De hecho, en un sentido, el político triunfa
donde fracasa el escritor y Guevara tiene clara
esa tensión. "Surgió una gota del poeta
frustrado que hay en mí", le escribe a León
Felipe luego del triunfo de la revolución. Por
un lado, se define varias veces como un poeta
fracasado pero, por otro, se piensa como
alguien que construye su vida como un artista:
"Una voluntad que he pulido con la delectación
de artista sostendrá unas piernas fláccidas y
unos pulmones cansados", escribe en la carta
de despedida a sus padres. Hay un antecedente
de esta actitud en la notable carta a
su madre del 15 de julio de 1956, en la que le
señala su decisión de unirse a la guerrilla. Ha
estado preso con Castro y está decidido a irse
en el Granma. "Un profundo error tuyo es creer
que de la moderación o el ´moderado egoísmo
´ es de donde salen los inventos mayores
u obras maestras de arte. Para toda obra
grande se necesita pasión y para la Revolución
se necesita pasión y audacia". Y concluye:
"Además es cierto que después de desfacer
entuertos en Cuba me iré a otro lado
cualquiera". La cita implícita del Quijote es
anuncio de lo que viene; en todo caso, del
sentido de lo que viene.
Philipp De Rieff ha trabajado la figura del
político que surge entre las ruinas del escritor.
El escritor fracasado que renace como político
intransigente, casi como no-político, o al
menos como el político que está solo y hace
política primero sobre sí mismo y sobre su
vida y se constituye como ejemplo. Y aquí la
relación, antes que con Gramsci, es por
supuesto con Trotski, el héroe trágico, "el
profeta desarmado", como lo llamó Isaac
Deutscher. Hay también en Trotski una
nostalgia por la literatura: "Desde mi juventud,
más exactamente desde mi niñez, había
soñado con ser escritor", dice Trotski al final
de Mi vida, su excelente autobiografía. Y Hans
Mayer, por su parte, en su libro sobre la
tradición del outsider, también ha visto a
Trotski como el escritor fracasado y, por lo
tanto, el político "irreal", opuesto a Stalin, el
político práctico.Ø
orlando luis pardo 400 años en el Cardoso
Un antiguo amigo de universidad, escritor
amateur y recientemente "quedado" en el
extranjero durante una "misión oficial", me dice
que ha logrado contactos de alto nivel con el
campus editorial académico de Canadá. En
consecuencia, me pide cosas. En específico, me
pide armar una antología cubana de textos raros
y/o excluidos de autores menores y/o
marginados. Da igual poesía, novela, cuento,
ensayo, que cualquier espécimen endémico de
escritura intergenérica y/o transgenital. En
los orígenes de la tragedia
Un antiguo amigo de universidad, escritor
amateur y recientemente "quedado" en el
extranjero durante una "misión oficial", me dice
que ha logrado contactos de alto nivel con el
campus editorial académico de Canadá. En
consecuencia, me pide cosas. En específico, me
pide armar una antología cubana de textos raros
y/o excluidos de autores menores y/o
marginados. Da igual poesía, novela, cuento,
ensayo, que cualquier espécimen endémico de
escritura intergenérica y/o transgenital. En
Canadá lo quieren Todo-Sobre-Cuba, y lo quieren
ya. Right off: NOW is the moment. Justo ahora
(July 26th, 2008): al borde mismo del posible
cambio cubano (PCC). De hecho, no querían nada
hasta hace muy poco y nada querrán dentro de
muy poco después (me alerta mi ex-colega
bioquímico): así que es una oportunidad única de
esas que se dan once in a lifetime. Con buena
paga para los dos, por supuesto of course: más
de lo que yo he ganado durante una década
fungiendo y/o fingiendo como "escritor cubano de
Cuba" (valga no tanto la redundancia como el
oxímoron). Tal vez hasta se "resuelva" un viajecito
free gratis para yo dar un par de speeches
literarios en Canadá: "el público canadiense es
polite, pero demasiado politically correct con
corrimiento hacia el rojo", me advierte porque me
conoce. A cambio del paraíso, sólo me pide
compilar una "historia de bolsillo por los 400 años
de literatura cubana": algo que se in$erte rápido
en el mercado de la pocket-bookeratura mundial.
Allá el tema Cuba está de moda aunque no se
conoce nada de aquí, me dice: "aquí el tema Cuba
está de moda aunque no se conoce nada de allá".
De manera que si no nos lanzamos él y yo ahora,
enseguida cualquier improvisado nos robará la
primicia y la patente en Canadá. "Ni pinga, Landy",
me pincha en su último e-mail, "ya es hora de
sacar algo no tan jodido del subdesarrollo". Y ése
mismo fue el primer título que se me ocurrió
(Algo no tan jodido del subdesarrollo: historia
portátil de los 400 años de literatura cubana). Y ya.
Esto fue todo para empezar. Reconozcamos, con
humildad más que con humillación, que se
trataba de un pacto diabólico so very much
tentador.
ecce homo
Las únicas Obras Completas cubanas que
me he leído del pí al pá son las de Onelio Jorge
Cardoso (1914-1986): un buen narrador nacional,
pero demasiado ruralinfantilizado. Los únicos
estudios "litécniterarios" que poseo los adquirí
coincidentemente en el Centro de Formación
Literaria "Onelio Jorge Cardoso In Memoriam" (en
Miramar). Moraleja de mural: si sólo dispones de
un martillo, todos tus problemas te remiten a un
clavo (¿fue Nietzsche el que habló de escribir a
mandarriazos?). ¿Qué más podía hacer yo, triste y
aislado, con todos mis amigos al otro lado del
charco y cada cual con su nick en el chat, en
medio de mis lúgubres noches de una Habana
inisecular regida de súbito por Raúl?
No sé. Tal vez sí hubiera podido intentar "lo
más difícil", como le encarga Rialta a su hijo José
Cemí, en una página perdida de nuestro Paradiso.
Pero no. Ni pinga, Landy. Al final hice lo contrario.
Lejos de someterme al sermón lezamiano, y
ponerme a investigar mierdangas polillosas en las
bibliotecas sin aire acondicionado de La Habana,
con unos pocos dólares canadienses (un adelanto
de mi partner en esta joint-venture), logré copiar
la base de datos Excel de los diez cursos del
referido CFL "OJC In Memoriam" (en Miramar). Si
bien le juré silencio eterno a mi cómplice, ahora
les juro a ustedes que no he podido evitar
contarlo ("vivir para contarla", me protege la
máxima de un amigo del ex-líder máximo de mi
garcíamarquiano país).
Había medio millar de textos inéditos en
aquellos pocos megas. Una fortuna, una máquina
de narrar. El fichero era una caja de caudales sin
necesidad de copyright ni password: un alef
totipotente de relatos, un do-it-yourself pero ya
listo pret-à-porter. Allí dentro latía el desafío de la
ficción explicado a los niños o el evangelio según
Scheherasade. Y realmente tenían madera de
narradores los muy cabrones (así fuera ácana con
ácaro: lo cierto es que el germen de un régimen
nacioficcional ya se incubaba allí). De manera que
fue muy fácil establecer filias y nexos con cada
estereotipo histórico de realismo cubano: única
cepa literárida que prospera bajo el cepo de
nuestro clima. Elegí 40 ejemplos ejemplares (a
una velocidad moderada de 10 plagios/siglo) y les
pasé la mano para forzarlos en sus respectivos
contextos. Me sentía un Alí Babá posmoderno.
Así, con cambios menores, los 40 parecían
hallazgos arqueológicos míos de los clásicos
locales de nuestros aburridos siglos XVII, XVIII,
XIX y XX (lo que va del XXI asumí que, con
cambios mayores, bien podría impostarlo yo a
partir de mi impropia excritura).
Y ya. Esto fue todo para continuar. El resto
fue hacerme de un Diccionario de la Literatura
Cubana (edición cariada de 1980, con más
omisiones que menciones) y de los dos tomos
truncos de Historia de la Literatura Cubana ("1492-
1898" y "1899-1958": el de "1959-????" aún no
tiene imprimátur por subversivo), editados ambos
oficialmente por instituciones culturales del patio.
De esos mamotretos extraje ciertas maneras de
nombrar dentro de la atmósfera editorial de cada
período: la calumnia calcinada de la Colonia, la
resaca resabiosa de la Repúsblica, y el revolico
rebobo de la Revoilusión.
Las únicas Obras Completas cubanas que
me he leído del pí al pá son las de Onelio Jorge
Cardoso (1914-1986): un buen narrador nacional,
pero demasiado ruralinfantilizado. Los únicos
estudios "litécniterarios" que poseo los adquirí
coincidentemente en el Centro de Formación
Literaria "Onelio Jorge Cardoso In Memoriam" (en
Miramar). Moraleja de mural: si sólo dispones de
un martillo, todos tus problemas te remiten a un
clavo (¿fue Nietzsche el que habló de escribir a
mandarriazos?). ¿Qué más podía hacer yo, triste y
aislado, con todos mis amigos al otro lado del
charco y cada cual con su nick en el chat, en
medio de mis lúgubres noches de una Habana
inisecular regida de súbito por Raúl?
No sé. Tal vez sí hubiera podido intentar "lo
más difícil", como le encarga Rialta a su hijo José
Cemí, en una página perdida de nuestro Paradiso.
Pero no. Ni pinga, Landy. Al final hice lo contrario.
Lejos de someterme al sermón lezamiano, y
ponerme a investigar mierdangas polillosas en las
bibliotecas sin aire acondicionado de La Habana,
con unos pocos dólares canadienses (un adelanto
de mi partner en esta joint-venture), logré copiar
la base de datos Excel de los diez cursos del
referido CFL "OJC In Memoriam" (en Miramar). Si
bien le juré silencio eterno a mi cómplice, ahora
les juro a ustedes que no he podido evitar
contarlo ("vivir para contarla", me protege la
máxima de un amigo del ex-líder máximo de mi
garcíamarquiano país).
Había medio millar de textos inéditos en aquellos
pocos megas. Una fortuna, una máquina de
narrar. El fichero era una caja de caudales sin
necesidad de copyright ni password: un alef
totipotente de relatos, un do-it-yourself pero ya
listo pret-à-porter. Allí dentro latía el desafío de la
ficción explicado a los niños o el evangelio según
Scheherasade. Y realmente tenían madera de
narradores los muy cabrones (así fuera ácana con
ácaro: lo cierto es que el germen de un régimen
nacioficcional ya se incubaba allí). De manera que
fue muy fácil establecer filias y nexos con cada
estereotipo histórico de realismo cubano: única
el ocaso de los dioses
El libro se publicó en un nuevo sello editorial
fundado por mi amigo "quedado" en Montreal,
Quebec: Cubaquois Books. Mi antología apócrifa
(con nadie nunca antes compartí la verdad) fue un
suceso no sólo en el reino políglota de Canadá,
sino también en los United States, pero no se
publicaron los originales en español: así, un team
de traductores profesionales ayudó, sin saberlo, a
enmascarar aún más mis 40 reescrituras robadas.
El título finalmente fue el mío: Something not so
fucking from underdevelopment: portable history
of 400 years of cuban literature / Quelque chose
pas donc pis de sous-développement: histoire
portative des 400 années de littérature cubaine
(edición bilingüe con un anexo resumido en inuit).
Comercialmente, más que un suceso fue
todo un success y/o succès. Un éxito, un exit:
incluido mi primer permiso de salida para viajar (la
suerte de escapar por una sortie), concedido en
tiempo y forma por un ministerio que
misteriosamente no era el de Cultura sino el del
Interior (aún cuando yo me dirigía justo en sentido
contrario: hacia el exterior).
Viajé. Vi. Viré.
Cobré mejor de lo que pensaba, excepto por
un pleito judicial perdido que me impuso mi excolega
bioquímico por un asunto de royalties. Di
no un par, sino pila de speeches literarios entre lo
polite y lo politically correct. Conocí en persona a
Bárbara Gowdy, una mente imponente a sus más
de 50 años, y logré disimular con chistes
ambiguos que nunca la había leído y menos aún
visto la película de sus Falling Angels (era algo de
construirse un búnker doméstico contra la bomba
atómica). Hablé en inglés hasta en la televisión de
Toronto. Caí bien: mostrarme "levemente
levoliberal" era mi triunfal carta de presentación.
Conocí a Gloria Beatty (así lo escribió en una
servilleta), una aeromoza virgen y cosmopolita
que me pidió la matase en pleno vuelo de regreso
Toronto-Montreal (acaso lo único no falso ni
literario de mi experiencia expatriada). No la maté,
pero ese fin de año, tras una borrachera de
whiskey y bolas de nieve (ya era primero de
enero), terminé desnudo y gritando "viva la
literatura cubana" mientras me venía en el tracto
anal de la hija del embajador (intentarlo por
delante hubiera sido una ofensa con ella): era una
chica gay que fue el objeto más canadiense que
conocí en todo aquel mes sabático (de hecho,
apenas 21 días de aire freesco).
And the rest is silence. Y ya. Esto fue todo
para terminar. De vuelta a Cuba no traje conmigo
ni un solo ejemplar de mi plagio antológico o,
mejor aún: autológico. No me arriesgué a pasar
semejante bomba nuclear doméstica por la
Aduana, ni ante los peritos del ministerio del
Interior ni ante los de Cultura (aunque es probable
que nadie reparara en mi búnker burlesque).
Allá la dejé: con su medio millar de páginas,
con sus 40 000 ejemplares en primera tirada (a la
velocidad menos moderada de 10 000
plagios/siglo), y con su carátula de Raúl Martínez
que disimulé a mi nombre en Adobe Photoshop
(era una de las imágenes de su serie de
"fotomentiras"). Ni pinga, Landy. Más mi prólogo,
un epílogo de mi antiguo amigo escritor amateur,
y mis 40 papas podridas metabolizándose en su
tripa por los siglos de los siglos, améen. Ya es
hora de sacar algo no tan jodido del
subdesarrollo. Allá se las dejé: con sus clásicos
cubanos hechos de ejercicios de clases
(etimológicamente, un clásico es lo que tiene
clase), con sus cuentos sin adjetivos, con sus
icebergs yanquis y matriushkas chinescas, con
sus teatrales diálogos de Asimov sin acotación
(¿diálargos de Así No?), con sus mudas
justificadas y mudas, con sus niveles naifs de una
realidad más rala que realista, con sus
neotojosianismos de dato escondido, con su
violencia de vodevil, con sus flujos menstruales
de pensamiento y vicios comunicantes, entre
tantos tontos subgéneros y etcéteras técnicos y
tours-de-force à-la-carte (todo un alef maléfico).
En legítima defensa, supongo esta haya sido
mi mínima contribución a la crisis general del
capitalismo (CGC) en la era global: exponer la
insultante ignorancia del continente americano de
cara a nuestra insulsa escritura insular (ínsula
insulated-isolée-aislada tras medio siglo y/o
milenio de fatalismo geogriterario). Después de
todo, ¿quién quita que, dentro de 400 años, Cuba
no será recordada mejor por los resúmenes en
inuit anexados a Something not so fucking from
underdevelopment: portable history of 400 years
of cuban literature / Quelque chose pas donc pis
de sous-développement: histoire portative des
400 années de littérature cubaine?
Something not so fucking from Underdevelopment:
portable history of 400 years of
cuban literature / Quelque chose pas donc pis de
sous-développement: histoire portative des 400
années de littérature cubaine. Something not so
fucking from Underdevelopment: portable history
of 400 years of cuban literature / Quelque chose
pas donc pis de sous-développement: histoire
portative des 400 années de littérature cubaine.
Something not so fucking from Underdevelopment:
portable history of 400 years of
cuban literature / Quelque chose pas donc pis de
sous-développement: histoire portative des 400
années de littérature cubaine.
Orlando Luis Pardo Lazo
La Habana. 71
anisley negrín satán clara
Me gustan los sábados. La ciudad es otra por
la noche. Amarillamente irreal, como las luces
de sus avenidas. Me gustan y me visto, y
subo por Central hasta salir del barrio. A
contaminarme del vaho nocturno que
asciende desde las alcantarillas (son pocas
pero parecen muchas). Al pasar el puente
busco Máximo Gómez, su machete (el
original, por supuesto), la Plaza del Carmen
con su tamarindo (el nuevo, no aquel
alrededor del cual se fundó la villa), la misma
donde el Ché (icono pop) lamentaría que le
hubieran matado 100 hombres en uno,
refiriéndose a un vaquerito de nombre
Roberto al que ya muerto ascendió a capitán
(el Billy The Kid nacional). De ahí que el
tamarindo se robustece con los años,
abonado con la sangre de los héroes.
Cruzo Martí ("jaula es la villa de palomas
muertas y ávidos cazadores..."). A la izquierda,
BANDEC. De noche no hay viejos haciendo
cola en pro de la chequera, que nunca será
suficiente para sobrevivir un mes. De noche
los viejos están sobremuriendo. Los viejos
reparadores, pinga en mano, tras la puerta de
sus cuartuchos de mala muerte.
Me gustan los sábados. La ciudad es otra por
abierto por reparación
Todo comenzó con una máquina rota: Underwood,
1900. Todo comienza así. Cuando
se rompe algo, cuando necesitamos de
alguien. Y lo que hace falta ahora es un
reparador. Necesitamos un reparador. Para
esta Underwood que acaba de cumplir un
siglo y para esta ciudad, que da sus últimos
estertores, como una Marta Abreu cancerosa
ante los rostros perplejos de sus hijos. No sé.
La enfermedad me inspira. Quizás escriba una
oda. Ahí, pero dónde, cómo.
saturday night fever
Sábado. Noche. El reparador no sale de
casa en días como estos. En la cuartería
donde vive se cuelan parejas a hacer el amor:
amores hetero, amores homo, amores perros.
Es peligroso. Podrían rajarle el cuello con una
navaja. Todos prefieren amores sin testigos.
No va ni al baño (uno solo para toda la
cuartería). Desde su cuarto los oye jadear, con
el oído pegado a la puerta, y las ganas de
orinar se le acumulan, se hacen urgentes. No
le queda más remedio que meter la mano
dentro del pantalón y empezar a batir para
aliviarse.
Me gustan los sábados. La ciudad es otra
por la noche. Amarillamente irreal, como las
luces de sus avenidas. Me gustan y me visto,
y subo por Central hasta salir del barrio. A
contaminarme del vaho nocturno que
asciende desde las alcantarillas (son pocas
pero parecen muchas). Al pasar el puente
busco Máximo Gómez, su machete (el
original, por supuesto), la Plaza del Carmen
con su tamarindo (el nuevo, no aquel
alrededor del cual se fundó la villa), la misma
donde el Ché (icono pop) lamentaría que le
hubieran matado 100 hombres en uno,
refiriéndose a un vaquerito de nombre
Roberto al que ya muerto ascendió a capitán
(el Billy The Kid nacional). De ahí que el
tamarindo se robustece con los años,
abonado con la sangre de los héroes.
Cruzo Martí ("jaula es la villa de palomas
muertas y ávidos cazadores..."). A la izquierda,
BANDEC. De noche no hay viejos haciendo
cola en pro de la chequera, que nunca será
suficiente para sobrevivir un mes. De noche
los viejos están sobremuriendo. Los viejos
reparadores, pinga en mano, tras la puerta de
sus cuartuchos de mala muerte.
Restaurante Amanecer, tienda El Encanto,
pizzería Toscana, 1800... Nombres, solo eso.
Sombríos son los amaneceres en esta ciudad.
Encanto tuvo, como puta joven. Hoy, si acaso,
desencantos amorosos (desamores hetero,
desamores homo, desamores perros). De
Toscana, lo tosca, el olor a la peor de las
Italias en cada pizza zocata de 5.00 pesos
MN. Del 1800, apenas el recuerdo.
Próxima parada, Boulevard (de las
estrellas y los sueños rotos). Toldos a rayas
amarillas y rojas, portales con mendigos,
animales con sarna, turistas fotografiándolo
todo. Pero no estoy para mendigos, perros o
turistas. La noche del sábado es noche de
fiebre.
A un costado del parque hay un edificio
tan viejo como aquella ciudad que le da
nombre: Praga.
Praga, ciudad luminosa, corazón infartado
de Europa. Kafka, Kundera, stalinismo realsocialista
impuesto y derribado.
Praga, night club improvisado, ruinoso,
barato, destino de púberes llevando de la
mano a sus extranjeros seniles, estudiantes
ávidos de fiesta con sus novias que quieren y
no quieren, tipos que rezan entre dientes
porque otro tipo no pare de mamársela así,
Señor, que no pare, más la gente corriente
que no tiene dónde ir en una noche de
sábado.
Praga, mi destino (desatino).
Pago al portero y subo. Todo el que paga
puede subir. Precio irrisorio para un segundo
piso que amenaza caerse. Pero nunca se cae.
Por suerte.
Al Praga ya le va haciendo falta una buena
reparación (re-Pragación).
un poco de caridad, marta
Subo al Praga porque no hay teatro. Sudo,
bailo, me estrujan a falta de ballet, de Alicia y
su coro de cisnes, de Verónica gritando
histérica desde el escenario "Who´s afraid of
Virginia Woolf?", de Varela (nuestro padre
Varela) lanzando tres monedas al público
(Moneda Nacional, no divisa, de ahí que nadie
se dedique a recogerlas).
Teatro La Caridad: sobrio por fuera,
opulento por dentro. Me gustaba mirar su
cúpula, ángeles que parecían quererse caer
en nuestras cabezas (hoy se están cayendo
de verdad). Era como si aquellas alegorías,
retratos y representaciones nos velaran desde
lo alto, cuando en realidad quien lo hacía era
la patrona de Cuba, virgen a la que no se le
había dedicado ni un rincón para las ofrendas.
La caritativa aristocracia de la época no podía
permitirse caer tan bajo. Por eso la aristócrata
Caridad del Cobre hace que hoy todo se
venga abajo. ¿Castigo? ¿Maldición?
¿Venganza por haber erigido un antro de
diversión sobre los escombros de lo que fue
un antro de oración (la Ermita de la
Candelaria)? Así de rencorosas son las santas.
Por eso te rogamos, Marta, por Caridad (o
Candelaria, qué importa), sé un ave fénix.
Vuelve. No nos dejes a merced del tiempo, de
estos reparadores desalmados que no harán
nada por tus hijos.
La Caridad es simple: platea y tres pisos
de palcos. Siempre busqué los segundos.
Demasiado calor abajo, demasiada gente,
demasiado cerca del polvo que levantan los
artistas al pisar el tabloncillo, dejando al
descubierto demasiada imperfección.
El reparador (viejo y sabio pánico) gusta
del buen arte, aunque no le alcance el dinero
para una entrada al teatro: las del ballet le
saldrían en 20.00 pesos MN, si consigue
alguna, luego de una cola desde la madrugada.
Por más que gusta de las buenas obras
y la música, deberá conformarse con verlo
cuando lo transmitan por la televisión
nacional, que bien pudiera llamarse "televisión
local".
Casi nunca lo hacen. Y cuando lo hacen,
no se puede aspirar más que a los fragmentos
que no fueron objeto de censura. Por eso el
reparador teclea furiosamente en mi Underwood
agonizante esas palabras: "Santa Clara,
al fin estamos reparando" (corrección, puso
Satan en vez de Santa). Letras que retumban
tan fuertes como un "we will rock you!" Como
un "Santa Clara, al fin estamos ganando algo
de dinero". O un "Santa Clara, al fin hacemos
lo que nos gusta y no tendremos que
prostituirnos vendiendo jabas de nailon en el
boulevard, o lapiceros (o nuestros propios
cuerpos pellejudos)". O un "Santa Clara, al fin
le podremos coger el sabor a la vida".
indio y mártir
Al cine no podría entrar sola.
Demasiados sujetos sospechosos acechando
(acezando). Acercándose subrepticia o descaradamente
a mi butaca. Diciendo groserías
entre dientes para que yo los oiga, aunque no
los entienda. Para excitarse ellos, aunque
nunca se vengan. Porque en eso radica el
placer: en quedarse con las ganas. Ganas de
que se les mantenga parada (re-parada), en
ristre, en firme, altiva como quien saluda la
bandera al son de un himno de combate.
Ganas de que la película no se acabe nunca:
no importa cuál, la más bizarra o la más
patriótica (la guerra y el amor siempre
funcionan). Ganas de gritar. Si no con la voz,
con otra cosa. Pero gritar. Que algo salga y
todo cambie en medio de un cine repleto de
gente (el Cubanacán, el Camilo Cienfuegos).
Un grito-lanza, un grito-cien-chorros-de lechecomo-
cien-bolas-de-fuego (fatuo).
Por supuesto, entre ellos habrá algún
reparador. Uno que no se haya quedado
batiéndosela tras la puerta de su cuartucho,
mientras afuera todavía haya quien insista en
intentar el amor. Y cuando ni el amor
funcione, entonces irse al cine como quien
parte a la guerra (como quien parte en la
guerra): un filme bélico con muchos muertos,
y muchos vivos mirando cómo aumentan las
bajas; un poco de Segunda Guerra Mundial
que barra a los judíos con un chorro de gas
(de la pinga de un reparador no podría salir
otra cosa que gas para matar judíos).
Un orgasmo público, eso. Un reparador en
el mismísimo centro del parque Vidal,
desnudo con su cuerpecito pellejudo al aire
libre, viendo pasar la gente: hombres,
mujeres, viejos, niños (quién sabe con qué se
excitan los reparadores). Una buena paja. Un
buen chorro de leche como salido de una
manguera de bombero. Un reparadorbombero
que nos deje bañar bajo el chorro
que brota de su pinga. Un baño reparador. Un
potente chorro de gas que mate nuestra parte
más judía. Que nos repare, nos ponga en pie,
en marcha, en boga, otra vez.
creta, minos, mi padre, el minotauro y yo
Sábado. Noche. Los sábados hago caso
omiso a los carteles que alertan sobre la
bestia que aguarda al final del laberinto:
"Peligro, derrumbe". ¿Qué bestia ha de ser esa
con semejante nombre, habitando un
laberinto de zinc galvanizado: planchas y
planchas que hasta un huracán bebé (de
fuerza cero) haría volar?
Los sábados quiero llegar al sol con mis
alas de esperma derretida. Por eso me
adentro en el laberinto. Todo está oscuro.
Como el recuerdo de la voz de mi padre: "vete
de esta isla cuando aún estás a tiempo" (esta
isla-ciudad-laberinto-peligro-derrumbe). Mi
padre, viejo sabio: mirándome alzar vuelo,
parado en la puerta, mientras yo me impulso
hacia la noche; esperándome, aunque sabe
que no regresaré a él ni a su amor laberíntico.
Fue mi padre quien diseñó el laberinto,
quien escogió entre los minotauros el más
fuerte y saludable y hambriento, quien me dijo
"allá Minos con eso, tú y yo nos vamos de
aquí", pero no pudo porque el laberinto lo
llevaba por dentro y nadie puede escapar de
sí mismo. Por eso se arrodilla conmigo por las
noches (nunca los sábados) y reza. En voz
baja pide (o exige) algunas cosas:
1. Que seamos felices aquí, al menos una
vez en esta vida.
2. Que tengamos la salud y fuerza de un
minotauro joven.
3. Que podamos templar cuanto queramos,
y tengamos que templar para encontrar
el verdadero amor (o desamor, pero que
sea verdadero).
4. Que sean reparadas nuestras almas
defectuosas, mohosas, ruinosas, (in)misericordiosas.
5. Que seamos mejores cada día (y cada
noche de saturday night fever).
6. Y que, por favor, esta santa ciudad no
se nos venga abajo (sino arriba).
A un costado del Santa Clara Libre, donde
otrora hubo un dancing club, mi padre reconstruye
laberintos (otros) alrededor de
edificios en ruinas, en un intento vano por
reparar la imagen de su ciudad. La ruina es el
requisito indispensable de una buena reparación.
Por eso a esta ciudad satánica deberían
cercarla. Toda una frontera de zinc galvanizado
de importación alrededor. Una garita
para cobrar peaje y la apertura de nuevas
plazas: el cobrador, el custodio, el policía de
guardia para mantener el orden y velar que
nadie entre ni salga sin permiso. Esa sería la
puerta al laberinto (un parque temático). Ya
adentro resultaría muy fácil perderse. Basta
con caminar. Y camino. Basta con subirse a
los andamios como a esos aparatos eléctricos
que dan vueltas. Y me subo. Basta con
marearse y vomitar. Y vomito.
Pero no soy solo yo. Todos provenimos
de una sustancia seminal-ovárica de
reparadores. Somos hijos de albañiles, carpinteros,
plomeros (posproletarios de esta
Nueva Judea). Somos Jesús de Santa Clara.
En esta villa hay miles de Jesús y Judas para
traicionar la tradición: una verdadera estirpe
de reparadores. Y como ellos, terminaremos
batiéndonosla tras las puertas de nuestros
cuartuchos, mezclando semen con cemento,
pinga con piedra molida y arena. Esa y no otra
habrá de ser (¿será?) nuestra válvula de
escape, a falta de una vulva.
Y no es juego, hay que tenerle respeto al
laberinto de noche. Al minotauro le entra
hambre a esta hora. Y no entiende de razas,
sexo, ni edad. Le sirve cualquiera. El otro día
amaneció una vieja muerta. Al otro un niño
Down. Al otro una muchacha de 20 años que
al desvestirla era un muchacho de 19. Mañana
puede que amanezca yo. Somos tan vulnerables
ante él.
Qué nombre para una bestia que se nos
viene encima (nadie ha vivido para contar
sobre el tamaño de su pinga): Peligro,
derrumbe. Qué entretenimiento para un rey
(¿qué rey es ese que precisa de una bestia
para hacerse valer?): arrojarnos a ella. Qué
tortura para un padre: esperar. Qué ligeras
mis alas y qué viento fresco el de esta noche,
para volar hasta el próximo callejón sin salida.
coctel molotov
Domingo. Madrugada. Toscana abajo,
por Marta Abreu, hay un lugar ruinoso lleno de
gente. Un lugar donde todo se mezcla, donde
Mary is a boy y Tom is a girl, donde se vale
todo menos cortarse las venas. El Mejunje: un
antro de perdición, según las viejas beatas (o
las beatas más viejas), que corren a
guarecerse a la sombra de la virgen que
decora el portón de La Catedral: un antro de
salvación.
Mientras un maricón de trapo y colorete
dobla a grito rajado la irrepetible voz de Annie
Lennox, las viejas entonan alabanzas al Señor.
Y son tantas las ansias de fama que Annie y
los cánticos traspasan las fronteras (la fachada
ruinosa una, barroca la otra), se encuentran,
se confunden, se mezclan, se vuelven un
mejunje de sonidos.
"Señor (padre), no te pido mucho, solo
que cuando ya no esté, la gente se acuerde
de mí".
Un maricón es una vieja beata. Una vieja
beata es un maricón.
El maricón acude religiosamente a su
templo a confesarse. Se arrodilla, hace penitencia,
tiende a la autoflagelación. La vieja
beata espera regresar de la iglesia para
cambiarse de ropa y ser otra, más como ella
misma, limpia de alma, renovada tras esa
confesión que la deja lista para cometer
nuevos pecadillos: adulterio, codicia, envidia,
vanidad, pura escoria de rutina...
El maricón llora al ver desplomarse la
ciudad poquito a poco. Ya no tiene clubes
donde mendigar un amor tan falso como él.
Ya no le quedan hoteles de segunda para
consumarlo, y tiene que apelar a las malezas
de las afueras (o de los adentros). Ahora la
ciudad es una enorme ciudadela y pululan por
doquier las cuarterías. La vieja beata también
llora. Teme que el templo se venga abajo
(como los ángeles) y no haya lugar para sus
confesiones. Por los parques deambulan
niños que ya no creen en Dios ni en su madre,
y se la pasan acosando a los turistas. Nada se
puede hacer por ellos ya.
Una vieja beata es un maricón. Un
maricón es una vieja beata.
Ambos añoran ser lo que no son: una
mujer joven. Lo suficientemente mujer y lo
suficientemente joven como para merecer el
cielo. A pesar de que la Biblia diga que allá en
el paraíso todos seremos eternamente jóvenes,
aunque no eternamente mujeres.
Ambos se postrarían a los pies del
cirujano plástico. Lo adorarían, fervorosos,
como al único Dios verdadero.
Un maricón y una vieja beata son lo
mismo para un reparador medio cegato ya, de
tanto fijar la vista con las máquinas de escribir
(la letra cansa).
Quizás alguno me esté espiando ahora
mismo desde su hendija (su aleph particular).
Y quizás para él yo sea una de esas viejas
beatas que se confunden fácilmente con un
maricón (y vicioversa).
hotel, dulce hotel
The great big white damage, pienso de
camino a casa, de madrugada. Se me antoja
un helado, pero el Coppelia está cerrado. Al
frente, las luces del América brillan por su
ausencia. El América siempre dio cobija a los
menesterosos del amor, para que no tuvieran
que ir a morir a cuarterías inclementes, en las
que hay que andar todo el tiempo muy
atentos, con la navaja a mano, no vaya a ser
que algún reparador mirahuecos se nos venga
encima y termine violándonos.
El América hoy no está en condiciones de
dar cobija más que a ratones y algún animal
sarnoso que huye de las cámaras de los
turistas. El América está hoy en puro hueso,
apestosa ternilla por la que la gente se mata
en las carnicerías. Pero la gente sigue yendo a
él en busca del amor, como si fuera otra
cuartería (y lo es).
¡América, no eres más que tres pisos sin
puertas ni ventanas, por donde todo el mundo
entra y sale y se viene! ¡América, tus luces se
apagaron y ahora yaces invadida por linternas!
¡América, la gran tumba abierta del soldado
desconocido cubano (americano)! Parece un
poema incivil de Allen Ginsberg expulsado de
Cuba por maricón o beata (y lo es).
Y si no es al América, será al Modelo, al
Bristol, al Oasis: hoteluchos que apenas
logran sostenerse en muletas. Un parche por
allí, un remiendo por acá, y colorete, mucho
colorete. Pintura para tapar las marcas
inequívocas de una vejez prematura, corona
de esa vida disoluta que han sobrellevado.
Cal, no hay presupuesto para más. Es poco lo
que puede pedir un hotel de quinta (o
decimoquinta) por unas horas de sexo
underground. Y es mucho lo que se puede
hacer en una de sus habitaciones con infinitas
hendijas abiertas, por donde ojos cegatos de
todos los colores, formas y tamaños espían
perrunamente al amor (o al desamor), con la
ilusión de reparar sus corazones rotos.
¡América, te estás cayendo a pedazos
(tardía y barata imitación del Muro de Berlín)!
Debes saber, América, que hoy no
lloraremos por ti, no te dedicaremos poemas
de Ginsberg ni canciones de Varela. Nuestra
pena nos consumirá en silencio, nuestra
enorme pena, nuestra gran e inconmensurable
pena blanca, como gran e
inconmensurable fuiste tú en nuestra enferma
imaginación: la metástasis de Marta Abreu
aún nos mantiene metaestáticos, o estáticos
solamente, o aestéticos, o nos mantiene…
cruz bélica
Blue Park: farolas fundidas a pedradas,
simulacro de parque infantil con dinosáuricos
aparatos inservibles, al margen de ríos de
corriente albañal, aliviaderos industriales que
le insuflan un aliento de muerte a la ciudad.
Blue Park: otro lugar donde tener sexo.
Es el largo y tortuoso camino de regreso.
A pie, no hay guaguas a esta hora. Los
choferes deben estar felizmente interruptos
en sus casas, hambrientos y felices,
intentando sobremorir con éxito, teniendo
dulces y reparadores sueños, mientras los
vejestorios de sus guaguas son reparados en
el re-paradero.
Siguiendo el trayecto de la ruta 3, el
puente de La Cruz. Dicen que debe su
nombre al orgullo herido de un esposo que
macheteó a su esposa (a la usanza de
nuestros abuelos mambises) al descubrir que
era infiel. Al parecer la sangre de la infiel atrae
a los infieles, porque noche a noche se les ve
y oye sobre esos bancos (adultos adúlteros):
"así, así", y uno no puede dejar de
preguntarse: "¿así cómo, cómo?" Uno no
puede dejar de aminorar el paso para oírlos
mejor. Solo dejar de respirar, a ver si con la
asfixia nos llega el insoportable olor de la
libertad.
Después de La Cruz, ya la ciudad está en
nuestros pulmones. Una sobredosis de
oxígeno que nos abona. Me siento crecer con
ella. Me hago grande y fuerte como un
minotauro joven. Ciudad vitaminada. Ciudad
levadura de fermentación alcohólica y
energizante. Ciudad Red Bull (o Minotauro
Rojo, según subtitulaje de la televisión local).
Antes no habían bancos pintados de azul
alrededor de La Cruz (pequeña, de concreto y
cal, nada más lejos de la cruz de Cristo), ni
farolas que fundir a pedradas: era solo
maleza. Antes, el jadear de los amantes se
confundía con el bufido de un animal, y el
amor se hacía en la yerba (la espalda contra el
suelo, las rodillas raspadas por las piedras),
sobre la memoria y las cenizas de aquella
mártir perjura (¿una pequeña Marta perjura?).
Ahora, los violadores ya tienen su Blue Park.
El río no es problema. Hiede, ¿pero cuál río
no? Ahí está el Bélico, sus márgenes, a donde
van los caballos a pastar, con la marca del
arnés en la piel. Y, en el agua, unas ranatoros
tan grandes como cachorros de perro
(ranatauros en su laberinto fecal).
Al Bélico van muchos a pescar. Las
mujeres de otro tiempo llevaban a sus aguas
enormes bultos de ropa (beatas para quienes
Marta construyó lavaderos hoy irreconocibles
bajo los graffiti de los maricones). A pescar
ranas. Sus ancas son un plato exquisito en los
mejores restaurantes del mundo, y nuestra
ciudad está empedrada de puestos por
cuenta propia. "Abierto las 24 horas", dicen
muchos.
Ah, si tan solo por el camino me
encontrara uno, donde tuvieran una mesa
vacía especial para mí (el concepto de cliente
es una utopía). Ah, si no se hubiera acabado la
comida, y lo único que quedara no fueran
ancas albañales empanizadas con harina del
laberinto. Ah, si mi hambre no fuera tanta y de
pronto no se hubiera roto el fogón, justo
cuando acababa de cumplir un siglo. En
verdad, necesitamos un reparador. Es lo único
que nos falta ahora para ser felices aquí, en
medio de la noche o el insomnio.
train-in nights
A menos de una cuadra de los
violadores, un hombre uniformado custodia
un monumento. En su mochila de 5.00 pesos
CUC hay un pomo con agua, un pedazo de
pan con algo, una capa de nailon agujereado
por si llueve.
No es un gran monumento. Es poco lo
que tiene que cuidar: cuatro vagones de tren
descarrilados (Logística-S4), un Bull-dózer
(Caterpillar) con la nariz abollada, y cinco
elementos escultóricos (Made in Delarra).
Aburrido como todo buen monumento debe
serlo. Todo el tiempo en la misma posición,
queriendo decir lo mismo.
Por eso, cuando no lo visitan los turistas,
cuando a ningún niño lo mandan de la escuela
a hacer otro trabajo práctico sobre la batalla
de la que salieron tan mal parados el Bulldózer
y el tren, cuando es madrugada como
ahora y no hay nadie más por aquí (el
custodio no me ve), él va hasta allá, bien al
fondo, pegado a la cerca que linda con el río y
su Blue Park, y al ritmo de un violador
desesperado se la bate por el hueco de la
portañuela, sin siquiera bajarse el pantalón del
uniforme.
Es tan dulce la música de fondo: el dolor
silenciado (con una mano a modo de
mordaza), la violenta melodía de una
membrana rota (sea física o psíquica), los
indeseados besos (pequeñas prebendas con
las que chantajearnos, hacernos creer que
todo no es más que un juego, y que nos va a
gustar). "Vamos, mamita, déjate, será
divertido". Y el custodio batiendo su pinga
oficial sobre ese soundtrack, en lugar de
cuidar la muerte del tren militar descarrilado
(out of track).
Logística-S4, vagones cargados de soldados
y comida para soldados y uniformes
para soldados y armas para ser usadas por
soldados (¿el custodio tendrá su pistola
cargada mientras se masturba?). Un custodio
es tan inmune como un soldado dentro de un
tren militar. Pero un pueblo es un ejército,
cualquiera puede ser soldado: una mujer, un
viejo, un niño Down. Cualquiera pudo haberse
hecho de un arma en medio de la confusión
de la batalla, y haberla guardado muy bien a la
espera de su hora. Y la hora recién ha llegado,
es esta. O quizás no: tal vez se usarán nuevas
armas en esta guerra nueva.
Un violador es un bull-dózer cuando la
sangre se le sube a la cabeza. Lo ideal hubiera
sido sobornar al custodio, instalarse con su
víctima en el interior de un vagón. "Logística-
S4" pudiera ser el nombre de una posada: For
soldiers only. ¿Quién dice que él no lo sea?
Como parte del pueblo, un violador es solo un
soldado del amor. En nombre del amor hiere y
mata. Se le debería poner una medalla "por el
coraje demostrado" con la imagen del héroe
apropiado: Sade, Safo, Bathory, Pamela
Anderson o la estrella porno del momento (o
del Mejunje).
El violador inexperto de hoy se convertirá
en el veterano de guerra del mañana (como el
custodio es hoy un veterano de la guerra de
ayer), y guardará con celo sus medallas,
pulidas cada cierto tiempo, y se las colgará en
la ropa para las reunión anual de veteranos,
donde las exhibirá con orgullo junto a
cicatrices y miembros mutilados: un obús
pudo haberle cercenado la pinga, pero de eso
no alardeará (son gajes del oficio).
Después de una venida demorada,
dolorosa, custodio y violador devuelven las
cosas a su estado natural. El monumento
vuelve a pasar por inmaculado, la víctima por
íntegra, y ambos retornan a sus puestos de
hombres comunes y corrientes. Los dos se
hacen la idea de que nada pasó. La realidad
acaba de ser reparada por esta doble
eyaculación y ha quedado como acabada de
crear. O simplemente acabada. Hasta que uno
y otro (y tú y yo y todos) vuelvan a ser
acosados por las ganas, esas mismas ganas
de cambio que no son tan fáciles de borrar en
ellos como el resto de su desmemoria (la tuya
y la mía y la de todos).
ella entró por la ventana del baño
Uno, Praga. Dos, Mejunje. Tres, América.
Cuatro, cinco, seis. Contar las cuadras que me
faltan. Una, dos, tres: una. Doblar en la
esquina que toca. Subir las escaleras. Una,
dos, tres: dos. Buscar la llave. Una, dos, tres:
tres. Está todo tan oscuro.
Abrir la puerta y entrar. Decidir acostarme
con todo puesto, con las medallas y cicatrices
de la ciudad aún encima. Echarme, primero,
un poco de agua fría en la cara. Hielo, hiel,
hell. Mirarme en el espejo del baño. Vomitar
la bilis en falso (sentirme Bilis the Kid). Ver que
soy yo sin serlo. Una, dos, tres: la única.
Comprobar la hora exacta (todas lo son). Una,
dos, tres: las cuatro.
Es demasiado tarde o demasiado temprano,
depende. Todo termina (la ruta 3, la
noche, las ganas de templar) justo cuando ya
no necesitamos a nadie, cuando pagamos el
precio del arreglo por una máquina de un siglo
XX de edad (un siglo numerado con una
invitación XXX: "¡vente!"). Ya le había cogido
cariño a mi Underwood, 1900, y a esta villa de
edificios muertos entre las máscaras ávidas
de los cazadores, incluidos los reparadores
con sus maleticas de cuero descascarado,
como los cayos de sus manos con la firma de
Onam. De ahí tal vez esta oda, este odio que
me roe y corroe hasta el hueso. Pero igual sé
que debo irme buscando otro aparato para
escribir. Acaso ya sea la hora de desacoplar al
paciente en coma, en punto y seguido. En
punto y aparte.
En punto final.
ahí tal vez esta oda, este odio que me roe
y corroe hasta el hueso. Pero igual sé que
debo irme buscando otro aparato para
escribir. Acaso ya sea la hora de desacoplar al
paciente en coma, en punto y seguido. En
punto y aparte.
En punto final.
En punto final.
En punto final.
En punto final.
En punto final.
En punto final.
En punto final.
En punto final.
A n i s l e yNegrín
S a n t a C l a r a • 8 1
ricardo piglia: Ché Rastros de lectura: salir al camino (3)
Guevara, el joven que quiere ser escritor,
en 1950 empieza a viajar, sale al camino, a
ese viaje que consiste en construir la
experiencia para luego escribirla. En esa
combinación de ir al camino y registrar la
inmediatez de los hechos, podemos ver al
joven Guevara relacionado con la beat
generation norteamericana. Escritores como
Jack Kerouac, en On the Road, el manifiesto
de una nueva vanguardia, son sus
contemporáneos y están haciendo lo mismo
que él. Se trata de unir el arte y la vida,
escribir lo que se vive. Experiencia vivida y
escritura inmediata, casi escritura automática.
Como él, los jóvenes escritores norteamericanos,
lejos de pensar en Europa como
modelo del lugar al que hay que viajar, al que
generaciones de intelectuales han querido ir,
se van al camino, a buscar la experiencia en
América.
Guevara, el joven que quiere ser escritor,
en 1950 empieza a viajar, sale al camino, a
ese viaje que consiste en construir la
experiencia para luego escribirla. En esa
combinación de ir al camino y registrar la
inmediatez de los hechos, podemos ver al
joven Guevara relacionado con la beat
generation norteamericana. Escritores como
Jack Kerouac, en On the Road, el manifiesto
de una nueva vanguardia, son sus
contemporáneos y están haciendo lo mismo
que él. Se trata de unir el arte y la vida,
escribir lo que se vive. Experiencia vivida y
escritura inmediata, casi escritura automática.
Como él, los jóvenes escritores norteamericanos,
lejos de pensar en Europa como
modelo del lugar al que hay que viajar, al que
generaciones de intelectuales han querido ir,
se van al camino, a buscar la experiencia en
América.
Hay que convertirse en escritor fuera del
circuito de la literatura. Sólo los libros y la
vida. Ir a la vida (con libros en la mochila) y
volver para escribir (si se puede volver).
Guevara busca la experiencia pura y persigue
la literatura, pero encuentra la política, y la
guerra.
Estamos en la época del compromiso y
del realismo social, pero aquí se define otra
idea de lo que es ser un escritor o formarse
como escritor. Hay que partir de una experiencia
alternativa a la sociedad, y a la sociedad
literaria en primer lugar. Ya sabemos, es el
modelo norteamericano: "He sido lavacopas,
marinero, vagabundo, fotógrafo ambulante,
periodista de ocasión". Ser escritor es tener
ese fondo de experiencia sobre el que se
apoyan y se definen la forma y el estilo.
Escribir y viajar, y encontrar una nueva forma
de hacer literatura, un nuevo modo de narrar
la experiencia.
Estamos ante otro tipo de viajeros. Quiero
decir, en un contexto que ha redefinido el
viaje y el lugar del viajero. Es la tensión entre
el turista y el aventurero de la que habla Paul
Bowles (otro escritor vinculado a la beat
generation).
Por su lado, Ernest Mandel ha escrito en
su libro sobre la novela policial: "Evelyn
Waugh una vez hizo notar que los verdaderos
libros de viajes pasaron de moda antes de la
Segunda Guerra Mundial. El verdadero significado
de este pronunciamiento snob fue que
los viajes internacionales que hacían la élite
de administradores imperiales, banqueros,
ingenieros de minas, diplomáticos y ricos
ociosos (con el ocasional aventurero militar,
amante del arte, estudiante universitario o
vendedor internacional al margen de la
sociedad) quedaban relegados gracias al
turismo de las clases medias bajas, así que
los libros de viajes tenían que tomar en
cuenta a este nuevo y más amplio mercado.
La guía de viajes Michelin ha ocupado el lugar
del Baedeker clásico".
El Guevara que va al camino y escribe un
diario no se puede asimilar ni al turista ni al
viajero en el sentido clásico. Se trata, antes
que nada, de un intento de definir la
identidad; el sujeto se construye en el viaje;
viaja para transformarse en otro.
"Me doy cuenta de que ha madurado en
mí algo que hace tiempo crecía dentro del
bullicio ciudadano: el odio a la civilización, la
burda imagen de gente moviéndose como
locos al compás de ese ruido tremendo",
escribe en sus notas, en 1952.
Guevara condensa ciertos rasgos comunes
de la cultura de su época, el tipo de
modificación que se está produciendo en los
años 50 en las formas de vida y en los
modelos sociales, que viene de la beat
generation y llega hasta el hippismo y la
cultura del rock. Paradójicamente (o quizá no
tanto), Guevara se ha convertido también en
un icono de esa cultura rebelde y contestataria.
Esa cultura supone grupos alternativos
que exhiben una cualidad anticapitalista en la
vida cotidiana y muestran su impugnación de
la sociedad. La fuga, el corte, el rechazo.
Actuar por reacción y, en ese movimiento,
construir un sujeto diferente.
En el caso de la beat generation, la idea
básica es despojarse por completo de
cualquier atributo que pueda quedar identificado
con las formas convencionales de
sociabilidad. Algo que es antagónico a la
noción de clase e implica otra forma de
pertenencia. Una nueva identidad social que
se manifiesta en el modo de vestir, en la relación
con el dinero y el trabajo, en la defensa
de la marginalidad, en el desplazamiento
continuo.
Guevara se vestía para verse siempre
desarreglado, una manera de exhibir el
rechazo de las normas. Entre los compañeros
del "Chancho", como lo llamaban, circula una
serie de historias muy divertidas sobre su
desaliño deliberado: que tenía una camisa
que se cambiaba cada 15 días, que una vez
en México "paró" un calzoncillo. "Su desparpajo
en la vestimenta nos daba risa, y al
mismo tiempo un poco de vergüenza. No se
sacaba de encima una camisa de nylon
transparente que ya estaba tirando al gris por
el uso", cuenta su amiga de juventud Cristina
Ferreira.
Se podría ver ahí un nuevo dandismo.
Basta observar las fotos de Guevara a lo largo
de su vida. Los borceguíes abiertos, desabrochados,
en su época de ministro, o un broche
de colgar ropa en los pantalones, son indicios,
rasgos mínimos de alguien que rechaza las
formas convencionales.
La construcción de la imagen de Guevara
es un signo de los tiempos. Está ligada al
momento en que la juventud se cristaliza
como un modo horizontal de construcción de
la identidad, que está entre las clases y entre
las jerarquías sociales, una nueva cultura que
se difunde y se universaliza en esos años.
Sartre marcaba esa diferencia entre clase y
juventud a propósito de Paul Nizan: "Los jóvenes
obreros no tienen adolescencia, no
conocen la juventud, pasan directamente de
la niñez a ser hombres".
A partir de la beat generation la juventud
se convierte en emblema y se liga con el
sujeto que no ha quedado atrapado por la
lógica de la producción. Y el Che está, en
cierto sentido, fijado a ese emblema.
La relación de Guevara con el dinero está
en la misma línea. Por eso es sorprendente
que haya llegado a ser director del Banco
Nacional en Cuba. Siempre vive de una
economía personal precaria, fuera de lo social,
nunca tiene nada, nunca acumula nada,
sólo libros. "Tengo 200 de sueldo y casa, de
modo que mis gastos son en comer y
comprar libros con que distraerme", le escribe
el 21 de enero de 1947 a su padre, en una de
las primeras cartas conocidas. No tener
dinero, no tener propiedades, no poseer nada,
ser "pato", como dice. Ganarse la vida a
desgano, en los márgenes, en los intersticios,
sin lugar fijo, sin empleo fijo. Así se entiende
su fascinación por los linyeras que recorren
los diarios de juventud y la identificación con
esa figura: "Ya no éramos más que dos
linyeras, con el mono a cuestas y con toda la
mugre del camino condensada en los
mamelucos, resabios de nuestra aristocrática
condición", dice en Mi primer viaje. El
marginado esencial, el que está voluntariamente
afuera de la circulación social,
afuera del dinero y del mundo del trabajo, el
que está en la vía. El vago, otro modo que
tiene Guevara en esa época de definirse a sí
mismo. El vagabundo, el nómade, el que
rechaza las normas de integración. Pero
también el que divaga, el que sólo tiene como
propiedad el uso libre del lenguaje, la
capacidad de conversar y de contar historias,
las historias intrigantes de su exclusión y de
su experiencia en el camino. Ya en la primera
de sus notas de viaje de 1950, reproducida en
Mi hijo el Che, escribe: "En el [palabra
ilegible] ya narrado me encontré con un
linyera que hacía la siesta debajo de una
alcantarilla y que se despertó con el
bochinche. Iniciamos una conversación y en
cuanto se enteró que era estudiante se
encariñó conmigo. Sacó un termo sucio y me
preparó un mate cocido con azúcar como
para endulzar a una solterona. Después de
mucho charlar y contarnos una serie de
peripecias..." La marginalidad es una condición
del lenguaje, de un uso particular del
lenguaje. Y son siempre los linyeras aquellos
con los que Guevara encuentra un diálogo
más fluido y más personal.
linyera que hacía la siesta debajo de una
alcantarilla y que se despertó con el
bochinche. Iniciamos una conversación y en
cuanto se enteró que era estudiante se
encariñó conmigo. Sacó un termo sucio y me
preparó un mate cocido con azúcar como
para endulzar a una solterona. Después de
mucho charlar y contarnos una serie de
peripecias..." La marginalidad es una condición
del lenguaje, de un uso particular del
lenguaje. Y son siempre los linyeras aquellos
con los que Guevara encuentra un diálogo
más fluido y más personal.Ø
alberto g la pinacoteca (some like the third pollution)
Lutero escribe: Por eso la doncella tiene su
rajita, que le proporciona al hombre el remedio
para evitar poluciones y adulterios.
Los maoríes creen que al difunto le son dadas
dos inmortalidades distintas, una en el ojo
izquierdo y otra en el derecho. El ojo izquierdo,
o su espíritu, asciende y se transforma en una
estrella negra. El espíritu del ojo derecho viaja a
Reinga, un sitio de descanso situado más allá
del mar.
Y entonces el sábado 2 de marzo, año de 1409,
cuatro sacerdotes, Jórg Wattenlech, Ulrich von
Frey, Jakob der Kiss, y Hans, párroco de
Gersthofen, fueron encadenados por sodomía
y puestos en una jaula que colgaba de la torre
de Perlach. El viernes siguiente todavía vivían.
Murieron de hambre algún tiempo después. Un
laico implicado en los hechos, el curtidor
Gossenioher, fue quemado vivo.
La Joven Sombría dijo: La primera de las
Nueves Posiciones es El Dragón que Gira.
Hay una fórmula, concebida por brujas, que
induce el sueño profundo y las visiones
paradisíacas. Se toma un poco de crema inerte
y se le agregan maceraciones de belladona,
beleño, hierba mora, cicuta y mandrágora. El
resultado se aplica, frotando con energía, a la
vagina, el ano, los dedos de los pies, los
sobacos y los pezones. Cuando las visiones se
presentan, puedes practicar la fornicatio in
extremis. Trata de que ocurra siempre en un
bosque, de noche, porque ambos caerán
después en un sueño de muchas horas, y
resulta fatal ser hallado así por los inquisidores.
Otros métodos de decoración consisten en
tallar la superficie laqueada o incrustar conchas,
madreperla, coral o metales. La laca
incisa de Coromandel.
A lo largo de la historia algunos magos han
usado el jade para detener embrujos y neutralizar
posesiones. Se estima que el jade
entraña un mecanismo, en el nivel celular, que
"dialoga" con el ADN y el mapa genético
humano. Los ocultistas modernos creen que
usar jade, en forma de anillo o pendiente,
combate la depresión síquica y lo que antes se
conocía como melancolía.
En 1982, el parasicólogo Stephen Kaplan,
director del Vampire Research Center en
Elmhurst, New York, descubrió una subcultura
vampírica que subsistía entre la población.
Kaplan estimó que había 21 vampiros viviendo
en secreto en los Estados Unidos. Pudo
entrevistarse con algunos y calculó que la
mayoría pasaban de 300 años de edad, y
estableció una especie de mapa demográfico
que los localiza en Massachussets (3), Arizona
(2), California (2) y New Jersey (2). Los
restantes se han dispersado por otros estados
y provincias del país.
Asomado a las hendijas de la pared norte del
granero - el muchacho de los cipreses veía el
fuego devorando a un caballo atado con
cadenas - Había oscurecido de repente - La
llovizna casi desaparecía del aire turbio - La voz
del caballo apenas se escuchaba en el
estruendo del aire confuso - Las llamas
parecían gritar alguna frase ininteligible y vana -
El muchacho pensó en el sonido de las
campanillas de su Maestro, cuando leer poesía
era un acto tan solemne como el recibimiento
de los héroes - El caballo terminó de morir,
cayó de bruces encima de la hierba cenicienta,
y un pájaro cruzó delante de las hendijas en un
vuelo hacia ninguna parte - Para el muchacho
de los cipreses aquello era un buen signo y se
apartó de las hendijas con intención de irse
tranquilamente a su casa - Las llamas
terminaron por tragárselo todo - Excepto la
osamenta, que parecía querer remontarse en
un vuelo absurdo.
Marco Aurelio dice: A todas horas, preocúpate
resueltamente, como romano y varón, de hacer
lo que tienes entre manos con puntual y no
fingida gravedad, con amor, libertad y justicia, y
procúrate tiempo libre para desembarazarte de
todas las demás distracciones. Y conseguirás tu
propósito, si ejecutas cada acción como si se
tratara de la última de tu vida, desprovista de
toda irreflexión, de toda aversión apasionada
que te aleje del dominio de la razón, de toda
hipocresía, egoísmo y despecho en lo
relacionado con el destino. Estás viendo ya
cómo son pocos los principios que hay que
dominar para vivir una vida de curso favorable y
de respeto a los dioses. Porque los dioses sólo
reclamarán a quien observe estos preceptos.
Elevemos una plegaria por el peinado de esa
chica. Nada nos cuesta.
Casa Rímini pervivía entre un boscaje rodeado
por una cancela de hierro y una residencia de
estudiantes que ahora servía para almacenar
víveres. El boscaje, apenas un jardín, era
propiedad de un judío con familia asentada en
el oeste del país desde la última guerra; al
fondo se alzaba un bungalow de marquetería
indefinible, con unas habitaciones casi
desiertas por las que, en medio de la madrugada,
caminaban una sobrina del judío y su
marido, un médico especializado en anatomía
patológica. Al jardín apenas salían, por temor al
polen y al rocío. La antigua residencia de
estudiantes era un edificio cerrado, silencioso y
bastante alto; el primer y segundo pisos solían
atestarse de cajas que eran sustituidas
rápidamente por otras. El último estaba lleno
de obras de arte que pertenecían al fondo de
nuevas adquisiciones del Museo Cantonal.
Detrás de Casa Rímini se podía ver el muro
lateral de la iglesia del Sagrado Corazón, una
larga pared descascarada hasta el ladrillo y por
cuyo borde serpeaba, remachada al revoque
con clavos muy gruesos, una de las largas
trenzas cobrizas del pararrayos que protegía la
torre del campanario.
Basta soplar con fuerza sobre el rostro de un
enemigo...
El inconsciente es la salida al problema del
encuentro entre el deseo y el sentido. Y al final
todo se jode: llegan los militares.
A l b e r t o G
LaHabana•60
alejandro zambra literatura fraudulenta
Mil novecientos ochenta y cuatro: el
narrador uruguayo Mario Levrero comienza a
escribir La novela luminosa. Por entonces tiene
44 años y mucho miedo, pues pronto debe
someterse a una operación en la vesícula; por
eso completa, con premura, varios libros, entre
ellos La novela luminosa, que adelanta hasta el
séptimo capítulo. La operación es un éxito, la
novela un fracaso: Levrero quema dos de los
siete capítulos y el libro queda inconcluso, en
calidad de proyecto imposible.
Pero dieciséis años más tarde la Fundación
Guggenheim aprueba ese proyecto imposible:
Levrero es becado para dedicarse en plenitud a
continuar su obra maestra. Es agosto de 2000 y
el escritor avanza como buenamente puede:
poco, nada. Comienza, en cambio, un diario, que
llama el Diario de la beca, donde registra sus
distracciones, que son muchas, todas muy
atendibles: jugar innumerables solitarios en el
computador, leer o releer antiguas novelas
policiales, emprender tímidos paseos en la
discutible compañía de una mujer que ha dejado
de amarlo, o comprar un sillón verdaderamente
cómodo –sin duda es más fácil comprar un
sillón que escribir una novela luminosa, pero a
Levrero le cuesta un mundo decidirse entre un
modelo celeste-grisáceo (ideal para dormir) y
un atractivo bergère (ideal para leer), así es que
compra los dos. Luego, enfrentado al insoportable
verano de Montevideo, Levrero comprende
que le será difícil dormir o leer (o escribir) sin aire
acondicionado. ¿Para escribir la novela luminosa
es necesario tener aire acondicionado? Sí. ¿Es
posible, en realidad, escribir la novela luminosa?
No. ¿Por qué? Porque hay cosas que no se
pueden narrar. ¿Para qué, entonces, intentar
narrarlas? Para retornar. ¿Dónde? No sabe, no
responde.
Publicada por Alfaguara-Uruguay en 2005,
un año después de la muerte de Levrero, La
novela luminosa suma, en definitiva, quinientas
y tantas páginas: las cuatrocientas del diario
(incorporadas en calidad de gigantesco prólogo)
más las escasas carillas escritas en 1984 y
un notable capítulo-cuento titulado Primera
comunión, único resultado “real” del bendito
año Guggenheim. ¿Es La novela luminosa una
novela? Sí y no: “una novela, actualmente, es
cualquier cosa que se ponga entre tapa y
contratapa”, dice Levrero, con cierta lúcida
resignación. Pero La novela luminosa tampoco
es, con propiedad, un diario, pues persisten, en
aparente dispersión, ciertos hilos argumentales
que van y vienen según el impredecible ánimo
del narrador. La observación del cadáver de
una paloma en la azotea vecina, en tanto, por
momentos cobra dimensiones alegóricas, al
igual que los sueños, que Levrero apunta religiosamente,
luchando, como dice, contra los
poderosos “mecanismos de borrado”.
Hay, por cierto, varios berrinches que
poco a poco conforman, por oposición, una estética:
escuchar a Beethoven es, para Levrero,
como escuchar “a un niño tocando el tambor a
la hora de la siesta”, y el Himno a la alegría le
hace pensar “en alemanes haciendo gimnasia,
dirigidos por una profesora de cara caballuna”;
la novela tradicional, por otra parte, le provoca
similares dolores de cabeza: “No me interesan
los autores que crean laboriosamente sus
novelones de 400 páginas, en base a fichas y a
una imaginación disciplinada; sólo transmiten
una información vacía, triste, deprimente. Y
mentirosa, bajo ese disfraz de naturalismo.
Como el famoso Flaubert. Puaj”.
Si en El discurso vacío –un libro muy bello,
que reeditó Interzona el año pasado– el autor
ensayaba la autoterapia grafológica (escribir a
mano, recuperar la letra, cambiar la letra para
cambiar la vida), en La novela luminosa el
computador se transforma, con ventaja, en uno
de los personajes principales: Levrero anota sus
discusiones con el corrector ortográfico –que,
inexplicablemente, admite la palabra “coño”
pero no la palabra “pene”, y que cuando el
autor escribe “Joyce” sugiere cambiarlo por
“José” –y sabe lo suficiente de Visual Basic
como para quedarse hasta las nueve de la
mañana ideando un programa que le avise que
es hora de tomar el antidepresivo. A veces
escribe a mano simplemente para castigarse
por el abuso del computador; otras veces
acepta su adicción y la disfruta. No es raro,
entonces, que el momento más feliz del libro
sea esta eufórica confesión: “¡¡¡¡¡¡Arreglé el
Word 2000!!!!!!”.
De seguro arreglar el Word 2000 es más
fácil que escribir esa insondable novela que
Levrero escribe pero no escribe. En fin: para
escribir la novela luminosa es necesario pasar
por la novela oscura; para hacer literatura de
verdad es preciso recurrir, como él dice, a la
literatura fraudulenta. Novela sin novela;
literatura sin literatura.
“Escribir entre paréntesis me produce
ansiedad, seguramente por temor a olvidarme
de cerrarlos”, anota Levrero en alguna perdida
página de La novela luminosa, una obra extraña
y magnífica que se asemeja, justamente, a un
larguísimo paréntesis siempre a punto de
cerrarse.
A l e j a n d r o Zambra
S a n t i a g o d e Chi l e •75
ricardo piglia entre nos (4)
En esta prehistoria de Guevara, el otro
elemento que está presente es justamente el
tipo de uso del lenguaje. Debemos recordar que
lo identifica un modismo lingüístico ligado a la
tradición popular. Se lo conoce como "el Che"
porque su manera de utilizar la lengua marca, de
un modo muy directo, una identidad. Por un
lado, el uso del “ché” lo que diferencia dentro de
América Latina y lo identifica como argentino.
De joven, en sus viajes, a veces lo exagera para
llama la atención y lograr que lo reciban y lo
dejen hospedarse: sabe el valor de esa
diferencia lingüística. Y, a la vez, el “che” fun-
ciona como una identidad de larga duración,
quizá la única seña argentina, porque en todo lo
demás Guevara funciona con una identidad no-
nacional, es el extranjero perpetuo, siempre
fuera de lugar.
El uso coloquial y argentino de la lengua se
nota inmediatamente en su escritura, que es
siempre muy directa, y muy oral, tanto en sus
cartas personales y en sus diarios como en sus
materiales políticos. Esta idea de que escribe en
la lengua en la que habla, sin nada de la retórica
que suele circular en la palabra política –y en la
izquierda, básicamente–, está clara desde el
principio, y termina por ser el elemento que le
da nombre, el signo que lo identifica. El "Che"
como sinécdoque perfecta. Hay algo deliberado
ahí, una seña de identidad construida, inventada,
casi una máscara. La carta final a Fidel
Castro está firmada sencillamente "Che", y así
firmaba los billetes del banco que dirigía. La
prueba de autenticidad del dinero en Cuba era
esa firma. (Difícilmente haya otro ejemplo igual
en la historia de la economía mundial, alguien
que autentifica el valor del dinero con un
seudónimo.)
Al mismo tiempo, ese uso libre y desenfadado
de la lengua es la marca de una tradición
de clase. En esto Guevara se parece a Mansilla
y a Victoria Ocampo, y fue María Rosa Oliver
(otro ejemplo magnífico de esa prosa deliberadamente
argentina y coloquial) quien hizo
notar la relación. Un uso del lenguaje que no
tiene nada que ver con la hipercorrección típica
de la clase media, ni con los restos múltiples
que constituyen la lengua escrita de las clases
populares (como es el caso de Arlt o de
Armando Discépolo o de las letras de tango).
Cierta libertad y cierto desenfado en el uso del
lenguaje son una prueba de confianza en su
lugar social, como también lo son su modo de
vestirse o su relación con el dinero. Esa lengua
hablada es una lengua de clase que funciona
como modelo de lengua literaria. Escribe como
habla, lo que no es frecuente en la literatura
En esta prehistoria de Guevara, el otro
elemento que está presente es justamente el
tipo de uso del lenguaje. Debemos recordar que
lo identifica un modismo lingüístico ligado a la
tradición popular. Se lo conoce como "el Che"
porque su manera de utilizar la lengua marca, de
un modo muy directo, una identidad. Por un
lado, el uso del "che" lo diferencia dentro de
América Latina y lo identifica como argentino.
De joven, en sus viajes, a veces lo exagera para
llamar la atención y lograr que lo reciban y lo
dejen hospedarse: sabe el valor de esa
diferencia lingüística. Y, a la vez, el "che" funciona
como una identidad de larga duración,
quizá la única seña argentina, porque en todo lo
demás Guevara funciona con una identidad nonacional,
es el extranjero perpetuo, siempre
fuera de lugar.
El uso coloquial y argentino de la lengua se
nota inmediatamente en su escritura, que es
siempre muy directa y muy oral, tanto en sus
cartas personales y en sus diarios como en sus
materiales políticos. Esta idea de que escribe en
la lengua en la que habla, sin nada de la retórica
que suele circular en la palabra política –y en la
izquierda, básicamente–, está clara desde el
principio, y termina por ser el elemento que le
da nombre, el signo que lo identifica. El "Che"
como sinécdoque perfecta. Hay algo deliberado
ahí, una seña de identidad construida, inventada,
casi una máscara. La carta final a Fidel
Castro está firmada sencillamente "Che", y así
firmaba los billetes del banco que dirigía. La
prueba de autenticidad del dinero en Cuba era
esa firma. (Difícilmente haya otro ejemplo igual
en la historia de la economía mundial, alguien
que autentifica el valor del dinero con un
seudónimo.)
Al mismo tiempo, ese uso libre y desenfadado
de la lengua es la marca de una tradición
de clase. En esto Guevara se parece a Mansilla
y a Victoria Ocampo, y fue María Rosa Oliver
(otro ejemplo magnífico de esa prosa deliberadamente
argentina y coloquial) quien hizo
notar la relación. Un uso del lenguaje que no
tiene nada que ver con la hipercorrección típica
de la clase media, ni con los restos múltiples
que constituyen la lengua escrita de las clases
populares (como es el caso de Arlt o de
Armando Discépolo o de las letras de tango).
Cierta libertad y cierto desenfado en el uso del
lenguaje son una prueba de confianza en su
lugar social, como también lo son su modo de
vestirse o su relación con el dinero. Esa lengua
hablada es una lengua de clase que funciona
como modelo de lengua literaria. Escribe como
habla, lo que no es frecuente en la literatura
argentina de la época. El túnel de Sábato, de
1948, para referirnos a un libro que
posiblemente Guevara ha leído y admirado, está
escrito de "tú", lejos del voseo argentino, en una
lengua que responde a los modelos estabalizados
y escolares de la lengua literaria. Y ese
es el tono dominante en la literatura argentina
de esos años (basta pensar en Mallea o en
Murena). Pero no es el caso de Guevara, que no
hace literatura, o, mejor, hace literatura de otra
manera, sin ninguna afectación, o con una
afectación diferente, si se quiere. Habría que
decir que escribe como habla su clase y en eso
se parece a Lucio Mansilla (y no sólo en eso).
Su madre está en el centro de ese uso del
lenguaje. Y lo explicita en su última carta, escrita
cuando el Che había salido de Cuba y nadie
sabía dónde estaba. Ante las versiones oficiales
que decían que se había ido un mes a cortar
caña, Celia de la Serna, enferma grave y a punto
de morir, le escribe y hace visible el contraste
entre el lenguaje familiar y la lengua cristalizada.
Enfrenta la escritura directa, una ética implícita
en el uso del lenguaje, al conformismo y la
hipocresía del lenguaje político, que encubre
todo lo que dice. La madre se refiere a "ese tono
levemente irónico que usamos en las orillas del
Plata" y se queja del estilo burocrático. "No voy a
usar lenguaje diplomático. Voy derecho al
grano". La madre lo convoca a usar el lenguaje
que el Che siempre ha usado para contarle lo
que pasa.
Como político, Guevara usa ese mismo
lenguaje directo, seco, irónico y, a diferencia de
Fidel Castro, nada retórico ni efectista. Frases
cortas, entrada personal en el discurso,
apelación a la narración y a la experiencia vivida
como forma de argumentación, intimidad en el
uso público del lenguaje. Por eso Guevara, que
no era un gran orador en el sentido clásico, está
más ligado a la carta, a la narración personal, a
la comunicación entre dos (al "entre nos", como
diría Mansilla), a la conversación entre amigos, a
las formas privadas del lenguaje. Como orador
político parece un escritor de diarios. No hay
más que analizar el comienzo de sus discursos
públicos, su modo de entrar en confianza.
El tipo de relación con el lenguaje y con el
dinero, el modo en que se viste, indicios a la vez
personales y de época, son entonces el primer
contexto para discutir a Guevara y para pensar
cómo Ernesto Guevara de la Serna se convierte
en el Che Guevara, o mejor, qué caminos sigue
para encontrar la política y qué clase de política
encuentra. Guevara practica cierto dandismo de
la experiencia y en ese viaje, como veremos
enseguida, encuentra la política.Ø
época. El túnel de Sábato, de 1948,
para referirnos a un libro que posiblemente
Guevara ha leído y admirado, está escrito de
"tú", lejos del voseo argentino, en una lengua
que responde a los modelos estaba-lizados y
escolares de la lengua literaria. Y ese es el tono
dominante en la literatura argentina de esos
años (basta pensar en Mallea o en Murena).
Pero no es el caso de Guevara, que no hace
literatura, o, mejor, hace literatura de otra
manera, sin ninguna afectación, o con una
afectación diferente, si se quiere. Habría que
decir que escribe como habla su clase y en eso
se parece a Lucio Mansilla (y no sólo en eso).
Su madre está en el centro de ese uso del
lenguaje. Y lo explicita en su última carta, escrita
cuando el Che había salido de Cuba y nadie
sabía dónde estaba. Ante las versiones oficiales
que decían que se había ido un mes a cortar
caña, Celia de la Serna, enferma grave y a punto
de morir, le escribe y hace visible el contraste
entre el lenguaje familiar y la lengua cristalizada.
Enfrenta la escritura directa, una ética implícita
en el uso del lenguaje, al conformismo y la
hipocresía del lenguaje político, que encubre
todo lo que dice. La madre se refiere a "ese tono
levemente irónico que usamos en las orillas del
Plata" y se queja del estilo burocrático. "No voy a
usar lenguaje diplomático. Voy derecho al
grano". La madre lo convoca a usar el lenguaje
que el Che siempre ha usado para contarle lo
que pasa.
Como político, Guevara usa ese mismo
lenguaje directo, seco, irónico y, a diferencia de
Fidel Castro, nada retórico ni efectista. Frases
cortas, entrada personal en el discurso,
apelación a la narración y a la experiencia vivida
como forma de argumentación, intimidad en el
uso público del lenguaje. Por eso Guevara, que
no era un gran orador en el sentido clásico, está
más ligado a la carta, a la narración personal, a
la comunicación entre dos (al "entre nos", como
diría Mansilla), a la conversación entre amigos, a
las formas privadas del lenguaje. Como orador
político parece un escritor de diarios. No hay
más que analizar el comienzo de sus discursos
públicos, su modo de entrar en confianza.
El tipo de relación con el lenguaje y con el
dinero, el modo en que se viste, indicios a la vez
personales y de época, son entonces el primer
contexto para discutir a Guevara y para pensar
cómo Ernesto Guevara de la Serna se convierte
en el Che Guevara, o mejor, qué caminos sigue
para encontrar la política y qué clase de política
encuentra. Guevara practica cierto dandismo de
la experiencia y en ese viaje, como veremos
enseguida, encuentra la política.
jorge enrique lage carbono
LA REALIDAD
Pronto se dio cuenta: era una ciudad
interminable. Por lo tanto, una ciudad irreal. Y
la irrealidad cansa. La irrealidad aburre. Pronto
sintió hambre y las piernas perdieron el
entusiasmo turístico. Al borde del desmayo se
abalanzó contra un taxi.
Después de atropellarla, el taxista la
puso en el asiento trasero y le puso una barra
de Toblerone en la boca como si fuera un
termómetro. Chupa, young lady.
—Eres una indestructible, young lady...
¿En qué idioma te hablo?
Evelyn no habló hasta que llegaron al
hospital, y fue para decir que no quería entrar
ahí (yo sólo entraría al Calixto García
desmayado en una ambulancia aérea), que se
sentía bien y que:
—Esta sangre no es mía.
—El uniforme tampoco, me parece.
Evelyn se examinó el cuerpo
tranquilamente.
—¿No tienes más ropa? ¿O es que
prefieres ser varón?
—No sé. Acabo de llegar.
—¿De dónde?
—No recuerdo. Hubo una explosión.
—¿Cómo te llamas?
EL NOMBRE
Se detuvo frente a una fachada publicitaria
en 23 y Paseo.
Sucesión de imágenes de engañosa
simplicidad. Un lector del tipo out (no está
donde tiene que estar) estaría completamente
perdido. Ella, sin embargo, acertó a leer lo
único que le interesaba. Eso se llama visión.
Los productos variaban pero la femfetish
era la misma. La lencería en el cuerpo
de la fem-fetish también variaba, pero aquí la
lencería no era un producto. Evelyn Z
anunciaba otras cosas para hombres:
máquinas de afeitar, píldoras contra la
impotencia o la calvicie, corbatas Calvin Klein,
balones de fútbol...
Definitivamente esta Evelyn Z anuncia
mejor que Evelyn B (la primera), y sus tetas
virtuales pueden ponerse al lado de las de
Evelyn M (lo que ya es mucho decir), pero en
su mirada hay algo que ha crecido demasiado
y amenaza con enfermar. En mi opinión,
ninguna como Evelyn H. Ella sabía ser como
una bomba de hidrógeno y al mismo tiempo
como una letra muda. Eso se llama
inteligencia.
Artificial, qué más da.
Como todo lo demás.
No se acordaba ni de su nombre.
—¿Cómo te llamas?
Ahora es un policía el que pregunta.
—Evelyn.
Hay policías que encuentran sospechosa
la sangre.
—Voy a tener que meterte en la cárcel,
niña.
Una sospecha esparcida de la cabeza a
los pies.
—¿Por qué?
Le tomaron muestras de ADN.
—Por si acaso.
Ella recordó algo: allá de donde vino
(dondequiera que esté ese lugar) también
había policías.
PLAYA DE MOLUSCOS, MUJERES GRANDES
La encerraron sola en una celda. Le
dieron comida sintética y durmió toda la
noche. Ni siquiera tuvo tiempo para
deprimirse. Al otro día una mujer la despertó
dándole palmaditas en las nalgas.
Evelyn vio a una gorda sonriente. A
juzgar por el uniforme, era una especie de
madre superiora de la cárcel.
Desayunaron juntas en una habitación
con carteles de terroristas WORLD WIDE
WANTED y cifras de recompensa en las
paredes.
—¿Quieres llamar a tu abogado o a tus
padres?
—Están muertos. Murieron en la
explosión.
—¿Qué explosión? —la gorda miraba
embelesada a Evelyn.
—Hubo una explosión grandísima, pero
todavía no recuerdo dónde.
—¿Alguien más murió?
—Creo que murieron todos.
—Todos menos tú.
—Supongo que sí.
—Eres muy inteligente y muy linda, ¿lo
sabías?
Evelyn asintió con pesadumbre. Sabía
otras cosas.
La gorda fue a abrir una puerta que daba
a un baño.
—Ven. Vamos a quitarte esa ropa y a
bañarte.
El plural no llegó más lejos. Evelyn se
desnudó sola, se metió sola en la ducha y se
lavó disciplinadamente de los pies a la
cabeza, esto último con un champú que olía a
playa de moluscos. Cuando terminó de
secarse no encontró su ropa. Se envolvió con
la toalla, como alguna vez había visto hacer a
las mujeres grandes (dondequiera que estén),
y salió del baño.
La mujer grande y gorda estaba
examinando la Tabla Periódica.
Sobre una silla, Evelyn vio un uniforme
de Primaria como el que había llevado puesto,
sólo que limpio, muy limpio y doblado.
—Era de mi hijo. La pañoleta es nueva.
—Gracias.
—Póntelo.
Evelyn miró a la mujer. Vio un molusco
grande y sonriente, envuelto en un caracol
lleno de ojos demasiado brillantes, demasiado
abiertos.
Evelyn dejó caer la toalla y se vistió
lentamente, esperando que alguna
protuberancia ventosa se alargara en
dirección a su piel.
—Eres más alta que él, pero te queda.
—¿Ya puedo irme?
—Ven acá primero.
Se sentó en un parque y miró durante un rato
las pandillas akróbatikas de skaterpunks y la
tabla. El molusco le había dicho lo que era: la
Tabla Periódica de los Elementos Químicos.
También había intentado, sin éxito, explicarle
qué era un elemento químico. Evelyn le
preguntó para qué servía esa tabla. El
molusco dijo que lo ignoraba, a fin de cuentas
sólo era una primera dama de policía, pero a
lo mejor su hijo podía decirle. Su hijo era un
genio.
Evelyn miraba la tabla y pensaba qué hacer,
dónde ir. Se le ocurrió que quizás la tabla
podía sugerirle algo, como si la tabla fuera
algún tipo de interfaz sensible a su voz, pero
no elaboró ninguna fórmula en voz alta.
Permaneció en silencio y la tabla permaneció
en silencio, los símbolos de cada elemento
químico inmóviles en su lugar. Finalmente,
pensó que no tenía otra opción que ir buscar
a Dimitri.
POR SUPUESTO, ESTÁ ENCRIPTADA
Por un momento creyó que la gorda la
estaba conduciendo de regreso a su celda.
En la celda de al lado estaba el hijo de la
gorda. Un gordito que debía tener uno o dos
años menos que ella, pero que parecía mucho
menor.
—¿Qué es esto, un travesti de mi
escuela? ¿Debo emocionarme?
—Hijo, qué manera de recibir una visita.
Ella es Evelyn, y no es de tu escuela. Los
dejaré solos para que puedan hablar.
La madre juró a Evelyn que su hijo no era
peligroso, estaba preso por travesuras.
—Regreso a mi oficina, preciosa. Cuando
quieras salir dale un grito al guardia.
Evelyn se sentó frente al gordito. Look
de nerd, pero con la mirada de los
nerdemonios. Transcurrió un incómodo
silencio hasta que él habló:
—Si eres de las que leen el
pensamiento, los míos ya los puse bajo
contraseña. Si eres una hipnotizadora, a lo
sumo vas a conseguir que me duerma y
sueñe con tus ojos. Si eres una...
—Soy una indestructible —dijo Evelyn,
para abreviar.
Al gordito debió parecerle una salida
interesante. Adoptó por un momento una
expresión entre admirada y reflexiva.
—Destruir es un arte —observó—. Yo
pudiera destruirte, a menos que seas un
residuo de una destrucción mayor. En ese
caso...
Evelyn le extendió la Tabla Periódica. No
se le ocurrió otra manera de callarlo.
—Tu mamá insistió en que te preguntara
para qué sirve esto. Creo que pretende que
nos hagamos amigos.
Después de decirlo le sonó ridículo:
aquel niño de calabozo, hundida la cabeza
electrónica en una tabla con números y letras,
era una imagen difícil de vincular con las
palabras mamá y amigos.
—Ya veo. Hay información valiosa aquí, y
por supuesto, está encriptada. Parece el
trabajo de un aficionado, pero has venido a
ver a un profesional. Claro que dadas las
condiciones en que me encuentro, te va a
costar el doble.
—No tengo dinero. La tabla no me
interesa. No sé por qué le interesaría a
alguien. No sé por qué la tenía cuando caí en
esta ciudad.
—¿No eres de LH? Sorprendente.
—Creo que vengo de un lugar muy, muy
lejano.
—Entiendo. Eres una chica indocumentada.
Buscas trabajo. Ahora dime, ¿por qué
razón debería ayudarte?
—No te lo he pedido.
—Un punto a tu favor: si es cierto lo que
dices, nadie te conoce y puedes serme útil
como envenenadora. Otro punto a tu favor:
hoy me siento generoso.
—Pero yo no sé envenenar.
—Que te crees tú eso. Mírate en
cualquier espejo.
Evelyn enrolló la Tabla Periódica. El
gordito anotó en un pedazo de papel, con una
caligrafía esmeradamente lenta, una dirección
y un nombre: DIMITRI.
—Dile que vas de parte de Gibson
Praise Jr.
Antes de salir, Evelyn lo miró con un
salto de ternura en el estómago.
—Tú eres uno de esos niños que saben
leer a los tres años, ¿no?
—¿Leer? Muñeca, a los tres años yo
había escrito un manual en verso para hackers
y estaba aburrido de toda esa mierda. Ya he
dejado muchas cosas atrás.
(NO) TODO SE MUEVE
El tal Dimitri regentaba un Pubix en la
Manzana de Gómez.
Evelyn llegó al amanecer. El local estaba
cerrando. Vio una barra con televisor, mesas,
jukebox, billar, máquinas expendedoras de
materia... Salían muchachas de varios
maquillajes. Una de ellas le indicó a Evelyn un
pasillo y una puerta.
Dimitri era un tipo de acentuada tristeza.
Miró confundido a Evelyn. No hay, por otra
parte, otra manera de mirarla.
—¿No usan saya las niñas?
—Yo no tengo.
—Yo tengo muchas.
—Vengo de parte de Gibson Praise Jr.
—Oh, no, otra vez… ¿Qué fue lo que te
dijo?
Evelyn le contó. No sabía muy bien qué
era lo que estaba contando.
Después Dimitri contó otra cosa. Dijo
que ya todo el mundo se había olvidado de
Gibson. La moda Praise había pasado. Todas
sus redes se habían desconectado y vuelto a
conectar de otra manera. Probablemente la
acusación de terrorismo cultural no se
sostendría, pero igual iban a enviarlo a un
búnker sub-16 en las afueras y allí seguiría
engordando su leyenda hasta que la
pervertida de su mamá moviera influencias
para llevarlo de regreso a casa. Entonces iba a
tener que aceptar la realidad.
—¿Cuál realidad? —preguntó Evelyn.
—Todo se mueve —sentenció Dimitri.
—¿Todo? —continuó ella, menos
interesada que divertida. Luego Dimitri la
invitó a su casa. El automóvil no volaba o no
podía volar y Evelyn conoció de las
dificultades para moverse en el tráfico
atascante de una ciudad atascada.
JorgeEnriqueLage
LaHabana. 79
rafael rojas la revolución y su fantasma
Donde hay hombres sí hay fantasmas.
La literatura fantástica, como bien sabía Jorge
Luis Borges, no es más que una invención de
esos clones, réplicas u homúnculos que el
hombre necesita para vivir. Las mujeres y el
espejo, según los habitantes de Tlön, pero
también los fantasmas, crean la ilusión de un
sobrepoblamiento que alivia la culpa del
malthusianismo moderno. Por esa misteriosa
eugenesia, que rescata el sueño de los
alquimistas medievales, es que la mejor
tradición de la literatura fantástica, de William
Shakespeare a Javier Marías, pasando por
Poe y Wilde, no se interesa tanto en la muerte
del hombre como en la vida del fantasma.
No creo que haya en la historia proceso
más fantasmagórico que una revolución.
Estos acelerones del tiempo, según Simon
Schama, además de traer consigo una ola de
crecimiento demográfico como consecuencia
de la furia uterina y el frenesí político-libidinal,
producen un intenso destape de la imaginería
fantástica. La fiesta y el carnaval del ancien
régime, como ha visto Mona Ozouf, se
propagan paradójicamente durante las jornadas
revolucionarias. De ahí aquellas leyendas
sobre almas evanescentes y abominaciones
espirituales en la Torre de Londres, durante la
Revolución Gloriosa, o aquellas otras que
narra Simon Linguet en sus Memorias acerca
de los "enterrados vivos" que salían de las
paredes de la Bastilla, por la noche, cuando el
marqués de Sade recibía a los ocultistas en su
celda, y los fantasmas de Morellet y
Marmontel estudiaban, como abstraídos entomólogos,
el esqueleto de las cucarachas.
La población de fantasmas crece en
proporción a la cantidad de muertos. Y las
revoluciones, ya lo advertían Burke y De
Maistre, son fábricas de muertos. Por eso
muchos líderes revolucionarios se ven terriblemente
acosados por la resurrección espectral
de sus muertos, hasta que un buen día
sienten un malestar, un dolor, una fiebre
inusitada, deliran y pierden la razón. Esa
locura no es más que un rapto del alma del
caudillo, ejecutado por sus propios
fantasmas.
Durante las fiestas del Ser Supremo,
Robespierre deliraba y parecía conversar
animadamente con Dios y los arcángeles. Se
dice que Francisco I. Madero, en los días
sangrientos de la Revolución mexicana,
hablaba con los espíritus flotantes de Benito
Juárez y Sebastián Lerdo de Tejada. En 1923,
atacado por las alucinaciones de la sífilis,
Donde hay hombres sí hay fantasmas.
La literatura fantástica, como bien sabía Jorge
Luis Borges, no es más que una invención de
esos clones, réplicas u homúnculos que el
hombre necesita para vivir. Las mujeres y el
espejo, según los habitantes de Tlön, pero
también los fantasmas, crean la ilusión de un
sobrepoblamiento que alivia la culpa del
malthusianismo moderno. Por esa misteriosa
eugenesia, que rescata el sueño de los
alquimistas medievales, es que la mejor
tradición de la literatura fantástica, de William
Shakespeare a Javier Marías, pasando por
Poe y Wilde, no se interesa tanto en la muerte
del hombre como en la vida del fantasma.
No creo que haya en la historia proceso
más fantasmagórico que una revolución.
Estos acelerones del tiempo, según Simon
Schama, además de traer consigo una ola de
crecimiento demográfico como consecuencia
de la furia uterina y el frenesí político-libidinal,
producen un intenso destape de la imaginería
fantástica. La fiesta y el carnaval del ancien
régime, como ha visto Mona Ozouf, se
propagan paradójicamente durante las jornadas
revolucionarias. De ahí aquellas leyendas
sobre almas evanescentes y abominaciones
espirituales en la Torre de Londres, durante la
Revolución Gloriosa, o aquellas otras que
narra Simon Linguet en sus Memorias acerca
de los "enterrados vivos" que salían de las
paredes de la Bastilla, por la noche, cuando el
marqués de Sade recibía a los ocultistas en su
celda, y los fantasmas de Morellet y
Marmontel estudiaban, como abstraídos entomólogos,
el esqueleto de las cucarachas.
La población de fantasmas crece en
proporción a la cantidad de muertos. Y las
revoluciones, ya lo advertían Burke y De
Maistre, son fábricas de muertos. Por eso
muchos líderes revolucionarios se ven terriblemente
acosados por la resurrección espectral
de sus muertos, hasta que un buen día
sienten un malestar, un dolor, una fiebre
inusitada, deliran y pierden la razón. Esa
locura no es más que un rapto del alma del
caudillo, ejecutado por sus propios
fantasmas.
Durante las fiestas del Ser Supremo,
Robespierre deliraba y parecía conversar
animadamente con Dios y los arcángeles. Se
dice que Francisco I. Madero, en los días
sangrientos de la Revolución mexicana,
hablaba con los espíritus flotantes de Benito
Juárez y Sebastián Lerdo de Tejada. En 1923,
atacado por las alucinaciones de la sífilis,
Lenin invocaba el alma racional de Hegel en
sus Cuadernos filosóficos. Alexander Etkind
cuenta en Eros de lo imposible que Stalin
tenía, en el Kremlin, una especie de mago o
ventrílocuo que lo comunicaba con extrañas
criaturas del más allá. En sus baños
purificadores, en las aguas del Yang-Tse, Mao
solía encomendarse a las almas de Wang
Ngan-she y Chu Yuan-chang, emperadores
progresistas de las dinastías Song y Ming.
En estos casos, el diálogo fantasmal
podría ser una nueva versión de aquel
coloquio brumoso entre Hamlet y el espectro
de su padre, que, como ha ilustrado Javier
Roiz, sirve de alegoría al complejo de culpa de
todo político parricida. El "poder de la
ausencia" entra en el presente por esa "puerta
espectral" hacian donde miran, absortos,
todos los políticos.
En La Habana, le escuché una historia
asombrosa a una señora que era amiga de mi
tía-abuela. Se llamaba Encarnación y había
trabajado como sirvienta en el Palacio
Presidencial, durante la dictadura de Batista.
Después de la Revolución, el Palacio fue
ocupado, primero, por un ejército de hombres
licantrópicos, y luego convertido en museo.
Pero Encarnación siguió allí, limpiando
aquellas anchas escaleras, y aquellos salones
y cuartos deshabitados.
Contaba Encarnación que la noche del 6
de agosto de 1973, unas horas después de la
muerte de Fulgencio Batista en Estoril, cerca
de Lisboa, escuchó un ruido como de golpes
metálicos en los bajos de Palacio. La buena
señora bajó las escaleras, pensando que sería
el gato del cocinero. Se asomó al sótano y
vio, en medio de la oscuridad, una especie de
figura humana, iluminada por algún fuego
fatuo, con un machete en la mano derecha
que daba golpes contra el suelo. Esa noche
Encarnación no pudo dormir, tratando de
descifrar aquella imagen. Pero, al día
siguiente, luego de escuchar por La Voz de las
Américas la noticia de la muerte de Batista,
concluyó que se trataba del espíritu irritado
del mulato, otrora sargento, retando a un
duelo de machetazos a su histórico rival: el
comandante Fidel Castro.
La última vez que vi a Encarnación fue a
principios de agosto de 1994. Una mañana
llegó a mi casa con la noticia de que un grupo
de jóvenes del barrio de Centro Habana
habían salido a las calles a protestar contra el
gobierno. Por la televisión oficial –la única que
hay en Cuba– dijeron que se trataba de
vándalos que habían asaltado la cocina de un
hotel y destruido las vidrieras de algunas
tiendas cercanas. Pero luego se supo que
eran decenas de miles de jóvenes que se
enfrentaban a la policía porque querían
abandonar el país. Aquella mañana, al
despedirse de mí, Encarnación me susurró al
oído: "Ya sabes que día es hoy, ¿no? 6 de
agosto. Te lo dije. El mulato se sigue
vengando".
Una revolución, dice Hannah Arendt, se
propone siempre recomenzar la historia. Por
eso, dentro de su pasado, cuyo acceso queda
terminantemente prohibido, se experimenta
una agitación espectral, una revuelta de
fantasmas. No sé, entonces, si a Fidel Castro
se le aparecerán almas en pena. Tal vez, más
que los espíritus de sus enemigos, lo acosa el
fantasma mismo de la Revolución. Porque esa
edad de la historia de Cuba parece haber
llegado a su fin y quizás sólo sobreviva, como
un fantasma o como una pesadilla, en la
sinuosa mentalidad de sus protagonistas. E
incluso, es probable que el fantasma de la
Revolución sea el propio espíritu de Fidel
Castro, y que esa isla se gobierne, desde hace
50 años, por arte de magia o puro espiritismo.
Al menos, a Fernando Ortiz y Lydia Cabrera no
les habría disgustado esta idea.
En La Habana, le escuché una historia
asombrosa a una señora que era amiga de mi tíaabuela.
Se llamaba Encarnación y había trabajado
como sirvienta en el Palacio Presidencial, durante la
dictadura de Batista. Después de la Revolución, el
Palacio fue ocupado, primero, por un ejército de
hombres licantrópicos, y luego convertido en museo.
Pero Encarnación siguió allí, limpiando aquellas
anchas escaleras, y aquellos salones y cuartos
deshabitados.
Una revolución, dice Hannah Arendt, se
propone siempre recomenzar la historia. Por eso,
dentro de su pasado, cuyo acceso queda
terminantemente prohibido, se experimenta una
agitación espectral, una revuelta de fantasmas. No
sé, entonces, si a Fidel Castro se le aparecerán almas
en pena. Tal vez, más que los espíritus de sus
enemigos, lo acosa el fantasma mismo de la
Revolución. Porque esa edad de la historia de Cuba
parece haber llegado a su fin y quizás sólo sobreviva,
como un fantasma o como una pesadilla, en la
sinuosa mentalidad de sus protagonistas. E incluso,
es probable que el fantasma de la Revolución sea el
propio espíritu de Fidel Castro, y que esa isla se
gobierne, desde hace 50 años, por arte de magia o
puro espiritismo. Al menos, a Fernando Ortiz y Lydia
Cabrera no les habría disgustado esta idea.
En La Habana, le escuché una historia
asombrosa a una señora que era amiga de mi tíaabuela.
Se llamaba Encarnación y había trabajado
como sirvienta en el Palacio Presidencial, durante la
dictadura de Batista. Después de la Revolución, el
Palacio fue ocupado, primero, por un ejército de
hombres licantrópicos, y luego convertido en museo.
Pero Encarnación siguió allí, limpiando aquellas
anchas escaleras, y aquellos salones y cuartos
deshabitados.
Una revolución, dice Hannah Arendt, se
propone siempre recomenzar la historia. Por eso,
dentro de su pasado, cuyo acceso queda
terminantemente prohibido, se experimenta una
agitación espectral, una revuelta de fantasmas. No
sé, entonces, si a Fidel Castro se le aparecerán almas
en pena. Tal vez, más que los espíritus de sus
enemigos, lo acosa el fantasma mismo de la
Revolución. Porque esa edad de la historia de Cuba
parece haber llegado a su fin y quizás sólo sobreviva,
como un fantasma o como una pesadilla, en la
sinuosa mentalidad de sus protagonistas. E incluso,
es probable que el fantasma de la Revolución sea el
propio espíritu de Fidel Castro, y que esa isla se
gobierne, desde hace 50 años, por arte de magia o
puro espiritismo. Al menos, a Fernando Ortiz y Lydia
Cabrera no les habría disgustado esta idea.
Rafael Rojas
Santa Clara. 65
ricardo piglia la metamorfosis (5)
Hay varias metamorfosis en la vida de
Guevara, y esas mutaciones bruscas son un signo
de su personalidad. Tiene varias vidas ("de las
siete me quedan cinco", dice) que son
simultáneas: la del viajero, la del escritor, la del
médico, la del aventurero, la del testigo, la del
crítico social. Y todas se condensan y cristalizan,
por fin, en su experiencia de guerrero, de
guerrillero, de condottieri, como se llama a sí
mismo. Esa historia de sus transformaciones
encuentra el primer punto de viraje en el viaje de
1952, cuando va hacia Bolivia, y la política
latinoamericana empieza a incorporarse a la
experiencia del viaje. El objetivo de este viaje es la
experiencia misma, salir de un mundo cerrado y
libresco a la vida para encontrar el fundamento
que legitime lo que se escribe. Pero, en el caso de
Guevara, el camino hacia América Latina lo lleva
hacia la política. Descubre el mundo político, o
cierta mirada sobre el mundo político. Va de
Bolivia a Guatemala y por fin a México, y en el
proceso la politización se va haciendo cada vez
más nítida. En principio, se trata de una politización
externa, casi de observador que registra
matices y realidades diversas.
Una característica de este tipo de viaje, ajeno
al dinero y al turismo, es la convivencia con la
pobreza. Sartre lo decía bien: el color local, lo que
llamamos color local, es la pobreza y la vida de las
clases populares. De modo que el viaje es
también un recorrido por ciertas figuras sociales:
el linyera, el desclasado y el marginal, los
enfermos y los leprosos, los mineros bolivianos,
los campesinos guatemaltecos y los indios
mexicanos, son estaciones en su camino.
Los registros del diario acompañan ese descubrimiento
de la diferencia pura, del marginado
como antecedente de la víctima social. El otro, la
figura pura de ese viaje, es en principio el otro
como paciente y como víctima. Ese es el primer
descubrimiento. No se trata de la figura del
marginal deliberado, sino de la víctima que ha sido
acorralada y explotada, y en su dolencia expresa
una injusticia y un crimen. La tensión entre el
marginado y el enfermo termina por construir la
figura de la víctima social que debe ser socorrida.
Es el médico el que descifra el sentido de lo que
ve: "La grandeza de la planta minera está basada
sobre los 10 mil cadáveres que contiene el
cementerio más los miles que habrán muerto
víctimas de neumoconiosis y sus enfermedades
agregadas", le escribe en mayo de 1952 a Tita
Infante, su compañera en la Facultad de Medicina
de Buenos Aires que es militante del Partido
Comunista argentino.
El viaje se convierte en una experiencia
médico-social que confirma lo que se ha leído o,
mejor aún, que exige un cambio en el registro de
las lecturas para descifrar el sentido de los
síntomas.
Entonces, está el viaje errático, sin punto fijo,
del que sale al camino a buscar la experiencia
pura y encuentra la realidad social, pero a la vez
están las lecturas, que son una senda paralela que
se entrevera con la primera. El marxismo empieza
a ser un camino. Una de las primeras referencias
al marxismo aparece, en esa misma carta a Tita
Infante, como una ironía frente a la imposibilidad
de explicar su condición indecisa, sus idas y
venidas. Luego de contarle cómo fue que llegó a
Miramar, en la costa argentina, cuando había
partido hacia Bolivia, escribe: "Observe qué claro
queda el hecho paradójico de que vaya al norte
por el sur, a la luz del materialismo histórico".
Guevara ha leído marxismo, y en sus
cuadernos de 1945 ya registra esas lecturas (ese
año aparecen notas sobre El Manifiesto Comunista).
Pero la lectura del marxismo no convierte a
nadie en guerrillero. Todavía falta un paso, un
punto de viraje, que permitirá a este joven –cuyo
destino parece ser el Partido Comunista, ser un
médico del PC, quizá– convertirse en una suerte
de modelo mundial del revolucionario en estado
puro. Y ese paso, me parece, se construye con la
unión de esas lecturas y esa experiencia que
podríamos llamar flotante. Ir al sur cuando se
pretende ir al norte. Básicamente, la pulsión del
viajero, del aventurero y, sobre todo, la situación
del que ha dejado atrás las fronteras y la
pertenencia nacional. Guevara es un expatriado
voluntario, un desterrado, un viajero errante que
se politiza y no tiene inserción. Tiende hacia una
forma no-nacional de la política, hacia una forma
sin territorio. En esto también es la antítesis de
Gramsci, el pensador de lo nacional-popular, de
las tradiciones locales, de la localización de las
relaciones de fuerza como condición de la política.
Y esta inversión es una característica que
define la política de Guevara: sin fronteras, sin
enclave nacional, en Cuba, en Angola, en Bolivia.
Y también su aspiración secreta, de larguísima
duración, casi un horizonte imposible, utópico:
encontrar un lugar propio, regresar a la Argentina
como guerrillero desde el norte, desde Bolivia,
con una columna de compañeros, repetir allí la
invasión de Castro a Cuba, pero ampliada y sin
tener en cuenta las condiciones políticas,
haciendo depender la intervención, exclusivamente,
de su fuerza propia, de la formación de
su grupo, y no de las relaciones concretas ni del
análisis de la situación del enemigo. Ese sueño
del guerrero que vuelve es su forma particular de
pensar en el regreso a la patria, "a morir con un
pie en la Argentina", según le dice a Ulises
Estrella, uno de sus hombres de confianza. Todos
hablan de esa ilusión para explicar su decisión de
llevar la guerrilla a Bolivia, de instalarse en un país
ajeno para construir una zona liberada, una
retaguardia desde la cual entrar, por fin, en su
propio espacio.
Guevara define la política de un modo
absolutamente novedoso y personal (más allá de
sus consecuencias): no hay nunca lugar fijo, no
hay territorio, sólo la marcha, el movimiento
continuo de la guerrilla. Cualquier situación puede
ser propicia; importa la decisión, no las
condiciones reales.
Y eso parece estar ligado al modo en que
encuentra la política o, digamos mejor, su
inserción en la política. Y por eso son muy
significativas las cartas de los días anteriores a
conocer a Fidel Castro y sumarse a la expedición
del Granma. Son cartas a su madre, a Tita Infante,
a su padre, que muestran que sus proyectos del
momento, poco antes de encontrarse en julio de
1955 con Castro, siguen siendo abiertos. Está
disponible, empieza a pensar que debe ir por fin a
Europa, conocer Francia, más tarde la India (como
le dice en una carta de marzo de 1955 a su padre).
Imagina a veces seguir desde México hacia el
norte, llegar a Estados Unidos, a Alaska. Hay,
como siempre en Guevara, cierta imprevisibilidad,
cierta disponibilidad y cierto azar en sus
decisiones. "Me avisaron que me pagaban con
diez días de antelación [se refiere a un dinero que
le debían en México por su trabajo de periodista
durante los Juegos Olímpicos] e inmediatamente
me fui a buscar un barco que salía para España.
[...] Ya tengo programado quedarme aquí hasta el
1° de septiembre para agarrar un barco para
donde caiga", le escribe a su madre el 17 de junio
de 1955, un mes antes de conocer a Fidel Castro.
Y cierra diciendo: "tenés que largarte a París y allí
nos juntamos".
La política aparece como un efecto de la
búsqueda de experiencia, del intento de escapar
de un mundo cerrado. Lo que está primero es el
intento de romper con cierto tipo de ritual social,
con cierta experiencia estereotipada, escapar,
como dice Guevara, de todo lo que fastidia:
"Además sería hipócrita que me pusiera como
ejemplo pues yo lo único que hice fue huir de
todo lo que me molestaba", le escribe a Tita
Infante, el 29 noviembre de 1954. La política surge
como resultado de ese proceso: hay una tensión
entre un mundo que se percibe como clausurado
y la política como corte tajante y paso a otra
realidad.
Guevara va descubriendo la política en el
proceso de cierre de la experiencia. La política es
el resultado del intento de descubrir una
experiencia que lo saque de su lugar de origen,
del mundo familiar, de la vida de un estudiante de
izquierda en Buenos Aires, incluso de la vida de
un joven médico que quiere ser escritor y vacila.Ø
r. Piglia
raúl flores alone
She had the overwhelming
feeling that we were alone in this world.
She said to me "Come and look thru´
the windows", and I went and looked
around and could only be aware of the
typical landscape of one of those ordinary
evenights rounding October : foggy
shrubs smoothing sadly along deserted
streets in the city, and the moon like a
white giant patch across the darkened sky.
"Don´t you realize?", she screamed,
"Can´t you see?", again she screamed
and her voice multiplied echoes in the fall
(can´t you see? can´t you see? can´t you
see?).
"We´re all alone", she whispered,
"Totally alone in this world".
"What?", said I, "Why do you think
so?"
"Don´t you realize?", she screamed
again, and her shouting was shooting in
the middle of the night: solitude standing,
a stone cast towards the moon. She said
"Let´s go out. Somewhere. To see
what´s new".
I said yes. So she´d be quiet. I´d
have given anything so she´d be quiet. To
get all those crazy ideas out of her head.
Her poor alienated little head filled with
golden hair. Like a Barbie doll. And that´s
how I used to think about her sometimes:
my little Barbie doll, lost in her little
beautiful Barbie world, filled with broken
dreams and lost illusions.
So I said to myself: ok, Barbie, let´s
go out, let´s be swallowed like Jonah by
the fog of these restless times of
October, let´s be lovingly mugged by
zealous maladroits in the midnight hour.
And so we did go out. The fog shrouded
us in and we walked and walked streets
and streets and streets and miles and
meters and square feet.
"See?", she kept saying, almost to
herself. I could overhear her. And I could
also see. Or (let´s rephrase) I could not
see. Not a soul. No one around. Miles
and miles and not one in any where. And
so we walked, crisscrossing the city, perimeter,
area, and diameter, and never we
glimpsed anybody.
"See?", she said, "We´re all alone". I
was amazed. Alone in this world with my
little beautiful Barbie doll of blonde hair
and small ambitions. Alone. No music. No
friends. No Saturday night matinee, no
Sunday morning drives. Alone. No
nothing. Like in a crystal bell. Like in a 3D
cube. No lights, no colors whatsoever.
Fog shrouding in, decuplicating time and
time again. And there we were. All alone.
"Cannot be like this", I said to Barbie.
We went to a restaurant. We went to
the movies. We went to a shopping mall,
to the market, we entered empty
churches. But there never was anyone
around. I kept saying all the time "Cannot
be like this", but it was very likely that it
could be like this, and it was.
She was silent. Had the look of a
public funeral and glass in her eyes. Her
small beautiful world had been smashed
to bits and pieces.
"You have to understand", I said to her,
but she was beyond comprehension.
"I don´t get it", she whispered, "One
day it´s ALL here, and next thing you
know, ALL´S gone. I don´t get it", time
and time again, "I don´t get it", she said.
She stopped being Barbie doll and
became wind-up toy. Well, I thought, we
can do whatever we choose to do. Stay
late in the cathedral. Start drinking and
never stop, without never having to worry
about going to work on the next day. Free
beers every day. Free foods. We could
scream our lungs out and the cops would
never come to check out on us. Because
there were no cops. There was no one,
there was nothing. No people, no cats, no
dogs. Nothing at all. Just clouds and wind
and moon and fog. Nothing else. Her and
me. No one else.
"Let´s check some houses", I said
to her. "Maybe someone´s home", I
whispered.
We started entering houses of people.
We started invading private places, spying
alien motions. Frozen instants of lifetime
perpetuity. Lovely living rooms decorated
with bath curtains and Klee´s paintings on
the walls, dining rooms with giant sand
clocks stopped in the ultimate grain of
time, corridors filled with expensive
books, cheap plastic toys scattered
on the floor, black tilings, white tilings, tidy
bathrooms, blood-stains over basement
floors and, in some way, we knew that it
had nothing to do with the things we were
looking for.
LP´s over kitchen shelves, pots and
cans: a small universe for a small crowd of
passers-by. House by house. Two, three,
four. Six, seven, fifteen. And only in the
23rd house we found a boy and a girl lying
asleep over a bare mattress.
"Well", said my Barbie doll as her eyes
faded behind tears. "We´re not alone", she
said and her voice broke.
They slept with a natural grace,
inspiration, aspiration, just like an afterparty
of strippers and sodden popcorn.
"I´m gonna wake´em up", she
whispered.
"Don´t do it", said I, "they must be
tired, let´em sleep".
"I don´t care", she said, "I´m gonna
wake´em up, they have to know what´s
going on".
And so she went and woke them up. I
tried to stop her, but it was already too
late. The sleeping girl had opened her
eyes and winked in confusion.
"What´s up?", the girl asked and I felt a
knot in my throat at that very moment.
I just didn´t know what to say.
R a ú l F l o r e s I r i a r t e
L a H a b a n a •77
gonzalo garcés superhéroes
Yo suelo olvidar, y por eso siempre quedo como un pelotas en los cócteles de intelectuales,
hasta qué punto los últimos cincuenta años han sido dedicados a reflexionar sobre el Poder.
Aunque lo de reflexionar no es del todo exacto:
se ha reflexionado, pero sobre todo se ha rapsodiado,
digamos, se han ensayado variaciones dramáticas en torno a un único, obsesivo tema:
el horror al poder.
W.G. Sebald recuerda que para Elias Canetti el poder no debía considerarse
–como lo hacen los historiadores– como cosa propia del mundo natural, sino como patología.
Poder y paranoia, para el autor de Auto de fe, son dos caras de lo mismo: el tirano rodeado de murallas,
a quien legitima el bosque colmado de enemigos, le parece la imagen arquetípica del poder.
¿Y cuál es la meta del tirano?
Pues la total previsibilidad, el orden absoluto, es decir la muerte.
El poder expulsa más allá de las murallas al desorden para construir su propio sepulcro.
De ahí que Hitler amara tanto las pirámides egipcias:
el Groß-Berlin, la capital imperial que le diseñó Speer, no preveía ninguna casa,
ningún comercio,
ningún espacio comunal:
era una necrópolis.
Que la experiencia del nazismo haya inspirado estas reflexiones no me extraña;
más me desasosiega Canetti (y con él sus coetáneos de la Escuela de Frankfurt)
cuando vincula, vía Hitler, a toda forma de orden con la tiranía.
Que San Theodor Adorno perdone mi ignorancia, pero eso siempre me sonó a sofistería.
Evidentemente, construir la mesa sobre la que escribo requirió alguna forma de violencia;
hubo que ejercer poder sobre el árbol, y sobre algunos músculos,
intervino el poder financiero bajo la forma de unos salarios
y actuó el poder de la lija y el barniz y etcétera,
para llegar a esta modesta parcela de orden.
Pero la “violencia” ejercida sobre lo inanimado o lo inhumano no puede,
salvo que juguemos con las palabras, entenderse igual que la violencia aplicada a individuos.
Además,
de dónde saca Canetti que el desorden es lo propio de la vida.
Lo que más abunda en el universo es el desorden,
lo que más abunda es la muerte,
y lo excepcional es justamente lo organizado, lo orgánico, lo vivo.
Hasta del arte desconfiaba Canetti –de su propio arte– por asco al poder.
“Toda obra es una violación, por su simple masa”, apuntó.
“Hay que encontrar otros medios, más limpios, de expresarse”.
Y yo confieso que en este punto mi mala conciencia, que me acosa en cuanto abro un libro de Canetti,
se dispara ya sin remedio.
Es verdad, pienso compungido, yo también busco en el arte la acumulación de poder.
Basta recordar cuáles fueron las primeras formas de arte que gocé.
Porque antes de solazarme en los mundos ordenados de Tolstoi
o de Pynchon,
lo hice en la rectitud de Spiderman o en los saltos del increíble Hulk.
No contento con el poder, admiré los superpoderes.
El poderoso Thor, el Capitán América, el Hombre de Hierro, Lobezno, Rondador Nocturno:
expresión infantil de veleidades autoritarias,
mi larga afición por los superhéroes quizá pruebe mi esencial conformismo.
¿Hablamos de otra cosa?
Gonzálo Garcés
Buenos Aires, 74.
ricardo piglia un encuentro (6)
Su viaje tiene itinerarios paralelos, redes
múltiples. Son series, mapas que se superponen
y nada está muy definido. Está el viaje
literario, el viaje político, el viaje médico. Y es la
política, y no la literatura, la que terminará
articulando esos mundos paralelos. Pero para
eso hace falta el encuentro con la retórica de
Fidel Castro.
En el recorrido de Guevara se reformulan las
relaciones entre literatura y política. Es el
intento de escapar de cierto lugar estereotipado
de lo que se entiende por un intelectual, lo
que lo empuja a la política y a la acción. La
política aparece como un punto de fuga, como
un lugar de corte y de transformación.
Todo esto forma parte de una tradición
literaria: cómo salir de la biblioteca, cómo pasar
a la vida, cómo entrar en acción, cómo ir a la
experiencia, cómo salir del mundo libresco,
cómo cortar con la lectura en tanto lugar de
encierro. La política aparece a veces como el
lugar que dispara esa posibilidad. El síntoma
Dahlmann ya no es la acción como encuentro
con el otro, el bárbaro, sino la acción como
encuentro con el compañero, con la víctima
social, con los desposeídos.
La prehistoria de ese pasaje, en el caso de
Guevara, está en la experiencia del médico. Esa
es la figura que articula la relación con lo social,
la intención de ayudar al que sufre, hacerse
cargo de él, socorrerlo. De hecho, el viaje está
pautado por la visita a los leprosorios. Guevara
registra imágenes y escenas notables: "En
realidad fue este uno de los espectáculos más
interesantes que vimos hasta ahora: un
acordeonista que no tenía dedos en la mano
derecha y los reemplazaba por unos palitos que
se ataba a la muñeca, y el cantor era ciego, y
casi todos con figuras monstruosas provocadas
por la forma nerviosa de la enfermedad, muy
común en las zonas, a lo que se agregaban las
luces de los faroles y linternas sobre el río". En
esta carta a su madre, escrita desde Bogotá, en
julio de 1952, está el reconocimiento de las
figuras extremas, de los restos de la sociedad,
de la víctima social.
Desde luego, no se trata del médico del
positivismo, del modelo de científico que revela
los males de la sociedad, una gran metáfora de
la visión de las clases dominantes sobre los
conflictos sociales, pensados como enfermedades
que deben ser erradicadas a partir del
diagnóstico neutral y apolítico del especialista
que sabe sobre los síntomas y su cura. Se trata,
en cambio, del médico como figura del
compromiso y la comprensión, del que socorre
y salva.
En este sentido, una acotación de Richard
Sennett al analizar Los conquistadores, la novela
de Malraux sobre la Revolución China, hace notar
la relación entre el revolucionario profesional
y los médicos: "Hong, el joven revolucionario,
igual que estos jóvenes médicos, han hecho
alarde de una singular clase de fuerza: el poder
de aislarse del mundo que los rodea,
haciéndose distantes y a la vez solidarios,
definiéndose de un modo rígido. Esta autodefinición
inimitable les confiere un arma
poderosísima contra el mundo exterior. Anulan
un intercambio flexible de ideas entre ellos y los
hombres que los rodean y con ello adquieren
cierta inmunidad ante el dolor y los acontecimientos
conflictivos y confusos que de otro
modo los desconcertarían y tal vez los
aplastarían". Sennett llama a este movimiento la
identidad purificada. Estar separado y a la vez ir
hacia los otros. La distancia aparece como una
forma de relación que permite estar
emocionalmente siempre un poco afuera, para
ser eficaz.
Hay una foto inolvidable de Guevara joven,
cuando era estudiante de medicina. Se ve un
cadáver desnudo con el cuerpo abierto en la
mesa de disección y un grupo de estudiantes,
con delantal blanco, serios y un poco impresionados.
Guevara es el único que se ríe, una
sonrisa abierta, divertida. La relación distanciada
con la muerte está ahí cristalizada, su ironía de
siempre.
Me parece que Guevara encuentra la
política en este proceso. Un joven médico, que
secretamente quiere ser escritor, que sale al
camino como muchos de su generación, un
joven anticonvencional que va a la aventura y en
el camino encuentra a los marginales, a los
enfermos, y luego a las víctimas sociales, y por
fin a los exiliados políticos. Una travesía por las
figuras sociales de América Latina.
También en su relación con el marxismo y
con el Partido Comunista, Guevara se mueve
por los bordes. Hay un momento en el que se
aparta de la experiencia posible de un joven
marxista en esos años, se aleja de la cultura
obrera de los partidos comunistas y va hacia la
experiencia extrema y la guerra casi sin pasos
previos. Una práctica de aislamiento, ascetismo,
sacrificio, salvación, como será la guerrilla para
él, a la que, como sabemos, entra como médico
para convertirse rápidamente en combatiente. Y
eso sucede en el primer combate, cuando tiene
que elegir entre una caja de medicamentos y
una caja de balas y, por supuesto, se lleva la
caja de balas. Guevara cuenta esa historia
microscópica, un detalle mínimo, con gran
maestría, usando su extraordinaria capacidad
narrativa para fijar el sentido de esa pequeña
situación y convertirla en un mito de origen.
Entra como médico y sale como guerrillero.
E inmediatamente se constituye en el modelo
mismo del guerrillero, en el guerrillero esencial
digamos, el que ve la vida en la guerrilla como
el ejemplo puro de la construcción de una
nueva subjetividad.
El momento clave y un poco azaroso,
notable como metamorfosis, se da –como
dijimos– en julio de 1955, cuando encuentra a
Fidel Castro en México y se suma a su proyecto
de desembarcar clandestinamente en Cuba y
luchar contra Batista. Para entonces Guevara ha
entrado en relaciones con sectores de exiliados
de América Latina, en Guatemala y en México,
básicamente a través de Hilda Gadea, militante
del Partido Comunista peruano, que lo pone en
conexión con la política práctica.
Si uno lee las cartas de Guevara de esos
días, más que la decisión, encuentra la
incertidumbre. En julio de 1955, Guevara está
en disponibilidad, no sabe muy bien lo que va a
hacer, y entonces aparece Fidel Castro. Es uno
de los grandes momentos de la dramatización
histórica en América Latina. Castro lo encuentra
a las ocho de la noche y lo deja a las cinco de la
mañana convertido en el Che Guevara. Esa
conversación que dura toda la noche es un
punto de viraje, una conversión. Ha quedado
capturado por el carisma y la convicción política
de Castro. De hecho, la figura de Castro se
convierte inmediatamente para Guevara en un
punto de referencia esencial. Podemos pensar a
Guevara como un marxista y seguramente lo
era, pero eso no termina de explicar su decisión
de sumarse a la expedición. Se trata de un salto
cualitativo, para decirlo de algún modo.
Guevara se integra entonces como médico a
la expedición del Granma, pero rápidamente se
convierte en un combatiente, y al poco tiempo es
ya el comandante Guevara. En septiembre de
1957, Fidel Castro lo designa comandante. Están
definiendo las funciones de la tropa y, cuando
llegan a Guevara, un poco sorpresivamente Castro
dice "Comandante". Lo convierte en el comandante
Guevara, y le da la estrella de cinco puntas.
A partir de entonces su imagen está cristalizada.
El guerrillero heroico.Ø
paralelos, redes
múltiples. Son series,
mapas que se
superponen y nada está
muy definido. Está el
viaje literario, el viaje
político, el viaje médico.
Y es la política, y no la
literatura, la que
terminará articulando
esos mundos paralelos.
Pero para eso hace falta
el encuentro con la
retórica de Fidel Castro.
En el recorrido de
Guevara se reformulan
las relaciones entre
literatura y política. Es el
intento de escapar de
cierto lugar estereotipado
de lo que se
entiende por un
intelectual, lo que lo
empuja a la política y a la
acción. La política
aparece como un punto
de fuga, como un lugar
de corte y de
transformación.
Todo esto forma
parte de una tradición
literaria: cómo salir de la
biblioteca, cómo pasar a
la vida, cómo entrar en
acción, cómo ir a la
experiencia, cómo salir
del mundo libresco,
cómo cortar con la
lectura en tanto lugar de
encierro. La política
aparece a veces como el
lugar que dispara esa
posibilidad. El síntoma
Dahlmann ya no es la
acción como encuentro
con el otro, el bárbaro,
sino la acción como
encuentro con el
compañero, con la
víctima social, con los
desposeídos.
La prehistoria
de ese pasaje, en el caso
de Guevara, está en la
experiencia del médico.
Esa es la figura que
articula la relación con lo
social, la intención de
ayudar al que sufre,
hacerse cargo de él,
socorrerlo. De hecho, el
viaje está pautado por la
visita a los leprosorios.
r. piglia
antonio josé ponte visita al museo de inteligencia
El jardín que llevaba a la primera de las
dos casas lucía mejor cuidado que el de
muchas de las embajadas y consulados de los
alrededores. Pese al sol a plomo y la brisa del
mar, el césped se mantenía fresco. Las aceras
que lo limitaban habían sido blanqueadas
recientemente.
Aunque tampoco es que gastaran mucha
creatividad en él. Se trataba de un jardín
perfectamente militar, la miniatura de un
campo de batalla: un prado bien cortado, aquí y
allá una artillería de lirios florecidos, algunos
rosales. Cielo azul como en Austerlitz (me
refiero a la descripción de la batalla hecha por
Tolstói) y unas nubes que cruzaban sobre el
tráfico de la Quinta Avenida.
De noche, el lugar estaría iluminado por
pequeños faroles apostados en el césped.
Mantendrían encendido el cartel lumínico de la
entrada.
"Museo del Ministerio del Interior", rezaba
este.
Tantas veces lo había encontrado sin que
lograra despertarme curiosidad. ¿A quién iba a
ocurrírsele entrar? ¿Acaso no bastaban las
vallas dispersas por toda la ciudad, no bastaba
con encender el televisor o leer un periódico?
Dentro de aquellas dos casas se espesaba
el mismo caldo. Una visita al Museo de la
Inteligencia podía resultar sumamente indigesta.
Pero yo había entregado mi pasaporte
en la aduana habanera. Había regresado a
pesar de las advertencias sobre mi pronta
conversión en fantasma.
"Espere allá", me ordenó la mujer uniformada
después de comprobar los datos de
mi pasaporte.
La madrugada no era muy movida en
aquella terminal aérea. El resto de las cabinas
permanecía sin clientes. Gente de uniforme
entraba y salía de ellas como sonámbulos. Y
mientras yo aguardaba tras la línea amarilla
trazada en el piso, un oficial se metió en la
cabina donde me atenderían.
"¿Hasta cuándo vas a volver?", me soltó a
quemarropa.
Volver a Cuba, quiso decir.
Miré el rostro de la mujer.
"Hasta que ustedes lo permitan", balbuceé.
Él asintió.
La mujer puso el cuño, devolvió mi
pasaporte.
El cierre eléctrico de la puerta hizo su sonido
de chicharra, y otra vez pude considerarme
dentro de la fiesta vigilada.
A continuación pasé por el examen de los
libros. (No es que se encapricharan en mi caso,
simplemente tenían que obedecer a una lotería
de equipajes.)
"¿Por qué tantos?", preguntó el aduanero.
Debí explicarle entonces a qué me
dedicaba.
"Afuera se publica mucha novela de
cubanos".
Y el tipo siguió con su conversación.
En la terraza de la Unión de Escritores,
antigua residencia de un rico comerciante,
llovían las pequeñas flores atigradas.
"Desactivado", fue el diagnóstico de los dos
funcionarios. Para que meses más tarde, al
tratar de viajar a un encuentro internacional de
escritores, una joven oficial del Ministerio del
Interior viniese a anunciarme que no me otorgaban
el permiso de salida.
Se hallaba en restauración la casona donde
gestionar permisos. Las distintas colas se apiñaban
en un patio trasero. Bastaba con que un
viejo olvidara su puesto para animar un nido de
ciempiés. O no era necesario el viejo: dentro
de tanta confusión cualquiera equivocaba el
motivo que lo trajera hasta allí. (Reinaba la
inseguridad en cada solicitante y solo muy
raramente los empleados se dignaban a ofrecer
aclaraciones.)
Lo habían logrado bien aquellos oficiales,
los superiores de aquellos oficiales, y quienes
inventaran la obligatoriedad de un permiso para
cada cubano que intentase salir del país.
Lograban inocular en cada prófugo esta incertidumbre:
ni siquiera se era dueño de uno
mismo. Obligaban a pagar en dólares cualquier
cuota de libertad (fuese temporal o definitiva), y
el Ministerio del Interior se reservaba el derecho
de rechazar solicitudes.
Así que de ningún modo resultaba
injustificado el nerviosismo entre la gente
concentrada en aquel patio. La contigüidad de
tantos destinos promovía la locuacidad. Nos
apretábamos allí pero muy pronto, con suerte,
cada uno tomaría su avión y alcanzaríamos a
regarnos por el mundo. Dejaríamos atrás tanta
estrechez, olvidaríamos las mañanas gastadas
en trámites, el maltrato recibido de parte de las
autoridades.
Durante varios días me presenté en la
casona. (Un requisito cumplido provocaba la
necesidad de satisfacer otro más recóndito.
Después de obtener un sello de timbre se hacía
imprescindible determinada firma.) Hasta que
un mediodía creí llegada la buena ocasión. Me
hicieron pasar a una sala donde se apretaban
las mesas de varios oficiales.
Todos mujeres, la más joven de ellas me
indicó una silla baja. (Pude ver, al inclinarme,
que llevaba vendada una rodilla.) Ella colocó
dos dedos sobre mi identificación, y deslizó a
lo largo de la mesa aquella ficha de casino.
"Puede guardarla ya".
La mujer de la mesa contigua examinaba el
desenvolvimiento de su joven colega.
Quizás porque ésta se hallaba aún a
prueba.
En cualquier caso, supo desembuchar su
no. Y cuando pregunté el motivo debió hacer la
misma mueca que al recibir el golpe en la
rodilla.
"Usted lo sabe bien", fue su única
respuesta.
Echó una ojeada desdeñosa al visado
extranjero, cerró el pasaporte, lo aplastó con
dos dedos, e hizo que recorriera la mesa en
dirección mía.
Menciono, por último, un recurso tan
esperanzador como aquella ojeada suya al
visado: si me faltaba algo por comprender, si
acaso tenía alguna queja, podía dirigirme por
escrito al ministro del Interior.
"Debió ser éste el comedor de la casa",
pensé antes de abandonar la oficina.
Ya en la calle, revisé el pasaporte. Igual que
en mi expulsión de la Unión de Escritores, no
quedaba prueba escrita de que tuviese
prohibido salir del país.
También ahora cabía apelación por escrito.
Las instancias gubernamentales podían darse
el lujo de la oralidad, sus comunicaciones no
dejaban sombra. Los individuos, en cambio,
debíamos medir muy bien nuestras palabras,
ponerlas en papel. Las pruebas iban a parar a
manos de gente responsable, capaz de
administrar bien la memoria. Archiveros y oficiales
del Ministerio del Interior, por ejemplo.
Y fue debido a ello que una tarde reuní
fuerzas para presentarme en el Museo de la
Inteligencia, a pocas cuadras de La Maqueta de
La Habana.
"Vengo a saber lo que tienen sobre mí",
debí anunciar a la primera celadora.
Para enseguida aliviar su sorpresa:
"Me han acusado de pertenecer a una red
que opera desde el extranjero. Afirman que esa
red recibe mensualidades de la agencia de
inteligencia estadounidense. Me consideran
becario de la CIA o algo por el estilo, y he sido
desactivado de la Unión de Escritores."
Desactivado, ¿comprendía? Igual que un
mecanismo o un arma.
¿No tenían allí, en exposición, viejas minas
desactivadas, bombas que nunca llegaron a
explotar?
Claro que todavía nuestro Muro estaba en
pie. Que no dejaban de ampliarse los kilómetros
de expedientes secretos, y multitud de
chivatos redactaban aún sus composiciones.
Comprendía, por tanto, el azoro con que la
celadora escuchaba mi petición.
Se trataba de una petición prematura.
Digna de una Junta Gauck por existir.
Pero si andaba equivocado de tiempo, en
modo alguno me equivocaba de lugar, y era allí
donde resultaba pertinente una solicitud como
aquella. ¿Dónde mejor que en un paisaje tan
premonitorio del fin del régimen revolucionario?
Aunque, dejémonos de cuentos, mi llegada
al Museo de la Inteligencia no ocurrió así.
Guardaba la entrada una celadora. Reprimía
un bostezo en tanto contemplaba, más allá del
jardín, los árboles de la avenida. Yo venía a
tropezármela en plena digestión, cuando seguramente
calculaba las horas que faltaban para
marcharse a casa.
Cruzamos pocas frases, y no le comenté el
motivo de mi visita. Si algo tenía claro al entrar
allí, era que me haría pasar por extranjero.
Que el personal me tomara por uno de
esos simpatizantes a los que arroba la
revolución y viajan a Cuba para cumplir un viejo
sueño. De otro modo mi visita no sería creíble,
parecería alguien dispuesto a cometer
profanación, a soltar carcajadas ante una pieza.
(No solo se trataba de que, fantasma al fin, me
desvelase el protocolo. Sino que deseaba
examinar cierto paisaje al lado de la carretera
que llevaba lejos: lo mismo que George
Simmel. O buscaba un auto que me sacara a
tiempo de Alemania Oriental, aquel Alfa Romeo
que sirvió a sus vigilantes para bautizar a
Garton Ash.)
El Museo de la Inteligencia abría sus puertas
el día después. Yo venía de otro país.
Pagué en dólares el derecho de admisión.
Varias cabezas femeninas se asomaron al pasillo
y, en cuanto di unos pasos, dos de las
celadoras disolvieron su tertulia.
Aquel inmueble había sido antes mansión
familiar. (El vastísimo aparato estatal andaba
siempre hambriento de locales.) Retratos de
héroes del servicio secreto llenaban sus
paredes del mismo modo que imágenes de
antepasados cubrían la escalera principal de
un castillo.
Eran los mismos rostros que constaban en
sus expedientes. Pintados por alguna mano
versada en aumentar fotos.
Hileras e hileras de óleos tan inacabados
como sus existencias, muertos jóvenes en su
mayoría.
Cada sala del museo permitía un recorrido
desde las fuerzas coloniales hasta las
revolucionarias. A una policía ocupada en la
represión de manifestaciones callejeras replicaban,
a partir del triunfo de la revolución,
agentes policiales sumidos en academias,
personal desvelado por la suerte de una
viejecita.
No eran necesarios ya chorros de agua a
presión, porra, disparos. La calle, tal como
rezaba el lema, era de los revolucionarios.
Quienes formaran las manifestaciones callejeras
se habían pasado definitivamente al
campo de las fuerzas del orden. No cabían ya
demostraciones públicas, salvo las
organizadas oficialmente. Todos éramos
policías. Y no podía faltar alguna imagen que
relacionara la vigilancia de los comités de
vecinos con la del cuerpo uniformado,
articulación aceitadísima. Pues, tal como debí
sospechar desde el principio, la viejecita
apegada al agente no era más que una
soplona.
Entre los útiles prerrevolucionarios se
exhibían bastones y manoplas. Al pie de un
grupo de imágenes de cuerpos torturados
podía examinarse la panoplia del capitán
Segura. (La cigarrera forrada de piel humana
no habría desentonado allí.)
Las cárceles eran recordadas en lo mejor
de su horror. Para luego cobrar optimismo
mediante disposiciones del gobierno revolucionario:
reclusos en chequeos médicos y
estomatológicos, acogedores patios para
recibir visitas, aulas, terrenos deportivos,
teatro de aficionados, bibliotecas, talleres,
artesanía confeccionada por reclusas... Nada
de calabozos y celdas de castigo. Ninguna
memoria del paredón de fusilamiento adonde
se asomaba, desde palco propio, el
comandante Guevara.
Luego de las torturas, falsificaciones.
Billetes falsos de varias nacionalidades, falsas
tarjetas de crédito, una máquina de hacer
monedas. Y Dan, el perro pastor alemán
embalsamado.
Echado sobre sus cuartos traseros, el pelo
en buen estado de conservación, los ojos de
ratón aplastado en una ratonera, una tarja
contaba su biografía. Oriundo de Checoslovaquia
(el hombre que iba a manejarlo debió
viajar a Praga para un curso de
adiestramiento), Dan fue durante años el único
sabueso de la policía revolucionaria. Su
desempeño llegó a cubrir varias provincias.
De una de sus primeras actuaciones
quedaba este resumen: "El asesino reconoció
en la declaración su culpabilidad y se asombró
de la inteligencia del perro".
Y terminaba tristemente la biografía de un
animal tan útil: "Dan fue sacrificado a los diez
años, pero dejó una huella imperecedera, no
solo porque fue el primer perro que trabajó
para la Policía, sino por su docilidad, porte,
disciplina y capacidad en el trabajo, lo que lo
avaló para obtener numerosas condecoraciones
en distintas competencias nacionales".
La celadora a cargo de la sala compartía mi
admiración. "Él es nuestra mascota", dijo.
"¿Le habría gustado conocerlo en vida?"
Mi pregunta pareció sorprenderla.
"Sí, claro".
En Praga (yo lo había leído en Libuse
Moniková) funcionaba un museo no muy
distinto. Exhibían en él armas, una máquina de
falsificar billetes, obras de arte donadas a las
fuerzas de seguridad por los artistas. Pero la
pieza principal, la que más atraía al público, no
era otra que un perro embalsamado.
Pastor alemán también, presumiblemente
emparentado con Dan.
A todo el que visitaba el museo praguense
le exigían calzarse unas pantuflas de fieltro.
Cada uno de los recién llegados alegraba a la
mujer de la entrada (de contabilizar menos de
quince visitantes diarios clausurarían el local), y
ella recomendaba a todos la formidable pieza
de taxidermismo que constituía el perro héroe.
Mientras tanto, los únicos visitantes de la
jornada habanera éramos una pareja de
verdaderos extranjeros y yo.
Luego de las torturas, falsificaciones.
Billetes falsos de varias nacionalidades,
falsas tarjetas de crédito, una máquina de
hacer monedas. Y Dan, el perro pastor
alemán embalsamado.
Echado sobre sus cuartos traseros, el
pelo en buen estado de conservación, los
ojos de ratón aplastado en una ratonera,
una tarja contaba su biografía. Oriundo de
Checoslovaquia (el hombre que iba a
manejarlo debió viajar a Praga para un
curso de adiestramiento), Dan fue durante
años el único sabueso de la policía
revolucionaria. Su desempeño llegó a
cubrir varias provincias.
De una de sus primeras actuaciones
quedaba este resumen: "El asesino
reconoció en la declaración su
culpabilidad y se asombró de la
inteligencia del perro".
Y terminaba tristemente la biografía de
un animal tan útil: "Dan fue sacrificado a
los diez años, pero dejó una huella
imperecedera, no solo porque fue el
primer perro que trabajó para la Policía,
sino por su docilidad, porte, disciplina y
capacidad en el trabajo, lo que lo avaló
para obtener numerosas condecoraciones
en distintas competencias nacionales".
La celadora a cargo de la sala
compartía mi admiración. "Él es nuestra
mascota", dijo.
"¿Le habría gustado conocerlo en
vida?"
Mi pregunta pareció sorprenderla.
"Sí, claro".
En Praga (yo lo había leído en Libuse
Moniková) funcionaba un museo no muy
distinto. Exhibían en él armas, una
máquina de falsificar billetes, obras de
arte donadas a las fuerzas de seguridad
por los artistas. Pero la pieza principal, la
que más atraía al público, no era otra que
un perro embalsamado.
Pastor alemán también,
presumiblemente emparentado con Dan.
A todo el que visitaba el museo
praguense le exigían calzarse unas
pantuflas de fieltro. Cada uno de los recién
llegados alegraba a la mujer de la entrada
(de contabilizar menos de quince
visitantes diarios clausurarían el local), y
ella recomendaba a todos la formidable
pieza de taxidermismo que constituía el
perro héroe
Un sendero de jardín llevaba al segundo de
los edificios, dedicado al trabajo de la policía
secreta.
Aún cuando el piso de la entrada permanecía
húmedo, la auxiliar de limpieza me
pidió que pasara. Adentro abundaban las armas
y la propaganda arrebatada a comandos contrarrevolucionarios.
"Por la verdadera revolución", rezaban unos
bonos. "Cuba sí, comunismo no", otros.
Buena parte de los símbolos de las fuerzas
revolucionarias eran utilizados por contrincantes
salidos de sus filas. Llovían, por tanto,
las descalificaciones.
La imagen de un guerrillero contrarrevolucionario
con los brazos en alto era
explicada en tono humorístico: "Bandido en el
mejor momento de su fracasada insurgencia".
Las vitrinas guardaban falsos pasaportes y
visados falsos. Británicos, canadienses,
colombianos, cubanos... La historia del país
podía ser contada a través de sus documentos
migratorios: un pasaporte colonial, uno
republicano, y el pasaporte actual, revolucionario.
Exhibían visas cubanas de las tres épocas.
Pero ni rastro del permiso de salida. Tal vez
porque, al no poseer antecedente en la etapa
colonial ni en la republicana, saltaría a la vista
su novedad carcelaria. (Puestos a procurarle
parentela, habría que remontarse a siglos
anteriores, a las cartas de liberación de
esclavos.)
Las salas de aquella última edificación
declaraban que los cuerpos cubanos de seguridad
combatían a cuanto peligro viniera a
introducirse en el país. Velaban el sueño de los
ciudadanos, de ningún modo sus vigilias. En
todo aquel museo no podría hallarse indicio
alguno que permitiera sospechar de un sistema
de escucha telefónica o de un Cabinet Noir.
(Durante el reinado de Luis XV, una oficina bajo
ese nombre empleaba a 22 miembros que
seleccionaban las cartas a leer, sacaban un
molde del sello, transcribían los contenidos y
volvían a sellarlas.)
A juzgar por lo expuesto en el Museo de la
Inteligencia, los expedientes secretos no
existían. La tarde pasada en el apartamento
berlinés de G (para no hablar del libro de
Timothy Garton Ash y de mi entrevista con la
joven oficial de rodilla vendada) debió despertarme
aprensiones infundadas.
Se trataba, igual que en la novela habanera
de Graham Greene, de falso espionaje. Aquello
no era más que un juego.
"¿Desea firmar nuestro Libro de
Visitantes?", propuso la misma celadora que
me recibiera.
En las páginas del álbum cabían dibujos de
banderas, apuntes para un retrato de Ernesto
Guevara, consignas aprendidas al paso de los
autos de turismo. La inscripción más reciente,
hecha por la pareja de extranjeros, hablaba
acerca de lo onírico de la revolución. Según
ellos, los cubanos tenían la generosidad de
soñar ese sueño por gente de otras latitudes.
Cerré el pesado volumen, logré escabullirme
sin escribir nada en él. Abandoné el
sitio con la certeza de que, aún cuando
existiera, nunca llegaría a hojear el expediente
donde me investigaban.
Y no (siendo optimista) porque fuese a
faltar a la cita, sino por una noticia sorprendida
en las últimas páginas de The File. A Personal
History.
Allí contaba Timothy Garton Ash cómo
había compactado en un archivo de
computadora las trescientas y tantas páginas
de la carpeta obtenida gracias a la Junta Gauck.
Ese montón de jornadas y de informes
reducido a tamaño de bolsillo me llevó a
suponer cuán útil habría sido para los oficiales
de la Stasi (pienso sobre todo en el propietario
de la trituradora) el contar con archivos
digitalizados que, a un simple golpe de tecla,
desaparecieran sin dejar rastro.
Y de ahí no me cuesta mucho saltar a los
colegas cubanos de aquellos oficiales, alumnos
suyos tal vez, quién sabe con cuánto tiempo
aún para trasvasar a soporte de fácil
escamoteo toda la información que compilaran.
A n t o n i o J o s é P o n t e
L a H a b a n a •64
Un sendero de jardín llevaba al segundo de
los edificios, dedicado al trabajo de la policía
secreta.
Aún cuando el piso de la entrada
permanecía húmedo, la auxiliar de limpieza me
pidió que pasara. Adentro abundaban las armas
y la propaganda arrebatada a comandos
contrarrevolucionarios.
"Por la verdadera revolución", rezaban unos
bonos. "Cuba sí, comunismo no", otros.
Buena parte de los símbolos de las fuerzas
revolucionarias eran utilizados por
contrincantes salidos de sus filas. Llovían, por
tanto, las descalificaciones.
La imagen de un guerrillero
contrarrevolucionario con los brazos en alto era
explicada en tono humorístico: "Bandido en el
mejor momento de su fracasada insurgencia".
Las vitrinas guardaban falsos pasaportes y
visados falsos. Británicos, canadienses,
colombianos, cubanos... La historia del país
podía ser contada a través de sus documentos
migratorios: un pasaporte colonial, uno
republicano, y el pasaporte actual,
revolucionario.
Exhibían visas cubanas de las tres épocas.
Pero ni rastro del permiso de salida. Tal vez
porque, al no poseer antecedente en la etapa
colonial ni en la republicana, saltaría a la vista
su novedad carcelaria. (Puestos a procurarle
parentela, habría que remontarse a siglos
anteriores, a las cartas de liberación de
esclavos.)
Las salas de aquella última edificación
declaraban que los cuerpos cubanos de
seguridad combatían a cuanto peligro viniera a
introducirse en el país. Velaban el sueño de los
ciudadanos, de ningún modo sus vigilias. En
todo aquel museo no podría hallarse indicio
alguno que permitiera sospechar de un sistema
de escucha telefónica o de un Cabinet Noir.
(Durante el reinado de Luis XV, una oficina bajo
ese nombre empleaba a 22 miembros que
seleccionaban las cartas a leer, sacaban un
molde del sello, transcribían los contenidos y
volvían a sellarlas.)
A juzgar por lo expuesto en el Museo de la
Inteligencia, los expedientes secretos no
existían. La tarde pasada en el apartamento
berlinés de G (para no hablar del libro de
Timothy Garton Ash y de mi entrevista con la
joven oficial de rodilla vendada) debió
despertarme aprensiones infundadas.
Se trataba, igual que en la novela habanera
de Graham Greene, de falso espionaje. Aquello
no era más que un juego.
"¿Desea firmar nuestro Libro de
Visitantes?", propuso la misma celadora que
me recibiera.
En las páginas del álbum cabían dibujos de
banderas, apuntes para un retrato de Ernesto
Guevara, consignas aprendidas al paso de los
autos de turismo. La inscripción más reciente,
hecha por la pareja de extranjeros, hablaba
acerca de lo onírico de la revolución. Según
ellos, los cubanos tenían la generosidad de
soñar ese sueño por gente de otras latitudes.
Cerré el pesado volumen, logré
escabullirme sin escribir nada en él. Abandoné
el sitio con la certeza de que, aún cuando
existiera, nunca llegaría a hojear el expediente
donde me investigaban.
Y no (siendo optimista) porque fuese a
faltar a la cita, sino por una noticia sorprendida
en las últimas páginas de The File. A Personal
History.
Allí contaba Timothy Garton Ash como
había compactado en un archivo de
computadora las trescientas y tantas páginas
de la carpeta obtenida gracias a la Junta Gauck.
Ese montón de jornadas y de informes
reducido a tamaño de bolsillo me llevó a
suponer cuán útil habría sido para los oficiales
de la Stasi (pienso sobre todo en el propietario
de la trituradora) el contar con archivos
digitalizados que, a un simple golpe de tecla,
desaparecieran sin dejar rastro.
Y de ahí no me cuesta mucho saltar a los
colegas cubanos de aquellos oficiales, alumnos
suyos tal vez, quién sabe con cuánto tiempo
aún para trasvasar a soporte de fácil
escamoteo toda la información que compilaran.
A n t o n i o J o s é P o n t e
L a H a b a n a •64
félix de azúa trenes
En sus dos últimas películas, Clint
Eastwood da una visión asaz convincente del
asalto a la isla de Iwo Jima, decisivo para el
final de la campaña del Pacífico. Lo expone
desde ambos lados, el americano y el japonés.
Al parecer, aun cuando la crítica ha sido
elogiosa, el relato no ha logrado el éxito entre
el público de los EE.UU. Tengo para mí que
una de las causas del escaso entusiasmo
popular es que el protagonista de la primera
parte sea un camillero y el de la segunda un
soldado nipón sin ímpetu combativo, cuya
vida está ligada a la del comandante de la
plaza, un general excesivamente inteligente
como para provocar la simpatía de las masas.
Las películas de guerra habituales, las
que buscan el embeleso populista, no pueden
apartarse del sentimentalismo pequeño burgués
(antes, "cursilería"), como esos soldados
Ryan de Spielberg o esas milicianas de Loach
cuya presencia hurga con dedos codiciosos
en nuestro corazón. Para el actual convencionalismo,
la guerra sólo es digerible mediante
una infusión simple y epidérmica, como de
novela rosa ideológica. Sin embargo, Eastwood
ha intentado excavar un poco más. Su
primera parte, la mejor de las dos, creo yo, ve
la contienda desde el punto de vista de un
camillero, ese desconocido.
Precisamente el cine nos ha habituado a
creer que en las guerras todo lo deciden los
políticos, los oficiales y los soldados, mentira
tan portentosa como creer que en las
democracias todo lo deciden los votantes. El
camillero de Eastwood es una pieza clave,
pero oculta, del combate. Con todo conocimiento,
el alto mando japonés había ordenado
matar en primer lugar a los camilleros
porque cada baja de ese cuerpo suponía la
muerte de cientos de heridos cuya agonía en
el campo de batalla desmoralizaba a los
supervivientes. Un buen servicio médico era
esencial en la guerra convencional, e imagino
que aún lo sigue siendo. Saber que si caes
con un tiro en el estómago no vas a morir
como un perro, adivino que da fuerzas para
seguir avanzando.
El segundo elemento oculto en la
imagen sentimental de la guerra es la intendencia
y el transporte. En la mayor parte de
las actuales cintas bélicas, por no decir en
todas, los soldados se alimentan de aire,
reciben el correo de manos de los ángeles y
han llegado al frente caídos de una nube. Sin
embargo, era la buena organización de esos
elementos lo que decidía una victoria o una
derrota. En sus recuerdos sobre la Primera
Guerra Mundial, el mariscal Ludendorff, una
de las lumbreras del Alto Estado Mayor
alemán, se lamentaba amargamente: "La
victoria francesa de 1918 fue la victoria del
camión francés sobre el tren alemán". Contra
lo que pueda parecer, la progresiva tecnificación
de los combates hasta llegar a las
actuales guerras robóticas comenzó no hace
tantos años.
Una escueta exposición del Museo del
Ejército francés, en los Inválidos, presenta la
historia de ese cuerpo casi desconocido,
l'Arme du Train (cuya traducción al español
será, quizás, ¿el Arma de Transportes?) y en
ella se constata que apenas tiene doscientos
años. Su fundación, ¡cómo no!, fue otra
iniciativa napoleónica. En 1807, el emperador
creó el primer Train d'equipages militaires.
Hasta esa fecha los soldados comían según
las contratas privadas de cada batallón,
estaban a merced del placer o el negocio de
los jefes, al azar de los mercaderes que se
arriesgaran a seguir a los soldados o de las
mujeres que les acompañaran. Apenas puede
hablarse de evacuación o cuidado de los
heridos tras cada batalla, porque se
improvisaba. Una de las causas de las continuas
victorias napoleónicas fue justamente
que ningún otro ejército contaba entonces
con ese servicio ejemplar, tan heroico como
la infantería, capaz de auxiliar a los caídos y
trasladarlos a lugar seguro.
No es casual que l'Arme du Train ganara
su primera águila durante la guerra de
España, en 1812. Hay que imaginar las
campañas por los bosques, las sierras y los
peñascales españoles, en pasos de montaña
apenas transitables, con una orografía sólo
comparable a la balcánica y por allí, serpenteando,
las reatas de mulas y caballos
cargados de alimento, munición, agua, mantas,
medicinas, en fin, lo imprescindible para
que las columnas avanzaran más rápidas que
el enemigo. ¡Y con qué esfuerzo!
En la exposición figura una de las
monturas en las que se evacuaba a los
heridos: es una silla con estructura de hierro y
dos estrechos asientos dotados de estribo
(cacolets) que cuelgan a modo de alforjas.
Pesaban 150 kilos y hay que pensar en
aquellas mulillas y en su conductor cargando
con la pareja de muchachos maltrechos,
trotando por los estrechos pasos de Despeñaperros
o de Sierra Morena, para figurarse una
guerra enteramente distinta de la habitual. Por
cierto que esas mulas sí aparecen en la
reciente película de Rachid Bouracheb,
Indigènes, en la que arremete contra el
ejército francés por el racismo con que trató a
sus soldados magrebíes y senegaleses.
La evolución del Train fue rapidísima. Si
avistamos la Primera Guerra Mundial nos
aparece un bosque de 180.000 conductores,
140.000 animales (las llamadas unidades "hipomóviles")
y 97.000 vehículos (las "automóviles").
Se dice que uno de los motivos por
los que la guerra quedó estancada en la
espantosa carnicería de las trincheras, con
millones de bajas por ambos lados y sin que
el frente se moviera un centímetro durante
años, fue el efecto de una movilización
rapidísima y el apabullante desconcierto de
los generales incapaces de hacer nada de
provecho con un utensilio mil veces superior
a sus capacidades.
¿Cómo puede ser tan escasa la información
y casi inexistente la imagen cinematográfica
o literaria de tan enorme máquina
técnica y humana? Los conductores por
supuesto también disparaban, y tenían que
entrar en lo más duro de los combates porque
allí era donde recogían a los heridos para
evacuarlos. Todavía en la Segunda Guerra
Mundial (recuérdense las imágenes de la
liberación de Italia) a los heridos se les
evacuaba en mulas cuando los combates se
daban a campo abierto o en ciudades intransitables
por la devastación de los bombardeos.
Ciertamente, la historia de esta arma se
hace menos fascinante a medida que la
tecnificación va dando mayor importancia a la
máquina que al tiro de sangre, o a la vieja
camioneta atoldada y conducida a toda
velocidad por un as cubierto con casco de
cuero, mientras el copiloto vacía su pistola
contra un biplano que les ametralla desde el
aire. En nuestros días la unidad estelar del
arma se llama "vehículo de transporte
logístico" y es una colosal plataforma sobre la
que se trasladan unidades blindadas que no
pueden llevarse por aire. Unos monstruos a
cuyo lado las mulillas semejan señoritas con
sombrero de velo y botines de corchete.
El camillero de Eastwood es un punto de
vista novedoso en la imagen de la guerra
moderna. Es cierto que no puede emocionar a
las masas con la misma intensidad que el
héroe romántico y sentimental de las cintas
patrioteras, pero libera de la abusiva presencia
del soldado valiente o cobarde, víctima
o verdugo, cínico o angélico, que oculta con
su rostro la presencia de un orden racional y
técnico en la batalla.
Porque lo que propone la mistificación
romántica, sentimental y nacionalista es hacernos
creer que la guerra trae consigo una
experiencia salvadora, individual, subjetiva, sin
relación con la red de metros de una ciudad,
el abastecimiento de los mercados, el circuito
de carreteras en fin de semana, el conjunto
hospitalario de una nación o la logística de la
mercancía. Sin embargo, como todos sabemos,
la guerra es tan sólo la política llevada a
su verdad radical. Una verdad tan dura de
soportar que a veces descansamos de ella
durante decenios mediante esa argucia teatral
y litúrgica que llamamos "tiempo de paz", y
que consiste en simular que no hay bajas.
F é l i xDeAzúa
Barcelona•44
ricardo piglia la consecuencia (7)
Poco después, entre agosto y octubre de
1958, Guevara vive –y narra mientras vive– la
primera experiencia de lo que podríamos
llamar el ascetismo guerrillero, la capacidad
de sacrificio, y de ella saca una conclusión
que lo va a marcar en toda su experiencia
futura. En esos meses, es el comandante de
la Octava Columna, de 140 hombres, y recorre
medio país, va desde Sierra Maestra hasta la
provincia de Las Villas, en una caminata muy
dificultosa, con el sistema clásico de
esconderse y escapar y marchar incesantemente.
Ante la dificultad del avance,
Guevara registra en su diario un hecho que
después no aparece en la reescritura de los
Pasajes de la guerra revolucionaria. Dice así:
"La tropa está quebrantada moralmente,
famélica, los pies ensangrentados y tan hinchados
que ya no entran en lo que les resta
de calzado. Están a punto de derrumbarse.
Sólo en las profundidades de sus órbitas
aparece una débil y minúscula luz que brilla en
medio de la desolación".
Parece un apunte de Tolstói, y a la vez se
encuentra en la escena algo que se repetirá
luego: el sacrificio y el exceso, la ruptura del
límite como condición de la subjetividad
política. La imagen anticipa la experiencia en
Bolivia pero concluye de otra manera, y toda
la diferencia consiste en las condiciones políticas
que hay en Cuba, la debilidad de Batista,
la crisis de la hegemonía que decide la política,
como diría Gramsci. Pero Guevara parece
borrar las condiciones políticas específicas
para quedarse con el momento de la decisión
pura como condición de la política.
Están ahí, hambrientos, los guerrilleros en
el monte, tratando de avanzar de cualquier
modo, y Guevara dice: "Sólo al imperio de
insultos, ruegos y exabruptos de todo tipo
podía hacer caminar a esa gente exhausta".
Él está con ellos, en la misma situación
que ellos, exhausto, pero a la vez está afuera,
los impulsa y los guía. "Los jefes deben constantemente
ofrecer el ejemplo de una vida
cristalina y sacrificada", escribirá en 1961 en
La guerra de guerrillas.
Aparece ahí por primera vez la idea de la
construcción de una ética del sacrificio con el
modelo de la guerrilla, la construcción de una
subjetividad nueva. Y es lo que parece haber
quedado como condición de la victoria y de la
formación de un cuadro político.
No sé hasta dónde podemos integrar esta
idea en el marco de la tradición popular. Esa
tradición está en la ética de Brecht, Me-ti. El
Poco después, entre agosto y octubre de
1958, Guevara vive –y narra mientras vive– la
primera experiencia de lo que podríamos
llamar el ascetismo guerrillero, la capacidad
de sacrificio, y de ella saca una conclusión
que lo va a marcar en toda su experiencia
futura. En esos meses, es el comandante de
la Octava Columna, de 140 hombres, y recorre
medio país, va desde Sierra Maestra hasta la
provincia de Las Villas, en una caminata muy
dificultosa, con el sistema clásico de
esconderse y escapar y marchar incesantemente.
Ante la dificultad del avance,
Guevara registra en su diario un hecho que
después no aparece en la reescritura de los
Pasajes de la guerra revolucionaria. Dice así:
"La tropa está quebrantada moralmente,
famélica, los pies ensangrentados y tan hinchados
que ya no entran en lo que les resta
de calzado. Están a punto de derrumbarse.
Sólo en las profundidades de sus órbitas
aparece una débil y minúscula luz que brilla en
medio de la desolación".
Parece un apunte de Tolstói, y a la vez se
encuentra en la escena algo que se repetirá
luego: el sacrificio y el exceso, la ruptura del
límite como condición de la subjetividad
política. La imagen anticipa la experiencia en
Bolivia pero concluye de otra manera, y toda
la diferencia consiste en las condiciones políticas
que hay en Cuba, la debilidad de Batista,
la crisis de la hegemonía que decide la política,
como diría Gramsci. Pero Guevara parece
borrar las condiciones políticas específicas
para quedarse con el momento de la decisión
pura como condición de la política.
Están ahí, hambrientos, los guerrilleros en
el monte, tratando de avanzar de cualquier
modo, y Guevara dice: "Sólo al imperio de
insultos, ruegos y exabruptos de todo tipo
podía hacer caminar a esa gente exhausta".
Él está con ellos, en la misma situación
que ellos, exhausto, pero a la vez está afuera,
los impulsa y los guía. "Los jefes deben constantemente
ofrecer el ejemplo de una vida
cristalina y sacrificada", escribirá en 1961 en
La guerra de guerrillas.
Aparece ahí por primera vez la idea de la
construcción de una ética del sacrificio con el
modelo de la guerrilla, la construcción de una
subjetividad nueva. Y es lo que parece haber
quedado como condición de la victoria y de la
formación de un cuadro político.
No sé hasta dónde podemos integrar esta
idea en el marco de la tradición popular. Esa
tradición está en la ética de Brecht, Me-ti. El
libro de las mutaciones. Se trata de una ética
de las clases subalternas que implica negociar,
romper la negociación, hacer alianzas,
abrir el juego, cerrarlo. Gramsci, obviamente,
podría ser otro ejemplo de esa estrategia de
acumulación. Se parte de la distinción entre
amigo y enemigo como condición de la política,
pero esa oposición es muy fluida y se modifica
según la coyuntura. La noción de
enemigo es la clave: cuáles son sus fisuras,
cómo fragmentarlo y con quién, cómo construir
el consenso, cuáles son las relaciones de
fuerza y la conciencia posible.
Podría decirse que Guevara piensa al
revés: primero decide la táctica y luego
adapta las condiciones a esa táctica. Define
quién es el amigo, con quién construye el
núcleo guerrillero, cómo se prepara (y esa es
la base de su libro La guerra de guerrillas).
Guevara tiende a pensar al grupo propio, más
que en términos de clase, casi como una
secta, un círculo de iniciados del que debe
estar excluida cualquier ambigüedad. En ese
sentido, su política tiende a ver al enemigo
como un grupo homogéneo y sin matices, y a
los amigos como un grupo siempre en
transformación, que corre el riesgo de abdicar
o de ser captado o infiltrado. En el grupo de
amigos entrevé la figura encubierta del
enemigo, lo que va a generar esa tradición
terrible del guevarismo que se va a repetir en
casi todas las experiencias posteriores, la
vigilancia continua, la tendencia a descubrir al
traidor en el débil, en el que vacila en el
interior del propio grupo. Guevara mismo
hace una anotación sobre el tema en La
guerra de guerrillas: "En la jerga nuestra, en la
guerra pasada, se llamaba ´cara de cerdo´ a
la cara de angustia que presentaba algún
amedrentado".
La noción del amigo como el que
potencialmente puede desertar y traicionar es
el resultado extremo de la propia teoría (y ya
sabemos cuáles han sido las consecuencias).
El ejemplo más conocido quizá es el fusilamiento
del poeta Roque Dalton en El Salvador
por sus propios compañeros de la guerrilla,
pero hay muchos otros.
La política se vuelve una práctica hacia el
interior del propio grupo, a través de la desconfianza,
las acusaciones, las medidas discolinarias.
No hay nunca política de alianzas. En
todo caso, la posibilidad de las alianzas está
definida por la desconfianza y la sombra de la
traición.
En este sentido hay dos momentos centrales
en la experiencia de Guevara, uno al
comienzo y otro al final de su vida política. El
primero, en su primera experiencia de lucha
en Cuba. En Pasajes de la guerra revolucionaria,
cuando Guevara narra su bautismo
de fuego en Alegría del Pío, en el desembarco
del Granma, culpa a un traidor del ataque del
ejército que casi le cuesta la vida: "No necesitaron
los guardias de Batista el auxilio de
pesquisas indirectas, pues nuestro guía,
según nos enteramos años después, fue el
autor principal de la traición, llevándolos hasta
nosotros". Esta es su primera experiencia de
lucha en Cuba y algo parecido ocurre al final,
en la última anotación del Diario en Bolivia,
cuando registra el encuentro inesperado con
la vieja campesina que está "pastoreando sus
chivas" y tienen que sobornarla para que no
los delate: "A las 17.30, Inti, Aníbal y Pablito
fueron a la casa de la vieja que tiene una hija
postrada y medio enana; se le dieron 50
pesos con el encargo de que no fuera a hablar
ni una palabra, pero con pocas esperanzas de
que cumpla, a pesar de sus promesas".
La categoría básica de la política para Carl
Schmitt (y también para Mao Tse-tung), la
distinción entre amigo y enemigo, se disuelve
para Guevara, el enemigo es fijo y está
definido. La categoría del amigo es más fluida
y ahí se aplica la política. La única garantía de
que la categoría de amigo persista es el
sacrificio absoluto y la muerte. Porque,
paradójicamente, esta experiencia de aislamiento,
de rigor, de vigilancia y sacrificio
personal, tiene como resultado, según Guevara,
la construcción de una conciencia nueva.
El mejor es el más fiel y el más sacrificado. El
Che plantea una relación, nunca probada,
entre ascetismo y conciencia política. El sacrificio
y la intransigencia no garantizan la eficacia,
y la vigilancia no se debe confundir con la
política; cuando se confunde hemos pasado a
una práctica de control. La guerrilla funciona
como un estado microscópico que vive siempre
en estado de excepción.
Básicamente, es un sistema para formar
sujetos políticos capaces de reproducir esa
estructura. Porque el revés, la contrarréplica
de la traición –obviamente–, es el heroísmo
absoluto. La garantía de que no habrá traición
es la fidelidad total y la muerte. Pobres de los
pueblos que necesitan héroes, decía Brecht. Y
aquí, en esta microsociedad que es la guerrilla,
se trata de producir automáticamente al
sujeto como héroe, en una construcción
directa, sin pasos previos.
En cada uno de los enfrentamientos, Guevara
forma un pelotón de vanguardia, una
especie de pelotón suicida que enfrenta al
grupo que lo está hostigando en las primeras
escaramuzas. Sobre esta práctica Guevara
escribe en su diario de la época de Sierra
Maestra: "Es un ejemplo de moral revolucionaria,
porque ahí solamente iban voluntarios
escogidos. Sin embargo, cada vez que un
hombre moría, y eso ocurría en cada
combate, al hacerse la designación del nuevo
aspirante, los desechados realizaban escenas
de dolor que llegaban hasta el llanto. Es
curioso ver a los curtidos y nobles guerreros
mostrando su juventud en el despecho de una
lágrima, pero por no tener el honor de estar
en el primer lugar de combate y de muerte".
Podría decirse que aquí hay un exceso en la
representación de la fidelidad, una exhibición
opuesta a "la cara de cerdo" del amilanado.
La experiencia que Guevara hace en Cuba
le va a servir como modelo para definir la
experiencia de la guerrilla, sea donde sea que
se realice. En un sentido, podríamos decir que
el triunfo de la revolución cubana es un
acontecimiento absolutamente extraordinario,
que se da en condiciones únicas. De ella
infiere una hipótesis política general, que
aplica en cualquier situación y sobre la cual va
a forjar modelos de construcción de la
subjetividad y de una nueva ética.
Apenas termina la experiencia en Cuba,
define las características del guerrillero, la
idea del pequeño grupo que funciona por
fuera de la sociedad y que es capaz de
afrontar cualquier situación. Un grupo de élite
que parece vivir en el futuro.
Es notable la metafórica cristiana del
sacrificio que acompaña este tipo de construcción
política. El propio Guevara dice en la
primera página de La guerra de guerrillas: "El
guerrillero como elemento consciente de la
van-guardia popular debe tener una conducta
moral que lo acredite como verdadero sacerdote
de la reforma que pretende. A la austeridad
obligada por difíciles condiciones de la
guerra debe sumar la austeridad nacida de un
rígido autocontrol que impida un solo exceso,
un solo desliz, en ocasión en que las
circunstancias pudieran permitirlo". El guerrillero
"debe ser un asceta".
En definitiva, el modelo de la ética que se
busca es la del cristianismo primitivo. Ahí
aparecen algunos elementos que quizá nos
permitan pensar qué tipo de concepción de la
política está implícita en la idea de un
pequeño grupo capaz de producir una revolución
en condiciones absolutamente adversas.
Es imposible, por ejemplo, imaginar peores
condiciones objetivas que las que
encuentra cuando va al Congo: no conoce la
lengua y la gente con la que trabaja tiene
creencias y nociones de cómo debe ser un
guerrero que Guevara nunca termina de
entender.
Y lo mismo le ocurre en Bolivia, aunque
allí la situación política le resulta más conocida.
Pero apenas llega, todo se complica,
está aislado, sin contactos, y empieza a imaginar
que se van a convertir en una especie de
grupo que sobrevive hasta fortalecerse, una
especie de escuela de cuadros, destinada a
crear sujetos nuevos casi por descarte. "De
mil, cien; de cien, diez; de diez, tres", dice en
una frase impresionante, que muestra la
matemática fatídica que rige en el grupo.
Por supuesto, Guevara no propone nada
que no haga él mismo. No es un burócrata, no
manda a los demás a hacer lo que él sostiene.
Esta es una diferencia esencial, la diferencia
que lo ha convertido en lo que es. Él que paga
con su vida la fidelidad con lo que piensa. Es
similar a la experiencia de los anarquistas del
siglo XIX, cuando tratan de reproducir la
sociedad futura en su experiencia personal.
Viven modestamente, reparten lo que tienen,
se sacrifican, definen una nueva relación con
el cuerpo, una nueva moral sexual, un tipo de
alimentación. Se proponen como ejemplo de
una nueva forma de vida.
Se trata de una posición extrema en todo
sentido. Y si volvemos a la noción de experiencia
de Benjamin en "El narrador", podríamos
decir que Guevara es la experiencia
misma y a la vez la soledad intransferible de la
experiencia. Es el que quema su vida en la
llama de la experiencia y hace de la política y
de la guerra el centro de esa construcción. Y
lo que propone como ejemplo, lo que transmite
como experiencia, es su propia vida.
Paralelamente persiste en Guevara lo que
he llamado la figura del lector. El que está
aislado, el sedentario en medio de la marcha
de la historia, contrapuesto al político. El
lector como el que persevera, sosegado, en el
desciframiento de los signos. El que construye
el sentido en el aislamiento y en la soledad.
Fuera de cualquier contexto, en medio de
cualquier situación, por la fuerza de su propia
determinación. Intransigente, pedagogo de sí
permitan pensar qué tipo de concepción de la
política está implícita en la idea de un
pequeño grupo capaz de producir una revolución
en condiciones absolutamente adversas.
Es imposible, por ejemplo, imaginar peores
condiciones objetivas que las que
encuentra cuando va al Congo: no conoce la
lengua y la gente con la que trabaja tiene
creencias y nociones de cómo debe ser un
guerrero que Guevara nunca termina de
entender.
Y lo mismo le ocurre en Bolivia, aunque
allí la situación política le resulta más conocida.
Pero apenas llega, todo se complica,
está aislado, sin contactos, y empieza a imaginar
que se van a convertir en una especie de
grupo que sobrevive hasta fortalecerse, una
especie de escuela de cuadros, destinada a
crear sujetos nuevos casi por descarte. "De
mil, cien; de cien, diez; de diez, tres", dice en
una frase impresionante, que muestra la
matemática fatídica que rige en el grupo.
Por supuesto, Guevara no propone nada
que no haga él mismo. No es un burócrata, no
manda a los demás a hacer lo que él sostiene.
Esta es una diferencia esencial, la diferencia
que lo ha convertido en lo que es. Él que paga
con su vida la fidelidad con lo que piensa. Es
similar a la experiencia de los anarquistas del
siglo XIX, cuando tratan de reproducir la
sociedad futura en su experiencia personal.
Viven modestamente, reparten lo que tienen,
se sacrifican, definen una nueva relación con
el cuerpo, una nueva moral sexual, un tipo de
alimentación. Se proponen como ejemplo de
una nueva forma de vida.
Se trata de una posición extrema en todo
sentido. Y si volvemos a la noción de
experien-cia de Benjamin en "El narrador",
podríamos decir que Guevara es la
experiencia misma y a la vez la soledad
intransferible de la experien-cia. Es el que
quema su vida en la llama de la experiencia y
hace de la política y de la guerra el centro de
esa construcción. Y lo que propone como
ejemplo, lo que transmite co-mo experiencia,
es su propia vida.
Paralelamente persiste en Guevara lo que
he llamado la figura del lector. El que está
aislado, el sedentario en medio de la marcha
de la historia, contrapuesto al político. El
lector como el que persevera, sosegado, en el
desciframiento de los signos. El que construye
el sentido en el aislamiento y en la soledad.
Fuera de cualquier contexto, en medio de
cualquier situación, por la fuerza de su propias
mismo y de todos, no pierde nunca la convicción
absoluta de la verdad que ha descifrado.
Una figura extrema del intelectual
como representante puro de la construcción
del sentido (o de cierto modo de construir el
sentido, en todo caso).
Y en el final de Guevara las dos figuras se
unen otra vez, porque están juntas desde el
comienzo. Hay una escena que funciona casi
como una alegoría: antes de ser asesinado,
Guevara pasa la noche previa en la escuelita
de La Higuera. La única que tiene con él una
actitud caritativa es la maestra del lugar, Julia
Cortés, que le lleva un plato de guiso que está
cocinando la madre. Cuando entra, está el
Che tirado, herido, en el piso del aula.
Entonces –y esto es lo último que dice
Guevara, sus últimas palabras–, Guevara le
señala a la maestra una frase que está escrita
en la pizarra y le dice que está mal escrita,
que tiene un error. Él, con su énfasis en la
perfección, le dice: "Le falta el acento". Hace
esta pequeña recomendación a la maestra. La
pedagogía siempre, hasta el último momento.
La frase (escrita en la pizarra de la
escuelita de La Higuera) es "Yo sé leer". Que
sea ésa la frase, que al final de su vida lo
último que registre sea una frase que tiene
que ver con la lectura, es como un oráculo,
una cristalización casi perfecta.
Murió con dignidad, como el personaje
del cuento de London. O, mejor, murió con
dignidad, como un personaje de una novela
de educación perdido en la historia.
RicardoPiglia
BuenosAires•40
pedro juan gutiérrez los hierros del muerto
Un cáncer lo pudrió por dentro y lo mató
en pocos meses. Tenía apenas 32 años y le
decían Santico, pero era un diablo hijo de
puta. Vendía aguacates, mangos, cebollas,
cualquier cosa, en un carrito de dos ruedas.
Con eso sacaba unos pesos todos los días
para gastarlos en mujeres, ron y tabacos.
Danais, su mujer, tenía 20 años, y era
linda. Una mulata preciosa. Se enamoró
perdidamente de Santico. Cuando él murió,
casi enloquece. Eran 13 personas, entre
negros, mulatos y jabaos, viviendo en el
mismo cuarto. Ahora tuvieron un poco más de
tranquilidad, porque Santico llegaba borracho
a cualquier hora de la madrugada y golpeaba
a Danais primero para templársela después.
Le gustaba verla llorando. Era igual de brutal
con todos. Casi todas las noches se repetía:
golpes, lágrimas, gritos, y después sexo y
suspiros. El resto de los hermanos, primos y
sobrinos se hacían los dormidos y los dejaban
hacer en la oscuridad. 13 personas
conviviendo en una habitación húmeda y
ruinosa de 5 por 6 metros, oliendo a sudor y
suciedad, con un baño y una cocina fuera,
que tenían que compartir con unos 50 vecinos
más. Así es imposible guardar secretos ni
tener vidas privadas. Y no se inquietaban por
eso. Era normal.
Santico siempre fue hijo de puta. Le
gustaba la sangre, las peleas con cuchillo. Era
valiente y peleador. Tenía el santo hecho por
Oggún. En una esquina del cuarto quedó la
cazuela con los hierros, los guerreros, los
vasos de aguardiente y los tabacos, los platos
con aguacate, yuca, pimienta, ají. Las piedras
de rayos y los palos de jocuma, carne de
doncella, camagua, jagüey y calalú. Una
cadena, un machete, un yunque, un cuchillo.
Murió antes de tiempo. Él no quería irse
tan joven, con tanta fortaleza y virilidad. El
final fue rápido pero rabiando de dolor y
vomitando sangre podrida. Una muerte
miserable y asquerosa. Danais se quedó con
los hierros y los collares verdes y negros.
Cuando regresó del cementerio estuvo
llorando dos días sin parar, hasta que la
madre de Santico la ayudó a levantar el
ánimo. La vieja tenía 9 hijos (ahora le
quedaban 8) y 7 nietos. Sabía un poco del
mundo.
Cuando Danais se recuperó, fue al
mercado. Regresó con un gallo, una paloma y
un perro vivos, y los amarró en aquel rincón.
El lunes o el viernes de cada semana mata un
pollo y riega la sangre encima de la cazuela y
le pone un poquito de miel para endulzarla.
Danais sigue muy triste. No habla con
nadie.sfdsfsdfsdf sdfsdf
Los hombres la piropean y ella se ofende.
Alguno intenta acercarse con buenas
intenciones y ella responde con groserías.
Una noche Santico aparece en sueños y le
dice muy bajo al oído:
—Ven conmigo, Danais. Vine a buscarte.
Ella lo ve riéndose y caminando hacia ella.
Se despierta aterrada, temblando, abre los
ojos. Sobre ella, en la oscuridad del cuarto,
hay una luz roja, gaseosa, girando. Danais
reza y se persigna temblando.
—Misericordia, Señor. Haz que se eleve
su alma, Señor, misericordia.
Pero su alma no se elevará porque,
aunque nadie lo sabe, Santico mató a 3 hombres
en reyertas de callejones y madrugada.
Hirió a muchos, hizo demasiado daño. Ahora
está penando. Danais no se lo dice a nadie,
pero las visitas de Santico se repiten con
frecuencia. Ella cada día esta más obsesionada
con él. Le pone flores, vasos de agua,
velas, reza por su alma, pero Santico sigue
jodiendo hasta después de muerto. Quiere a
Danais con él.
La madre de Santico trata de hacerla
regresar con sus padres. Danais es guantanamera.
Pero ella se resiste. Quiere seguir un
tiempo más:
—Déjeme ayudarlo a que se eleve, vieja.
Déjeme ayudarlo. Yo lo quiero mucho.
La vieja la comprende y la deja hacer. Ya
Danais perdió el miedo y le gusta que él
aparezca por las noches mientras todos
duermen. Él aparece. Se quita la camisa y el
pantalón y ya tiene el vergajo tieso y la
penetra. Ella suspira con un orgasmo tras otro
y él se disuelve. Danais no despierta. Está
agotada. A la mañana siguiente se siente
húmeda y comprueba que no fue un sueño.
Tuvo muchos orgasmos mientras dormía. Le
gusta. Santico habla poco o nada en sus
visitas.
Ella le pone un vaso de aguardiente y un
tabaco junto a la cazuela. A veces él se
aproxima sonriendo y se sienta cerca, en el
piso, sin hablar. Danais se despierta y ahí está
esa luz gaseosa, roja, girando encima de ella.
Ya no le teme. Se levanta. Va hasta la cazuela,
agarra el vaso de aguardiente y lo bebe de un
solo golpe. Cae rendida otra vez sobre la
colcha extendida en el piso, donde siempre ha
dormido. Y ahí está Santico, riéndose y feliz,
saboreando el alcohol. Entonces se acuesta
con ella y la monta como un potro cerrero a
una yegua. Una hora o dos. Tiene tres
orgasmos y sigue con la verga tiesa como un
palo. Cuando terminan él quiere más
aguardiente y fumar el tabaco. No hablan. No
tienen que hacerlo. Pero se entienden.
Ella se levanta de nuevo. Va hasta la
cazuela. Agarra el tabaco y le da fuego. Se
sienta en el piso, recostada a la pared, y fuma,
entre dormida y despierta. Santico fuma, pero
no tiene aguardiente, le gusta beber duro
después de templar. Se pone de mal humor.
Le da una bofetada a Danais y ella llora. La
golpea más. Se excita de nuevo, y allí mismo,
en el piso húmedo y sucio, junto a los hierros
de Oggún, sobre la mierda del gallo, del perro
y la paloma, revuelca otra vez a Danais. Ella
cree que está dormida. No percibe qué
sucede. Siente que él la tiene penetrada hasta
lo último con su pinga gruesa y larga y
potente. Los demás la oyen en medio de la
oscuridad, revolcándose, resoplando. Encienden
la luz y la ven. Desnuda sobre el piso, con
las piernas abiertas y levantadas, el sexo
estremecido, bellísima, haciendo el amor con
el aire, recibiendo bofetadas en la cara. Todos
se asustan. La madre de Santico toma el
mando. Agarra un frasco de agua bendita
mezclada con perfume de 7 potencias. Se
acerca a Danais y la rocía con el líquido,
pidiendo:
—Misericordia, Señor. Misericordia. Dale
paz, Virgen de las Mercedes. Obatalá poderoso.
Dale paz. Misericordia, Señor. Haz que
se eleve, Obatalá, no lo hagas sufrir más.
Frota la cabeza y la nuca de Danais con el
agua bendita. Los brazos y las piernas. Al fin
la muchacha vuelve en sí. No sabe que
sucedió. Llorando abraza a la vieja:
—¡Ay, es que viene todas las noches!
¡Viene todas las noches! Y a mí me gusta.
—Ya pasó, ya pasó.
La vieja la consuela y sabe. Pero guarda
silencio. Cuando todos se tranquilizan, apaga
la luz y siguen durmiendo. Después del susto
nadie queda asombrado. Todos sabían que
Santico no se iba a ir tranquilo y sin dar
guerra. Hay que darle una misa espiritual. 2, 3,
10 misas espirituales para su alma. Las que
sean necesarias. Hasta que se eleve. Todos lo
piensan pero nadie abre la boca. Es mejor no
meterse con el muerto. Sólo la madre de
Santico, cuando se está acostando de nuevo,
habla consigo misma, muy quedo:
—Él cree que está vivo todavía. Pobrecito.
Hay que ayudarlo a que se eleve.
Al día siguiente la madre se levanta
temprano para organizar la misa espiritual. Va
a casa de una comadre que sabe darlas muy
bien. Cuando regresa, 2 horas después, se
encuentra a Danais acostada en el piso, junto
a la cazuela de Oggún.
—Danais, vamos a dar la misa el lunes,
que es cuando puede hacerla mi comadre. Así
que faltan cinco días. ¿Y a ti qué te pasa? ¿Por
qué estás ahí?
—No sé. No quiero salir.
—Oye, deja la bobería. Agarra la caja de
aguacates y siéntate en la acera a vender. ¿O
tú quieres ahora que yo te mantenga?
—No, vieja, no, ya voy. Es que estoy
cansada y triste... No sé ni qué me pasa.
Danais hace un acopio de voluntad. Se
levanta. Coge los aguacates y unos limones,
los coloca en una tarima de madera, en la
acera, frente al solar. Ella vive de eso. Todos
los días tiene algo que vender. Está entretenida
con su venduta cuando una vecina le
llama la atención:
—¡Danais, qué hinchadas tienes las
piernas! ¿Y eso por qué?
Ella sigue trabajando y no presta mucha
atención. Los jóvenes no hacen caso a las
enfermedades. Por la tarde tiene muy
inflamados los pies, piernas y muslos. Recoge
su tarima y entra al cuarto:
—Mañana voy al médico. Esto parece
linfangitis.
Esa noche Santico no viene. Ella lo ve
pasar entre los bejucos del monte. Lejos. Se
escabulle. No le da el frente. Ella está de pie,
desnuda, en un claro, al pie de una ceiba.
Santico le da vueltas, pero no se acerca. Le
muestra su falo erecto y hermoso y se pierde,
riéndose entre los arbustos. Después ella
camina toda la noche. Hay humedad y frío
hasta que amanece con niebla y ella desnuda,
sin zapatos, bellísima, con el cabello suelto,
pero agotada de tanto caminar y con la piel
arañada por los espinos y la maleza. Danais
sabe que está sola y perdida en el monte.
Al día siguiente casi no puede pararse.
Está cansada y más inflamada aún. Tiene la
piel irritada y tensa y le arden los arañazos. Es
una mulata hermosa, con la piel canela
oscuro, pero está descalabrada, ojerosa, se
ha desgastado mucho en unos días. La madre
de Santico se asusta porque ella no es vieja
por gusto. Ha visto mucho en esta vida:
—No, Danais, no vas al hospital. Vamos
conmigo.
En el cuarto de al lado vive Rómulo. Un
babalao de 65 años. Sabe mucho y es serio.
No es un jodedor cualquiera, como estos
jóvenes de ahora que no saben ni dónde
están parados, pero tienen maldad suficiente
para seducir a los incautos y quitarles dinero.
La gente respeta a Rómulo. Cuando las ve
llegar las saluda y se dirige a la vieja:
—Yo sabía que ustedes venían a parar
aquí. Pero esperaron demasiado. ¿Por qué no
la trajiste antes? Tú sabes. Tú no tienes 20
años.
—Rómulo, es que tus remedios son
caros, y yo pensé...
—Lo bueno es caro. Vamos a ver qué
puedo hacer. Vengan para acá.
Detrás de un biombo, Rómulo tiene los
santos. Los 3 se sientan en el piso. En medio
él pone el tablero de Ifá. Tira los caracoles. Y
no habla. Los tira lentamente, meditando, 2, 3
veces. Y no habla.
—Ya todo está hecho. Llévala al médico a
ver qué puede hacer por ella.
—¡Rómulo, por tu madre! –dice la vieja.
—No se asusten, pero hay que rogar
mucho por ella. Llévala al médico. Yo no
puedo hacer nada.
Danais no entiende qué sucede. Es muy
joven para comprender. Sabe muy poco de la
vida. Santico se enamoró de ella y la sacó de
un bohío de madera y guano, donde vivía con
sus padres y 8 hermanos, en medio del
campo, en lo alto de una loma rodeada de
cafetales destruidos por las malezas y la falta
de atención. Ella tenía 18 años. Hacía 9 que
no iba a la escuela y su única ocupación era
recoger café en cada cosecha, junto con sus
padres y los hermanos que quedaban allí. Los
varones se habían ido de aquellas montañas,
cerca de Baracoa, a buscar trabajo en otro
lugar. Gracias a ellos no se morían de hambre.
Literalmente. El café cada año rendía menos.
Cuando Santico la vio, ella hacía
muchísimo tiempo que no tenía zapatos ni
ropa interior, ni jabón. Nada. Se enamoró de
aquella muchacha medio salvaje, inocente,
dispuesta a enamorarse del primero que
pudiera sacarla de allí para siempre. Cuando
Santico se la templó a su modo, desesperadamente,
incesante como un torrente, incapaz
de detenerse durante 4 días, ella quedó
boquiabierta. Lo había hecho muchas veces
con 3 o 4 novios anteriores, pero nunca de
aquel modo.
Quedó capturada para siempre en las
redes metálicas de aquel negro hermoso,
fuerte y macho como ninguno. Le habían
enseñado a admirar a los machos hasta la
veneración. A entregarse íntegramente y
convertirse en esclava. Así ha sido siempre en
aquellas montañas y así seguirá siendo.
Danais se fue con él. Santico la trajo para
La Habana y la encerró en aquel cuarto. La
guantanamera está demasiado linda para
exhibirla mucho en este barrio de fieras.
Además, no ha visto mundo. No sabe nada y
cualquiera le puede hacer un cuento,
engatusarla, y quitársela. Por tanto, sólo
puede salir a la calle con Santico. El resto del
tiempo ahí. Entre 4 paredes. Le puso una
mano sobre los ojos y no la dejó moverse. Y
ella lo aceptó sin chistar. Es más, vivía bien
así. Estaba complacida con aquel amor
esclavizante. Eso más o menos era lo que ella
había visto siempre a su alrededor.
Salieron de la casa de Rómulo directo
para un hospital. La vieja iba escéptica. Los
médicos dedujeron una flebitis avanzada. La
ingresaron para aplicarle algunos antibióticos.
No eran exactamente los indicados para un
caso tan avanzado. Pero en el hospital no
tenían otros, así que no se podía escoger. Esa
noche Danais se inflamó más. Las manos, los
brazos, todo el tronco. A la mañana siguiente
la pasaron a una sala de terapia intensiva. Los
médicos no decían claramente qué enfermedad
tenía aquella paciente. Para eludir las
preguntas de la vieja le decían:
—Es un caso delicado. Lo estamos
estudiando.
Le pasaron sueros con antibióticos directo
en vena. En unas horas más cayó en estado
de coma. Le aplicaron oxígeno. Santico
apareció riéndose y se le acercó. Cuando ella
lo vio comenzó a reírse también y se quitó la
ropa. Un enfermero a su lado no entendía de
qué reía y trataba de aguantarla para que no
se desnudara. Si estaba desmadejada y sin
conocimiento, ¿por qué y cómo hacía
aquellos gestos?
Los dos estaban en medio del monte. A la
sombra de un árbol de jagüey. Un árbol
grandísimo y viejo. Santico se desnudó y se
puso un collar de cuentas negras y verdes, y
le puso otro a ella en el cuello. Su falo era un
vergajo de campana, duro y grande. Santico
está alegre, pero insatisfecho, como siempre.
Nunca podrá descansar, ni de día ni de noche.
Cerca de ellos, detrás de unos arbustos,
los observa el orisha de los caminos y las
maldades, el que vigila siempre con sus ojos
de caracol. Es amigo de Oggún. Andan juntos,
haciendo de las suyas, violando a las mujeres
que encuentran a su paso, armando broncas
en todas partes. Santico entierra un clavo
ensangrentado en la tierra. Valiente, borracho,
turbulento. Derrama sangre a chorros. Ha
hecho mucho daño. Desconfiado, teme que
se la cobren. Siempre da el frente y se cuida
la espalda. Teme y es temido. Vive furioso.
Nunca ha sido feliz. Perpetuo y magnífico jefe
de guerreros. Cuando toca a Danais, ella
siente su mano dura y fría, con un sello
metálico de muerte. Huele a acero enfurecido.
Dueño de los metales y de la fragua, hierro y
fuego. La penetra sin contemplaciones ni
caricias previas. Ella, nerviosa, enamorada
como una doncella, se entrega y disfruta.
Apenas de tocarla con la punta de la verga ya
tiene el primer orgasmo. Y después muchos
más. Se revuelcan sobre la tierra y la hierba
húmeda. Oggún necesita los jugos de esa
doncella hermosa, inocente, que se entrega
por amor. Ella convulsiona. El enfermero
intenta mantenerla sobre la cama, pero esa
muchacha tiene una fuerza sobrenatural. Salta
encabritada y mueve la pelvis como si hiciera
el amor, suspira y muerde y grita. Cae al piso
estrepitosamente. La muerte la abraza y todo
termina. Resopla y suspira, desfigurada, atravesada
por un viento que se levanta de
repente en aquel monte copioso. Santico, con
la verga aún enhiesta, la deja, acostada en la
tierra, y la abofetea. Entonces se va, entre las
ceibas, los árboles de jocuma y camagua. Un
perro, un gallo y una paloma corren y vuelan
detrás de él, alborotando y metiendo ruido. La
deja seducida y abandonada, llorando, sufriendo
sin consuelo, sola en medio de aquel
monte poderoso, con un ciclón que la
envuelve y la arrastra. Viento, lluvia, truenos,
relámpagos. Ella no entiende qué sucede.
Nunca lo sabrá.
PedroJuanGutiérrez
Matanzas• 5 0
Original Format
The type of object, such as painting, sculpture, paper, photo, and additional data
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Dublin Core
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Title
A name given to the resource
The Revolution Evening Post, No. 1
Subject
The topic of the resource
Revista Literaria Digital
Creator
An entity primarily responsible for making the resource
Ahmel Echeverría,
Jorge Enrique Lage,
Orlando Luis Pardo Lazo
Source
A related resource from which the described resource is derived
The Revolution Evening Post, No. 1, 2008.
Publisher
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The Revolution Evening Post
Date
A point or period of time associated with an event in the lifecycle of the resource
2008
Contributor
An entity responsible for making contributions to the resource
Lizabel Mónica
Format
The file format, physical medium, or dimensions of the resource
Pdf
Language
A language of the resource
Spanish, Español, SPA
Type
The nature or genre of the resource
Revista, magazine
Coverage
The spatial or temporal topic of the resource, the spatial applicability of the resource, or the jurisdiction under which the resource is relevant
Cuba
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juan villoro
ahmel echevarría
rodrigo fresán
álvaro bisama
jorge enrique lage
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jorge enrique lage
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el verdugo nostálgico
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staff :
ahmel echevarría
jorge enrique lage
orlando luis pardo lazo
Hemos sido cordialmente invitados a
formar parte de la literatura chilena en
Cuba. Por supuesto, hemos aceptado.
No hubo ceremonia de iniciación.
Mejor así.
therevening@yahoo.com
�ernesto pérez masón
matanzas, 1908
nueva york, 1980
Novelista
realista,
naturalista,
expresionista, cultor del decadentismo y del
realismo socialista, autor de una veintena de
obras que avalan una carrera que se inicia con
el espléndido relato Sin Corazón (La Habana,
1930), una pesadilla con extraños ecos
kafkianos en un momento en que pocos en el
Caribe conocían la obra de Kafka y termina con
la prosa crujiente, mordaz, resentida de Don
Juan en La Habana (Miami, 1979).
Integrante un tanto sui generis de la
revista Orígenes, su enemistad con Lezama
Lima fue legendaria. En tres ocasiones desafió
al autor de Paradiso a batirse en duelo con él.
En la primera, en 1945, impuso como
escenario del lance un campito que poseía en
las afueras de Pinar del Río y sobre el cual
escribió numerosas páginas acerca de la
felicidad profunda de ser propietario, término
que ontológicamente llegó a equiparar con el
de destino. Lezama, por supuesto, lo desairó.
En la segunda ocasión, en 1954, el sitio
elegido para el lance fue el patio de un burdel
de La Habana y las armas, sables. Lezama,
una vez más, no se presentó.
El tercer y último desafío ocurrió en 1963;
el lugar escogido fue el jardín trasero de la
casa del doctor Antonio Nualart, en donde se
celebraba una fiesta con participación de
poetas y pintores; las armas, los puños, como
en las clásicas peleas cubanas. Lezama, que
por pura casualidad se encontraba en la fiesta,
nuevamente logró escabullirse, ayudado por
Eliseo Diego y Cintio Vitier. Esta vez la
bravuconada de Pérez Masón terminó mal. Al
cabo de media hora se presentó la policía y
tras una breve discusión fue arrestado. En la
comisaría las cosas empeoraron. Según la
policía Pérez Masón golpeó a un agente en un
ojo. Según Pérez Masón aquello fue una
encerrona montada hábilmente por Lezama y
por el castrismo, enmaridados contranatura
ante la ocasión de hundirlo. El incidente se
saldó con quince días de prisión.
No será la última vez que Pérez Masón
visite las cárceles del régimen. En 1965 se
publica la novela La Sopa de los Pobres, en
donde, en un impecable estilo que hubiera
aprobado Sholojov, narra los sufrimientos de
una familia numerosa de La Habana de 1950.
La novela consta de quince capítulos. El
primero comienza: “Volvía la negra Petra...”; el
segundo: “Independiente, pero tímida y
remisa...”; el tercero: “Valiente era Juan...”; el
cuarto: “Amorosa, le echó los brazos al
cuello...” Pronto salta el censor avispado. Las
primeras letras de cada capítulo componen un
acróstico: VIVA ADOLF HITLER. El escándalo
es mayúsculo. Pérez Masón se defiende
despectivo: se trata de una coincidencia. Los
censores se ponen manos a la obra; nuevo
descubrimiento, las primeras letras de cada
segundo párrafo componen otro acróstico:
MIERDA DE PAISITO. Y las de cada tercer
párrafo: QUE ESPERAN LOS US. Y las de cada
cuarto párrafo: CACA PARA USTEDES. Y así,
como cada capítulo se compone invariablemente de veinticinco párrafos, los censores
y el público en general no tardan en encontrar
veinticinco acrósticos. La cagué, dirá más
tarde, eran demasiado fáciles de resolver, pero
si los hubiera hecho difíciles nadie se hubiera
dado cuenta.
El resultado son tres años de cárcel, que
finalmente se quedan en dos y la edición, en
inglés y francés, de sus primeras novelas: Las
Brujas, un relato misógino y lleno de historias
que se abren a otras historias que a su vez se
abren a otras historias y cuya estructura o falta
de estructura guarda cierta semejanza con la
obra de Raymond Roussel; El Ingenio de los
Masones, obra paradigmática y paradójica en
donde nunca se sabe con certeza si Pérez
Masón está hablando de la agudeza mental de
sus antepasados o de un ingenio azucarero de
finales del siglo XIX en donde se reúne una
logia masónica que planea la revolución
cubana y más tarde la revolución mundial, y
que en su día (1940) mereció los elogios de
Virgilio Piñera que vio en ella una versión
cubana de Gargantúa y Pantagruel; y El Árbol
de los Ahorcados, novela oscura, de un gótico
caribeño inédito hasta entonces (1946), en
donde queda al descubierto su fobia por los
comunistas (sorprendentemente el capítulo
tercero está dedicado a narrar las vicisitudes
militares del mariscal Zhukov, héroe de
Moscú, Stalingrado y Berlín, y constituye, por
sí solo –y poco tiene que ver con el resto de la
novela–, uno de los trozos más brillantes y
extraños de la literatura latinoamericana de la
primera mitad del siglo XX), por los
homosexuales, por los judíos y por los negros,
y que le valió la enemistad de Virgilio Piñera
quien sin embargo nunca dejó de reconocer el
valor inquietante, como de caimán dormido,
de la novela, tal vez la mejor de todas las que
escribiera Pérez Masón.
Casi toda su vida, hasta el triunfo de la
Revolución, trabajó como profesor de
literatura francesa en una escuela superior de
La Habana. En la década de los cincuenta
intentó sin éxito el cultivo del cacahuete y del
ñame en su historiado campito de Pinar del
Río que finalmente le expropiaron las nuevas
autoridades. Sobre su vida en La Habana tras
salir de la cárcel se cuentan infinidad de
historias, la mayor parte inventadas. Se dice
que fue confidente de la policía, que escribió
discursos y arengas para un conocido político
del régimen, que fundó una secta secreta de
poetas y asesinos fascistas, que practicó la
santería, que recorrió las casas de todos los
escritores, pintores, músicos, pidiendo que
intercedieran por él ante las autoridades. Sólo
quiero trabajar, decía, sólo trabajar y vivir
haciendo lo único que sé hacer. Es decir,
escribiendo.
Al salir de la cárcel tiene terminada una
novela de 200 páginas que ninguna editorial
cubana se atreve a publicar. Su argumento
indaga los primeros años de alfabetización de
los sesenta. Su ejecución es impecable, en
vano los censores se afanan en encontrar
mensajes crípticos entre sus páginas. Aun así
no se puede publicar y Pérez Masón quemará
los tres únicos manuscritos existentes. Años
más tarde escribirá en sus memorias que la
novela entera, desde la primera a la última
página, era un manual de criptografía, el Super
Enigma, aunque por supuesto ya no tiene el
texto para probarlo y su afirmación pasará ante
la indiferencia, si no la incredulidad, de los
círculos de exiliados de Miami que le
reprochan sus primeras y algo apresuradas
hagiografías de Fidel y Raúl Castro, Camilo
Cienfuegos y el Che Guevara, y que Pérez
Masón responderá escribiendo una curiosa
novelita pornográfica (que publicará bajo el
seudónimo de Abelardo de Rotterdam)
ferozmente antinorteamericana, con el general
Eisenhower y el general Patton como
protagonistas.
En 1970, también según su diario, intenta
y consigue fundar un Grupo de Escritores y
Artistas Contrarrevolucionarios. El grupo lo
integran el pintor Alcides Urrutia y el poeta
Juan José Lasa Mardones, de quien nadie
tiene noticia y que probablemente sean
invenciones del propio Pérez Masón o
seudónimos perfectos de escritores adictos al
régimen castrista que en determinado momento se volvieron locos o quisieron jugar con
dos barajas. Las siglas G.E.A.C. esconden,
según algunos críticos, al Grupo de Escritores
Arios de Cuba. En cualquier caso, del Grupo
de Escritores y Artistas Contrarrevolucionarios
o del Grupo de Escritores Arios de Cuba (¿o
del Caribe?) no se supo nada hasta que Pérez
Masón, confortablemente instalado en Nueva
York, publica sus memorias.
Sus años de ostracismo pertenecen al
dominio de la leyenda. Tal vez estuvo otra vez
en la cárcel, tal vez no.
En 1975, y tras muchos intentos
frustrados, consigue salir de Cuba y se
instala en Nueva York en donde se dedica
–trabajando más de diez horas diarias– a la
escritura y a la polémica. Cinco años después
moriría. El Diccionario de Autores Cubanos (La
Habana, 1978) que ignora a Cabrera Infante,
sorprendentemente recoge su nombre.
daniela de montecristo
buenos aires, 1918
córdoba, españa, 1970
Mujer de legendaria belleza y permanentemente rodeada por un aura de misterio,
de sus primeros años en Europa (1938-1947)
se cuentan historias a menudo contradictorias
cuando no antagónicas. Se dice que fue
amante de generales italianos y alemanes
(entre estos últimos se menciona a Wolff, el
tristemente célebre jefe de las SS en Italia);
cinco escritores nazis
�Guatemala, 1954
Los Ángeles, 2016
El más grande y el más desgraciado
de los autores de ciencia-ficción guatemaltecos tuvo una infancia y adolescencia
campesina. Hijo del capataz de la hacienda
Los Laureles, la biblioteca de los patrones de
su padre le proporcionó las primeras lecturas y
las primeras humillaciones. Ambas, lecturas y
la literatura
gustavo borda
en américa
que se enamoró de un general del ejército
rumano, Eugenio Entrescu, al que crucificaron
sus propios soldados en 1944; que escapó del
cerco de Budapest disfrazada de monja
española; que perdió una maleta llena de
poemas al cruzar clandestinamente la frontera
austro-suiza en compañía de tres criminales de
guerra; que fue recibida por el Papa en 1940 y
en 1941; que un poeta uruguayo y otro
colombiano se suicidaron por su amor no
correspondido; que en la nalga izquierda
llevaba tatuada una esvástica negra.
Su obra literaria, descontando los
poemas de juventud perdidos en las cumbres
heladas de Suiza y de los que nunca más se
supo, se compone de un solo libro de título un
tanto épico: Las Amazonas, editado por Pluma
Argentina y con prólogo de la viuda de
Mendiluce que no se queda corta a la hora de
prodigar elogios (en algún párrafo compara,
sin otro fundamento que la intuición femenina,
los famosos poemas perdidos en los Alpes
con la obra de Juana de Ibarbourou y Alfonsina
Storni).
El libro aborda de manera torrencial y
anárquica todos los géneros literarios: la
novela amorosa y la novela de espías, las
memorias, el teatro, incluido el de vanguardia,
la poesía, la historia, el panfleto político. Su
argumento gira en torno a la vida de la autora
y de sus abuelas y bisabuelas, remontándose
en ocasiones a los días inmediatamente
posteriores a la fundación de Asunción y
Buenos Aires.
Algunas páginas son originales, sobre
todo cuando describe un Cuarto Reich
femenino con sede en Buenos Aires y campos
de entrenamiento en la Patagonia, o cuando
divaga nostálgica, apoyada en conocimientos
seudocientíficos, acerca de la glándula que
produce el sentimiento amoroso.
humillaciones, no escasearían a lo largo
de su vida.
Le gustaban las mujeres rubias y su
apetito era insaciable, legendario, fuente de
mil chistes y bromas pesadas. Propenso al
amor y al amor propio, su vida fue ciertamente
un rosario de humillaciones que supo llevar
con la entereza de una fiera herida. Abundan
las anécdotas californianas (en la misma
medida en que escasean las anécdotas guatemaltecas en donde llegó a ser considerado, si
bien no por mucho tiempo, el escritor
nacional): se dice que era el blanco predilecto
de todos los sádicos de Hollywood; que se
enamoró de al menos cinco actrices, cuatro
secretarias, siete camareras y que por todas
fue rechazado con grave perjuicio para su
dignidad personal; que en más de una ocasión
lo golpearon brutalmente los hermanos, los
amigos o los novios de las mujeres de las que
se enamoraba; que a sus amigos les
complacía hacerlo beber hasta reventar y que
luego lo dejaban tirado en cualquier parte; que
fue estafado por su agente literario, por su
casero, por su vecino (el guionista y escritor
de ciencia-ficción mexicano Alfredo De María);
que su presencia en reuniones y congresos de
escritores de ciencia-ficción norteamericanos
constituía el blanco de los sarcasmos, el
desprecio (Borda, al contrarío que la mayoría
de sus colegas, carecía de los más
elementales conocimientos científicos; su
ignorancia en el campo de la astronomía, la
astrofísica, la física cuántica, la informática,
era proverbial) y la befa; que su simple
existencia, en fin, solía hacer aflorar de
inmediato los instintos más bajos y más
ocultos en la gente que por una u otra causa
se cruzaba en su vida.
No hay constancia, no obstante, de que
nada lo desmoralizara. En sus Diaños les echa
la culpa de todo a los judíos y a los usureros.
Gustavo Borda medía a duras penas un
metro cincuenta y cinco centímetros, era
moreno, de pelo negro y tieso y de dientes
enormes y muy blancos. Sus personajes, por
el contrario, son altos, rubios, de ojos azules.
Las naves espaciales que aparecen en sus
novelas llevan nombres alemanes. Sus
tripulantes también son alemanes. Las
colonias espaciales se llaman Nuevo Berlín,
Nueva Hamburgo, Nuevo Frankfurt, Nuevo
Koenigsberg. Y su policía cósmica viste y se
comporta como seguramente hubieran vestido
y se hubieran comportado las SS de haber
podido sobrevivir hasta el siglo XXII.
Por lo demás sus argumentos siempre
fueron
convencionales:
jóvenes
que
emprenden un viaje iniciático, niños perdidos
en la inmensidad del cosmos que encuentran
a viejos navegantes llenos de sabiduría,
historias fáusticas de pactos con el diablo,
planetas en donde es posible encontrar la
fuente de la eterna juventud, civilizaciones
perdidas que siguen subsistiendo de forma
secreta.
Vivió en Ciudad de Guatemala y en
México, en donde desempeñó todo tipo de
trabajos. Sus primeras obras pasaron
completamente desapercibidas.
Tras la traducción al inglés de su cuarta
novela, Crímenes sin resolver en CiudadFuerza, se convirtió en escritor profesional y
se trasladó a vivir a Los Ángeles, ciudad que
ya no abandonaría.
En cierta ocasión, preguntado por qué
sus historias tenían ese componente
germánico tan extraño en un autor
centroamericano, contestó: “Me han hecho
tantas perrerías, me han escupido tanto, me
han engañado tantas veces que la única
manera de seguir viviendo y seguir
escribiendo era trasladarme en espíritu a un
sitio ideal... A mi manera soy como una mujer
en un cuerpo de hombre...”
silvio salvático
Buenos Aires, 1901
Buenos Aires, 1994
Entre sus propuestas juveniles se
cuenta la reinstauración de la Inquisición, los
castigos corporales públicos, la guerra
permanente ya sea contra los chilenos o
contra los paraguayos o bolivianos como una
forma de gimnasia nacional, la poligamia
masculina, el exterminio de los indios para
evitar una mayor contaminación de la raza
argentina, el recorte de los derechos de los
ciudadanos de origen judío, la emigración
masiva procedente de los países escandinavos
para aclarar progresivamente la epidermis
nacional oscurecida después de años de
promiscuidad hispano-indígena, la concesión
de becas literarias a perpetuidad, la exención
impositiva a los artistas, la creación de la
mayor fuerza aérea de Sudamérica, la
�colonización de la Antártida, la edificación de
nuevas ciudades en la Patagonia.
Fue jugador de fútbol y futurista.
De 1920 a 1929 escribió y publicó más de
doce poemarios, algunos de los cuales
obtuvieron premios municipales y provinciales,
y frecuentó los salones literarios y las
cafeterías de moda. Desde 1930, encadenado
por un matrimonio desastroso y por una prole
numerosa, trabajó como gacetillero y corrector
en varios periódicos de la capital y frecuentó
los tugurios y el arte de la novela que siempre
le fue esquivo; publicó tres: Campos de Honor
(1936), que trata de desafíos y de duelos
semiclandestinos en un Buenos Aires
espectral, La Dama Francesa (1949), un relato
de prostitutas generosas, cantantes de tango
y detectives, y Los Ojos del Asesino (1962),
curiosa
premonición
del
psico-killer
cinematográfico de los setenta y ochenta.
Murió en el asilo de ancianos de Villa
Luro, con una maleta repleta de viejos libros y
manuscritos inéditos por toda posesión.
Sus libros nunca se reeditaron. Sus
inéditos probablemente fueron arrojados a la
basura o al fuego por los celadores del asilo.
amado couto
Juiz de Fora, Brasil, 1948
París, 1989
Couto escribió un libro de cuentos
que ninguna editorial aceptó. El libro se
perdió. Luego entró a trabajar en los
Escuadrones de la Muerte y secuestró y ayudó
a torturar y vio cómo mataban a algunos pero
él seguía pensando en la literatura y más
precisamente en lo que necesitaba la literatura
brasileña. Vanguardia, necesitaba, letras
experimentales, dinamita, pero no como los
hermanos Campos que le parecían aburridos,
un par de profesorazos desnatados, ni como
Osman Lins que le parecía francamente
ilegible (¿entonces por qué publicaban a
Osman Lins y no sus cuentos?), sino algo
moderno pero más bien tirando para su
parcela, algo policiaco (pero brasileño, no
norteamericano), un continuador de Rubem
Fonseca, para entendernos. Ése escribía bien
aunque decían que era un hijo de puta, a él no
le constaba. Un día pensó, mientras esperaba
con el coche en un descampado, que no sería
mala idea secuestrar y hacerle algo a Fonseca.
Se lo dijo a sus jefes y éstos lo escucharon.
Pero la idea no se llevó a cabo. Meter a
Fonseca en el corazón de una verdadera
novela nubló e iluminó los sueños de Couto.
Los jefes tenían jefes y en alguna parte de la
cadena el nombre de Fonseca se evaporaba,
dejaba de existir, pero en su cadena privada el
nombre de Fonseca cada vez era mayor, más
prestigioso, más abierto y receptivo a su
entrada, como si la palabra Fonseca fuera una
herida y la palabra Couto un arma. Así que leyó
a Fonseca, leyó la herida hasta que ésta
empezó como a supurar, y luego cayó
enfermo y sus compañeros lo llevaron a un
hospital y dicen que deliró: vio la gran novela
policiaco-brasileña en un pabellón de
hepatología, la vio con detalles, con trama,
nudo y desenlace y le pareció que estaba en el
desierto de Egipto y que se acercaba como
una ola (él era una ola) a las pirámides en
construcción. Escribió, pues, la novela y la
publicó. La novela se llamaba Nada que decir y
era una novela policíaca. El héroe se llamaba
Paulinho y a veces era el chofer de unos
señores y otras veces era un detective y otras
un esqueleto que fumaba en un pasillo
escuchando gritos lejanos, un esqueleto que
entraba a todas las casas (a todas no, sólo a
las casas de la clase media o de los pobres de
solemnidad) pero que nunca se acercaba
demasiado a las personas. Publicó la novela
en la colección Pistola Negra, que editaba
policíacos norteamericanos, franceses y
brasileños, más brasileños últimamente
porque escaseaba el dinero para pagar
royalties. Y sus compañeros leyeron la novela
y casi ninguno la entendió. Para entonces ya
no salían en coche juntos ni secuestraban ni
torturaban aunque alguno todavía mataba.
Tengo que despegarme de esta gente y ser
escritor, escribió en alguna parte Couto. Pero
era trabajoso. Una vez intentó ver a Fonseca.
Según Couto, se miraron. Qué viejo está,
pensó, ya no es Mandrake ni es nadie, pero se
hubiera cambiado por él aunque fuera sólo
una semana. También pensó que la mirada de
Fonseca era más dura que la suya. Yo vivo
entre pirañas, escribió, pero don Rubem
Fonseca vive en una pecera de tiburones
metafísicos. Le escribió una carta. No recibió
contestación. Así que escribió otra novela, La
Última Palabra, que le publicó Pistola Negra y
que ponía en escena otra vez a Paulinho y que
en el fondo era como si Couto se desnudara
delante de Fonseca sin ningún pudor, como si
le dijera aquí estoy yo, solo, cargando con mis
pirañas mientras mis compañeros recorren las
calles céntricas, de madrugada, como los
hombres del saco llevándose niños, el misterio
de la escritura. Y aunque probablemente supo
que Fonseca jamás leería sus novelas, siguió
escribiendo. En La Última Palabra aparecían
más esqueletos. Paulinho ya casi todo el día
era un esqueleto. Sus clientes eran
esqueletos. La gente con la que Paulinho
conversaba, follaba, comía (aunque por regla
comía solo), también eran esqueletos. Y en la
tercera novela, La Mudita, las principales
ciudades del Brasil eran como esqueletos
enormes, y también los pueblos eran como
esqueletos pequeños, esqueletos infantiles, y
a veces hasta las palabras se habían
metamorfoseado en huesos. Y ya no escribió
más. Alguien le dijo que sus compañeros de la
recogida estaban desapareciendo, le entró
miedo, es decir le entró más miedo al cuerpo.
Intentó volver tras sus pasos, encontrar caras
conocidas, pero todo había cambiado mientras
él escribía. Algunos desconocidos empezaban
a hablar de sus novelas. Uno de ellos podría
haber sido Fonseca, pero no era. Lo tuve en
mis manos, anotó en su diario antes de
desaparecer como un sueño. Después se fue
a París y allí se ahorcó en un cuarto del hotel
La Gréce.
R o b e r t o B o l a ñ o
Santiago·de·Chile·5 3 - 0 3
�mar
el
interrumpido
¿Qué le interesa a un hombre? ¿Qué
resortes ocultos animan sus pasiones? La
literatura es una exploración de la vida ilusoria,
las estrategias con que el entusiasmo
consigue su tributo o desemboca en el sótano
del desasosiego. No hay historias sin
emociones, y no es casual que los escritores
dirijan su mirada a los estadios.
La forma de la pasión mejor repartida en
el planeta es el fútbol. Durante el pasado
Mundial de Alemania, Kofi Annan, entonces
secretario de las Naciones Unidas, publicó un
artículo en The Guardian donde decía que
enviaba a Joseph Blatter por conducir un
organismo internacional más exitoso que el
suyo: la FIFA tiene más agremiados que la
ONU, y además le hacen caso.
Espejo de las sociedades, el fútbol
cuenta con toda clase de testigos dispuestos
a desentrañar los beneficios y las vilezas que
desata. Sin embargo, fue necesario un largo
proceso de aculturación para entender que se
trataba de una actividad que merecía ser
abordada por escrito.
Descartado en un principio como una
rústica manera de perder el tiempo, el fútbol
tuvo sus evangelistas iniciales en la crónica
deportiva. Durante décadas, los poetas y los
novelistas se abstuvieron de manchar sus
botines con el lodo de las canchas. Manuel
Vázquez Montalbán fue un pionero esencial
para entender la sustancia narrativa que
recorría las tribunas. Convencido de que los
partidos no sólo se disputan en el césped,
sino en la mente de los aficionados, se ocupó
de las relaciones peligrosas entre el deporte
de masas y la política, el supermercado
planetario donde los dioses llevan camisetas
numeradas, las inagotables razones que hacen
que el Barça sea más que un club. Gracias a
él, sabemos que un partido mediocre puede
ser más divertido al discutirse y que nada
engrandece tanto la gesta como la suspicacia:
“Lo que más nos gusta en el mundo a los
catalanes es que los penaltis que nos pitan,
sean futbolísticos o sean históricos, al menos
sean discutibles o sospechosos”.
El fútbol es un sistema de supersticiones
y Vázquez Montalbán, culé ejemplar, llegó a
identificar el bloqueo del escritor con el
archienemigo: “Mi mente está en blanco, ese
color horroroso”.
Escoger un equipo es una forma de
decidir el destino. Hay estoicos que deben su
temple a apoyar a un club impredecible y
masoquistas que se quejan de que los suyos
no pierdan lo suficiente. La satisfacción de
estar aquí tiene que ver con el club al que
apoyo con una pasión quizá más literaria que
futbolística.
El primer regalo que recibí en mi vida fue
un llavero con el escudo azulgrana. Mi padre
nació en Barcelona, vivió aquí hasta los diez
años, y emigró a México en 1932. De niño,
atesoró con fervor algunas cosas de su ciudad
perdida: el parque de la Ciudadela, las aceras
con lado de “mar” y lado de “montaña”, el
equipo que salta al campo con los colores del
Hombre Araña.
Me hice del Barça por extensión, como
quien adquiere un mundo de fantasmas. En
aquel tiempo anterior a la televisión satelital,
muy de vez en cuando llegaban noticias de
ese equipo. A principios de los años 60, vi al
Barcelona de Cayetano Re en su gira por
México, y en 1969, a los 12 años, fui con mi
padre al Camp Nou a un derby contra el Real
Madrid.
No es fácil explicar lo que un equipo
representa para la gente del exilio. Se trata
más de una entidad soñada, hecha de
idealizaciones, que de una escuadra que
decide marcadores. Cuando la televisión
comenzó a transmitir vía satélite, los culés de
México nos sorprendimos de que nuestro club
existiera. A sus tareas de resistencia cultural,
el Orfeo Català agregó una sala con pantalla
gigante. Gracias a la oportuna diferencia de
horarios, en México los partidos europeos
coinciden con el almuerzo, y el Orfeo Català
creó una burbuja ajena a la geografía donde el
fútbol se disfrutaba con butifarras y setas
vernáculas que el entusiasmo transformaba en
rovellons.
Las identidades dependen de valores
compartidos voluntariamente. Pocas han sido
tan ruidosas y ajenas a los obstáculos de la
evidencia como la de los barcelonistas de
México. Esta lealtad fue sembrada por el
propio Barcelona en nuestro país. Durante la
guerra civil, el presidente de la Generalitat,
Lluís Companys, promovió una gira para que el
equipo pudiera seguir jugando y mantuviera
activo el espíritu de una nación. La mayoría de
los titulares se quedaron en México y se
convirtieron en figuras decisivas de nuestro
fútbol. Otros jugadores se exiliaron en Francia.
Sólo algunos suplentes y el masajista, el
imperturbable Ángel Mur Navarro, se
embarcaron de regreso con la idea de
recuperar el juego a orillas del Mediterráneo.
Muchas veces he pensado en los viajes que
se cruzaron en ese tiempo: el Barça que volvía
era el club más pobre del mundo –en rigor
dependía de un masajista y una esponja–;
mientras tanto, en otros barcos, huían los
aficionados que no volverían a ver a su equipo.
Tal vez a la gente como mi padre el fútbol
le interesaría menos si no viniera de una
pérdida. En tiempos de bonanza, conviene
recordar que a veces las ilusiones son
preservadas por quienes parecen haber
perdido el derecho a ellas. Éste es el legado
que Barcelona puede recibir de su orilla
latinoamericana. Compartimos el mismo mar,
interrumpido por la Historia.
villoro
juan
la
2da
tortuga
Los juicios de Nüremberg mostraron en
forma asombrosa que el horror convive con la
normalidad. En otros ratos de su vida, los
verdugos nazis eran personas comunes. Esta
dimensión cotidiana de la tragedia provocó la
célebre formulación de Hannah Arendt en
torno a la “banalidad del mal”. Lo más
perturbador del espanto es que no constituye
una excepción.
Pensé en esto al visitar una de las sedes
del holocausto: Dachau. Fui ahí en compañía
del periodista deportivo Alberto Lati y el
camarógrafo Óscar Gutiérrez para hacer un
corto sobre futbolistas que sobrevivieron a los
campos de concentración. Ninguno de los tres
había pensado antes en hacer el viaje. Nos
parecía innecesario, y hasta cierto punto
morboso, certificar una barbarie de la que
estábamos convencidos. Sin embargo, una
vez en Dachau, nos sorprendió la falta de
dramatismo del entorno. Las calzadas de
pedrería, las barracas, la explanada principal y
los edificios administrativos hubieran podido
pertenecer a una academia militar. Aunque no
faltaba información sobre las cruentas
actividades que ahí se habían desarrollado, el
escenario se acercaba al de cualquier
internado incómodo. “No me siento
impresionado, y esto me preocupa”, dijo de
manera elocuente Alberto. Faltaba algo. No
estábamos ante la museificación del horror,
pero tampoco ante su descarnada topografía.
El sitio evocaba una memoria convulsa sin
ponerla a la vista: el marco del ultraje, ajeno a
los detalles que lo hicieron posible.
En el estacionamiento, una flecha
señalaba el McDonald´s más cercano. El
espacio no se desmarcaba del entorno con
fuerza suficiente para sugerir que ahí había
pasado algo que no debía repetirse.
Llegó la hora de comer y buscamos un
sitio con televisión para ver el partido entre
Inglaterra y Paraguay. Recorrimos las calles de
�partido para no prestar atención a la anciana
que decía: “Elvira, todo está bien”. La miré de
reojo: se frotaba el párpado con el pico de la
tortuga. Después de unos minutos se dirigió a
la parte trasera del bar. Regresó con otro
papel. Lo abrió, muy cerca de mí. Contenía
carne cruda. Arrojó los trozos al agua. Para mi
sorpresa, las tortugas picotearon la carne.
Al poco rato, la mujer volvió a sacar a
Elvira del acuario y repitió: “Todo está bien,
todo está bien”. Era como si ambas, la dueña
del bar y su animal, acabaran de sobrevivir a
algo atroz.
Cuando el campo de concentración
estaba en funcionamiento, ella debía haber
tenido diez años. ¿Qué recuerdos
determinaban su mente? ¿De qué quería aliviar
a la tortuga que alimentaba con carne cruda?
Algo se cruzaba en ese cuarto oscuro, algo
que nos excedía y no podríamos averiguar. La
mano de la mujer acariciaba el caparazón de
Elvira cuando pedimos la cuenta.
Pocas veces la conclusión de un partido
me ha causado tanto alivio. Quería respirar aire
fresco, salir de esa cripta que se sustraía al
tiempo. La mujer nos dirigió una mirada dulce
con los ojos azules que habían visto la niebla y
la noche de Dachau. Se despidió, y volvió a
sus tortugas. Elvira aguardaba sus caricias. Al
fondo del acuario, inmóvil, reposaba una
segunda tortuga. La mujer pronunció su
nombre
con
suavidad.
Estábamos
predispuestos a que todo nos afectara en ese
sitio, a encontrar ahí saldos de una historia
rota, y quizá otorgamos demasiado sentido a
lo que sólo dependía de la locura y el azar. Lo
cierto es que el nombre de la segunda tortuga,
quieta al fondo del agua, resumió las
confusiones de ese día.
En efecto, se llamaba Adolf.
JuanVilloro
MéxicoDF·56
la sustancia
narrativa
que
recorre las tribunas
“todo está bien, todo está bien”
Dachau hasta llegar a una plaza pintoresca.
Alberto advirtió la paradoja de que una aldea
tan apacible sobrellevara una fama tan
dramática.
Encontramos un par de tabernas
agradables, pero no tenían televisión. Faltaban
cinco minutos para el partido cuando vimos la
puerta de un pub. Fui el primero en entrar.
Respiré un aire ácido; tardé unos segundos en
acostumbrarme a la penumbra. El lugar estaba
atiborrado de adornos. Del techo pendían
cientos de tarros de cerveza. Un hombre de
inmensa espalda y barba de cuento de hadas
estaba en la barra. Pensé en salir, agobiado
por la sensación de encierro, pero vi una
televisión en una esquina. Pregunté si podían
encenderla. Una mujer, de ojos muy abiertos,
apareció detrás de la barra. Habló con enorme
amabilidad, pero como si masticara las
palabras. La quijada parecía trabársele al
término de cada frase. Encendió la televisión.
El partido estaba a punto de comenzar.
Nuestro destino se había sellado durante
dos horas.
Óscar vio con desconfianza los adornos.
Le llamó la atención un títere de amenazante
seriedad. No había objetos tranquilizadores:
calaveras y guadañas, la silueta de un vampiro
en la puerta del baño, manchas de sombra
donde podía asomar un muñeco sin ojos.
Al poco rato entró un joven a la taberna.
Preguntó en dialecto bávaro si Petra había
dejado ahí su chaqueta la noche anterior. El
hecho de que ese sitio tuviera comensales, así
fuese a otras horas, sirvió para calmarnos, al
menos por un rato.
La dueña del local nos ofreció una
especie de albóndiga hecha con tres quesos
rancios y cebolla dulce. Luego nos preparó
unos sándwiches hasta cierto punto
comestibles. La atmósfera avinagrada era tan
penetrante que no llegamos a acostumbrarnos
a ella.
Empezaba el segundo tiempo del partido
cuando el gigante terminó su última cerveza
en la barra y alzó una mano rojiza en señal de
despedida. La propietaria no tenía a nadie más
que atender, tomó un papel absorbente y se
dirigió a un acuario al lado de nuestra mesa.
Sacó de ahí una tortuga, la puso sobre el papel
y se sentó muy cerca de mí. “Todo está bien,
todo está bien”, le dijo a la tortuga. Repitió la
frase, una y otra vez, como un rezo. No había
mucho que esperar del juego defensivo de
Paraguay pero traté de concentrarme en el
�pop-ups
pop-ups
Una vez que el mecanismo de la cámara fotográfica
cizalle la imagen encuadrada, la media docena de niños
quedará impresa en el lado derecho de la enorme valla –que
se levanta a la orilla de la avenida Independencia–. En el otro
extremo de la valla, impreso sobre una tenue reproducción del
yate Granma, hay una frase escrita con letras mayúsculas y
cubre más de la mitad del cartel: Fidel es un país.
Desde mi asiento en el ómnibus veo cuánto resalta la
frase sobre el fondo amarillo.
ahmelechevarría
Altísima. Cabello teñido de rubio, vestía ropas de
hilo. Blusa, saya y bolso. Grandes aretes. Esa muchacha cursa
el último año de la carrera de Comunicación Social en la
Universidad de La Habana. La conozco. Ella hacía auto stop en
la avenida Rancho Boyeros –o avenida Independencia– cuando
la vi, cuando me vio. Sonrió, nos saludamos, miró la hora y
cruzó la avenida. Caminó en dirección a mí –la última vez que
coincidimos fue en el Instituto Superior de Arte, habían
organizado un panel con varios intelectuales que impartirían
unas charlas a “jóvenes creadores”, el tema era el “Quinquenio
gris”. Habían transcurrido quince días desde aquel encuentro.
La muchacha de falso cabello rubio iba con mucho
retraso, llegaría tarde al primer turno de clases. Eso dijo. Y
todo porque no escuchó la alarma de su despertador. Buena
parte de la madrugada la pasó leyendo Las iniciales de la tierra,
de Jesús Díaz. Cuando lo terminara, dijo, cuando lo terminara
empezaría con El color del verano, de Reinaldo Arenas. Le dije
que en mi casa tenía tres libros de la “Generación de la
violencia” y podía prestárselos: Los pasos en la hierba, de
Eduardo Heras León, Condenados de Condado, de Norberto
Fuentes y Los años duros, de Jesús Díaz. La muchacha dijo sí,
también me recordó que yo le había prometido prestarle la
novela Respiración artificial, de Ricardo Piglia.
Miré la hora. Ella iba con muchísimo retraso y con muy
pocas ganas se lo dije. Dolía dejarla ir. Quedamos en
volvernos a ver para prestarle los libros. Nos despedimos y se
paró junto al separador de la avenida. El semáforo estaba en
rojo. Se acercó a un Lada, antes de montarse se volvió hacia
mí e hizo un leve movimiento con su mano. La muchacha de
falso cabello rubio estaba vestida como para matar.
Tan pronto el Lada cruzó la intersección de Boyeros y
Vento recordé que en la noche el cantautor Frank Delgado
haría un concierto. Había olvidado invitarla. Decidí entonces
hacer una pequeña carrera hasta la parada para tomar el
ómnibus que venía acercándose.
Sonríen a la cámara. Media docena de niños uniformados con
la combinación de prendas de la enseñanza primaria sonríen a
la cámara.
Sonríe. Desde la valla –de un fondo verde muy oscuro– Fidel
sonríe. Notablemente arrugado su rostro, totalmente cano el
cabello de la cabeza y la barba. Sonríe. Con su uniforme de
campaña, sonríe. Está erguido y ocupa el lado derecho del
cartel, en el otro extremo, impreso en letras mayúsculas y
rojas, una frase: Vamos bien.
como para matar
Detrás hay otra valla. Pero no alcanzo a leer todo el mensaje,
solo sé que es una variante de la anterior. Parte de la alerta
está relacionada con la propiedad de la vivienda y la supuesta
pérdida de los derechos sobre la misma de ponerse en
marcha y aceitarse los engranajes del Plan Bush.
Gracias, ya vivimos en Cuba libre –este era el final de la
frase elegida por los publicistas.
Triunfaremos. Una palabra escrita en letras blancas y
mayúsculas. En la composición, los colores de las banderas de
Venezuela y Cuba se diluyen y generan un patrón de
continuidad.
Triunfaremos. Leo desde mi asiento, el ómnibus apenas
ha rebasado la intersección. Hugo Rafael Chávez sonríe desde
la valla. Viste una camisa roja. Sonríe y tal parece que lo hace a
todos los conductores y pasajeros que viajan por la avenida
Rancho Boyeros –o avenida Independencia.
Cierta vez un amigo diseñador me comentó que para los
carteles se toma en cuenta la simetría bilateral del rostro
humano: según la manera en que este haya sido encuadrado
parecerá que mira y sonríe a la persona que está parada frente
a dicha reproducción. Cualquier ángulo que elijas, dijo, donde
quiera que te pongas creerás que te sonríe.
Una mujer. Una mujer negra que se salva de morir producto de
las llamas. Era una de las mejores atletas del país y ya pasó al
retiro. En medio de su carrera deportiva sufrió un terrible
accidente.
Esa mujer sorprendió a muchos. Tras superar la fase de
recuperación y los ciclos de fisioterapia volvió a las pistas y
ganó varias medallas. El rostro de esa mujer, con la dura
marca de los queloides, sonríe a la cámara. También lo hacen
una niña y un niño. Tras el disparo de la cámara la imagen
quedará impresa, sobre fondo azul, en el lado derecho de una
valla que se levanta a pocos metros de la Fuente Luminosa. En
el lado izquierdo y ocupando más de la mitad del espacio hay
una frase: Fidel es un país.
Aquí termina una parte de mi viaje.
Bajo del ómnibus para hacer el cambio de ruta.
Azul. Sobre el fondo azul y en la parte izquierda de la valla
aparece un pizarrón negro con trazas blancas. Resulta
imposible leer lo que está escrito, aunque este detalle
verdaderamente no importa, sino la composición toda, porque
la imagen impresa es un encuadre donde el fotógrafo cizalló
solo una parte del interior de un aula. En ella, un grupo de
alumnos de la enseñanza primaria reciben sus clases.
¿Cuántos son?: la cifra verdaderamente no importa, sino la
composición toda. En el área derecha de la valla aparece un
texto. Es largo. Pude leerlo y recordar cada palabra gracias a
que el semáforo estaba en rojo: El Plan Bush les quitará la
historia, el amor a los símbolos y la luz que anida en el
pensamiento. Gracias, ya vivimos en Cuba libre.
Transcurre el día. Una jornada de trabajo. Una más.
Un amigo ha enviado un e-mail colectivo donde advierte,
parodiando un refrán, que si “el río de Yahoo suena es porque
piedras trae”. Y es que mi amigo ha visto cómo esta web ha
puesto en la página de acceso al correo una foto de Fidel y
varios links que remiten a las últimas noticias sobre el estado
de salud del viejo Jefe de Estado y Gobierno. Por eso sugiere
que cambiemos a G-Mail, servicio de correos también gratuito
que, según mi amigo, al menos por el momento es
aparentemente solo eso. También recomienda ponerse en
guardia, es probable, dice en su e-mail, es posible que alguien
pueda husmear en tu correspondencia virtual, por lo que
aconseja poner en práctica una serie de triquimañas para
esta chica, es la mejor • elija esta chica, es la mejor • esta chica,
�como para matar
complicarles el trabajo a esos muchachitos que entran y
revisan tu buzón de correos sin hacer ruidos, sin que se les
note.
En un nuevo e-mail, otro amigo difunde un artículo
periodístico sobre la censura en Internet y todas sus variantes.
El texto va acompañado de nombre de países y grandes
empresas que practican este deporte. El articulista dice que
Cuba está entre quienes van a la cabeza. Le respondo a este
amigo agradeciéndole el envío, y junto a la confirmación
automática de que el mensaje ha sido enviado aparece el perfil
del convaleciente Jefe de Estado y Gobierno cubano y los links
que remiten a las últimas noticias.
El último correo que reviso tiene una entrevista al músico
Frank Delgado.
Como una enorme roca sobre el escenario. Rodando. Un
trovador nacido en 1960 ha vuelto al escenario acompañado
esta vez por una banda. Puros timbres de rock & roll. Ha
dejado atrás, al menos en buena parte del concierto, el
pequeño formato de música tradicional cubana que en la
mayoría de sus últimas presentaciones lo acompaña. Me
sorprende el concierto, me sorprenden las canciones nuevas.
Es un tipo con un agudo sentido del humor, irónico, sus temas
van desde la guaracha hasta las más bellas o tristes
canciones. Pero esta vez ha subido al escenario con una
banda de rock y la propuesta es fuerte, buena. Mucha energía.
Una sucesión de temas en donde no ha dejado de ser el tipo
irónico de siempre. Hay chicos melenudos, bellas
adolescentes con el mundo a sus pies o a punto de rendirse
bajo sus faldas. Algunos tararean esos temas nuevos, casi
todos cantan las versiones rockanroleadas de temas ya no tan
nuevos. Sin embargo solo un pequeño grupo de adolescentes
baila.
Entre canción y canción estos adolescentes piden las
viejas canciones que tienen que ver con la guerra de África, los
marielitos, las prostitutas cubanas, el crack del campo
socialista, la vida durante los lejanos 80´s, los españoles y sus
inversiones acá en Cubita la bella. Los chicos melenudos y las
hermosas adolescentes no habían nacido o eran solo unos
niños cuando el territorio nacional era cruzado por estos
vendavales, sin embargo piden a gritos esas canciones y Frank
sonríe y pide paciencia.
Salvo por los problemas con el audio salgo del teatro
pensando que ha sido un buen concierto. Busco en el lobby,
busco en las afueras del teatro. No veo a la muchacha de falso
cabello rubio. Tal vez hubiésemos regresado juntos. Entonces
me despido de mis amigos.
Fondo blanco. A la izquierda, en la valla, aparece el rostro de
un joven. Formaba parte de un grupo que asaltaría el Palacio
Presidencial para ajusticiar al entonces presidente y tomar la
emisora Radio Reloj. Este joven fue quien tomó el micrófono
para comunicar a todos los radioyentes que el resultado de
aquel movimiento armado era la muerte de Batista, la muerte
del dictador Fulgencio Batista, dijo, en su propia madriguera
del Palacio Presidencial. Pero no pudo terminar la alocución
pues cortaron las transmisiones. Tras abandonar la emisora lo
mataron camino a la Universidad de La Habana. Cada año
Radio Reloj retransmite la alocución justo el mismo día y a la
misma hora en que ocurrió el fallido ataque.
Fondo blanco. Hacia la derecha, una frase ocupa más de
la mitad del área de toda la valla. La leo mientras espero a que
el tráfico de autos que circula alrededor de la rotonda de la
Fuente Luminosa me permita seguir mi camino rumbo a la
parada de ómnibus luego de hacer el cambio de autobús: Era
un joven como ustedes, fraterno, alegre, entusiasta. Era un
joven como ustedes.
La estatua en bronce del Lugarteniente General Antonio
Maceo y su caballo. La silueta de ambos está impresa en alto
contraste, es un dibujo verde sobre fondo blanco. El caballo
está parado en dos patas y el Lugarteniente General no pierde
el equilibrio. Ambos están en franca pose de combate. A la
izquierda, en la valla, ocupando poco más de la mitad, aparece
una frase. En rojo: Protesta de Baraguá. Y en azul: Un tesoro
de gloria y un ejemplo incomparable.
El ómnibus va dejando atrás los pocos autos que circulan
por la avenida Independencia.
Una amalgama de imágenes. Pequeñas banderas baten
alrededor de las instantáneas que marcan fechas claves desde
la Revolución del 59 hasta el nuevo siglo y milenio. El fondo de
la valla es una sucesión de franjas horizontales: tres azules y
dos blancas.
La victoria fue, es y será siempre nuestra.
No importa a qué velocidad vayas, podrás leer estas
grandes letras negras y blancas.
Ring the bell well in advance of your stop. Dice el cartel
pegado muy cerca de la puerta. ¿Debo presionar el botón? Es
rojo. Tiene el dibujo de una campanita. Soy el único que
necesita bajarse en la parada de la intersección de Vento y la
avenida Independencia, si no le aviso al chofer puede que siga
de largo. Tal como dice la advertencia con antelación presiono
el botón para avisar que en la próxima parada quiero bajarme.
Lo hago –temiendo que el chofer se incomode–. Vuelvo a
presionarlo, nada sucede. Camino entonces hacia la parte
delantera del ómnibus.
Y hablo con el chofer. Detiene el ómnibus. Me bajo.
un concierto de Frank Delgado. Hemos hablado de música y
sabe que en mi casa tengo grabaciones de Frank. Le digo que
fui, que fue un buen concierto. La muchacha de falso cabello
rubio me mira. Hay en sus ojos cierto reproche y me dice que
por qué no le dije nada, que tampoco me perdonará si no le
presto los libros que en la mañana le prometí.
Es de madrugada.
Luego de disculparme le digo que la acompañaré.
Camino a su casa me pregunta qué tal fue mi viaje a Bolivia.
En mi memoria se suceden los escenarios donde estuve
–Cochabamba, Sucre, Tarija–. Climas y paisajes de
características muy dispares. También alcanzo a recordar los
rostros, la arquitectura, olores, el gran tamaño de los perros
callejeros, el falso color local, la Bolivia marginal y dura. Quiero
hablarle de la Cordillera de Los Andes, de la peligrosísima
carretera que serpentea a lo largo de la ladera, de los muertos
que yacen perdidos en los precipicios y enquistados en la
memoria de los dolientes –porque son recordados con una
cruz y fantasmales flores azules en el borde mismo de la
carretera–, de la única llama que vi y que estaba tras una
alambrada, del sabor del jugo de las hojas de coca, sin
embargo solo alcancé a recordar y hablarle de la iconografía
de productos y marcas que se levantaba en cada rincón en
donde estuve. Te va cercando –le dije–. Asfixia –le dije–.
Aunque creo que sucede solo al principio, hasta que el propio
cuerpo lo asimila, tal como si esa iconografía no estuviera
incrustada dentro del entorno. Es el aire, el agua, el suelo que
pisas. Es el entorno –le dije–. A más de tres mil metros de
altura, en el camino de Cochabamba a Sucre, y en una zona
apenas poblada, desde el microbús donde viajaba vi una valla.
Era roja y blanca. La muchacha sonrió. Supuse que ella sabía
qué había tras el mensaje de los publicistas. Era un anuncio de
la Coca Cola –dijo–. Una promoción de la botella tamaño
personal –le dije–: Elija esta chica, es la mejor. Algo así decía
en la valla. Letras blancas sobre fondo rojo.
AhmelEchevarría
LaHabana·74
Por mi lado pasa un taxi. Suavemente. Y se detiene. Es un
viejo Chevrolet fabricado antes del 59. No es un “cola de
pato”, puede que sea del 54.
Alguien llama. Alguien me llama. Es una muchacha,
altísima, vestida de hilo, vestida como para matar. Y la espero.
Tan pronto me saluda me dice que por no enterarse se perdió
altísima, de falso cabello rubio, estaba vestida como para matar
�r o d r i g o rodrigo
fresánfresán
el· pescador· pescado
Antes de suicidarse en 1961, el
siempre autodestructivo Ernest Hemingway
resucitó varias veces: sobrevivió a un obús de
la Primera Guerra Mundial, a un accidente de
avión que le dio la oportunidad de leer sus
propias necrológicas y, cuando todos ya
habían enterrado su carrera literaria, publicó El
viejo y el mar.
Y todos volvieron a caer en las redes de
Hemingway.
EL ANZUELO
El 1 de septiembre de 1952 apareció la
nouvelle de 27 mil palabras en un número de
Life, que le pagó al escritor 1,10 dólares por
cada una de ellas. Fue un buen negocio. Se
vendieron cinco millones de revistas en 48
horas. El 8 de septiembre la editorial
Scribner´s puso a la venta el libro –con diseño
de portada de la joven Adriana Ivancich, por la
que Hemingway había perdido los papeles– y
no dudó en encargar la segunda edición una
hora después de que hubieran abierto las
librerías y hubieran volado los primeros
cincuenta mil ejemplares. En su libro Hemingway y su mundo, Anthony Burgess describe
con precisión y gracia la Viejomarmanía y sus
porqués:
Su impacto fue increíble. Se predicaron
sermones basándose en él, el autor recibió
cientos de cartas laudatorias día tras día, por
las calles la gente le besaba llorando, su
traductor al italiano dijo que apenas podía
traducir por las lágrimas, y Batista le concedió
a Hemingway una medalla honorífica “en
nombre de los pescadores profesionales de
peces-espada desde Puerto Escondido a Bahía
Honda” [...] Es fácil comprender por qué la
novela fue, y sigue siendo, tan universalmente
popular: trata del valor mantenido frente
al fracaso.
Tiene razón Burgess: el hombre es un
animal raro y pocas cosas le resultan más
agradables y disfrutables que presenciar –de
lejos y de cerca, en un libro– la épica de la
derrota de otro. Y la cosa se pone mejor aún
cuando la prolija narración de una caída está
firmada por el inesperado vuelo de quien se
pensaba tenía ya las alas rotas. Hemingway
–luego de haber soportado el desprecio crítico
por Al otro lado del río y entre los árboles, su
involuntariamente autoparódica novela de
amor otoñal– volvía por su fueros para contar
la viril saga de un pescador cubano de nombre
Santiago que luego de una lucha a muerte
vence a un gigantesco pez espada sólo para
contemplar, impotente, cómo se lo devoran
los tiburones. La trama, claro, se presta a
múltiples interpretaciones: ¿Metáfora de un
último combate? ¿Hemingway era el pescador
o el pez? ¿Los críticos eran los tiburones?
¿Cuba era el paraíso recuperado o el infierno
obtenido?
Hemingway –bien macho y bien lejos de
todas esas mariconadas– en su momento
advirtió que “no hay simbolismo. El mar es el
mar. El viejo es el viejo. El pez es el pez. Nada
más. La puta mar, como dicen los cubanos”.
Faulkner –sureño e irónico– escribió que
era el mejor libro de Hemingway y “el mejor de
cualquiera de todos los nuestros”; pero
agregó: “Esta vez Hemingway descubrió a
Dios, al Creador... Está bien. Alabado sea el
Señor que nos hizo, nos ama y nos compadece a Hemingway y a mí; y que nos impida
volver a ocuparnos de él de aquí en adelante”.
En cualquier caso, a Hemingway la divina
idea le venía de lejos. Ya en 1936 había
publicado en el mensuario Esquire una crónica
con el título de “On the Blue Water” a
partir de una historia que le había contado
un pescador. Los años, y su relación con
el legendario y recientemente fallecido a
los 104 años de edad Gregorio Fuentes –
patrón de su yate Pilar–, hicieron el resto.
La idea original de Hemingway era que la
historia de Santiago fuera el último tramo
de un largo libro sobre el mar a titularse
The Island and the Stream, que fue
editado póstumamente en 1970 con el
título de Islands in the Stream (Islas en el
golfo, en la edición en castellano) y en
donde aparece, al principio, otra larga
secuencia –para mí más lograda que la de
la nouvelle– de pesca y persecución, esta
vez protagonizada por un pescador
adolescente bajo la vigilante y orgullosa
mirada de su padre. La idea, supongo, era
abrir y cerrar la novela con un pez
poderoso y con pescadores perfectamente conscientes –en su juventud o en
su vejez– de que ya nunca les volvería a
suceder algo igual.
LA CARNADA
Nada igual volvió a sucederle a
Hemingway: El viejo y el mar ganó el
Pulitzer correspondiente a ese año, se
convirtió en best-seller mundial, dio lugar
a una película horrible con Spencer Tracy
que Hemingway detestó, y fue tiro de
gracia a la hora de por fin cazar el Nobel
de 1954. Ahora bien: ¿es tan bueno El
viejo y el mar? Confieso que tenía un
recuerdo difuso del libro, que no me
gustó nada cuando lo leí y que entonces
no pude evitar emparentarlo con esos
cortometrajes for-export de dibujos
animados de Disney con gauchitos
voladores, loros cariocas, toros sensibles
y avioncitos correo chilenos con los que
Walt pretendía conquistar el mundo. Sí,
hay algo de la funcional universalidad
alegórica de El principito, de Platero y yo y
de Juan Salvador Gaviota en El viejo y el
mar –lo mismo ocurre con las también
breves y parabólicas La perla de John
Steinbeck y Una fábula de William
Faulkner– que pone un poco los nervios
de punta. Ese tufillo corderil de libro cuasi
de autoayuda disfrazado de lobo. No sé. Y
es ciencia: el mejor Hemingway no está
en los jadeos de sus novelas (con la
excepción de The Sun also rises, alias
�Fiesta) sino en el largo aliento de sus cuentos.
Se sabe que sus inmediatos imitadores y el
posterior aluvión sucio de los minimalistas no
hicieron más que destacar los aspectos
caricaturizables de su estilo. Se sabe también
que Hemingway era un patán, una mala
persona y que Fitzgerald y Faulkner fueron,
siguen y seguirán siendo mucho mejores
que él.
Así que, lo confieso: volví a acercarme a
El viejo y el mar con la caña en alto y sin bajar
la guardia. Hacía mucho que no leía a
Hemingway y –¡sorpresa!– ahí estaba otra vez
ese estilo que te gana de a poco pero
enseguida: la frase precisa, la naturaleza del
mundo inseparable de la naturaleza del
hombre, la repetición tres o cuatro veces de
una misma palabra en una sola oración y una
ininterrumpida sucesión de milagros como
–voy a escribirlo en inglés– ”The sky was
clouding over to the east and one after another
the stars he knew were gone”. Pero El viejo y
el mar no es mejor que sus últimos victoriosos
relatos derrotistas como “Las nieves del
Kilimanjaro” o, especialmente, “La corta y feliz
vida de Francis Macomber”. Lo que molesta o
irrita de El viejo y el mar es, paradójicamente,
sus virtudes marketing de librito perfecto: es
turístico, aleccionador, breve, contundente,
ideal como primer libro a leer por los
estudiantes de inglés del planeta y –en la
cuidadosa revisitación y reciclaje de momentos en la vida y obra del autor– definitivamente
hemingwayano. Es, sí, el libro más populista
de un escritor popular. Un Hemingway para
millones donde, tal vez, la culpa no sea del
que firma sino de esa multitud que lo lee
como libro/estandarte y siente que ha rendido
la asignatura correspondiente y a otra cosa.
De algún modo, más que un libro, El viejo y el
mar es un eslogan pegadizo y un lugar común
inmediato. Un Moby-Dick fácil y light
(Hemingway, siempre peleándose con los
mejores que él, definió a la obra maestra de
Melville como “buen periodismo y mala
retórica”); lo que fue y no deja de ser un logro
pero, también, un arpón de doble filo. Así, lo
que distingue y mitifica a El viejo y el mar
(último libro publicado en vida por Hemingway
y, para muchos, perfecto destilado de su
credo y estética) está en realidad fuera de la
literatura, y por eso es uno de esos contados
artefactos extraliterarios más allá de las
bondades de su prosa que de tanto, como
un huracán caribeño, arrasan con todo.
Incluyendo a Hemingway.
Sus camorreras cartas de por entonces
muestran a un campeón súbitamente recuperado en el último round, luchando con
todos, insultando a los escritores jóvenes y
burlándose de los muertos. Entre líneas,
resulta evidente que el fantasma navideño y
cada vez más poderoso de Fitzgerald –quien
tanto lo ayudó y lo quiso hasta el final, a pesar
de todo– no lo dejaba dormir en paz y que,
sabía, El viejo y el mar había sido el último
regalo de una vida que ahora empezaba a
pasarle la cuenta y pedirle explicaciones.
Al poco tiempo, Fidel y el Che entraron
en La Habana y Hemingway ya no pudo volver
a pescar en el Pilar o a ocupar su mesa en el
Floridita. Se deprimió mucho y se distrajo
rescribiendo a conveniencia su pasado en la
tan infamante como formidable A Moveable
Feast (París era una fiesta), y armando y
desarmando El jardín del Edén, una extraña y
perversa y fascinante novela que recién
aparecería en 1987. Empezó a desconfiar de
todo y de todos, intentó suicidarse varias
veces, recibió electrochoques y supo que el
cazador ahora era la presa. Era una leyenda
viva para todos y muerta para sí misma.
Las últimas fotos lo muestran caminando
por los bosques nevados de Ketchum;
pateando latas o sonriendo a cámara con una
sonrisa enorme y amplia y llena de dientes que
se olvidaron de cómo morder. Un funcionario
de la Casa Blanca le pidió una frase para un
volumen conmemorativo que sería entregado
al recién investido presidente Kennedy. No se
le ocurrió nada, no podía escribir una palabra.
“Ya no quiere salir, nunca más”, le dijo
llorando a su última esposa.
Un amanecer de domingo se le ocurrió
una última gran idea para un último breve
cuento. Una ficción súbita, un microrrelato.
Bajó a su estudio y la escribió de un tirón, de
un tiro: “El viejo y el rifle”.
RodrigoFresán
BuenosAires·63
and one after another the stars he knew were gone
fresánfresán
the sky was clouding over to the east
�ja
vampiros espaciales– lo definió a la perfección
en Crónicas del gran tiempo, una serie de relatos
donde se narra la guerra entre dos facciones
opuestas a través de la eternidad: ahí
absolutamente todo es un tablero de ajedrez
donde los “soldados combaten volviendo atrás a
cambiar el pasado o yendo hacia adelante a
cambiar el futuro, para lograr (...) la victoria final
dentro de mil millones de años o más”. En
suma, un juego perpetuo, una conspiración sin
fin, la verdadera matriz de la Historia.
De este modo, Leiber escribía de
conspiraciones galácticas pero en realidad
hablaba de otra cosa: la Guerra Fría, aquel
ajedrez mundial ejecutado por jugadores ciegos,
llenos de dobles intenciones y agentes triples
que olvidaban de qué bando provenían.
Por supuesto, por acá no estamos tan lejos
de esa clase de trama. Así, mientras en Bobby
Fischer... se detalla que el padre del campeón
yanqui
trabajó
como
fotógrafo y espía ruso
en Algarrobo,
basta
recordar de
manera reversa dos
historias del argentino Rodolfo Walsh. En la
primera, Walsh juega ajedrez en un bar de
Buenos Aires en el momento preciso en
que alguien dice “hay un fusilado que
vive”, puntapié inicial o apertura siciliana
de esa obra maestra de la no-ficción que
es Operación Masacre. En la segunda,
Walsh está en Cuba, trabajando para
Prensa Latina, cuando ve un teletipo lleno
de garabatos y se da cuenta de que es un
mensaje encubierto de la CIA. El escritor
va y se lee todos los libros de criptografía
que tiene a mano para luego descubrir que
lo que ahí se detalla son los planes
secretos de la invasión de Bahía Cochinos.
Y cambia la historia. Jaque mate. O jaque.
Una excepción a la regla para aquello que
Amis dijo alguna vez sobre el mismo
Fischer: “el supremo genio del ajedrez
puede aliarse con el más pobre material
humano”.
ue
Dura varios días. Una muñeca gigante se
pasea por Santiago y la gente enloquece. La
muñeca busca a un rinoceronte mientras las
imágenes del desastre impactan a los transeúntes desprevenidos. La multitud delira, sigue a la
marioneta, saca fotos, llora, no puede creer lo
que está pasando. O más bien lo puede creer
pero no quiere hacerlo, desea
entregarse por minutos a la alucinación, a aquellos pedazos de la
ficción que la gente del Royal de
Luxe ha montado para ellos. Ojo.
En Chile cualquier cosa que
involucra alguna clase de reapropiación del espacio público termina siendo el espejismo de un
universo paralelo que la ciudadanía sale a buscar con frenesí.
Por supuesto, los psiquiatras
televisivos deben tener una
explicación medianamente ingeniosa o técnica, pero las
imágenes –la multitud abriéndole
paso a la “niña”, los ciudadanos al
borde del shock por los vehículos
chocados en las inmediaciones de
La Moneda– superan cualquier
clase de opinología.
Por supuesto, yo tampoco sé
qué decir del asunto salvo sonreír
y pensar, que –por momentos– en
la literatura de nuestro imaginario,
tan centrada en los afectos y
desafectos que suceden entre las
paredes de adobe de la nación,
los espacios públicos han sido
mirados con miedo, sublimados o
decretados extintos.
Hace años, el Cristo del Elqui
de Parra cambiaba el ágora pública
por un set de televisión tipo
Sábados Gigantes y la iluminada de
Diamela Eltit se pasaba la noche
sola en una plaza vacía llena de
luces amenazantes. Por otro lado,
El paseo Ahumada de Lihn –que se
dio cuenta de esa perversa relación
entre el ciudadano y el escritor en
las calles del centro– era un
infiernillo dantesco en el que no reparó Carlos
Franz en La muralla enterrada, aquel perfecto
ensayo policial sobre la búsqueda de una ciudad
perdida que ya era imposible de habitar, al modo
de los pueblos sureños sin gente donde los
hablantes de Teillier esperaban el apocalipsis.
Esa ciudad fue la que se desbordó en la
calle en eventos como el de la semana pasada,
colapsando los diques de contención imaginarios apuntalados en nuestros relatos y novelas.
La gigantesca muñeca puede haber parecido
una versión más amable y con final feliz de
Godzilla, pero su monumentalidad ponía en
jaque la escala visual de nuestra
memoria literaria.
La señal no es menor. Hay un
desfase ahí, esa misma clase de
desfase que desataron Tunick y la
“casa de vidrio”, algo que se veía
o leía como una grieta en el modo
de narrarnos. En nuestra novela,
los personajes siempre descorren
los tupidos velos con una sutileza
vaticana mientras escuchaban tras
las paredes, enunciando a medias
secretos de familia insondables.
En nuestra poesía, los cantos
generales devienen siempre en
paisajes particulares. Incluso Neruda, el mejor poeta de estadios que
jamás ha existido, creó una
Neverland particular a costa de
acumular fetiches privados para
contemplar en las noches lluviosas de su casa en la playa.
Pero
estos
golpes
de
realidad ponen toda esa edificación –aquella casa de la literatura
chilena– en crisis cuando el
espacio público y la histeria masiva señalan que la multitud quiere
que le cuenten historias y la
engañen y que cualquier pánico es
falso mientras estalla en llanto y
mira embobada y feliz cómo todo
lo que sabe se derrumba y camina
feliz al lado de unos monstruos
que, cómo no, se desparramaban
por Santiago. Esas imágenes
destierran nuestra agorafobia y
merecen un poema o una novela
completa: algo que hable del
murmullo de la multitud esbozando onomatopeyas imposibles,
sonriendo ante lo inaudito,
riéndose de cómo por un rato los límites entre
el arte y la vida explotan y se desvanecen ahí,
en medio de la calle.
a orafobia
Escenas: un hombre saca fotos de
espías alemanes en el puerto de San Antonio. La
KGB se moviliza a nivel transcontinental. Henry
Kissinger hace un llamado telefónico. Un policía
islandés baila. El FBI arma un expediente de 900
páginas de una mujer. Un hombre se saca las
tapaduras de los dientes por miedo a ondas
mentales malignas lanzadas por los soviéticos.
Otro chantajea al Kremlin por un departamento
más grande. Alguien radiografía una silla que
puede contener un dispositivo secreto. Alguien
abandona una secta esotérica. Nixon intenta
hacer un hueco en su agenda.
Paradójico. Todo lo anterior podría
corresponder a una novela de Clancy o Ludlum
pero está salido de Bobby Fischer se fue a la
guerra, de David Edmonds y John Eidinow, libro
reportaje sobre el match por el campeonato
mundial de ajedrez de 1972 entre Fischer (el
aspirante, genio megalómano con ínfulas de
rockstar)
y Boris
Spasski
(el campeón,
última
encarnación
de la escuela
soviética), un
encuentro épico y, por
qué no, desquiciado.
El libro es genial y delirante. Cero deporte:
el ajedrez termina siendo la excusa para un
relato donde desfilan miembros del politburó,
deportistas sociópatas, espías y acusaciones de
telepatía. Tragicómicos, casi siempre asombrados, Edmonds y Eidinow desclasifican documentos, chequean genealogías, interrogan testigos y
sugieren de paso que, para narrar el mundo del
deporte –o hacerse una idea, por lo menos–, la
literatura puede acercarse más que el
periodismo.
Podría ser un pequeño leitmotiv literario. De
Canetti a Nabokov, pasando por George Steiner
o Martin Amis, el ajedrez aparece como un
canon en la sombra, una metáfora de algo más,
una manera de tramar o destramar quemándose
con estrategias truncadas y movimientos
inexplicables. Fritz Leiber, clásico escritor de scifi yanqui –un erudito en Shakespeare que
escribía sagas de fantasía y cuentos sobre
ÁlvaroBisama
Valparaíso·75
�2.
Regresar esta vez a La Habana es
regresar a lecturas políticas y lecturas
pendientes. Moby Dick, esa transfusión de
sangre. Algunos dicen que es la gran novela
americana. Pero hay otros que dicen (y yo
les creo) que la gran novela americana la
escribió un ruso y se llama Lolita. El ruso que
dijo una vez a The Paris Review: “Me hubiera
gustado vivir en Nueva York durante la
década de 1930. Si en ese entonces se
hubieran traducido mis novelas, hubieran
provocado un shock y hubieran dado una
lección a los entusiastas pro soviéticos”.
3.
Regresar esta vez a La Habana es
regresar, también, al desorbitado paisaje
mental que es la isla de Lost. Y a cierta
novela desorbitada que estoy y no estoy
escribiendo, que puedo y no puedo escribir.
Digamos, aproximadamente, que sigo
perdido en la traducción. Y en La Habana,
capital de fantasmas. Quizás haya que
esperar la próxima década, pienso. Nos
vemos en el futuro.
4.
Dejo de mirar por la ventanilla. El asiento
a mi lado ya no está vacío: lo ocupa una
figura envuelta en sombras que no son de
este viaje. Es un hombre. Le pregunto quién
es. Él responde: Yo soy Providence. De
pronto lo reconozco y de pronto se me
ocurre fabricar una línea fácil: “El escritor
que cayó del cielo”. Recuerdo que vivió en
Nueva York, y no le gustó. En carta a su
amigo Frank Belknap Long, escribió que “es
imposible referirse con calma a la ciudad de
Nueva York. La ciudad está sucia y maldita:
vengo de ella con la sensación de haberme
manchado con su contacto, y ansío algún
detergente de olvido que me limpie del todo.
¡Cómo, en nombre del cielo, los sensibles y
dignos hombres blancos pueden seguir
viviendo en ese potaje de inmundicia asiática
en que se ha convertido la región –con
señales y vestigios de plagas de langosta
por todas partes–, es algo que escapa
absolutamente a mi comprensión!”
De modo que este escritor regresó huyendo
a la Nueva Inglaterra profunda, la Nueva
Inglaterra colonial que tanto quiso, y murió
en su ciudad natal, capital del diminuto
estado de Rhode Island. Se llamaba Howard
Philips Lovecraft, pero en su tumba sólo hay
una columna que dice: YO SOY
PROVIDENCE.
5.
El 2007, pienso. Los 70 años que lleva
muerto Lovecraft, y lo vivo que ha estado
desde que murió hace 70 años. Escribió mal,
el viejo pulpo excéntrico y fascistoide, pero
escribió lejos, y la sombra de sus tentáculos
es alargada. El imposible diálogo entre
nosotros no va a tener lugar, al menos no en
esta guagua, pero quiero recordar con cariño
al triste, solitario y outsider, fanático de la
astronomía, la antigüedad y las pulp
magazines, que creó y dispersó por todas
partes lectores fanáticos a una literatura
mitómana y demencial.
Recordar su trabajo para la UAPA o
United Amateur Press Association, donde
publicó sus primeros cuentos y ensayos y
poemas mientras distribuía su propia revista
–The Conservative– y se hacía de un espacio
en el mundo del periodismo independiente
anterior a Internet y los blogs y los e-zines.
Recordar que uno de sus cuentos de terror
fue rechazado por Weird Tales –una revista
de terror– porque era “demasiado
terrorífico”.
Recordar al árabe loco Abdul Alhazred y
a ese libro que es puro terrorismo y que lleva
por título Necronomicon y que hasta tuvo su
intervención cubana –su máxima
descompresión– en una novelita
cinematográfica de Eduardo del Llano.
Recordar que el día que cumplió 21 años, H.
P. Lovecraft se subió a un tranvía y estuvo
haciendo el recorrido de un extremo a otro
por toda la ciudad hasta que cesó el servicio.
Ojalá que ese día, el fugitivo freak que había
en él encontrara lo que estaba buscando.
Y ojalá que algún día de su vida haya
encontrado ese detergente de olvido que lo
limpiara de todo. Millones de lectores, estoy
seguro, aún se lo desean.
6.
Vuelvo a estar solo. La Yutong
continúa rodando, un recorrido rural que
parece no tener fin. Aunque sea Cuba, el
paisaje que veo es otra cosa. Gigantescos
bloques de piedra empiezan a dibujarse en el
horizonte. Una línea discontinua de
kilómetros y toneladas.
Hay quien dice que la gran novela china
todavía se está escribiendo, pieza por pieza y
fragmento a fragmento. Pero yo soy de los
que creen que la gran novela china ya se
escribió, y la escribió un checo.
Recuerdo ahora a un personaje de Kafka:
“Estos fragmentos de muralla abandonados
en regiones desoladas podían ser destruidos
con facilidad, una y otra vez, por los
nómadas, sobre todo porque esas tribus,
atemorizadas por los trabajos de
construcción, cambiaban de residencia con
asombrosa rapidez, como langostas, por lo
que probablemente tenían mejor visión de
conjunto de los progresos de la obra que
nosotros mismos, sus constructores”.
jorge • enrique • lage
JorgeEnriqueLage
LaHabana·79
la gran guagua china
1.
Una tortura azul. Azul y con ruedas. El
paisaje del otro lado de la ventanilla parece
ser Cuba, pero no. (A una escuelita en medio
de la nada campestre le han pintado por
fuera ESCUELA RURAL, para que quede bien
claro.) Es un paisaje mental. Regiones
depresivas. Regiones desoladas. Intento leer
un libro sobre Gombrowicz. Hay diálogos. A
propósito de la prosa del polaco, interviene
un Pepe Bianco convertido en personaje:
“Habría que buscar en algunos textos
políticos de los marxistas rusos, o mejor, de
los trotskistas (textos en los que no existe el
acendrado prurito de la literatura; textos
excesivos, en los cuales no se escatiman
epítetos y giros más o menos ingeniosos,
puestos allí en tanto su eficacia
estigmatizante los hace inimpugnables), para
ubicar un símil de su estilo en otro registro.
Expresiones como las de Lenin: el cerdo
renegado Kautsky parece que cuando piensa
mastica esponja dormido, o las diatribas
inmisericordes, fluctuantes entre el kitsch y
el dogma paródico, que blanden la injuria de
un modo...”
No entiendo nada, por supuesto. Estoy
en una Yutong.
�esta historia le gustaría a osvaldo soriano
Estaba en los estudios de Radio
Nacional de España, esperando el inicio de un
programa de esos en los que siempre es un
placer participar: La Ciudad Invisible. Para
amenizar la espera, el productor Javier Díez
nos daba charla a Pura Roy, de Alfaguara, y a
mí. Ya no se cómo fuimos a dar al asunto,
pero en un momento Javier se puso a hablar
de Ava Gardner y de su legendaria estancia en
España. Habló de las ruidosas fiestas que
ofrecía en uno de los pisos que tuvo por
entonces –fiestas que, no dudo, nunca
acabarían antes del alba–, y entonces recordó
el dato y preguntó: “¿A que no saben quién
era su vecino del piso de abajo?” Pura y yo nos
quedamos mudos, a mí no se me ocurría
nadie lo suficientemente disparatado. Al fin
Javier dijo: “Su vecino de abajo era Juan
Domingo Perón”.
Desde entonces no paro de imaginar el
potencial encuentro. El por entonces ex
hombre fuerte de la Argentina, exiliado por el
golpe militar, perdiendo el sueño por la música
incesante que viene de arriba –y por el
repiqueteo de los tacones de aguja de la diva.
Imagino una primera vez, con Perón enviando
a un lacayo a pedir un poco de cordura.
Imagino una segunda vez, con Perón enterado
de que su ruidosa vecina es una célebre actriz
de Hollywood –la amante de Frank Sinatra,
nada menos– y decidiendo acudir en persona;
en el peor de los casos, aunque no lograse
obtener silencio, podría echarle un vistazo a la
belleza morena y cerril de la Gardner. E
imagino que Perón habrá sumado dos más
dos: si el matrimonio con la por entonces ya
difunta actriz Eva Duarte había ayudado a
convertirlo en el hombre más popular de la
Argentina, ¿qué no lograría de convertirse en
marido de una actriz de Hollywood?
Lo que es obvio es que la cosa no salió
bien. Quizás Perón no se cruzó nunca con Ava,
quizás la diva lo invitó a la fiesta y Perón perdió
la competencia para ver quién de los dos
resistía mejor el alcohol. Lo único cierto es
que poco tiempo después Perón conoció a
una artista de cabaret con la que terminó
casándose, y que a su muerte se convirtió en
presidente de todos los argentinos –Isabel
Martínez fue el mandatario civil que terminó
cediendo el puesto a la dictadura militar.
Ay, Ava. Cuánto amamos todavía tu
belleza indómita y cuánto daño nos has hecho
a todos los argentinos. Ø
el encuentro de james brown con mr. rolling stone
En un gesto que despeja cualquier
sospecha sobre sus aspiraciones a la
excelencia, la edición argentina de la Rolling
Stone reprodujo el largo artículo que el escritor
Jonathan Lethem dedicó al Padrino del Soul,
James Brown. La idea de convocar a Lethem
fue un mérito de la Rolling original, que vio una
oportunidad y no la dejó pasar. Lethem es uno
de los escritores norteamericanos más
interesantes del momento. Me impresionó en
su momento con Motherless Brooklyn (sé que
existe edición en español, no me pregunten su
título) y volvió a hacerlo con The Fortress of
Solitude. Cualquiera que haya leido The
Fortress of Solitude entenderá por qué Lethem
era un candidato ideal para escribir sobre
James Brown: su exquisita descripción de la
pasión que Dylan Ebdus, un chico blanco de
Brooklyn, siente por el soul de los 70 y 80, no
puede ser otra cosa que una traslación literal
del amor del mismo Lethem por esa música
inolvidable.
La humildad que Lethem siente en
presencia de Brown, a quien visita en un
estudio de grabación de Augusta, Georgia, es
palpable: casi puedo imaginarme su sonrisa
cada vez que Brown, por completo ignorante
de los laureles del escritor, insistía en llamarlo
“Mr. Rolling Stone”.
En uno de los pasajes más interesantes
Lethem compara a Brown con Billy Pilgrim, el
protagonista de Matadero 5, de Kurt
Vonnegut: tanto Billy como Brown son
hombres despegados de su tiempo. Pero
Lethem sostiene que a diferencia de lo que
ocurre en la clásica novela de H. G. Wells,
James Brown no puede controlar sus
desplazamientos. (Un tanto como lo que
ocurre en otra novela reciente: The Time
Traveller’s Wife, de Audrey Niffenegger.) La
teoría de Lethem es más o menos así: que en
algún momento de 1958 James Brown
comenzó a visitar el futuro, y por ende a oír su
música. De allí en más, al regresar a su tiempo
físico Brown “parecía tratar de impartir una
epifanía a la cual sólo él tenía acceso, una
epifanía que tenía que ver con el ritmo y con
sus posibilidades cinéticas inherentes, pero
que hasta ese momento nadie había
descubierto en el R&B y la música soul que lo
rodeaba”. Imagino que Lethem no conoce a
Julio Cortázar, pero su teoría coincide con la
expuesta por el argentino en su cuento El
perseguidor, una biografía apócrifa de Charlie
Parker cuyo protagonista insiste en mezclar
tiempos al decir: “Esto ya lo estoy tocando
mañana”.
Lethem cita al crítico Robert Palmer, que
advirtió en su momento que Brown y su banda
había convertido a los elementos rítmicos en
la canción propiamente dicha. “Brown era
como un director de cine –insiste Lethem–
que se interesa en el escenario de fondo y
prende fuego al guionista y a los actores, salvo
que en vez de llegar a filmes experimentales
que nadie desea mirar, forjó un estilo de
música tan futurista que hizo que todo lo
demás sonara antiguo”.
Reproducir el extenso artículo en toda su
extensión es un mérito de la Rolling local.
Leerlo fue un placer, que además constituyó la
excusa perfecta para volver a escuchar temas
como Cold Sweat, Sex Machine y I Got You
durante una maravillosa mañana de domingo
en Buenos Aires.
Mientras leía la biografía de Truman
Capote escrita por Gerald Clarke, descubrí una
cita de Thoreau que me pareció preclara: “No
vivimos en armonía, sino más bien en
melodía”. (De haberla encontrado antes la
habría incluido en mi novela La batalla del
calentamiento, que habla sobre el mismo
asunto: la forma en que nos desencontramos,
por nuestra insistencia en producir melodías
individuales sin atender a las melodías del
resto.) Pero la de James Brown es una de esas
músicas que desmiente a Thoreau, porque al
borrar del mapa al guionista y a los actores no
hace sonar aquello que nos separa, sino tan
sólo aquello que nos une. Ø
m. figueras • 3 posts
�m. figueras • 3 posts
MarceloFigueras
BuenosAires62
la cadena internacional del polvo
Capote proporciona dos cadenas más.
Una es la insólita que une a Henry James con
la actriz Ida Lupino: James se acostó con
Hugh Walpole que se acostó con Harold
Nicolson que se acostó con David Herbert que
se acostó con John C. Wilson que se acostó
con Noel Coward que se acostó con Louise
Hayward que se acostó con Ida Lupino. Y su
cadena predilecta es la que une a Cab
Calloway, el cantante de jazz que se hizo
famoso gracias a Minnie the Moocher, con
Adolf Hitler. Según Capote es así: Calloway se
acostó con la marquesa Casamaury que se
acostó con el cineasta Carol Reed que se
acostó con Vanity Mitford (¡oh, Vanity, tu
nombre es mujer!) que se acostó con el Führer
en persona…
Para poder jugar hace falta un
conocimiento enciclopédico del chismorreo y
un grado equivalente de malicia, lo cual
convertía a Truman en un candidato perfecto:
“Puedes calumniar a diestra y siniestra, todo
en interés de le sport”, se ufanaba.
Lo cierto es que el jueguito de Truman
me puso a pensar en las cadenas de las que
uno formó parte… o pudo haberlo hecho. Una
vez, por ejemplo, ignoré los avances de una
estrella internacional del pop, a quien estaba
entrevistando en New York: si hubiese
aceptado su juego, me habría convertido en
un eslabón más de una cadena que puede dar
vuelta a la Tierra varias veces. En todo caso, si
quiero avergonzarme no tengo más que
imaginar con quién me vinculan algunas
cadenas de las que, ugh, formé parte en
efecto.
Toda acción que aproxime a un escritor a la
humildad es, en esencia, una buena acción. Ø
Y pensar que todavía existe gente que
cree que los escritores somos gente seria, que
pasa el día abocada a los grandes temas, a los
que sólo les dedica grandes pensamientos…
Si me preguntan a mí, diría que es verdad que
algunos escritores piensan en los grandes
temas, pero agregaría que la ley de las
compensaciones proporciona a sus vidas una
generosa porción de frivolidad, aunque más no
sea para compensar: no conozco a ningún
gremio más proclive a los celos, la envidia y el
chismorreo vil que el de los escritores.
Ya les conté que estaba leyendo la
biografía de Capote, uno de esos raros artistas
que no sólo no se esfuerzan por disimular la
frivolidad que forma parte esencial de nuestras
vidas, sino que por el contrario la subrayan.
Voy por 1950, el año en que Capote y su
amante Jack Dunphy pasaron en un chalet
próximo a Taormina, alarmados por la
presencia de un hombre lobo (parece que en
Taormina eran cosa habitual), viviendo la
erupción del Etna como una atracción turística
y tomando martinis en el Americana Bar en
compañía de Jean Cocteau, Orson Welles y
Christian Dior. A pesar de estas distracciones
Capote se sentía un tanto apartado del mundo,
y enviaba cartas a troche y moche en las que,
muy especialmente, reclamaba que le
escribiesen también. Fue en el texto de una de
esas cartas suyas, enviada al matrimonio
amigo de los Cerf, que descubrí uno de los
pasatiempos de Truman: un juego de
relaciones que le gustaba llamar CIP, la
Cadena Internacional del Polvo.
Yo conocía ya los Seis Grados de Kevin
Bacon, que hace posible llegar desde Kevin
Bacon hasta cualquier otro actor en un
máximo de seis pasos, y que a su vez es una
aplicación práctica de la teoría de los Seis
Grados de Separación, tan bien explotada por
John Guare en una magnífica obra teatral. Pero
de la Cadena Internacional del Polvo no tenía
ni noticias. “Es una cadena de nombres”, dice
Truman en su carta, “todos enlazados por el
hecho de que él, o ella, haya tenido relaciones
con la persona previamente mencionada. Por
ejemplo, esta es una cadena que va desde
Peggy Guggenheim al rey Faruk. Peggy
Guggenheim con Lawrence Vail con Jeanne
Connolly con Cyril Connoly con Dorothy
Walworth con el rey Faruk”.
�2
Era entonces, en aquellos tiempos, enormemente aficionado a
las películas de espías. Y hasta
tenía un libro de cabecera sobre
ellos, donde se daban consejos
útiles para quien fuera a ejercer
aquel trabajo. “Mézclese alumbre
con vinagre hasta obtener la
consistencia de la tinta y escríba-
se el mensaje en la cáscara.
Cuando la tinta se seca, nada se
ve, pero algunas horas más tarde
el mensaje (que debe escribirse
con letras grandes) aparecerá en
la clara del huevo”.
Esta historia de la tinta y la
cáscara es mi asignatura pendiente. Tal vez es que mezclaba
mal el alumbre con el vinagre,
pero lo cierto es que fracasé
cuantas veces lo intenté, pues
nunca vi aparecer palabras en la
clara de ningún huevo, nunca.
3
La vida de los otros transcurre en
1984, cinco años antes de la caída
del Muro de Berlín, y se ocupa de
la inflexible vigilancia a la que
fueron sometidos los habitantes
de la RDA. Uno de cada tres
ciudadanos era “informante no
oficial” de la Stasi, la agencia de
Seguridad del Estado. Es una gran
película, con un actor, Ulrich
Mühe, sencillamente extraordinario. De una forma casi imperceptible, su personaje, un frío
espía de la Stasi, da un cambio
radical el día que comienza a
investigar la vida de un dramaturgo y su compañera, una
famosa actriz de teatro. Predomina el gris en todas las
secuencias. “El gris nunca ha
tenido muchos partidarios, aunque algunos de ellos fueran
eminencias. Fue el color favorito
de Bertolt Brecha”, ha dicho
Florian Henckel von Donnersmarck.
Hay un momento en el que el
dramaturgo espiado busca un
libro de color azul de Brecht que
le ha desaparecido de su escritorio y descubrimos que se lo ha
robado el espía de la Stasi, que lo
está leyendo, ensimismado, en la
azotea. El espía está leyendo en el
primer movimiento poético de su
despertar moral y se diría que de
pronto ha descubierto en su
espionaje un medio para afilar la
conciencia y estar más y mejor
vivo. Ojalá se hicieran películas
-matas · vila-matas · vila
a de los otros · la vida de los otros · la vid
1
Nunca voy al cine, pero me
han hablado tan extraordinariamente bien de La vida de los
otros, ópera prima de Florian
Henckel von Donnersmarck, que
decido ir a verla. El brillante
artículo de Juan Villoro de hoy ha
acabado de decidirme. A las
cuatro de la tarde me sitúo en la
discreta cola que hay en la calle
de Bailén frente a la taquilla de los
Lauren de Gràcia, el ex cine
Texas. Desde mi posición en la
cola, observo a la amable taquillera, que devuelve el cambio con
tanta naturalidad que me recuerda
a la taquillera de El miedo del
portero al penalty, la novela de
Handke que adaptó Wenders para
el cine. Voy con Marsé, Sagarra,
María Jesús y Paula. No me olvido
de que estoy ante el que fue cine
Texas, la sala que más veces he
pisado en mi vida. En los años
sesenta era donde veía todas las
películas no aptas para menores.
Allí vi, por ejemplo, Rocco y sus
hermanos, de Visconti, diciendo
en mi casa que iba a ver Rocco y
sus hermanitos.
Refutación del tiempo en la
calle de Bailén. Me doy cuenta de
que hace 45 años ya estaba
haciendo cola aquí en este mismo
lugar, y lo hacía sobre esta misma
baldosa que ahora estoy pisando
frente al antiguo Texas. La misma
loseta y el mismo lugar de hace
45 años. Es como si no me
hubiera movido de aquí en todo
este tiempo. Pero, ¿está todo
igual? Bueno, no creo. No olvido
la frase de El rey Lear: “Ya te
enseñaré yo las diferencias”.
sobre el franquismo con la profundidad, verosimilitud, espíritu
contradictorio y capacidad de
conmoción que se dan en La vida
de los otros. Tanto jaleo con la
memoria histórica y nadie ha sido
capaz de hacer entre nosotros una
película tan inteligente, tan
compleja y tan poco maniquea,
tan sensata y poética como La
vida de los otros.
4
Los métodos de la Stasi nos son
mostrados minuciosamente. Vemos sus escuchas, sus interrogatorios, sus archivos, todos esos
expedientes que (a diferencia, por
cierto, de los archivos franquistas)
fueron abiertos hace unos años a
todos los afectados, no sin que
eso planteara ciertos problemas.
“Hubo un gran debate en el que
mucha gente se mostró en contra,
ya que creían que daría lugar a
venganzas personales, pero se
equivocaron. No hubo ningún
problema. Todas esas personas
sólo querían saber la verdad”, ha
comentado von Donnersmarck.
En su película todos los
personajes son complejos y
contradictorios y escapan a los
clichés de buenos y malos a los
que nos acostumbraron tantas
novelas y películas, y ahora
nuestros políticos. Al verla,
recordé que mi amigo Juan Villoro
fue agregado cultural de México
en Berlín oriental precisamente
desde 1981 hasta 1984 y fue
espiado como todo el mundo (“allí
la paranoia se convertía en una
forma de la costumbre”); no hace
mucho, él mismo, tal como
contaba en su artículo del otro día,
fue a Berlín a ver su expediente en
el Bundesbeauftragte, oficina
dedicada a investigar las delaciones del pasado. Comprobó que
no había hecho nada de interés
para la intriga internacional y que
todos los informes o fichas sobre
él (como solía suceder con tantos
informes en la RDA) eran inocuos.
Pero descubrió que le habían
seguido espiando cinco años
después de su salida de la RDA.
La última entrada de su ficha es
de 1989 y está escrita por un
pintor que se alojó en su casa de
México y presentó luego ante la
Stasi un informe en el que decía
no encontrar nada sospechoso,
salvo el desorden notable que
había en su escritorio.
Eso me lleva a algo que
acabo de leer de Ricardo Piglia en
una entrevista de Jorge Carrión en
Quimera: “Yo siempre digo que lo
mejor que uno ha hecho en vida
es lo que la policía tiene
registrado de él, que el currículum
perfecto es tu ficha policial”. No
está mal visto. La literatura como
una forma de pensar nuestra
relación con lo ilegal.
EnriqueVila-Matas
Barcelona·48
�orlando luis pardo lazo
x /t
Soy foto-fija de cine y televisión, dos
fenómenos que todavía se dan en Cuba. Uso
una camarita digital de 4,2 megas y con esa
baratija voy tirando entre fotógrafos clásicos
que en los sesenta fundaron el ICAIC y el ICRT,
hoy todos millonarios dinosaurios del Adobe
Photoshop. De este part-time job sale mi
inquietud civil por ese otro fenómeno colateral
que ya rebasa los límites del cine y la
televisión. Me refiero a los extras.
Los extras, ah. Ese ejército de resistencia
fantasmal. Esa conspiración iletrada y acéfala
que se multiplica a la sombra de. Bajo las
mismas narices de. Una suerte de extrarquía
que aún no se atreve a. Teoría del complot en
el crepúsculo del proceso rextravolucionario
cubano (aprox. 1959-200x). Expedientes X en el
lobby militarizado del ICRT, acaso IXRT.
Extrambóticas viditas paralelas en los rodajes
de los films más emblemáticos del ICAIC,
acaso ICAIX. Expeditos expedientes que la
Seguridad del Estado cubana nunca sabrá leer
tan bien como yo (son viditas para leerlas). Y es
que yo los he visto a través de mi lentilla
plástica. In vivo. Clic. Día a día. Flash. In
fraganti. Ah, los extras. Esa formidable
oposición a nuestro statblishment-quo.
Por ejemplo, yo los he visto apiñarse entre
la orden de “acción” y la de “corten”, siempre
en busca de obtener más luz (opacos Goethes
de provincia) y de estar más visibles dentro de
cada encuadre de cámara. Los he visto alardear
a voz en cuello de sus extensísimos currículos
de talla extra. Los he visto hacer gala fuera de
escena de sus potencialidades histriónicas, las
que ningún director ha tenido aún el talento de
descubrir. Y los he visto lamentarse, con el
corazón en la mano, del encasillamiento al que
injustamente los somete la institución audiovisual (siempre deben interpretar a extras,
cuando en realidad ninguno se considera como
tal).
Yo los he visto polemizar texto-a-texto y
tête-à-tête con guionistas multipremiados como
Eduardo del Llano y Senel Paz, ambos
escritores en un inicio. Lo que es más, incluso
los he visto corregir este o aquel acting de
nuestras protagonistas estrellas. Una vez fue
en un teatro con Eslinda Núñez, ángel tan
afable que casi acepta los consejos que le
dieron no uno sino varios extras. Y otra vez fue
en un teleplay con Isabel Santos, demonio
justiciero que expulsó a pinga y cojones a
aquella jauría del set, lo que provocó un retardo
de dos días en la filmación, pues casi hubo una
huelga de extras en solidaridad contra el
despotismo actoral de los protagónicos (y
hasta el sindicato los apoyó: a los extras, se
sobreentiende).
Yo he visto, además, cómo comen. Y es
una experiencia excepcional. Acumulan
alimentos para después de la guerra con.
Saben que todo tiempo futuro por fuerza ha de
ser peor. Son agoreros agónicos. Los extras
son aquellos comecoles del film cubano
Madagascar, empezando por Jorge Molina
(quien también come lombrices y fichas de
dominó, y encima delira en su empeño de
dirigir y ser profesor de algo llamado Facultad
de Cine y Televisión). Los extras usan
cordelitos y ligas y periódicos y trapos sucios
para envolver (no es un símbolo, sino un
arsenal de combate). Y usan jabitas de nylon
reciclado y cucharillas de aluminio y platillos de
comedor y canecas plásticas diseñadas como
juguetería durante el Quinquenio o acaso ya el
Quincuagenio Gris. En este sentido, son ellos
los sobrevivientes.
Por lo demás, los extras jamás levantan la
vista. Como los gatos, desdeñan la mano que
les dio la bandeja obrera. Los extras desarrollan
extrambóticas habilidades acrobáticas –vi a un
ya casi anciano pasarse la madrugada haciendo
el triple salto mortal, justo en la misma piscina
donde el resto del equipo intentaba filmar– y en
muchos de ellos se manifiesta cierto don
poético constitucional –un mulatico me regaló
esta composición de despecho cuyo
extrafalario título era Ella deseó mi suerte y me
dijo mucho cuídate: “Mi mujer necesita estar /
junto al que está con el dinero / y yo morir / por
la naturaleza de las cosas: / adiós, malandra, /
ya te amaba”. El poeta ya no como el fingidor
de Pessoa, sino como un extra más en la muda
y burocrática nómina del ICAIC o el ICRT. Sin
comentarios.
Los extras tienden a no poseer dientes
desde muy jóvenes (a lo mejor nunca le salen,
como si fueran una subespecie mutante:
digamos, el Homo Xtrapiens). En enero de 2000
(el año cero), con gusto hasta me hubiera
casado con una chica extra de diecitantos, de
no haberla visto sacarse la prótesis dental
después de almuerzo y lavarla fríamente en un
bebedero de la locación. En ese momento
pensé –aunque todavía hoy no sepa qué pueda
esto significar–: “Dios mío, esa nena es la
muerte. La mía. La tuya. La del universo entero
y la de Cuba Socialista además”.
Los extras no sobran ni rellenan nada. Los
extras son. Funcionan como el indeseable pero
inevitable contexto de cualquier producto
estético nacional. Y, si por casualidad hay una
secuencia de desnudos, ahí sí hay que
barrerlos como moscas muertas del set. Se
hacen los bobos, mitad profesionales y mitad
liberales, pero al cabo son voyeuristas y
tiradores natos, ultraconservadores y déspotas
desde el lenguaje que usan para desestimar a
quienes se exhiben ante cualquiera (escenas
de “encuerismo”, le llaman ellos). Por cierto,
los extras tienden a aparejarse entre sí de
rodaje en rodaje y yo sé, de primera mano, que
ninguno aceptaría semejante rol: ni para ellos,
ni para sus seres más allegados. Y en esto no
creo que les falte tino, pues el resto del team
muchas veces no hace más que babearse al
ver a uno o dos actores sin ropas (es el
síndrome del demasiado uniforme que embiste
e inviste a todo cubano desde la fundación de
las milicias en 196x). Toda vez expulsados por
los altavoces, igual los extras van y entonces
se aglomeran frente a los monitores, para así al
menos ver en diferido la cosa en cuestión.
Diríase que son una plaga y un síntoma a nivel
micro de lo que sucede en el resto de los cines
y pantallitas de la nación, computadoras
oficiales incluidas.
Hoy por hoy, en pleno posTV-exorcismo de
luispavones y papitosergueras, nadie debería
olvidar que fueron los extras de la Papelera de
Puentes Grandes los primeros que
reaccionaron en la prensa contra el filme
“contrarrevolucionario” Alicia en el pueblo de
Maravillas (1991, año capicúa), del entonces
realizador Daniel Díaz, acaparando para ellos
solos la voz indignada de todo un pueblo que
nunca estuvo para humoradas bajo su eterna
amenaza de imperial agresión. En ocasiones,
he pensado en el concepto marxista de pueblo
como justo eso: un comando élite de extras
que son llamados a escena según la
conveniencia del director.
No quisiera abundar aquí en los extras
cautivos, esos pobres sancionaditos que,
domingo tras domingo, son forzados a
sentarse por una miseria de salario en los
palcos sonrientes del programa Palmas y Cañas
(verdadera Mazorra prerrevolucionaria, sólo que
con mejores condiciones de audio e
iluminación). Tampoco es mi deseo caer en
columnismos políticos de este o aquel signo,
género tan de moda en cualquier tema que
�toque a los derechos humanos en la Cuba
de la Revolución.
De todo lo anterior, por supuesto, no
queda huella testimonial alguna, pues hay una
suerte de pacto de secta entre los extras y,
además, jamás se dejan fotografiar muy de
cerca (al menos no por mi camarita Canon
digital). Da la impresión de que los extras son
convocados no por la productora, sino por un
cuarto o un quinto poder. Sextocolumnistas por
excelencia tras las bambalinas, ellos son
espontáneos y ubicuos, y apenas acatan
instrucción alguna de la autoridad local. Al
contrario, generan la mayor densidad de
repeticiones por minuto editado de filmación.
Es decir, los extras serían la única causa
cuántica de variabilidad nacional (motor
molecular de la evolución biológica), así como
la crítica más temprana a todo intento de
representación Made In Cuba hoy por hoy.
Y sospecho que aún podrían ser mucho
más. Acaso la democracia desenfocada que se
incuba por los cuatro canales y por las decenas
de películas más o menos ñoñas que se han
rodado en este país. Los extras son algo así
como la Cuba Secreta que en el siglo XX ni
María Zambrano ni Gaspar Pumarejo advirtió.
De manera que sólo ellos podrían protagonizar
el auténtico cine independiente y underground,
así como nuestra inminente televisión privada
(sea por cable robado o por alquiler de casetes
VHS). Sólo ellos han perdido foucaultianamente
su nombre (en los créditos) y su rostro (en el
plano), a la par que filman deleuzianamente
como quien cava su tumba o su mausoleo:
literalmente a ciegas, pues a raíz de cierto
escandalito de plagio, está vigente ahora una
resolución ministerial que prohíbe enseñarle a
un extra el guión. Así, ellos nunca saben en qué
proyecto los ha enrolado el Estado (único
productor, o coproductor cuando se trata de
capital extranjero). Los extras son, pues, como
los ciegos cínicos de Sobre héroes y tumbas,
de Ernesto Sábato. Y atención, por favor,
porque esta es una situación tan alienada como
la de los proletarios ingleses y alemanes
descritos en El Manifiesto Comunista de 184x,
si bien aquellos tampoco se decidieron nunca a
rebasar el storyboard de la allí pronosticada
revolución laboral.
El propio presidente Fidel Castro Ruz, en
más de un sentido catalogado mundialmente
como un líder extra-ordinario, se ha referido a
estos fenómenos de manera más o menos
velada a lo largo de sus discursos. Pero ningún
taquígrafo del Consejo de Estado ha parecido
parecido reparar en ello. De suerte que
“L´Extrat c´est moi”, dicharacho que pasa de
de boca en boca entre la cofradía de los
extras, sigue siendo un slogan olímpicamente
ignorado excepto por los trabajadores del
medio cubano audiovisual. Por ejemplo, yo.
Pero lo mío no es conceptualizar, sino
disparar fotofijas de cine y televisión, dos
fenómenos que todavía se dan en la Cuba del
XXI. Y para semejante part-time job, con mis
4,2 megas digitales me basta y me sobra para
codearme con los clásicos que en los años
sesenta participaron en la fundación bien del
ICAIC o bien del ICRT. El resto son sólo mis
inquietudes civiles colaterales. No por
importantes menos intrascendentes: material
adjunto para apoyar alguna que otra narración
sin título (s/t). Como esta, supongo.
Consummatum extra.
OrlandoLuisPardoLazo
LaHabana·71
x /t
�a
visita
lenin
Moscú, 3 de julio
He estado porfiando casi un mes,
pero al fin lo he conseguido. Había venido a
Rusia únicamente para conocer a este hombre
y no quería marcharme sin haberle oído hablar.
Me parece, en su género, uno de los 3 o 4
vivientes que vale la pena escuchar. Llegar
hasta él me ha costado casi 20 000 dólares
–regalos a las mujeres de los comisarios,
propinas a los soldados rojos, donativos a los
asilos de huérfanos–, pero no lo lamento.
Decían que Vladimir Ilich estaba enfermo,
cansado y que no podía recibir a nadie, a
excepción de sus íntimos. No permanece ya
en Moscú, sino en una aldea vecina, en una
antigua villa de señores, con el acostumbrado
peristilo de columnas blancas a la entrada. El
viernes por la noche las últimas dificultades
habían sido vencidas y el teléfono me advirtió
que el domingo se me esperaba. Dijeron a
Lenin que mi capital podría ayudar a los
difíciles comienzos de la NEP y había
consentido en verme.
Fui recibido por la esposa, una mujer
gorda y taciturna, que me miró como las
enfermeras miran a un nuevo enfermo que
entra en la sala. Encontré a Lenin en un
pequeño balcón, sentado ante una gran mesa
cubierta de grandes hojas de dibujos. Me
produjo la impresión de un condenado al cual
se le permite gandulear en paz en las últimas
horas de su vida. La característica cabeza de
tipo mongólico parecía hecha de queso viejo y
seco: árida y sin embargo blanda. Entre los
labios sucios, la calavera mostraba ya la fila
siniestra de sus dientes. El cráneo, vasto y
desnudo, hacía el efecto de una caja barbárica
construida con el hueso frontal de algún
monstruo fósil. Dos ojos turbios e inquisitivos
de pájaro solitario estaban agazapados dentro
de los párpados sanguinolentos. Las manos
jugueteaban con un lápiz de plata: se veía que
habían sido grandes y fuertes, manos de
labrador,
pero
con
su
descarnadura
anunciaban la muerte. No podré olvidar nunca
sus orejas de marfil chupado, tendidas hacia
afuera como para coger los últimos sonidos
del mundo, antes del gran silencio.
Los primeros minutos del coloquio fueron
más bien penosos. Lenin se esforzaba en
estudiarme, pero con aire distraído, como si
cumpliese un deber que ahora ya no le
importaba. Y yo, ante aquella máscara
azafranada y cansada, no tenía valor para
hacer las preguntas que me había propuesto.
Murmuré al azar un cumplido sobre la gran
obra realizada por él en Rusia. Y entonces
aquella cara medio muerta se llenó de arrugas
espectrales que querían ser una sonrisa
sarcástica.
–Pero si todo estaba hecho –exclamó
Lenin con un brío inesperado y casi cruel–,
todo estaba hecho antes de que llegásemos
nosotros. Los extranjeros y los imbéciles
suponen que aquí se ha creado algo nuevo.
Error de burgueses ciegos. Los bolcheviques
no han hecho más que adoptar, desarrollándolo, el régimen instaurado por los zares y que
es el único adaptado al pueblo ruso. No se
pueden gobernar 100 millones de brutos sin el
bastón, los espías, la policía secreta, el terror,
las horcas, los tribunales militares, las galeras
y la tortura. Nosotros hemos cambiado únicamente la clase que fundaba su hegemonía
sobre este sistema. Eran 60 mil nobles y tal
vez unos 40 mil grandes burócratas, en total
100 mil personas. Hoy se cuentan cerca de 2
millones de proletarios y comunistas. Es un
progreso, un gran progreso, porque los
privilegiados son diez veces más numerosos,
pero el 98% de la población no ha ganado
mucho en el cambio. Esté seguro de que no
ha ganado nada, y es al mismo tiempo lo que
se quiere, lo que se desea, aunque por otra
parte era absolutamente inevitable.
Y Lenin comenzó a reír en sordina como
un comerciante que ha engatusado a
alguien y contempla alegremente las
espaldas del burlado que se va.
–Entonces –murmuré–, ¿y Marx y el
progreso y lo demás?
Lenin me miró con aire de estupefacción.
–A usted, que es un hombre potente y
extranjero –añadió–, se lo podemos decir todo.
Nadie lo creerá. Pero recuerde que Marx
o
s
dos
gogs
giovanni
papini
mismo nos ha enseñado el valor puramente
instrumental y ficticio de las teorías. Dado el
estado de Rusia y de Europa, me he tenido
que servir de la ideología comunista para
conseguir mi verdadero fin. En otros países y
en otros tiempos hubiera elegido otra. Marx no
era más que un burgués hebreo aferrado a las
estadísticas inglesas y admirador secreto del
industrialismo. Le faltaba el sentido de la
barbarie y por esta razón era apenas una
tercera parte de hombre. Un cerebro saturado
de cerveza y hegelianismo, en el que el amigo
Engels esbozaba alguna idea genial. La
Revolución Rusa es una completa negación de
las profecías de Marx. Donde no había casi
burguesía, allí ha vencido el comunismo. Los
hombres, señor Gog, son salvajes espantosos
que deben ser dominados por un salvaje sin
escrúpulos, como yo. El resto es charlatanería,
literatura, filosofía y músicas para uso de los
tontos. Y como los salvajes son semejantes a
los delincuentes, el principal ideal de todo
gobierno debe ser el de que el país se
asemeje lo más posible a un establecimiento
penal. La vieja mazmorra zarista es la última
palabra de la sabiduría política. Bien meditado,
la vida del penitenciario es la más adaptada al
promedio vulgar de los hombres. No siendo
libres están, al fin, exentos de los peligros y las
molestias de la responsabilidad, y se hallan en
condiciones de no poder realizar el mal.
Apenas un hombre entre en la prisión debe,
por la fuerza, llevar la vida de un inocente.
Además, no tiene pensamientos ni preocupaciones, pues ya están aquí los que piensan y
mandan por él: trabaja con el cuerpo pero su
espíritu descansa. Y sabe que todos los días
tendrá qué comer y podrá dormir, aunque no
trabaje, aunque esté enfermo, y todo esto sin
las preocupaciones que incumben al libre para
procurarse su pan cada semana y un lecho
cada noche. Mi sueño es transformar a Rusia
en un inmenso establecimiento penal. Y no se
imagine que lo digo por egoísmo, pues con tal
sistema los más esclavos y sacrificados son
los jefes y los que los secundan.
Lenin calló un momento y se puso a
contemplar un diseño que tenía ante él.
Representaba, según me pareció, un palacio
alto como una torre, agujereados por innumerables ventanas redondas. Me atreví a formular
una de mis preguntas:
–¿Y los campesinos?
–Odio a los campesinos –respondió
Vladimir Ilich con un gesto de asco–, odio al
mujik idealizado por aquel reblandecido
occidental llamado Turgueniev y por aquel
hipócrita fauno convertido que se llama
Tolstoi. Los campesinos representan todo lo
que detesto: el pasado, la fe, la herejía y la
manía religiosa, el trabajo manual. Los tolero y
los acaricio, pero los odio. Quisiera verlos
desaparecer a todos, hasta el último. Un
electricista vale, para mí, por 100 mil
campesinos. Se llegará, según espero, a vivir
con los alimentos producidos en pocos
minutos por las máquinas en nuestras fábricas
químicas, y podremos al fin hacer la matanza
de todos los labriegos inútiles. La vida en la
naturaleza es una vergüenza prehistórica.
Tenga usted en cuenta que el bolcheviquismo
representa una triple guerra: de los bárbaros
científicos contra los intelectuales podridos,
del Oriente contra el Occidente, y de la ciudad
un cerebro saturado de cerveza y hegelianismo
�nostálgico
el
verdugo
contra el campo. Y en esta guerra no
dudaremos en la elección de las armas. El
individuo es algo que debe ser suprimido. Es
una invención de aquellos gandules griegos o
de aquellos fantásticos germanos. Quien
resista será extirpado como una pústula
maligna. La sangre es el mejor abono ofrecido
a la naturaleza. No crea que yo sea cruel.
Todos esos fusilamientos y todas esas horcas
que se levantan por mi orden, me disgustan.
Odio a las víctimas, sobre todo porque me
obligan a matarlas. Pero no puedo hacer otra
cosa. Me vanaglorio de ser el director de una
penitenciaría modelo, de un presidio pacífico y
bien organizado. Pero aquí se hallan, como en
todas las prisiones, los rebeldes, los inquietos,
aquellos que tienen la estúpida nostalgia de
las viejas ideologías y de las mitologías
homicidas. Todos esos son suprimidos. No
puedo permitir que algunos millares de
enfermos compro-metan la felicidad futura de
millones de hombres. Además, al fin y al cabo,
las antiguas sangrías no eran una mala cura
para los cuerpos. Hay una cierta voluptuosidad
de sentirse amo de la vida y de la muerte.
Desde que el viejo Dios fue muerto –no sé si
en
Francia
o en Alemania–
ciertas
satisfacciones han sido acaparadas por el
hombre. Yo soy, si quiere, un semidiós local,
acampado entre el Asia y Europa, y por lo
tanto, me puedo permitir algún pequeño
capricho. Son gustos de los que, después de
la decadencia de los paganos, se había
perdido el secreto. Los sacrificios humanos
tenían algo bueno: eran un símbolo profundo,
una alta enseñanza, una fiesta saludable. Y yo,
en vez de los himnos de los fieles, siento llegar
hasta mí los alaridos de los prisioneros y de
los moribundos. Y le aseguro que no cambiaría
esta sinfonía por la Novena de Beethoven.
Esta sinfonía es el canto anunciador de la
beatitud próxima.
Y me pareció que el rostro descompuesto
y cadavérico de Lenin se inclinaba hacia
delante para escuchar una música silenciosa y
solemne, que tan sólo él podía oír.
Apareció la señora Krupskaia para decirme
que su marido estaba cansado y que tenía
necesidad de un poco de descanso. Me
marché enseguida.
He gastado casi 20 000 dólares para ver a
este hombre, pero en verdad no me hace el
efecto de que los haya malgastado.
New Parthenon, 9 de diciembre
Mi pobre Tiapa no se encuentra bien.
Sufre de amor propio concentrado. La inacción
le humilla. En vano le permito, de cuando en
cuando, que degüelle una cabra, un cerdo, un
becerro. Todos los volátiles destinados a la
cocina mueren en sus manos, pero es
necesario ver con qué rabiosa tristeza retuerce
el cuello a los gallos y a los pavos.
Lo comprendo: imagino lo que experimentaría un Ford condenado a fabricar automóviles
para niños, y no más de 16 al día. Por otra
parte, Tiapa es viejo y no podría ya ejercitar su
antigua profesión. Durante 40 años seguidos
este robusto indio fue verdugo en México y en
otros países de América y Asia, pero ahora ya
no tiene la fuerza y la precisión de antes, y
ningún gobierno le tomaría a su servicio. Y
este hombre, que ha quitado la vida a millares
de hombres, ya no sabría cómo ganar su vida
si no hubiese sido recogido el año pasado en
mi casa. Los verdugos no son previsores y,
dado su escaso número, no poseen siquiera
una trade-union profesional.
Tiapa no ha sido ni un ejecutor vulgar, ni
un tímido y gélido funcionario de la justicia.
Era un apasionado, un entusiasta, un artista.
Ha sido, creo, el último verdugo de puro estilo
de nuestros tiempos.
Verdugo por vocación. Su adagio preferido
es: “Las espaldas han sido creadas para los
bastones y los árboles para ahorcar”. Esa
apasionada naturaleza suya se reveló plenamente en el motivo que le hizo abandonar la
profesión. Un joven asesino, en el país donde
era verdugo, fue indultado pero rechazó el
indulto. Se lo entregaron: el reo, satisfecho,
saludó a su ejecutor y le estrechó la mano.
Pero todo esto irritó extrañamente a Tiapa.
“Mientras se retuercen y se defienden, todo va
bien –dijo–, pero yo no quiero ser cómplice de
un suicidio”. Y se negó a cumplir su misión,
por lo que fue licenciado antes de tiempo.
–Europa –me decía– ha perdido el secreto
de matar. La adopción de los medios
mecánicos es el síntoma de la decadencia del
arte. La guillotina es rápida, pero demasiado
geométrica e impersonal. El fusilamiento es el
triunfo de lo superfluo, un derroche inútil. Sin
contar que los fusiles, ennoblecidos por la
caza y la guerra, no deberían ser adoptados
para los delincuentes. Los Estados Unidos,
con la silla eléctrica, han caído en el máximo
de la abyección. La electricidad, la fuerza más
espiritual de la naturaleza, la que da luz y alas,
¡envilecida hasta el punto de asesinar a los
asesinos! Los ingleses, que han conservado la
vieja horca, son más lógicos y respetuosos,
aunque la horca sea, desde otro punto de
vista, un medio demasiado incoloro y
primitivo. Diré, incluso, demasiado ingenuo. En
Europa, para decir la verdad, hay solamente
dos pueblos que tienen una cierta originalidad
en la elección de los suplicios: España y
Turquía. El garrote y el palo se salen un poco
de lo vulgar y constituyen un castigo más
severo que lo acostumbrado, pero palidecen
ante los antiguos hallazgos del arte. Y
considere que los turcos no son ciertamente
europeos, sino de raza mongol, y están casi
excluidos de Europa. La Edad Media ha sido,
para el mundo blanco, la gran época del
homicidio legal. La rueda, la lapidación y
descuartizamiento eran operaciones refinadas
y que exigían una cierta habilidad. Pero los
antiguos no se quedaban atrás. El suplicio de
Mesenzio,
aunque
poco
usado,
era
generalísimo. Y la idea de Nerón de
transformar los cuerpos humanos, con pez, en
antorchas vivientes, no merecía ser abandonada. El fuego, para mí, es uno de los más
perfectos instrumentos de la justicia. Nada
iguala, desde el punto de vista del
aniquilamiento total, a una pira bien preparada,
hecha de leña resinosa y bien aireada. Tiene
algo de clásico, de poético, de grandioso que
place a los ojos y a la fantasía. Los suplicios
que han quedado más profundamente impresos en la memoria de los hombres son
aquellos en los que presidió la llama. Las
parrillas de San Lorenzo, la pira ardiente de
Juana de Arco, la hoguera de Savonarola:
grandes páginas de heroísmo y de historia. No
quiero afirmar con esto que el hacha no
tuviese también sus méritos. Creaba una
relación directa y diré, casi íntima, entre el
verdugo y el condenado. Cercenar una cabeza
de golpe no podían hacerlo todos. Se requería
una vista óptima y un brazo seguro. Y cuando
se trataba de personajes de alta categoría,
como reyes y otros análogos, había el peligro
de la sugestión y el temblor. El sentimiento, en
nuestro oficio, es una gran desventaja. No
comprendo por qué desde hace tantos siglos
ya no se usa la crucifixión: era un suplicio
bastante largo, bastante doloroso, y sobre
todo estético. Hoy se tiene demasiado poco
en cuenta la estética. Las ejecuciones,
especial-mente en Europa, se hacen hoy en los
patios de las cárceles, casi sin nadie,
furtivamente, como si la justicia humana se
avergonzase de sus sentencias. Para mí este
modo de obrar es un misterio. O los jueces
creen
que
el
conde-nado
merece
verdaderamente la muerte, y entonces
deberían circundar esta muerte de la mayor
solemnidad, para producir el espanto en los
demás delincuentes; o tienen dudas sobre la
legitimidad de su derecho sobre la vida
humana, y entonces no deberían condenar a
muerte a nadie. He realizado muchos viajes
por el mundo con objeto de perfeccionarme en
mi arte y debo confesar que, incluso en eso,
Asia puede dar lecciones a todos. No aludo a
los hebreos: como no tuvieron ni arquitectura
ni escultura ni pintura, no conocieron tampoco
la técnica de la pena capital. Usaban la lapidación, pero el tirar piedras es diversión de
muchachos, indigna de verdaderos hombres. Y
fíjese en que todos podían tomar parte en
aquel vil suplicio democrático: no existía, en la
antigua Judea, el empleo fijo de verdugo. El
único hebreo que demostró un rudimento de
fantasía fue el rey Manasés, el cual, según
hoy se tiene demasiado poco en cuenta la estética
�cuentan, hizo atar al profeta Isaías entre dos
tablones y los hizo aserrar. Otro genio demostraban los egipcios y los asirios. Cuando un
pueblo se rebelaba, los reyes de Babilonia
hacían desollar a los culpables y con sus pieles
tapizaban las murallas de la ciudad insurrecta.
Estas tradiciones pasaron a los mongoles,
pero Tamerlán es más famoso por la cantidad
que por la calidad de los suplicios. Era un
mercader al por mayor, pero no un refinado.
Las pirámides de cabezas que dejaba aquí y
allá, como recuerdo de su paso, no dejaban de
tener cierta belleza, pero los modos de matar
eran más bien comunes y despreciables. La
verdadera patria de nuestro arte es China. En
el viaje de instrucción que hice al Celeste
Imperio hace ya muchos años, cuando era
todavía joven, pude asistir a algunos de los
suplicios clásicos de aquel país tan
exquisitamente
civilizado.
Pero
había
comenzado ya la deca-dencia y me dicen que
ahora, con la República, las cosas van todavía
peor. ¡Hasta quieren imitar a los europeos y se
rebajan al fusila-miento! Una sola vez, en una
ciudad de la provincia de Kuang-Si, pude ver el
“suplicio de los cuchillos”, que para mí es una
de las obras maestras de nuestra profesión.
Por lo menos es el que me ha dejado una
impresión más profunda: merece ser visto.
Quizá no se sabe en qué consiste. El
condenado aparece atado a un palo y delante
de él se halla el verdugo con una especie de
cesto cubierto con un paño. De cuando en
cuando el ejecutor mete la mano en el cesto,
sin mirar, y saca un cuchillo, lee la palabra que
se halla grabada en la hoja y, según lo que ve
escrito, opera. En el cesto hay tantos cuchillos
como partes hay en el cuerpo, y cada uno lleva
su inscripción correspon-diente. En el primero
que cogió el verdugo debía de hallarse escrito
“pie derecho”, porque fue este el primer
miembro que vi cortar al paciente. Luego vi
sucesivamente cortar la oreja derecha, las
nalgas, la mano izquierda, la pierna derecha, el
labio superior, los dos senos y el brazo manco.
El paciente no gritaba, apenas gemía. Tal vez
se hallaba desmayado. Me dijeron que las
familias de los condenados, cuando son ricas,
pagan una gran cantidad al verdugo para que
saque pronto el cuchillo donde se halla escrito
“cabeza” o “corazón”, con objeto de frustrar
las intenciones del inventor y abreviar la
ejecución. Pero aquella vez debía de tratarse
de un malhechor pobre, porque sólo al final le
fue cortada la cabeza. Si lo requisitos
esenciales de la pena deben ser la duración y
la variedad del tormento, me parece que el
primer lugar debe ser concedido al de los
cuchillos. Me hice amigo de aquel verdugo:
era un bello anciano con la perilla blanca y muy
amable. Me dijo que aquel suplicio estaba casi
pasado de moda y que se podía emplear, con
la tolerancia de las autoridades locales,
solamente en pequeñas comarcas de provincia. Me confesó que también en China el
arte del verdugo era ya poco apreciado y
buscado, y las sutilezas del oficio estaban a
punto de perderse. Sus lamentos me vienen a
la memoria hoy, en que la decadencia es ya
universal y manifiesta. Únicamente en ciertas
regiones de América y del Asia central se
encuentran artistas de la muerte que realizan
con amor su trabajo y que no han perdido del
todo las buenas tradiciones. Y yo, que le estoy
hablando y que puedo alabarme de tener en
mi carrera casi 2 000 ejecuciones realizadas
con perfección y con todos los sistemas, me
veo reducido a vegetar en las cocinas y a
contentarme, para pasar el tiempo, en quitar la
vida a vulgarísimos animales.
Una vez le pregunté a Tiapa qué sensaciones experimentaba, en sus buenos
tiempos, durante una ejecución. Y si no había
sentido nunca repugnancia o remordimientos
por el horrible oficio a que se dedicaba.
–¿Remordimientos? ¿Repugnancia? ¿Por
qué? Ante el condenado no sentía la impresión
de tener delante a un vivo, sino a un muerto.
Desde el momento en que la sentencia había
sido pronunciada, este se hallaba vivo sólo por
tolerancia y por razones burocráticas. Había
sido ya borrado legalmente del mundo de los
vivientes, y yo podía proceder a mi obra con la
misma frialdad que tienen los médicos cuando
descuartizan y despellejan un cadáver. El
verdadero autor de la muerte, para mí, es el
juez. Yo no era más que un instrumento, como
el cuchillo o la cuerda. ¿Por qué tenía que
tener remordimientos? Si hubiese dependido
única-mente de mí, no hubiera matado ni
siquiera una araña. Era el Estado quien me
entregaba un cadáver viviente y me ordenaba
que desembarazase la tierra de su presencia. Y
luego, la mayor parte de los ajusticiados eran
asesinos, y yo no les hacía nada más que lo
que ellos habían hecho a otros que eran
inocentes.
–Confiese, sin embargo, que el oficio le
gustaba y que satisfacía su afición natural a la
sangre.
–¿No es esto un mérito? –replicó Tiapa–.
Nadie puede ejercitar honrada y valientemente
un arte si no lo ama. Y en lo que se refiere al
amor a la sangre, ¿qué mal hay en ello? Si
nació conmigo, yo no soy responsable. Todos
siguen sus propias inclinaciones. Los pintores
pintan porque les gustan los colores y las
formas. El astrónomo estudia porque prefiere
los números y las estrellas. ¿Por qué ha de
parecer extraño que un verdugo mate porque
le gusta la sangre? No comprendo el prejuicio
de los hombres civilizados contra el verdugo.
Si no queréis verdugos, suprimid la pena
capital: los jueces no la aplican seguramente
para dar gusto a los ejecutores. Y si no queréis
suprimirla, dad gracias a Dios de que nazcan
hombres dispuestos a dedicarse a esta profesión, y honradlos como conviene.
–¿Pero esa nostalgia que usted sufre ahora
no le parece algo sucio, feo?
–Pruebe –contestó triunfalmente Tiapa– a
hacer 40 años de verdugo y luego hablaremos.
Las cabezas me faltan como al escultor
paralítico el barro y las paletas. Sufro como
sufriría un violinista al que hubiesen cortado
las manos. Mi malestar es una prueba del
amor inextinguible que he sentido siempre
hacia el arte. Pero los puros artistas fueron
siempre mal comprendidos y calumniados.
Y una lágrima, una verdadera lágrima,
descendió del ojo derecho del viejo Tiapa.
GiovanniPapini
Florencia·1881-1956
o
dos
s
gogs
�william s. burroughs
Casi peor que el síndrome de abstinencia
es la depresión que lo acompaña. Una tarde
cerré los ojos y vi mi cuerpo en ruinas.
Ciempiés y escorpiones enormes se deslizaban por los vacíos bares, cafeterías y
farmacias de mi sistema nervioso. Entre los
pliegues de mi intestino crecía la hierba. No
se veía a nadie.
jean baudrillard
Ella me dice que le hubiera gustado
ser una hembra hipotético-deductiva, de
esas que se inflaman al contacto con lo
real y cuyas cenizas dibujan en el cielo
extraños arabescos, en particular durante
el crepúsculo.
j.e. lage
arqueros
Un cadáver atravesado por flechas
apareció flotando en el río, entre pedazos
de mierda. “Han empezado a disparar”, me
dijo un hombre que se detuvo a mi lado en
el puente. “¿Quiénes?”, le pregunté. Al
mirarlo me di cuenta de que también él
estaba atravesado por flechas, una de ellas
le cruzaba el cuello y probablemente era la
razón por la que su voz sonaba tan
angustiosa. “Los prisioneros de la Edad
Media”, me dijo. Yo mantuve un cuidadoso
silencio. Después le pregunté si eran un
grupo de rock o qué. El hombre no dijo
nada. Unos enmascarados en kayaks
remaban hacia el cadáver agitando los
pedazos de mierda en la superficie del
agua.
vultureffect
aprendiz
Me preguntan si es verdad que las
mutantes de Buenos Aires son las más
hermosas del mundo. Yo les respondo que
sí, sin duda alguna, y ellos dicen: “Nosotros ya lo sabíamos, pero queríamos oírtelo
decir a ti, que eres biólogo”. Parecen
satisfechos con mi respuesta. Y por supuesto que yo no soy biólogo, pero al
menos he quedado mejor que la vez
anterior, cuando me preguntaron si las
mutantes de Buenos Aires eran las más
hermosas del mundo y yo les respondí que
no, claro que no, de qué mutantes hablan,
y ellos movieron pesadamente la cabeza y
uno le dijo al otro: “La verdad es que este
muchacho no pone nada de su parte”.
wonderland
La niña iba de la mano de una
supuesta abuela. Cuando pasaron por mi
lado, la supuesta abuela le decía: “Tienes que
tener mucho cuidado con las bombas”. La
niña me miró, yo la miré. “Las bombas
matan, hacen mucho daño”, le explicaban,
pero ella ya estaba sumergida del todo en
nuestro choque de miradas. “¿Me estás
escuchando?” Yo, sin decir una palabra, le
dije: “No la escuches, mírame bien a mí”.
Entonces hice desaparecer mis párpados
para ella: “¿Ves? Tengo cráteres de bomba
en los ojos”. Asustada, la niña vuelve el
rostro, se esconde tras la abuela y echa a
llorar. “¿Qué pasó?”, le preguntan, “¿Qué
tienes?”, pero ella no puede explicar lo que
ha visto y yo sé que ahora, en este momento,
una mujer despierta en una cama con aquel
susto infantil en todo el cuerpo, temblorosa y
húmeda, incapaz todavía de explicar el
surgimiento de la onda expansiva.
el origen de la tragedia
Ella se ha convertido en caníbal. Se me
arroja encima y empieza a comerme el
hígado. Empieza a caer una música sensual.
Yo sospecho que el hígado no me volverá a
crecer. (Variante: el hígado se regenera
continuamente, ella no terminará de comerlo,
esto no se detendrá nunca y más tarde o más
temprano nos olvidaremos de nosotros
mismos.) Posado como una gárgola al
acecho en la ventana, el buitre me mira como
diciendo: “Pero ella tampoco podrá digerirlo y
más tarde o más temprano te lo va a vomitar
encima”. Yo cierro los ojos, aliviado. Espero
ese momento en que voy a tener de vuelta mi
hígado de la manera más cómica posible.
estáticas
En una librería. Le pregunto al administrador por los ejemplares de mi libro. El
administrador me mira desde sus espejuelos
fondo de botella, luego continúa cazando
mariposas. Se encarama en una silla, levanta
el jamo, salta, cae, golpea las paredes con el
jamo, tropieza con los estantes, derriba un
montón de libros. “Aquí no ha llegado nada
nuevo”, me dice de mala gana. Obviamente,
estoy entorpeciendo su trabajo. “Todo está
paralizado, ¿no lo ves? Estos bichos no se
mueven.” Yo miro las mariposas. Efectivamente, parecen clavadas en el aire. Ya estoy
llegando a la puerta, a punto de salir cuando
me encuentro un jamo, otro, pero no me
interesa permanecer allí ni mucho menos
meter en ese jamo ningún bicho. (El
administrador ha capturado dos.)
charles darwin
El lector seguramente piensa, por
otra parte con mucha razón, que este libro
carece de importancia; pero para quien
nunca ha visto más paisajes que los de
Inglaterra, el aspecto completamente nuevo
de un territorio estéril posee una especie de
grandeza que una vegetación más abundante
destruiría por entero.
enterrada
Una jaula vacía en el zoológico. Los
visitantes buscan algo vivo además de los
insectos y las rocas, no lo encuentran y
siguen de largo. De pronto la tierra se
mueve: de abajo sale una mano, una
cabeza, hilos de sangre. Los visitantes que
pasan ahora se detienen a observar,
atónitos, cómo un hombre flaco que parece
un escritor o un cadáver mordido por
gusanos se pone de pie, se sacude la tierra
de la cara y se sube la cremallera de la
falda de mezclilla.
enzimática
Vendía coagulantes, pero a mí no me
interesaba comprarle nada. Fui a su casa por
razones asquerosamente hormonales. Cuando me vio llegar abrió una caja y puso en mis
manos un enrollado baboso, tirando a lo
cruciforme, que se movía o parecía moverse
como una agitación de lombrices. Pensé
cuatro cosas:
1) esto es un cromosoma,
2) el cromosoma es de ella,
3) el cromosoma es ella,
4) no lo es pero está descodificado
de la misma manera.
“¿Qué hace esto?”, le pregunté. Ella
aleteó sus pestañas como si no entendiera,
se encogió de hombros y dijo: “Coagula”. A
continuación nos pusimos de acuerdo en el
precio.
especies
Me lo dijo un personaje de una novela
de terror: “Cuando te encuentres una nota al
pie, mátala antes de que tenga tiempo a
reproducirse”.
�fotosintética
Esta es una porn-star de Iowa que ha
dicho: “Creo que podría cometer el asesinato
perfecto”.
Esta es una porn-star de Arizona que ha
dicho: “Lo único que uso para limpiar es un
delantal corto con mis calzones de
Superman”.
Esta es una porn-star de Illinois que ha
dicho: “Escribo libros para niños sobre unos
frijoles microscópicos muy lindos que viven
en la nariz”.
Esta es una porn-star de Michigan que ha
dicho: “Me gusta estar desnuda, sólo usando
zapatos de tacón muy alto, y subir y bajar las
escaleras”.
Esta es una porn-star de Iowa que ha
dicho: “¡Si las plantas pudieran hablar serían
muy peligrosas!”
Esta es una porn-star de California que ha
dicho:
james joyce
Vi una vez a un chino (relata el brioso
narrador) que tenía unas píldoras que echaba
al agua y se abrían y cada píldora era una
cosa diferente. Una era gas, espuma, otra un
tsunami, la otra era algo así como una
corriente de pensamiento. “Guisan ratas en la
sopa” (añadió con apetito). Los chinos hacen
eso.
km/h
Recuerdo que iba muy rápido. Me
detuve ante un grupo de hombres armados y
pregunté dónde estaba.
—Bienvenido a la frontera –me dijeron.
Pregunté de qué frontera se trataba. No
lo sabían.
—¿Y qué hacen ustedes en la frontera?
—Tiramos a matar –respondieron.
De pronto me apareció un fusil en las
manos. Un fusil largo, con mirilla telescópica.
Cuando levanté la vista los hombres habían
desaparecido.
lorrie moore
Recuerdo que yo era muy joven y muy
feliz cuando el aullido literario de los 90.
Permanecía cómodamente al margen de
cuanto estuviera ocurriendo en la tradición
del short story. Me aficioné a un videojuego
de estrategia llamado Demasiadas lesbianas:
lesbianas en los arbustos, lesbianas en los
tejados, etc. (Encuentre a las lesbianas.)
de sismos
Recuerdo que hubo un terremoto al
norte. Yo estaba en algún lado de la frontera.
En un Burger fronterizo conocí al tijuanólogo.
Una grieta se abrió en la calle frente a
nosotros. Nos fuimos dentro de esa grieta
que era un abismo. Nadie nos devolvió la
mirada. Hicimos autostop. Camiones repletos
de hombres-bala en dirección contraria.
Carros de carrocería tiroteada. Escuchamos
hablar a la gente del narco. El tijuanólogo
hablaba de narcoficciones. Sostenía la tesis
de que no estábamos huyendo del terremoto
sino desplazándonos en él. Llegó a decir que
nosotros dos éramos el terremoto. Abríamos
grietas en las placas de la península para
entrar y salir. “¿Hacia dónde?”, le pregunté
por preguntar. La península se iba volviendo
árida. Calurosos los moteles del sur. Los
hombres-bala que no querían saber nada de
nosotros continuaban cayendo en picado
sobre las carreteras. La gente seguía
hablando de California, interminablemente.
antología
De pronto empezamos a escribirnos.
Ella me cuenta que en Madrid (en un lugar muy
preciso de Madrid) se ha acordado mucho de
mí. No nos hemos visto ni hemos hablado en
años. Yo puedo haberme convertido en un
animal del desierto y ella no se hubiera
enterado. Ahora tenemos el Atlántico por el
medio y ella me escribe y yo le respondo. Pero
en realidad lo que hago (no sé por qué) es
tomar sus palabras y devolvérselas envenenadas. De pronto ella deja de escribirme. Yo no
he podido dejar de hacerlo.
neal stephenson
Los invasores microscópicos son la
amenaza más importante. La muerte roja,
también conocida como Especial Siete
Minutos, es una cápsula aerodinámica que
se abre al chocar y que libera miles de
corpúsculos
conocidos
coloquialmente
como ralladores en la corriente sanguínea
de la víctima. La sangre demora siete
minutos en recorrer un cuerpo normal:
después de ese intervalo los ralladores
estarían distribuidos al azar en todos los
órganos de la víctima.
Tales inventos han provocado la
preocupación de que la especie A pueda
introducir subrepticiamente unos pocos
millones de dispositivos letales en los
cuerpos de la especie B, dando el más
dulce giro tecnológico al viejo y común
sueño de ser capaz de convertir todo un país
en puré.
biopsias
He observado demasiado de cerca
demasiados desechos de mi cuerpo. Y otros
desechos relacionados con otros cuerpos
que por lo general no entienden bien, no
entienden nada. Los fragmentos desechables
siempre me han parecido malignos. Pero
también me he acostumbrado a ver sangre
donde no la hay.
orientación
Los turistas despliegan ante mí un
mapa de la ciudad: Please, where we are
now? Yo miro alrededor. Estamos cerca de
un hospital. Y de una prisión. Y de la Facultad
de Artes y Letras. También se hallan
próximos varios espacios arbóreos que no
llegan a ser bosques, por donde se mueven
masturbadores, adictos, locos, gente sin
mapa, gente que se perdió hace mucho
tiempo. (Esto sucedió hace mucho tiempo
pero los turistas siguen mirándome, y yo
todavía permanezco callado.)
peter handke
He decidido que, así como yo carezco
de historias, tampoco los demás deben tener
historias: de esa manera puedo soportarlos,
puedo incluso empezar a percibirlos y sentir
placer escribiendo sobre ellos. Sólo carentes
de historias empiezan a tener vigencia, y el
paisaje se extiende a mi alrededor, finalmente
liberado de toda anécdota envilecedora.
philip k. dick
Le dijeron: “Francamente, eres el que
escribe los libros más raros de La Tierra.
Libros psicóticos de verdad, libros donde
fracasan las mejores lecturas, libros de un
género que nunca antes se había escrito. No
puedes culpar al gobierno por tener
curiosidad de saber qué clase de persona
escribiría libros así, ¿entiendes?”
plural
En un interrogatorio con pinzas. He
llegado con la piel ensangrentada y
cubierta de incrustaciones: casquillos de
bala, esquirlas de vidrio, restos diversos. El
hombre de las pinzas me extrae las
�world waste writing
En un hospital. Me conecto a internet,
encuentro un website de áreas cerebrales,
pincho donde dice áreas dañadas, entro al
foro de daños en control de la visión y me
hago amigo de cuatro pacientes.
a) Un paciente a quien las superficies le
parecen mugrientas y de color semejante al
pelo de las ratas: su apetito y su libido están
como muertos.
b) Un paciente que percibe cómo
cambian de posición los objetos pero es
incapaz de ver cómo se mueven: un
síndrome imposible de acuerdo a la lógica.
c) Un paciente que no reconoce los
objetos que ve: cuando intenta limpiar las
malas hierbas del jardín arranca las rosas,
cree que dibuja un ave cuando en realidad
dibuja un árbol.
d) Un paciente que reconoce los rostros
pero no las personas: en todos los individuos
ve impostores que tienen un extraordinario
parecido con los auténticos.
Los cuatro me preguntan cuál es mi
problema cerebral. Yo escribo en el cuadro
de diálogo y envío la respuesta. Los
síntomas. Ahora estoy esperando los
comentarios que me enviarán de regreso.
skyline
Escribir La Habana sin el color del
verano. Una ciudad en la que estemos
ausentes. Poner en ella algo de jerga
personal, algo demasiado insoportable y
pop, como si toda clase de ficciones
extrañas estuvieran a punto de romper.
saturday night live
En vivo. Siempre ha sido en vivo. Virgilio
Piñera mira a la cámara, sonríe y dice:
“Este es mi último programa. Ayer me
operaron por duodécima vez, a la vista de
ustedes. Un caso de hipertrofia de la ironía.
Pero no crean que aquí acabarán sus
sufrimientos. Es muy posible que las
operaciones continúen”.
stanislaw lem
Carecen de patria. Cada uno de ellos
cuenta la historia de su tribu de manera
diferente. Sea cual sea la historia, estos
vagabundos no son bien recibidos en
ninguna parte. Si durante sus continuos
viajes por el espacio se detienen un
momento en un planeta, después siempre se
hecha de menos algo: o desaparece una
porción de aire, o un río se seca de repente,
o falta una isla en el inventario.
topologías
Uno de los problemas famosos de la
llamada geometría del espacio elástico es
determinar el mínimo de colores distintos
necesarios para colorear un mapa de manera
que no haya dos regiones limítrofes con el
mismo color.
Cuentan que después de perder las dos
manos en un accidente, el ruso Solomon
Lefschetz
comenzó
a
estudiar
las
transformaciones en las que determinados
puntos permanecen fijos.
La teoría de los nudos es una rama que
todavía tiene muchos problemas por resolver.
Un nudo se puede considerar como una
curva cerrada sencilla hecha de textos de
goma, que se puede retorcer, alargar o
deformar de cualquier forma en un espacio
multidimensional, aunque no se puede
romper. Todavía no se ha podido encontrar
un conjunto de características completo y
suficiente para distinguir los distintos tipos
de nudos.
el whisky del país que inventó el whisky
Estamos, ella y yo, en otro país. Ella
está completamente borracha. No hace otra
cosa que pintarse los labios. Tiene todo tipo
de creyones. Negro, morado, rosa, azul,
rojos. Raras tonalidades, brillos intensos. Se
pasa todo el tiempo pintándose los labios
delante de mí, llevándose a los labios
pintados vasos de cristal que inmediatamente se rompen. Como si hubieran sido
impactados por un proyectil.
tres
Soñé que estábamos ella, Roberto
Bolaño y yo, en una taberna de Mérida.
Bolaño y yo comíamos hígado y bebíamos un
trago difícil llamado Eje del Mal. Ella hojeaba
la Playboy mexicana con interés de detective.
Bolaño me decía: “No escribas sueños,
concéntrate en el insomnio”. “Pero el
insomnio no existe, Roberto”, le decía yo.
“¿Has oído hablar de los sueños enemigos?”,
me preguntaba él, mirando a todas partes y
masticando su hígado.
utópica
Estos son los niños que juegan sobre
las líneas del ferrocarril. Les dicen los niños
suicidas. Cada cierto tiempo pasa un tren
rápido y silencioso. Aún se mantiene la
prohibición de pitar, porque este tren es de
los que emiten un sonido obsceno y
cacofónico, nada que ver con la sensibilidad
de los momentos actuales. De modo que el
tren sorprende a unos cuantos niños y los
despedaza. Entonces los niños que sobreviven se ponen a fabricar juguetes. Muñecas
de piel cosidas con nervios. Soldaditos de
plastilina de sesos. (Dicen que una pelota de
sangre seca rebota de lo más bien.)
en la pesadilla
Me levanto temprano. No puedo
librarme del sueño. Enciendo las luces. Doy
vueltas por la casa. Del cuarto al baño y del
baño a la cocina. Desayuno. De la cocina al
patio y del patio a la sala. Enciendo el
televisor. Leo un poco. Vuelvo a caminar por
la casa. Pero no logro despertarme. Decido
salir a la calle. Me encuentro con un amigo y
le confío que no logro despertar. Le pido
consejo. Él me aconseja que haga un poco
de ejercicio a fin de desperezarme. Que en
seguida tome una taza de café bien fuerte y
que escuche música bien alta. Hago todo
esto pero no logro despertar. Salgo de nuevo.
Esta vez acudo al médico. Como suele
suceder, el médico habla mucho pero yo no
me despierto. A las seis de la tarde cargo un
revólver y me levanto la tapa de los sesos.
Doy un brinco en la cama y abro los ojos,
pero aún no logro despertarme. El sueño es
una cosa muy persistente.
JorgeEnriqueLage
LaHabana·79
j.e.ffect
incrustaciones mientras me pregunta de
dónde he venido yo sin una sola idea
verdaderamente profunda. Le digo de
dónde venimos. Él me pregunta: “¿Y qué
hacías tú allá, tan lejos?”. Le digo que narrábamos. (“Extraordinariamente narrábamos”.)
�TION EVENING POST
THE REVOLUTION EVENING POST
THE REVOLUTION EVENING POST
THE REVOLUTION EVENING POST
�
Dublin Core
The Dublin Core metadata element set is common to all Omeka records, including items, files, and collections. For more information see, http://dublincore.org/documents/dces/.
Title
A name given to the resource
The Revolution Evening Post (TREP): e Zine de ESCRITURA irregular
Subject
The topic of the resource
Literatura, Literature
Description
An account of the resource
Revista literaria digital circulada vía correo electrónico y a través de dispositivos digitales. Entre sus objetivos pricipales estaba el subvertir el canon de literario nacional.
Creator
An entity primarily responsible for making the resource
Ahmel Echeverría,
Jorge Enrique Lage,
Orlando Luis Pardo Lazo
Date
A point or period of time associated with an event in the lifecycle of the resource
2008
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Lizabel Mónica
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Spanish, Español, SPA
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Cuba
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theREVOLUTION E VENING post
episodio 2
e Zine de ESCRITURA ir r egular
stuff :
roberto bolaño 5 escritores nazis 2
juan villoro el mar interrumpido 5 la segunda tortuga 5
ahmel echevarría pop-ups 7
rodrigo fresán el pescador pescado 9
álvaro bisama jaque / agorafobia 11
jorge enrique lage la gran guagua china 12
marcelo figueras 3 posts 13
enrique vila-matas la vida de los otros 15
orlando luis pardo x/t 16
giovanni papini visita a lenin 18 el verdugo nostálgico 19
jorge enrique lage de vultureffect 21
staff :
ahmel echevarría
jorge enrique lage
orlando luis pardo lazo
Hemos sido cordialmente invitados a formar parte de la literatura chilena en Cuba. Por supuesto, hemos aceptado. No hubo ceremonia de iniciación. Mejor así.
therevening@yahoo.com
ernesto pérez masón matanzas, 1908 nueva york, 1980
Novelista realista, naturalista, expresionista, cultor del decadentismo y del realismo socialista, autor de una veintena de obras que avalan una carrera que se inicia con el espléndido relato Sin Corazón (La Habana, 1930), una pesadilla con extraños ecos kafkianos en un momento en que pocos en el Caribe conocían la obra de Kafka y termina con la prosa crujiente, mordaz, resentida de Don Juan en La Habana (Miami, 1979).
Integrante un tanto sui generis de la revista Orígenes, su enemistad con Lezama Lima fue legendaria. En tres ocasiones desafió al autor de Paradiso a batirse en duelo con él. En la primera, en 1945, impuso como escenario del lance un campito que poseía en las afueras de Pinar del Río y sobre el cual escribió numerosas páginas acerca de la felicidad profunda de ser propietario, término que ontológicamente llegó a equiparar con el de destino. Lezama, por supuesto, lo desairó.
En la segunda ocasión, en 1954, el sitio elegido para el lance fue el patio de un burdel de La Habana y las armas, sables. Lezama, una vez más, no se presentó.
El tercer y último desafío ocurrió en 1963; el lugar escogido fue el jardín trasero de la casa del doctor Antonio Nualart, en donde se celebraba una fiesta con participación de poetas y pintores; las armas, los puños, como en las clásicas peleas cubanas. Lezama, que por pura casualidad se encontraba en la fiesta, nuevamente logró escabullirse, ayudado por Eliseo Diego y Cintio Vitier. Esta vez la bravuconada de Pérez Masón terminó mal. Al cabo de media hora se presentó la policía y tras una breve discusión fue arrestado. En la comisaría las cosas empeoraron. Según la policía Pérez Masón golpeó a un agente en un ojo. Según Pérez Masón aquello fue una encerrona montada hábilmente por Lezama y por el castrismo, enmaridados contranatura ante la ocasión de hundirlo. El incidente se saldó con quince días de prisión.
No será la última vez que Pérez Masón visite las cárceles del régimen. En 1965 se publica la novela La Sopa de los Pobres, en donde, en un impecable estilo que hubiera aprobado Sholojov, narra los sufrimientos de una familia numerosa de La Habana de 1950. La novela consta de quince capítulos. El primero comienza: “Volvía la negra Petra...”; el segundo: “Independiente, pero tímida y remisa...”; el tercero: “Valiente era Juan...”; el cuarto: “Amorosa, le echó los brazos al cuello...” Pronto salta el censor avispado. Las primeras letras de cada capítulo componen un acróstico: VIVA ADOLF HITLER. El escándalo es mayúsculo. Pérez Masón se defiende despectivo: se trata de una coincidencia. Los censores se ponen manos a la obra; nuevo descubrimiento, las primeras letras de cada segundo párrafo componen otro acróstico: MIERDA DE PAISITO. Y las de cada tercer párrafo: QUE ESPERAN LOS US. Y las de cada cuarto párrafo: CACA PARA USTEDES. Y así, como cada capítulo se compone invariablemente de veinticinco párrafos, los censores y el público en general no tardan en encontrar veinticinco acrósticos. La cagué, dirá más tarde, eran demasiado fáciles de resolver, pero si los hubiera hecho difíciles nadie se hubiera dado cuenta.
El resultado son tres años de cárcel, que finalmente se quedan en dos y la edición, en inglés y francés, de sus primeras novelas: Las Brujas, un relato misógino y lleno de historias que se abren a otras historias que a su vez se abren a otras historias y cuya estructura o falta de estructura guarda cierta semejanza con la obra de Raymond Roussel; El Ingenio de los Masones, obra paradigmática y paradójica en donde nunca se sabe con certeza si Pérez Masón está hablando de la agudeza mental de sus antepasados o de un ingenio azucarero de finales del siglo XIX en donde se reúne una logia masónica que planea la revolución cubana y más tarde la revolución mundial, y que en su día (1940) mereció los elogios de Virgilio Piñera que vio en ella una versión cubana de Gargantúa y Pantagruel; y El Árbol de los Ahorcados, novela oscura, de un gótico caribeño inédito hasta entonces (1946), en donde queda al descubierto su fobia por los comunistas (sorprendentemente el capítulo tercero está dedicado a narrar las vicisitudes militares del mariscal Zhukov, héroe de Moscú, Stalingrado y Berlín, y constituye, por sí solo –y poco tiene que ver con el resto de la novela–, uno de los trozos más brillantes y extraños de la literatura latinoamericana de la primera mitad del siglo XX), por los homosexuales, por los judíos y por los negros, y que le valió la enemistad de Virgilio Piñera quien sin embargo nunca dejó de reconocer el valor inquietante, como de caimán dormido, de la novela, tal vez la mejor de todas las que escribiera Pérez Masón.
Casi toda su vida, hasta el triunfo de la Revolución, trabajó como profesor de literatura francesa en una escuela superior de La Habana. En la década de los cincuenta intentó sin éxito el cultivo del cacahuete y del ñame en su historiado campito de Pinar del Río que finalmente le expropiaron las nuevas autoridades. Sobre su vida en La Habana tras salir de la cárcel se cuentan infinidad de historias, la mayor parte inventadas. Se dice que fue confidente de la policía, que escribió discursos y arengas para un conocido político del régimen, que fundó una secta secreta de poetas y asesinos fascistas, que practicó la santería, que recorrió las casas de todos los escritores, pintores, músicos, pidiendo que intercedieran por él ante las autoridades. Sólo quiero trabajar, decía, sólo trabajar y vivir haciendo lo único que sé hacer. Es decir, escribiendo.
Al salir de la cárcel tiene terminada una novela de 200 páginas que ninguna editorial cubana se atreve a publicar. Su argumento indaga los primeros años de alfabetización de los sesenta. Su ejecución es impecable, en vano los censores se afanan en encontrar mensajes crípticos entre sus páginas. Aun así no se puede publicar y Pérez Masón quemará los tres únicos manuscritos existentes. Años más tarde escribirá en sus memorias que la novela entera, desde la primera a la última página, era un manual de criptografía, el Super Enigma, aunque por supuesto ya no tiene el texto para probarlo y su afirmación pasará ante la indiferencia, si no la incredulidad, de los círculos de exiliados de Miami que le reprochan sus primeras y algo apresuradas hagiografías de Fidel y Raúl Castro, Camilo Cienfuegos y el Che Guevara, y que Pérez Masón responderá escribiendo una curiosa novelita pornográfica (que publicará bajo el seudónimo de Abelardo de Rotterdam) ferozmente antinorteamericana, con el general Eisenhower y el general Patton como protagonistas.
En 1970, también según su diario, intenta y consigue fundar un Grupo de Escritores y Artistas Contrarrevolucionarios. El grupo lo integran el pintor Alcides Urrutia y el poeta Juan José Lasa Mardones, de quien nadie tiene noticia y que probablemente sean invenciones del propio Pérez Masón o seudónimos perfectos de escritores adictos al régimen castrista que en determinado momento se volvieron locos o quisieron jugar con dos barajas. Las siglas G.E.A.C. esconden, según algunos críticos, al Grupo de Escritores Arios de Cuba. En cualquier caso, del Grupo de Escritores y Artistas Contrarrevolucionarios o del Grupo de Escritores Arios de Cuba (¿o del Caribe?) no se supo nada hasta que Pérez Masón, confortablemente instalado en Nueva York, publica sus memorias.
Sus años de ostracismo pertenecen al dominio de la leyenda. Tal vez estuvo otra vez en la cárcel, tal vez no.
En 1975, y tras muchos intentos frustrados, consigue salir de Cuba y se instala en Nueva York en donde se dedica –trabajando más de diez horas diarias– a la escritura y a la polémica. Cinco años después moriría. El Diccionario de Autores Cubanos (La Habana, 1978) que ignora a Cabrera Infante, sorprendentemente recoge su nombre.
Daniela de montecristo Buenos Aires, 1918 Córdoba, España, 1970
Mujer de legendaria belleza y permanentemente rodeada por un aura de misterio, de sus primeros años en Europa (1938-1947) se cuentan historias a menudo contradictorias cuando no antagónicas. Se dice que fue amante de generales italianos y alemanes (entre estos últimos se menciona a Wolff, el tristemente célebre jefe de las SS en Italia); que se enamoró de un general del ejército rumano, Eugenio Entrescu, al que crucificaron sus propios soldados en 1944; que escapó del cerco de Budapest disfrazada de monja española; que perdió una maleta llena de poemas al cruzar clandestinamente la frontera austro-suiza en compañía de tres criminales de guerra; que fue recibida por el Papa en 1940 y en 1941; que un poeta uruguayo y otro colombiano se suicidaron por su amor no correspondido; que en la nalga izquierda llevaba tatuada una esvástica negra.
Su obra literaria, descontando los poemas de juventud perdidos en las cumbres heladas de Suiza y de los que nunca más se supo, se compone de un solo libro de título un tanto épico: Las Amazonas, editado por Pluma Argentina y con prólogo de la viuda de Mendiluce que no se queda corta a la hora de prodigar elogios (en algún párrafo compara, sin otro fundamento que la intuición femenina, los famosos poemas perdidos en los Alpes con la obra de Juana de Ibarbourou y Alfonsina Storni).
El libro aborda de manera torrencial y anárquica todos los géneros literarios: la novela amorosa y la novela de espías, las memorias, el teatro, incluido el de vanguardia, la poesía, la historia, el panfleto político. Su argumento gira en torno a la vida de la autora y de sus abuelas y bisabuelas, remontándose en ocasiones a los días inmediatamente posteriores a la fundación de Asunción y Buenos Aires.
Algunas páginas son originales, sobre todo cuando describe un Cuarto Reich femenino con sede en Buenos Aires y campos de entrenamiento en la Patagonia, o cuando divaga nostálgica, apoyada en conocimientos seudocientíficos, acerca de la glándula que produce el sentimiento amoroso.
Gustavo Borda. Guatemala, 1954 Los Ángeles, 2016
El más grande y el más desgraciado de los autores de ciencia-ficción guatemaltecos tuvo una infancia y adolescencia campesina. Hijo del capataz de la hacienda Los Laureles, la biblioteca de los patrones de su padre le proporcionó las primeras lecturas y las primeras humillaciones. Ambas, lecturas y humillaciones, no escasearían a lo largo de su vida.
Le gustaban las mujeres rubias y su apetito era insaciable, legendario, fuente de mil chistes y bromas pesadas. Propenso al amor y al amor propio, su vida fue ciertamente un rosario de humillaciones que supo llevar con la entereza de una fiera herida. Abundan las anécdotas californianas (en la misma medida en que escasean las anécdotas guatemaltecas en donde llegó a ser considerado, si bien no por mucho tiempo, el escritor nacional): se dice que era el blanco predilecto de todos los sádicos de Hollywood; que se enamoró de al menos cinco actrices, cuatro secretarias, siete camareras y que por todas fue rechazado con grave perjuicio para su dignidad personal; que en más de una ocasión lo golpearon brutalmente los hermanos, los amigos o los novios de las mujeres de las que se enamoraba; que a sus amigos les complacía hacerlo beber hasta reventar y que luego lo dejaban tirado en cualquier parte; que fue estafado por su agente literario, por su casero, por su vecino (el guionista y escritor de ciencia-ficción mexicano Alfredo De María); que su presencia en reuniones y congresos de escritores de ciencia-ficción norteamericanos constituía el blanco de los sarcasmos, el desprecio (Borda, al contrarío que la mayoría de sus colegas, carecía de los más elementales conocimientos científicos; su ignorancia en el campo de la astronomía, la astrofísica, la física cuántica, la informática, era proverbial) y la befa; que su simple existencia, en fin, solía hacer aflorar de inmediato los instintos más bajos y más ocultos en la gente que por una u otra causa se cruzaba en su vida.
No hay constancia, no obstante, de que nada lo desmoralizara. En sus Diaños les echa la culpa de todo a los judíos y a los usureros.
Gustavo Borda medía a duras penas un metro cincuenta y cinco centímetros, era moreno, de pelo negro y tieso y de dientes enormes y muy blancos. Sus personajes, por el contrario, son altos, rubios, de ojos azules. Las naves espaciales que aparecen en sus novelas llevan nombres alemanes. Sus tripulantes también son alemanes. Las colonias espaciales se llaman Nuevo Berlín, Nueva Hamburgo, Nuevo Frankfurt, Nuevo Koenigsberg. Y su policía cósmica viste y se comporta como seguramente hubieran vestido y se hubieran comportado las SS de haber podido sobrevivir hasta el siglo XXII.
Por lo demás sus argumentos siempre fueron convencionales: jóvenes que emprenden un viaje iniciático, niños perdidos en la inmensidad del cosmos que encuentran a viejos navegantes llenos de sabiduría, historias fáusticas de pactos con el diablo, planetas en donde es posible encontrar la fuente de la eterna juventud, civilizaciones perdidas que siguen subsistiendo de forma secreta.
Vivió en Ciudad de Guatemala y en México, en donde desempeñó todo tipo de trabajos. Sus primeras obras pasaron completamente desapercibidas.
Tras la traducción al inglés de su cuarta novela, Crímenes sin resolver en CiudadFuerza, se convirtió en escritor profesional y se trasladó a vivir a Los Ángeles, ciudad que ya no abandonaría.
En cierta ocasión, preguntado por qué sus historias tenían ese componente germánico tan extraño en un autor centroamericano, contestó: “Me han hecho tantas perrerías, me han escupido tanto, me han engañado tantas veces que la única manera de seguir viviendo y seguir escribiendo era trasladarme en espíritu a un sitio ideal... A mi manera soy como una mujer en un cuerpo de hombre...”
Silvio Salvático. Buenos Aires, 1901. Buenos Aires, 1994
Entre sus propuestas juveniles se cuenta la reinstauración de la Inquisición, los castigos corporales públicos, la guerra permanente ya sea contra los chilenos o contra los paraguayos o bolivianos como una forma de gimnasia nacional, la poligamia masculina, el exterminio de los indios para evitar una mayor contaminación de la raza argentina, el recorte de los derechos de los ciudadanos de origen judío, la emigración masiva procedente de los países escandinavos para aclarar progresivamente la epidermis nacional oscurecida después de años de promiscuidad hispano-indígena, la concesión de becas literarias a perpetuidad, la exención impositiva a los artistas, la creación de la mayor fuerza aérea de Sudamérica, la colonización de la Antártida, la edificación de nuevas ciudades en la Patagonia.
Fue jugador de fútbol y futurista.
De 1920 a 1929 escribió y publicó más de doce poemarios, algunos de los cuales obtuvieron premios municipales y provinciales, y frecuentó los salones literarios y las cafeterías de moda. Desde 1930, encadenado por un matrimonio desastroso y por una prole numerosa, trabajó como gacetillero y corrector en varios periódicos de la capital y frecuentó los tugurios y el arte de la novela que siempre le fue esquivo; publicó tres: Campos de Honor (1936), que trata de desafíos y de duelos semiclandestinos en un Buenos Aires espectral, La Dama Francesa (1949), un relato de prostitutas generosas, cantantes de tango y detectives, y Los Ojos del Asesino (1962), curiosa premonición del psico-killer cinematográfico de los setenta y ochenta.
Murió en el asilo de ancianos de Villa Luro, con una maleta repleta de viejos libros y manuscritos inéditos por toda posesión.
Sus libros nunca se reeditaron. Sus inéditos probablemente fueron arrojados a la basura o al fuego por los celadores del asilo.
Amado Couto. Juiz de Fora, Brasil, 1948 París, 1989
Couto escribió un libro de cuentos que ninguna editorial aceptó. El libro se perdió. Luego entró a trabajar en los Escuadrones de la Muerte y secuestró y ayudó a torturar y vio cómo mataban a algunos pero él seguía pensando en la literatura y más precisamente en lo que necesitaba la literatura brasileña. Vanguardia, necesitaba, letras experimentales, dinamita, pero no como los hermanos Campos que le parecían aburridos, un par de profesorazos desnatados, ni como Osman Lins que le parecía francamente ilegible (¿entonces por qué publicaban a Osman Lins y no sus cuentos?), sino algo moderno pero más bien tirando para su parcela, algo policiaco (pero brasileño, no norteamericano), un continuador de Rubem Fonseca, para entendernos. Ése escribía bien aunque decían que era un hijo de puta, a él no le constaba. Un día pensó, mientras esperaba con el coche en un descampado, que no sería mala idea secuestrar y hacerle algo a Fonseca. Se lo dijo a sus jefes y éstos lo escucharon. Pero la idea no se llevó a cabo. Meter a Fonseca en el corazón de una verdadera novela nubló e iluminó los sueños de Couto. Los jefes tenían jefes y en alguna parte de la cadena el nombre de Fonseca se evaporaba, dejaba de existir, pero en su cadena privada el nombre de Fonseca cada vez era mayor, más prestigioso, más abierto y receptivo a su entrada, como si la palabra Fonseca fuera una herida y la palabra Couto un arma. Así que leyó a Fonseca, leyó la herida hasta que ésta empezó como a supurar, y luego cayó enfermo y sus compañeros lo llevaron a un hospital y dicen que deliró: vio la gran novela policiaco-brasileña en un pabellón de hepatología, la vio con detalles, con trama, nudo y desenlace y le pareció que estaba en el desierto de Egipto y que se acercaba como una ola (él era una ola) a las pirámides en construcción. Escribió, pues, la novela y la publicó. La novela se llamaba Nada que decir y era una novela policíaca. El héroe se llamaba Paulinho y a veces era el chofer de unos señores y otras veces era un detective y otras un esqueleto que fumaba en un pasillo escuchando gritos lejanos, un esqueleto que entraba a todas las casas (a todas no, sólo a las casas de la clase media o de los pobres de solemnidad) pero que nunca se acercaba demasiado a las personas. Publicó la novela en la colección Pistola Negra, que editaba policíacos norteamericanos, franceses y brasileños, más brasileños últimamente porque escaseaba el dinero para pagar royalties. Y sus compañeros leyeron la novela y casi ninguno la entendió. Para entonces ya no salían en coche juntos ni secuestraban ni torturaban aunque alguno todavía mataba. Tengo que despegarme de esta gente y ser escritor, escribió en alguna parte Couto. Pero era trabajoso. Una vez intentó ver a Fonseca. Según Couto, se miraron. Qué viejo está, pensó, ya no es Mandrake ni es nadie, pero se hubiera cambiado por él aunque fuera sólo una semana. También pensó que la mirada de Fonseca era más dura que la suya. Yo vivo entre pirañas, escribió, pero don Rubem Fonseca vive en una pecera de tiburones metafísicos. Le escribió una carta. No recibió contestación. Así que escribió otra novela, La Última Palabra, que le publicó Pistola Negra y que ponía en escena otra vez a Paulinho y que en el fondo era como si Couto se desnudara delante de Fonseca sin ningún pudor, como si le dijera aquí estoy yo, solo, cargando con mis pirañas mientras mis compañeros recorren las calles céntricas, de madrugada, como los hombres del saco llevándose niños, el misterio de la escritura. Y aunque probablemente supo que Fonseca jamás leería sus novelas, siguió escribiendo. En La Última Palabra aparecían más esqueletos. Paulinho ya casi todo el día era un esqueleto. Sus clientes eran esqueletos. La gente con la que Paulinho conversaba, follaba, comía (aunque por regla comía solo), también eran esqueletos. Y en la tercera novela, La Mudita, las principales ciudades del Brasil eran como esqueletos enormes, y también los pueblos eran como esqueletos pequeños, esqueletos infantiles, y a veces hasta las palabras se habían metamorfoseado en huesos. Y ya no escribió más. Alguien le dijo que sus compañeros de la recogida estaban desapareciendo, le entró miedo, es decir le entró más miedo al cuerpo. Intentó volver tras sus pasos, encontrar caras conocidas, pero todo había cambiado mientras él escribía. Algunos desconocidos empezaban a hablar de sus novelas. Uno de ellos podría haber sido Fonseca, pero no era. Lo tuve en mis manos, anotó en su diario antes de desaparecer como un sueño. Después se fue a París y allí se ahorcó en un cuarto del hotel La Gréce.
Roberto Bolaño. Santiago•de•Chile•53-03
El Mar interrumpido
¿Qué le interesa a un hombre? ¿Qué resortes ocultos animan sus pasiones? La literatura es una exploración de la vida ilusoria, las estrategias con que el entusiasmo consigue su tributo o desemboca en el sótano del desasosiego. No hay historias sin emociones, y no es casual que los escritores dirijan su mirada a los estadios.
La forma de la pasión mejor repartida en el planeta es el fútbol. Durante el pasado Mundial de Alemania, Kofi Annan, entonces secretario de las Naciones Unidas, publicó un artículo en The Guardian donde decía que enviaba a Joseph Blatter por conducir un organismo internacional más exitoso que el suyo: la FIFA tiene más agremiados que la ONU, y además le hacen caso.
Espejo de las sociedades, el fútbol cuenta con toda clase de testigos dispuestos a desentrañar los beneficios y las vilezas que desata. Sin embargo, fue necesario un largo proceso de aculturación para entender que se trataba de una actividad que merecía ser abordada por escrito.
Descartado en un principio como una rústica manera de perder el tiempo, el fútbol tuvo sus evangelistas iniciales en la crónica deportiva. Durante décadas, los poetas y los novelistas se abstuvieron de manchar sus botines con el lodo de las canchas. Manuel Vázquez Montalbán fue un pionero esencial para entender la sustancia narrativa que recorría las tribunas. Convencido de que los partidos no sólo se disputan en el césped, sino en la mente de los aficionados, se ocupó de las relaciones peligrosas entre el deporte de masas y la política, el supermercado planetario donde los dioses llevan camisetas numeradas, las inagotables razones que hacen que el Barça sea más que un club. Gracias a él, sabemos que un partido mediocre puede ser más divertido al discutirse y que nada engrandece tanto la gesta como la suspicacia: “Lo que más nos gusta en el mundo a los catalanes es que los penaltis que nos pitan, sean futbolísticos o sean históricos, al menos sean discutibles o sospechosos”.
El fútbol es un sistema de supersticiones y Vázquez Montalbán, culé ejemplar, llegó a identificar el bloqueo del escritor con el archienemigo: “Mi mente está en blanco, ese color horroroso”.
Escoger un equipo es una forma de decidir el destino. Hay estoicos que deben su temple a apoyar a un club impredecible y masoquistas que se quejan de que los suyos no pierdan lo suficiente. La satisfacción de estar aquí tiene que ver con el club al que apoyo con una pasión quizá más literaria que futbolística.
El primer regalo que recibí en mi vida fue un llavero con el escudo azulgrana. Mi padre nació en Barcelona, vivió aquí hasta los diez años, y emigró a México en 1932. De niño, atesoró con fervor algunas cosas de su ciudad perdida: el parque de la Ciudadela, las aceras con lado de “mar” y lado de “montaña”, el equipo que salta al campo con los colores del Hombre Araña.
Me hice del Barça por extensión, como quien adquiere un mundo de fantasmas. En aquel tiempo anterior a la televisión satelital, muy de vez en cuando llegaban noticias de ese equipo. A principios de los años 60, vi al Barcelona de Cayetano Re en su gira por México, y en 1969, a los 12 años, fui con mi padre al Camp Nou a un derby contra el Real Madrid.
No es fácil explicar lo que un equipo representa para la gente del exilio. Se trata más de una entidad soñada, hecha de idealizaciones, que de una escuadra que decide marcadores. Cuando la televisión comenzó a transmitir vía satélite, los culés de México nos sorprendimos de que nuestro club existiera. A sus tareas de resistencia cultural, el Orfeo Català agregó una sala con pantalla gigante. Gracias a la oportuna diferencia de horarios, en México los partidos europeos coinciden con el almuerzo, y el Orfeo Català creó una burbuja ajena a la geografía donde el fútbol se disfrutaba con butifarras y setas vernáculas que el entusiasmo transformaba en rovellons.
Las identidades dependen de valores compartidos voluntariamente. Pocas han sido tan ruidosas y ajenas a los obstáculos de la evidencia como la de los barcelonistas de México. Esta lealtad fue sembrada por el propio Barcelona en nuestro país. Durante la guerra civil, el presidente de la Generalitat, Lluís Companys, promovió una gira para que el equipo pudiera seguir jugando y mantuviera activo el espíritu de una nación. La mayoría de los titulares se quedaron en México y se convirtieron en figuras decisivas de nuestro fútbol. Otros jugadores se exiliaron en Francia. Sólo algunos suplentes y el masajista, el imperturbable Ángel Mur Navarro, se embarcaron de regreso con la idea de recuperar el juego a orillas del Mediterráneo.
Muchas veces he pensado en los viajes que se cruzaron en ese tiempo: el Barça que volvía era el club más pobre del mundo –en rigor dependía de un masajista y una esponja–; mientras tanto, en otros barcos, huían los aficionados que no volverían a ver a su equipo.
Tal vez a la gente como mi padre el fútbol le interesaría menos si no viniera de una pérdida. En tiempos de bonanza, conviene recordar que a veces las ilusiones son preservadas por quienes parecen haber perdido el derecho a ellas. Éste es el legado que Barcelona puede recibir de su orilla latinoamericana. Compartimos el mismo mar, interrumpido por la Historia.
La 2da tortuga
Los juicios de Nüremberg mostraron en forma asombrosa que el horror convive con la normalidad. En otros ratos de su vida, los verdugos nazis eran personas comunes. Esta dimensión cotidiana de la tragedia provocó la célebre formulación de Hannah Arendt en torno a la “banalidad del mal”. Lo más perturbador del espanto es que no constituye una excepción.
Pensé en esto al visitar una de las sedes del holocausto: Dachau. Fui ahí en compañía del periodista deportivo Alberto Lati y el camarógrafo Óscar Gutiérrez para hacer un corto sobre futbolistas que sobrevivieron a los campos de concentración. Ninguno de los tres había pensado antes en hacer el viaje. Nos parecía innecesario, y hasta cierto punto morboso, certificar una barbarie de la que estábamos convencidos. Sin embargo, una vez en Dachau, nos sorprendió la falta de dramatismo del entorno. Las calzadas de pedrería, las barracas, la explanada principal y los edificios administrativos hubieran podido pertenecer a una academia militar. Aunque no faltaba información sobre las cruentas actividades que ahí se habían desarrollado, el escenario se acercaba al de cualquier internado incómodo. “No me siento impresionado, y esto me preocupa”, dijo de manera elocuente Alberto. Faltaba algo. No estábamos ante la museificación del horror, pero tampoco ante su descarnada topografía. El sitio evocaba una memoria convulsa sin ponerla a la vista: el marco del ultraje, ajeno a los detalles que lo hicieron posible.
En el estacionamiento, una flecha señalaba el McDonald´s más cercano. El espacio no se desmarcaba del entorno con fuerza suficiente para sugerir que ahí había pasado algo que no debía repetirse.
Llegó la hora de comer y buscamos un sitio con televisión para ver el partido entre Inglaterra y Paraguay. Recorrimos las calles de Dachau hasta llegar a una plaza pintoresca. Alberto advirtió la paradoja de que una aldea tan apacible sobrellevara una fama tan dramática.
Encontramos un par de tabernas agradables, pero no tenían televisión. Faltaban cinco minutos para el partido cuando vimos la puerta de un pub. Fui el primero en entrar. Respiré un aire ácido; tardé unos segundos en acostumbrarme a la penumbra. El lugar estaba atiborrado de adornos. Del techo pendían cientos de tarros de cerveza. Un hombre de inmensa espalda y barba de cuento de hadas estaba en la barra. Pensé en salir, agobiado por la sensación de encierro, pero vi una televisión en una esquina. Pregunté si podían encenderla. Una mujer, de ojos muy abiertos, apareció detrás de la barra. Habló con enorme amabilidad, pero como si masticara las palabras. La quijada parecía trabársele al término de cada frase. Encendió la televisión. El partido estaba a punto de comenzar. Nuestro destino se había sellado durante dos horas.
Óscar vio con desconfianza los adornos. Le llamó la atención un títere de amenazante seriedad. No había objetos tranquilizadores: calaveras y guadañas, la silueta de un vampiro en la puerta del baño, manchas de sombra donde podía asomar un muñeco sin ojos.
Al poco rato entró un joven a la taberna. Preguntó en dialecto bávaro si Petra había dejado ahí su chaqueta la noche anterior. El hecho de que ese sitio tuviera comensales, así fuese a otras horas, sirvió para calmarnos, al menos por un rato.
La dueña del local nos ofreció una especie de albóndiga hecha con tres quesos rancios y cebolla dulce. Luego nos preparó unos sándwiches hasta cierto punto comestibles. La atmósfera avinagrada era tan penetrante que no llegamos a acostumbrarnos a ella.
Empezaba el segundo tiempo del partido cuando el gigante terminó su última cerveza en la barra y alzó una mano rojiza en señal de despedida. La propietaria no tenía a nadie más que atender, tomó un papel absorbente y se dirigió a un acuario al lado de nuestra mesa. Sacó de ahí una tortuga, la puso sobre el papel y se sentó muy cerca de mí. “Todo está bien, todo está bien”, le dijo a la tortuga. Repitió la frase, una y otra vez, como un rezo. No había mucho que esperar del juego defensivo de Paraguay pero traté de concentrarme en el partido para no prestar atención a la anciana que decía: “Elvira, todo está bien”. La miré de reojo: se frotaba el párpado con el pico de la tortuga. Después de unos minutos se dirigió a la parte trasera del bar. Regresó con otro papel. Lo abrió, muy cerca de mí. Contenía carne cruda. Arrojó los trozos al agua. Para mi sorpresa, las tortugas picotearon la carne.
Al poco rato, la mujer volvió a sacar a Elvira del acuario y repitió: “Todo está bien, todo está bien”. Era como si ambas, la dueña del bar y su animal, acabaran de sobrevivir a algo atroz.
Cuando el campo de concentración estaba en funcionamiento, ella debía haber tenido diez años. ¿Qué recuerdos determinaban su mente? ¿De qué quería aliviar a la tortuga que alimentaba con carne cruda? Algo se cruzaba en ese cuarto oscuro, algo que nos excedía y no podríamos averiguar. La mano de la mujer acariciaba el caparazón de Elvira cuando pedimos la cuenta.
Pocas veces la conclusión de un partido me ha causado tanto alivio. Quería respirar aire fresco, salir de esa cripta que se sustraía al tiempo. La mujer nos dirigió una mirada dulce con los ojos azules que habían visto la niebla y la noche de Dachau. Se despidió, y volvió a sus tortugas. Elvira aguardaba sus caricias. Al fondo del acuario, inmóvil, reposaba una segunda tortuga. La mujer pronunció su nombre con suavidad. Estábamos predispuestos a que todo nos afectara en ese sitio, a encontrar ahí saldos de una historia rota, y quizá otorgamos demasiado sentido a lo que sólo dependía de la locura y el azar. Lo cierto es que el nombre de la segunda tortuga, quieta al fondo del agua, resumió las confusiones de ese día.
En efecto, se llamaba Adolf.
Juan Villoro MéxicoDF•56
Pop-ups
Altísima. Cabello teñido de rubio, vestía ropas de hilo. Blusa, saya y bolso. Grandes aretes. Esa muchacha cursa el último año de la carrera de Comunicación Social en la Universidad de La Habana. La conozco. Ella hacía auto stop en la avenida Rancho Boyeros –o avenida Independencia– cuando la vi, cuando me vio. Sonrió, nos saludamos, miró la hora y cruzó la avenida. Caminó en dirección a mí –la última vez que coincidimos fue en el Instituto Superior de Arte, habían organizado un panel con varios intelectuales que impartirían unas charlas a “jóvenes creadores”, el tema era el “Quinquenio gris”. Habían transcurrido quince días desde aquel encuentro.
La muchacha de falso cabello rubio iba con mucho retraso, llegaría tarde al primer turno de clases. Eso dijo. Y todo porque no escuchó la alarma de su despertador. Buena parte de la madrugada la pasó leyendo Las iniciales de la tierra, de Jesús Díaz. Cuando lo terminara, dijo, cuando lo terminara empezaría con El color del verano, de Reinaldo Arenas. Le dije que en mi casa tenía tres libros de la “Generación de la violencia” y podía prestárselos: Los pasos en la hierba, de Eduardo Heras León, Condenados de Condado, de Norberto Fuentes y Los años duros, de Jesús Díaz. La muchacha dijo sí, también me recordó que yo le había prometido prestarle la novela Respiración artificial, de Ricardo Piglia.
Miré la hora. Ella iba con muchísimo retraso y con muy pocas ganas se lo dije. Dolía dejarla ir. Quedamos en volvernos a ver para prestarle los libros. Nos despedimos y se paró junto al separador de la avenida. El semáforo estaba en rojo. Se acercó a un Lada, antes de montarse se volvió hacia mí e hizo un leve movimiento con su mano. La muchacha de falso cabello rubio estaba vestida como para matar.
Tan pronto el Lada cruzó la intersección de Boyeros y Vento recordé que en la noche el cantautor Frank Delgado haría un concierto. Había olvidado invitarla. Decidí entonces hacer una pequeña carrera hasta la parada para tomar el ómnibus que venía acercándose.
Sonríen a la cámara. Media docena de niños uniformados con la combinación de prendas de la enseñanza primaria sonríen a la cámara.
Una vez que el mecanismo de la cámara fotográfica cizalle la imagen encuadrada, la media docena de niños quedará impresa en el lado derecho de la enorme valla –que se levanta a la orilla de la avenida Independencia–. En el otro extremo de la valla, impreso sobre una tenue reproducción del yate Granma, hay una frase escrita con letras mayúsculas y cubre más de la mitad del cartel: Fidel es un país.
Desde mi asiento en el ómnibus veo cuánto resalta la frase sobre el fondo amarillo.
Sonríe. Desde la valla –de un fondo verde muy oscuro– Fidel sonríe. Notablemente arrugado su rostro, totalmente cano el cabello de la cabeza y la barba. Sonríe. Con su uniforme de campaña, sonríe. Está erguido y ocupa el lado derecho del cartel, en el otro extremo, impreso en letras mayúsculas y rojas, una frase: Vamos bien. Azul. Sobre el fondo azul y en la parte izquierda de la valla aparece un pizarrón negro con trazas blancas. Resulta imposible leer lo que está escrito, aunque este detalle verdaderamente no importa, sino la composición toda, porque la imagen impresa es un encuadre donde el fotógrafo cizalló solo una parte del interior de un aula. En ella, un grupo de alumnos de la enseñanza primaria reciben sus clases. ¿Cuántos son?: la cifra verdaderamente no importa, sino la composición toda. En el área derecha de la valla aparece un texto. Es largo. Pude leerlo y recordar cada palabra gracias a que el semáforo estaba en rojo: El Plan Bush les quitará la historia, el amor a los símbolos y la luz que anida en el pensamiento.
Gracias, ya vivimos en Cuba libre. Detrás hay otra valla. Pero no alcanzo a leer todo el mensaje, solo sé que es una variante de la anterior. Parte de la alerta está relacionada con la propiedad de la vivienda y la supuesta pérdida de los derechos sobre la misma de ponerse en marcha y aceitarse los engranajes del Plan Bush. Gracias, ya vivimos en Cuba libre –este era el final de la frase elegida por los publicistas.
Triunfaremos. Una palabra escrita en letras blancas y mayúsculas. En la composición, los colores de las banderas de Venezuela y Cuba se diluyen y generan un patrón de continuidad.
Triunfaremos. Leo desde mi asiento, el ómnibus apenas ha rebasado la intersección. Hugo Rafael Chávez sonríe desde la valla. Viste una camisa roja. Sonríe y tal parece que lo hace a todos los conductores y pasajeros que viajan por la avenida Rancho Boyeros –o avenida Independencia.
Cierta vez un amigo diseñador me comentó que para los carteles se toma en cuenta la simetría bilateral del rostro humano: según la manera en que este haya sido encuadrado parecerá que mira y sonríe a la persona que está parada frente a dicha reproducción. Cualquier ángulo que elijas, dijo, donde quiera que te pongas creerás que te sonríe.
Una mujer. Una mujer negra que se salva de morir producto de las llamas. Era una de las mejores atletas del país y ya pasó al retiro. En medio de su carrera deportiva sufrió un terrible accidente.
Esa mujer sorprendió a muchos. Tras superar la fase de recuperación y los ciclos de fisioterapia volvió a las pistas y ganó varias medallas. El rostro de esa mujer, con la dura marca de los queloides, sonríe a la cámara. También lo hacen una niña y un niño. Tras el disparo de la cámara la imagen quedará impresa, sobre fondo azul, en el lado derecho de una valla que se levanta a pocos metros de la Fuente Luminosa. En el lado izquierdo y ocupando más de la mitad del espacio hay una frase: Fidel es un país.
Aquí termina una parte de mi viaje.
Bajo del ómnibus para hacer el cambio de ruta.
Transcurre el día. Una jornada de trabajo. Una más.
Un amigo ha enviado un e-mail colectivo donde advierte, parodiando un refrán, que si “el río de Yahoo suena es porque piedras trae”. Y es que mi amigo ha visto cómo esta web ha puesto en la página de acceso al correo una foto de Fidel y varios links que remiten a las últimas noticias sobre el estado de salud del viejo Jefe de Estado y Gobierno. Por eso sugiere que cambiemos a G-Mail, servicio de correos también gratuito que, según mi amigo, al menos por el momento es aparentemente solo eso. También recomienda ponerse en guardia, es probable, dice en su e-mail, es posible que alguien pueda husmear en tu correspondencia virtual, por lo que aconseja poner en práctica una serie de triquimañas para complicarles el trabajo a esos muchachitos que entran y revisan tu buzón de correos sin hacer ruidos, sin que se les note.
En un nuevo e-mail, otro amigo difunde un artículo periodístico sobre la censura en Internet y todas sus variantes. El texto va acompañado de nombre de países y grandes empresas que practican este deporte. El articulista dice que Cuba está entre quienes van a la cabeza. Le respondo a este amigo agradeciéndole el envío, y junto a la confirmación automática de que el mensaje ha sido enviado aparece el perfil del convaleciente Jefe de Estado y Gobierno cubano y los links que remiten a las últimas noticias.
El último correo que reviso tiene una entrevista al músico Frank Delgado.
Como una enorme roca sobre el escenario. Rodando. Un trovador nacido en 1960 ha vuelto al escenario acompañado esta vez por una banda. Puros timbres de rock & roll. Ha dejado atrás, al menos en buena parte del concierto, el pequeño formato de música tradicional cubana que en la mayoría de sus últimas presentaciones lo acompaña. Me sorprende el concierto, me sorprenden las canciones nuevas. Es un tipo con un agudo sentido del humor, irónico, sus temas van desde la guaracha hasta las más bellas o tristes canciones. Pero esta vez ha subido al escenario con una banda de rock y la propuesta es fuerte, buena. Mucha energía. Una sucesión de temas en donde no ha dejado de ser el tipo irónico de siempre. Hay chicos melenudos, bellas adolescentes con el mundo a sus pies o a punto de rendirse bajo sus faldas. Algunos tararean esos temas nuevos, casi todos cantan las versiones rockanroleadas de temas ya no tan nuevos. Sin embargo solo un pequeño grupo de adolescentes baila.
Entre canción y canción estos adolescentes piden las viejas canciones que tienen que ver con la guerra de África, los marielitos, las prostitutas cubanas, el crack del campo socialista, la vida durante los lejanos 80´s, los españoles y sus inversiones acá en Cubita la bella. Los chicos melenudos y las hermosas adolescentes no habían nacido o eran solo unos niños cuando el territorio nacional era cruzado por estos vendavales, sin embargo piden a gritos esas canciones y Frank sonríe y pide paciencia.
Salvo por los problemas con el audio salgo del teatro pensando que ha sido un buen concierto. Busco en el lobby, busco en las afueras del teatro. No veo a la muchacha de falso cabello rubio. Tal vez hubiésemos regresado juntos. Entonces me despido de mis amigos.
Fondo blanco. A la izquierda, en la valla, aparece el rostro de un joven. Formaba parte de un grupo que asaltaría el Palacio Presidencial para ajusticiar al entonces presidente y tomar la emisora Radio Reloj. Este joven fue quien tomó el micrófono para comunicar a todos los radioyentes que el resultado de aquel movimiento armado era la muerte de Batista, la muerte del dictador Fulgencio Batista, dijo, en su propia madriguera del Palacio Presidencial. Pero no pudo terminar la alocución pues cortaron las transmisiones. Tras abandonar la emisora lo mataron camino a la Universidad de La Habana. Cada año Radio Reloj retransmite la alocución justo el mismo día y a la misma hora en que ocurrió el fallido ataque.
Fondo blanco. Hacia la derecha, una frase ocupa más de la mitad del área de toda la valla. La leo mientras espero a que el tráfico de autos que circula alrededor de la rotonda de la Fuente Luminosa me permita seguir mi camino rumbo a la parada de ómnibus luego de hacer el cambio de autobús: Era un joven como ustedes, fraterno, alegre, entusiasta. Era un joven como ustedes.
La estatua en bronce del Lugarteniente General Antonio Maceo y su caballo. La silueta de ambos está impresa en alto contraste, es un dibujo verde sobre fondo blanco. El caballo está parado en dos patas y el Lugarteniente General no pierde el equilibrio. Ambos están en franca pose de combate. A la izquierda, en la valla, ocupando poco más de la mitad, aparece una frase. En rojo: Protesta de Baraguá. Y en azul: Un tesoro de gloria y un ejemplo incomparable. El ómnibus va dejando atrás los pocos autos que circulan por la avenida Independencia.
Una amalgama de imágenes. Pequeñas banderas baten alrededor de las instantáneas que marcan fechas claves desde la Revolución del 59 hasta el nuevo siglo y milenio. El fondo de la valla es una sucesión de franjas horizontales: tres azules y dos blancas.
La victoria fue, es y será siempre nuestra.
No importa a qué velocidad vayas, podrás leer estas grandes letras negras y blancas.
Ring the bell well in advance of your stop. Dice el cartel pegado muy cerca de la puerta. ¿Debo presionar el botón? Es rojo. Tiene el dibujo de una campanita. Soy el único que necesita bajarse en la parada de la intersección de Vento y la avenida Independencia, si no le aviso al chofer puede que siga de largo. Tal como dice la advertencia con antelación presiono el botón para avisar que en la próxima parada quiero bajarme. Lo hago –temiendo que el chofer se incomode–. Vuelvo a presionarlo, nada sucede. Camino entonces hacia la parte delantera del ómnibus. Y hablo con el chofer. Detiene el ómnibus. Me bajo.
Por mi lado pasa un taxi. Suavemente. Y se detiene. Es un viejo Chevrolet fabricado antes del 59. No es un “cola de pato”, puede que sea del 54.
Alguien llama. Alguien me llama. Es una muchacha, altísima, vestida de hilo, vestida como para matar. Y la espero. Tan pronto me saluda me dice que por no enterarse se perdió un concierto de Frank Delgado. Hemos hablado de música y sabe que en mi casa tengo grabaciones de Frank. Le digo que fui, que fue un buen concierto. La muchacha de falso cabello rubio me mira. Hay en sus ojos cierto reproche y me dice que por qué no le dije nada, que tampoco me perdonará si no le presto los libros que en la mañana le prometí.
Es de madrugada.
Luego de disculparme le digo que la acompañaré. Camino a su casa me pregunta qué tal fue mi viaje a Bolivia. En mi memoria se suceden los escenarios donde estuve –Cochabamba, Sucre, Tarija–. Climas y paisajes de características muy dispares. También alcanzo a recordar los rostros, la arquitectura, olores, el gran tamaño de los perros callejeros, el falso color local, la Bolivia marginal y dura. Quiero hablarle de la Cordillera de Los Andes, de la peligrosísima carretera que serpentea a lo largo de la ladera, de los muertos que yacen perdidos en los precipicios y enquistados en la memoria de los dolientes –porque son recordados con una cruz y fantasmales flores azules en el borde mismo de la carretera–, de la única llama que vi y que estaba tras una alambrada, del sabor del jugo de las hojas de coca, sin embargo solo alcancé a recordar y hablarle de la iconografía de productos y marcas que se levantaba en cada rincón en donde estuve. Te va cercando –le dije–. Asfixia –le dije–. Aunque creo que sucede solo al principio, hasta que el propio cuerpo lo asimila, tal como si esa iconografía no estuviera incrustada dentro del entorno. Es el aire, el agua, el suelo que pisas. Es el entorno –le dije–. A más de tres mil metros de altura, en el camino de Cochabamba a Sucre, y en una zona apenas poblada, desde el microbús donde viajaba vi una valla. Era roja y blanca. La muchacha sonrió. Supuse que ella sabía qué había tras el mensaje de los publicistas. Era un anuncio de la Coca Cola –dijo–. Una promoción de la botella tamaño personal –le dije–: Elija esta chica, es la mejor. Algo así decía en la valla. Letras blancas sobre fondo rojo.
AhmelEchevarría LaHabana•74
El pescador pescado
Antes de suicidarse en 1961, el siempre autodestructivo Ernest Hemingway resucitó varias veces: sobrevivió a un obús de la Primera Guerra Mundial, a un accidente de avión que le dio la oportunidad de leer sus propias necrológicas y, cuando todos ya habían enterrado su carrera literaria, publicó El viejo y el mar.
Y todos volvieron a caer en las redes de Hemingway.
EL ANZUELO
El 1 de septiembre de 1952 apareció la nouvelle de 27 mil palabras en un número de Life, que le pagó al escritor 1,10 dólares por cada una de ellas. Fue un buen negocio. Se vendieron cinco millones de revistas en 48 horas. El 8 de septiembre la editorial Scribner´s puso a la venta el libro –con diseño de portada de la joven Adriana Ivancich, por la que Hemingway había perdido los papeles– y no dudó en encargar la segunda edición una hora después de que hubieran abierto las librerías y hubieran volado los primeros cincuenta mil ejemplares. En su libro Hemingway y su mundo, Anthony Burgess describe con precisión y gracia la Viejomarmanía y sus porqués:
Su impacto fue increíble. Se predicaron sermones basándose en él, el autor recibió cientos de cartas laudatorias día tras día, por las calles la gente le besaba llorando, su traductor al italiano dijo que apenas podía traducir por las lágrimas, y Batista le concedió a Hemingway una medalla honorífica “en nombre de los pescadores profesionales de peces-espada desde Puerto Escondido a Bahía Honda” [...] Es fácil comprender por qué la novela fue, y sigue siendo, tan universalmente popular: trata del valor mantenido frente al fracaso.
Tiene razón Burgess: el hombre es un animal raro y pocas cosas le resultan más agradables y disfrutables que presenciar –de lejos y de cerca, en un libro– la épica de la derrota de otro. Y la cosa se pone mejor aún cuando la prolija narración de una caída está firmada por el inesperado vuelo de quien se pensaba tenía ya las alas rotas. Hemingway –luego de haber soportado el desprecio crítico por Al otro lado del río y entre los árboles, su involuntariamente autoparódica novela de amor otoñal– volvía por su fueros para contar la viril saga de un pescador cubano de nombre Santiago que luego de una lucha a muerte vence a un gigantesco pez espada sólo para contemplar, impotente, cómo se lo devoran los tiburones. La trama, claro, se presta a múltiples interpretaciones: ¿Metáfora de un último combate? ¿Hemingway era el pescador o el pez? ¿Los críticos eran los tiburones? ¿Cuba era el paraíso recuperado o el infierno obtenido?
Hemingway –bien macho y bien lejos de todas esas mariconadas– en su momento advirtió que “no hay simbolismo. El mar es el mar. El viejo es el viejo. El pez es el pez. Nada más. La puta mar, como dicen los cubanos”.
Faulkner –sureño e irónico– escribió que era el mejor libro de Hemingway y “el mejor de cualquiera de todos los nuestros”; pero agregó: “Esta vez Hemingway descubrió a Dios, al Creador... Está bien. Alabado sea el Señor que nos hizo, nos ama y nos compadece a Hemingway y a mí; y que nos impida volver a ocuparnos de él de aquí en adelante”.
En cualquier caso, a Hemingway la divina idea le venía de lejos. Ya en 1936 había publicado en el mensuario Esquire una crónica con el título de “On the Blue Water” a partir de una historia que le había contado un pescador. Los años, y su relación con el legendario y recientemente fallecido a los 104 años de edad Gregorio Fuentes – patrón de su yate Pilar–, hicieron el resto. La idea original de Hemingway era que la historia de Santiago fuera el último tramo de un largo libro sobre el mar a titularse The Island and the Stream, que fue editado póstumamente en 1970 con el título de Islands in the Stream (Islas en el golfo, en la edición en castellano) y en donde aparece, al principio, otra larga secuencia –para mí más lograda que la de la nouvelle– de pesca y persecución, esta vez protagonizada por un pescador adolescente bajo la vigilante y orgullosa mirada de su padre. La idea, supongo, era abrir y cerrar la novela con un pez poderoso y con pescadores perfectamente conscientes –en su juventud o en su vejez– de que ya nunca les volvería a suceder algo igual.
LA CARNADA
Nada igual volvió a sucederle a Hemingway: El viejo y el mar ganó el Pulitzer correspondiente a ese año, se convirtió en best-seller mundial, dio lugar a una película horrible con Spencer Tracy que Hemingway detestó, y fue tiro de gracia a la hora de por fin cazar el Nobel de 1954. Ahora bien: ¿es tan bueno El viejo y el mar? Confieso que tenía un recuerdo difuso del libro, que no me gustó nada cuando lo leí y que entonces no pude evitar emparentarlo con esos cortometrajes for-export de dibujos animados de Disney con gauchitos voladores, loros cariocas, toros sensibles y avioncitos correo chilenos con los que Walt pretendía conquistar el mundo. Sí, hay algo de la funcional universalidad alegórica de El principito, de Platero y yo y de Juan Salvador Gaviota en El viejo y el mar –lo mismo ocurre con las también breves y parabólicas La perla de John Steinbeck y Una fábula de William Faulkner– que pone un poco los nervios de punta. Ese tufillo corderil de libro cuasi de autoayuda disfrazado de lobo. No sé. Y es ciencia: el mejor Hemingway no está en los jadeos de sus novelas (con la excepción de The Sun also rises, alias fres Fiesta Se sabe que sus inmediatos imitadores y el posterior aluvión sucio de los minimalistas no ) sino en el largo aliento de sus cuentos. ánfresán hicieron más que destacar los aspectos caricaturizables de su estilo. Se sabe también que Hemingway era un patán, una mala persona y que Fitzgerald y Faulkner fueron, siguen y seguirán siendo mucho mejores que él.
Así que, lo confieso: volví a acercarme a El viejo y el mar con la caña en alto y sin bajar la guardia. Hacía mucho que no leía a Hemingway y –¡sorpresa!– ahí estaba otra vez ese estilo que te gana de a poco pero enseguida: la frase precisa, la naturaleza del mundo inseparable de la naturaleza del hombre, la repetición tres o cuatro veces de una misma palabra en una sola oración y una ininterrumpida sucesión de milagros como –voy a escribirlo en inglés– ”The sky was clouding over to the east and one after another the stars he knew were gone”. Pero El viejo y el mar no es mejor que sus últimos victoriosos relatos derrotistas como “Las nieves del Kilimanjaro” o, especialmente, “La corta y feliz vida de Francis Macomber”. Lo que molesta o irrita de El viejo y el mar es, paradójicamente, sus virtudes marketing de librito perfecto: es turístico, aleccionador, breve, contundente, ideal como primer libro a leer por los estudiantes de inglés del planeta y –en la cuidadosa revisitación y reciclaje de momentos en la vida y obra del autor– definitivamente hemingwayano. Es, sí, el libro más populista de un escritor popular. Un Hemingway para millones donde, tal vez, la culpa no sea del que firma sino de esa multitud que lo lee como libro/estandarte y siente que ha rendido la asignatura correspondiente y a otra cosa. De algún modo, más que un libro, El viejo y el mar es un eslogan pegadizo y un lugar común inmediato. Un Moby-Dick fácil y light (Hemingway, siempre peleándose con los mejores que él, definió a la obra maestra de Melville como “buen periodismo y mala retórica”); lo que fue y no deja de ser un logro pero, también, un arpón de doble filo. Así, lo que distingue y mitifica a El viejo y el mar (último libro publicado en vida por Hemingway y, para muchos, perfecto destilado de su credo y estética) está en realidad fuera de la literatura, y por eso es uno de esos contados artefactos extraliterarios más allá de las bondades de su prosa que de tanto, como un huracán caribeño, arrasan con todo. Incluyendo a Hemingway.
Sus camorreras cartas de por entonces muestran a un campeón súbitamente recuperado en el último round, luchando con todos, insultando a los escritores jóvenes y burlándose de los muertos. Entre líneas, resulta evidente que el fantasma navideño y cada vez más poderoso de Fitzgerald –quien tanto lo ayudó y lo quiso hasta el final, a pesar de todo– no lo dejaba dormir en paz y que, sabía, El viejo y el mar había sido el último regalo de una vida que ahora empezaba a pasarle la cuenta y pedirle explicaciones.
Al poco tiempo, Fidel y el Che entraron en La Habana y Hemingway ya no pudo volver a pescar en el Pilar o a ocupar su mesa en el Floridita. Se deprimió mucho y se distrajo rescribiendo a conveniencia su pasado en la tan infamante como formidable A Moveable Feast (París era una fiesta), y armando y desarmando El jardín del Edén, una extraña y perversa y fascinante novela que recién aparecería en 1987. Empezó a desconfiar de todo y de todos, intentó suicidarse varias veces, recibió electrochoques y supo que el cazador ahora era la presa. Era una leyenda viva para todos y muerta para sí misma.
Las últimas fotos lo muestran caminando por los bosques nevados de Ketchum; pateando latas o sonriendo a cámara con una sonrisa enorme y amplia y llena de dientes que se olvidaron de cómo morder. Un funcionario de la Casa Blanca le pidió una frase para un volumen conmemorativo que sería entregado al recién investido presidente Kennedy. No se le ocurrió nada, no podía escribir una palabra. “Ya no quiere salir, nunca más”, le dijo llorando a su última esposa.
Un amanecer de domingo se le ocurrió una última gran idea para un último breve cuento. Una ficción súbita, un microrrelato. Bajó a su estudio y la escribió de un tirón, de un tiro: “El viejo y el rifle”.
Rodrigo Fresán. Buenos Aires • 63
Escenas: un hombre saca fotos de espías alemanes en el puerto de San Antonio. La KGB se moviliza a nivel transcontinental. Henry Kissinger hace un llamado telefónico. Un policía islandés baila. El FBI arma un expediente de 900 páginas de una mujer. Un hombre se saca las tapaduras de los dientes por miedo a ondas mentales malignas lanzadas por los soviéticos. Otro chantajea al Kremlin por un departamento más grande. Alguien radiografía una silla que puede contener un dispositivo secreto. Alguien abandona una secta esotérica. Nixon intenta hacer un hueco en su agenda.
Paradójico. Todo lo anterior podría corresponder a una novela de Clancy o Ludlum pero está salido de Bobby Fischer se fue a la guerra, de David Edmonds y John Eidinow, libro reportaje sobre el match por el campeonato mundial de ajedrez de 1972 entre Fischer (el aspirante, genio megalómano con ínfulas de rockstar) y Boris Spasski (el campeón, última encarnación de la escuela soviética), un encuentro épico y, por qué no, desquiciado.
El libro es genial y delirante. Cero deporte: el ajedrez termina siendo la excusa para un relato donde desfilan miembros del politburó, deportistas sociópatas, espías y acusaciones de telepatía. Tragicómicos, casi siempre asombrados, Edmonds y Eidinow desclasifican documentos, chequean genealogías, interrogan testigos y sugieren de paso que, para narrar el mundo del deporte –o hacerse una idea, por lo menos–, la literatura puede acercarse más que el periodismo.
Podría ser un pequeño leitmotiv literario. De Canetti a Nabokov, pasando por George Steiner o Martin Amis, el ajedrez aparece como un canon en la sombra, una metáfora de algo más, una manera de tramar o destramar quemándose con estrategias truncadas y movimientos inexplicables. Fritz Leiber, clásico escritor de scifi yanqui –un erudito en Shakespeare que escribía sagas de fantasía y cuentos sobre vampiros espaciales– lo definió a la perfección en Crónicas del gran tiempo, una serie de relatos donde se narra la guerra entre dos facciones opuestas a través de la eternidad: ahí absolutamente todo es un tablero de ajedrez donde los “soldados combaten volviendo atrás a cambiar el pasado o yendo hacia adelante a cambiar el futuro, para lograr (...) la victoria final dentro de mil millones de años o más”. En suma, un juego perpetuo, una conspiración sin fin, la verdadera matriz de la Historia.
De este modo, Leiber escribía de conspiraciones galácticas pero en realidad hablaba de otra cosa: la Guerra Fría, aquel ajedrez mundial ejecutado por jugadores ciegos, llenos de dobles intenciones y agentes triples que olvidaban de qué bando provenían.
Por supuesto, por acá no estamos tan lejos de esa clase de trama. Así, mientras en Bobby Fischer... se detalla que el padre del campeón yanqui trabajó como fotógrafo y espía ruso en Algarrobo, basta recordar de manera reversa dos historias del argentino Rodolfo Walsh. En la primera, Walsh juega ajedrez en un bar de Buenos Aires en el momento preciso en que alguien dice “hay un fusilado que vive”, puntapié inicial o apertura siciliana de esa obra maestra de la no-ficción que es Operación Masacre. En la segunda, Walsh está en Cuba, trabajando para Prensa Latina, cuando ve un teletipo lleno de garabatos y se da cuenta de que es un mensaje encubierto de la CIA. El escritor va y se lee todos los libros de criptografía que tiene a mano para luego descubrir que lo que ahí se detalla son los planes secretos de la invasión de Bahía Cochinos. Y cambia la historia. Jaque mate. O jaque. Una excepción a la regla para aquello que Amis dijo alguna vez sobre el mismo Fischer: “el supremo genio del ajedrez puede aliarse con el más pobre material humano”.
Dura varios días. Una muñeca gigante se pasea por Santiago y la gente enloquece. La muñeca busca a un rinoceronte mientras las imágenes del desastre impactan a los transeúntes desprevenidos. La multitud delira, sigue a la marioneta, saca fotos, llora, no puede creer lo que está pasando. O más bien lo puede creer pero no quiere hacerlo, desea entregarse por minutos a la alucinación, a aquellos pedazos de la ficción que la gente del Royal de Luxe ha montado para ellos. Ojo. En Chile cualquier cosa que involucra alguna clase de reapropiación del espacio público termina siendo el espejismo de un universo paralelo que la ciudadanía sale a buscar con frenesí. Por supuesto, los psiquiatras televisivos deben tener una explicación medianamente ingeniosa o técnica, pero las imágenes –la multitud abriéndole paso a la “niña”, los ciudadanos al borde del shock por los vehículos chocados en las inmediaciones de La Moneda– superan cualquier clase de opinología.
Por supuesto, yo tampoco sé qué decir del asunto salvo sonreír y pensar, que –por momentos– en la literatura de nuestro imaginario, tan centrada en los afectos y desafectos que suceden entre las paredes de adobe de la nación, los espacios públicos han sido mirados con miedo, sublimados o decretados extintos.
Hace años, el Cristo del Elqui de Parra cambiaba el ágora pública por un set de televisión tipo Sábados Gigantes y la iluminada de Diamela Eltit se pasaba la noche sola en una plaza vacía llena de luces amenazantes. Por otro lado, El paseo Ahumada de Lihn –que se dio cuenta de esa perversa relación entre el ciudadano y el escritor en las calles del centro– era un infiernillo dantesco en el que no reparó Carlos Franz en La muralla enterrada, aquel perfecto ensayo policial sobre la búsqueda de una ciudad perdida que ya era imposible de habitar, al modo de los pueblos sureños sin gente donde los hablantes de Teillier esperaban el apocalipsis.
Esa ciudad fue la que se desbordó en la calle en eventos como el de la semana pasada, colapsando los diques de contención imaginarios apuntalados en nuestros relatos y novelas. La gigantesca muñeca puede haber parecido una versión más amable y con final feliz de Godzilla, pero su monumentalidad ponía en jaque la escala visual de nuestra memoria literaria.
La señal no es menor. Hay un desfase ahí, esa misma clase de desfase que desataron Tunick y la “casa de vidrio”, algo que se veía o leía como una grieta en el modo de narrarnos. En nuestra novela, los personajes siempre descorren los tupidos velos con una sutileza vaticana mientras escuchaban tras las paredes, enunciando a medias secretos de familia insondables. En nuestra poesía, los cantos generales devienen siempre en paisajes particulares. Incluso Neruda, el mejor poeta de estadios que jamás ha existido, creó una Neverland particular a costa de acumular fetiches privados para contemplar en las noches lluviosas de su casa en la playa.
Pero estos golpes de realidad ponen toda esa edificación –aquella casa de la literatura chilena– en crisis cuando el espacio público y la histeria masiva señalan que la multitud quiere que le cuenten historias y la engañen y que cualquier pánico es falso mientras estalla en llanto y mira embobada y feliz cómo todo lo que sabe se derrumba y camina feliz al lado de unos monstruos que, cómo no, se desparramaban por Santiago. Esas imágenes destierran nuestra agorafobia y merecen un poema o una novela completa: algo que hable del murmullo de la multitud esbozando onomatopeyas imposibles, sonriendo ante lo inaudito, riéndose de cómo por un rato los límites entre el arte y la vida explotan y se desvanecen ahí, en medio de la calle.
Álvaro Bisama Valparaíso•75
La gran Guagua China
1.
Una tortura azul. Azul y con ruedas. El paisaje del otro lado de la ventanilla parece ser Cuba, pero no. (A una escuelita en medio de la nada campestre le han pintado por fuera ESCUELA RURAL, para que quede bien claro.) Es un paisaje mental. Regiones depresivas. Regiones desoladas. Intento leer un libro sobre Gombrowicz. Hay diálogos. A propósito de la prosa del polaco, interviene un Pepe Bianco convertido en personaje: “Habría que buscar en algunos textos políticos de los marxistas rusos, o mejor, de los trotskistas (textos en los que no existe el acendrado prurito de la literatura; textos excesivos, en los cuales no se escatiman epítetos y giros más o menos ingeniosos, puestos allí en tanto su eficacia estigmatizante los hace inimpugnables), para ubicar un símil de su estilo en otro registro. Expresiones como las de Lenin: el cerdo renegado Kautsky parece que cuando piensa mastica esponja dormido, o las diatribas inmisericordes, fluctuantes entre el kitsch y el dogma paródico, que blanden la injuria de un modo...”
No entiendo nada, por supuesto. Estoy en una Yutong.
2.
Regresar esta vez a La Habana es regresar a lecturas políticas y lecturas pendientes. Moby Dick, esa transfusión de sangre. Algunos dicen que es la gran novela americana. Pero hay otros que dicen (y yo les creo) que la gran novela americana la escribió un ruso y se llama Lolita. El ruso que dijo una vez a The Paris Review: “Me hubiera gustado vivir en Nueva York durante la década de 1930. Si en ese entonces se hubieran traducido mis novelas, hubieran provocado un shock y hubieran dado una lección a los entusiastas pro soviéticos”.
3.
Regresar esta vez a La Habana es regresar, también, al desorbitado paisaje mental que es la isla de Lost. Y a cierta novela desorbitada que estoy y no estoy escribiendo, que puedo y no puedo escribir. Digamos, aproximadamente, que sigo perdido en la traducción. Y en La Habana, capital de fantasmas. Quizás haya que esperar la próxima década, pienso. Nos vemos en el futuro.
4.
Dejo de mirar por la ventanilla. El asiento a mi lado ya no está vacío: lo ocupa una figura envuelta en sombras que no son de este viaje. Es un hombre. Le pregunto quién es. Él responde: Yo soy Providence. De pronto lo reconozco y de pronto se me ocurre fabricar una línea fácil: “El escritor que cayó del cielo”. Recuerdo que vivió en Nueva York, y no le gustó. En carta a su amigo Frank Belknap Long, escribió que “es imposible referirse con calma a la ciudad de Nueva York. La ciudad está sucia y maldita: vengo de ella con la sensación de haberme manchado con su contacto, y ansío algún detergente de olvido que me limpie del todo. ¡Cómo, en nombre del cielo, los sensibles y dignos hombres blancos pueden seguir viviendo en ese potaje de inmundicia asiática en que se ha convertido la región –con señales y vestigios de plagas de langosta por todas partes–, es algo que escapa absolutamente a mi comprensión!” De modo que este escritor regresó huyendo a la Nueva Inglaterra profunda, la Nueva Inglaterra colonial que tanto quiso, y murió en su ciudad natal, capital del diminuto estado de Rhode Island. Se llamaba Howard Philips Lovecraft, pero en su tumba sólo hay una columna que dice: YO SOY PROVIDENCE.
5.
El 2007, pienso. Los 70 años que lleva muerto Lovecraft, y lo vivo que ha estado desde que murió hace 70 años. Escribió mal, el viejo pulpo excéntrico y fascistoide, pero escribió lejos, y la sombra de sus tentáculos es alargada. El imposible diálogo entre nosotros no va a tener lugar, al menos no en esta guagua, pero quiero recordar con cariño al triste, solitario y outsider, fanático de la astronomía, la antigüedad y las pulp magazines, que creó y dispersó por todas partes lectores fanáticos a una literatura mitómana y demencial. Recordar su trabajo para la UAPA o United Amateur Press Association, donde publicó sus primeros cuentos y ensayos y poemas mientras distribuía su propia revista –The Conservative– y se hacía de un espacio en el mundo del periodismo independiente anterior a Internet y los blogs y los e-zines.
Recordar que uno de sus cuentos de terror fue rechazado por Weird Tales –una revista de terror– porque era “demasiado terrorífico”.
Recordar al árabe loco Abdul Alhazred y a ese libro que es puro terrorismo y que lleva por título Necronomicon y que hasta tuvo su intervención cubana –su máxima descompresión– en una novelita cinematográfica de Eduardo del Llano. Recordar que el día que cumplió 21 años, H. P. Lovecraft se subió a un tranvía y estuvo haciendo el recorrido de un extremo a otro por toda la ciudad hasta que cesó el servicio. Ojalá que ese día, el fugitivo freak que había en él encontrara lo que estaba buscando.
Y ojalá que algún día de su vida haya encontrado ese detergente de olvido que lo limpiara de todo. Millones de lectores, estoy seguro, aún se lo desean.
6.
Vuelvo a estar solo. La Yutong continúa rodando, un recorrido rural que parece no tener fin. Aunque sea Cuba, el paisaje que veo es otra cosa. Gigantescos bloques de piedra empiezan a dibujarse en el horizonte. Una línea discontinua de kilómetros y toneladas.
Hay quien dice que la gran novela china todavía se está escribiendo, pieza por pieza y fragmento a fragmento. Pero yo soy de los que creen que la gran novela china ya se escribió, y la escribió un checo.
Recuerdo ahora a un personaje de Kafka: “Estos fragmentos de muralla abandonados en regiones desoladas podían ser destruidos con facilidad, una y otra vez, por los nómadas, sobre todo porque esas tribus, atemorizadas por los trabajos de construcción, cambiaban de residencia con asombrosa rapidez, como langostas, por lo que probablemente tenían mejor visión de conjunto de los progresos de la obra que nosotros mismos, sus constructores”.
Jorge Enrique Lage La Habana• 79
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Estaba en los estudios de Radio Nacional de España, esperando el inicio de un programa de esos en los que siempre es un placer participar: La Ciudad Invisible. Para amenizar la espera, el productor Javier Díez nos daba charla a Pura Roy, de Alfaguara, y a mí. Ya no se cómo fuimos a dar al asunto, pero en un momento Javier se puso a hablar de Ava Gardner y de su legendaria estancia en España. Habló de las ruidosas fiestas que ofrecía en uno de los pisos que tuvo por entonces –fiestas que, no dudo, nunca acabarían antes del alba–, y entonces recordó el dato y preguntó: “¿A que no saben quién era su vecino del piso de abajo?” Pura y yo nos quedamos mudos, a mí no se me ocurría nadie lo suficientemente disparatado. Al fin Javier dijo: “Su vecino de abajo era Juan Domingo Perón”.
Desde entonces no paro de imaginar el potencial encuentro. El por entonces ex hombre fuerte de la Argentina, exiliado por el golpe militar, perdiendo el sueño por la música incesante que viene de arriba –y por el repiqueteo de los tacones de aguja de la diva. Imagino una primera vez, con Perón enviando a un lacayo a pedir un poco de cordura. Imagino una segunda vez, con Perón enterado de que su ruidosa vecina es una célebre actriz de Hollywood –la amante de Frank Sinatra, nada menos– y decidiendo acudir en persona; en el peor de los casos, aunque no lograse obtener silencio, podría echarle un vistazo a la belleza morena y cerril de la Gardner. E imagino que Perón habrá sumado dos más dos: si el matrimonio con la por entonces ya difunta actriz Eva Duarte había ayudado a convertirlo en el hombre más popular de la Argentina, ¿qué no lograría de convertirse en marido de una actriz de Hollywood?
Lo que es obvio es que la cosa no salió bien. Quizás Perón no se cruzó nunca con Ava, quizás la diva lo invitó a la fiesta y Perón perdió la competencia para ver quién de los dos resistía mejor el alcohol. Lo único cierto es que poco tiempo después Perón conoció a una artista de cabaret con la que terminó casándose, y que a su muerte se convirtió en presidente de todos los argentinos –Isabel Martínez fue el mandatario civil que terminó cediendo el puesto a la dictadura militar.
Ay, Ava. Cuánto amamos todavía tu belleza indómita y cuánto daño nos has hecho a todos los argentinos. Ø
En un gesto que despeja cualquier sospecha sobre sus aspiraciones a la excelencia, la edición argentina de la Rolling Stone reprodujo el largo artículo que el escritor Jonathan Lethem dedicó al Padrino del Soul, James Brown. La idea de convocar a Lethem fue un mérito de la Rolling original, que vio una oportunidad y no la dejó pasar. Lethem es uno de los escritores norteamericanos más interesantes del momento. Me impresionó en su momento con Motherless Brooklyn (sé que existe edición en español, no me pregunten su título) y volvió a hacerlo con The Fortress of Solitude. Cualquiera que haya leido The Fortress of Solitude entenderá por qué Lethem era un candidato ideal para escribir sobre James Brown: su exquisita descripción de la pasión que Dylan Ebdus, un chico blanco de Brooklyn, siente por el soul de los 70 y 80, no puede ser otra cosa que una traslación literal del amor del mismo Lethem por esa música inolvidable.
La humildad que Lethem siente en presencia de Brown, a quien visita en un estudio de grabación de Augusta, Georgia, es palpable: casi puedo imaginarme su sonrisa cada vez que Brown, por completo ignorante de los laureles del escritor, insistía en llamarlo “Mr. Rolling Stone”.
En uno de los pasajes más interesantes Lethem compara a Brown con Billy Pilgrim, el protagonista de Matadero 5, de Kurt Vonnegut: tanto Billy como Brown son hombres despegados de su tiempo. Pero Lethem sostiene que a diferencia de lo que ocurre en la clásica novela de H. G. Wells, James Brown no puede controlar sus desplazamientos. (Un tanto como lo que ocurre en otra novela reciente: The Time Traveller’s Wife, de Audrey Niffenegger.) La teoría de Lethem es más o menos así: que en algún momento de 1958 James Brown comenzó a visitar el futuro, y por ende a oír su música. De allí en más, al regresar a su tiempo físico Brown “parecía tratar de impartir una epifanía a la cual sólo él tenía acceso, una epifanía que tenía que ver con el ritmo y con sus posibilidades cinéticas inherentes, pero que hasta ese momento nadie había descubierto en el R&B y la música soul que lo rodeaba”. Imagino que Lethem no conoce a Julio Cortázar, pero su teoría coincide con la expuesta por el argentino en su cuento El perseguidor, una biografía apócrifa de Charlie Parker cuyo protagonista insiste en mezclar tiempos al decir: “Esto ya lo estoy tocando mañana”.
Lethem cita al crítico Robert Palmer, que advirtió en su momento que Brown y su banda había convertido a los elementos rítmicos en la canción propiamente dicha. “Brown era como un director de cine –insiste Lethem– que se interesa en el escenario de fondo y prende fuego al guionista y a los actores, salvo que en vez de llegar a filmes experimentales que nadie desea mirar, forjó un estilo de música tan futurista que hizo que todo lo demás sonara antiguo”.
Reproducir el extenso artículo en toda su extensión es un mérito de la Rolling local. Leerlo fue un placer, que además constituyó la excusa perfecta para volver a escuchar temas como Cold Sweat, Sex Machine y I Got You durante una maravillosa mañana de domingo en Buenos Aires.
Mientras leía la biografía de Truman Capote escrita por Gerald Clarke, descubrí una cita de Thoreau que me pareció preclara: “No vivimos en armonía, sino más bien en melodía”. (De haberla encontrado antes la habría incluido en mi novela La batalla del calentamiento, que habla sobre el mismo asunto: la forma en que nos desencontramos, por nuestra insistencia en producir melodías individuales sin atender a las melodías del resto.) Pero la de James Brown es una de esas músicas que desmiente a Thoreau, porque al borrar del mapa al guionista y a los actores no hace sonar aquello que nos separa, sino tan sólo aquello que nos une. Ø
Y pensar que todavía existe gente que cree que los escritores somos gente seria, que pasa el día abocada a los grandes temas, a los que sólo les dedica grandes pensamientos… Si me preguntan a mí, diría que es verdad que algunos escritores piensan en los grandes temas, pero agregaría que la ley de las compensaciones proporciona a sus vidas una generosa porción de frivolidad, aunque más no sea para compensar: no conozco a ningún gremio más proclive a los celos, la envidia y el chismorreo vil que el de los escritores.
Ya les conté que estaba leyendo la biografía de Capote, uno de esos raros artistas que no sólo no se esfuerzan por disimular la frivolidad que forma parte esencial de nuestras vidas, sino que por el contrario la subrayan. Voy por 1950, el año en que Capote y su amante Jack Dunphy pasaron en un chalet próximo a Taormina, alarmados por la presencia de un hombre lobo (parece que en Taormina eran cosa habitual), viviendo la erupción del Etna como una atracción turística y tomando martinis en el Americana Bar en compañía de Jean Cocteau, Orson Welles y Christian Dior. A pesar de estas distracciones Capote se sentía un tanto apartado del mundo, y enviaba cartas a troche y moche en las que, muy especialmente, reclamaba que le escribiesen también. Fue en el texto de una de esas cartas suyas, enviada al matrimonio amigo de los Cerf, que descubrí uno de los pasatiempos de Truman: un juego de relaciones que le gustaba llamar CIP, la Cadena Internacional del Polvo.
Yo conocía ya los Seis Grados de Kevin Bacon, que hace posible llegar desde Kevin Bacon hasta cualquier otro actor en un máximo de seis pasos, y que a su vez es una aplicación práctica de la teoría de los Seis Grados de Separación, tan bien explotada por John Guare en una magnífica obra teatral. Pero de la Cadena Internacional del Polvo no tenía ni noticias. “Es una cadena de nombres”, dice Truman en su carta, “todos enlazados por el hecho de que él, o ella, haya tenido relaciones con la persona previamente mencionada. Por ejemplo, esta es una cadena que va desde Peggy Guggenheim al rey Faruk. Peggy Guggenheim con Lawrence Vail con Jeanne Connolly con Cyril Connoly con Dorothy m Walworth con el rey Faruk”.
Capote proporciona dos cadenas más. Una es la insólita que une a Henry James con la actriz Ida Lupino: James se acostó con Hugh Walpole que se acostó con Harold Nicolson que se acostó con David Herbert que se acostó con John C. Wilson que se acostó con Noel Coward que se acostó con Louise Hayward que se acostó con Ida Lupino. Y su cadena predilecta es la que une a Cab Calloway, el cantante de jazz que se hizo famoso gracias a Minnie the Moocher, con Adolf Hitler. Según Capote es así: Calloway se acostó con la marquesa Casamaury que se acostó con el cineasta Carol Reed que se acostó con Vanity Mitford (¡oh, Vanity, tu nombre es mujer!) que se acostó con el Führer en persona…
Para poder jugar hace falta un conocimiento enciclopédico del chismorreo y un grado equivalente de malicia, lo cual convertía a Truman en un candidato perfecto: “Puedes calumniar a diestra y siniestra, todo en interés de le sport”, se ufanaba.
Lo cierto es que el jueguito de Truman me puso a pensar en las cadenas de las que uno formó parte… o pudo haberlo hecho. Una vez, por ejemplo, ignoré los avances de una estrella internacional del pop, a quien estaba entrevistando en New York: si hubiese aceptado su juego, me habría convertido en un eslabón más de una cadena que puede dar vuelta a la Tierra varias veces. En todo caso, si quiero avergonzarme no tengo más que imaginar con quién me vinculan algunas cadenas de las que, ugh, formé parte en efecto.
Toda acción que aproxime a un escritor a la humildad es, en esencia, una buena acción. Ø
Marcelo Figueras. Buenos Aires 62
1
Nunca voy al cine, pero me han hablado tan extraordinariamente bien de La vida de los otros, ópera prima de Florian Henckel von Donnersmarck, que decido ir a verla. El brillante artículo de Juan Villoro de hoy ha acabado de decidirme. A las cuatro de la tarde me sitúo en la discreta cola que hay en la calle de Bailén frente a la taquilla de los Lauren de Gràcia, el ex cine Texas. Desde mi posición en la cola, observo a la amable taquillera, que devuelve el cambio con tanta naturalidad que me recuerda a la taquillera de El miedo del portero al penalty, la novela de Handke que adaptó Wenders para el cine. Voy con Marsé, Sagarra, María Jesús y Paula. No me olvido de que estoy ante el que fue cine Texas, la sala que más veces he pisado en mi vida. En los años sesenta era donde veía todas las películas no aptas para menores. Allí vi, por ejemplo, Rocco y sus hermanos, de Visconti, diciendo en mi casa que iba a ver Rocco y sus hermanitos.
Refutación del tiempo en la calle de Bailén. Me doy cuenta de que hace 45 años ya estaba haciendo cola aquí en este mismo lugar, y lo hacía sobre esta misma baldosa que ahora estoy pisando frente al antiguo Texas. La misma loseta y el mismo lugar de hace 45 años. Es como si no me hubiera movido de aquí en todo este tiempo. Pero, ¿está todo igual? Bueno, no creo. No olvido la frase de El rey Lear: “Ya te enseñaré yo las diferencias”.
2
Era entonces, en aquellos tiempos, enormemente aficionado a las películas de espías. Y hasta tenía un libro de cabecera sobre ellos, donde se daban consejos útiles para quien fuera a ejercer aquel trabajo. “Mézclese alumbre con vinagre hasta obtener la consistencia de la tinta y escríbase el mensaje en la cáscara. Cuando la tinta se seca, nada se ve, pero algunas horas más tarde el mensaje (que debe escribirse con letras grandes) aparecerá en la clara del huevo”.
Esta historia de la tinta y la cáscara es mi asignatura pen- diente. Tal vez es que mezclaba mal el alumbre con el vinagre, pero lo cierto es que fracasé cuantas veces lo intenté, pues nunca vi aparecer palabras en la clara de ningún huevo, nunca.
3
La vida de los otros transcurre en 1984, cinco años antes de la caída del Muro de Berlín, y se ocupa de la inflexible vigilancia a la que fueron sometidos los habitantes de la RDA. Uno de cada tres ciudadanos era “informante no oficial” de la Stasi, la agencia de Seguridad del Estado. Es una gran película, con un actor, Ulrich Mühe, sencillamente extraordi- nario. De una forma casi imper- ceptible, su personaje, un frío espía de la Stasi, da un cambio radical el día que comienza a investigar la vida de un drama- turgo y su compañera, una famosa actriz de teatro. Predo- mina el gris en todas las secuencias. “El gris nunca ha tenido muchos partidarios, aun- que algunos de ellos fueran eminencias. Fue el color favorito de Bertolt Brecha”, ha dicho Florian Henckel von Donners- marck.
Hay un momento en el que el dramaturgo espiado busca un libro de color azul de Brecht que le ha desaparecido de su escri- torio y descubrimos que se lo ha robado el espía de la Stasi, que lo está leyendo, ensimismado, en la azotea. El espía está leyendo en el primer movimiento poético de su despertar moral y se diría que de pronto ha descubierto en su espionaje un medio para afilar la conciencia y estar más y mejor vivo. Ojalá se hicieran películas sobre el franquismo con la profun- didad, verosimilitud, espíritu contradictorio y capacidad de conmoción que se dan en La vida de los otros. Tanto jaleo con la memoria histórica y nadie ha sido capaz de hacer entre nosotros una película tan inteligente, tan compleja y tan poco maniquea, tan sensata y poética como La vida de los otros.
4
Los métodos de la Stasi nos son mostrados minuciosamente. Ve- mos sus escuchas, sus interro- gatorios, sus archivos, todos esos expedientes que (a diferencia, por cierto, de los archivos franquistas) fueron abiertos hace unos años a todos los afectados, no sin que eso planteara ciertos problemas. “Hubo un gran debate en el que mucha gente se mostró en contra, ya que creían que daría lugar a venganzas personales, pero se equivocaron. No hubo ningún problema. Todas esas personas sólo querían saber la verdad”, ha comentado von Donnersmarck.
En su película todos los personajes son complejos y contradictorios y escapan a los clichés de buenos y malos a los que nos acostumbraron tantas novelas y películas, y ahora nuestros políticos. Al verla, recordé que mi amigo Juan Villoro fue agregado cultural de México en Berlín oriental precisamente desde 1981 hasta 1984 y fue espiado como todo el mundo (“allí la paranoia se convertía en una forma de la costumbre”); no hace mucho, él mismo, tal como contaba en su artículo del otro día, fue a Berlín a ver su expediente en el Bundesbeauftragte, oficina dedicada a investigar las dela- ciones del pasado. Comprobó que no había hecho nada de interés para la intriga internacional y que todos los informes o fichas sobre él (como solía suceder con tantos informes en la RDA) eran inocuos. Pero descubrió que le habían seguido espiando cinco años después de su salida de la RDA. La última entrada de su ficha es de 1989 y está escrita por un pintor que se alojó en su casa de México y presentó luego ante la Stasi un informe en el que decía no encontrar nada sospechoso, salvo el desorden notable que había en su escritorio.
Eso me lleva a algo que acabo de leer de Ricardo Piglia en una entrevista de Jorge Carrión en Quimera: “Yo siempre digo que lo mejor que uno ha hecho en vida es lo que la policía tiene registrado de él, que el currículum perfecto es tu ficha policial”. No está mal visto. La literatura como una forma de pensar nuestra relación con lo ilegal.
Enrique Vila Matas. Barcelona•48
X/t
Soy foto-fija de cine y televisión, dos fenómenos que todavía se dan en Cuba. Uso una camarita digital de 4,2 megas y con esa baratija voy tirando entre fotógrafos clásicos que en los sesenta fundaron el ICAIC y el ICRT, hoy todos millonarios dinosaurios del Adobe Photoshop. De este part-time job sale mi inquietud civil por ese otro fenómeno colateral que ya rebasa los límites del cine y la televisión. Me refiero a los extras.
Los extras, ah. Ese ejército de resistencia fantasmal. Esa conspiración iletrada y acéfala que se multiplica a la sombra de. Bajo las mismas narices de. Una suerte de extrarquía que aún no se atreve a. Teoría del complot en el crepúsculo del proceso rextravolucionario cubano (aprox. 1959-200x). Expedientes X en el lobby militarizado del ICRT, acaso IXRT. Extrambóticas viditas paralelas en los rodajes de los films más emblemáticos del ICAIC, acaso ICAIX. Expeditos expedientes que la Seguridad del Estado cubana nunca sabrá leer tan bien como yo (son viditas para leerlas). Y es que yo los he visto a través de mi lentilla plástica. In vivo. Clic. Día a día. Flash. In fraganti. Ah, los extras. Esa formidable oposición a nuestro statblishment-quo.
Por ejemplo, yo los he visto apiñarse entre la orden de “acción” y la de “corten”, siempre en busca de obtener más luz (opacos Goethes de provincia) y de estar más visibles dentro de cada encuadre de cámara. Los he visto alardear a voz en cuello de sus extensísimos currículos de talla extra. Los he visto hacer gala fuera de escena de sus potencialidades histriónicas, las que ningún director ha tenido aún el talento de descubrir. Y los he visto lamentarse, con el corazón en la mano, del encasillamiento al que injustamente los somete la institución audiovisual (siempre deben interpretar a extras, cuando en realidad ninguno se considera como tal).
Yo los he visto polemizar texto-a-texto y tête-à-tête con guionistas multipremiados como Eduardo del Llano y Senel Paz, ambos escritores en un inicio. Lo que es más, incluso los he visto corregir este o aquel acting de nuestras protagonistas estrellas. Una vez fue en un teatro con Eslinda Núñez, ángel tan afable que casi acepta los consejos que le dieron no uno sino varios extras. Y otra vez fue en un teleplay con Isabel Santos, demonio justiciero que expulsó a pinga y cojones a aquella jauría del set, lo que provocó un retardo de dos días en la filmación, pues casi hubo una huelga de extras en solidaridad contra el despotismo actoral de los protagónicos (y hasta el sindicato los apoyó: a los extras, se sobreentiende).
Yo he visto, además, cómo comen. Y es una experiencia excepcional. Acumulan alimentos para después de la guerra con. Saben que todo tiempo futuro por fuerza ha de ser peor. Son agoreros agónicos. Los extras son aquellos comecoles del film cubano Madagascar, empezando por Jorge Molina (quien también come lombrices y fichas de dominó, y encima delira en su empeño de dirigir y ser profesor de algo llamado Facultad de Cine y Televisión). Los extras usan cordelitos y ligas y periódicos y trapos sucios para envolver (no es un símbolo, sino un arsenal de combate). Y usan jabitas de nylon reciclado y cucharillas de aluminio y platillos de comedor y canecas plásticas diseñadas como juguetería durante el Quinquenio o acaso ya el Quincuagenio Gris. En este sentido, son ellos los sobrevivientes.
Por lo demás, los extras jamás levantan la vista. Como los gatos, desdeñan la mano que les dio la bandeja obrera. Los extras desarrollan extrambóticas habilidades acrobáticas –vi a un ya casi anciano pasarse la madrugada haciendo el triple salto mortal, justo en la misma piscina donde el resto del equipo intentaba filmar– y en muchos de ellos se manifiesta cierto don poético constitucional –un mulatico me regaló esta composición de despecho cuyo extrafalario título era Ella deseó mi suerte y me dijo mucho cuídate: “Mi mujer necesita estar / junto al que está con el dinero / y yo morir / por la naturaleza de las cosas: / adiós, malandra, / ya te amaba”. El poeta ya no como el fingidor de Pessoa, sino como un extra más en la muda y burocrática nómina del ICAIC o el ICRT. Sin comentarios.
Los extras tienden a no poseer dientes desde muy jóvenes (a lo mejor nunca le salen, como si fueran una subespecie mutante: digamos, el Homo Xtrapiens). En enero de 2000 (el año cero), con gusto hasta me hubiera casado con una chica extra de diecitantos, de no haberla visto sacarse la prótesis dental después de almuerzo y lavarla fríamente en un bebedero de la locación. En ese momento pensé –aunque todavía hoy no sepa qué pueda esto significar–: “Dios mío, esa nena es la muerte. La mía. La tuya. La del universo entero y la de Cuba Socialista además”.
Los extras no sobran ni rellenan nada. Los extras son. Funcionan como el indeseable pero inevitable contexto de cualquier producto estético nacional. Y, si por casualidad hay una secuencia de desnudos, ahí sí hay que barrerlos como moscas muertas del set. Se hacen los bobos, mitad profesionales y mitad liberales, pero al cabo son voyeuristas y tiradores natos, ultraconservadores y déspotas desde el lenguaje que usan para desestimar a quienes se exhiben ante cualquiera (escenas de “encuerismo”, le llaman ellos). Por cierto, los extras tienden a aparejarse entre sí de rodaje en rodaje y yo sé, de primera mano, que ninguno aceptaría semejante rol: ni para ellos, ni para sus seres más allegados. Y en esto no creo que les falte tino, pues el resto del team muchas veces no hace más que babearse al ver a uno o dos actores sin ropas (es el síndrome del demasiado uniforme que embiste e inviste a todo cubano desde la fundación de las milicias en 196x). Toda vez expulsados por los altavoces, igual los extras van y entonces se aglomeran frente a los monitores, para así al menos ver en diferido la cosa en cuestión. Diríase que son una plaga y un síntoma a nivel micro de lo que sucede en el resto de los cines y pantallitas de la nación, computadoras oficiales incluidas.
Hoy por hoy, en pleno posTV-exorcismo de luispavones y papitosergueras, nadie debería olvidar que fueron los extras de la Papelera de Puentes Grandes los primeros que reaccionaron en la prensa contra el filme “contrarrevolucionario” Alicia en el pueblo de Maravillas (1991, año capicúa), del entonces realizador Daniel Díaz, acaparando para ellos solos la voz indignada de todo un pueblo que nunca estuvo para humoradas bajo su eterna amenaza de imperial agresión. En ocasiones, he pensado en el concepto marxista de pueblo como justo eso: un comando élite de extras que son llamados a escena según la conveniencia del director.
No quisiera abundar aquí en los extras cautivos, esos pobres sancionaditos que, domingo tras domingo, son forzados a sentarse por una miseria de salario en los palcos sonrientes del programa Palmas y Cañas (verdadera Mazorra prerrevolucionaria, sólo que con mejores condiciones de audio e iluminación). Tampoco es mi deseo caer en columnismos políticos de este o aquel signo, género tan de moda en cualquier tema que toque a los derechos humanos en la Cuba de la Revolución.
De todo lo anterior, por supuesto, no queda huella testimonial alguna, pues hay una suerte de pacto de secta entre los extras y, además, jamás se dejan fotografiar muy de cerca (al menos no por mi camarita Canon digital). Da la impresión de que los extras son convocados no por la productora, sino por un cuarto o un quinto poder. Sextocolumnistas por excelencia tras las bambalinas, ellos son espontáneos y ubicuos, y apenas acatan instrucción alguna de la autoridad local. Al contrario, generan la mayor densidad de repeticiones por minuto editado de filmación. Es decir, los extras serían la única causa cuántica de variabilidad nacional (motor molecular de la evolución biológica), así como la crítica más temprana a todo intento de representación Made In Cuba hoy por hoy.
Y sospecho que aún podrían ser mucho más. Acaso la democracia desenfocada que se incuba por los cuatro canales y por las decenas de películas más o menos ñoñas que se han rodado en este país. Los extras son algo así como la Cuba Secreta que en el siglo XX ni María Zambrano ni Gaspar Pumarejo advirtió. De manera que sólo ellos podrían protagonizar el auténtico cine independiente y underground, así como nuestra inminente televisión privada (sea por cable robado o por alquiler de casetes VHS). Sólo ellos han perdido foucaultianamente su nombre (en los créditos) y su rostro (en el plano), a la par que filman deleuzianamente como quien cava su tumba o su mausoleo: literalmente a ciegas, pues a raíz de cierto escandalito de plagio, está vigente ahora una resolución ministerial que prohíbe enseñarle a un extra el guión. Así, ellos nunca saben en qué proyecto los ha enrolado el Estado (único productor, o coproductor cuando se trata de capital extranjero). Los extras son, pues, como los ciegos cínicos de Sobre héroes y tumbas, de Ernesto Sábato. Y atención, por favor, porque esta es una situación tan alienada como la de los proletarios ingleses y alemanes descritos en El Manifiesto Comunista de 184x, si bien aquellos tampoco se decidieron nunca a rebasar el storyboard de la allí pronosticada revolución laboral.
El propio presidente Fidel Castro Ruz, en más de un sentido catalogado mundialmente como un líder extra-ordinario, se ha referido a estos fenómenos de manera más o menos velada a lo largo de sus discursos. Pero ningún taquígrafo del Consejo de Estado ha parecido parecido reparar en ello. De suerte que “L´Extrat c´est moi”, dicharacho que pasa de de boca en boca entre la cofradía de los extras, sigue siendo un slogan olímpicamente ignorado excepto por los trabajadores del medio cubano audiovisual. Por ejemplo, yo.
Pero lo mío no es conceptualizar, sino disparar fotofijas de cine y televisión, dos fenómenos que todavía se dan en la Cuba del XXI. Y para semejante part-time job, con mis 4,2 megas digitales me basta y me sobra para codearme con los clásicos que en los años sesenta participaron en la fundación bien del ICAIC o bien del ICRT. El resto son sólo mis inquietudes civiles colaterales. No por importantes menos intrascendentes: material adjunto para apoyar alguna que otra narración sin título (s/t). Como esta, supongo.
Consummatum extra.
Orlando Luis Pardo Lazo. La Habana• 71
Visita a Lenin
Moscú, 3 de julio
He estado porfiando casi un mes, pero al fin lo he conseguido. Había venido a Rusia únicamente para conocer a este hombre y no quería marcharme sin haberle oído hablar. Me parece, en su género, uno de los 3 o 4 vivientes que vale la pena escuchar. Llegar hasta él me ha costado casi 20 000 dólares –regalos a las mujeres de los comisarios, propinas a los soldados rojos, donativos a los asilos de huérfanos–, pero no lo lamento.
Decían que Vladimir Ilich estaba enfermo, cansado y que no podía recibir a nadie, a excepción de sus íntimos. No permanece ya en Moscú, sino en una aldea vecina, en una antigua villa de señores, con el acostumbrado peristilo de columnas blancas a la entrada. El viernes por la noche las últimas dificultades habían sido vencidas y el teléfono me advirtió que el domingo se me esperaba. Dijeron a Lenin que mi capital podría ayudar a los difíciles comienzos de la NEP y había consentido en verme.
Fui recibido por la esposa, una mujer gorda y taciturna, que me miró como las enfermeras miran a un nuevo enfermo que entra en la sala. Encontré a Lenin en un pequeño balcón, sentado ante una gran mesa cubierta de grandes hojas de dibujos. Me produjo la impresión de un condenado al cual se le permite gandulear en paz en las últimas horas de su vida. La característica cabeza de tipo mongólico parecía hecha de queso viejo y seco: árida y sin embargo blanda. Entre los labios sucios, la calavera mostraba ya la fila siniestra de sus dientes. El cráneo, vasto y desnudo, hacía el efecto de una caja barbárica construida con el hueso frontal de algún monstruo fósil. Dos ojos turbios e inquisitivos de pájaro solitario estaban agazapados dentro de los párpados sanguinolentos. Las manos jugueteaban con un lápiz de plata: se veía que habían sido grandes y fuertes, manos de labrador, pero con su descarnadura anunciaban la muerte. No podré olvidar nunca sus orejas de marfil chupado, tendidas hacia afuera como para coger los últimos sonidos del mundo, antes del gran silencio.
Los primeros minutos del coloquio fueron más bien penosos. Lenin se esforzaba en estudiarme, pero con aire distraído, como si cumpliese un deber que ahora ya no le importaba. Y yo, ante aquella máscara azafranada y cansada, no tenía valor para hacer las preguntas que me había propuesto. Murmuré al azar un cumplido sobre la gran obra realizada por él en Rusia. Y entonces aquella cara medio muerta se llenó de arrugas espectrales que querían ser una sonrisa sarcástica.
–Pero si todo estaba hecho –exclamó Lenin con un brío inesperado y casi cruel–, todo estaba hecho antes de que llegásemos nosotros. Los extranjeros y los imbéciles suponen que aquí se ha creado algo nuevo. Error de burgueses ciegos. Los bolcheviques no han hecho más que adoptar, desarrollándolo, el régimen instaurado por los zares y que es el único adaptado al pueblo ruso. No se pueden gobernar 100 millones de brutos sin el bastón, los espías, la policía secreta, el terror, las horcas, los tribunales militares, las galeras y la tortura. Nosotros hemos cambiado únicamente la clase que fundaba su hegemonía sobre este sistema. Eran 60 mil nobles y tal vez unos 40 mil grandes burócratas, en total 100 mil personas. Hoy se cuentan cerca de 2 millones de proletarios y comunistas. Es un progreso, un gran progreso, porque los privilegiados son diez veces más numerosos, pero el 98% de la población no ha ganado mucho en el cambio. Esté seguro de que no ha ganado nada, y es al mismo tiempo lo que se quiere, lo que se desea, aunque por otra parte era absolutamente inevitable.
Y Lenin comenzó a reír en sordina como un comerciante que ha engatusado a alguien y contempla alegremente las espaldas del burlado que se va.
–Entonces –murmuré–, ¿y Marx y el progreso y lo demás?
Lenin me miró con aire de estupefacción.
–A usted, que es un hombre potente y extranjero –añadió–, se lo podemos decir todo. Nadie lo creerá. Pero recuerde que Marx mismo nos ha enseñado el valor puramente instrumental y ficticio de las teorías. Dado el estado de Rusia y de Europa, me he tenido que servir de la ideología comunista para conseguir mi verdadero fin. En otros países y en otros tiempos hubiera elegido otra. Marx no era más que un burgués hebreo aferrado a las estadísticas inglesas y admirador secreto del industrialismo. Le faltaba el sentido de la barbarie y por esta razón era apenas una tercera parte de hombre. Un cerebro saturado de cerveza y hegelianismo, en el que el amigo Engels esbozaba alguna idea genial. La Revolución Rusa es una completa negación de las profecías de Marx. Donde no había casi burguesía, allí ha vencido el comunismo. Los hombres, señor Gog, son salvajes espantosos que deben ser dominados por un salvaje sin escrúpulos, como yo. El resto es charlatanería, literatura, filosofía y músicas para uso de los tontos. Y como los salvajes son semejantes a los delincuentes, el principal ideal de todo gobierno debe ser el de que el país se asemeje lo más posible a un establecimiento penal. La vieja mazmorra zarista es la última palabra de la sabiduría política. Bien meditado, la vida del penitenciario es la más adaptada al promedio vulgar de los hombres. No siendo libres están, al fin, exentos de los peligros y las molestias de la responsabilidad, y se hallan en condiciones de no poder realizar el mal. Apenas un hombre entre en la prisión debe, por la fuerza, llevar la vida de un inocente. Además, no tiene pensamientos ni preocupaciones, pues ya están aquí los que piensan y mandan por él: trabaja con el cuerpo pero su espíritu descansa. Y sabe que todos los días tendrá qué comer y podrá dormir, aunque no trabaje, aunque esté enfermo, y todo esto sin las preocupaciones que incumben al libre para procurarse su pan cada semana y un lecho cada noche. Mi sueño es transformar a Rusia en un inmenso establecimiento penal. Y no se imagine que lo digo por egoísmo, pues con tal sistema los más esclavos y sacrificados son los jefes y los que los secundan.
Lenin calló un momento y se puso a contemplar un diseño que tenía ante él. Representaba, según me pareció, un palacio alto como una torre, agujereados por innumerables ventanas redondas. Me atreví a formular una de mis preguntas:
–¿Y los campesinos?
–Odio a los campesinos –respondió Vladimir Ilich con un gesto de asco–, odio al mujik idealizado por aquel reblandecido occidental llamado Turgueniev y por aquel hipócrita fauno convertido que se llama Tolstoi. Los campesinos representan todo lo que detesto: el pasado, la fe, la herejía y la manía religiosa, el trabajo manual. Los tolero y los acaricio, pero los odio. Quisiera verlos desaparecer a todos, hasta el último. Un electricista vale, para mí, por 100 mil campesinos. Se llegará, según espero, a vivir con los alimentos producidos en pocos minutos por las máquinas en nuestras fábricas químicas, y podremos al fin hacer la matanza de todos los labriegos inútiles. La vida en la naturaleza es una vergüenza prehistórica. Tenga usted en cuenta que el bolcheviquismo representa una triple guerra: de los bárbaros científicos contra los intelectuales podridos, del Oriente contra el Occidente, y de la ciudad contra el campo. Y en esta guerra no dudaremos en la elección de las armas. El individuo es algo que debe ser suprimido. Es una invención de aquellos gandules griegos o de aquellos fantásticos germanos. Quien resista será extirpado como una pústula maligna. La sangre es el mejor abono ofrecido a la naturaleza. No crea que yo sea cruel. Todos esos fusilamientos y todas esas horcas que se levantan por mi orden, me disgustan. Odio a las víctimas, sobre todo porque me obligan a matarlas. Pero no puedo hacer otra cosa. Me vanaglorio de ser el director de una penitenciaría modelo, de un presidio pacífico y bien organizado. Pero aquí se hallan, como en todas las prisiones, los rebeldes, los inquietos, aquellos que tienen la estúpida nostalgia de las viejas ideologías y de las mitologías homicidas. Todos esos son suprimidos. No puedo permitir que algunos millares de enfermos compro-metan la felicidad futura de millones de hombres. Además, al fin y al cabo, las antiguas sangrías no eran una mala cura para los cuerpos. Hay una cierta voluptuosidad de sentirse amo de la vida y de la muerte. Desde que el viejo Dios fue muerto –no sé si en Francia o en Alemania– ciertas satisfacciones han sido acaparadas por el hombre. Yo soy, si quiere, un semidiós local, acampado entre el Asia y Europa, y por lo tanto, me puedo permitir algún pequeño capricho. Son gustos de los que, después de la decadencia de los paganos, se había perdido el secreto. Los sacrificios humanos tenían algo bueno: eran un símbolo profundo, una alta enseñanza, una fiesta saludable. Y yo, en vez de los himnos de los fieles, siento llegar hasta mí los alaridos de los prisioneros y de los moribundos. Y le aseguro que no cambiaría esta sinfonía por la Novena de Beethoven. Esta sinfonía es el canto anunciador de la beatitud próxima.
Y me pareció que el rostro descompuesto y cadavérico de Lenin se inclinaba hacia delante para escuchar una música silenciosa y solemne, que tan sólo él podía oír.
Apareció la señora Krupskaia para decirme que su marido estaba cansado y que tenía necesidad de un poco de descanso. Me marché enseguida.
He gastado casi 20 000 dólares para ver a este hombre, pero en verdad no me hace el efecto de que los haya malgastado.
El verdugo nostálgico
New Parthenon, 9 de diciembre
Mi pobre Tiapa no se encuentra bien. Sufre de amor propio concentrado. La inacción le humilla. En vano le permito, de cuando en cuando, que degüelle una cabra, un cerdo, un becerro. Todos los volátiles destinados a la cocina mueren en sus manos, pero es necesario ver con qué rabiosa tristeza retuerce el cuello a los gallos y a los pavos.
Lo comprendo: imagino lo que experimentaría un Ford condenado a fabricar automóviles para niños, y no más de 16 al día. Por otra parte, Tiapa es viejo y no podría ya ejercitar su antigua profesión. Durante 40 años seguidos este robusto indio fue verdugo en México y en otros países de América y Asia, pero ahora ya no tiene la fuerza y la precisión de antes, y ningún gobierno le tomaría a su servicio. Y este hombre, que ha quitado la vida a millares de hombres, ya no sabría cómo ganar su vida si no hubiese sido recogido el año pasado en mi casa. Los verdugos no son previsores y, dado su escaso número, no poseen siquiera una trade-union profesional.
Tiapa no ha sido ni un ejecutor vulgar, ni un tímido y gélido funcionario de la justicia. Era un apasionado, un entusiasta, un artista. Ha sido, creo, el último verdugo de puro estilo de nuestros tiempos.
Verdugo por vocación. Su adagio preferido es: “Las espaldas han sido creadas para los bastones y los árboles para ahorcar”. Esa apasionada naturaleza suya se reveló plenamente en el motivo que le hizo abandonar la profesión. Un joven asesino, en el país donde era verdugo, fue indultado pero rechazó el indulto. Se lo entregaron: el reo, satisfecho, saludó a su ejecutor y le estrechó la mano. Pero todo esto irritó extrañamente a Tiapa. “Mientras se retuercen y se defienden, todo va bien –dijo–, pero yo no quiero ser cómplice de un suicidio”. Y se negó a cumplir su misión, por lo que fue licenciado antes de tiempo.
–Europa –me decía– ha perdido el secreto de matar. La adopción de los medios mecánicos es el síntoma de la decadencia del arte. La guillotina es rápida, pero demasiado geométrica e impersonal. El fusilamiento es el triunfo de lo superfluo, un derroche inútil. Sin contar que los fusiles, ennoblecidos por la caza y la guerra, no deberían ser adoptados para los delincuentes. Los Estados Unidos, con la silla eléctrica, han caído en el máximo de la abyección. La electricidad, la fuerza más espiritual de la naturaleza, la que da luz y alas, ¡envilecida hasta el punto de asesinar a los asesinos! Los ingleses, que han conservado la vieja horca, son más lógicos y respetuosos, aunque la horca sea, desde otro punto de vista, un medio demasiado incoloro y primitivo. Diré, incluso, demasiado ingenuo. En Europa, para decir la verdad, hay solamente dos pueblos que tienen una cierta originalidad en la elección de los suplicios: España y Turquía. El garrote y el palo se salen un poco de lo vulgar y constituyen un castigo más severo que lo acostumbrado, pero palidecen ante los antiguos hallazgos del arte. Y considere que los turcos no son ciertamente europeos, sino de raza mongol, y están casi excluidos de Europa. La Edad Media ha sido, para el mundo blanco, la gran época del homicidio legal. La rueda, la lapidación y descuartizamiento eran operaciones refinadas y que exigían una cierta habilidad. Pero los antiguos no se quedaban atrás. El suplicio de Mesenzio, aunque poco usado, era generalísimo. Y la idea de Nerón de transformar los cuerpos humanos, con pez, en antorchas vivientes, no merecía ser abandonada. El fuego, para mí, es uno de los más perfectos instrumentos de la justicia. Nada iguala, desde el punto de vista del aniquilamiento total, a una pira bien preparada, hecha de leña resinosa y bien aireada. Tiene algo de clásico, de poético, de grandioso que place a los ojos y a la fantasía. Los suplicios que han quedado más profundamente impresos en la memoria de los hombres son aquellos en los que presidió la llama. Las parrillas de San Lorenzo, la pira ardiente de Juana de Arco, la hoguera de Savonarola: grandes páginas de heroísmo y de historia. No quiero afirmar con esto que el hacha no tuviese también sus méritos. Creaba una relación directa y diré, casi íntima, entre el verdugo y el condenado. Cercenar una cabeza de golpe no podían hacerlo todos. Se requería una vista óptima y un brazo seguro. Y cuando se trataba de personajes de alta categoría, como reyes y otros análogos, había el peligro de la sugestión y el temblor. El sentimiento, en nuestro oficio, es una gran desventaja. No comprendo por qué desde hace tantos siglos ya no se usa la crucifixión: era un suplicio bastante largo, bastante doloroso, y sobre todo estético. Hoy se tiene demasiado poco en cuenta la estética. Las ejecuciones, especial-mente en Europa, se hacen hoy en los patios de las cárceles, casi sin nadie, furtivamente, como si la justicia humana se avergonzase de sus sentencias. Para mí este modo de obrar es un misterio. O los jueces creen que el conde-nado merece verdaderamente la muerte, y entonces deberían circundar esta muerte de la mayor solemnidad, para producir el espanto en los demás delincuentes; o tienen dudas sobre la legitimidad de su derecho sobre la vida humana, y entonces no deberían condenar a muerte a nadie. He realizado muchos viajes por el mundo con objeto de perfeccionarme en mi arte y debo confesar que, incluso en eso, Asia puede dar lecciones a todos. No aludo a los hebreos: como no tuvieron ni arquitectura ni escultura ni pintura, no conocieron tampoco la técnica de la pena capital. Usaban la lapidación, pero el tirar piedras es diversión de muchachos, indigna de verdaderos hombres. Y fíjese en que todos podían tomar parte en aquel vil suplicio democrático: no existía, en la antigua Judea, el empleo fijo de verdugo. El único hebreo que demostró un rudimento de fantasía fue el rey Manasés, el cual, según cuentan, hizo atar al profeta Isaías entre dos tablones y los hizo aserrar. Otro genio demostraban los egipcios y los asirios. Cuando un pueblo se rebelaba, los reyes de Babilonia hacían desollar a los culpables y con sus pieles tapizaban las murallas de la ciudad insurrecta. Estas tradiciones pasaron a los mongoles, pero Tamerlán es más famoso por la cantidad que por la calidad de los suplicios. Era un mercader al por mayor, pero no un refinado. Las pirámides de cabezas que dejaba aquí y allá, como recuerdo de su paso, no dejaban de tener cierta belleza, pero los modos de matar eran más bien comunes y despreciables. La verdadera patria de nuestro arte es China. En el viaje de instrucción que hice al Celeste Imperio hace ya muchos años, cuando era todavía joven, pude asistir a algunos de los suplicios clásicos de aquel país tan exquisitamente civilizado. Pero había comenzado ya la deca-dencia y me dicen que ahora, con la República, las cosas van todavía peor. ¡Hasta quieren imitar a los europeos y se rebajan al fusila-miento! Una sola vez, en una ciudad de la provincia de Kuang-Si, pude ver el “suplicio de los cuchillos”, que para mí es una de las obras maestras de nuestra profesión. Por lo menos es el que me ha dejado una impresión más profunda: merece ser visto. Quizá no se sabe en qué consiste. El condenado aparece atado a un palo y delante de él se halla el verdugo con una especie de cesto cubierto con un paño. De cuando en cuando el ejecutor mete la mano en el cesto, sin mirar, y saca un cuchillo, lee la palabra que se halla grabada en la hoja y, según lo que ve escrito, opera. En el cesto hay tantos cuchillos como partes hay en el cuerpo, y cada uno lleva su inscripción correspon-diente. En el primero que cogió el verdugo debía de hallarse escrito “pie derecho”, porque fue este el primer miembro que vi cortar al paciente. Luego vi sucesivamente cortar la oreja derecha, las nalgas, la mano izquierda, la pierna derecha, el labio superior, los dos senos y el brazo manco. El paciente no gritaba, apenas gemía. Tal vez se hallaba desmayado. Me dijeron que las familias de los condenados, cuando son ricas, pagan una gran cantidad al verdugo para que saque pronto el cuchillo donde se halla escrito “cabeza” o “corazón”, con objeto de frustrar las intenciones del inventor y abreviar la ejecución. Pero aquella vez debía de tratarse de un malhechor pobre, porque sólo al final le fue cortada la cabeza. Si lo requisitos esenciales de la pena deben ser la duración y la variedad del tormento, me parece que el primer lugar debe ser concedido al de los cuchillos. Me hice amigo de aquel verdugo: era un bello anciano con la perilla blanca y muy amable. Me dijo que aquel suplicio estaba casi pasado de moda y que se podía emplear, con la tolerancia de las autoridades locales, solamente en pequeñas comarcas de provincia. Me confesó que también en China el arte del verdugo era ya poco apreciado y buscado, y las sutilezas del oficio estaban a punto de perderse. Sus lamentos me vienen a la memoria hoy, en que la decadencia es ya universal y manifiesta. Únicamente en ciertas regiones de América y del Asia central se encuentran artistas de la muerte que realizan con amor su trabajo y que no han perdido del todo las buenas tradiciones. Y yo, que le estoy hablando y que puedo alabarme de tener en mi carrera casi 2 000 ejecuciones realizadas con perfección y con todos los sistemas, me veo reducido a vegetar en las cocinas y a contentarme, para pasar el tiempo, en quitar la vida a vulgarísimos animales.
Una vez le pregunté a Tiapa qué sensaciones experimentaba, en sus buenos tiempos, durante una ejecución. Y si no había sentido nunca repugnancia o remordimientos por el horrible oficio a que se dedicaba.
–¿Remordimientos? ¿Repugnancia? ¿Por qué? Ante el condenado no sentía la impresión de tener delante a un vivo, sino a un muerto. Desde el momento en que la sentencia había sido pronunciada, este se hallaba vivo sólo por tolerancia y por razones burocráticas. Había sido ya borrado legalmente del mundo de los vivientes, y yo podía proceder a mi obra con la misma frialdad que tienen los médicos cuando descuartizan y despellejan un cadáver. El verdadero autor de la muerte, para mí, es el juez. Yo no era más que un instrumento, como el cuchillo o la cuerda. ¿Por qué tenía que tener remordimientos? Si hubiese dependido única-mente de mí, no hubiera matado ni siquiera una araña. Era el Estado quien me entregaba un cadáver viviente y me ordenaba que desembarazase la tierra de su presencia. Y luego, la mayor parte de los ajusticiados eran asesinos, y yo no les hacía nada más que lo que ellos habían hecho a otros que eran inocentes.
–Confiese, sin embargo, que el oficio le gustaba y que satisfacía su afición natural a la sangre.
–¿No es esto un mérito? –replicó Tiapa–. Nadie puede ejercitar honrada y valientemente un arte si no lo ama. Y en lo que se refiere al amor a la sangre, ¿qué mal hay en ello? Si nació conmigo, yo no soy responsable. Todos siguen sus propias inclinaciones. Los pintores pintan porque les gustan los colores y las formas. El astrónomo estudia porque prefiere los números y las estrellas. ¿Por qué ha de parecer extraño que un verdugo mate porque le gusta la sangre? No comprendo el prejuicio de los hombres civilizados contra el verdugo. Si no queréis verdugos, suprimid la pena capital: los jueces no la aplican seguramente para dar gusto a los ejecutores. Y si no queréis suprimirla, dad gracias a Dios de que nazcan hombres dispuestos a dedicarse a esta profesión, y honradlos como conviene.
–¿Pero esa nostalgia que usted sufre ahora no le parece algo sucio, feo?
–Pruebe –contestó triunfalmente Tiapa– a hacer 40 años de verdugo y luego hablaremos. Las cabezas me faltan como al escultor paralítico el barro y las paletas. Sufro como sufriría un violinista al que hubiesen cortado las manos. Mi malestar es una prueba del amor inextinguible que he sentido siempre hacia el arte. Pero los puros artistas fueron siempre mal comprendidos y calumniados.
Y una lágrima, una verdadera lágrima, descendió del ojo derecho del viejo Tiapa.
Giovanni Papini Florencia• 1881-1956
Vultur effect
Me preguntan si es verdad que las mutantes de Buenos Aires son las más hermosas del mundo. Yo les respondo que sí, sin duda alguna, y ellos dicen: “Nosotros ya lo sabíamos, pero queríamos oírtelo decir a ti, que eres biólogo”. Parecen satisfechos con mi respuesta. Y por supuesto que yo no soy biólogo, pero al menos he quedado mejor que la vez anterior, cuando me preguntaron si las mutantes de Buenos Aires eran las más hermosas del mundo y yo les respondí que no, claro que no, de qué mutantes hablan, y ellos movieron pesadamente la cabeza y uno le dijo al otro: “La verdad es que este muchacho no pone nada de su parte”. arqueros
Un cadáver atravesado por flechas apareció flotando en el río, entre pedazos de mierda. “Han empezado a disparar”, me dijo un hombre que se detuvo a mi lado en el puente. “¿Quiénes?”, le pregunté. Al mirarlo me di cuenta de que también él estaba atravesado por flechas, una de ellas le cruzaba el cuello y probablemente era la razón por la que su voz sonaba tan angustiosa. “Los prisioneros de la Edad Media”, me dijo. Yo mantuve un cuidadoso silencio. Después le pregunté si eran un grupo de rock o qué. El hombre no dijo nada. Unos enmascarados en kayaks remaban hacia el cadáver agitando los pedazos de mierda en la superficie del agua. william s. burroughs
Casi peor que el síndrome de abstinencia es la depresión que lo acompaña. Una tarde cerré los ojos y vi mi cuerpo en ruinas. Ciempiés y escorpiones enormes se deslizaban por los vacíos bares, cafeterías y farmacias de mi sistema nervioso. Entre los pliegues de mi intestino crecía la hierba. No se veía a nadie. jean baudrillard
Ella me dice que le hubiera gustado ser una hembra hipotético-deductiva, de esas que se inflaman al contacto con lo real y cuyas cenizas dibujan en el cielo extraños arabescos, en particular durante el crepúsculo. wonderland
La niña iba de la mano de una supuesta abuela. Cuando pasaron por mi lado, la supuesta abuela le decía: “Tienes que tener mucho cuidado con las bombas”. La niña me miró, yo la miré. “Las bombas matan, hacen mucho daño”, le explicaban, pero ella ya estaba sumergida del todo en nuestro choque de miradas. “¿Me estás escuchando?” Yo, sin decir una palabra, le dije: “No la escuches, mírame bien a mí”. Entonces hice desaparecer mis párpados para ella: “¿Ves? Tengo cráteres de bomba en los ojos”. Asustada, la niña vuelve el rostro, se esconde tras la abuela y echa a llorar. “¿Qué pasó?”, le preguntan, “¿Qué tienes?”, pero ella no puede explicar lo que ha visto y yo sé que ahora, en este momento, una mujer despierta en una cama con aquel susto infantil en todo el cuerpo, temblorosa y húmeda, incapaz todavía de explicar el surgimiento de la onda expansiva. el origen de la tragedia
Ella se ha convertido en caníbal. Se me arroja encima y empieza a comerme el hígado. Empieza a caer una música sensual. Yo sospecho que el hígado no me volverá a crecer. (Variante: el hígado se regenera continuamente, ella no terminará de comerlo, esto no se detendrá nunca y más tarde o más temprano nos olvidaremos de nosotros mismos.) Posado como una gárgola al acecho en la ventana, el buitre me mira como diciendo: “Pero ella tampoco podrá digerirlo y más tarde o más temprano te lo va a vomitar encima”. Yo cierro los ojos, aliviado. Espero ese momento en que voy a tener de vuelta mi hígado de la manera más cómica posible. estáticas
En una librería. Le pregunto al administrador por los ejemplares de mi libro. El administrador me mira desde sus espejuelos fondo de botella, luego continúa cazando mariposas. Se encarama en una silla, levanta el jamo, salta, cae, golpea las paredes con el jamo, tropieza con los estantes, derriba un montón de libros. “Aquí no ha llegado nada nuevo”, me dice de mala gana. Obviamente, estoy entorpeciendo su trabajo. “Todo está paralizado, ¿no lo ves? Estos bichos no se mueven.” Yo miro las mariposas. Efectivamente, parecen clavadas en el aire. Ya estoy llegando a la puerta, a punto de salir cuando me encuentro un jamo, otro, pero no me interesa permanecer allí ni mucho menos meter en ese jamo ningún bicho. (El administrador ha capturado dos.) charles darwin
El lector seguramente piensa, por otra parte con mucha razón, que este libro carece de importancia; pero para quien nunca ha visto más paisajes que los de Inglaterra, el aspecto completamente nuevo de un territorio estéril posee una especie de grandeza que una vegetación más abundante destruiría por entero. enterrada
Una jaula vacía en el zoológico. Los visitantes buscan algo vivo además de los insectos y las rocas, no lo encuentran y siguen de largo. De pronto la tierra se mueve: de abajo sale una mano, una cabeza, hilos de sangre. Los visitantes que pasan ahora se detienen a observar, atónitos, cómo un hombre flaco que parece un escritor o un cadáver mordido por gusanos se pone de pie, se sacude la tierra de la cara y se sube la cremallera de la falda de mezclilla. enzimática
Vendía coagulantes, pero a mí no me interesaba comprarle nada. Fui a su casa por razones asquerosamente hormonales. Cuando me vio llegar abrió una caja y puso en mis manos un enrollado baboso, tirando a lo cruciforme, que se movía o parecía moverse como una agitación de lombrices. Pensé cuatro cosas:
1) esto es un cromosoma,
2) el cromosoma es de ella,
3) el cromosoma es ella,
4) no lo es pero está descodificado de la misma manera.
“¿Qué hace esto?”, le pregunté. Ella aleteó sus pestañas como si no entendiera, se encogió de hombros y dijo: “Coagula”. A continuación nos pusimos de acuerdo en el precio. especies
Me lo dijo un personaje de una novela de terror: “Cuando te encuentres una nota al pie, mátala antes de que tenga tiempo a reproducirse”.
Esta es una porn-star de Iowa que ha dicho: “Creo que podría cometer el asesinato perfecto”.
Esta es una porn-star de Arizona que ha dicho: “Lo único que uso para limpiar es un delantal corto con mis calzones de Superman”.
Esta es una porn-star de Illinois que ha dicho: “Escribo libros para niños sobre unos frijoles microscópicos muy lindos que viven en la nariz”.
Esta es una porn-star de Michigan que ha dicho: “Me gusta estar desnuda, sólo usando zapatos de tacón muy alto, y subir y bajar las escaleras”.
Esta es una porn-star de Iowa que ha dicho: “¡Si las plantas pudieran hablar serían muy peligrosas!”
Esta es una porn-star de California que ha dicho: james joyce
Vi una vez a un chino (relata el brioso narrador) que tenía unas píldoras que echaba al agua y se abrían y cada píldora era una cosa diferente. Una era gas, espuma, otra un tsunami, la otra era algo así como una corriente de pensamiento. “Guisan ratas en la sopa” (añadió con apetito). Los chinos hacen eso. km/h
Recuerdo que iba muy rápido. Me detuve ante un grupo de hombres armados y pregunté dónde estaba.
—Bienvenido a la frontera –me dijeron. Pregunté de qué frontera se trataba. No lo sabían.
—¿Y qué hacen ustedes en la frontera?
—Tiramos a matar –respondieron.
De pronto me apareció un fusil en las manos. Un fusil largo, con mirilla telescópica. Cuando levanté la vista los hombres habían desaparecido. lorrie moore
Recuerdo que yo era muy joven y muy feliz cuando el aullido literario de los 90. Permanecía cómodamente al margen de cuanto estuviera ocurriendo en la tradición del short story. Me aficioné a un videojuego de estrategia llamado Demasiadas lesbianas: lesbianas en los arbustos, lesbianas en los tejados, etc. (Encuentre a las lesbianas.) de sismos
Recuerdo que hubo un terremoto al norte. Yo estaba en algún lado de la frontera. En un Burger fronterizo conocí al tijuanólogo. Una grieta se abrió en la calle frente a nosotros. Nos fuimos dentro de esa grieta que era un abismo. Nadie nos devolvió la mirada. Hicimos autostop. Camiones repletos de hombres-bala en dirección contraria. Carros de carrocería tiroteada. Escuchamos hablar a la gente del narco. El tijuanólogo hablaba de narcoficciones. Sostenía la tesis de que no estábamos huyendo del terremoto sino desplazándonos en él. Llegó a decir que nosotros dos éramos el terremoto. Abríamos grietas en las placas de la península para entrar y salir. “¿Hacia dónde?”, le pregunté por preguntar. La península se iba volviendo árida. Calurosos los moteles del sur. Los hombres-bala que no querían saber nada de nosotros continuaban cayendo en picado sobre las carreteras. La gente seguía hablando de California, interminablemente. antología
De pronto empezamos a escribirnos. Ella me cuenta que en Madrid (en un lugar muy preciso de Madrid) se ha acordado mucho de mí. No nos hemos visto ni hemos hablado en años. Yo puedo haberme convertido en un animal del desierto y ella no se hubiera enterado. Ahora tenemos el Atlántico por el medio y ella me escribe y yo le respondo. Pero en realidad lo que hago (no sé por qué) es tomar sus palabras y devolvérselas envenenadas. De pronto ella deja de escribirme. Yo no he podido dejar de hacerlo. neal stephenson
Los invasores microscópicos son la amenaza más importante. La muerte roja, también conocida como Especial Siete Minutos, es una cápsula aerodinámica que se abre al chocar y que libera miles de corpúsculos conocidos coloquialmente como ralladores en la corriente sanguínea de la víctima. La sangre demora siete minutos en recorrer un cuerpo normal: después de ese intervalo los ralladores estarían distribuidos al azar en todos los órganos de la víctima.
Tales inventos han provocado la preocupación de que la especie A pueda introducir subrepticiamente unos pocos millones de dispositivos letales en los cuerpos de la especie B, dando el más dulce giro tecnológico al viejo y común sueño de ser capaz de convertir todo un país en puré. biopsias
He observado demasiado de cerca demasiados desechos de mi cuerpo. Y otros desechos relacionados con otros cuerpos que por lo general no entienden bien, no entienden nada. Los fragmentos desechables siempre me han parecido malignos. Pero también me he acostumbrado a ver sangre donde no la hay. orientación
Los turistas despliegan ante mí un mapa de la ciudad: Please, where we are now? Yo miro alrededor. Estamos cerca de un hospital. Y de una prisión. Y de la Facultad de Artes y Letras. También se hallan próximos varios espacios arbóreos que no llegan a ser bosques, por donde se mueven masturbadores, adictos, locos, gente sin mapa, gente que se perdió hace mucho tiempo. (Esto sucedió hace mucho tiempo pero los turistas siguen mirándome, y yo todavía permanezco callado.) peter handke
He decidido que, así como yo carezco de historias, tampoco los demás deben tener historias: de esa manera puedo soportarlos, puedo incluso empezar a percibirlos y sentir placer escribiendo sobre ellos. Sólo carentes de historias empiezan a tener vigencia, y el paisaje se extiende a mi alrededor, finalmente liberado de toda anécdota envilecedora. philip k. dick
Le dijeron: “Francamente, eres el que escribe los libros más raros de La Tierra. Libros psicóticos de verdad, libros donde fracasan las mejores lecturas, libros de un género que nunca antes se había escrito. No puedes culpar al gobierno por tener curiosidad de saber qué clase de persona escribiría libros así, ¿entiendes?” plural
En un interrogatorio con pinzas. He llegado con la piel ensangrentada y cubierta de incrustaciones: casquillos de bala, esquirlas de vidrio, restos diversos. El hombre de las pinzas me extrae las incrustaciones mientras me pregunta de dónde he venido yo sin una sola idea verdaderamente profunda. Le digo de dónde venimos. Él me pregunta: “¿Y qué hacías tú allá, tan lejos?”. Le digo que narrábamos. (“Extraordinariamente narrábamos”.) world waste writing
En un hospital. Me conecto a internet, encuentro un website de áreas cerebrales, pincho donde dice áreas dañadas, entro al foro de daños en control de la visión y me hago amigo de cuatro pacientes.
a) Un paciente a quien las superficies le parecen mugrientas y de color semejante al pelo de las ratas: su apetito y su libido están como muertos.
b) Un paciente que percibe cómo cambian de posición los objetos pero es incapaz de ver cómo se mueven: un síndrome imposible de acuerdo a la lógica.
c) Un paciente que no reconoce los objetos que ve: cuando intenta limpiar las malas hierbas del jardín arranca las rosas, cree que dibuja un ave cuando en realidad dibuja un árbol.
d) Un paciente que reconoce los rostros pero no las personas: en todos los individuos ve impostores que tienen un extraordinario parecido con los auténticos.
Los cuatro me preguntan cuál es mi problema cerebral. Yo escribo en el cuadro de diálogo y envío la respuesta. Los síntomas. Ahora estoy esperando los comentarios que me enviarán de regreso. skyline
Escribir La Habana sin el color del verano. Una ciudad en la que estemos ausentes. Poner en ella algo de jerga personal, algo demasiado insoportable y pop, como si toda clase de ficciones extrañas estuvieran a punto de romper. saturday night live
En vivo. Siempre ha sido en vivo. Virgilio Piñera mira a la cámara, sonríe y dice: “Este es mi último programa. Ayer me operaron por duodécima vez, a la vista de ustedes. Un caso de hipertrofia de la ironía. Pero no crean que aquí acabarán sus sufrimientos. Es muy posible que las operaciones continúen”. stanislaw lem
Carecen de patria. Cada uno de ellos cuenta la historia de su tribu de manera diferente. Sea cual sea la historia, estos vagabundos no son bien recibidos en ninguna parte. Si durante sus continuos viajes por el espacio se detienen un momento en un planeta, después siempre se hecha de menos algo: o desaparece una porción de aire, o un río se seca de repente, o falta una isla en el inventario. topologías
Uno de los problemas famosos de la llamada geometría del espacio elástico es determinar el mínimo de colores distintos necesarios para colorear un mapa de manera que no haya dos regiones limítrofes con el mismo color.
Cuentan que después de perder las dos manos en un accidente, el ruso Solomon Lefschetz comenzó a estudiar las transformaciones en las que determinados puntos permanecen fijos.
La teoría de los nudos es una rama que todavía tiene muchos problemas por resolver. Un nudo se puede considerar como una curva cerrada sencilla hecha de textos de goma, que se puede retorcer, alargar o deformar de cualquier forma en un espacio multidimensional, aunque no se puede romper. Todavía no se ha podido encontrar un conjunto de características completo y suficiente para distinguir los distintos tipos de nudos. el whisky del país que inventó el whisky
Estamos, ella y yo, en otro país. Ella está completamente borracha. No hace otra cosa que pintarse los labios. Tiene todo tipo de creyones. Negro, morado, rosa, azul, rojos. Raras tonalidades, brillos intensos. Se pasa todo el tiempo pintándose los labios delante de mí, llevándose a los labios pintados vasos de cristal que inmediatamente se rompen. Como si hubieran sido impactados por un proyectil. tres
Soñé que estábamos ella, Roberto Bolaño y yo, en una taberna de Mérida. Bolaño y yo comíamos hígado y bebíamos un trago difícil llamado Eje del Mal. Ella hojeaba la Playboy mexicana con interés de detective. Bolaño me decía: “No escribas sueños, concéntrate en el insomnio”. “Pero el insomnio no existe, Roberto”, le decía yo. “¿Has oído hablar de los sueños enemigos?”, me preguntaba él, mirando a todas partes y masticando su hígado. utópica
Estos son los niños que juegan sobre las líneas del ferrocarril. Les dicen los niños suicidas. Cada cierto tiempo pasa un tren rápido y silencioso. Aún se mantiene la prohibición de pitar, porque este tren es de los que emiten un sonido obsceno y cacofónico, nada que ver con la sensibilidad de los momentos actuales. De modo que el tren sorprende a unos cuantos niños y los despedaza. Entonces los niños que sobreviven se ponen a fabricar juguetes. Muñecas de piel cosidas con nervios. Soldaditos de plastilina de sesos. (Dicen que una pelota de sangre seca rebota de lo más bien.) en la pesadilla
Me levanto temprano. No puedo librarme del sueño. Enciendo las luces. Doy vueltas por la casa. Del cuarto al baño y del baño a la cocina. Desayuno. De la cocina al patio y del patio a la sala. Enciendo el televisor. Leo un poco. Vuelvo a caminar por la casa. Pero no logro despertarme. Decido salir a la calle. Me encuentro con un amigo y le confío que no logro despertar. Le pido consejo. Él me aconseja que haga un poco de ejercicio a fin de desperezarme. Que en seguida tome una taza de café bien fuerte y que escuche música bien alta. Hago todo esto pero no logro despertar. Salgo de nuevo. Esta vez acudo al médico. Como suele suceder, el médico habla mucho pero yo no me despierto. A las seis de la tarde cargo un revólver y me levanto la tapa de los sesos. Doy un brinco en la cama y abro los ojos, pero aún no logro despertarme. El sueño es una cosa muy persistente.
Jorge Enrique Lage La Habana• 79
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The type of object, such as painting, sculpture, paper, photo, and additional data
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Dublin Core
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Title
A name given to the resource
The Revolution Evening Post, No. 2
Subject
The topic of the resource
Revista Literaria Digital
Creator
An entity primarily responsible for making the resource
Ahmel Echeverría,
Jorge Enrique Lage,
Orlando Luis Pardo Lazo
Source
A related resource from which the described resource is derived
The Revolution Evening Post, No. 2, 2008.
Publisher
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The Revolution Evening Post
Date
A point or period of time associated with an event in the lifecycle of the resource
2008
Contributor
An entity responsible for making contributions to the resource
Lizabel Mónica
Format
The file format, physical medium, or dimensions of the resource
Pdf
Language
A language of the resource
Spanish, Español, SPA
Type
The nature or genre of the resource
Revista, magazine
Coverage
The spatial or temporal topic of the resource, the spatial applicability of the resource, or the jurisdiction under which the resource is relevant
Cuba
-
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EVENING post
Z
episodio
e ine de
ESCRITURA
3
i r r e g u l a r
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alberto g
alberto fuguet
álvaro bisama
jorge enrique lage
rodrigo fresán
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ahmel echevarría
rafael gumucio
orlando luis pardo
miguel de marcos
edmundo paz soldán
gary shteyngart
orlando luis pardo
la pinacoteca
conocido en su casa
los blogs del desasosiego
fotos / palermo
desde la capital de todos
los cubanos
momentos maravillosos
el samurai
gabo / miller
los aretes que le faltan a la
luna
el género aspiracional
tristes hombres del chaplin
que mil y una vez tumbaron a
la revolución cubana y después fueron tan gentilmente
tristes que mil y una vez la
hicieron sobrevivir
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martin amis y el gulag
el planeta de los judíos
lugar llamado dedé
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staff :
ahmel echevarría
jorge enrique lage
orlando luis pardo lazo
Hemos sido cordialmente invitados a
formar parte de la literatura chilena en
Cuba. Por supuesto, hemos aceptado.
No hubo ceremonia de iniciación.
Mejor así.
therevening@yahoo.com
�alberto /g
la pinacoteca
/ work in progress /
Nada hay más poético que las mezclas
y las transiciones heterogéneas,
Novalis.
Anoche, muy tarde ya, alguien tocó en
mi ventana y me hizo saber que la Pinacoteca
existía.
Plinio el Viejo recomendaba, para curar la
epilepsia, la ingestión de sangre tibia de
gladiadores.
No quise abrir. “¡La Pinacoteca!”, escuché
decir con perentoriedad. Por dentro del calor se
escurría un viento helado. Aseguré los
pestillos, temeroso de volver a escuchar
aquella voz.
La Escuela de Teología de París indicó, en
1444, que los carnavales eran buenos para las
energías reprimidas de los locos.
El Código de Manú distinguía, en el cuerpo
humano, los orificios puros de los orificios
impuros. La línea divisoria era trazada por el
ombligo. Si, en algún caso, el ombligo era tan
profundo que llegase a ocultar la yema del
dedo pulgar, entonces se le consideraba entre
los orificios impuros.
“Acaba de abrir”, me dijo la voz. Me tapé los
oídos y recé un poco. La voz, en la que moraba
el hielo absoluto de los polos, ¡del Infierno!,
siguió insistiendo e insistiendo e insistiendo…
Después percibí un agudo parloteo.
Un texto chino del siglo VI (Cheng-fa nien-ch’u
chung), traducido de un comentario budista
hindú, menciona 36 subespecies de los
llamados “Demonios Hambrientos”, entre los
cuales se incluyen: aquellos que tienen
gargantas estrechas como agujas, los
devoradores de vómito, los devoradores de
excrementos, los devoradores de la Nada, los
devoradores de Dharma, los bebedores de
agua, los bebedores de saliva, los bebedores
de sangre, los bebedores de semen, los que
espiaban el acto de la defecación, los que
gozaban
con
las
enfermedades,
los
consumidores de humo de incienso, los que
permanecían entre llamas, los que se
fascinaban con los colores y quedaban
paralizados, los que comían fuego, los que
masticaban niños, los que ingerían venenos,
los que vivían en las tumbas y comían ceniza,
los moradores de las encrucijadas y los que se
suicidaban periódicamente, una vez cada cien
años.
Conseguí deducir que la Pinacoteca recibía
público desde el anochecer hasta el alba.
Después desaparecía, como el humo en el aire.
Pero sin duda se trataba de un sólido y
venerable edificio de piedra gris.
La Biblia Moralizada de Carlos V de Francia
contiene una imagen donde se ve a una mujer
y un hombre durante el acto sexual, alentados
por un demonio. A los pies del demonio se lee
una inscripción: “Hay que educarlos”.
En 1524 un duque le encargó al artista Giulio
Romano, discípulo de Rafael, que pintara una
serie de frescos para su Palacio del Té en
Mantua. Las imágenes eran a menudo muy
explícitas, como la violación de Olympia por
Zeus, disfrazado de dragón. Como las pinturas
mostraban hechos mitológicos y estaban
destinadas a los ricos, la Iglesia no hizo
ninguna objeción. Pero cuando Giulio Romano
le dio ciertos grabados a Marcantonio
Raimondi, y este imprimió y vendió las
conocidas 16 posturas de la fornicación –dibujos inspirados en escenas eróticas que solían
aparecer en algunas tumbas romanas–,
Raimondi conoció la cárcel y luego el destierro.
En El sueño de la mujer del pescador, un
grabado de 1820, Hokusai muestra a un pulpo
gigante, sensualmente enroscado alrededor de
una mujer.
Theophile Gautier, poeta francés, empieza su
novela sobre un travesti, Mademoiselle de
Maupin, con una declaración que dice que el
abandono a la libertad de los sentidos es una
de las voluntades de Dios.
También dice Plinio el Viejo que una mujer,
durante su menstruación, no debe acercarse al
vino porque lo pone agrio. Pero aclara que la
sangre menstrual, ingerida en pequeñas
porciones, sirve para curar la inflamación de las
glándulas salivales, la gota, el bocio, la
hidrofobia, el mal de los gusanos y los dolores
de cabeza. Los farmacéuticos medievales del
sudeste francés consideraban que la sangre
menstrual era un poderoso filtro de amor.
Los vampiros sin colmillos beben sangre
menstrual indirectamente. O sea, lamiendo el
clítoris. Esta es una afirmación ociosa. Los que
tienen colmillos, hurgan en la vagina y buscan
el origen recóndito de la emisión. Esta es una
afirmación que encierra un misterio porque la
lengua de los vampiros es bastante fláccida.
Cuando, en el horario de menor afluencia,
empecé a visitar la Pinacoteca, noté que las
veladoras me miraban con cierta familiaridad.
Poco después comprendí que yo había
recorrido, con alguna frecuencia, aquellos
salones de baldosas rojas, y que, por esa
razón, las inclinaciones de cabeza respondían a
un conocimiento anterior del que yo no era
consciente.
Sede del placer femenino fue el nombre que
recibió el clítoris cuando su descubridor,
Renaldus Columbus, hizo constar su existencia
en De re anatomica, en 1559. Esta noticia tiene
un fuerte oponente en Bartholinus, quien
afirma que el clítoris era algo conocido por
todos desde Rufus de Efeso y Julius Pólux, en
el siglo II, hasta los anatomistas árabes Avicena
y Albucasis. Hipócrates lo denominaba
columbella. En general los griegos lo llamaron
kleitoris, y es que, según los lingüistas, el verbo
griego
kleitorizein
significa
“acariciar
lascivamente a las ninfas”.
(Yo te clitorizo, ellas se clitorizan. Él te clitoriza.)
Para engañar a una vagina dentada, lo primero
que hay que hacer es darle de comer frutos
ácidos. Una libra de masa de manzanas con
pulpa de limones árabes bastará para reducir
considerablemente el peligro de la castración,
sin suprimir la presencia de los dientes, que,
después de dicho proceso, parecerán inocuos
y causarán un agradable efecto durante el
coito.
Decía Jünger: “Yo no he llevado una vida
activa, sino la vida de una persona platónica, un
platonismo que ha consistido sobre todo en la
lectura de los grandes clásicos, de los grandes
filósofos. Las veces que me adentré en la
realidad, esta me defraudó en lo esencial”.
Leyendo a Freud, uno saca en conclusión que
entre él y el clítoris había una especie de guerra
secreta.
work in progress
En la India hay una tribu que cree que la vagina
estaba originalmente en la frente, y que las
�alberto / g
mujeres andaban desnudas, sin usar otra ropa
que un turbante carmesí. Después, debido al
peligro que ciertos hombres representaban, la
vagina fue escondida en la axila izquierda. Pero
esto movía a risa, y fue así que Nirantalí, una de
las diosas-madres, disimuló la vagina en el
interior del nacimiento de los muslos, y la pegó
allí con cera y un poco de miel. Si una joven
púber moría en primavera, su cuerpo era
conducido al campo y se ponía entre las flores.
Y si entonces una abeja se acercaba y, con
insistencia, se posaba en los genitales del
cadáver, eso quería decir que la joven era una
de las hijas auténticas de Nirantalí y merecía un
funeral honroso.
Entre los taoístas chinos, el cunnilingus era una
práctica muy apreciada, pues el hombre, al
dedicarse a ello, no perdía fluidos. La mujer era
la más fuerte, o, al menos, la más capacitada,
pues de ella manaban tres tipos de fluidos: el
de la boca, el de los pechos y el de la Gruta del
Tigre Blanco, que se encuentra bajo la Colina
de Musgo Púrpura.
Durante mi cuarta visita a la Pinacoteca, reparé
en una mujer de ascendencia asiática que se
detenía a tomar notas frente a todas y cada una
de las barcazas sagradas. La mujer podía ser
del Japón, de la China, o de la Moscovia
nepalesa. Cualquiera, además, la habría confundido con una de esas anamitas recurrentes que
hacen topless frente a la Torre Escarlata, o que
se pasean como si nada por la rúa Marítima,
exhibiendo la sal de sus jóvenes pechos. Pero
no. La mujer de ascendencia asiática no era
japonesa, ni china, ni nepalesa, ni moscovita.
No hacía topless. No era anamita.
En los locos y los aquejados de pesadillas, las
emisiones nocturnas suelen ser signos de la
proximidad de plagas y catástrofes. Las
emisiones se clasifican en negras, rojas y
blancas. O sea, Emisiones de la Muerte,
Emisiones de la Vida Ligada a la Muerte y al
Dolor, y Emisiones Producidas por el Amor.
La carne muerta de los cadáveres es el origen
de la mayor de las poluciones. Sin embargo,
los Aghori (India del Norte) se entregan a la
polución, pues viven en los cementerios,
comen y beben en cráneos humanos y
consumen carne humana (de cadáveres
frescos). Se cree que este es el origen de los
poderes de los Aghori para curar a los
enfermos, revivir a los muertos y controlar a los
fantasmas.
Era una estudiante del Recinto Filosófico y
preparaba una disertación (lo supe después)
sobre el mito de las centollas de los mares del
sur. Le pregunté cuál era el origen de
semejante interés. Me contestó que soñaba
con centollas. Miles de centollas ascendiendo
por su cuerpo mientras el sol iba apagándose,
vencido por el mal de este mundo.
La polución puede disminuir mediante el
ayuno, pero si tu ayuno no es el adecuado, te
pones en peligro de reencarnar en una persona
de casta inferior, o en un animal desventajoso.
Si, por error o accidente, una mujer ingiere el
semen de su esposo poco antes de los
Festivales de Purificación (Dhutanga), deberá
comer, a partir del siguiente día, 5 granos de
maíz joven durante 5 mañanas consecutivas,
sin añadir otro alimento.
El kundalini es un tipo de energía medio
líquida, parecida a veces a una sierpe, que se
halla en una especie de bolsa de suave
cartílago. La luz de la luna y la luz del sol se
introducen allí si te pones bocabajo, desnudo,
sobre la hierba, en un sitio alto, o sobre una
piedra alargada y negra que esté cerca del mar.
Esa bolsa puede hallarse fácilmente en el
interior del hueso coccígeo. Si quieres que el
kundalini despierte y actúe, ten sexo, pero sin
derramarte. No sueltes tu semen. Practica esto
día tras día. Reserva tu semen. Así el kundalini
acabará por salir de su recipiente, subirá por tu
médula espinal y entrará en la Casa de los
Pensamientos.
Miro tu imagen y te fetichizo. Soy el voyeur.
Guardo tu imagen y hago el largo viaje hacia la
muerte.
La superstición de las pecas entre los antiguos
consistía en juzgarlas manifestaciones de
impureza y degradación moral. Hombres, mujeres y niños pecosos no eran admitidos en
ciertos rituales, pues alejaban a los espíritus.
Una mujer con pecas no debe gastar su tiempo
en plegarias, pues los espíritus no pueden verla
ni oírla. Con el paso del tiempo estas ideas se
hicieron realidad. Sobre su modelo, la
cortesana Victorine Meurent, le comenta
Edouard Manet a Charles Baudelaire: “Tiene
pecas muy bonitas en la parte interior de los
muslos”.
Chagall,
Munich
y
Gauguin:
artistas
degenerados. Entartete Kunst, Germania, 1937.
Una mujer hirsuta es un misterio agradable. Por
lo general son poco remilgadas y tienen
vaginas anchas y paren con facilidad. El
hirsutismo femenino aludía antiguamente a la
Diosa. Si una mujer hirsuta está “consagrada”,
no podrá cortar ninguno de sus cabellos. Si le
resultara imprescindible, deberá hacerlo en
presencia de un jefe religioso (sacerdote) y
sobre una laja de piedra donde antes se ha
vertido aceite. Usará sólo ese aceite y un
cuchillo de bronce con mango de cuerno joven.
Antes de quemar a una bruja mala hay que
afeitarla completica. Cortarle los cabellos y
raparla. Depilarle las axilas. Rasurar todo el
mons veneris. Sólo así perderá su poder y no
podrá salirse de la hoguera.
“Centollas… Centollas puestas en el asador…
Pero después de aquellas cenas a orillas del
mar, veíamos que los caparazones empezaban
a juntarse hasta formar un pequeño ejército de
muertos… Y avanzaban sobre nosotros,
rodeándonos, cerca del fuego… Nuestro guía
abría los ojos y nos conminaba a hacer silencio.
Son experiencias extrañas que a usted le
parecerán exageraciones”, le conté mientras
balanceaba mi bastón.
la pinacoteca
El Judaísmo prohíbe la ingestión de ostras
porque son animales marinos sin aletas ni
escamas y porque, de cierta misteriosa
manera, tienen que ver con las formas y las
tramas de la genitalia femenina. Los
anglosajones dicen que las ostras se vuelven
venenosas al ser consumidas en meses cuyos
nombres carecen de r. Meng Shen, farmacólogo chino del siglo VII, aclara que comer
ostras reduce las emisiones nocturnas (semen)
y la posibilidad de copulación con fantasmas
parásitos. Otro farmacólogo chino, pero del
siglo XI, sostiene lo contrario: las emisiones
nocturnas aumentan (o se hacen más líquidas)
y los fantasmas parásitos beben de ellas con
horrible avidez.
/
Tertuliano consideraba que la fellatio era un
acto de canibalismo. En algunas tribus de
África, si un joven no ingiere semen durante la
fellatio (que forma parte de su educación, antes
de dedicarse a las labores llamadas de los
hombres), se le profetiza un crecimiento débil y
una temprana sumisión a las mujeres.
Se cree que una flauta hecha con un fémur de
un prisionero ejecutado por lascivia, y tocada
por un hombre sin vista (ciego) en un lugar
donde corra agua (cascada, río, playa) y haya
mujeres lavando ropa o bañándose, puede
atraer a un espíritu femenino, que se aposenta
en la flauta y da poder.
work in progress
/
Al final, digan lo que digan, el voyeur sí
participa.
“He comido centollas en algún sitio perdido de
los mares del Sur”, le dije a la chica. Me miró
extrañada. “¿Usted también?”, preguntó.
Verde es el color de los ojos de Satán. Las
hadas de color verde no siempre traen
beneficio. Si quieres escapar de la desgracia o
la muerte, no te vistas de verde, porque todo lo
verde tiende con naturalidad a lo negro.
En Bahrein, un médico puede examinar los
genitales femeninos, pero le está prohibido
mirarlos directamente durante el examen. Sólo
puede hacer este trabajo a través de un espejo.
El hirsutismo –somático, arquitectónico, estilístico– es signo de alianza con las fuerzas de la
Naturaleza, con lo no artificioso, con lo que
crece sin control humano, pero también es
prueba de artificiosidad y de cálculo. La
Naturaleza es plan y responde a un Creador. La
Naturaleza no es plan y responde al caos. Todo
orden es una anomalía.
AlbertoG
LaHabana60
�conocido
Conocido en su casa
su
encasa
¿En qué año estamos? ¿En qué siglo? El veintiuno,
¿no? El futuro por fin llegó. Supuestamente. La geografía
–dicen– cambió. Thomas Friedman insiste en que el mundo
ahora es plano. ¿Lo es? Tengo mis dudas.
¿Entonces por qué el mundo literario (sobre todo
el hispano) parece tan siglo XIX? La manera como
se edita, comercializa y promueven los libros está
llegando –o ha llegado– a su punto final. Ha
tocado, literalmente, fondo. No sólo está
haciendo agua, se está inundando.
Se supone que estamos en América Latina y
que hablamos el mismo idioma, da lo mismo que
los acentos sean distintos. Entonces, ¿por qué
uno entra a una librería en cualquier ciudad de
este castigado continente y siente que está en
otro mundo? ¿O es que el único mundo que
existe de verdad es del exterior y traducido a
nuestro idioma, todos esos Nobel, todos esos
librillos amarillos y una que otra cara vieja de
algún latinoamericano que lo “logró” en España?
Es comprensible que un libro de un colombiano
no se encuentre en japonés o polaco, pero lo que
no se explica, lo que amarga y finalmente
enrabia, es que cualquier libro escrito en español
no se encuentre en una librería (o incluso en la
calle) de un país en que se habla español.
Insisto: ¿en qué siglo estamos?
¿Es necesario viajar para encontrar libros y
enterarse de autores de los cuales uno no sabía
siquiera de su existencia? ¿Dónde está el gran
suplemento literario digital que no esté basado en una ciudad
importante? ¿Es justo que un libro de una editorial grande sólo
esté disponible en su país de origen?
Acabo de leer una lista que anuncia los 39 nuevos
escritores del futuro con menos de 39 años. Autores
latinoamericanos. Conozco algunos. Otros, ni en pelea de
perros. Los que conozco son, no casualmente, los que están
publicados por editoriales grandes. Pero ni tanto. Varios de
ellos, como Eduardo Halfon, por ejemplo, de Guatemala, por
mucho que haya aparecido en Anagrama, tampoco logra llegar
a países vecinos.
a.fuguet
¿Por qué? Basta. ¿Servirá esta lista? Ojalá. Uno queda
curioso y con ganas de leer a aquellos que no conoce para ver
si merecen o no estar en la lista. Pero dónde los encuentro.
¿Debo ir a El Salvador? Ni siquiera voy a entrar al tema de
Brasil, que también está en la lista. Es más fácil pasar del turco
o del finlandés al castellano que del portugués al español.
Santiago Nazarian, de Sao Paulo, puede estar contento por
lograr entrar a la lista pero ¿lo podremos leer? Esta lista,
arbitraria y controversial como toda lista, podría ser una gran
oportunidad.
Una gran oportunidad para vencer un status quo.
Veamos qué pasa. La tarea no será fácil. Existe un filtro en
la América Latina literaria. Un gran filtro. Digo filtro para no usar
censura porque en rigor quizás no lo sea pero es algo
semejante. Hemos vuelto al mundo jurásico de Carmen
Balcells y Carlos Barral y a ese maravilloso invento
extraliterario, ese monumento a la exclusión, denominado el
BOOM, donde sólo un autor por país tenía “el derecho” de
viajar. Hemos vuelto al más fascista de los provincianismos.
Chilenos para los chilenos, colombianos para los colombianos,
peruanos para los peruanos. La moral profunda que subyace
es: el mundo interior de un ecuatoriano contemporáneo no
puede conectar con un lector contemporáneo mexicano. Sólo
España, la madre patria, puede filtrar y ver qué podemos leer.
El itinerario es simple y todos lo conocen: la ruta más corta
entre Santiago y Ciudad de México pasa por Madrid y, sobre
todo, Barcelona.
Despacho esto desde Caracas, donde hay una movida
literaria impresionante que se pierde bajo los titulares más
sonoros políticos. ¿Por qué nadie cubre las revoluciones o
movidas culturales? Los venezolanos se están leyendo a sí
mismos de una manera casi compulsiva y hay gente con un
verbo tenso y transpirado. En Colombia, donde estuve en la
Feria de Bogotá, el libro más vendido es de un de un autor de
culto caleño. El cuento de mi vida es un flameante y delgado
libro de no ficción “que vende como arepas” y es la novedad
de la feria. Su autor es Andrés Caicedo. Un joven autor
colombiano intensamente contemporáneo y “al día”, que, de
estar vivo, tendría 56 años, pero que se mató “por ver
demasiado cine” y tomar demasiadas pastillas, a los 25 años.
Caicedo es de nicho, sí, y ese nicho fusiona lo que podría
denominarse la sensibilidad emo con la furia del fanboy (los
cinéfilos acérrimos y fetichistas) con la de un autor literario,
una suerte de Cesare Pavese tropical. Triunfa tanto en la ficción
como en la no-ficción. Caicedo es de nicho pero ese nicho
colombiano que posee vende millares y millares. Y es
respetado y admirado por todos sin transformarse
en una estatua ni tener que ser lectura obligatoria.
A lo largo de 30 años, sus lectores se han
ampliado de manera exponencial. Su último libro,
suerte de compilación de diario de cinéfilo-blogger
más dos cartas de suicidio, es de Norma. Pero
qué pasa. Caicedo es otro conocido en su casa.
En Venezuela, el país del lado, es imposible de
encontrar. Y cuando uno lo encuentra por ahí,
perdido, su precio es prohibitivo. ¿Por qué no
viaja? Es –me dicen– local. Un fenómeno que sólo
se entiende en Cali. Si es así, ¿por qué le va tan
bien entonces en Bogotá? ¿Y por qué yo, un tipo
de otra generación, de otra parte del mundo,
puedo conectar tanto con el?
¿Es Caicedo realmente un autor local? Lo
dudo. Si las cosas siguen así, Caicedo conectará
primero con los lituanos y los islandeses que con
los argentinos y los chilenos. Caicedo es una
suerte de Kurt Cobain literario y cinéfilo que es
capaz de unir a los fans de André Bazin con los de
Bob Dylan. Mientras García Márquez, el mismo
año, se maravillaba con las mariposas amarillas,
Caicedo se obsesionaba con Travis Bickle y Taxi
Driver. La editorial Norma ha hecho un trabajo tan,
pero tan miope y extraviado con Caicedo que uno
duda si es un asunto de conspiración o simple
ineptitud. O quizás sea un tema de costos: para qué invertir en
alguien que ya nos da dinero en forma local. Lástima. Caicedo
salva personas, Caicedo es un autor de primera, urgente.
Caicedo no puede esperar. Ya hemos esperado demasiado. Ø
¿en qué siglo estamos?
�apenas
texto
sobre
texto
sobre t e x t o
gsgo
desasosie
los blo
del
uno, el tradicional, pudoroso y reiterativo diario de vida o, dos,
una suerte de medio de comunicación alternativo.
Un blog es un blog y, por definición, es lo que el autor
quiere que sea. Está en la red y, por lo tanto, al nacer de la
libertad más absoluta, puede ser amorfo, a tu medida o sin
medida, arbitrario, excesivo, minimalista, con fotos o links a
YouTube o lo que alguien está tramando en la red en este
preciso instante. Dicho de otra manera: hay tantos blogs como
personas. Uno podría decir, y se ha dicho, que hay tantos libros
como autores. No me queda tan claro. Hay quizás más libertad
(aunque menos calidad) en los blogs que en aquello que
denominamos “el mundo literario”. En la estratósfera de los
blogs, la gente simplemente quiere ser, no contar. Quieren
mostrarse. Algunos de manera sutil; otros patéticamente;
otros muestran más de lo que deberían o de lo que uno
quisiera ver. Pero hay una cosa libre, desordenada, que
conmueve. Y que deja claro que incluso aquellos que no leen o
no desean hacerlo a veces necesitan expresar por escrito. Sin
duda que el narcisismo está detrás de todo esto (como si no lo
estuviera detrás de la literatura), pero más que nada es un
deseo de comunicar. De expresarse. De contar cosas o de
mostrarlas. De compartirlas.
Que era como comenzó, alguna vez, antes de que se
corporizara la literatura. La blogosfera no es un arte y ojalá
nunca lo sea. Quizás hay párrafos o momentos que rozan el
arte, pero en los blogs, o al menos en la mayoría, lo que está
detrás no es el prestigio, el poder ni el dinero.
Nadie se define como un bloguero. Nadie anda por la vida
blogueando o, si lo hacen, lo hacen para callado, como un
secreto o un hobbie. Nadie espera ganarse la vida ni obtener
Acabo de sacar un libro. En papel. No creo –aún– en
las novelas digitales. Pero publicar “a la antigua” no implica
estar ciego o estar en contra o no querer o poder entender lo
que está pasando ahora. Y están ocurriendo cosas: nunca el
“yo” se ha sentido más seguro de sí mismo incluso cuando
tiembla y duda. El blog, a estas alturas, es quizás una forma de
ver la vida, de vivir en sí y, si se quiere, un medio para
informarse o para matar el tiempo, pero ¿es algo literario?
¿Puede un blog ser literatura?
Pues bien: yo tengo unos blogs, no tengo claro por qué
(quizás porque son más fáciles de utilizar/mantener, y más
baratos también, que una página web), pero aun así no me
siento un bloguero o un
bloguista. No escribo
cuentos ni libros ni creo
que pensamientos y, Dios
un
me proteja, tampoco mis
estados de ánimos. No
el
reducido
son ese tipo de blogs. No
creo que lo que blogueo
sea literatura. Quizás lo
un
sea. No sé. No creo.
Quería tener una bitácora
apenas
sobre
sobre
de todo lo que leo o veo,
pero nunca tengo la
apenas
sobre
sobre
energía para trasladar eso
al computador. Me gusta
colocar frases y trozos de
otros, eso sí, algo así
como un DJ literario.
¿Es eso literatura? Puede ser.
una beca o dictar un taller de blogs.
Se me ocurre que un blog-blog, uno con mayúsculas,
Hay tantos blogs como narradores de blogs. Porque un
requiere dedicación, compromiso, rigor y una cierta perioblog, aunque sea de no-ficción (y la mayoría lo son), tiene
dicidad (mucha). Aunque esto es relativo, porque muchos de
mucho más que ver con el tema del blog que del que escribe el
los blogs a los que uno entra (a los que entro) no son, quizás,
blog. Hay muchos blogs donde no está claro quién es el autor,
blogs ciento por ciento destilados, pues están más cercanos a,
pero todos, incluso los malos, tienen un autor y, a veces, una
¿puede
blog
mundo e n t e r o
no c o n f o r m a n
ser
literatura ?
voz. Así, un tipo puede inventarse varias personalidades o nicks
para crear distintas voces y, a la vez, distintos blogs.
Antes de seguir, volvamos al mundo literario en papel.
Fernando Pessoa sería un blogger perfecto. Quizás fue el
primero con su timidez patológica, sus heterónimos, entre
sicóticos y tripolares, y su fatal falta de vida social. Pessoa, en
El libro del desasosiego: “El mundo entero reducido a
fragmentos que no conforman un verdadero todo, apenas texto
sobre texto sobre texto”.
Hoy, quizás, diría post en vez en texto.
Quizás.
Uno relee El libro del desasosiego y capta que no es un
diario de vida. ¿Cómo podría serlo si el tipo no tenía vida? Son
textos, pensamientos, dudas, meditaciones, apuntes. No me
cabe duda que si Kafka o Pavese escribieran hoy, quizás
tendrían un blog. Creo que deben haber muchísimos blogs con
los nuevos Kafka y Pavese y que, sin duda, tal como sucedió
con ellos, deben tener pocos hits. Es decir, serían poco
visitados. En ese sentido, los blogs se parecen muchísimo a
los libros y al mundo general. He navegado al azar y me he
topado con blogs donde se nota que hay una voz detrás y a
uno le queda claro que casi nadie ha visitado el sitio, tienen
cero comments y donde, se deduce, que el autor es
probablemente alguien con serios problemas de comunicación.
Quizás por eso escribe. Quizás por eso tiene un blog privado
pero, a la vez, público.
La diferencia, al final, es ésta: ingresar a los diarios de
Kafka antes que Brod los hiciera públicos era imposible;
ingresar al blog de Alejandro de Alejandría es fácil, pero nadie
lo hace porque nadie sabe que existe. Alejandro de Alejandría
no es el único blogger del planeta. Tampoco es el
único escritor ni el único habitante, pero lo
fascinante es que él o ella sienten que sí lo son. Y
quizás por eso, en medio de la noche digital,
escriben tan bien y con tanta verdad.
a frag–men–tos
odo
verdadero t
texto
texto
texto
texto
texto
texto
texto texto texto texto texto texto texto
texto texto texto
texto
textotexto
texto textoblog es
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un
b l texto
AlbertoFuguet
Santiago de Chile·64
¿es eso literatura?
puede ser
�palerm
Luego de la masacre de Virginia Tech, no
debe faltar el policía dispuesto a buscar
asesinos en los cursos de escritura creativa.
Porque eso estudiaba Cho Seung-Hui: escribía
o quería ser escritor y desataba en el papel
fantasías que hubieran hecho felices a algún
cultor del teatro in yer face. Hasta ahí todo
bien. Pero sucede que Seung-Hui se armó
hasta los dientes y mató a dece-nas de
personas, luego de mandar a la NBC una
selección de fotos y videos donde aparecía
sucesivamente con un martillo en la mano,
apuntando con armas automáticas, fingiendo
degollarse, mostrando los dientes a la cámara.
Pero Cho Seung-Hui no recordaba en
esas fotos sólo a psicópatas cinematográficos. Recordaba también a Yukio Mishima, en
esa interminable y fragmentada colección de
retratos suyos donde progresivamente
adelantaba su propio futuro sacrificial o
simplemente eran un esfuerzo desesperado
para lucir lo mejor posible en la solapa de sus
libros. Fotos inquietantes, que concentraban
pavorosamente sus fetiches y cambios cosméticos y lo ligaban a aquel universo de
mártires y héroes del que quería ser parte pero
no podía, porque él mismo no era más que un
chiste, un muerto que lleva demasiados
años vivo.
En algunas de sus fotos, Mishima era San
Sebastián, sostenía una espada una y otra vez;
aparecía erguido en un balcón lanzando una
proclama. En otras, fotograma tras fotograma
y wakizashi en mano, Mishima lentamente se
abría el vientre y fingía la muerte honrosa que
no tendría jamás: imágenes perturbadoras y
artificiales donde posaba solazándose con su
propia extinción; una pietá a la que nadie llega
a asistir. Una muerte fotográfica que lo llenaba
de un honor falso que quería remedar el
verdadero, aquel de quienes –como los
kamikazes– fueron capaces de dar su vida por
el Emperador. De ahí que pareciera que el
destino final (el secuestro de una autoridad
militar, su fallido discurso, su mal ejecutada
muerte) de Mishima no fuera nada más que un
intento de lucir a la altura de sus propias fotos,
de poder habitar aquel imaginario nacionalista
para poder sentir que su vida no era una
burla, que podía acceder alguna vez a un
pedacito de gloria.
Por supuesto, nada de eso se puede
decir de Cho Seung-Hui; pero hay algo en
estas fotografías de ambos que los hermana,
que los acerca. Es como si todas esas
instantáneas compusieran una última y
secreta novela, un juego macabro donde las
trampas de luz y sombra permitieran acceder a
una intimidad vedada para la palabra,
exhibiendo un rosebud final que permitiera
ligar todos los fragmentos de la escritura o la
personalidad suyas.
Una especie de teoría: bastaría así mirar
las fotos de un autor para comprender cuán
pro-fundas son sus aguas, cuán turbias
podrían llegar a ser. Por algo Salinger le tiene
pavor a las imágenes. Por algo Pynchon en las
solapas se presenta a lo más con una foto
carné que puede ser falsa. Por algo Vonnegut
siempre sonríe como si nada le importara.
Por supuesto, Susan Sontag podría
explicar todo esto mejor que yo; pero, a la
hora de entender qué pasó en Virginia Tech,
las fotos de Yukio Mishima, esos apuntes de
la crónica de su muerte anunciada, resultan
más claros que cualquier clave forense.
Mishima y Cho Seung-Hui comparten el misterio, el ansia de revancha, el fetichismo, la
estética de una violencia anhelada. Comparten
el mismo anhelo roto respecto de la palabra,
que nos les alcanza, que les queda corta a la
hora de retratar demonios y traumas. Sólo la
fotografía penetra en su interior, retratándolos
en el segundo exacto en que cambian de piel
y se convierten en alguna clase de monstruos.
palerm
bisama
bisama
Fuimos por El desierto y su semilla,
la única novela de Jorge Barón Biza, a una
librería de Palermo Soho. Mauro Libertella me
lo había recomendado. Barón Biza fue el
último de una casta de suicidas argentinos. Su
padre le había lanzado ácido en la cara a su
madre. Su padre –playboy, escritor, político–
le había erigido a su primera mujer –una
aviadora– un monumento de 80 metros de
altura que, además, era una tumba protegida
de los profanadores por explosivos. Por
supuesto, no encontré el libro. Pero encontré
otras cosas: un libro de ensayos de Elvio Gandolfo, una versión cartonera de Lihn, un
Laiseca con Betty Page desnuda en la portada.
Salimos de la librería. Por la calle Thames pasó
Fogwill o un clon de Fogwill en un auto
pequeño, manejando con un cigarrillo en la
boca. Nos subimos a un taxi. El taxista avanzó
por calles sombrías y llenas de carnicerías y
tiendas de ropa usada mientras sonaba un CD
de Haendel. El taxista tenía barba como la de
Charles Manson. Le pregunté por un inmenso
edificio quemado en las cercanías de la línea
del tren. Murmuró algo inentendible. Desde
las ventanas sin vidrios y llenas de hollín del
lugar, se veía ropa colgada. Las prendas de las
personas que habitaban ese espacio
incendiado. El taxi enfiló hacia avenida Alcorta,
al MALBA, que era a donde nos dirigíamos. Le
preguntamos al taxista por un par
monumentos de un parque gigantesco. Dijo
que él veía los monumentos a su modo. El
primero, dijo, le parecía un platillo volador. El
segundo, estaba seguro, representaba una
mujer que estaba fornicando con la bestia de
siete cabezas. Le pregunté por dicha bestia.
Citó a San Juan, la ultraizquierda y luego cantó
una canción que había escrito. Más bien la
recitó. El taxímetro marcaba 10 pesos. La
canción hablaba del fin del mundo, hablaba de
la ausencia de Dios; hablaba de los niños que
hurgaban las bolsas de basura. La ciudad,
desde el taxi, lucía despoblada, abandonada.
Nos bajamos a una cuadra del museo. Había
gente paseando perros. Nos metimos al
MALBA. Fuimos directo a ver Heaven &
Hell, la muestra fotográfica de David
LaChapelle. LaChapelle ha trabajado para
Rolling Stone y Vanity Fair, por ejemplo. A los
18 le hizo un retrato a Warhol, que murió poco
después. En aquel retrato el creador del popart emerge borroso de la oscuridad, como una
señal de humo o un fantasma. Al parecer, dice
la leyenda, es su última foto. Es el único
trabajo difuso del autor que vimos, porque en
las imágenes expuestas por LaChapelle el
glamour siempre cede paso, con una nitidez
pavorosa, a la monstruosidad: una drag queen
parodia a Liz Taylor; Marilyn Manson es el
guardia de tránsito de un colegio; Angelina
Jolie es congelada en el momento exacto del
orgasmo; varias supermodelos posan de
manera impecable con casas devastadas
detrás suyo; Courtney Love fuma un cigarrillo
en una pieza arrasada donde cuelga en la
pared un corazón rojo; una mujer gorda yace
desnuda en una cápsula de vidrio sobre un
campo verde que se extiende hacia el
horizonte. Todas son fotos que, por cierto,
parecen cuentos o, mejor dicho, epílogos de
cuentos. Los momentos finales de relatos o
lugares arrasados. Y hay algo en ellas que me
recuerda a Buenos Aires, a Palermo, porque
puede ser que, como en la ciudad, en esas
imágenes se superpongan infinitas capas de
horror y esplendor, ante un visitante que las
contempla en tanto señales del fin del mundo.
Imágenes incesantes, esquirlas estallando en
el ojo del viajero. Destellos –como la
genealogía fatal de Barón Biza, la extraña
canción del taxista, el cigarrillo de Fogwill–
que poseen una textura plástica parecida,
cómo no, a la de la literatura.
ÁlvaroBisama
Valparaíso·75
�desde la capital de todos los cubanos
Declaraba Ricardo Piglia en alguna
parte que la primera vez que vio la
televisión por cable comprendió qué cosa
era una ciudad. Algo así. La ciudad como el
espacio donde chocan, se confunden y se
mezclan las historias. La ciudad como un
espacio atravesado y recorrido por relatos
de todo tipo: drama, comedia, ciencia y
tecnología, pasado y futuro, misterio,
horror... Todo de alguna manera entrando y
saliendo de la política. Relatos sociales y
seriales tejiendo una red gigantesca sobre
los cuerpos, la fibra de la ficción.
El vínculo Ciudad-TV o TV-Ciudad es,
cuando menos, interesante. La televisión
cubana tiene algo de eso. En el Canal 27 o
Canal Habana (un canal único no bastaría
para comprender qué cosa es La Habana,
¿o sí?) hay una sección llamada Habaneros:
un conjunto de spots que se intercalan
entre un programa y otro; en cada uno de
esos spots un “habanero” dedica unos
segundos a hablar de su ciudad a partir de
ciertas preguntas comunes. Lo que sale de
ahí no deja de parecerme un mal síntoma.
(Que no tiene que ver pero sí tiene mucho
que ver con el hecho de que la música
usada en la sección comenzara siendo
Issac Delgado y se convirtiera de pronto en
Van Van cuando el primero decidió recalar
en Miami y borrarse a sí mismo de los
medios de difusión nacionales.)
Los entrevistados hablan con candidez de barrios, de lugares, de paisajes
entrevistos, de reflejos, de recuerdos de la
infancia, del supuesto carácter –¿somos
acogedores?, ¿somos alegres?– de los
habaneros. Y el mar, por supuesto, y la
belleza y la fiesta innombrable. Refieren una
Habana íntima, por momentos edípica y
sentimental. Entre todos sostienen un
argumento: La Habana como material entrañable. Entre todos recitan un monólogo:
La Habana donde es posible habitar. Los
spots vienen a ser como postales turísticas.
Rezuman trascendencia. En casi todos los
que he visto tienen la palabra “artistas” o
“gente” de algún modo identificada como
“intelectual”. Es una Habana recortada en
exceso. ¿Ampliaría el mapa darle voz a
los otros, los anónimos, gente de los
más variados márgenes, los que nunca
recibieron diplomas, los que no tienen
(y no creen) nada, los que viven entre
ruinas y conviven con demonios y
ángeles? Lo dudo. Creo que también
la habana
la habana
la habana
..j.e.lage..
la habana
la habana
la habana
la habana
la habana
la habana
..j.e.lage..
la habana
la habana
la habana
ellos (o especialmente ellos), con la
cámara delante, se convertirían en animales
líricos, hablarían desde la corrección y la
emoción puras. Dirían más o menos lo que
se espera que digan. Porque de lo contrario
nunca llegarían a estar en el aire y por lo
tanto no serían “habaneros”. Porque la
televisión les ha enseñado cómo hablar.
Porque las cámaras de los medios de
difusión nacionales vienen con ciertas
reglas incluidas y tú entras o no entras al
juego y ese juego, ya lo sabemos, tiene
como fondo musical el amplio repertorio de
la censura.
El relato televisivo del Canal Habana
es precocinado, en realidad no importa a
quiénes entrevisten, se basa en una
retórica y lo demás es silencio. Gran parte
de La Habana que yo he visto y sentido en
los últimos años forma parte de ese
silencio.
La Habana como encierro, como
imposibilidad.
La Habana de la desolación, el vacío,
la pérdida.
La Habana militarizada de las
movilizaciones y los desfiles.
La Habana que no participa del todo
en tu horizonte de sucesos.
La Habana donde proliferan como
una maleza idiota los murales, las
pancartas, los lemas, las consignas, los
cultos, la propaganda visible..
La Habana vulgar en la que un gesto
de la hierba descubre la manigua (Ángel
Escobar).
La Habana de los kioscos de revistas
y periódicos donde no se venden revistas ni
periódicos.
La Habana donde puedes entrar a una
librería y comprar un libro de Jorge Fornet
titulado Los nuevos paradigmas. Prólogo
narrativo al siglo XXI, pero donde no es
posible encontrar en ninguna librería un
solo libro de Roberto Bolaño, Mario
Bellatín, César Aira, Rodrigo Fresán, Alberto
Fuguet, Edmundo Paz Soldán, algunos de
los autores que Fornet menciona en el
capítulo uno.
La Habana de la eterna espera, La
Habana que sigue esperando por el siglo
XXI.
Claro que, afortunadamente, del
Canal Habana lo que menos importa es la
serie de clips de habaneros habanerados.
Ese canal que tiene por slogan “Desde la
capital de todos los cubanos”, ha transmitido las cuatro primeras seasons (el
pasado mes de mayo/07 finalizó en Estados
Unidos la séptima y última temporada) de
una serie cuyos personajes viven en un
pueblecito ficcional de Connecticut.
Gilmore Girls. Criaturas adorables y
excéntricas, referencias pop en altas dosis
y comida chatarra. Es suficiente para mí,
gracias. Por el momento no quiero más
capital que Stars Hollow. Tengo un póster
con las dos estrellas protagónicas –Lauren
Graham y Alexis Bledel– y con una
estupenda frase: “Life is short. Talk fast.”
JorgeEnriqueLage
LaHabana·79
una
la habana
brizna
la
de habana
hierba
la habana
descubre
la habana
la
la habana
manigua
�r.fresán
maravillosos
DOS
Y está claro que más temprano que tarde
tenía que ocurrir: Vonnegut había alcanzado
con gracia y con toda su cabellera intacta los
84 años. Pero lo que no pudo el bombardeo a
la ciudad alemana Dresde (al que sobrevivió y
que inspiraría Matadero-5, su obra maestra y
una de las grandes novelas del siglo XX y de
cualquier siglo que haya pasado antes y vaya
a venir después), algún intento de suicidio, y
el incendio de su casa en Nueva York, lo
consiguió una caída hace un par de semanas
–me entero ahora, viendo pasar desde la
ventana de la pantalla de mi computadora el
desfile de necrológicas– que derivó en
lesiones cerebrales y adiós.
Así, hoy, el mundo tiene una célula
especializada en actividad menos en los
tiempos en que más necesita de la función y
acción de células especializadas.
Me explico: Vonnegut consideraba a los
escritores y entendía a los escritores como
células especialidades en el tejido de la
humanidad. Mejor que lo explique él: “Mis
motivos para escribir son del tipo político. Yo
estoy de acuerdo con Stalin y Hitler y
Mussolini en cuanto a que todo escritor debe
servir a su sociedad. Está claro que no estoy
de acuerdo con estos dictadores en cómo los
escritores deben servir a esa sociedad. En lo
que a mí concierne, yo creo –tienen que serlo
desde un punto de vista biológico– que deben
ser agentes de cambio. Los escritores son
células especializadas dentro del organismo
social. Y son células evolucionistas. La
humanidad todo el tiempo está intentando
convertirse en otra cosa; está experimentando con nuevas ideas todo el tiempo. Y los
escritores son el medio por el que esas
nuevas ideas son introducidas a la vez que un
medio de responder simbólicamente a la
vida”.
Vonnegut también comparaba a los
escritores con esos canarios que se ponen en
momentos
UNO
La cosa empieza o, mejor dicho, la cosa
termina así: recibo un e-mail de un amigo
escritor con el encabezado VONNEGUT, en
mayúsculas. Feliz, lo abro pensando que se
trata de la confirmación de que Vonnegut, por
fin, ha terminado su nueva y largamente
anunciada novela y que está por salir y todo
eso. Pero no. Abro el e-mail y lo que se lee
allí, también en mayúsculas, es una sola,
incontestable y definitiva palabra: MURIÓ.
jaulitas al fondo de las tripas de las minas.
Esos canarios que son los primeros en morir
cuando comienza a escasear el oxígeno y, con
su último canto, les avisan a los mineros que
están en problemas, que se vienen tiempos
difíciles. Y recordarlo: Matadero-5 concluía
con un pajarito canturreándole al viajero
temporal Billy Pilgrim. La idea era que el canto
de un pájaro era lo más inteligente que se
podía oír entre tanta insensatez y palabras
altisonantes y estupidez desbordada. Ahí está
Billy Pilgrim, al final de una guerra que termina
–se sabe– nada más que para que pueda
empezar otra. Y un pájaro le dice a Billy
Pilgrim: “Poo-tee–weet?”.
TRES
Y hay algo especialmente doloroso
en la muerte de un escritor al que uno le debe
tanto. Cuando se muere un escritor que para
uno es fundamental se accede a la certeza de
que ya no habrá más libros de ese escritor. O
tal vez sí: porque la división ectoplasmática
de la industria editorial cada vez tiene mejores
mediums a la hora de rastrear materiales
perdidos e interpretar golpes sobre la mesa
de tres patas. Pero serán libros póstumos
firmados por Vonnegut pero sin Vonnegut
para comentarlos desde este lado de todas
las cosas. A ver si se entiende, si me hago
entender: Vonnegut es, para mí, uno de esos
escritores a los que se necesitan en tinta y
papel y en carne y hueso. Saber que están ahí
mirando y pensando y poniéndolo por escrito
en estos tiempos tan vonnegutianos donde
los dementes marcan el paso y donde ya no
estará su inteligencia para, por lo menos,
ayudarnos a reír frente a tanta postal del
espanto.
Está, permanece, quedará por siempre y
para siempre, Una Inmortal Obra Más
Mayúscula que todas las efímeras
mayúsculas que ahora anuncian la muerte de
su autor. Una obra que –como escribió en el
prólogo a los ensayos de críticos recopilados
en el volumen At Millennium’s End– le hacía
sentirse, simplemente, un tipo afortunado.
“Cuando contemplo hacia atrás mi
increíblemente afortunada carrera como
escritor, me da la impresión de que nunca
hubo tiempo para detenerme a pensar. Todo
ha transcurrido como si yo esquiara por la
pendiente de una montaña escarpada y
peligrosa. Y cuando miro hacia atrás y veo la
marca que dejó mi esquí en la nieve
comprendo que lo único que he hecho es
escribir una y otra vez sobre gente que se
comportó decentemente en una sociedad
indecente”, prologó allí.
Dicho esto, sólo cabe agregar que pocas
veces unos personajes decentes se parecieron tanto a su decente creador. Y esto es
lo que muchos le critican a Vonnegut: el que
las páginas de sus libros estén tan
firmemente unidas a las hojas de sus calendarios. A mí me parece un placer para el
lector y un privilegio para el escritor. Así, los
libros de Vonnegut sin Vonnegut aquí pero
con Vonnegut en todas partes son por fin, me
parece, iguales a los libros que se leen en el
planeta Tralfamadore desde donde Billy
Pilgrim –feliz prisionero y fugitivo mental– nos
lee a todos nosotros. Allí se nos explica que
“los libros de ellos eran cosas pequeñas. Los
libros tralfamadorianos eran ordenados en
breves conjuntos de símbolos separados por
estrellas. Cada conjunto de símbolos es un
tan breve como urgente mensaje que describe una determinada situación o escena.
Nosotros, los tralfamadorianos, los leemos
todos al mismo tiempo y no uno después de
otro. No existe ninguna relación en particular
entre los mensajes excepto que el autor los
ha escogido cuidadosamente; así que, al ser
vistos simultáneamente, producen una imagen de la vida que es hermosa y sorprendente
y profunda. No hay principio, ni centro ni final,
ni suspenso, ni moraleja, ni causa, ni efectos.
Lo que amamos de nuestros libros es la
profundidad de tantos momentos maravillosos contemplados al mismo tiempo”.
Kurt Vonnegut: gracias por tantos
momentos maravillosos.
Y buen viaje. Ø
mis motivos para escribir son del tipo político
�“La literatura se parece mucho a la pelea
de los samuráis, pero un samurai no pelea
contra otro samurai: pelea contra un
monstruo. Generalmente sabe, además, que
va a ser derrotado. Tener el valor, sabiendo
previamente que vas a ser derrotado, y salir a
pelear: eso es la literatura”, definió Roberto
Bolaño en una entrevista.
Y, en otra, agregó: “A la literatura nunca
se llega por azar. Nunca, nunca. Que te quede
bien claro. Es, digamos, el destino, ¿sí? Un
destino oscuro, una serie de circunstancias
que te hacen escoger. Y tú siempre has
sabido que ése es tu camino”.
el
siempre, por la sombra de la enfermedad y de
la muerte que podía llegar –y llegó, puñal en
alto– a vuelta de página.
¿Y qué es lo que lleva a uno –apenas
terminados de leer estos dos últimos libros de
Bolaño– a ponerse a enhebrar respuestas de
viejas entrevistas y a aventurar teorías más
líricas que exactas? La respuesta sólida a tan
leve enigma no la tengo clara, pero aventuro
una sospecha: Bolaño es uno de los escritores más románticos en el mejor sentido de
la palabra. Y un acercamiento a él y a lo que
escribió contagia casi instantáneamente una
en alguien que responde al nombre de Beno
von Archimboldi– de la literatura como si se
tratara de una cuestión de vida o muerte, de
la literatura como Génesis y Apocalipsis o Alfa
y Omega.
IDAS
Una cosa está clara, no hay dudas al
respecto: Bolaño escribía desde la última
frontera y al borde del abismo. Sólo así se
entiende una prosa tan activa y cinética y, al
mismo tiempo, tan observadora y reflexiva.
Sólo así se comprende su necesidad
impostergable de ser persona y personaje. No
samurai
r.fresán
samurai + destino + viaje + no retorno + muerte
Y una más: “El viaje de la literatura,
como el de Ulises, no tiene retorno”.
Y para concluir: “Lo brutal siempre es la
muerte. Ahora y hace años y dentro de unos
años: lo brutal siempre es la muerte”.
Todas estas opiniones o respuestas o,
mejor dicho, todas estas sentencias (reunidas
y editadas por Andrés Braithwaite en el
revelador y gracioso Bolaño por sí mismo:
entrevistas escogidas, Ediciones Universidad
Diego Portales, Chile, 2006) resultan no sólo
útiles como introducción sino que, además,
creo, ayudan a una más adecuada lectura y
mejor comprensión de El secreto del mal y de
La Universidad Desconocida, así como del
resto de la obra de Bolaño. Es decir: samurai
+ destino + viaje + no retorno + muerte
remiten al bushido o “camino del guerrero” (el
arte de vivir y combatir como si uno ya
estuviese muerto de los grandes espadachines japoneses, la habilidad de mirar hacia
atrás, al presente, como si se lo hiciera ya
desde el otro lado) y a una actitud paradójicamente híper-vital. Al núcleo creativo, el
centro del que se desprende la ficción y la noficción de Bolaño alumbrada y oscurecida,
cierta idea romántica de la literatura y de su
práctica como utopía realizable. Unas ganas
feroces de que todo sea escritura y que la
tinta sea igual de importante que la sangre. En
este sentido, la obra de Bolaño ahora, para
bien o para mal, inevitablemente acompañada
de la leyenda de Bolaño, es una de las que
más y mejor obligan –me atrevo a afirmar que
es la más poderosa en este sentido dentro de
las letras latinoamericanas– a una casi
irrefrenable necesidad de leer y de escribir y
de entender al oficio como un combate
postrero, un viaje definitivo, una aventura de
la que no hay regreso porque sólo concluye
cuando se exhala el último aliento y se
registra la última palabra. Algunos podrán
pensar que éste es un sentimiento adolescente e incluso infantil. Allá ellos. Pero, sí, lo
cierto es que tanto los relatos como los
poemas de Bolaño (así como las novelas y
sus breves ensayos y conferencias y, ya se
dijo, sus entrevistas por lo general respondidas por escrito a vuelta de e-mail) acaban en
realidad ocupándose de una única e inmensa
cosa: la persecución y el alcance –esté simbolizada en alguien llamada Cesárea Tinajero o
importa –mal que les pese a los patológicos
patólogos siempre a la caza de la no-ficción
en la ficción– dónde termina Bolaño y
comienza Belano. Lo que importa es que el
primero haya creado al segundo para que lo
sobreviva y que no se haya quedado en una
mera alucinación de alguien que, por momentos, jugueteaba románticamente con la
posibilidad de que incluso Bolaño fuese un
personaje de Bolaño. Alguien que, en alguna
conversación, llegaba incluso a fantasear con
la posibilidad a la Philip K. Dick de –en
verdad– haber fallecido diez años antes de su
muerte, durante su primer shock hepático, y
que la última década de su existencia –conteniendo casi la totalidad de su “vida de
escritor” en una acelerada progresión a la que
podría definirse como beatlesca en términos
de tan grande progreso en tan pocos años–
no fuera otra cosa que un delirio agónico. Y
así fue, creo –pienso aquí más como narrador
que otra cosa–, cómo la constante amenaza
del final resultó en el alumbramiento de una
de las obras más enérgicas de las que se
tenga memoria dentro de la literatura en
castellano.
La aparición de estos relatos y poemas
coincidiendo con el importante lanzamiento
en Estados Unidos de Los detectives salvajes
–The Savage Detectives, Farrar, Straus &
Giroux– a la que publicaciones como The New
Yorker (donde se le inventa un pasado
heroinómano), Bookforum, The Virginia
Quarterly Review y The Believer y periódicos
como The New York Times y The Washington
Post han dedicado elogios encendidos y
muchas páginas, vuelve a poner de manifiesto
no sólo la particular calidad de su escritura
sino también su poderosa influencia entre los
lectores jóvenes y su vertiginoso ascenso en
los rankings, para euforia de los que disfrutan
de estas cuestiones canónicas e histéricas.
(Para todos ellos, vaya un dato atendible y
entre paréntesis: una reciente y muy publicitada encuesta colombiana con votantes de
todo el mondo-intelligentzia en castellano lo
ha colocado tercero y pisándole los talones a
Gabriel García Márquez y a Mario Vargas
Llosa. Allí Bolaño obtuvo más votos que
ambos boom-popes pero repartidos en tres
obras ubicadas en los tramos más empíreos
de la lista. Lo que significa que, si se hubieran
concentrado todas las adhesiones en sólo una
de las tres novelas mencionadas, ésta se
habría impuesto a El amor en los tiempos del
cólera o a La fiesta del chivo. Hasta donde sé,
cosa rara o no tanto, ni el escritor colombiano
ni el escritor peruano han manifestado haber
leído algo del escritor chileno, quien superó a
ambos como “el escritor más influyente de la
actualidad” en otra encuesta de un frecuentado blog del escritor Iván Thays. Bolaño, no
está de más apuntarlo, sí solía leer y preocuparse y comentar –para bien o para mal– lo
que hacían bien o mal narradores más
jóvenes que él.)
Una cosa está clara: la vitalidad de su
obra demuestra que el Bolaño escritor está
más vivo que nunca. Queda por averiguar cuál
será su efecto a nivel editorial en el panorama
extranjero: ¿se les pedirá ahora a los escritores latinoamericanos –a los descendientes
de aquellos a los que alguna vez se les exigió
mujeres voladoras y aguaceros de siglos– la
clonación en serie de poetas indómitos o de
escritores fantasmagóricos? ¿Se convertirá
Bolaño –como Cesárea Tinajero o Beno von
Archimboldi– en un tótem talismánico para
jóvenes con las manos manchadas de tinta
negra o electrificadas por teclados? Quién
sabe. De entrada, la ya mencionada edición
norteamericana de Los detectives salvajes
�a la literatura nunca se llega por azar
decide arturobelanizar a Bolaño prefiriendo,
en su solapa, una foto juvenil de un inédito a
una del autor maduro reconocido y reconocible, prefiriendo vender el personaje antes
que por la persona. Más romanticismo,
aunque de un cariz distinto.
VUELTAS
Ahora, dos libros de naturaleza muy
distinta vienen a engrosar la obra de Bolaño.
Son dos libros póstumos (“Póstumo suena a
nombre de gladiador romano. Un gladiador
invicto. O al menos eso quiere creer el pobre
Póstumo para darse valor”, sonrió muy en
serio Bolaño en otra entrevista) pero, en su
misma naturaleza ectoplasmática, de signo
muy diferente. Los relatos y conferencias y
fragmentos de El secreto del mal fueron
rescatados y ordenados por el crítico y amigo
Ignacio Echeverría a partir de una expedición
al disco duro del ordenador de Bolaño. En
cambio, La Universidad Desconocida –tal
como explica su viuda, Carolina López, en la
nota titulada Breve historia del libro– se trató y
se trata de una obra cuidadosamente pensada
y estructurada por Bolaño a lo largo de
muchos años y que, tal vez por sentirla como
algo final y sin vuelta, nunca quiso publicar en
vida.
Así, mientras El secreto del mal puede
leerse como los mensajes en ocasiones
difusos pero claros de un espectro, La
Universidad Desconocida (más allá de que
varias de sus partes fueran publicadas en vida
por Bolaño) adquiere, aquí y ahora, el carácter
de summa testamentaria. Así, El secreto del
mal abre –aunque interrumpidas– líneas hacia
el futuro, mientras que La Universidad
Desconocida se nos presenta como el
omnipresente Fantasma de las Navidades
Pasadas.
Dice bien Echevarría en la nota preliminar
a El secreto del mal que “la obra entera de
Roberto Bolaño permanece suspendida sobre
los abismos a los que no teme asomarse. Es
toda su narrativa, y no sólo El secreto del mal,
la que aparece regida por una poética de la
inconclusión”. Y es verdad y ahí está, por
ejemplo, el final más que abierto de Los
detectives salvajes o las febriles despedidas
de novelas como Amuleto o Nocturno de
Chile. De ahí que buena parte del atractivo de
El secreto del mal resida en los contundentes
comienzos de textos abandonados o postergados que, además, tienen la virtud de
ampliar el mito de “Belano, nuestro querido
nunca, nunca
Arturo Belano”. El poeta realista visceral –más
una vida y alternativa en otra dimensión que
un alter-ego del propio autor a quien, a pesar
del anuncio de un suicidio en Africa, Bolaño
decidió resucitar en varias ocasiones y hasta
proponerlo como la voz futurista que comanda y ordena 2666– aparece aquí inédito y
joven y preocupado por una hipotética muerte
de William Burroughs (“El viejo de la montaña”), sorpresivamente consagrado para
todos aquellos que lo querían maldito y loser
para siempre, de regreso en México D.F. y de
camino a la Feria del Libro de Guadalajara
como “autor de cierto prestigio” investigando
los últimos días de vida de su hermano de
sangre y versos Ulises Lima (“Muerte de
Ulises”) o lanzándose a la búsqueda de un hijo
perdido en Munich en el fragor berlinés de
una revolución juvenil y milenarista (“Las
Jornadas del Caos”). En todos los casos,
Bolaño emociona con el mismo tipo de alegría
melancólica que, digamos, alguna vez nos
produjeron los reencuentros con Philip
Marlowe o Antoine Doinel o el Corto Maltés:
pocas cosas resultan más placenteras y
emotivas que el volver a acompañar a un viejo
y curtido y aventurero amigo. El resto del
material reunido oscila entre la estampa
autobiográfica vivida o leída (“La colina
Lindavista”, “Sabios de Sodoma”, “No sé leer”) o
sintonizada en alguna de las muchas
trasnoches televisivas de Bolaño, mutando a
pesadilla despierta y zombie en el magnífico
relato-movie “El hijo del coronel”. “El secreto
del mal”, “Crímenes”, “La habitación de al
lado”, el muy perecquiano “Laberinto”,
“Daniela” y muy especialmente “La gira” (que
en la figura del “desaparecido” rocker John
Malone acaso insinúa el perfil de un nuevo
fugitivo bolañista a perseguir) pueden leerse
como inconclusas pero siempre esclarecedoras –en los pulsos de sus oraciones–
llamadas telefónicas que su autor pensaba
retomar cualquier noche de éstas marcando
su número. De este modo, puede entenderse
El secreto del mal como una colección no de
greatest hits pero sí de imprescindibles lados
B, demos y rarezas de esas que ayudan a
escuchar todavía más y aún mejor aquellos
grandes éxitos.
Otra cosa muy distinta es el totémico La
Universidad Desconocida presentándose
como una suerte de companion postinfrarrealista hasta ahora escondido o de
siamés invisible al real visceralismo de Los
detectives salvajes. Porque si –como bien
que te quede bien claro
apunta Alan Pauls en su conferencia La
solución Bolaño– “prácticamente ninguno de
los poetas que se multiplican en las páginas
de Los detectives salvajes escribe nada”, “no
hay Obra” y que es precisamente debido a
eso que la novela funciona como “un gran
tratado de etnografía poética porque hace
brillar a la Obra por su ausencia”, entonces La
Universidad Desconocida es, por fin, la Obra.
Mayúscula y arrasadora y aforística y, sí,
sentenciosa y sentenciante. La Universidad
Desconocida no es nada más que el libro más
autobiográfico de Bolaño –alguien que se
sentía poeta por encima de todo y en el que la
línea que separa a los géneros se cruza una y
otra vez como se cruzan las fronteras en sus
dos novelas más voluminosas unidas por la
membrana indestructible de lo epifánico–
sino, también, una Divina Tragicomedia. Una
suerte de íntimo Manual Para Ser Bolaño de
uso limitado y de autoayuda sólo para él
mismo, pero sin embargo perfecto para que
sus lectores puedan rastrear los muchos y
largos viajes de su inspiración. Un tractat –de
ahí que este libro, además de trascendente,
sea peligroso por su potencia radiactiva a la
hora de tentar con reproducir un estilo
inimitable que, de intentárselo, me temo que
resultaría en torpe parodia– al que incautos o
irresponsables tal vez interpretarán, más que
equivocadamente, como un promiscuo y apto
para todo público Manual Para Ser Como
Bolaño rebosante de slogans y mandamientos
y pasos a seguir y calcar por fans adictos
compulsivos, muchos de ellos desgraciadamente más excitados por el Bolaño que
maldice a Isabel Allende que por el Bolaño
que bendice a James Ellroy. Después de
todo, Bolaño trabaja aquí con los lugares
comunes y los clichés de la bohemia pero –en
esto reside el valor y el genio del libro–
convirtiéndolos en algo indivisible y suyo.
Quienes se limiten a disfrutarlo sin intenciones epigonales encontrarán aquí algo
mejor que el mapa del tesoro: el tesoro
mismo. Casi quinientas páginas monologantes, veloces, tan subrayables y, sí,
descarada y noblemente románticas que se
leen y se viajan hasta experimentar esa rara
forma del desfallecimiento que sólo se
experimenta luego de la más plena y
satisfecha de las felicidades. Páginas ya
conocidas de Los perros románticos, Tres,
Amberes –y otras más oscuras publicadas en
antologías y revistas– encuentran aquí su sitio
exacto y su posición precisa como piezas de
es, digamos, el destino
un puzzle que ahora, por completo, no
sacrifica nada de su misterio sino que lo
intensifica. Los poemas de La Universidad
Desconocida –épicos y domésticos– aparecen
surcados por nombres de países y calles, de
libros y de películas, de escritores y de seres
queridos que resultarán familiares para los ya
habitués cartógrafos de la cosmogonía del
autor. Pero por encima de todos ellos,
resuena, una y otra vez, el país privado y la
calle propia y la película protagonizada por el
nombre Roberto Bolaño. Contemplándose
desde adentro y desde afuera, parado frente a
un espejo crepuscular o analizando su figura
desde la distancia abstracta y casi sci-fi de la
luz de los años transcurridos, leyendo desde
la sala de lecturas del infierno o recitando
mientras va poblando, amorosamente, los
estantes con los libros que algún día leerá su
hijo. La Universidad Desconocida –tal vez éste
sea el mejor elogio posible a este libro almamater– se lee con el mismo asombro extático
y pasmo eufórico con que alguna vez se leyó
Moby Dick: otro libro raro y polimorfo y
leviatánico, que no se sabe exactamente a
qué especie pertenece, y que se las arregla
para confundir y fundir al plan de su autor con
el plano del universo.
“Mi poesía y mi prosa son dos primas
hermanas que se llevan bien. Mi poesía es
platónica, mi prosa es aristotélica. Ambas
abominan de lo dionisíaco, ambas saben que
lo dionisíaco ha triunfado”, delimitó Bolaño en
otra entrevista. Ahora, en estos dos libros, el
samurai romántico que se cree invicto para
darse valor vuelve a desenvainar su espada y,
póstumo, a presentar combate. Y, aunque
Bolaño asegurase que la guerra contra “el
monstruo” está perdida de antemano, nada
nos impide festejar –una vez más, mientras
nos queden vida y viaje– el destino triunfal de
estas románticas batallas.
RodrigoFresán
BuenosAires·63
�miller
Piénsese en Henry Miller. Piénsese en el Henry Miller
más famoso. Es 1933 y París huele al Sena. Un estadounidense
–sombrero, gafas, saco raído– descansa en un café. No es un
hombre apuesto y, sin embargo, tiene dos mujeres hermosas.
No las tiene allí, a su lado, sino allá, en su vida. Una, June, su
esposa, es abnegada. La otra, Anaïs, su amante, una joven y
promisoria escritora. Escapa de la primera. Vive de la
espaldas de su esposo, Miller extrema la pasión (“Amo tu
coño, Anaïs, me vuelve loco”) y ambos pactan encuentros
furtivos. Más tarde, la pasión erótica merma y crece la
intelectual. Intercambian textos, se leen, se critican. Miller
guía a Anaïs, Anaïs motiva a Miller. Ambos, al fin justificados,
se pierden obsesivamente en la escritura. A veces se
encuentran en ella.
Miller es un escritor instintivo. Es, de hecho, el escritor
instintivo. Hay algo natural, orgánico, en su prosa. Escribe
como defeca. Escribe, sobre todo, como fornica. La escritura
es tan natural en él como el deseo. Desea escribir desde
siempre y sólo carece de un objeto donde depositar tanta
avidez. Cuando Anaïs aparece, desnuda y dispuesta, la
escritura explota. Entonces el sexo y la literatura se
confunden. El reto no será ya escribir sino contener, como
semen, la escritura. Miller estalla, al revés de Anaïs Nin. Ella
no explota al encontrarse con Miller: descubre la escritora
que es. Ante el vértigo vital de aquél, reafirma su gusto por el
equilibrio y el intelecto. Ante la grandeza del otro, se recorta
finamente. No es la suya una literatura pasional: nace y se
padece en el cerebro. No le interesa, como a Miller, el
absoluto sino la delicada observación de un fragmento.
Obtiene más de él que Miller de ella. Él necesita apenas un
motivo para derramarse y la presencia erótica de Anaïs se lo
provee. Ella, por el contrario, precisa de una razón para
escribir y de un opuesto que la define. Miller le otorga, sin
saberlo, todo ello.
Sus escrituras nacen de impulsos distintos, pretenden
cosas dispares. Anaïs Nin es clasicista: escribe para iluminar
el mundo, para aclarar la existencia. Miller abraza la
oscuridad: no escribe para disipar las tinieblas sino para
sumirse, con los ojos abiertos, en ellas. Cree, como sus
autores más admirados, que la vida yace allí, en lo más
profundo de la noche. Dostoievski, D. H. Lawrence y Joseph
Conrad afianzan su sospecha. Hay que ensuciarse las manos
para narrar la vida. Hay que arrojarse al abismo para encontrar
algún sentido. Hay que estrellarse contra el fondo para
comprender que no hay sentido. No está solo Henry Miller en
la narrativa de nuestros días. Lo acompañan J. M. Coetzee y
Fleur Jaeggy, sus herederos indirectos, adictos a la
oscuridad.
Piénsese de nuevo en Henry Miller, estático en el café.
Cae la noche lenta, pesadamente. El café, como París,
remeda al desierto. Miller, solitario en un rincón, apenas nota
la fuga de los otros. Escribe, obstinado, bajo la fatigada luz de
un foco. No deja de escribir. Podría hacerlo, pero no lo hace.
A 25 años de su muerte, su escritura es aún un misterio.
r.lemus
Gabo sonríe. Gabo es aplaudido. Gabo levanta,
humildemente, el trasero y el mundo, solícito, se lo besa.
Porque sólo lo ha repetido una centena de veces, Gabo
aprovecha el Congreso de la Lengua Española para
recordarlo: era como nosotros pero escribió de pronto, casi
mágicamente, su novela emblemática. Bonita cosa.
Para no decirlo yo, cito una declaración del cubano
Antonio José Ponte: basta leer en paralelo Pedro Páramo y
Cien años de soledad para descubrir de qué lado descansa de
veras la literatura. Una virtud tiene Gabo: desnuda la tontería
de casi cualquiera. Escritores que uno creería inteligentes se
suman, sin rigor, al coro: aplauden, dan palmaditas, redactan
los elogios más cursis. Algunos, torpes, afirman que Cien
años de soledad “revolucionó” la literatura. ¿En serio? Como
si escribir una prosa amena e imaginar una fábula melosa
hicieran de uno un Franz Kafka o un Raymond Roussel. García
Márquez no tiene siquiera escuela: se consume en sí mismo.
Como no funda una literatura, es imposible seguirlo.
Continuar su estilo, llevar apenas un poco más allá sus
maneras, supone sumirse en el cursi patetismo del realismo
mágico.
Quien conoce a Gabo no deja de presumirlo. Yo lo
presumo: hace poco me topé, en una librería, con Gabo. Era
una tarde cualquiera. Si llovía, lo he olvidado. Recuerdo, eso
sí, su despeinada melenita blanca y sus blancos pants de
algodón, un tanto parecidos a los del Comandante. No me
acerqué al Nobel pero puedo asegurar, pese a la distancia,
que no brillaba ni flotaba. Lucía común, como mi tío de
Coacalco o el desdeñado abuelo de Celaya. Pensé: ah, Gabo,
y después pensé cualquier otra cosa. Ø
segunda. Duerme con ambas, alguna vez al mismo tiempo.
Es una vida envidiable. Podría sentarse a diario en el mismo
café y saberse, placenteramente, el gran macho. No lo hace.
En vez de atarse a la dicha, saca un cuaderno y una pluma.
Escribe tosca, obsesivamente. ¿Por qué lo hace? ¿Por qué
alguien, tocado por la fortuna, lleva a su vida la angustia, el
fracaso continuo de la escritura?
No escribe cualquier cosa. Escribe algunas de las
novelas más intensas de su siglo. Escribe Trópico de Cáncer y
Trópico de Capricornio. Escribe Sexus, Plexus y Nexus.
Escribe El coloso de Marusi. En todas, el sexo y la violencia.
En todas, el exceso. No son novelas perfectas sino
extremadas. Tienen páginas portentosas y otras, inválidas.
Tienen demasiadas páginas. La contención, como el medio
tono, como el afán de complacer, no existe. Se escribe para
provocar y se provoca. Pocas obras resisten un símil
incendiario: la obra de Henry Miller, brasas, quema. No nace
del gusto clásico sino de la desesperación. No obedece al
cerebro sino al estómago. Está escrita con bilis y, a veces,
con semen. Su furia, no obstante, no es única. Al mismo
tiempo, también en París, otro loco, Louis-Ferdinand Céline,
escupe su rabia. Más lejos, en la América abandonada, John
Fante despotrica una furia menos erótica. Años después,
Thomas Bernhard, Fernando Vallejo, Elfriede Jelinek. Una
familia de inadaptados. La escuela del rencor, de la ira. Sólo la
rabia es poética.
No importa ahora, en este espacio, la obra de Henry
Miller. Importa su escritura. ¿Por qué escribe? ¿Por qué se
escribe? En un mundo desolado, la escritura mantiene intacto
su misterio. Hay algo incomprensible en sus móviles. Cuesta
explicar a un hombre que se postra, arrobado, ante el idioma.
Cuesta imaginar por qué se bate, angustiado, contra el
lenguaje. Podría no hacerlo. Hay razones de sobra para no
actuar y apenas unas pocas para hacerlo. Hay todavía menos
motivos para escribir. La escritura es el acto más absurdo y,
por lo mismo, el único válido. Se escribe porque sí. Se escribe
porque la vida dura demasiado. Se escribe porque no se tiene
valor para el suicidio. Se escribe por tedio, sobre todo por
tedio. Pero Henry Miller no se aburre. Está en París, duerme
con dos mujeres, escribe. Hay otros móviles en su escritura.
Anaïs Nin, por ejemplo.
Henry Miller escribe porque Anaïs Nin existe. Tiene 40
años al conocerla y ningún libro escrito. Se sabe escritor pero
no escribe. Le falta un motivo, el motivo que detone el
absurdo de la escritura. Ella, como suelen serlo las mujeres,
es el motivo. Escribe para ella porque le es imposible escribir
para todos. La literatura no es filantropía, mucho menos en su
caso. Da vergüenza escribir para todos, como da vergüenza
hacer el bien abstracto. Se escribe cuando una figura destaca
entre las otras, cuando el lector implícito encarna. Existe
Anaïs y por eso se escribe. Sólo por eso. Por todo eso. Hay
testimonio de ello en la apasionada correspondencia que
ambos sostienen, álgidamente, entre 1932 y 1935. Es la suya
una de las relaciones epistolares más intensas, más sabias de
la literatura. Empieza como un ilícito tráfico de fluidos y
termina en el ensayo literario. Al principio, Anaïs escribe a
RafaelLemus
MéxicoDF·77
�no decimos cree, decimos lee
no decimos cree, decimos lee
no decimos cree, decimos lee
no decimos cree, decimos lee
no decimosque le faltan a la luna lee
los aretes cree, decimos
ahmel echevarría
no decimos cree, decimos lee
no decimos cree, decimos lee
no decimos cree, decimos lee
no decimos cree, decimos lee
no decimos cree, decimos lee
SI ME COMPRENDIERAS
Dicen que una mujer recorrió toda la
ciudad para encontrarse con Fidel Castro. Y
dicen que dio con él. Se topó con Fidel en una
esquina de El Vedado. ¿L y 23? No se dice, pero
pongamos esta esquina como ejemplo, porque
es la más conocida y céntrica de la ciudad. Esta
mujer, dicen, era la autora de una canción.
Adiós felicidad. Ela O´Farrill había escrito esta
canción, que militaba en lo más auténtico del
feeling. Me enteré de este episodio tras haber
comenzado a leer Polémicas culturales de los
60 (cuya selección y prólogo fue realizada por
Graziella Pogolotti), Editorial Letras Cubanas
2006. Sí, 2006.
Ela salió en busca de Fidel Castro
porque se escribió un texto crítico en el que se
decía que Adiós felicidad no tenía cabida en el
socialismo. He intentado imaginarme el
rostro de Fidel tras dar
de cara con Ela
O´Farrill y escuchar
sus palabras, pues
según el prólogo del
libro Fidel respondió
divertido –sí, divertido– que los desengaños amorosos podían
tener lugar en cualquier circunstancia.
CONTIGO EN LA DISTANCIA
A mediados del 2000 un amigo me
prestó un libro. El placer de la zozobra. En
aquella colección de ensayos encontré un texto
de Raymond Carver. Debo confesar que a este
americanito lo conocía casi de oídas, me
seducían los comentarios que me habían hecho
acerca de sus libros. Tras leer el ensayo
firmado por Carver anoté una frase: “Todo gran
escritor, o incluso todo aquel que sea bastante
bueno, hace el mundo conforme a sus propias
especificaciones. Lo que estoy refiriendo es
algo afín al estilo, pero no es solamente al estilo
en sí. Es el sello particular e inconfundible que
el autor imprime a todo lo que crea. Es su
mundo y nada más que su mundo.” La anoté y
me propuse salir en la búsqueda de los libros
de Raymond Carver.
Y en una esquina de El Vedado –puedo
asegurar que fue en L y 23–, me encontré con
un amigo al que recién le habían mandado un
paquete de libros, entre ellos De qué hablamos
cuando hablamos de amor y Catedral. Después
de hincarme de rodillas y rogarle me los prestó.
Confieso que tuve que releerlos. ¿De qué se
hablaba cuando hablaban de los textos de
Raymond Carver? Tuve a mano también el libro
¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?
Necesité más de una lectura. Y yo seguía
perplejo. Yo seguía perplejo porque algo
diferente a casi todo lo que hasta ese momento
había leído tenía ante mis ojos. Leer a Carver
era como acariciar erizos de mar. Leer a Carver
era como cargar una escultura tallada en hielo.
O saber que los extras que aparecen en las
películas Serie B tenían al menos una oportunidad de hacer un protagónico –o que sin
saberlo, ellos, como extras en esos filmes Serie
B, hacían su papel protagónico–. O descubrir
que la medicina forense y la literatura trabajan
con un mismo material. Leer a Carver era
reconocer que la piel es puro papel de lija.
final a diez de los trece cuentos. Y la respuesta
es sí.
Supongo que a partir de ahora un
fantasma recorrerá la obra de Carver –y puede
que sea este el origen de un desengaño
amoroso para muchos–. Supongo que no
existirá un momento en el día en que pueda
apartarme de esta confesión. Puede que ahora
el mundo de Carver nos parezca distinto,
porque sabemos que no solo estamos leyendo
a Raymond, sino también a Gordon Lish. Pero
me resisto a pensar así. Y me resisto porque
hay un material de origen a partir del cual surgió
la Maquinaria Carver, la otra, la que llegó a
nosotros a través de las diferentes ediciones de
sus libros. Esa máquina de narrar tenía un
mundo conforme a sus propias especificaciones, un sello particular e inconfundible.
Era el mundo de Raymond Carver y nada más
que su mundo. Es una suerte que Baricco diga
que Gordon Lish “borró minuciosamente todo
lo que podía calentar aquellos paisajes y,
Pero a siete años de aquel encuentro con
Carver leo un artículo firmado por Alessandro
Baricco, y publicado en La Vanguardia, donde
revela que, tras un texto publicado en el New
York Times, decidió viajar a Bloomington
(Indiana) y encontrar la Lilly Library.
Si Baricco decidió desandar esta pequeña
ciudad fue para encontrar la biblioteca a la cual
Gordon Lish, el editor de Carver, había vendido
todas las cartas y los escritos a máquina del
viejo Raymond, en los que estaban incluidas
sus correcciones. Si Alessandro Baricco decidió
hacer el viaje fue para comprobar que era cierto
lo que se decía en el artículo publicado en el
New York Times: G. Lish tuvo más tino que
Carver, eliminó buena parte del material original
y además creó un estilo. Sí, creó un estilo. Y
según Baricco es cierto. En su texto muestra
algunas pruebas forenses para determinar si se
podía dar crédito, por ejemplo, a que en el libro
De qué hablamos cuando hablamos de amor,
Lish había eliminado casi el cincuenta por
ciento del texto original y había cambiado el
cuando era necesario, añadía aún más hielo.
Desde un punto de vista editorial él tenía la
razón: construyó la fuerza de un verdadero y
propio modelo inédito. ¿Pero el punto de vista
editorial es el mejor punto de vista?”
Un día de estos me propondré caminar la
ciudad para encontrarme con alguien que
casualmente tenga las ediciones de los libros
de Carver en los cuales solo esté el material
primario. Solo los originales con esas supuestas
líneas de más, con aquellos finales que
suponen un Carver más soft, menos iceman
pero con la piel como un pliego de lija.
Pasaré por L y 23, en esta esquina es
muy alta la probabilidad de que ocurran los
encuentros.
LOS ARETES DE LA LUNA
Llovía débil la mañana en que me
encontré con mi amiga estudiante de
periodismo –la chica de falso cabello rubio, otra
vez vestida de blanco, tela de hilo blanco que
contrastaba con el gris ratón de la ciudad–. Ella
no podía hacer auto-stop y coincidimos en la
parada de ómnibus. Leía mientras esperaba la
llegada del autobús que tomo para ir a mi
trabajo. Leía en el momento en que llegó a la
parada para escapar de la llovizna. Nos
saludamos. Con un beso. En la mejilla. Dulce
creyón en unos labios carnosos. Y a bocajarro
preguntó qué leía. Polémicas culturales de los
60, selección y prólogo de Graziella
Pogolotti, Editorial Letras Cubanas. “¿2006?”,
preguntó. Le dije que sí. Y tuve que mostrarle la
página donde estaban impresos los créditos de
la edición.
La chica de falso cabello rubio quiso saber
qué tal estaba el libro y me encogí de hombros,
recién comenzaba a leerlo. Hojeó el prólogo, el
índice. Y sonrió. “¿Son todas las que están?”,
preguntó. No pude evitar encogerme de
hombros nuevamente. Cómo saberlo. Con qué
patrón comparar. Le respondí que al menos
debían estar todas las que son. Entonces
volvió a sonreír y dijo que al parecer
estábamos en la
época de desclasificar archivos, de
mostrar las “joyas
de nuestra familia”
y ver si por fin
aparecían los aretes que le faltaban
a la Luna. Me
comentó que para
ella sería muy
útil averiguarlo,
encontrar la respuesta, salir a la calle y
preguntarle a alguien que hubiese vivido los
sweet sixties. Sí, los sweet sixties, así dijo.
Escampó. Mi amiga me preguntó si aquel
libro era una buena señal –yo recordé a Ela
O´Farrill, su caminata por toda la ciudad hasta
encontrarse con Fidel Castro y la respuesta que
recibió–. Pero no le dije que los desengaños
amorosos podían tener lugar en cualquier
circunstancia. Esta vez fui el que sonrió.
Nos despedimos con otro beso. En la
mejilla. Creyón de labios muy dulce en unos
labios carnosos. La chica de falso cabello rubio
se fue cantando esa vieja y bella canción donde
se habla de los aretes que le faltan a la Luna,
esos bellos pendientes guardados en un cofre
en el fondo del mar.
AhmelEchevarría
La Habana·74
�Mi hermano es pintor, para mi gusto –nada objetivo
por cierto–, es uno de los mejores que conozco. Le sobra
talento, visión, humor, aunque tiene la desgracia de pintar y
hacerlo bien, de enfrentarse pincel en mano con una
tradición milenaria sin arrancar a los fáciles pastos de la
provocación o el discurso mal traducido del franco-alemán.
Para mí, eso siempre ha sido el arte, dialogar con Velázquez
usando tus propios medios, tu propio mundo. La vanguardia,
esa temerosa forma de valentía, esa mediocre forma de
originalidad una y otra vez considera el diálogo de antemano
roto para no tener que asumir el riesgo de agacharse ante el
maestro y tratar de comprender su secreto. El arte de hoy es
el laberinto uniforme de gente que quiere ante todo ser
diferente de la misma manera.
r. gumucio
gumucio
el género aspiracional
sesenta años también la gente de teatro– dependemos
raramente del capricho de un coleccionista o de la
aprobación de un estamento estatal, de una fundación
privada o del beneplácito de un Estado. Nuestro arte se
vende masivamente a un número indeterminado de
personas que no necesitan ser exageradamente ricas o
cultas para elegirnos o descartarnos. Nuestra novela puede
querer tener aura, pero cada ejemplar de ella no lo tiene, o
tiene el mismo que un paquete de chocolate o dos puros
Montecristo.
Mientras las artes plásticas y la poesía son aún un arte
aristocrático, la narrativa es por fuerza un arte de clase
media. El éxito y el fracaso dependen del prestigio, como en
las otras artes, pero el prestigio sirve de poco si tus libros
desanimados se quedan en el estante y no se convierten en
conversación de sobremesa entre jubilados, dueñas de casa
o profesores frustrados. Mientras al poeta le basta probar
que es, y al artista que tiene estilo, el novelista tiene que
hacer todo eso pero además convencer.
¿Qué otra cosa hacen, por lo demás, los políticos que
someter a los electores relatos sobre la realidad? ¿No usan
los escritores la misma demagogia, las mismas mentiras, la
misma facilidad de palabras para que los lectores (esos
electores sin e) plebisciten su obra? ¿No está el mundo de
los narradores lleno de la misma fauna que la política:
populacheros, manipuladores de masas, y de pronto un
Churchill, un De Gaulle, un Allende?
Una y otra vez los nobles de nacimiento, los simples
snobs (Borges para no ir más lejos) y los proletariados
enmarcados declaran muerta la novela. Una y otra vez la
culposa clase media narradora está dispuesta a acatar el
mandato, para en silencio volver a contar la misma historia,
una y otra vez, una y otra vez. Las grandes esperanzas, una y
otra vez, las Ilusiones Perdidas, siempre una y otra vez la
misma novela: La historia de un joven de provincia que viene
a la capital, o una niña, o un viejo que aspira a ese mundo de
libros encantados donde todos son nobles y nadie sorbe a
escondidas lo que le queda de sopa. Esa historia, pero
La narrativa es por fuerza un arte de clase media
Como en el mundo de la poesía, en las artes plásticas
flotan en el mismo magma genios absolutos y absolutos
mediocres con discurso, todos a la espera de esta escasa
recompensa que se llama prestigio, entregado éste por el
Estado, la universidad o los coleccionistas. Es por ello la
patria misma de los falsarios, de los ideólogos, de los
estériles. Los poetas, como los artistas plásticos, viven de
becas, gobiernos o mecenas privados y son por ello mismo,
por obligación, a la vez amantes de los millonarios y de sus
excesos, pero al mismo tiempo –porque eso es lo que las
universidades compran– rompedores y de izquierda. La
popularidad no tiene –generalmente– demasiada importancia
para ellos. Esto permite en algunos casos una pureza
completamente ausente del mundo de la narrativa, una
radicalidad sana y envidiable, y en otros casos el reino de la
charlatanería, la picaresca más desatada, la obsecuencia y la
mentira piadosa.
La poesía y las artes plásticas tienen aura, son por eso
artes sacerdotales donde el trabajo consiste en demostrar al
mundo que eres un elegido, que naciste poeta o artista. Los
narradores –y los cineastas y los cantantes y hasta hace
La novela es un género aspiracional que, como buen
burgués, confunde la seriedad con el número de páginas, el
espesor con la opacidad, la inteligencia con el ingenio. Está
entre medio, entre la épica y la sátira, entre la seriedad y la
telenovela, entre el mundo popular y la alta cultura, entre el
entretenimiento puro y el pensamiento impuro. Rastignac y
Lucien de Rubempier, pero también el Quijote, Madame
Bovary, David Copperfield, el narrador de la Búsqueda del
tiempo perdido, y Leopold Bloom, las novelas cuentan una y
otra vez la travesía del arribista, del snob, del hidalgo que
quiere ser un caballero. Una historia una y otra vez autobiográfica; uno por uno los autores de estas obras
pertenecen a una clase media incómoda, desheredados,
hijos de deudores, primera generación de estudiantes,
cobradores de impuestos, judíos ricos, o judíos pobres.
Los novelistas pueden odiar la democracia, las novelas
no pueden vivir sin ella. El poeta puede postular a ser el
sacerdote de la tribu, su oráculo, su chamán, el narrador
necesita las elecciones, no puede contar con el rayo del
cielo, se sabe momentáneo, parte de su arte se basa en no
ser fundamentalmente distinto al resto.
también la contraria, la de una juventud dorada, la de una
casa encantada llena de sirvientes y oro que una guerra, una
borrachera, un rayo quemó para siempre.
Da lo mismo si se va hacia arriba o hacia abajo;
mientras la poesía puede ser horizontal, en la novela siempre
hay un arriba y un abajo, siempre una caída, un rebote, una
impureza que expiar o de la que felicitarse. La novela es la
historia de ese movimiento, la prueba de esa incomodidad,
mientras la poesía es la confirmación de que detrás de ese
movimiento lo esencial sigue sin moverse.
RafaelGumucio
Santiago de Chile·70
�Se parece a Sean Penn en El asesinato
de Richard Nixon. Usa bigotico obsceno. Ríe
cobardemente. Y trasmite cierto aire de
erudición o solemnidad bajo un traje raído de
color gris rotoso.
Aunque no se llama Sean Penn, por
supuesto, ni Richard Nixon.
En julio de 2007, a ras del Vedado, La
Habana, Cuba, él simplemente ha perdido el
nombre (tampoco le hace falta encontrarlo). Él
es ahora el fin de una época y la coda de una
generación. Y con eso ya me es suficiente para
narrar. Insuficientemente narrar.
A él, sin embargo, le basta sólo con ser
puntual. Con entrar siempre de primero para
ocupar su puesto eterno en última fila. The last
in line. A estas alturas de la historia, lo menos
que él desea es un cambio de perspectiva. Lo
menos que él desea es que lo identifiquen con
él. Un cinéfilo desconocido ha de ser un
virtuoso de la invisibilidad: sólo así es posible
sacarse la pinga en público y entonces tirar en
paz.
Pero en este punto quien entra en la
escena soy yo. Porque yo también asisto a
diario al cine Charles Chaplin de 23. Porque
estoy allí para relatarlo, tal vez delatarlo: a él y a
todo su gremiecito o exhibicionista complot.
Yo soy a ratos el testigo y a ratos el
cómplice de este pornográfico prestidigitador.
De éste y de sus tristes colegas de sala oscura:
ciudadanillos raídos en trajes de color gris
rotoso, atorados por la demasiada angustia
mitad onanista y mitad incivil; sean-pennes de
pene en mano que nunca nadie les tocará
(excepto el médico o el forense), richardnixones ridiculizados por el Estado y por Dios;
hombres alguna vez convidados a creer en la
palabra futuro, posproletarios de una utopía
seminal que jamás eyaculó (los tiradores no se
vienen, por definición); títeres cuyos hilos
convergen todos en la portañuela (sin culpa y
sin monserga moral, pero sin alegría y sin
dignidad), iconos masturbadores de la
insolidaridad humana en su estado crudo y
carnal; augures del desastre antropológico que
más temprano que tarde les pareceré a
ustedes yo.
acurrucan contra los vidrios de la Cinemateca
(niños huérfanos de la institución audiovisual,
pequeños valdés sin ticket ni beneficencia). Y
otros se largan de madrugada hacia algún
La pinga humana se compone de:
parquecito oscuro, siempre que sus bancos
1) la pinga genital o la pinga en sí (das Ping simulen la disposición de butacas del cine
an sich);
Chaplin (diáspora conmovedora por su
2) la pinga simbólica.
patetismo híperreal, en medio de un siglo XXI
La pinga genital participa, entre otros
tan adorablemente hipócrita y laissez-faire y
determinismos, de la evolución biológica de la
cínico y make-believe).
especie. La pinga simbólica es, sin embargo, la
Pero es sólo un día de julio, no más. A lo
encargada de muchas manifestaciones
largo y estrecho del 2007, a esta tropita
espirituales del hombre, tales como:
pinguenciera le quedan 364 no-efemérides para
1) la función ideológica o lingüística;
ejecutar su venganza privada contra la nación
2) la función fáctica o exhibicionista.
(en años bisiestos ni siquiera se notaría la
Hasta aquí, la cita más o menos plagiada
discontinuidad ministerial). Ellos disponen de
de un manualito de difusión materialista,
364 jornadas de automanoseo social, de 364
impreso en la URSS de los años setenta.
sesiones contraparlamentarias (tirar es el más
En nuestro contexto social, la función
fáctico de los verbos: es un fatum). Así
fáctica o exhibicionista podría ser ahora, a su
reaccionan contra las resoluciones de política
vez, la enfermiza esperanza de sacar de su
cultural, y le ponen, como de pasada, un diario
despótica decadencia a la praxis de nuestra
punto final a las grandes construcciones
izquierda local.
discursivas de la revolución (pura pinga
A partir de aquí, el diluvio reaccionario del
simbólica ideológica o lingüística, si hemos de
hombre de derechas que nunca del todo seré
respetar la taxonomía anterior).
(después de mí, el delirio).
Los tiradores (que, reitero, no se vienen si
son de verdad) funcionan como las termitas de
En julio de 2007 se celebra el Día de
un cactus patriarca: insectos que comen cosas
Todos los Mártires Inocentes, fecha patria en
(incluidas las espinas), hasta tumbar
que el Ministerio de Cultura suspende cualquier simbólicamente el tronco del árbol social. Son
fiesta pública nacional: sea cabaret, función de bichos que fugan por las rizomáticas galerías
danza, teatro, carnaval, concierto, exposición,
de túneles que ellos mismos cavan bajo los exshow de travestis o proyección de un film.
cines de lujo de la capital. Y son un contrapeso
Entonces los habituales del cine Chaplin se actancial tras medio siglo de ideología. Antes
ven expulsados por decreto contra el contén.
que el Anti-Cristo, serían el Anti-Verbum. Y
Cada año, ellos son los verdaderos mártires de masajean sus ciclos de carne antes que de
esta efeméride, de cuyo histórico tiroteo (en
Carnot: maquinitas de ondulación permanente,
1957) ninguno se declara culpable. Cada año se ya sin la retórica barrueca de un capítulo 8 que
les puede ver merodeando por allí con una
ninguna madre cubana leyó. Ellos son de pinga,
pasividad sobrecogedora: una suerte de huelga por suerte desafortunadamente. Como yo.
de las pingas caídas, que sería noticia de
Por lo demás, todos tienen Libreta de
primera plana en cualquier otro país (aun si no
Abastecimiento, residencia urbana legal,
existiera la prensa).
familias más o menos integradas al proceso
Algunos pernoctan en la acera de la
desde Playa Girón y, para colmo, cargan agua
avenida 23 (nadie podría confundir su alcurnia
desde una cloaca hasta la azotea. No hay nada
de tirador con la de un mendigo). Otros se
tri
ste
s
ho
mb
res
del
ch
apl
in
orlando luis pardo lazo-orlando luis pardo lazo
tristes hombres del chaplin que
mil y una vez tumbaron a la revolución cubana y después fueron
tan gentilmente tristes que mil
y una vez la hicieron sobrevivir
�inconcebibles hombres-rana con la muerte buceando por
tri
ste
s
ho
mb
res
del
ch
apl
in
que hacer al respecto por parte de la
Seguridad. En gran medida estos terroristas
del falo son, a la postre, un efecto colateral de
la propia revolución.
¿Qué podría hacer yo ahora, salvo
cronicarlos mitad con pánico y mitad con
admiración? Siento que, en más de un sentido,
nos merecemos esta conspiración de la pinga
(nada obscena, por cierto, pues ninguna
simbología lo es). Además, tampoco es para
halarse los pelos (histeria de hembrita al
descubrir a alguno sobándose en la butaca de
atrás), pues ellos serán una amenaza pero son
también el último chance de que resucite,
aunque sea por carambola, la ya referida
revolución.
Es así. En una epoquita de deserciones en
masa, sólo en el descaro de ellos yo me
atrevería ahora a confiar. En esos mullidos
hombres podría descansar entonces el sutil
sentido histórico de una posrevolución
entendida como continuum y no como corte.
Sospecho que cada uno de ellos es como
un samurai humillado, incapaz incluso de darse
muerte. Tal vez por eso, desde Paradiso hasta
Boarding Home, en las novelas cubanas surgen
personajillos patrios que no se saben matar;
payasines de muelle que tienen que pedirle
tristemente al mismo que se los templó (pienso
en Foción y en Francis, para empezar): ¡por
favor, mátame: para mí ya ha sido suficiente la
realidad!
Tristes hombres del Chaplin.
Inconcebibles hombres-rana con la muerte
buceando por dentro, en un sistema falocrático
que contradictoriamente los margina contra un
butacón. Últimos votantes de nuestra
demasiado equitativa y pacata democracia
pingopular. Seres que ya ejercen el verdadero
oficio del siglo XXI: onania todas las noches. Y
el más solitario, también. Porque si exhibir no
es una suerte de radical y rabiosa escritura,
entonces ninguna barbarie lo es.
Tristes hombres del Chaplin.
Japón, La Habana. Hay que inmolarse con Sobremurientes a PM y a la obra taimada y
tonta de un genio como Titón. Sedientos de un
un sable y una sábana, a falta de una bandera
socialipsismo que se quedó sin lechita a mitad
mejor. Ahí está el relato de Yukio Mishima,
de ordeño. Tan arcaicos como el ICAIC, pero
Patriotismo (amén de la biografía de samurai
con una linterna mágica a punto de eyacular
frustrado de este escritor).
fotones veinticuatro veces en cada segundo.
La Habana, Japón. Hay que fornicar en
Héroes colimados entre una acomodadora en
primerísimo plano hasta venirse o morir. Y ahí
chancletas y un funcionario uniformado de civil.
está el filme de Nagisa Oshima, El imperio de
Víctimas de la vulgaridad constitucional:
los sentidos (amén del porno manga y otras
delicadeces: como el bondage o la práctica de ángeles más caídos mientras más eréctiles.
Tristes hombres del Chaplin. Espectaculares
comprar blumercitos usados por una escolar).
morrongas del Caribe, jugando al voyeur-ball en
En Cuba, para no variar, no tenemos
apagón y tie-break. Ellos son el minicuento
maneras limítrofes de narrar así (aquí todo es
meseta fósil sobre una plataforma insulada). En privado de una noción de nación excluida por la
megahistoria oficial. Ellos son nuestros
Cuba, ni la voz ni el sujeto nos dieron jamás
para tanto (de la bucolia a la denuncia al choteo mejores lectores al margen, al pie, entre líneas,
o desde una analfabetosis contagiosa pero
a un Partido Calvinista que excomulgó el
jueguito de la ficción). De hecho, técnicamente ignorada (si en este punto no hubiera
en Cuba hace medio siglo o medio milenio que entrado en la escena yo).
Tristes hombres del Chaplin. Nadie les hará
no existe la ficción (o es entendida sólo como
un monolito, pero yo les lego ahora y para
una cuestión de género: pasto para peritos,
siempre esta columna casi criminal. Se la
puaf-puaf de provincianos pendejos).
merecen ellos y me la merezco yo: invisible de
Y lo más triste del caso es que Cuba
remate, al extremo de publicar esto con mi
conserva, paradójicamente, la mayor reserva
nombre en The Revolution Evening Post, sin
simbólica de pingas fácticas o exhibicionistas
del mundo: un potencial renovable de tiradores que haya nada que hacer al respecto por parte
de la Seguridad. Y, por supuesto, se la
natos de cine, cada cual con un asta en ristre,
donde ondean sus cinco dedos en lugar de las merecen ustedes si me han seguido sin
despingarse simbólicamente hasta aquí.
cinco franjas (a falta de una bandera peor).
No hace falta, pero permítanme, por
favor, repetir el título toda vez rebasado este
umbral de familiaridad. Es una frase
magnificente que en reiteratura cubana nadie
antes la osó escribir: tristes hombres del
Chaplin que mil y una vez tumbaron a la
revolución cubana y después fueron tan
gentilmente tristes que mil y una vez la
hicieron sobrevivir.
Un último desvarío: de cara al Estado
todos somos a priori como tiradores de cine.
Yo mismo he hecho la prueba de sacarme
la pinga someramente a mitad de filme, a ver
si es cierto que uno percibe los estertores
demoníacos de la libertad. A ver si algo en mi
cerebro despierta o se hace añicos, cric-crac, y
se me quitan las lagañas de este suicidium
vivendi con que habito en el sistema más festivo
de la humanidad (dentro de las efemérides, todo:
podría ser el slogan). A ver si, por lo menos,
una manito blanca se compadece de mi
desasosiego y se anima a manipular mi
órgano simbólico o genital (encuentro lejano
de ninguna especie).
Mi performance, por supuesto, jamás ha
tenido éxito. Ya es imposible aquel
intempestivo nietzscheano capaz de darle un
mandarriazo a las imágenes dominantes de la
realidad. Será que yo tampoco he sido Sean
Penn. Ni Richard Nixon. Lo cierto es que al
final termino guardándomela sin mayor
erección, inhibicionista entre el ridículo y lo
humillante.
Y después, nada. Deambular de vuelta a
casa por la avenida 23. Tan triste como los
chaplinéfilos verdaderos, pero sin la emoción
oscura de haber protagonizado ni un solo
fotograma de la revolución.
Es horrible, es horrible. No sé. Supongo
que mi pinga simbólica se agota a sí misma
en su excesiva función ideológica o
lingüística. De manera que ningún acto mío
me involucra de veras a mí. De pronto todo
me flota como si estuviera relleno de pajuza
mental, si bien tampoco quisiera cambiar de
perspectiva a estas alturas de la historia, pues
lo menos que deseo ahora es que me
identifiquen conmigo. Aunque ser un virtuoso
de la invisibilidad no baste para ser un cinéfilo
desconocido y tirar entonces en paz.
OrlandoLuisPardoLazo
LaHabana·71
�En los periódicos hay un cargo difícil: es el
hombre encargado de recibir a los inventores. Es
un cargo que exige cualidades excepcionales de
paciencia, de mansedumbre, de resignación.
Generalmente se escoge para esa tarea un
redactor que esté en vísperas de suicidarse con
tinta rápida o el que horas antes haya atrapado
un terminal. El término medio no cabe en esta
materia. Una vez desempeñé ese cargo con
carácter interino. No
he olvidado la tarde,
una abrumadora y
tórrida
tarde
de
agosto, en que recibí a
dos inventores. El primero era un hombre
trigueño con unas manos enormes que
manejaban unos planos. El segundo era un
hombre rubio con
unas manos pálidas
que manejaban estadísticas.
El primero, con
un entrecejo fosco,
dijo:
—He
sometido
mis botas autolocomocionales al Secretario
de Defensa. Si usted
me lo permite voy a
suministrarle
una
breve explicación. La bota autolocomocional
está dotada de un resorte. Vea usted: es la
figura A. De ese resorte brota un hilo conductor,
un alambre de doce pulgadas que comunica con
el corneta de órdenes. Ese alambre puede ser
dulce, puede ser amargo. Lo mejor es revestirlo
con un forro para evitar la oxidación del corneta
de órdenes. Esto que usted sospecha que es
una tripa primaria es el alambre. Se trata de un
procedimiento in-genioso. El corneta de órdenes
surge en el dormitorio de la tropa. Ejecuta la
diana, aunque yo sugiero que ejecute los
primeros compases de la marcha de “Aída”. Este
es un punto que le expondré luego con más
calma. Brotan los compases de la corneta. El hilo
conductor empieza a funcionar. Una de sus
ramas determina un gesto ritual en cada
soldado: restregarse los ojos. Otra de las ramas,
que funciona por electrólisis, moviliza las botas.
Estas, naturalmente, sin esfuerzo, van hacia los
pies de los soldados. Todo esto representa un
ahorro de cinco millones para el Estado y de
cinco minutos para cada hombre de la tropa. El
Secretario de Defensa me ha dicho que vuelva el
martes. He obtenido la patente de mi invento.
los
página
de
policía
—No, señor. Quien resbaló sobre una
cáscara de piña fue un cubano. Al chino le
robaron una tajada de melón de su establecimiento.
Inmediatamente, el Director se volvió hacia
mí, que era editorialista del periódico:
—Hágame el favor de escribir un artículo de
fondo abogando, como siempre, por el cultivo
de la piña, pero señalando el hecho censurable
de que las cáscaras de piña no deben
abandonarse imprudentemente sobre la vía
pública.
Y sin transición, dirigiéndose al Jefe de
Información:
—Nada de eso sirve para una primera plana
hecha sobre un charco de sangre. Un viejo
ahorcado, un suicidio vulgar, un hombre que se
desliza sobre una cáscara de piña, un chino al
que le hurtan una tajada de melón. Muy pobre
todo eso. Mire: al viejo ahorcado, al hombre que
resbaló sobre una cáscara de piña y al chino con
su tajada de melón, me los manda para la página
de policía.
Ah, tristeza: aquel Director no comprendió,
porque era nuevo en este oficio doloroso, todo
el encanto diáfano, fluídico, inmaterial que hay
en el suceso de policía menudo, opaco y sin
relieve. Y sin embargo, loado sea Dios, es en la
página de policía donde uno encuentra la vida tal
como es, donde uno se tropieza, para aromar el
espíritu, con la belleza pura, resplandeciente, sin
escorias y sin intermediarios, de lo cotidiano. Por
encima de todo, hay determinada correspondencia entre algunos sucesos de los que
llaman los reporters “policía chiquita” y las
hazañas que tienen por decorado la pista de un
circo. Ved, por ejemplo, ese suceso tan
frecuente: un niño se tragó un níquel. Uno
piensa de inmediato en el hombre infinitamente
triste que para ganar su existencia se dedica a
comer candela. Es, poco más o menos, la
misma cosa. Además, un niño que muestra esa
capacidad esofágica hasta el punto de tragarse
un níquel y devolver tan sólo tres centavos por el
vehículo del lavado de estómago, está
demostrando un claro sentido de la política. Ah,
sí: en ese níquel engullido y en ese níquel
residual hay, fecundo, activo, anticipatorio, un
estadista. Ah, aquella noticia que desdeñaba un
director ligero: un hombre resbaló sobre una
cáscara de piña. Es, aparentemente, un suceso
ínfimo, trivial. Pero ahí también, en esa piel
arisca de piña y en ese deslizamiento imprudente –en lo que pudiéramos llamar un
patinazo– hay, sintética, objetiva, lapidaria, sin
literatura, la biografía breve y elíptica de
cualquier estadista, de cualquier adalid de estos
tiempos difíciles y desventurados. Ø
inventores
Lo
confieso con
orgullo, con legítima
satisfacción: soy lector
asiduo de la página de
policía de los periódicos. El fait divers,
como dicen los franceses, se alumbra de
emoción y de certeza, de una veracidad
profunda que excluye
las penumbras y los
equívocos.
Posiblemente ese gusto se implica a un
recuerdo. Hace largos
años trabajaba en un
periódico. El director,
refrescando su esternón con un abanico de
guano, presidía unos
consejillos eruditos. Se
canjeaban ideas y pensamientos. Se urdían campañas mastodónticas
sobre la diversificación de cultivos. Se elaboraban artículos tremendos sobre los postes de la
muerte, subrayando con datos estadísticos el
número de cráneos que habían sido estropeados
al chocar contra esas rebarbativas trancas
urbanas. Los postes de la muerte suscitaban
inmediatamente en el espíritu del director una
asociación de ideas. Se volvía hacia el Jefe de
Información, que era un muchacho silencioso,
extraño, taciturno y de malas pulgas, y le decía:
—Quiero para mañana una primera página
hecha sobre un charco de sangre.
El Jefe de Información, sonriendo tenuemente y con respeto, replicaba:
—Es una lástima que no tengamos a Jack
el Destripador en La Habana. Con su presencia
en nuestra capital, acaso podría hacer una
primera página sobre un charco de sangre.
El Director, adobando con una mano judicial
sus bigotes prolijos, interpelaba nuevamente al
Jefe de Información:
—En materia de charco de sangre, ¿qué
tenemos para mañana?
—Hasta ahora, que son las siete de la
noche, muy poca cosa: Un viejo que apareció
ahorcado en la calle Trocadero, pendiente de
una lámpara; un sujeto que se produjo una
fractura conminuta de los huesos cuadrados de
la nariz al resbalar sobre una cáscara de piña; un
chino al que le robaron de su puesto de frutas
una tajada de melón.
El Director interrumpía:
—Dice usted que un chino resbaló sobre
una cáscara de melón.
Espero que usted haya comprendido mi
explicación y que haga una campaña magnífica a
favor de mi obra, que es el invento de un
cubano.
El segundo, sacudiendo sus estadísticas, el
rostro jovial, con esa jovialidad ingenua y fresca
que sólo tienen los sepultureros, me dijo:
—He estudiado largamente el problema del
azúcar. Durante innumerables noches he
buscado en la estadística la fuente de la
explicación. Y la he hallado. Se la recomiendo:
una estadística después de las dos principales
comidas. Es milagrosa la estadística –y digestiva
como la zanahoria. Ah, sí, apoyándome sobre los
antecedentes que suministra la estadística, he
llegado a la conclusión de que nuestro mercado
azucarero debe estar en China. Ahora bien, un
mercado no se alcanza con sólo enunciar el
propósito. Es necesario penetrarlo, saturarlo,
inducirlo a la compra mediante la persuasión
inteligente. Yo he pensado en el boniatillo.
Puede hacerse un primer envío de cuatrocientos
millones de boniatillos. Boniatillos individuales,
semejantes a chorizos. Cada uno en su caja: una
linda caja, desde luego, un envase delicado que
contenga una palma en el anverso, una décima
en el reverso y el boniatillo en el fondo, tierno,
fragante, azucarado. Ese envío, ciertamente,
será “al graten”, quiero decir, gratis. La cuestión
consiste en que el boniatillo individual sea
saboreado por cada chino. Piense usted –y así
se lo hice saber al Secretario de Agricultura– en
la propaganda maciza que representa cuatrocientos millones de chinos hablando a la vez del
boniatillo de Cuba. En realidad, hablarán del
azúcar de Cuba, porque en lo endógeno de cada
boniatillo, se encontrará nuestro azúcar. He
hecho ciertos cálculos: sin costos excesivos
puede hacerse tres envíos sucesivos de
cuatrocientos millones de boniatillos, también
gratis. Se operará, entonces, el fenómeno de
persuasión. El chino adoptará el hábito del
boniatillo. Tengo la seguridad que pedirán un
cargamento inicial de veinte millones de
boniatillos y eso producirá inmediatamente el
aumento de tonelaje de nuestra zafra azucarera.
Es, de un solo golpe, la íntegra restauración de
nuestra economía, porque el boniatillo no sólo
acrecentará nuestra producción de azúcar, sino
que estimulará el cultivo del boniato.
Así hablaron, uno tras otro, ambos
inventores. Acaso eran hombres que poseían
una amplia capacidad para agrupar ensueños,
para reunir ilusiones. Acaso, como dicen los
neurologistas, estaban un poco tocados del
queso. Pero no sonreí ante sus palabras, porque
los inventores que vienen a los periódicos son
como niños que corren tras juguetes nuevos. Ø
miguel de marcos
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�En L’Equinoxe de septembre, acaso su
mejor libro, Henry de Montherlant cita una
anécdota extirpada de la literatura heroica
japonesa, para definir con un ejemplo su
concepción del heroísmo a la manera griega, a la
manera de Aquiles que no tiene necesidad de
odio ni de cólera para combatir. He aquí la
anécdota.
Un samurai acude al terreno donde va a
batirse a duelo. Llueve. Para resguardarse abre
su paraguas. Adelanta unos pasos y advierte a
su adversario, otro samurai, que llega al terreno
del honor. Este no tiene paraguas y la lluvia le
cae sobre los hombros, sobre su traje de seda.
El primer samurai, cortés y delicado, avanza
hacia su adversario y le ofrece el abrigo de su
paraguas. El segundo samurai sonríe con
gratitud mostrándose sensible a la cortesía.
Ambos, muy cerca uno del otro, marchan
lentamente por el terreno del honor, debajo del
paraguas que levanta en sus manos el primer
samurai. El primer samurai y el otro samurai, su
adversario, debajo del mismo paraguas,
conversan con sosiego, deploran aquella
mañana de lluvia, se quejan de la humedad. Uno
y otro, debajo del paraguas, marchan sin prisa,
sonríen, canjean sus pensamientos. Llegan, en
fin, unidos bajo el paraguas, al lugar en que van
a batirse. El primer samurai abandona el
paraguas. El segundo samurai lo coloca cerca de
un cerezo para que escurra. Inmediatamente,
desenvainan sus sables y se matan los dos.
Henry de Montherlant, el autor de Service
inutile, después de contar esta anécdota
exclama serenamente: Bajo este paraguas
simbólico debieran colocarse las relaciones
entre los pueblos y los hombres llamados a
combatirse.
La anécdota es encantadora y me trae el
recuerdo de un duelo al que asistí hace varios
años. Los contendientes eran intrépidos, con un
gusto del riesgo, con una inclinación incoercible
hacia el peligro. El duelo era a sable, y en una
nave situada en Luyanó donde se archivaban
maderas, motores de auto-móviles, hierros
retorcidos. Era una fría tarde de diciembre. Los
adversarios llegaron al terreno con sus padrinos,
los médicos, el Juez de campo e innumerables
exaltación de
la higuereta
Se habla en estos días cóncavos y
amargos de la diversificación de cultivos. Entre
estos cultivos nuevos se hace referencia a la
higuereta. El nombre, positivamente, es
eufónico, cristalino y canoro. No cabe duda que
en la gravedad litúrgica y pontificial del
castellano las palabras de cuatro sílabas tienen
un aire entre risueño y majestuoso. Calabaza,
mastodonte, amapola, cañandonga: he ahí
palabras admirables, por su sonoridad, por su
robustez, que traen siempre ante los ojos que se
fatigan imágenes altaneras. Higuereta pertenece
a ese repertorio. Ya veis: azúcar sólo tiene tres
sílabas. Es un caso de insuficiencia. Y he aquí
que, de repente, sin avisar, aparecen los
exégetas de la higuereta, los apologistas de la
higuereta. Es un coro bucólico y virgiliano que se
prende anémonas en la frente iluminada, e
inclinándose sobre sus bandurrias alacres
entona loas a la higuereta invisible e hipotética.
Ah, Dios de Israel, ¿quién fue el mendaz, quién
fue el torticero pultáceo, quién fue el fumista
culpable y desconsiderado que afirmó que entre
nosotros no existe conciencia de guerra? Ya
empiezan los relatos hilaros y facetos sobre las
bienandanzas que vamos a obtener con el
cultivo de la higuereta. Ya surgen las
descripciones suntuosas, refinadas, que se
organizan sobre palabras fluidas como sabios
elíxires, pero que proceden de una sensibilidad
fosfórica, de esta sensibilidad que sólo poseen
los niños cándidos y tímidos, los que saben
extraer de las almas y de las cosas acentos
desconocidos,
los
que
transmutan
su
clarividencia en alucinación, los que saben
descubrir senderos inexplorados en el misterio
del hombre y claridades fulgurantes en los
arcanos oscuros de la conciencia. Es como si
vieran a Dios en los paisajes y colgaran sonrisas
en los árboles y pusieran júbilos nuevos en las
aguas y hallaran todos los aromas en los
campos.
Cultivo de la higuereta, de la higuereta
benigna, para sustituir a la caña maléfica, a la
caña de los tormentos y de las angustias. Acaso
ya ande por ahí quien, entornando los ojos, con
las manos llenas de semillas exclame: Nuestra
higuereta es agria, pero es nuestra higuereta.
Cultivo de la higuereta…
El alba se asoma por oriente. Pero no hay
un canto de gallo, porque también será preciso,
en obsequio de los nuevos cultivos, extirpar a
ese tenor obstinado de la campiña cubana. Para
anunciar el alba, habrá que utilizar el graznido de
un cuervo, el vuelo presagial de una lechuza, el
de
grito bronco de algún animal
inverosímil. Los labriegos parten
de sus casas festivas –que bajo
su techo decorado de glicinas y
de gladiolos poseen un aparato de televisión–
hacia los campos distantes. Conducen en cestas
floridas las semillas de higuereta. Se les advierte
una impresión de gozo y jácara, y esa impresión
se acentúa porque los labriegos no usan ni
sombrero de yarey ni guayabera, y cubren sus
piernas joviales y elásticas con pantalones de
jugadores de golf. El sol se empina por los
montes. Los surcos están preparados, trigonometrizados, y en torno de ellos, a la hora de
ingerir en la tierra las semillas de higuereta,
estallan unos cánticos alegres, unas deliciosas
epifanías que refocilan todos los corazones.
Las semillas se transforman en fruto. Y ése
será espléndido. Aviones de carga, procedentes
de todos los continentes, llegarán a las pistas de
aterrizaje, para tomar los inmensos fardos de
higuereta. Todos los mercados solicitarán
nuestra higuereta. Es que de la higuereta se
extraen múltiples cosas: sustancias para fabricar
explosivos, sustancias para construir láminas de
tanques, una materia que se utiliza para
estructurar tirantes masculinos, y rouge para los
labios de las señoras. No hay pérdida posible;
los hombres siempre usarán tirantes para sus
pantalones, las damas siempre llevarán en su
cartera un creyón de labios.
Así discurren los animadores de la
higuereta. No, no hay fantasía en esos dichos,
en esas descripciones. Sin embargo, el hombre
ignorante gusta de consultar el diccionario
cuando no sabe una palabra de agricultura. El
mataburro no es muy prolijo. Pero es claro y
preciso. Higuereta o Higuerilla: uno de los
nombres vulgares del ricino o higuera infernal.
Demonio: venid, ahora, a la página 812 del
diccionario. Ricino: planta euforbiácea de cuyas
semillas se extrae aceite purgante. Ah, es para
sentir un poco de desilusión. Es un poco la
aventura de Ícaro. La conocéis. Ícaro, hijo de
Dédalo, huyó con él del laberinto de Creta. Se
adosó a los omóplatos unas alas frágiles
pegadas con cera. Pero se acercó demasiado al
sol, se derritió la cera, se despegaron las alas, y
el mozo ingenuo cayó al mar. La narración
mitológica no lo dice; pero, acaso, Ícaro llevaba
en la mano unas semillas de higuereta. Sorpresa
y revelación del diccionario: la higuereta de
nuestra futura bienandanza es el ricino.
Decididamente, la riqueza de este pueblo
ingenuo, de esta pobre Cuba martirizada, se
encuentra en el palmacristi.
marcos
iguel
paraguas
del
samurai
el
invitados. No estaba lloviendo. De ahí que el
primer samurai no le ofreciera a su adversario el
abrigo de su paraguas. Comenzaron los
preparativos. Uno de los padrinos abrió la caja
que contenía los sables. Ah, qué hojas flexibles,
vibrantes. Como se dice profesionalmente
cortaban un pelo en el aire. Todos retrocedieron.
No. No. No parecía prudente dejar aquellas
armas de esquela mortuoria y de necrocomio
entre las manos de unos adversarios que
emanaban bravura. Alguien sugirió amortiguar
las hojas. Fueron melladas, privadas de toda
peligrosidad. Los contendientes, obedeciendo
una orden severa del Juez de Campo, retiraron la
chaqueta, el chaleco, la camisa, la camiseta.
Uno de ellos suspiró y dijo:
—Está fría la tarde. No saldré herido pero,
en cambio, estoy a un milímetro de la pulmonía.
Y el otro, un poco melancólico, exclamó:
—Exacto. De aquí salgo con un catarro.
El Juez de Campo alzó su bastón, fue de
uno a otro contendiente y de pronto, imperativo,
enérgico, pronunció las palabras rituales:
—¡En guardia! ¡Adelante!
Chocaron los sables con furia y con brío.
Fulguraban en el aire, extenuando una geometría
de violencia. Agudos, implacables. De repente,
el Juez de Campo, formidable de autoridad,
irrumpió con su bastón en el terreno de los
contendientes y lanzó un mandato:
—¡Alto!
Todos extendieron el pescuezo. El Juez de
Campo proclamaba que uno de los adversarios
estaba herido. Los médicos avanzaron con sus cajas
menudas. Agua oxigenada, puntos metálicos, tintura
de yodo, una palangana breve, apta para remojar un
corte de sable o media docena de habichuelas.
Examinaron el brazo del combatiente. Entre la
muñeca y el codo aparecía un relieve extraño. La
carne no estaba herida. No aparecía una gota de
sangre. Uno de los médicos apretó con énfasis en
busca de un hilillo sangriento. Nada. El otro médico
apretó con más énfasis después de aplicar un alfiler.
Al fin, semejante a un rubí efímero, apareció una gota
de sangre que, inmediatamente, desapareció. Hay
hemorragia, exclamó el primer médico. Grave
hemorragia, adicionó el segundo médico.
Suspendido el combate, dictaminó el Juez de
Campo. Los adversarios se apretaron la mano
heroica y a dúo, con un perfecto sincronismo,
emitieron tres estornudos.
—No me equivoqué, aquí está el catarro.
—Es verdad, la tarde está un poco fría.
Volvieron a estornudar con estruendo, en forma
torrencial. Ah, en aquel duelo magnífico, página
resplandeciente de intrepidez, había faltado el
paraguas acogedor del samurai. En cambio, había
una ración de estornudos. Ø
MiguelDeMarcos
LaHabana·1894-1954
�edmundo p.
martin amis
y el gulag
soldán
Todo escritor tiene obsesiones.
Algunas de ellas despiertan inicialmente curiosidad, para luego ir, con
los años, adquiriendo sentido. En el
caso de Martin Amis y su relación con
Stalin y el gulag, la crítica a su libro
Koba: The Dread, estuvo marcada por
los aplausos moderados y una pregunta insistente: ¿valía la pena, a
estas alturas, seguir fustigando a los
intelectuales de Occidente que, en
los años cincuenta, apoyaron el proyecto comunista de Stalin e incluso,
en algunos casos, llegaron a justificar
las purgas implacables, los campos
de concentración para los disidentes
políticos, etc? ¿Es que eso no lo
había hecho ya Camus, con mayor
autoridad moral que Amis y en el
debido momento?
Amis no se arredró. Su novela
más reciente, House of Meetings
(Knopf, 2007), tiene que ver con Stalin
y el gulag y le ha servido, por lo
pronto, para recuperar el lugar
privilegiado que ocupaba en la literatura inglesa. Incluso un escritor tan
exigente como John Banville ha
elogiado House of Meetings sin
reservas; sin duda, algunas de las
razones de Banville son cuestión de
estilo: la prosa de Amis es de un
vigor y excelencia notables. Quizás
una lección que Amis pueda sacar de
esto sea que su registro narrativo
funciona mejor en la distancia media
(nouvelle, novela corta): lo prueban
Time’s Arrow, Night Train, y su nueva
novela. Otra lección es que lo que
uno debe hacer con una obsesión es
seguirle el rastro hasta que ésta
termine por revelar sus secretos.
En los agradecimientos, Amis
señala una serie de libros notables
que se han publicado desde Koba y
que han venido a dar un cuadro más
claro de lo que pasó en la Unión
Soviética de los años cincuenta:
Gulag, de Anne Applebaum; Stalin, de
Simon Sebag Montefiori; Ester y
Ruzya, de Masha Gessen. House of
Meetings puede leerse, entonces, como un intento de
actualizar Koba. Lo cierto, sin embargo, es que lo que un
escritor lee no importa tanto como lo que hace con lo leído.
Lo que Amis ha hecho es escribir una brillante novela “rusa”
sobre un triángulo amoroso ambientado en el gulag
soviético. (El subgénero de la novela inglesa ambientada en
Rusia ha dado en los últimos años dos magníficas novelas:
ésta de Amis, y Por amor al pueblo, de James Meek).
La novela toma la forma del testimonio de un hombre
que, en la vejez, recuerda su paso por el gulag y se lo cuenta
a su hija Venus. Este testimonio puede emparentarse con la
reciente novela sensación en Europa, Les Bienveillantes de
Jonathan Littell: aquí también el narrador es un ser que no
sólo ha sido testigo de la “degradación y el horror” sino que
también ha tomado parte activa en éste. El narrador fue uno
de esos tantos soldados soviéticos que, durante la segunda
guerra mundial, se encargaron de violar a cuanta mujer
masculina. En ese infierno, el sexo se convierte en una forma
de violencia, y la violencia es también una violación sexual. A
ratos, House of Meetings puede leerse como una versión
sádica de Animal Farm de Orwell: en Norlag, donde tanto el
narrador como su hermano Lev han sido internados, todos
tienen un rango, una jerarquía que les permite abusar
salvajemente a sus inferiores: arriba se encuentran los
cerdos (los administradores y los guardias); luego vienen los
urkas, las serpientes (los informantes), los parásitos, los
fascistas (los recluidos por razones políticas), las langostas y
los comedores de mierda.
Tanto el narrador como Lev están enamorados de la
misma mujer, la judía y voluptuosa Zoya. Zoya llega a Norlag,
y lo que ocurre en 1956 en la house of meetings (el lugar
donde los prisioneros podían encontrarse con sus parejas)
forma el corazón secreto de la novela. Baste decir que este
hecho es un paso más del narrador en su caída hacia la
alemana “de ocho a ochenta años” se les cruzara por el
camino. Se trataba de un “ejército de violadores”. No importa
si hubo circunstancias atenuantes para ello: el narrador
concluye al final que “nadie supera nada” y que no es verdad
que lo que no te mata te hace más fuerte; más bien, “lo que
no te mata te debilita primero, y a la larga igual te mata”.
Está claro, entonces, el porqué de la obsesión de Amis
con Stalin y el gulag: lo que ocurrió durante la guerra y en la
post-guerra soviética es el tema de Amis por excelencia, el
del descenso a los infiernos más tenebrosos de la psiquis
degradación. La historia personal, aquí, se funde con la
historia de amor, y de paso con la misma Historia: si Rusia
hoy está agonizando, el narrador sugiere que eso se debe a
que nunca tomó conciencia del horror de su historia, y por
ello, a diferencia de Alemania, nunca trató de expiar ese
horror.
EdmundoPazSoldán
Cochabamba·71
�Es mucho mejor que mi plato habitual:
los clásicos soviéticos sobre Timur y su grupo
de comandos rojos. Creo que mi padre es el
H. G. Wells de nuestro tiempo.
Papá empieza con una batalla. Está muy
alborotado, no para de saltar, prácticamente
se cae sobre la suave nieve que todo lo
perdona, su shapka inclinada, su baba
formando un arco helado en el resplandor
fosforescente de las farolas y nuestra
chabacana luna soviética.
¡Una batalla! Los judíos
están siendo atacados por
doce cruceros galácticos tipo
Brezhnev que los Eslavos del
Espacio han lanzado contra el
magnífico planeta estraperlista
de los judíos, donde puedes
cantar el Kadish de los
huérfanos a grito pelado y
conseguir coñac Hennessy y
calzoncillos de algodón suaves
como la seda (y además a buen
precio; te sorprenderías). En
esta ocasión los judíos están
rodeados; ni siquiera
Sharansky, el Líder Supremo,
esperaba un ataque así y se ha
escondido en el mikva de su
esposa (un baño ritual para las
niñas, explica papá), llorando
en su yarmulke, el muy
cobarde.
—Quizá el Capitán Boris
pueda cargar el escudo del
Sputnik con su pinga espacial
circuncidada –digo–. Así protegerá la ionosfera.
Siempre se puede contar
con el Capitán Boris para salvar
la situación, mientras el Líder
Supremo Sharansky se pavonea delante de los periodistas
extranjeros, con su ingenio e
ideas profundas, el niño bonito
del universo libre.
—Bueno, eso es lo que tú crees –dice
papá bebiendo un gran trago de su botella–,
pero antes de que el Capitán Boris pueda
quitarse la ropa interior, ¡pumba!, los gentiles
empiezan a bombardear el planeta con torpedos espaciales hechos con salo –el salo es
manteca de cerdo salada, grasa, el pariente
grumoso del sebo inglés. Untado en una
rebanada de pan de centeno y seguido de un
pepino crujiente, el salo es mi comida favorita
de todos los tiempos, pero últimamente las
el
de los
planeta
judíos
Papá y yo caminamos por la amplia y
helada Leninskiy Prospekt. Es mi zona favorita
de Leningrado. Tengo diez años y he visto
cien veces el reloj dorado inglés en forma de
pavo real que hay en el Hermitage, hechizado
con las alas mecánicas del ave y las setas
bailarinas de veinte quilates que tanto gustan
a los alumnos de cuarto grado. (Con cosas
como ésas, ¿quién necesita darle al LSD?)
Pero la parte vieja de San Petersburgo no es
para mí. Soy un ciudadano del
futuro.
Estamos en el futuro. O más
bien en el presente. Es lo mismo.
Edificios de apartamentos llegados de la Galaxia de Andrómeda:
largas hileras de pisos imponentes de un color grisáceo intergaláctico, flanqueadas por torres
de diez plantas en las que pesan
sobre nosotros palabras como
“¡gloria al trabajo socialista!” y “¡la
vida vence a la muerte!” en
mayúsculas fabulosas. Llamamos
a esos nuevos apartamentos
karablyi: barcos.
Naves espaciales, diría más
bien, yo que he leído a Ray
Bradbury e Isaac Asimov, y a
cualquiera que los censores hayan
dejado colarse en el país. No es
necesario que me lo digas dos
veces: han aterrizado extraterrestres llegados de Andrómeda y
nuestro barrio está preparado para
despegar rumbo a las estrellas.
—¿Llevas puesto tu traje de
astronauta? –pregunta papá.
—¿Ha llegado la hora del
Planeta de los Judíos? –respondo.
—¿Qué te he dicho? –Papá
bebe un gran trago de su botella–.
Ponte el traje de astronauta, renacuajo, y vamos allá.
Hago ver que me pongo el
casco y mis cosmogalochas. Estamos a
veinte grados bajo cero, los barrenderos se
han quedado dormidos en algún lugar y han
dejado medio metro de nieve de enero para
que nos la pateemos, así que, sin duda,
estamos pisando una de las lunas exteriores
de Júpiter y los edificios de apartamentos son
enormes precipicios de granito entre los que
aúlla el viento de Io.
Me he pasado todo el día soñando con el
Planeta de los Judíos.
historias de papá sobre el Planeta de los
Judíos a menudo contienen una moraleja
contra este excelente alimento básico de
Rusia. (Sólo tengo diez años pero la idea de
un Dios que niegue el salo a su pueblo me
parece cruel y exagerada.)
—¿Y qué pasa después? –pregunto.
Pero papá ha dado la vuelta y está
mirando a lo lejos en la nieve, donde una
pequeña figura, enfundada con lo que
parecen varios abrigos, se aproxima
lentamente.
—¡Ajá! –dice papá con una sonrisa que
agrieta sus labios helados–. ¡Mira! ¡Me están
siguiendo! –Me agarra del brazo y me arrastra
hacia la figura, con mis cosmogalochas y
todo, y esta, al acercarnos, vira a la izquierda,
luego a la derecha y finalmente cae de
espaldas:
—¡Eh, tú! –grita mi padre–. ¿Conque
siguiéndonos a mí y a mi hijo, sinvergüenza
de la KGB? –Tengo miedo pero papá ríe–:
Vamos a divertirnos –me susurra guiñándome
un ojo.
La figura se detiene y extiende sus
manos enguantadas como si papá estuviera a
punto de darle un tortazo en los labios. Dos
pequeños ojos azules, llorosos por el viento,
nos miran fijamente desde el interior de una
bufanda enrollada en la cabeza como haría
una babushka.
—¿Por qué me gritas, camarada? –le
dice a papá con una pronunciación
descuidada que me recuerda al portero de
nuestro edificio, Shurik El Borracho–. Voy de
vuelta a casa, eso es todo. Vivo en...
En casa, papá da unos pasos tan fuertes
con sus galochas que desde el piso de abajo
la mujer de Shurik El Borracho amenaza con
volver a llamar a la milicia.
—¿Es que no soy nadie? –grita papá.
Mi madre, que es la mujer más culta del
edificio, licenciada tanto por el Conservatorio
como por la Academia de Bellas Artes, se
acerca con una sartén y simula golpear a papá
en la cabeza.
—Nadie te sigue –le dice–. No eres un
disidente. No le importas a nadie.
Me escondo en mi rincón junto al
televisor destrozado, que contiene el alijo
clandestino de matzo de papá, intentando leer
la historia de Timur y su grupo de comandos
rojos y de cómo se burlan de los invasores
Nazis una vez más.
—¡Pégame! –grita papá–. ¡Adelante! ¡No
quiero vivir! ¡Puta! ¡Te voy a arrancar las
tetas!
—Imbécil –dice mi madre en voz baja y
educada.
Con su suéter hecho a mano (basado en
un diseño italiano copiado de una revista
alemana traída clandestinamente por un
amigo polaco), sus ojos de un azul apagado
como el Palacio de Catalina, moviendo la
sartén tan hábilmente como si fuera una
raqueta de tenis, mi madre es la mujer más
hermosa que he visto en mi vida:
—Ojalá te metieran en un campo como a
Sharansky –añade–. Lo primero que haría
sería comprar un frasco de salo y comérmelo
con pepinillos en vinagre.
—¡SOMOS JUDÍOS! –grita papá su
mantra.
—¡ERES IDIOTA! –grita la mujer de
Shurik El Borracho desde el piso de abajo.
Mi madre baja la sartén. Examina a mi
supino papá, determina que se ha quedado
sin respiración o sin vitriolo o, lo que es más
probable, sin alcohol, y luego regresa a la
habitación donde pronto oímos el repicar de
su máquina de coser americana. Quiero leerle
en voz alta del libro sobre Timur, la artillería de
su máquina de coser es un telón de fondo
ideal para la batalla en cuestión, pero no
quiero dejar solo a papá. ¡Pum! ¡Pum! Dibujo
una línea de puntos desde una ilustración en
la que Timur sostiene un rifle hasta el dibujo
de un soldado alemán en la página opuesta.
Éste está muerto.
Papá me hace una seña para que vaya
a ayudarle.
—¡Que me envíen al gulag! –dice
mientras muevo su mole para que pueda
sostenerse a cuatro patas en este mundo–.
Les diré a mis parientes de América que dejen
de enviarle paquetes. Ya veremos cuánto salo
compra entonces.
Pero mientras señala una hilera de pisos
futuristas de diez plantas, pierde el equilibrio y
cae bruscamente sobre la nieve.
—¡Estás borracho! –exclama papá–. ¡Me
han enviado a un borracho!
—Mientes, camarada –dice el hombre
caído–. ¡Eres tú el que está borracho, y
además delante de tu hijo! Debería arrastrarte
a la comisaría más cercana...
—¡Escucha a este borracho! –dice
papá escupiendo en la nieve–. ¡Toma!
¿Quieres? –Enseña al hombre la botella. Me
escondo detrás de papá, aspirando el olor de
su abrigo, la mezcla de carbón, escarcha y
conejo muerto.
gary shteyngart
�Papá se arrastra hacia el sofá bajo la
alfombra uzbeka bordada con pájaros y
animales de aspecto primitivo que tanto me
desconcertaba cuando era pequeño.
—Vendrás a visitarme al gulag, ¿verdad?
–pregunta mientras intenta estirar las piernas
en el sofá. Por los dos cilindros torcidos de su
nariz escapan pequeños silbidos. Su cuerpo
redondo desprende el calor de una compresa
de mostaza. Tiene la cara amarilla y negra.
—Quizá mamen’ka deje que me mude
contigo a Siberia –le digo.
—Perderé algo de peso –dice papá–. Hay
gente que está hecha para la cárcel. Compartiré una litera con Sharansky, ese hijo de
puta de Moscú, y pasaremos la noche
hablando de Eretz Yisroel, del día en que
jugaremos a voleibol en las playas de Tel Aviv
con unas tías israelíes morenas, pasaremos
los viernes hablando de la Cábala con los
místicos de Safed. Sharansky me comprenderá. Nos tomaremos una botella de vino
kosher la víspera del Sabbath y luego dos más
a la mañana siguiente. Lo convertiré en un
borracho apestoso, ¡ya verás que sí!
—Sé que lo harás –le digo a papá–. Tus
historias son mejores que las de H. G. Wells.
—¿Quieres ir a orinar al perro antisemita?
–pregunta papá.
—Quizá más tarde –le digo.
—Eres mi mejor amigo –dice papá–.
Tener amigos es importante, no lo olvides.
También soy el mejor amigo de tu madre y
ella ni siquiera lo sabe.
—Siberia va a ser divertido –le digo–.
Nos perseguirán los osos... Comeremos setas
y bayas para cenar... El Planeta de los Judíos
día y noche.
—Así será –dice papá. Me agarra por el
cuello de la camisa y hace como si fuera un
perro, lamiéndome la cara hasta que no
puedo respirar; el olor a vodka me deja hecho
polvo–. ¡Ey, ey! –grita–. ¡Mira en qué me he
sentado! –Saca una copia de la Guía sindical
para el desarrollo de los chicos; un libro muy
usado con el dibujo de niños de seis a doce
años totalmente desnudos en la cubierta, con
sus caras de Yuri Gagarin en miniatura,
soñadoras y heroicas, y sus pequeños
escrotos progresivamente más grandes. Papá
pasa las páginas rápidamente hasta llegar a la
cuarenta y seis, la temida página sobre el
desarrollo de los genitales–. ¡Ajá! –dice
señalando el saco de mercancía reseca catalogado como varón de Leningrado a los diez
años de edad–. ¡Veamos qué tienes para
enseñarme! ¡Veamos la pinga espacial sin
circuncidar del cabo Sasha!
Está sobre mí. Me retuerzo en el sofá,
cubriéndome con las manos. Intenta abrir mis
brazos. Los dos gritamos como locos,
avergonzados y alborotados a partes iguales.
El libro cae al suelo. El hedor de su sobaco en
mi nariz. Sale mi madre con la sartén.
Es hora de irse a la cama.
Y ahora unas cuantas palabras sobre el
perro antisemita. Bublik era un terrier inglés
hiperactivo de color amarillo y marrón que
perseguía su propia cola con un único propósito: crear la apariencia borrosa de un bagel
amarillo cubierto de semillas de amapola (que
en ruso se llama bublik). El perro había sido
programado genéticamente para perseguir
urogallos en la campiña inglesa pero en algún
momento de su vida las cosas se habían
torcido mucho y ahora se encontraba en un
ceremonioso patio de Leningrado, rodeado de
carámbanos, aguanieve sucia, botellas de
vodka vacías y los eructos del trolebús al
pasar. Mi padre tenía claro que Bublik era
antisemita. Su dueño era el Coronel
Bezpredelkin de la KGB de Leningrado, un
hombre apenas capaz de dirigirse a los
humildes residentes de nuestro edificio desde
su espeso bigote plateado, un hombre que
incluso en plena tormenta de nieve, a
mediados de febrero, permanecía tan quieto y
callado como una columna de malaquita en el
Hermitage. Según Shurik El Borracho, que
competía con mi papá por el título de
Alcohólico Más Empedernido de nuestro
edificio, en una ocasión, el hasta entonces
silencioso y altivo coronel compartió una
botella de Año Nuevo con él, y en plena
alegría le contó que había enseñado a su
Bublik a reconocer a los judíos por su olor a
ajo y a ladrarles con especial furia.
Nunca sabremos por qué mi padre
decidió escuchar a Shurik El Borracho (¡vaya
nombre!) y tomarla con Bublik, pero, en
defensa de papá, el perro se embarcaba en
un ataque de ladridos cada vez que un judío
con olor a ajo pasaba junto a él y,
francamente, su ladrido frenético sonaba
como “Ev...ev...ev...ev...ev...” seguido de un
gruñido “RRRRRRRRRR...RRRRRRRRRR”;
evrei significa judío en ruso.
Así que mi padre decidió que deberíamos orinarnos en él. En el pueblo ruso
psicológicamente destruido en el que creció
mi padre, cazar al adversario y orinarse en él
se consideraba el equivalente a una vendetta
siciliana. Era en realidad el non plus ultra de la
venganza. Una noche, mientras mi madre
dormía a pierna suelta y disfrutaba de sus
sueños cultos y papá estaba completamente
borracho y listo para meterse en líos, nos
apoderamos de una caja de madera y
salimos a arreglar nuestras cuentas
pendientes.
El Coronel Bezpredelkin era bueno con
Bublik. Sabiendo de la inclinación del perro a
estar al aire libre, dejaba a Bublik merodear
libremente por el patio cuando hacía buen
tiempo. Así que la presencia de Bublik era
algo habitual en nuestro jardín de mierda;
algunos niños del barrio, conscientes del
pedigrí excepcional de su dueño, incluso lo
saludaban al pasar.
Un día de abril anormalmente cálido y
seco, encontramos a Bublik lamiendo sus
partes favoritas bajo el roble solitario del patio
con la expresión pensativa de un connoisseur
al conceder una tercera estrella Michelin.
Papá avanzó hacia él a trompicones sosteniendo un trozo de salami de cerdo con los
dedos. Intrigado, Bublik dejó su pequeño
apéndice rosado. Al acercarse a nosotros el
bello animal, con su tronco delgado y su cola
perfectamente cortada, dio un único ladrido,
“¡Ev!” y gruñó levemente, “RRRRRRR”.
—Te voy a dar judío yo a ti –dijo mi padre
entre dientes. Le enseñó el salami y Bublik le
siguió de acá para allá manteniendo la cabeza
baja como si buscara el olor a ajo de mi
padre. Yo le seguí con la caja de leche,
mientras el corazón me latía con fuerza en la
boca, como hacía siempre que participaba de
la vida fantástica de mi padre–. ¡Al cohete!
–susurró mi padre. El cohete especial del
espacio del cabo Sasha era un tubo de
desagüe tirado a lo ancho de un edificio
vecino. Bajo el cohete se había cavado una
pequeña zanja que los hombres del patio
habían convertido rápidamente en un
receptáculo improvisado para colillas y
botellas de cerveza. Papá dejó caer el salami
en la sucia fosa, esperó a que Bublik
olisqueara cómo llegar hasta él y me dijo:
¡Ahora, cabo!
Como si me estuviera preparando para
mi inminente aumento de peso, había
desarrollado un modo de andar único en el
que me impulsaba con repentinas sacudidas,
como si estuviera meneando una larga cola
tras de mí. Para la maniobra en cuestión, mi
cola imaginaria resultó ser de gran ayuda.
Corrí rápidamente hacia el perro, me lancé
sobre Bublik y, con la eficacia de un
afroamericano de primera depositando una
pelota de baloncesto, de un manotazo
coloqué de lleno la caja de leche sobre el
animal.
Mientras papá mantenía su bota sobre la
jaula improvisada, observamos el perro por
los dos agujeros que habíamos cortado en el
receptáculo. Bublik, distraído por un momento por la oferta de salami, giró sobre sí
mismo y empezó a gruñir con ese sonido bajo
y humillado dado por la pérdida de la libertad,
una especie de himno soviético no oficial.
Papá sacó su polla bulbosa y arrugada,
apuntó a uno de los agujeros que había en la
caja y, con una expresión de perfecta
al gulag
El hombre caído mira la botella como si
la mismísima Gina Lollobrigida hubiese venido
por Leninskiy Prospekt desnuda y le
hubiera pedido que la montara en la nieve.
“Aaaah –dice–. ¿Aaaaah?”. Repta hacia papá y
hacia la botella, y luego consigue mantenerse
de pie. Ahora puedo oler su aliento mezclándose
con el de papá; es el olor familiar de un tranvía
lleno de gente por la mañana.
—Rrrrr... –dice el hombre–. Soy... –señala
un pequeño alfiler azul que brilla barato en su
abrigo rasgado–. Soy mmm... –mira otra vez la
botella que le ofrecen–. Soy... mmmm...
miembro de la Sociedad Sindical de
Abstemios... Cada miércoles celebramos una
reunión sin alcohol en el baño de hombres de
la estación de Finlandia. Comemos sardinas y
pan tierno y... tomamos z-z-z-zumo de
manzana... ¡Ven a verlo por ti mismo!
Papá tira la botella al suelo:
—¡No puedo creer que hayan enviado un
borracho a por mí! –grita–. ¿Qué soy... un don
nadie? ¿Quién desfiló delante de la sinagoga
el viernes pasado gritando SOMOS JUDÍOS?
¿Quién? ¿Sharansky?
—No sé nada de tus actividades
sionistas, camarada –dice el hombre, sus
ojos, como los de mi padre, fijos en la botella
caída, ya cubierta por una fina capa de nieve–.
¿Y de dónde has sacado ese sombrero de piel
tan bonito? A lo mejor eres especulador
además de sionista. Una vergüenza para tu
hijo...
—Anda, vete a la mierda de una vez
–dice papá, recogiendo su botella y destapándola una vez más.
—¡No, te vas tú a la mierda,
camarada! –grita el hombre insultado mientras
empieza a saltar hacia uno de los edificios,
mirando la botella plateada mientras papá la vacía.
vendrás a visitarme
�vendrás
satisfacción que le había sido negada durante
mucho tiempo, empezó a cantar: “¡Esto es
por Israel... Esto es por Moshe Dayan... Chai,
chai, chai, am Yisroel chai...!”
Bublik no podía creer lo que le estaba
sucediendo. Una vida de mimos, aprobación,
sobrealimentación con los mejores pedazos
de riñones de cordero y ternera, y de
cuidados de los mejores veterinarios de
Leningrado, y ahora, después de pasar una
cálida noche de primavera lamiéndose su
pinga rosada y aullando a la luna, un evrei
borracho estaba orinándose en su distinguido
hocico de dos cañones.
El perro respondió como lo haría
cualquier alto cargo soviético en las mismas
circunstancias. “¡JUDÍO! –ladró Bublik con
toda su ferocidad, su brillante pelaje corto
resplandeciente por la orina de papá–.
¡JUDÍO! ¡JUDÍO! ¡JUDÍO!”
—¡Rápido! –me gritó papá–. ¡Ahora te
toca a ti!
Me bajé los pantalones y, como
disculpándome, me cubrí delante de papá.
Comparado con la Guía sindical del desarrollo
de los chicos, a mi pene le faltaban unos tres
centímetros para llegar a la media. Quizá por
eso, por mucho que me esforcé, no salió más
que un débil chorrito infantil.
—Te dije que no orinaras antes –dijo
papá regañándome–. Te dije que guardaras
algo para Bublik.
La caja de leche tembló bajo el pie de mi
padre. Se encendió la luz en la ventana del
Coronel Bezpredelkin.
—¡Bublichka! –gritó el hombre habitualmente imperturbable–. ¡Bublichka! ¿Qué
pasa, pequeño?
—¡Corre, cabo! –dijo papá. Dimos una
patada a la caja de leche, soltando al terrier
desconcertado y lleno de orina. Corrimos
hacia la calle y nos caímos uno sobre el otro
junto a la luz mortecina de una tienda de
comestibles que tenía las estanterías vacías.
Los brazos de papá casi me aplastaron
mientras reíamos y gritábamos y bailábamos,
a cuatro patas, en el asfalto agrietado de la
calle en ruinas:
—¡Somos libres! –gritó papá–. ¡Somos
libres!
—Orinaré en él la próxima vez, papá
–prometí diligentemente–. Ah, vaya si me voy
a mear en él.
—¡Te quiero, hijo mío! –dijo papá
llorando de felicidad–. Todo lo hago por ti. Por
ti y por Am Yisroel.
—SOMOS JUDÍOS –susurré su mantra
mágico y pronto empezamos a corearlo
juntos. Nuestras voces se elevaban en la
oscuridad sucia, como si pudiéramos
despertar hasta el último camarada de su
estupor nocturno y hacer que nos escuchara,
nos quisiera e incluso nos temiera.
El Coronel Bezpredelkin nunca averiguó
quién se había orinado en su Bublik, aunque
dio un discurso venenoso en la reunión del
comité del distrito local sobre el tema “¿Quién
es el verdadero animal que hay entre
nosotros?”. Mientras tanto, algo había cambiado en papá. Bebía menos. Evitaba las
peleas con mi madre. Y pasaba mucho
tiempo con sus grandes ideas. Los
americanos habrían dicho que orinarse en el
perro antisemita le había investido “fuerza”. El
coronel ya no
permitía que
Bublik jugara
en el patio,
pero papá y
yo seguíamos
ideando nuevas formas
de orinarnos
en el pobre
animal, mientras papá ampliaba sus actividades con una larga tradición soviética:
escribía cartas anónimas a los superiores del
coronel en la KGB quejándose de que un
hombre con un cargo como el de
Bezpredelkin tuviera un terrier inglés, “un
asesino y cazador de zorros asociado a un
enemigo de clase, un miembro de la Gestapo
con patas”. Pero papá no había siquiera
empezado. Quería ser reconocido. Quería ser
admirado. Así era él. Según mi madre, le
había entrado el pánico después de que yo
naciera, porque sentía que estaba a punto de
ser desplazado irrevocablemente del escaso
afecto de mi madre. Del mismo modo, en mi
adolescencia, cuando me convertí en un judío
gigantesco y rubicundo, se sintió reducido por
contraste, como el mono de circo encadenado a un elefante.
Años después del primer incidente con
Bublik notaba que mi querido papá seguía
tramando algo extraordinario, pero nadie se
esperaba lo que sucedió entonces. Después
de salir en libertad de la prisión, papá me dijo
que había considerado varias situaciones que
tenían que ver con la orina, un perro y la Casa
Grande, la enorme central de la KGB en
Leningrado que incluso hoy día estropea la
bella ribera sur del río Neva. Primero quería
secuestrar a Bublik y orinarse en él frente a la
Casa Grande, luego al coronel y mearse en él
delante de Bublik, luego en Bublik y el coronel
a la vez... Total, que podemos sentir
compasión por el gato aterrorizado y completamente inocente que mi papá acabó
desgraciando frente a la central de la KGB
mientras cantaba su típico “Am Yisroel Chai”.
(El Coronel Bezpredelkin y Bublik hacía tiempo
que habían sido trasladados a Moscú.)
El vandalismo, el cargo menor por el que
mi papá había sido condenado, reflejaba el
ambiente de la época. Papá había esperado
tanto para ejecutar su plan que ya no estaban
ni el coronel, ni Brezhnev, ni sus sustitutos
disecados. Había llegado la Glasnost.
Gorbachov estaba al mando, el prisionero de
conciencia Natan Sharansky estaba libre y
vivía
en
Israel, y las
autoridades
querían evitar la cuestión judía todo lo posible. Así que
después de
considerar
la idea de enviar a mi papá a un hospital
psiquiátrico, acabaron por acusarle de
vandalismo, que no tenía ninguna carga
política.
¿verdad?
Cuando dejaron salir a papá, yo
ya era un adolescente enorme, de ciento
veinte kilos, con unos grandes puños blandos
que podían hacer justicia a mis enemigos en
el patio de la escuela; aquellos que se
cebaban en los judíos; los chicos grandes con
uñas largas y una nuez enorme que solían
tirarme al suelo y tocar el himno soviético en
mi cabeza con mazas de xilófono (“Unión
irrompible de repúblicas soberanas... Tra la la
la...”), pero que ahora cruzaban al otro lado de
Leninskiy Prospekt cuando pasaba junto a
ellos. “Meaperros”, me llamaban mis escasos
amigos en honor a las hazañas de mi padre,
un apodo que yo llevaba con orgullo.
Papá salió en 1992, el año en que la
URSS se clausuró sin ceremonias para dejar
paso a algo más rentable. Yo estaba con mi
madre, de pie junto a la puerta de la cárcel,
masticando un bagel sin demasiado
entusiasmo. Mi madre estaba en la etapa
intermedia del cáncer de garganta que
acabaría con su vida, con voz ya silenciada y
los dedos demasiado temblorosos para
blandir la sartén que solía mantener a raya a
mi padre. Un monumental Volga sedán, el
modelo que cada día solía llevar al Coronel
Bezpredelkin al trabajo, esperaba junto a la
acera. Imaginamos que aguardaba al
mismísimo director de la prisión.
Lo primero que advertimos fue su modo
de andar. Erguido y formal, papá se dirigía a
nosotros con las puntas de una bufanda de
cachemira nueva que se movía lentamente
hacia sus genitales. El amarillo y el negro
habían desaparecido de su rostro, dejándolo
sonrosado y con aspecto de recién nacido,
con una leve sombra alrededor de los ojos.
Mis gordos pies me impulsaron hacia él
(“¡Papochka!”, grité), hasta que me recogió su
abrazo, rodeado por su bella risa judía y la
cara loción alemana after-shave que flotaba a
su alrededor. Acababa de tatuarse la estrella
de David en una de las palmas. Otra mostraba
una calavera con alas de águila, el signo de
autoridad de un criminal en cierne. En la
muñeca vi las palabras “súper jefe” mal
escritas en inglés.
Tres de los antiguos compañeros de
celda de papá salieron del Volga sedán, todos
ellos de piel oscura y cabello rizado, uno con
un gorro étnico de lana. Aquellos tipos podían
vaciar un gaseoducto, lanzar una mina a un
vehículo en marcha, secuestrar al abuelo
inválido de un enemigo, ganar una elección
provincial. Saludaron a mi padre con respeto,
trescientos kilos de músculo georgiano y
chechenio en busca de un cerebro judío que
los guiara.
Papá dio un paso atrás y miró a su hijo
gordo y lloroso, luego a su esposa silenciada
y moribunda; después hacia arriba y a lo lejos,
al país medio muerto que le rodeaba.
Lentamente, el Planeta de los Judíos giraba
sobre nosotros en el cielo contaminado, se
liberó de su órbita y se alejó flotando por el
cosmos. Los torpedos espaciales habían
fallado su objetivo. El escudo de Sputnik
había sido desactivado. Nos habíamos
quedado solos los unos con los otros.
GaryShteyngart
Leningrado·72
�Me acerqué a la cabina. A un costado
tenía una pegatina del PC juvenil. Descolgué.
Primero hubo un silencio en la bocinilla, una
estática de zumbido de avispa. Después oí el
tono y disqué. O comencé a discar.
Entonces me interrumpió su voz. No en el
teléfono, sino a mi espalda.
Allí, en plena esquina de San Lázaro y L. Con
la escalinata de la universidad rebotando toda la
roñosa luz del mediodía de agosto. Un espejo
encandilante al punto de lo criminal.
—¿Sirve el teléfono? –me preguntó, yo
todavía a medio comunicar.
Era, por supuesto, la voz de Dedé.
Me pidió una moneda. Yo no tenía
ninguna.
Me pidió permiso para usar mi tarjeta. Yo sí
tenía una.
La miré. Con suerte no pasaba de los 15
años. Si acaso recién había estrenado su carnet
de identidad.
Me aturdí un poco. El sudor y los rayos de
sol me obligaban a entrecerrar y entreabrir los
ojos. No sabía si continuar marcando mi número
o si lo más correcto sería ahora colgar.
Ella esperaba por mí, el pelo amarillo suelto
y las manos en los riñones. En una pose de
desidia. Y con una mueca de burla en los labios
que yo interpreté libremente como una sonrisa.
Al final colgué, por supuesto (de lo contrario
nuestra historia se hubiera evaporado a mitad
del verano). Y le dije, entre cortante y cortés:
—Toma, niña –y puse en sus manos de
escolar mi tarjeta magnética, sin entender bien
el sentido de aquella frase: "Toma, niña" era el
primer parlamento que torpemente yo pronunciaba en el set.
A veces pienso que todavía hoy sigo sin
comprender la escenita.
A veces pienso que no hay más sentido que
esa falta de comprensión.
Dedé habló de todo por el teléfono,
aunque todavía no se llamaba Dedé.
Habló del color del verano. De la
conveniencia de construir un metro en La
Habana que llegara hasta Alamar. De las
memorias flash que en el extranjero ya andaban
por los 1000 gigas ("un terabyte", exclamó), y
cada vez más baratas. Y de una cámara digital
que no daba ruido ni siquiera con 12 800 asas
de sensibilidad ("como para retratar dentro de un
ataúd", le hizo gratis la propaganda).
Habló de Weber y del Pato Donald, algo
sobre eso quería escribir. Del último disco de
Silvio, cada vez más millonario y más infantil. Del
último ciclo del Charles Chaplin, un cine triste
para hombres solos en medio de una alegre
revolucioncita mundial. Y de la lista de carreras
que había pedido hasta elegir Sociología en la
universidad.
lugar
llama
do
dedé
orlan
do luis
pardo
lazo
También habló del pájaro roc, ave que se
creía extinta pero no era así (un libro de narrativa
para adolescentes se lo demostraba). De Elvis
Presley y sus 101 televisores, uno para cada
canal (y para cada dálmata). De Sammy Davies
Jr. Jr., la perrita loca de un film ucraniano con
Elijah Wood. De un cuento con muñecas que
acababa de leer en La Gaceta de Cuba y que le
parecía fundamental. De Marcuse. De Deleuze.
Y de Lenin y de Dadá (en una canción de Varela
ya olvidada por mi generación).
Menudo vocabulario para haber recibido
recientemente su carnet de identidad, pensé yo.
Entonces, sin dejar de parlotear, arrancó la
pegatina del PC juvenil que adornaba un costado
de la cabina. La miró y me miró.
—Termino enseguida –me hizo un guiño con
una ceja–. Hoy es un día único para ti, para mí, y
para el resto de la humanidad.
Y fui yo quien lo supo enseguida: las
historias que rompen tan magníficamente,
siempre se rompen magníficamente al final.
Dedé me dio una mano. Estrechó la mía.
Después la besó.
—No tengas miedo –me dijo–. No estás
soñando y no te vas a morir. Es sólo Cuba, pero
ya va a pasar. No le huyas al caos. A Mella, por
ejemplo, le tocó un equívoco muchas veces
peor.
Entonces se puso de pie. Y me dio un largo
abrazo.
Olí su cintura. Me mojó la frente con su
sudor. O yo a ella el ombligo con mi sudor.
Hasta que yo también la abracé, rodeándola
infinitas veces a la altura de sus nalguitas de
estar sentada día tras día en un pupitre escolar.
Me faltaba la respiración. Era excitante y
peligroso. Un asma del alma, pensé.
—Déjala ir, así, despacito –pronunció ella
Cuando a la media hora por fin colgó, dentro de mi oreja izquierda–. Sácate esa
Dedé arrancó también el manófono y me lo angustia de muerte que te han metido en el
ofreció.
pecho tanta belleza y tanta revolución.
—Como souvenir o fetiche –pronunció muy
solemne.
En la avenida de Infanta se estrelló un
Miré asustado al paisajito urbano que me DC-10.
rodeaba. Ella con una pegatina del PC juvenil y
Hizo una bulla fenomenal.
yo con la prueba de un teléfono vandalizado.
Era un aparato enorme, de Cubana de
Por suerte, la universidad estaba desierta. La Aviación, que arrasó con las vidrieras y
esquina de San Lázaro y L era un cementerio de vendedores de 10 o 15 cuadras a lo largo y
asfalto líquido, renegrido por el calcinante sol. estrecho de la avenida, desde Carlos Tercero
Los balcones sin sombra apenas se distinguían hasta calle P.
sobre las fachadas. En Cuba no parecía existir
El área enseguida fue rodeada por los
nadie a esa hora tan cenital.
peritos, pero Dedé consiguió colarnos por
Escondí el manófono lo peor que pude bajo debajo de una cinta donde se leía una sola
el pulóver, recuperé mi tarjeta vaciada, y le palabra (repetida n veces y sin signos de
comenté:
puntuación): SEGURIDAD SEGURIDAD SEGU—Estás loca. O estoy loco. Pero igual gracias RIDAD.
por tu souvenir, no fetiche.
Vimos los cuerpos chamuscados (tal vez el
Y en este punto Dedé sí sonrió, extendió sus demasiado sol había contribuido a la comcinco dedos en una parodia de saludo marcial, y bustión). Vimos gladiolos y margaritas, flotando
me dijo que se llamaba Dedé.
en el diesel de los turbomotores de propulsión a
—De nada. Heil, Cuba! Digamos que me chorro. Vimos el cablerío chisporroteante a nivel
llamo Dedé.
del asfalto. Vimos maletas abiertas de las que
manaba humo y cheques en blanco que nadie
Me cruzó la calle y me hizo arrodillar frente se atrevía ahora a llenar (poco a poco, el público
a los monolitos de Mella, incomprensible nulo se iba haciendo más y más numeroso:
stonehenge de miniatura donde los borrachitos hasta llenar casi un estadio). Y vimos un
se orinan en la madrugada celta-habanera.
manantial de vino tinto desbordando las cloacas
Me dijo:
republicanas de Infanta ("parece sangre", fue el
—Reza. Pide en nombre de la belleza y de la parlamento estúpido que estuve a punto de
revolución.
pronunciar).
Cerré los ojos. Recé. Pedí en una suerte de
En cualquier caso, se parecía al escenario de
murmullo devoto que me mareó:
un film. Y así mismo se lo dije a Dedé:
—Dios mío, qué va a pasar. Esto no es
—Se parece al escenario de un film.
cierto. Todavía estoy vivo. No me dejes seguir
—Sí –ella me dio la razón–. De ese film que
siendo un zombi. Qué hago yo a las doce del día el cine cubano nunca supo filmar.
quemándome las rodillas aquí.
Caminamos un poco entre la muerte y los
altavoces. El espectáculo era más bien aburrido,
�pero la actitud de Dedé sí me llamó la atención.
Juraría que ella estaba allí para tomar nota
mental de todo: algo así como el síndrome del
periodista independiente. Supongo que sea muy
típico para la época, el lugar, y su edad.
En la esquina de Zanja nos detuvimos. Pasaron
algunas ambulancias, bomberos, patrullas y una
caravana calovar de 33 Mercedes Benz.
—Es Fidel, es Fidel –zumbaba un runrún a
nuestro alrededor.
No supe bien a quién todos se referían con tanto
entusiasmo. Traté de averiguarlo no sin torpeza.
Hasta que Dedé me miró con reprobación.
—Disculpa, ¿pero tú no has leído a Fidel?
–puso una mueca preciosa de incredulidad.
Negué penosamente con la cabeza.
—Entonces mejor vamos para mi casa –me
haló–. Hoy mismo te quemo un DVD con toda la
información. O me dejas de llamar Dedé.
Llegamos a su apartamento. Dedé vivía
en Alamar, de no ser esto una exageración.
Exactamente habitaba en el piso 12 de un
doceplantas sin ascensor.
Sudábamos a morir, pero la vista era genial.
El planeta a vuelo de pájaro. Cuba mapeada para
turistas o terroristas o ambos.
Vivía sola, me dijo. Y me llevó directamente
a su cuarto. Una habitación con vista a Alamar,
pero al horizonte sin costa. Un paisajito de verde
cansado que enseguida me sobrecogió.
En las paredes tenía un póster gigante de
Pelevin besando en la boca a Limonov, ambos
reconocibles por las letronas de cada nombre en
cirílico. Dedé mojó con saliva la pegatina del PC
juvenil y la colocó sobre otro póster de la revista
Maxim, donde dos muchachitas como ella se
tocaban con cierta fotolésbica frivolidad.
Entonces un poco más abajo reparé en una
imagen mía, recortada del periódico The
Revolution Evening Post: una foto del día antes.
Ni siquiera me asombré. Fui hasta ella.
Busqué sus ojos. Me hundí de hombros.
Dedé se cambió de ropa delante de mí (no
usaba underwear), al tiempo que improvisaba
una suerte de explicación.
Era simple. Le había gustado mi entrevista
en el suplemento cultural. Pero todavía más le
había encantado mi expresión, el gesto
congelado en esa foto oficial. Después me había
visto sin proponérselo, descolgado al azar en
una cabina de San Lázaro y L. Le parecí
desvalido, digno de su compañía. Y sin pensarlo
dos veces se me acercó.
Eso era todo. Cero teoría del caos y de la
conspiración. Por cierto, su llamada infinita había
sido técnicamente real. Hacía horas que buscaba un teléfono por todo El Vedado.
Por supuesto, no le creí. No deseaba creerle.
Crearla ya había sido suficiente proeza.
Nos acomodamos sobre la cama. Con el
control remoto puso a andar un equipo de
dimensiones monstruosas. Lucecitas y bip-bips.
Según ella, aquel era el superúltimo modelo para
reproducir texto, audio e imagen al por mayor.
Yo no debía impacientarme: en menos de diez
minutos tendría lista para mí la información
prometida bajo el semáforo de Infanta y Zanja.
—Todo sobre Fidel –dijo–. Y relájate, por favor
–me hizo un guiño cómplice mayúsculamente
teatral–. Pareces a punto de concederle una
entrevista a la SEGURIDAD.
Dedé puso música. Sonó ese himno de fin
de siglo y milenio: Californication.
Extendió una mano hasta la mesita de noche
(extendió todo su cuerpo mini, en realidad, todavía
sin underwear) y puso bajo mis ojos la primera
plana del The New Yorker del día: Los 20
escritores del nuevo milenio, leí. Una fauna post-X,
la Next Generation según el canon de Mondadori,
decía en inglés. Nada que hacer con semejantes
Palahniuk, Lethem, Franzen, Chabon, Klam,
Sedaris, Safran Foer, A. M. Homes, David Foster
Wallace (entre otros apellidos más o menos
impronunciables por mí). Todos Born in the USA,
por supuesto. Y que Dios bendiga a América en
una canción.
—¿Tampoco los has leído? –continuó su
interrogatorio la inspectora Dedé.
Me concentré en la letra de Californication y
sonreí al vacío bucólico de la campiña cubana.
No sé por qué pensé en desechos radiactivos.
Todos esos pastizales de agosto me advertían
del exceso de ondas gamma de máxima
penetración. Gammalamar.
—No tengas pena –ella estaba obviamente
en control–. Sus obras completas están aquí. En
inglés, por supuesto, pero también en otros
idiomas, lo que incluye al español. Las he ido
traduciendo en esas noches en que no se me
ocurre nada mejor.
Hablaba con el desenfado y el saber típicos
de una gurú del exilio. Aunque yo aún no supiera
del todo qué podría esta frase significar.
El súperequipo continuaba emitiendo flashes
y repicando bip-bips. Fuera lo que fuera, se
demoraba bastante en quemarme toda la
documentación. El tiempo pasaba como a través
de un contador de partículas: de impacto en
impacto, cuantificado. Hasta la canción me
sonaba un poco pixelada a estas alturas (era un
piso 12, por cierto). Nada fluía entre nosotros y
de alguna forma entendí que yo no me sentía
muy bien. Se lo dije.
—Déjate de boberías –me cortó–. Para que
lo sepas, la depresión hace mucho que pasó de
moda en La Habana.
Supongo que no había nada que hacer con
ella. Dedé siempre tendría la razón al respecto
de. Siempre me sacaría media nariz o media vida
de ventaja si se trataba de. La cuestión era ahora
cómo matizar mi ridículo de dinosaurio cogido
en falta en el XXI.
Se me ocurrió lo único que se me ha
ocurrido jamás.
El sexo.
Es decir, lo único que no es necesario que
se le ocurra a nadie jamás, porque desde
siempre ha existido ahí. Como una sombra en tu
radiografía del cerebelo: como un tumor benigno pero inoperable. Inoperante.
El sexo.
Pasara o no de los quince años, sería
sensacional ejecutarlo ahora con ella. Hubiera o
no recién estrenado su carnet de identidad a
nombre de Dedé más un número de once cifras,
de repente era inevitable forzar una escenita
más o menos ridícula donde el deseo abortara
tan pronto como se instaurara el placer.
Supongo que hay palabras así, que escapan a la
vez que encajan dentro de cualquier situación: el
sexo.
antes había sido propiedad estatal. Como si yo
hubiera leído algo de alguien alguna vez,
incluidas las obras completas de culto de unos
tales Fidel, Palahniuk, Lethem, Franzen, Chabon,
Klam, Sedaris, Safran Foer, A. M. Homes, David
Foster Wallace (entre otros apellidos más o
menos impronunciables por mí: no todos Born
in the USA, por supuesto, pero que igual Dios
bendiga a América en una canción). Como si lo
más anormal del mundo no fuera precisamente
esa amable simulación de normalidad que
llevaba yo pintada en mi cara.
Salí dando tumbos por las rotondas y
cocoteros de aquel palomar obrero. El reparto
parecía una beca escolar. Me metí bajo un
techito de asbestocemento y me senté.
Descubrí que funcionaba como una parada del
metrobús (aún no existía el metro). La luz allá
afuera seguía siendo inclemente. Comencé a
revisar los discos que Dedé me había quemado
(por lo menos un par de docenas), y una voz de
estricto cumplimiento me interrumpió:
—Ciudadano, ¿qué tipo de datos transporta
usted ahí?
Lo miré. Era un policía uniformado de civil. Soy
bastante hipocondríaco, así que me temí lo peor.
Traté de responderle con ese mismo tono de
situación habitual que, me di cuenta enseguida, ya
no se reflejaba en mí.
—Son sólo obras completas, oficial –le dije–.
Nada significativo.
—Por favor, ¿me permite echar un vistazo? –
se adelantó, y yo supe entonces que la
verdadera historia de ese mediodía roñoso de
agosto recién estaba ahora por empezar.
Dedé apenas había sido un pretexto.
Un lugar común para encontrar una grieta y
comenzar por fin, de no ser esto una exageración, a
narrar (preferiblemente narrar en el mar).
Después, por supuesto, otra vez esa
amable simulación de normalidad que es el
insoportable tono de toda literatura de bien.
Como si nunca se hubiera estrellado en
Infanta un avión DC-10. Como si Dedé no me
hubiera gastado con su discursito telefónico
hasta el último dólar de mi tarjeta. Como si la
escalinata de la universidad no fuera un reflector
que duplica los rayos solares contra cada To be continued / Continuará.
reza, pide en n o m
b r e de la belleza y de
la r e v o l u c i ó n
esquina de lo real, incluida la cabeza marmórea
de Mella y el polvillo celta de su cadáver. Como
si a Alamar fuera posible acceder desde una
ciudad llamada La Habana. Como si nunca nadie
en Cuba hubiera tenido sexo nunca con nadie,
menos aún jugando con un manófono que horas
OrlandoLuisPardoLazo
LaHabana·71
�TION EVENING POST
THE REVOLUTION EVENING POST
THE REVOLUTION EVENING POST
THE REVOLUTION EVENING POST
�
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Title
A name given to the resource
The Revolution Evening Post (TREP): e Zine de ESCRITURA irregular
Subject
The topic of the resource
Literatura, Literature
Description
An account of the resource
Revista literaria digital circulada vía correo electrónico y a través de dispositivos digitales. Entre sus objetivos pricipales estaba el subvertir el canon de literario nacional.
Creator
An entity primarily responsible for making the resource
Ahmel Echeverría,
Jorge Enrique Lage,
Orlando Luis Pardo Lazo
Date
A point or period of time associated with an event in the lifecycle of the resource
2008
Contributor
An entity responsible for making contributions to the resource
Lizabel Mónica
Format
The file format, physical medium, or dimensions of the resource
Pdf
Language
A language of the resource
Spanish, Español, SPA
Coverage
The spatial or temporal topic of the resource, the spatial applicability of the resource, or the jurisdiction under which the resource is relevant
Cuba
Text
A resource consisting primarily of words for reading. Examples include books, letters, dissertations, poems, newspapers, articles, archives of mailing lists. Note that facsimiles or images of texts are still of the genre Text.
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Any textual data included in the document
theREVOLUTION E VENING post
episodio 3
e Zine deESCRITURA irregular
stuff :
alberto g la pinacoteca 2
alberto fuguet conocido en su casa 4 los blogs del desasosiego 5 álvaro bisama fotos / palermo 6
jorge enrique lage desde la capital de todos los cubanos 7
rodrigo fresán momentos maravillosos 8 el samurai 9
rafael lemus gabo / miller 11
ahmel echevarría los aretes que le faltan a la luna 12
rafael gumucio el género aspiracional 13
orlando luis pardo tristes hombres del chaplin que mil y una vez tumbaron a la revolución cubana y después fueron tan gentilmente tristes que mil y una vez la hicieron sobrevivir 14
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edmundo paz soldán martin amis y el gulag 18
gary shteyngart el planeta de los judíos 19
orlando luis pardo lugar llamado dedé 22
staff :
ahmel echevarría
jorge enrique lage
orlando luis pardo lazo
Hemos sido cordialmente invitados a formar parte de la literatura chilena en Cuba. Por supuesto, hemos aceptado. No hubo ceremonia de iniciación. Mejor así.
therevening@yahoo.com
alberto g la pinacoteca
Nada hay más poético que las mezclas y las transiciones heterogéneas, Novalis. Anoche, muy tarde ya, alguien tocó en mi ventana y me hizo saber que la Pinacoteca existía. Plinio el Viejo recomendaba, para curar la epilepsia, la ingestión de sangre tibia de gladiadores. No quise abrir. “¡La Pinacoteca!”, escuché decir con perentoriedad. Por dentro del calor se escurría un viento helado. Aseguré los pestillos, temeroso de volver a escuchar aquella voz. La Escuela de Teología de París indicó, en 1444, que los carnavales eran buenos para las energías reprimidas de los locos. El Código de Manú distinguía, en el cuerpo humano, los orificios puros de los orificios impuros. La línea divisoria era trazada por el ombligo. Si, en algún caso, el ombligo era tan profundo que llegase a ocultar la yema del dedo pulgar, entonces se le consideraba entre los orificios impuros. “Acaba de abrir”, me dijo la voz. Me tapé los oídos y recé un poco. La voz, en la que moraba el hielo absoluto de los polos, ¡del Infierno!, siguió insistiendo e insistiendo e insistiendo… Después percibí un agudo parloteo. Un texto chino del siglo VI (Cheng-fa nien-ch’u chung), traducido de un comentario budista hindú, menciona 36 subespecies de los llamados “Demonios Hambrientos”, entre los cuales se incluyen: aquellos que tienen gargantas estrechas como agujas, los devoradores de vómito, los devoradores de excrementos, los devoradores de la Nada, los devoradores de Dharma, los bebedores de agua, los bebedores de saliva, los bebedores de sangre, los bebedores de semen, los que espiaban el acto de la defecación, los que gozaban con las enfermedades, los consumidores de humo de incienso, los que permanecían entre llamas, los que se fascinaban con los colores y quedaban paralizados, los que comían fuego, los que masticaban niños, los que ingerían venenos, los que vivían en las tumbas y comían ceniza, los moradores de las encrucijadas y los que se suicidaban periódicamente, una vez cada cien años. Conseguí deducir que la Pinacoteca recibía público desde el anochecer hasta el alba. Después desaparecía, como el humo en el aire. Pero sin duda se trataba de un sólido y venerable edificio de piedra gris. La Biblia Moralizada de Carlos V de Francia contiene una imagen donde se ve a una mujer y un hombre durante el acto sexual, alentados por un demonio. A los pies del demonio se lee una inscripción: “Hay que educarlos”. En 1524 un duque le encargó al artista Giulio Romano, discípulo de Rafael, que pintara una serie de frescos para su Palacio del Té en Mantua. Las imágenes eran a menudo muy explícitas, como la violación de Olympia por Zeus, disfrazado de dragón. Como las pinturas mostraban hechos mitológicos y estaban destinadas a los ricos, la Iglesia no hizo ninguna objeción. Pero cuando Giulio Romano le dio ciertos grabados a Marcantonio Raimondi, y este imprimió y vendió las conocidas 16 posturas de la fornicación –dibujos inspirados en escenas eróticas que solían aparecer en algunas tumbas romanas–, Raimondi conoció la cárcel y luego el destierro. En El sueño de la mujer del pescador, un grabado de 1820, Hokusai muestra a un pulpo gigante, sensualmente enroscado alrededor de una mujer. Theophile Gautier, poeta francés, empieza su novela sobre un travesti, Mademoiselle de Maupin, con una declaración que dice que el abandono a la libertad de los sentidos es una de las voluntades de Dios. También dice Plinio el Viejo que una mujer, durante su menstruación, no debe acercarse al vino porque lo pone agrio. Pero aclara que la sangre menstrual, ingerida en pequeñas porciones, sirve para curar la inflamación de las glándulas salivales, la gota, el bocio, la hidrofobia, el mal de los gusanos y los dolores de cabeza. Los farmacéuticos medievales del sudeste francés consideraban que la sangre menstrual era un poderoso filtro de amor. Los vampiros sin colmillos beben sangre menstrual indirectamente. O sea, lamiendo el clítoris. Esta es una afirmación ociosa. Los que tienen colmillos, hurgan en la vagina y buscan el origen recóndito de la emisión. Esta es una afirmación que encierra un misterio porque la lengua de los vampiros es bastante fláccida. Cuando, en el horario de menor afluencia, empecé a visitar la Pinacoteca, noté que las veladoras me miraban con cierta familiaridad. Poco después comprendí que yo había recorrido, con alguna frecuencia, aquellos salones de baldosas rojas, y que, por esa razón, las inclinaciones de cabeza respondían a un conocimiento anterior del que yo no era consciente. Sede del placer femenino fue el nombre que recibió el clítoris cuando su descubridor, Renaldus Columbus, hizo constar su existencia en De re anatomica, en 1559. Esta noticia tiene un fuerte oponente en Bartholinus, quien afirma que el clítoris era algo conocido por todos desde Rufus de Efeso y Julius Pólux, en el siglo II, hasta los anatomistas árabes Avicena y Albucasis. Hipócrates lo denominaba columbella. En general los griegos lo llamaron kleitoris, y es que, según los lingüistas, el verbo griego kleitorizein significa “acariciar lascivamente a las ninfas”. (Yo te clitorizo, ellas se clitorizan. Él te clitoriza.) Para engañar a una vagina dentada, lo primero que hay que hacer es darle de comer frutos ácidos. Una libra de masa de manzanas con pulpa de limones árabes bastará para reducir considerablemente el peligro de la castración, sin suprimir la presencia de los dientes, que, después de dicho proceso, parecerán inocuos y causarán un agradable efecto durante el coito. Decía Jünger: “Yo no he llevado una vida activa, sino la vida de una persona platónica, un platonismo que ha consistido sobre todo en la lectura de los grandes clásicos, de los grandes filósofos. Las veces que me adentré en la realidad, esta me defraudó en lo esencial”. Leyendo a Freud, uno saca en conclusión que entre él y el clítoris había una especie de guerra secreta. En la India hay una tribu que cree que la vagina estaba originalmente en la frente, y que las mujeres andaban desnudas, sin usar otra ropa que un turbante carmesí. Después, debido al peligro que ciertos hombres representaban, la vagina fue escondida en la axila izquierda. Pero esto movía a risa, y fue así que Nirantalí, una de las diosas-madres, disimuló la vagina en el interior del nacimiento de los muslos, y la pegó allí con cera y un poco de miel. Si una joven púber moría en primavera, su cuerpo era conducido al campo y se ponía entre las flores. Y si entonces una abeja se acercaba y, con insistencia, se posaba en los genitales del cadáver, eso quería decir que la joven era una de las hijas auténticas de Nirantalí y merecía un funeral honroso. Entre los taoístas chinos, el cunnilingus era una práctica muy apreciada, pues el hombre, al dedicarse a ello, no perdía fluidos. La mujer era la más fuerte, o, al menos, la más capacitada, pues de ella manaban tres tipos de fluidos: el de la boca, el de los pechos y el de la Gruta del Tigre Blanco, que se encuentra bajo la Colina de Musgo Púrpura. Durante mi cuarta visita a la Pinacoteca, reparé en una mujer de ascendencia asiática que se detenía a tomar notas frente a todas y cada una de las barcazas sagradas. La mujer podía ser del Japón, de la China, o de la Moscovia nepalesa. Cualquiera, además, la habría confundido con una de esas anamitas recurrentes que hacen topless frente a la Torre Escarlata, o que se pasean como si nada por la rúa Marítima, exhibiendo la sal de sus jóvenes pechos. Pero no. La mujer de ascendencia asiática no era japonesa, ni china, ni nepalesa, ni moscovita. No hacía topless. No era anamita. El Judaísmo prohíbe la ingestión de ostras porque son animales marinos sin aletas ni escamas y porque, de cierta misteriosa manera, tienen que ver con las formas y las tramas de la genitalia femenina. Los anglosajones dicen que las ostras se vuelven venenosas al ser consumidas en meses cuyos nombres carecen de r. Meng Shen, farmacólogo chino del siglo VII, aclara que comer ostras reduce las emisiones nocturnas (semen) y la posibilidad de copulación con fantasmas parásitos. Otro farmacólogo chino, pero del siglo XI, sostiene lo contrario: las emisiones nocturnas aumentan (o se hacen más líquidas) y los fantasmas parásitos beben de ellas con horrible avidez. En los locos y los aquejados de pesadillas, las emisiones nocturnas suelen ser signos de la proximidad de plagas y catástrofes. Las emisiones se clasifican en negras, rojas y blancas. O sea, Emisiones de la Muerte, Emisiones de la Vida Ligada a la Muerte y al Dolor, y Emisiones Producidas por el Amor. La carne muerta de los cadáveres es el origen de la mayor de las poluciones. Sin embargo, los Aghori (India del Norte) se entregan a la polución, pues viven en los cementerios, comen y beben en cráneos humanos y consumen carne humana (de cadáveres frescos). Se cree que este es el origen de los poderes de los Aghori para curar a los enfermos, revivir a los muertos y controlar a los fantasmas. Era una estudiante del Recinto Filosófico y preparaba una disertación (lo supe después) sobre el mito de las centollas de los mares del sur. Le pregunté cuál era el origen de semejante interés. Me contestó que soñaba con centollas. Miles de centollas ascendiendo por su cuerpo mientras el sol iba apagándose, vencido por el mal de este mundo. La polución puede disminuir mediante el ayuno, pero si tu ayuno no es el adecuado, te pones en peligro de reencarnar en una persona de casta inferior, o en un animal desventajoso. Si, por error o accidente, una mujer ingiere el semen de su esposo poco antes de los Festivales de Purificación (Dhutanga), deberá comer, a partir del siguiente día, 5 granos de maíz joven durante 5 mañanas consecutivas, sin añadir otro alimento. Tertuliano consideraba que la fellatio era un acto de canibalismo. En algunas tribus de África, si un joven no ingiere semen durante la fellatio (que forma parte de su educación, antes de dedicarse a las labores llamadas de los hombres), se le profetiza un crecimiento débil y una temprana sumisión a las mujeres. Se cree que una flauta hecha con un fémur de un prisionero ejecutado por lascivia, y tocada por un hombre sin vista (ciego) en un lugar donde corra agua (cascada, río, playa) y haya mujeres lavando ropa o bañándose, puede atraer a un espíritu femenino, que se aposenta en la flauta y da poder. El kundalini es un tipo de energía medio líquida, parecida a veces a una sierpe, que se halla en una especie de bolsa de suave cartílago. La luz de la luna y la luz del sol se introducen allí si te pones bocabajo, desnudo, sobre la hierba, en un sitio alto, o sobre una piedra alargada y negra que esté cerca del mar. Esa bolsa puede hallarse fácilmente en el interior del hueso coccígeo. Si quieres que el kundalini despierte y actúe, ten sexo, pero sin derramarte. No sueltes tu semen. Practica esto día tras día. Reserva tu semen. Así el kundalini acabará por salir de su recipiente, subirá por tu médula espinal y entrará en la Casa de los Pensamientos. Miro tu imagen y te fetichizo. Soy el voyeur. Guardo tu imagen y hago el largo viaje hacia la muerte. La superstición de las pecas entre los antiguos consistía en juzgarlas manifestaciones de impureza y degradación moral. Hombres, mujeres y niños pecosos no eran admitidos en ciertos rituales, pues alejaban a los espíritus. Una mujer con pecas no debe gastar su tiempo en plegarias, pues los espíritus no pueden verla ni oírla. Con el paso del tiempo estas ideas se hicieron realidad. Sobre su modelo, la cortesana Victorine Meurent, le comenta Edouard Manet a Charles Baudelaire: “Tiene pecas muy bonitas en la parte interior de los muslos”. “He comido centollas en algún sitio perdido de los mares del Sur”, le dije a la chica. Me miró extrañada. “¿Usted también?”, preguntó. Verde es el color de los ojos de Satán. Las hadas de color verde no siempre traen beneficio. Si quieres escapar de la desgracia o la muerte, no te vistas de verde, porque todo lo verde tiende con naturalidad a lo negro. En Bahrein, un médico puede examinar los genitales femeninos, pero le está prohibido mirarlos directamente durante el examen. Sólo puede hacer este trabajo a través de un espejo. El hirsutismo –somático, arquitectónico, estilístico– es signo de alianza con las fuerzas de la Naturaleza, con lo no artificioso, con lo que crece sin control humano, pero también es prueba de artificiosidad y de cálculo. La Naturaleza es plan y responde a un Creador. La Naturaleza no es plan y responde al caos. Todo orden es una anomalía. Chagall, Munich y Gauguin: artistas degenerados. Entartete Kunst, Germania, 1937. Una mujer hirsuta es un misterio agradable. Por lo general son poco remilgadas y tienen vaginas anchas y paren con facilidad. El hirsutismo femenino aludía antiguamente a la Diosa. Si una mujer hirsuta está “consagrada”, no podrá cortar ninguno de sus cabellos. Si le resultara imprescindible, deberá hacerlo en presencia de un jefe religioso (sacerdote) y sobre una laja de piedra donde antes se ha vertido aceite. Usará sólo ese aceite y un cuchillo de bronce con mango de cuerno joven. Antes de quemar a una bruja mala hay que afeitarla completica. Cortarle los cabellos y raparla. Depilarle las axilas. Rasurar todo el mons veneris. Sólo así perderá su poder y no podrá salirse de la hoguera. “Centollas… Centollas puestas en el asador… Pero después de aquellas cenas a orillas del mar, veíamos que los caparazones empezaban a juntarse hasta formar un pequeño ejército de muertos… Y avanzaban sobre nosotros, rodeándonos, cerca del fuego… Nuestro guía abría los ojos y nos conminaba a hacer silencio. Son experiencias extrañas que a usted le parecerán exageraciones”, le conté mientras balanceaba mi bastón. Al final, digan lo que digan, el voyeur sí participa.
Alberto G. La Habana 60.
conocido en su casa
¿En qué año estamos? ¿En qué siglo? El veintiuno, ¿no? El futuro por fin llegó. Supuestamente. La geografía –dicen– cambió. Thomas Friedman insiste en que el mundo ahora es plano. ¿Lo es? Tengo mis dudas. ¿Entonces por qué el mundo literario (sobre todo el hispano) parece tan siglo XIX? La manera como se edita, comercializa y promueven los libros está llegando –o ha llegado– a su punto final. Ha tocado, literalmente, fondo. No sólo está haciendo agua, se está inundando. Se supone que estamos en América Latina y que hablamos el mismo idioma, da lo mismo que los acentos sean distintos. Entonces, ¿por qué uno entra a una librería en cualquier ciudad de este castigado continente y siente que está en otro mundo? ¿O es que el único mundo que existe de verdad es del exterior y traducido a nuestro idioma, todos esos Nobel, todos esos librillos amarillos y una que otra cara vieja de algún latinoamericano que lo “logró” en España? Es comprensible que un libro de un colombiano no se encuentre en japonés o polaco, pero lo que no se explica, lo que amarga y finalmente enrabia, es que cualquier libro escrito en español no se encuentre en una librería (o incluso en la calle) de un país en que se habla español. Insisto: ¿en qué siglo estamos? ¿Es necesario viajar para encontrar libros y enterarse de autores de los cuales uno no sabía siquiera de su existencia? ¿Dónde está el gran suplemento literario digital que no esté basado en una ciudad importante? ¿Es justo que un libro de una editorial grande sólo esté disponible en su país de origen? Acabo de leer una lista que anuncia los 39 nuevos escritores del futuro con menos de 39 años. Autores latinoamericanos. Conozco algunos. Otros, ni en pelea de perros. Los que conozco son, no casualmente, los que están publicados por editoriales grandes. Pero ni tanto. Varios de ellos, como Eduardo Halfon, por ejemplo, de Guatemala, por mucho que haya aparecido en Anagrama, tampoco logra llegar a países vecinos. ¿Por qué? Basta. ¿Servirá esta lista? Ojalá. Uno queda curioso y con ganas de leer a aquellos que no conoce para ver si merecen o no estar en la lista. Pero dónde los encuentro. ¿Debo ir a El Salvador? Ni siquiera voy a entrar al tema de Brasil, que también está en la lista. Es más fácil pasar del turco o del finlandés al castellano que del portugués al español. Santiago Nazarian, de Sao Paulo, puede estar contento por lograr entrar a la lista pero ¿lo podremos leer? Esta lista, arbitraria y controversial como toda lista, podría ser una gran oportunidad. Una gran oportunidad para vencer un status quo. Veamos qué pasa. La tarea no será fácil. Existe un filtro en la América Latina literaria. Un gran filtro. Digo filtro para no usar censura porque en rigor quizás no lo sea pero es algo semejante. Hemos vuelto al mundo jurásico de Carmen Balcells y Carlos Barral y a ese maravilloso invento extraliterario, ese monumento a la exclusión, denominado el BOOM, donde sólo un autor por país tenía “el derecho” de viajar. Hemos vuelto al más fascista de los provincianismos. Chilenos para los chilenos, colombianos para los colombianos, peruanos para los peruanos. La moral profunda que subyace es: el mundo interior de un ecuatoriano contemporáneo no puede conectar con un lector contemporáneo mexicano. Sólo España, la madre patria, puede filtrar y ver qué podemos leer. El itinerario es simple y todos lo conocen: la ruta más corta entre Santiago y Ciudad de México pasa por Madrid y, sobre todo, Barcelona. Despacho esto desde Caracas, donde hay una movida literaria impresionante que se pierde bajo los titulares más sonoros políticos. ¿Por qué nadie cubre las revoluciones o movidas culturales? Los venezolanos se están leyendo a sí mismos de una manera casi compulsiva y hay gente con un verbo tenso y transpirado. En Colombia, donde estuve en la Feria de Bogotá, el libro más vendido es de un de un autor de culto caleño. El cuento de mi vida es un flameante y delgado libro de no ficción “que vende como arepas” y es la novedad de la feria. Su autor es Andrés Caicedo. Un joven autor colombiano intensamente contemporáneo y “al día”, que, de estar vivo, tendría 56 años, pero que se mató “por ver demasiado cine” y tomar demasiadas pastillas, a los 25 años. Caicedo es de nicho, sí, y ese nicho fusiona lo que podría denominarse la sensibilidad emo con la furia del fanboy (los cinéfilos acérrimos y fetichistas) con la de un autor literario, una suerte de Cesare Pavese tropical. Triunfa tanto en la ficción como en la no-ficción. Caicedo es de nicho pero ese nicho colombiano que posee vende millares y millares. Y es respetado y admirado por todos sin transformarse en una estatua ni tener que ser lectura obligatoria. A lo largo de 30 años, sus lectores se han ampliado de manera exponencial. Su último libro, suerte de compilación de diario de cinéfilo-blogger más dos cartas de suicidio, es de Norma. Pero qué pasa. Caicedo es otro conocido en su casa. En Venezuela, el país del lado, es imposible de encontrar. Y cuando uno lo encuentra por ahí, perdido, su precio es prohibitivo. ¿Por qué no viaja? Es –me dicen– local. Un fenómeno que sólo se entiende en Cali. Si es así, ¿por qué le va tan bien entonces en Bogotá? ¿Y por qué yo, un tipo de otra generación, de otra parte del mundo, puedo conectar tanto con el? ¿Es Caicedo realmente un autor local? Lo dudo. Si las cosas siguen así, Caicedo conectará primero con los lituanos y los islandeses que con los argentinos y los chilenos. Caicedo es una suerte de Kurt Cobain literario y cinéfilo que es capaz de unir a los fans de André Bazin con los de Bob Dylan. Mientras García Márquez, el mismo año, se maravillaba con las mariposas amarillas, Caicedo se obsesionaba con Travis Bickle y Taxi Driver. La editorial Norma ha hecho un trabajo tan, pero tan miope y extraviado con Caicedo que uno duda si es un asunto de conspiración o simple ineptitud. O quizás sea un tema de costos: para qué invertir en alguien que ya nos da dinero en forma local. Lástima. Caicedo salva personas, Caicedo es un autor de primera, urgente. Caicedo no puede esperar. Ya hemos esperado demasiado. Ø
Los blogs del desasosiego
Acabo de sacar un libro. En papel. No creo –aún– en las novelas digitales. Pero publicar “a la antigua” no implica estar ciego o estar en contra o no querer o poder entender lo que está pasando ahora. Y están ocurriendo cosas: nunca el “yo” se ha sentido más seguro de sí mismo incluso cuando tiembla y duda. El blog, a estas alturas, es quizás una forma de ver la vida, de vivir en sí y, si se quiere, un medio para informarse o para matar el tiempo, pero ¿es algo literario? ¿Puede un blog ser literatura? Pues bien: yo tengo unos blogs, no tengo claro por qué (quizás porque son más fáciles de utilizar/mantener, y más baratos también, que una página web), pero aun así no me siento un bloguero o un bloguista. No escribo cuentos ni libros ni creo que pensamientos y, Dios me proteja, tampoco mis estados de ánimos. No son ese tipo de blogs. No creo que lo que blogueo sea literatura. Quizás lo sea. No sé. No creo. Quería tener una bitácora de todo lo que leo o veo, pero nunca tengo la energía para trasladar eso al computador. Me gusta colocar frases y trozos de otros, eso sí, algo así como un DJ literario. ¿Es eso literatura? Puede ser. Se me ocurre que un blog-blog, uno con mayúsculas, requiere dedicación, compromiso, rigor y una cierta periodicidad (mucha). Aunque esto es relativo, porque muchos de los blogs a los que uno entra (a los que entro) no son, quizás, blogs ciento por ciento destilados, pues están más cercanos a, uno, el tradicional, pudoroso y reiterativo diario de vida o, dos, una suerte de medio de comunicación alternativo. Un blog es un blog y, por definición, es lo que el autor quiere que sea. Está en la red y, por lo tanto, al nacer de la libertad más absoluta, puede ser amorfo, a tu medida o sin medida, arbitrario, excesivo, minimalista, con fotos o links a YouTube o lo que alguien está tramando en la red en este preciso instante. Dicho de otra manera: hay tantos blogs como personas. Uno podría decir, y se ha dicho, que hay tantos libros como autores. No me queda tan claro. Hay quizás más libertad (aunque menos calidad) en los blogs que en aquello que denominamos “el mundo literario”. En la estratósfera de los blogs, la gente simplemente quiere ser, no contar. Quieren mostrarse. Algunos de manera sutil; otros patéticamente; otros muestran más de lo que deberían o de lo que uno quisiera ver. Pero hay una cosa libre, desordenada, que conmueve. Y que deja claro que incluso aquellos que no leen o no desean hacerlo a veces necesitan expresar por escrito. Sin duda que el narcisismo está detrás de todo esto (como si no lo estuviera detrás de la literatura), pero más que nada es un deseo de comunicar. De expresarse. De contar cosas o de mostrarlas. De compartirlas. Que era como comenzó, alguna vez, antes de que se corporizara la literatura. La blogosfera no es un arte y ojalá nunca lo sea. Quizás hay párrafos o momentos que rozan el arte, pero en los blogs, o al menos en la mayoría, lo que está detrás no es el prestigio, el poder ni el dinero. Nadie se define como un bloguero. Nadie anda por la vida blogueando o, si lo hacen, lo hacen para callado, como un secreto o un hobbie. Nadie espera ganarse la vida ni obtener una beca o dictar un taller de blogs. Hay tantos blogs como narradores de blogs. Porque un blog, aunque sea de no-ficción (y la mayoría lo son), tiene mucho más que ver con el tema del blog que del que escribe el blog. Hay muchos blogs donde no está claro quién es el autor, pero todos, incluso los malos, tienen un autor y, a veces, una voz. Así, un tipo puede inventarse varias personalidades o nicks para crear distintas voces y, a la vez, distintos blogs. Antes de seguir, volvamos al mundo literario en papel. Fernando Pessoa sería un blogger perfecto. Quizás fue el primero con su timidez patológica, sus heterónimos, entre sicóticos y tripolares, y su fatal falta de vida social. Pessoa, en El libro del desasosiego: “El mundo entero reducido a fragmentos que no conforman un verdadero todo, apenas texto sobre texto sobre texto”. Hoy, quizás, diría post en vez en texto. Quizás. Uno relee El libro del desasosiego y capta que no es un diario de vida. ¿Cómo podría serlo si el tipo no tenía vida? Son textos, pensamientos, dudas, meditaciones, apuntes. No me cabe duda que si Kafka o Pavese escribieran hoy, quizás tendrían un blog. Creo que deben haber muchísimos blogs con los nuevos Kafka y Pavese y que, sin duda, tal como sucedió con ellos, deben tener pocos hits. Es decir, serían poco visitados. En ese sentido, los blogs se parecen muchísimo a los libros y al mundo general. He navegado al azar y me he topado con blogs donde se nota que hay una voz detrás y a uno le queda claro que casi nadie ha visitado el sitio, tienen cero comments y donde, se deduce, que el autor es probablemente alguien con serios problemas de comunicación. Quizás por eso escribe. Quizás por eso tiene un blog privado pero, a la vez, público. La diferencia, al final, es ésta: ingresar a los diarios de Kafka antes que Brod los hiciera públicos era imposible; ingresar al blog de Alejandro de Alejandría es fácil, pero nadie lo hace porque nadie sabe que existe. Alejandro de Alejandría no es el único blogger del planeta. Tampoco es el único escritor ni el único habitante, pero lo fascinante es que él o ella sienten que sí lo son. Y quizás por eso, en medio de la noche digital, escriben tan bien y con tanta verdad.
Alberto Fuguet. Santiago de Chile•64
Fotos
Luego de la masacre de Virginia Tech, no debe faltar el policía dispuesto a buscar asesinos en los cursos de escritura creativa. Porque eso estudiaba Cho Seung-Hui: escribía o quería ser escritor y desataba en el papel fantasías que hubieran hecho felices a algún cultor del teatro in yer face. Hasta ahí todo bien. Pero sucede que Seung-Hui se armó hasta los dientes y mató a dece-nas de personas, luego de mandar a la NBC una selección de fotos y videos donde aparecía sucesivamente con un martillo en la mano, apuntando con armas automáticas, fingiendo degollarse, mostrando los dientes a la cámara. Pero Cho Seung-Hui no recordaba en esas fotos sólo a psicópatas cinematográ- ficos. Recordaba también a Yukio Mishima, en esa interminable y fragmentada colección de retratos suyos donde progresivamente adelantaba su propio futuro sacrificial o simplemente eran un esfuerzo desesperado para lucir lo mejor posible en la solapa de sus libros. Fotos inquietantes, que concentraban pavorosamente sus fetiches y cambios cosméticos y lo ligaban a aquel universo de mártires y héroes del que quería ser parte pero no podía, porque él mismo no era más que un chiste, un muerto que lleva demasiados años vivo. En algunas de sus fotos, Mishima era San Sebastián, sostenía una espada una y otra vez; aparecía erguido en un balcón lanzando una proclama. En otras, fotograma tras fotograma y wakizashi en mano, Mishima lentamente se abría el vientre y fingía la muerte honrosa que no tendría jamás: imágenes perturbadoras y artificiales donde posaba solazándose con su propia extinción; una pietá a la que nadie llega a asistir. Una muerte fotográfica que lo llenaba de un honor falso que quería remedar el verdadero, aquel de quienes –como los kamikazes– fueron capaces de dar su vida por el Emperador. De ahí que pareciera que el destino final (el secuestro de una autoridad militar, su fallido discurso, su mal ejecutada muerte) de Mishima no fuera nada más que un intento de lucir a la altura de sus propias fotos, de poder habitar aquel imaginario nacionalista para poder sentir que su vida no era una burla, que podía acceder alguna vez a un pedacito de gloria. Por supuesto, nada de eso se puede decir de Cho Seung-Hui; pero hay algo en estas fotografías de ambos que los hermana, que los acerca. Es como si todas esas instantáneas compusieran una última y secreta novela, un juego macabro donde las trampas de luz y sombra permitieran acceder a una intimidad vedada para la palabra, exhibiendo un rosebud final que permitiera ligar todos los fragmentos de la escritura o la personalidad suyas. Una especie de teoría: bastaría así mirar las fotos de un autor para comprender cuán pro-fundas son sus aguas, cuán turbias podrían llegar a ser. Por algo Salinger le tiene pavor a las imágenes. Por algo Pynchon en las solapas se presenta a lo más con una foto carné que puede ser falsa. Por algo Vonnegut siempre sonríe como si nada le importara. Por supuesto, Susan Sontag podría explicar todo esto mejor que yo; pero, a la hora de entender qué pasó en Virginia Tech, las fotos de Yukio Mishima, esos apuntes de la crónica de su muerte anunciada, resultan más claros que cualquier clave forense. Mishima y Cho Seung-Hui comparten el misterio, el ansia de revancha, el fetichismo, la estética de una violencia anhelada. Comparten el mismo anhelo roto respecto de la palabra, que nos les alcanza, que les queda corta a la hora de retratar demonios y traumas. Sólo la fotografía penetra en su interior, retratándolos en el segundo exacto en que cambian de piel y se convierten en alguna clase de monstruos.
Palermo
Fuimos por El desierto y su semilla, la única novela de Jorge Barón Biza, a una librería de Palermo Soho. Mauro Libertella me lo había recomendado. Barón Biza fue el último de una casta de suicidas argentinos. Su padre le había lanzado ácido en la cara a su madre. Su padre –playboy, escritor, político– le había erigido a su primera mujer –una aviadora– un monumento de 80 metros de altura que, además, era una tumba protegida de los profanadores por explosivos. Por supuesto, no encontré el libro. Pero encontré otras cosas: un libro de ensayos de Elvio Gandolfo, una versión cartonera de Lihn, un Laiseca con Betty Page desnuda en la portada. Salimos de la librería. Por la calle Thames pasó Fogwill o un clon de Fogwill en un auto pequeño, manejando con un cigarrillo en la boca. Nos subimos a un taxi. El taxista avanzó por calles sombrías y llenas de carnicerías y tiendas de ropa usada mientras sonaba un CD de Haendel. El taxista tenía barba como la de Charles Manson. Le pregunté por un inmenso edificio quemado en las cercanías de la línea del tren. Murmuró algo inentendible. Desde las ventanas sin vidrios y llenas de hollín del lugar, se veía ropa colgada. Las prendas de las personas que habitaban ese espacio incendiado. El taxi enfiló hacia avenida Alcorta, al MALBA, que era a donde nos dirigíamos. Le preguntamos al taxista por un par monumentos de un parque gigantesco. Dijo que él veía los monumentos a su modo. El primero, dijo, le parecía un platillo volador. El segundo, estaba seguro, representaba una mujer que estaba fornicando con la bestia de siete cabezas. Le pregunté por dicha bestia. Citó a San Juan, la ultraizquierda y luego cantó una canción que había escrito. Más bien la recitó. El taxímetro marcaba 10 pesos. La canción hablaba del fin del mundo, hablaba de la ausencia de Dios; hablaba de los niños que hurgaban las bolsas de basura. La ciudad, desde el taxi, lucía despoblada, abandonada. Nos bajamos a una cuadra del museo. Había gente paseando perros. Nos metimos al MALBA. Fuimos directo a ver Heaven & Hell, la muestra fotográfica de David LaChapelle. LaChapelle ha trabajado para Rolling Stone y Vanity Fair, por ejemplo. A los 18 le hizo un retrato a Warhol, que murió poco después. En aquel retrato el creador del popart emerge borroso de la oscuridad, como una señal de humo o un fantasma. Al parecer, dice la leyenda, es su última foto. Es el único trabajo difuso del autor que vimos, porque en las imágenes expuestas por LaChapelle el glamour siempre cede paso, con una nitidez pavorosa, a la monstruosidad: una drag queen parodia a Liz Taylor; Marilyn Manson es el guardia de tránsito de un colegio; Angelina Jolie es congelada en el momento exacto del orgasmo; varias supermodelos posan de manera impecable con casas devastadas detrás suyo; Courtney Love fuma un cigarrillo en una pieza arrasada donde cuelga en la pared un corazón rojo; una mujer gorda yace desnuda en una cápsula de vidrio sobre un campo verde que se extiende hacia el horizonte. Todas son fotos que, por cierto, parecen cuentos o, mejor dicho, epílogos de cuentos. Los momentos finales de relatos o lugares arrasados. Y hay algo en ellas que me recuerda a Buenos Aires, a Palermo, porque puede ser que, como en la ciudad, en esas imágenes se superpongan infinitas capas de horror y esplendor, ante un visitante que las contempla en tanto señales del fin del mundo. Imágenes incesantes, esquirlas estallando en el ojo del viajero. Destellos –como la genealogía fatal de Barón Biza, la extraña canción del taxista, el cigarrillo de Fogwill– que poseen una textura plástica parecida, cómo no, a la de la literatura.
Álvaro Bisama. Valparaíso•75
Desde la capital de todos los cubanos
Declaraba Ricardo Piglia en alguna parte que la primera vez que vio la televisión por cable comprendió qué cosa era una ciudad. Algo así. La ciudad como el espacio donde chocan, se confunden y se mezclan las historias. La ciudad como un espacio atravesado y recorrido por relatos de todo tipo: drama, comedia, ciencia y tecnología, pasado y futuro, misterio, horror... Todo de alguna manera entrando y saliendo de la política. Relatos sociales y seriales tejiendo una red gigantesca sobre los cuerpos, la fibra de la ficción. El vínculo Ciudad-TV o TV-Ciudad es, cuando menos, interesante. La televisión cubana tiene algo de eso. En el Canal 27 o Canal Habana (un canal único no bastaría para comprender qué cosa es La Habana, ¿o sí?) hay una sección llamada Habaneros: un conjunto de spots que se intercalan entre un programa y otro; en cada uno de esos spots un “habanero” dedica unos segundos a hablar de su ciudad a partir de ciertas preguntas comunes. Lo que sale de ahí no deja de parecerme un mal síntoma. (Que no tiene que ver pero sí tiene mucho que ver con el hecho de que la música usada en la sección comenzara siendo Issac Delgado y se convirtiera de pronto en Van Van cuando el primero decidió recalar en Miami y borrarse a sí mismo de los medios de difusión nacionales.) Los entrevistados hablan con candidez de barrios, de lugares, de paisajes entrevistos, de reflejos, de recuerdos de la infancia, del supuesto carácter –¿somos acogedores?, ¿somos alegres?– de los habaneros. Y el mar, por supuesto, y la belleza y la fiesta innombrable. Refieren una Habana íntima, por momentos edípica y sentimental. Entre todos sostienen un argumento: La Habana como material entrañable. Entre todos recitan un monólogo: La Habana donde es posible habitar. Los spots vienen a ser como postales turísticas. Rezuman trascendencia. En casi todos los que he visto tienen la palabra “artistas” o “gente” de algún modo identificada como “intelectual”. Es una Habana recortada en exceso. ¿Ampliaría el mapa darle voz a los otros, los anónimos, gente de los más variados márgenes, los que nunca recibieron diplomas, los que no tienen (y no creen) nada, los que viven entre ruinas y conviven con demonios y ángeles? Lo dudo. Creo que también ellos (o especialmente ellos), con la cámara delante, se convertirían en animales líricos, hablarían desde la corrección y la emoción puras. Dirían más o menos lo que se espera que digan. Porque de lo contrario nunca llegarían a estar en el aire y por lo tanto no serían “habaneros”. Porque la televisión les ha enseñado cómo hablar. Porque las cámaras de los medios de difusión nacionales vienen con ciertas reglas incluidas y tú entras o no entras al juego y ese juego, ya lo sabemos, tiene como fondo musical el amplio repertorio de la censura. El relato televisivo del Canal Habana es precocinado, en realidad no importa a quiénes entrevisten, se basa en una retórica y lo demás es silencio. Gran parte de La Habana que yo he visto y sentido en los últimos años forma parte de ese silencio. La Habana como encierro, como imposibilidad. La Habana de la desolación, el vacío, la pérdida. La Habana militarizada de las movilizaciones y los desfiles. La Habana que no participa del todo en tu horizonte de sucesos. La Habana donde proliferan como una maleza idiota los murales, las pancartas, los lemas, las consignas, los cultos, la propaganda visible.. La Habana vulgar en la que un gesto de la hierba descubre la manigua (Ángel Escobar). La Habana de los kioscos de revistas y periódicos donde no se venden revistas ni periódicos. La Habana donde puedes entrar a una librería y comprar un libro de Jorge Fornet titulado Los nuevos paradigmas. Prólogo narrativo al siglo XXI, pero donde no es posible encontrar en ninguna librería un solo libro de Roberto Bolaño, Mario Bellatín, César Aira, Rodrigo Fresán, Alberto Fuguet, Edmundo Paz Soldán, algunos de los autores que Fornet menciona en el capítulo uno. La Habana de la eterna espera, La Habana que sigue esperando por el siglo XXI. Claro que, afortunadamente, del Canal Habana lo que menos importa es la serie de clips de habaneros habanerados. Ese canal que tiene por slogan “Desde la capital de todos los cubanos”, ha transmitido las cuatro primeras seasons (el pasado mes de mayo/07 finalizó en Estados Unidos la séptima y última temporada) de una serie cuyos personajes viven en un pueblecito ficcional de Connecticut. Gilmore Girls. Criaturas adorables y excéntricas, referencias pop en altas dosis y comida chatarra. Es suficiente para mí, gracias. Por el momento no quiero más capital que Stars Hollow. Tengo un póster con las dos estrellas protagónicas –Lauren Graham y Alexis Bledel– y con una estupenda frase: “Life is short. Talk fast.”
Jorge Enrique Lage. La Habana• 79
Momentos maravillosos
UNO La cosa empieza o, mejor dicho, la cosa termina así: recibo un e-mail de un amigo escritor con el encabezado VONNEGUT, en mayúsculas. Feliz, lo abro pensando que se trata de la confirmación de que Vonnegut, por fin, ha terminado su nueva y largamente anunciada novela y que está por salir y todo eso. Pero no. Abro el e-mail y lo que se lee allí, también en mayúsculas, es una sola, incontestable y definitiva palabra: MURIÓ. DOS Y está claro que más temprano que tarde tenía que ocurrir: Vonnegut había alcanzado con gracia y con toda su cabellera intacta los 84 años. Pero lo que no pudo el bombardeo a la ciudad alemana Dresde (al que sobrevivió y que inspiraría Matadero-5, su obra maestra y una de las grandes novelas del siglo XX y de cualquier siglo que haya pasado antes y vaya a venir después), algún intento de suicidio, y el incendio de su casa en Nueva York, lo consiguió una caída hace un par de semanas –me entero ahora, viendo pasar desde la ventana de la pantalla de mi computadora el desfile de necrológicas– que derivó en lesiones cerebrales y adiós. Así, hoy, el mundo tiene una célula especializada en actividad menos en los tiempos en que más necesita de la función y acción de células especializadas. Me explico: Vonnegut consideraba a los escritores y entendía a los escritores como células especialidades en el tejido de la humanidad. Mejor que lo explique él: “Mis motivos para escribir son del tipo político. Yo estoy de acuerdo con Stalin y Hitler y Mussolini en cuanto a que todo escritor debe servir a su sociedad. Está claro que no estoy de acuerdo con estos dictadores en cómo los escritores deben servir a esa sociedad. En lo que a mí concierne, yo creo –tienen que serlo desde un punto de vista biológico– que deben ser agentes de cambio. Los escritores son células especializadas dentro del organismo social. Y son células evolucionistas. La humanidad todo el tiempo está intentando convertirse en otra cosa; está experimentando con nuevas ideas todo el tiempo. Y los escritores son el medio por el que esas nuevas ideas son introducidas a la vez que un medio de responder simbólicamente a la vida”. Vonnegut también comparaba a los escritores con esos canarios que se ponen en jaulitas al fondo de las tripas de las minas. Esos canarios que son los primeros en morir cuando comienza a escasear el oxígeno y, con su último canto, les avisan a los mineros que están en problemas, que se vienen tiempos difíciles. Y recordarlo: Matadero-5 concluía con un pajarito canturreándole al viajero temporal Billy Pilgrim. La idea era que el canto de un pájaro era lo más inteligente que se podía oír entre tanta insensatez y palabras altisonantes y estupidez desbordada. Ahí está Billy Pilgrim, al final de una guerra que termina –se sabe– nada más que para que pueda empezar otra. Y un pájaro le dice a Billy Pilgrim: “Poo-tee–weet?”. TRES Y hay algo especialmente doloroso en la muerte de un escritor al que uno le debe tanto. Cuando se muere un escritor que para uno es fundamental se accede a la certeza de que ya no habrá más libros de ese escritor. O tal vez sí: porque la división ectoplasmática de la industria editorial cada vez tiene mejores mediums a la hora de rastrear materiales perdidos e interpretar golpes sobre la mesa de tres patas. Pero serán libros póstumos firmados por Vonnegut pero sin Vonnegut para comentarlos desde este lado de todas las cosas. A ver si se entiende, si me hago entender: Vonnegut es, para mí, uno de esos escritores a los que se necesitan en tinta y papel y en carne y hueso. Saber que están ahí mirando y pensando y poniéndolo por escrito en estos tiempos tan vonnegutianos donde los dementes marcan el paso y donde ya no estará su inteligencia para, por lo menos, ayudarnos a reír frente a tanta postal del espanto. Está, permanece, quedará por siempre y para siempre, Una Inmortal Obra Más Mayúscula que todas las efímeras mayúsculas que ahora anuncian la muerte de su autor. Una obra que –como escribió en el prólogo a los ensayos de críticos recopilados en el volumen At Millennium’s End– le hacía sentirse, simplemente, un tipo afortunado. “Cuando contemplo hacia atrás mi increíblemente afortunada carrera como escritor, me da la impresión de que nunca hubo tiempo para detenerme a pensar. Todo ha transcurrido como si yo esquiara por la pendiente de una montaña escarpada y peligrosa. Y cuando miro hacia atrás y veo la marca que dejó mi esquí en la nieve comprendo que lo único que he hecho es escribir una y otra vez sobre gente que se comportó decentemente en una sociedad indecente”, prologó allí. Dicho esto, sólo cabe agregar que pocas veces unos personajes decentes se parecieron tanto a su decente creador. Y esto es lo que muchos le critican a Vonnegut: el que las páginas de sus libros estén tan firmemente unidas a las hojas de sus calendarios. A mí me parece un placer para el lector y un privilegio para el escritor. Así, los libros de Vonnegut sin Vonnegut aquí pero con Vonnegut en todas partes son por fin, me parece, iguales a los libros que se leen en el planeta Tralfamadore desde donde Billy Pilgrim –feliz prisionero y fugitivo mental– nos lee a todos nosotros. Allí se nos explica que “los libros de ellos eran cosas pequeñas. Los libros tralfamadorianos eran ordenados en breves conjuntos de símbolos separados por estrellas. Cada conjunto de símbolos es un tan breve como urgente mensaje que describe una determinada situación o escena. Nosotros, los tralfamadorianos, los leemos todos al mismo tiempo y no uno después de otro. No existe ninguna relación en particular entre los mensajes excepto que el autor los ha escogido cuidadosamente; así que, al ser vistos simultáneamente, producen una imagen de la vida que es hermosa y sorprendente y profunda. No hay principio, ni centro ni final, ni suspenso, ni moraleja, ni causa, ni efectos. Lo que amamos de nuestros libros es la profundidad de tantos momentos maravillosos contemplados al mismo tiempo”. Kurt Vonnegut: gracias por tantos momentos maravillosos. Y buen viaje. Ø
El samurai
“La literatura se parece mucho a la pelea de los samuráis, pero un samurai no pelea contra otro samurai: pelea contra un monstruo. Generalmente sabe, además, que va a ser derrotado. Tener el valor, sabiendo previamente que vas a ser derrotado, y salir a pelear: eso es la literatura”, definió Roberto Bolaño en una entrevista. Y, en otra, agregó: “A la literatura nunca se llega por azar. Nunca, nunca. Que te quede bien claro. Es, digamos, el destino, ¿sí? Un destino oscuro, una serie de circunstancias que te hacen escoger. Y tú siempre has sabido que ése es tu camino”. Y una más: “El viaje de la literatura, como el de Ulises, no tiene retorno”. Y para concluir: “Lo brutal siempre es la muerte. Ahora y hace años y dentro de unos años: lo brutal siempre es la muerte”. Todas estas opiniones o respuestas o, mejor dicho, todas estas sentencias (reunidas y editadas por Andrés Braithwaite en el revelador y gracioso Bolaño por sí mismo: entrevistas escogidas, Ediciones Universidad Diego Portales, Chile, 2006) resultan no sólo útiles como introducción sino que, además, creo, ayudan a una más adecuada lectura y mejor comprensión de El secreto del mal y de La Universidad Desconocida, así como del resto de la obra de Bolaño. Es decir: samurai + destino + viaje + no retorno + muerte remiten al bushido o “camino del guerrero” (el arte de vivir y combatir como si uno ya estuviese muerto de los grandes espadachines japoneses, la habilidad de mirar hacia atrás, al presente, como si se lo hiciera ya desde el otro lado) y a una actitud paradó- jicamente híper-vital. Al núcleo creativo, el centro del que se desprende la ficción y la noficción de Bolaño alumbrada y oscurecida, siempre, por la sombra de la enfermedad y de la muerte que podía llegar –y llegó, puñal en alto– a vuelta de página. ¿Y qué es lo que lleva a uno –apenas terminados de leer estos dos últimos libros de Bolaño– a ponerse a enhebrar respuestas de viejas entrevistas y a aventurar teorías más líricas que exactas? La respuesta sólida a tan leve enigma no la tengo clara, pero aventuro una sospecha: Bolaño es uno de los escritores más románticos en el mejor sentido de la palabra. Y un acercamiento a él y a lo que escribió contagia casi instantáneamente una cierta idea romántica de la literatura y de su práctica como utopía realizable. Unas ganas feroces de que todo sea escritura y que la tinta sea igual de importante que la sangre. En este sentido, la obra de Bolaño ahora, para bien o para mal, inevitablemente acompañada de la leyenda de Bolaño, es una de las que más y mejor obligan –me atrevo a afirmar que es la más poderosa en este sentido dentro de las letras latinoamericanas– a una casi irrefrenable necesidad de leer y de escribir y de entender al oficio como un combate postrero, un viaje definitivo, una aventura de la que no hay regreso porque sólo concluye cuando se exhala el último aliento y se registra la última palabra. Algunos podrán pensar que éste es un sentimiento adolescente e incluso infantil. Allá ellos. Pero, sí, lo cierto es que tanto los relatos como los poemas de Bolaño (así como las novelas y sus breves ensayos y conferencias y, ya se dijo, sus entrevistas por lo general respondidas por escrito a vuelta de e-mail) acaban en realidad ocupándose de una única e inmensa cosa: la persecución y el alcance –esté simbolizada en alguien llamada Cesárea Tinajero o en alguien que responde al nombre de Beno von Archimboldi– de la literatura como si se tratara de una cuestión de vida o muerte, de la literatura como Génesis y Apocalipsis o Alfa y Omega. IDAS Una cosa está clara, no hay dudas al respecto: Bolaño escribía desde la última frontera y al borde del abismo. Sólo así se entiende una prosa tan activa y cinética y, al mismo tiempo, tan observadora y reflexiva. Sólo así se comprende su necesidad impostergable de ser persona y personaje. No importa –mal que les pese a los patológicos patólogos siempre a la caza de la no-ficción en la ficción– dónde termina Bolaño y comienza Belano. Lo que importa es que el primero haya creado al segundo para que lo sobreviva y que no se haya quedado en una mera alucinación de alguien que, por momentos, jugueteaba románticamente con la posibilidad de que incluso Bolaño fuese un personaje de Bolaño. Alguien que, en alguna conversación, llegaba incluso a fantasear con la posibilidad a la Philip K. Dick de –en verdad– haber fallecido diez años antes de su muerte, durante su primer shock hepático, y que la última década de su existencia –conteniendo casi la totalidad de su “vida de escritor” en una acelerada progresión a la que podría definirse como beatlesca en términos de tan grande progreso en tan pocos años– no fuera otra cosa que un delirio agónico. Y así fue, creo –pienso aquí más como narrador que otra cosa–, cómo la constante amenaza del final resultó en el alumbramiento de una de las obras más enérgicas de las que se tenga memoria dentro de la literatura en castellano. La aparición de estos relatos y poemas coincidiendo con el importante lanzamiento en Estados Unidos de Los detectives salvajes –The Savage Detectives, Farrar, Straus & Giroux– a la que publicaciones como The New Yorker (donde se le inventa un pasado heroinómano), Bookforum, The Virginia Quarterly Review y The Believer y periódicos como The New York Times y The Washington Post han dedicado elogios encendidos y muchas páginas, vuelve a poner de manifiesto no sólo la particular calidad de su escritura sino también su poderosa influencia entre los lectores jóvenes y su vertiginoso ascenso en los rankings, para euforia de los que disfrutan de estas cuestiones canónicas e histéricas. (Para todos ellos, vaya un dato atendible y entre paréntesis: una reciente y muy publicitada encuesta colombiana con votantes de todo el mondo-intelligentzia en castellano lo ha colocado tercero y pisándole los talones a Gabriel García Márquez y a Mario Vargas Llosa. Allí Bolaño obtuvo más votos que ambos boom-popes pero repartidos en tres obras ubicadas en los tramos más empíreos de la lista. Lo que significa que, si se hubieran concentrado todas las adhesiones en sólo una de las tres novelas mencionadas, ésta se habría impuesto a El amor en los tiempos del cólera o a La fiesta del chivo. Hasta donde sé, cosa rara o no tanto, ni el escritor colombiano ni el escritor peruano han manifestado haber leído algo del escritor chileno, quien superó a ambos como “el escritor más influyente de la actualidad” en otra encuesta de un frecuentado blog del escritor Iván Thays. Bolaño, no está de más apuntarlo, sí solía leer y preocuparse y comentar –para bien o para mal– lo que hacían bien o mal narradores más jóvenes que él.) Una cosa está clara: la vitalidad de su obra demuestra que el Bolaño escritor está más vivo que nunca. Queda por averiguar cuál será su efecto a nivel editorial en el panorama extranjero: ¿se les pedirá ahora a los escritores latinoamericanos –a los descendientes de aquellos a los que alguna vez se les exigió mujeres voladoras y aguaceros de siglos– la clonación en serie de poetas indómitos o de escritores fantasmagóricos? ¿Se convertirá Bolaño –como Cesárea Tinajero o Beno von Archimboldi– en un tótem talismánico para jóvenes con las manos manchadas de tinta negra o electrificadas por teclados? Quién sabe. De entrada, la ya mencionada edición norteamericana de Los detectives salvajes decide arturobelanizar a Bolaño prefiriendo, en su solapa, una foto juvenil de un inédito a una del autor maduro reconocido y reconocible, prefiriendo vender el personaje antes que por la persona. Más romanticismo, aunque de un cariz distinto. VUELTAS Ahora, dos libros de naturaleza muy distinta vienen a engrosar la obra de Bolaño. Son dos libros póstumos (“Póstumo suena a nombre de gladiador romano. Un gladiador invicto. O al menos eso quiere creer el pobre Póstumo para darse valor”, sonrió muy en serio Bolaño en otra entrevista) pero, en su misma naturaleza ectoplasmática, de signo muy diferente. Los relatos y conferencias y fragmentos de El secreto del mal fueron rescatados y ordenados por el crítico y amigo Ignacio Echeverría a partir de una expedición al disco duro del ordenador de Bolaño. En cambio, La Universidad Desconocida –tal como explica su viuda, Carolina López, en la nota titulada Breve historia del libro– se trató y se trata de una obra cuidadosamente pensada y estructurada por Bolaño a lo largo de muchos años y que, tal vez por sentirla como algo final y sin vuelta, nunca quiso publicar en vida. Así, mientras El secreto del mal puede leerse como los mensajes en ocasiones difusos pero claros de un espectro, La Universidad Desconocida (más allá de que varias de sus partes fueran publicadas en vida por Bolaño) adquiere, aquí y ahora, el carácter de summa testamentaria. Así, El secreto del mal abre –aunque interrumpidas– líneas hacia el futuro, mientras que La Universidad Desconocida se nos presenta como el omnipresente Fantasma de las Navidades Pasadas. Dice bien Echevarría en la nota preliminar a El secreto del mal que “la obra entera de Roberto Bolaño permanece suspendida sobre los abismos a los que no teme asomarse. Es toda su narrativa, y no sólo El secreto del mal, la que aparece regida por una poética de la inconclusión”. Y es verdad y ahí está, por ejemplo, el final más que abierto de Los detectives salvajes o las febriles despedidas de novelas como Amuleto o Nocturno de Chile. De ahí que buena parte del atractivo de El secreto del mal resida en los contundentes comienzos de textos abandonados o postergados que, además, tienen la virtud de ampliar el mito de “Belano, nuestro querido Arturo Belano”. El poeta realista visceral –más una vida y alternativa en otra dimensión que un alter-ego del propio autor a quien, a pesar del anuncio de un suicidio en Africa, Bolaño decidió resucitar en varias ocasiones y hasta proponerlo como la voz futurista que comanda y ordena 2666– aparece aquí inédito y joven y preocupado por una hipotética muerte de William Burroughs (“El viejo de la montaña”), sorpresivamente consagrado para todos aquellos que lo querían maldito y loser para siempre, de regreso en México D.F. y de camino a la Feria del Libro de Guadalajara como “autor de cierto prestigio” investigando los últimos días de vida de su hermano de sangre y versos Ulises Lima (“Muerte de Ulises”) o lanzándose a la búsqueda de un hijo perdido en Munich en el fragor berlinés de una revolución juvenil y milenarista (“Las Jornadas del Caos”). En todos los casos, Bolaño emociona con el mismo tipo de alegría melancólica que, digamos, alguna vez nos produjeron los reencuentros con Philip Marlowe o Antoine Doinel o el Corto Maltés: pocas cosas resultan más placenteras y emotivas que el volver a acompañar a un viejo y curtido y aventurero amigo. El resto del material reunido oscila entre la estampa autobiográfica vivida o leída (“La colina Lindavista”, “Sabios de Sodoma”, “No sé leer”) o sintonizada en alguna de las muchas trasnoches televisivas de Bolaño, mutando a pesadilla despierta y zombie en el magnífico relato-movie “El hijo del coronel”. “El secreto del mal”, “Crímenes”, “La habitación de al lado”, el muy perecquiano “Laberinto”, “Daniela” y muy especialmente “La gira” (que en la figura del “desaparecido” rocker John Malone acaso insinúa el perfil de un nuevo fugitivo bolañista a perseguir) pueden leerse como inconclusas pero siempre esclarecedoras –en los pulsos de sus oraciones– llamadas telefónicas que su autor pensaba retomar cualquier noche de éstas marcando su número. De este modo, puede entenderse El secreto del mal como una colección no de greatest hits pero sí de imprescindibles lados B, demos y rarezas de esas que ayudan a escuchar todavía más y aún mejor aquellos grandes éxitos. Otra cosa muy distinta es el totémico La Universidad Desconocida presentándose como una suerte de companion postinfrarrealista hasta ahora escondido o de siamés invisible al real visceralismo de Los detectives salvajes. Porque si –como bien apunta Alan Pauls en su conferencia La solución Bolaño– “prácticamente ninguno de los poetas que se multiplican en las páginas de Los detectives salvajes escribe nada”, “no hay Obra” y que es precisamente debido a eso que la novela funciona como “un gran tratado de etnografía poética porque hace brillar a la Obra por su ausencia”, entonces La Universidad Desconocida es, por fin, la Obra. Mayúscula y arrasadora y aforística y, sí, sentenciosa y sentenciante. La Universidad Desconocida no es nada más que el libro más autobiográfico de Bolaño –alguien que se sentía poeta por encima de todo y en el que la línea que separa a los géneros se cruza una y otra vez como se cruzan las fronteras en sus dos novelas más voluminosas unidas por la membrana indestructible de lo epifánico– sino, también, una Divina Tragicomedia. Una suerte de íntimo Manual Para Ser Bolaño de uso limitado y de autoayuda sólo para él mismo, pero sin embargo perfecto para que sus lectores puedan rastrear los muchos y largos viajes de su inspiración. Un tractat –de ahí que este libro, además de trascendente, sea peligroso por su potencia radiactiva a la hora de tentar con reproducir un estilo inimitable que, de intentárselo, me temo que resultaría en torpe parodia– al que incautos o irresponsables tal vez interpretarán, más que equivocadamente, como un promiscuo y apto para todo público Manual Para Ser Como Bolaño rebosante de slogans y mandamientos y pasos a seguir y calcar por fans adictos compulsivos, muchos de ellos desgraciadamente más excitados por el Bolaño que maldice a Isabel Allende que por el Bolaño que bendice a James Ellroy. Después de todo, Bolaño trabaja aquí con los lugares comunes y los clichés de la bohemia pero –en esto reside el valor y el genio del libro– convirtiéndolos en algo indivisible y suyo. Quienes se limiten a disfrutarlo sin intenciones epigonales encontrarán aquí algo mejor que el mapa del tesoro: el tesoro mismo. Casi quinientas páginas monologantes, veloces, tan subrayables y, sí, descarada y noblemente románticas que se leen y se viajan hasta experimentar esa rara forma del desfallecimiento que sólo se experimenta luego de la más plena y satisfecha de las felicidades. Páginas ya conocidas de Los perros románticos, Tres, Amberes –y otras más oscuras publicadas en antologías y revistas– encuentran aquí su sitio exacto y su posición precisa como piezas de un puzzle que ahora, por completo, no sacrifica nada de su misterio sino que lo intensifica. Los poemas de La Universidad Desconocida –épicos y domésticos– aparecen surcados por nombres de países y calles, de libros y de películas, de escritores y de seres queridos que resultarán familiares para los ya habitués cartógrafos de la cosmogonía del autor. Pero por encima de todos ellos, resuena, una y otra vez, el país privado y la calle propia y la película protagonizada por el nombre Roberto Bolaño. Contemplándose desde adentro y desde afuera, parado frente a un espejo crepuscular o analizando su figura desde la distancia abstracta y casi sci-fi de la luz de los años transcurridos, leyendo desde la sala de lecturas del infierno o recitando mientras va poblando, amorosamente, los estantes con los libros que algún día leerá su hijo. La Universidad Desconocida –tal vez éste sea el mejor elogio posible a este libro almamater– se lee con el mismo asombro extático y pasmo eufórico con que alguna vez se leyó Moby Dick: otro libro raro y polimorfo y leviatánico, que no se sabe exactamente a qué especie pertenece, y que se las arregla para confundir y fundir al plan de su autor con el plano del universo. “Mi poesía y mi prosa son dos primas hermanas que se llevan bien. Mi poesía es platónica, mi prosa es aristotélica. Ambas abominan de lo dionisíaco, ambas saben que lo dionisíaco ha triunfado”, delimitó Bolaño en otra entrevista. Ahora, en estos dos libros, el samurai romántico que se cree invicto para darse valor vuelve a desenvainar su espada y, póstumo, a presentar combate. Y, aunque Bolaño asegurase que la guerra contra “el monstruo” está perdida de antemano, nada nos impide festejar –una vez más, mientras nos queden vida y viaje– el destino triunfal de estas románticas batallas.
Rodrigo Fresán. Buenos Aires • 63
gabo / miller
Gabo sonríe. Gabo es aplaudido. Gabo levanta, humildemente, el trasero y el mundo, solícito, se lo besa. Porque sólo lo ha repetido una centena de veces, Gabo aprovecha el Congreso de la Lengua Española para recordarlo: era como nosotros pero escribió de pronto, casi mágicamente, su novela emblemática. Bonita cosa. Para no decirlo yo, cito una declaración del cubano Antonio José Ponte: basta leer en paralelo Pedro Páramo y Cien años de soledad para descubrir de qué lado descansa de veras la literatura. Una virtud tiene Gabo: desnuda la tontería de casi cualquiera. Escritores que uno creería inteligentes se suman, sin rigor, al coro: aplauden, dan palmaditas, redactan los elogios más cursis. Algunos, torpes, afirman que Cien años de soledad “revolucionó” la literatura. ¿En serio? Como si escribir una prosa amena e imaginar una fábula melosa hicieran de uno un Franz Kafka o un Raymond Roussel. García Márquez no tiene siquiera escuela: se consume en sí mismo. Como no funda una literatura, es imposible seguirlo. Continuar su estilo, llevar apenas un poco más allá sus maneras, supone sumirse en el cursi patetismo del realismo mágico. Quien conoce a Gabo no deja de presumirlo. Yo lo presumo: hace poco me topé, en una librería, con Gabo. Era una tarde cualquiera. Si llovía, lo he olvidado. Recuerdo, eso sí, su despeinada melenita blanca y sus blancos pants de algodón, un tanto parecidos a los del Comandante. No me acerqué al Nobel pero puedo asegurar, pese a la distancia, que no brillaba ni flotaba. Lucía común, como mi tío de Coacalco o el desdeñado abuelo de Celaya. Pensé: ah, Gabo, y después pensé cualquier otra cosa. Ø Piénsese en Henry Miller. Piénsese en el Henry Miller más famoso. Es 1933 y París huele al Sena. Un estadounidense –sombrero, gafas, saco raído– descansa en un café. No es un hombre apuesto y, sin embargo, tiene dos mujeres hermosas. No las tiene allí, a su lado, sino allá, en su vida. Una, June, su esposa, es abnegada. La otra, Anaïs, su amante, una joven y promisoria escritora. Escapa de la primera. Vive de la segunda. Duerme con ambas, alguna vez al mismo tiempo. Es una vida envidiable. Podría sentarse a diario en el mismo café y saberse, placenteramente, el gran macho. No lo hace. En vez de atarse a la dicha, saca un cuaderno y una pluma. Escribe tosca, obsesivamente. ¿Por qué lo hace? ¿Por qué alguien, tocado por la fortuna, lleva a su vida la angustia, el fracaso continuo de la escritura? No escribe cualquier cosa. Escribe algunas de las novelas más intensas de su siglo. Escribe Trópico de Cáncer y Trópico de Capricornio. Escribe Sexus, Plexus y Nexus. Escribe El coloso de Marusi. En todas, el sexo y la violencia. En todas, el exceso. No son novelas perfectas sino extremadas. Tienen páginas portentosas y otras, inválidas. Tienen demasiadas páginas. La contención, como el medio tono, como el afán de complacer, no existe. Se escribe para provocar y se provoca. Pocas obras resisten un símil incendiario: la obra de Henry Miller, brasas, quema. No nace del gusto clásico sino de la desesperación. No obedece al cerebro sino al estómago. Está escrita con bilis y, a veces, con semen. Su furia, no obstante, no es única. Al mismo tiempo, también en París, otro loco, Louis-Ferdinand Céline, escupe su rabia. Más lejos, en la América abandonada, John Fante despotrica una furia menos erótica. Años después, Thomas Bernhard, Fernando Vallejo, Elfriede Jelinek. Una familia de inadaptados. La escuela del rencor, de la ira. Sólo la rabia es poética. No importa ahora, en este espacio, la obra de Henry Miller. Importa su escritura. ¿Por qué escribe? ¿Por qué se escribe? En un mundo desolado, la escritura mantiene intacto su misterio. Hay algo incomprensible en sus móviles. Cuesta explicar a un hombre que se postra, arrobado, ante el idioma. Cuesta imaginar por qué se bate, angustiado, contra el lenguaje. Podría no hacerlo. Hay razones de sobra para no actuar y apenas unas pocas para hacerlo. Hay todavía menos motivos para escribir. La escritura es el acto más absurdo y, por lo mismo, el único válido. Se escribe porque sí. Se escribe porque la vida dura demasiado. Se escribe porque no se tiene valor para el suicidio. Se escribe por tedio, sobre todo por tedio. Pero Henry Miller no se aburre. Está en París, duerme con dos mujeres, escribe. Hay otros móviles en su escritura. Anaïs Nin, por ejemplo. Henry Miller escribe porque Anaïs Nin existe. Tiene 40 años al conocerla y ningún libro escrito. Se sabe escritor pero no escribe. Le falta un motivo, el motivo que detone el absurdo de la escritura. Ella, como suelen serlo las mujeres, es el motivo. Escribe para ella porque le es imposible escribir para todos. La literatura no es filantropía, mucho menos en su caso. Da vergüenza escribir para todos, como da vergüenza hacer el bien abstracto. Se escribe cuando una figura destaca entre las otras, cuando el lector implícito encarna. Existe Anaïs y por eso se escribe. Sólo por eso. Por todo eso. Hay testimonio de ello en la apasionada correspondencia que ambos sostienen, álgidamente, entre 1932 y 1935. Es la suya una de las relaciones epistolares más intensas, más sabias de la literatura. Empieza como un ilícito tráfico de fluidos y termina en el ensayo literario. Al principio, Anaïs escribe a espaldas de su esposo, Miller extrema la pasión (“Amo tu coño, Anaïs, me vuelve loco”) y ambos pactan encuentros furtivos. Más tarde, la pasión erótica merma y crece la intelectual. Intercambian textos, se leen, se critican. Miller guía a Anaïs, Anaïs motiva a Miller. Ambos, al fin justificados, se pierden obsesivamente en la escritura. A veces se encuentran en ella. Miller es un escritor instintivo. Es, de hecho, el escritor instintivo. Hay algo natural, orgánico, en su prosa. Escribe como defeca. Escribe, sobre todo, como fornica. La escritura es tan natural en él como el deseo. Desea escribir desde siempre y sólo carece de un objeto donde depositar tanta avidez. Cuando Anaïs aparece, desnuda y dispuesta, la escritura explota. Entonces el sexo y la literatura se confunden. El reto no será ya escribir sino contener, como semen, la escritura. Miller estalla, al revés de Anaïs Nin. Ella no explota al encontrarse con Miller: descubre la escritora que es. Ante el vértigo vital de aquél, reafirma su gusto por el equilibrio y el intelecto. Ante la grandeza del otro, se recorta finamente. No es la suya una literatura pasional: nace y se padece en el cerebro. No le interesa, como a Miller, el absoluto sino la delicada observación de un fragmento. Obtiene más de él que Miller de ella. Él necesita apenas un motivo para derramarse y la presencia erótica de Anaïs se lo provee. Ella, por el contrario, precisa de una razón para escribir y de un opuesto que la define. Miller le otorga, sin saberlo, todo ello. Sus escrituras nacen de impulsos distintos, pretenden cosas dispares. Anaïs Nin es clasicista: escribe para iluminar el mundo, para aclarar la existencia. Miller abraza la oscuridad: no escribe para disipar las tinieblas sino para sumirse, con los ojos abiertos, en ellas. Cree, como sus autores más admirados, que la vida yace allí, en lo más profundo de la noche. Dostoievski, D. H. Lawrence y Joseph Conrad afianzan su sospecha. Hay que ensuciarse las manos para narrar la vida. Hay que arrojarse al abismo para encontrar algún sentido. Hay que estrellarse contra el fondo para comprender que no hay sentido. No está solo Henry Miller en la narrativa de nuestros días. Lo acompañan J. M. Coetzee y Fleur Jaeggy, sus herederos indirectos, adictos a la oscuridad. Piénsese de nuevo en Henry Miller, estático en el café. Cae la noche lenta, pesadamente. El café, como París, remeda al desierto. Miller, solitario en un rincón, apenas nota la fuga de los otros. Escribe, obstinado, bajo la fatigada luz de un foco. No deja de escribir. Podría hacerlo, pero no lo hace. A 25 años de su muerte, su escritura es aún un misterio.
Rafael Lemus. MéxicoDF•77
Los aretes que le faltan a la luna
SI ME COMPRENDIERAS Dicen que una mujer recorrió toda la ciudad para encontrarse con Fidel Castro. Y dicen que dio con él. Se topó con Fidel en una esquina de El Vedado. ¿L y 23? No se dice, pero pongamos esta esquina como ejemplo, porque es la más conocida y céntrica de la ciudad. Esta mujer, dicen, era la autora de una canción. Adiós felicidad. Ela O´Farrill había escrito esta canción, que militaba en lo más auténtico del feeling. Me enteré de este episodio tras haber comenzado a leer Polémicas culturales de los 60 (cuya selección y prólogo fue realizada por Graziella Pogolotti), Editorial Letras Cubanas 2006. Sí, 2006. Ela salió en busca de Fidel Castro porque se escribió un texto crítico en el que se decía que Adiós felicidad no tenía cabida en el socialismo. He intentado imaginarme el rostro de Fidel tras dar de cara con Ela O´Farrill y escuchar sus palabras, pues según el prólogo del libro Fidel respondió divertido –sí, divertido– que los desenga- ños amorosos podían tener lugar en cualquier circunstancia. CONTIGO EN LA DISTANCIA A mediados del 2000 un amigo me prestó un libro. El placer de la zozobra. En aquella colección de ensayos encontré un texto de Raymond Carver. Debo confesar que a este americanito lo conocía casi de oídas, me seducían los comentarios que me habían hecho acerca de sus libros. Tras leer el ensayo firmado por Carver anoté una frase: “Todo gran escritor, o incluso todo aquel que sea bastante bueno, hace el mundo conforme a sus propias especificaciones. Lo que estoy refiriendo es algo afín al estilo, pero no es solamente al estilo en sí. Es el sello particular e inconfundible que el autor imprime a todo lo que crea. Es su mundo y nada más que su mundo.” La anoté y me propuse salir en la búsqueda de los libros de Raymond Carver. Y en una esquina de El Vedado –puedo asegurar que fue en L y 23–, me encontré con un amigo al que recién le habían mandado un paquete de libros, entre ellos De qué hablamos cuando hablamos de amor y Catedral. Después de hincarme de rodillas y rogarle me los prestó. Confieso que tuve que releerlos. ¿De qué se hablaba cuando hablaban de los textos de Raymond Carver? Tuve a mano también el libro ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor? Necesité más de una lectura. Y yo seguía perplejo. Yo seguía perplejo porque algo diferente a casi todo lo que hasta ese momento había leído tenía ante mis ojos. Leer a Carver era como acariciar erizos de mar. Leer a Carver era como cargar una escultura tallada en hielo. O saber que los extras que aparecen en las películas Serie B tenían al menos una oportunidad de hacer un protagónico –o que sin saberlo, ellos, como extras en esos filmes Serie B, hacían su papel protagónico–. O descubrir que la medicina forense y la literatura trabajan con un mismo material. Leer a Carver era reconocer que la piel es puro papel de lija. Pero a siete años de aquel encuentro con Carver leo un artículo firmado por Alessandro Baricco, y publicado en La Vanguardia, donde revela que, tras un texto publicado en el New York Times, decidió viajar a Bloomington (Indiana) y encontrar la Lilly Library.
Si baricco decidió desandar esta pequeña ciudad fue para encontrar la biblioteca a la cual Gordon Lish, el editor de Carver, había vendido todas las cartas y los escritos a máquina del viejo Raymond, en los que estaban incluidas sus correcciones. Si Alessandro Baricco decidió hacer el viaje fue para comprobar que era cierto lo que se decía en el artículo publicado en el New York Times: G. Lish tuvo más tino que Carver, eliminó buena parte del material original y además creó un estilo. Sí, creó un estilo. Y según Baricco es cierto. En su texto muestra algunas pruebas forenses para determinar si se podía dar crédito, por ejemplo, a que en el libro De qué hablamos cuando hablamos de amor, Lish había eliminado casi el cincuenta por ciento del texto original y había cambiado el final a diez de los trece cuentos. Y la respuesta es sí. Supongo que a partir de ahora un fantasma recorrerá la obra de Carver –y puede que sea este el origen de un desengaño amoroso para muchos–. Supongo que no existirá un momento en el día en que pueda apartarme de esta confesión. Puede que ahora el mundo de Carver nos parezca distinto, porque sabemos que no solo estamos leyendo a Raymond, sino también a Gordon Lish. Pero me resisto a pensar así. Y me resisto porque hay un material de origen a partir del cual surgió la Maquinaria Carver, la otra, la que llegó a nosotros a través de las diferentes ediciones de sus libros. Esa máquina de narrar tenía un mundo conforme a sus propias especificaciones, un sello particular e inconfundible. Era el mundo de Raymond Carver y nada más que su mundo. Es una suerte que Baricco diga que Gordon Lish “borró minuciosamente todo lo que podía calentar aquellos paisajes y, cuando era necesario, añadía aún más hielo. Desde un punto de vista editorial él tenía la razón: construyó la fuerza de un verdadero y propio modelo inédito. ¿Pero el punto de vista editorial es el mejor punto de vista?” Un día de estos me propondré caminar la ciudad para encontrarme con alguien que casualmente tenga las ediciones de los libros de Carver en los cuales solo esté el material primario. Solo los originales con esas supuestas líneas de más, con aquellos finales que suponen un Carver más soft, menos iceman pero con la piel como un pliego de lija. Pasaré por L y 23, en esta esquina es muy alta la probabilidad de que ocurran los encuentros. LOS ARETES DE LA LUNA Llovía débil la mañana en que me encontré con mi amiga estudiante de periodismo –la chica de falso cabello rubio, otra vez vestida de blanco, tela de hilo blanco que contrastaba con el gris ratón de la ciudad-. Ella no podía hacer auto-stop y coincidimos en la parada de ómnibus. Leía mientras esperaba la llegada del autobús que tomo para ir a mi trabajo. Leía en el momento en que llegó a la parada para escapar de la llovizna. Nos saludamos. Con un beso. En la mejilla. Dulce creyón en unos labios carnosos. y a bocajarro preguntó que leía. Polémicas culturales de los 60, selección y prólogo de Graziella Pogolotti, Editorial Letras Cubanas. “¿2006?”, preguntó. Le dije que sí. Y tuve que mostrarle la página donde estaban impresos los créditos de la edición. La chica de falso cabello rubio quiso saber qué tal estaba el libro y me encogí de hombros, recién comenzaba a leerlo. Hojeó el prólogo, el índice. Y sonrió. “¿Son todas las que están?”, preguntó. No pude evitar encogerme de hombros nuevamente. Cómo saberlo. Con qué patrón comparar. Le respondí que al menos debían estar todas las que son. Entonces volvió a sonreír y dijo que al parecer estábamos en la época de desclasificar archivos, de mostrar las “joyas de nuestra familia” y ver si por fin aparecían los aretes que le faltaban a la Luna. Me comentó que para ella sería muy útil averiguarlo, encontrar la respuesta, salir a la calle y preguntarle a alguien que hubiese vivido los sweet sixties. Sí, los sweet sixties, así dijo. Escampó. Mi amiga me preguntó si aquel libro era una buena señal –yo recordé a Ela O´Farrill, su caminata por toda la ciudad hasta encontrarse con Fidel Castro y la respuesta que recibió–. Pero no le dije que los desengaños amorosos podían tener lugar en cualquier circunstancia. Esta vez fui el que sonrió. Nos despedimos con otro beso. En la mejilla. Creyón de labios muy dulce en unos labios carnosos. La chica de falso cabello rubio se fue cantando esa vieja y bella canción donde se habla de los aretes que le faltan a la Luna, esos bellos pendientes guardados en un cofre en el fondo del mar.
Ahmel Echeverría. La Habana. 74.
El género aspiracional
Mi hermano es pintor, para mi gusto –nada objetivo por cierto–, es uno de los mejores que conozco. Le sobra talento, visión, humor, aunque tiene la desgracia de pintar y hacerlo bien, de enfrentarse pincel en mano con una tradición milenaria sin arrancar a los fáciles pastos de la provocación o el discurso mal traducido del franco-alemán. Para mí, eso siempre ha sido el arte, dialogar con Velázquez usando tus propios medios, tu propio mundo. La vanguardia, esa temerosa forma de valentía, esa mediocre forma de originalidad una y otra vez considera el diálogo de antemano roto para no tener que asumir el riesgo de agacharse ante el maestro y tratar de comprender su secreto. El arte de hoy es el laberinto uniforme de gente que quiere ante todo ser diferente de la misma manera. Como en el mundo de la poesía, en las artes plásticas flotan en el mismo magma genios absolutos y absolutos mediocres con discurso, todos a la espera de esta escasa recompensa que se llama prestigio, entregado éste por el Estado, la universidad o los coleccionistas. Es por ello la patria misma de los falsarios, de los ideólogos, de los estériles. Los poetas, como los artistas plásticos, viven de becas, gobiernos o mecenas privados y son por ello mismo, por obligación, a la vez amantes de los millonarios y de sus excesos, pero al mismo tiempo –porque eso es lo que las universidades compran– rompedores y de izquierda. La popularidad no tiene –generalmente– demasiada importancia para ellos. Esto permite en algunos casos una pureza completamente ausente del mundo de la narrativa, una radicalidad sana y envidiable, y en otros casos el reino de la charlatanería, la picaresca más desatada, la obsecuencia y la mentira piadosa. La poesía y las artes plásticas tienen aura, son por eso artes sacerdotales donde el trabajo consiste en demostrar al mundo que eres un elegido, que naciste poeta o artista. Los narradores –y los cineastas y los cantantes y hasta hace sesenta años también la gente de teatro– dependemos raramente del capricho de un coleccionista o de la aprobación de un estamento estatal, de una fundación privada o del beneplácito de un Estado. Nuestro arte se vende masivamente a un número indeterminado de personas que no necesitan ser exageradamente ricas o cultas para elegirnos o descartarnos. Nuestra novela puede querer tener aura, pero cada ejemplar de ella no lo tiene, o tiene el mismo que un paquete de chocolate o dos puros Montecristo. Mientras las artes plásticas y la poesía son aún un arte aristocrático, la narrativa es por fuerza un arte de clase media. El éxito y el fracaso dependen del prestigio, como en las otras artes, pero el prestigio sirve de poco si tus libros desanimados se quedan en el estante y no se convierten en conversación de sobremesa entre jubilados, dueñas de casa o profesores frustrados. Mientras al poeta le basta probar que es, y al artista que tiene estilo, el novelista tiene que hacer todo eso pero además convencer. La novela es un género aspiracional que, como buen burgués, confunde la seriedad con el número de páginas, el espesor con la opacidad, la inteligencia con el ingenio. Está entre medio, entre la épica y la sátira, entre la seriedad y la telenovela, entre el mundo popular y la alta cultura, entre el entretenimiento puro y el pensamiento impuro. Rastignac y Lucien de Rubempier, pero también el Quijote, Madame Bovary, David Copperfield, el narrador de la Búsqueda del tiempo perdido, y Leopold Bloom, las novelas cuentan una y otra vez la travesía del arribista, del snob, del hidalgo que quiere ser un caballero. Una historia una y otra vez autobiográfica; uno por uno los autores de estas obras pertenecen a una clase media incómoda, desheredados, hijos de deudores, primera generación de estudiantes, cobradores de impuestos, judíos ricos, o judíos pobres. Los novelistas pueden odiar la democracia, las novelas no pueden vivir sin ella. El poeta puede postular a ser el sacerdote de la tribu, su oráculo, su chamán, el narrador necesita las elecciones, no puede contar con el rayo del cielo, se sabe momentáneo, parte de su arte se basa en no ser fundamentalmente distinto al resto. ¿Qué otra cosa hacen, por lo demás, los políticos que someter a los electores relatos sobre la realidad? ¿No usan los escritores la misma demagogia, las mismas mentiras, la misma facilidad de palabras para que los lectores (esos electores sin e) plebisciten su obra? ¿No está el mundo de los narradores lleno de la misma fauna que la política: populacheros, manipuladores de masas, y de pronto un Churchill, un De Gaulle, un Allende? Una y otra vez los nobles de nacimiento, los simples snobs (Borges para no ir más lejos) y los proletariados enmarcados declaran muerta la novela. Una y otra vez la culposa clase media narradora está dispuesta a acatar el mandato, para en silencio volver a contar la misma historia, una y otra vez, una y otra vez. Las grandes esperanzas, una y otra vez, las Ilusiones Perdidas, siempre una y otra vez la misma novela: La historia de un joven de provincia que viene a la capital, o una niña, o un viejo que aspira a ese mundo de libros encantados donde todos son nobles y nadie sorbe a escondidas lo que le queda de sopa. Esa historia, pero también la contraria, la de una juventud dorada, la de una casa encantada llena de sirvientes y oro que una guerra, una borrachera, un rayo quemó para siempre. Da lo mismo si se va hacia arriba o hacia abajo; mientras la poesía puede ser horizontal, en la novela siempre hay un arriba y un abajo, siempre una caída, un rebote, una impureza que expiar o de la que felicitarse. La novela es la historia de ese movimiento, la prueba de esa incomodidad, mientras la poesía es la confirmación de que detrás de ese movimiento lo esencial sigue sin moverse.
Rafael Gumucio. Santiago de Chile•70
Tristes hombres del chaplin que mil y una vez tumbaron a la revolución cubana y después fueron tan gentilmente tristes que mil y una vez la hicieron sobrevivir
Se parece a Sean Penn en El asesinato de Richard Nixon. Usa bigotico obsceno. Ríe cobardemente. Y trasmite cierto aire de erudición o solemnidad bajo un traje raído de color gris rotoso. Aunque no se llama Sean Penn, por supuesto, ni Richard Nixon. En julio de 2007, a ras del Vedado, La Habana, Cuba, él simplemente ha perdido el nombre (tampoco le hace falta encontrarlo). Él es ahora el fin de una época y la coda de una generación. Y con eso ya me es suficiente para narrar. Insuficientemente narrar. A él, sin embargo, le basta sólo con ser puntual. Con entrar siempre de primero para ocupar su puesto eterno en última fila. The last in line. A estas alturas de la historia, lo menos que él desea es un cambio de perspectiva. Lo menos que él desea es que lo identifiquen con él. Un cinéfilo desconocido ha de ser un virtuoso de la invisibilidad: sólo así es posible sacarse la pinga en público y entonces tirar en paz. Pero en este punto quien entra en la escena soy yo. Porque yo también asisto a diario al cine Charles Chaplin de 23. Porque estoy allí para relatarlo, tal vez delatarlo: a él y a todo su gremiecito o exhibicionista complot. Yo soy a ratos el testigo y a ratos el cómplice de este pornográfico prestidigitador. De éste y de sus tristes colegas de sala oscura: ciudadanillos raídos en trajes de color gris rotoso, atorados por la demasiada angustia mitad onanista y mitad incivil; sean-pennes de pene en mano que nunca nadie les tocará (excepto el médico o el forense), richardnixones ridiculizados por el Estado y por Dios; hombres alguna vez convidados a creer en la palabra futuro, posproletarios de una utopía seminal que jamás eyaculó (los tiradores no se vienen, por definición); títeres cuyos hilos convergen todos en la portañuela (sin culpa y sin monserga moral, pero sin alegría y sin dignidad), iconos masturbadores de la insolidaridad humana en su estado crudo y carnal; augures del desastre antropológico que más temprano que tarde les pareceré a ustedes yo. La pinga humana se compone de: 1) la pinga genital o la pinga en sí (das Ping an sich); 2) la pinga simbólica. La pinga genital participa, entre otros determinismos, de la evolución biológica de la especie. La pinga simbólica es, sin embargo, la encargada de muchas manifestaciones espirituales del hombre, tales como: 1) la función ideológica o lingüística; 2) la función fáctica o exhibicionista. Hasta aquí, la cita más o menos plagiada de un manualito de difusión materialista, impreso en la URSS de los años setenta. En nuestro contexto social, la función fáctica o exhibicionista podría ser ahora, a su vez, la enfermiza esperanza de sacar de su despótica decadencia a la praxis de nuestra izquierda local. A partir de aquí, el diluvio reaccionario del hombre de derechas que nunca del todo seré (después de mí, el delirio). En julio de 2007 se celebra el Día de Todos los Mártires Inocentes, fecha patria en que el Ministerio de Cultura suspende cualquier fiesta pública nacional: sea cabaret, función de danza, teatro, carnaval, concierto, exposición, show de travestis o proyección de un film. Entonces los habituales del cine Chaplin se ven expulsados por decreto contra el contén. Cada año, ellos son los verdaderos mártires de esta efeméride, de cuyo histórico tiroteo (en 1957) ninguno se declara culpable. Cada año se les puede ver merodeando por allí con una pasividad sobrecogedora: una suerte de huelga de las pingas caídas, que sería noticia de primera plana en cualquier otro país (aun si no existiera la prensa). Algunos pernoctan en la acera de la avenida 23 (nadie podría confundir su alcurnia de tirador con la de un mendigo). Otros se acurrucan contra los vidrios de la Cinemateca (niños huérfanos de la institución audiovisual, pequeños valdés sin ticket ni beneficencia). Y otros se largan de madrugada hacia algún parquecito oscuro, siempre que sus bancos simulen la disposición de butacas del cine Chaplin (diáspora conmovedora por su patetismo híperreal, en medio de un siglo XXI tan adorablemente hipócrita y laissez-faire y cínico y make-believe). Pero es sólo un día de julio, no más. A lo largo y estrecho del 2007, a esta tropita pinguenciera le quedan 364 no-efemérides para ejecutar su venganza privada contra la nación (en años bisiestos ni siquiera se notaría la discontinuidad ministerial). Ellos disponen de 364 jornadas de automanoseo social, de 364 sesiones contraparlamentarias (tirar es el más fáctico de los verbos: es un fatum). Así reaccionan contra las resoluciones de política cultural, y le ponen, como de pasada, un diario punto final a las grandes construcciones discursivas de la revolución (pura pinga simbólica ideológica o lingüística, si hemos de respetar la taxonomía anterior). Los tiradores (que, reitero, no se vienen si son de verdad) funcionan como las termitas de un cactus patriarca: insectos que comen cosas (incluidas las espinas), hasta tumbar simbólicamente el tronco del árbol social. Son bichos que fugan por las rizomáticas galerías de túneles que ellos mismos cavan bajo los excines de lujo de la capital. Y son un contrapeso actancial tras medio siglo de ideología. Antes que el Anti-Cristo, serían el Anti-Verbum. Y masajean sus ciclos de carne antes que de Carnot: maquinitas de ondulación permanente, ya sin la retórica barrueca de un capítulo 8 que ninguna madre cubana leyó. Ellos son de pinga, por suerte desafortunadamente. Como yo. Por lo demás, todos tienen Libreta de Abastecimiento, residencia urbana legal, familias más o menos integradas al proceso desde Playa Girón y, para colmo, cargan agua desde una cloaca hasta la azotea. No hay nada que hacer al respecto por parte de la Seguridad. En gran medida estos terroristas del falo son, a la postre, un efecto colateral de la propia revolución. ¿Qué podría hacer yo ahora, salvo cronicarlos mitad con pánico y mitad con admiración? Siento que, en más de un sentido, nos merecemos esta conspiración de la pinga (nada obscena, por cierto, pues ninguna simbología lo es). Además, tampoco es para halarse los pelos (histeria de hembrita al descubrir a alguno sobándose en la butaca de atrás), pues ellos serán una amenaza pero son también el último chance de que resucite, aunque sea por carambola, la ya referida revolución. Es así. En una epoquita de deserciones en masa, sólo en el descaro de ellos yo me atrevería ahora a confiar. En esos mullidos hombres podría descansar entonces el sutil sentido histórico de una posrevolución entendida como continuum y no como corte. Japón, La Habana. Hay que inmolarse con un sable y una sábana, a falta de una bandera mejor. Ahí está el relato de Yukio Mishima, Patriotismo (amén de la biografía de samurai frustrado de este escritor). La Habana, Japón. Hay que fornicar en primerísimo plano hasta venirse o morir. Y ahí está el filme de Nagisa Oshima, El imperio de los sentidos (amén del porno manga y otras delicadeces: como el bondage o la práctica de comprar blumercitos usados por una escolar). En Cuba, para no variar, no tenemos maneras limítrofes de narrar así (aquí todo es meseta fósil sobre una plataforma insulada). En Cuba, ni la voz ni el sujeto nos dieron jamás para tanto (de la bucolia a la denuncia al choteo a un Partido Calvinista que excomulgó el jueguito de la ficción). De hecho, técnicamente en Cuba hace medio siglo o medio milenio que no existe la ficción (o es entendida sólo como una cuestión de género: pasto para peritos, puaf-puaf de provincianos pendejos). Y lo más triste del caso es que Cuba conserva, paradójicamente, la mayor reserva simbólica de pingas fácticas o exhibicionistas del mundo: un potencial renovable de tiradores natos de cine, cada cual con un asta en ristre, donde ondean sus cinco dedos en lugar de las cinco franjas (a falta de una bandera peor). Sospecho que cada uno de ellos es como un samurai humillado, incapaz incluso de darse muerte. Tal vez por eso, desde Paradiso hasta Boarding Home, en las novelas cubanas surgen personajillos patrios que no se saben matar; payasines de muelle que tienen que pedirle tristemente al mismo que se los templó (pienso en Foción y en Francis, para empezar): ¡por favor, mátame: para mí ya ha sido suficiente la realidad! Tristes hombres del Chaplin. Inconcebibles hombres-rana con la muerte buceando por dentro, en un sistema falocrático que contradictoriamente los margina contra un butacón. Últimos votantes de nuestra demasiado equitativa y pacata democracia pingopular. Seres que ya ejercen el verdadero oficio del siglo XXI: onania todas las noches. Y el más solitario, también. Porque si exhibir no es una suerte de radical y rabiosa escritura, entonces ninguna barbarie lo es. Tristes hombres del Chaplin. Sobremurientes a PM y a la obra taimada y tonta de un genio como Titón. Sedientos de un socialipsismo que se quedó sin lechita a mitad de ordeño. Tan arcaicos como el ICAIC, pero con una linterna mágica a punto de eyacular fotones veinticuatro veces en cada segundo. Héroes colimados entre una acomodadora en chancletas y un funcionario uniformado de civil. Víctimas de la vulgaridad constitucional: ángeles más caídos mientras más eréctiles. Tristes hombres del Chaplin. Espectaculares morrongas del Caribe, jugando al voyeur-ball en apagón y tie-break. Ellos son el minicuento privado de una noción de nación excluida por la megahistoria oficial. Ellos son nuestros mejores lectores al margen, al pie, entre líneas, o desde una analfabetosis contagiosa pero ignorada (si en este punto no hubiera entrado en la escena yo). Tristes hombres del Chaplin. Nadie les hará un monolito, pero yo les lego ahora y para siempre esta columna casi criminal. Se la merecen ellos y me la merezco yo: invisible de remate, al extremo de publicar esto con mi nombre en The Revolution Evening Post, sin que haya nada que hacer al respecto por parte de la Seguridad. Y, por supuesto, se la merecen ustedes si me han seguido sin despingarse simbólicamente hasta aquí. No hace falta, pero permítanme, por favor, repetir el título toda vez rebasado este umbral de familiaridad. Es una frase magnificente que en reiteratura cubana nadie antes la osó escribir: tristes hombres del Chaplin que mil y una vez tumbaron a la revolución cubana y después fueron tan gentilmente tristes que mil y una vez la hicieron sobrevivir. Un último desvarío: de cara al Estado todos somos a priori como tiradores de cine. Yo mismo he hecho la prueba de sacarme la pinga someramente a mitad de filme, a ver si es cierto que uno percibe los estertores demoníacos de la libertad. A ver si algo en mi cerebro despierta o se hace añicos, cric-crac, y se me quitan las lagañas de este suicidium vivendi con que habito en el sistema más festivo de la humanidad (dentro de las efemérides, todo: podría ser el slogan). A ver si, por lo menos, una manito blanca se compadece de mi desasosiego y se anima a manipular mi órgano simbólico o genital (encuentro lejano de ninguna especie). Mi performance, por supuesto, jamás ha tenido éxito. Ya es imposible aquel intempestivo nietzscheano capaz de darle un mandarriazo a las imágenes dominantes de la realidad. Será que yo tampoco he sido Sean Penn. Ni Richard Nixon. Lo cierto es que al final termino guardándomela sin mayor erección, inhibicionista entre el ridículo y lo humillante. Y después, nada. Deambular de vuelta a casa por la avenida 23. Tan triste como los chaplinéfilos verdaderos, pero sin la emoción oscura de haber protagonizado ni un solo fotograma de la revolución. Es horrible, es horrible. No sé. Supongo que mi pinga simbólica se agota a sí misma en su excesiva función ideológica o lingüística. De manera que ningún acto mío me involucra de veras a mí. De pronto todo me flota como si estuviera relleno de pajuza mental, si bien tampoco quisiera cambiar de perspectiva a estas alturas de la historia, pues lo menos que deseo ahora es que me identifiquen conmigo. Aunque ser un virtuoso de la invisibilidad no baste para ser un cinéfilo desconocido y tirar entonces en paz.
Orlando Luis Pardo Lazo. La Habana• 71
Página de policía
Lo confieso con orgullo, con legítima satisfacción: soy lector asiduo de la página de policía de los perió- dicos. El fait divers, como dicen los franceses, se alumbra de emoción y de certeza, de una veracidad profunda que excluye las penumbras y los equívocos. Posiblemente ese gusto se implica a un recuerdo. Hace largos años trabajaba en un periódico. El director, refrescando su esternón con un abanico de guano, presidía unos consejillos eruditos. Se canjeaban ideas y pensamientos. Se urdían campañas mastodónticas sobre la diversificación de cultivos. Se elaboraban artículos tremendos sobre los postes de la muerte, subrayando con datos estadísticos el número de cráneos que habían sido estropeados al chocar contra esas rebarbativas trancas urbanas. Los postes de la muerte suscitaban inmediatamente en el espíritu del director una asociación de ideas. Se volvía hacia el Jefe de Información, que era un muchacho silencioso, extraño, taciturno y de malas pulgas, y le decía: —Quiero para mañana una primera página hecha sobre un charco de sangre. El Jefe de Información, sonriendo tenuemente y con respeto, replicaba: —Es una lástima que no tengamos a Jack el Destripador en La Habana. Con su presencia en nuestra capital, acaso podría hacer una primera página sobre un charco de sangre. El Director, adobando con una mano judicial sus bigotes prolijos, interpelaba nuevamente al Jefe de Información: —En materia de charco de sangre, ¿qué tenemos para mañana? —Hasta ahora, que son las siete de la noche, muy poca cosa: Un viejo que apareció ahorcado en la calle Trocadero, pendiente de una lámpara; un sujeto que se produjo una fractura conminuta de los huesos cuadrados de la nariz al resbalar sobre una cáscara de piña; un chino al que le robaron de su puesto de frutas una tajada de melón. El Director interrumpía: —Dice usted que un chino resbaló sobre una cáscara de melón. —No, señor. Quien resbaló sobre una cáscara de piña fue un cubano. Al chino le robaron una tajada de melón de su establecimiento. Inmediatamente, el Director se volvió hacia mí, que era editorialista del periódico: —Hágame el favor de escribir un artículo de fondo abogando, como siempre, por el cultivo de la piña, pero señalando el hecho censurable de que las cáscaras de piña no deben abandonarse imprudentemente sobre la vía pública. Y sin transición, dirigiéndose al Jefe de Información: —Nada de eso sirve para una primera plana hecha sobre un charco de sangre. Un viejo ahorcado, un suicidio vulgar, un hombre que se desliza sobre una cáscara de piña, un chino al que le hurtan una tajada de melón. Muy pobre todo eso. Mire: al viejo ahorcado, al hombre que resbaló sobre una cáscara de piña y al chino con su tajada de melón, me los manda para la página de policía. Ah, tristeza: aquel Director no comprendió, porque era nuevo en este oficio doloroso, todo el encanto diáfano, fluídico, inmaterial que hay en el suceso de policía menudo, opaco y sin relieve. Y sin embargo, loado sea Dios, es en la página de policía donde uno encuentra la vida tal como es, donde uno se tropieza, para aromar el espíritu, con la belleza pura, resplandeciente, sin escorias y sin intermediarios, de lo cotidiano. Por encima de todo, hay determinada correspondencia entre algunos sucesos de los que llaman los reporters “policía chiquita” y las hazañas que tienen por decorado la pista de un circo. Ved, por ejemplo, ese suceso tan frecuente: un niño se tragó un níquel. Uno piensa de inmediato en el hombre infinitamente triste que para ganar su existencia se dedica a comer candela. Es, poco más o menos, la misma cosa. Además, un niño que muestra esa capacidad esofágica hasta el punto de tragarse un níquel y devolver tan sólo tres centavos por el vehículo del lavado de estómago, está demostrando un claro sentido de la política. Ah, sí: en ese níquel engullido y en ese níquel residual hay, fecundo, activo, anticipatorio, un estadista. Ah, aquella noticia que desdeñaba un director ligero: un hombre resbaló sobre una cáscara de piña. Es, aparentemente, un suceso ínfimo, trivial. Pero ahí también, en esa piel arisca de piña y en ese deslizamiento imprudente –en lo que pudiéramos llamar un patinazo– hay, sintética, objetiva, lapidaria, sin literatura, la biografía breve y elíptica de cualquier estadista, de cualquier adalid de estos tiempos difíciles y desventurados. Ø
Los inventores
En los periódicos hay un cargo difícil: es el hombre encargado de recibir a los inventores. Es un cargo que exige cualidades excepcionales de paciencia, de mansedumbre, de resignación. Generalmente se escoge para esa tarea un redactor que esté en vísperas de suicidarse con tinta rápida o el que horas antes haya atrapado un terminal. El término medio no cabe en esta materia. Una vez desempeñé ese cargo con carácter interino. No he olvidado la tarde, una abrumadora y tórrida tarde de agosto, en que recibí a dos inventores. El primero era un hombre trigueño con unas manos enormes que manejaban unos planos. El segundo era un hombre rubio con unas manos pálidas que manejaban estadísticas. El primero, con un entrecejo fosco, dijo: —He sometido mis botas autolocomocionales al Secretario de Defensa. Si usted me lo permite voy a suministrarle una breve explicación. La bota autolocomocional está dotada de un resorte. Vea usted: es la figura A. De ese resorte brota un hilo conductor, un alambre de doce pulgadas que comunica con el corneta de órdenes. Ese alambre puede ser dulce, puede ser amargo. Lo mejor es revestirlo con un forro para evitar la oxidación del corneta de órdenes. Esto que usted sospecha que es una tripa primaria es el alambre. Se trata de un procedimiento in-genioso. El corneta de órdenes surge en el dormitorio de la tropa. Ejecuta la diana, aunque yo sugiero que ejecute los primeros compases de la marcha de “Aída”. Este es un punto que le expondré luego con más calma. Brotan los compases de la corneta. El hilo conductor empieza a funcionar. Una de sus ramas determina un gesto ritual en cada soldado: restregarse los ojos. Otra de las ramas, que funciona por electrólisis, moviliza las botas. Estas, naturalmente, sin esfuerzo, van hacia los pies de los soldados. Todo esto representa un ahorro de cinco millones para el Estado y de cinco minutos para cada hombre de la tropa. El Secretario de Defensa me ha dicho que vuelva el martes. He obtenido la patente de mi invento. Espero que usted haya comprendido mi explicación y que haga una campaña magnífica a favor de mi obra, que es el invento de un cubano. El segundo, sacudiendo sus estadísticas, el rostro jovial, con esa jovialidad ingenua y fresca que sólo tienen los sepultureros, me dijo: —He estudiado largamente el problema del azúcar. Durante innumerables noches he buscado en la estadística la fuente de la explicación. Y la he hallado. Se la recomiendo: una estadística después de las dos principales comidas. Es milagrosa la estadística –y digestiva como la zanahoria. Ah, sí, apoyándome sobre los antecedentes que suministra la estadística, he llegado a la conclusión de que nuestro mercado azucarero debe estar en China. Ahora bien, un mercado no se alcanza con sólo enunciar el propósito. Es necesario penetrarlo, saturarlo, inducirlo a la compra mediante la persuasión inteligente. Yo he pensado en el boniatillo. Puede hacerse un primer envío de cuatrocientos millones de boniatillos. Boniatillos individuales, semejantes a chorizos. Cada uno en su caja: una linda caja, desde luego, un envase delicado que contenga una palma en el anverso, una décima en el reverso y el boniatillo en el fondo, tierno, fragante, azucarado. Ese envío, ciertamente, será “al graten”, quiero decir, gratis. La cuestión consiste en que el boniatillo individual sea saboreado por cada chino. Piense usted –y así se lo hice saber al Secretario de Agricultura– en la propaganda maciza que representa cuatrocientos millones de chinos hablando a la vez del boniatillo de Cuba. En realidad, hablarán del azúcar de Cuba, porque en lo endógeno de cada boniatillo, se encontrará nuestro azúcar. He hecho ciertos cálculos: sin costos excesivos puede hacerse tres envíos sucesivos de cuatrocientos millones de boniatillos, también gratis. Se operará, entonces, el fenómeno de persuasión. El chino adoptará el hábito del boniatillo. Tengo la seguridad que pedirán un cargamento inicial de veinte millones de boniatillos y eso producirá inmediatamente el aumento de tonelaje de nuestra zafra azucarera. Es, de un solo golpe, la íntegra restauración de nuestra economía, porque el boniatillo no sólo acrecentará nuestra producción de azúcar, sino que estimulará el cultivo del boniato. Así hablaron, uno tras otro, ambos inventores. Acaso eran hombres que poseían una amplia capacidad para agrupar ensueños, para reunir ilusiones. Acaso, como dicen los neurologistas, estaban un poco tocados del queso. Pero no sonreí ante sus palabras, porque los inventores que vienen a los periódicos son como niños que corren tras juguetes nuevos.
El paraguas del samurái
En L’Equinoxe de septembre, acaso su mejor libro, Henry de Montherlant cita una anécdota extirpada de la literatura heroica japonesa, para definir con un ejemplo su concepción del heroísmo a la manera griega, a la manera de Aquiles que no tiene necesidad de odio ni de cólera para combatir. He aquí la anécdota. Un samurai acude al terreno donde va a batirse a duelo. Llueve. Para resguardarse abre su paraguas. Adelanta unos pasos y advierte a su adversario, otro samurai, que llega al terreno del honor. Este no tiene paraguas y la lluvia le cae sobre los hombros, sobre su traje de seda. El primer samurai, cortés y delicado, avanza hacia su adversario y le ofrece el abrigo de su paraguas. El segundo samurai sonríe con gratitud mostrándose sensible a la cortesía. Ambos, muy cerca uno del otro, marchan lentamente por el terreno del honor, debajo del paraguas que levanta en sus manos el primer samurai. El primer samurai y el otro samurai, su adversario, debajo del mismo paraguas, conversan con sosiego, deploran aquella mañana de lluvia, se quejan de la humedad. Uno y otro, debajo del paraguas, marchan sin prisa, sonríen, canjean sus pensamientos. Llegan, en fin, unidos bajo el paraguas, al lugar en que van a batirse. El primer samurai abandona el paraguas. El segundo samurai lo coloca cerca de un cerezo para que escurra. Inmediatamente, desenvainan sus sables y se matan los dos. Henry de Montherlant, el autor de Service inutile, después de contar esta anécdota exclama serenamente: Bajo este paraguas simbólico debieran colocarse las relaciones entre los pueblos y los hombres llamados a combatirse. La anécdota es encantadora y me trae el recuerdo de un duelo al que asistí hace varios años. Los contendientes eran intrépidos, con un gusto del riesgo, con una inclinación incoercible hacia el peligro. El duelo era a sable, y en una nave situada en Luyanó donde se archivaban maderas, motores de auto-móviles, hierros retorcidos. Era una fría tarde de diciembre. Los adversarios llegaron al terreno con sus padrinos, los médicos, el Juez de campo e innumerables invitados. No estaba lloviendo. De ahí que el primer samurai no le ofreciera a su adversario el abrigo de su paraguas. Comenzaron los preparativos. Uno de los padrinos abrió la caja que contenía los sables. Ah, qué hojas flexibles, vibrantes. Como se dice profesionalmente cortaban un pelo en el aire. Todos retrocedieron. No. No. No parecía prudente dejar aquellas armas de esquela mortuoria y de necrocomio entre las manos de unos adversarios que emanaban bravura. Alguien sugirió amortiguar las hojas. Fueron melladas, privadas de toda peligrosidad. Los contendientes, obedeciendo una orden severa del Juez de Campo, retiraron la chaqueta, el chaleco, la camisa, la camiseta. Uno de ellos suspiró y dijo: —Está fría la tarde. No saldré herido pero, en cambio, estoy a un milímetro de la pulmonía. Y el otro, un poco melancólico, exclamó: —Exacto. De aquí salgo con un catarro. El Juez de Campo alzó su bastón, fue de uno a otro contendiente y de pronto, imperativo, enérgico, pronunció las palabras rituales: —¡En guardia! ¡Adelante! Chocaron los sables con furia y con brío. Fulguraban en el aire, extenuando una geometría de violencia. Agudos, implacables. De repente, el Juez de Campo, formidable de autoridad, irrumpió con su bastón en el terreno de los contendientes y lanzó un mandato: —¡Alto! Todos extendieron el pescuezo. El Juez de Campo proclamaba que uno de los adversarios estaba herido. Los médicos avanzaron con sus cajas menudas. Agua oxigenada, puntos metálicos, tintura de yodo, una palangana breve, apta para remojar un corte de sable o media docena de habichuelas. Examinaron el brazo del combatiente. Entre la muñeca y el codo aparecía un relieve extraño. La carne no estaba herida. No aparecía una gota de sangre. Uno de los médicos apretó con énfasis en busca de un hilillo sangriento. Nada. El otro médico apretó con más énfasis después de aplicar un alfiler. Al fin, semejante a un rubí efímero, apareció una gota de sangre que, inmediatamente, desapareció. Hay hemorragia, exclamó el primer médico. Grave hemorragia, adicionó el segundo médico. Suspendido el combate, dictaminó el Juez de Campo. Los adversarios se apretaron la mano heroica y a dúo, con un perfecto sincronismo, emitieron tres estornudos. —No me equivoqué, aquí está el catarro. —Es verdad, la tarde está un poco fría. Volvieron a estornudar con estruendo, en forma torrencial. Ah, en aquel duelo magnífico, página resplandeciente de intrepidez, había faltado el paraguas acogedor del samurai. En cambio, había una ración de estornudos. Ø
Exaltación de la higuereta
Se habla en estos días cóncavos y amargos de la diversificación de cultivos. Entre estos cultivos nuevos se hace referencia a la higuereta. El nombre, positivamente, es eufónico, cristalino y canoro. No cabe duda que en la gravedad litúrgica y pontificial del castellano las palabras de cuatro sílabas tienen un aire entre risueño y majestuoso. Calabaza, mastodonte, amapola, cañandonga: he ahí palabras admirables, por su sonoridad, por su robustez, que traen siempre ante los ojos que se fatigan imágenes altaneras. Higuereta pertenece a ese repertorio. Ya veis: azúcar sólo tiene tres sílabas. Es un caso de insuficiencia. Y he aquí que, de repente, sin avisar, aparecen los exégetas de la higuereta, los apologistas de la higuereta. Es un coro bucólico y virgiliano que se prende anémonas en la frente iluminada, e inclinándose sobre sus bandurrias alacres entona loas a la higuereta invisible e hipotética. Ah, Dios de Israel, ¿quién fue el mendaz, quién fue el torticero pultáceo, quién fue el fumista culpable y desconsiderado que afirmó que entre nosotros no existe conciencia de guerra? Ya empiezan los relatos hilaros y facetos sobre las bienandanzas que vamos a obtener con el cultivo de la higuereta. Ya surgen las descripciones suntuosas, refinadas, que se organizan sobre palabras fluidas como sabios elíxires, pero que proceden de una sensibilidad fosfórica, de esta sensibilidad que sólo poseen los niños cándidos y tímidos, los que saben extraer de las almas y de las cosas acentos desconocidos, los que transmutan su clarividencia en alucinación, los que saben descubrir senderos inexplorados en el misterio del hombre y claridades fulgurantes en los arcanos oscuros de la conciencia. Es como si vieran a Dios en los paisajes y colgaran sonrisas en los árboles y pusieran júbilos nuevos en las aguas y hallaran todos los aromas en los campos. Cultivo de la higuereta, de la higuereta benigna, para sustituir a la caña maléfica, a la caña de los tormentos y de las angustias. Acaso ya ande por ahí quien, entornando los ojos, con las manos llenas de semillas exclame: Nuestra higuereta es agria, pero es nuestra higuereta. Cultivo de la higuereta… El alba se asoma por oriente. Pero no hay un canto de gallo, porque también será preciso, en obsequio de los nuevos cultivos, extirpar a ese tenor obstinado de la campiña cubana. Para anunciar el alba, habrá que utilizar el graznido de un cuervo, el vuelo presagial de una lechuza, el grito bronco de algún animal inverosímil. Los labriegos parten de sus casas festivas –que bajo su techo decorado de glicinas y de gladiolos poseen un aparato de televisión– hacia los campos distantes. Conducen en cestas floridas las semillas de higuereta. Se les advierte una impresión de gozo y jácara, y esa impresión se acentúa porque los labriegos no usan ni sombrero de yarey ni guayabera, y cubren sus piernas joviales y elásticas con pantalones de jugadores de golf. El sol se empina por los montes. Los surcos están preparados, trigonometrizados, y en torno de ellos, a la hora de ingerir en la tierra las semillas de higuereta, estallan unos cánticos alegres, unas deliciosas epifanías que refocilan todos los corazones. Las semillas se transforman en fruto. Y ése será espléndido. Aviones de carga, procedentes de todos los continentes, llegarán a las pistas de aterrizaje, para tomar los inmensos fardos de higuereta. Todos los mercados solicitarán nuestra higuereta. Es que de la higuereta se extraen múltiples cosas: sustancias para fabricar explosivos, sustancias para construir láminas de tanques, una materia que se utiliza para estructurar tirantes masculinos, y rouge para los labios de las señoras. No hay pérdida posible; los hombres siempre usarán tirantes para sus pantalones, las damas siempre llevarán en su cartera un creyón de labios. Así discurren los animadores de la higuereta. No, no hay fantasía en esos dichos, en esas descripciones. Sin embargo, el hombre ignorante gusta de consultar el diccionario cuando no sabe una palabra de agricultura. El mataburro no es muy prolijo. Pero es claro y preciso. Higuereta o Higuerilla: uno de los nombres vulgares del ricino o higuera infernal. Demonio: venid, ahora, a la página 812 del diccionario. Ricino: planta euforbiácea de cuyas semillas se extrae aceite purgante. Ah, es para sentir un poco de desilusión. Es un poco la aventura de Ícaro. La conocéis. Ícaro, hijo de Dédalo, huyó con él del laberinto de Creta. Se adosó a los omóplatos unas alas frágiles pegadas con cera. Pero se acercó demasiado al sol, se derritió la cera, se despegaron las alas, y el mozo ingenuo cayó al mar. La narración mitológica no lo dice; pero, acaso, Ícaro llevaba en la mano unas semillas de higuereta. Sorpresa y revelación del diccionario: la higuereta de nuestra futura bienandanza es el ricino. Decididamente, la riqueza de este pueblo ingenuo, de esta pobre Cuba martirizada, se encuentra en el palmacristi.
Miguel De Marcos. La Habana• 1894-1954
martin amis y el gulag
Todo escritor tiene obsesiones. Algunas de ellas despiertan inicialmente curiosidad, para luego ir, con los años, adquiriendo sentido. En el caso de Martin Amis y su relación con Stalin y el gulag, la crítica a su libro Koba: The Dread, estuvo marcada por los aplausos moderados y una pregunta insistente: ¿valía la pena, a estas alturas, seguir fustigando a los intelectuales de Occidente que, en los años cincuenta, apoyaron el proyecto comunista de Stalin e incluso, en algunos casos, llegaron a justificar las purgas implacables, los campos de concentración para los disidentes políticos, etc? ¿Es que eso no lo había hecho ya Camus, con mayor autoridad moral que Amis y en el debido momento? Amis no se arredró. Su novela más reciente, House of Meetings (Knopf, 2007), tiene que ver con Stalin y el gulag y le ha servido, por lo pronto, para recuperar el lugar privilegiado que ocupaba en la literatura inglesa. Incluso un escritor tan exigente como John Banville ha elogiado House of Meetings sin reservas; sin duda, algunas de las razones de Banville son cuestión de estilo: la prosa de Amis es de un vigor y excelencia notables. Quizás una lección que Amis pueda sacar de esto sea que su registro narrativo funciona mejor en la distancia media (nouvelle, novela corta): lo prueban Time’s Arrow, Night Train, y su nueva novela. Otra lección es que lo que uno debe hacer con una obsesión es seguirle el rastro hasta que ésta termine por revelar sus secretos. En los agradecimientos, Amis señala una serie de libros notables que se han publicado desde Koba y que han venido a dar un cuadro más claro de lo que pasó en la Unión Soviética de los años cincuenta: Gulag, de Anne Applebaum; Stalin, de Simon Sebag Montefiori; Ester y Ruzya, de Masha Gessen. House of Meetings puede leerse, entonces, como un intento de actualizar Koba. Lo cierto, sin embargo, es que lo que un escritor lee no importa tanto como lo que hace con lo leído. Lo que Amis ha hecho es escribir una brillante novela “rusa” sobre un triángulo amoroso ambientado en el gulag soviético. (El subgénero de la novela inglesa ambientada en Rusia ha dado en los últimos años dos magníficas novelas: ésta de Amis, y Por amor al pueblo, de James Meek). La novela toma la forma del testimonio de un hombre que, en la vejez, recuerda su paso por el gulag y se lo cuenta a su hija Venus. Este testimonio puede emparentarse con la reciente novela sensación en Europa, Les Bienveillantes de Jonathan Littell: aquí también el narrador es un ser que no sólo ha sido testigo de la “degradación y el horror” sino que también ha tomado parte activa en éste. El narrador fue uno de esos tantos soldados soviéticos que, durante la segunda guerra mundial, se encargaron de violar a cuanta mujer alemana “de ocho a ochenta años” se les cruzara por el camino. Se trataba de un “ejército de violadores”. No importa si hubo circunstancias atenuantes para ello: el narrador concluye al final que “nadie supera nada” y que no es verdad que lo que no te mata te hace más fuerte; más bien, “lo que no te mata te debilita primero, y a la larga igual te mata”. Está claro, entonces, el porqué de la obsesión de Amis con Stalin y el gulag: lo que ocurrió durante la guerra y en la post-guerra soviética es el tema de Amis por excelencia, el del descenso a los infiernos más tenebrosos de la psiquis masculina. En ese infierno, el sexo se convierte en una forma de violencia, y la violencia es también una violación sexual. A ratos, House of Meetings puede leerse como una versión sádica de Animal Farm de Orwell: en Norlag, donde tanto el narrador como su hermano Lev han sido internados, todos tienen un rango, una jerarquía que les permite abusar salvajemente a sus inferiores: arriba se encuentran los cerdos (los administradores y los guardias); luego vienen los urkas, las serpientes (los informantes), los parásitos, los fascistas (los recluidos por razones políticas), las langostas y los comedores de mierda. Tanto el narrador como Lev están enamorados de la misma mujer, la judía y voluptuosa Zoya. Zoya llega a Norlag, y lo que ocurre en 1956 en la house of meetings (el lugar donde los prisioneros podían encontrarse con sus parejas) forma el corazón secreto de la novela. Baste decir que este hecho es un paso más del narrador en su caída hacia la degradación. La historia personal, aquí, se funde con la historia de amor, y de paso con la misma Historia: si Rusia hoy está agonizando, el narrador sugiere que eso se debe a que nunca tomó conciencia del horror de su historia, y por ello, a diferencia de Alemania, nunca trató de expiar ese horror.
Edmundo Paz Soldán. Cochabamba•71
El planeta de los judíos
Papá y yo caminamos por la amplia y helada Leninskiy Prospekt. Es mi zona favorita de Leningrado. Tengo diez años y he visto cien veces el reloj dorado inglés en forma de pavo real que hay en el Hermitage, hechizado con las alas mecánicas del ave y las setas bailarinas de veinte quilates que tanto gustan a los alumnos de cuarto grado. (Con cosas como ésas, ¿quién necesita darle al LSD?) Pero la parte vieja de San Petersburgo no es para mí. Soy un ciudadano del futuro. Estamos en el futuro. O más bien en el presente. Es lo mismo. Edificios de apartamentos llegados de la Galaxia de Andrómeda: largas hileras de pisos imponentes de un color grisáceo intergaláctico, flanqueadas por torres de diez plantas en las que pesan sobre nosotros palabras como “¡gloria al trabajo socialista!” y “¡la vida vence a la muerte!” en mayúsculas fabulosas. Llamamos a esos nuevos apartamentos karablyi: barcos. Naves espaciales, diría más bien, yo que he leído a Ray Bradbury e Isaac Asimov, y a cualquiera que los censores hayan dejado colarse en el país. No es necesario que me lo digas dos veces: han aterrizado extraterrestres llegados de Andrómeda y nuestro barrio está preparado para despegar rumbo a las estrellas. —¿Llevas puesto tu traje de astronauta? –pregunta papá. —¿Ha llegado la hora del Planeta de los Judíos? –respondo. —¿Qué te he dicho? –Papá bebe un gran trago de su botella–. Ponte el traje de astronauta, renacuajo, y vamos allá. Hago ver que me pongo el casco y mis cosmogalochas. Estamos a veinte grados bajo cero, los barrenderos se han quedado dormidos en algún lugar y han dejado medio metro de nieve de enero para que nos la pateemos, así que, sin duda, estamos pisando una de las lunas exteriores de Júpiter y los edificios de apartamentos son enormes precipicios de granito entre los que aúlla el viento de Io. Me he pasado todo el día soñando con el Planeta de los Judíos. Es mucho mejor que mi plato habitual: los clásicos soviéticos sobre Timur y su grupo de comandos rojos. Creo que mi padre es el H. G. Wells de nuestro tiempo. Papá empieza con una batalla. Está muy alborotado, no para de saltar, prácticamente se cae sobre la suave nieve que todo lo perdona, su shapka inclinada, su baba formando un arco helado en el resplandor fosforescente de las farolas y nuestra chabacana luna soviética. ¡Una batalla! Los judíos están siendo atacados por doce cruceros galácticos tipo Brezhnev que los Eslavos del Espacio han lanzado contra el magnífico planeta estraperlista de los judíos, donde puedes cantar el Kadish de los huérfanos a grito pelado y conseguir coñac Hennessy y calzoncillos de algodón suaves como la seda (y además a buen precio; te sorprenderías). En esta ocasión los judíos están rodeados; ni siquiera Sharansky, el Líder Supremo, esperaba un ataque así y se ha escondido en el mikva de su esposa (un baño ritual para las niñas, explica papá), llorando en su yarmulke, el muy cobarde. —Quizá el Capitán Boris pueda cargar el escudo del Sputnik con su pinga espacial circuncidada –digo–. Así protegerá la ionosfera. Siempre se puede contar con el Capitán Boris para salvar la situación, mientras el Líder Supremo Sharansky se pavonea delante de los periodistas extranjeros, con su ingenio e ideas profundas, el niño bonito del universo libre. —Bueno, eso es lo que tú crees –dice papá bebiendo un gran trago de su botella–, pero antes de que el Capitán Boris pueda quitarse la ropa interior, ¡pumba!, los gentiles empiezan a bombardear el planeta con torpedos espaciales hechos con salo –el salo es manteca de cerdo salada, grasa, el pariente grumoso del sebo inglés. Untado en una rebanada de pan de centeno y seguido de un pepino crujiente, el salo es mi comida favorita de todos los tiempos, pero últimamente las historias de papá sobre el Planeta de los Judíos a menudo contienen una moraleja contra este excelente alimento básico de Rusia. (Sólo tengo diez años pero la idea de un Dios que niegue el salo a su pueblo me parece cruel y exagerada.) —¿Y qué pasa después? –pregunto. Pero papá ha dado la vuelta y está mirando a lo lejos en la nieve, donde una pequeña figura, enfundada con lo que parecen varios abrigos, se aproxima lentamente. —¡Ajá! –dice papá con una sonrisa que agrieta sus labios helados–. ¡Mira! ¡Me están siguiendo! –Me agarra del brazo y me arrastra hacia la figura, con mis cosmogalochas y todo, y esta, al acercarnos, vira a la izquierda, luego a la derecha y finalmente cae de espaldas: —¡Eh, tú! –grita mi padre–. ¿Conque siguiéndonos a mí y a mi hijo, sinvergüenza de la KGB? –Tengo miedo pero papá ríe–: Vamos a divertirnos –me susurra guiñándome un ojo. La figura se detiene y extiende sus manos enguantadas como si papá estuviera a punto de darle un tortazo en los labios. Dos pequeños ojos azules, llorosos por el viento, nos miran fijamente desde el interior de una bufanda enrollada en la cabeza como haría una babushka. —¿Por qué me gritas, camarada? –le dice a papá con una pronunciación descuidada que me recuerda al portero de nuestro edificio, Shurik El Borracho–. Voy de vuelta a casa, eso es todo. Vivo en... En casa, papá da unos pasos tan fuertes con sus galochas que desde el piso de abajo la mujer de Shurik El Borracho amenaza con volver a llamar a la milicia. —¿Es que no soy nadie? –grita papá. Mi madre, que es la mujer más culta del edificio, licenciada tanto por el Conservatorio como por la Academia de Bellas Artes, se acerca con una sartén y simula golpear a papá en la cabeza. —Nadie te sigue –le dice–. No eres un disidente. No le importas a nadie. Me escondo en mi rincón junto al televisor destrozado, que contiene el alijo clandestino de matzo de papá, intentando leer la historia de Timur y su grupo de comandos rojos y de cómo se burlan de los invasores Nazis una vez más. —¡Pégame! –grita papá–. ¡Adelante! ¡No quiero vivir! ¡Puta! ¡Te voy a arrancar las tetas! —Imbécil –dice mi madre en voz baja y educada. Con su suéter hecho a mano (basado en un diseño italiano copiado de una revista alemana traída clandestinamente por un amigo polaco), sus ojos de un azul apagado como el Palacio de Catalina, moviendo la sartén tan hábilmente como si fuera una raqueta de tenis, mi madre es la mujer más hermosa que he visto en mi vida: —Ojalá te metieran en un campo como a Sharansky –añade–. Lo primero que haría sería comprar un frasco de salo y comérmelo con pepinillos en vinagre. —¡SOMOS JUDÍOS! –grita papá su mantra. —¡ERES IDIOTA! –grita la mujer de Shurik El Borracho desde el piso de abajo. Mi madre baja la sartén. Examina a mi supino papá, determina que se ha quedado sin respiración o sin vitriolo o, lo que es más probable, sin alcohol, y luego regresa a la habitación donde pronto oímos el repicar de su máquina de coser americana. Quiero leerle en voz alta del libro sobre Timur, la artillería de su máquina de coser es un telón de fondo ideal para la batalla en cuestión, pero no quiero dejar solo a papá. ¡Pum! ¡Pum! Dibujo una línea de puntos desde una ilustración en la que Timur sostiene un rifle hasta el dibujo de un soldado alemán en la página opuesta. Éste está muerto. Papá me hace una seña para que vaya a ayudarle. —¡Que me envíen al gulag! –dice mientras muevo su mole para que pueda sostenerse a cuatro patas en este mundo–. Les diré a mis parientes de América que dejen de enviarle paquetes. Ya veremos cuánto salo compra entonces. Pero mientras señala una hilera de pisos futuristas de diez plantas, pierde el equilibrio y cae bruscamente sobre la nieve. —¡Estás borracho! –exclama papá–. ¡Me han enviado a un borracho! —Mientes, camarada –dice el hombre caído–. ¡Eres tú el que está borracho, y además delante de tu hijo! Debería arrastrarte a la comisaría más cercana... —¡Escucha a este borracho! –dice papá escupiendo en la nieve–. ¡Toma! ¿Quieres? –Enseña al hombre la botella. Me escondo detrás de papá, aspirando el olor de su abrigo, la mezcla de carbón, escarcha y conejo muerto. El hombre caído mira la botella como si la mismísima Gina Lollobrigida hubiese venido por Leninskiy Prospekt desnuda y le hubiera pedido que la montara en la nieve. “Aaaah –dice–. ¿Aaaaah?”. Repta hacia papá y hacia la botella, y luego consigue mantenerse de pie. Ahora puedo oler su aliento mezclándose con el de papá; es el olor familiar de un tranvía lleno de gente por la mañana. —Rrrrr... –dice el hombre–. Soy... –señala un pequeño alfiler azul que brilla barato en su abrigo rasgado–. Soy mmm... –mira otra vez la botella que le ofrecen–. Soy... mmmm... miembro de la Sociedad Sindical de Abstemios... Cada miércoles celebramos una reunión sin alcohol en el baño de hombres de la estación de Finlandia. Comemos sardinas y pan tierno y... tomamos z-z-z-zumo de manzana... ¡Ven a verlo por ti mismo! Papá tira la botella al suelo: —¡No puedo creer que hayan enviado un borracho a por mí! –grita–. ¿Qué soy... un don nadie? ¿Quién desfiló delante de la sinagoga el viernes pasado gritando SOMOS JUDÍOS? ¿Quién? ¿Sharansky? —No sé nada de tus actividades sionistas, camarada –dice el hombre, sus ojos, como los de mi padre, fijos en la botella caída, ya cubierta por una fina capa de nieve–. ¿Y de dónde has sacado ese sombrero de piel tan bonito? A lo mejor eres especulador además de sionista. Una vergüenza para tu hijo... —Anda, vete a la mierda de una vez –dice papá, recogiendo su botella y destapándola una vez más. —¡No, te vas tú a la mierda, camarada! –grita el hombre insultado mientras empieza a saltar hacia uno de los edificios, mirando la botella plateada mientras papá la vacía. Papá se arrastra hacia el sofá bajo la alfombra uzbeka bordada con pájaros y animales de aspecto primitivo que tanto me desconcertaba cuando era pequeño. —Vendrás a visitarme al gulag, ¿verdad? –pregunta mientras intenta estirar las piernas en el sofá. Por los dos cilindros torcidos de su nariz escapan pequeños silbidos. Su cuerpo redondo desprende el calor de una compresa de mostaza. Tiene la cara amarilla y negra. —Quizá mamen’ka deje que me mude contigo a Siberia –le digo. —Perderé algo de peso –dice papá–. Hay gente que está hecha para la cárcel. Compartiré una litera con Sharansky, ese hijo de puta de Moscú, y pasaremos la noche hablando de Eretz Yisroel, del día en que jugaremos a voleibol en las playas de Tel Aviv con unas tías israelíes morenas, pasaremos los viernes hablando de la Cábala con los místicos de Safed. Sharansky me comprenderá. Nos tomaremos una botella de vino kosher la víspera del Sabbath y luego dos más a la mañana siguiente. Lo convertiré en un borracho apestoso, ¡ya verás que sí! —Sé que lo harás –le digo a papá–. Tus historias son mejores que las de H. G. Wells. —¿Quieres ir a orinar al perro antisemita? –pregunta papá. —Quizá más tarde –le digo. —Eres mi mejor amigo –dice papá–. Tener amigos es importante, no lo olvides. También soy el mejor amigo de tu madre y ella ni siquiera lo sabe. —Siberia va a ser divertido –le digo–. Nos perseguirán los osos... Comeremos setas y bayas para cenar... El Planeta de los Judíos día y noche. —Así será –dice papá. Me agarra por el cuello de la camisa y hace como si fuera un perro, lamiéndome la cara hasta que no puedo respirar; el olor a vodka me deja hecho polvo–. ¡Ey, ey! –grita–. ¡Mira en qué me he sentado! –Saca una copia de la Guía sindical para el desarrollo de los chicos; un libro muy usado con el dibujo de niños de seis a doce años totalmente desnudos en la cubierta, con sus caras de Yuri Gagarin en miniatura, soñadoras y heroicas, y sus pequeños escrotos progresivamente más grandes. Papá pasa las páginas rápidamente hasta llegar a la cuarenta y seis, la temida página sobre el desarrollo de los genitales–. ¡Ajá! –dice señalando el saco de mercancía reseca catalogado como varón de Leningrado a los diez años de edad–. ¡Veamos qué tienes para enseñarme! ¡Veamos la pinga espacial sin circuncidar del cabo Sasha! Está sobre mí. Me retuerzo en el sofá, cubriéndome con las manos. Intenta abrir mis brazos. Los dos gritamos como locos, avergonzados y alborotados a partes iguales. El libro cae al suelo. El hedor de su sobaco en mi nariz. Sale mi madre con la sartén. Es hora de irse a la cama. Y ahora unas cuantas palabras sobre el perro antisemita. Bublik era un terrier inglés hiperactivo de color amarillo y marrón que perseguía su propia cola con un único propósito: crear la apariencia borrosa de un bagel amarillo cubierto de semillas de amapola (que en ruso se llama bublik). El perro había sido programado genéticamente para perseguir urogallos en la campiña inglesa pero en algún momento de su vida las cosas se habían torcido mucho y ahora se encontraba en un ceremonioso patio de Leningrado, rodeado de carámbanos, aguanieve sucia, botellas de vodka vacías y los eructos del trolebús al pasar. Mi padre tenía claro que Bublik era antisemita. Su dueño era el Coronel Bezpredelkin de la KGB de Leningrado, un hombre apenas capaz de dirigirse a los humildes residentes de nuestro edificio desde su espeso bigote plateado, un hombre que incluso en plena tormenta de nieve, a mediados de febrero, permanecía tan quieto y callado como una columna de malaquita en el Hermitage. Según Shurik El Borracho, que competía con mi papá por el título de Alcohólico Más Empedernido de nuestro edificio, en una ocasión, el hasta entonces silencioso y altivo coronel compartió una botella de Año Nuevo con él, y en plena alegría le contó que había enseñado a su Bublik a reconocer a los judíos por su olor a ajo y a ladrarles con especial furia. Nunca sabremos por qué mi padre decidió escuchar a Shurik El Borracho (¡vaya nombre!) y tomarla con Bublik, pero, en defensa de papá, el perro se embarcaba en un ataque de ladridos cada vez que un judío con olor a ajo pasaba junto a él y, francamente, su ladrido frenético sonaba como “Ev...ev...ev...ev...ev...” seguido de un gruñido “RRRRRRRRRR...RRRRRRRRRR”; evrei significa judío en ruso. Así que mi padre decidió que deberíamos orinarnos en él. En el pueblo ruso psicológicamente destruido en el que creció mi padre, cazar al adversario y orinarse en él se consideraba el equivalente a una vendetta siciliana. Era en realidad el non plus ultra de la venganza. Una noche, mientras mi madre dormía a pierna suelta y disfrutaba de sus sueños cultos y papá estaba completamente borracho y listo para meterse en líos, nos apoderamos de una caja de madera y salimos a arreglar nuestras cuentas pendientes. El Coronel Bezpredelkin era bueno con Bublik. Sabiendo de la inclinación del perro a estar al aire libre, dejaba a Bublik merodear libremente por el patio cuando hacía buen tiempo. Así que la presencia de Bublik era algo habitual en nuestro jardín de mierda; algunos niños del barrio, conscientes del pedigrí excepcional de su dueño, incluso lo saludaban al pasar. Un día de abril anormalmente cálido y seco, encontramos a Bublik lamiendo sus partes favoritas bajo el roble solitario del patio con la expresión pensativa de un connoisseur al conceder una tercera estrella Michelin. Papá avanzó hacia él a trompicones sosteniendo un trozo de salami de cerdo con los dedos. Intrigado, Bublik dejó su pequeño apéndice rosado. Al acercarse a nosotros el bello animal, con su tronco delgado y su cola perfectamente cortada, dio un único ladrido, “¡Ev!” y gruñó levemente, “RRRRRRR”. —Te voy a dar judío yo a ti –dijo mi padre entre dientes. Le enseñó el salami y Bublik le siguió de acá para allá manteniendo la cabeza baja como si buscara el olor a ajo de mi padre. Yo le seguí con la caja de leche, mientras el corazón me latía con fuerza en la boca, como hacía siempre que participaba de la vida fantástica de mi padre–. ¡Al cohete! –susurró mi padre. El cohete especial del espacio del cabo Sasha era un tubo de desagüe tirado a lo ancho de un edificio vecino. Bajo el cohete se había cavado una pequeña zanja que los hombres del patio habían convertido rápidamente en un receptáculo improvisado para colillas y botellas de cerveza. Papá dejó caer el salami en la sucia fosa, esperó a que Bublik olisqueara cómo llegar hasta él y me dijo: ¡Ahora, cabo! Como si me estuviera preparando para mi inminente aumento de peso, había desarrollado un modo de andar único en el que me impulsaba con repentinas sacudidas, como si estuviera meneando una larga cola tras de mí. Para la maniobra en cuestión, mi cola imaginaria resultó ser de gran ayuda. Corrí rápidamente hacia el perro, me lancé sobre Bublik y, con la eficacia de un afroamericano de primera depositando una pelota de baloncesto, de un manotazo coloqué de lleno la caja de leche sobre el animal. Mientras papá mantenía su bota sobre la jaula improvisada, observamos el perro por los dos agujeros que habíamos cortado en el receptáculo. Bublik, distraído por un momento por la oferta de salami, giró sobre sí mismo y empezó a gruñir con ese sonido bajo y humillado dado por la pérdida de la libertad, una especie de himno soviético no oficial. Papá sacó su polla bulbosa y arrugada, apuntó a uno de los agujeros que había en la caja y, con una expresión de perfecta sa tisfacción que le había sido negada durante mucho tiempo, empezó a cantar: “¡Esto es s por Israel... Esto es por Moshe Dayan... Chai, chai, chai, am Yisroel chai...!” Bublik no podía creer lo que le estaba sucediendo. Una vida de mimos, aprobación, sobrealimentación con los mejores pedazos de riñones de cordero y ternera, y de cuidados de los mejores veterinarios de Leningrado, y ahora, después de pasar una cálida noche de primavera lamiéndose su pinga rosada y aullando a la luna, un evrei borracho estaba orinándose en su distinguido hocico de dos cañones. El perro respondió como lo haría cualquier alto cargo soviético en las mismas circunstancias. “¡JUDÍO! –ladró Bublik con toda su ferocidad, su brillante pelaje corto resplandeciente por la orina de papá–. ¡JUDÍO! ¡JUDÍO! ¡JUDÍO!” —¡Rápido! –me gritó papá–. ¡Ahora te toca a ti! Me bajé los pantalones y, como disculpándome, me cubrí delante de papá. Comparado con la Guía sindical del desarrollo de los chicos, a mi pene le faltaban unos tres centímetros para llegar a la media. Quizá por eso, por mucho que me esforcé, no salió más que un débil chorrito infantil. —Te dije que no orinaras antes –dijo papá regañándome–. Te dije que guardaras algo para Bublik. La caja de leche tembló bajo el pie de mi padre. Se encendió la luz en la ventana del Coronel Bezpredelkin. —¡Bublichka! –gritó el hombre habitualmente imperturbable–. ¡Bublichka! ¿Qué pasa, pequeño? —¡Corre, cabo! –dijo papá. Dimos una patada a la caja de leche, soltando al terrier desconcertado y lleno de orina. Corrimos hacia la calle y nos caímos uno sobre el otro junto a la luz mortecina de una tienda de comestibles que tenía las estanterías vacías. Los brazos de papá casi me aplastaron mientras reíamos y gritábamos y bailábamos, a cuatro patas, en el asfalto agrietado de la calle en ruinas: —¡Somos libres! –gritó papá–. ¡Somos libres! —Orinaré en él la próxima vez, papá –prometí diligentemente–. Ah, vaya si me voy a mear en él. —¡Te quiero, hijo mío! –dijo papá llorando de felicidad–. Todo lo hago por ti. Por ti y por Am Yisroel. —SOMOS JUDÍOS –susurré su mantra mágico y pronto empezamos a corearlo juntos. Nuestras voces se elevaban en la oscuridad sucia, como si pudiéramos despertar hasta el último camarada de su estupor nocturno y hacer que nos escuchara, nos quisiera e incluso nos temiera. El Coronel Bezpredelkin nunca averiguó quién se había orinado en su Bublik, aunque dio un discurso venenoso en la reunión del comité del distrito local sobre el tema “¿Quién es el verdadero animal que hay entre nosotros?”. Mientras tanto, algo había cambiado en papá. Bebía menos. Evitaba las peleas con mi madre. Y pasaba mucho tiempo con sus grandes ideas. Los americanos habrían dicho que orinarse en el perro antisemita le había investido “fuerza”. El coronel ya no permitía que Bublik jugara en el patio, pero papá y yo seguíamos ideando nuevas formas de orinarnos en el pobre animal, mientras papá ampliaba sus actividades con una larga tradición soviética: escribía cartas anónimas a los superiores del coronel en la KGB quejándose de que un hombre con un cargo como el de Bezpredelkin tuviera un terrier inglés, “un asesino y cazador de zorros asociado a un enemigo de clase, un miembro de la Gestapo con patas”. Pero papá no había siquiera empezado. Quería ser reconocido. Quería ser admirado. Así era él. Según mi madre, le había entrado el pánico después de que yo naciera, porque sentía que estaba a punto de ser desplazado irrevocablemente del escaso afecto de mi madre. Del mismo modo, en mi adolescencia, cuando me convertí en un judío gigantesco y rubicundo, se sintió reducido por contraste, como el mono de circo encadenado a un elefante. Años después del primer incidente con Bublik notaba que mi querido papá seguía tramando algo extraordinario, pero nadie se esperaba lo que sucedió entonces. Después de salir en libertad de la prisión, papá me dijo que había considerado varias situaciones que tenían que ver con la orina, un perro y la Casa Grande, la enorme central de la KGB en Leningrado que incluso hoy día estropea la bella ribera sur del río Neva. Primero quería secuestrar a Bublik y orinarse en él frente a la Casa Grande, luego al coronel y mearse en él delante de Bublik, luego en Bublik y el coronel a la vez... Total, que podemos sentir compasión por el gato aterrorizado y completamente inocente que mi papá acabó desgraciando frente a la central de la KGB mientras cantaba su típico “Am Yisroel Chai”. (El Coronel Bezpredelkin y Bublik hacía tiempo que habían sido trasladados a Moscú.) El vandalismo, el cargo menor por el que mi papá había sido condenado, reflejaba el ambiente de la época. Papá había esperado tanto para ejecutar su plan que ya no estaban ni el coronel, ni Brezhnev, ni sus sustitutos disecados. Había llegado la Glasnost. Gorbachov estaba al mando, el prisionero de conciencia Natan Sharansky estaba libre y vivía en Israel, y las autoridades querían evitar la cuestión judía todo lo posible. Así que después de considerar la idea de enviar a mi papá a un hospital psiquiátrico, acabaron por acusarle de vandalismo, que no tenía ninguna carga política. Cuando dejaron salir a papá, yo ya era un adolescente enorme, de ciento veinte kilos, con unos grandes puños blandos que podían hacer justicia a mis enemigos en el patio de la escuela; aquellos que se cebaban en los judíos; los chicos grandes con uñas largas y una nuez enorme que solían tirarme al suelo y tocar el himno soviético en mi cabeza con mazas de xilófono (“Unión irrompible de repúblicas soberanas... Tra la la la...”), pero que ahora cruzaban al otro lado de Leninskiy Prospekt cuando pasaba junto a ellos. “Meaperros”, me llamaban mis escasos amigos en honor a las hazañas de mi padre, un apodo que yo llevaba con orgullo. Papá salió en 1992, el año en que la URSS se clausuró sin ceremonias para dejar paso a algo más rentable. Yo estaba con mi madre, de pie junto a la puerta de la cárcel, masticando un bagel sin demasiado entusiasmo. Mi madre estaba en la etapa intermedia del cáncer de garganta que acabaría con su vida, con voz ya silenciada y los dedos demasiado temblorosos para blandir la sartén que solía mantener a raya a mi padre. Un monumental Volga sedán, el modelo que cada día solía llevar al Coronel Bezpredelkin al trabajo, esperaba junto a la acera. Imaginamos que aguardaba al mismísimo director de la prisión. Lo primero que advertimos fue su modo de andar. Erguido y formal, papá se dirigía a nosotros con las puntas de una bufanda de cachemira nueva que se movía lentamente hacia sus genitales. El amarillo y el negro habían desaparecido de su rostro, dejándolo sonrosado y con aspecto de recién nacido, con una leve sombra alrededor de los ojos. Mis gordos pies me impulsaron hacia él (“¡Papochka!”, grité), hasta que me recogió su abrazo, rodeado por su bella risa judía y la cara loción alemana after-shave que flotaba a su alrededor. Acababa de tatuarse la estrella de David en una de las palmas. Otra mostraba una calavera con alas de águila, el signo de autoridad de un criminal en cierne. En la muñeca vi las palabras “súper jefe” mal escritas en inglés. Tres de los antiguos compañeros de celda de papá salieron del Volga sedán, todos ellos de piel oscura y cabello rizado, uno con un gorro étnico de lana. Aquellos tipos podían vaciar un gaseoducto, lanzar una mina a un vehículo en marcha, secuestrar al abuelo inválido de un enemigo, ganar una elección provincial. Saludaron a mi padre con respeto, trescientos kilos de músculo georgiano y chechenio en busca de un cerebro judío que los guiara. Papá dio un paso atrás y miró a su hijo gordo y lloroso, luego a su esposa silenciada y moribunda; después hacia arriba y a lo lejos, al país medio muerto que le rodeaba. Lentamente, el Planeta de los Judíos giraba sobre nosotros en el cielo contaminado, se liberó de su órbita y se alejó flotando por el cosmos. Los torpedos espaciales habían fallado su objetivo. El escudo de Sputnik había sido desactivado. Nos habíamos quedado solos los unos con los otros.
Gary Shteyngart. Leningrado• 72
Lugar llamado dedé
Me acerqué a la cabina. A un costado tenía una pegatina del PC juvenil. Descolgué. Primero hubo un silencio en la bocinilla, una estática de zumbido de avispa. Después oí el tono y disqué. O comencé a discar. Entonces me interrumpió su voz. No en el teléfono, sino a mi espalda. Allí, en plena esquina de San Lázaro y L. Con la escalinata de la universidad rebotando toda la roñosa luz del mediodía de agosto. Un espejo encandilante al punto de lo criminal. —¿Sirve el teléfono? –me preguntó, yo todavía a medio comunicar. Era, por supuesto, la voz de Dedé. Me pidió una moneda. Yo no tenía ninguna. Me pidió permiso para usar mi tarjeta. Yo sí tenía una. La miré. Con suerte no pasaba de los 15 años. Si acaso recién había estrenado su carnet de identidad. Me aturdí un poco. El sudor y los rayos de sol me obligaban a entrecerrar y entreabrir los ojos. No sabía si continuar marcando mi número o si lo más correcto sería ahora colgar. Ella esperaba por mí, el pelo amarillo suelto y las manos en los riñones. En una pose de desidia. Y con una mueca de burla en los labios que yo interpreté libremente como una sonrisa. Al final colgué, por supuesto (de lo contrario nuestra historia se hubiera evaporado a mitad del verano). Y le dije, entre cortante y cortés: —Toma, niña –y puse en sus manos de escolar mi tarjeta magnética, sin entender bien el sentido de aquella frase: "Toma, niña" era el primer parlamento que torpemente yo pronunciaba en el set. A veces pienso que todavía hoy sigo sin comprender la escenita. A veces pienso que no hay más sentido que esa falta de comprensión. Dedé habló de todo por el teléfono, aunque todavía no se llamaba Dedé. Habló del color del verano. De la conveniencia de construir un metro en La Habana que llegara hasta Alamar. De las memorias flash que en el extranjero ya andaban por los 1000 gigas ("un terabyte", exclamó), y cada vez más baratas. Y de una cámara digital que no daba ruido ni siquiera con 12 800 asas de sensibilidad ("como para retratar dentro de un ataúd", le hizo gratis la propaganda). Habló de Weber y del Pato Donald, algo sobre eso quería escribir. Del último disco de Silvio, cada vez más millonario y más infantil. Del último ciclo del Charles Chaplin, un cine triste para hombres solos en medio de una alegre revolucioncita mundial. Y de la lista de carreras que había pedido hasta elegir Sociología en la universidad. También habló del pájaro roc, ave que se creía extinta pero no era así (un libro de narrativa para adolescentes se lo demostraba). De Elvis Presley y sus 101 televisores, uno para cada canal (y para cada dálmata). De Sammy Davies Jr. Jr., la perrita loca de un film ucraniano con Elijah Wood. De un cuento con muñecas que acababa de leer en La Gaceta de Cuba y que le parecía fundamental. De Marcuse. De Deleuze. Y de Lenin y de Dadá (en una canción de Varela ya olvidada por mi generación). Menudo vocabulario para haber recibido recientemente su carnet de identidad, pensé yo. Entonces, sin dejar de parlotear, arrancó la pegatina del PC juvenil que adornaba un costado de la cabina. La miró y me miró. —Termino enseguida –me hizo un guiño con una ceja–. Hoy es un día único para ti, para mí, y para el resto de la humanidad. Y fui yo quien lo supo enseguida: las historias que rompen tan magníficamente, siempre se rompen magníficamente al final. Cuando a la media hora por fin colgó, Dedé arrancó también el manófono y me lo ofreció. —Como souvenir o fetiche –pronunció muy solemne. Miré asustado al paisajito urbano que me rodeaba. Ella con una pegatina del PC juvenil y yo con la prueba de un teléfono vandalizado. Por suerte, la universidad estaba desierta. La esquina de San Lázaro y L era un cementerio de asfalto líquido, renegrido por el calcinante sol. Los balcones sin sombra apenas se distinguían sobre las fachadas. En Cuba no parecía existir nadie a esa hora tan cenital. Escondí el manófono lo peor que pude bajo el pulóver, recuperé mi tarjeta vaciada, y le comenté: —Estás loca. O estoy loco. Pero igual gracias por tu souvenir, no fetiche. Y en este punto Dedé sí sonrió, extendió sus cinco dedos en una parodia de saludo marcial, y me dijo que se llamaba Dedé. —De nada. Heil, Cuba! Digamos que me llamo Dedé. Me cruzó la calle y me hizo arrodillar frente a los monolitos de Mella, incomprensible stonehenge de miniatura donde los borrachitos se orinan en la madrugada celta-habanera. Me dijo: —Reza. Pide en nombre de la belleza y de la revolución. Cerré los ojos. Recé. Pedí en una suerte de murmullo devoto que me mareó: —Dios mío, qué va a pasar. Esto no es cierto. Todavía estoy vivo. No me dejes seguir siendo un zombi. Qué hago yo a las doce del día quemándome las rodillas aquí. Dedé me dio una mano. Estrechó la mía. Después la besó. —No tengas miedo –me dijo–. No estás soñando y no te vas a morir. Es sólo Cuba, pero ya va a pasar. No le huyas al caos. A Mella, por ejemplo, le tocó un equívoco muchas veces peor. Entonces se puso de pie. Y me dio un largo abrazo. Olí su cintura. Me mojó la frente con su sudor. O yo a ella el ombligo con mi sudor. Hasta que yo también la abracé, rodeándola infinitas veces a la altura de sus nalguitas de estar sentada día tras día en un pupitre escolar. Me faltaba la respiración. Era excitante y peligroso. Un asma del alma, pensé. —Déjala ir, así, despacito –pronunció ella dentro de mi oreja izquierda–. Sácate esa angustia de muerte que te han metido en el pecho tanta belleza y tanta revolución. En la avenida de Infanta se estrelló un DC-10. Hizo una bulla fenomenal. Era un aparato enorme, de Cubana de Aviación, que arrasó con las vidrieras y vendedores de 10 o 15 cuadras a lo largo y estrecho de la avenida, desde Carlos Tercero hasta calle P. El área enseguida fue rodeada por los peritos, pero Dedé consiguió colarnos por debajo de una cinta donde se leía una sola palabra (repetida n veces y sin signos de puntuación): SEGURIDAD SEGURIDAD SEGURIDAD. Vimos los cuerpos chamuscados (tal vez el demasiado sol había contribuido a la combustión). Vimos gladiolos y margaritas, flotando en el diesel de los turbomotores de propulsión a chorro. Vimos el cablerío chisporroteante a nivel del asfalto. Vimos maletas abiertas de las que manaba humo y cheques en blanco que nadie se atrevía ahora a llenar (poco a poco, el público nulo se iba haciendo más y más numeroso: hasta llenar casi un estadio). Y vimos un manantial de vino tinto desbordando las cloacas republicanas de Infanta ("parece sangre", fue el parlamento estúpido que estuve a punto de pronunciar). En cualquier caso, se parecía al escenario de un film. Y así mismo se lo dije a Dedé: —Se parece al escenario de un film. —Sí –ella me dio la razón–. De ese film que el cine cubano nunca supo filmar. Caminamos un poco entre la muerte y los altavoces. El espectáculo era más bien aburrido, pero la actitud de Dedé sí me llamó la atención. Juraría que ella estaba allí para tomar nota mental de todo: algo así como el síndrome del periodista independiente. Supongo que sea muy típico para la época, el lugar, y su edad. En la esquina de Zanja nos detuvimos. Pasaron algunas ambulancias, bomberos, patrullas y una caravana calovar de 33 Mercedes Benz. —Es Fidel, es Fidel –zumbaba un runrún a nuestro alrededor. No supe bien a quién todos se referían con tanto entusiasmo. Traté de averiguarlo no sin torpeza. Hasta que Dedé me miró con reprobación. —Disculpa, ¿pero tú no has leído a Fidel? –puso una mueca preciosa de incredulidad. Negué penosamente con la cabeza. —Entonces mejor vamos para mi casa –me haló–. Hoy mismo te quemo un DVD con toda la información. O me dejas de llamar Dedé. Llegamos a su apartamento. Dedé vivía en Alamar, de no ser esto una exageración. Exactamente habitaba en el piso 12 de un doceplantas sin ascensor. Sudábamos a morir, pero la vista era genial. El planeta a vuelo de pájaro. Cuba mapeada para turistas o terroristas o ambos. Vivía sola, me dijo. Y me llevó directamente a su cuarto. Una habitación con vista a Alamar, pero al horizonte sin costa. Un paisajito de verde cansado que enseguida me sobrecogió. En las paredes tenía un póster gigante de Pelevin besando en la boca a Limonov, ambos reconocibles por las letronas de cada nombre en cirílico. Dedé mojó con saliva la pegatina del PC juvenil y la colocó sobre otro póster de la revista Maxim, donde dos muchachitas como ella se tocaban con cierta fotolésbica frivolidad. Entonces un poco más abajo reparé en una imagen mía, recortada del periódico The Revolution Evening Post: una foto del día antes. Ni siquiera me asombré. Fui hasta ella. Busqué sus ojos. Me hundí de hombros. Dedé se cambió de ropa delante de mí (no usaba underwear), al tiempo que improvisaba una suerte de explicación. Era simple. Le había gustado mi entrevista en el suplemento cultural. Pero todavía más le había encantado mi expresión, el gesto congelado en esa foto oficial. Después me había visto sin proponérselo, descolgado al azar en una cabina de San Lázaro y L. Le parecí desvalido, digno de su compañía. Y sin pensarlo dos veces se me acercó. Eso era todo. Cero teoría del caos y de la conspiración. Por cierto, su llamada infinita había sido técnicamente real. Hacía horas que buscaba un teléfono por todo El Vedado. Por supuesto, no le creí. No deseaba creerle. Crearla ya había sido suficiente proeza. Nos acomodamos sobre la cama. Con el control remoto puso a andar un equipo de dimensiones monstruosas. Lucecitas y bip-bips. Según ella, aquel era el superúltimo modelo para reproducir texto, audio e imagen al por mayor. Yo no debía impacientarme: en menos de diez minutos tendría lista para mí la información prometida bajo el semáforo de Infanta y Zanja. —Todo sobre Fidel –dijo–. Y relájate, por favor –me hizo un guiño cómplice mayúsculamente teatral–. Pareces a punto de concederle una entrevista a la SEGURIDAD. Dedé puso música. Sonó ese himno de fin de siglo y milenio: Californication. Extendió una mano hasta la mesita de noche (extendió todo su cuerpo mini, en realidad, todavía sin underwear) y puso bajo mis ojos la primera plana del The New Yorker del día: Los 20 escritores del nuevo milenio, leí. Una fauna post-X, la Next Generation según el canon de Mondadori, decía en inglés. Nada que hacer con semejantes Palahniuk, Lethem, Franzen, Chabon, Klam, Sedaris, Safran Foer, A. M. Homes, David Foster Wallace (entre otros apellidos más o menos impronunciables por mí). Todos Born in the USA, por supuesto. Y que Dios bendiga a América en una canción. —¿Tampoco los has leído? –continuó su interrogatorio la inspectora Dedé. Me concentré en la letra de Californication y sonreí al vacío bucólico de la campiña cubana. No sé por qué pensé en desechos radiactivos. Todos esos pastizales de agosto me advertían del exceso de ondas gamma de máxima penetración. Gammalamar. —No tengas pena –ella estaba obviamente en control–. Sus obras completas están aquí. En inglés, por supuesto, pero también en otros idiomas, lo que incluye al español. Las he ido traduciendo en esas noches en que no se me ocurre nada mejor. Hablaba con el desenfado y el saber típicos de una gurú del exilio. Aunque yo aún no supiera del todo qué podría esta frase significar. El súperequipo continuaba emitiendo flashes y repicando bip-bips. Fuera lo que fuera, se demoraba bastante en quemarme toda la documentación. El tiempo pasaba como a través de un contador de partículas: de impacto en impacto, cuantificado. Hasta la canción me sonaba un poco pixelada a estas alturas (era un piso 12, por cierto). Nada fluía entre nosotros y de alguna forma entendí que yo no me sentía muy bien. Se lo dije. —Déjate de boberías –me cortó–. Para que lo sepas, la depresión hace mucho que pasó de moda en La Habana. Supongo que no había nada que hacer con ella. Dedé siempre tendría la razón al respecto de. Siempre me sacaría media nariz o media vida de ventaja si se trataba de. La cuestión era ahora cómo matizar mi ridículo de dinosaurio cogido en falta en el XXI. Se me ocurrió lo único que se me ha ocurrido jamás. El sexo. Es decir, lo único que no es necesario que se le ocurra a nadie jamás, porque desde siempre ha existido ahí. Como una sombra en tu radiografía del cerebelo: como un tumor benigno pero inoperable. Inoperante. El sexo. Pasara o no de los quince años, sería sensacional ejecutarlo ahora con ella. Hubiera o no recién estrenado su carnet de identidad a nombre de Dedé más un número de once cifras, de repente era inevitable forzar una escenita más o menos ridícula donde el deseo abortara tan pronto como se instaurara el placer. Supongo que hay palabras así, que escapan a la vez que encajan dentro de cualquier situación: el sexo. Después, por supuesto, otra vez esa amable simulación de normalidad que es el insoportable tono de toda literatura de bien. Como si nunca se hubiera estrellado en Infanta un avión DC-10. Como si Dedé no me hubiera gastado con su discursito telefónico hasta el último dólar de mi tarjeta. Como si la escalinata de la universidad no fuera un reflector que duplica los rayos solares contra cada esquina de lo real, incluida la cabeza marmórea de Mella y el polvillo celta de su cadáver. Como si a Alamar fuera posible acceder desde una ciudad llamada La Habana. Como si nunca nadie en Cuba hubiera tenido sexo nunca con nadie, menos aún jugando con un manófono que horas antes había sido propiedad estatal. Como si yo hubiera leído algo de alguien alguna vez, incluidas las obras completas de culto de unos tales Fidel, Palahniuk, Lethem, Franzen, Chabon, Klam, Sedaris, Safran Foer, A. M. Homes, David Foster Wallace (entre otros apellidos más o menos impronunciables por mí: no todos Born in the USA, por supuesto, pero que igual Dios bendiga a América en una canción). Como si lo más anormal del mundo no fuera precisamente esa amable simulación de normalidad que llevaba yo pintada en mi cara. Salí dando tumbos por las rotondas y cocoteros de aquel palomar obrero. El reparto parecía una beca escolar. Me metí bajo un techito de asbestocemento y me senté. Descubrí que funcionaba como una parada del metrobús (aún no existía el metro). La luz allá afuera seguía siendo inclemente. Comencé a revisar los discos que Dedé me había quemado (por lo menos un par de docenas), y una voz de estricto cumplimiento me interrumpió: —Ciudadano, ¿qué tipo de datos transporta usted ahí? Lo miré. Era un policía uniformado de civil. Soy bastante hipocondríaco, así que me temí lo peor. Traté de responderle con ese mismo tono de situación habitual que, me di cuenta enseguida, ya no se reflejaba en mí. —Son sólo obras completas, oficial –le dije–. Nada significativo. —Por favor, ¿me permite echar un vistazo? – se adelantó, y yo supe entonces que la verdadera historia de ese mediodía roñoso de agosto recién estaba ahora por empezar. Dedé apenas había sido un pretexto. Un lugar común para encontrar una grieta y comenzar por fin, de no ser esto una exageración, a narrar (preferiblemente narrar en el mar). To be continued / Continuará.
Orlando Luis Pardo Lazo. La Habana• 71
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The type of object, such as painting, sculpture, paper, photo, and additional data
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Title
A name given to the resource
The Revolution Evening Post, No. 3
Subject
The topic of the resource
Revista Literaria Digital
Creator
An entity primarily responsible for making the resource
Ahmel Echeverría,
Jorge Enrique Lage,
Orlando Luis Pardo Lazo
Source
A related resource from which the described resource is derived
The Revolution Evening Post, No. 3, 2008.
Publisher
An entity responsible for making the resource available
The Revolution Evening Post
Date
A point or period of time associated with an event in the lifecycle of the resource
2008
Contributor
An entity responsible for making contributions to the resource
Lizabel Mónica
Format
The file format, physical medium, or dimensions of the resource
Pdf
Language
A language of the resource
Spanish, Español, SPA
Type
The nature or genre of the resource
Revista, magazine
Coverage
The spatial or temporal topic of the resource, the spatial applicability of the resource, or the jurisdiction under which the resource is relevant
Cuba
-
https://d1y502jg6fpugt.cloudfront.net/34261/archive/files/ec897fa5ac9d7ef11982c516e249ff2f.pdf?Expires=1712793600&Signature=IMs7mjS0165912WdYImmByPCMtS5kThevg0duN6ysoYlCWsu9i8GiY2P38z%7E6yZu9Eh6CvuaBJPs0qzGoGExfDZnpLnb4yeRwIp7jitKpwaBX5XHylihkGkNJHX9rqdaa5OWGjg%7EQpqkchJvhC3jXx0Fafu7kPjcTKzuacqA2mozvK71wOqhBZI5jfprMe8T430tWqyWKJlbnPCdrxvWziPZtMqUhS8LWIg6O9T20OGOhDDiOBATdoqE16khzNagRo6Sb5bErqiQQUMOO7zWfouXetgN8p5N%7EgQVOQ-l91jkevbkQ6S8M0mOad5lxy8LAXVOnPyp%7EzhuIQb70KgavQ__&Key-Pair-Id=K6UGZS9ZTDSZM
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theREVOLUTION
EVENING post
Z
episodio
e ine de
ESCRITURA
4
i r r e g u l a r
stuff :
alberto g
juan forn
orlando luis pardo
alejandro zambra
álvaro bisama
santiago roncagliolo
ahmel echevarría
gonzalo garcés
jorge enrique lage
enrique vila-matas
ahmel echevarría
la pinacoteca
tokio era una fiesta
refleXXIones
(e-vangelio cubano del 21)
diario de un mudo
huir / fuga
el aroma del gas lacrimógeno
la verdad ya no es lo que era
una pelea cubana contra los
demonios
el artista joven
3 tesis sobre charly
somos pioneros exploradores
semana blanca
un ángel amarillo
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staff :
ahmel echevarría
jorge enrique lage
orlando luis pardo lazo
Hemos sido cordialmente invitados a
formar parte de la literatura chilena en
Cuba. Por supuesto, hemos aceptado.
No hubo ceremonia de iniciación.
Mejor así.
therevening@yahoo.com
�g.
la pinacoteca
• •
alberto
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/
aparición de lady murasaki
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Al final, digan lo que digan, el voyeur sí participa.
En una palabra: siempre hay cosas que
descubrir en una vagina. (Esto lo dice Louis
Ferdinand Céline.)
No le permitas a quien te acompaña en la cama
que lave su cabello un martes o un día de funeral.
Los martes son días sin auspicio, igual que los
funerales. Si, luego de tu explicación, esa
persona insiste en su propósito, es que tiene
malas intenciones o se encuentra sojuzgada por
Cepaala-Magri, un demonio andarín, oriundo del
norte de Australia, patrón de las obstinaciones y
los suicidios.
Usaba un prendedor de amatista en forma de…
¿no adivinan? Una centolla.
Previsiblemente, el Japón antiguo llamó Primera
Floración al inicio de la menstruación. Este era un
suceso digno de festividad. A veces los festejos
duraban varios días, hasta coincidir con el
anuncio de la disponibilidad de la chica en
cuestión. No era raro ver celebraciones que
comenzaban con la Primera Floración y
culminaban en matrimonio.
Se dice que sangre menstrual no coagula, pero
yo he visto en la Pinacoteca a una chica que dejó
de sangrar cuando se sentó, desnuda, dentro de
una de las barcas sagradas, y clavó una flecha en
la madera, muy cerca de su mons veneris. Esta
acción detuvo la sangre. Aunque era de día y
había mucha luz, la mujer que hacía la ronda alzó
su linterna y torció la cara de modo soez. Dame
esa sangre, dijo.
El pelo suelto atrae el hálito de las brujas.
Hay hombres en Guam cuyo único empleo es
viajar por el país para desflorar vírgenes, que
les pagan por el privilegio de tener sexo por
primera vez. En Guam esta prohibido que las
vírgenes se casen.
El atomismo amenaza la doctrina de la Santa
Eucaristía.
Que los fluidos sensuales del cuerpo entren en el
cuerpo. De acuerdo con San Mateo, no es sucio
lo que entra en la boca, sino lo que sale de ella.
Tenía la complexión de un durazno, casi podía
ver sus venas. Provenía de un lugar de Thailandia
contaminado por chinos y chinas que, alguna
vez, se habían dedicado a trabajos nocturnos en
casas de Damas del Ofrecimiento Circunstancial.
Su educación estaba siendo seguida de cerca
por un profesor sumergido en la historia de los
ceremoniales del Paso al Mundo de los Espíritus.
Soñar con sapos augura descendencia femenina.
Si eres un hombre y quieres protegerte de la
brujería, come carne de sapos atrapados en los
bebederos del campo, en especial donde pasten
caballos de alguna persona notable. Ingerir sapos
en luna llena te inmuniza, por todo un año, contra
los espíritus hambrientos, las magalachas de los
bosques, los peces ciguatos y las mordeduras de
ciertos tipos de dragón. Pero no uses, para tu
Caduceo de Poder, fundas hechas con piel de
sapo. Aunque ajustan muy bien cuando están
húmedas, pueden inducirte a la lascivia luego de
hinchar de modo muy molesto tu Caduceo de
Poder. Tendrás siempre ganas y morirás con una
sed extraña.
Durante la plaga florentina de 1348, y tras los
sólidos portones de un palazzo, ciertos hombres
y mujeres de la nobleza iban contando, muy
entretenidos, las historias que luego integrarían
El Decamerón, de Bocaccio. Son historias de risa
y de placer, y nadie molestó a esos hombres y
mujeres hasta que, una noche, siglos más tarde,
se presentó en el palazzo la Muerte Roja, con su
Máscara, y dijo: Yo soy Su Majestad Edgar Allan
Poe y acabo de firmar vuestras sentencias de
muerte.
El objeto más notorio de Hans Bellmer fue la
muñeca hecha de madera, metal o papier
mâché. Una muñeca que podías reducir y
contorsionar de acuerdo con fantasías eróticas
levemente sádicas, basadas en permutaciones
sexuales y en dibujos de chicas que se dejaban
fotografiar a cambio de un par de barras de
chocolate y varios boletos de tranvía.
Qué situación más siniestra, dijo ella. Mi
bastón, meciéndose, la hipnotizaba levemente.
Recuerdo muy bien que nos quedamos
quietos, alimentando el fuego, añadí. Las
centollas temen al fuego, aseguró antes de
cerrar su libreta de notas. Respiró con energía,
como para alejar de sí algún tipo de sopor.
Deberían arreglar el sistema de ventilación de
este lugar, dije. Tengo que marcharme, se
excusó. El asunto de las centollas me interesa
mucho, susurré.
Henrica Shuria tenía el crédito de tener un largo
clítoris. Auteio de Amida y Paulo Egineta,
médicos bizantinos del siglo sexto, atribuían
este rasgo anatómico a las mujeres egipcias.
Esta incorrecta generalización ha dado paso a
algunos malentendidos.
La ley autoriza a las vendedoras hacer topless
en Liverpool, Inglaterra, pero solamente en
negocios de peces tropicales.
Las mujeres del Vietcong guardaban hojas de
afeitar en las vaginas.
Se puede matar a un vampiro poniéndolo entre
dos espejos.
Se alejó, taconeando con cuidado en las
baldosas rojas, y desapareció por una de las
entradas (o salidas), en dirección a otro recinto.
Fue en ese instante cuando decidí perseguirla
discretamente, haciéndome el encontradizo y
sin olvidarme de las centollas de los Mares del
Sur.
El llamado papiro erótico de Turín muestra una
serie de encuentros sexuales —Nk— entre
jovencitas y guerreros de penes suntuosos. A
estas escenas se les suele llamar trabajos de
burdel. En el papiro hay once cópulas acrobáticas, cuatro de ellas en posición animálica.
Se cree que el autor quiso satirizar lo que veía,
pero la verdad es que no hay pruebas de
semejante propósito.
Para que una bruja pueda volar grandes
distancias velozmente, tiene primero que
conseguir aceite primordial, que se obtiene de
la hervidura de tres niños cuyos nombres
empiecen con A. Esta sustancia se solidifica en
un tarro de cristal ahumado al que se le
agregan unos granos de precipitado verde,
para colorear dicha sustancia. Tras dejarla
reposar por 7 días bajo tierra infame, la bruja se
untará con ella las partes velludas del cuerpo, y
enseguida sentirá ligereza de miembros y que,
al respirar, se eleva por el aire poco a poco.
Dice Samael Aun Weor que lo primero que
necesita el médico gnóstico es conocer la
causa de la epilepsia, pues esta enfermedad
tiene diferentes orígenes. En las mujeres, por
ejemplo, a veces los ataques se producen
como consecuencia de parásitos intestinales.
En otras ocasiones, se trata de perturbaciones
del sistema nervioso, y, no pocas veces, del
resfrío de los ovarios, después de muchos
meses de falta de cohabitación.
Por algún motivo que escapa a la común
comprensión, ahora los parques de diversiones
la virtud del diablo está en su pubis...
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tienen otro peligro, además de las serpientes
venenosas y los cables de alta tensión sueltos:
Proud Mary. Ella es una mujer entre 17 y 20
años que ha sido aparentemente maltratada
y/o violada y cuyo cuerpo yace en la periferia
del parque. Si ves a Proud Mary, por muy infeliz
que parezca no te acerques a ella. No bien lo
haces, Proud Mary abre los ojos, te mira con
dulzura, te pide que la ayudes y, en fin de
cuentas, terminas enredado en una dudosa
invitación tras la cual perderás el alma sin
remedio.
exhibían miniaturas chinas (viejos y obscenos
prendedores de marfil), una mujer alta, de tez
muy blanca, se interpuso en mi camino con
una resolución en la que no faltaba cierta
dulzura. Y así, en medio de una gran sorpresa,
conocí a lady Murasaki, mi principal oponente.
Cerca de Russell Square, en Londres, hay una
tienda donde dos chicas venden peces
exóticos traídos hasta allí desde el Archipiélago
Malayo y el norte del Japón, por proveedores
portugueses a quienes nadie ha visto. Pero el
a no volver a sus casas sin tomar antes a
Messena a viva fuerza, no esperaron a regresar
en masa, sino por pequeños y raros
destacamentos, dando tiempo a los hombres
para tener comercio carnal con esclavas y
mujeres casadas, cosa que hicieron especialmente las solteras, y que fue causa de la
emigración.
Los hombres que se masturban en exceso
engendran succubi y las mujeres engendran
incubi. Estas larvas incitan a sus progenitores a
En una plaza de la zona central de Dunedin,
Nueva Zelanda, hay una estatua del poeta
escocés Robert Burns que le da la espalda a la
iglesia anglicana de San Pablo mientras mira
(dicen que con codicia) hacia el distrito
comercial. Enamorado en 1785 de Jean
Armour, el poeta pretendió casarse. Pero no
obtuvo más que negativas por parte del padre
de ella, y así concibió su huida a Jamaica. Una
vez allí, Jean parió gemelos y Burns empezó a
preparar la edición aumentada de sus Songs
and Ballads, que apareció en 1789. Pero
visitaba con harta frecuencia y grandes gastos
de dinero los prostíbulos de Montego Bay, y se
prendó de Alice Mencken (bisabuela de H. L.
Mencken, fundador de la revista literaria
American Mercury), con quien se amancebó
tras asentarse en Spanish Town. Poco tiempo
después Burns descubrió que Alice practicaba
la brujería, pero aun así llegó a aficionarse a la
fuma de polvo de huesos de ahorcados. Alice
era visitada por antiguos clientes y Burns solía
participar en esos encuentros. En 1795 fueron
apresados por las autoridades locales y en
1796 ajusticiados, en una breve ceremonia
privada, por el método del garrote vil.
El penis captivus o vaginismus es, en la
literatura médica, esa trabazón tragicómica que
se produce durante el intercambio sexual. Los
científicos consideran que es un fenómeno
raro. Entre ellos, una minoría anónima, adscrita
a un credo más o menos hermético en relación
con el sexo, consiente en afirmar que el paso
por esa experiencia podría ser un don, o un
signo de la Gracia.
Disimulé el ruido de mis pasos por los salones
de baldosas rojas, mientras pensaba en el
horror de las centollas. Caminé despacio,
convencido (sin pruebas) de que la estudiante
aparecería de un momento a otro frente a mí,
escribiendo incesantemente en su libreta. Pero
al entrar en una estrecha sala donde se
período menstrual es algo que acompaña a las
mujeres por buena cantidad de años, prefieren
empezar los matrimonios con niñas en edad
muy temprana. Así, es posible ver a varones
yanomamos adultos en compañía de hembras
de 9 o 10 años.
Un íncubo tiene el pene tan frío como el hielo,
y, sin embargo, en ellos el órgano es eréctil y
adquiere mucha dureza. Cuando una mujer
cohabita con un íncubo, toma el poder de
desatar granizadas. Sin embargo, no todas las
brujas poseen ese extraño don. Sólo las que
practican la fellatio con íncubos e ingieren la
materia helada que brota como resultado de
semejantes placeres. Hay que agregar que esa
materia no es exactamente sólida y que, salvo
en lo tocante a la temperatura, es idéntica al
semen.
Y, finalmente, ¿por qué hay tantos prepucios
de Jesús? La monografía escrita por el
exdominico A. V. Müller, titulada El sagrado
prepucio de Cristo, anota, al menos, doce
lugares que se vanaglorian de poseer el
auténtico prepucio divino, caso de que se
demuestre que fue efectivamente circuncidado: en Charroux (junto a Poitiers), Amberes,
París, Brujas, Bolonia, Besançon, Nancy, Metz,
Le Puy, Conques, Hildesheim, Cálcala, y
probablemente algunos otros. La reliquia llegó
a Roma de la mano de Carlomagno, quien dijo
que un ángel se la había facilitado.
caso es que en dicha tienda puedes adquirir, a
buen precio, un pez dragón negro, o una
medusa dorada, mientras las chicas hacen
topless y te invitan a calibrar la vitalidad de los
peces.
repetir incesantemente el acto que les dio vida.
Tienen el mismo color del aire y por eso no se
ven a simple vista. Remedio eficaz para librarse
de ellas es llevar flor de azufre entre los zapatos.
Los vapores del azufre las desintegran.
En su Historia Universal bajo la República
Romana, Polibio, relator con tiquismiquis, dice:
Las costumbres e instituciones de Lacedemonia
permitían a tres o cuatro hombres, y aun a más
cuando eran hermanos, tener una sola mujer,
cuyos hijos les pertenecían en común, de igual
modo que es frecuente y bien mirado en este
pueblo que un hombre cuando tiene número
suficiente de hijos ceda su mujer a alguno de
sus amigos. He aquí por qué los locrenses, que
no se habían comprometido como los
lacedemonios con imprecaciones y juramentos
Entre los yanomamos, que no pasan de 15000,
es costumbre que dos hombres cultiven la
camaradería por medio del intercambio de
materias alucinógenas. Ambos yacen en una
misma hamaca, respiran polvos de ebene (que
es una especie de enredadera), se imaginan
que son chamanes y hasta dialogan con
demonios locales de quienes escuchan
consejos sobre sexo y mujeres. Los primeros
yanomamos surgieron de la sangre de la Luna,
pero esto no les impide hoy abominar de la
sangre menstrual. Al comprender que el
Los llamados Textos Herméticos fueron
escritos por el nieto de Adán (que también
construyó dos pirámides en Egipto), o por un
mago tebano que vivió tres generaciones
después de Moisés, o por un sacerdote
babilónico que instruyó durante algún tiempo a
Pitágoras.
Si una bruja confesaba todo y no se retractaba,
antes de ser quemada se le concedía la gracia
de la estrangulación.
De acuerdo con algunas tradiciones judías, los
primeros 40 días de la concepción, durante el
embarazo, son considerados jornadas acuosas,
y el feto no alcanza a tener aún el status
ontológico de persona.
Mumia es el nombre que recibe una sustancia
con grandes poderes curativos. Ha sido
fabricada en Egipto desde principios de
nuestra era, mediante la pulverización de
momias reales. El resultado se mezcla con
...en pocas palabras: siempre hay cosas que descubrir en una vagina
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arcilla blanca y miel y, en pequeñas porciones,
se les da a los enfermos de melancolía, a los
débiles de sangre, a los impotentes y a los que
sufren de pesadillas.
Lady Murasaki usaba un kimono azul oscuro
fileteado en oro, y sus cabellos estaban
firmemente anudados en un moño simple. La
joven a quien usted persigue es mi sobrina,
advirtió con suave abandono. Me clavó la vista
un par de segundos. Después acarició una de
las miniaturas.
El túnel de luz, tópico frecuente en las
experiencias próximas a la muerte (NDE, Near
Death Experiences), no es más que el resultado
de un “remolino” surgido en el plexo del
cerebro encargado de la visión. La “carga” de
energía –o como quiera que eso se llame–
incrementa su descenso y el cerebro “busca”
suplementos en forma de imágenes para
responder preguntas básicas referidas a la
existencia del yo: el quién, el cómo, el dónde y
el cuándo.
Yossele es el golem más famoso de todos.
Esta criatura fue concebida y creada por Judah
Loew Ben Bezalel (1525-1609) para ayudar y
proteger a los judíos de Praga del libelo de que
la sangre de un niño cristiano había sido
utilizada en la ceremonia de Pascua. Se
registran varias historias sobre cómo Yossele
salvó a muchos judíos de las represalias y el
odio antisemita. Y una vez que el golem hubo
cumplido su propósito, el rabí lo encerró en el
ático de la Sinagoga de Praga, donde se cree
que ha descansado hasta el día de hoy. La
Sinagoga sobrevivió a la destrucción de los
sitios de culto dirigida por los nazis en los años
treinta y principios de los cuarenta, y se dice
que la Gestapo nunca logró entrar (o nunca se
le ocurrió hacerlo) al ático donde Yossele
descansaba. Una estatua del golem todavía
puede verse en la entrada del barrio judío de la
ciudad.
Lilith es una bella entidad demoníaca de la que
suele afirmarse que fue la primera esposa de
Adán, o –según otra leyenda– una esposa de
fantasía forjada por su imaginación para
aliviar la soledad y la tristeza antes de la
llegada de Eva.
En 1982, el parapsicólogo Stephen Kaplan,
director del Centro de Investigación sobre
Vampiros de Elmhurst, New York, descubrió
que en los Estados Unidos existía una especie
de sub-cultura vampírica que perduraba dentro
de la población. De acuerdo con los estimados
de Kaplan, hay 21 vampiros reales que viven en
ese país y en Canadá. Luego de lograr
comunicarse con algunas de estas criaturas,
dos de ellas declararon que tenían 300 años de
edad o más. En términos demográficos, Kaplan
registra a estos vampiros en Massachusetts
(donde hay 3), Arizona, California y New Jersey
(donde hay 6 en total). Los restantes 12 se han
diseminado a través de otros estados y
provincias de la Unión.
Y todo eso ocurría desde el Renacimiento
italiano, cuando se podía contar con falos
artificiales de los que pendían escrotos llenos
de leche tibia de vaca mezclada con avena,
anís y papilla de arroz, con los que, una vez
introducidos en la vagina, se podía disfrutar de
una eyaculación, simulada en el momento
decisivo. En cierta ocasión, Catalina de Médicis
encontró no menos de cuatro de estos arricies
de voyage –llamados también bienfaiteurs– en
el baúl de una de sus damas de compañía.
Y luego el hombre aplicará impulsos veloces
que penetren profundamente, mientras la
mujer se acomodará a sus impulsos e imitará
su ritmo. Con el Peñasco Vigoroso arremeterá
contra la Cavidad en Forma de Grano de Trigo,
y penetrará hasta su parte más recóndita. Allí,
moviendo un poco su miembro en círculo,
pasará progresivamente a impulsos breves.
Cuando la mujer, con la vagina repleta de
humor, llegue al clímax del orgasmo, el hombre
retirará su miembro, pero nunca cuando
empiece a ablandarse. Lo sacará mientras esté
todavía rígido. Porque, en efecto, es dañino
para el hombre retirarlo fláccido, y por eso
tendrá cuidado de no hacer tal cosa jamás.
lugar. Lo malo es que guarda, en algún
recoveco del cuchitril, un montón de lienzos de
Enríquez que nadie ha visto.
La virtud del diablo está en su pubis.
Las fotos de París…
Entonces el varón hará que la mujer agarre con
la mano izquierda su Tallo de Jade, mientras él
con la derecha le frota la Puerta de Jade. De
esta manera se activará su propia fuerza Yin y
levantará su Tallo de Jade otra vez, que se
quedará rígido y erguido hacia lo alto, como la
cumbre solitaria de un monte. La mujer, por su
parte, percibirá su fuerza Yang y la Grieta de
Cinabrio se humedecerá por el flujo abundante
de humor, como un manantial de aguas que
brota de un hondo valle. Esta es la reacción
espontánea del Yin y del Yang, que no se
puede lograr nunca con medios artificiales. Al
llegar a esta fase la pareja está en condición
apropiada para unirse, empezando por El Beso
del Pulpo, que así se llama a esta técnica
desde que Hokusai pintara El sueño de la
mujer del pescador.
La paciencia es un don extraño, dijo. Entrecerré
los ojos para enfocar mejor la boca de Lady
Murasaki. La miniatura giraba en su mano
lentamente. Soy algo intranquilo, lo reconozco,
dije. Me miró. Quien hizo estas obras conocía la
perfección y su vínculo con la paciencia, dijo.
Olía a un perfume sencillo, o más bien a la
huella de un perfume… Me refiero a una huella
que estaba como a punto de extinguirse, pero
que se aferraba aún a su cuerpo. Se lo dije.
Quiso sonreír. Puso la miniatura en su lugar.
Hoy día es difícil ser paciente, y sin embargo la
paciencia es la virtud que mejor se opone a los
desastres, opinó. Su sobrina toma nota de todo,
dije. Conducta inteligente, susurró. ¿A usted
también la atraen las centollas?, pregunté. Volví
a sentir el roce de su perfume. ¿Centollas?,
dudó. Juntó las manos, bajó la cabeza y
después la alzó con resolución.
Las fotos de París.
En realidad, el goce era a veces recíproco. Y es
que la flagelación pasiva, en especial entre los
jóvenes, provoca la erección del pene o el
clítoris y, a veces, en pleno azote de nalgas, la
eyaculación, como ya sabía el Talmud. Aplicarse ortigas, como era corriente entre los
penitentes cristianos –muchos conventos las
plantaban y cultivaban con esa finalidad–, fue,
desde la Antigüedad, un recurso afrodisíaco.
Asimismo, las mujeres francesas se masturbaron durante mucho tiempo con ortigas y,
todavía en el siglo XVIII, los burdeles dedicados
a la flagelación siempre estaban provistos de
matas recién cortadas que se usaban en las
prácticas sadomasoquistas.
Dos tercios de la medida del pie.
Algunos heréticos, como Hector Saville en
1678, denunciaron al té como bebida impura.
Jonás Hanway, en su Ensayo sobre el Té
(1756), afirmaba que su uso hacía perder a los
hombres su estatura y su amabilidad, y a las
mujeres su belleza. Pero esto es incierto
porque, después de beber té durante buena
parte de la mañana, has vertido, mientras me
bañabas, una taza entera encima de mi
erección, y lo has hecho lentamente, con
gentileza, y ha sido irresistible…
Dos tercios de la medida del pie. Si quieres
hacemos la prueba…
• • ••••••• • • • • • • •• • •
Un ejemplo de crueldad criptosexual: A finales
del siglo XIX, las santas mujeres de un
convento búlgaro habían retenido a un joven
durante cuatro semanas y le habían hecho
fornicar hasta casi matarlo. A causa de la
debilidad ya no pudo reanudar el viaje. Se
quedó allí convaleciente y, al final, las monjas,
temiendo un escándalo, lo despedazaron y lo
hundieron, trozo a trozo, en una fuente. Una
parte de esta historia fue usada por Pasolini en
su versión de El Decamerón.
Aquella era una ciudad bastante puta. Poseída
consecutivamente por peninsulares apestosos,
isleños de Albión, liberales de New England y,
al final, por Su Majestad El Supremo del Nuevo
Mundo, no cabía duda de que era una ciudad
bastante puta.
• •
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En un cuchitril de la calle Dragones vive un
chino muy viejo. A la vejez se le ha ocurrido
encoger y encoger al chino, consumiéndole los
huesos, y hoy puede vérsele sentado en un
taburete de piel mientras observa la vida
confusa que se dibuja en la puertecita del
cuchitril. El chino tiene 114 años y fue testigo
de la boda de Carlos Enríquez con Eva
Frejaville. Lo bueno del chino es que trabajaba
en el huerto que el pintor tenía en El Hurón
Azul, y llegó a conocer bien la vida de aquel
AlbertoG
LaHabana· 60
no es sucio lo que entra en la boca, sino lo que sale de ella...
�En todas las notas biográficas
sobre Yasunari Kawabata se mencionan
indefectiblemente dos episodios de su
vida: su suicidio en 1972 y su período
literario de juventud, cuando él y otros
escritores de su generación se propusieron renovar la literatura japonesa
incorporando la influencia de las vanguardias occidentales que redefinieron
para el mundo entero la idea de arte
durante las primeras décadas del siglo
XX. La intriga es especialmente pertinente ante la evolución posterior de la
obra de Kawabata, que condensa como
ninguna otra la esencia más atemporal
de la civilización japonesa. ¿Hubo
alguna vez un Kawabata moderno,
vanguardista, cultor de lo efímero,
provocador?
La respuesta está en La pandilla
de Asakusa, un folletín publicado entre
1929 y 1930 en el diario de mayor tirada
de Tokio (el Asahi Shinbun), del que el
propio Kawabata luego renegó (al punto
de asegurar que el texto le daba
náuseas) aunque nunca se decidió a
eliminarlo de sus obras completas.
La veneración instantánea que
despierta la lectura de cualquiera de las
novelas de Kawabata tiene su lado
riesgoso: genera un afán tóxico por ser
kawabatiano. Rechazar La pandilla de
Asakusa por devoción al maestro obligaría a considerar El maestro de go su
mejor libro (como sostenía él), o privarse de leer Lo bello y lo triste (que se
publicó póstumamente) porque él se
proponía quemarlo antes de morir. Personalmente, prefiero
ser un heterodoxo, en cualquier culto que sea. Prefiero
conocer también la risa de los autores que venero. Y es
evidente que Kawabata se divirtió como un enano cuando
escribía La pandilla de Asakusa. Uno lee: “Paro un rickshaw,
me zambullo en él y grito: ¡Siga a esas bicicletas!” (o bien:
“No soy de las que besan. Demasiada complicación”), y no
puede dejar de imaginar la risita entre dientes del joven
Kawabata cuando tipeaba esas palabras o las leía al día
siguiente en las páginas vespertinas del Asahi Shinbun,
donde se publicaba como folletín, tres veces a la semana, en
el sector inferior de la tapa.
Lo más genial del caso es que, cuando Kawabata leía
ese diario la tarde siguiente, lo hacía en el mismísimo lugar
de los acontecimientos que narraba en su folletín: en
cualquiera de los cafés que crecían “como el bambú
después de la lluvia” en el Sexto Distrito de Tokio, más
conocido como Asakusa.
Cuando el terremoto de 1923
destruyó buena parte de Tokio, Kawabata
ya llevaba un año viviendo en Asakusa. En
el momento mismo en que cesaron los
temblores, él y su compadre de entonces,
Ryonosuke Akutagawa, salieron a recorrer
las ruinas, cada uno con su mochila y su
cantimplora. Durante semanas contemplaron desde las calles mismas cómo se
levantaba Asakusa de las ruinas y volvía a
ser lo que había sido hasta que se rajó la
tierra y cayó fuego del cielo. En semanas
nomás, Asakusa volvió a ser frenéticamente la misma.
A diferencia de los mundanos
Tanizaki, Nagai Kafu y el propio
Akutagawa, Kawabata aseguró que nunca
hablaba ni se relacionaba con nadie en
Asakusa: se limitaba a absorber como una
esponja lo que captaban sus cinco sentidos. Así es el narrador de La pandilla de
Asakusa, ese que en las primeras líneas
de su relato nos dice: “Supongamos
ahora que son más de las tres de la
mañana e incluso los vagabundos están
dormidos y yo estoy aquí, caminando con
Yumiko por cierto callejón de Asakusa.
Aunque decir cierto callejón suena a
comienzo de una novela realmente
pasada de moda, y los miembros de la
Pandilla Escarlata no cometen esa clase
de crímenes”.
Yumiko, valga aclarar, es la líder de la
Pandilla Escarlata, un grupo de adolecentes que se dedica a diversas actividades
non sanctas en las calles de Asakusa,
desde el rubro placer al rubro venganza
(incluyendo la ínfima y abismal distancia que va de uno al
otro). Yumiko y su troupe preparan de la misma manera sus
espectáculos artísticos y sus golpes callejeros, con pelucas y
disfraces y un guión que acepta siempre la improvisación,
sea espontánea u obligada por las circunstancias. Yumiko y
su troupe son beatniks y situacionistas y punk y comedia
muda a la vez: son avantgardistas sin la menor conciencia de
serlo, tal como el propio Kawabata jamás imaginó que a este
libro le endilgaran la culpa de ser precursor de ese miasmachicle que los sociólogos y semióticos de hoy llaman “cultura urbana pop japonesa”.
Los primeros 37 capítulos de La pandilla de Asakusa
aparecieron entre diciembre de 1929 y marzo de 1930 en el
diario Asahi Shinbun. Los restantes 24 se fueron publicando
entre septiembre y diciembre de 1930, pero ya no en el
popular vespertino sino en las revistas de izquierda no
marxista Kaizo y Shinchó. En el medio, el grupo femenino
Casino Follies escenificó una versión del folletín y se
convirtió en una de las atracciones de Asakusa (al punto que
a besar a su archienemigo y gran amor
era una fiesta
Asakusa era la letrina de Tokio, para los bienpensantes
japoneses de la época. En Asakusa convivían los marginales
tradicionales que hacían nido en los alrededores de cada
gran templo nipón y la “nueva promiscuidad” que generaba
el culto a lo occidental en una urbe como Tokio. Detrás del
templo Kanon, cuyos jardines daban al río Sumida, los
callejones de Asakusa hervían de varietés y vendedores de
pájaros, cinematógrafos y fabricantes de kimonos, viejos
calígrafos e informantes de la policía, geishas impolutas y
mendigas prostitutas. Asakusa ofrecía toda la gama concebible de diversiones y perversiones a la japonesa y a
imitación occidental.
El joven Kawabata pisó por primera vez el legendario
Sexto Distrito de la ciudad cuando estaba en la escuela
secundaria, antes de ingresar en la Universidad Imperial de
Tokio. En uno de los mil cafés de Asakusa vio a Junichiro
Tanizaki (que era trece años mayor que él y ya disfrutaba de
fama como escritor) rodeado de chicas hermosas y decidió
lo que quería en la vida.
era una fiesta
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juan forn
la habíamos visto por última vez con cinco
píldoras de arsénico en la boca, disponiéndose
�Sabemos que Kawabata leyó en esos años La montaña
mágica de Thomas Mann y las primeras novelas de Colette y
al menos partes del Ulises de Joyce (que aparecieron traducidas en revistas japonesas), pero el fermento occidental que
más lo influyó en la escritura de La pandilla de Asakusa
fueron sin duda las películas que veía en los cines del Sexto
Distrito, las publicidades radiales y gráficas que ensordecían
a la ciudad, los modismos y costumbres que los compatriotas de su edad adoptaban como propios por las calles de
Asakusa luego de ver esas películas, consumir esas
publicidades o volver del extranjero.
A lo largo de aquel año 30 en el cual se fue publicando
el folletín, el crack económico mundial hizo mella en Japón,
alimentó el fuego nacionalista y anunció el ocaso del
decadentismo cosmopolita. En los años siguientes, los
artistas y bohemios se alinearían con el militarismo que
desembocó en la invasión de Manchuria y la alianza con
Hitler, o terminarían en la cárcel, o se refugiarían en la
atemporal tradición japonesa.
Ese fue el caso de Kawabata: luego de imprimirles un
tono crepuscular, casi póstumo, a las últimas entregas de La
pandilla de Asakusa (mucho más afín a las revistas de
izquierda, que sabían que deberían cerrar en cualquier
momento, que al vespertino más vendido de Tokio, convenientemente orientado a los nuevos vientos ideológicos que
soplaban en la isla), Kawabata dejó la capital de Japón, como
ya habían hecho Tanizaki y Akutagawa (uno para aislarse en
las afueras de Kyoto y el otro para partir al otro mundo con
una sobredosis de somníferos) y comenzó a convertirse en el
que todos conocemos: el autor de País de nieve, El maestro
de go, El sonido de la montaña, el preservador por excelencia del espíritu milenario de su país a través de la palabra,
el sabio y distante maestro de
Mishima, el primer premio Nobel
japonés.
A partir de dicho viraje, sería cada
vez más difícil vislumbrar en los libros
de Kawabata esa picardía que tan
francamente exhibe en casi todas las
fotos que de él se conocen. A cambio
nos dio mucho, es cierto –incluso
después de muerto. Pero La pandilla
de Asakusa nos recuerda que hubo un
tiempo en que Yasunari Kawabata se
divirtió como un enano provocando y
escandalizando a los bienpensantes de
su época con las aventuras y desventuras de un grupo de descarados,
inolvidables adolescentes autobautizados La Pandilla Escarlata de
Asakusa.
Hubo, efectivamente, una vez en
que Kawabata fue joven y alegremente
atolondrado y cultor de lo efímero, y la
bohemia y la marginalia del Japón
bailó al son de la cacofónica, acelerada
música que él hacía sonar desde su
folletín en el Asahi Shinbun, tal como
en pleno furor de los años 20 en
Norteamérica un jovencito llamado
Francis Scott Fitzgerald escribió en las
páginas del Saturday Evening Post: “Yo
pongo la música; ustedes bailen”.
desde el rubro placer
al rubro venganza
(incluyendo la ínfima
y abismal distancia
que va de uno al otro)
(incluyendo la ínfima
y abismal distancia
que va de uno al otro)
desde el rubro placer
al rubro venganza
JuanForn
Buenos Aires·59
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los espectadores creían que las chicas en el escenario eran
los personajes de carne y hueso cuyas aventuras había
contado Kawabata). Además se rodó entre gallos y
medianoche un largometraje que se proyectaba a sala llena
en los cines del Sexto Distrito. Ambas versiones especulaban
con el hecho de que Kawabata había dejado sin contar el
desenlace de los hechos: así atraían a los curiosos, que en
Asakusa eran multitud. ¿Qué pasaría con Yumiko, y Haruko, y
Oharu, y Ochiyo, y los demás miembros de la Pandilla
Escarlata?
Como sucedió con País de nieve (que también se
publicó en forma de folletín, unos años después), Kawabata
retomó el folletín para cerrarlo a su manera trunca. Según él,
la abandonó. Pero la última frase del último capítulo de La
pandilla de Asakusa es tan elocuente que uno siente que no
queda mucho más que decir. Por supuesto, uno seguiría
escuchando hasta el fin de los tiempos
nuevas andanzas de Yumiko y los suyos
–quienes en las últimas entregas agradecen al propio Kawabata haberlos hecho
famosos, aunque sea por cinco minutos, y
se quejan de que en la versión fílmica
Yumiko muera, cuando en el folletín la
habíamos visto por última vez con cinco
píldoras de arsénico en la boca, disponiéndose a besar a su archienemigo y
gran amor.
Pero ese final (del que nada se dirá
aquí salvo que se preste especial atención
a la descripción del tosco kimono que viste
Yumiko) es más que expresivo. No sólo
explica el viraje que dio el relato al volver a
publicarse por entregas, sino que ilustra
también las razones por las cuales
Kawabata decidió publicarlo en dos revistas como Kaizo y Shinchó y por qué cerró
la última entrega con ese dato tan al pasar
y tan elocuente a su vez sobre el kimono (y
el destino) de Yumiko. Es decir, sobre lo
que haría Asakusa (y la sociedad japonesa)
con esa juventud en estado salvajemente puro.
Recapitulemos: el joven Kawabata
imaginó su futuro cuando vio en un café
de Asakusa a Tanizaki rodeado de
admiradoras. En esos años, Tanizaki solía
citar la novela La catedral, del español
Blasco Ibáñez, donde se usaba el gran
templo de Toledo como eje para contar las
vidas de quienes vivían en torno de él.
Tanizaki sostenía que alguien debería
hacer lo mismo con el templo Kanon de
Asakusa, y de hecho él mismo aseguró
durante años estar escribiendo una novela
sobre el Sexto Distrito, llamada La sirena,
que nunca publicó.
�orlando luis
pardo lazo
refleXXIones
e-vangelio cubano del 21
I. Narrar la muerte de Fidel. Aunque sea muy
tarde, aunque se haya perdido la novedad.
Narrar ese desfasaje, ese anacronismo, esa
torpeza taimada de la literatura nacional:
corpus texti poco dado al magnicidio como
solución dramática, que elude las
representaciones míticas o realistas de la
figura de Fidel, vivo o muerto o inmortal (el
Código Penal cubano es mucho más creativo
al respecto). No habrá siglo XXI de adultos sin
narrar antes esta patata política (el siglo XX de
niños ya lo conocimos: se llamó "literatura de
la revolución"). Narrar este deceso es un tour
de fórceps, un ejercicio de seso para iniciarnos
en los ritos y retos de la escritura: el oficio
más contrarrevolucionario del mundo.
II. La pinga. Narrar honestamente la pinga, su
belleza y su libertad. También los usos
represivos de donde mana todo su horror.
Narrar cómo los culos cubanos han competido
deslealmente por la clemencia de una pinga
bajo ese sol inclemente del mundillo moral.
Narrar cómo se la han escamoteado por
turnos, desde la escuela hasta el seminario,
para ganancia de suicidas y orates (no sobran
tantos ejemplos como los que faltan aún).
Narrar por qué nadie en los siglos anteriores al
XXI supo narrar esto con honestidad, en toda
su subversiva belleza y su furibunda libertad.
En todo su hipócrita horror.
III. La invasión norteamericana o el timo que
nunca fue. Narrar la mediocridad sucesiva de
dos ocupaciones militares que, en términos de
civilitud, pudieron rendir mucho más. Narrar el
rentabilísimo entusiasmo nacional que
acarrearon en tanto ocupación Made in USA.
Narrar la rentabilísima frustración nacional que
aún acarrean en tanto amenaza de ocupación
Made in USA. Narrar la idea de la anexión
como el equilibrio entre una cámara de gas
letal y un balón de oxígeno. Nuestro siglo XXI
comenzará con la puertorriquización de la
República de las Letras Cubanas, hasta ahora
siempre varada en insularismos integristas,
diásporas disidentes, y otras cacharrosas
cursilerías.
IV. Narrar América. La América de verdad, el
continente glamoroso y capitalesquizo: un oasis
imaginario llamado North Park. Narrar su
geografía de derechas como fuente de derechos
y desarrollo autorial. Narrar su descubrimiento de
lo lejos que puede llevarnos el demoníacodemocrático acto de narrar. Narrar por qué no ha
habido literatura más anti-americana que la
literatura Hecha en Casa. Narrar cómo en el siglo
XX Cuba no quiso enterarse de la América élite.
Narrar cómo quiso enterrar a la América de
verdad por la bobería mágico-guerrillera de una
izquierda aún con cuerda. Nuestro siglo XXI será
un corte reaccionario al respecto o será sólo otra
mordaza secular iletrada.
V. La mierda. Narrar la mierda mierderamente.
Narrar el metamojón flotante en la charca caribe
con todas sus hediondeces estéticas, tan
estáticas. Narrar sin kitsch. Sin complejo de
culpa. Sin compromisos ni comentarios. Sin
seguridad (del Estado o de Dios). Sin quijotismo
ni quórum. Sin columnas ni refleXXIones. Sin
halar la cadenita del water-closet. Narrar sin
narrar las inodoras heces del siglo XX:
comemierdurías idiotópicas y demás
solidaridades obligatorias. Narrar mierderamente
la mierda como tarea de choque para inaugurar
el panteón pétreo-pútreo-patrio de nuestro XXI.
VI. Dios. Narrar el beri-beri de Dios que
osteoporiza cualquier noción religiosa en esta
nación. Narrar nuestra fatua fosilización de la fe.
Narrar la pacatería del cuerpo y la ignorancia del
cadáver que incuba: en Cuba nadie sabe narrar la
muerte, sólo su odiosa ejemplaridad para
martirizar al que no murió. Narrar los iconos
desacralizados por la ideología y los
quinqueniatos macro-económicos que
burocratizaron al Verbo. Narrar la complicidad
campechana entre el Departamento de Asuntos
Religiosos y un clero escleróticamente alegre,
profano practicante de la gaya ciencia. Narrar el
clown cubano de Dios, en medio de los grandes
relatos enfermizamente esperanzadores. Narrar
las mutaciones cariotípicas de nuestro altar
sincrético, pura aberración genética-popular.
Narrar el Down cubano de Dios.
VII. Narrar nuestra cromosómica imposibilidad de
pensar, de estructurar algún discurso privado. Un
siglo XXI sería narrar esa incapacidad de narrarnos
a nosotros mismos: más allá de la estadística
pública, aburrida al punto de lo criminal, y más acá
de esa maniíta de las instituciones de pensarlo
todo primero. Narrar las grietas por donde
presumidamente podríamos empezar a pensar
(este párrafo, por ejemplo: penetrabilidad de la p).
VIII. Narrar la madre cubana. Narrar su despotismo
mimético de la maquinita paternal del Estado.
Narrar su papel clave en la infantilización de la
ciudadanía y el abatimiento volitivo de cada
generación. Narrar su célibe sumisión ante el
machito cubano, su atareada mediocridad no tan
doméstica como domesticada. Narrar el
energúmeno arte de concebir postales de flores
para que circulen cada domingo de mayo. Narrar
los recalcitrantes cánceres que se apropian de
tetas y ovarios maternos cuando ya es demasiado
tarde para la cirugía, la quimioterapia, los
anticuerpos monoclonales Made in Cuba, el noni o
la radiación. Narrar la intolerable poesía en
octosílabos mongos que inspira cualquier madre
cubana al morir. Y narrar el descomunal Edipo
grecocubano de sus hijitos, verdadero ejército de
pendejudos nostálgicos que pasan de la madre a
la mujer a la hijita como un batón de atletismo:
crueles masturbadores entre la misoginia y lo
maricón. Sin una narración desmadrada de la
madre cubana, nuestro siglo XXI será tan
decimonónico como el XX que aún no se va.
IX. Narrar la utopía. En el siglo XXI habrá que seguir
dándole cranque al relato lato de la utopía. La
utopía como carnada, trampita demoledora de
carne. La utopía como bluff, como pompa fúnebre
de jabón, como rebuzno o siniestra coz (acaso una
hoz). La utopía en tanto motor de arranque y de
arrancar cabezas, gen promiscuo o virus
ideocefálico de alta infectividad. Y efectividad. La
utopía como vertedero abandonado excepto por
sus guardianes y presos. La utopía en tanto
paraíso de reconcentración, laboratorio clínico de
la esputopía. Un siglo XXI sin este tópico típico,
será automáticamente su víctima más naif.
�refleXXIones
refleXXIones
X. Narrar el amor cubano. Es un decir.
XI. Narrar lo que Cuba Socialipsista le ha
hecho al concepto mismo de televisión. Hasta
dónde lo ha colimado. Y limado. Narrar lo más
espectacular de este fenómeno de feria:
ciertos gestos televisivos de los años
cincuenta que, medio siglo después, aún se
infiltran como tics espías en nuestra TV de los
años cero (TVC), agrietando la homogeneidad
luctuosa de su discurso pedagógidisciplinario
y puericultural. Narrar menos textos de autor y
más imágenes colectivas: el siglo XXI como
guión amorfo sin editar.
XIII. China. Narrar en China. Ninguna mueca
radical de la escritura cubana será
comprensible fuera de su murallita china
connatural. Si nuestra literatura no funciona
como garabato chinesco, entonces ya está
más arcaica que los 1959 tomos de la
discursografía política de este país. Narrar
China como shortcut: la vía más corta del
capitalismo de estado a un estado de
capitalismo. Narrar China como esas Grandes
Alamedas por donde pasará la Gran Marcha de
los Gorriones Resucitados, todo en
mayúsculas. Narrar ficciones cantónparanoicas y mandarín-histéricas para aterrar al
literastazgo local: desde el siglo XX tan en
aplausos y ovaciones sumido, tan inercial al
punto de la anal-fabetosis. Narrar un set de
preguntas de pasillo para que circulen como
misterios de ministerio, en clave de complot
confuciano entre coleguitas: "¿Existe la
Literatura China?", por ejemplo, "¿Y un Siglo
XXI Cubanesco?"
XV. Narrar el metro de La Habana. Ese túnel
hacia ninguna parte, no tanto pozo ciego
como puzzle sin solución. Narrarlo como un
vaso comunicante o un poro de diálisis:
ósmosis entre la nada histórica y el vacío
existencial. Narrarlo como un puente entre
diastemas irreconciliables. O como la
protesita dental que se moldea en papel
maché, sólo con fines de exhibición. Narrarlo
en tanto subterfugio antes que subterráneo,
metralla subversiva antes que metro
suburbano. Y narrarlo con toda su
parafernalia de situaciones anómalas y
personajillos limítrofes: barbarie
superpolítica que ningún Premio Nacional de
Literatura tendrá nunca, en el siglo XXI
cubano, ni la pinga ni el bollo suficientes
para narrar.
XVI. Narrar cubitas al margen. La Cuba de
Raúl Castro, por ejemplo. O la Cuba de Hugo
Chávez. O la de Eusebio Leal. O Lage. O
Lazo. O la Cuba de Cartman o de Saddam
Hussein. Un siglo XXI es narrar cubitas a pie
de página, cubitas entrelíneas en pleno
crepúsculo de la post-revolución: cubitas con
el trademark de The Revolution Evening Post
(TREP, trepanación trepidante de la tripa
transnacional). Narrar todas esas crónicas
cubitas ucrónicas que, en cada jirón de la
historia, algún imbécil perdió. Narrar el debris
cubano, lo que ya venía pero nunca se vino:
tendencia a eyacubar fast-delivery medio
siglo antes de nuestro tiempo. Narrar la
abortada Boarding Cuba de Guillermo
Rosales. Narrarla como un exodoncista en
serie, sin anestesia ni amnesia. Sin muelas
cordiales ni cordales. A pura encía, lengua,
saliva y paladar. Y narrarla hemorrágicamente
en un descoagulado hezpañol.
XVIII. Narrar el segundo cubano en el cosmos
(en la penúltima década del XXI). Narrar cómo
tendrá que ser, para equilibrio interno del
macrorrelato, un cubano de raza blanca, nacido
y criado en la capital, preferiblemente una mujer,
casi seguro con el vestidito de miembro activo
de nuestra incipiente sociedad civil (ese invento
atávico de los militares). Narrar chistes sexuales
arquetípicos de una cubana en el cosmos: lo
que rompe por bruta y lo que descubre por
puta. Narrar si esparció fango cubano en el
espacio o las cenizas fósiles de alguna heroína
de la feminisklatura oficial. Narrar una serie
televisiva que narre todo este epos. Narrar los
titulares de la prensa plana que durante meses
narrarán cada detalle simbólico sin importancia
sideral. Narrar un plebiscito finisecular (en la
última década del XXI) sobre la pertinencia de
narrar a un tercer cubano en el cosmos.
XIX. Narrar la Seguridad (del Estado, se
sobreentiende), único organelo vivo del
rompecabezas social revolucubano. Narrar su
motivación en medio de un clima no tan apático
como apátrico. Narrar su capacidad de prestar
atención en medio de la indolencia generalizada
y lo críptico de esta época. Narrar cómo sus
agentes narran microficciones cínicas, que
luego se amplifican hasta crear el consenso
crítico para la gobernabilidad de este país.
Cómo son ellos los núcleos narrativos que tiñen
de sobreentendido cada frase y cada gesto
cubano, por más que parezcan ser de origen
espontáneo o incluso contestatario. Narrar su
clandestinaje como el grado cero de una
escritura en libertad (estas refleXXIones también
serían parte de esa freescritura). Narrar a la
Seguridad del Estado en Cuba como el germen
protosintáctico de nuestra sigloveintiúmnidad:
flogisto que arde en todo pueblo como garantía
inconsciente del día después, por más
desdentado que ese día sea.
XX. El bollo. Narrar los sensacionales bollos
que se han bebido todo el veneno
caricaturesco de la historieta venérea de este
país. Narrar los bollos fundamentalistas que
han cimentado (o sementado) los necios
pilares de la nación. Narrar los reverendos
bollazos que se masturbaron con una tea para
atizar alguna tropita antes de cargar al
machete. Narrar los bollos menopáusicos que
igual menstruaron píamente contra el palito
acribillado a plomazos del paredón. Narrar
esos bollitos de hímenes heroicos, zurcidos a
mano para que el siguiente cliente pagara por
volverlo a partir. Narrar la bollocracia
ideológica de una izquierda machorra y los
electrodos con que republicanamente se les
hurgaba allí dentro, hasta extraerles o
extirparles el orgasmo de una confesión.
Narrar la indetenible práctica del afeitado bollal
como una de las bellas artes. Narrar el vis-a-vis
de nuestro bollo-a-bollo como una adaptación
biológica para no deshidratarse en la canícula
falocéntrica local: estrategia lesbocactácea
obligatoria bajo este clima. Y narrar la
ignorancia e ignominia del cubano medio en
términos de bolliscencia. Sin narrar estos
biopics del bollo criollo, nunca gozaremos de
una pingoscritura que desvirgue al siglo XXI
literárido nacional.
refleXXIones
refleXXIones
XII. narrar el fútbol como deporte nacional de
emergencia. como alternativa beisboliana de
las américas, todo en minúsculas. como
derrota que ponga bien en bajo el nombre de
cuba en las olimpiadas de seúl 2088 (o, aún
más delicioso, en la hipocondríaca hipótesis
de que nuestra patria clasifique para un copa
mundial de la fifa). narrar la reacción de fidel,
su visión apócrifa del fútbol como rezago
empresarial del capitalismito cubano del siglo
xx: como disidencia al popularismo del béisbol
y como cancha demócrata-individualista del
xxi. narrar el fútbol desde la etimología
posliberal de sus sílabas: fút-bol (la pelota del
fut-uro, el fút-il deporte que tal vez nadie en
Cuba prot-agonizará).
XIV. Narrar los titulares de la prensa plana
cubana, catálogo de vertiginosas violencias
para vulgarizar al lector, simplificándolo a un
código dicotómico de ceros y unos: todo o
nada, blanco o negro, a favor o en contra, sí
o no, etcétera o aretècte. Narrar cómo en
algún resquicio de esas líneas al rojo vivo
reside el verdadero arte de la narración.
Narrar por qué sabe más de literatura un
perito de periódico oficial cubano, que los mil
y un estúpidos estetas que casi diluyen la
pulpa veintiunochesca de nuestra próxima
ficción.
XVII. La muerte. Narrar los inconcebibles
vericuentos con los que el cubano escamotea
su propia muerte. Narrar ese pánico pacato, que
lo obliga a mentir endémicamente al respecto.
Narrar la inmortalidad inverosímil que se inventa
el Estado a falta de un Evangelio mejor. Narrar la
vulgar fealdad funeraria de toda muerte cubana,
incluidas la de mayor necrojerarquía. Narrar la
sublimación con que se narran nuestras
muertecitas de mierda, desde los aborígenes
achicharrados hasta los decapitasílabos en
modo imperativo del himno nacional. Narrar
técnicas de resistencia para sobremorir a la
cubapnea del siglo XX. Narrar la resurrección de
la muerte cubana en el XXI.
XXI. No narrar. En última instancia, narrar
nuestro derecho innato a no narrar ningún
siglo XXI cubano. A ejercer el verdadero arte
de la norración, repitiendo como Sénecas
provincianos o tal vez sanacos en web, mitad
orates y mitad suicidas: "Narres lo que narres,
te arrepentirás".
OrlandoLuisPardoLazo
LaHabana·71
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mmudoo
”Cada escritor tiene la cara de su
obra”, pensaba Julio Ramón Ribeyro, pero no
es fácil dibujar la cara de Ribeyro: el pelo
largo o corto o a medio crecer, la boca
semiabierta, con o sin cigarro, con o sin
bigotes, y un gesto serio o una leve sonrisa o
una imprevista carcajada. Es como si hubiera
elegido despistar a los curiosos con disfraces
rudimentarios. La cara de Ribeyro es la cara
de un estudiante de leyes que despreciaba la
abogacía, la de un limeño que quería vivir en
Madrid, y que en Madrid soñaba con París, y
que en París extrañaba Madrid, y así, según
las becas y las faldas, y sobre todo en busca
de tiempo que perder escribiendo. La cara de
Ribeyro es la cara de un solitario que amontonaba copas sucias y arrojaba las cenizas
por el balcón. La cara de Ribeyro es la cara
de un eterno convaleciente que nació en
1929 y murió en 1994, dos años después de
comenzar la publicación de La tentación del
fracaso, su asombroso diario escrito a lo
largo de cuatro décadas.
“Era, quizás, la persona más tímida que
he conocido”, ha dicho Mario Vargas Llosa,
el escritor menos tímido del Perú. Enrique
Vila-Matas, en cambio, al conocer a Ribeyro
enmudeció, y no de admiración, sino “a
causa del pánico que mi timidez y la suya
habían provocado en mí”. Ribeyro era un
tímido que creía que todos –casi todos– los
peruanos eran tímidos: “Tememos al ridículo
de una manera enfermiza, nuestro gusto por
la perfección nos conduce a la inactividad,
nos fuerza a refugiarnos en la soledad y en la
sátira”, dice en La tentación del fracaso.
Mientras sus colegas escribían las
grandes novelas sobre Latinoamérica,
Ribeyro, el orillero del boom, daba forma a
decenas de cuentos magistrales, que sin
embargo no llenaban el gusto europeo. Y él
lo sabía muy bien: “El Perú que yo presento
no es el Perú que ellos imaginan o se representan: no hay indios o hay pocos, no
ocurren cosas maravillosas o insólitas, el
color local está ausente, falta lo barroco o el
delirio verbal”, confiesa. ¿Qué le costaba
embadurnar a sus personajes con las cremas
del barroco? Mucho: Ribeyro quería escribir
lo que quería leer. En una entrada de 1964
figura esta admirable definición de novela,
que lo mismo serviría, sin embargo, para
describir el proceso creativo de un cuento o
de un poema: “Una novela no es como una
flor que crece sino como un ciprés que se
talla. Ella no debe adquirir su forma a partir
de un núcleo, de una semilla, por adición o
floración, sino a partir de un volumen
herbóreo, por corte y sustracción”. El escritor
que poda corre el riesgo de quedarse sin
jardín, un riesgo necesario, en todo caso:
Silvio en El Rosedal o Al pie del acantilado,
tal vez sus mejores relatos, son cuentos que
provocan, por así decirlo, un efecto novelesco, del mismo modo que las frases de
Ribeyro suelen rozar la intensidad de la
buena poesía.
Ribeyro reunió sus cuentos bajo el título
La palabra del mudo, que alude a la representación de los marginados; es decir, a
esos personajes ribeyranos por excelencia:
débiles, arrinconados por el presente, inocentes víctimas de la modernidad. El afán de
retratar una Lima triste y desigual coexiste
desde un comienzo con una velada proyección autobiográfica, que va cobrando
nitidez a través de obras inclasificables como
Prosas apátridas (un bello libro de 1975, que
acaba de reeditar Seix Barral) y Dichos de
Luder, además de algunos cuentos en que
Ribeyro deja a un lado la ficción.
Es el caso de Sólo para fumadores, su
imperdible “autorretrato fumando”: después
de repasar sus primeros Derby, sus
Chesterfield de estudiante universitario
(“cuyo aroma dulzón guardo hasta ahora en
mi memoria”), los “negros y nacionales”
Incas, la perfecta cajetilla de los Lucky Strike
(“Por ese círculo rojo entro forzosamente
cuando evoco esas altas noches de estudio
en las que amanecía con amigos la víspera
de un examen”) y los Gauloises y Gitanes
que decoraron sus aventuras parisinas,
Ribeyro rememora el momento más triste de
su vida como fumador, que se da cuando
comprende que para fumar debe despren-
derse de sus libros: cambia, entonces, a
Balzac por varios paquetes de Lucky, y a los
poetas surrealistas por una cajetilla de
Players, y a Flaubert por unas cuantas
decenas de Gauloises. El relato abunda en
pasajes que un no fumador juzgará inverosímiles, pero que los fumadores sabemos
totalmente fidedignos: aquella noche, por
ejemplo, en que Ribeyro se arroja desde una
altura de ocho metros para recuperar una
cajetilla de Camel o, años más tarde, cuando
soluciona la estricta prescripción de no fumar
escondiendo en la arena unas cajetillas
de Dunhill.
“Mi vida no es original ni mucho menos
ejemplar y no pasa de ser una de las tantas
vidas de un escritor de clase media nacido
en un país latinoamericano del siglo XX”, dice
Ribeyro en su inconclusa Autobiografía. La
extravagancia de su obra proviene, justamente, de esta renuencia al heroísmo. Incluso en
sus páginas más confesionales persiste un
matiz impersonal, una especie de negación
de la experiencia. Ribeyro escribe para vivir,
no para demostrar que ha vivido. Termino
con este revelador fragmento de Prosas
apátridas: “La mayoría de las vidas humanas
son simples conjeturas. Son muy pocos los
que logran llevarlas a la demostración. Yo he
identificado a quienes se encargarán de
completar en mi vida las pruebas que
faltaban para que todo no pase de un borrón.
Han tenido casi las mismas desventuras,
incurrido casi en los mismos errores. Pero
serán ellos quienes escribirán los libros que
yo no pude escribir”.
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AlejandroZambra
Santiago de Chile·75
�• •• • •• •• • • • •• • • ••
• •• • • •• •• •• • • • • •
El querer huir de Chile es un cliché.
Pienso eso mientras leo que Fernando
Paulsen se va de aquí porque dice no
comprender las extrañas señales de vida del
presente nacional. Bien por él, aunque no es
tan raro. Chile asfixia a los chilenos cada
cierto tiempo. Los estrangula. Los hace
afeitarse con vinagre, como dijo alguna vez
Pere Gimferrer de Enrique Lihn, otro experto
en esa clase de huidas que llevan
irremediablemente de vuelta a casa.
Es una tendencia: estamos rodeados de
gente que huye del país porque se les hace
chico, porque no se les comprende, porque
sencillamente no se puede leer en Chile,
escribir en Chile, vivir en Chile. Porque éste,
como me dijo un escritor famoso de los
noventa, que salió corriendo de acá el año
pasado –y del que nadie se dio cuenta que
volvió después–, éste es un país de ratas.
Puede ser. Pero en un naufragio, son las
ratas las primeras en abandonar el barco.
Puede que el peso de la noche, aquella
indeterminada fuerza que venimos intermitentemente sorteando desde el XIX, nos
pegue a todos como una resaca de vino
barato y, expertos en mirarnos los ombligos,
no nos quede otra que decirnos –como un
mantra– que no soportamos más, que nos
queremos virar de acá.
Pero estamos a años luz de hacerlo.
Entre el dicho y el hecho media una distancia
de kilómetros, libros y plegarias mal atendidas. De hecho, se obtienen más dividendos
en decir que uno se va que en irse de verdad,
porque se profita, de paso, de esa autocomplacencia de sentirse genio en un país de
iletrados, héroe en una patria de traidores.
Es un espejismo. Donoso tiene por ahí
una nouvelle donde alguien va a París y se
pierde contemplando las vitrinas de los cafés
de escritores a los que le da pavor entrar. En
ese lado de afuera, al personaje no le queda
más que hablar en chileno, aquella peculiar
lengua muerta, mientras se da cuenta de que
no está a la altura del destino fabuloso que
sentía que le correspondía.
Me había olvidado del viejo Jodorowsky,
pero me acordé de él de golpe, a propósito de
una imagen conmovedora: Alejandro
Jodorowsky tapa su cara con las manos en el
minuto exacto en que recuerda a Enrique
Lihn. Su legendaria locuacidad se esfuma. Es
el momento más conmovedor de Una belleza
nueva, el programa de Cristián Warnken.
Antes el cineasta/actor/guionista de
cómics/novelista/psicomago ha hablado por
los codos, despreciado las citas decimonónicas de Warnken, descrito el sentido del arte
contemporáneo, narrado su pelea con el
manager de los Rolling Stones e incluso, de
pasadita, ha lanzado el tarot.
Pero se quiebra cuando habla de Lihn.
Se va al diablo cuando recuerda y rememora
aquel Santiago del 1950, ese lugar del que
escapó para inventarse cien veces de nuevo a
sí mismo en los cuarenta años siguientes. Se
va a negro cuando rememora la fiesta
apocalíptica de aquel lugar que iban a narrar
después Donoso y Edwards: familias reventadas por una nueva moral que no comprenden,
en medio de caserones en ruinas, con el peso
de la noche como único existencialismo
posible en ese "eriazo remoto y presuntuoso",
como alguna vez lo describió el mismo Lihn.
Jodorowsky urdió un peculiar arte de la
fuga y se convirtió en un espectro lejano,
etéreo, imposible. Se volvió, casi medio siglo
después, la metáfora perfecta de la distancia
que separa Chile del resto del mundo. No
volvió en décadas y mientras acá nos
devanábamos los sesos con nuestra obsesión
por el realismo, él inventaba unas dos o tres
vanguardias; filmaba películas de vaqueros
místicas; se iba a Francia a tratar de adaptar
"Dune" con Dalí y Orson Welles; escribía
cómics para Moebius, Boucq o Jiménez;
casaba a Marilyn Manson y pirateaba sus
propias películas.
Porque Jodorowsky corrió derecho hacia
el futuro, hacia los subgéneros y las artes
menores, hacia la pseudociencia y el delirio, y
de paso nos señaló que vivíamos medio siglo
tarde respecto al resto del mundo.
Escucharlo, al principio, fue interesante y
huir
doloroso. Necesario. Porque a veces –cuando
hablaba, dirigía o escribía– actuaba como
criminal, un santón profano, o un poseso. De
este modo, Jodorowsky huía de Chile, para
inventarse una patria posible en el arte, en
una carrera contra el tiempo y contra sí
mismo. Parecía un embaucador o un maestro
místico, un Señor Corales venido del infierno,
pero nadie tomó en cuenta de que a ratos su
obra entrañaba un modelo, sugiriendo en el
fondo una guerrilla en varios frentes para ver
qué salía, da lo mismo qué, porque era ese
working progress –el kárate de su creación
constante– lo que importaba.
Ubicado en las antípodas de toda
nuestra seriedad literaria, Jodorowsky fundó
su propia lengua bífida y con eso aprendió a
nombrar las cosas de nuevo. Puede que su
obra completa sea profundamente irregular o
que sus cintas hayan envejecido, pero poseen
casi siempre una frescura impagable. En el
extraño melodrama de nuestras letras, él
aparece cada cierto tiempo y lanza lecciones
dispersas sobre todo, como un vidente ciego
que profetiza un futuro imposible. Nosotros le
creemos o no, pero ahí está. Viene regularmente desde hace quince años. Hay una
generación que ha crecido escuchándolo o
leyéndolo. Puede que ya no sea un fantasma.
Es el hijo pródigo de Parra, el gemelo feliz de
aquel Lihn que se quedó en casa, haciendo
hablar a los fantasmas de su cuarto oscuro.
Jodorowsky salió al patio y tomó aire y cada
tanto vuelve con noticias de su propio
planeta: libros, tratados de magia, infinidad
de historietas. Entremedio de eso, en un
momento, dejó de correr. Pero sigue
actuando –tal es su maña– como si lo hiciera. Ø
• • • • ••••••• • • • • • • •• •
bisama
Un futuro rutilante que, visto desde el
resentimiento de los que añoran salir, siempre
va a estar ocupado por quienes no lo
merecen: estafadores, chantas de medio
pelo, vedettes de quinta categoría; sujetos
deleznables como el Marqués de Cuevas,
Isabel Allende, Bolaño o Jodorowsky. Gente
que no es chilena, que dejó de serlo, que se
olvidó de nosotros apenas cruzó la frontera.
Pero irse del todo, como ellos, es una medida
radical e innecesaria. Hay que tener para eso
valentía, desesperación o estupidez. Implica
quemar pasaportes, libretas de direcciones y
tarjetas de felicitación de amigos y enemigos.
Significa pensar a la lengua literaria en su
desnudez, despojada de los efectos
especiales de la nacionalidad, de aquellas
franquicias de cualquier gremialismo ilustrado
local.
No. Mejor huir por una temporada corta
para que el resto note con nuestra ausencia
de lo que se pierde. Pero los que se van y
vuelven al rato nunca quisieron realmente
irse. Desean más bien que alguien se acuerde
de ellos; mientras reciben un poco de cariño,
al fin y al cabo. Así, el extranjero como tal les
importa bien poco porque están pensando en
cómo andará por acá la canalla literaria, qué
será de éste y de este otro y se acordarán de
mí y cómo los amo y los odio a todos y todo
eso. De este modo, como al Lihn de A partir
de Manhattan: las imágenes del afuera
terminan siendo para ellos, a lo más,
fotogramas rotos que los devuelven
tristemente a casa, atándolos a un habla –ese
extraño acento que es la literatura chilena–
que desesperada e infructuosamente quieren
dejar de pronunciar. Ø
fuga
ÁlvaroBisama
Valparaíso·75
�• • • • ••••••• • • • • • • •• •
la procesión del Señor de los Milagros, y me
impresionó el olor de los inciensos, el
morado de los hábitos, los empujones de las
viejas y la tétrica imagen de Cristo en la cruz.
Pero no conocí mucho más. El centro,
simplemente, no formaba parte de la
geografía de mi vida.
Sin embargo, cuando comencé a
trabajar ahí en 1998, lo encontré fascinante.
Construcción Civil, o con los jóvenes estudiantes, o con los partidarios de Toledo, los
acompañaba un rato, gritaba sus consignas y
me iba a comer algo.
Una vez, decidí no manifestarme, para
variar. Traté de ir directamente a comer un
tacu tacu al bar Cordano. Justo ese día, la
manifestación era especialmente gorda, y me
costó media hora atravesar el atrio de la
La señora fumaba. Tenía cara de curtida
por la vida.
–Se manifiestan, hijo.
–Ah –el niño meditó un rato antes de
repreguntar–. ¿Y por qué se manifiestan,
mamá?
–Por la democracia.
El niño asintió satisfecho, pero después de
un rato de asimilar la información, volvió a la carga:
roncagliolo
el aroma casero del gas
lacrimógeno
Mi primer recuerdo del centro de Lima
es la imagen de unos perros colgados de los
postes de luz. Algunos de ellos estaban
abiertos en canal, y otros llevaban carteles
insultando a la madre de Deng Xiao Ping.
Por esa y otras razones, mis amigos y
yo nunca íbamos al centro de Lima. Los que
vivíamos en el barrio residencial de
Miraflores nos limitábamos a verlo en las
revistas cuando había una manifestación
política, o una bomba, o un discurso de los
que improvisaba Alan García en el balcón del
palacio de gobierno.
Sabíamos que la Plaza de Armas era un
ter r it orio co ma n ch e de c art eri st as y
v e n d e do r e s a m b u l a n t e s. O í a mo s a
lo s abuelos hablar del tiempo en que el
tu gu r iz a do j ir ó n d e la U ni ó n er a e l
aristocrático escenario de sus tertulias y sus
romances. Yo acompañé alguna vez a mi tía a
El centro tenía todo lo que se pudiese
encontrar en el Perú, pero a lo bestia: las
casas señoriales de los conquistadores –aún
habitadas por sus familias– al lado de los
barrios marginales. El barrio financiero
salpicado de iglesias coloniales. Algunos monumentos a un país desaparecido, como el
río sin agua o la casi inutilizada estación
ferroviaria de Desamparados. Otros testimonios de un país en construcción, como los
transexuales del jirón Huatica o los sex shops
que vendían dudosas pócimas para alargar el
pene. El barrio chino con sus cerdos despellejados colgando en los escaparates. Los
gigantescos pisco sours “Catedral” del
decadente hotel Bolívar. Cada vez que salía a
la calle había algún detalle sorprendente, algo
que conocer. Me sentí un idiota por no haber
experimentado todo eso antes. Incluso pensé
mudarme ahí.
Pero sin duda, lo más divertido eran las
manifestaciones. A finales de los noventa, el
régimen se caía a pedazos, y yo salía todos
los días a manifestarme un rato a la hora del
almuerzo. A veces me topaba con los de
Catedral. Pero cuando ya doblaba la esquina
de Palacio de Gobierno, sentí un extraño
picor en la nariz, y de inmediato, un ardor en
los ojos. Reconocí tarde la acidez del gas
lacrimógeno. Súbitamente, a mi alrededor,
todo el mundo corría y se entrechocaba. En
los resquicios en que conseguía mirar a
través de mis propios párpados, veía a los
policías aporreando a los manifestantes a
pocos centímetros de mi indefensa cara. Me
puse a gritar: “¡por favor, a mí no, yo sólo
quería comerme un tacu tacu!”.
Mi último día en Lima antes de viajar a
España, decidí sentarme en una terraza a
contemplar la manifestación con cierta
nostalgia adelantada. Acababa de aparecer
en televisión Montesinos comprando a un
congresista opositor, de modo que esa
manifestación era especialmente indignada.
Frente a mí, una señora observaba a los
manifestantes con su niño de unos cinco
años, la misma edad que yo tenía cuando
colgaron a los perros de los postes. El niño
preguntó:
–Mamá, ¿qué hacen?
–Mamá ¿Qué es la democracia?
Esta vez, la señora expulsó la última
bocanada de sus pulmones y apagó el
cigarro con la suela.
–La democracia, hijo, es que a los
ladrones que te gobiernan los cambien cada
cinco años. Porque si los dejan diez, ya no
los para nadie.
Luego siguieron su camino, y yo me
quedé pensando cuánto echaría de menos el
centro de Lima.
...lo más divertido eran las manifestaciones...
�paz, la guerra, la ecología, el mercado, la
tecnología y el futuro recibieron 11200
respuestas por parte de 112 invitados
alrededor de una mesa: físicos, artistas
plásticos, activistas, actores, empresarios,
expertos en informática. Como en el aleph de
Borges, todo el universo estaba ahí, incluso
yo.
Está claro que un lugar así no es normal.
El día del evento, bajé a desayunar al
comedor del hotel y me encontré con Willem
Dafoe comiendo tofu y antojitos japoneses. Y
la
los más variados orígenes y con las más
variopintas vestiduras hablando con sendas
cámaras. El escritor norteamericano Eliot
Weinberger estaba sentado entre un
economista inglés y una payasa rusa que
jugaba con su nariz. El cineasta argentino
Fernando Solanas tenía al lado a una
japonesa con una sombrilla azul. Había gente
con saris y con túnicas y con barbas y con
kimonos.
Yo me senté entre una ecologista sueca
y un artista plástico alemán. De vez en
verdad
–¿Se puede saber qué cuernos estás
diciendo? –le pregunté en una pausa.
–Es que no entiendo las preguntas –me
dijo.
Un evento como éste te hace comprender que no tienes idea de nada. En una
pausa, Eliot Weinberger me confesó que las
respuestas ecológicas se las sopló su economista inglés, y yo comprendí que ni siquiera
los más brillantes invitados tienen todas las
respuestas. Sobre todo, creo que la Table of
free voices nos puso en contacto con la
naturaleza de la verdad en el mundo globalizado. En un siglo en que los grandes
discursos se han venido abajo, la verdad es
así de difusa y contradictoria. Dos enunciados pueden ser contradictorios sin dejar
de ser verdaderos, y lo único cierto es que
tendrán que convivir en paz. Como una mesa
con Willem Dafoe y una payasa rusa y una
cantante tibetana y un cineasta australiano:
miles de millones de monólogos haciendo un
esfuerzo por convertirse en un diálogo.
ya no es lo que era
roncagliolo
SantiagoRoncagliolo
Lima·75
• • • • ••••••• • • • • • • •• • • •• • • • • • • • •
¿Qué vendrá después del capitalismo?
¿La riqueza del primer mundo depende de la
pobreza del tercero? ¿El desarrollo de los
países pobres debería basarse en micro o
macrocréditos? Prepárate para responder
cien preguntas como esta. Tienes tres
minutos para cada respuesta y estás rodeado
de genios. Y lo peor de todo, hay una cámara
frente a ti.
Esa fue la dinámica de la Table of free
voices que se celebró el año pasado en
Berlín. Cien preguntas enviadas desde todas
las esquinas del planeta sobre temas como la
como me distraje mirándolo, Bianca Jagger
me robó el asiento. Yo me resigné en silencio
–porque no es cosa de andarse peleando con
Bianca Jagger, que ya ha sacudido a varios
dictadores y algún Rolling Stone– y sobre
todo, porque Terry Gilliam estaba contando
chistes en la mesa de al lado.
Creo que hasta entonces nadie tenía
muy claro que hacíamos ahí todos. Pero la
organización germánica es a prueba de
incompetentes como yo, y minutos después,
estábamos los invitados reunidos en el
significativo lugar del evento: la Bebelplatz,
donde los nazis organizaron su famosa
quema de libros. Ahí, en torno a una mesa
gigantesca, cada uno tomaría su lugar y daría
sus respuestas a una cámara.
Imagino que, como instalación plástica,
no dejaba de tener interés: 112 personas de
cuando, escuchaba lo que ellos decían,
especialmente en las preguntas ecológicas,
tema del que no sé absolutamente nada. La
sueca hablaba en inglés, así que podía
entender con claridad que todas sus respuestas eran exactamente contrarias a las
mías. Básicamente, ella consideraba que si
continuábamos este ritmo de industrialización acabaríamos con el planeta. Yo, por
mi parte, creo que si escuchamos a los
ecologistas nos quedaremos todos sin
trabajo excepto los agricultores artesanales
de tomates. Por su parte, el alemán hablaba
en alemán. Pero de vez en cuando, en las
preguntas sobre calentamiento global, yo oía
entresacados entre sus respuestas los
nombres de Orson Wells, Macbeth y Doctor
No.
a finales de los noventa, el régimen se caía a pedazos, y yo salía todos los días a manifestarme
�pelea
contra
contra
EXPEDIENTE L (WORK IN PROGRESS)
Nicolás Guillén Landrián (La Habana, 1938 Miami, 2003). Cubano, negro, seis pies de
estatura. Pintor, cineasta –escribió un poemario durante su ingreso en un hospital
psiquiátrico. Si existe, el volumen de poemas
permanece inédito–. Este Nicolás es, digamos, el aerolito, nuestro L. En su etapa de
formación como documentalista fue discípulo
del realizador holandés Joris Ivens y del danés
Theodore Christensen. El Expediente L incluye
la lista de su filmografía, formada en su
totalidad por documentales de corto metraje:
El Morro (1963), En un barrio viejo (1963), Un
festival (1963), Los del baile (1965), Ociel del
Toa (1965), Rita Montaner (1965), Reportaje –también conocido por Plenaria
campesina– (1966), Retornar a Baracoa (1966),
Coffea Arábiga (1968), Expo Maquinaria
Pabellón Cuba (1969), Desde La Habana,
1969, recordar (1969), Taller de Línea y 18
(1971), Nosotros en el Cuyaguateje (1972), Un
reportaje sobre el puerto pesquero (1972),
Para construir una casa (1972) e Inside
Downtown (2001). A esta lista deben
agregarse los documentales Homenaje a
Picasso, El Son, Patio Arenero y Congos reales
(los testimonios del propio Landrián y de
cu
cu
ba
ba
na
na
algunos testigos dan fe de que estos cuatro
cortos sí fueron realizados, la existencia de
los mismos tal vez podría verificarse en los
archivos fílmicos del ICAIC –Instituto Cubano
de Arte e Industria Cinematográficos).
Pero no todo fue celuloide en la ruta de
este aerolito. Por un lado estuvo la folie: la
esquizofrenia marcó parte de dicho recorrido.
El Expediente L incluye fragmentos de su
correspondencia con el realizador cubano
Manuel Zayas, donde menciona su estancia
en un calabozo (en el texto escribió: “¿Te
imaginas tú lo que fue para mí verme de
pronto en los calabozos de Villa Marista?”), su
estadía en una granja creada para el personal
dirigente que mantenía una conducta
impropia (una granja en la Isla de Pinos, hoy
Isla de la Juventud), y nuevamente la folie,
porque necesitó ser atendido por el personal
médico de la granja, que aconsejó un
tratamiento con especialistas, de ahí que,
siguiendo la estela de su paso, la próxima
coordenada ubica al aerolito L en un internado
en un hospital psiquiátrico (según Nicolás
Guillén Landrián: “Me llevaron de Gerona a La
Habana, donde fui internado en el Hospital
Psiquiátrico Militar que tenían ahí en Ciudad
Libertad”). Su correspondencia con Manuel
Zayas da fe de que luego del alta médica la
otra coordenada fue la prisión domiciliaria en
la casa de sus padres, la que duró hasta
concluir la sanción.
¿El fin? No. Este no es el fin.
El ICAIC decidió encargarle un documental didáctico sobre la cosecha de café en
la Ciudad de La Habana –a este programa de
cultivo de cafetos se le conoció como Cordón
de La Habana–. Según las intenciones de
Landrián buscaba “hacer un ameno documental, divulgativo más que didáctico, de
todo lo que había tenido que ver con el café”.
Y el resultado fue Coffea Arábiga (1968).
Según los testimonios, tres años
después lo expulsan del ICAIC por supuesta
conducta antisocial y manifestaciones disidentes. Pero el año 1971 no marcará el fin.
No. Este tampoco es el fin. En 1989 el aerolito
L tendrá una nueva coordenada en su
recorrido, la que lo situará, durante 14 años,
en Miami. Y Miami es sinónimo de exilio.
“Deportación voluntaria” (¿? raro término:
recabar más información), esta incongruente
combinación fue el dato que supuestamente
justifica el viaje Habana-Miami. Solo en 2001
volvió a dirigir un audiovisual: Inside
Downtown. Este documental se rodó en las
osloslo
demonios
demonios
demonios
ahmel echevarría
unaunauna
unaunauna
¿La verdad está ahí afuera? Parece.
He intentado recabar información, juntar
datos tras ser testigo de un episodio: los
fragmentos de –digamos– un aerolito. Preparé
un file, lo he nombrado Caso L o Expediente L.
El episodio fue breve pero intenso. Lo puedo
asegurar.
El aerolito –llamémosle por ahora L– es
de una naturaleza poco común. Es leve y al
mismo tiempo grave. A ratos se vuelve
inasible. Su energía es inestable. Vivir este
episodio deja una estela de incertidumbre, al
menos es la sensación que me dejó tras
experimentar o vivir dicho episodio. Esa ha
sido mi conclusión sobre las características
de L luego de tener frente a mí esos
fragmentos.
Hay otros testigos y tras vivir la experiencia brindaron sus testimonios. Muchos
coinciden, otros aportan datos nuevos. Cabría
preguntarse si todos los testimonios son
fidedignos, si no están marcados por la intensidad de haberlo vivido en mayor o menor
cercanía, o por el aura del mito –digamos–.
¿Lo que he recopilado será completamente
cierto? Podría serlo. Podría ser parte de la
verdad sobre L y podría estar ahí, afuera.
calles de Miami (“Quería comunicar que yo
estaba en Miami, que estaba vivo y haciendo
cine (…) es como una necesidad mía de
demostrarme que podía realizar cine todavía”).
Pero algo no concuerda en los testimonios
recogidos y archivados en el Expediente L y
es el año en que fue expulsado del ICAIC
(1971) y el año de realización de tres de sus
cuatro últimos documentales. Salvo Inside
Downtown, realizado en 2001, en la lista de
su filmografía está consignado el año 1972
como la fecha de realización de los cortos
Nosotros en el Cuyaguateje, Un reportaje
sobre el puerto pesquero, Para construir una
casa (¿?, incongruencias, recabar más
información).
Nicolás Guillén Landrián falleció en
julio de 2003 (se manejan tres fechas: 21, 22
y 23), víctima de un cáncer de páncreas que
hizo metástasis en los pulmones y el hígado.
Tenía 65 años y quería que lo sepultaran en
Cuba. Así se hizo. El cadáver de Landrián fue
trasladado a La Habana para luego ser
sepultado en una bóveda propiedad de la
familia de su viuda (Grettel Alfonso Fuentes).
Esta sí fue la última coordenada del aerolito L.
Hay una nota interesante que decidí
añadir al dossier: “Es tal vez el único cineasta
cubano maldito, contestatario, irreverente,
con años en prisión, acusado de ser agente
de la CIA y de conspirar para matar a Fidel
Castro”. ¿De veras alguien como Landrián
reunía las características para militar en el
cuerpo de agentes secretos de la Agencia
Central de Inteligencia? ¿Cómo encajaría
el aerolito L en una conspiración cuyo fin era
hacer diana en el corpachón de Fidel –y
donde digo “diana” debe entenderse
la verdad
está ahí
afuera...
¿está?
�cualquier plan de aniquilación? (¿?, un detalle
más para el record de ambos, recabar más
información).
Este sería, digamos, el fin.
*(Work in progress).
L
No es asunto de elegir una calle cualquiera de
la ciudad para encontrarse con alguien que
tenga a buen recaudo el material fílmico de
Nicolás Guillén Landrián. La probabilidad es,
supongo, similar a sufrir el impacto de un
verdadero aerolito. De su filmografía a mí
llegaron varios archivos digitales. Tuve en mis
manos un raro material tanto por la
posibilidad de acceder a ellos como por la
propia naturaleza de los documentales. Y no
estaría desacertado clasificarlos como
fragmentos de un aerolito. Como primera
aproximación diría que en ellos la gravedad se
alterna con una visible levedad, son bastos y
al mismo tiempo notablemente pulidos. Sé
que resulta incongruente, que son caracteresticas que se contradicen, que no establecen
ninguna frontera lógica. Lo sé. Pero esa es la
naturaleza de los materiales que vi: En un
barrio viejo, Un festival, Los del baile, Ociel
del Toa, Reportaje, Coffea Arábiga, Desde La
Habana, 1969, recordar, Taller de Línea y 18 y
Un reportaje sobre el puerto pesquero.
La sensación de incertidumbre comienza
tras haber visto cada uno de estos cortos que
han sido clasificados como documentales.
¿Acaso todos lo son? Este no es el inefable
centro de mi relato, pero justo aquí comenzó
mi desesperación. ¿Por qué? En algunos, en
mayor o menor medida, el carácter informativo o didáctico de los hechos se va diluyendo
para otorgarle una nueva cualidad al audiovisual filmado. Más que documentar un hecho
en algunos de esos cortos Landrián lo narra.
Los actores sociales que han sido filmados
devienen simplemente actores. Un supuesto
papel a interpretar toda vez que el equipo de
realización de estos audiovisuales ponen en
marcha la maquinaria de edición, musicalización y postproducción. Una historia
narrada bajo la cual fluirá otra. Y para ello el
aerolito L, como director, se apropia de
diferentes recursos. En sus trabajos se
agencia del uso de una banda sonora a
manera de collage que contrasta a ratos con
lo filmado, o el uso de textos intercalados
entre bloques de imágenes, textos que ironizan y guían el documental hacia extremos
opuestos a lo narrado. Landrián documenta
aquisieraq
aquisieraq
aquisieraq
rcomunicarc
rcomunicarc
quequeque
estoyestoyestoy
muerto
estoyestoyestoy
muerto
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quequeque
rcomunicarc
rcomunicarc
aquisieraq
aquisieraq
aquisieraq
y/o narra sin acudir a la entrevista, elige
planos, con el empleo de close-ups y planos
medios cizalla de su entorno a los actores
sociales –o simplemente actores– para así
apropiarse del universo que gravita en el
interior de cada uno de ellos, luego los
devuelve ya sea al barrio, al taller, o al interior
de una casa. Tanto el empleo de la foto fija o
la fotoanimación, así como el uso de
información puramente técnica, los silencios,
o una muy poco usada voz en off y los planos
elegidos le servirán para potenciar un
discurso que irá desde la solemnidad más
profunda –reflexionando así sobre temas
como la muerte (Ociel del Toa), o para el
calado de un entorno que parece estar al
margen de las espirales de la Revolución del
59 (En un barrio viejo), o en el hilvanado de
ese muestrario de intensidades que fueron
los 60´s (Desde La Habana, 1969, recordar)–,
hasta la levedad –empleada para dar su visión
de la siembra de cafetos en Cuidad de La
Habana (Coffea Arábiga), o para adentrarse en
las particularidades de la producción de los
ómnibus Girón (Taller de Línea y 18), y aquí la
mirada del aerolito L no se detiene solo en el
proceso productivo sino también en las
personas que forman parte del mismo.
En los testimonios encontrados se dice
que sus últimos documentales los realizó bajó
una pérdida de lucidez creativa: Un reportaje
en el puerto pesquero, Nosotros en el
Cuyaguateje y Para construir una casa (todos
realizados en 1973). ¿Será cierto? Supongo
que debería apropiarme de una cita de
Landrián para dar una respuesta: “No tengo
conflictos estéticos con ninguno de mis
filmes. Todos los conflictos estéticos son
resultado de los conflictos conceptuales. Yo
quería ser un intérprete de mi realidad.
Siempre estuve en el vórtice de la enajenación. El resultado cabal es cada filme
terminado.” Esta rara paz que emana de la
cita de Landrián podría ser el resultado de una
dura pelea contra los demonios que rondan
todo acto de creación.
¿Cómo ubicar a Landrián en la
documentalística cubana? ¿Sería sensato
apostar por este caballo? Veamos: “Yo trataba
de hacer un cine que no fuese igual a lo
demás, que no coincidiera con lo demás, que
fuera un cine muy personal. A veces, el
trabajo lograba ser tan difícil que salían cosas
a pesar de mi intención previa”. Eso dijo.
VUELO
Cáncer de páncreas. Miami. Quisiera comunicar que estoy en Miami, muerto y haciendo
cine. Metástasis. 65 años, cubano, negro, seis
pies de estatura. Es como una necesidad mía
de demostrarme que a pesar de haber muerto
puedo realizar cine todavía. Metástasis en los
pulmones y el hígado. ¿Alguien ha visto la
muerte? Un cuerpo yace sobre una cama.
Tapado. La muerte. El fin. No. Este no es el fin.
Volaré. Volveré a La Habana. Del exilio volveré
al exilio. A La Habana. ¿Alguien ha visto el
exilio? ¿Es el exilio la muerte? (Estos podrían
ser los intertextos de un documental de
Landrián. Un documental de Nicolás Guillén
Landrián sobre su propia muerte. Podría
llamarse Vuelo.)
Para el aerolito L el exilio fue peregrinaje,
vacío total, “una desgracia”. La imposibilidad
de adaptarse a la vida en Miami tal vez fue el
motivo de un cambio en su ruta, que tuvo
como última parada el Cementerio de Colón.
El cadáver viajó desde Miami al aeropuerto
José Martí y de la terminal aérea por carretera
cruzó el arco del cementerio. ¿Su vida fue una
eterna pelea? Hay quienes dicen que sí. ¿Será
cierto? Tal vez. La verdad podría estar ahí,
afuera.
Me gustaría agregar un último detalle:
los restos de Nicolás Guillén Landrián
terminaron en el Cementerio de Colón y no
hubo ceremonia pública ni oficial –nadie lo
testimonia–. Se me ocurre que ese silencio es
también uno de los desafíos de la ficción, otra
muda manera de narrar.
AhmelEchevarría
La Habana·74
�el artista joven
El fantasma de Hitler me visita cada
tanto. Ahora que está viejito se lleva bien
con sudamericanos medio judíos como yo.
Entra calladito y se queda husmeando mi
biblioteca mientras escribo. Saca La Literatura nazi en América y me mira. ¿Qué
pasa, Hitler?, le pregunto. Dejá, no te
quiero interrumpir, dice coqueto. No seas
tímido, le digo. Entonces Hitler me explica.
En 1924 (dice) era el vivo retrato del artista
joven. Por ejemplo: lo consumía la urgencia
por dar el gran golpe. Su partido cuenta
unos pocos cientos de adherentes. No
tienen dinero ni influencia. Entonces a
Hitler se le ocurre una idea. Los tres
miembros del directorio que gobierna
Bavaria van a dar un discurso en una
cervecería. El día señalado, Hitler se presenta con un puñado de matones. Entran
echando carajos, anuncian que ha llegado
la revolución nacional y se suben al estrado, donde los estupefactos triunviros los
observan. A punta de pistola se los lleva el
Führer a una pieza contigua. A punta de
pistola les exige que formen gobierno con
él. En esto, de nuevo, se comporta como el
artista joven. Los triunviros rechazan su
propuesta. Entonces, en un rapto de inspiración, Hitler sale y anuncia a la multitud
que el gobierno está formado. La gente
aplaude; los triunviros, impresionados,
aceptan considerar la propuesta de Hitler.
Llega Erich Ludendorff, el héroe de la
Primera Guerra Mundial. Y en esto también
es Hitler un artista joven: busca el
espaldarazo del prócer, el padrinazgo del
artista consagrado. Pero entonces avisan a
Hitler que otro grupo de nazis se ha metido
en disturbios. ¿Qué hace Hitler? Deja a los
triunviros en la cervecería, “para que vayan
definiendo un programa”, y dice que enseguida vuelve. Naturalmente, apenas sale
los triunviros ordenan su arresto. Esa
mezcla de audacia, de impaciencia, de
imaginación; esa mezcla de brutalidad, de
candidez, de negligencia, es la definición
del artista joven. ¿O sea (pregunto) que
Bolaño no hablaba por hablar? Hitler, el
fantasma, me mira con ironía. Ø
garcés
en
1924
hitler
tres tesis
sobre charly
Veo que en este país Charly García es
conocido (hasta el hijo de Charly García es
conocido, y supongo que su perro o su
madre también), así que no resultarán en
exceso foráneas las consideraciones que
siguen.
Hubo un tiempo en que fue hermoso,
y sobre todo ingenuo, cantar los ritos
adolescentes y la hipocresía social. Sui
Generis, grupo cuyas melodías hicieron
que el rock gustara a las abuelas, abordaba
la política con el avergonzado candor del
chico que reparte por primera vez panfletos. Burgueses crueles, censores sanguinarios, reyes parabólicos se enfrentaban
al muchacho impoluto, al hippie proverbial.
En sus siguientes grupos –La Máquina de
hacer pájaros, Seru Girán— esas crónicas
se hicieron menos convencionales y más
sentidas, pero siguieron siendo unívocas:
se hablaba de eso, de “la situación”, o bien
se miraba hacia adentro, se hablaba de uno
mismo. Hasta que en 1982 García encuentra la síntesis prodigiosa. En No llores
por mí, Argentina canta: “¿Por qué perdiste
tanto tiempo, indecisa al hablar, tan dura
como Humphrey Bogart?” Y el país, en
efecto, era indeciso y rígido y había perdido
tiempo; pero García también se refería a su
propia timidez, ahora agravada por unas
facciones “duras” de cocaína. En No bombardeen Buenos Aires canta: “Los ghurkas
siguen avanzando, los viejos siguen en TV”,
era el
vivo
retrato
actuó
del
inspirado o
artista
incendiado
jovenposeído
o
por el
fantasma de
la patria
y es crónica pura; pero enseguida y sin
cambiar de tono, dice: “Quiero treparte,
pero no pasa nada.” Trepar es fornicar en
argot brasilero. Y Charly García, me dicen,
sufría de impotencia en esos años. Y
mantenía una relación amorosa con Zoca,
una brasilera. Así que la impotencia del
país bajo las inminentes bombas de
Margaret Thatcher y la del cantante que
quiere “trepar” sin éxito a su novia se
intercambian, se prestan dramatismo una a
la otra.
Primera tesis: Charly García tuvo su
apogeo cuando hizo de lo público su
confesión; cuando, como Charles de Gaulle
(a quien físicamente tanto se parece) actuó
inspirado o incendiado o poseído por el
fantasma de la patria.
Segunda tesis: ya desde 1983, esa
alianza le pesa a García. En una canción
rezonga que “habiendo convivido en esa
desolación total, ya no es necesario más.”
Y: “Quiero decirte que te encargues de tu
vida, porque yo no soy mejor que vos.”
Pero cuando por fin se deshace de su
daimon, del nosotros nacional que le ataba
la lengua, cuando por fin está a solas
consigo mismo y se apresta a abrir el arcón
de los tesoros, resulta que no hay nada.
“No tengo nada que decirte, sólo hola,
cómo estás…” Tal vez era inevitable,
porque el “nosotros” había menguado o
desaparecido desde el final de la dictadura;
lo cierto es que García, al no encontrar
nada adentro, quedó reducido a balbucear
una parodia de aquella confesión que no
tuvo lugar: a contarnos su yo de estrella, su
figura pública que nada puede enseñarnos
porque somos nosotros mismos, su
público, quienes la hemos creado.
Tercera tesis: el extraño y refulgente
destino de Charly García nos sirve a
nosotros, escritores, como paradigma y
advertencia. Ø
GonzaloGarcés
Buenos Aires·74
�j.e.lage
j.e.lage
exploradores
pioneros
somos
Después uno crece y conoce que más
de la mitad de la producción mundial de
cómics es japonesa, y no hay nada que se
pueda hacer con respecto a eso (ni falta que
hace). Es lógico suponer que el resto corre a
cargo mayormente de los dibujantes norteamericanos y europeos. Pero los que como
yo empezaron a crecer en Cuba, hacia la
segunda mitad de los años 80, saben que el
cómic alguna vez fue el cómic cubano y nada
más. No se trataba ni siquiera de cómic para
niños, porque nosotros éramos los niños. De
hecho, el término “cómic” estaba fuera de
cuestión; apenas se hablaba de “historietas”.
Sencillamente, aquello era lo que se leía,
aquello era lo legible. Leer significaba eso:
leer secuencias de dibujos. Zunzún era la
mejor revista literaria de nuestra lengua. En
sus páginas, al lado de Elpidio Valdés y el
desaparecido Matojo, cobraba vida un intenso
personaje, todo tecnología y hormonas,
llamado Yeyín.
Por aquel entonces éramos todos miembros de la Organización de Pioneros José
Martí. Ser pionero (algo por lo demás inevitable) implicaba rituales, simbología, cierta
atmósfera presurizada. El uniforme con la
pañoleta. Las guardias pioneriles. Los actos
patrióticos. Escuchar expresiones como “la
sangre derramada”. Gritar a viva voz: “¡Pioneros por el Comunismo... ¡Seremos como el
Che!!” Visitar el Palacio de Pioneros Ernesto
Guevara, donde tenían lugar los Círculos de
Interés. Es decir: lo que a los adultos les
interesaba que a los niños les interesara cuando fueran adultos. Yo estuve en un Círculo de
Interés llamado, si no recuerdo mal, Servicio
de Armamento. Armar y desarmar una ametralladora rusa con los ojos vendados,
aprender a qué distancia se puede matar con
efectividad, ese tipo de cosas. Habría que
escribir más extensamente sobre las relaciones entre lo pioneril y lo militar. No sólo de
los pioneros como pequeños militantes, sino
de esa organización marcada por un conjunto
de filias y filiaciones militares. El saludo pioneril (la manito sólo un poco más arriba), la
ceremonia, los lemas. Los niños que en
fechas históricas representan escenas de
combates, asaltos a cuarteles. Los militares
que visitan escuelas y reciben flores de la
mano de los niños. Hay algo fluido que pasa
de un lado a otro, una zona común y sin duda
muy fértil en la cual nacieron híbridos como el
Movimiento de Pioneros Exploradores. Allí
estaban ya las nociones de entrenamiento y
de campaña, y el uniforme era verde y azul, y
había como una jerarquía de grados. Recuerdo que cantábamos una canción: Somos
pioneros exploradores / descendientes del
mambí... Recuerdo un libro de la editorial
¿Pueblo y Educación? llamado Juegos
militares para pioneros.
Yeyín también era de los pioneros. Y de
los exploradores. A pesar de eso, leer su historieta tenía un doble atractivo porque 1)
Yeyín era una muchacha, y –al tratarse de una
historieta de ciencia-ficción– 2) Yeyín era el
futuro. El Palacio de Pioneros era un Cosmopalacio;
el Movimiento de Pioneros Exploradores había
llegado a un nivel interplanetario. Claro que,
constreñidos por límites didácticos, los guiones de Yeyín sabían a poco, pero eso era lo
de menos. Lo que resaltaba desde el primer
cuadro era una escenografía impresionante.
Había que ver esas naves espaciales. Había
que ver a los robots y a las criaturas
extraterrestres. Y sobre todo, había que ver a
Yeyín.
Dibujada por Ernesto Padrón (hermanomenos-famoso de Juan Padrón, el creador de
Elpidio Valdés, personaje siempre mejor pagado y con mejores guiones y con todos los
beneficios de popularidad que da ser un
mambí perfecto para la propaganda y la
manipulación ideológica, y acaso sea interesante pensar desde aquí los principales
discursos imbricados en la historieta cubana
para niños –la Historia de Cuba dirigida a los
niños– como una especie de complot familiar), Yeyín tenía el prototipo de una chica dura
y bien armada. Botas a la rodilla, cinturón con
pistola, bikini, el ombligo al aire y una blusa
corta ceñida al pecho. Por muy futurista que
sea, semejante uniforme pioneril sólo se
justifica con alguna pizca de sexploitation. De
aventura en aventura Yeyín nos iba revelando
la perfección de sus piernas, la forma de su
pubis y de sus nalgas bajo el bikini, la
sugerencia irresistible de unos senos adolescentes. Action girl, peleaba como una experta
en artes marciales y le disparaba a monstruos
gigantescos con su pistola de rayos, a
menudo sin despeinar siquiera su largo pelo
negro adornado con una flor. Yeyín era una
princesa tierna, una fantasía erótica en movimiento, lo más parecido que tuvimos a las
heroínas gráficas de cuerpazo y cuero,
nuestro despertar a un universo innombrable
todavía. Había algo en ella que pedía más,
que pedía seguir, que pedía crecer.
Después nosotros crecimos. Yeyín no.
Pasado el punto de giro de los primeros 90´s,
la revista Zunzún se fue invisibilizando hasta
desaparecer; una revista más especializada
como Cómicos desapareció bruscamente.
Muchas cosas se fueron quedando atrás.
Entre ellas la posibilidad (que alguna vez
existió) del cómic cubano. Eso que empezaba
a emerger y aún no ha podido. El cómic
entendido como literatura gráfica, literatura
popular, literatura sin fines educativos o
políticos, que no tenga a los niños como
únicos destinatarios. Hoy Yeyín es de la
Policía Ecológica del cosmos, ha pasado por
las computadoras y ha dado el salto a la
animación, y todo eso puede hacerle muy
bien o muy mal al recuerdo que tenemos de
ella, pero lo importante es que todavía no
aparece la Yeyín para adultos. La Yeyín soft y
hardcore. La Yeyín romántica o ultraviolenta.
La Yeyín del dormitorio y de la calle. La
necesitamos.
Ahora bien, ser adultos es algo problemático. No es tan sencillo como crecer y ya. A
determinada escala, Cuba parece funcionar
todavía como un país para niños. O mejor:
como un país pensado para pioneros. Luego
de tanto tiempo bajo el ala de un poder
estatal erigido en Santo Padre, es como si los
cubanos no pudieran extraerse cierto chip o
sustraerse de cierto hechizo. Llamémosle
(que así se llama otro personaje del hermano
de Juan Padrón, y quizás sea otro guiño
inadvertido) la Pañoleta Mágica: creces, dejas
de ser un niño, pero no logras dejar de ser un
pionero. La pañoleta que alguna vez usaste no
desaparece totalmente de tu cuello.
Queda como la marca de un uniforme.
JorgeEnriqueLage
LaHabana·79
�semana
blanca
• • • • ••••••• • •
Visitamos a unos kilómetros de La Baule, en la
costa atlántica francesa, a un viejo conocido, H., recluido en
un sanatorio mental desde hace un año. Voy con algo de
miedo, pero los amigos me aseguran que el espectáculo es
triste, pero no turbador. Cuando llegamos, le encontramos
leyendo en el jardín un ejemplar del Ouest-France. Con cara
de infinito asombro, nos muestra la noticia que está
leyendo: “Un artista argentino se propone hacer flotar en el
cielo de Tejas un plátano gigante, una especie de dirigible
que flotará durante un mes a una altitud de 30 kilómetros
sobre la tierra”.
¿Quién está más loco, H., o el artista del plátano
flotante? Siento vergüenza del género humano. ¿Qué
pensarán los extraterrestres, que nos observan desde hace
un siglo, cuando vean que nos dedicamos a poner en órbita
plátanos gigantes? Iniciativas como éstas no dicen mucho
de nuestra inteligencia.
H. nos muestra otra noticia: “Stephen Hawking explica el
misterio del universo en Hong Kong”. Y ese titular nos
sobrecoge. Después de todo, H. está internado en el
sanatorio desde que anunciara a voz en grito que había
tenido acceso al gran enigma del universo, aunque no ha
querido revelar nunca cuál es ese secreto. Al parecer, fue
tan brutal lo que vio al acceder al misterio que desde
entonces precisa de la calma de un jardín y de cuidados
psiquiátricos.
Al mostrarnos la noticia, nos dedica una suave sonrisa
cómplice, como si quisiera que viéramos que en el titular
informan de que Hawking explicó ese enigma, pero no
dicen qué pudo allí revelar al público, seguramente porque
no reveló nada. Como escribe Wagensberg, lo más cierto de
este mundo es que el mundo es incierto.
“Literatura es afectación”, dice Ribeyro en su inagotable
Prosas apátridas. Y explica que quien ha escogido para
expresarse la literatura, y no la palabra (que es un medio
natural), debe obedecer a las reglas del juego. De ahí que
toda tentativa para parecer no ser afectado –lenguaje
coloquial, monólogo interior– acabe convirtiéndose en una
afección aún mayor. Tanto más afectado que un Proust
puede ser Céline con su lenguaje coloquial de exabruptos...
“Lo que debe evitarse no es la afectación congénita a la
escritura, sino la retórica que se añade a la afectación”,
concluye. Me vienen inmediatamente a la memoria todo
tipo de escritores retóricos. El infierno y España están llenos
de ellos.
• • • • ••••••• • • •• • ••• • •
vila-matas
Comienza la semana blanca, los días de vacaciones
escolares de algunos centros extranjeros. Antes iban a la
nieve, por eso la llaman así. Mi semana también parece
blanca, porque en ella predomina la locura, y ya dicen que la
demencia tiene esa pátina. Y es que nada más regresar de
La Baule y de la visita a H. en el sanatorio, comienzo a
ocuparme de Robert Walser, que vivió internado muchos
años en el psiquiátrico de Herisau. Preparo unas palabras
para después de la representación de La prueba del talento
en un centro cultural de Atocha, Madrid. En esa breve obra
de Walser (se halla en su libro Vida de poeta), una actriz
consagrada recomienda a un aprendiz de actor que deje a
un lado el quehacer teatral y busque sumergir sus
sensaciones “en fuentes más naturales”. Es decir, primero
la vida, antes que la afectación del teatro. También la
literatura es afectada, pienso.
A medida que avanza, la semana se va haciendo más
demente. Madrid tiene un punto de locura (empezando por
la llamativa enajenación política) única en el mundo. En ella
todo es tan repetitivo como la locura, como la lluvia de
estos días, como el cabreo eterno de Rajoy. Como
compensación a tanto desvarío, la puesta en escena de La
prueba del talento de Robert Walser es un oasis dentro de la
demencia general. Por la noche, en el agradable café-librería
El Bandido Doblemente Armado, alguien cita al argentino
Macedonio Fernández y la frase parece pensada para el
choque Gobierno-oposición: “Se exagera mucho sobre el
incremento de la locura. En un cuarto donde no hay más de
dos personas, nunca hay más de dos locos”.
¿Quién tiene el bastón de Artaud? Cuando me preguntan
por un supremo signo o imagen de la Locura, siempre
pienso en ese bastón al que su dueño le hizo poner una
puntera de hierro con la que golpeaba violentamente los
adoquines de París para sacar chispas con él. Estaba el
bastón cubierto de nudos y tenía 200 millones de fibras y
marqueterías de signos mágicos. Y Artaud le sacaba
chispas porque decía que el bastón llevaba en el noveno
nudo el signo mágico del rayo y que el número nueve
siempre fue la cifra de la destrucción a través del fuego.
Artaud perdió ese bastón (que le regaló René Thomas) en su
extraño viaje a Irlanda, lo perdió tras una reyerta frente al
Jesuit College de Dublín. ¿Quién tiene el Santo Grial de la
locura? ¿Quién se quedó con el bastón de Artaud?
Sin duda, la locura de H. tiene puntos en común con Falter,
fascinante personaje de Última Thule, un cuento de
Nabokov. Falter es aquel hombre que perdió toda
compasión y escrúpulo cuando en un cuarto de hotel le fue
revelado de golpe “el enigma del universo” y no quiso
transmitirlo a nadie más tras haberlo hecho una única vez
cediendo al acoso de un psiquiatra, al que le destrozó tanto
la revelación que hasta le causó la muerte. Es un cuento
antológico, incluido en Una belleza rusa. Leerlo es ya de por
sí una locura de una envergadura tal que hasta nos permite
constatar cuánta razón llevaba aquel que dijo que las locuras
son las únicas cosas que no lamentamos jamás. Pero es
que, además, leerlo –eso es lo más interesante de todo–
nos sitúa en mejores condiciones para tratar de resolver el
enigma del universo, aunque siempre me pregunto si nos
conviene resolverlo. Creo que si un día diéramos con el
secreto del mundo nadie tendría el valor de revelarlo.
EnriqueVila-Matas
Barcelona·48
literatura es afectación
�Estábamos en el umbral de mi
apartamento. Habíamos discutido. Moonlight
me tomó las manos, las apretó, y despacio
sentí cómo sus dedos iban cediendo.
Quería mirarle a los ojos, sin embargo
me evitaba. Suavemente la obligué a alzar la
barbilla. No hizo resistencia.
—Lamento lo que pasó –dijo.
Antes de despedirse acercó su mano a
mi rostro, luego quiso besarme, pero apenas
fue un beso aquel roce en mi mejilla.
La vi bajar las escaleras. No se volvió,
tampoco quise llamarla. Yo
había estado todo un día
dando vueltas en mi casa,
esperándola: libros, merienda, un desesperado zapping
entre los cuatro canales de
la televisión, tazas de café y
la mitad de una botella de
vino. Moonlight me prometió que estaría en mi
apartamento a media mañana y al final de la tarde no
tenía noticias suyas. Entonces intenté darle sentido a
una historia que llevaba
meses por escribir para
incluirla en el Cuaderno de
Altahabana. Abrí varios documentos en mi computadora, pero nada de cuanto
alcanzaba a redactar tenía
sentido. Luego de borrar el
séptimo documento fui a la
cocina. Me serví la última
taza de café, decidí entonces probar con mi colección
de música.
Elegí un disco.
Corazón boomerang
–bajo ese rótulo había compilado en mp3 las grabaciones de la banda Habana
Abierta.
Encendí el reproductor
y fui a la ventana. En ese CD
grabé todos los álbumes de
Habana Abierta y los discos
en solitario de algunos de
sus integrantes: Alejandro
Gutiérrez, Vanito Caballero,
Kelvis Ochoa, Boris Larramendi. Son buenos, se largaron. Como en estampida.
Terminaron armando su
un ángel amarillo
un
un
án
án
gel
gel
am
am
ari
ari
llo
ahmel echevarría
algarabía en un bar de Madrid. Esos cubanos,
nostálgicos y rabiosos, han cartografiado el
mapa de mi generación –o simplemente mi
propio mapa–. En él encuentro las rutas que
me llevan de un año a otro, de un amigo a
otro. Camino y quedo frente a una delgada
línea, ese trazo marca la ida de muchos de
ellos hacia Europa, Estados Unidos o
cualquier otro rincón del mundo. Desde mi
sitio tras la línea los veo conversar con un
oficial de inmigración, solo llevan una mochila
como equipaje y no pueden ocultar el ligero
temblor en los dedos al tomar el boleto y el
pasaporte.
De atreverme a desandar cualquiera de
los tracks de Corazón boomerang también
podría llegar hasta una calurosa mañana de
finales de junio de 2006 –martes 30,
Cementerio de Colón, 10:30 a.m.–. Habrá
decenas de tumbas abiertas, será día de
exhumación de restos y cada familia tendrá
ante sí una caja de madera, podrida, abierta.
Estaré viendo cómo rasgan el vestido que
cubre los restos de mi abuela, sus medias y
los pedazos de piel seca. Depositarán los
huesos en una pequeña caja gris, lo harán con
cierto cuidado para almacenarla luego en un
osario colectivo.
Una ruta me lleva a otra, recorriéndolas
podría terminar frente a las mujeres que hasta
ahora he conocido, todas: las que nunca
conquisté y aquellas con las que pasé malos y
buenos ratos. Por eso bastaron los primeros
acordes del disco de Vanito y Lucha almada
para verme frente a Moonlight, porque esos
cubanos de Habana Abierta, nostálgicos y
rabiosos, han trazado como pocos el mapa de
mi generación –o acaso mi mapa personal–. El
álbum Vendiéndolo todo era una grabación de
los 90´s y yo había conocido a Moonlight a
inicios de 2006, sin embargo mi Minina
estaba ahí: sus tormentos, los momentos de
paz, de sexo duro, sudor, alcohol, música.
Con los acordes llegaba a mi memoria su
bella cara –cuyos rasgos eran, de cierta
manera, gatunos–, el cuerpo, sus maneras.
Esos acordes también me obligaban a
recordar la llamada telefónica en la que
prometió ir a mi apartamento, Estaremos
juntos un par de días, mi bebé, sin salir de tu
casa, y ya estoy a punto cerrar la puerta de la
mía, colgaré, así que te besaré muy pronto.
Sonreí al escucharla. Estaríamos dos días
juntos. Sin salir. Y podíamos hacerlo porque
nada fuera de mi apartamento a cinco pisos
sobre Altahabana nos hacía falta. Entonces le
pregunté si era cierto que estaría disponible
todo un fin de semana:
«¿Tanto tiempo solo para mí?, lamento
decirte que me cuesta creerlo, mi Moon.»
Ella rió, sabía de qué le hablaba:
«Estoy dispuesta a hacerlo, nada me hará
cambiar de opinión. Y no iré con las manos
vacías, mon amour, lo llevaré todo.»
Lucha almada y Vanito señalaban hacia el
mapa. Los golpes del drums y los latidos del
bajo marcaban la ruta que me llevaría hasta
Moonlight. Un camino en verdad difícil. Era
imposible saber qué podría encontrar en esa
ruta. Recuerdo que le pregunté a qué hora
llegaría y dijo Temprano, me gustaría despertarte, me gustaría llegar y abrazarte, tocarte,
¿has pensado que cuando nos levantamos
somos grandes bebés?, no atinamos a nada,
quedamos muy tontos por el sueño, con la
marca de las sábanas y el cuerpo tibio, me
gustaría besarte.
Sonreí, nunca había pensado en eso, Un
bebé, un enorme bebé cargado de resabios y
mal aliento, ¿no te importaría besarme así,
Minina? Y respondió Me iré acostumbrando a
tus resabios, me excitará sentir tu aliento y el
olor de las sábanas, me excitará muchísimo
ver tu carita hinchada y las legañas, tu cuerpo
tibio como una tetera de chocolate, podría
pegar mi boca a tu pene y beberte, me
gustará mucho, je t’aime, mon amour, ich
liebe dich, mi bebé.
Recordar aquel ronroneo en francés y en
el pedregoso alemán me excitaron. Estaba
parado frente a la ventana y mi pene se volvió
un hueso. Duro. Las canciones del disco
trazaban un abanico de rutas que me alejaban
de Moonlight y luego, tras un recorrido,
volvían a acercarme a ella: mi Minina frente a
mí, la imaginaba quitándose los zapatos, una
leve sonrisa, y la punta de su lengua que
humedece los labios, sus manos reptando por
todo el cuerpo hasta tomar una varilla de
madera ensartada entre sus rizos caobas,
para retirarla suavemente y dejarlos libres.
Una striper.
Una bella striper.
Desnudándose.
Desnudándose solo para mí al compás
de la música.
Frente a Vanito y su banda y de espaldas
a mí se quitó la última prenda. Brevísima.
Negra. Aparté sus rizos, la besé en el cuello,
la mejilla, la boca. Lucha almada hizo un
círculo y en el centro quedamos Moonlight y
yo. Abrazados. Y cuando rompió el estribillo la
tomé por la cintura. Vanito caminó hacia
nosotros. Con la guitarra. Cantaba, también yo
pero apenas en un susurro, Yo no te controlo,
cantaba Vanito, tenía los ojos cerrados y la
cabeza hacia abajo, Si te me arrodillo no
puedo ser, yo no te enamoro, Moon, no
miento bien, dije yo, desafinando, como solo
puede hacerlo una urraca. Y respiré hondo.
Vanito cantaba y yo abracé a la Minina.
Moonlight metió sus dedos entre su cintura y
mis manos, se soltó de mi agarre. Caminaba
alrededor de mí. Me miraba. Y la veía andar.
Intenté tocarla pero me evitaba, se mojaba los
labios con su lengua y sonreía. Mi Minina
parecía ronronear. Y seguía esquivándome,
Mueves el cuerpo con tan clara elocuencia,
Minina, dije, con un suave graznido. Saltó
sobre mí, y al compás de la canción le dije al
oído Toda esta soledad puedo aliviarla, cerrar
la puerta y poner seguro, y un animal
sangriento hacer de mi orgullo, lamí su oreja,
Puedo olvidar que nuestro caso es de
urgencia.
Estábamos a nada de distancia.
Su piel contra la mía.
Las piernas de Moonlight rodeando mi
cuerpo.
Entre su sexo y mi pene quedaba la tela
de mi short. La mezclilla maniataba mi sexo.
Quise liberarlo pero no tenía sentido. Sin la
Minina no tenía sentido. Estaba en mi
apartamento, solo, recordando a Moonlight
gracias al disco de Lucha almada. Estaba
solo, pero no tenía sentido masturbarme.
Vanito tenía razón: era difícil saber qué me
convenía luego de besar a aquella mujer que
me prometió, en una llamada telefónica,
llevarme el desayuno a la cama. Me estaba
apuntando a la sien con la imagen de
Moonlight y no era sensato halar el gatillo y
volarme los sesos. Me alejé de la ventana, sin
embargo no apagué el reproductor.
Un par de tragos me sentarían bien.
Había comprado dos botellas de vino y ya no
me interesaba guardarlas, era demasiado
tarde y decidí llenar una de las copas.
Intentaba no pensar en nada, pero tenía el
recuerdo de aquella mujer enquistado dentro
de las paredes de mi cabeza.
Pasado treinta minutos después de la
medianoche se escuchó el timbre del
teléfono. Varias veces pregunté quién llamaba
porque nadie contestaba, hasta que del otro
lado de la línea dijeron Lo siento, mon amour,
vino mi ex, estaba muy mal de ánimo y me
�pidió que habláramos, de veras siento no
haber ido, ¿me disculpas?
Yo buscaba la manera de encajar esa
pregunta en la ruta hacia Moonlight. El
camino hasta ella era en verdad azaroso, en
un inicio le dije Me resultó difícil creer que
estaríamos tanto tiempo juntos. Y el maldito
imprevisto apareció antes de que ella llegara a
mi apartamento. Me di un trago, casi la mitad
de la copa, entonces le pregunté si recordaba
aquella conversación. Demoró en responder y
dijo Sí, claro, lamento muchísimo haberte
dejado esperando, te pido que entiendas, no
pude decirle a mi ex que se tragara su
tristeza, aunque de veras quise hacerlo.
Creí escuchar un sollozo. Qué debía
hacer. Qué debía responderle. Tenía vino en la
copa, sin embargo volví a servirme. Tragué la
mitad del vino. El tipejo no dejaba de darle
vueltas a Moonlight, aquel chico listo tenía
una nueva pareja y lo sabíamos, su cara decía
a gritos que quería tener un par de mujeres
como dos satélites alrededor de su bella cara.
Quizá se había dado cuenta de que la Minina
decidió tragar en seco y olvidarlo, sin
embargo no quería aceptar aquella decisión.
No dejaba de molestarla y molestarme. El
tipejo estaba decidido a pelear, a su manera,
pero a pelear. Cada llamada, las visitas, su
terrible carita –una hermosa mezcla de
melancolía, aparente ingenuidad y ternura–, la
evocación de los mejores días que habían
pasado juntos o los regalos que a ratos le
hacía en una ladina combinación de té,
música hindú y varillas de incienso eran para
mí una certera estrategia. La Minina me
contaba de las llamadas y visitas, me decía
Siento pena por él.
El maldito tipejo sabía bien lo que hacía.
Un chico listo. Golpes precisos. Duros
uppercuts. Cada una de sus llamadas, las
visitas y los regalos eran como un swing de
izquierda al mentón de la Minina combinado
con un fuerte golpe en mi estómago. Como
los de esa noche. El hermoso ligero-welter
podía ganar por puntos o por knock-out. Se
ocultaba tras su rostro y pensé que ese era su
mejor golpe, porque la Minina dijo Ahmel, no
pude dejarlo hecho una mierda e irme para tu
casa, tenías que verle la cara a ese maldito,
me daba pena, me dijo que estaba mal y
necesitaba conversar, estaba a punto de
ponerse a llorar en la puerta de mi casa, sé
que teníamos un plan, pensé que en una hora
o dos lograría animarlo, quitármelo de encima,
después iría a tu apartamento, pero terminé
mal y no quise fastidiarte el día.
Terminé la copa.
«Minina, tu ex se preparó para una larga
pelea y nos ganó.»
«¿De qué hablas? Estás delirando.»
«Créeme, de veras lo siento.»
Ella dijo algo, muy alto. No entendí o no
quise entender. Le repetí que lo sentía, que
me disculpara, necesitaba colgar, Es demasiado tarde y mañana trabajaré en mi
Cuaderno.
«¿Te has vuelto loco? Mañana no
trabajarás en tu maldito Cuaderno. Iré a tu
casa y tendrás que escucharme.»
Colgó.
Quedé tal vez un par de minutos
escuchando el sonido que marcaba el fin de la
llamada telefónica. Tomé la botella pero esta
vez no me serví, la pegué contra mi frente, las
mejillas, me gusta el vino bien frío y quería
sentir la fría humedad de la botella en mi
rostro, sin embargo solo conseguí mojarme la
cara con un líquido apenas fresco.
Decidí dejar el reproductor encendido e
irme al cuarto, se apagaría tan pronto acabara
el disco. Vanito se rascó el mentón y se
acercó a su banda. Señaló hacia mí, cerró su
puño con el pulgar hacia abajo. Claro que me
sentía como una mierda. No era difícil notarlo.
El tipo que tocaba la batería se pasó la punta
de la baqueta por el cuello y asintió con un
gesto. Los dejé en la sala, llevé la botella al
refrigerador y fui a mi habitación. Busqué un
libro. Boarding home. Y me acosté. Estaba
releyendo a Guillermo Rosales pero decidí no
abrirlo. Retomar la lectura de aquella novela
era jugar a la ruleta rusa pero con solo una
bala de menos en el cargador. Tiré el libro
sobre la cama y lo tapé con la almohada. La
guitarra de Vanito rompió el silencio con una
balada. Un tema muy triste. Nada tan parecido a una encerrona. Fui a la sala, Vanito me
vio, tras una señal suya se le unió la banda y
comenzó a cantar, sin dudas harían un nuevo
trazo en el mapa. Mi mapa.
Volví a la cama.
Ellos conmigo.
Pero abrieron un espacio para que
cupiera la imagen de Moonlight. Entonces
cerré los ojos.
Me dormí antes de que terminara el
disco.
Soñaba. Recuerdo que en el sueño
caminé hasta la ventana, necesitaba respirar
aire limpio. El olor a humedad, el tufo agrio
del sudor y la arenilla del polvo se mezclaban
en mi nariz. Respiré hondo, sentí cierto alivio
al tragar una gran bocanada. En aquel sueño
la ventana de nuestra habitación se abría
hacia el patio –así llamábamos a la popa de la
vieja nave de madera–. Moonlight y yo
ocupábamos uno de los camarotes del barco
anclado en mi barrio, no éramos los únicos
viviendo en la embarcación.
La Minina se paró junto a mí y dijo Me
gustaría tener una casa tan grande como esta,
solo para los dos, pero con un gran patio de
tierra. La miré. Me preguntó si me gustaban
los mangos, el aguacate y las toronjas
mientras señalaba los árboles que se alzaban
tras la popa.
—Sí –dije.
—¿Los sembrarías para mí, mon ange?
¿Me harás también una glorieta?
Sentí ruidos, voces. Moonlight señaló
hacia el otro extremo de la popa, yo no lo
había visto: era un hombre viejo, flaco,
harapiento, se desabotonó la portañuela y
comenzó a orinar. Lo hizo sobre las mismas
tablas de la popa. Tan pronto terminó arrastró
un butacón desvencijado y se sentó frente a
un televisor. Estaba encendido. Pero el viejo
harapiento no miraba a la pantalla, hablaba,
sin pausas, al cielo. Alguien se le acercó. Este
otro era alto, sus ropas lucían en buen estado,
sin embargo se veían sucias. Con el puño
golpeó al andrajoso. En el pecho. El rostro. El
viejo solo levantaba los brazos mientras
seguía hablándole al cielo.
Quien lo golpeaba se detuvo.
Miró hacia mí, luego al cielo y dijo algo.
Vi su rostro anguloso, la cicatriz en la
mejilla. Sonrió. Volvió a golpear al viejo
harapiento y se marchó.
—¿De qué color pintarás mi glorieta?
Miré a Moonlight y me tomó las manos,
las apretó. Me encogí de hombros. Tras
besarme las manos dijo en voz baja Ven,
siéntate conmigo, mon ange.
La glorieta podía ser azul, blanca o roja,
se lo dije y estuvo de acuerdo. Sonrió,
¿Podrías usar los tres colores?, combinarían
con los árboles y las carpas, y es que quiero
un estanque, un gran estanque alrededor de
la casa y los árboles, también quiero que me
hagas las carpas, ¿me las harás, mon ange?,
¿podrías hacerme algunos caracoles?, quiero
que nuestra casa parezca una isla.
La Minina me abrazó. Muy fuerte. Quería
además una decena de mariposas. Entonces
ahmel echevarría
una stripper
una bella stripper
desnudándose
desnudándose
solo para mí
al compás
de la
música
la abracé. Escuché su risa y la besé en la
frente, los labios. Me miró a los ojos, Ojalá
quieras pintarme una luna en cuarto menguante, la osa mayor y el sol de las nueve y
media, pero no me dibujes una tormenta,
dime que no lo harás, dímelo, por favor,
júralo.
Sentimos otra vez las voces, un ruido
muy fuerte –al parecer golpeaban en las
barandas del barco–, y sobrevino entonces
una sacudida.
Moonlight fue a la ventana.
—Alguien cortó las sogas –dijo.
Me asomé. Habían cortado las amarras.
El barco se movía y miré a la popa, tal vez
eran diez las personas reunidas alrededor del
butacón y el televisor. Todos vestían ropas
empercudidas. Puros andrajos. Algunos miraban hacia los árboles del patio, otros a un
hombre armado con un machete. Vi su rostro,
pude reconocerlo: en su mejilla estaba el
costurón que bajaba desde el ojo a la
mandíbula, lo habíamos visto golpear al viejo
andrajoso –que permanecía sentado en el
butacón y seguía hablándole al cielo, sin
pausas–. En aquel grupo había un hombre al
parecer ajeno a cuanto sucedía. Vestía un
smoking –notablemente ancho según la talla
que debía usar– y escribía en un pedazo de
papel.
—¿Qué pasará ahora, mon ange?
Me encogí de hombros.
Una de las mujeres que estaban en la
popa gritó La casa se está moviendo. Otra
dijo Estamos perdiendo los árboles.
�Moonlight volvió adentro, me llamó, pero
decidí quedarme en la ventana. Todo iba
quedando atrás: los árboles, los caserones
entre los que estuvo anclado nuestro barco.
El hombre de la cicatriz abandonó la
popa, caminaba por el pasillo hacia la proa. Al
pasar junto a mí levantó el machete. Me miró,
el rostro contraído, la cicatriz como una
sanguijuela enquistada en la mejilla, y blandió
el arma. Solo cerré los ojos. Sentí un ruido.
Duro. Seco. Había encajado el machete en el
marco de la ventana. A pocos centímetros de
mi cabeza.
—Me gustas –dijo–, después hablamos.
Necesito a alguien que me ayude a manejar
esta cosa. Eres el hombre, tú me gustas. Tú y
yo seremos la mafia dentro de este tareco.
¿Mafia…? –extendió su mano abierta.
—Mafia… –dudé, pero le di la mía.
Del marco de la ventana sacó el
machete. Sonrió. Antes de marcharse hizo un
guiño.
Mi corazón latía a mil.
Volví adentro.
—¿Por qué lloras? –Dije.
Subió los pies en la cama y se hizo un
ovillo.
—Nuestra casa se está moviendo, ¿a
dónde iremos? Somos un par de náufragos,
mi cielo, dos náufragos, mi amor.
Sequé sus mejillas y regresé a la
ventana. El barco estaba dejando atrás el
barrio, tras una maniobra comenzaría a
moverse sobre la avenida Independencia. Me
bastaba ver el follaje del bosque de almendros para saber por dónde íbamos. Abandonábamos ya Altahabana, de no aparecer
ningún contratiempo quizá en media hora
estaríamos frente a la rotonda de la Ciudad
Deportiva.
Estuve solo un par de minutos frente a la
ventana viendo pasar los autos. Nos movíamos. Despacio. Los automóviles, a golpe
de bocinazos y acelerones, nos esquivaban y
seguían de largo. Abrí mi maleta, ahí tenía mis
pertenencias: algunas ropas, un par de libros,
medicina para el asma, un estuche con
pinceles y temperas. Le pedí a la Minina que
se levantara y dijo No puedo, no tengo
ánimos para nada, mon amour. Fui hasta ella,
la tomé por un brazo e intentó resistirse.
Entonces halé muy fuerte. Ya junto a mí le di
un beso en la frente y otro en la mejilla.
Nuestras ropas estaban sucias, olían mal y le
pedí que se las quitara, yo haría lo mismo. Me
un
un
án
án
gel
gel
am
am
ari
ari
llo
llo
miró a los ojos, en voz muy baja me recordó
que no tenía ánimos para hacer nada.
Y la fui desnudando.
Entonces Moonlight me ayudó con mis
andrajos.
Comenzó a llover mientras bordeábamos
la rotonda de la Ciudad Deportiva para tomar
nuevamente la avenida Independencia. El
cielo estaba nublado y bajo, los relámpagos
acuchillaban las pesadas nubes. Abrí los
potes de tempera, el agua de lluvia serviría
para humedecer la pintura.
Le dije a Moonlight que se acostara en el
suelo, pero la tomé por el brazo y suavemente
la obligué a hacerlo. El aguacero se hizo más
fuerte, la Minina se estremecía con los
truenos y cerraba los ojos. Ella no podía
evitarlo, yo debía tener el cuidado de levantar
el pincel. Y así fui dibujando en su pecho un
astro mitad sol mitad luna, su rostro y el
cuello los oscurecí con trazos negros donde al
azar hice puntos blancos. Dibujé grandes
manchones verdes en el vientre, los muslos y
a la par le decía el nombre del árbol. La tomé
por los brazos, la ayudé a levantarse.
Despacio. En la espalda y las nalgas también
dibujé manchones verdes, sobre ellos tracé
tres pinceladas: una azul, otra blanca, y la
roja, Será muy bella esta glorieta, ya verás,
Minina.
Preparé un tinte anaranjado, debía
dibujar los peces. Las carpas nadarían en todo
el cuerpo: en el rostro, un pequeño pez entre
la luna y el sol, en los brazos, sobre los
árboles, en el cuenco que formarían sus
manos, también a lo largo de las piernas.
Miré a la ventana. Nuestro barco
cambiaba de rumbo, abandonaba la avenida
Independencia y giraba a la izquierda. Navegábamos sobre la avenida Paseo.
Mientras el barco hacía el giro volví a
tomar por el brazo a Moonlight. La ayudé a
acostarse y le pedí que abriera las piernas. Fui
a la ventana, humedecí el pincel, necesitaba
preparar más pintura anaranjada. Pero una
sacudida me tomó por sorpresa, estuve a
nada de perder el equilibrio. El barco había
girado nuevamente a la izquierda y se
inclinaba hacia arriba. Había sido un giro muy
brusco. Subíamos una pendiente. Entonces
supe qué se proponía el tipo de la cicatriz:
avanzábamos por la rampa que conducía al
mausoleo de la antigua Plaza Cívica.
Mientras hacía la mezcla de colores
escuché varios gritos. Venían desde el rincón
de la popa donde estaba sentado el viejo
andrajoso. Se había levantado y señalaba a la
avenida. Miré. Un ataúd avanzaba entre los
autos, se deslizaba sobre la misma senda por
la que minutos antes íbamos nosotros. Me
volví hacia la esquina de la popa donde estaba
el viejo andrajoso, no escuchaba sus gritos y
quise saber qué le ocurría. Tenía la portañuela
abierta, se disponía a orinar. El hombre del
smoking se paró junto a él, le dio un golpe en
el pecho, el rostro. El viejo levantó sus brazos
para esquivar la golpiza, a la par soltó un
chorro de orine. El hombre del smoking dio un
salto atrás y revisó las patas de su pantalón.
Miró al viejo. Cerró los puños. Pero desistió.
Caminó entonces hacia el otro extremo de la
popa.
Se secó el sudor.
Alisó el smoking.
De un bolsillo sacó el pedazo de papel,
del otro una botella.
Releyó lo que había escrito y enrolló el
pliego. Guardó la nota dentro la botella. Tras
ponerle un corcho la lanzó por la borda.
El viejo andrajoso, que lo había observado todo, se hincó de rodillas sobre el
butacón. Se persignaba, decía algo y esta vez
no lo hacía mirando al cielo, en voz baja le
hablaba o le rezaba a la gran estatua de Martí
levantada sobre la colina de la antigua Plaza
Cívica.
El barco siguió pendiente arriba y regresé adentro con la mezcla de temperas.
Moonlight me esperaba, me preguntó qué
había pasado y volví a pedirle que abriera las
piernas.
—¿Por qué no me dices, mon ange?
¿Qué me estás ocultando?
—Vi un ataúd.
—¿Es una señal? Por favor, no me
engañes.
—Es un ataúd. Va calle abajo.
Comencé a dibujar una gran carpa en la
pelvis rasurada. La boca del pez, abierta,
parecía querer tragarse el ombligo de la
Minina mientras que la cola batía muy cerca
del sexo de Moonlight.
Me levanté.
Había terminado.
—¿Me dibujaste el sol?
—Lo tienes en el pecho. ¿Te alcanzo un
espejo?
—No, si hasta ahora no lo sentí debió
haber sido porque en mi cuerpo todavía era
de noche. También puedo sentir el salto de
las carpas, mi amor, y el aire enredado en el
follaje. ¿No lo escuchas?
�Y el barco volvió a cambiar de rumbo.
Esta vez a la derecha. La rampa caería en una
pendiente corta y pronunciada hasta
entroncar con la avenida Paseo.
—Ven –dijo y me tomó del brazo.
Estábamos a nada de distancia.
La piel contra la piel.
Su sexo contra el mío.
Y comenzamos a caer rampa abajo, yo
entre las piernas de Moonlight.
Navegaríamos despacio, tras un sarcófago de madera y entre los autos –a golpe de
bocinazos y acelerones nos esquivarían para
dejarnos atrás, muy atrás–. De seguir aquella
ruta llegaríamos al mar.
Sentí varios golpes en la puerta. Había
despertado bien temprano, solo, y no me
decidía por nada. Estuve más de media hora
remoloneando bajo las sábanas, pensando si
escribía aquel sueño en el Cuaderno de
Altahabana, sin embargo me decidí por la
novela de Guillermo Rosales y fui al baño.
Pero alguien seguía llamando. Era un toque
insistente. En contra
de mi costumbre cerré el libro y acabé
todo rápido. Volví a
sentir los golpes y fui
a la puerta.
Era Moonlight.
No estaba sola.
—Es el segundo
ángel que me encuentro –dijo–. Ojalá
tampoco lo pierda.
Junto a la Minina
estaba Ivette, la hija
de mis vecinos del
apartamento de los
bajos. Seis años, dos
motonetas castañas,
maquillaje muy leve y
un vestido con vuelos
de encajes. Tenía
además dos alas hechas de alambre forradas con la misma tela
de encajes del vestido.
Iba toda de amarillo.
Moonlight estaba agachada junto a
mi pequeña vecina. La
niña hizo un torpe movimiento de ballet a
manera de saludo y
una de las alas chocó contra el rostro de
Moonlight. Un ángel y mi Minina. Las dos
vestidas de amarillo, mi vecinita junto
a una de las mujeres más bellas del
mundo –Moonlight: la rara mezcla del gato
y el dulce olor del incienso, piel suave y clara,
sexo duro y sudor, largas conversaciones en
la madrugada, el tormento agazapado bajo
unos largos rizos caobas, también algo de
paz.
¿Quién hubiera deseado perderla? Pero
habíamos discutido. Fuerte.
Me senté frente a Ivette:
—Esa muchacha se ha vuelto loca –dije
señalando hacia Moonlight y tomé a la niña
por lo brazos, tenía una pequeña caja en las
manos–. Dice que se ha encontrado dos
ángeles. Si uno eres tú y el otro ángel es ella,
¿crees que alguien pueda encontrarse a sí
mismo?
—Claro que sí, tonto –dijo Ivette.
Moonlight rió y se sentó junto a mí.
La niña nos contó que se había perdido
en el acuario. Estaba con sus padres frente al
era difícil
era muy difícil
saber qué me
convenía
luego de besar
besar
besar
besar
a aquella mujer
estanque de los leones marinos y sin darse
cuenta se separó de ellos, Caminaba y
caminaba y no los veía, había mucha gente,
muchísimos pescados, pensé que estaba en
el fondo del mar.
Mientras hablaba apartó suavemente mis
manos de las suyas y escondió la cajita tras
su espalda. Ivette nos dijo que se sintió más
calmada cuando vio que había vuelto al
estanque de los leones marinos, Yo misma
me encontré, después me encontró mi papá,
¿tú te perdiste, Moon?
Moonlight me miró, se volvió hacia la
niña y dijo Sí, me perdí, estaba desesperada y
no sabía qué hacer.
—Pero ya estás aquí, te encontraste tú
sola y no hizo falta que te fueran a buscar.
—Me encontré muy tarde, en la
madrugada, Ahmel no sabía que estaba
perdida, estuve esperando que llamara a mi
casa.
—Si él se entera que estás perdida te
sale a buscar.
—¿Tú crees? –Moonlight hablaba con
Ivette pero me miraba.
Me levanté.
Cargué a Ivette.
Me pidió que tuviera cuidado con sus
alas.
—¿Por qué no entramos? –dije.
—No puedo, tengo una fiesta. Vine para
que me vieran vestida y para darte una
sorpresa.
Me acercó la cajita. Estaba forrada con
papel de regalos y atada con una cinta. Tenía
varios agujeros en la tapa.
—¿Qué es?
—Es una sorpresa.
Llamaron a Ivette. Era la madre.
—Me voy, se me hace tarde. Después
me dices si te gustó.
La dejé en el suelo y salió corriendo.
La niña bajaba las escaleras en pequeños
saltos. Sus alas se movían tras cada paso.
Parecía volar, sin control, a ras del suelo. Una
gran mariposa amarilla que recién había
abierto las alas.
Acerqué la caja a mi oído. Tenía algo
dentro. Se movía. Piaba.
Entré y cerré la puerta. Moonlight estaba
sentada en una esquina del sofá. Me senté en
le suelo frente a ella.
—Hay un pichón o un pequeño ángel
dentro de la caja –dije.
La Minina sonrió. Tenía los ojos
húmedos.
Abrí la caja. Era un pollito. Moonlight lo
sacó de la caja, con la yema del dedo alisó el
plumón amarillo, luego tomó una de las alas y
la extendió suavemente. El pollito comenzó a
piar más fuerte e intentó escapar, pero al
acariciarlo se tranquilizó.
—Toma –dijo.
Metí al pollito dentro de la caja y aseguré
la tapa con la cinta.
Moonlight caminó hasta la puerta. Me
tomó las manos, las apretó, y despacio sentí
cómo sus dedos iban cediendo. Quería
mirarle a los ojos. Me evitaba. Suavemente la
obligué a alzar la barbilla.
Acercó su mano a mi rostro. Luego quiso
besarme, pero apenas fue un beso aquel roce
en mi mejilla.
Nos despedimos.
La vi bajar las escaleras, salir a la calle y
caminar rumbo a la parada del ómnibus. No
se volvió, tampoco quise llamarla.
Iba despacio, sus grandes alas plegadas
tras la espalda.
AhmelEchevarría
La Habana·74
�/trep/episodio cuatro/
/ The revolution evening post / the revolution evening post /
/the revolution evening post/
/Trep-4/Trep-4/Trep-4/Trep-4/
�
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Title
A name given to the resource
The Revolution Evening Post (TREP): e Zine de ESCRITURA irregular
Subject
The topic of the resource
Literatura, Literature
Description
An account of the resource
Revista literaria digital circulada vía correo electrónico y a través de dispositivos digitales. Entre sus objetivos pricipales estaba el subvertir el canon de literario nacional.
Creator
An entity primarily responsible for making the resource
Ahmel Echeverría,
Jorge Enrique Lage,
Orlando Luis Pardo Lazo
Date
A point or period of time associated with an event in the lifecycle of the resource
2008
Contributor
An entity responsible for making contributions to the resource
Lizabel Mónica
Format
The file format, physical medium, or dimensions of the resource
Pdf
Language
A language of the resource
Spanish, Español, SPA
Coverage
The spatial or temporal topic of the resource, the spatial applicability of the resource, or the jurisdiction under which the resource is relevant
Cuba
Text
A resource consisting primarily of words for reading. Examples include books, letters, dissertations, poems, newspapers, articles, archives of mailing lists. Note that facsimiles or images of texts are still of the genre Text.
Text
Any textual data included in the document
theREVOLUTION E VENING post
episodio 4
e Zine de ESCRITURA irregular
stuff :
alberto g la pinacoteca 2
juan forn tokio era una fiesta 5
orlando luis pardo refleXXIones (e-vangelio cubano del 21) 7
alejandro zambra diario de un mudo 9
álvaro bisama huir / fuga 10
santiago roncagliolo el aroma del gas lacrimógeno 11 la verdad ya no es lo que era 12
ahmel echevarría una pelea cubana contra los demonios 13
gonzalo garcés el artista joven 15 3 tesis sobre charly 15
jorge enrique lage somos pioneros exploradores 16
enrique vila-matas semana blanca 17
ahmel echevarría un ángel amarillo 18
staff :
ahmel echevarría
jorge enrique lage
orlando luis pardo lazo
Hemos sido cordialmente invitados a formar parte de la literatura chilena en Cuba. Por supuesto, hemos aceptado. No hubo ceremonia de iniciación. Mejor así.
therevening@yahoo.com
La pinacoteca: aparición de lady murasaki
Al final, digan lo que digan, el voyeur sí participa. En una palabra: siempre hay cosas que descubrir en una vagina. (Esto lo dice Louis Ferdinand Céline.) No le permitas a quien te acompaña en la cama que lave su cabello un martes o un día de funeral. Los martes son días sin auspicio, igual que los funerales. Si, luego de tu explicación, esa persona insiste en su propósito, es que tiene malas intenciones o se encuentra sojuzgada por Cepaala-Magri, un demonio andarín, oriundo del norte de Australia, patrón de las obstinaciones y los suicidios. El pelo suelto atrae el hálito de las brujas. Hay hombres en Guam cuyo único empleo es viajar por el país para desflorar vírgenes, que les pagan por el privilegio de tener sexo por primera vez. En Guam esta prohibido que las vírgenes se casen. El atomismo amenaza la doctrina de la Santa Eucaristía. Que los fluidos sensuales del cuerpo entren en el cuerpo. De acuerdo con San Mateo, no es sucio lo que entra en la boca, sino lo que sale de ella. Tenía la complexión de un durazno, casi podía ver sus venas. Provenía de un lugar de Thailandia contaminado por chinos y chinas que, alguna vez, se habían dedicado a trabajos nocturnos en casas de Damas del Ofrecimiento Circunstancial. Su educación estaba siendo seguida de cerca por un profesor sumergido en la historia de los ceremoniales del Paso al Mundo de los Espíritus. Usaba un prendedor de amatista en forma de… ¿no adivinan? Una centolla. Previsiblemente, el Japón antiguo llamó Primera Floración al inicio de la menstruación. Este era un suceso digno de festividad. A veces los festejos duraban varios días, hasta coincidir con el anuncio de la disponibilidad de la chica en cuestión. No era raro ver celebraciones que comenzaban con la Primera Floración y culminaban en matrimonio. Se dice que sangre menstrual no coagula, pero yo he visto en la Pinacoteca a una chica que dejó de sangrar cuando se sentó, desnuda, dentro de una de las barcas sagradas, y clavó una flecha en la madera, muy cerca de su mons veneris. Esta acción detuvo la sangre. Aunque era de día y había mucha luz, la mujer que hacía la ronda alzó su linterna y torció la cara de modo soez. Dame esa sangre, dijo. Soñar con sapos augura descendencia femenina. Si eres un hombre y quieres protegerte de la brujería, come carne de sapos atrapados en los bebederos del campo, en especial donde pasten caballos de alguna persona notable. Ingerir sapos en luna llena te inmuniza, por todo un año, contra los espíritus hambrientos, las magalachas de los bosques, los peces ciguatos y las mordeduras de ciertos tipos de dragón. Pero no uses, para tu Caduceo de Poder, fundas hechas con piel de sapo. Aunque ajustan muy bien cuando están húmedas, pueden inducirte a la lascivia luego de hinchar de modo muy molesto tu Caduceo de Poder. Tendrás siempre ganas y morirás con una sed extraña. Durante la plaga florentina de 1348, y tras los sólidos portones de un palazzo, ciertos hombres y mujeres de la nobleza iban contando, muy entretenidos, las historias que luego integrarían El Decamerón, de Bocaccio. Son historias de risa y de placer, y nadie molestó a esos hombres y mujeres hasta que, una noche, siglos más tarde, se presentó en el palazzo la Muerte Roja, con su Máscara, y dijo: Yo soy Su Majestad Edgar Allan Poe y acabo de firmar vuestras sentencias de muerte. El objeto más notorio de Hans Bellmer fue la muñeca hecha de madera, metal o papier mâché. Una muñeca que podías reducir y contorsionar de acuerdo con fantasías eróticas levemente sádicas, basadas en permutaciones sexuales y en dibujos de chicas que se dejaban fotografiar a cambio de un par de barras de chocolate y varios boletos de tranvía. Qué situación más siniestra, dijo ella. Mi bastón, meciéndose, la hipnotizaba levemente. Recuerdo muy bien que nos quedamos quietos, alimentando el fuego, añadí. Las centollas temen al fuego, aseguró antes de cerrar su libreta de notas. Respiró con energía, como para alejar de sí algún tipo de sopor. Deberían arreglar el sistema de ventilación de este lugar, dije. Tengo que marcharme, se excusó. El asunto de las centollas me interesa mucho, susurré. Henrica Shuria tenía el crédito de tener un largo clítoris. Auteio de Amida y Paulo Egineta, médicos bizantinos del siglo sexto, atribuían este rasgo anatómico a las mujeres egipcias. Esta incorrecta generalización ha dado paso a algunos malentendidos. La ley autoriza a las vendedoras hacer topless en Liverpool, Inglaterra, pero solamente en negocios de peces tropicales. Las mujeres del Vietcong guardaban hojas de afeitar en las vaginas. Se puede matar a un vampiro poniéndolo entre dos espejos. Se alejó, taconeando con cuidado en las baldosas rojas, y desapareció por una de las entradas (o salidas), en dirección a otro recinto. Fue en ese instante cuando decidí perseguirla discretamente, haciéndome el encontradizo y sin olvidarme de las centollas de los Mares del Sur. El llamado papiro erótico de Turín muestra una serie de encuentros sexuales —Nk— entre jovencitas y guerreros de penes suntuosos. A estas escenas se les suele llamar trabajos de burdel. En el papiro hay once cópulas acrobáticas, cuatro de ellas en posición animálica. Se cree que el autor quiso satirizar lo que veía, pero la verdad es que no hay pruebas de semejante propósito. Para que una bruja pueda volar grandes distancias velozmente, tiene primero que conseguir aceite primordial, que se obtiene de la hervidura de tres niños cuyos nombres empiecen con A. Esta sustancia se solidifica en un tarro de cristal ahumado al que se le agregan unos granos de precipitado verde, para colorear dicha sustancia. Tras dejarla reposar por 7 días bajo tierra infame, la bruja se untará con ella las partes velludas del cuerpo, y enseguida sentirá ligereza de miembros y que, al respirar, se eleva por el aire poco a poco. Dice Samael Aun Weor que lo primero que necesita el médico gnóstico es conocer la causa de la epilepsia, pues esta enfermedad tiene diferentes orígenes. En las mujeres, por ejemplo, a veces los ataques se producen como consecuencia de parásitos intestinales. En otras ocasiones, se trata de perturbaciones del sistema nervioso, y, no pocas veces, del resfrío de los ovarios, después de muchos meses de falta de cohabitación. Por algún motivo que escapa a la común comprensión, ahora los parques de diversiones tienen otro peligro, además de las serpientes venenosas y los cables de alta tensión sueltos: Proud Mary. Ella es una mujer entre 17 y 20 años que ha sido aparentemente maltratada y/o violada y cuyo cuerpo yace en la periferia del parque. Si ves a Proud Mary, por muy infeliz que parezca no te acerques a ella. No bien lo haces, Proud Mary abre los ojos, te mira con dulzura, te pide que la ayudes y, en fin de cuentas, terminas enredado en una dudosa invitación tras la cual perderás el alma sin remedio. En una plaza de la zona central de Dunedin, Nueva Zelanda, hay una estatua del poeta escocés Robert Burns que le da la espalda a la iglesia anglicana de San Pablo mientras mira (dicen que con codicia) hacia el distrito comercial. Enamorado en 1785 de Jean Armour, el poeta pretendió casarse. Pero no obtuvo más que negativas por parte del padre de ella, y así concibió su huida a Jamaica. Una vez allí, Jean parió gemelos y Burns empezó a preparar la edición aumentada de sus Songs and Ballads, que apareció en 1789. Pero visitaba con harta frecuencia y grandes gastos de dinero los prostíbulos de Montego Bay, y se prendó de Alice Mencken (bisabuela de H. L. Mencken, fundador de la revista literaria American Mercury), con quien se amancebó tras asentarse en Spanish Town. Poco tiempo después Burns descubrió que Alice practicaba la brujería, pero aun así llegó a aficionarse a la fuma de polvo de huesos de ahorcados. Alice era visitada por antiguos clientes y Burns solía participar en esos encuentros. En 1795 fueron apresados por las autoridades locales y en 1796 ajusticiados, en una breve ceremonia privada, por el método del garrote vil. El penis captivus o vaginismus es, en la literatura médica, esa trabazón tragicómica que se produce durante el intercambio sexual. Los científicos consideran que es un fenómeno raro. Entre ellos, una minoría anónima, adscrita a un credo más o menos hermético en relación con el sexo, consiente en afirmar que el paso por esa experiencia podría ser un don, o un signo de la Gracia. Disimulé el ruido de mis pasos por los salones de baldosas rojas, mientras pensaba en el horror de las centollas. Caminé despacio, convencido (sin pruebas) de que la estudiante aparecería de un momento a otro frente a mí, escribiendo incesantemente en su libreta. Pero al entrar en una estrecha sala donde se exhibían miniaturas chinas (viejos y obscenos prendedores de marfil), una mujer alta, de tez muy blanca, se interpuso en mi camino con una resolución en la que no faltaba cierta dulzura. Y así, en medio de una gran sorpresa, conocí a lady Murasaki, mi principal oponente. Cerca de Russell Square, en Londres, hay una tienda donde dos chicas venden peces exóticos traídos hasta allí desde el Archipiélago Malayo y el norte del Japón, por proveedores portugueses a quienes nadie ha visto. Pero el caso es que en dicha tienda puedes adquirir, a buen precio, un pez dragón negro, o una medusa dorada, mientras las chicas hacen topless y te invitan a calibrar la vitalidad de los peces. En su Historia Universal bajo la República Romana, Polibio, relator con tiquismiquis, dice: Las costumbres e instituciones de Lacedemonia permitían a tres o cuatro hombres, y aun a más cuando eran hermanos, tener una sola mujer, cuyos hijos les pertenecían en común, de igual modo que es frecuente y bien mirado en este pueblo que un hombre cuando tiene número suficiente de hijos ceda su mujer a alguno de sus amigos. He aquí por qué los locrenses, que no se habían comprometido como los lacedemonios con imprecaciones y juramentos a no volver a sus casas sin tomar antes a Messena a viva fuerza, no esperaron a regresar en masa, sino por pequeños y raros destacamentos, dando tiempo a los hombres para tener comercio carnal con esclavas y mujeres casadas, cosa que hicieron especialmente las solteras, y que fue causa de la emigración. Los hombres que se masturban en exceso engendran succubi y las mujeres engendran incubi. Estas larvas incitan a sus progenitores a repetir incesantemente el acto que les dio vida. Tienen el mismo color del aire y por eso no se ven a simple vista. Remedio eficaz para librarse de ellas es llevar flor de azufre entre los zapatos. Los vapores del azufre las desintegran. Entre los yanomamos, que no pasan de 15000, es costumbre que dos hombres cultiven la camaradería por medio del intercambio de materias alucinógenas. Ambos yacen en una misma hamaca, respiran polvos de ebene (que es una especie de enredadera), se imaginan que son chamanes y hasta dialogan con demonios locales de quienes escuchan consejos sobre sexo y mujeres. Los primeros yanomamos surgieron de la sangre de la Luna, pero esto no les impide hoy abominar de la sangre menstrual. Al comprender que el período menstrual es algo que acompaña a las mujeres por buena cantidad de años, prefieren empezar los matrimonios con niñas en edad muy temprana. Así, es posible ver a varones yanomamos adultos en compañía de hembras de 9 o 10 años. Un íncubo tiene el pene tan frío como el hielo, y, sin embargo, en ellos el órgano es eréctil y adquiere mucha dureza. Cuando una mujer cohabita con un íncubo, toma el poder de desatar granizadas. Sin embargo, no todas las brujas poseen ese extraño don. Sólo las que practican la fellatio con íncubos e ingieren la materia helada que brota como resultado de semejantes placeres. Hay que agregar que esa materia no es exactamente sólida y que, salvo en lo tocante a la temperatura, es idéntica al semen. Y, finalmente, ¿por qué hay tantos prepucios de Jesús? La monografía escrita por el exdominico A. V. Müller, titulada El sagrado prepucio de Cristo, anota, al menos, doce lugares que se vanaglorian de poseer el auténtico prepucio divino, caso de que se demuestre que fue efectivamente circuncidado: en Charroux (junto a Poitiers), Amberes, París, Brujas, Bolonia, Besançon, Nancy, Metz, Le Puy, Conques, Hildesheim, Cálcala, y probablemente algunos otros. La reliquia llegó a Roma de la mano de Carlomagno, quien dijo que un ángel se la había facilitado. Los llamados Textos Herméticos fueron escritos por el nieto de Adán (que también construyó dos pirámides en Egipto), o por un mago tebano que vivió tres generaciones después de Moisés, o por un sacerdote babilónico que instruyó durante algún tiempo a Pitágoras. Si una bruja confesaba todo y no se retractaba, antes de ser quemada se le concedía la gracia de la estrangulación. De acuerdo con algunas tradiciones judías, los primeros 40 días de la concepción, durante el embarazo, son considerados jornadas acuosas, y el feto no alcanza a tener aún el status ontológico de persona. Mumia es el nombre que recibe una sustancia con grandes poderes curativos. Ha sido fabricada en Egipto desde principios de nuestra era, mediante la pulverización de momias reales. El resultado se mezcla con arcilla blanca y miel y, en pequeñas porciones, se les da a los enfermos de melancolía, a los débiles de sangre, a los impotentes y a los que sufren de pesadillas. Un ejemplo de crueldad criptosexual: A finales del siglo XIX, las santas mujeres de un convento búlgaro habían retenido a un joven durante cuatro semanas y le habían hecho fornicar hasta casi matarlo. A causa de la debilidad ya no pudo reanudar el viaje. Se quedó allí convaleciente y, al final, las monjas, temiendo un escándalo, lo despedazaron y lo hundieron, trozo a trozo, en una fuente. Una parte de esta historia fue usada por Pasolini en su versión de El Decamerón. Lady Murasaki usaba un kimono azul oscuro fileteado en oro, y sus cabellos estaban firmemente anudados en un moño simple. La joven a quien usted persigue es mi sobrina, advirtió con suave abandono. Me clavó la vista un par de segundos. Después acarició una de las miniaturas. El túnel de luz, tópico frecuente en las experiencias próximas a la muerte (NDE, Near Death Experiences), no es más que el resultado de un “remolino” surgido en el plexo del cerebro encargado de la visión. La “carga” de energía –o como quiera que eso se llame– incrementa su descenso y el cerebro “busca” suplementos en forma de imágenes para responder preguntas básicas referidas a la existencia del yo: el quién, el cómo, el dónde y el cuándo. Yossele es el golem más famoso de todos. Esta criatura fue concebida y creada por Judah Loew Ben Bezalel (1525-1609) para ayudar y proteger a los judíos de Praga del libelo de que la sangre de un niño cristiano había sido utilizada en la ceremonia de Pascua. Se registran varias historias sobre cómo Yossele salvó a muchos judíos de las represalias y el odio antisemita. Y una vez que el golem hubo cumplido su propósito, el rabí lo encerró en el ático de la Sinagoga de Praga, donde se cree que ha descansado hasta el día de hoy. La Sinagoga sobrevivió a la destrucción de los sitios de culto dirigida por los nazis en los años treinta y principios de los cuarenta, y se dice que la Gestapo nunca logró entrar (o nunca se le ocurrió hacerlo) al ático donde Yossele descansaba. Una estatua del golem todavía puede verse en la entrada del barrio judío de la ciudad. Aquella era una ciudad bastante puta. Poseída consecutivamente por peninsulares apestosos, isleños de Albión, liberales de New England y, al final, por Su Majestad El Supremo del Nuevo Mundo, no cabía duda de que era una ciudad bastante puta. Lilith es una bella entidad demoníaca de la que suele afirmarse que fue la primera esposa de Adán, o –según otra leyenda– una esposa de fantasía forjada por su imaginación para aliviar la soledad y la tristeza antes de la llegada de Eva. En 1982, el parapsicólogo Stephen Kaplan, director del Centro de Investigación sobre Vampiros de Elmhurst, New York, descubrió que en los Estados Unidos existía una especie de sub-cultura vampírica que perduraba dentro de la población. De acuerdo con los estimados de Kaplan, hay 21 vampiros reales que viven en ese país y en Canadá. Luego de lograr comunicarse con algunas de estas criaturas, dos de ellas declararon que tenían 300 años de edad o más. En términos demográficos, Kaplan registra a estos vampiros en Massachusetts (donde hay 3), Arizona, California y New Jersey (donde hay 6 en total). Los restantes 12 se han diseminado a través de otros estados y provincias de la Unión. Y todo eso ocurría desde el Renacimiento italiano, cuando se podía contar con falos artificiales de los que pendían escrotos llenos de leche tibia de vaca mezclada con avena, anís y papilla de arroz, con los que, una vez introducidos en la vagina, se podía disfrutar de una eyaculación, simulada en el momento decisivo. En cierta ocasión, Catalina de Médicis encontró no menos de cuatro de estos arricies de voyage –llamados también bienfaiteurs– en el baúl de una de sus damas de compañía. Y luego el hombre aplicará impulsos veloces que penetren profundamente, mientras la mujer se acomodará a sus impulsos e imitará su ritmo. Con el Peñasco Vigoroso arremeterá contra la Cavidad en Forma de Grano de Trigo, y penetrará hasta su parte más recóndita. Allí, moviendo un poco su miembro en círculo, pasará progresivamente a impulsos breves. Cuando la mujer, con la vagina repleta de humor, llegue al clímax del orgasmo, el hombre retirará su miembro, pero nunca cuando empiece a ablandarse. Lo sacará mientras esté todavía rígido. Porque, en efecto, es dañino para el hombre retirarlo fláccido, y por eso tendrá cuidado de no hacer tal cosa jamás. La virtud del diablo está en su pubis. Entonces el varón hará que la mujer agarre con la mano izquierda su Tallo de Jade, mientras él con la derecha le frota la Puerta de Jade. De esta manera se activará su propia fuerza Yin y levantará su Tallo de Jade otra vez, que se quedará rígido y erguido hacia lo alto, como la cumbre solitaria de un monte. La mujer, por su parte, percibirá su fuerza Yang y la Grieta de Cinabrio se humedecerá por el flujo abundante de humor, como un manantial de aguas que brota de un hondo valle. Esta es la reacción espontánea del Yin y del Yang, que no se puede lograr nunca con medios artificiales. Al llegar a esta fase la pareja está en condición apropiada para unirse, empezando por El Beso del Pulpo, que así se llama a esta técnica desde que Hokusai pintara El sueño de la mujer del pescador. La paciencia es un don extraño, dijo. Entrecerré los ojos para enfocar mejor la boca de Lady Murasaki. La miniatura giraba en su mano lentamente. Soy algo intranquilo, lo reconozco, dije. Me miró. Quien hizo estas obras conocía la perfección y su vínculo con la paciencia, dijo. Olía a un perfume sencillo, o más bien a la huella de un perfume… Me refiero a una huella que estaba como a punto de extinguirse, pero que se aferraba aún a su cuerpo. Se lo dije. Quiso sonreír. Puso la miniatura en su lugar. Hoy día es difícil ser paciente, y sin embargo la paciencia es la virtud que mejor se opone a los desastres, opinó. Su sobrina toma nota de todo, dije. Conducta inteligente, susurró. ¿A usted también la atraen las centollas?, pregunté. Volví a sentir el roce de su perfume. ¿Centollas?, dudó. Juntó las manos, bajó la cabeza y después la alzó con resolución. Las fotos de París. En un cuchitril de la calle Dragones vive un chino muy viejo. A la vejez se le ha ocurrido encoger y encoger al chino, consumiéndole los huesos, y hoy puede vérsele sentado en un taburete de piel mientras observa la vida confusa que se dibuja en la puertecita del cuchitril. El chino tiene 114 años y fue testigo de la boda de Carlos Enríquez con Eva Frejaville. Lo bueno del chino es que trabajaba en el huerto que el pintor tenía en El Hurón Azul, y llegó a conocer bien la vida de aquel lugar. Lo malo es que guarda, en algún recoveco del cuchitril, un montón de lienzos de Enríquez que nadie ha visto. Las fotos de París… En realidad, el goce era a veces recíproco. Y es que la flagelación pasiva, en especial entre los jóvenes, provoca la erección del pene o el clítoris y, a veces, en pleno azote de nalgas, la eyaculación, como ya sabía el Talmud. Aplicarse ortigas, como era corriente entre los penitentes cristianos –muchos conventos las plantaban y cultivaban con esa finalidad–, fue, desde la Antigüedad, un recurso afrodisíaco. Asimismo, las mujeres francesas se masturbaron durante mucho tiempo con ortigas y, todavía en el siglo XVIII, los burdeles dedicados a la flagelación siempre estaban provistos de matas recién cortadas que se usaban en las prácticas sadomasoquistas. Dos tercios de la medida del pie. Algunos heréticos, como Hector Saville en 1678, denunciaron al té como bebida impura. Jonás Hanway, en su Ensayo sobre el Té (1756), afirmaba que su uso hacía perder a los hombres su estatura y su amabilidad, y a las mujeres su belleza. Pero esto es incierto porque, después de beber té durante buena parte de la mañana, has vertido, mientras me bañabas, una taza entera encima de mi erección, y lo has hecho lentamente, con gentileza, y ha sido irresistible… Dos tercios de la medida del pie. Si quieres hacemos la prueba…
Alberto G. La Habana • 60
Tokio era una fiesta
En todas las notas biográficas sobre Yasunari Kawabata se mencionan indefectiblemente dos episodios de su vida: su suicidio en 1972 y su período literario de juventud, cuando él y otros escritores de su generación se propusieron renovar la literatura japonesa incorporando la influencia de las vanguardias occidentales que redefinieron para el mundo entero la idea de arte durante las primeras décadas del siglo XX. La intriga es especialmente pertinente ante la evolución posterior de la obra de Kawabata, que condensa como ninguna otra la esencia más atemporal de la civilización japonesa. ¿Hubo alguna vez un Kawabata moderno, vanguardista, cultor de lo efímero, provocador? La respuesta está en La pandilla de Asakusa, un folletín publicado entre 1929 y 1930 en el diario de mayor tirada de Tokio (el Asahi Shinbun), del que el propio Kawabata luego renegó (al punto de asegurar que el texto le daba náuseas) aunque nunca se decidió a eliminarlo de sus obras completas. La veneración instantánea que despierta la lectura de cualquiera de las novelas de Kawabata tiene su lado riesgoso: genera un afán tóxico por ser kawabatiano. Rechazar La pandilla de Asakusa por devoción al maestro obligaría a considerar El maestro de go su mejor libro (como sostenía él), o privarse de leer Lo bello y lo triste (que se publicó póstumamente) porque él se proponía quemarlo antes de morir. Personalmente, prefiero ser un heterodoxo, en cualquier culto que sea. Prefiero conocer también la risa de los autores que venero. Y es evidente que Kawabata se divirtió como un enano cuando escribía La pandilla de Asakusa. Uno lee: “Paro un rickshaw, me zambullo en él y grito: ¡Siga a esas bicicletas!” (o bien: “No soy de las que besan. Demasiada complicación”), y no puede dejar de imaginar la risita entre dientes del joven Kawabata cuando tipeaba esas palabras o las leía al día siguiente en las páginas vespertinas del Asahi Shinbun, donde se publicaba como folletín, tres veces a la semana, en el sector inferior de la tapa. Lo más genial del caso es que, cuando Kawabata leía ese diario la tarde siguiente, lo hacía en el mismísimo lugar de los acontecimientos que narraba en su folletín: en cualquiera de los cafés que crecían “como el bambú después de la lluvia” en el Sexto Distrito de Tokio, más conocido como Asakusa. Asakusa era la letrina de Tokio, para los bienpensantes japoneses de la época. En Asakusa convivían los marginales tradicionales que hacían nido en los alrededores de cada gran templo nipón y la “nueva promiscuidad” que generaba el culto a lo occidental en una urbe como Tokio. Detrás del templo Kanon, cuyos jardines daban al río Sumida, los callejones de Asakusa hervían de varietés y vendedores de pájaros, cinematógrafos y fabricantes de kimonos, viejos calígrafos e informantes de la policía, geishas impolutas y mendigas prostitutas. Asakusa ofrecía toda la gama concebible de diversiones y perversiones a la japonesa y a imitación occidental. El joven Kawabata pisó por primera vez el legendario Sexto Distrito de la ciudad cuando estaba en la escuela secundaria, antes de ingresar en la Universidad Imperial de Tokio. En uno de los mil cafés de Asakusa vio a Junichiro Tanizaki (que era trece años mayor que él y ya disfrutaba de fama como escritor) rodeado de chicas hermosas y decidió lo que quería en la vida. Cuando el terremoto de 1923 destruyó buena parte de Tokio, Kawabata ya llevaba un año viviendo en Asakusa. En el momento mismo en que cesaron los temblores, él y su compadre de entonces, Ryonosuke Akutagawa, salieron a recorrer las ruinas, cada uno con su mochila y su cantimplora. Durante semanas contemplaron desde las calles mismas cómo se levantaba Asakusa de las ruinas y volvía a ser lo que había sido hasta que se rajó la tierra y cayó fuego del cielo. En semanas nomás, Asakusa volvió a ser frenéticamente la misma. A diferencia de los mundanos Tanizaki, Nagai Kafu y el propio Akutagawa, Kawabata aseguró que nunca hablaba ni se relacionaba con nadie en Asakusa: se limitaba a absorber como una esponja lo que captaban sus cinco sentidos. Así es el narrador de La pandilla de Asakusa, ese que en las primeras líneas de su relato nos dice: “Supongamos ahora que son más de las tres de la mañana e incluso los vagabundos están dormidos y yo estoy aquí, caminando con Yumiko por cierto callejón de Asakusa. Aunque decir cierto callejón suena a comienzo de una novela realmente pasada de moda, y los miembros de la Pandilla Escarlata no cometen esa clase de crímenes”. Yumiko, valga aclarar, es la líder de la Pandilla Escarlata, un grupo de adolecentes que se dedica a diversas actividades non sanctas en las calles de Asakusa, desde el rubro placer al rubro venganza (incluyendo la ínfima y abismal distancia que va de uno al otro). Yumiko y su troupe preparan de la misma manera sus espectáculos artísticos y sus golpes callejeros, con pelucas y disfraces y un guión que acepta siempre la improvisación, sea espontánea u obligada por las circunstancias. Yumiko y su troupe son beatniks y situacionistas y punk y comedia muda a la vez: son avantgardistas sin la menor conciencia de serlo, tal como el propio Kawabata jamás imaginó que a este libro le endilgaran la culpa de ser precursor de ese miasmachicle que los sociólogos y semióticos de hoy llaman “cultura urbana pop japonesa”. Los primeros 37 capítulos de La pandilla de Asakusa aparecieron entre diciembre de 1929 y marzo de 1930 en el diario Asahi Shinbun. Los restantes 24 se fueron publicando entre septiembre y diciembre de 1930, pero ya no en el popular vespertino sino en las revistas de izquierda no marxista Kaizo y Shinchó. En el medio, el grupo femenino Casino Follies escenificó una versión del folletín y se convirtió en una de las atracciones de Asakusa (al punto que los espectadores creían que las chicas en el escenario eran los personajes de carne y hueso cuyas aventuras había contado Kawabata). Además se rodó entre gallos y medianoche un largometraje que se proyectaba a sala llena en los cines del Sexto Distrito. Ambas versiones especulaban con el hecho de que Kawabata había dejado sin contar el desenlace de los hechos: así atraían a los curiosos, que en Asakusa eran multitud. ¿Qué pasaría con Yumiko, y Haruko, y Oharu, y Ochiyo, y los demás miembros de la Pandilla Escarlata? Como sucedió con País de nieve (que también se publicó en forma de folletín, unos años después), Kawabata retomó el folletín para cerrarlo a su manera trunca. Según él, la abandonó. Pero la última frase del último capítulo de La pandilla de Asakusa es tan elocuente que uno siente que no queda mucho más que decir. Por supuesto, uno seguiría escuchando hasta el fin de los tiempos nuevas andanzas de Yumiko y los suyos –quienes en las últimas entregas agradecen al propio Kawabata haberlos hecho famosos, aunque sea por cinco minutos, y se quejan de que en la versión fílmica Yumiko muera, cuando en el folletín la habíamos visto por última vez con cinco píldoras de arsénico en la boca, disponiéndose a besar a su archienemigo y gran amor. Pero ese final (del que nada se dirá aquí salvo que se preste especial atención a la descripción del tosco kimono que viste Yumiko) es más que expresivo. No sólo explica el viraje que dio el relato al volver a publicarse por entregas, sino que ilustra también las razones por las cuales Kawabata decidió publicarlo en dos revistas como Kaizo y Shinchó y por qué cerró la última entrega con ese dato tan al pasar y tan elocuente a su vez sobre el kimono (y el destino) de Yumiko. Es decir, sobre lo que haría Asakusa (y la sociedad japonesa) con esa juventud en estado salvajemente puro. Recapitulemos: el joven Kawabata imaginó su futuro cuando vio en un café de Asakusa a Tanizaki rodeado de admiradoras. En esos años, Tanizaki solía citar la novela La catedral, del español Blasco Ibáñez, donde se usaba el gran templo de Toledo como eje para contar las vidas de quienes vivían en torno de él. Tanizaki sostenía que alguien debería hacer lo mismo con el templo Kanon de Asakusa, y de hecho él mismo aseguró durante años estar escribiendo una novela sobre el Sexto Distrito, llamada La sirena, que nunca publicó. Sabemos que Kawabata leyó en esos años La montaña mágica de Thomas Mann y las primeras novelas de Colette y al menos partes del Ulises de Joyce (que aparecieron traducidas en revistas japonesas), pero el fermento occidental que más lo influyó en la escritura de La pandilla de Asakusa fueron sin duda las películas que veía en los cines del Sexto Distrito, las publicidades radiales y gráficas que ensordecían a la ciudad, los modismos y costumbres que los compatriotas de su edad adoptaban como propios por las calles de Asakusa luego de ver esas películas, consumir esas publicidades o volver del extranjero. A lo largo de aquel año 30 en el cual se fue publicando el folletín, el crack económico mundial hizo mella en Japón, alimentó el fuego nacionalista y anunció el ocaso del decadentismo cosmopolita. En los años siguientes, los artistas y bohemios se alinearían con el militarismo que desembocó en la invasión de Manchuria y la alianza con Hitler, o terminarían en la cárcel, o se refugiarían en la atemporal tradición japonesa. Ese fue el caso de Kawabata: luego de imprimirles un tono crepuscular, casi póstumo, a las últimas entregas de La pandilla de Asakusa (mucho más afín a las revistas de izquierda, que sabían que deberían cerrar en cualquier momento, que al vespertino más vendido de Tokio, convenientemente orientado a los nuevos vientos ideológicos que soplaban en la isla), Kawabata dejó la capital de Japón, como ya habían hecho Tanizaki y Akutagawa (uno para aislarse en las afueras de Kyoto y el otro para partir al otro mundo con una sobredosis de somníferos) y comenzó a convertirse en el que todos conocemos: el autor de País de nieve, El maestro de go, El sonido de la montaña, el preservador por excelencia del espíritu milenario de su país a través de la palabra, el sabio y distante maestro de Mishima, el primer premio Nobel japonés. A partir de dicho viraje, sería cada vez más difícil vislumbrar en los libros de Kawabata esa picardía que tan francamente exhibe en casi todas las fotos que de él se conocen. A cambio nos dio mucho, es cierto –incluso después de muerto. Pero La pandilla de Asakusa nos recuerda que hubo un tiempo en que Yasunari Kawabata se divirtió como un enano provocando y escandalizando a los bienpensantes de su época con las aventuras y desventuras de un grupo de descarados, inolvidables adolescentes autobautizados La Pandilla Escarlata de Asakusa. Hubo, efectivamente, una vez en que Kawabata fue joven y alegremente atolondrado y cultor de lo efímero, y la bohemia y la marginalia del Japón bailó al son de la cacofónica, acelerada música que él hacía sonar desde su folletín en el Asahi Shinbun, tal como en pleno furor de los años 20 en Norteamérica un jovencito llamado Francis Scott Fitzgerald escribió en las páginas del Saturday Evening Post: “Yo pongo la música; ustedes bailen”.
Juan Forn. Buenos Aires•59
E-vangelio cubano del 21
I. Narrar la muerte de Fidel. Aunque sea muy tarde, aunque se haya perdido la novedad. Narrar ese desfasaje, ese anacronismo, esa torpeza taimada de la literatura nacional: corpus texti poco dado al magnicidio como solución dramática, que elude las representaciones míticas o realistas de la figura de Fidel, vivo o muerto o inmortal (el Código Penal cubano es mucho más creativo al respecto). No habrá siglo XXI de adultos sin narrar antes esta patata política (el siglo XX de niños ya lo conocimos: se llamó "literatura de la revolución"). Narrar este deceso es un tour de fórceps, un ejercicio de seso para iniciarnos en los ritos y retos de la escritura: el oficio más contrarrevolucionario del mundo. II. La pinga. Narrar honestamente la pinga, su belleza y su libertad. También los usos represivos de donde mana todo su horror. Narrar cómo los culos cubanos han competido deslealmente por la clemencia de una pinga bajo ese sol inclemente del mundillo moral. Narrar cómo se la han escamoteado por turnos, desde la escuela hasta el seminario, para ganancia de suicidas y orates (no sobran tantos ejemplos como los que faltan aún). Narrar por qué nadie en los siglos anteriores al XXI supo narrar esto con honestidad, en toda su subversiva belleza y su furibunda libertad. En todo su hipócrita horror. III. La invasión norteamericana o el timo que nunca fue. Narrar la mediocridad sucesiva de dos ocupaciones militares que, en términos de civilitud, pudieron rendir mucho más. Narrar el rentabilísimo entusiasmo nacional que acarrearon en tanto ocupación Made in USA. Narrar la rentabilísima frustración nacional que aún acarrean en tanto amenaza de ocupación Made in USA. Narrar la idea de la anexión como el equilibrio entre una cámara de gas letal y un balón de oxígeno. Nuestro siglo XXI comenzará con la puertorriquización de la República de las Letras Cubanas, hasta ahora siempre varada en insularismos integristas, diásporas disidentes, y otras cacharrosas cursilerías. IV. Narrar América. La América de verdad, el continente glamoroso y capitalesquizo: un oasis imaginario llamado North Park. Narrar su geografía de derechas como fuente de derechos y desarrollo autorial. Narrar su descubrimiento de lo lejos que puede llevarnos el demoníacodemocrático acto de narrar. Narrar por qué no ha habido literatura más anti-americana que la literatura Hecha en Casa. Narrar cómo en el siglo XX Cuba no quiso enterarse de la América élite. Narrar cómo quiso enterrar a la América de verdad por la bobería mágico-guerrillera de una izquierda aún con cuerda. Nuestro siglo XXI será un corte reaccionario al respecto o será sólo otra mordaza secular iletrada. V. La mierda. Narrar la mierda mierderamente. Narrar el metamojón flotante en la charca caribe con todas sus hediondeces estéticas, tan estáticas. Narrar sin kitsch. Sin complejo de culpa. Sin compromisos ni comentarios. Sin seguridad (del Estado o de Dios). Sin quijotismo ni quórum. Sin columnas ni refleXXIones. Sin halar la cadenita del water-closet. Narrar sin narrar las inodoras heces del siglo XX: comemierdurías idiotópicas y demás solidaridades obligatorias. Narrar mierderamente la mierda como tarea de choque para inaugurar el panteón pétreo-pútreo-patrio de nuestro XXI. VI. Dios. Narrar el beri-beri de Dios que osteoporiza cualquier noción religiosa en esta nación. Narrar nuestra fatua fosilización de la fe. Narrar la pacatería del cuerpo y la ignorancia del cadáver que incuba: en Cuba nadie sabe narrar la muerte, sólo su odiosa ejemplaridad para martirizar al que no murió. Narrar los iconos desacralizados por la ideología y los quinqueniatos macro-económicos que burocratizaron al Verbo. Narrar la complicidad campechana entre el Departamento de Asuntos Religiosos y un clero escleróticamente alegre, profano practicante de la gaya ciencia. Narrar el clown cubano de Dios, en medio de los grandes relatos enfermizamente esperanzadores. Narrar las mutaciones cariotípicas de nuestro altar sincrético, pura aberración genética-popular. Narrar el Down cubano de Dios. VII. Narrar nuestra cromosómica imposibilidad de pensar, de estructurar algún discurso privado. Un siglo XXI sería narrar esa incapacidad de narrarnos a nosotros mismos: más allá de la estadística pública, aburrida al punto de lo criminal, y más acá de esa maniíta de las instituciones de pensarlo todo primero. Narrar las grietas por donde presumidamente podríamos empezar a pensar (este párrafo, por ejemplo: penetrabilidad de la p). VIII. Narrar la madre cubana. Narrar su despotismo mimético de la maquinita paternal del Estado. Narrar su papel clave en la infantilización de la ciudadanía y el abatimiento volitivo de cada generación. Narrar su célibe sumisión ante el machito cubano, su atareada mediocridad no tan doméstica como domesticada. Narrar el energúmeno arte de concebir postales de flores para que circulen cada domingo de mayo. Narrar los recalcitrantes cánceres que se apropian de tetas y ovarios maternos cuando ya es demasiado tarde para la cirugía, la quimioterapia, los anticuerpos monoclonales Made in Cuba, el noni o la radiación. Narrar la intolerable poesía en octosílabos mongos que inspira cualquier madre cubana al morir. Y narrar el descomunal Edipo grecocubano de sus hijitos, verdadero ejército de pendejudos nostálgicos que pasan de la madre a la mujer a la hijita como un batón de atletismo: crueles masturbadores entre la misoginia y lo maricón. Sin una narración desmadrada de la madre cubana, nuestro siglo XXI será tan decimonónico como el XX que aún no se va. IX. Narrar la utopía. En el siglo XXI habrá que seguir dándole cranque al relato lato de la utopía. La utopía como carnada, trampita demoledora de carne. La utopía como bluff, como pompa fúnebre de jabón, como rebuzno o siniestra coz (acaso una hoz). La utopía en tanto motor de arranque y de arrancar cabezas, gen promiscuo o virus ideocefálico de alta infectividad. Y efectividad. La utopía como vertedero abandonado excepto por sus guardianes y presos. La utopía en tanto paraíso de reconcentración, laboratorio clínico de la esputopía. Un siglo XXI sin este tópico típico, será automáticamente su víctima más naif
X. Narrar el amor cubano. Es un decir. XI. Narrar lo que Cuba Socialipsista le ha hecho al concepto mismo de televisión. Hasta dónde lo ha colimado. Y limado. Narrar lo más espectacular de este fenómeno de feria: ciertos gestos televisivos de los años cincuenta que, medio siglo después, aún se infiltran como tics espías en nuestra TV de los años cero (TVC), agrietando la homogeneidad luctuosa de su discurso pedagógidisciplinario y puericultural. Narrar menos textos de autor y más imágenes colectivas: el siglo XXI como guión amorfo sin editar. XII. narrar el fútbol como deporte nacional de emergencia. como alternativa beisboliana de las américas, todo en minúsculas. como derrota que ponga bien en bajo el nombre de cuba en las olimpiadas de seúl 2088 (o, aún más delicioso, en la hipocondríaca hipótesis de que nuestra patria clasifique para un copa mundial de la fifa). narrar la reacción de fidel, su visión apócrifa del fútbol como rezago empresarial del capitalismito cubano del siglo xx: como disidencia al popularismo del béisbol y como cancha demócrata-individualista del xxi. narrar el fútbol desde la etimología posliberal de sus sílabas: fút-bol (la pelota del fut-uro, el fút-il deporte que tal vez nadie en Cuba prot-agonizará). XIII. China. Narrar en China. Ninguna mueca radical de la escritura cubana será comprensible fuera de su murallita china connatural. Si nuestra literatura no funciona como garabato chinesco, entonces ya está más arcaica que los 1959 tomos de la discursografía política de este país. Narrar China como shortcut: la vía más corta del capitalismo de estado a un estado de capitalismo. Narrar China como esas Grandes Alamedas por donde pasará la Gran Marcha de los Gorriones Resucitados, todo en mayúsculas. Narrar ficciones cantónparanoicas y mandarín-histéricas para aterrar al literastazgo local: desde el siglo XX tan en aplausos y ovaciones sumido, tan inercial al punto de la anal-fabetosis. Narrar un set de preguntas de pasillo para que circulen como misterios de ministerio, en clave de complot confuciano entre coleguitas: "¿Existe la Literatura China?", por ejemplo, "¿Y un Siglo XXI Cubanesco?" XIV. Narrar los titulares de la prensa plana cubana, catálogo de vertiginosas violencias para vulgarizar al lector, simplificándolo a un código dicotómico de ceros y unos: todo o nada, blanco o negro, a favor o en contra, sí o no, etcétera o aretècte. Narrar cómo en algún resquicio de esas líneas al rojo vivo reside el verdadero arte de la narración. Narrar por qué sabe más de literatura un perito de periódico oficial cubano, que los mil y un estúpidos estetas que casi diluyen la pulpa veintiunochesca de nuestra próxima ficción. XV. Narrar el metro de La Habana. Ese túnel hacia ninguna parte, no tanto pozo ciego como puzzle sin solución. Narrarlo como un vaso comunicante o un poro de diálisis: ósmosis entre la nada histórica y el vacío existencial. Narrarlo como un puente entre diastemas irreconciliables. O como la protesita dental que se moldea en papel maché, sólo con fines de exhibición. Narrarlo en tanto subterfugio antes que subterráneo, metralla subversiva antes que metro suburbano. Y narrarlo con toda su parafernalia de situaciones anómalas y personajillos limítrofes: barbarie superpolítica que ningún Premio Nacional de Literatura tendrá nunca, en el siglo XXI cubano, ni la pinga ni el bollo suficientes para narrar. XVI. Narrar cubitas al margen. La Cuba de Raúl Castro, por ejemplo. O la Cuba de Hugo Chávez. O la de Eusebio Leal. O Lage. O Lazo. O la Cuba de Cartman o de Saddam Hussein. Un siglo XXI es narrar cubitas a pie de página, cubitas entrelíneas en pleno crepúsculo de la post-revolución: cubitas con el trademark de The Revolution Evening Post (TREP, trepanación trepidante de la tripa transnacional). Narrar todas esas crónicas cubitas ucrónicas que, en cada jirón de la historia, algún imbécil perdió. Narrar el debris cubano, lo que ya venía pero nunca se vino: tendencia a eyacubar fast-delivery medio siglo antes de nuestro tiempo. Narrar la abortada Boarding Cuba de Guillermo Rosales. Narrarla como un exodoncista en serie, sin anestesia ni amnesia. Sin muelas cordiales ni cordales. A pura encía, lengua, saliva y paladar. Y narrarla hemorrágicamente en un descoagulado hezpañol. XVII. La muerte. Narrar los inconcebibles vericuentos con los que el cubano escamotea su propia muerte. Narrar ese pánico pacato, que lo obliga a mentir endémicamente al respecto. Narrar la inmortalidad inverosímil que se inventa el Estado a falta de un Evangelio mejor. Narrar la vulgar fealdad funeraria de toda muerte cubana, incluidas la de mayor necrojerarquía. Narrar la sublimación con que se narran nuestras muertecitas de mierda, desde los aborígenes achicharrados hasta los decapitasílabos en modo imperativo del himno nacional. Narrar técnicas de resistencia para sobremorir a la cubapnea del siglo XX. Narrar la resurrección de la muerte cubana en el XXI. XVIII. Narrar el segundo cubano en el cosmos (en la penúltima década del XXI). Narrar cómo tendrá que ser, para equilibrio interno del macrorrelato, un cubano de raza blanca, nacido y criado en la capital, preferiblemente una mujer, casi seguro con el vestidito de miembro activo de nuestra incipiente sociedad civil (ese invento atávico de los militares). Narrar chistes sexuales arquetípicos de una cubana en el cosmos: lo que rompe por bruta y lo que descubre por puta. Narrar si esparció fango cubano en el espacio o las cenizas fósiles de alguna heroína de la feminisklatura oficial. Narrar una serie televisiva que narre todo este epos. Narrar los titulares de la prensa plana que durante meses narrarán cada detalle simbólico sin importancia sideral. Narrar un plebiscito finisecular (en la última década del XXI) sobre la pertinencia de narrar a un tercer cubano en el cosmos. XIX. Narrar la Seguridad (del Estado, se sobreentiende), único organelo vivo del rompecabezas social revolucubano. Narrar su motivación en medio de un clima no tan apático como apátrico. Narrar su capacidad de prestar atención en medio de la indolencia generalizada y lo críptico de esta época. Narrar cómo sus agentes narran microficciones cínicas, que luego se amplifican hasta crear el consenso crítico para la gobernabilidad de este país. Cómo son ellos los núcleos narrativos que tiñen de sobreentendido cada frase y cada gesto cubano, por más que parezcan ser de origen espontáneo o incluso contestatario. Narrar su clandestinaje como el grado cero de una escritura en libertad (estas refleXXIones también serían parte de esa freescritura). Narrar a la Seguridad del Estado en Cuba como el germen protosintáctico de nuestra sigloveintiúmnidad: flogisto que arde en todo pueblo como garantía inconsciente del día después, por más desdentado que ese día sea. XX. El bollo. Narrar los sensacionales bollos que se han bebido todo el veneno caricaturesco de la historieta venérea de este país. Narrar los bollos fundamentalistas que han cimentado (o sementado) los necios pilares de la nación. Narrar los reverendos bollazos que se masturbaron con una tea para atizar alguna tropita antes de cargar al machete. Narrar los bollos menopáusicos que igual menstruaron píamente contra el palito acribillado a plomazos del paredón. Narrar esos bollitos de hímenes heroicos, zurcidos a mano para que el siguiente cliente pagara por volverlo a partir. Narrar la bollocracia ideológica de una izquierda machorra y los electrodos con que republicanamente se les hurgaba allí dentro, hasta extraerles o extirparles el orgasmo de una confesión. Narrar la indetenible práctica del afeitado bollal como una de las bellas artes. Narrar el vis-a-vis de nuestro bollo-a-bollo como una adaptación biológica para no deshidratarse en la canícula falocéntrica local: estrategia lesbocactácea obligatoria bajo este clima. Y narrar la ignorancia e ignominia del cubano medio en términos de bolliscencia. Sin narrar estos biopics del bollo criollo, nunca gozaremos de una pingoscritura que desvirgue al siglo XXI literárido nacional. XXI. No narrar. En última instancia, narrar nuestro derecho innato a no narrar ningún siglo XXI cubano. A ejercer el verdadero arte de la norración, repitiendo como Sénecas provincianos o tal vez sanacos en web, mitad orates y mitad suicidas: "Narres lo que narres, te arrepentirás".
Orlando Luis Pardo Lazo. La Habana• 71
Diario de un mudo
”Cada escritor tiene la cara de su obra”, pensaba Julio Ramón Ribeyro, pero no es fácil dibujar la cara de Ribeyro: el pelo largo o corto o a medio crecer, la boca semiabierta, con o sin cigarro, con o sin bigotes, y un gesto serio o una leve sonrisa o una imprevista carcajada. Es como si hubiera elegido despistar a los curiosos con disfraces rudimentarios. La cara de Ribeyro es la cara de un estudiante de leyes que despreciaba la abogacía, la de un limeño que quería vivir en Madrid, y que en Madrid soñaba con París, y que en París extrañaba Madrid, y así, según las becas y las faldas, y sobre todo en busca de tiempo que perder escribiendo. La cara de Ribeyro es la cara de un solitario que amontonaba copas sucias y arrojaba las cenizas por el balcón. La cara de Ribeyro es la cara de un eterno convaleciente que nació en 1929 y murió en 1994, dos años después de comenzar la publicación de La tentación del fracaso, su asombroso diario escrito a lo largo de cuatro décadas. “Era, quizás, la persona más tímida que he conocido”, ha dicho Mario Vargas Llosa, el escritor menos tímido del Perú. Enrique Vila-Matas, en cambio, al conocer a Ribeyro enmudeció, y no de admiración, sino “a causa del pánico que mi timidez y la suya habían provocado en mí”. Ribeyro era un tímido que creía que todos –casi todos– los peruanos eran tímidos: “Tememos al ridículo de una manera enfermiza, nuestro gusto por la perfección nos conduce a la inactividad, nos fuerza a refugiarnos en la soledad y en la sátira”, dice en La tentación del fracaso. Mientras sus colegas escribían las grandes novelas sobre Latinoamérica, Ribeyro, el orillero del boom, daba forma a decenas de cuentos magistrales, que sin embargo no llenaban el gusto europeo. Y él lo sabía muy bien: “El Perú que yo presento no es el Perú que ellos imaginan o se representan: no hay indios o hay pocos, no ocurren cosas maravillosas o insólitas, el color local está ausente, falta lo barroco o el delirio verbal”, confiesa. ¿Qué le costaba embadurnar a sus personajes con las cremas del barroco? Mucho: Ribeyro quería escribir lo que quería leer. En una entrada de 1964 figura esta admirable definición de novela, que lo mismo serviría, sin embargo, para describir el proceso creativo de un cuento o de un poema: “Una novela no es como una flor que crece sino como un ciprés que se talla. Ella no debe adquirir su forma a partir de un núcleo, de una semilla, por adición o floración, sino a partir de un volumen herbóreo, por corte y sustracción”. El escritor que poda corre el riesgo de quedarse sin jardín, un riesgo necesario, en todo caso: Silvio en El Rosedal o Al pie del acantilado, tal vez sus mejores relatos, son cuentos que provocan, por así decirlo, un efecto novelesco, del mismo modo que las frases de Ribeyro suelen rozar la intensidad de la buena poesía. Ribeyro reunió sus cuentos bajo el título La palabra del mudo, que alude a la representación de los marginados; es decir, a esos personajes ribeyranos por excelencia: débiles, arrinconados por el presente, inocentes víctimas de la modernidad. El afán de retratar una Lima triste y desigual coexiste desde un comienzo con una velada proyección autobiográfica, que va cobrando nitidez a través de obras inclasificables como Prosas apátridas (un bello libro de 1975, que acaba de reeditar Seix Barral) y Dichos de Luder, además de algunos cuentos en que Ribeyro deja a un lado la ficción. Es el caso de Sólo para fumadores, su imperdible “autorretrato fumando”: después de repasar sus primeros Derby, sus Chesterfield de estudiante universitario (“cuyo aroma dulzón guardo hasta ahora en mi memoria”), los “negros y nacionales” Incas, la perfecta cajetilla de los Lucky Strike (“Por ese círculo rojo entro forzosamente cuando evoco esas altas noches de estudio en las que amanecía con amigos la víspera de un examen”) y los Gauloises y Gitanes que decoraron sus aventuras parisinas, Ribeyro rememora el momento más triste de su vida como fumador, que se da cuando comprende que para fumar debe desprenderse de sus libros: cambia, entonces, a Balzac por varios paquetes de Lucky, y a los poetas surrealistas por una cajetilla de Players, y a Flaubert por unas cuantas decenas de Gauloises. El relato abunda en pasajes que un no fumador juzgará invero- símiles, pero que los fumadores sabemos totalmente fidedignos: aquella noche, por ejemplo, en que Ribeyro se arroja desde una altura de ocho metros para recuperar una cajetilla de Camel o, años más tarde, cuando soluciona la estricta prescripción de no fumar escondiendo en la arena unas cajetillas de Dunhill. “Mi vida no es original ni mucho menos ejemplar y no pasa de ser una de las tantas vidas de un escritor de clase media nacido en un país latinoamericano del siglo XX”, dice Ribeyro en su inconclusa Autobiografía. La extravagancia de su obra proviene, justamen- te, de esta renuencia al heroísmo. Incluso en sus páginas más confesionales persiste un matiz impersonal, una especie de negación de la experiencia. Ribeyro escribe para vivir, no para demostrar que ha vivido. Termino con este revelador fragmento de Prosas apátridas: “La mayoría de las vidas humanas son simples conjeturas. Son muy pocos los que logran llevarlas a la demostración. Yo he identificado a quienes se encargarán de completar en mi vida las pruebas que faltaban para que todo no pase de un borrón. Han tenido casi las mismas desventuras, incurrido casi en los mismos errores. Pero serán ellos quienes escribirán los libros que yo no pude escribir”.
Alejandro Zambra. Santiago de Chile• 75
Huir
El querer huir de Chile es un cliché. Pienso eso mientras leo que Fernando Paulsen se va de aquí porque dice no comprender las extrañas señales de vida del presente nacional. Bien por él, aunque no es tan raro. Chile asfixia a los chilenos cada cierto tiempo. Los estrangula. Los hace afeitarse con vinagre, como dijo alguna vez Pere Gimferrer de Enrique Lihn, otro experto en esa clase de huidas que llevan irremediablemente de vuelta a casa. Es una tendencia: estamos rodeados de gente que huye del país porque se les hace chico, porque no se les comprende, porque sencillamente no se puede leer en Chile, escribir en Chile, vivir en Chile. Porque éste, como me dijo un escritor famoso de los noventa, que salió corriendo de acá el año pasado –y del que nadie se dio cuenta que volvió después–, éste es un país de ratas. Puede ser. Pero en un naufragio, son las ratas las primeras en abandonar el barco. Puede que el peso de la noche, aquella indeterminada fuerza que venimos intermitentemente sorteando desde el XIX, nos pegue a todos como una resaca de vino barato y, expertos en mirarnos los ombligos, no nos quede otra que decirnos –como un mantra– que no soportamos más, que nos queremos virar de acá. Pero estamos a años luz de hacerlo. Entre el dicho y el hecho media una distancia de kilómetros, libros y plegarias mal atendidas. De hecho, se obtienen más dividendos en decir que uno se va que en irse de verdad, porque se profita, de paso, de esa autocomplacencia de sentirse genio en un país de iletrados, héroe en una patria de traidores. Es un espejismo. Donoso tiene por ahí una nouvelle donde alguien va a París y se pierde contemplando las vitrinas de los cafés de escritores a los que le da pavor entrar. En ese lado de afuera, al personaje no le queda más que hablar en chileno, aquella peculiar lengua muerta, mientras se da cuenta de que no está a la altura del destino fabuloso que sentía que le correspondía. Un futuro rutilante que, visto desde el resentimiento de los que añoran salir, siempre va a estar ocupado por quienes no lo merecen: estafadores, chantas de medio pelo, vedettes de quinta categoría; sujetos deleznables como el Marqués de Cuevas, Isabel Allende, Bolaño o Jodorowsky. Gente que no es chilena, que dejó de serlo, que se olvidó de nosotros apenas cruzó la frontera. Pero irse del todo, como ellos, es una medida radical e innecesaria. Hay que tener para eso valentía, desesperación o estupidez. Implica quemar pasaportes, libretas de direcciones y tarjetas de felicitación de amigos y enemigos. Significa pensar a la lengua literaria en su desnudez, despojada de los efectos especiales de la nacionalidad, de aquellas franquicias de cualquier gremialismo ilustrado local. No. Mejor huir por una temporada corta para que el resto note con nuestra ausencia de lo que se pierde. Pero los que se van y vuelven al rato nunca quisieron realmente irse. Desean más bien que alguien se acuerde de ellos; mientras reciben un poco de cariño, al fin y al cabo. Así, el extranjero como tal les importa bien poco porque están pensando en cómo andará por acá la canalla literaria, qué será de éste y de este otro y se acordarán de mí y cómo los amo y los odio a todos y todo eso. De este modo, como al Lihn de A partir de Manhattan: las imágenes del afuera terminan siendo para ellos, a lo más, fotogramas rotos que los devuelven tristemente a casa, atándolos a un habla –ese extraño acento que es la literatura chilena– que desesperada e infructuosamente quieren dejar de pronunciar. Ø
Fuga
Me había olvidado del viejo Jodorowsky, pero me acordé de él de golpe, a propósito de una imagen conmovedora: Alejandro Jodorowsky tapa su cara con las manos en el minuto exacto en que recuerda a Enrique Lihn. Su legendaria locuacidad se esfuma. Es el momento más conmovedor de Una belleza nueva, el programa de Cristián Warnken. Antes el cineasta/actor/guionista de cómics/novelista/psicomago ha hablado por los codos, despreciado las citas decimonó- nicas de Warnken, descrito el sentido del arte contemporáneo, narrado su pelea con el manager de los Rolling Stones e incluso, de pasadita, ha lanzado el tarot. Pero se quiebra cuando habla de Lihn. Se va al diablo cuando recuerda y rememora aquel Santiago del 1950, ese lugar del que escapó para inventarse cien veces de nuevo a sí mismo en los cuarenta años siguientes. Se va a negro cuando rememora la fiesta apocalíptica de aquel lugar que iban a narrar después Donoso y Edwards: familias reventadas por una nueva moral que no comprenden, en medio de caserones en ruinas, con el peso de la noche como único existencialismo posible en ese "eriazo remoto y presuntuoso", como alguna vez lo describió el mismo Lihn. Jodorowsky urdió un peculiar arte de la fuga y se convirtió en un espectro lejano, etéreo, imposible. Se volvió, casi medio siglo después, la metáfora perfecta de la distancia que separa Chile del resto del mundo. No volvió en décadas y mientras acá nos devanábamos los sesos con nuestra obsesión por el realismo, él inventaba unas dos o tres vanguardias; filmaba películas de vaqueros místicas; se iba a Francia a tratar de adaptar "Dune" con Dalí y Orson Welles; escribía cómics para Moebius, Boucq o Jiménez; casaba a Marilyn Manson y pirateaba sus propias películas. Porque Jodorowsky corrió derecho hacia el futuro, hacia los subgéneros y las artes menores, hacia la pseudociencia y el delirio, y de paso nos señaló que vivíamos medio siglo tarde respecto al resto del mundo. Escucharlo, al principio, fue interesante y doloroso. Necesario. Porque a veces –cuando hablaba, dirigía o escribía– actuaba como criminal, un santón profano, o un poseso. De este modo, Jodorowsky huía de Chile, para inventarse una patria posible en el arte, en una carrera contra el tiempo y contra sí mismo. Parecía un embaucador o un maestro místico, un Señor Corales venido del infierno, pero nadie tomó en cuenta de que a ratos su obra entrañaba un modelo, sugiriendo en el fondo una guerrilla en varios frentes para ver qué salía, da lo mismo qué, porque era ese working progress –el kárate de su creación constante– lo que importaba. Ubicado en las antípodas de toda nuestra seriedad literaria, Jodorowsky fundó su propia lengua bífida y con eso aprendió a nombrar las cosas de nuevo. Puede que su obra completa sea profundamente irregular o que sus cintas hayan envejecido, pero poseen casi siempre una frescura impagable. En el extraño melodrama de nuestras letras, él aparece cada cierto tiempo y lanza lecciones dispersas sobre todo, como un vidente ciego que profetiza un futuro imposible. Nosotros le creemos o no, pero ahí está. Viene regularmente desde hace quince años. Hay una generación que ha crecido escuchándolo o leyéndolo. Puede que ya no sea un fantasma. Es el hijo pródigo de Parra, el gemelo feliz de aquel Lihn que se quedó en casa, haciendo hablar a los fantasmas de su cuarto oscuro. Jodorowsky salió al patio y tomó aire y cada tanto vuelve con noticias de su propio planeta: libros, tratados de magia, infinidad de historietas. Entremedio de eso, en un momento, dejó de correr. Pero sigue actuando –tal es su maña– como si lo hiciera. Ø
Álvaro Bisama. Valparaíso•75
El aroma casero del gas lacrimógeno
Mi primer recuerdo del centro de Lima es la imagen de unos perros colgados de los postes de luz. Algunos de ellos estaban abiertos en canal, y otros llevaban carteles insultando a la madre de Deng Xiao Ping. Por esa y otras razones, mis amigos y yo nunca íbamos al centro de Lima. Los que vivíamos en el barrio residencial de Miraflores nos limitábamos a verlo en las revistas cuando había una manifestación política, o una bomba, o un discurso de los que improvisaba Alan García en el balcón del palacio de gobierno. Sabíamos que la Plaza de Armas era un territorio comanche de carteristas y vendedores ambulantes. Oíamos a los abuelos hablar del tiempo en que el tugurizado jirón de la Unión era el aristocrático escenario de sus tertulias y sus romances. Yo acompañé alguna vez a mi tía a la procesión del Señor de los Milagros, y me impresionó el olor de los inciensos, el morado de los hábitos, los empujones de las viejas y la tétrica imagen de Cristo en la cruz. Pero no conocí mucho más. El centro, simplemente, no formaba parte de la geografía de mi vida. Sin embargo, cuando comencé a trabajar ahí en 1998, lo encontré fascinante. El centro tenía todo lo que se pudiese encontrar en el Perú, pero a lo bestia: las casas señoriales de los conquistadores –aún habitadas por sus familias– al lado de los barrios marginales. El barrio financiero salpicado de iglesias coloniales. Algunos monumentos a un país desaparecido, como el río sin agua o la casi inutilizada estación ferroviaria de Desamparados. Otros testimonios de un país en construcción, como los transexuales del jirón Huatica o los sex shops que vendían dudosas pócimas para alargar el pene. El barrio chino con sus cerdos despellejados colgando en los escaparates. Los gigantescos pisco sours “Catedral” del decadente hotel Bolívar. Cada vez que salía a la calle había algún detalle sorprendente, algo que conocer. Me sentí un idiota por no haber experimentado todo eso antes. Incluso pensé mudarme ahí. Pero sin duda, lo más divertido eran las manifestaciones. A finales de los noventa, el régimen se caía a pedazos, y yo salía todos los días a manifestarme un rato a la hora del almuerzo. A veces me topaba con los de Construcción Civil, o con los jóvenes estudiantes, o con los partidarios de Toledo, los acompañaba un rato, gritaba sus consignas y me iba a comer algo. Una vez, decidí no manifestarme, para variar. Traté de ir directamente a comer un tacu tacu al bar Cordano. Justo ese día, la manifestación era especialmente gorda, y me costó media hora atravesar el atrio de la Catedral. Pero cuando ya doblaba la esquina de Palacio de Gobierno, sentí un extraño picor en la nariz, y de inmediato, un ardor en los ojos. Reconocí tarde la acidez del gas lacrimógeno. Súbitamente, a mi alrededor, todo el mundo corría y se entrechocaba. En los resquicios en que conseguía mirar a través de mis propios párpados, veía a los policías aporreando a los manifestantes a pocos centímetros de mi indefensa cara. Me puse a gritar: “¡por favor, a mí no, yo sólo quería comerme un tacu tacu!”. Mi último día en Lima antes de viajar a España, decidí sentarme en una terraza a contemplar la manifestación con cierta nostalgia adelantada. Acababa de aparecer en televisión Montesinos comprando a un congresista opositor, de modo que esa manifestación era especialmente indignada. Frente a mí, una señora observaba a los manifestantes con su niño de unos cinco años, la misma edad que yo tenía cuando colgaron a los perros de los postes. El niño preguntó: –Mamá, ¿qué hacen? La señora fumaba. Tenía cara de curtida por la vida. –Se manifiestan, hijo. –Ah –el niño meditó un rato antes de repreguntar–. ¿Y por qué se manifiestan, mamá? –Por la democracia. El niño asintió satisfecho, pero después de un rato de asimilar la información, volvió a la carga: –Mamá ¿Qué es la democracia? Esta vez, la señora expulsó la última bocanada de sus pulmones y apagó el cigarro con la suela. –La democracia, hijo, es que a los ladrones que te gobiernan los cambien cada cinco años. Porque si los dejan diez, ya no los para nadie. Luego siguieron su camino, y yo me quedé pensando cuánto echaría de menos el centro de Lima. ¿Qué vendrá después del capitalismo? ¿La riqueza del primer mundo depende de la pobreza del tercero? ¿El desarrollo de los países pobres debería basarse en micro o macrocréditos? Prepárate para responder cien preguntas como esta. Tienes tres minutos para cada respuesta y estás rodeado de genios. Y lo peor de todo, hay una cámara frente a ti. Esa fue la dinámica de la Table of free voices que se celebró el año pasado en Berlín. Cien preguntas enviadas desde todas las esquinas del planeta sobre temas como la paz, la guerra, la ecología, el mercado, la tecnología y el futuro recibieron 11200 respuestas por parte de 112 invitados alrededor de una mesa: físicos, artistas plásticos, activistas, actores, empresarios, expertos en informática. Como en el aleph de Borges, todo el universo estaba ahí, incluso yo. Está claro que un lugar así no es normal. El día del evento, bajé a desayunar al comedor del hotel y me encontré con Willem Dafoe comiendo tofu y antojitos japoneses. Y como me distraje mirándolo, Bianca Jagger me robó el asiento. Yo me resigné en silencio –porque no es cosa de andarse peleando con Bianca Jagger, que ya ha sacudido a varios dictadores y algún Rolling Stone– y sobre todo, porque Terry Gilliam estaba contando chistes en la mesa de al lado. Creo que hasta entonces nadie tenía muy claro que hacíamos ahí todos. Pero la organización germánica es a prueba de incompetentes como yo, y minutos después, estábamos los invitados reunidos en el significativo lugar del evento: la Bebelplatz, donde los nazis organizaron su famosa quema de libros. Ahí, en torno a una mesa gigantesca, cada uno tomaría su lugar y daría sus respuestas a una cámara. Imagino que, como instalación plástica, no dejaba de tener interés: 112 personas de los más variados orígenes y con las más variopintas vestiduras hablando con sendas cámaras. El escritor norteamericano Eliot Weinberger estaba sentado entre un economista inglés y una payasa rusa que jugaba con su nariz. El cineasta argentino Fernando Solanas tenía al lado a una japonesa con una sombrilla azul. Había gente con saris y con túnicas y con barbas y con kimonos. Yo me senté entre una ecologista sueca y un artista plástico alemán. De vez en cuando, escuchaba lo que ellos decían, especialmente en las preguntas ecológicas, tema del que no sé absolutamente nada. La sueca hablaba en inglés, así que podía entender con claridad que todas sus respuestas eran exactamente contrarias a las mías. Básicamente, ella consideraba que si continuábamos este ritmo de industrialización acabaríamos con el planeta. Yo, por mi parte, creo que si escuchamos a los ecologistas nos quedaremos todos sin trabajo excepto los agricultores artesanales de tomates. Por su parte, el alemán hablaba en alemán. Pero de vez en cuando, en las preguntas sobre calentamiento global, yo oía entresacados entre sus respuestas los nombres de Orson Wells, Macbeth y Doctor No. –¿Se puede saber qué cuernos estás diciendo? –le pregunté en una pausa. –Es que no entiendo las preguntas –me dijo. Un evento como éste te hace comprender que no tienes idea de nada. En una pausa, Eliot Weinberger me confesó que las respuestas ecológicas se las sopló su economista inglés, y yo comprendí que ni siquiera los más brillantes invitados tienen todas las respuestas. Sobre todo, creo que la Table of free voices nos puso en contacto con la naturaleza de la verdad en el mundo globalizado. En un siglo en que los grandes discursos se han venido abajo, la verdad es así de difusa y contradictoria. Dos enunciados pueden ser contradictorios sin dejar de ser verdaderos, y lo único cierto es que tendrán que convivir en paz. Como una mesa con Willem Dafoe y una payasa rusa y una cantante tibetana y un cineasta australiano: miles de millones de monólogos haciendo un esfuerzo por convertirse en un diálogo.
Santiago Roncagliolo. Lima • 75
Demonios
¿La verdad está ahí afuera? Parece. He intentado recabar información, juntar datos tras ser testigo de un episodio: los fragmentos de –digamos– un aerolito. Preparé un file, lo he nombrado Caso L o Expediente L. El episodio fue breve pero intenso. Lo puedo asegurar. El aerolito –llamémosle por ahora L– es de una naturaleza poco común. Es leve y al mismo tiempo grave. A ratos se vuelve inasible. Su energía es inestable. Vivir este episodio deja una estela de incertidumbre, al menos es la sensación que me dejó tras experimentar o vivir dicho episodio. Esa ha sido mi conclusión sobre las características de L luego de tener frente a mí esos fragmentos. Hay otros testigos y tras vivir la ex- periencia brindaron sus testimonios. Muchos coinciden, otros aportan datos nuevos. Cabría preguntarse si todos los testimonios son fidedignos, si no están marcados por la in- tensidad de haberlo vivido en mayor o menor cercanía, o por el aura del mito –digamos–. ¿Lo que he recopilado será completamente cierto? Podría serlo. Podría ser parte de la verdad sobre L y podría estar ahí, afuera. EXPEDIENTE L (WORK IN PROGRESS) Nicolás Guillén Landrián (La Habana, 1938 - Miami, 2003). Cubano, negro, seis pies de estatura. Pintor, cineasta –escribió un poe- mario durante su ingreso en un hospital psiquiátrico. Si existe, el volumen de poemas permanece inédito–. Este Nicolás es, diga- mos, el aerolito, nuestro L. En su etapa de formación como documentalista fue discípulo del realizador holandés Joris Ivens y del danés Theodore Christensen. El Expediente L incluye la lista de su filmografía, formada en su totalidad por documentales de corto metraje: El Morro (1963), En un barrio viejo (1963), Un festival (1963), Los del baile (1965), Ociel del Toa (1965), Rita Montaner (1965), Re- portaje –también conocido por Plenaria campesina– (1966), Retornar a Baracoa (1966), Coffea Arábiga (1968), Expo Maquinaria Pabellón Cuba (1969), Desde La Habana, 1969, recordar (1969), Taller de Línea y 18 (1971), Nosotros en el Cuyaguateje (1972), Un reportaje sobre el puerto pesquero (1972), Para construir una casa (1972) e Inside Downtown (2001). A esta lista deben agregarse los documentales Homenaje a Picasso, El Son, Patio Arenero y Congos reales (los testimonios del propio Landrián y de algunos testigos dan fe de que estos cuatro cortos sí fueron realizados, la existencia de los mismos tal vez podría verificarse en los archivos fílmicos del ICAIC –Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos). Pero no todo fue celuloide en la ruta de este aerolito. Por un lado estuvo la folie: la esquizofrenia marcó parte de dicho recorrido. El Expediente L incluye fragmentos de su correspondencia con el realizador cubano Manuel Zayas, donde menciona su estancia en un calabozo (en el texto escribió: “¿Te imaginas tú lo que fue para mí verme de pronto en los calabozos de Villa Marista?”), su estadía en una granja creada para el personal dirigente que mantenía una conducta impropia (una granja en la Isla de Pinos, hoy Isla de la Juventud), y nuevamente la folie, porque necesitó ser atendido por el personal médico de la granja, que aconsejó un tratamiento con especialistas, de ahí que, siguiendo la estela de su paso, la próxima coordenada ubica al aerolito L en un internado en un hospital psiquiátrico (según Nicolás Guillén Landrián: “Me llevaron de Gerona a La Habana, donde fui internado en el Hospital Psiquiátrico Militar que tenían ahí en Ciudad Libertad”). Su correspondencia con Manuel Zayas da fe de que luego del alta médica la otra coordenada fue la prisión domiciliaria en la casa de sus padres, la que duró hasta concluir la sanción. ¿El fin? No. Este no es el fin. El ICAIC decidió encargarle un documental didáctico sobre la cosecha de café en la Ciudad de La Habana –a este programa de cultivo de cafetos se le conoció como Cordón de La Habana–. Según las intenciones de Landrián buscaba “hacer un ameno documental, divulgativo más que didáctico, de todo lo que había tenido que ver con el café”. Y el resultado fue Coffea Arábiga (1968). Según los testimonios, tres años después lo expulsan del ICAIC por supuesta conducta antisocial y manifestaciones disidentes. Pero el año 1971 no marcará el fin. No. Este tampoco es el fin. En 1989 el aerolito L tendrá una nueva coordenada en su recorrido, la que lo situará, durante 14 años, en Miami. Y Miami es sinónimo de exilio. “Deportación voluntaria” (¿? raro término: recabar más información), esta incongruente combinación fue el dato que supuestamente justifica el viaje Habana-Miami. Solo en 2001 volvió a dirigir un audiovisual: Inside Downtown. Este documental se rodó en las calles de Miami (“Quería comunicar que yo estaba en Miami, que estaba vivo y haciendo cine (…) es como una necesidad mía de demostrarme que podía realizar cine todavía”). Pero algo no concuerda en los testimonios recogidos y archivados en el Expediente L y es el año en que fue expulsado del ICAIC (1971) y el año de realización de tres de sus cuatro últimos documentales. Salvo Inside Downtown, realizado en 2001, en la lista de su filmografía está consignado el año 1972 como la fecha de realización de los cortos Nosotros en el Cuyaguateje, Un reportaje sobre el puerto pesquero, Para construir una casa (¿?, incongruencias, recabar más información). Nicolás Guillén Landrián falleció en julio de 2003 (se manejan tres fechas: 21, 22 y 23), víctima de un cáncer de páncreas que hizo metástasis en los pulmones y el hígado. Tenía 65 años y quería que lo sepultaran en Cuba. Así se hizo. El cadáver de Landrián fue trasladado a La Habana para luego ser sepultado en una bóveda propiedad de la familia de su viuda (Grettel Alfonso Fuentes). Esta sí fue la última coordenada del aerolito L. Hay una nota interesante que decidí añadir al dossier: “Es tal vez el único cineasta cubano maldito, contestatario, irreverente, con años en prisión, acusado de ser agente de la CIA y de conspirar para matar a Fidel Castro”. ¿De veras alguien como Landrián reunía las características para militar en el cuerpo de agentes secretos de la Agencia Central de Inteligencia? ¿Cómo encajaría el aerolito L en una conspiración cuyo fin era hacer diana en el corpachón de Fidel –y donde digo “diana” debe entenderse cualquier plan de aniquilación? (¿?, un detalle más para el record de ambos, recabar más información). Este sería, digamos, el fin. *(Work in progress). L No es asunto de elegir una calle cualquiera de la ciudad para encontrarse con alguien que tenga a buen recaudo el material fílmico de Nicolás Guillén Landrián. La probabilidad es, supongo, similar a sufrir el impacto de un verdadero aerolito. De su filmografía a mí llegaron varios archivos digitales. Tuve en mis manos un raro material tanto por la posibilidad de acceder a ellos como por la propia naturaleza de los documentales. Y no estaría desacertado clasificarlos como fragmentos de un aerolito. Como primera aproximación diría que en ellos la gravedad se alterna con una visible levedad, son bastos y al mismo tiempo notablemente pulidos. Sé que resulta incongruente, que son caracteresticas que se contradicen, que no establecen ninguna frontera lógica. Lo sé. Pero esa es la naturaleza de los materiales que vi: En un barrio viejo, Un festival, Los del baile, Ociel del Toa, Reportaje, Coffea Arábiga, Desde La Habana, 1969, recordar, Taller de Línea y 18 y Un reportaje sobre el puerto pesquero. La sensación de incertidumbre comienza tras haber visto cada uno de estos cortos que han sido clasificados como documentales. ¿Acaso todos lo son? Este no es el inefable centro de mi relato, pero justo aquí comenzó mi desesperación. ¿Por qué? En algunos, en mayor o menor medida, el carácter informativo o didáctico de los hechos se va diluyendo para otorgarle una nueva cualidad al audiovisual filmado. Más que documentar un hecho en algunos de esos cortos Landrián lo narra. Los actores sociales que han sido filmados devienen simplemente actores. Un supuesto papel a interpretar toda vez que el equipo de realización de estos audiovisuales ponen en marcha la maquinaria de edición, musicalización y postproducción. Una historia narrada bajo la cual fluirá otra. Y para ello el aerolito L, como director, se apropia de diferentes recursos. En sus trabajos se agencia del uso de una banda sonora a manera de collage que contrasta a ratos con lo filmado, o el uso de textos intercalados entre bloques de imágenes, textos que ironizan y guían el documental hacia extremos opuestos a lo narrado. Landrián documenta y/o narra sin acudir a la entrevista, elige planos, con el empleo de close-ups y planos medios cizalla de su entorno a los actores sociales –o simplemente actores– para así apropiarse del universo que gravita en el interior de cada uno de ellos, luego los devuelve ya sea al barrio, al taller, o al interior de una casa. Tanto el empleo de la foto fija o la fotoanimación, así como el uso de información puramente técnica, los silencios, o una muy poco usada voz en off y los planos elegidos le servirán para potenciar un discurso que irá desde la solemnidad más profunda –reflexionando así sobre temas como la muerte (Ociel del Toa), o para el calado de un entorno que parece estar al margen de las espirales de la Revolución del 59 (En un barrio viejo), o en el hilvanado de ese muestrario de intensidades que fueron los 60´s (Desde La Habana, 1969, recordar)–, hasta la levedad –empleada para dar su visión de la siembra de cafetos en Cuidad de La Habana (Coffea Arábiga), o para adentrarse en las particularidades de la producción de los ómnibus Girón (Taller de Línea y 18), y aquí la mirada del aerolito L no se detiene solo en el proceso productivo sino también en las personas que forman parte del mismo. En los testimonios encontrados se dice que sus últimos documentales los realizó bajó una pérdida de lucidez creativa: Un reportaje en el puerto pesquero, Nosotros en el Cuyaguateje y Para construir una casa (todos realizados en 1973). ¿Será cierto? Supongo que debería apropiarme de una cita de Landrián para dar una respuesta: “No tengo conflictos estéticos con ninguno de mis filmes. Todos los conflictos estéticos son resultado de los conflictos conceptuales. Yo quería ser un intérprete de mi realidad. Siempre estuve en el vórtice de la enajenación. El resultado cabal es cada filme terminado.” Esta rara paz que emana de la cita de Landrián podría ser el resultado de una dura pelea contra los demonios que rondan todo acto de creación. ¿Cómo ubicar a Landrián en la documentalística cubana? ¿Sería sensato apostar por este caballo? Veamos: “Yo trataba de hacer un cine que no fuese igual a lo demás, que no coincidiera con lo demás, que fuera un cine muy personal. A veces, el trabajo lograba ser tan difícil que salían cosas a pesar de mi intención previa”. Eso dijo. VUELO Cáncer de páncreas. Miami. Quisiera comunicar que estoy en Miami, muerto y haciendo cine. Metástasis. 65 años, cubano, negro, seis pies de estatura. Es como una necesidad mía de demostrarme que a pesar de haber muerto puedo realizar cine todavía. Metástasis en los pulmones y el hígado. ¿Alguien ha visto la muerte? Un cuerpo yace sobre una cama. Tapado. La muerte. El fin. No. Este no es el fin. Volaré. Volveré a La Habana. Del exilio volveré al exilio. A La Habana. ¿Alguien ha visto el exilio? ¿Es el exilio la muerte? (Estos podrían ser los intertextos de un documental de Landrián. Un documental de Nicolás Guillén Landrián sobre su propia muerte. Podría llamarse Vuelo.) Para el aerolito L el exilio fue peregrinaje, vacío total, “una desgracia”. La imposibilidad de adaptarse a la vida en Miami tal vez fue el motivo de un cambio en su ruta, que tuvo como última parada el Cementerio de Colón. El cadáver viajó desde Miami al aeropuerto José Martí y de la terminal aérea por carretera cruzó el arco del cementerio. ¿Su vida fue una eterna pelea? Hay quienes dicen que sí. ¿Será cierto? Tal vez. La verdad podría estar ahí, afuera. Me gustaría agregar un último detalle: los restos de Nicolás Guillén Landrián terminaron en el Cementerio de Colón y no hubo ceremonia pública ni oficial –nadie lo testimonia–. Se me ocurre que ese silencio es también uno de los desafíos de la ficción, otra muda manera de narrar.
Ahmel Echevarría La Habana •74
El artista joven
El fantasma de Hitler me visita cada tanto. Ahora que está viejito se lleva bien con sudamericanos medio judíos como yo. Entra calladito y se queda husmeando mi biblioteca mientras escribo. Saca La Literatura nazi en América y me mira. ¿Qué pasa, Hitler?, le pregunto. Dejá, no te quiero interrumpir, dice coqueto. No seas tímido, le digo. Entonces Hitler me explica. En 1924 (dice) era el vivo retrato del artista joven. Por ejemplo: lo consumía la urgencia por dar el gran golpe. Su partido cuenta unos pocos cientos de adherentes. No tienen dinero ni influencia. Entonces a Hitler se le ocurre una idea. Los tres miembros del directorio que gobierna Bavaria van a dar un discurso en una cervecería. El día señalado, Hitler se presenta con un puñado de matones. Entran echando carajos, anuncian que ha llegado la revolución nacional y se suben al estrado, donde los estupefactos triunviros los observan. A punta de pistola se los lleva el Führer a una pieza contigua. A punta de pistola les exige que formen gobierno con él. En esto, de nuevo, se comporta como el artista joven. Los triunviros rechazan su propuesta. Entonces, en un rapto de inspiración, Hitler sale y anuncia a la multitud que el gobierno está formado. La gente aplaude; los triunviros, impresionados, aceptan considerar la propuesta de Hitler. Llega Erich Ludendorff, el héroe de la Primera Guerra Mundial. Y en esto también es Hitler un artista joven: busca el espaldarazo del prócer, el padrinazgo del artista consagrado. Pero entonces avisan a Hitler que otro grupo de nazis se ha metido en disturbios. ¿Qué hace Hitler? Deja a los triunviros en la cervecería, “para que vayan definiendo un programa”, y dice que enseguida vuelve. Naturalmente, apenas sale los triunviros ordenan su arresto. Esa mezcla de audacia, de impaciencia, de imaginación; esa mezcla de brutalidad, de candidez, de negligencia, es la definición del artista joven. ¿O sea (pregunto) que Bolaño no hablaba por hablar? Hitler, el fantasma, me mira con ironía. Ø
Tres tesis sobre Charly
Veo que en este país Charly García es conocido (hasta el hijo de Charly García es conocido, y supongo que su perro o su madre también), así que no resultarán en exceso foráneas las consideraciones que siguen. Hubo un tiempo en que fue hermoso, y sobre todo ingenuo, cantar los ritos adolescentes y la hipocresía social. Sui Generis, grupo cuyas melodías hicieron que el rock gustara a las abuelas, abordaba la política con el avergonzado candor del chico que reparte por primera vez panfletos. Burgueses crueles, censores sanguinarios, reyes parabólicos se enfrentaban al muchacho impoluto, al hippie proverbial. En sus siguientes grupos –La Máquina de hacer pájaros, Seru Girán— esas crónicas se hicieron menos convencionales y más sentidas, pero siguieron siendo unívocas: se hablaba de eso, de “la situación”, o bien se miraba hacia adentro, se hablaba de uno mismo. Hasta que en 1982 García encuentra la síntesis prodigiosa. En No llores por mí, Argentina canta: “¿Por qué perdiste tanto tiempo, indecisa al hablar, tan dura como Humphrey Bogart?” Y el país, en efecto, era indeciso y rígido y había perdido tiempo; pero García también se refería a su propia timidez, ahora agravada por unas facciones “duras” de cocaína. En No bombardeen Buenos Aires canta: “Los ghurkas siguen avanzando, los viejos siguen en TV”, y es crónica pura; pero enseguida y sin cambiar de tono, dice: “Quiero treparte, pero no pasa nada.” Trepar es fornicar en argot brasilero. Y Charly García, me dicen, sufría de impotencia en esos años. Y mantenía una relación amorosa con Zoca, una brasilera. Así que la impotencia del país bajo las inminentes bombas de Margaret Thatcher y la del cantante que quiere “trepar” sin éxito a su novia se intercambian, se prestan dramatismo una a la otra. Primera tesis: Charly García tuvo su apogeo cuando hizo de lo público su confesión; cuando, como Charles de Gaulle (a quien físicamente tanto se parece) actuó inspirado o incendiado o poseído por el fantasma de la patria. Segunda tesis: ya desde 1983, esa alianza le pesa a García. En una canción rezonga que “habiendo convivido en esa desolación total, ya no es necesario más.” Y: “Quiero decirte que te encargues de tu vida, porque yo no soy mejor que vos.” Pero cuando por fin se deshace de su daimon, del nosotros nacional que le ataba la lengua, cuando por fin está a solas consigo mismo y se apresta a abrir el arcón de los tesoros, resulta que no hay nada. “No tengo nada que decirte, sólo hola, cómo estás…” Tal vez era inevitable, porque el “nosotros” había menguado o desaparecido desde el final de la dictadura; lo cierto es que García, al no encontrar nada adentro, quedó reducido a balbucear una parodia de aquella confesión que no tuvo lugar: a contarnos su yo de estrella, su figura pública que nada puede enseñarnos porque somos nosotros mismos, su público, quienes la hemos creado. Tercera tesis: el extraño y refulgente destino de Charly García nos sirve a nosotros, escritores, como paradigma y advertencia. Ø
Gonzalo Garcés. Buenos Aires•74
Somos pioneros exploradores
Después uno crece y conoce que más de la mitad de la producción mundial de cómics es japonesa, y no hay nada que se pueda hacer con respecto a eso (ni falta que hace). Es lógico suponer que el resto corre a cargo mayormente de los dibujantes nor- teamericanos y europeos. Pero los que como yo empezaron a crecer en Cuba, hacia la segunda mitad de los años 80, saben que el cómic alguna vez fue el cómic cubano y nada más. No se trataba ni siquiera de cómic para niños, porque nosotros éramos los niños. De hecho, el término “cómic” estaba fuera de cuestión; apenas se hablaba de “historietas”. Sencillamente, aquello era lo que se leía, aquello era lo legible. Leer significaba eso: leer secuencias de dibujos. Zunzún era la mejor revista literaria de nuestra lengua. En sus páginas, al lado de Elpidio Valdés y el desaparecido Matojo, cobraba vida un intenso personaje, todo tecnología y hormonas, llamado Yeyín. Por aquel entonces éramos todos miem- bros de la Organización de Pioneros José Martí. Ser pionero (algo por lo demás ine- vitable) implicaba rituales, simbología, cierta atmósfera presurizada. El uniforme con la pañoleta. Las guardias pioneriles. Los actos patrióticos. Escuchar expresiones como “la sangre derramada”. Gritar a viva voz: “¡Pioneros por el Comunismo... ¡Seremos como el Che!!” Visitar el Palacio de Pioneros Ernesto Guevara, donde tenían lugar los Círculos de Interés. Es decir: lo que a los adultos les interesaba que a los niños les interesara cuando fueran adultos. Yo estuve en un Círculo de Interés llamado, si no recuerdo mal, Servicio de Armamento. Armar y desarmar una ametralladora rusa con los ojos vendados, aprender a qué distancia se puede matar con efectividad, ese tipo de cosas. Habría que escribir más extensamente sobre las relaciones entre lo pioneril y lo militar. No sólo de los pioneros como pequeños militantes, sino de esa organización marcada por un conjunto de filias y filiaciones militares. El saludo pioneril (la manito sólo un poco más arriba), la ceremonia, los lemas. Los niños que en fechas históricas representan escenas de combates, asaltos a cuarteles. Los militares que visitan escuelas y reciben flores de la mano de los niños. Hay algo fluido que pasa de un lado a otro, una zona común y sin duda muy fértil en la cual nacieron híbridos como el Movimiento de Pioneros Exploradores. Allí estaban ya las nociones de entrenamiento y de campaña, y el uniforme era verde y azul, y había como una jerarquía de grados. Recuerdo que cantábamos una canción: Somos pioneros exploradores / descendientes del mambí... Recuerdo un libro de la editorial ¿Pueblo y Educación? llamado Juegos militares para pioneros. Yeyín también era de los pioneros. Y de los exploradores. A pesar de eso, leer su historieta tenía un doble atractivo porque 1) Yeyín era una muchacha, y –al tratarse de una historieta de ciencia-ficción– 2) Yeyín era el futuro. El Palacio de Pioneros era un Cosmopalacio; el Movimiento de Pioneros Exploradores había llegado a un nivel interplanetario. Claro que, constreñidos por límites didácticos, los guiones de Yeyín sabían a poco, pero eso era lo de menos. Lo que resaltaba desde el primer cuadro era una escenografía impresionante. Había que ver esas naves espaciales. Había que ver a los robots y a las criaturas extraterrestres. Y sobre todo, había que ver a Yeyín. Dibujada por Ernesto Padrón (hermanomenos-famoso de Juan Padrón, el creador de Elpidio Valdés, personaje siempre mejor pagado y con mejores guiones y con todos los beneficios de popularidad que da ser un mambí perfecto para la propaganda y la manipulación ideológica, y acaso sea interesante pensar desde aquí los principales discursos imbricados en la historieta cubana para niños –la Historia de Cuba dirigida a los niños– como una especie de complot familiar), Yeyín tenía el prototipo de una chica dura y bien armada. Botas a la rodilla, cinturón con pistola, bikini, el ombligo al aire y una blusa corta ceñida al pecho. Por muy futurista que sea, semejante uniforme pioneril sólo se justifica con alguna pizca de sexploitation. De aventura en aventura Yeyín nos iba revelando la perfección de sus piernas, la forma de su pubis y de sus nalgas bajo el bikini, la sugerencia irresistible de unos senos adolescentes. Action girl, peleaba como una experta en artes marciales y le disparaba a monstruos gigantescos con su pistola de rayos, a menudo sin despeinar siquiera su largo pelo negro adornado con una flor. Yeyín era una princesa tierna, una fantasía erótica en movimiento, lo más parecido que tuvimos a las heroínas gráficas de cuerpazo y cuero, nuestro despertar a un universo innombrable todavía. Había algo en ella que pedía más, que pedía seguir, que pedía crecer. Después nosotros crecimos. Yeyín no. Pasado el punto de giro de los primeros 90´s, la revista Zunzún se fue invisibilizando hasta desaparecer; una revista más especializada como Cómicos desapareció bruscamente. Muchas cosas se fueron quedando atrás. Entre ellas la posibilidad (que alguna vez existió) del cómic cubano. Eso que empezaba a emerger y aún no ha podido. El cómic entendido como literatura gráfica, literatura popular, literatura sin fines educativos o políticos, que no tenga a los niños como únicos destinatarios. Hoy Yeyín es de la Policía Ecológica del cosmos, ha pasado por las computadoras y ha dado el salto a la animación, y todo eso puede hacerle muy bien o muy mal al recuerdo que tenemos de ella, pero lo importante es que todavía no aparece la Yeyín para adultos. La Yeyín soft y hardcore. La Yeyín romántica o ultraviolenta. La Yeyín del dormitorio y de la calle. La necesitamos. Ahora bien, ser adultos es algo problemático. No es tan sencillo como crecer y ya. A determinada escala, Cuba parece funcionar todavía como un país para niños. O mejor: como un país pensado para pioneros. Luego de tanto tiempo bajo el ala de un poder estatal erigido en Santo Padre, es como si los cubanos no pudieran extraerse cierto chip o sustraerse de cierto hechizo. Llamémosle (que así se llama otro personaje del hermano de Juan Padrón, y quizás sea otro guiño inadvertido) la Pañoleta Mágica: creces, dejas de ser un niño, pero no logras dejar de ser un pionero. La pañoleta que alguna vez usaste no desaparece totalmente de tu cuello. Queda como la marca de un uniforme.
Jorge Enrique Lage. La Habana • 79
Semana
Visitamos a unos kilómetros de La Baule, en la costa atlántica francesa, a un viejo conocido, H., recluido en un sanatorio mental desde hace un año. Voy con algo de miedo, pero los amigos me aseguran que el espectáculo es triste, pero no turbador. Cuando llegamos, le encontramos leyendo en el jardín un ejemplar del Ouest-France. Con cara de infinito asombro, nos muestra la noticia que está leyendo: “Un artista argentino se propone hacer flotar en el cielo de Tejas un plátano gigante, una especie de dirigible que flotará durante un mes a una altitud de 30 kilómetros sobre la tierra”. ¿Quién está más loco, H., o el artista del plátano flotante? Siento vergüenza del género humano. ¿Qué pensarán los extraterrestres, que nos observan desde hace un siglo, cuando vean que nos dedicamos a poner en órbita plátanos gigantes? Iniciativas como éstas no dicen mucho de nuestra inteligencia. H. nos muestra otra noticia: “Stephen Hawking explica el misterio del universo en Hong Kong”. Y ese titular nos sobrecoge. Después de todo, H. está internado en el sanatorio desde que anunciara a voz en grito que había tenido acceso al gran enigma del universo, aunque no ha querido revelar nunca cuál es ese secreto. Al parecer, fue tan brutal lo que vio al acceder al misterio que desde entonces precisa de la calma de un jardín y de cuidados psiquiátricos. Al mostrarnos la noticia, nos dedica una suave sonrisa cómplice, como si quisiera que viéramos que en el titular informan de que Hawking explicó ese enigma, pero no dicen qué pudo allí revelar al público, seguramente porque no reveló nada. Como escribe Wagensberg, lo más cierto de este mundo es que el mundo es incierto. Comienza la semana blanca, los días de vacaciones escolares de algunos centros extranjeros. Antes iban a la nieve, por eso la llaman así. Mi semana también parece blanca, porque en ella predomina la locura, y ya dicen que la demencia tiene esa pátina. Y es que nada más regresar de La Baule y de la visita a H. en el sanatorio, comienzo a ocuparme de Robert Walser, que vivió internado muchos años en el psiquiátrico de Herisau. Preparo unas palabras para después de la representación de La prueba del talento en un centro cultural de Atocha, Madrid. En esa breve obra de Walser (se halla en su libro Vida de poeta), una actriz consagrada recomienda a un aprendiz de actor que deje a un lado el quehacer teatral y busque sumergir sus sensaciones “en fuentes más naturales”. Es decir, primero la vida, antes que la afectación del teatro. También la literatura es afectada, pienso. “Literatura es afectación”, dice Ribeyro en su inagotable Prosas apátridas. Y explica que quien ha escogido para expresarse la literatura, y no la palabra (que es un medio natural), debe obedecer a las reglas del juego. De ahí que toda tentativa para parecer no ser afectado –lenguaje coloquial, monólogo interior– acabe convirtiéndose en una afección aún mayor. Tanto más afectado que un Proust puede ser Céline con su lenguaje coloquial de exabruptos... “Lo que debe evitarse no es la afectación congénita a la escritura, sino la retórica que se añade a la afectación”, concluye. Me vienen inmediatamente a la memoria todo tipo de escritores retóricos. El infierno y España están llenos de ellos. A medida que avanza, la semana se va haciendo más demente. Madrid tiene un punto de locura (empezando por la llamativa enajenación política) única en el mundo. En ella todo es tan repetitivo como la locura, como la lluvia de estos días, como el cabreo eterno de Rajoy. Como compensación a tanto desvarío, la puesta en escena de La prueba del talento de Robert Walser es un oasis dentro de la demencia general. Por la noche, en el agradable café-librería El Bandido Doblemente Armado, alguien cita al argentino Macedonio Fernández y la frase parece pensada para el choque Gobierno-oposición: “Se exagera mucho sobre el incremento de la locura. En un cuarto donde no hay más de dos personas, nunca hay más de dos locos”. ¿Quién tiene el bastón de Artaud? Cuando me preguntan por un supremo signo o imagen de la Locura, siempre pienso en ese bastón al que su dueño le hizo poner una puntera de hierro con la que golpeaba violentamente los adoquines de París para sacar chispas con él. Estaba el bastón cubierto de nudos y tenía 200 millones de fibras y marqueterías de signos mágicos. Y Artaud le sacaba chispas porque decía que el bastón llevaba en el noveno nudo el signo mágico del rayo y que el número nueve siempre fue la cifra de la destrucción a través del fuego. Artaud perdió ese bastón (que le regaló René Thomas) en su extraño viaje a Irlanda, lo perdió tras una reyerta frente al Jesuit College de Dublín. ¿Quién tiene el Santo Grial de la locura? ¿Quién se quedó con el bastón de Artaud? Sin duda, la locura de H. tiene puntos en común con Falter, fascinante personaje de Última Thule, un cuento de Nabokov. Falter es aquel hombre que perdió toda compasión y escrúpulo cuando en un cuarto de hotel le fue revelado de golpe “el enigma del universo” y no quiso transmitirlo a nadie más tras haberlo hecho una única vez cediendo al acoso de un psiquiatra, al que le destrozó tanto la revelación que hasta le causó la muerte. Es un cuento antológico, incluido en Una belleza rusa. Leerlo es ya de por sí una locura de una envergadura tal que hasta nos permite constatar cuánta razón llevaba aquel que dijo que las locuras son las únicas cosas que no lamentamos jamás. Pero es que, además, leerlo –eso es lo más interesante de todo– nos sitúa en mejores condiciones para tratar de resolver el enigma del universo, aunque siempre me pregunto si nos conviene resolverlo. Creo que si un día diéramos con el secreto del mundo nadie tendría el valor de revelarlo.
Enrique Vila Matas. Barcelona•48
Un ángel amarillo
Estábamos en el umbral apartamento. Habíamos discutido. Moonlight me tomó las manos, las apretó, y despacio de mi ahmel echevarrí a sentí cómo sus dedos iban cediendo. Quería mirarle a los ojos, sin embargo me evitaba. Suavemente la obligué a alzar la barbilla. No hizo resistencia. —Lamento lo que pasó –dijo. Antes de despedirse acercó su mano a mi rostro, luego quiso besarme, pero apenas fue un beso aquel roce en mi mejilla. La vi bajar las escaleras. No se volvió, tampoco quise llamarla. Yo había estado todo un día dando vueltas en mi casa, esperándola: libros, merienda, un desesperado zapping entre los cuatro canales de la televisión, tazas de café y la mitad de una botella de vino. Moonlight me prometió que estaría en mi apartamento a media ma- ñana y al final de la tarde no tenía noticias suyas. Entonces intenté darle sentido a una historia que llevaba meses por escribir para incluirla en el Cuaderno de Altahabana. Abrí varios documentos en mi computadora, pero nada de cuanto alcanzaba a redactar tenía sentido. Luego de borrar el séptimo documento fui a la cocina. Me serví la última taza de café, decidí entonces probar con mi colección de música. Elegí un disco. Corazón boomerang –bajo ese rótulo había compilado en mp3 las grabaciones de la banda Habana Abierta. Encendí el reproductor y fui a la ventana. En ese CD grabé todos los álbumes de Habana Abierta y los discos en solitario de algunos de sus integrantes: Alejandro Gutiérrez, Vanito Caballero, Kelvis Ochoa, Boris Larramendi. Son buenos, se largaron. Como en estampida. Terminaron armando su algarabía en un bar de Madrid. Esos cubanos, nostálgicos y rabiosos, han cartografiado el mapa de mi generación –o simplemente mi propio mapa–. En él encuentro las rutas que me llevan de un año a otro, de un amigo a otro. Camino y quedo frente a una delgada línea, ese trazo marca la ida de muchos de ellos hacia Europa, Estados Unidos o cualquier otro rincón del mundo. Desde mi sitio tras la línea los veo conversar con un oficial de inmigración, solo llevan una mochila como equipaje y no pueden ocultar el ligero temblor en los dedos al tomar el boleto y el pasaporte. De atreverme a desandar cualquiera de los tracks de Corazón boomerang también podría llegar hasta una calurosa mañana de finales de junio de 2006 –martes 30, Cementerio de Colón, 10:30 a.m.–. Habrá decenas de tumbas abiertas, será día de exhumación de restos y cada familia tendrá ante sí una caja de madera, podrida, abierta. Estaré viendo cómo rasgan el vestido que cubre los restos de mi abuela, sus medias y los pedazos de piel seca. Depositarán los huesos en una pequeña caja gris, lo harán con cierto cuidado para almacenarla luego en un osario colectivo. Una ruta me lleva a otra, recorriéndolas podría terminar frente a las mujeres que hasta ahora he conocido, todas: las que nunca conquisté y aquellas con las que pasé malos y buenos ratos. Por eso bastaron los primeros acordes del disco de Vanito y Lucha almada para verme frente a Moonlight, porque esos cubanos de Habana Abierta, nostálgicos y rabiosos, han trazado como pocos el mapa de mi generación –o acaso mi mapa personal–. El álbum Vendiéndolo todo era una grabación de los 90´s y yo había conocido a Moonlight a inicios de 2006, sin embargo mi Minina estaba ahí: sus tormentos, los momentos de paz, de sexo duro, sudor, alcohol, música. Con los acordes llegaba a mi memoria su bella cara –cuyos rasgos eran, de cierta manera, gatunos–, el cuerpo, sus maneras. Esos acordes también me obligaban a recordar la llamada telefónica en la que prometió ir a mi apartamento, Estaremos juntos un par de días, mi bebé, sin salir de tu casa, y ya estoy a punto cerrar la puerta de la mía, colgaré, así que te besaré muy pronto. Sonreí al escucharla. Estaríamos dos días juntos. Sin salir. Y podíamos hacerlo porque nada fuera de mi apartamento a cinco pisos sobre Altahabana nos hacía falta. Entonces le pregunté si era cierto que estaría disponible todo un fin de semana: «¿Tanto tiempo solo para mí?, lamento decirte que me cuesta creerlo, mi Moon.» Ella rió, sabía de qué le hablaba: «Estoy dispuesta a hacerlo, nada me hará cambiar de opinión. Y no iré con las manos vacías, mon amour, lo llevaré todo.» Lucha almada y Vanito señalaban hacia el mapa. Los golpes del drums y los latidos del bajo marcaban la ruta que me llevaría hasta Moonlight. Un camino en verdad difícil. Era imposible saber qué podría encontrar en esa ruta. Recuerdo que le pregunté a qué hora llegaría y dijo Temprano, me gustaría despertarte, me gustaría llegar y abrazarte, tocarte, ¿has pensado que cuando nos levantamos somos grandes bebés?, no atinamos a nada, quedamos muy tontos por el sueño, con la marca de las sábanas y el cuerpo tibio, me gustaría besarte. Sonreí, nunca había pensado en eso, Un bebé, un enorme bebé cargado de resabios y mal aliento, ¿no te importaría besarme así, Minina? Y respondió Me iré acostumbrando a tus resabios, me excitará sentir tu aliento y el olor de las sábanas, me excitará muchísimo ver tu carita hinchada y las legañas, tu cuerpo tibio como una tetera de chocolate, podría pegar mi boca a tu pene y beberte, me gustará mucho, je t’aime, mon amour, ich liebe dich, mi bebé. Recordar aquel ronroneo en francés y en el pedregoso alemán me excitaron. Estaba parado frente a la ventana y mi pene se volvió un hueso. Duro. Las canciones del disco trazaban un abanico de rutas que me alejaban de Moonlight y luego, tras un recorrido, volvían a acercarme a ella: mi Minina frente a mí, la imaginaba quitándose los zapatos, una leve sonrisa, y la punta de su lengua que humedece los labios, sus manos reptando por todo el cuerpo hasta tomar una varilla de madera ensartada entre sus rizos caobas, para retirarla suavemente y dejarlos libres. Una striper. Una bella striper. Desnudándose. Desnudándose solo para mí al compás de la música. Frente a Vanito y su banda y de espaldas a mí se quitó la última prenda. Brevísima. Negra. Aparté sus rizos, la besé en el cuello, la mejilla, la boca. Lucha almada hizo un círculo y en el centro quedamos Moonlight y yo. Abrazados. Y cuando rompió el estribillo la tomé por la cintura. Vanito caminó hacia nosotros. Con la guitarra. Cantaba, también yo pero apenas en un susurro, Yo no te controlo, cantaba Vanito, tenía los ojos cerrados y la cabeza hacia abajo, Si te me arrodillo no puedo ser, yo no te enamoro, Moon, no miento bien, dije yo, desafinando, como solo puede hacerlo una urraca. Y respiré hondo. Vanito cantaba y yo abracé a la Minina. Moonlight metió sus dedos entre su cintura y mis manos, se soltó de mi agarre. Caminaba alrededor de mí. Me miraba. Y la veía andar. Intenté tocarla pero me evitaba, se mojaba los labios con su lengua y sonreía. Mi Minina parecía ronronear. Y seguía esquivándome, Mueves el cuerpo con tan clara elocuencia, Minina, dije, con un suave graznido. Saltó sobre mí, y al compás de la canción le dije al oído Toda esta soledad puedo aliviarla, cerrar la puerta y poner seguro, y un animal sangriento hacer de mi orgullo, lamí su oreja, Puedo olvidar que nuestro caso es de urgencia. Estábamos a nada de distancia. Su piel contra la mía. Las piernas de Moonlight rodeando mi cuerpo. Entre su sexo y mi pene quedaba la tela de mi short. La mezclilla maniataba mi sexo. Quise liberarlo pero no tenía sentido. Sin la Minina no tenía sentido. Estaba en mi apartamento, solo, recordando a Moonlight gracias al disco de Lucha almada. Estaba solo, pero no tenía sentido masturbarme. Vanito tenía razón: era difícil saber qué me convenía luego de besar a aquella mujer que me prometió, en una llamada telefónica, llevarme el desayuno a la cama. Me estaba apuntando a la sien con la imagen de Moonlight y no era sensato halar el gatillo y volarme los sesos. Me alejé de la ventana, sin embargo no apagué el reproductor. Un par de tragos me sentarían bien. Había comprado dos botellas de vino y ya no me interesaba guardarlas, era demasiado tarde y decidí llenar una de las copas. Intentaba no pensar en nada, pero tenía el recuerdo de aquella mujer enquistado dentro de las paredes de mi cabeza. Pasado treinta minutos después de la medianoche se escuchó el timbre del teléfono. Varias veces pregunté quién llamaba porque nadie contestaba, hasta que del otro lado de la línea dijeron Lo siento, mon amour, un ángel amarillo vino mi ex, estaba muy mal de ánimo y me pidió que habláramos, de veras siento no haber ido, ¿me disculpas? Yo buscaba la manera de encajar esa pregunta en la ruta hacia Moonlight. El camino hasta ella era en verdad azaroso, en un inicio le dije Me resultó difícil creer que estaríamos tanto tiempo juntos. Y el maldito imprevisto apareció antes de que ella llegara a mi apartamento. Me di un trago, casi la mitad de la copa, entonces le pregunté si recordaba aquella conversación. Demoró en responder y dijo Sí, claro, lamento muchísimo haberte dejado esperando, te pido que entiendas, no pude decirle a mi ex que se tragara su tristeza, aunque de veras quise hacerlo. Creí escuchar un sollozo. Qué debía hacer. Qué debía responderle. Tenía vino en la copa, sin embargo volví a servirme. Tragué la mitad del vino. El tipejo no dejaba de darle vueltas a Moonlight, aquel chico listo tenía una nueva pareja y lo sabíamos, su cara decía a gritos que quería tener un par de mujeres como dos satélites alrededor de su bella cara. Quizá se había dado cuenta de que la Minina decidió tragar en seco y olvidarlo, sin embargo no quería aceptar aquella decisión. No dejaba de molestarla y molestarme. El tipejo estaba decidido a pelear, a su manera, pero a pelear. Cada llamada, las visitas, su terrible carita –una hermosa mezcla de melancolía, aparente ingenuidad y ternura–, la evocación de los mejores días que habían pasado juntos o los regalos que a ratos le hacía en una ladina combinación de té, música hindú y varillas de incienso eran para mí una certera estrategia. La Minina me contaba de las llamadas y visitas, me decía Siento pena por él. El maldito tipejo sabía bien lo que hacía. Un chico listo. Golpes precisos. Duros uppercuts. Cada una de sus llamadas, las visitas y los regalos eran como un swing de izquierda al mentón de la Minina combinado con un fuerte golpe en mi estómago. Como los de esa noche. El hermoso ligero-welter podía ganar por puntos o por knock-out. Se ocultaba tras su rostro y pensé que ese era su mejor golpe, porque la Minina dijo Ahmel, no pude dejarlo hecho una mierda e irme para tu casa, tenías que verle la cara a ese maldito, me daba pena, me dijo que estaba mal y necesitaba conversar, estaba a punto de ponerse a llorar en la puerta de mi casa, sé que teníamos un plan, pensé que en una hora o dos lograría animarlo, quitármelo de encima, después iría a tu apartamento, pero terminé mal y no quise fastidiarte el día. Terminé la copa. «Minina, tu ex se preparó para una larga pelea y nos ganó.» «¿De qué hablas? Estás delirando.» «Créeme, de veras lo siento.» Ella dijo algo, muy alto. No entendí o no quise entender. Le repetí que lo sentía, que me disculpara, necesitaba colgar, Es demasiado tarde y mañana trabajaré en mi Cuaderno. «¿Te has vuelto loco? Mañana no trabajarás en tu maldito Cuaderno. Iré a tu casa y tendrás que escucharme.» Colgó. Quedé tal vez un par de minutos escuchando el sonido que marcaba el fin de la llamada telefónica. Tomé la botella pero esta vez no me serví, la pegué contra mi frente, las mejillas, me gusta el vino bien frío y quería sentir la fría humedad de la botella en mi rostro, sin embargo solo conseguí mojarme la cara con un líquido apenas fresco. Decidí dejar el reproductor encendido e irme al cuarto, se apagaría tan pronto acabara el disco. Vanito se rascó el mentón y se acercó a su banda. Señaló hacia mí, cerró su puño con el pulgar hacia abajo. Claro que me sentía como una mierda. No era difícil notarlo. El tipo que tocaba la batería se pasó la punta de la baqueta por el cuello y asintió con un gesto. Los dejé en la sala, llevé la botella al refrigerador y fui a mi habitación. Busqué un libro. Boarding home. Y me acosté. Estaba releyendo a Guillermo Rosales pero decidí no abrirlo. Retomar la lectura de aquella novela era jugar a la ruleta rusa pero con solo una bala de menos en el cargador. Tiré el libro sobre la cama y lo tapé con la almohada. La guitarra de Vanito rompió el silencio con una balada. Un tema muy triste. Nada tan parecido a una encerrona. Fui a la sala, Vanito me vio, tras una señal suya se le unió la banda y comenzó a cantar, sin dudas harían un nuevo trazo en el mapa. Mi mapa. Volví a la cama. Ellos conmigo. Pero abrieron un espacio para que cupiera la imagen de Moonlight. Entonces cerré los ojos. Me dormí antes de que terminara el disco. Soñaba. Recuerdo que en el sueño caminé hasta la ventana, necesitaba respirar aire limpio. El olor a humedad, el tufo agrio del sudor y la arenilla del polvo se mezclaban en mi nariz. Respiré hondo, sentí cierto alivio al tragar una gran bocanada. En aquel sueño la ventana de nuestra habitación se abría hacia el patio –así llamábamos a la popa de la vieja nave de madera–. Moonlight y yo ocupábamos uno de los camarotes del barco anclado en mi barrio, no éramos los únicos viviendo en la embarcación. La Minina se paró junto a mí y dijo Me gustaría tener una casa tan grande como esta, solo para los dos, pero con un gran patio de tierra. La miré. Me preguntó si me gustaban los mangos, el aguacate y las toronjas mientras señalaba los árboles que se alzaban tras la popa. —Sí –dije. —¿Los sembrarías para mí, mon ange? ¿Me harás también una glorieta? Sentí ruidos, voces. Moonlight señaló hacia el otro extremo de la popa, yo no lo había visto: era un hombre viejo, flaco, harapiento, se desabotonó la portañuela y comenzó a orinar. Lo hizo sobre las mismas tablas de la popa. Tan pronto terminó arrastró un butacón desvencijado y se sentó frente a un televisor. Estaba encendido. Pero el viejo harapiento no miraba a la pantalla, hablaba, sin pausas, al cielo. Alguien se le acercó. Este otro era alto, sus ropas lucían en buen estado, sin embargo se veían sucias. Con el puño golpeó al andrajoso. En el pecho. El rostro. El viejo solo levantaba los brazos mientras seguía hablándole al cielo. Quien lo golpeaba se detuvo. Miró hacia mí, luego al cielo y dijo algo. Vi su rostro anguloso, la cicatriz en la mejilla. Sonrió. Volvió a golpear al viejo harapiento y se marchó. —¿De qué color pintarás mi glorieta? Miré a Moonlight y me tomó las manos, las apretó. Me encogí de hombros. Tras besarme las manos dijo en voz baja Ven, siéntate conmigo, mon ange. La glorieta podía ser azul, blanca o roja, se lo dije y estuvo de acuerdo. Sonrió, ¿Podrías usar los tres colores?, combinarían con los árboles y las carpas, y es que quiero un estanque, un gran estanque alrededor de la casa y los árboles, también quiero que me hagas las carpas, ¿me las harás, mon ange?, ¿podrías hacerme algunos caracoles?, quiero que nuestra casa parezca una isla. La Minina me abrazó. Muy fuerte. Quería además una decena de mariposas. Entonces la abracé. Escuché su risa y la besé en la frente, los labios. Me miró a los ojos, Ojalá quieras pintarme una luna en cuarto menguante, la osa mayor y el sol de las nueve y media, pero no me dibujes una tormenta, dime que no lo harás, dímelo, por favor, júralo. Sentimos otra vez las voces, un ruido muy fuerte –al parecer golpeaban en las barandas del barco–, y sobrevino entonces una sacudida. Moonlight fue a la ventana. —Alguien cortó las sogas –dijo. Me asomé. Habían cortado las amarras. El barco se movía y miré a la popa, tal vez eran diez las personas reunidas alrededor del butacón y el televisor. Todos vestían ropas empercudidas. Puros andrajos. Algunos miraban hacia los árboles del patio, otros a un hombre armado con un machete. Vi su rostro, pude reconocerlo: en su mejilla estaba el costurón que bajaba desde el ojo a la mandíbula, lo habíamos visto golpear al viejo andrajoso –que permanecía sentado en el butacón y seguía hablándole al cielo, sin pausas–. En aquel grupo había un hombre al parecer ajeno a cuanto sucedía. Vestía un smoking –notablemente ancho según la talla que debía usar– y escribía en un pedazo de papel. —¿Qué pasará ahora, mon ange? Me encogí de hombros. Una de las mujeres que estaban en la popa gritó La casa se está moviendo. Otra dijo Estamos perdiendo los árboles. Moonlight volvió adentro, me llamó, pero decidí quedarme en la ventana. Todo iba quedando atrás: los árboles, los caserones entre los que estuvo anclado nuestro barco. El hombre de la cicatriz abandonó la popa, caminaba por el pasillo hacia la proa. Al pasar junto a mí levantó el machete. Me miró, el rostro contraído, la cicatriz como una sanguijuela enquistada en la mejilla, y blandió el arma. Solo cerré los ojos. Sentí un ruido. Duro. Seco. Había encajado el machete en el marco de la ventana. A pocos centímetros de mi cabeza. —Me gustas –dijo–, después hablamos. Necesito a alguien que me ayude a manejar esta cosa. Eres el hombre, tú me gustas. Tú y yo seremos la mafia dentro de este tareco. ¿Mafia…? –extendió su mano abierta. —Mafia… –dudé, pero le di la mía. Del marco de la ventana sacó el machete. Sonrió. Antes de marcharse hizo un guiño. Mi corazón latía a mil. Volví adentro. —¿Por qué lloras? –Dije. Subió los pies en la cama y se hizo un ovillo. —Nuestra casa se está moviendo, ¿a dónde iremos? Somos un par de náufragos, mi cielo, dos náufragos, mi amor. Sequé sus mejillas y regresé a la ventana. El barco estaba dejando atrás el barrio, tras una maniobra comenzaría a moverse sobre la avenida Independencia. Me bastaba ver el follaje del bosque de almendros para saber por dónde íbamos. Abandonábamos ya Altahabana, de no aparecer ningún contratiempo quizá en media hora estaríamos frente a la rotonda de la Ciudad Deportiva. Estuve solo un par de minutos frente a la ventana viendo pasar los autos. Nos movíamos. Despacio. Los automóviles, a golpe de bocinazos y acelerones, nos esquivaban y seguían de largo. Abrí mi maleta, ahí tenía mis pertenencias: algunas ropas, un par de libros, medicina para el asma, un estuche con pinceles y temperas. Le pedí a la Minina que se levantara y dijo No puedo, no tengo ánimos para nada, mon amour. Fui hasta ella, la tomé por un brazo e intentó resistirse. Entonces halé muy fuerte. Ya junto a mí le di un beso en la frente y otro en la mejilla. Nuestras ropas estaban sucias, olían mal y le pedí que se las quitara, yo haría lo mismo. Me miró a los ojos, en voz muy baja me recordó que no tenía ánimos para hacer nada. Y la fui desnudando. Entonces Moonlight me ayudó con mis andrajos. Comenzó a llover mientras bordeábamos la rotonda de la Ciudad Deportiva para tomar nuevamente la avenida Independencia. El cielo estaba nublado y bajo, los relámpagos acuchillaban las pesadas nubes. Abrí los potes de tempera, el agua de lluvia serviría para humedecer la pintura. Le dije a Moonlight que se acostara en el suelo, pero la tomé por el brazo y suavemente la obligué a hacerlo. El aguacero se hizo más fuerte, la Minina se estremecía con los truenos y cerraba los ojos. Ella no podía evitarlo, yo debía tener el cuidado de levantar el pincel. Y así fui dibujando en su pecho un astro mitad sol mitad luna, su rostro y el cuello los oscurecí con trazos negros donde al azar hice puntos blancos. Dibujé grandes manchones verdes en el vientre, los muslos y a la par le decía el nombre del árbol. La tomé por los brazos, la ayudé a levantarse. Despacio. En la espalda y las nalgas también dibujé manchones verdes, sobre ellos tracé tres pinceladas: una azul, otra blanca, y la roja, Será muy bella esta glorieta, ya verás, Minina. Preparé un tinte anaranjado, debía dibujar los peces. Las carpas nadarían en todo el cuerpo: en el rostro, un pequeño pez entre la luna y el sol, en los brazos, sobre los árboles, en el cuenco que formarían sus manos, también a lo largo de las piernas. Miré a la ventana. Nuestro barco cambiaba de rumbo, abandonaba la avenida Independencia y giraba a la izquierda. Navegábamos sobre la avenida Paseo. Mientras el barco hacía el giro volví a tomar por el brazo a Moonlight. La ayudé a acostarse y le pedí que abriera las piernas. Fui a la ventana, humedecí el pincel, necesitaba preparar más pintura anaranjada. Pero una sacudida me tomó por sorpresa, estuve a nada de perder el equilibrio. El barco había girado nuevamente a la izquierda y se inclinaba hacia arriba. Había sido un giro muy brusco. Subíamos una pendiente. Entonces supe qué se proponía el tipo de la cicatriz: avanzábamos por la rampa que conducía al mausoleo de la antigua Plaza Cívica. Mientras hacía la mezcla de colores escuché varios gritos. Venían desde el rincón de la popa donde estaba sentado el viejo andrajoso. Se había levantado y señalaba a la avenida. Miré. Un ataúd avanzaba entre los autos, se deslizaba sobre la misma senda por la que minutos antes íbamos nosotros. Me volví hacia la esquina de la popa donde estaba el viejo andrajoso, no escuchaba sus gritos y quise saber qué le ocurría. Tenía la portañuela abierta, se disponía a orinar. El hombre del smoking se paró junto a él, le dio un golpe en el pecho, el rostro. El viejo levantó sus brazos para esquivar la golpiza, a la par soltó un chorro de orine. El hombre del smoking dio un salto atrás y revisó las patas de su pantalón. Miró al viejo. Cerró los puños. Pero desistió. Caminó entonces hacia el otro extremo de la popa. Se secó el sudor. Alisó el smoking. De un bolsillo sacó el pedazo de papel, del otro una botella. Releyó lo que había escrito y enrolló el pliego. Guardó la nota dentro la botella. Tras ponerle un corcho la lanzó por la borda. El viejo andrajoso, que lo había observado todo, se hincó de rodillas sobre el butacón. Se persignaba, decía algo y esta vez no lo hacía mirando al cielo, en voz baja le hablaba o le rezaba a la gran estatua de Martí levantada sobre la colina de la antigua Plaza Cívica. El barco siguió pendiente arriba y regresé adentro con la mezcla de temperas. Moonlight me esperaba, me preguntó qué había pasado y volví a pedirle que abriera las piernas. —¿Por qué no me dices, mon ange? ¿Qué me estás ocultando? —Vi un ataúd. —¿Es una señal? Por favor, no me engañes. —Es un ataúd. Va calle abajo. Comencé a dibujar una gran carpa en la pelvis rasurada. La boca del pez, abierta, parecía querer tragarse el ombligo de la Minina mientras que la cola batía muy cerca del sexo de Moonlight. Me levanté. Había terminado. —¿Me dibujaste el sol? —Lo tienes en el pecho. ¿Te alcanzo un espejo? —No, si hasta ahora no lo sentí debió haber sido porque en mi cuerpo todavía era de noche. También puedo sentir el salto de las carpas, mi amor, y el aire enredado en el follaje. ¿No lo escuchas? Y el barco volvió a cambiar de rumbo. Esta vez a la derecha. La rampa caería en una pendiente corta y pronunciada hasta entroncar con la avenida Paseo. —Ven –dijo y me tomó del brazo. Estábamos a nada de distancia. La piel contra la piel. Su sexo contra el mío. Y comenzamos a caer rampa abajo, yo entre las piernas de Moonlight. Navegaríamos despacio, tras un sarcó- fago de madera y entre los autos –a golpe de bocinazos y acelerones nos esquivarían para dejarnos atrás, muy atrás–. De seguir aquella ruta llegaríamos al mar. Sentí varios golpes en la puerta. Había despertado bien temprano, solo, y no me decidía por nada. Estuve más de media hora remoloneando bajo las sábanas, pensando si escribía aquel sueño en el Cuaderno de Altahabana, sin embargo me decidí por la novela de Guillermo Rosales y fui al baño. Pero alguien seguía llamando. Era un toque insistente. En contra de mi costumbre cerré el libro y acabé todo rápido. Volví a sentir los golpes y fui a la puerta. Era Moonlight. No estaba sola. —Es el segundo ángel que me encuentro –dijo–. Ojalá tampoco lo pierda. Junto a la Minina estaba Ivette, la hija de mis vecinos del apartamento de los bajos. Seis años, dos motonetas castañas, maquillaje muy leve y un vestido con vuelos de encajes. Tenía además dos alas hechas de alambre forradas con la misma tela de encajes del vestido. Iba toda de amarillo. Moonlight estaba agachada junto a mi pequeña vecina. La niña hizo un torpe movimiento de ballet a manera de saludo y una de las alas chocó contra el rostro de Moonlight. Un ángel y mi Minina. Las dos vestidas de amarillo, mi vecinita junto a una de las mujeres más bellas del mundo –Moonlight: la rara mezcla del gato y el dulce olor del incienso, piel suave y clara, sexo duro y sudor, largas conversaciones en la madrugada, el tormento agazapado bajo unos largos rizos caobas, también algo de paz. ¿Quién hubiera deseado perderla? Pero habíamos discutido. Fuerte. Me senté frente a Ivette: —Esa muchacha se ha vuelto loca –dije señalando hacia Moonlight y tomé a la niña por lo brazos, tenía una pequeña caja en las manos–. Dice que se ha encontrado dos ángeles. Si uno eres tú y el otro ángel es ella, ¿crees que alguien pueda encontrarse a sí mismo? —Claro que sí, tonto –dijo Ivette. Moonlight rió y se sentó junto a mí. La niña nos contó que se había perdido en el acuario. Estaba con sus padres frente al estanque de los leones marinos y sin darse cuenta se separó de ellos, Caminaba y caminaba y no los veía, había mucha gente, muchísimos pescados, pensé que estaba en el fondo del mar. Mientras hablaba apartó suavemente mis manos de las suyas y escondió la cajita tras su espalda. Ivette nos dijo que se sintió más calmada cuando vio que había vuelto al estanque de los leones marinos, Yo misma me encontré, después me encontró mi papá, ¿tú te perdiste, Moon? Moonlight me miró, se volvió hacia la niña y dijo Sí, me perdí, estaba desesperada y no sabía qué hacer. —Pero ya estás aquí, te encontraste tú sola y no hizo falta que te fueran a buscar. —Me encontré muy tarde, en la madrugada, Ahmel no sabía que estaba perdida, estuve esperando que llamara a mi casa. —Si él se entera que estás perdida te sale a buscar. —¿Tú crees? –Moonlight hablaba con Ivette pero me miraba. Me levanté. Cargué a Ivette. Me pidió que tuviera cuidado con sus alas. —¿Por qué no entramos? –dije. —No puedo, tengo una fiesta. Vine para que me vieran vestida y para darte una sorpresa. Me acercó la cajita. Estaba forrada con papel de regalos y atada con una cinta. Tenía varios agujeros en la tapa. —¿Qué es? —Es una sorpresa. Llamaron a Ivette. Era la madre. —Me voy, se me hace tarde. Después me dices si te gustó. La dejé en el suelo y salió corriendo. La niña bajaba las escaleras en pequeños saltos. Sus alas se movían tras cada paso. Parecía volar, sin control, a ras del suelo. Una gran mariposa amarilla que recién había abierto las alas. Acerqué la caja a mi oído. Tenía algo dentro. Se movía. Piaba. Entré y cerré la puerta. Moonlight estaba sentada en una esquina del sofá. Me senté en le suelo frente a ella. —Hay un pichón o un pequeño ángel dentro de la caja –dije. La Minina sonrió. Tenía los ojos húmedos. Abrí la caja. Era un pollito. Moonlight lo sacó de la caja, con la yema del dedo alisó el plumón amarillo, luego tomó una de las alas y la extendió suavemente. El pollito comenzó a piar más fuerte e intentó escapar, pero al acariciarlo se tranquilizó. —Toma –dijo. Metí al pollito dentro de la caja y aseguré la tapa con la cinta. Moonlight caminó hasta la puerta. Me tomó las manos, las apretó, y despacio sentí cómo sus dedos iban cediendo. Quería mirarle a los ojos. Me evitaba. Suavemente la obligué a alzar la barbilla. Acercó su mano a mi rostro. Luego quiso besarme, pero apenas fue un beso aquel roce en mi mejilla. Nos despedimos. La vi bajar las escaleras, salir a la calle y caminar rumbo a la parada del ómnibus. No se volvió, tampoco quise llamarla. Iba despacio, sus grandes alas plegadas tras la espalda.
Ahmel Echevarría. La Habana •74
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The type of object, such as painting, sculpture, paper, photo, and additional data
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Dublin Core
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Title
A name given to the resource
The Revolution Evening Post, No. 4
Subject
The topic of the resource
Revista Literaria Digital
Creator
An entity primarily responsible for making the resource
Ahmel Echeverría,
Jorge Enrique Lage,
Orlando Luis Pardo Lazo
Source
A related resource from which the described resource is derived
The Revolution Evening Post, No. 4, 2008.
Publisher
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The Revolution Evening Post
Date
A point or period of time associated with an event in the lifecycle of the resource
2008
Contributor
An entity responsible for making contributions to the resource
Lizabel Mónica
Format
The file format, physical medium, or dimensions of the resource
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Language
A language of the resource
Spanish, Español, SPA
Type
The nature or genre of the resource
Revista, magazine
Coverage
The spatial or temporal topic of the resource, the spatial applicability of the resource, or the jurisdiction under which the resource is relevant
Cuba
-
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theREVOLUTION
EVENING post
episodio
Z
e ine de
ESCRITURA
5
i r r e g u l a r
stuff :
roberto bolaño
orlando luis pardo
álvaro bisama
jorge enrique lage
rodrigo fresán
ahmel echevarría
gonzalo garcés
william saroyan
enrique vila-matas
jorge enrique lage
los labios de lisa en 1974
exilio y literatura
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el otro señor k
una novela por entregas
pompeo & wanda
pútrida patria
panorama
club europa
explorador que avanza
el vuelo del gato samurai
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19
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22
staff :
ahmel echevarría
jorge enrique lage
orlando luis pardo lazo
Hemos sido cordialmente invitados a
formar parte de la literatura chilena en
Cuba. Por supuesto, hemos aceptado.
No hubo ceremonia de iniciación.
Mejor así.
therevening@yahoo.com
�a medio hacer,
ni crudos ni cocidos,
b i p o l a r e s
capaces de cabalgar el h u r a c á n .
bolaño
¿Siguió siendo Enrique Vila-Matas amigo suyo luego de la pelea
que tuvo usted con los organizadores del Premio Rómulo Gallegos?
Mi pelea con el jurado y los organizadores del premio se debió,
básicamente, a que ellos pretendían que yo avalara, desde Blanes y
a ciegas, una selección en la que yo no había participado. Sus
métodos, que una pseudo poeta chavista me transmitió por
teléfono, se parecían demasiado a los argumentos disuasorios de
la Casa de las Américas cubana. Me pareció que era un error
enorme que Daniel Sada o Jorge Volpi fueran eliminados a las
primeras de cambio, por ejemplo. Ellos dijeron que lo que yo quería
era viajar con mi mujer e hijos, algo totalmente falso. De mi
indignación por esta mentira surgió la carta en donde los llamé
neostalinistas y algo más, supongo. De hecho, a mí me informaron
que ellos pretendían, desde el principio, premiar a otro autor, que
no era Vila-Matas, precisamente, cuya novela me parece buena, y
que sin duda era uno de mis candidatos.
¿No cree que si se hubiera emborrachado con Isabel Allende y
Ángeles Mastretta otro sería su parecer acerca de sus libros?
No lo creo. Primero, porque esas señoras evitan beber con alguien
como yo. Segundo, porque yo ya no bebo. Tercero, porque ni en
mis peores borracheras he perdido cierta lucidez mínima, un
sentido de la prosodia y del ritmo, un cierto rechazo ante el plagio,
la mediocridad o el silencio.
¿Qué es la patria para usted?
Lamento darte una respuesta más bien cursi. Mi única patria son
mis dos hijos, Lautaro y Alexandra. Y tal vez, pero en segundo
plano, algunos instantes, algunas calles, algunos rostros o escenas
o libros que están dentro de mí y que algún día olvidaré, que es lo
mejor que uno puede hacer con la patria.
los labios de Lisa
en 1974
Mónica Maristain
( fragmentos de la última entrevista a Roberto Bolaño )
Playboy mexicana, abril 2003
¿Qué es la literatura chilena?
Probablemente las pesadillas del poeta más resentido y gris y acaso el más cobarde de los poetas chilenos: Carlos Pezoa
Véliz, muerto a principios del siglo XX, y autor de sólo dos poemas memorables, pero, eso sí, verdaderamente memorables, y
que nos sigue soñando y sufriendo. Es posible que Pezoa Véliz aún no haya muerto y esté agonizando y que su último minuto
sea un minuto bastante largo, ¿no?, y todos estemos dentro de él. O al menos que todos los chilenos estemos dentro de él.
¿Por qué le gusta llevar siempre la contraria?
Yo nunca llevo la contraria.
¿Enrique Lihn, Jorge Teillier o Nicanor Parra?
Nicanor Parra por encima de todos, incluidos Pablo Neruda y Vicente Huidobro y Gabriela Mistral.
¿Eugenio Montale, T. S. Eliot o Xavier Villaurrutia?
Montale. Si en lugar de Eliot estuviera James Joyce, pues Joyce. Si en lugar de Eliot estuviera Ezra Pound, sin duda Pound.
¿John Lennon, Lady Di o Elvis Presley?
The Pogues. O Suicide. O Bob Dylan. Pero, bueno, no nos hagamos los remilgados: Elvis forever. Elvis con una chapa de
sheriff conduciendo un Mustang y atiborrándose de pastillas, y con su voz de oro.
¿Quién lee más, usted o Rodrigo Fresán?
Depende. El Oeste es para Rodrigo. El Este para mí. Luego nos contamos los libros de nuestras correspondientes áreas y
parece que lo hubiéramos leído todo.
¿Qué le hubiera dicho a Gabriela Mistral si la hubiera conocido?
Mamá, perdóname, he sido malo, pero el amor de una mujer hizo que me volviera bueno.
¿Y a Salvador Allende?
Poco o nada. Los que tienen el poder (aunque sea por poco tiempo) no saben nada de literatura, sólo les interesa el poder. Y
yo puedo ser el payaso de mis lectores, si me da la real gana, pero nunca de los poderosos. Suena un poco melodramático.
Suena a declaración de puta honrada. Pero, en fin, así es.
¿Y a Vicente Huidobro?
Huidobro me aburre un poco. Demasiado tralalí alalí, demasiado paracaidista que desciende cantando como un tirolés. Son
mejores los paracaidistas que descienden envueltos en llamas o, ya de plano, aquellos a los que no se les abre el paracaídas.
¿Qué le produce el hecho de que Arturo Pérez Reverte sea actualmente el escritor más leído en lengua española?
Pérez Reverte o Isabel Allende. Da lo mismo. Feuillet era el autor francés más leído de su época.
¿Y el hecho de que Arturo Pérez Reverte haya ingresado a la Real Academia?
La Real Academia es una cueva de cráneos privilegiados. No está Juan Marsé, no está Juan Goytisolo, no está Eduardo
Mendoza ni Javier Marías, no está Olvido García Valdez, no recuerdo si está Alvaro Pombo (probablemente si está se deba a
una equivocación), pero está Pérez Reverte. Bueno, (Paulo) Coelho también está en la Academia brasileña.
¿Ha vertido alguna lágrima por las numerosas críticas que ha recibido por parte de sus enemigos?
Muchísimas, cada vez que leo que alguien habla mal de mí me pongo a llorar, me arrastro por el suelo, me araño, dejo de
escribir por tiempo indefinido, el apetito baja, fumo menos, hago deporte, salgo a caminar a orillas del mar, que, entre
paréntesis, está a menos de treinta metros de mi casa, y les pregunto a las gaviotas, cuyos antepasados se comieron a los
peces que se comieron a Ulises, ¿por qué yo, por qué yo, que ningún mal les he hecho?
¿Era buen camarero o mejor vendedor de bisutería?
El oficio en el que mejor me he desempeñado fue el de vigilante nocturno de un camping cerca de Barcelona. Nunca nadie
robó mientras yo estuve allí. Impedí algunas peleas que hubieran podido terminar muy mal. Evité un linchamiento (aunque de
buena gana, después, hubiera linchado o estrangulado yo mismo al tipo en cuestión).
�¿Ha experimentado el hambre feroz, el frío que cala los
huesos, el calor que deja sin aliento?
Como dice Vittorio Gassman en una película:
modestamente, sí.
¿Ha tallado en un tronco de árbol el nombre de la persona
amada?
He cometido desmanes aún mayores, pero corramos un
tupido velo.
¿Ha visto alguna vez a la mujer más hermosa del mundo?
Sí, cuando trabajaba en una tienda, allá por el año 84. La
tienda estaba vacía y entró una mujer hindú. Parecía y tal vez
fuera una princesa. Me compró algunos colgantes de
bisutería. Yo, por descontado, estaba a punto de desmayarme.
Tenía la piel cobriza, el pelo largo, rojo, y por lo demás era
perfecta. La belleza intemporal. Cuando tuve que cobrarle me
sentí muy avergonzado. Ella me sonrió como si me dijera que
lo entendía y que no me preocupara. Luego desapareció y
nunca más he vuelto a ver a alguien así. A veces tengo la
impresión de que era la mismísima diosa Kali, patrona de los
ladrones y de los orfebres, sólo que Kali también era la deidad
de los asesinos, y esta hindú no sólo era la mujer más
hermosa de la Tierra sino que también parecía ser una buena
persona, muy dulce y considerada.
¿Le gustan los perros o los gatos?
Las perras, pero ya no tengo animales.
¿Coleccionaba figuritas?
Sí. De fútbol y de actores y actrices de Hollywood.
¿Cuál es su equipo de fútbol favorito?
Ahora ninguno. Los que bajaron a segunda y luego,
consecutivamente, a tercera y a regional, hasta desaparecer.
Los equipos fantasmas.
¿A qué personajes de la historia universal le hubiera gustado
parecerse?
A Sherlock Holmes. Al capitán Nemo. A Julien Sorel, nuestro
padre, al príncipe Mishkin, nuestro tío, a Alicia, nuestra
profesora, a Houdini, que es una mezcla de Alicia, de Sorel y
de Mishkin.
¿Qué cosas debe a las mujeres de su vida?
Muchísimo. El sentido del desafío y la apuesta alta. Y otras
cosas que me callo por decoro.
¿Ellas le deben algo a usted?
Nada.
¿Le preocupan las listas de ventas de sus libros?
En lo más mínimo.
¿Piensa alguna vez en sus lectores?
Casi nunca.
¿Qué cosas de todas las que le han dicho sus lectores en torno de sus libros lo han conmovido?
Me conmueven los lectores a secas, los que aún se atreven a leer el Diccionario filosófico de Voltaire, que es una de las
obras más amenas y modernas que conozco. Me conmueven los jóvenes de hierro que leen a Cortázar y a Parra, tal como los
leí yo y como intento seguir leyéndolos. Me conmueven los jóvenes que se duermen con un libro debajo de la cabeza. Un
libro es la mejor almohada que existe.
¿Ha tenido miedo alguna vez de sus fans?
He tenido miedo de los fans de Leopoldo María Panero, el cual, por otra parte, me parece uno de los tres mejores poetas
vivos de España. En Pamplona, durante un ciclo organizado por Jesús Ferrero, Panero cerraba el ciclo y a medida que se
aproximaba el día de su lectura la ciudad o el barrio donde estaba nuestro hotel se fue llenando de freaks que parecían recién
escapados de un manicomio, que, por otra parte, es el mejor público al que puede aspirar cualquier poeta. El problema es
que algunos no sólo parecían locos sino también asesinos y Ferrero y yo temimos que alguien, en algún momento, se
levantara y dijera: yo maté a Leopoldo María Panero y después le descerrajara cuatro balazos en la cabeza al poeta, y ya de
paso, uno a Ferrero y el otro a mí.
¿Qué siente cuando hay críticos como Darío Osses que considera que usted es el escritor latinoamericano con más futuro?
Debe ser una broma. Yo soy el escritor latinoamericano con menos futuro. Eso sí, soy de los que tienen más pasado, que al
cabo es lo único que cuenta.
¿Qué cosas lo aburren?
El discurso vacío de la izquierda. El discurso vacío de la derecha ya lo doy por sentado.
¿Qué cosas lo divierten?
Ver jugar a mi hija Alexandra. Desayunar en un bar al lado del mar y comerme un croissant leyendo el periódico. La literatura
de Borges. La literatura de Bioy. La literatura de Bustos Domecq. Hacer el amor.
Cierre los ojos, ¿cuál de todos los paisajes de la Latinoamérica que usted recorrió le viene primero a la memoria?
Los labios de Lisa en 1974. El camión de mi padre averiado en una carretera del desierto. El pabellón de tuberculosos de un
hospital de Cauquenes y mi madre que nos dice a mi hermana y a mí que aguantemos la respiración. Una excursión al
Popocatépetl con Lisa, Mara y Vera y alguien más que no recuerdo, aunque sí recuerdo los labios de Lisa, su sonrisa
extraordinaria.
¿Cómo es el paraíso?
Como Venecia, espero, un lugar lleno de italianas e italianos. Un sitio que se usa y se desgasta y que sabe que nada perdura,
ni el paraíso, y que eso al fin y al cabo no importa.
¿Y el infierno?
Como Ciudad Juárez, que es nuestra maldición y nuestro espejo, el espejo desasosegado de nuestras frustraciones y de
nuestra infame interpretación de la libertad y de nuestros deseos.
¿Pensó alguna vez en suicidarse?
Por supuesto. En alguna ocasión sobreviví precisamente porque sabía cómo suicidarme si las cosas empeoraban.
¿Creyó en algún momento que se estaba volviendo loco?
Por supuesto, pero me salvó siempre el sentido del humor. Me contaba historias que me volvían loco de risa. O recordaba
situaciones que hacían que me tirara al suelo a reírme.
¿Usted ve su obra como la suelen ver sus lectores y críticos: arriba de todo Los detectives salvajes y luego todo lo demás?
La única novela de la que no me avergüenzo es Amberes, tal vez porque sigue siendo ininteligible. Las malas críticas que ha
recibido son mis medallas ganadas en combate, no en escaramuzas con fuego simulado. El resto de mi “obra”, pues bueno,
no está mal, son novelas entretenidas, el tiempo dirá si algo más. Por ahora me dan dinero, se traducen, me sirven para hacer
amigos que son muy generosos y simpáticos, puedo vivir, y bastante bien, de la literatura, así que quejarse se r ía má s b ie n
�¿Cuáles son los cinco libros que marcaron su vida?
Mis cinco libros en realidad son cinco mil. Menciono éstos
sólo a manera de punta de lanza o embajada aviesa: El
Quijote, de Cervantes. Moby Dick, de Melville. La Obra
Completa, de Borges. Rayuela, de Cortázar. La conjura de los
necios, de Kennedy Toole. Pero también debería citar: Nadja,
de Breton. Las cartas de Jacques Vaché. Todo Ubú, de Jarry.
La vida, instrucciones de uso, de Perec. El castillo y El proceso,
de Kafka. Los aforismos de Lichtenberg. El Tractatus, de
Wittgenstein. La invención de Morel, de Bioy Casares. El
Satiricón, de Petronio. La Historia de Roma, de Tito Livio. Los
Pensamientos, de Pascal.
¿Qué dice de los que piensan que Los detectives salvajes es la
gran novela mexicana de la contemporaneidad?
Que lo dicen por lástima, me ven decaído o desmayándome
en las plazas públicas y no se les ocurre nada mejor que una
mentira piadosa, que por lo demás es lo más indicado en
estos casos y ni siquiera es pecado venial.
¿Es cierto que fue Juan Villoro el que le convenció para que no
titulara Tormentas de mierda a su novela Nocturno de Chile?
Entre Villoro y Herralde.
¿De quién más escucha consejos alrededor de su obra?
Yo no escucho consejos de nadie, ni siquiera de mi médico.
Yo doy consejos a diestra y siniestra, pero no escucho
ninguno.
¿A qué escritor mexicano admira profundamente?
A muchos. De mi generación admiro a Sada, cuyo proyecto de
escritura me parece el más arriesgado, a Villoro, a Carmen
Boullosa, entre los más jóvenes me interesa mucho lo que
hacen Alvaro Enrigue y Mauricio Montiel, o Volpi e Ignacio
Padilla. Sigo leyendo a Sergio Pitol, que cada día escribe
mejor. Y a Carlos Monsiváis, el cual, según me contó Villoro,
motejó como Pol Pit a Taibo 2 o 3 (o 4), lo que me parece un
hallazgo poético. Pol Pit, ¿es perfecto, no? Monsiváis sigue
con las uñas aceradas. También me gusta mucho lo que hace
Sergio González Rodríguez.
¿El mundo tiene remedio?
El mundo está vivo y nada vivo tiene remedio y ésa es nuestra
suerte.
¿Qué sentimientos le despierta la palabra póstumo?
Suena a nombre de gladiador romano. Un gladiador invicto. O al menos eso quiere creer el pobre Póstumo para darse valor.
¿Qué opina de quienes opinan que usted ganará el Premio Nobel?
Estoy seguro, querida Maristain, de que no lo ganaré, como también estoy seguro de que algún atorrante de mi generación sí
que lo ganará y ni siquiera me mencionará de pasada en su discurso de Estocolmo.
¿Confiesa que ha vivido?
Bueno, sigo vivo, sigo leyendo, sigo escribiendo y viendo películas, y como les dijo Arturo Prat a los suicidas de la Esmeralda,
mientras yo viva, esta bandera no se arriará.
¿Cuándo ha sido más feliz?
Yo he sido feliz casi todos los días de mi vida, al menos durante un ratito, incluso en las circunstancias más adversas.
¿Qué le hubiera gustado ser si no hubiera sido escritor?
Me hubiera gustado ser detective de homicidios, mucho más que ser escritor. De eso estoy absolutamente seguro. Un tira
de homicidios, alguien que puede volver solo, de noche, a la escena del crimen, y no asustarse de los fantasmas. Tal vez
entonces sí que me hubiera vuelto loco, pero eso, siendo policía, se soluciona con un tiro en la boca.
La perdurabilidad ha
sido vencida por la
velocidad de las
imágenes vacías. El
panteón de los hombres
ilustres lo descubrimos
con estupor es la
perrera del manicomio
que se quema.
¿No le da miedo que alguien quiera hacer la versión
cinematográfica de Los detectives salvajes?
Ay, Mónica, yo les tengo miedo a otras cosas. Digamos: cosas
más terroríficas, infinitamente más terroríficas.
¿Usted tiene esperanzas, en qué, en quiénes?
Mi querida Maristain, vuelve usted a empujarme a los potreros de la cursilería, que son mis potreros natales. Yo tengo
esperanza en los niños. En los niños y en los guerreros. En los niños que follan como niños y en los guerreros que combaten
como valientes. ¿Por qué? Me remito a la lápida de Borges, como diría el ínclito Gervasio Montenegro, de la Academia (como
Pérez Reverte, fíjese usted) y no hablemos más de este asunto.
Latinoamérica fue el
manicomio de Europa
así como Estados
Unidos fue su fábrica.
La fábrica está ahora en
poder de los capataces
y locos huidos son su
mano de
obra. El
manicomio desde hace
más de sesenta años
se está quemando en su
propio aceite en su
propia grasa.
gratuito y desagradecido. Pero la verdad es que no les
concedo mucha importancia a mis libros. Estoy mucho más
interesado en los libros de los demás.
�He sido invitado para hablar del exilio. La invitación me
llegó escrita en inglés y yo no sé hablar inglés. Hubo una
época en que sí sabía o creía que sabía, en cualquier caso
hubo una época, cuando yo era adolescente, en que creía
que podía leer el inglés casi tan bien, o tan mal, como el
español. Esa época desdichadamente ya pasó. No sé leer
inglés. Por lo que pude entender de la carta creo que tenía
que hablar sobre el exilio. La literatura y el exilio. Pero es
muy posible que esté absolutamente equivocado, lo cual,
bien mirado, sería a la postre una ventaja, pues yo no creo
en el exilio, sobre todo no creo en el exilio cuando esta
palabra va junto a la palabra literatura.
Para mí, creo que es conveniente decirlo ya mismo,
es un placer estar aquí con ustedes, en la renombrada y
famosa Viena. Para mí Viena tiene mucho que ver con la
literatura y con la vida de algunas personas muy cercanas
a mí y que entendieron el exilio como en ocasiones lo
entiendo yo mismo, es decir como vida o como actitud
ante la vida. En 1978 o tal vez en 1979 el poeta mexicano
Mario Santiago, de regreso de Israel, pasó unos días en
esta ciudad. Según me contó él mismo, un día la policía lo
detuvo y luego fue expulsado. En la orden de expulsión se
le conminaba a no regresar a Austria hasta 1984, una fecha
que le parecía significativa y divertida a Mario y que hoy
también me lo parece a mí. George Orwell no sólo es uno
de los escritores remarcables del siglo XX sino también y
sobre todo y mayormente un hombre valiente y bueno. Así
que a Mario, en aquel año ya un tanto lejano de 1978 ó 79,
le pareció divertido que lo expulsaran de Austria con esa
recomendación, como si Austria lo hubiera castigado a no
pisar suelo austriaco hasta que pasaran seis años y se
cumpliera la fecha de la novela, una fecha que para
muchos fue el símbolo de la ignominia y de la oscuridad y
de la derrota moral del ser humano. Y aquí, dejando de
lado lo significativo de la fecha, los mensajes ocultos que
el azar o ese monstruo aún más salvaje que es la
causalidad enviaba al poeta mexicano y por intermedio de
éste me enviaba a mí, podemos hablar o retomar el
posible discurso del exilio o del destierro: el ministerio del
Interior austriaco o la policía austriaca o la Seguridad
austriaca cursa una orden de expulsión y envía mediante
esa orden a mi amigo Mario Santiago al limbo, a la tierra
de nadie, que en inglés se dice no man’s land, que
francamente queda mejor que en español, pues en
español tierra de nadie significa exactamente eso, tierra
yerma, tierra muerta, tierra en donde no hay nada,
mientras que en inglés se sobreentiende que sólo no hay
hombres, pero animales o bichos o insectos sí hay, lo que
la hace más agradable, no quiero decir muy agradable,
pero infinitamente más agradable que en la acepción
española, aunque probablemente mi percepción de ambos
términos esté condicionada por mi ignorancia progresiva
del inglés e incluso por mi ignorancia progresiva del
español (el diccionario de la Real Academia Española no
registra el término tierra de nadie, cosa que no es de
extrañar, o yo no he buscado bien). Pero lo cierto es que a
mi amigo mexicano lo expulsan y lo ponen en la tierra de
nadie. Yo veo la escena así: unos funcionarios austriacos
timbran el pasaporte de Mario con la señal indeleble de
que no puede pisar suelo austriaco hasta que se cumpla la
fecha fatídica de Orwell y luego lo meten en un tren y lo
despachan, con un billete gratis pagado por el estado
austriaco, hacia el destierro temporal o hacia un exilio
cierto de cinco años, al cabo de los cuales mi amigo
puede, si así lo desea, pedir un visado y volver a pisar las
hermosas calles de Viena. Si Mario Santiago hubiera sido
un fanático de los festivales musicales de Salzburgo, sin
duda se habría marchado de Austria con lágrimas en los
ojos. Pero Mario nunca fue a Salzburgo. Se montó en el
tren y no bajó hasta París y tras vivir unos meses en París
tomó un avión rumbo a México y cuando llegó la fecha
fatídica o festiva, depende, de 1984, Mario siguió viviendo
en México y escribiendo en México poemas que nadie
quería publicar y que posiblemente están entre los
mejores de la poesía mexicana de finales del siglo XX, y
tuvo accidentes y viajó y se enamoró y tuvo hijos y vivió
una vida buena o mala, una vida en todo caso en los
extramuros del poder mexicano, y en 1998 un automóvil lo
atropelló en circunstancias oscuras, un coche que se dio a
la fuga mientras Mario se daba a la muerte, tirado y solo
en una calle nocturna de uno de los barrios periféricos de
México Distrito Federal, una ciudad que en algún
momento de su historia se asemejó al paraíso y que hoy
se asemeja al infierno, pero no un infierno cualquiera sino
el infierno especial de los hermanos Marx, el infierno de
Guy Debord, el infierno de Sam Peckinpah, es decir un
infierno singular en grado extremo, y allí murió Mario,
como mueren los poetas, sumido en la inconsciencia y sin
papeles, motivo por el cual cuando llegó una ambulancia a
buscar su cuerpo roto nadie supo quién era y el cadáver se
pasó varios días en la morgue, sin deudos que lo
reclamaran, en una suerte de revelación final, en una
suerte de epifanía negativa, quiero decir, como el negativo
fotográfico de una epifanía, que es también la crónica
cotidiana de nuestros países. Y entre las muchas cosas
que quedaron inconclusas, una de ellas fue el regreso a
Viena, el regreso a Austria, esta Austria que para mí,
huelga decirlo, no es la Austria de Haider sino la Austria de
los jóvenes que están contra Haider y que salen a la calle y
lo hacen público, la Austria de Mario Santiago, poeta
mexicano expulsado de Austria en 1978 e imposibilitado
de regresar a Austria hasta 1984, es decir desterrado de
Austria en el no man's land del ancho mundo y a quien, por
lo demás, Austria y México y Estados Unidos y la
felizmente extinta Unión Soviética y Chile y China le traían
sin cuidado, entre otras cosas porque no creía en países y
las Únicas fronteras que respetaba eran las fronteras de
los sueños, las fronteras temblorosas del amor y del
desamor, las fronteras del valor y el miedo, las fronteras
doradas de la ética. Y con esto tengo la impresión de que
�he dicho todo lo que tenía que decir sobre literatura y exilio
o sobre literatura y destierro, pero la carta que recibí, que
era larga y prolija, ponía especial énfasis en que debía
hablar durante veinte minutos, algo que ustedes
seguramente no me agradecerán y que para mí se puede
convertir en un suplicio, sobre todo porque no estoy
seguro de haber traducido correctamente esa misiva
endemoniada, y además porque siempre he creído que los
mejores discursos son los discursos breves. Literatura y
exilio son, creo, las dos caras de la misma moneda,
nuestro destino puesto en manos del azar. Sin salir de mi
casa conozco el mundo, dice el Tao Te King, e incluso así,
sin salir uno de su propia casa, el exilio y el destierro se
hacen presentes desde el primer momento. La literatura
de Kafka, la más esclarecedora y terrible (y también la más
humilde) del siglo XX, así lo demuestra hasta la saciedad.
Por supuesto, por el aire de Europa suena una cantinela y
es la cantinela del dolor de los exiliados, una música hecha
de quejas y lamentaciones y una nostalgia difícilmente
inteligible. ¿Se puede tener nostalgia por la tierra en donde
uno estuvo a punto de morir? ¿Se puede tener nostalgia de
la pobreza, de la intolerancia, de la prepotencia, de la
injusticia? La cantinela, entonada por latinoamericanos y
también por escritores de otras zonas depauperadas o
traumatizadas insiste en la nostalgia, en el regreso al país
natal y a mí eso siempre me ha sonado a mentira. Para el
escritor de verdad su única patria es su biblioteca, una
biblioteca que puede estar en estanterías o dentro de su
memoria. El político puede y debe sentir nostalgia, es
difícil para un político medrar en el extranjero. El trabajador
no puede ni debe sentir nostalgia: sus manos son su
patria. ¿Entonces quién entona esta espantosa cantinela?
Las primeras veces que la oí pensé que eran los
masoquistas. Si estás preso en una cárcel de Tailandia y
eres suizo, es normal que desees cumplir tu condena en
una cárcel de Suiza. Lo contrario, es decir que seas un
tailandés preso en Suiza y sin embargo desees cumplir el
resto de tu condena en una cárcel de Tailandia, no es
normal, a menos que esa nostalgia anormal esté dictada
por la soledad. La soledad sí que es capaz de generar
deseos que no se corresponden con el sentido común o
con la realidad. Pero yo estaba hablando de escritores, es
decir estaba hablando de mí, y allí sí que puedo decir que
mi patria es mi hijo y mi biblioteca. Una biblioteca modesta
que he perdido en dos ocasiones, con motivo de dos
traslados radicales y desastrosos y que he rehecho con
paciencia. Y llegado a este punto, al punto de la biblioteca,
no puedo sino acordarme de un poema de Nicanor Parra,
un poema que me viene como anillo al dedo para hablar de
literatura e incluso de literatura chilena y exilio o destierro.
El poema empieza hablando de los cuatro grandes poetas
chilenos, una discusión eminentemente chilena que la
demás gente, es decir el 99,99 por ciento de críticos
literarios del planeta Tierra, ignoran con educación y un
poco de hastío. Hay quienes afirman que los cuatro
bolaño
grandes poetas de Chile son Gabriela Mistral, Pablo
Neruda, Vicente Huidobro y Pablo de Rokha, otros que son
Pablo Neruda, Nicanor Parra, Vicente Huidobro y Gabriela
Mistral, en fin, el orden varía según los interlocutores, pero
siempre son cuatro sillas y cinco poetas, cuando lo más
lógico y lo más sencillo sería hablar de los cinco grandes
poetas de Chile y no de los cuatro grandes poetas de
Chile. Hasta que llegó el poema de Nicanor Parra, que dice
así:
Los cuatro grandes poetas de Chile
Son tres
Alonso de Ercilla y Rubén Darío.
Como ustedes saben, Alonso de Ercilla fue un
soldado español, noble y bizarro, que participó en las
guerras coloniales contra los araucanos y que de vuelta en
su Castilla natal escribió La Araucana, que para los
chilenos es el libro fundacional de nuestro país y que para
los amantes de la poesía y de la historia es un libro
magnífico, lleno de arrojo y lleno de generosidad. Rubén
Darío, como ustedes también saben, y si no lo saben no
importa –es tanto lo que todos ignoramos incluso de
nosotros mismos–, fue el creador del modernismo y uno
de los poetas más importantes de la lengua española en el
siglo XX, probablemente el más importante, nacido en
Nicaragua en 1867 y muerto en Nicaragua en 1916, que
llegó a Chile a finales del siglo XIX y en donde tuvo buenos
amigos y mejores lecturas pero en donde también fue
tratado como un indio o como un cabecita negra por una
clase dominante chilena que siempre se ha vanagloriado
de pertenecer al cien por ciento a la raza blanca. Así que
cuando Parra dice que los mejores poetas chilenos son
Ercilla y Darío, que pasaron por Chile y que tuvieron
experiencias fuertes en Chile (Alonso de Ercilla en la guerra
y Darío en las escaramuzas de salón) y que escribieron en
Chile o sobre Chile, y en la lengua común que es el
español, pues dice la verdad y no sólo zanja la ya aburrida
cuestión de los cuatro grandes sino que abre nuevas
interrogantes, nuevos caminos, además de ser su poema o
artefacto, que es como Parra denomina a estos textos
cortos, una versión o diversión de aquellos versos de
Huidobro que dicen así:
Los cuatro puntos cardinales
Son tres
El sur y el norte.
Los versos de Huidobro son muy buenos y a mí me
gustan mucho, son versos aéreos, como buena parte de la
poesía de Huidobro, pero la versión/diversión de Parra me
gusta más, es como un artefacto explosivo puesto allí para
que los chilenos abramos los ojos y nos dejemos de
tonterías, es un poema que indaga en la cuarta dimensión,
tal como pretendía Huidobro, pero en una cuarta
dimensión de la conciencia ciudadana, y aunque a primera
vista parece un chiste, y además es un chiste, al segundo
vistazo se nos revela como una declaración de los
derechos humanos. Es un poema que, al menos a los
compungidos y atareados chilenos, nos dice la verdad, es
decir que nuestros cuatro grandes poetas son Ercilla y
Darío, el primero muerto en su Castilla natal en 1594, tras
una vida de viajero impenitente (fue paje de Felipe II y viajó
por Europa y luego combatió en Chile a las Órdenes de
Alderete y en Perú a las órdenes de García Hurtado de
Mendoza), el segundo muerto en su Nicaragua natal tras
haber vivido prácticamente toda su vida en el extranjero,
en 1916, dos años después de la muerte de Trakl, ocurrida
en 1914. Y ahora que he tocado a Trakl permítanme una
digresión pues se me ocurre pensar que cuando éste
abandona los estudios y entra a trabajar en una farmacia
como aprendiz, a la tierna pero ya no inocente edad de
dieciocho años, también está optando (y optando de forma
natural) por el destierro, pues entrar a trabajar en una
farmacia a los dieciocho años es una forma de destierro,
así como la drogadicción es otra forma de destierro, y el
incesto otra más, como bien sabían los clásicos griegos.
En fin, tenemos a Rubén Darío y tenemos a Alonso de
Ercilla, que son los cuatro grandes poetas chilenos, y
tenemos lo primero que nos enseña el poema de Parra, es
decir, que no tenemos ni a Darío ni a Ercilla, que no
podemos apropiarnos de ellos, sólo leerlos, que ya es
bastante. La segunda enseñanza del poema de Parra es
que el nacionalismo es nefasto y cae por su propio peso,
no sé si se entenderá el término caer por su propio peso,
imaginaos una estatua hecha de mierda que se hunde
lentamente en el desierto, bueno, eso es caer por su
propio peso. Y la tercera enseñanza del poema de Parra es
que probablemente nuestros dos mejores poetas, los dos
mejores poetas chilenos fueron un español y un
nicaragüense que pasaron por esas tierras australes, uno
como soldado y persona de gran curiosidad intelectual, el
otro como emigrante, como un joven sin dinero pero
dispuesto a labrarse un nombre, ambos sin ninguna
intención de quedarse, ambos sin ninguna intención de
convertirse en los más grandes poetas chilenos,
simplemente dos personas, dos viajeros. Y con esto creo
que queda claro lo que pienso sobre literatura y exilio o
sobre literatura y destierro.
�roberto b o l a ñ o
(2001)
de Putas asesinas
carnet de b a i l e
1. Mi madre nos leía a Neruda en Quilpué, en Cauquenes,
en Los Ángeles.
2. Un único libro: 20 poemas de amor y una canción
desesperada, Editorial Losada, Buenos Aires, 1961. En la
portada un dibujo de Neruda y un aviso de que aquella era la
edición conmemorativa de 1,000,000 de ejemplares. ¿En
1961 se había vendido 1,000,000 de ejemplares de los 20
poemas o se trataba de la totalidad de la obra publicada de
Neruda? Me temo que lo primero, aunque ambas
posibilidades son inquietantes, y ya inexistentes.
3. En la segunda página del libro está escrito el nombre de
mi madre, María Victoria Ávalos Flores. Una observación tal
vez superficial, contra todos lo indicios, me hace concluir
que no fue ella quien escribió su nombre allí. Tampoco es la
letra de mi padre, ni de nadie que yo conozca. ¿De quién,
entonces? Tras observar cuidadosamente esa firma
desdibujada por los años tengo que admitir, si bien con
reservas, que es la de mi madre.
4. En 1961, en 1962, mi madre tenía menos años de los que
yo tengo ahora, no llegaba a los 35, y trabajaba en un
hospital. Era joven y animosa.
5. Los 20 poemas, mis 20 poemas, han recorrido un largo
camino. Primero por diversos pueblos del sur de Chile,
después por varias casas de México DF, después por tres
ciudades de España.
6. El libro, por supuesto, no era mío. Primero fue de mi
madre. Esta se lo regaló a mi hermana y cuando mi
hermana se fue de Gerona rumbo a México me lo regaló a
mí. Entre los libros que me dejó mi hermana mis favoritos
eran los de ciencia ficción y la obra completa, hasta ese
momento, de Manuel Puig, que yo mismo le había regalado
y que entonces releí.
7. Neruda ya no me gustaba. ¡Y menos aún los 20 poemas
de amor!
8. En 1968 mi familia se fue a vivir a México DF. Dos años
después, en 1970, conocí a Alejandro Jodorowski, que para
mí encarnaba al artista de prestigio. Lo busqué a la salida de
un teatro (dirigía una versión de Zaratustra, con Isela Vega),
le dije que quería que me enseñara a dirigir películas y
desde entonces me convertí en asiduo visitante de su casa.
Creo que no fui un buen alumno. Jodorowski me preguntó
cuánto gastaba en tabaco cada semana. Le dije que
bastante, pues desde siempre he fumado como un
carretero. Jodorowski me dijo que dejara de fumar y que
ese dinero lo invirtiera en pagar unas clases de meditación
zen con Ejo Takata. De acuerdo, dije. Durante unos días
estuve con Ejo Takata, pero a la tercera sesión decidí que
eso no era lo mío.
9. Abandoné a Ejo Takata en plena sesión de meditación
zen. Cuando quise dejar la fila el japonés se abalanzó sobre
mí blandiendo un bastón de madera, el mismo con el que
golpeaba a los alumnos que así se lo pedían. Es decir, Ejo
ofrecía el bastón, los alumnos decían sí o no, y en caso de
ser la respuesta afirmativa, Ejo les descerrajaba unos
planazos que atronaban el espacio en penumbra
impregnado de incienso.
10. A mí, sin embargo, no me ofreció la posibilidad de
denegar los golpes. Su ataque fue fulminante y estentóreo.
Yo estaba junto a una chica, cerca de la puerta, y Ejo estaba
al fondo de la habitación. Supuse que tenía los ojos
cerrados y creí que no me iba a escuchar cuando me
marchara. Pero el pinche japonés me escuchó y se abalanzó
sobre mí gritando el equivalente zen de banzai.
11. Mi padre fue campeón de boxeo amateur en la categoría
de los pesos pesados. Su invicto reinado se circunscribió al
sur de Chile. A mí nunca me gustó boxear, pero aprendí
desde chico; siempre hubo un par de guantes de boxeo en
mi casa, ya fuera en Chile o en México.
12. Cuando el maestro Ejo Takata se abalanzó gritando
sobre mí probablemente no pretendía hacerme daño,
tampoco esperaba que yo automáticamente me defendiera.
Los planazos de su bastón servían generalmente para
desentumecer los nervios agarrotados de sus discípulos.
Pero yo no tenía los nervios agarrotados, yo sólo quería
largarme de allí de una vez por todas.
13. Si crees que te atacan, te defiendes, esa es una ley
natural, sobre todo a los 17 años, sobre todo en el DF. Ejo
Takata era nerudiano en la ingenuidad.
14. Según Jodorowski, él había introducido a Ejo Takata en
México. Durante una época Takata buscaba drogadictos por
las selvas de Oaxaca, la mayoría norteamericanos, que no
habían podido regresar después de un viaje alucinógeno.
15. Por lo demás, la experiencia con Takata no hizo que
dejara de fumar.
16. Una de las cosas que me gustaba de Jodorowski era
que hablaba de los intelectuales chilenos (generalmente en
contra) y me incluía a mí. Eso me proporcionaba una gran
confianza, aunque por descontado yo no tenía la más
mínima intención de ser como aquellos intelectuales.
17. Una tarde, no sé por qué, nos pusimos a hablar de
poesía chilena. Él dijo que el más grande era Nicanor Parra.
Acto seguido, se puso a recitar un poema de Nicanor, y
luego otro, y luego finalmente otro. Jodorowski recitaba
bien, pero los poemas no me impresionaron. Yo era por
entonces un joven hipersensible, además de ridículo y muy
�19. Cuando salí de casa de Jodorowski supe que nunca más
iba a volver allí y eso me dolió tanto como sus palabras y
seguí llorando por la calle. También supe, pero esto de una
forma más oscura, que no volvería a tener un maestro tan
simpático, un ladrón de guante blanco, el estafador
perfecto.
20. Pero lo que más me extrañó de mi actitud fue la defensa
más bien miserable y poco argumentada, pero defensa al fin
y al cabo, que hice de Pablo Neruda, de quien sólo había
leído los 20 poemas de amor (que por entonces me
parecían involuntariamente humorísticos) y el Crepusculario,
cuyo poema “Farewell” encarnaba el colmo de los colmos
de la cursilería, pero por el cual siento una inquebrantable
fidelidad.
21. En 1971 leí a Vallejo, a Huidobro, a Martín Adán, a
Borges, a Oquendo de Amat, a Pablo de Rokha, a Gilberto
Owen, a López Velarde, a Oliverio Girondo. Incluso leí a
Nicanor Parra. ¡Incluso leí a Pablo Neruda!
22. Los poetas mexicanos de entonces que eran mis
amigos y con quienes compartía la bohemia y las lecturas,
se dividían básicamente entre vallejianos y nerudianos. Yo
era parriano en el vacío, sin la menor duda.
23. Pero hay que matar a los padres, el poeta es un
huérfano nato.
24. En 1973 volví a Chile en un largo viaje por tierra y por
mar que se dilató al arbitrio de la hospitalidad. Conocí a
revolucionarios de distinto pelaje. El torbellino de fuego en
el que Centroamérica no tardaría en verse envuelta ya se
avizoraba en los ojos de mis amigos, que hablaban de la
muerte como quien cuenta una película.
26. Tenía menos de un mes para disfrutar de la construcción
del socialismo. Por supuesto, yo entonces no lo sabía. Era
parriano en la ingenuidad.
27. Asistí a una exposición y vi a varios poetas chilenos, fue
espantoso.
28. El 11 de septiembre me presenté como voluntario en la
única célula operativa del barrio en donde yo vivía. El jefe
era un obrero comunista, gordito y perplejo, pero dispuesto
a luchar. Su mujer parecía más valiente que él. Todos nos
amontonamos en el pequeño comedor de suelo de madera.
Mientras el jefe de la célula hablaba me fijé en los libros que
tenía sobre el aparador. Eran pocos, la mayoría novelas de
vaqueros como las que leía mi padre.
29. El 11 de septiembre fue para mí, además de un
espectáculo sangriento, un espectáculo humorístico.
30. Vigilé una calle vacía. Olvidé mi contraseña. Mis
compañeros tenían 15 años o eran jubilados o
desempleados.
31. Cuando murió Neruda yo ya estaba en Mulchén, con mis
tíos y tías, con mis primos. En noviembre, mientras viajaba
de Los Ángeles a Concepción, me detuvieron en un control
de carretera y me metieron preso. Fui el único al que
bajaron del autobús. Pensé que me iban a matar allí mismo.
Desde el calabozo oí la conversación que sostuvo el jefe del
retén, un carabinero jovencito y con cara de hijo de puta (un
hijo de puta revolviéndose en el interior de un saco de
harina), con sus jefes de Concepción. Decía que había
capturado a un terrorista mexicano. Luego se retractó y dijo:
terrorista extranjero. Mencionó mi acento, mis dólares, la
marca de mi camisa y de mis pantalones.
32. Mis bisabuelos, los Flores y los Graña, intentaron
vanamente domar la Araucanía (aunque no fueron capaces
ni de domarse a sí mismos), por lo que es probable que
fueran nerudianos en la desmesura; mi abuelo Roberto
Ávalos Martí fue coronel y estuvo destinado en varias plazas
del sur hasta una jubilación temprana y oscura, lo que me
hace pensar que fue nerudiano en el blanco y en el azul; mis
abuelos paternos llegaron de Galicia y Cataluña, dejaron sus
vidas en la provincia de Bío-Bío y fueron nerudianos en el
paisaje y en la laboriosa lentitud.
33. Durante algunos días estuve encerrado en Concepción y
luego me soltaron. No me torturaron, como temía, ni
siquiera me robaron. Pero tampoco me dieron nada para
comer ni para taparme por las noches, por lo que tuve
que vivir de la buena voluntad de los presos que
compartían su comida conmigo. De madrugada
escuchaba cómo torturaban a otros, sin poder dormir,
sin nada que leer, salvo una revista en inglés que alguien
había olvidado allí y en la que lo único interesante era un
artículo sobre una casa que en otro tiempo perteneció al
poeta Dylan Thomas.
34. Me sacaron del atolladero dos detectives, ex
compañeros míos en el Liceo de Hombres de Los
Ángeles, y mi amigo Fernando Fernández, que tenía un
año más que yo, 21, pero cuya sangre fría era sin duda
equiparable a la imagen ideal del inglés que los chilenos
desesperada y vanamente intentaron tener de sí
mismos.
35. En enero de 1974 me marché de Chile. Nunca más
he vuelto.
36. ¿Fueron valientes los chilenos de mi generación? Sí,
fueron valientes.
37. En México me contaron la historia de una muchacha
del MIR a la que torturaron introduciéndole ratas vivas
por la vagina. Esta muchacha pudo exiliarse y llegó al
DF. Vivía allí, pero cada día estaba más triste y un día se
murió de tanta tristeza. Eso me dijeron. Yo no la conocí
personalmente.
38. No es una historia extraordinaria. Sabemos de
campesinas guatemaltecas sometidas a vejaciones sin
nombre. Lo increíble de esta historia es su ubicuidad. En
París me contaron que una vez llegó allí una chilena a la
que habían torturado de la misma manera. Esta chilena
también era del MIR, tenía la misma edad que la chilena
de México y había muerto, como aquella, de tristeza.
39. Tiempo después supe la historia de una chilena de
Estocolmo, joven y militante del MIR o ex militante del
MIR, torturada en noviembre de 1973 con el sistema de
las ratas y que había muerto, para asombro de los
médicos que la cuidaban, de tristeza, de morbus
melancholicus.
40. ¿Se puede morir de tristeza? Sí, se puede morir de
tristeza, se puede morir de hambre (aunque es
doloroso), se puede morir incluso de spleen.
41. ¿Esta chilena desconocida, reincidente en la tortura y
en la muerte, era la misma o se trataba de tres mujeres
distintas, si bien correligionarias en el mismo partido y
de una belleza similar? Según un amigo, se trataba de la
misma mujer que, como en el poema de Vallejo “Masa”,
Soñé que traducía al Marqués de Sade a golpes de hacha.
18. En alguno de sus escritos Bataille dice que las lágrimas
son la última forma de comunicación. Yo me puse a llorar,
pero no de una manera normal y formal, es decir dejando
que mis lágrimas se deslizaran suavemente por las mejillas,
sino de una manera salvaje, a borbotones, más o menos
como llora Alicia en el País de las Maravillas, inundándolo
todo.
25. Llegué a Chile en agosto de 1973. Quería participar en la
construcción del socialismo. El primer libro de poemas que
compré fue Obra gruesa, de Parra. El segundo, Artefactos,
también de Parra.
Soñé que hacía un 69 con Anaïs Nin sobre una enorme losa de basalto.
orgulloso, y afirmé que el mejor poeta de Chile, sin duda
alguna, era Pablo Neruda. Los demás, añadí, son unos
enanos. La discusión debió de durar media hora.
Jodorowski esgrimió argumentos de Gurdjieff, Krishnamurti
y Madame Blavatski, luego habló de Kierkegaard y
Wittgenstein, luego de Topor, Arrabal y él mismo. Recuerdo
que dijo que Nicanor, de paso para alguna parte, se había
alojado en su casa. En esa afirmación entreví un orgullo
pueril que desde entonces nunca he dejado de percibir en la
mayoría de los escritores.
�Soñé que Baudelaire hacía el amor con una sombra en una habitación donde se había cometido un crimen.
Soñé que estaba soñando, habíamos perdido la revolución antes de hacerla y decidía volver a casa.
al morir se iba multiplicando sin dejar por ello de
morir. (En realidad, en el poema de Vallejo el
muerto no se multiplica, quienes se multiplican
son los suplicantes, los que no quieren que
muera.)
42. Hubo una vez una poeta belga llamada Sophie
Podolski, Nació en 1953 y se suicidó en 1974.
Sólo publicó un libro llamado Le Pays où tout est
permis (Montfaucon Research Center, 1972, 280
páginas facsímiles).
43. Germain Nouveau (1852-1920), que fue amigo
de Rimbaud, pasó los últimos años de su vida
como vagabundo y como mendigo. Se hacía
llamar Humilis (en 1910 publicó Les poèmes
d´Humilis) y vivía en las puertas de las iglesias.
44. Todo es posible. Eso todo poeta debería
saberlo.
45. Una vez me preguntaron cuáles eran los
jóvenes poetas chilenos que a mí me gustaban.
Tal vez no emplearan la palabra “jóvenes” sino
“actuales”. Dije que me gustaba Rodrigo Lira,
aunque este ya no pueda ser actual (pero sí joven,
más joven que todos nosotros) puesto que está
muerto.
46. Parejas de baile de la joven poesía chilena: los
nerudianos en la geometría con los huidobrianos
en la crueldad, los mistralianos en el humor con
los rokhianos en la humildad, los parrianos en el
hueso con los lihneanos en el ojo.
47. Lo confieso: no puedo leer el libro de
memorias de Neruda sin sentirme mal, fatal. Qué
cúmulo de contradicciones. Qué esfuerzo para
ocultar y embellecer aquello que tiene el rostro
desfigurado. Qué falta de generosidad y qué poco
sentido del humor.
48. Hubo una época felizmente ya pasada de mi
vida en que veía por el pasillo de mi casa a Adolf
Hitler. Hitler no hacía nada más que caminar
pasillo arriba y pasillo abajo y cuando pasaba por
la puerta abierta de mi dormitorio ni siquiera me
miraba. Al principio pensaba que era (¿qué otra
cosa podía ser?) el demonio y que mi locura era
irreversible.
49. Quince días después Hitler se esfumó y yo
pensé que el siguiente en aparecer sería Stalin.
Pero Stalin no apareció.
50. Fue Neruda el que se instaló en mi pasillo. No quince
días, como Hitler, sino tres, un tiempo considerablemente
más corto, señal de que la depresión amenguaba.
60. ¿Barbusse le gustaba? Todo hace pensar que sí. Y
Shólojov. Y Alberti. Y Octavio Paz. Extraña compañía para
viajar por el Purgatorio.
51. En contrapartida, Neruda hacía ruidos (Hitler era
silencioso como un trozo de hielo a la deriva), se quejaba,
murmuraba palabras incomprensibles, sus manos se
alargaban, sus pulmones sorbían el aire del pasillo (de ese
frío pasillo europeo) con fruición, sus gestos de dolor y sus
modales de mendigo de la primera noche fueron cambiando
de tal manera que al final el fantasma parecía recompuesto,
otro, un poeta cortesano, digno y solemne.
61. Pero también le gustaba Éluard, que escribía poemas de
amor.
52. A la tercera y última noche, al pasar por delante de mi
puerta, se detuvo y me miró (Hitler nunca me había mirado)
y, esto es lo más extraordinario, intentó hablar, no pudo,
manoteó su impotencia y finalmente, antes de desaparecer
con las primeras luces del día, me sonrió (¿como
diciéndome que toda comunicación es imposible pero que,
sin embargo, se debe hacer el intento?).
63. ¿En el sótano de lo que llamamos “Obra de Neruda”
acecha Ugolino dispuesto a devorar a sus hijos?
53. Conocí hace tiempo a tres hermanos argentinos que
murieron intentando hacer la revolución en países diferentes
de Latinoamérica. Los dos mayores se traicionaron
mutuamente y de paso traicionaron al menor. Este no
cometió traición alguna y murió, dicen, llamándolos, aunque
lo más probable es que muriera en silencio.
66. ¿Como a la Cruz, hemos de volver a Neruda con las
rodillas sangrantes, los pulmones agujereados, los ojos
llenos de lágrimas?
54. Los hijos del león español, decía Rubén Darío, un
optimista nato. Los hijos de Walt Whitman, de José Martí,
de Violeta Parra; desollados, olvidados, en fosas comunes,
en el fondo del mar, sus huesos mezclados en un destino
troyano que espanta a los supervivientes.
62. Si Neruda hubiera sido cocainómano, heroinómano, si lo
hubiera matado un cascote en el Madrid sitiado del 36, si
hubiera sido amante de Lorca y se hubiera suicidado tras la
muerte de este, otra sería la historia. ¡Si Neruda fuera el
desconocido que en el fondo verdaderamente es!
64. ¡Sin ningún remordimiento! ¡Inocentemente! ¡Sólo
porque tiene hambre y ningún deseo de morirse!
65. No tuvo hijos, pero el pueblo lo quería.
67. Cuando nuestros nombres ya nada signifiquen, su
nombre seguirá brillando, seguirá planeando sobre una
literatura imaginaria llamada literatura chilena.
68. Todos los poetas, entonces, vivirán en comunas
artísticas llamadas cárceles o manicomios.
69. Nuestra casa imaginaria, nuestra casa común.
55. Pienso en ellos estos días en que los veteranos de las
Brigadas Internacionales visitan España, viejitos que bajan
de los autocares con el puño en alto. Fueron 40,000 y hoy
vuelven a España 350 o algo así.
56. Pienso en Beltrán Morales, pienso en Rodrigo Lira,
pienso en Mario Santiago, pienso en Reinaldo Arenas.
Pienso en los poetas muertos en el potro de tortura, en los
muertos de sida, de sobredosis, en todos los que creyeron
en el paraíso latinoamericano y murieron en el infierno
latinoamericano. Pienso en esas obras que acaso permitan a
la izquierda salir del foso de la vergüenza y la inoperancia.
57. Pienso en nuestras vanas cabezas puntiagudas y en la
muerte abominable de Isaac Babel.
58. Cuando sea mayor quiero ser nerudiano en la sinergia.
59. Preguntas para antes de dormir. ¿Por qué a Neruda no le
gustaba Kafka? ¿Por qué a Neruda no le gustaba Rilke? ¿Por
qué a Neruda no le gustaba De Rokha?
R o b e r t o B o l a ñ o
Santiago·de·Chile·53–03
�Y la pregunta deja en suspensivo una amarga
gota del veneno de la verdad... De hecho, la
novela Los lanzallamas es la apoteosis de los
puntos en suspensivo...
Por eso es preferible dejar el tema de lado,
reponerse uno mismo la mascarilla antigás, y
revolver nuestra propia pasta de fosgeno en
tanto plasma 2007% letal, una de cuyas
propiedades coligativas sería la altísima
conectividad gaseosa vía e-mail (dada la
persistencia de un correo postal con demasiada
seguridad para ser seguro).
Y es que el fosgeno no se fabrica para leer en
la plaza, ciertamente. Sino para releer en la
alcoba. Es reconsiderarlo todo, reescribir no
sólo los siete, sino los dos mil siete pilares
literarios de la nación (o su noción de nación).
Es recontar la historia y la metahistoria,
reevaluar el canon y su contracanon (dos
marcas de cámaras fotográficas, donde una
siempre se vende más). Es repoblar el desierto
del provinciano camping literario mundial, y
reforestar aquellos árboles decrépitos durante
décadas: rociarlos con fosgenabono hasta
sustituirlos por algún rastrojo rizomático,
múltiple y menor. Es repensar el lenguaje,
repesarlo y repasarlo con pericia de perito
ingenieril: rescatarlo del abuso ad usum
tecnoburocratizado, parlamentoso y ministeril
(hasta restaurarle su misterio y su aura oscura, a
la medida del hombre si no nuevo por lo menos
real). Y es, por supuesto, huir sin mostrar la
cara. O con otra máscara puesta, camuflada de
raicillas y cascarilla post-post: en tanto
operarios, se trata de mutar por cualquier
válvula de escape que no implique ningún epos
fundamentalistrascendental. Es volver a ser
volátiles, como todo gas (incluido el fosgeno,
tan hipermutagénico, súpervolatizable y voraz).
Eso. Poner una fábrica de fosgeno. Hacer
revistas literarias es como poner una fábrica de
fosgeno. Clandestina, por supuesto. A la
manera de una novela de Roberto Arlt y Los
Lanzallamas francotiradores: sus personajes del
Arltrólogo y Erdosain, protosuicidas literales y
literarios en medio de un conato de conjura,
cuando a priori ya se sabía que era demasiado
tardenoche para intentarlo por dos mil séptima
vez.
Post-revistería y pre-revolución: en cualquier
variante, que nuestro contræpitafio ahora sea
REV IN PEACE.
OrlandoLuisPardoLazo
LaHabana·71
fosgeno·fosgeno·fosgeno·fosgeno·
fosgeno·fosgeno·fosgeno·fosgeno·
fosgeno·fosgeno·fosgeno·fosgeno·
fosgeno·fosgeno·fosgeno·fosgeno·
fosgeno·fosgeno·fosgeno·fosgeno·
fosgeno·fosgeno·fosgeno·fosgeno·
Aunque sea digital, hacer una revista es como
poner una fábrica de fosgeno en el punto más
limítrofe de nuestra literatura preindustrial (y
toda localiteratura lo es). Es rebasar un borde,
tantear el abismo de lo fronterizo y lo fantasmal,
acaso también el de aquella pre-revolucioncita
lanzallamada en secreto por los chicos Arlt.
Ficha Técnica Anexa: El fosgeno es
mortífero incluso si se diluye 1 parte en 959 de
aire (lo cual lo hace ideal para la
contaminación de toda atmósfera
ideosimbólica). El fosgeno obliga a ser
respirado y así se autodisemina, provocando
un cambio de protocolos de lectura en uno y
otro pulmón del lector: es un virus virtual cuyo
ADN político puede girar dextro o levo,
según… El fosgeno es bastante denso (1.492)
y flota muy mal en los pasillos ministeriales. Al
quedar pegado a la superficie, sus moléculas
no ascienden ni profundizan, por lo que es la
pura duda y relatividad, una meseta intermedia
sin continuidad ni transición: mera
recirculación de átomos y quarks en una
atmósfera macroficial. El fosgeno ya ha sido
empleado con éxito por los terroritmos de
vanguardia como una p(s)icoescritura privada y
antisocial (recordar la pica clavada en Trotsky,
acaso por leer demasiado atento el texto de
un mercader), y casi siempre su uso ha sido
de contrabando con tal de no pagarle
impuesto al Estado. El fosgeno demuestra
más que muestra, en tanto recurso más que
discurso (fatum fáctico). El fosgeno es un tufo
fugás, una fuga, un vaho tránsfugas que se
constituye en delito a falta de deleite y delirio
(y a exceso de canon a la cañona).
–Revistas literarias, ¿para qué...? –pregunta el
Editor en Jefe oficial–. ¿Para implosionar las
murallas con el pinchazo de una aguja loca y
locuaz..., sin punta ni pauta...? ¿Por el placer de
lanzar el texto como se patea una piedra al
abismo..., sin concesiones ni correcciones de
estilo..., sin hastío ontológico…, ni ortopedia de
paideias…, y sin mayor táctica gramatical...?
¿Para publicar como quien hace puenting sin
protección..., sin correajes ni mallas..., en una
diasporizante diálisis contra el vacío y ósmosis
intertextual...? ¿Para tender puentes parapolíticos a
quien quiera adiccionarse a esa fascinación del
complot: una tara de escritor fracasado
inaugurada por el nombre completo de Roberto
Godofredo Cristophersen Arlt de
Iobstraibitzer...?
·fosgeno·
·fosgeno·
·fosgeno·
·fosgeno·
·fosgeno·
·fosgeno·
Eso. Poner una fábrica de fosgeno. Hacer
revistas literarias es como poner una fábrica de
fosgeno. Clandestina, por supuesto. A la
manera de una novela de Roberto Arlt y Los
Lanzallamas francotiradores: sus personajes del
Arltrólogo y Erdosain.
En condiciones de guerra en tiempos de paz,
no tiene caso tanta tonta institucionalidad,
aunque rime. Literariamente, hay que lanzarse a
las llamas. El ghetto parece entonces mejor
táctica que el diálogo. Se trata de operar desde
una guerrilla estéticonceptual, donde todo acto
es mejor que un pacto, pues sería nonsense
sentarse a negociar con el stablishment-quo lo
que a priori ya se sabe que empezará en
bancarrota. Permanecer de pie, incluso pegado
a las cuerdas y esquivando jabs, resulta a la
postre la postura más higiénica para que no se
postre la columna del clandestinautor. Al
respecto, fue lastimosa la imagen del cadáver
del propio Arlt, transpostrado en helicóptero
como un poste sacro-lumbar sobre la fotofija de
su ciudad: Pésimos Aires.
–Revistas literarias, ¿para qué...? –pregunta el
Editor en Jefe oficial–. ¿Para publicar ad libitum, ad
limitum, o al azar..., sin balance ni bula papal..., sin
comentarios ni consenso..., sin curadoría ni censura
cinicómica o paternalistutelar..., sin contexto
histórico ni criterio editorial que no sea el deseo
privado de jugar a la social-libertad..., ese
irreverente y rabioso juguetico intelectual...?
Y la pregunta deja en suspensivo una amarga
gota del veneno de la verdad... De hecho, la
novela Los lanzallamas es la apoteosis de los
puntos en suspensivo...
Por eso es preferible dejar el tema de lado,
ponerse la mascarilla antigás, y volver al uso del
fosgeno como sustancia 2007% letal, cuya
síntesis popular (a partir de cloro doméstico y
óxido de carbono automotor) sigue estando
prohibida por alguna ilegible ley.
Y es que el fosgeno es un vapor literárido. Por
eso mismo lo primero es poner la fábrica y
punto. Sin mayor averiguación ni tantos
diálargos, como los del Arltrólogo con Erdosain
en la tardenoche pre-revolucionaria de
Temperley. Tampoco hay que tener mucho
temple. Para hacer una revista literaria basta con
poner una fábrica de fosgeno: ubicarse en un
mínimo mapa de maquinitas centrífugas,
compresoras, manómetras, refrigerantes, de
embalaje, rotulado y guillotinación («Este
sistema de fabricación es angloamericano», dice
el criminal informe de Arlt).
·pardo·lazo·orlando·luis·pardo·lazo·orlando·luis·pardo·lazo·orlando·luis·
�zombies, vampiros y romanticismo barato.
Gente que quiere hard boiled, splatter punk,
porno suave y duro.
Ese público está ahí: es el lado oscuro
de los que compran en las librerías de
Providencia, los hermanos gemelos de los
que van a la Feria del Libro, a la del Forestal, a
la de la Estación Mapocho. Ese público y las
ficciones que puede o no desear son
invisibles, etéreos, porque ni los piratas hacen
libros para ellos. Pero están ahí. Al acecho. Y
la mejor literatura viene de donde menos se la
espera. Si no, basta pensar en Borges, que
adoraba a Mark Twain y a Lovecraft, pero que
se saltaba olímpicamente a casi todos los
rusos, optando por lo menor, por los
perdedores y los olvidados, por esa legión de
ficciones silenciadas que son en realidad el
mejor patrimonio de nuestra mala memoria.
CLASE Z
álvaro·bisama
álvaro·bisama
álvaro·bisama
álvaro·bisama
¿Con qué nos quedamos? ¿Con las bellas
letras o con la basura? ¿Con las novelas
totales o con los engendros comerciales?
¿Con la poesía o con los subgéneros
menores? Es difícil decidir: en un país que
tiene a dos o tres bestselleristas de
renombre, como Chile, es extraño que los
géneros de explotación no hayan eclosionado
con la fuerza que deberían haberlo hecho, que
no haya cultura del policial o de la ciencia
ficción más allá de los cenáculos de fanáticos.
Que no haya porno, que no haya literatura
erótica o folletín.
Se me ocurre todo eso cuando pienso en
el olvido que ha caído la obra de Hugo Correa,
o en ese prólogo de Héctor Velis-Meza para
una antología de cuentos de terror de la
década de los 80, que era pobre de ideas,
escaso de teoría y absolutamente idiota. O
que la obra de Ramón Díaz, un policial urbano,
efectivo y sólido, circule más en el extranjero
que acá. O que nadie –ahora que lanzan hasta
las servilletas firmadas por Neruda– reedite
las aventuras de Román Calvo, el Sherlock
Holmes chileno.
Porque no. Los escritores nacionales son
tipos serios y refinados, y si se arriesgan, será
con un par de chistes cultos, bromas
celebradas en una mesa del Tavelli, mientras
comentan que sí, eran buenos aquellos
tiempos en el taller de Donoso. No. En Chile
la clase B, la literatura de clase Z, los
subgéneros no le gustan a nadie. Menos a
los críticos, que evaden a Stephen King
como si fuera la lepra, que obvian a
Grisham, que con suerte han leído lo peor de
Ballard, pero siguen celebrando el advenimiento de no sé qué poeta joven de 25 años,
nazi, lesbiano y chilote, que escribe en
yámbicos rapeados sobre la mugre de su
ombligo.
Pero la basura está ahí. Detrás de todo.
Los lectores están ahí, acechando, esperando
porque salte la liebre. Gente que asuela San
Diego, Franklin, la Plaza O'Higgins en
Valparaíso. Adolescentes que crean sus
propias páginas web para piratear lo que les
gusta, para escribir las ficciones que anhelan
y que nadie escribe. Fetichistas de libros
antiguos. Fanáticos de películas de kárate.
Adolescentes góticas que escriben mejores
diarios de vida que los de Melissa Panarello,
que el de Catherine Millet. Señoras y señoras
que esperan ficciones obscenas para alegrar
sus noches. Gente que quiere cadáveres y
bisama·álvaro
bisama·álvaro
bisama·álvaro
bisama·álvaro
T
RIBU
En los 90, alguna vez escribí para un viejo
fanzine porteño un relato sobre las Tortugas
Ninja. No era un mal cuento, creo, y debe
estar perdido por ahí: el narrador era un
mutante salido de un tarro de desechos
radiactivos en el escenario de una Nueva York
al borde del Apocalipsis finisecular.
Recordé ese texto –que era delirante
pero que, recuerdo, me encantó escribir por
lo estúpido y paródico de la idea– cuando
empecé a leer La séptima M de Francisca
Solar (n. 1983). Se trata, creo, de una escritura
que no responde a las pautas habituales del
mundillo literario local: la autora no se pasó
años en talleres, no veneró vacas sagradas y,
me imagino, jamás leyó a Donoso como si
fuera la Biblia. Por el contrario, lo que hizo fue
sentarse a escribir sobre el universo que le
gustaba y conocía de memoria (el de Harry
Potter y los X-Files), publicando en la web un
gigantesco relato apócrifo por entregas, sin
pedir permiso a nadie más que a sí misma y a
sus eventuales lectores, los que pasaron de
decenas a miles.
Gracias a eso, La séptima M, su primera
novela impresa –que ahora se lanza en
España y se transa en Frankfurt–, termina
siendo algo inaudito para el medio chileno.
Más allá de que el texto responda a los
tópicos del thriller de suspenso y suponga
una incursión más en una –más que
detestable, para algunos– literatura comercial,
escenifica el imaginario personal de un
proyecto –alimentado por una larga tradición
de géneros menores– que opta intencionalmente por ofrecerse como un espacio de
citas cruzadas una y otra vez, donde se
yuxtaponen la obra televisiva de Chris Carter,
kilos de música pop e infinitas películas
policíacas.
Lo extraño es que ese universo, lejos de
ser una colección arbitraria de referentes por
encargo, pareciera poseer una oscura fuerza
de gravedad propia: la heroína del libro está al
borde de la depresión, otro de los
protagonistas transa en línea imágenes de
cadáveres descuartizados, y sobre toda la
trama
campea
un
clima
clausurado,
amplificado por el paisaje espectral de un sur
poblado de cadáveres.
¿Es éste el futuro de la literatura chilena?
Puede ser. Me parece divertido que así sea.
La obra de Solar no proviene de ninguna
academia y surge desde la red, la fan-fiction y
los blogs; viene de lugares donde se están
cocinando modos de encarar los relatos
distintos a los de ficción consensuada local.
Puede que se trate de una literatura
descentrada, poblada de excentricidades
involuntarias, pero también es posible ver ahí
un método de ensayo y error que va
avanzando y borrándose a diario, que no
aspira a la trascendencia del papel y al que no
le sirve otro canon que no sean sus propias
obsesiones y fetiches culturales.
Es un desvío que se me antoja como
necesario, porque tal vez me provoca un déjà
vu, la memoria como un loop que va y viene, y
me lanza directo a esos viejos fanzines en los
que aprendió a escribir gran parte de mi
generación, gente que se formó no con
bibliotecas digitales sino con fotocopias,
videos pirateados, libros prestados o robados
o de quinta mano. Con una suerte de
conocimiento atrasado y arrasado, descontextualizado; con los fragmentos de un saber
mayor que se nos escurría pero que
intentábamos capturar o procesar a como
diera lugar, jugando con un mecano
desarmado y armado a gusto que servía para
construir, de paso –y parafraseando a Pitol–,
nuestra propia casa de la tribu.
ÁlvaroBisama
Valparaíso·75
�bandera de salida
bandeja de entrada
jorge enrique
lage
A mediados del año pasado y por razones que tenían que ver con
narrativa mutante, signifique eso lo que signifique, crucé unos mails con
el escritor español Germán Sierra. Él tuvo la generosa idea de enviarme
algunos de sus libros por correo postal. Yo le di mi dirección y me olvidé
del asunto. Pasó más de un mes. Una tarde entré a la librería Ateneo
Cervantes (frente a la Moderna Poesía, vaya manera de nombrar) y en la
sección de libros usados y en consignación vi puesta una novela de
Germán Sierra, Efectos secundarios. Editorial Debate. Cien pesos. Pensé
que lo más probable era que el tipo nunca me enviara nada, o que me
enviara lo último y no una novela del año 2000, premiada en el Premio
Jaén (sí, el mismo que después ganó Ena Lucía Portela) por un jurado
donde había escritores tan disímiles como Rodrigo Fresán y Belén
Gopegui. Así que compré Efectos secundarios sin pensarlo mucho y en
algún lugar de Prado me senté a hojearlo. El libro parecía nuevo pero
tenía una dedicatoria: Para Jorge Enrique Lage, muy agradecido por su
interés. Germán Sierra.
Leí esa dedicatoria como un millón de veces. No debo haber contado
tantas reflexiones al estilo “de modo que la realidad era esto”, “de modo
que el realismo persiste”, y cosas así. Al día siguiente volví a la librería.
No estaba la empleada a quien llamaban La Tasadora, encargada de
comprar los libros que la gente iba a vender, ponerles un precio y
ponerlos ahí. Lo que sí estaba era Alto voltaje, un libro de cuentos de
Germán Sierra, Random House Mondadori, 2004. Treinta pesos. A Jorge
Enrique Lage, estoy deseando poder leer los suyos. Un abrazo.
Durante un tiempo consideré escribirle al buen Germán. Para darle
las gracias, para decirle que ya tenía en mi poder los dos libros, en caso
de que fueran dos. No tengo claro por qué no lo hice. Quizás porque me
vería en el compromiso de enviarle mis libros que no existen y que, de
existir, se perderían en el océano. El Atlántico como material aislante,
como un ácido que disuelve ciertas cosas y no deja leer otras. Quizás
porque el propio Germán y sus libros (los cuentos me interesaron mucho,
la novela no tanto), considerados aisladamente, ya no tenían importancia
para mí.
En uno de los mails que le había escrito con anterioridad, yo
nombraba a otros escritores españoles: Javier Calvo, Eloy Fernández
Porta (cuyo artículo “Retórica y punk en el relato contemporáneo” alguna
vez leí como si se tratara de un nuevo evangelio), Juan Francisco Ferré,
Vicente Luis Mora y Robert-Juan Cantavella (que fue jefe de redacción de
la desaparecida revista Lateral). Junto a Germán Sierra, algunas de las
firmas más notables de la escena literaria alternativa y de vanguardia. El
sound remezclado de las tecnologías. Más champú y menos caspa.
Paseos por el laboratorio y no por el parque. La sensación de que el
realismo dominical tiene los días contados. Germán me escribió
entonces algo así como que se alegraba de que una visión distinta y
minoritaria de la literatura española hubiera llegado hasta Cuba. Volver
sobre eso podía ser un buen reinicio del diálogo, pero tampoco así me
animé. Estaba el peligro de que me pusieran rápidamente en contacto
con todos esos escritores raros, abriéndome nuevas posibilidades de
incomunicación: ellos empezarían a escribirme y yo no sabría responder
de manera eficaz. No soy bueno escribiéndole a personas reales, en un
momento u otro todo se me vuelve literatura. Por otra parte, ellos no
tardarían en mandarme sus libros, quizás varias cajas de libros que, por
supuesto, se perderían al tocar tierra.
Pero que los libros se pierdan es sólo el principio. El Atlántico como
la posibilidad abierta a todos los desvíos. Más tarde que temprano los
libros aparecen, y uno puede quedarse sin dinero, como yo, pero nunca
quedarse dormido. Cuba no es precisamente el lado cómodo de la
almohada. Los libros circulan de manera extraña. Se ocultan y se exhiben
y se mueven siempre un poco más y un poco menos de lo debido. Desde
esos movimientos singulares, en los cruces de esos tráficos y
circulaciones es donde puede uno escribir o enfrentar la imposibilidad de
escribir ciertas cosas a los escritores que te escriben mails, donde te das
cuenta de que posiblemente has leído mejor o ya has leído cosas que
aún no has leído y no tienes manera de saberlo. Hay algo ahí que tiene
que ver con el instinto, con la supervivencia, con desarrollar anticuerpos.
Y también con el robo. Yo soy el primero en robar. Cuba no es
precisamente la ley y los buenos modales de un buque fantasma. El
Atlántico como licencia a la piratería y, llegado el caso, licencia para
matar.
Otra manera más fantasy de verlo: Hay un basural electrónico, una
precaria estructura de desechos cuyas radiaciones se te han metido en la
médula hasta el ADN. Un territorio a defender. Pero nunca matando
mutantes. El mutante eres tú.
JorgeEnriqueLage
LaHabana·79
�fresán
a) el asesinato de
Kennedy se impide
a último momento;
b) Kennedy, como
Elvis, está vivo, sobrevivió a las balas,
y vive escondido
por alguna agencia
de inteligencia convertido en un vegetal, un opa o un súper hombre reconstruido cibernéticamente.
A la hora de
JFK vale todo y
desde el vamos
se confunden los
límites entre ficción y realidad,
entre lo que se supone que fue y lo que pudo haber sido: estadista
genial o idiota rematado, sátiro fiestero o abnegado padre de familia,
agónica mala salud o vigor de estrella de cine, justo soberano de
Camelot o presidente con lo justo gracias a la mafia y a los votos que
le compró su padre, ganador de un Pulitzer por su Profiles in
Courage o autor de un libro en realidad escrito por un tal Ted
Sorensen, un ghost-writer de prestigio. Y además –a no olvidarlo– su
mito inmortal intersecta los mitos inmortales de su hermano, de su
hijo, de Marilyn Monroe y el de John Lennon como blanco móvil de
asesinos programados por la CIA y activado a distancia cada vez que
leen determinado párrafo de una novela de Jerome David Salinger
titulada The Catcher in the Rye; y rebota en los mitos mortales de
todos esos veteranos guardaespaldas susurrando los blues de lo que
salió mal y de lo que ya jamás podrán olvidar mientras, en la juke-box
del bar, resuena “The Day John Kennedy Died” de Lou Reed.
el otro seño r
No sé si es cierto aquello de que la erupción del volcán
Krakatoa generó una ola gigante que dio la vuelta al mundo;
pero sí está perfectamente claro que el sonido de esos disparos
a las 12:33 de una soleada mañana de Texas hace cuarenta
años todavía retumban hoy en los pasillos del inconsciente
colectivo. Ya se sabe: la cabeza de un luminoso presidente
norteamericano volando por los aires frente a una multitud y –de
inmediato, en vivo y en directo, como el Apolo 11 o el 11 de
septiembre– el nacimiento de un mito sombrío y de la manía
conspiratoria donde nada queda del todo explicado y donde la
Gran Historia Oficial se astilla en diferentes pequeñas e
hipotéticas historias. Así la efeméride como súbito Expediente
X y el literalmente Big Bang de la ficción avanzando sobre los
territorios de lo documental. Así la persona de John Fitzgerald
Kennedy muriendo para resucitar como gran personaje y, de
paso, convirtiendo a todo el planeta en escena del crimen.
Preparen
Y, de acuerdo, hacía tiempo que los Estados Unidos ya habían
inaugurado la costumbre de matar presidentes, pero también
es cierto que el magnicidio de JFK es el instante en que, se
repite una y otra vez, el país pierde su inocencia (la muerte de
uno como el bautismo de millones; Kennedy como rey con la
ciudadanía toda como confundido Príncipe Hamlet) y encuentra
y se engancha a la droga de la eterna sospecha porque a) nada
ha quedado del todo explicado, y –saludable y fértil síntoma a la
hora de cultivar ficciones– b) cualquier cosa pudo haber
sucedido. De este modo, a la hora del quién asesinó y por qué
fue realmente asesinado el presidente todo es posible y nada
se esclarece y así (inmejorable ejemplo de ello es aquel
formidable y paranoico film de Oliver Stone casi cerrando con
esa largo monólogo informativo y académico de Donald
Sutherland) la K de Kennedy puede leerse, también, como una K
de trazo inequívocamente kafkiano.
Se sabe que las posibilidades del tema en cuestión han
tentado a escritores de la talla de Norman Mailer (la novela El
fantasma de Harlot y su contraparte documental Oswald: un
misterio americano) o Don DeLillo (Libra); se revisa en
oportunas biografías para la ocasión (la reciente An Unfinished
Life, de Robert Dallek, parece ser la más rigurosa de todas; The
Kennedy Curse, de Edward Klein, la más chismosa), pero es en
el territorio pulp del thriller y la ucronía (ese posibilidoso
subgénero que maneja y hace chocar variaciones históricas)
donde el espectro de JFK es más frecuentemente invocado. En
unos y otros se barajan, por lo general, las cartas marcadas de
dos reflejos que tienen mucho de expresión de deseo:
Apunten
El enorme James Ellroy cuenta que el 22 de noviembre de 1963
estaba debutando en un prostíbulo cuando la puta le informó que
“acaban de matar a Kennedy y el que lo hizo es un tipo siniestro
como tú”. Años después Ellroy publicaría American Tabloid (América
en la versión española; que sería continuada por The Cold Six
Thousand –Seis de los grandes– avanzando hasta el asesinato del
otro Kennedy; queda pendiente Police Gazzette, cierre de la trilogía)
donde se narra con prosa fría y espasmódica la construcción de la
necesidad casi erótica de matar a un presidente y, en el último
párrafo, el asesino profesional Pete Bondurant –orquestador del
asunto– se preocupa en compaginar el orgasmo que le regala la
boca de una pelirroja con “el gran jodido grito” que surge de la
garganta del planeta. En un breve prólogo, Ellroy explica que
“América nunca fue inocente”, define a JFK como “un Bill Clinton sin
el acoso de la prensa y unos cuantos rollos de grasa más”, y afirma
que “ha llegado la hora de desmitificar una era y construir un nuevo
mito que surja de las cloacas y ascienda hasta las estrellas”.
De las estrellas del futuro llega el mensaje
contenido en Cronopaisaje, clásico sci-fi de Gregory
Benford donde impedir la muerte de Kennedy equivale
a salvar al mundo de una catástrofe ambiental en 1998.
Mientras que The Shot de Philip Kerr muestra las idas y
vueltas de un killer que cambia de bando: primero es
contratado por la CIA para bajar a Castro pero
enseguida decide que tal vez sea más provechoso bajar
a JFK y el esquema de la novela es interesante: se nos
cubre con una casi agobiante avalancha de datos
técnicos y en algún momento descubrimos que el
golpe no se dará en Dallas sino en una visita a la alma
mater universitaria del presidente y que –el rifle que se
gatilla no lleva balas; coitus interruptus, diría Ellroy– de
lo que se trata no es de asesinar al presidente sino de
probar que puede ser asesinado. Y está claro que se
puede.
Fuego
Pero a la hora de la literatura, tal vez J. G. Ballard haya
sido quien más y mejor supo ver las posibilidades pop
del episodio. Los relatos “El asesinato de John
Fitzgerald Kennedy considerado como una carrera de
automóviles cuesta abajo” y “Plan para el asesinato de
Jacqueline Kennedy” –incluidos en el experimental y
genial La exhibición de atrocidades– traducen la
violencia política al idioma del pop de la mass-media.
En Ballard, la muerte de JFK no tiene el pulso
tembloroso de la película que filmó Abraham Zapruder
in situ sino la firmeza de la mano de un cirujano a la
hora de hundir el bisturí en la –desde entonces–
eternamente invernal autopsia de nuestro descontento.
Y se sabe –se cruzan los dedos para que alguna
vez podamos leerla– que Richard Yates dejó una novela
casi cerrada (meses atrás me contó Richard Russo que
los editores le preguntaron si quería terminarla él a
modo de homenaje a uno de sus maestros y que él, por
cábala, respondió “preferiría no hacerlo”) sobre su
experiencia como escritor de discursos para los
hermanos Kennedy. El libro se titula Uncertain Times.
Cuarenta años después el calibre del presidente y de
las armas pueden ser otros, pero el título –así como las
posibilidades cada vez más certeras de la ficción a la
hora de dar en el blanco móvil de un enigma– sigue
siendo el mismo por más que la explicación, aunque
nunca oficializada, sea cada vez más obvia y
transparente y clásica: a JFK lo mataron sus
mayordomos.
O no.
RodrigoFresán
BuenosAires·63
�una
novela
por
entregas
una
novela
por
entregas
Uno de mis amigos tiene la opinión de que la
prensa –en este caso el periódico–, es como una
novela por entregas. El 5 de septiembre del 2006
alegremente me dijo «Esta es una verdadera
entrega noir».
Sé que este amigo tiene un agudo sentido
del humor y desde el mismo día en que lo
conocí supe además que era un tipo listo. Pero
me sorprendía que desde las páginas del
periódico pudiera desembocar en los supuestos
terrenos de la ficción. Un relato de ficción entre
las columnas que van registrando los eventos
que se suceden en el país, en el mundo. En
resumen, la ficción en el propio terreno de lo
real.
Busqué el periódico, pero con la duda de
que mi lectura y la suya fueran por el mismo
carril.
Un gran caso resuelto
Tras leer el Granma tuve que reconocer que
al menos en aquella edición del 5 de septiembre
de 2006 había noticias interesantes, y que
además parecía marcada por cierto suspense,
por un leve velo noir. En sus páginas había un
gran caso resuelto, otro por resolver y una gran
duda. Tres escenarios en tres países diferentes
mediando el mar entre cada uno.
En Noruega, la policía solucionó uno de los
crímenes que durante dos años pareció
perfecto: el robo de los cuadros Madonna y El
grito, ambas obras del pintor Edvard Munch,
expuestas en un museo de Oslo. Los cuadros, a
pesar
de
haber
desaparecido
durante
veinticuatro meses, apenas sufrieron daños. No
se relataba si descubrieron a un posible
comprador o si los ladrones fueron capturados
mientras intentaban concertar una venta.
¿Qué se escondía detrás del robo? ¿La
falsificación?
El grito ilustraba la página de aquella
edición de septiembre. Una impresión en blanco
y negro del inquietante óleo expresionista.
Conozco el cuadro. Los tonos ocres dominan
toda la tela. En ella, una figurilla atormentada
cruza un puente. Angustia, tormento. Todo
condensado en un hombrecito de aspecto
fantasmal cuyos contornos se destacan con una
visible línea oscura. Tal como si Munch se
propusiera que nada de cuanto lo atormentaba
en su propia vida o atormentase al hombrecito
pudiera escapar. Al inicio del puente dos largas
siluetas caminan tras la persona que grita.
ahmel
echevarría
Elvis John Burrows Presley
La filmación de una película cuyo tema es la
vida de uno de los grandes mitos: el gran Elvis
Presley, también está marcada por el suspenso y
ciertos visos de la novela negra. El director
Adam Muskeiwicz desea estrenar su película el
16 de agosto de 2007, justo el día en que se
cumplirán los treinta años de la muerte de “El
Rey”. Muskeiwicz, a la par que filma ha decidido
crear un sitio web para todo aquel que desee
enviarle detalles sobre la vida de Elvis. Sí, sobre
la vida del gran Elvis, porque se sospecha que el
chico de Memphis no ha muerto y tiene 72 años
de edad. Aquel que proporcione una verdadera
pista recibirá tres millones de dólares.
¿Qué harían Maigret o Marlowe?
El runrún luego de la muerte de Elvis se
inflamó como pólvora, se decía que la caja
donde lo enterraron estaba fría como una
nevera, que un hombre muy parecido y bajo el
nombre de John Burrows –el mismo nombre
que en vida usó para escabullirse– compró un
boleto de avión con destino a Buenos Aires,
también que “El Rey” hizo malas cuentas con un
negocio inmobiliario y, tras la evaporación de
diez millones de dólares, la mafia decidió pasarle
el comprobante de la cuenta a pagar.
Supuestamente los capos estaba dentro del
negocio y el Gobierno de la Unión le pidió al
chico de las largas patillas y bella voz que
cooperara en la captura de los criminales.
Un falso Elvis y un robo sin un aparente
plan de venta. ¿Qué harían Maigret o Marlowe?
¿Y Mario Conde?
Si hay algo cierto es que el chico de
Memphis supo beber del R&B de los negros para
servirle un gran rock&roll en bandeja de plata y
copas de cristal de Bohemia a los chicos
blancos. Tenía buen olfato y un gran oído. Su
carrera no fue corta y estuvo marcada por el
éxito tanto en la música como en el cine. Pero el
puente por donde caminaba “El Rey” no era
infinito. La adicción, la obesidad, las nuevas
corrientes musicales le fueron acortando los
metros que lo separaban del final del camino. A
la par que se volvía viejo, que sus temas eran
disparos al aire, ya no podía hincarse de rodillas
en el escenario. 110 kilos eran demasiado para
sus débiles rodillas y tobillos. Es tentadora la
cifra de tres millones de dólares por una
verdadera pista de Elvis John Burrows Presley.
¿Caminará atormentado por una ocre callejuela
de Buenos Aires seguido de cerca por dos
siluetas y escondiendo tras el estribillo de
Heartbreak hotel una gran dosis de dexedrina y
el dolor en las articulaciones?
Por three million dollars lloverán perros y
gatos en la web creada por Adam Muskeiwicz.
¿Habrá una pista verdadera que conduzca al
mítico John Burrows? ¿O una falsa señal que
nos lleve a dar de cara con un falso Elvis
Presley?
Habrá que esperar la entrega del 17 de
agosto de 2007, el día siguiente al estreno de la
película, para saber qué había dentro del ataúd
enterrado en el jardín de Graceland, su casa en
Memphis.
�to be continued…
El ojo del huracán
Fuera de la página de las culturales y justo
en la escena nacional una gran interrogante ha
comenzado a rodar. Supongo que está
prendida como una lapa en la cabecita de
algunas personas –es un sinsentido decir que
todos se preocupan por conocer la respuesta.
Las fotos enviadas al diario muestran al
presidente en la habitación donde debe transcurrir su convalecencia.
A Fidel, en su record personal a lo largo de
47 años como timonel del Estado y del
Gobierno (17 años como Primer Ministro y
luego 30 como Jefe de Estado y Gobierno),
nada lo alejó de sus cargos y responsabilidades. Pero en el verano del 2006 su salud se
resquebrajó y el 31 de julio, firmado de su puño
y letra, en una proclama anunciaba que cedía
de manera provisional sus responsabilidades y
cargos.
¿Es el final del largo puente?
Las fotos lo muestran animado, escribiendo, salvo una en la que se le ve pensativo.
Pero dos siluetas lo siguen de cerca y son
evidentes: la vejez y el paso de la enfermedad.
La escena nacional marcha tranquila,
terminó el 2006. Hubo fiestas, días feriados. Si
algún grito se escuchó no fue otro que la
euforia tras la llegada del 2007 y algún navajazo
en una bronquita callejera. Tras cada acto de
reafirmación política se podría leer que no se
habla de traspaso de cargos y poderes, sino de
continuidad. Hay una gran calma. Para el nuevo
año ningún regalo será mejor recibido que la
salud, la calma, la paz. Pero durante 47 años el
Presidente ha ido bajando de la silla presidencial hasta adentrarse en el inconsciente de gran
cantidad de individuos. Debería añadir que lo ha
hecho de manera creciente desde que decidió
comandar la primera escaramuza que terminaría una primera etapa en el lejano y mítico
enero del 59.
Un par de años atrás, ese mismo amigo
que me ha sugerido leer la prensa como una
nouvelle por entregas, durante el paso de un
huracán categoría 5 en la escala Saffir-Simpson
–y todo el que viva en la ruta de los ciclones y
huracanes sabe bien de qué Simpson hablo–
también estuvo al tanto de las noticias. El
huracán desvió su curso, lo escuchó en un
parte del Instituto de Meteorología, en la propia
voz del meteorólogo principal. Sin embargo, mi
amigo sólo llegó a tranquilizarse cuando en
mitad del parte meteorológico Fidel se apareció
en la sala desde la que hacían la transmisión.
La paz y la tranquilidad edípicamente recobradas tan sólo con escuchar la voz del
presidente en medio de un apagón, en una
casa con las ventanas clausuradas, casi a ras
de la media noche, tras el paso de un huracán
categoría 5 y al que la prensa nacional llamó
Iván el terrible.
Debemos dar por sentado que no es un
doble el que ha sido fotografiado ahora. ¿O es
que todavía alguien cree que le pueden pasar
gato por presidente?
Aunque no vista la cotidiana guerrera oliva
con sus grados de comandante, es él,
marcado, eso sí, por el paso del tiempo y la
enfermedad. Acaso por los primeros síntomas
clínicos de una inmortalidad.
Bueno, ningún puente es infinito, de lo
contrario no sería un puente.
¿Qué habrá al final? ¿Cómo será el final?
¿Estamos preparados para llegar al final del
puente?
Al menos Edvard Munch se encargó de
advertirnos, con sus inquietantes tonos ocres y
un atormentado hombrecito.
Un caso resuelto, uno por resolver, una
gran interrogante.
Habrá que seguir insistiendo en la lectura
de cada nueva entrega. Tamizar las letras
impresas del diario tal como hace mi amigo.
Encontrar allí el relato. Y ahí dar con las
respuestas.
Puede que el día siguiente del estreno del
biopic sobre Elvis John Burrows Presley
sepamos del supuesto paradero. ¿Estará
obeso, vivito, coleando? ¿Los capos llegaron a
cobrarle la deuda? This fiction is to be
continued. La otra interrogante está en el
inconsciente de algunos individuos. Ya sea por
traspaso o continuidad, será respondida y
necesitará del transcurso de varios capítulos.
AhmelEchevarría
LaHabana·74
�pompeo
&
wanda
muecas con el caño de un revólver. No:
bailando entre tules, en camas adornadas con
ositos de peluche, o secándose buenamente al
borde de una piscina, las chicas Pompeo –
Sharry o Brandy o Trixie o Glenda– no decían:
“El sexo es un camino peligroso en una noche
de tifón”. Decían: “Trátame bien y no volverás a
sentirte solo cuando se apaga la luz”. El adulto
comprende que el primer postulado es válido y
el segundo, una amable estafa. Pero para los
hijos de padres separados la obra del yugoslavo
era un camino de reconciliación. Pompeo hacía
la clase de pornografía que tu madre podría
haber considerado apta para tu educación, y
con esto creo que está todo dicho.
Frente a esto, los desnudos de Penthouse
no daban la talla. Si sobre las fotos de Pompeo
planeaba la bendición de tu madre, las de su
rival se parecían a la nueva esposa de tu padre.
Pero lo esencial de Penthouse, en realidad,
estaba en una historieta que se llamó ¡Oh,
malévola Wanda! Eran las aventuras de una
feminista que, en su desaforada busca de
poder, transgrede todos los mandatos femi-
g·garcés
A mediados de los años 80, en occidente, había
dos opciones ideológicas viables: o Playboy o
Penthouse. Más o menos cuando Reagan
empezaba su segunda presidencia, mi padre
volvió de un viaje con un fajo de revistas
prohibidas en Chile. Yo tenía once años y creo
que entendí todo lo que había que entender. La
principal atracción de Playboy era el fotógrafo
de origen yugoslavo Pompeo Posar: de estilo
meloso, articulado en torno a los temas de la
“inocencia” y la “ternura” –completado, en
ocasiones, con el de la “sinceridad”–, Pompeo
encarnaba la opción socialdemócrata del sexo.
Pompeo era uno de los hombres de buena
voluntad que cantó Jules Romains. Sus chicas
no aparecían con cuero negro y látigo, tampoco
ofrecían el culo en una actitud sumisa. No las
ibas a encontrar con una guitarra eléctrica
sobre la piel desnuda, o en trance de hacer
nistas: con un cuerpo de pin-up, exagerado
hasta la caricatura por el dibujante Ron
Embleton, Wanda usa cínicamente el sexo para
ascender en una sociedad corrupta. En su
camino se cruza con rostros conocidos de la
época: Jimmy Carter, Leonid Brezhnev, Arnold
Schwarzenegger, Fidel Castro y un sonriente
Augusto Pinochet. De episodio en episodio, la
tira pasa de la sátira política al grotesco estilo
Fellini, y ahí al absurdo existencial. Embleton es
vital y pesimista. De sus coloridas orgías
emergen algunos mensajes: los hombres no
son tanto perversos cuanto viles y ridículos; las
mujeres dominarán, no gracias a una evolución
democrática de las costumbres, sino porque
tienen de su parte la inteligencia, el empuje, la
belleza y la falta de escrúpulos; la vida es
fascinante y merece ser vivida, pero el universo
se está desintegrando sin remedio.
Yo procuré asimilar tanto la sabiduría de
Pompeo como la otra, en apariencia
irreconciliable, de ¡Oh, malévola Wanda!
Cualesquiera hayan sido las trampas de la
política y del sexo, a ellos he apelado en busca
de mi norte. Nadie dirá que mi generación
careció de guías.
El odio al país natal suele responder a una
variedad de causas, la primera de las cuales,
por supuesto, es la nostalgia. Porque mi país se
me escapa, porque no es el de mi infancia (y yo
desearía que lo fuera), porque añoro
reconocerme en el país y el reflejo que éste me
devuelve es sombrío o desconcertante, me
resiento. También hay razones más simples: la
violencia o la pobreza, destinos no elegidos que
sin embargo nos pertenecen. A veces, en fin,
para quien está en guerra consigo mismo, es
una forma de odiarse por procuración. Todo
dejaría suponer que la literatura de América
latina rebosa de ficciones rencorosas, de
cantos de odio a nuestras patrias a menudo
pútridas, y a menudo añoradas desde el exilio.
Sin embargo no es así. ¿Por qué?
Planteo la pregunta porque este odio, en
otras latitudes, propició grandes libros. Pienso en
Thomas Bernhard, el autor de Trastorno, de
Extinción y de tanto teatro, ése que al morir, en
1989, prohibió que sus obras se representaran
en Austria. Ésta, decía, “es una enfermedad
mortal, que sus habitantes contraen al nacer”.
Pienso también en Rimbaud, que escribió: “De
mis ancestros galos tengo el cerebro estrecho y
la torpeza en la lucha”. En Céline, que encontraba
que los alemanes que ocuparon París eran
demasiado blandos. En Kafka, que dijo de Praga:
“Esta madrecita tiene garras”. Henry Miller
definió a su país como la pesadilla con aire
acondicionado. Los ejemplos pueden seguir.
Lo importante, claro, no es tanto
determinar qué origina ese furor, sino los
efectos artísticos que propicia. En primer lugar,
la precisión. El odio es un sentimiento
minucioso. Y en un continente (el nuestro)
mareado de estéticas que distraen del mundo
sensible, la escrupulosidad observadora del
rencor habría sido saludable. Habría sido, digo,
porque con una deslumbrante excepción –
Fernando Vallejo– este elemento falta en
nuestra novela. Como falta el ridículo, la buena
ferocidad para fijarse en lo risible propio y
ajeno, a la que deben parte de su atractivo
libros como Ferdydurke, de Gombrowicz, o
Humo, de Turguéniev. Frente a esas burlas
atormentadas, metafísicas, es poco lo que
ofrece el típico novelista chileno o argentino,
que se limita a ridiculizar lo que su clase o su
capilla le mandan, es decir que el ridículo acá
es un esnobismo, una forma de sentirse
muchos frente al ridículo roto, el ridículo
capitalista o el ridículo colega, todo lo contrario
de lo que la literatura debería hacer, o sea
enfrentarnos a nuestra pequeñez y soberanía.
Y además, odiar a la patria requiere cierta
locura. Un país es una entelequia; ver en
Bohemia, o en Estados Unidos, no una
abstracción sino un demonio con luz propia,
requiere un poder alucinatorio que es,
justamente, privilegio y paradigma de la ficción.
Es bueno que el horror interior se exprese
afuera. Bueno que el bosque del novelista esté
lleno de gritos y susurros. Se dirá que lo mismo
pasa con el amor. Por supuesto, pero los
hispanoamericanos casi nunca optaron por el
amor ni por el odio a la hora de fijarse en la
patria. El chileno Edwards Bello, como el
argentino Gálvez, realistas que encarnan
nuestra falta de sex-appeal previa al boom,
nombran la miseria con una neutralidad
impostada que la afantasma. Donoso lo tiene
todo para sentir y hacer sentir el horror de lo
chileno, pero cambia de tema; Sábato se
pútrida
&
patria
enreda con metáforas sobre la Babilonia
americana y no se decide a anotar que
Argentina es monstruosa. A Dorfman, a Cerda,
espantados por tantas cosas chilenas, nunca
los espanta Chile; Fuguet lo insinuó y lo
crucificaron. Hay un tabú en esto, y entre tantos
tabúes que como escritores teníamos el deber
de violar y no nos atrevimos, éste no es el
menor. En cada bar de Santiago y Buenos Aires
se putea por rutina a la patria, pero cuando los
comensales se van a su casa a escribir se
convierten en alondras. Y así pasa nuestra
historia literaria, hecha de complacencia y de
tedio, pero sobre todo de pudor. “En Austria
hay que ser un mediocre para ser tomado en
serio; un hombre con el cerebro hecho a
medida de un pequeño estado”. ¿Hay algo más
cercano a nosotros que esta frase de Bernhard?
¿Hay algo que hayamos dicho menos?
GonzaloGarcés
Buenos Aires·74
�SAROYAN
2 stories
SAROYAN
Ruido y vibración. El férreo tráfico chirría sobre el asfalto
humeante. Y ahora, escuchen. Personajes: un mendigo, un
músico ciego, un soldado y una prostituta.
Atención.
El mendigo no es inválido. Anda, silencioso y rápido, al
lado de cualquiera que verosímilmente lleve unas monedas
en el bolsillo para caridades. Se llama Alfred Garth, de 27
años. Inteligente. Hambriento. Y, además, desempeña el
papel de hambriento y miserable. Dos veces. Una para aquel
a quien pide. Otra para sí mismo. Y su orgullo se salva. Es un
actor; no un pordiosero. Hay modos y modos de sentirse
humillado.
Juzgue usted mismo.
Es cosa bella, barata y eficaz.
Jacob Fagode, el violinista. Va indistintamente por
cualquier calle, porque no ve bien. En realidad, no ve nada.
Pero sus demás sentidos le hacen conocer el mundo que le
rodea. No anda por la tierra en tinieblas, sino entre nimbos
de interminable luz. Y si quiere usted más informes, pídalos
por escrito. ¿Comprende? No a menudo, pero sí a veces,
alguien deja caer una monedita en el platillo de lata de
Fagode, y Fagode ríe para sí. Ríe porque su canto es el canto
de la muerte y la desolación de la tierra. El son de la moneda
en el platillo divierte a Fagode, que no es sordo. Y quiere
indicar con su risa que con el dinero nos proponemos vivir
siempre. Pero no será así.
¿Por qué no predecir, a propósito del dinero, la fecha de
nuestra próxima ola de prosperidad? Porque –¡ay, América!–
tendremos una. En 1936, quizá. O dentro de un siglo.
Los hombres de negocio no sólo ahorran tiempo, sino
dinero. Aunque puede ser que sí y puede ser que no...
Cuando uno ahorra tiempo quizá lo haga para después de
morir. Pero después de morir uno no se siente tan animado
acerca del Universo como cuando vivía. Sin embargo, viajar
en avión no es mala idea. Hay partidas, llegadas, paradas,
empalmes y tarifas. Un hombre de negocios llamado Doherty
ahorró 225 horas de viaje yendo de Nueva York a San
Francisco en aeroplano. 2 días después murió y ahorró así no
sé cuántos números de siglos. Partida y llegada... Había
arribado al mundo entre ruido y vibración, y su madre chilló
enormemente, alborotando toda la casa. El chiquillo salió
fuera, empezó a respirar en el mundo, y antes de que se
diera cuenta de nada, ya estaba acudiendo a la escuela de
párvulos con su hermano Jacob. Se convirtió en un gran
hombre de negocios sólo con descubrir que la honradez es la
mejor política siempre que deje ganancias. Su final en San
Francisco no fue triste. Contaba cerca de 50 años y estaba
asegurado por una suma fuerte. Todo marchó bien.
Desapareció como un coro que sabe abandonar en su
momento el escenario. Vivía y andaba por Market Street
cuando su corazón dijo: “No va más”, y se acabó todo.
la revolución le daré tales cortes que se morirá usted de risa.
—Es lo que me está pasando ahora —respondí.
Di a Nick un dólar de propina y él afirmó que yo era un
asqueroso capitalista.
Eso es lo que se llama una afirmación de fe. Fe en el
hombre. Fe en Dios, en Stalin, en el cielo, en la tierra, en
Rusia, en Alemania, en Italia, en América, en el tiempo, en el
espacio, en el movimiento, en la evolución, en el cambio, en
la música, en el arte y en la locura. Eso se llama piedad
sencilla y sincera. Creencia en la eficacia de la oración.
Obremos bien y olvidemos lo demás. Fíjense en las
telefonistas. Chicas eficaces, útiles. Las fibras de la vida
americana pasan por sus manos. En los hilos telefónicos
palpitan las emociones, pensamientos y deseos de la gente
americana.
SAROYAN
panorama
SAROYAN
Y entonces vinieron informes completos respecto al
pago de varias deudas pendientes, a cuentas del médico, el
dentista, y el sanatorio, a impuestos, hipotecas, intereses,
facturas de combustible, de reparaciones, de la tienda, a
gastos de entierro. Y el hombre había gastado 2 dólares al
mes en literatura. Su vida era un cotidiano Niágara de idiotez.
Fue un sujeto acumulativo. En la vida, cuantos conocemos
siguen uno de dos caminos: el de la ganancia y el de la
pérdida. Ninguna de cuyas dos cosas difieren mucho. El
ganador toma aspirina. El perdedor se larga en un tren o un
avión. Todo es igual en el mundo.
Después de visitar muchos países extranjeros, escogí
América como la tierra en que quería morir. Y fui a casa de
Nick el Griego para que me cortase el cabello.
—Camarada —me dijo—, cuando venga la revolución
usted estará aquí de pie y yo sentado.
—¿Cómo lo sabe? —inquirí.
—Por la radio —repuso—. Usted empuñará las tijeras y
me cortará a mí el cabello.
—¿Quién se lo ha dicho? —pregunté.
—El periódico —respondió—. Yo me alimentaré de nata
y usted de leche agriada.
—Nick —dije—, habla usted con menos juicio que el culo
de un caballo. Cuando llegue la revolución usted no lo sabrá.
Las revoluciones vienen y se van sin que nadie lo sepa.
—Camarada —dijo Nick—, no le puedo cortar el cuello
hoy porque usted es rico y yo soy pobre, pero cuando venga
—¡Mi casa arde! —clama una mujerona de Denver.
Y los bomberos llegan a los 5 minutos.
—Me parece que tengo apendicitis —gruñe un hombre
gordo desde un hotel de Memphis—. Que venga el médico
antes de que yo muera.
Y los dedos de la operadora conectan, manejando un
laberinto de hilos. Y lo hace fría y serenamente, hora tras
hora.
Empuñen el auricular. La muchacha les responderá
enseguida. Y con satisfacción. Le alegra poder serles útil.
¿Le alegra de verdad?
Un soldado acaba de volver de las islas. Camina, solo,
por las calles de San Francisco buscando unas faldas, mas
con una suerte puerca. Lo que realmente quiere es más de lo
que puede explicar, pero quizá no sea más que una mujer
que a su vez le desee a él, y ésta no aparece por ninguna
parte.
Las damas guapas van con tipos bien vestidos y de
bolsillos llenos. Andan deslumbrantemente ataviadas, se
encaraman en altos tacones y sus rostros esplenden de
rolliza belleza. Ir de uniforme es una asquerosidad. (¡Ah! Hay
un déficit de 19 523 000 dólares en la industria del acero en
el año en curso.) ¡Qué se le va a hacer, muchacho! Así que el
soldado entra en la taberna del Trébol y pide whisky. Dave, el
tabernero, es pacifista y proletarista.
—Amigo —dice al soldado—, cuando venga la revolución
no habrá soldados. Ya puedes tirar tu fusil.
�diez millones de parados continúan viviendo dentro de la ley diez millones de parados continúan viviendo dentro de la ley
—¿Qué revolución? —dice el soldado.
—La revolución de los pobres contra los ricos —dice
Dave.
—Mire —dice el soldado—, no sé nada de ninguna
revolución, pero le agradecería que me diera la dirección de
una buena prostituta, porque he vuelto hoy de las islas
después de 5 años y no conozco la ciudad.
Las palabras justas, perfectas y apropiadas. Al final es el
nervio el que se impone.
La putilla del número 37 de la calle del Turco está ebria y
llena de tristes añoranzas. Desde 2 minutos antes de la
entrada del soldado permanece en una mesa de taberna del
Trébol. Es una muchacha polaca de 20 años, llamada María.
Tiene los ojos enfurruñados y negros y los labios contraídos
por el dolor de vivir. Sus partes femeninas son amplias y
rebosantes de vida, pero su corazón se siente cansado y su
boca habla al inocente espectro que ella fue en otros
tiempos, cuando de niña cogía flores en las llanuras de
Indiana. Recuerda a sus padres, y a sus tres hermanas, y a
sus dos hermanos, y a todos sus primos, y tíos y tías, y las
meriendas junto al río, y las risas.
—Amigo —dice Dave—, cuando venga la revolución no
habrá soldados y tendrás que tirar ese instrumento
(refiriéndose al fusil).
—No lo hagas, muchacho —dice María—. ¿De qué vale
un hombre sin instrumento?
—Soy forastero en esta ciudad —dice el soldado.
—¿En esta sólo? —dice María—. Yo lo soy en todas.
Y él se vuelve y la ve.
—¡Por Dios que esta es la que me conviene! —dice él.
Y va a la mesa de María y da un cigarro a la muchacha y
pide 2 whiskys.
(Carta abierta a J.P. Morgan: Bajo el comunismo será
usted asado como un capón y servido en su salsa a la
chusma de América, con los adecuados adobos y oratorias.
¡Entonces verá usted lo que es bueno!)
—Acabo de llegar de las islas —dice el soldado—. Me
llamo Richard Hart.
Y enciende el cigarro de la muchacha.
—Yo me llamo María —dice ella—. ¿Ha estado usted
alguna vez en Indiana?
(Washington no es la única parte del mundo donde se
hacen esfuerzos heroicos para equilibrar el presupuesto o el
Universo.)
—No —dice el soldado—. Soy de Georgia.
Y ella le lleva a su cuartico de la calle del Turco.
Es un tributo que merecen el capital y el trabajo decir
que este país ha sufrido una deflación tan tajante y unas
dificultades tan penosas sin que hayan surgido serias
dificultades o choques.
La firma de usted, míster Morgan, ha logrado un puesto
preponderante en las finanzas del mundo. Su casa es la
representante reconocida de los principales países de
Europa, lo que le da a usted responsabilidades y
obligaciones internacionales. Usted y sus socios están
firmemente identificados con la mayoría de las gigantescas
instituciones bancarias de América, con las corporaciones
industriales, con las redes de ferrocarriles.
La casa Morgan participó ampliamente en la última ola
próspera. Predíganos la fecha de la próxima.
Suponga el lector que es propietario de una gran fábrica.
Suponer no cuesta nada. ¿Sería usted comunista?
¿Y entonces qué…?
…Entonces corría el invierno. El cielo estaba negro y el
clima era terrible. Había frío de costa a costa y del río San
Lorenzo al río Grande. En toda la superficie de este país la
gente tiritaba, y pedía café, y se frotaba las manos, y se
preguntaban unos a otros si tenían frío. Un joven de color
preguntó a otro de color si tenía frío, y el joven le respondió:
“¿Frío? Querrás decir que estoy helado”. Y no lo decía en
broma, sino como lo sentía. “¿Frío? —dijo—. ¡Al diablo,
hombre! ¿Pues qué te figuras?”
América, la verdad, está afrentosamente decaída. En
Wall Street se habla como si el fin de nuestro país se hallase
a la vista. La cosa más importante en la industria acaso sea la
rápida comunicación entre los jefes de oficinas centrales,
oficinas sucursales y despachos. Ahora supongamos que
tiene usted en el bolsillo 14 dólares y que viene un sujeto y le
pide 15 centavos para tomar un café y 2 rosquillas. Si
existiera el comunismo, ¿se los daría? Si al individuo le oliera
el aliento y pareciese un tipo que debiera tener más sentido
común, ¿le daría usted el pedido? ¿O andaría con él por las
calles y le llevaría a una fonda para comprar un bocadillo? ¿Y
qué haría usted si usted fuese el tipo al que le oliese el
aliento y debiera tener más sentido común, si el sujeto de los
14 dólares se hacía el sordo a su petición? Por otra parte,
supongamos que fuese usted J.P. Morgan. ¿Le importaría un
ardite que 300 desgraciados se muriesen de frío todas las
noches de invierno?
Siempre ocurre lo inesperado...
El caso es que el soldado y María estaban en el cuarto
fumando y charlando.
De cada 8 personas de América, una sufre al cabo del
año muerte o lesión por accidente. Poemas y problemas. Y
se gastan 2 millones de dólares en bocadillos. Con café.
Una vez hacía tanto frío que entré en una fonda y pedí de
comer.
—Tráiganme —dije— estofado, galletas, ensalada de
tomate y un vaso de cerveza.
Y el camarero fue y pidió 2 bocadillos calientes y una taza
de café.
—Le he dicho un estofado —indiqué.
—Aquí no preparamos más que bocadillos —dijo el
camarero.
Pero era un proletario y afirmó que bajo el comunismo
todos comerían estofado y cerveza.
—¿Verdad que eso estará bien? —preguntó.
—Mucho —respondí.
—¿Quiere el bocadillo con cebolla? —dijo.
—Cierto que sí —contesté—. Yo no puedo con la carne
sin cebolla.
—Sin cebolla —anunció el camarero.
El cocinero asomó la cabeza por un ventanillo.
—¿Qué? —preguntó.
—Sin cebolla —ordenó el camarero.
—No —intervine—. Con cebolla. Con mucha cebolla.
—¿En qué quedamos? —preguntó el cocinero—. ¿Con o
sin?
—Con —mandé.
—Diga —protestó el proletario—: ¿quién es el camarero
aquí? ¿Usted o yo?
—Bajo el comunismo —le tranquilicé— será usted un
hombre muy importante.
Hay muchos sujetos que un minuto antes viven y un
segundo después han muerto. Me refiero a los que perecen
de frío. Pero aún así quedan en el mundo centenares de
millones, sin contar los locos rusos, los chinos, los japoneses
y los incivilizados. O sea, sin contar prácticamente a nadie.
Todos están vivos y coleando. Así, pues, ¿quién sabe cómo
deben ser las cosas, ni quién se ocupa de nada?
Supongamos que el tipo que antes dijimos no le diera a
usted los 15 centavos y a usted le pareciera un mal hombre.
¿No le parecería a usted que ejercía sus derechos de
ciudadano, contribuyente y patriota, asestándole un puntapié
en el culo y echando a correr, en caso necesario? ¿O sería
esto descortés, o quizá delictuoso?
A lo mejor usted inventa algo. Se asegura que los
inventos dan mucho en América. El fulano que inventó el
yoyo ha ganado, según dicen, un millón de dólares en limpio.
No es que esto sea gran cosa, pero tampoco es moco de
pavo. Quiero decir que, si no hay gente que dé centavos en
la calle, puede usted inventar otro modo de sacar algún
dinero. Apostar a las carreras es siempre seguro y positivo,
pero hay que empezar por tener en el bolsillo medio dólar. El
póquer también es buen procedimiento, mas hay que
empezar con 5 dólares. Siempre el capital previo. Siempre el
engaño. Incluso cuando uno, jugando, no tenga ni siquiera
sotas, debe poner arriesgadamente todo su dinero delante
de él, y así los demás imaginarán que uno tiene 4 ases.
Y ahora un consejo a un licenciado a punto de
quedarse sin trabajo. ¿A qué preocuparse? Busque un
empleo de ordenanza. Vea el mundo por dentro a fuerza de
mirar más adentro aún, desde la oscura tiniebla de la luz que
no ha existido nunca y no existirá jamás. ¿Y a quién le
importa esto? ¿No es el hombre pobre más rico en realidad
que el más rico de los ricos? Sobre todo una vez que el uno y
el otro mueran y desaparezcan. Pero no, verdaderamente el
pobre no es más rico. Es un poco más pobre. Bastante más
pobre. Pero ría y sea pobre y resuelto. Y compre ajo como
defensa contra los catarros y la muerte, como los pobres. La
perspectiva sólo es medianamente jubilosa, sí. ¿Pero, qué?
el fulano que inventó el yoyo ha ganado un millón de dólares en limpio el fulano que inventó el yoyo ha ganado un millón de dólares en limpio
�Alégrese. Piense usted que puede morirse.
La cuestión es que el soldado que dije y la joven polaca
se enamoraron. Su enamoramiento consistió en subir un
tramo de escaleras para hacer el amor, mas ya que los
novelistas populares cuentan estas cosas de ese modo,
razonable será que yo diga lo mismo, para ver si consigo algo
de popularidad. No tuvieron mucho tiempo para hacer el
amor, porque los dos se hallaban muy cansados de la vida en
general y, aunque no estuvieran tan indignados con el
mundo como los proletarios suelen estarlo, se sentían hartos
de todas las cosas puercas y anhelaban empezar a vivir de
nuevo y ser como Dios manda. Claro que no podían ir a
ningún sitio nuevo, porque los autobuses, trenes, aviones,
motocicletas, bicicletas, trineos, caballos, carros, y demás
medios de transporte, con ruedas o sin ellas, no van a
ninguna parte donde todos puedan vivir como se debe, y en
consecuencia los dos se quedaron en la ciudad, en el
minúsculo cuarto de la calle del Turco.
A mi juicio, la ocasión presente no debe satisfacer a los
corredores de comercio respecto a sus tácticas del pasado
año. Este año usted, corredor, ha de introducir el pie entre la
puerta y el quicio, y luego procurar deslizar todo el cuerpo
dentro de la casa, para poder empezar a decir lo
verdaderamente maravillosa que es la nevera eléctrica que
usted representa. Y una vez en el interior, haga lo oportuno
para ser dueño de la situación. Si da usted con una mujercita
cuyo marido está ausente, el buen Dios le dirá lo que debe
usted efectuar para lograr el contrato, especialmente si ella
no tiene mal aspecto.
Media manzana más arriba reúna usted todo su ingenio y
personalidad y empiece a decirse a sí mismo que la nevera
que usted vende es la mejor del mundo. Y luego suba las
escaleras corriendo, toque el timbre dos veces, como si
fuera usted de la casa, retroceda un paso, espere a que
abran y sonría con toda la boca, sintiéndose entretanto muy
desgraciado, pero pensando que esta es América, su patria.
La puerta se abre y allí aparece la consabida mujercita.
—Buenos días, señora —exclama usted, jovial, mientras
el sol brilla, espléndido—. He sido expulsado de la
Universidad por desarrollar actividades obreristas y ahora me
dedico a vender neveras.
La puerta se cierra en las narices de usted y usted puede
reírse de lo que fue Europa en las Edades Tenebrosas.
Luego llega la primavera, la hierba crece, y demás. La
ciudad invernal se convierte en la ciudad primaveral y, aquí
entre nosotros, ese es el único cambio que ocurre.
Hay, sin embargo, los siguientes hechos alentadores:
10 millones de parados continúan viviendo dentro de la
ley. No hay motines, ni complicaciones, ni multimillonarios
asados y servidos en su salsa.
Menos visible, menos concreto, menos tangible, pero no
menos importante, ha sido el cambio de sentimiento que se
ha producido en los recientes años de miseria. No hay nadie
apenas que salga a hacer un homicidio, de un modo u otro.
No hay nadie apenas que sueñe poseer una casa de pisos,
una quinta en el campo y tres costosos automóviles. No hay
nadie apenas que se interese mucho por nada. Casi nadie
existe siquiera. Y así anda la vida. Una cosa y otra en todas
las calles de todas las ciudades del país. Un día y otro un
hombre vive y otro muere, y todo igual hasta la última y
mejor calle de todas: la calle que recorre todo el Universo y
llega al vacío que hay sobre, alrededor y dentro de todo; la
calle que conduce al olvido y al negro espacio de las
tinieblas. Y en medio de todo esto, el continuo y quieto ritmo
de la vida internacional del siglo XX, ¡demonios!
SAROYAN
2 stories
fondo y, sobre el espejo, el retrato de un hombre que tenía
cierto parecido con Woodrow Wilson. Era un gran retrato,
obra seguramente de algún parroquiano que lo pintó a
cambio de unos tragos.
Aquel establecimiento olía mal. El aire estaba corrompido
por las horas perdidas de muchos hombres, y cada vez que
yo atravesaba el umbral, con un fajo de periódicos bajo el
brazo, me preguntaba qué les impedía marcharse. Quizás
fuera la pianola del rincón. O quizás esperaran la llegada de
un cliente despilfarrador, con un níquel de sobra. O desearían
escuchar un poco de música. O les retendrá el retrato de
Woodrow Wilson, el gran hombre de los años malos. Quizás
fuera la fuerza interior de cada uno, la fuerza centenaria, que
quería seguir alentando siglos y siglos. Acaso nada les
retuviera.
Un día, el menudo japonés llamado Suki se tragó una
mosca.
Era un hombrecito de aspecto melancólico. Cualquier
japonés que vague de un lado a otro sin hacer nada tendrá
aspecto melancólico, porque los hombres de su raza no
suelen permanecer inactivos. Estaba asqueado de todo y
nadie quería ser amigo suyo. Intentó mezclarse con sus
compatriotas, pero estos de desentendieron de él. Intentó reír
con los negros, pero no podía hacerlo del mismo modo que
ellos, y les desagradó la desarmonía de su risita mezclándose
SAROYAN
club europa
SAROYAN
Uno de los locales de juego donde, con el pretexto de vender
periódicos, solía pasar largos ratos en 1918, era el Club
Europa, en Tulare Street, por donde pasa el ferrocarril del Sur,
cerca de China Alley, en el barrio del mismo nombre.
El Club Europa pretendía ser un local de juego, pero en
realidad era un lugar donde los hombres que no tenían dinero
se reunían para charlar. Durante la primera guerra mundial yo
solía acercarme al barrio chino y entrar en aquel lugar. En
1918, hombres de las más variadas razas pasaban las horas
en el Club Europa. Italianos, griegos, negros, chinos,
japoneses, hindúes, rusos y americanos. Toda clase de
americanos, desde forzudos indios, pasando por melancólicos mexicanos, hasta tahúres de Texas.
La sala estaba llena de mesas, sillas y escupideras. Había
una pianola en un rincón, un mostrador junto a la pared del
con sus estentóreas carcajadas. Lo expulsaban violentamente
cada vez cada vez que intentaba reír con ellos. Intentó intimar
con los indios y mexicanos, pero nadie quiso ser amigo suyo,
todo lo cual lo condenaba a permanecer solitario, sentado en
un rincón.
Un día del mes de agosto, Suki observó que todos los
ocupantes del local estaban preocupados por el gran número
de moscas que lo invadían. No era que molestaran, sino que
hacían sentir su presencia. Hacía mucho calor, la atmósfera
estaba muy pesada, las moscas volaban por toda la estancia
y, zumbando, se posaban en las caras de los parroquianos.
Suki se levantó de la silla y manoteó en el aire, pero no
consiguió coger ni una sola. Era el centro del interés de
todos, Manoteó nuevamente en medio de otro grupo de
moscas, y esta vez consiguió atrapar una. La mosca, irritada,
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enfermedad
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enfermedad
WilliamSaroyan
Fresno·08–81
literatura
intentó escapar, pero Suki la mantuvo sujeta por las alas, y entonces
fue cuando se la tragó.
Sus compatriotas se acercaron a él y le hablaron con gran
dignidad. Por lo visto, querían saber por qué se había tragado la
mosca. Él les contestó que iba a volverse loco por estar tanto
tiempo sin hacer nada. Sus compatriotas se sintieron muy
preocupados y al mismo tiempo muy orgullosos. Al principio
creyeron que estaba haciendo teatro.
—No tengo nada que hacer en el mundo —dijo tristemente.
Sus compatriotas explicaron a los allí reunidos la razón por la
que Suki se había tragado una mosca.
Durante semanas, al final de la guerra, los concurrentes al Club
Europa no hicieron otra cosa que hablar de Suki y de la mosca que
se tragó. Unas veces lo consideraban un idiota y otras veces un
auténtico héroe.
Antes de que terminara la guerra, Suki se tragó cuatro moscas.
Yo le vi tragar la primera y la última, y los negros me contaron de las
otras dos. Me dijeron que a aquel hombre le gustaban las moscas.
Reían con fuertes carcajadas al pensar en Suki y en las moscas.
Era un hombrecito de aspecto melancólico.
Cuando los soldados de nuestra ciudad volvieron de la guerra, el
Club Europa fue adquirido por un antiguo combatiente, que expulsó
a aquellos vagos y puso cierto orden en el local. Solía introducir
monedas en la ranura de la pianola y así, cada vez que yo entraba,
oía música. En las mesas se sentaba hombres que jugaban grandes
cantidades de dinero. Junto al mostrador, los hombres bebían. Todo
eso era ilegal, pero el soldado, chico listo, sabía los resortes que
debía tocar. Sus mejores amigos eran los policías.
Una tarde de febrero vi entrar a Suki y pagarse una copa. La
bebida pareció asquearle y, cuando la hubo terminado, cazó una
mosca y se la tragó. El soldado estuvo a punto de estallar cuando
vio a Suki tragarse la mosca. Con la mano izquierda lo cogió por el
cuello y con la derecha por los pantalones y lo arrojó a la calle.
El pequeño japonés echó a andar sin volver la cabeza.
El soldado volvió e introdujo otra moneda en la pianola.
Entonces me vio.
—Lárgate de aquí y no vuelvas —me dijo.
�enrique /·························
enrique / vila /·················
enrique / vila / matas·······
explorador / que / avanza
··················/ que / avanza
···························/ avanza
Soy consciente de que todo cuanto la literatura puede
enseñarnos (creo que lo decía un clásico, no sé cuál) no
son métodos prácticos, sino sólo las posiciones. El resto
es una lección que no debe extraerse de la literatura, es
la vida la que debe enseñarla. Es más, tal vez sólo
aprendiendo de ella uno puede acabar haciéndose con
un estilo literario. Y cuando hablo de estilo me refiero a
intentar lograr un espacio y un color interno en la página,
un sistema de relaciones que adquiera espesor, un
lenguaje calibrado gracias a la elección de un sistema de
coordenadas esenciales para expresar nuestra relación
con el mundo: una posición frente a la vida, un estilo
tanto en la expresión literaria como en la conciencia
moral.
Siempre he querido saber si estaba con aquellos
escritores –Tolstoi, por ejemplo– para quienes la
existencia tiene, a pesar de todas las angustias que nos
crea, un sentido, una unidad. O bien con aquellos –Kafka,
Beckett– que nos han revelado la insuficiencia e
irrealidad de la vida, el sinsentido de ésta: todos esos
escritores que nos han descubierto la imposibilidad de
vivir y de escribir, y que nos han puesto en contacto con
la odisea moderna del individuo que no vuelve a casa y
se pierde y se disgrega, experimentando la insensatez
del mundo y lo intolerable que es la existencia.
Si Claudio Magris hubiera leído esto, tal vez ahora
me preguntaría –como a veces él se pregunta a sí
mismo– si me reconozco más en Guerra y paz de Tolstoi,
la vida que se cuenta como si fuera una vida plena, o en
El hombre sin atributos, de Musil, la vida que se disgrega
en la inteligencia, o en La conciencia de Zeno, de Svevo,
el más radical, irónico y disimulado viaje al centro de la
nada.
Tal vez puedo creer en Dios y al mismo tiempo no
creer en nada, por ejemplo. Tal vez puedo mezclar
teorías opuestas. Y es más, quizá esto explique por qué
a menudo escribo novelas que son mezclas de ensayos y
novelas. Después de todo, bien mirada (y ahora la estoy
mirando bien), la vida es una mezcla. Quizá mi viaje, el
viaje de mi conciencia, sea el que va a la nada, pero
construyendo un sólido y contradictorio sistema de
coordenadas esenciales para expresar mi relación con la
realidad y la ficción, mi relación con el mundo.
¡La realidad y la ficción! Mira por dónde he ido a
parar al eterno debate de las letras españolas. Ahora que
me acuerdo, ¿por qué esa manía tan española, esa
afición tan nacional a preguntarme, siempre que publico
un nuevo libro, cuánto hay de real y de autobiográfico en
él? Da igual que publique una novela sobre un loco que
anda suelto por Veracruz a que publique una sobre la
vida de los esquimales en Guanajuato. Siempre la misma
cuestión: ¿Qué porcentaje de verdad hay en lo que usted
cuenta? Durante un tiempo, con paciencia, me he
limitado a dar cuerda al reloj de Nabokov: “La ficción es
ficción. Calificar un relato de historia verídica es un
insulto al arte y a la verdad. Todo gran escritor es un gran
embaucador”. Y punto. Pero ya me he cansado. Y es
que, a pesar de que no hay día en que no vea borradas
las fronteras entre la realidad y la ficción sobre las que
bailo, la pregunta nacional sigue ahí, como un dinosaurio
inamovible. ¿Hay realidad en su ficción? ¡Toma ya!, que
diría Céline. Últimamente, habiendo publicado un libro
sobre París, me limito a citarles a Boris Vian (“todo en mi
novela es verdad porque está todo inventado”), o bien a
mí mismo (“también un relato autobiográfico es una
ficción entre muchas posibles”), y muy especialmente a
Roland Barthes: “Toda autobiografía es ficcional y toda
ficción es autobiográfica”.
Yo creo que mis libros deberían ser vistos como lo
que realmente siempre han sido: libros escritos por
personajes de novela. Un lector me pregunta ahora: ¿Lo
dice de verdad? Y añade: Perdone la pregunta, pero es
que soy español de la verdad cristiana. Pues claro que lo
digo de verdad, le contesto, pero tenga en cuenta que la
verdad no es necesariamente lo opuesto de la ficción. ¿Y
está seguro de esto?, me pregunta. Pues tan seguro, le
respondo, como de que un dictador (aquel que decía
“españoles todos”) está bien muerto, y el realismo de la
estirpe de aquel asesino también, aunque no para los
españoles todos, muchos de ellos felices viviendo en la
mayoría absoluta de su realismo literario de serrín y
caspa. Porque España, a pesar de la tan traída y llevada
modernidad de Almodóvar, sigue siendo un país nada
ambiguo y muy plano y zaplano y profunda y
obscenamente inculto. Véase, sin ir más lejos, la
confusión de los ministros de Aznar entre autor y
narrador en el caso del libro de Hernán Migoya. En
España, con notable putrefacción artística, ministros y
plebe se abrazan en su única realidad posible: la mayoría
absoluta de su realismo sucio de cáscaras de gambas e
insulto, serrín y escupitajo.
¡Son tan realistas! Así las cosas, en casa ensayo
exiliarme y luego lo cuento, explico que escribo ensayos
mezclados con cuentos. Quiero seguir siendo “un
explorador que avanza hacia el vacío” (Kafka), y así seguir
dándole a mis palabras sentido, dándoles sombra: un
sentido que dice que en mi país nada ambiguo no
avanzo, pero mi vida lo hará por mí exiliándose. Y bien
está que así sea, me digo, mientras pienso en aquel
clásico que dijo: “Mirad cómo, bien lejos de vosotros, mi
vida avanza tranquila”. Aunque no sé de qué clásico
hablo. ¿Sabré en el vacío encontrarlo? No está entre los
clásicos que aprecian los españoles todos. Lo sé. Por
eso avanzo.
EnriqueVila-Matas
Barcelona·48
�jorge·enrique·lage
el vuelo
del gato
samurai
Acabo de soñar una pesadilla en la que una criatura felina
asesinaba a la gente:
Concepto de terror común. No importa. Aún así despierto
asustado y demoro en ubicarme de nuevo en el hospital:
Estoy sentado en un sillón incómodo para dormir que está
junto a la cama donde Laura, toda atravesada de rayos X,
respira normal y duerme.
Amanece.
Me levanto.
En las paredes cuelgan brillantes tomografías de varias
partes de su cuerpo. Parece la galería de un museo. Una
exposición de Laura por dentro (hay una Laura por dentro),
obras de muchos médicos artistas excitados que no logran
descubrir qué es lo que tiene.
Toco el cristal de la ventana. Entonces la veo.
(The truth is out there again.)
(The truth is always out there.)
La criatura con la que acabo de soñar, evidentemente.
Una raya que cruza el aire a la supervelocidad de un corte.
Recuerdo vagamente una serie dibujos animados
japoneses. Pero no doy con el título.
Enciendo el televisor. En el noticiero de la mañana ya están
hablando de la criatura. Le han puesto nombre. Creen que se
trata de un fenómeno meteorológico. Hay muertos.
Otro canal, otros expertos sugieren que es una inteligencia
venida de otro planeta.
Apago el televisor.
Laura sigue durmiendo.
Salgo (ya es hora de salir) de su galería de imágenes.
Todas las enfermeras que me cruzo por los pasillos se me
quedan mirando. Oigo el cuchichear de sus miradas: Ése es el
que te dije... ¿El que salió del coma? No, el que está con ella.
Ay, el pobre, se ve tan destruido...
Siento que hasta las cámaras de las puertas del hospital me
filman con lástima.
Afuera las calles están vacías y el cielo, simplemente, no
está. Lo que hay es una amenaza con nubes y ozono y pájaros
emigrantes. No veo la raya. No veo ninguna inteligencia
meteorológica. Hago un gesto con el brazo y aparece un taxi.
—Vámonos de aquí —le digo al taxista: un sujeto con
parche en un ojo y gran párpado sobre el otro. Se parece a
Garfield.
—Ésa es una gran frase —observa el tipo—. Pero tiene que
decirme adónde.
Le doy mi dirección. O le doy la dirección de ella.
—¿Va muy apurado?
—¿Por qué?
—Porque yo tengo que trabajar. No sólo soy taxista, ¿sabe?
Aprovecho los viajes para repartir.
Señala el asiento al lado suyo y me doy cuenta de que está
ocupado por una torre de cajas de pizzas. Me he montado con
un taxista repartidor de pizzas. No es gran cosa. También he
oído de taxistas que conducen programas de radio (sobre
política y finanzas, la mayoría) y cuando te montas con ellos te
hacen entrevistas en vivo.
—No se preocupe —le digo—. Tómese el tiempo que le
haga falta.
—Gracias, amigo. Si pudiera, le regalara una. Pero si yo
fuera el dueño de la pizzería no estaría en este taxi con usted,
¿me entiende?
—No mucho, en realidad —y de repente recuerdo cómo se
llamaban aquellos animados japoneses: Samurai Pizza Cats.
«No intenten hacerlo en casa, niños. Somos profesionales.»
Le pregunto al taxista si no le da miedo la criatura que
sobrevuela La Habana.
—¿Eso? Eso no le da miedo a nadie. —Hace un giro brusco
para no atropellar a un grupo de personas que aparecen
huyendo y gritando—. Además, yo siempre digo una cosa:
primero las pizzas, después el terror.
Nos desviamos hacia un barrio de vida residencial, apartado
y verde, para efectuar las entregas. Tranquilidad absoluta. Me
acomodo en el asiento. De pronto...
Tras una curva, una silueta rodante con curvas. Un frenazo.
Muchacha en patines. No venía precisamente huyendo. Y
ahora ni siquiera parece asustada. Ha puesto una mano sobre el
capó del taxi, como para detenerlo, y con la otra mano se
descubre los ojos antes cubiertos por gafas oscuras. Nos mira
un eterno segundo a través del parabrisas antes de acercarse
rodando a la ventanilla del conductor.
—Por Dios, niña, ten más cuidado —dice el conductor.
Ella sonríe. Mete divertida la cabeza. Trenzas doradas.
—Yo también quiero repartir —dice con voz suave.
El repartidor, por supuesto, se lo toma al pie de la letra:
—Pues ve a ver al dueño de la pizzería. No soy yo.
Ella mira al asiento de atrás.
Yo estoy en el asiento de atrás.
—Hola, extraño.
No digo nada. Quizás sonrío.
Me pregunto si me habrá reconocido.
Me pregunto si habrá algo o alguien allá afuera.
Y me pregunto por qué los otakus cubanos han
enmudecido todos.
—¿Él no habla?
—No en nuestro idioma —dice Garfield—. Usa una jerga
muy contaminada.
—¿En serio? —la patinadora pone ojos grandes. Parece de
lo más interesada.
—No, en realidad es un espía —sigue Garfield—. No dice
nada para escucharlo y grabarlo todo mejor.
—Oh.
Patinadora mirándome con sumo interés.
Digo:
—Estoy muerto.
El taxista aprueba con la cabeza:
—Yo lo recogí frente a un hospital.
Digo:
—Acabo de salir de un coma muy largo.
—Pobrecito —dice ella—. ¿Cuán largo?
—De antes de que tú nacieras.
—¿Y te acuerdas cómo era antes?
—Oigan, yo tengo que irme —protesta el taxi.
—Antes de ti las cosas rodaban a una velocidad. Ahora las
cosas son velocidad.
—¿Has visto la raya? —pregunta ella. El taxista hace un
gesto de ya es suficiente y la pregunta parece quedar
suspendida y saltar y desaparecer en el aire. Como la raya. Y
ahora que el taxi se aleja yo sé
—Adiós, extraño.
que ella me ha reconocido perfectamente aunque no lo
sepa y que en alguna otra historia (siempre hay otra historia)
nos volveremos a encontrar.
—Niños ricos —murmura Garfield—. Quién los entiende.
Unas cuadras adelante, un grupo de niños ricos hace de
grupo de rock ensayando en un garaje. Del garaje sale un
sonido que no se entiende.
Son buenos, pienso. La música no sirve pero ellos son
buenos.
Más de la mitad de las pizzas bajan del taxi y van hacia
ellos. Partida de rockettes hambrientas. Cesa el ruido. En la
entrada del garaje rodean a Garfield y hay movimientos de
buscar dinero en bolsillos de jeans, se abren cajas, pizzas a la
boca, de repente los movimientos se precipitan y se confunden.
Ha habido un grito. Alguien ha vomitado. La escena se me hace
extrañamente lejana. Pudiera bajar la ventanilla o bajarme yo
para averiguar qué sucede, pero no lo hago. Me siento
extrañamente tranquilo. Garfield viene de regreso al taxi y tras
él viene uno de los chicos discutiendo algo. Garfield le dice que
vayan a discutir con el dueño de la pizzería. Que no es él, por
supuesto. Él no tiene la culpa.
El chico me ve. Tiene un trozo de pizza en la mano.
—Colega, ¿tú has probado esto?
Le digo que no con la cabeza.
Demasiado, demasiado tranquilo. Ni hambre tengo.
—Vas a perder el trabajo, pirata —le dice otro chico o chica
al pirata, que ya está agarrando el timón—. Y cuando te
encontremos solo por ahí vas a perder el otro ojo. Y después
vamos a dedicarte una canción.
—Ay mi madre, se me olvidaba que ustedes hacen
canciones.
Despegamos rápidamente bajo un ataque de piedras y
pedazos de pizzas proyectiles.
Cuando nos perdemos de vista pregunto qué pasó, y acto
seguido me doy cuenta de que ha sido una pregunta reflejo, no
tengo el menor interés. El taxista sólo dice:
�—Sospechan de todo, por cualquier cosa se asustan. Ya no
quedan estómagos.
Sigue rezongando mientras le pasamos por delante a
grandes casas, terrenos deportivos y malls. Después consulta
direcciones anotadas en un mapa.
—No, no estamos perdidos —aclara—. Estos barrios son
así. Repetitivos.
En varias repeticiones vamos entregando las pizzas que
faltan por entregar:
A un mendigo aburrido en temporada baja. (Nos dice que
sus dos profesiones, Santa Claus y deshollinador, ya no
alcanzan ni para ahorrar y comprarse un boleto de avión que lo
lleve un poco más al norte. Yo le pregunto: ¿Al norte de qué?)
A un entrenador de perros locales a los que apetece una
buena pizza de carne humana entre descuartizamiento y
descuartizamiento.
A mayordomos con espaldas de guardaespaldas que miran
la caja grasienta, slow fat-food, como diciendo: No sé cómo
puedo trabajar para gente que come esto.
A un vendedor de polvo y helados en un parque con fuente
circular.
A un mendigo aburrido en temporada baja. (Nos dice que
sus dos profesiones, Santa Claus y deshollinador, ya no
alcanzan ni para ahorrar y comprarse un boleto de avión que lo
lleve un poco más al norte. Yo le pregunto: ¿Al norte de qué?)
A dos o tres extras de una comedia de artes marciales en
pleno rodaje.
Etcétera.
La penúltima es para una señora tipo ama de casa que nos
espera, probablemente desesperada, en el portal de su casa.
Por la acera de enfrente pasa un niño en velocípedo. Me
pongo a mirarlo con más que tranquilidad.
Ausencia.
En cuanto Garfield se baja del taxi la vuelvo a ver.
Una parábola que emerge de algún punto en el follaje
fastuoso de la calle y cae en picado sobre el niño.
Pero no llega a picarlo.
El aire se rasga justo frente a él.
Él da un salto y queda parado sobre su velocípedo, pie en el
manubrio y pie en el asiento, las manitos cerradas como puños.
Comprendo que este niño va a intentar defenderse de cualquier
cosa.
La criatura sube y vuelve a caer. Los movimientos son
como instantáneas que se difuminan. El niño, en equilibrio
sobre su vehículo, esquiva a una velocidad de esquivar balas.
Por supuesto, ya no veo esa clase de movimientos. Ya no veo
nada. Pero ahí está el niño tirándole patadas y piñazos al aire.
Uno de sus golpes parece impactar la raya: algo como un filo se
detiene y se abre y por un momento es la forma vertical de una
pupila de gato. Luego, quizás por el rebote, el niño está en el
suelo. Y cuando se levanta su velocípedo está cortado al medio.
No hay mucho más que hacer. Pero el niño no trata de huir. Tan
pequeño y ha entendido que la huida es imposible. La raya
finalmente acierta y lo atraviesa en diagonal y al instante se
retira del espacio rayado. Queda una brisa moviendo las hojas.
El niño permanece de pie, las dos mitades de su tronco unidas
hasta que la mitad superior se desliza sobre la inferior y ambas
caen, un brazo por cada lado, dos piezas de ropa cara y carne
salpicando la acera roja.
No he visto nada, pero lo he visto todo.
Sin darme cuenta he salido del taxi.
Escucho a mis espaldas los restos de una discusión entre el
taxista y la cliente. Ama de casa histérica. Insultos. La palabra
sangre. Te voy a denunciar, hijo de puta. La expresión sangre
caliente con queso.
Ya puedo adivinar de qué se trata.
Creo.
Cruzo la calle para ver de cerca lo que ha quedado del
velocípedo y del niño. No sé si debo tener miedo de que la
criatura vuelva. No lo tengo.
Cuando llego a la escena Garfield me llama:
—Amigo, ya terminé. ¿Te llevo o te vas caminando?
Tiene esa expresión urgente de quien no puede contener
mucho más las ganas de estrangular a una mujer. Atrás, en el
portal de la casa, hay una escoba en alto y agudas amenazas de
llamar a la policía.
Abandono la imagen. Me meto en el taxi y no sé por qué
vuelvo a dar la dirección. La mía o la Laura. Pero el taxista no
me escucha. Está concentrado en pisar a fondo el acelerador y
en descargar todo su enojo al fondo de mis oídos:
—¿Cuál es el maldito problema de esta gente? ¿Qué
sentido tiene pedir una pizza para luego volverse locos? Que si
esto no parece salsa de tomate, que si lo otro no huele a jamón,
que si no sé lo que me estoy comiendo... ¡Por Dios! Quieren
interpretar las puñeteras pizzas en lugar de comérselas. ¡La
pizza no es un concepto!
—¿No lo es? —pregunto distraído, por decir algo inútil,
mirando por la ventanilla. Hemos dejado atrás el barrio
residencial y aún queda una caja, la última, en el asiento
delantero.
—En realidad lo que tienen es miedo, déjame decirte.
Tienen miedo a que les guste. Tienen miedo a reconocer que
han comido y que les ha gustado. Porque saben, y saben que
los demás saben, y yo lo sé, que después las cosas serán
diferentes. ¿Entiendes lo que quiero decir?
—Totalmente —miento sin pensar.
(Es decir: miento pensando en el niño muerto, en las
próximas noticias de la televisión, en los enmudecidos que
contarán la otra historia.)
No hablamos más durante el trayecto. Inmóvil, la ciudad
continúa moviéndose entre el espanto y la desidia. Garfield me
deja en algún lugar de Nuevo Vedado. Le extiendo unos billetes
y él me extiende la caja.
—No puedes regalármela —le recuerdo—. Tú no eres el
dueño la pizzería.
—No, pero soy el dueño de esta pizza. Cómetela tú que yo
ya no tengo hambre.
Me desea buena suerte, o buen apetito, o simplemente
dice adiós y después se va. Me quedo mirando el taxi que se
aleja. No tengo dónde anotar, así que seguramente olvidaré el
número de la chapa.
Aunque no sé para qué querría yo el número de la chapa.
Entro a la casa, enciendo la luz y la veo.
Tirada en el sofá.
Despeinada. Ojerosa.
Cubierta con una manta.
Me mira. No está dormida.
Supongo que yo tampoco lo estoy.
—Laura —digo, y su nombre duele en mi piel como un
pellizco—. Laura, Laura, ¿qué haces aquí?
—Sorpresa. Vine volando.
Ahora ella me cuenta su huida del hospital:
La versión más absurda de su huida del hospital:
Intercambió ropas con una enfermera inconsciente,
previamente golpeada en la cabeza y puesta a dormir con
barbitúricos, y salió de la sala y al poco rato empezó a sonar
una alarma. Correteo de médicos por los pasillos detrás de ella.
Se escondió en armarios y carritos de limpieza. Le hizo sexo
oral a un estudiante para que la dejara estar un rato entre los
cadáveres. Aprovechó unos conductos de aire para llegar al
parking subterráneo. Allí intentó robar una ambulancia pero uno
de los médicos que la habían atendido (todos los médicos de
todas las especialidades del hospital la atendieron) le apuntó
con una jeringuilla cargada
—¿Cargada con qué?
—Déjame terminar.
y pidió refuerzos que llegaron inmediatamente. La rodearon.
Iban a apresarla pero ella se quitó el uniforme de enfermera y,
desnuda como la muerte, les habló. Y los asustó. Hasta
paralizarlos. Habló de su cuerpo con una voz tremenda que no
era la suya. Una voz que rebotaba en las paredes declarando
que el cuerpo de Laura era un territorio inorgánico, una
superficie experimental o tóxica. Créanlo, decía la voz. Ustedes
no me conocen. Allá ustedes si acercan a mí. Yo soy lo que
ustedes temen, la pesadilla que no le van a contar a nadie.
La dejaron ir.
—Estoy segura de que fue un alivio para ellos. Estoy segura
de que por muchas pruebas que inventaran para hacerme,
nunca iban a llegar a un diagnóstico.
Yo he llegado a uno. Pero no se lo digo.
Me siento junto a ella.
Le acaricio el pelo.
—¿Dónde estuviste?
—Por ahí —respondo—. Te traje algo de comer.
—Me muero de hambre —dice, y su boca comienza
débilmente a sonreír.
JorgeEnriqueLage
LaHabana·79
�THE REVOLUTION EVENING POST
THE REVOLUTION EVENING POST
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The Revolution Evening Post (TREP): e Zine de ESCRITURA irregular
Subject
The topic of the resource
Literatura, Literature
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An account of the resource
Revista literaria digital circulada vía correo electrónico y a través de dispositivos digitales. Entre sus objetivos pricipales estaba el subvertir el canon de literario nacional.
Creator
An entity primarily responsible for making the resource
Ahmel Echeverría,
Jorge Enrique Lage,
Orlando Luis Pardo Lazo
Date
A point or period of time associated with an event in the lifecycle of the resource
2008
Contributor
An entity responsible for making contributions to the resource
Lizabel Mónica
Format
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Pdf
Language
A language of the resource
Spanish, Español, SPA
Coverage
The spatial or temporal topic of the resource, the spatial applicability of the resource, or the jurisdiction under which the resource is relevant
Cuba
Text
A resource consisting primarily of words for reading. Examples include books, letters, dissertations, poems, newspapers, articles, archives of mailing lists. Note that facsimiles or images of texts are still of the genre Text.
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theREVOLUTION
EVENINGpost
Episodio 5
eZine ESCRITURA i r r e g u l a r
stuff :
roberto bolaño los labios de lisa en 1974 2
exilio y literatura 5
carnet de baile 7
orlando luis pardo fosgeno 10
álvaro bisama clase z 11
tribu 11
jorge enrique lage bandeja de entrada /
bandera de salida 12
rodrigo fresán el otro señor k 13
ahmel echevarría una novela por entregas 14
gonzalo garcés pompeo & wanda 16
pútrida patria 16
william saroyan panorama 17
club europa 19
enrique vila-matas explorador que avanza 21
jorge enrique lage el vuelo del gato samurai 22
staff :
ahmel echevarría
jorge enrique lage
orlando luis pardo lazo
Hemos sido cordialmente invitados a
formar parte de la literatura chilena en
Cuba. Por supuesto, hemos aceptado.
No hubo ceremonia de iniciación.
Mejor así.
therevening@yahoo.com
Los labios de lisa en 1974
¿Siguió siendo Enrique Vila-Matas amigo suyo luego de la pelea
que tuvo usted con los organizadores del Premio Rómulo Gallegos?
Mi pelea con el jurado y los organizadores del premio se debió,
básicamente, a que ellos pretendían que yo avalara, desde Blanes y
a ciegas, una selección en la que yo no había participado. Sus
métodos, que una pseudo poeta chavista me transmitió por
teléfono, se parecían demasiado a los argumentos disuasorios de
la Casa de las Américas cubana. Me pareció que era un error
enorme que Daniel Sada o Jorge Volpi fueran eliminados a las
primeras de cambio, por ejemplo. Ellos dijeron que lo que yo quería
era viajar con mi mujer e hijos, algo totalmente falso. De mi
indignación por esta mentira surgió la carta en donde los llamé
neostalinistas y algo más, supongo. De hecho, a mí me informaron
que ellos pretendían, desde el principio, premiar a otro autor, que
no era Vila-Matas, precisamente, cuya novela me parece buena, y
que sin duda era uno de mis candidatos.
¿No cree que si se hubiera emborrachado con Isabel Allende y
Ángeles Mastretta otro sería su parecer acerca de sus libros?
No lo creo. Primero, porque esas señoras evitan beber con alguien
como yo. Segundo, porque yo ya no bebo. Tercero, porque ni en
mis peores borracheras he perdido cierta lucidez mínima, un
sentido de la prosodia y del ritmo, un cierto rechazo ante el plagio,
la mediocridad o el silencio.
¿Qué es la patria para usted?
Lamento darte una respuesta más bien cursi. Mi única patria son
mis dos hijos, Lautaro y Alexandra. Y tal vez, pero en segundo
plano, algunos instantes, algunas calles, algunos rostros o escenas
o libros que están dentro de mí y que algún día olvidaré, que es lo
mejor que uno puede hacer con la patria.
¿Qué es la literatura chilena?
Probablemente las pesadillas del poeta más resentido y gris y acaso el más cobarde de los poetas chilenos: Carlos Pezoa
Véliz, muerto a principios del siglo XX, y autor de sólo dos poemas memorables, pero, eso sí, verdaderamente memorables, y
que nos sigue soñando y sufriendo. Es posible que Pezoa Véliz aún no haya muerto y esté agonizando y que su último minuto
sea un minuto bastante largo, ¿no?, y todos estemos dentro de él. O al menos que todos los chilenos estemos dentro de él.
¿Por qué le gusta llevar siempre la contraria?
Yo nunca llevo la contraria.
¿Enrique Lihn, Jorge Teillier o Nicanor Parra?
Nicanor Parra por encima de todos, incluidos Pablo Neruda y Vicente Huidobro y Gabriela Mistral.
¿Eugenio Montale, T. S. Eliot o Xavier Villaurrutia?
Montale. Si en lugar de Eliot estuviera James Joyce, pues Joyce. Si en lugar de Eliot estuviera Ezra Pound, sin duda Pound.
¿John Lennon, Lady Di o Elvis Presley?
The Pogues. O Suicide. O Bob Dylan. Pero, bueno, no nos hagamos los remilgados: Elvis forever. Elvis con una chapa de
sheriff conduciendo un Mustang y atiborrándose de pastillas, y con su voz de oro.
¿Quién lee más, usted o Rodrigo Fresán?
Depende. El Oeste es para Rodrigo. El Este para mí. Luego nos contamos los libros de nuestras correspondientes áreas y
parece que lo hubiéramos leído todo.
¿Qué le hubiera dicho a Gabriela Mistral si la hubiera conocido?
Mamá, perdóname, he sido malo, pero el amor de una mujer hizo que me volviera bueno.
¿Y a Salvador Allende?
Poco o nada. Los que tienen el poder (aunque sea por poco tiempo) no saben nada de literatura, sólo les interesa el poder. Y
yo puedo ser el payaso de mis lectores, si me da la real gana, pero nunca de los poderosos. Suena un poco melodramático.
Suena a declaración de puta honrada. Pero, en fin, así es.
¿Y a Vicente Huidobro?
Huidobro me aburre un poco. Demasiado tralalí alalí, demasiado paracaidista que desciende cantando como un tirolés. Son
mejores los paracaidistas que descienden envueltos en llamas o, ya de plano, aquellos a los que no se les abre el paracaídas.
¿Qué le produce el hecho de que Arturo Pérez Reverte sea actualmente el escritor más leído en lengua española?
Pérez Reverte o Isabel Allende. Da lo mismo. Feuillet era el autor francés más leído de su época.
¿Y el hecho de que Arturo Pérez Reverte haya ingresado a la Real Academia?
La Real Academia es una cueva de cráneos privilegiados. No está Juan Marsé, no está Juan Goytisolo, no está Eduardo
Mendoza ni Javier Marías, no está Olvido García Valdez, no recuerdo si está Alvaro Pombo (probablemente si está se deba a
una equivocación), pero está Pérez Reverte. Bueno, (Paulo) Coelho también está en la Academia brasileña.
¿Ha vertido alguna lágrima por las numerosas críticas que ha recibido por parte de sus enemigos?
Muchísimas, cada vez que leo que alguien habla mal de mí me pongo a llorar, me arrastro por el suelo, me araño, dejo de
escribir por tiempo indefinido, el apetito baja, fumo menos, hago deporte, salgo a caminar a orillas del mar, que, entre
paréntesis, está a menos de treinta metros de mi casa, y les pregunto a las gaviotas, cuyos antepasados se comieron a los
peces que se comieron a Ulises, ¿por qué yo, por qué yo, que ningún mal les he hecho?
¿Era buen camarero o mejor vendedor de bisutería?
El oficio en el que mejor me he desempeñado fue el de vigilante nocturno de un camping cerca de Barcelona. Nunca nadie
robó mientras yo estuve allí. Impedí algunas peleas que hubieran podido terminar muy mal. Evité un linchamiento (aunque de
buena gana, después, hubiera linchado o estrangulado yo mismo al tipo en cuestión).
¿Ha experimentado el hambre feroz, el frío que cala los
huesos, el calor que deja sin aliento?
Como dice Vittorio Gassman en una película:
modestamente, sí.
¿Ha tallado en un tronco de árbol el nombre de la persona
amada?
He cometido desmanes aún mayores, pero corramos un
tupido velo.
¿Ha visto alguna vez a la mujer más hermosa del mundo?
Sí, cuando trabajaba en una tienda, allá por el año 84. La
tienda estaba vacía y entró una mujer hindú. Parecía y tal vez
fuera una princesa. Me compró algunos colgantes de
bisutería. Yo, por descontado, estaba a punto de desmayarme.
Tenía la piel cobriza, el pelo largo, rojo, y por lo demás era
perfecta. La belleza intemporal. Cuando tuve que cobrarle me
sentí muy avergonzado. Ella me sonrió como si me dijera que
lo entendía y que no me preocupara. Luego desapareció y
nunca más he vuelto a ver a alguien así. A veces tengo la
impresión de que era la mismísima diosa Kali, patrona de los
ladrones y de los orfebres, sólo que Kali también era la deidad
de los asesinos, y esta hindú no sólo era la mujer más
hermosa de la Tierra sino que también parecía ser una buena
persona, muy dulce y considerada.
¿Le gustan los perros o los gatos?
Las perras, pero ya no tengo animales.
¿Coleccionaba figuritas?
Sí. De fútbol y de actores y actrices de Hollywood.
¿Cuál es su equipo de fútbol favorito?
Ahora ninguno. Los que bajaron a segunda y luego,
consecutivamente, a tercera y a regional, hasta desaparecer.
Los equipos fantasmas.
¿A qué personajes de la historia universal le hubiera gustado
parecerse?
A Sherlock Holmes. Al capitán Nemo. A Julien Sorel, nuestro
padre, al príncipe Mishkin, nuestro tío, a Alicia, nuestra
profesora, a Houdini, que es una mezcla de Alicia, de Sorel y
de Mishkin.
¿Qué cosas debe a las mujeres de su vida?
Muchísimo. El sentido del desafío y la apuesta alta. Y otras
cosas que me callo por decoro.
¿Ellas le deben algo a usted?
Nada.
¿Le preocupan las listas de ventas de sus libros?
En lo más mínimo.
¿Piensa alguna vez en sus lectores?
Casi nunca.
¿Qué cosas de todas las que le han dicho sus lectores en torno de sus libros lo han conmovido?
Me conmueven los lectores a secas, los que aún se atreven a leer el Diccionario filosófico de Voltaire, que es una de las
obras más amenas y modernas que conozco. Me conmueven los jóvenes de hierro que leen a Cortázar y a Parra, tal como los
leí yo y como intento seguir leyéndolos. Me conmueven los jóvenes que se duermen con un libro debajo de la cabeza. Un
libro es la mejor almohada que existe.
¿Ha tenido miedo alguna vez de sus fans?
He tenido miedo de los fans de Leopoldo María Panero, el cual, por otra parte, me parece uno de los tres mejores poetas
vivos de España. En Pamplona, durante un ciclo organizado por Jesús Ferrero, Panero cerraba el ciclo y a medida que se
aproximaba el día de su lectura la ciudad o el barrio donde estaba nuestro hotel se fue llenando de freaks que parecían recién
escapados de un manicomio, que, por otra parte, es el mejor público al que puede aspirar cualquier poeta. El problema es
que algunos no sólo parecían locos sino también asesinos y Ferrero y yo temimos que alguien, en algún momento, se
levantara y dijera: yo maté a Leopoldo María Panero y después le descerrajara cuatro balazos en la cabeza al poeta, y ya de
paso, uno a Ferrero y el otro a mí.
¿Qué siente cuando hay críticos como Darío Osses que considera que usted es el escritor latinoamericano con más futuro?
Debe ser una broma. Yo soy el escritor latinoamericano con menos futuro. Eso sí, soy de los que tienen más pasado, que al
cabo es lo único que cuenta.
¿Qué cosas lo aburren?
El discurso vacío de la izquierda. El discurso vacío de la derecha ya lo doy por sentado.
¿Qué cosas lo divierten?
Ver jugar a mi hija Alexandra. Desayunar en un bar al lado del mar y comerme un croissant leyendo el periódico. La literatura
de Borges. La literatura de Bioy. La literatura de Bustos Domecq. Hacer el amor.
Cierre los ojos, ¿cuál de todos los paisajes de la Latinoamérica que usted recorrió le viene primero a la memoria?
Los labios de Lisa en 1974. El camión de mi padre averiado en una carretera del desierto. El pabellón de tuberculosos de un
hospital de Cauquenes y mi madre que nos dice a mi hermana y a mí que aguantemos la respiración. Una excursión al
Popocatépetl con Lisa, Mara y Vera y alguien más que no recuerdo, aunque sí recuerdo los labios de Lisa, su sonrisa
extraordinaria.
¿Cómo es el paraíso?
Como Venecia, espero, un lugar lleno de italianas e italianos. Un sitio que se usa y se desgasta y que sabe que nada perdura,
ni el paraíso, y que eso al fin y al cabo no importa.
¿Y el infierno?
Como Ciudad Juárez, que es nuestra maldición y nuestro espejo, el espejo desasosegado de nuestras frustraciones y de
nuestra infame interpretación de la libertad y de nuestros deseos.
¿Pensó alguna vez en suicidarse?
Por supuesto. En alguna ocasión sobreviví precisamente porque sabía cómo suicidarme si las cosas empeoraban.
¿Creyó en algún momento que se estaba volviendo loco?
Por supuesto, pero me salvó siempre el sentido del humor. Me contaba historias que me volvían loco de risa. O recordaba
situaciones que hacían que me tirara al suelo a reírme.
¿Usted ve su obra como la suelen ver sus lectores y críticos: arriba de todo Los detectives salvajes y luego todo lo demás?
La única novela de la que no me avergüenzo es Amberes, tal vez porque sigue siendo ininteligible. Las malas críticas que ha
recibido son mis medallas ganadas en combate, no en escaramuzas con fuego simulado. El resto de mi “obra”, pues bueno,
no está mal, son novelas entretenidas, el tiempo dirá si algo más. Por ahora me dan dinero, se traducen, me sirven para hacer
amigos que son muy generosos y simpáticos, puedo vivir, y bastante bien, de la literatura, así que quejarse ser ía más bien
gratuito y desagradecido. Pero la verdad es que no les
concedo mucha importancia a mis libros. Estoy mucho más
interesado en los libros de los demás.
¿No le da miedo que alguien quiera hacer la versión
cinematográfica de Los detectives salvajes?
Ay, Mónica, yo les tengo miedo a otras cosas. Digamos: cosas
más terroríficas, infinitamente más terroríficas.
¿Cuáles son los cinco libros que marcaron su vida?
Mis cinco libros en realidad son cinco mil. Menciono éstos
sólo a manera de punta de lanza o embajada aviesa: El
Quijote, de Cervantes. Moby Dick, de Melville. La Obra
Completa, de Borges. Rayuela, de Cortázar. La conjura de los
necios, de Kennedy Toole. Pero también debería citar: Nadja,
de Breton. Las cartas de Jacques Vaché. Todo Ubú, de Jarry.
La vida, instrucciones de uso, de Perec. El castillo y El proceso,
de Kafka. Los aforismos de Lichtenberg. El Tractatus, de
Wittgenstein. La invención de Morel, de Bioy Casares. El
Satiricón, de Petronio. La Historia de Roma, de Tito Livio. Los
Pensamientos, de Pascal.
¿Qué dice de los que piensan que Los detectives salvajes es la
gran novela mexicana de la contemporaneidad?
Que lo dicen por lástima, me ven decaído o desmayándome
en las plazas públicas y no se les ocurre nada mejor que una
mentira piadosa, que por lo demás es lo más indicado en
estos casos y ni siquiera es pecado venial.
¿Es cierto que fue Juan Villoro el que le convenció para que no
titulara Tormentas de mierda a su novela Nocturno de Chile?
Entre Villoro y Herralde.
¿De quién más escucha consejos alrededor de su obra?
Yo no escucho consejos de nadie, ni siquiera de mi médico.
Yo doy consejos a diestra y siniestra, pero no escucho
ninguno.
¿A qué escritor mexicano admira profundamente?
A muchos. De mi generación admiro a Sada, cuyo proyecto de
escritura me parece el más arriesgado, a Villoro, a Carmen
Boullosa, entre los más jóvenes me interesa mucho lo que
hacen Alvaro Enrigue y Mauricio Montiel, o Volpi e Ignacio
Padilla. Sigo leyendo a Sergio Pitol, que cada día escribe
mejor. Y a Carlos Monsiváis, el cual, según me contó Villoro,
motejó como Pol Pit a Taibo 2 o 3 (o 4), lo que me parece un
hallazgo poético. Pol Pit, ¿es perfecto, no? Monsiváis sigue
con las uñas aceradas. También me gusta mucho lo que hace
Sergio González Rodríguez.
¿El mundo tiene remedio?
El mundo está vivo y nada vivo tiene remedio y ésa es nuestra
suerte.
¿Usted tiene esperanzas, en qué, en quiénes?
Mi querida Maristain, vuelve usted a empujarme a los potreros de la cursilería, que son mis potreros natales. Yo tengo
esperanza en los niños. En los niños y en los guerreros. En los niños que follan como niños y en los guerreros que combaten
como valientes. ¿Por qué? Me remito a la lápida de Borges, como diría el ínclito Gervasio Montenegro, de la Academia (como
Pérez Reverte, fíjese usted) y no hablemos más de este asunto.
¿Qué sentimientos le despierta la palabra póstumo?
Suena a nombre de gladiador romano. Un gladiador invicto. O al menos eso quiere creer el pobre Póstumo para darse valor.
¿Qué opina de quienes opinan que usted ganará el Premio Nobel?
Estoy seguro, querida Maristain, de que no lo ganaré, como también estoy seguro de que algún atorrante de mi generación sí
que lo ganará y ni siquiera me mencionará de pasada en su discurso de Estocolmo.
¿Confiesa que ha vivido?
Bueno, sigo vivo, sigo leyendo, sigo escribiendo y viendo películas, y como les dijo Arturo Prat a los suicidas de la Esmeralda,
mientras yo viva, esta bandera no se arriará.
¿Cuándo ha sido más feliz?
Yo he sido feliz casi todos los días de mi vida, al menos durante un ratito, incluso en las circunstancias más adversas.
¿Qué le hubiera gustado ser si no hubiera sido escritor?
Me hubiera gustado ser detective de homicidios, mucho más que ser escritor. De eso estoy absolutamente seguro. Un tira
de homicidios, alguien que puede volver solo, de noche, a la escena del crimen, y no asustarse de los fantasmas. Tal vez
entonces sí que me hubiera vuelto loco, pero eso, siendo policía, se soluciona con un tiro en la boca.
Latinoamérica fue el
manicomio de Europa
así como Estados
Unidos fue su fábrica.
La fábrica está ahora en
poder de los capataces
y locos huidos son su
mano de
obra. El
manicomio desde hace
más de sesenta años
se está quemando en su
propio aceite en su
propia grasa.
La perdurabilidad ha
sido vencida por la
velocidad de las
imágenes vacías. El
panteón de los hombres
ilustres lo descubrimos
con estupor es la
perrera del manicomio
que se quema.
Exilio y literatura
He sido invitado para hablar del exilio. La invitación me
llegó escrita en inglés y yo no sé hablar inglés. Hubo una
época en que sí sabía o creía que sabía, en cualquier caso
hubo una época, cuando yo era adolescente, en que creía
que podía leer el inglés casi tan bien, o tan mal, como el
español. Esa época desdichadamente ya pasó. No sé leer
inglés. Por lo que pude entender de la carta creo que tenía
que hablar sobre el exilio. La literatura y el exilio. Pero es
muy posible que esté absolutamente equivocado, lo cual,
bien mirado, sería a la postre una ventaja, pues yo no creo
en el exilio, sobre todo no creo en el exilio cuando esta
palabra va junto a la palabra literatura.
Para mí, creo que es conveniente decirlo ya mismo,
es un placer estar aquí con ustedes, en la renombrada y
famosa Viena. Para mí Viena tiene mucho que ver con la
literatura y con la vida de algunas personas muy cercanas
a mí y que entendieron el exilio como en ocasiones lo
entiendo yo mismo, es decir como vida o como actitud
ante la vida. En 1978 o tal vez en 1979 el poeta mexicano
Mario Santiago, de regreso de Israel, pasó unos días en
esta ciudad. Según me contó él mismo, un día la policía lo
detuvo y luego fue expulsado. En la orden de expulsión se
le conminaba a no regresar a Austria hasta 1984, una fecha
que le parecía significativa y divertida a Mario y que hoy
también me lo parece a mí. George Orwell no sólo es uno
de los escritores remarcables del siglo XX sino también y
sobre todo y mayormente un hombre valiente y bueno. Así
que a Mario, en aquel año ya un tanto lejano de 1978 ó 79,
le pareció divertido que lo expulsaran de Austria con esa
recomendación, como si Austria lo hubiera castigado a no
pisar suelo austriaco hasta que pasaran seis años y se
cumpliera la fecha de la novela, una fecha que para
muchos fue el símbolo de la ignominia y de la oscuridad y
de la derrota moral del ser humano. Y aquí, dejando de
lado lo significativo de la fecha, los mensajes ocultos que
el azar o ese monstruo aún más salvaje que es la
causalidad enviaba al poeta mexicano y por intermedio de
éste me enviaba a mí, podemos hablar o retomar el
posible discurso del exilio o del destierro: el ministerio del
Interior austriaco o la policía austriaca o la Seguridad
austriaca cursa una orden de expulsión y envía mediante
esa orden a mi amigo Mario Santiago al limbo, a la tierra
de nadie, que en inglés se dice no man’s land, que
francamente queda mejor que en español, pues en
español tierra de nadie significa exactamente eso, tierra
yerma, tierra muerta, tierra en donde no hay nada,
mientras que en inglés se sobreentiende que sólo no hay
hombres, pero animales o bichos o insectos sí hay, lo que
la hace más agradable, no quiero decir muy agradable,
pero infinitamente más agradable que en la acepción
española, aunque probablemente mi percepción de ambos
términos esté condicionada por mi ignorancia progresiva
del inglés e incluso por mi ignorancia progresiva del
español (el diccionario de la Real Academia Española no
registra el término tierra de nadie, cosa que no es de
extrañar, o yo no he buscado bien). Pero lo cierto es que a
mi amigo mexicano lo expulsan y lo ponen en la tierra de
nadie. Yo veo la escena así: unos funcionarios austriacos
timbran el pasaporte de Mario con la señal indeleble de
que no puede pisar suelo austriaco hasta que se cumpla la
fecha fatídica de Orwell y luego lo meten en un tren y lo
despachan, con un billete gratis pagado por el estado
austriaco, hacia el destierro temporal o hacia un exilio
cierto de cinco años, al cabo de los cuales mi amigo
puede, si así lo desea, pedir un visado y volver a pisar las
hermosas calles de Viena. Si Mario Santiago hubiera sido
un fanático de los festivales musicales de Salzburgo, sin
duda se habría marchado de Austria con lágrimas en los
ojos. Pero Mario nunca fue a Salzburgo. Se montó en el
tren y no bajó hasta París y tras vivir unos meses en París
tomó un avión rumbo a México y cuando llegó la fecha
fatídica o festiva, depende, de 1984, Mario siguió viviendo
en México y escribiendo en México poemas que nadie
quería publicar y que posiblemente están entre los
mejores de la poesía mexicana de finales del siglo XX, y
tuvo accidentes y viajó y se enamoró y tuvo hijos y vivió
una vida buena o mala, una vida en todo caso en los
extramuros del poder mexicano, y en 1998 un automóvil lo
atropelló en circunstancias oscuras, un coche que se dio a
la fuga mientras Mario se daba a la muerte, tirado y solo
en una calle nocturna de uno de los barrios periféricos de
México Distrito Federal, una ciudad que en algún
momento de su historia se asemejó al paraíso y que hoy
se asemeja al infierno, pero no un infierno cualquiera sino
el infierno especial de los hermanos Marx, el infierno de
Guy Debord, el infierno de Sam Peckinpah, es decir un
infierno singular en grado extremo, y allí murió Mario,
como mueren los poetas, sumido en la inconsciencia y sin
papeles, motivo por el cual cuando llegó una ambulancia a
buscar su cuerpo roto nadie supo quién era y el cadáver se
pasó varios días en la morgue, sin deudos que lo
reclamaran, en una suerte de revelación final, en una
suerte de epifanía negativa, quiero decir, como el negativo
fotográfico de una epifanía, que es también la crónica
cotidiana de nuestros países. Y entre las muchas cosas
que quedaron inconclusas, una de ellas fue el regreso a
Viena, el regreso a Austria, esta Austria que para mí,
huelga decirlo, no es la Austria de Haider sino la Austria de
los jóvenes que están contra Haider y que salen a la calle y
lo hacen público, la Austria de Mario Santiago, poeta
mexicano expulsado de Austria en 1978 e imposibilitado
de regresar a Austria hasta 1984, es decir desterrado de
Austria en el no man's land del ancho mundo y a quien, por
lo demás, Austria y México y Estados Unidos y la
felizmente extinta Unión Soviética y Chile y China le traían
sin cuidado, entre otras cosas porque no creía en países y
las Únicas fronteras que respetaba eran las fronteras de
los sueños, las fronteras temblorosas del amor y del
desamor, las fronteras del valor y el miedo, las fronteras
doradas de la ética. Y con esto tengo la impresión de que
he dicho todo lo que tenía que decir sobre literatura y exilio
o sobre literatura y destierro, pero la carta que recibí, que
era larga y prolija, ponía especial énfasis en que debía
hablar durante veinte minutos, algo que ustedes
seguramente no me agradecerán y que para mí se puede
convertir en un suplicio, sobre todo porque no estoy
seguro de haber traducido correctamente esa misiva
endemoniada, y además porque siempre he creído que los
mejores discursos son los discursos breves. Literatura y
exilio son, creo, las dos caras de la misma moneda,
nuestro destino puesto en manos del azar. Sin salir de mi
casa conozco el mundo, dice el Tao Te King, e incluso así,
sin salir uno de su propia casa, el exilio y el destierro se
hacen presentes desde el primer momento. La literatura
de Kafka, la más esclarecedora y terrible (y también la más
humilde) del siglo XX, así lo demuestra hasta la saciedad.
Por supuesto, por el aire de Europa suena una cantinela y
es la cantinela del dolor de los exiliados, una música hecha
de quejas y lamentaciones y una nostalgia difícilmente
inteligible. ¿Se puede tener nostalgia por la tierra en donde
uno estuvo a punto de morir? ¿Se puede tener nostalgia de
la pobreza, de la intolerancia, de la prepotencia, de la
injusticia? La cantinela, entonada por latinoamericanos y
también por escritores de otras zonas depauperadas o
traumatizadas insiste en la nostalgia, en el regreso al país
natal y a mí eso siempre me ha sonado a mentira. Para el
escritor de verdad su única patria es su biblioteca, una
biblioteca que puede estar en estanterías o dentro de su
memoria. El político puede y debe sentir nostalgia, es
difícil para un político medrar en el extranjero. El trabajador
no puede ni debe sentir nostalgia: sus manos son su
patria. ¿Entonces quién entona esta espantosa cantinela?
Las primeras veces que la oí pensé que eran los
masoquistas. Si estás preso en una cárcel de Tailandia y
eres suizo, es normal que desees cumplir tu condena en
una cárcel de Suiza. Lo contrario, es decir que seas un
tailandés preso en Suiza y sin embargo desees cumplir el
resto de tu condena en una cárcel de Tailandia, no es
normal, a menos que esa nostalgia anormal esté dictada
por la soledad. La soledad sí que es capaz de generar
deseos que no se corresponden con el sentido común o
con la realidad. Pero yo estaba hablando de escritores, es
decir estaba hablando de mí, y allí sí que puedo decir que
mi patria es mi hijo y mi biblioteca. Una biblioteca modesta
que he perdido en dos ocasiones, con motivo de dos
traslados radicales y desastrosos y que he rehecho con
paciencia. Y llegado a este punto, al punto de la biblioteca,
no puedo sino acordarme de un poema de Nicanor Parra,
un poema que me viene como anillo al dedo para hablar de
literatura e incluso de literatura chilena y exilio o destierro.
El poema empieza hablando de los cuatro grandes poetas
chilenos, una discusión eminentemente chilena que la
demás gente, es decir el 99,99 por ciento de críticos
literarios del planeta Tierra, ignoran con educación y un
poco de hastío. Hay quienes afirman que los cuatro
grandes poetas de Chile son Gabriela Mistral, Pablo
Neruda, Vicente Huidobro y Pablo de Rokha, otros que son
Pablo Neruda, Nicanor Parra, Vicente Huidobro y Gabriela
Mistral, en fin, el orden varía según los interlocutores, pero
siempre son cuatro sillas y cinco poetas, cuando lo más
lógico y lo más sencillo sería hablar de los cinco grandes
poetas de Chile y no de los cuatro grandes poetas de
Chile. Hasta que llegó el poema de Nicanor Parra, que dice
así:
Los cuatro grandes poetas de Chile
Son tres
Alonso de Ercilla y Rubén Darío.
Como ustedes saben, Alonso de Ercilla fue un
soldado español, noble y bizarro, que participó en las
guerras coloniales contra los araucanos y que de vuelta en
su Castilla natal escribió La Araucana, que para los
chilenos es el libro fundacional de nuestro país y que para
los amantes de la poesía y de la historia es un libro
magnífico, lleno de arrojo y lleno de generosidad. Rubén
Darío, como ustedes también saben, y si no lo saben no
importa –es tanto lo que todos ignoramos incluso de
nosotros mismos–, fue el creador del modernismo y uno
de los poetas más importantes de la lengua española en el
siglo XX, probablemente el más importante, nacido en
Nicaragua en 1867 y muerto en Nicaragua en 1916, que
llegó a Chile a finales del siglo XIX y en donde tuvo buenos
amigos y mejores lecturas pero en donde también fue
tratado como un indio o como un cabecita negra por una
clase dominante chilena que siempre se ha vanagloriado
de pertenecer al cien por ciento a la raza blanca. Así que
cuando Parra dice que los mejores poetas chilenos son
Ercilla y Darío, que pasaron por Chile y que tuvieron
experiencias fuertes en Chile (Alonso de Ercilla en la guerra
y Darío en las escaramuzas de salón) y que escribieron en
Chile o sobre Chile, y en la lengua común que es el
español, pues dice la verdad y no sólo zanja la ya aburrida
cuestión de los cuatro grandes sino que abre nuevas
interrogantes, nuevos caminos, además de ser su poema o
artefacto, que es como Parra denomina a estos textos
cortos, una versión o diversión de aquellos versos de
Huidobro que dicen así:
Los cuatro puntos cardinales
Son tres
El sur y el norte.
Los versos de Huidobro son muy buenos y a mí me
gustan mucho, son versos aéreos, como buena parte de la
poesía de Huidobro, pero la versión/diversión de Parra me
gusta más, es como un artefacto explosivo puesto allí para
que los chilenos abramos los ojos y nos dejemos de
tonterías, es un poema que indaga en la cuarta dimensión,
tal como pretendía Huidobro, pero en una cuarta
dimensión de la conciencia ciudadana, y aunque a primera
vista parece un chiste, y además es un chiste, al segundo
vistazo se nos revela como una declaración de los
derechos humanos. Es un poema que, al menos a los
compungidos y atareados chilenos, nos dice la verdad, es
decir que nuestros cuatro grandes poetas son Ercilla y
Darío, el primero muerto en su Castilla natal en 1594, tras
una vida de viajero impenitente (fue paje de Felipe II y viajó
por Europa y luego combatió en Chile a las Órdenes de
Alderete y en Perú a las órdenes de García Hurtado de
Mendoza), el segundo muerto en su Nicaragua natal tras
haber vivido prácticamente toda su vida en el extranjero,
en 1916, dos años después de la muerte de Trakl, ocurrida
en 1914. Y ahora que he tocado a Trakl permítanme una
digresión pues se me ocurre pensar que cuando éste
abandona los estudios y entra a trabajar en una farmacia
como aprendiz, a la tierna pero ya no inocente edad de
dieciocho años, también está optando (y optando de forma
natural) por el destierro, pues entrar a trabajar en una
farmacia a los dieciocho años es una forma de destierro,
así como la drogadicción es otra forma de destierro, y el
incesto otra más, como bien sabían los clásicos griegos.
En fin, tenemos a Rubén Darío y tenemos a Alonso de
Ercilla, que son los cuatro grandes poetas chilenos, y
tenemos lo primero que nos enseña el poema de Parra, es
decir, que no tenemos ni a Darío ni a Ercilla, que no
podemos apropiarnos de ellos, sólo leerlos, que ya es
bastante. La segunda enseñanza del poema de Parra es
que el nacionalismo es nefasto y cae por su propio peso,
no sé si se entenderá el término caer por su propio peso,
imaginaos una estatua hecha de mierda que se hunde
lentamente en el desierto, bueno, eso es caer por su
propio peso. Y la tercera enseñanza del poema de Parra es
que probablemente nuestros dos mejores poetas, los dos
mejores poetas chilenos fueron un español y un
nicaragüense que pasaron por esas tierras australes, uno
como soldado y persona de gran curiosidad intelectual, el
otro como emigrante, como un joven sin dinero pero
dispuesto a labrarse un nombre, ambos sin ninguna
intención de quedarse, ambos sin ninguna intención de
convertirse en los más grandes poetas chilenos,
simplemente dos personas, dos viajeros. Y con esto creo
que queda claro lo que pienso sobre literatura y exilio o
sobre literatura y destierro.
Carnet de baile de putas asesinas (2001)
1. Mi madre nos leía a Neruda en Quilpué, en Cauquenes,
en Los Ángeles.
2. Un único libro: 20 poemas de amor y una canción
desesperada, Editorial Losada, Buenos Aires, 1961. En la
portada un dibujo de Neruda y un aviso de que aquella era la
edición conmemorativa de 1,000,000 de ejemplares. ¿En
1961 se había vendido 1,000,000 de ejemplares de los 20
poemas o se trataba de la totalidad de la obra publicada de
Neruda? Me temo que lo primero, aunque ambas
posibilidades son inquietantes, y ya inexistentes.
3. En la segunda página del libro está escrito el nombre de
mi madre, María Victoria Ávalos Flores. Una observación tal
vez superficial, contra todos lo indicios, me hace concluir
que no fue ella quien escribió su nombre allí. Tampoco es la
letra de mi padre, ni de nadie que yo conozca. ¿De quién,
entonces? Tras observar cuidadosamente esa firma
desdibujada por los años tengo que admitir, si bien con
reservas, que es la de mi madre.
4. En 1961, en 1962, mi madre tenía menos años de los que
yo tengo ahora, no llegaba a los 35, y trabajaba en un
hospital. Era joven y animosa.
5. Los 20 poemas, mis 20 poemas, han recorrido un largo
camino. Primero por diversos pueblos del sur de Chile,
después por varias casas de México DF, después por tres
ciudades de España.
6. El libro, por supuesto, no era mío. Primero fue de mi
madre. Esta se lo regaló a mi hermana y cuando mi
hermana se fue de Gerona rumbo a México me lo regaló a
mí. Entre los libros que me dejó mi hermana mis favoritos
eran los de ciencia ficción y la obra completa, hasta ese
momento, de Manuel Puig, que yo mismo le había regalado
y que entonces releí.
7. Neruda ya no me gustaba. ¡Y menos aún los 20 poemas
de amor!
8. En 1968 mi familia se fue a vivir a México DF. Dos años
después, en 1970, conocí a Alejandro Jodorowski, que para
mí encarnaba al artista de prestigio. Lo busqué a la salida de
un teatro (dirigía una versión de Zaratustra, con Isela Vega),
le dije que quería que me enseñara a dirigir películas y
desde entonces me convertí en asiduo visitante de su casa.
Creo que no fui un buen alumno. Jodorowski me preguntó
cuánto gastaba en tabaco cada semana. Le dije que
bastante, pues desde siempre he fumado como un
carretero. Jodorowski me dijo que dejara de fumar y que
ese dinero lo invirtiera en pagar unas clases de meditación
zen con Ejo Takata. De acuerdo, dije. Durante unos días
estuve con Ejo Takata, pero a la tercera sesión decidí que
eso no era lo mío.
9. Abandoné a Ejo Takata en plena sesión de meditación
zen. Cuando quise dejar la fila el japonés se abalanzó sobre
mí blandiendo un bastón de madera, el mismo con el que
golpeaba a los alumnos que así se lo pedían. Es decir, Ejo
ofrecía el bastón, los alumnos decían sí o no, y en caso de
ser la respuesta afirmativa, Ejo les descerrajaba unos
planazos que atronaban el espacio en penumbra
impregnado de incienso.
10. A mí, sin embargo, no me ofreció la posibilidad de
denegar los golpes. Su ataque fue fulminante y estentóreo.
Yo estaba junto a una chica, cerca de la puerta, y Ejo estaba
al fondo de la habitación. Supuse que tenía los ojos
cerrados y creí que no me iba a escuchar cuando me
marchara. Pero el pinche japonés me escuchó y se abalanzó
sobre mí gritando el equivalente zen de banzai.
11. Mi padre fue campeón de boxeo amateur en la categoría
de los pesos pesados. Su invicto reinado se circunscribió al
sur de Chile. A mí nunca me gustó boxear, pero aprendí
desde chico; siempre hubo un par de guantes de boxeo en
mi casa, ya fuera en Chile o en México.
12. Cuando el maestro Ejo Takata se abalanzó gritando
sobre mí probablemente no pretendía hacerme daño,
tampoco esperaba que yo automáticamente me defendiera.
Los planazos de su bastón servían generalmente para
desentumecer los nervios agarrotados de sus discípulos.
Pero yo no tenía los nervios agarrotados, yo sólo quería
largarme de allí de una vez por todas.
13. Si crees que te atacan, te defiendes, esa es una ley
natural, sobre todo a los 17 años, sobre todo en el DF. Ejo
Takata era nerudiano en la ingenuidad.
14. Según Jodorowski, él había introducido a Ejo Takata en
México. Durante una época Takata buscaba drogadictos por
las selvas de Oaxaca, la mayoría norteamericanos, que no
habían podido regresar después de un viaje alucinógeno.
15. Por lo demás, la experiencia con Takata no hizo que
dejara de fumar.
16. Una de las cosas que me gustaba de Jodorowski era
que hablaba de los intelectuales chilenos (generalmente en
contra) y me incluía a mí. Eso me proporcionaba una gran
confianza, aunque por descontado yo no tenía la más
mínima intención de ser como aquellos intelectuales.
17. Una tarde, no sé por qué, nos pusimos a hablar de
poesía chilena. Él dijo que el más grande era Nicanor Parra.
Acto seguido, se puso a recitar un poema de Nicanor, y
luego otro, y luego finalmente otro. Jodorowski recitaba
bien, pero los poemas no me impresionaron. Yo era por
entonces un joven hipersensible, además de ridículo y muy
orgulloso, y afirmé que el mejor poeta de Chile, sin duda
alguna, era Pablo Neruda. Los demás, añadí, son unos
enanos. La discusión debió de durar media hora.
Jodorowski esgrimió argumentos de Gurdjieff, Krishnamurti
y Madame Blavatski, luego habló de Kierkegaard y
Wittgenstein, luego de Topor, Arrabal y él mismo. Recuerdo
que dijo que Nicanor, de paso para alguna parte, se había
alojado en su casa. En esa afirmación entreví un orgullo
pueril que desde entonces nunca he dejado de percibir en la
mayoría de los escritores.
18. En alguno de sus escritos Bataille dice que las lágrimas
son la última forma de comunicación. Yo me puse a llorar,
pero no de una manera normal y formal, es decir dejando
que mis lágrimas se deslizaran suavemente por las mejillas,
sino de una manera salvaje, a borbotones, más o menos
como llora Alicia en el País de las Maravillas, inundándolo
todo.
19. Cuando salí de casa de Jodorowski supe que nunca más
iba a volver allí y eso me dolió tanto como sus palabras y
seguí llorando por la calle. También supe, pero esto de una
forma más oscura, que no volvería a tener un maestro tan
simpático, un ladrón de guante blanco, el estafador
perfecto.
20. Pero lo que más me extrañó de mi actitud fue la defensa
más bien miserable y poco argumentada, pero defensa al fin
y al cabo, que hice de Pablo Neruda, de quien sólo había
leído los 20 poemas de amor (que por entonces me
parecían involuntariamente humorísticos) y el Crepusculario,
cuyo poema “Farewell” encarnaba el colmo de los colmos
de la cursilería, pero por el cual siento una inquebrantable
fidelidad.
21. En 1971 leí a Vallejo, a Huidobro, a Martín Adán, a
Borges, a Oquendo de Amat, a Pablo de Rokha, a Gilberto
Owen, a López Velarde, a Oliverio Girondo. Incluso leí a
Nicanor Parra. ¡Incluso leí a Pablo Neruda!
22. Los poetas mexicanos de entonces que eran mis
amigos y con quienes compartía la bohemia y las lecturas,
se dividían básicamente entre vallejianos y nerudianos. Yo
era parriano en el vacío, sin la menor duda.
23. Pero hay que matar a los padres, el poeta es un
huérfano nato.
24. En 1973 volví a Chile en un largo viaje por tierra y por
mar que se dilató al arbitrio de la hospitalidad. Conocí a
revolucionarios de distinto pelaje. El torbellino de fuego en
el que Centroamérica no tardaría en verse envuelta ya se
avizoraba en los ojos de mis amigos, que hablaban de la
muerte como quien cuenta una película.
25. Llegué a Chile en agosto de 1973. Quería participar en la
construcción del socialismo. El primer libro de poemas que
compré fue Obra gruesa, de Parra. El segundo, Artefactos,
también de Parra.
26. Tenía menos de un mes para disfrutar de la construcción
del socialismo. Por supuesto, yo entonces no lo sabía. Era
parriano en la ingenuidad.
27. Asistí a una exposición y vi a varios poetas chilenos, fue
espantoso.
28. El 11 de septiembre me presenté como voluntario en la
única célula operativa del barrio en donde yo vivía. El jefe
era un obrero comunista, gordito y perplejo, pero dispuesto
a luchar. Su mujer parecía más valiente que él. Todos nos
amontonamos en el pequeño comedor de suelo de madera.
Mientras el jefe de la célula hablaba me fijé en los libros que
tenía sobre el aparador. Eran pocos, la mayoría novelas de
vaqueros como las que leía mi padre.
29. El 11 de septiembre fue para mí, además de un
espectáculo sangriento, un espectáculo humorístico.
30. Vigilé una calle vacía. Olvidé mi contraseña. Mis
compañeros tenían 15 años o eran jubilados o
desempleados.
31. Cuando murió Neruda yo ya estaba en Mulchén, con mis
tíos y tías, con mis primos. En noviembre, mientras viajaba
de Los Ángeles a Concepción, me detuvieron en un control
de carretera y me metieron preso. Fui el único al que
bajaron del autobús. Pensé que me iban a matar allí mismo.
Desde el calabozo oí la conversación que sostuvo el jefe del
retén, un carabinero jovencito y con cara de hijo de puta (un
hijo de puta revolviéndose en el interior de un saco de
harina), con sus jefes de Concepción. Decía que había
capturado a un terrorista mexicano. Luego se retractó y dijo:
terrorista extranjero. Mencionó mi acento, mis dólares, la
marca de mi camisa y de mis pantalones.
32. Mis bisabuelos, los Flores y los Graña, intentaron
vanamente domar la Araucanía (aunque no fueron capaces
ni de domarse a sí mismos), por lo que es probable que
fueran nerudianos en la desmesura; mi abuelo Roberto
Ávalos Martí fue coronel y estuvo destinado en varias plazas
del sur hasta una jubilación temprana y oscura, lo que me
hace pensar que fue nerudiano en el blanco y en el azul; mis
abuelos paternos llegaron de Galicia y Cataluña, dejaron sus
vidas en la provincia de Bío-Bío y fueron nerudianos en el
paisaje y en la laboriosa lentitud.
33. Durante algunos días estuve encerrado en Concepción y
luego me soltaron. No me torturaron, como temía, ni
siquiera me robaron. Pero tampoco me dieron nada para
comer ni para taparme por las noches, por lo que tuve
que vivir de la buena voluntad de los presos que
compartían su comida conmigo. De madrugada
escuchaba cómo torturaban a otros, sin poder dormir,
sin nada que leer, salvo una revista en inglés que alguien
había olvidado allí y en la que lo único interesante era un
artículo sobre una casa que en otro tiempo perteneció al
poeta Dylan Thomas.
34. Me sacaron del atolladero dos detectives, ex
compañeros míos en el Liceo de Hombres de Los
Ángeles, y mi amigo Fernando Fernández, que tenía un
año más que yo, 21, pero cuya sangre fría era sin duda
equiparable a la imagen ideal del inglés que los chilenos
desesperada y vanamente intentaron tener de sí
mismos.
35. En enero de 1974 me marché de Chile. Nunca más
he vuelto.
36. ¿Fueron valientes los chilenos de mi generación? Sí,
fueron valientes.
37. En México me contaron la historia de una muchacha
del MIR a la que torturaron introduciéndole ratas vivas
por la vagina. Esta muchacha pudo exiliarse y llegó al
DF. Vivía allí, pero cada día estaba más triste y un día se
murió de tanta tristeza. Eso me dijeron. Yo no la conocí
personalmente.
38. No es una historia extraordinaria. Sabemos de
campesinas guatemaltecas sometidas a vejaciones sin
nombre. Lo increíble de esta historia es su ubicuidad. En
París me contaron que una vez llegó allí una chilena a la
que habían torturado de la misma manera. Esta chilena
también era del MIR, tenía la misma edad que la chilena
de México y había muerto, como aquella, de tristeza.
39. Tiempo después supe la historia de una chilena de
Estocolmo, joven y militante del MIR o ex militante del
MIR, torturada en noviembre de 1973 con el sistema de
las ratas y que había muerto, para asombro de los
médicos que la cuidaban, de tristeza, de morbus
melancholicus.
40. ¿Se puede morir de tristeza? Sí, se puede morir de
tristeza, se puede morir de hambre (aunque es
doloroso), se puede morir incluso de spleen.
41. ¿Esta chilena desconocida, reincidente en la tortura y
en la muerte, era la misma o se trataba de tres mujeres
distintas, si bien correligionarias en el mismo partido y
de una belleza similar? Según un amigo, se trataba de la
misma mujer que, como en el poema de Vallejo “Masa”,
al morir se iba multiplicando sin dejar por ello de
morir. (En realidad, en el poema de Vallejo el
muerto no se multiplica, quienes se multiplican
son los suplicantes, los que no quieren que
muera.)
42. Hubo una vez una poeta belga llamada Sophie
Podolski, Nació en 1953 y se suicidó en 1974.
Sólo publicó un libro llamado Le Pays où tout est
permis (Montfaucon Research Center, 1972, 280
páginas facsímiles).
43. Germain Nouveau (1852-1920), que fue amigo
de Rimbaud, pasó los últimos años de su vida
como vagabundo y como mendigo. Se hacía
llamar Humilis (en 1910 publicó Les poèmes
d´Humilis) y vivía en las puertas de las iglesias.
44. Todo es posible. Eso todo poeta debería
saberlo.
45. Una vez me preguntaron cuáles eran los
jóvenes poetas chilenos que a mí me gustaban.
Tal vez no emplearan la palabra “jóvenes” sino
“actuales”. Dije que me gustaba Rodrigo Lira,
aunque este ya no pueda ser actual (pero sí joven,
más joven que todos nosotros) puesto que está
muerto.
46. Parejas de baile de la joven poesía chilena: los
nerudianos en la geometría con los huidobrianos
en la crueldad, los mistralianos en el humor con
los rokhianos en la humildad, los parrianos en el
hueso con los lihneanos en el ojo.
47. Lo confieso: no puedo leer el libro de
memorias de Neruda sin sentirme mal, fatal. Qué
cúmulo de contradicciones. Qué esfuerzo para
ocultar y embellecer aquello que tiene el rostro
desfigurado. Qué falta de generosidad y qué poco
sentido del humor.
48. Hubo una época felizmente ya pasada de mi
vida en que veía por el pasillo de mi casa a Adolf
Hitler. Hitler no hacía nada más que caminar
pasillo arriba y pasillo abajo y cuando pasaba por
la puerta abierta de mi dormitorio ni siquiera me
miraba. Al principio pensaba que era (¿qué otra
cosa podía ser?) el demonio y que mi locura era
irreversible.
49. Quince días después Hitler se esfumó y yo
pensé que el siguiente en aparecer sería Stalin.
Pero Stalin no apareció.
50. Fue Neruda el que se instaló en mi pasillo. No quince
días, como Hitler, sino tres, un tiempo considerablemente
más corto, señal de que la depresión amenguaba.
51. En contrapartida, Neruda hacía ruidos (Hitler era
silencioso como un trozo de hielo a la deriva), se quejaba,
murmuraba palabras incomprensibles, sus manos se
alargaban, sus pulmones sorbían el aire del pasillo (de ese
frío pasillo europeo) con fruición, sus gestos de dolor y sus
modales de mendigo de la primera noche fueron cambiando
de tal manera que al final el fantasma parecía recompuesto,
otro, un poeta cortesano, digno y solemne.
52. A la tercera y última noche, al pasar por delante de mi
puerta, se detuvo y me miró (Hitler nunca me había mirado)
y, esto es lo más extraordinario, intentó hablar, no pudo,
manoteó su impotencia y finalmente, antes de desaparecer
con las primeras luces del día, me sonrió (¿como
diciéndome que toda comunicación es imposible pero que,
sin embargo, se debe hacer el intento?).
53. Conocí hace tiempo a tres hermanos argentinos que
murieron intentando hacer la revolución en países diferentes
de Latinoamérica. Los dos mayores se traicionaron
mutuamente y de paso traicionaron al menor. Este no
cometió traición alguna y murió, dicen, llamándolos, aunque
lo más probable es que muriera en silencio.
54. Los hijos del león español, decía Rubén Darío, un
optimista nato. Los hijos de Walt Whitman, de José Martí,
de Violeta Parra; desollados, olvidados, en fosas comunes,
en el fondo del mar, sus huesos mezclados en un destino
troyano que espanta a los supervivientes.
55. Pienso en ellos estos días en que los veteranos de las
Brigadas Internacionales visitan España, viejitos que bajan
de los autocares con el puño en alto. Fueron 40,000 y hoy
vuelven a España 350 o algo así.
56. Pienso en Beltrán Morales, pienso en Rodrigo Lira,
pienso en Mario Santiago, pienso en Reinaldo Arenas.
Pienso en los poetas muertos en el potro de tortura, en los
muertos de sida, de sobredosis, en todos los que creyeron
en el paraíso latinoamericano y murieron en el infierno
latinoamericano. Pienso en esas obras que acaso permitan a
la izquierda salir del foso de la vergüenza y la inoperancia.
57. Pienso en nuestras vanas cabezas puntiagudas y en la
muerte abominable de Isaac Babel.
58. Cuando sea mayor quiero ser nerudiano en la sinergia.
59. Preguntas para antes de dormir. ¿Por qué a Neruda no le
gustaba Kafka? ¿Por qué a Neruda no le gustaba Rilke? ¿Por
qué a Neruda no le gustaba De Rokha?
60. ¿Barbusse le gustaba? Todo hace pensar que sí. Y
Shólojov. Y Alberti. Y Octavio Paz. Extraña compañía para
viajar por el Purgatorio.
61. Pero también le gustaba Éluard, que escribía poemas de
amor.
62. Si Neruda hubiera sido cocainómano, heroinómano, si lo
hubiera matado un cascote en el Madrid sitiado del 36, si
hubiera sido amante de Lorca y se hubiera suicidado tras la
muerte de este, otra sería la historia. ¡Si Neruda fuera el
desconocido que en el fondo verdaderamente es!
63. ¿En el sótano de lo que llamamos “Obra de Neruda”
acecha Ugolino dispuesto a devorar a sus hijos?
64. ¡Sin ningún remordimiento! ¡Inocentemente! ¡Sólo
porque tiene hambre y ningún deseo de morirse!
65. No tuvo hijos, pero el pueblo lo quería.
66. ¿Como a la Cruz, hemos de volver a Neruda con las
rodillas sangrantes, los pulmones agujereados, los ojos
llenos de lágrimas?
67. Cuando nuestros nombres ya nada signifiquen, su
nombre seguirá brillando, seguirá planeando sobre una
literatura imaginaria llamada literatura chilena.
68. Todos los poetas, entonces, vivirán en comunas
artísticas llamadas cárceles o manicomios.
69. Nuestra casa imaginaria, nuestra casa común.
R o b e r t o B o l a ñ o
Santiago•de•Chile•53–03
Fosgeno
revistas literarias es como poner una fábrica de
fosgeno. Clandestina, por supuesto. A la
manera de una novela de Roberto Arlt y Los
Lanzallamas francotiradores: sus personajes del
Arltrólogo y Erdosain.
En condiciones de guerra en tiempos de paz,
no tiene caso tanta tonta institucionalidad,
aunque rime. Literariamente, hay que lanzarse a
las llamas. El ghetto parece entonces mejor
táctica que el diálogo. Se trata de operar desde
una guerrilla estéticonceptual, donde todo acto
es mejor que un pacto, pues sería nonsense
sentarse a negociar con el stablishment-quo lo
que a priori ya se sabe que empezará en
bancarrota. Permanecer de pie, incluso pegado
a las cuerdas y esquivando jabs, resulta a la
postre la postura más higiénica para que no se
postre la columna del clandestinautor. Al
respecto, fue lastimosa la imagen del cadáver
del propio Arlt, transpostrado en helicóptero
como un poste sacro-lumbar sobre la fotofija de
su ciudad: Pésimos Aires.
–Revistas literarias, ¿para qué...? –pregunta el
Editor en Jefe oficial–. ¿Para publicar ad libitum, ad
limitum, o al azar..., sin balance ni bula papal..., sin
comentarios ni consenso..., sin curadoría ni censura
cinicómica o paternalistutelar..., sin contexto
histórico ni criterio editorial que no sea el deseo
privado de jugar a la social-libertad..., ese
irreverente y rabioso juguetico intelectual...?
Y la pregunta deja en suspensivo una amarga
gota del veneno de la verdad... De hecho, la
novela Los lanzallamas es la apoteosis de los
puntos en suspensivo...
Por eso es preferible dejar el tema de lado,
ponerse la mascarilla antigás, y volver al uso del
fosgeno como sustancia 2007% letal, cuya
síntesis popular (a partir de cloro doméstico y
óxido de carbono automotor) sigue estando
prohibida por alguna ilegible ley.
Y es que el fosgeno es un vapor literárido. Por
eso mismo lo primero es poner la fábrica y
punto. Sin mayor averiguación ni tantos
diálargos, como los del Arltrólogo con Erdosain
en la tardenoche pre-revolucionaria de
Temperley. Tampoco hay que tener mucho
temple. Para hacer una revista literaria basta con
poner una fábrica de fosgeno: ubicarse en un
mínimo mapa de maquinitas centrífugas,
compresoras, manómetras, refrigerantes, de
embalaje, rotulado y guillotinación («Este
sistema de fabricación es angloamericano», dice
el criminal informe de Arlt).
Aunque sea digital, hacer una revista es como
poner una fábrica de fosgeno en el punto más
limítrofe de nuestra literatura preindustrial (y
toda localiteratura lo es). Es rebasar un borde,
tantear el abismo de lo fronterizo y lo fantasmal,
acaso también el de aquella pre-revolucioncita
lanzallamada en secreto por los chicos Arlt.
Ficha Técnica Anexa: El fosgeno es
mortífero incluso si se diluye 1 parte en 959 de
aire (lo cual lo hace ideal para la
contaminación de toda atmósfera
ideosimbólica). El fosgeno obliga a ser
respirado y así se autodisemina, provocando
un cambio de protocolos de lectura en uno y
otro pulmón del lector: es un virus virtual cuyo
ADN político puede girar dextro o levo,
según… El fosgeno es bastante denso (1.492)
y flota muy mal en los pasillos ministeriales. Al
quedar pegado a la superficie, sus moléculas
no ascienden ni profundizan, por lo que es la
pura duda y relatividad, una meseta intermedia
sin continuidad ni transición: mera
recirculación de átomos y quarks en una
atmósfera macroficial. El fosgeno ya ha sido
empleado con éxito por los terroritmos de
vanguardia como una p(s)icoescritura privada y
antisocial (recordar la pica clavada en Trotsky,
acaso por leer demasiado atento el texto de
un mercader), y casi siempre su uso ha sido
de contrabando con tal de no pagarle
impuesto al Estado. El fosgeno demuestra
más que muestra, en tanto recurso más que
discurso (fatum fáctico). El fosgeno es un tufo
fugás, una fuga, un vaho tránsfugas que se
constituye en delito a falta de deleite y delirio
(y a exceso de canon a la cañona).
–Revistas literarias, ¿para qué...? –pregunta el
Editor en Jefe oficial–. ¿Para implosionar las
murallas con el pinchazo de una aguja loca y
locuaz..., sin punta ni pauta...? ¿Por el placer de
lanzar el texto como se patea una piedra al
abismo..., sin concesiones ni correcciones de
estilo..., sin hastío ontológico…, ni ortopedia de
paideias…, y sin mayor táctica gramatical...?
¿Para publicar como quien hace puenting sin
protección..., sin correajes ni mallas..., en una
diasporizante diálisis contra el vacío y ósmosis
intertextual...? ¿Para tender puentes parapolíticos a
quien quiera adiccionarse a esa fascinación del
complot: una tara de escritor fracasado
inaugurada por el nombre completo de Roberto
Godofredo Cristophersen Arlt de
Iobstraibitzer...?
Y la pregunta deja en suspensivo una amarga
gota del veneno de la verdad... De hecho, la
novela Los lanzallamas es la apoteosis de los
puntos en suspensivo...
Por eso es preferible dejar el tema de lado,
reponerse uno mismo la mascarilla antigás, y
revolver nuestra propia pasta de fosgeno en
tanto plasma 2007% letal, una de cuyas
propiedades coligativas sería la altísima
conectividad gaseosa vía e-mail (dada la
persistencia de un correo postal con demasiada
seguridad para ser seguro).
Y es que el fosgeno no se fabrica para leer en
la plaza, ciertamente. Sino para releer en la
alcoba. Es reconsiderarlo todo, reescribir no
sólo los siete, sino los dos mil siete pilares
literarios de la nación (o su noción de nación).
Es recontar la historia y la metahistoria,
reevaluar el canon y su contracanon (dos
marcas de cámaras fotográficas, donde una
siempre se vende más). Es repoblar el desierto
del provinciano camping literario mundial, y
reforestar aquellos árboles decrépitos durante
décadas: rociarlos con fosgenabono hasta
sustituirlos por algún rastrojo rizomático,
múltiple y menor. Es repensar el lenguaje,
repesarlo y repasarlo con pericia de perito
ingenieril: rescatarlo del abuso ad usum
tecnoburocratizado, parlamentoso y ministeril
(hasta restaurarle su misterio y su aura oscura, a
la medida del hombre si no nuevo por lo menos
real). Y es, por supuesto, huir sin mostrar la
cara. O con otra máscara puesta, camuflada de
raicillas y cascarilla post-post: en tanto
operarios, se trata de mutar por cualquier
válvula de escape que no implique ningún epos
fundamentalistrascendental. Es volver a ser
volátiles, como todo gas (incluido el fosgeno,
tan hipermutagénico, súpervolatizable y voraz).
Eso. Poner una fábrica de fosgeno. Hacer
revistas literarias es como poner una fábrica de
fosgeno. Clandestina, por supuesto. A la
manera de una novela de Roberto Arlt y Los
Lanzallamas francotiradores: sus personajes del
Arltrólogo y Erdosain, protosuicidas literales y
literarios en medio de un conato de conjura,
cuando a priori ya se sabía que era demasiado
tardenoche para intentarlo por dos mil séptima
vez.
Post-revistería y pre-revolución: en cualquier
variante, que nuestro contræpitafio ahora sea
REV IN PEACE.
OrlandoLuisPardoLazo
L a H a b a n a • 7 1
Clase z
¿Con qué nos quedamos? ¿Con las bellas
letras o con la basura? ¿Con las novelas
totales o con los engendros comerciales?
¿Con la poesía o con los subgéneros
menores? Es difícil decidir: en un país que
tiene a dos o tres bestselleristas de
renombre, como Chile, es extraño que los
géneros de explotación no hayan eclosionado
con la fuerza que deberían haberlo hecho, que
no haya cultura del policial o de la ciencia
ficción más allá de los cenáculos de fanáticos.
Que no haya porno, que no haya literatura
erótica o folletín.
Se me ocurre todo eso cuando pienso en
el olvido que ha caído la obra de Hugo Correa,
o en ese prólogo de Héctor Velis-Meza para
una antología de cuentos de terror de la
década de los 80, que era pobre de ideas,
escaso de teoría y absolutamente idiota. O
que la obra de Ramón Díaz, un policial urbano,
efectivo y sólido, circule más en el extranjero
que acá. O que nadie –ahora que lanzan hasta
las servilletas firmadas por Neruda– reedite
las aventuras de Román Calvo, el Sherlock
Holmes chileno.
Porque no. Los escritores nacionales son
tipos serios y refinados, y si se arriesgan, será
con un par de chistes cultos, bromas
celebradas en una mesa del Tavelli, mientras
comentan que sí, eran buenos aquellos
tiempos en el taller de Donoso. No. En Chile
la clase B, la literatura de clase Z, los
subgéneros no le gustan a nadie. Menos a
los críticos, que evaden a Stephen King
como si fuera la lepra, que obvian a
Grisham, que con suerte han leído lo peor de
Ballard, pero siguen celebrando el advenimiento
de no sé qué poeta joven de 25 años,
nazi, lesbiano y chilote, que escribe en
yámbicos rapeados sobre la mugre de su
ombligo.
Pero la basura está ahí. Detrás de todo.
Los lectores están ahí, acechando, esperando
porque salte la liebre. Gente que asuela San
Diego, Franklin, la Plaza O'Higgins en
Valparaíso. Adolescentes que crean sus
propias páginas web para piratear lo que les
gusta, para escribir las ficciones que anhelan
y que nadie escribe. Fetichistas de libros
antiguos. Fanáticos de películas de kárate.
Adolescentes góticas que escriben mejores
diarios de vida que los de Melissa Panarello,
que el de Catherine Millet. Señoras y señoras
que esperan ficciones obscenas para alegrar
sus noches. Gente que quiere cadáveres y
zombies, vampiros y romanticismo barato.
Gente que quiere hard boiled, splatter punk,
porno suave y duro.
Ese público está ahí: es el lado oscuro
de los que compran en las librerías de
Providencia, los hermanos gemelos de los
que van a la Feria del Libro, a la del Forestal, a
la de la Estación Mapocho. Ese público y las
ficciones que puede o no desear son
invisibles, etéreos, porque ni los piratas hacen
libros para ellos. Pero están ahí. Al acecho. Y
la mejor literatura viene de donde menos se la
espera. Si no, basta pensar en Borges, que
adoraba a Mark Twain y a Lovecraft, pero que
se saltaba olímpicamente a casi todos los
rusos, optando por lo menor, por los
perdedores y los olvidados, por esa legión de
ficciones silenciadas que son en realidad el
mejor patrimonio de nuestra mala memoria.
Tribu
En los 90, alguna vez escribí para un viejo
fanzine porteño un relato sobre las Tortugas
Ninja. No era un mal cuento, creo, y debe
estar perdido por ahí: el narrador era un
mutante salido de un tarro de desechos
radiactivos en el escenario de una Nueva York
al borde del Apocalipsis finisecular.
Recordé ese texto –que era delirante
pero que, recuerdo, me encantó escribir por
lo estúpido y paródico de la idea– cuando
empecé a leer La séptima M de Francisca
Solar (n. 1983). Se trata, creo, de una escritura
que no responde a las pautas habituales del
mundillo literario local: la autora no se pasó
años en talleres, no veneró vacas sagradas y,
me imagino, jamás leyó a Donoso como si
fuera la Biblia. Por el contrario, lo que hizo fue
sentarse a escribir sobre el universo que le
gustaba y conocía de memoria (el de Harry
Potter y los X-Files), publicando en la web un
gigantesco relato apócrifo por entregas, sin
pedir permiso a nadie más que a sí misma y a
sus eventuales lectores, los que pasaron de
decenas a miles.
Gracias a eso, La séptima M, su primera
novela impresa –que ahora se lanza en
España y se transa en Frankfurt–, termina
siendo algo inaudito para el medio chileno.
Más allá de que el texto responda a los
tópicos del thriller de suspenso y suponga
una incursión más en una –más que
detestable, para algunos– literatura comercial,
escenifica el imaginario personal de un
proyecto –alimentado por una larga tradición
de géneros menores– que opta intencionalmente
por ofrecerse como un espacio de
citas cruzadas una y otra vez, donde se
yuxtaponen la obra televisiva de Chris Carter,
kilos de música pop e infinitas películas
policíacas.
Lo extraño es que ese universo, lejos de
ser una colección arbitraria de referentes por
encargo, pareciera poseer una oscura fuerza
de gravedad propia: la heroína del libro está al
borde de la depresión, otro de los
protagonistas transa en línea imágenes de
cadáveres descuartizados, y sobre toda la
trama campea un clima clausurado,
amplificado por el paisaje espectral de un sur
poblado de cadáveres.
¿Es éste el futuro de la literatura chilena?
Puede ser. Me parece divertido que así sea.
La obra de Solar no proviene de ninguna
academia y surge desde la red, la fan-fiction y
los blogs; viene de lugares donde se están
cocinando modos de encarar los relatos
distintos a los de ficción consensuada local.
Puede que se trate de una literatura
descentrada, poblada de excentricidades
involuntarias, pero también es posible ver ahí
un método de ensayo y error que va
avanzando y borrándose a diario, que no
aspira a la trascendencia del papel y al que no
le sirve otro canon que no sean sus propias
obsesiones y fetiches culturales.
Es un desvío que se me antoja como
necesario, porque tal vez me provoca un déjà
vu, la memoria como un loop que va y viene, y
me lanza directo a esos viejos fanzines en los
que aprendió a escribir gran parte de mi
generación, gente que se formó no con
bibliotecas digitales sino con fotocopias,
videos pirateados, libros prestados o robados
o de quinta mano. Con una suerte de
conocimiento atrasado y arrasado, descontextualizado;
con los fragmentos de un saber
mayor que se nos escurría pero que
intentábamos capturar o procesar a como
diera lugar, jugando con un mecano
desarmado y armado a gusto que servía para
construir, de paso –y parafraseando a Pitol–,
nuestra propia casa de la tribu.
ÁlvaroBisama
Valparaíso•75
Bandeja de entrada, bandera de salida
A mediados del año pasado y por razones que tenían que ver con
narrativa mutante, signifique eso lo que signifique, crucé unos mails con
el escritor español Germán Sierra. Él tuvo la generosa idea de enviarme
algunos de sus libros por correo postal. Yo le di mi dirección y me olvidé
del asunto. Pasó más de un mes. Una tarde entré a la librería Ateneo
Cervantes (frente a la Moderna Poesía, vaya manera de nombrar) y en la
sección de libros usados y en consignación vi puesta una novela de
Germán Sierra, Efectos secundarios. Editorial Debate. Cien pesos. Pensé
que lo más probable era que el tipo nunca me enviara nada, o que me
enviara lo último y no una novela del año 2000, premiada en el Premio
Jaén (sí, el mismo que después ganó Ena Lucía Portela) por un jurado
donde había escritores tan disímiles como Rodrigo Fresán y Belén
Gopegui. Así que compré Efectos secundarios sin pensarlo mucho y en
algún lugar de Prado me senté a hojearlo. El libro parecía nuevo pero
tenía una dedicatoria: Para Jorge Enrique Lage, muy agradecido por su
interés. Germán Sierra.
Leí esa dedicatoria como un millón de veces. No debo haber contado
tantas reflexiones al estilo “de modo que la realidad era esto”, “de modo
que el realismo persiste”, y cosas así. Al día siguiente volví a la librería.
No estaba la empleada a quien llamaban La Tasadora, encargada de
comprar los libros que la gente iba a vender, ponerles un precio y
ponerlos ahí. Lo que sí estaba era Alto voltaje, un libro de cuentos de
Germán Sierra, Random House Mondadori, 2004. Treinta pesos. A Jorge
Enrique Lage, estoy deseando poder leer los suyos. Un abrazo.
Durante un tiempo consideré escribirle al buen Germán. Para darle
las gracias, para decirle que ya tenía en mi poder los dos libros, en caso
de que fueran dos. No tengo claro por qué no lo hice. Quizás porque me
vería en el compromiso de enviarle mis libros que no existen y que, de
existir, se perderían en el océano. El Atlántico como material aislante,
como un ácido que disuelve ciertas cosas y no deja leer otras. Quizás
porque el propio Germán y sus libros (los cuentos me interesaron mucho,
la novela no tanto), considerados aisladamente, ya no tenían importancia
para mí.
En uno de los mails que le había escrito con anterioridad, yo
nombraba a otros escritores españoles: Javier Calvo, Eloy Fernández
Porta (cuyo artículo “Retórica y punk en el relato contemporáneo” alguna
vez leí como si se tratara de un nuevo evangelio), Juan Francisco Ferré,
Vicente Luis Mora y Robert-Juan Cantavella (que fue jefe de redacción de
la desaparecida revista Lateral). Junto a Germán Sierra, algunas de las
firmas más notables de la escena literaria alternativa y de vanguardia. El
sound remezclado de las tecnologías. Más champú y menos caspa.
Paseos por el laboratorio y no por el parque. La sensación de que el
realismo dominical tiene los días contados. Germán me escribió
entonces algo así como que se alegraba de que una visión distinta y
minoritaria de la literatura española hubiera llegado hasta Cuba. Volver
sobre eso podía ser un buen reinicio del diálogo, pero tampoco así me
animé. Estaba el peligro de que me pusieran rápidamente en contacto
con todos esos escritores raros, abriéndome nuevas posibilidades de
incomunicación: ellos empezarían a escribirme y yo no sabría responder
de manera eficaz. No soy bueno escribiéndole a personas reales, en un
momento u otro todo se me vuelve literatura. Por otra parte, ellos no
tardarían en mandarme sus libros, quizás varias cajas de libros que, por
supuesto, se perderían al tocar tierra.
Pero que los libros se pierdan es sólo el principio. El Atlántico como
la posibilidad abierta a todos los desvíos. Más tarde que temprano los
libros aparecen, y uno puede quedarse sin dinero, como yo, pero nunca
quedarse dormido. Cuba no es precisamente el lado cómodo de la
almohada. Los libros circulan de manera extraña. Se ocultan y se exhiben
y se mueven siempre un poco más y un poco menos de lo debido. Desde
esos movimientos singulares, en los cruces de esos tráficos y
circulaciones es donde puede uno escribir o enfrentar la imposibilidad de
escribir ciertas cosas a los escritores que te escriben mails, donde te das
cuenta de que posiblemente has leído mejor o ya has leído cosas que
aún no has leído y no tienes manera de saberlo. Hay algo ahí que tiene
que ver con el instinto, con la supervivencia, con desarrollar anticuerpos.
Y también con el robo. Yo soy el primero en robar. Cuba no es
precisamente la ley y los buenos modales de un buque fantasma. El
Atlántico como licencia a la piratería y, llegado el caso, licencia para
matar.
Otra manera más fantasy de verlo: Hay un basural electrónico, una
precaria estructura de desechos cuyas radiaciones se te han metido en la
médula hasta el ADN. Un territorio a defender. Pero nunca matando
mutantes. El mutante eres tú.
JorgeEnriqueLage
L aHab a n a • 7 9
El otro señor K
No sé si es cierto aquello de que la erupción del volcán
Krakatoa generó una ola gigante que dio la vuelta al mundo;
pero sí está perfectamente claro que el sonido de esos disparos
a las 12:33 de una soleada mañana de Texas hace cuarenta
años todavía retumban hoy en los pasillos del inconsciente
colectivo. Ya se sabe: la cabeza de un luminoso presidente
norteamericano volando por los aires frente a una multitud y –de
inmediato, en vivo y en directo, como el Apolo 11 o el 11 de
septiembre– el nacimiento de un mito sombrío y de la manía
conspiratoria donde nada queda del todo explicado y donde la
Gran Historia Oficial se astilla en diferentes pequeñas e
hipotéticas historias. Así la efeméride como súbito Expediente
X y el literalmente Big Bang de la ficción avanzando sobre los
territorios de lo documental. Así la persona de John Fitzgerald
Kennedy muriendo para resucitar como gran personaje y, de
paso, convirtiendo a todo el planeta en escena del crimen.
Preparen
Y, de acuerdo, hacía tiempo que los Estados Unidos ya habían
inaugurado la costumbre de matar presidentes, pero también
es cierto que el magnicidio de JFK es el instante en que, se
repite una y otra vez, el país pierde su inocencia (la muerte de
uno como el bautismo de millones; Kennedy como rey con la
ciudadanía toda como confundido Príncipe Hamlet) y encuentra
y se engancha a la droga de la eterna sospecha porque a) nada
ha quedado del todo explicado, y –saludable y fértil síntoma a la
hora de cultivar ficciones– b) cualquier cosa pudo haber
sucedido. De este modo, a la hora del quién asesinó y por qué
fue realmente asesinado el presidente todo es posible y nada
se esclarece y así (inmejorable ejemplo de ello es aquel
formidable y paranoico film de Oliver Stone casi cerrando con
esa largo monólogo informativo y académico de Donald
Sutherland) la K de Kennedy puede leerse, también, como una K
de trazo inequívocamente kafkiano.
Se sabe que las posibilidades del tema en cuestión han
tentado a escritores de la talla de Norman Mailer (la novela El
fantasma de Harlot y su contraparte documental Oswald: un
misterio americano) o Don DeLillo (Libra); se revisa en
oportunas biografías para la ocasión (la reciente An Unfinished
Life, de Robert Dallek, parece ser la más rigurosa de todas; The
Kennedy Curse, de Edward Klein, la más chismosa), pero es en
el territorio pulp del thriller y la ucronía (ese posibilidoso
subgénero que maneja y hace chocar variaciones históricas)
donde el espectro de JFK es más frecuentemente invocado. En
unos y otros se barajan, por lo general, las cartas marcadas de
dos reflejos que tienen mucho de expresión de deseo:
a) el asesinato de
Kennedy se impide
a último momento;
b) Kennedy, como
Elvis, está vivo, sobrevivió
a las balas,
y vive escondido
por alguna agencia
de inteligencia convertido
en un vegetal,
un opa o un súper
hombre reconstruido
cibernéticamente.
A la hora de
JFK vale todo y
desde el vamos
se confunden los
límites entre ficción
y realidad,
entre lo que se supone que fue y lo que pudo haber sido: estadista
genial o idiota rematado, sátiro fiestero o abnegado padre de familia,
agónica mala salud o vigor de estrella de cine, justo soberano de
Camelot o presidente con lo justo gracias a la mafia y a los votos que
le compró su padre, ganador de un Pulitzer por su Profiles in
Courage o autor de un libro en realidad escrito por un tal Ted
Sorensen, un ghost-writer de prestigio. Y además –a no olvidarlo– su
mito inmortal intersecta los mitos inmortales de su hermano, de su
hijo, de Marilyn Monroe y el de John Lennon como blanco móvil de
asesinos programados por la CIA y activado a distancia cada vez que
leen determinado párrafo de una novela de Jerome David Salinger
titulada The Catcher in the Rye; y rebota en los mitos mortales de
todos esos veteranos guardaespaldas susurrando los blues de lo que
salió mal y de lo que ya jamás podrán olvidar mientras, en la juke-box
del bar, resuena “The Day John Kennedy Died” de Lou Reed.
Apunten
El enorme James Ellroy cuenta que el 22 de noviembre de 1963
estaba debutando en un prostíbulo cuando la puta le informó que
“acaban de matar a Kennedy y el que lo hizo es un tipo siniestro
como tú”. Años después Ellroy publicaría American Tabloid (América
en la versión española; que sería continuada por The Cold Six
Thousand –Seis de los grandes– avanzando hasta el asesinato del
otro Kennedy; queda pendiente Police Gazzette, cierre de la trilogía)
donde se narra con prosa fría y espasmódica la construcción de la
necesidad casi erótica de matar a un presidente y, en el último
párrafo, el asesino profesional Pete Bondurant –orquestador del
asunto– se preocupa en compaginar el orgasmo que le regala la
boca de una pelirroja con “el gran jodido grito” que surge de la
garganta del planeta. En un breve prólogo, Ellroy explica que
“América nunca fue inocente”, define a JFK como “un Bill Clinton sin
el acoso de la prensa y unos cuantos rollos de grasa más”, y afirma
que “ha llegado la hora de desmitificar una era y construir un nuevo
mito que surja de las cloacas y ascienda hasta las estrellas”.
De las estrellas del futuro llega el mensaje
contenido en Cronopaisaje, clásico sci-fi de Gregory
Benford donde impedir la muerte de Kennedy equivale
a salvar al mundo de una catástrofe ambiental en 1998.
Mientras que The Shot de Philip Kerr muestra las idas y
vueltas de un killer que cambia de bando: primero es
contratado por la CIA para bajar a Castro pero
enseguida decide que tal vez sea más provechoso bajar
a JFK y el esquema de la novela es interesante: se nos
cubre con una casi agobiante avalancha de datos
técnicos y en algún momento descubrimos que el
golpe no se dará en Dallas sino en una visita a la alma
mater universitaria del presidente y que –el rifle que se
gatilla no lleva balas; coitus interruptus, diría Ellroy– de
lo que se trata no es de asesinar al presidente sino de
probar que puede ser asesinado. Y está claro que se
puede.
Fuego
Pero a la hora de la literatura, tal vez J. G. Ballard haya
sido quien más y mejor supo ver las posibilidades pop
del episodio. Los relatos “El asesinato de John
Fitzgerald Kennedy considerado como una carrera de
automóviles cuesta abajo” y “Plan para el asesinato de
Jacqueline Kennedy” –incluidos en el experimental y
genial La exhibición de atrocidades– traducen la
violencia política al idioma del pop de la mass-media.
En Ballard, la muerte de JFK no tiene el pulso
tembloroso de la película que filmó Abraham Zapruder
in situ sino la firmeza de la mano de un cirujano a la
hora de hundir el bisturí en la –desde entonces–
eternamente invernal autopsia de nuestro descontento.
Y se sabe –se cruzan los dedos para que alguna
vez podamos leerla– que Richard Yates dejó una novela
casi cerrada (meses atrás me contó Richard Russo que
los editores le preguntaron si quería terminarla él a
modo de homenaje a uno de sus maestros y que él, por
cábala, respondió “preferiría no hacerlo”) sobre su
experiencia como escritor de discursos para los
hermanos Kennedy. El libro se titula Uncertain Times.
Cuarenta años después el calibre del presidente y de
las armas pueden ser otros, pero el título –así como las
posibilidades cada vez más certeras de la ficción a la
hora de dar en el blanco móvil de un enigma– sigue
siendo el mismo por más que la explicación, aunque
nunca oficializada, sea cada vez más obvia y
transparente y clásica: a JFK lo mataron sus
mayordomos.
O no.
R o d r igoF r e s á n
B u e n o s A i r e s •63
Una novela por entregas
prensa –en este caso el periódico–, es como una
novela por entregas. El 5 de septiembre del 2006
alegremente me dijo «Esta es una verdadera
entrega noir».
Sé que este amigo tiene un agudo sentido
del humor y desde el mismo día en que lo
conocí supe además que era un tipo listo. Pero
me sorprendía que desde las páginas del
periódico pudiera desembocar en los supuestos
terrenos de la ficción. Un relato de ficción entre
las columnas que van registrando los eventos
que se suceden en el país, en el mundo. En
resumen, la ficción en el propio terreno de lo
real.
Busqué el periódico, pero con la duda de
que mi lectura y la suya fueran por el mismo
carril.
Un gran caso resuelto
Tras leer el Granma tuve que reconocer que
al menos en aquella edición del 5 de septiembre
de 2006 había noticias interesantes, y que
además parecía marcada por cierto suspense,
por un leve velo noir. En sus páginas había un
gran caso resuelto, otro por resolver y una gran
duda. Tres escenarios en tres países diferentes
mediando el mar entre cada uno.
En Noruega, la policía solucionó uno de los
crímenes que durante dos años pareció
perfecto: el robo de los cuadros Madonna y El
grito, ambas obras del pintor Edvard Munch,
expuestas en un museo de Oslo. Los cuadros, a
pesar de haber desaparecido durante
veinticuatro meses, apenas sufrieron daños. No
se relataba si descubrieron a un posible
comprador o si los ladrones fueron capturados
mientras intentaban concertar una venta.
¿Qué se escondía detrás del robo? ¿La
falsificación?
El grito ilustraba la página de aquella
edición de septiembre. Una impresión en blanco
y negro del inquietante óleo expresionista.
Conozco el cuadro. Los tonos ocres dominan
toda la tela. En ella, una figurilla atormentada
cruza un puente. Angustia, tormento. Todo
condensado en un hombrecito de aspecto
fantasmal cuyos contornos se destacan con una
visible línea oscura. Tal como si Munch se
propusiera que nada de cuanto lo atormentaba
en su propia vida o atormentase al hombrecito
pudiera escapar. Al inicio del puente dos largas
siluetas caminan tras la persona que grita.
Elvis John Burrows Presley
La filmación de una película cuyo tema es la
vida de uno de los grandes mitos: el gran Elvis
Presley, también está marcada por el suspenso y
ciertos visos de la novela negra. El director
Adam Muskeiwicz desea estrenar su película el
16 de agosto de 2007, justo el día en que se
cumplirán los treinta años de la muerte de “El
Rey”. Muskeiwicz, a la par que filma ha decidido
crear un sitio web para todo aquel que desee
enviarle detalles sobre la vida de Elvis. Sí, sobre
la vida del gran Elvis, porque se sospecha que el
chico de Memphis no ha muerto y tiene 72 años
de edad. Aquel que proporcione una verdadera
pista recibirá tres millones de dólares.
¿Qué harían Maigret o Marlowe?
El runrún luego de la muerte de Elvis se
inflamó como pólvora, se decía que la caja
donde lo enterraron estaba fría como una
nevera, que un hombre muy parecido y bajo el
nombre de John Burrows –el mismo nombre
que en vida usó para escabullirse– compró un
boleto de avión con destino a Buenos Aires,
también que “El Rey” hizo malas cuentas con un
negocio inmobiliario y, tras la evaporación de
diez millones de dólares, la mafia decidió pasarle
el comprobante de la cuenta a pagar.
Supuestamente los capos estaba dentro del
negocio y el Gobierno de la Unión le pidió al
chico de las largas patillas y bella voz que
cooperara en la captura de los criminales.
Un falso Elvis y un robo sin un aparente
plan de venta. ¿Qué harían Maigret o Marlowe?
¿Y Mario Conde?
Si hay algo cierto es que el chico de
Memphis supo beber del R&B de los negros para
servirle un gran rock&roll en bandeja de plata y
copas de cristal de Bohemia a los chicos
blancos. Tenía buen olfato y un gran oído. Su
carrera no fue corta y estuvo marcada por el
éxito tanto en la música como en el cine. Pero el
puente por donde caminaba “El Rey” no era
infinito. La adicción, la obesidad, las nuevas
corrientes musicales le fueron acortando los
metros que lo separaban del final del camino. A
la par que se volvía viejo, que sus temas eran
disparos al aire, ya no podía hincarse de rodillas
en el escenario. 110 kilos eran demasiado para
sus débiles rodillas y tobillos. Es tentadora la
cifra de tres millones de dólares por una
verdadera pista de Elvis John Burrows Presley.
¿Caminará atormentado por una ocre callejuela
de Buenos Aires seguido de cerca por dos
siluetas y escondiendo tras el estribillo de
Heartbreak hotel una gran dosis de dexedrina y
el dolor en las articulaciones?
Por three million dollars lloverán perros y
gatos en la web creada por Adam Muskeiwicz.
¿Habrá una pista verdadera que conduzca al
mítico John Burrows? ¿O una falsa señal que
nos lleve a dar de cara con un falso Elvis
Presley?
Habrá que esperar la entrega del 17 de
agosto de 2007, el día siguiente al estreno de la
película, para saber qué había dentro del ataúd
enterrado en el jardín de Graceland, su casa en
Memphis.
El ojo del huracán
Fuera de la página de las culturales y justo
en la escena nacional una gran interrogante ha
comenzado a rodar. Supongo que está
prendida como una lapa en la cabecita de
algunas personas –es un sinsentido decir que
todos se preocupan por conocer la respuesta.
Las fotos enviadas al diario muestran al
presidente en la habitación donde debe transcurrir
su convalecencia.
A Fidel, en su record personal a lo largo de
47 años como timonel del Estado y del
Gobierno (17 años como Primer Ministro y
luego 30 como Jefe de Estado y Gobierno),
nada lo alejó de sus cargos y responsabilidades.
Pero en el verano del 2006 su salud se
resquebrajó y el 31 de julio, firmado de su puño
y letra, en una proclama anunciaba que cedía
de manera provisional sus responsabilidades y
cargos.
¿Es el final del largo puente?
Las fotos lo muestran animado, escribiendo,
salvo una en la que se le ve pensativo.
Pero dos siluetas lo siguen de cerca y son
evidentes: la vejez y el paso de la enfermedad.
La escena nacional marcha tranquila,
terminó el 2006. Hubo fiestas, días feriados. Si
algún grito se escuchó no fue otro que la
euforia tras la llegada del 2007 y algún navajazo
en una bronquita callejera. Tras cada acto de
reafirmación política se podría leer que no se
habla de traspaso de cargos y poderes, sino de
continuidad. Hay una gran calma. Para el nuevo
año ningún regalo será mejor recibido que la
salud, la calma, la paz. Pero durante 47 años el
Presidente ha ido bajando de la silla presidencial
hasta adentrarse en el inconsciente de gran
cantidad de individuos. Debería añadir que lo ha
hecho de manera creciente desde que decidió
comandar la primera escaramuza que terminaría
una primera etapa en el lejano y mítico
enero del 59.
Un par de años atrás, ese mismo amigo
que me ha sugerido leer la prensa como una
nouvelle por entregas, durante el paso de un
huracán categoría 5 en la escala Saffir-Simpson
–y todo el que viva en la ruta de los ciclones y
huracanes sabe bien de qué Simpson hablo–
también estuvo al tanto de las noticias. El
huracán desvió su curso, lo escuchó en un
parte del Instituto de Meteorología, en la propia
voz del meteorólogo principal. Sin embargo, mi
amigo sólo llegó a tranquilizarse cuando en
mitad del parte meteorológico Fidel se apareció
en la sala desde la que hacían la transmisión.
La paz y la tranquilidad edípicamente recobradas
tan sólo con escuchar la voz del
presidente en medio de un apagón, en una
casa con las ventanas clausuradas, casi a ras
de la media noche, tras el paso de un huracán
categoría 5 y al que la prensa nacional llamó
Iván el terrible.
Debemos dar por sentado que no es un
doble el que ha sido fotografiado ahora. ¿O es
que todavía alguien cree que le pueden pasar
gato por presidente?
Aunque no vista la cotidiana guerrera oliva
con sus grados de comandante, es él,
marcado, eso sí, por el paso del tiempo y la
enfermedad. Acaso por los primeros síntomas
clínicos de una inmortalidad.
Bueno, ningún puente es infinito, de lo
contrario no sería un puente.
¿Qué habrá al final? ¿Cómo será el final?
¿Estamos preparados para llegar al final del
puente?
Al menos Edvard Munch se encargó de
advertirnos, con sus inquietantes tonos ocres y
un atormentado hombrecito.
Un caso resuelto, uno por resolver, una
gran interrogante.
Habrá que seguir insistiendo en la lectura
de cada nueva entrega. Tamizar las letras
impresas del diario tal como hace mi amigo.
Encontrar allí el relato. Y ahí dar con las
respuestas.
Puede que el día siguiente del estreno del
biopic sobre Elvis John Burrows Presley
sepamos del supuesto paradero. ¿Estará
obeso, vivito, coleando? ¿Los capos llegaron a
cobrarle la deuda? This fiction is to be
continued. La otra interrogante está en el
inconsciente de algunos individuos. Ya sea por
traspaso o continuidad, será respondida y
necesitará del transcurso de varios capítulos.
AhmelEchevarría
L aHab a n a • 7 4
Pompeo y Wanda
A mediados de los años 80, en occidente, había
dos opciones ideológicas viables: o Playboy o
Penthouse. Más o menos cuando Reagan
empezaba su segunda presidencia, mi padre
volvió de un viaje con un fajo de revistas
prohibidas en Chile. Yo tenía once años y creo
que entendí todo lo que había que entender. La
principal atracción de Playboy era el fotógrafo
de origen yugoslavo Pompeo Posar: de estilo
meloso, articulado en torno a los temas de la
“inocencia” y la “ternura” –completado, en
ocasiones, con el de la “sinceridad”–, Pompeo
encarnaba la opción socialdemócrata del sexo.
Pompeo era uno de los hombres de buena
voluntad que cantó Jules Romains. Sus chicas
no aparecían con cuero negro y látigo, tampoco
ofrecían el culo en una actitud sumisa. No las
ibas a encontrar con una guitarra eléctrica
sobre la piel desnuda, o en trance de hacer
muecas con el caño de un revólver. No:
bailando entre tules, en camas adornadas con
ositos de peluche, o secándose buenamente al
borde de una piscina, las chicas Pompeo –
Sharry o Brandy o Trixie o Glenda– no decían:
“El sexo es un camino peligroso en una noche
de tifón”. Decían: “Trátame bien y no volverás a
sentirte solo cuando se apaga la luz”. El adulto
comprende que el primer postulado es válido y
el segundo, una amable estafa. Pero para los
hijos de padres separados la obra del yugoslavo
era un camino de reconciliación. Pompeo hacía
la clase de pornografía que tu madre podría
haber considerado apta para tu educación, y
con esto creo que está todo dicho.
Frente a esto, los desnudos de Penthouse
no daban la talla. Si sobre las fotos de Pompeo
planeaba la bendición de tu madre, las de su
rival se parecían a la nueva esposa de tu padre.
Pero lo esencial de Penthouse, en realidad,
estaba en una historieta que se llamó ¡Oh,
malévola Wanda! Eran las aventuras de una
feminista que, en su desaforada busca de
poder, transgrede todos los mandatos feministas:
con un cuerpo de pin-up, exagerado
hasta la caricatura por el dibujante Ron
Embleton, Wanda usa cínicamente el sexo para
ascender en una sociedad corrupta. En su
camino se cruza con rostros conocidos de la
época: Jimmy Carter, Leonid Brezhnev, Arnold
Schwarzenegger, Fidel Castro y un sonriente
Augusto Pinochet. De episodio en episodio, la
tira pasa de la sátira política al grotesco estilo
Fellini, y ahí al absurdo existencial. Embleton es
vital y pesimista. De sus coloridas orgías
emergen algunos mensajes: los hombres no
son tanto perversos cuanto viles y ridículos; las
mujeres dominarán, no gracias a una evolución
democrática de las costumbres, sino porque
tienen de su parte la inteligencia, el empuje, la
belleza y la falta de escrúpulos; la vida es
fascinante y merece ser vivida, pero el universo
se está desintegrando sin remedio.
Yo procuré asimilar tanto la sabiduría de
Pompeo como la otra, en apariencia
irreconciliable, de ¡Oh, malévola Wanda!
Cualesquiera hayan sido las trampas de la
política y del sexo, a ellos he apelado en busca
de mi norte. Nadie dirá que mi generación
careció de guías.
El odio al país natal suele responder a una
variedad de causas, la primera de las cuales,
por supuesto, es la nostalgia. Porque mi país se
me escapa, porque no es el de mi infancia (y yo
desearía que lo fuera), porque añoro
reconocerme en el país y el reflejo que éste me
devuelve es sombrío o desconcertante, me
resiento. También hay razones más simples: la
violencia o la pobreza, destinos no elegidos que
sin embargo nos pertenecen. A veces, en fin,
para quien está en guerra consigo mismo, es
una forma de odiarse por procuración. Todo
dejaría suponer que la literatura de América
latina rebosa de ficciones rencorosas, de
cantos de odio a nuestras patrias a menudo
pútridas, y a menudo añoradas desde el exilio.
Sin embargo no es así. ¿Por qué?
Planteo la pregunta porque este odio, en
otras latitudes, propició grandes libros. Pienso en
Thomas Bernhard, el autor de Trastorno, de
Extinción y de tanto teatro, ése que al morir, en
1989, prohibió que sus obras se representaran
en Austria. Ésta, decía, “es una enfermedad
mortal, que sus habitantes contraen al nacer”.
Pienso también en Rimbaud, que escribió: “De
mis ancestros galos tengo el cerebro estrecho y
la torpeza en la lucha”. En Céline, que encontraba
que los alemanes que ocuparon París eran
demasiado blandos. En Kafka, que dijo de Praga:
“Esta madrecita tiene garras”. Henry Miller
definió a su país como la pesadilla con aire
acondicionado. Los ejemplos pueden seguir.
Lo importante, claro, no es tanto
determinar qué origina ese furor, sino los
efectos artísticos que propicia. En primer lugar,
la precisión. El odio es un sentimiento
minucioso. Y en un continente (el nuestro)
mareado de estéticas que distraen del mundo
sensible, la escrupulosidad observadora del
rencor habría sido saludable. Habría sido, digo,
porque con una deslumbrante excepción –
Fernando Vallejo– este elemento falta en
nuestra novela. Como falta el ridículo, la buena
ferocidad para fijarse en lo risible propio y
ajeno, a la que deben parte de su atractivo
libros como Ferdydurke, de Gombrowicz, o
Humo, de Turguéniev. Frente a esas burlas
atormentadas, metafísicas, es poco lo que
ofrece el típico novelista chileno o argentino,
que se limita a ridiculizar lo que su clase o su
capilla le mandan, es decir que el ridículo acá
es un esnobismo, una forma de sentirse
muchos frente al ridículo roto, el ridículo
capitalista o el ridículo colega, todo lo contrario
de lo que la literatura debería hacer, o sea
enfrentarnos a nuestra pequeñez y soberanía.
Y además, odiar a la patria requiere cierta
locura. Un país es una entelequia; ver en
Bohemia, o en Estados Unidos, no una
abstracción sino un demonio con luz propia,
requiere un poder alucinatorio que es,
justamente, privilegio y paradigma de la ficción.
Es bueno que el horror interior se exprese
afuera. Bueno que el bosque del novelista esté
lleno de gritos y susurros. Se dirá que lo mismo
pasa con el amor. Por supuesto, pero los
hispanoamericanos casi nunca optaron por el
amor ni por el odio a la hora de fijarse en la
patria. El chileno Edwards Bello, como el
argentino Gálvez, realistas que encarnan
nuestra falta de sex-appeal previa al boom,
nombran la miseria con una neutralidad
impostada que la afantasma. Donoso lo tiene
todo para sentir y hacer sentir el horror de lo
chileno, pero cambia de tema; Sábato se
enreda con metáforas sobre la Babilonia
americana y no se decide a anotar que
Argentina es monstruosa. A Dorfman, a Cerda,
espantados por tantas cosas chilenas, nunca
los espanta Chile; Fuguet lo insinuó y lo
crucificaron. Hay un tabú en esto, y entre tantos
tabúes que como escritores teníamos el deber
de violar y no nos atrevimos, éste no es el
menor. En cada bar de Santiago y Buenos Aires
se putea por rutina a la patria, pero cuando los
comensales se van a su casa a escribir se
convierten en alondras. Y así pasa nuestra
historia literaria, hecha de complacencia y de
tedio, pero sobre todo de pudor. “En Austria
hay que ser un mediocre para ser tomado en
serio; un hombre con el cerebro hecho a
medida de un pequeño estado”. ¿Hay algo más
cercano a nosotros que esta frase de Bernhard?
¿Hay algo que hayamos dicho menos?
G o n z a l o G a r c é s
Buenos Aires•74
Panorama
Ruido y vibración. El férreo tráfico chirría sobre el asfalto
humeante. Y ahora, escuchen. Personajes: un mendigo, un
músico ciego, un soldado y una prostituta.
Atención.
El mendigo no es inválido. Anda, silencioso y rápido, al
lado de cualquiera que verosímilmente lleve unas monedas
en el bolsillo para caridades. Se llama Alfred Garth, de 27
años. Inteligente. Hambriento. Y, además, desempeña el
papel de hambriento y miserable. Dos veces. Una para aquel
a quien pide. Otra para sí mismo. Y su orgullo se salva. Es un
actor; no un pordiosero. Hay modos y modos de sentirse
humillado.
Juzgue usted mismo.
Es cosa bella, barata y eficaz.
Jacob Fagode, el violinista. Va indistintamente por
cualquier calle, porque no ve bien. En realidad, no ve nada.
Pero sus demás sentidos le hacen conocer el mundo que le
rodea. No anda por la tierra en tinieblas, sino entre nimbos
de interminable luz. Y si quiere usted más informes, pídalos
por escrito. ¿Comprende? No a menudo, pero sí a veces,
alguien deja caer una monedita en el platillo de lata de
Fagode, y Fagode ríe para sí. Ríe porque su canto es el canto
de la muerte y la desolación de la tierra. El son de la moneda
en el platillo divierte a Fagode, que no es sordo. Y quiere
indicar con su risa que con el dinero nos proponemos vivir
siempre. Pero no será así.
¿Por qué no predecir, a propósito del dinero, la fecha de
nuestra próxima ola de prosperidad? Porque –¡ay, América!–
tendremos una. En 1936, quizá. O dentro de un siglo.
Los hombres de negocio no sólo ahorran tiempo, sino
dinero. Aunque puede ser que sí y puede ser que no...
Cuando uno ahorra tiempo quizá lo haga para después de
morir. Pero después de morir uno no se siente tan animado
acerca del Universo como cuando vivía. Sin embargo, viajar
en avión no es mala idea. Hay partidas, llegadas, paradas,
empalmes y tarifas. Un hombre de negocios llamado Doherty
ahorró 225 horas de viaje yendo de Nueva York a San
Francisco en aeroplano. 2 días después murió y ahorró así no
sé cuántos números de siglos. Partida y llegada... Había
arribado al mundo entre ruido y vibración, y su madre chilló
enormemente, alborotando toda la casa. El chiquillo salió
fuera, empezó a respirar en el mundo, y antes de que se
diera cuenta de nada, ya estaba acudiendo a la escuela de
párvulos con su hermano Jacob. Se convirtió en un gran
hombre de negocios sólo con descubrir que la honradez es la
mejor política siempre que deje ganancias. Su final en San
Francisco no fue triste. Contaba cerca de 50 años y estaba
asegurado por una suma fuerte. Todo marchó bien.
Desapareció como un coro que sabe abandonar en su
momento el escenario. Vivía y andaba por Market Street
cuando su corazón dijo: “No va más”, y se acabó todo.
Y entonces vinieron informes completos respecto al
pago de varias deudas pendientes, a cuentas del médico, el
dentista, y el sanatorio, a impuestos, hipotecas, intereses,
facturas de combustible, de reparaciones, de la tienda, a
gastos de entierro. Y el hombre había gastado 2 dólares al
mes en literatura. Su vida era un cotidiano Niágara de idiotez.
Fue un sujeto acumulativo. En la vida, cuantos conocemos
siguen uno de dos caminos: el de la ganancia y el de la
pérdida. Ninguna de cuyas dos cosas difieren mucho. El
ganador toma aspirina. El perdedor se larga en un tren o un
avión. Todo es igual en el mundo.
Después de visitar muchos países extranjeros, escogí
América como la tierra en que quería morir. Y fui a casa de
Nick el Griego para que me cortase el cabello.
—Camarada —me dijo—, cuando venga la revolución
usted estará aquí de pie y yo sentado.
—¿Cómo lo sabe? —inquirí.
—Por la radio —repuso—. Usted empuñará las tijeras y
me cortará a mí el cabello.
—¿Quién se lo ha dicho? —pregunté.
—El periódico —respondió—. Yo me alimentaré de nata
y usted de leche agriada.
—Nick —dije—, habla usted con menos juicio que el culo
de un caballo. Cuando llegue la revolución usted no lo sabrá.
Las revoluciones vienen y se van sin que nadie lo sepa.
—Camarada —dijo Nick—, no le puedo cortar el cuello
hoy porque usted es rico y yo soy pobre, pero cuando venga
la revolución le daré tales cortes que se morirá usted de risa.
—Es lo que me está pasando ahora —respondí.
Di a Nick un dólar de propina y él afirmó que yo era un
asqueroso capitalista.
Eso es lo que se llama una afirmación de fe. Fe en el
hombre. Fe en Dios, en Stalin, en el cielo, en la tierra, en
Rusia, en Alemania, en Italia, en América, en el tiempo, en el
espacio, en el movimiento, en la evolución, en el cambio, en
la música, en el arte y en la locura. Eso se llama piedad
sencilla y sincera. Creencia en la eficacia de la oración.
Obremos bien y olvidemos lo demás. Fíjense en las
telefonistas. Chicas eficaces, útiles. Las fibras de la vida
americana pasan por sus manos. En los hilos telefónicos
palpitan las emociones, pensamientos y deseos de la gente
americana.
—¡Mi casa arde! —clama una mujerona de Denver.
Y los bomberos llegan a los 5 minutos.
—Me parece que tengo apendicitis —gruñe un hombre
gordo desde un hotel de Memphis—. Que venga el médico
antes de que yo muera.
Y los dedos de la operadora conectan, manejando un
laberinto de hilos. Y lo hace fría y serenamente, hora tras
hora.
Empuñen el auricular. La muchacha les responderá
enseguida. Y con satisfacción. Le alegra poder serles útil.
¿Le alegra de verdad?
Un soldado acaba de volver de las islas. Camina, solo,
por las calles de San Francisco buscando unas faldas, mas
con una suerte puerca. Lo que realmente quiere es más de lo
que puede explicar, pero quizá no sea más que una mujer
que a su vez le desee a él, y ésta no aparece por ninguna
parte.
Las damas guapas van con tipos bien vestidos y de
bolsillos llenos. Andan deslumbrantemente ataviadas, se
encaraman en altos tacones y sus rostros esplenden de
rolliza belleza. Ir de uniforme es una asquerosidad. (¡Ah! Hay
un déficit de 19 523 000 dólares en la industria del acero en
el año en curso.) ¡Qué se le va a hacer, muchacho! Así que el
soldado entra en la taberna del Trébol y pide whisky. Dave, el
tabernero, es pacifista y proletarista.
—Amigo —dice al soldado—, cuando venga la revolución
no habrá soldados. Ya puedes tirar tu fusil.
—¿Qué revolución? —dice el soldado.
—La revolución de los pobres contra los ricos —dice
Dave.
—Mire —dice el soldado—, no sé nada de ninguna
revolución, pero le agradecería que me diera la dirección de
una buena prostituta, porque he vuelto hoy de las islas
después de 5 años y no conozco la ciudad.
Las palabras justas, perfectas y apropiadas. Al final es el
nervio el que se impone.
La putilla del número 37 de la calle del Turco está ebria y
llena de tristes añoranzas. Desde 2 minutos antes de la
entrada del soldado permanece en una mesa de taberna del
Trébol. Es una muchacha polaca de 20 años, llamada María.
Tiene los ojos enfurruñados y negros y los labios contraídos
por el dolor de vivir. Sus partes femeninas son amplias y
rebosantes de vida, pero su corazón se siente cansado y su
boca habla al inocente espectro que ella fue en otros
tiempos, cuando de niña cogía flores en las llanuras de
Indiana. Recuerda a sus padres, y a sus tres hermanas, y a
sus dos hermanos, y a todos sus primos, y tíos y tías, y las
meriendas junto al río, y las risas.
—Amigo —dice Dave—, cuando venga la revolución no
habrá soldados y tendrás que tirar ese instrumento
(refiriéndose al fusil).
—No lo hagas, muchacho —dice María—. ¿De qué vale
un hombre sin instrumento?
—Soy forastero en esta ciudad —dice el soldado.
—¿En esta sólo? —dice María—. Yo lo soy en todas.
Y él se vuelve y la ve.
—¡Por Dios que esta es la que me conviene! —dice él.
Y va a la mesa de María y da un cigarro a la muchacha y
pide 2 whiskys.
(Carta abierta a J.P. Morgan: Bajo el comunismo será
usted asado como un capón y servido en su salsa a la
chusma de América, con los adecuados adobos y oratorias.
¡Entonces verá usted lo que es bueno!)
—Acabo de llegar de las islas —dice el soldado—. Me
llamo Richard Hart.
Y enciende el cigarro de la muchacha.
—Yo me llamo María —dice ella—. ¿Ha estado usted
alguna vez en Indiana?
(Washington no es la única parte del mundo donde se
hacen esfuerzos heroicos para equilibrar el presupuesto o el
Universo.)
—No —dice el soldado—. Soy de Georgia.
Y ella le lleva a su cuartico de la calle del Turco.
Es un tributo que merecen el capital y el trabajo decir
que este país ha sufrido una deflación tan tajante y unas
dificultades tan penosas sin que hayan surgido serias
dificultades o choques.
La firma de usted, míster Morgan, ha logrado un puesto
preponderante en las finanzas del mundo. Su casa es la
representante reconocida de los principales países de
Europa, lo que le da a usted responsabilidades y
obligaciones internacionales. Usted y sus socios están
firmemente identificados con la mayoría de las gigantescas
instituciones bancarias de América, con las corporaciones
industriales, con las redes de ferrocarriles.
La casa Morgan participó ampliamente en la última ola
próspera. Predíganos la fecha de la próxima.
Suponga el lector que es propietario de una gran fábrica.
Suponer no cuesta nada. ¿Sería usted comunista?
¿Y entonces qué…?
…Entonces corría el invierno. El cielo estaba negro y el
clima era terrible. Había frío de costa a costa y del río San
Lorenzo al río Grande. En toda la superficie de este país la
gente tiritaba, y pedía café, y se frotaba las manos, y se
preguntaban unos a otros si tenían frío. Un joven de color
preguntó a otro de color si tenía frío, y el joven le respondió:
“¿Frío? Querrás decir que estoy helado”. Y no lo decía en
broma, sino como lo sentía. “¿Frío? —dijo—. ¡Al diablo,
hombre! ¿Pues qué te figuras?”
América, la verdad, está afrentosamente decaída. En
Wall Street se habla como si el fin de nuestro país se hallase
a la vista. La cosa más importante en la industria acaso sea la
rápida comunicación entre los jefes de oficinas centrales,
oficinas sucursales y despachos. Ahora supongamos que
tiene usted en el bolsillo 14 dólares y que viene un sujeto y le
pide 15 centavos para tomar un café y 2 rosquillas. Si
existiera el comunismo, ¿se los daría? Si al individuo le oliera
el aliento y pareciese un tipo que debiera tener más sentido
común, ¿le daría usted el pedido? ¿O andaría con él por las
calles y le llevaría a una fonda para comprar un bocadillo? ¿Y
qué haría usted si usted fuese el tipo al que le oliese el
aliento y debiera tener más sentido común, si el sujeto de los
14 dólares se hacía el sordo a su petición? Por otra parte,
supongamos que fuese usted J.P. Morgan. ¿Le importaría un
ardite que 300 desgraciados se muriesen de frío todas las
noches de invierno?
Siempre ocurre lo inesperado...
El caso es que el soldado y María estaban en el cuarto
fumando y charlando.
De cada 8 personas de América, una sufre al cabo del
año muerte o lesión por accidente. Poemas y problemas. Y
se gastan 2 millones de dólares en bocadillos. Con café.
Una vez hacía tanto frío que entré en una fonda y pedí de
comer.
—Tráiganme —dije— estofado, galletas, ensalada de
tomate y un vaso de cerveza.
Y el camarero fue y pidió 2 bocadillos calientes y una taza
de café.
—Le he dicho un estofado —indiqué.
—Aquí no preparamos más que bocadillos —dijo el
camarero.
Pero era un proletario y afirmó que bajo el comunismo
todos comerían estofado y cerveza.
—¿Verdad que eso estará bien? —preguntó.
—Mucho —respondí.
—¿Quiere el bocadillo con cebolla? —dijo.
—Cierto que sí —contesté—. Yo no puedo con la carne
sin cebolla.
—Sin cebolla —anunció el camarero.
El cocinero asomó la cabeza por un ventanillo.
—¿Qué? —preguntó.
—Sin cebolla —ordenó el camarero.
—No —intervine—. Con cebolla. Con mucha cebolla.
—¿En qué quedamos? —preguntó el cocinero—. ¿Con o
sin?
—Con —mandé.
—Diga —protestó el proletario—: ¿quién es el camarero
aquí? ¿Usted o yo?
—Bajo el comunismo —le tranquilicé— será usted un
hombre muy importante.
Hay muchos sujetos que un minuto antes viven y un
segundo después han muerto. Me refiero a los que perecen
de frío. Pero aún así quedan en el mundo centenares de
millones, sin contar los locos rusos, los chinos, los japoneses
y los incivilizados. O sea, sin contar prácticamente a nadie.
Todos están vivos y coleando. Así, pues, ¿quién sabe cómo
deben ser las cosas, ni quién se ocupa de nada?
Supongamos que el tipo que antes dijimos no le diera a
usted los 15 centavos y a usted le pareciera un mal hombre.
¿No le parecería a usted que ejercía sus derechos de
ciudadano, contribuyente y patriota, asestándole un puntapié
en el culo y echando a correr, en caso necesario? ¿O sería
esto descortés, o quizá delictuoso?
A lo mejor usted inventa algo. Se asegura que los
inventos dan mucho en América. El fulano que inventó el
yoyo ha ganado, según dicen, un millón de dólares en limpio.
No es que esto sea gran cosa, pero tampoco es moco de
pavo. Quiero decir que, si no hay gente que dé centavos en
la calle, puede usted inventar otro modo de sacar algún
dinero. Apostar a las carreras es siempre seguro y positivo,
pero hay que empezar por tener en el bolsillo medio dólar. El
póquer también es buen procedimiento, mas hay que
empezar con 5 dólares. Siempre el capital previo. Siempre el
engaño. Incluso cuando uno, jugando, no tenga ni siquiera
sotas, debe poner arriesgadamente todo su dinero delante
de él, y así los demás imaginarán que uno tiene 4 ases.
Y ahora un consejo a un licenciado a punto de
quedarse sin trabajo. ¿A qué preocuparse? Busque un
empleo de ordenanza. Vea el mundo por dentro a fuerza de
mirar más adentro aún, desde la oscura tiniebla de la luz que
no ha existido nunca y no existirá jamás. ¿Y a quién le
importa esto? ¿No es el hombre pobre más rico en realidad
que el más rico de los ricos? Sobre todo una vez que el uno y
el otro mueran y desaparezcan. Pero no, verdaderamente el
pobre no es más rico. Es un poco más pobre. Bastante más
pobre. Pero ría y sea pobre y resuelto. Y compre ajo como
defensa contra los catarros y la muerte, como los pobres. La
perspectiva sólo es medianamente jubilosa, sí. ¿Pero, qué?
Alégrese. Piense usted que puede morirse.
La cuestión es que el soldado que dije y la joven polaca
se enamoraron. Su enamoramiento consistió en subir un
tramo de escaleras para hacer el amor, mas ya que los
novelistas populares cuentan estas cosas de ese modo,
razonable será que yo diga lo mismo, para ver si consigo algo
de popularidad. No tuvieron mucho tiempo para hacer el
amor, porque los dos se hallaban muy cansados de la vida en
general y, aunque no estuvieran tan indignados con el
mundo como los proletarios suelen estarlo, se sentían hartos
de todas las cosas puercas y anhelaban empezar a vivir de
nuevo y ser como Dios manda. Claro que no podían ir a
ningún sitio nuevo, porque los autobuses, trenes, aviones,
motocicletas, bicicletas, trineos, caballos, carros, y demás
medios de transporte, con ruedas o sin ellas, no van a
ninguna parte donde todos puedan vivir como se debe, y en
consecuencia los dos se quedaron en la ciudad, en el
minúsculo cuarto de la calle del Turco.
A mi juicio, la ocasión presente no debe satisfacer a los
corredores de comercio respecto a sus tácticas del pasado
año. Este año usted, corredor, ha de introducir el pie entre la
puerta y el quicio, y luego procurar deslizar todo el cuerpo
dentro de la casa, para poder empezar a decir lo
verdaderamente maravillosa que es la nevera eléctrica que
usted representa. Y una vez en el interior, haga lo oportuno
para ser dueño de la situación. Si da usted con una mujercita
cuyo marido está ausente, el buen Dios le dirá lo que debe
usted efectuar para lograr el contrato, especialmente si ella
no tiene mal aspecto.
Media manzana más arriba reúna usted todo su ingenio y
personalidad y empiece a decirse a sí mismo que la nevera
que usted vende es la mejor del mundo. Y luego suba las
escaleras corriendo, toque el timbre dos veces, como si
fuera usted de la casa, retroceda un paso, espere a que
abran y sonría con toda la boca, sintiéndose entretanto muy
desgraciado, pero pensando que esta es América, su patria.
La puerta se abre y allí aparece la consabida mujercita.
—Buenos días, señora —exclama usted, jovial, mientras
el sol brilla, espléndido—. He sido expulsado de la
Universidad por desarrollar actividades obreristas y ahora me
dedico a vender neveras.
La puerta se cierra en las narices de usted y usted puede
reírse de lo que fue Europa en las Edades Tenebrosas.
Luego llega la primavera, la hierba crece, y demás. La
ciudad invernal se convierte en la ciudad primaveral y, aquí
entre nosotros, ese es el único cambio que ocurre.
Hay, sin embargo, los siguientes hechos alentadores:
10 millones de parados continúan viviendo dentro de la
ley. No hay motines, ni complicaciones, ni multimillonarios
asados y servidos en su salsa.
Menos visible, menos concreto, menos tangible, pero no
menos importante, ha sido el cambio de sentimiento que se
ha producido en los recientes años de miseria. No hay nadie
apenas que salga a hacer un homicidio, de un modo u otro.
No hay nadie apenas que sueñe poseer una casa de pisos,
una quinta en el campo y tres costosos automóviles. No hay
nadie apenas que se interese mucho por nada. Casi nadie
existe siquiera. Y así anda la vida. Una cosa y otra en todas
las calles de todas las ciudades del país. Un día y otro un
hombre vive y otro muere, y todo igual hasta la última y
mejor calle de todas: la calle que recorre todo el Universo y
llega al vacío que hay sobre, alrededor y dentro de todo; la
calle que conduce al olvido y al negro espacio de las
tinieblas. Y en medio de todo esto, el continuo y quieto ritmo
de la vida internacional del siglo XX, ¡demonios!
Club Europa
Uno de los locales de juego donde, con el pretexto de vender
periódicos, solía pasar largos ratos en 1918, era el Club
Europa, en Tulare Street, por donde pasa el ferrocarril del Sur,
cerca de China Alley, en el barrio del mismo nombre.
El Club Europa pretendía ser un local de juego, pero en
realidad era un lugar donde los hombres que no tenían dinero
se reunían para charlar. Durante la primera guerra mundial yo
solía acercarme al barrio chino y entrar en aquel lugar. En
1918, hombres de las más variadas razas pasaban las horas
en el Club Europa. Italianos, griegos, negros, chinos,
japoneses, hindúes, rusos y americanos. Toda clase de
americanos, desde forzudos indios, pasando por melancólicos
mexicanos, hasta tahúres de Texas.
La sala estaba llena de mesas, sillas y escupideras. Había
una pianola en un rincón, un mostrador junto a la pared del
fondo y, sobre el espejo, el retrato de un hombre que tenía
cierto parecido con Woodrow Wilson. Era un gran retrato,
obra seguramente de algún parroquiano que lo pintó a
cambio de unos tragos.
Aquel establecimiento olía mal. El aire estaba corrompido
por las horas perdidas de muchos hombres, y cada vez que
yo atravesaba el umbral, con un fajo de periódicos bajo el
brazo, me preguntaba qué les impedía marcharse. Quizás
fuera la pianola del rincón. O quizás esperaran la llegada de
un cliente despilfarrador, con un níquel de sobra. O desearían
escuchar un poco de música. O les retendrá el retrato de
Woodrow Wilson, el gran hombre de los años malos. Quizás
fuera la fuerza interior de cada uno, la fuerza centenaria, que
quería seguir alentando siglos y siglos. Acaso nada les
retuviera.
Un día, el menudo japonés llamado Suki se tragó una
mosca.
Era un hombrecito de aspecto melancólico. Cualquier
japonés que vague de un lado a otro sin hacer nada tendrá
aspecto melancólico, porque los hombres de su raza no
suelen permanecer inactivos. Estaba asqueado de todo y
nadie quería ser amigo suyo. Intentó mezclarse con sus
compatriotas, pero estos de desentendieron de él. Intentó reír
con los negros, pero no podía hacerlo del mismo modo que
ellos, y les desagradó la desarmonía de su risita mezclándose
con sus estentóreas carcajadas. Lo expulsaban violentamente
cada vez cada vez que intentaba reír con ellos. Intentó intimar
con los indios y mexicanos, pero nadie quiso ser amigo suyo,
todo lo cual lo condenaba a permanecer solitario, sentado en
un rincón.
Un día del mes de agosto, Suki observó que todos los
ocupantes del local estaban preocupados por el gran número
de moscas que lo invadían. No era que molestaran, sino que
hacían sentir su presencia. Hacía mucho calor, la atmósfera
estaba muy pesada, las moscas volaban por toda la estancia
y, zumbando, se posaban en las caras de los parroquianos.
Suki se levantó de la silla y manoteó en el aire, pero no
consiguió coger ni una sola. Era el centro del interés de
todos, Manoteó nuevamente en medio de otro grupo de
moscas, y esta vez consiguió atrapar una. La mosca, irritada,
fue cuando se la tragó.
Sus compatriotas se acercaron a él y le hablaron con gran
dignidad. Por lo visto, querían saber por qué se había tragado la
mosca. Él les contestó que iba a volverse loco por estar tanto
tiempo sin hacer nada. Sus compatriotas se sintieron muy
preocupados y al mismo tiempo muy orgullosos. Al principio
creyeron que estaba haciendo teatro.
—No tengo nada que hacer en el mundo —dijo tristemente.
Sus compatriotas explicaron a los allí reunidos la razón por la
que Suki se había tragado una mosca.
Durante semanas, al final de la guerra, los concurrentes al Club
Europa no hicieron otra cosa que hablar de Suki y de la mosca que
se tragó. Unas veces lo consideraban un idiota y otras veces un
auténtico héroe.
Antes de que terminara la guerra, Suki se tragó cuatro moscas.
Yo le vi tragar la primera y la última, y los negros me contaron de las
otras dos. Me dijeron que a aquel hombre le gustaban las moscas.
Reían con fuertes carcajadas al pensar en Suki y en las moscas.
Era un hombrecito de aspecto melancólico.
Cuando los soldados de nuestra ciudad volvieron de la guerra, el
Club Europa fue adquirido por un antiguo combatiente, que expulsó
a aquellos vagos y puso cierto orden en el local. Solía introducir
monedas en la ranura de la pianola y así, cada vez que yo entraba,
oía música. En las mesas se sentaba hombres que jugaban grandes
cantidades de dinero. Junto al mostrador, los hombres bebían. Todo
eso era ilegal, pero el soldado, chico listo, sabía los resortes que
debía tocar. Sus mejores amigos eran los policías.
Una tarde de febrero vi entrar a Suki y pagarse una copa. La
bebida pareció asquearle y, cuando la hubo terminado, cazó una
mosca y se la tragó. El soldado estuvo a punto de estallar cuando
vio a Suki tragarse la mosca. Con la mano izquierda lo cogió por el
cuello y con la derecha por los pantalones y lo arrojó a la calle.
El pequeño japonés echó a andar sin volver la cabeza.
El soldado volvió e introdujo otra moneda en la pianola.
Entonces me vio.
—Lárgate de aquí y no vuelvas —me dijo.
Wi l l i a m Saroyan
F r e s n o • 0 8 – 8 1
Explorador que avanza
Soy consciente de que todo cuanto la literatura puede
enseñarnos (creo que lo decía un clásico, no sé cuál) no
son métodos prácticos, sino sólo las posiciones. El resto
es una lección que no debe extraerse de la literatura, es
la vida la que debe enseñarla. Es más, tal vez sólo
aprendiendo de ella uno puede acabar haciéndose con
un estilo literario. Y cuando hablo de estilo me refiero a
intentar lograr un espacio y un color interno en la página,
un sistema de relaciones que adquiera espesor, un
lenguaje calibrado gracias a la elección de un sistema de
coordenadas esenciales para expresar nuestra relación
con el mundo: una posición frente a la vida, un estilo
tanto en la expresión literaria como en la conciencia
moral.
Siempre he querido saber si estaba con aquellos
escritores –Tolstoi, por ejemplo– para quienes la
existencia tiene, a pesar de todas las angustias que nos
crea, un sentido, una unidad. O bien con aquellos –Kafka,
Beckett– que nos han revelado la insuficiencia e
irrealidad de la vida, el sinsentido de ésta: todos esos
escritores que nos han descubierto la imposibilidad de
vivir y de escribir, y que nos han puesto en contacto con
la odisea moderna del individuo que no vuelve a casa y
se pierde y se disgrega, experimentando la insensatez
del mundo y lo intolerable que es la existencia.
Si Claudio Magris hubiera leído esto, tal vez ahora
me preguntaría –como a veces él se pregunta a sí
mismo– si me reconozco más en Guerra y paz de Tolstoi,
la vida que se cuenta como si fuera una vida plena, o en
El hombre sin atributos, de Musil, la vida que se disgrega
en la inteligencia, o en La conciencia de Zeno, de Svevo,
el más radical, irónico y disimulado viaje al centro de la
nada.
Tal vez puedo creer en Dios y al mismo tiempo no
creer en nada, por ejemplo. Tal vez puedo mezclar
teorías opuestas. Y es más, quizá esto explique por qué
a menudo escribo novelas que son mezclas de ensayos y
novelas. Después de todo, bien mirada (y ahora la estoy
mirando bien), la vida es una mezcla. Quizá mi viaje, el
viaje de mi conciencia, sea el que va a la nada, pero
construyendo un sólido y contradictorio sistema de
coordenadas esenciales para expresar mi relación con la
realidad y la ficción, mi relación con el mundo.
¡La realidad y la ficción! Mira por dónde he ido a
parar al eterno debate de las letras españolas. Ahora que
me acuerdo, ¿por qué esa manía tan española, esa
afición tan nacional a preguntarme, siempre que publico
un nuevo libro, cuánto hay de real y de autobiográfico en
él? Da igual que publique una novela sobre un loco que
anda suelto por Veracruz a que publique una sobre la
vida de los esquimales en Guanajuato. Siempre la misma
cuestión: ¿Qué porcentaje de verdad hay en lo que usted
cuenta? Durante un tiempo, con paciencia, me he
limitado a dar cuerda al reloj de Nabokov: “La ficción es
ficción. Calificar un relato de historia verídica es un
insulto al arte y a la verdad. Todo gran escritor es un gran
embaucador”. Y punto. Pero ya me he cansado. Y es
que, a pesar de que no hay día en que no vea borradas
las fronteras entre la realidad y la ficción sobre las que
bailo, la pregunta nacional sigue ahí, como un dinosaurio
inamovible. ¿Hay realidad en su ficción? ¡Toma ya!, que
diría Céline. Últimamente, habiendo publicado un libro
sobre París, me limito a citarles a Boris Vian (“todo en mi
novela es verdad porque está todo inventado”), o bien a
mí mismo (“también un relato autobiográfico es una
ficción entre muchas posibles”), y muy especialmente a
Roland Barthes: “Toda autobiografía es ficcional y toda
ficción es autobiográfica”.
Yo creo que mis libros deberían ser vistos como lo
que realmente siempre han sido: libros escritos por
personajes de novela. Un lector me pregunta ahora: ¿Lo
dice de verdad? Y añade: Perdone la pregunta, pero es
que soy español de la verdad cristiana. Pues claro que lo
digo de verdad, le contesto, pero tenga en cuenta que la
verdad no es necesariamente lo opuesto de la ficción. ¿Y
está seguro de esto?, me pregunta. Pues tan seguro, le
respondo, como de que un dictador (aquel que decía
“españoles todos”) está bien muerto, y el realismo de la
estirpe de aquel asesino también, aunque no para los
españoles todos, muchos de ellos felices viviendo en la
mayoría absoluta de su realismo literario de serrín y
caspa. Porque España, a pesar de la tan traída y llevada
modernidad de Almodóvar, sigue siendo un país nada
ambiguo y muy plano y zaplano y profunda y
obscenamente inculto. Véase, sin ir más lejos, la
confusión de los ministros de Aznar entre autor y
narrador en el caso del libro de Hernán Migoya. En
España, con notable putrefacción artística, ministros y
plebe se abrazan en su única realidad posible: la mayoría
absoluta de su realismo sucio de cáscaras de gambas e
insulto, serrín y escupitajo.
¡Son tan realistas! Así las cosas, en casa ensayo
exiliarme y luego lo cuento, explico que escribo ensayos
mezclados con cuentos. Quiero seguir siendo “un
explorador que avanza hacia el vacío” (Kafka), y así seguir
dándole a mis palabras sentido, dándoles sombra: un
sentido que dice que en mi país nada ambiguo no
avanzo, pero mi vida lo hará por mí exiliándose. Y bien
está que así sea, me digo, mientras pienso en aquel
clásico que dijo: “Mirad cómo, bien lejos de vosotros, mi
vida avanza tranquila”. Aunque no sé de qué clásico
hablo. ¿Sabré en el vacío encontrarlo? No está entre los
clásicos que aprecian los españoles todos. Lo sé. Por
eso avanzo.
E n r i q u e V i l a -Matas
Barcelona•48
El vuelo del gato samurái
Acabo de soñar una pesadilla en la que una criatura felina
asesinaba a la gente:
Concepto de terror común. No importa. Aún así despierto
asustado y demoro en ubicarme de nuevo en el hospital:
Estoy sentado en un sillón incómodo para dormir que está
junto a la cama donde Laura, toda atravesada de rayos X,
respira normal y duerme.
Amanece.
Me levanto.
En las paredes cuelgan brillantes tomografías de varias
partes de su cuerpo. Parece la galería de un museo. Una
exposición de Laura por dentro (hay una Laura por dentro),
obras de muchos médicos artistas excitados que no logran
descubrir qué es lo que tiene.
Toco el cristal de la ventana. Entonces la veo.
(The truth is out there again.)
(The truth is always out there.)
La criatura con la que acabo de soñar, evidentemente.
Una raya que cruza el aire a la supervelocidad de un corte.
Recuerdo vagamente una serie dibujos animados
japoneses. Pero no doy con el título.
Enciendo el televisor. En el noticiero de la mañana ya están
hablando de la criatura. Le han puesto nombre. Creen que se
trata de un fenómeno meteorológico. Hay muertos.
Otro canal, otros expertos sugieren que es una inteligencia
venida de otro planeta.
Apago el televisor.
Laura sigue durmiendo.
Salgo (ya es hora de salir) de su galería de imágenes.
Todas las enfermeras que me cruzo por los pasillos se me
quedan mirando. Oigo el cuchichear de sus miradas: Ése es el
que te dije... ¿El que salió del coma? No, el que está con ella.
Ay, el pobre, se ve tan destruido...
Siento que hasta las cámaras de las puertas del hospital me
filman con lástima.
Afuera las calles están vacías y el cielo, simplemente, no
está. Lo que hay es una amenaza con nubes y ozono y pájaros
emigrantes. No veo la raya. No veo ninguna inteligencia
meteorológica. Hago un gesto con el brazo y aparece un taxi.
—Vámonos de aquí —le digo al taxista: un sujeto con
parche en un ojo y gran párpado sobre el otro. Se parece a
Garfield.
—Ésa es una gran frase —observa el tipo—. Pero tiene que
decirme adónde.
Le doy mi dirección. O le doy la dirección de ella.
—¿Va muy apurado?
—¿Por qué?
—Porque yo tengo que trabajar. No sólo soy taxista, ¿sabe?
Aprovecho los viajes para repartir.
Señala el asiento al lado suyo y me doy cuenta de que está
ocupado por una torre de cajas de pizzas. Me he montado con
un taxista repartidor de pizzas. No es gran cosa. También he
oído de taxistas que conducen programas de radio (sobre
política y finanzas, la mayoría) y cuando te montas con ellos te
hacen entrevistas en vivo.
—No se preocupe —le digo—. Tómese el tiempo que le
haga falta.
—Gracias, amigo. Si pudiera, le regalara una. Pero si yo
fuera el dueño de la pizzería no estaría en este taxi con usted,
¿me entiende?
—No mucho, en realidad —y de repente recuerdo cómo se
llamaban aquellos animados japoneses: Samurai Pizza Cats.
«No intenten hacerlo en casa, niños. Somos profesionales.»
Le pregunto al taxista si no le da miedo la criatura que
sobrevuela La Habana.
—¿Eso? Eso no le da miedo a nadie. —Hace un giro brusco
para no atropellar a un grupo de personas que aparecen
huyendo y gritando—. Además, yo siempre digo una cosa:
primero las pizzas, después el terror.
Nos desviamos hacia un barrio de vida residencial, apartado
y verde, para efectuar las entregas. Tranquilidad absoluta. Me
acomodo en el asiento. De pronto...
Tras una curva, una silueta rodante con curvas. Un frenazo.
Muchacha en patines. No venía precisamente huyendo. Y
ahora ni siquiera parece asustada. Ha puesto una mano sobre el
capó del taxi, como para detenerlo, y con la otra mano se
descubre los ojos antes cubiertos por gafas oscuras. Nos mira
un eterno segundo a través del parabrisas antes de acercarse
rodando a la ventanilla del conductor.
—Por Dios, niña, ten más cuidado —dice el conductor.
Ella sonríe. Mete divertida la cabeza. Trenzas doradas.
—Yo también quiero repartir —dice con voz suave.
El repartidor, por supuesto, se lo toma al pie de la letra:
—Pues ve a ver al dueño de la pizzería. No soy yo.
Ella mira al asiento de atrás.
Yo estoy en el asiento de atrás.
—Hola, extraño.
No digo nada. Quizás sonrío.
Me pregunto si me habrá reconocido.
Me pregunto si habrá algo o alguien allá afuera.
Y me pregunto por qué los otakus cubanos han
enmudecido todos.
—¿Él no habla?
—No en nuestro idioma —dice Garfield—. Usa una jerga
muy contaminada.
—¿En serio? —la patinadora pone ojos grandes. Parece de
lo más interesada.
—No, en realidad es un espía —sigue Garfield—. No dice
nada para escucharlo y grabarlo todo mejor.
—Oh.
Patinadora mirándome con sumo interés.
Digo:
—Estoy muerto.
El taxista aprueba con la cabeza:
—Yo lo recogí frente a un hospital.
Digo:
—Acabo de salir de un coma muy largo.
—Pobrecito —dice ella—. ¿Cuán largo?
—De antes de que tú nacieras.
—¿Y te acuerdas cómo era antes?
—Oigan, yo tengo que irme —protesta el taxi.
—Antes de ti las cosas rodaban a una velocidad. Ahora las
cosas son velocidad.
—¿Has visto la raya? —pregunta ella. El taxista hace un
gesto de ya es suficiente y la pregunta parece quedar
suspendida y saltar y desaparecer en el aire. Como la raya. Y
ahora que el taxi se aleja yo sé
—Adiós, extraño.
que ella me ha reconocido perfectamente aunque no lo
sepa y que en alguna otra historia (siempre hay otra historia)
nos volveremos a encontrar.
—Niños ricos —murmura Garfield—. Quién los entiende.
Unas cuadras adelante, un grupo de niños ricos hace de
grupo de rock ensayando en un garaje. Del garaje sale un
sonido que no se entiende.
Son buenos, pienso. La música no sirve pero ellos son
buenos.
Más de la mitad de las pizzas bajan del taxi y van hacia
ellos. Partida de rockettes hambrientas. Cesa el ruido. En la
entrada del garaje rodean a Garfield y hay movimientos de
buscar dinero en bolsillos de jeans, se abren cajas, pizzas a la
boca, de repente los movimientos se precipitan y se confunden.
Ha habido un grito. Alguien ha vomitado. La escena se me hace
extrañamente lejana. Pudiera bajar la ventanilla o bajarme yo
para averiguar qué sucede, pero no lo hago. Me siento
extrañamente tranquilo. Garfield viene de regreso al taxi y tras
él viene uno de los chicos discutiendo algo. Garfield le dice que
vayan a discutir con el dueño de la pizzería. Que no es él, por
supuesto. Él no tiene la culpa.
El chico me ve. Tiene un trozo de pizza en la mano.
—Colega, ¿tú has probado esto?
Le digo que no con la cabeza.
Demasiado, demasiado tranquilo. Ni hambre tengo.
—Vas a perder el trabajo, pirata —le dice otro chico o chica
al pirata, que ya está agarrando el timón—. Y cuando te
encontremos solo por ahí vas a perder el otro ojo. Y después
vamos a dedicarte una canción.
—Ay mi madre, se me olvidaba que ustedes hacen
canciones.
Despegamos rápidamente bajo un ataque de piedras y
pedazos de pizzas proyectiles.
Cuando nos perdemos de vista pregunto qué pasó, y acto
seguido me doy cuenta de que ha sido una pregunta reflejo, no
tengo el menor interés. El taxista sólo dice:
—Sospechan de todo, por cualquier cosa se asustan. Ya no
quedan estómagos.
Sigue rezongando mientras le pasamos por delante a
grandes casas, terrenos deportivos y malls. Después consulta
direcciones anotadas en un mapa.
—No, no estamos perdidos —aclara—. Estos barrios son
así. Repetitivos.
En varias repeticiones vamos entregando las pizzas que
faltan por entregar:
A un mendigo aburrido en temporada baja. (Nos dice que
sus dos profesiones, Santa Claus y deshollinador, ya no
alcanzan ni para ahorrar y comprarse un boleto de avión que lo
lleve un poco más al norte. Yo le pregunto: ¿Al norte de qué?)
A un entrenador de perros locales a los que apetece una
buena pizza de carne humana entre descuartizamiento y
descuartizamiento.
A mayordomos con espaldas de guardaespaldas que miran
la caja grasienta, slow fat-food, como diciendo: No sé cómo
puedo trabajar para gente que come esto.
A un vendedor de polvo y helados en un parque con fuente
circular.
A un mendigo aburrido en temporada baja. (Nos dice que
sus dos profesiones, Santa Claus y deshollinador, ya no
alcanzan ni para ahorrar y comprarse un boleto de avión que lo
lleve un poco más al norte. Yo le pregunto: ¿Al norte de qué?)
A dos o tres extras de una comedia de artes marciales en
pleno rodaje.
Etcétera.
La penúltima es para una señora tipo ama de casa que nos
espera, probablemente desesperada, en el portal de su casa.
Por la acera de enfrente pasa un niño en velocípedo. Me
pongo a mirarlo con más que tranquilidad.
Ausencia.
En cuanto Garfield se baja del taxi la vuelvo a ver.
Una parábola que emerge de algún punto en el follaje
fastuoso de la calle y cae en picado sobre el niño.
Pero no llega a picarlo.
El aire se rasga justo frente a él.
Él da un salto y queda parado sobre su velocípedo, pie en el
manubrio y pie en el asiento, las manitos cerradas como puños.
Comprendo que este niño va a intentar defenderse de cualquier
cosa.
La criatura sube y vuelve a caer. Los movimientos son
como instantáneas que se difuminan. El niño, en equilibrio
sobre su vehículo, esquiva a una velocidad de esquivar balas.
Por supuesto, ya no veo esa clase de movimientos. Ya no veo
nada. Pero ahí está el niño tirándole patadas y piñazos al aire.
Uno de sus golpes parece impactar la raya: algo como un filo se
detiene y se abre y por un momento es la forma vertical de una
pupila de gato. Luego, quizás por el rebote, el niño está en el
suelo. Y cuando se levanta su velocípedo está cortado al medio.
No hay mucho más que hacer. Pero el niño no trata de huir. Tan
pequeño y ha entendido que la huida es imposible. La raya
finalmente acierta y lo atraviesa en diagonal y al instante se
retira del espacio rayado. Queda una brisa moviendo las hojas.
El niño permanece de pie, las dos mitades de su tronco unidas
hasta que la mitad superior se desliza sobre la inferior y ambas
caen, un brazo por cada lado, dos piezas de ropa cara y carne
salpicando la acera roja.
No he visto nada, pero lo he visto todo.
Sin darme cuenta he salido del taxi.
Escucho a mis espaldas los restos de una discusión entre el
taxista y la cliente. Ama de casa histérica. Insultos. La palabra
sangre. Te voy a denunciar, hijo de puta. La expresión sangre
caliente con queso.
Ya puedo adivinar de qué se trata.
Creo.
Cruzo la calle para ver de cerca lo que ha quedado del
velocípedo y del niño. No sé si debo tener miedo de que la
criatura vuelva. No lo tengo.
Cuando llego a la escena Garfield me llama:
—Amigo, ya terminé. ¿Te llevo o te vas caminando?
Tiene esa expresión urgente de quien no puede contener
mucho más las ganas de estrangular a una mujer. Atrás, en el
portal de la casa, hay una escoba en alto y agudas amenazas de
llamar a la policía.
Abandono la imagen. Me meto en el taxi y no sé por qué
vuelvo a dar la dirección. La mía o la Laura. Pero el taxista no
me escucha. Está concentrado en pisar a fondo el acelerador y
en descargar todo su enojo al fondo de mis oídos:
—¿Cuál es el maldito problema de esta gente? ¿Qué
sentido tiene pedir una pizza para luego volverse locos? Que si
esto no parece salsa de tomate, que si lo otro no huele a jamón,
que si no sé lo que me estoy comiendo... ¡Por Dios! Quieren
interpretar las puñeteras pizzas en lugar de comérselas. ¡La
pizza no es un concepto!
—¿No lo es? —pregunto distraído, por decir algo inútil,
mirando por la ventanilla. Hemos dejado atrás el barrio
residencial y aún queda una caja, la última, en el asiento
delantero.
—En realidad lo que tienen es miedo, déjame decirte.
Tienen miedo a que les guste. Tienen miedo a reconocer que
han comido y que les ha gustado. Porque saben, y saben que
los demás saben, y yo lo sé, que después las cosas serán
diferentes. ¿Entiendes lo que quiero decir?
—Totalmente —miento sin pensar.
(Es decir: miento pensando en el niño muerto, en las
próximas noticias de la televisión, en los enmudecidos que
contarán la otra historia.)
No hablamos más durante el trayecto. Inmóvil, la ciudad
continúa moviéndose entre el espanto y la desidia. Garfield me
deja en algún lugar de Nuevo Vedado. Le extiendo unos billetes
y él me extiende la caja.
—No puedes regalármela —le recuerdo—. Tú no eres el
dueño la pizzería.
—No, pero soy el dueño de esta pizza. Cómetela tú que yo
ya no tengo hambre.
Me desea buena suerte, o buen apetito, o simplemente
dice adiós y después se va. Me quedo mirando el taxi que se
aleja. No tengo dónde anotar, así que seguramente olvidaré el
número de la chapa.
Aunque no sé para qué querría yo el número de la chapa.
Entro a la casa, enciendo la luz y la veo.
Tirada en el sofá.
Despeinada. Ojerosa.
Cubierta con una manta.
Me mira. No está dormida.
Supongo que yo tampoco lo estoy.
—Laura —digo, y su nombre duele en mi piel como un
pellizco—. Laura, Laura, ¿qué haces aquí?
—Sorpresa. Vine volando.
Ahora ella me cuenta su huida del hospital:
La versión más absurda de su huida del hospital:
Intercambió ropas con una enfermera inconsciente,
previamente golpeada en la cabeza y puesta a dormir con
barbitúricos, y salió de la sala y al poco rato empezó a sonar
una alarma. Correteo de médicos por los pasillos detrás de ella.
Se escondió en armarios y carritos de limpieza. Le hizo sexo
oral a un estudiante para que la dejara estar un rato entre los
cadáveres. Aprovechó unos conductos de aire para llegar al
parking subterráneo. Allí intentó robar una ambulancia pero uno
de los médicos que la habían atendido (todos los médicos de
todas las especialidades del hospital la atendieron) le apuntó
con una jeringuilla cargada
—¿Cargada con qué?
—Déjame terminar.
y pidió refuerzos que llegaron inmediatamente. La rodearon.
Iban a apresarla pero ella se quitó el uniforme de enfermera y,
desnuda como la muerte, les habló. Y los asustó. Hasta
paralizarlos. Habló de su cuerpo con una voz tremenda que no
era la suya. Una voz que rebotaba en las paredes declarando
que el cuerpo de Laura era un territorio inorgánico, una
superficie experimental o tóxica. Créanlo, decía la voz. Ustedes
no me conocen. Allá ustedes si acercan a mí. Yo soy lo que
ustedes temen, la pesadilla que no le van a contar a nadie.
La dejaron ir.
—Estoy segura de que fue un alivio para ellos. Estoy segura
de que por muchas pruebas que inventaran para hacerme,
nunca iban a llegar a un diagnóstico.
Yo he llegado a uno. Pero no se lo digo.
Me siento junto a ella.
Le acaricio el pelo.
—¿Dónde estuviste?
—Por ahí —respondo—. Te traje algo de comer.
—Me muero de hambre —dice, y su boca comienza
débilmente a sonreír.
JorgeEnriqueLage
L aHab a n a • 7 9
Original Format
The type of object, such as painting, sculpture, paper, photo, and additional data
Pdf
Dublin Core
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Title
A name given to the resource
The Revolution Evening Post, No. 5
Subject
The topic of the resource
Revista Literaria Digital
Creator
An entity primarily responsible for making the resource
Ahmel Echeverría,
Jorge Enrique Lage,
Orlando Luis Pardo Lazo
Source
A related resource from which the described resource is derived
The Revolution Evening Post, No. 5, 2008.
Publisher
An entity responsible for making the resource available
The Revolution Evening Post
Date
A point or period of time associated with an event in the lifecycle of the resource
2008
Contributor
An entity responsible for making contributions to the resource
Lizabel Mónica
Format
The file format, physical medium, or dimensions of the resource
Pdf
Language
A language of the resource
Spanish, Español, SPA
Type
The nature or genre of the resource
Revista, Magazine
Coverage
The spatial or temporal topic of the resource, the spatial applicability of the resource, or the jurisdiction under which the resource is relevant
Cuba