33 y 1/tercio, No. 1

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Title

33 y 1/tercio, No. 1

Subject

revista literaria digital

Description

Revista literaria digital hecha en Cuba. Dirigida por el escritor Raúl Flores. Circulada vía correo electrónico y dispositivos de almacenamiento externo. Estética postmoderna que privilegiaba lo pop.

Creator

Raúl Flores Iriarte

Date

2005

Contributor

Lizabel Mónica

Format

Microsoft Word Document

Language

Spanish, Español, SPA

Type

revista, magazine

Coverage

Cuba

Text Item Type Metadata

Text

02Lui-kjCWIMR8kz5_qW5ZU6oSdEPzoEJBc2I9gsAtGQrHRd_0S3UEgfohQDx9SvM5sASwWYiO5MztSWEn6qRAq3yhJcB9el_FviWJ__TJ3_XQUIy1rEPootDDYA7nP0ydzAYY3DVfn5hYOSjA



La censura no autorizará su novela y no podrá publicarla en ningún sitio. No la admitirán ni en Amanecer ni en Aurora.

–Ya lo sé –repliqué en tono firme.

–Y sin embargo, me la llevo –prosiguió Rudolfi severamente (mi corazón dio un vuelco)–, le pagaré tanto (indicó una cifra misérrima) por pliego de imprenta. Mañana lo pasarán todo a limpio.

–Son cuatrocientas páginas –exclamé.

–Lo dividiré en partes –dijo Rudolfi con voz de hierro–, y doce mecanógrafas de la oficina tendrán listas las copias mañana por la tarde.

Dejé de protestar y decidí someterme a la voluntad de Rudolfi.

–Las copias serán por su cuenta –siguió él, limitándome por mi parte a asentir con un movimiento de la cabeza, como un muñeco–; y otra cosa: tendré que tachar tres palabras: están en la página primera, setentaiuna y trescientas dos.

Miré los cuadernos y vi que la primera palabra era “apocalipsis”, la segunda “arcángeles”, y la tercera “diablo”. Las taché dócilmente: cierto, tuve deseos de decir que se trataba de una ingenuidad, pero miré a Rudolfi y guardé silencio.

–Luego –añadió Rudolfi– vendrá usted conmigo a la Censura. Y le ruego muy encarecidamente que mientras estemos allí, se abstenga de pronunciar ni una sola palabra.

Acabé por ofenderme.

–Si usted considera que soy capaz de decir algo… –empecé a balbucear en un tono digno– puedo quedarme en casa.

Rudolfi no prestó atención alguna a ese intento mío de irritarme y prosiguió:

–No, usted no puede quedarse en casa, sino que vendrá conmigo.

–¿Y que haré allí?

–Se quedará sentado en la silla –ordenó Rudolfi– y a todo cuanto le digan contestará con una sonrisa amable.


Mijaíl Bulgakov

Novela teatral




Equipo de redacción: 33 y 1/tercio

Portada: composición de Raúl Flores Iriarte sobre fotografías de Robert Freeman y Yamel Santana Valdés-Hernández

Diseño de portada: Damián Flores Iriarte

Fotografía interior: Elena V. Molina




Agradecimientos

Ya Saben:

Duanee Suárez, Adriana Zamora, Orlando Luis Pardo, Ahmel Echevarría, Lizabel Mónica, JAAD, Kmilo Valdés Fortes, Michel Encinosa, Haydée Arango, Marcos Antonio Díaz, Yanet Bello, Ihoeldis Rodríguez, Diana Tur





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Los autores no nos hacemos responsables de las opiniones de la publicación.

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boulevard

(a la green day)


play

todo es verde (david foster wallace

¿hay alguien allá afuera? (francisco ortega

expediente polaroid

4cuentos (adriana zamora

2cuentos (jorge enrique lage

3cuentos (raúl flores iriarte

nuevos cronistas del planeta de los simios (juan trejo álvarez

poetry / poesía (bob dylan

expediente king

2textos (stephen king

poesía (lizabel mónica

new american cookbook: el aquí y el ahora en veinticinco libros cardinales (rodrigo fresán


nunca llores delante del carpintero (ray loriga

stopplay


la mirada del cómplice, canciones puestas una y otra vez en la radio, los discos hi-fidelity de mamá


como cuando nos sentábamos de espaldas al sol, ojos en la luna

para ver en el fantasma de un L.P. girando en el plato de un tocadiscos: la respuesta a todas nuestras inquietudes.

esa placa de acetato girando a 33 revoluciones

y 1 tercio

nos

llevaba

a

otra

dimensión


Tommy, Abbey Road, Sounds of silence, Al final de este viaje, Blonde on blonde, Diamond dogs, Mediterráneo, Dark side of the moon.

dABA IGUAL


33 y 1/tercio no quiere ser una revista más

33 y 1/tercio no quiere ser una revista

(¿pasar revista? ¿revisionista?)

simplemente trata de escapar de líneas

(no por grande el concepto se amplían los horizontes)


33 y 1/tercio quiere ser una revista menos


¿equidistancia? ¿eclecticismo?

NO

... ¿o sí?


las palabras

se transforman en jpgs,

en tiffs,

en mp3s,

adquieren alguna proximidad con el videoclip

con el tiempo de 3 minutos de una canción

en

la

radio


Fiction is things happening not things described: dynamic, not static.

Use your imagination or someone will use it for you.

                                                      (R. Sukenick)


ayer alexandra vio una vista nocturna de este pequeño planeta.

japón era una mancha alegre y superpoblada de luz eléctrica,

cuba no se divisaba

(como siempre, estábamos completamente a OsCuRaS)


literatura  

pop lit, thrash writing, paperback writers,

splatterlight fiction

casitas de plástico reciclado entre todos los rascacielos


percepción atomizada de multiverso cultural atomizado

ampliar las fronteras que una vez fueron impuestas

borrarlas


«Entiendo», dice alexandra, «pero exactamente, ¿que intentas hacer?»

Me encojo de hombros. «Algo», le digo, «no lo tengo muy claro todavía»

«Mejor acláralo», dice ella, «y después me dices»


Una oso panda queda embarazada tras mirar videos de sexo en China.                                                                                          

                                                                                        (CNN)


See how they fly like Lucy in the sky

See how they run

I´m crying

I´m cryi-i-i-i-ii-i-i-i-i-ing

I´m crying?


replay

david foster wallace

(new york, 1962. autor de the broom of the system y infinite jest.)



todo es verde


Ella dice me da igual que me creas o no, es la verdad, puedes creer lo que quieras. Por tanto, está claro que está mintiendo. Cuando dice la verdad se vuelve loca intentando que la creas. Por tanto creo que la he pillado.

Enciende un cigarrillo y aparta su mirada de mi, tiene un aspecto perverso con el cigarrillo encendido y mirando por la ventana mojada, y no sé muy bien que decir.

Le digo Mayfly, no sé muy bien que hacer ni que decir y ya no me creo nada de ti. Pero hay cosas que sí sé. Sé que soy mayor y tú no. Y te doy todo lo que tengo que darte, con las manos y con el corazón. Todo lo que tengo dentro te lo he dado. He estado aguantando y trabajando duro todos los días. Te he convertido en la razón por la cual hago todo lo que hago. He intentado construir una casa para dártela, para que vivas en ella, y he intentado que sea un sitio agradable.

Enciendo otro cigarrillo y tiro la cerilla en el fregadero junto con otras cerillas, platos sucios, una esponja, y cosas de esas.

Le digo Mayfly, mi corazón la ha pasado mal por ti, pero ya tengo cuarentiocho años. Ya es hora de que no me deje arrastrar por las cosas. Tengo que tomarme una parte del tiempo que me queda para intentar sentirme bien conmigo mismo. Tengo que intentar sentirme como debería. Dentro de mi tengo necesidades que tú ya ni siquiera puedes ver, porque tú tienes demasiadas necesidades que te las tapan.

Ella no dice nada y yo miro por su ventana y noto que ella sabe que yo sé la verdad, y cambia de postura en mi sofá de jardín. Lleva unos pantalones cortos y se sienta encima de las piernas.

Le digo no importa en realidad lo que he visto o lo que he creído ver. Esa ya no es la cuestión. Sé que soy mayor y tú no. Pero ahora me siento como si yo te lo diera todo y tú ya no me dieras nada.

Tiene el pelo recogido con un pasador y varias horquillas y la barbilla apoyada en la mano, es muy temprano, parece que ella está fantaseando con salir afuera a la luz brillante que hay al otro lado de la ventana mojada junto a mi sofá de jardín.

Todo es verde dice ella. Mira que verde es todo Mitch. Como puedes decir que sientes todo eso cuando fuera todo es tan verde.

La ventana que hay junto a mi cocina se ha limpiado gracias a las lluvias torrenciales de anoche y muestra una mañana soleada, todavía es temprano y fuera todo está muy verde. Los árboles son verdes y la hierba más allá de los badenes es verde y está empapada. Pero no todo es verde. Las demás caravanas no son verdes, y mi mesa de camping que está ahí fuera toda llena de agua y de latas de cerveza y de colillas flotando en los ceniceros  no es verde, ni tampoco mi camión, ni la gravilla del aparcamiento, ni ese juguete de ruedas enormes tirado de lado bajo una cuerda de tender vacía de ropa junto a la caravana de al lado, en donde vive un tipo con unos niños.

Todo es verde dice ella. Lo dice con un susurro y yo sé que ese susurro ya no es para mí.

Tiro mi cigarrillo y le doy la espalda a la mañana con el regusto en la boca de algo que es del todo cierto. Me giro y la miro sentada bajo la luz en mi sofá de jardín.

Ella está mirando fuera, sentada en el sofá, y yo la miro a ella, y hay algo en mi que no consigue cicatrizar cuando la miro. Mayfly tiene un cuerpo hermoso. Y ella es mi mañana. Digo su nombre.





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replayfrancisco ortega

(es chileno y pone en su blog, fortegaverso.blogspot.com: Soy periodista y me he pasado la vida escribiendo, incluso de minas ricas. Soy un basurero ambulante de cultura pop.)




¿hay alguien allá afuera?



La pregunta que usamos de título la cantó el grupo Pink Floyd en 1979 en la segunda parte de su emblemático disco "The Wall". Y por más guitarras y orquestaciones que incluyó la banda, su bajista y letrista Roger Waters fue incapaz de responderla. "Is there Anybody Out There?", la frase es lo único que reza el tema homónimo. Sólo una pregunta. Nada más. Sin contestación. Y se entiende que no la haya. Es cosa de pensar un segundo en la pregunta, sus rítmicas cuatro palabras (seis en inglés) suenan grandes, difíciles de aterrizar, más complicadas aún de aplicar. Por lo mismo funciona tan bien al momento de introducirnos en la búsqueda de las nuevas voces de la narrativa mundial.

¿Hay alguien allá afuera? Lo más probable es que en la superficie la respuesta sea afirmativa y que de hecho abunden los "nuevos nombres". Lo complicado pasa por lo que viene de inmediato. Si tenemos claro que hay "alguienes", ¿qué demonios están haciendo (o mejor dicho escribiendo) esos "alguienes"?


hombres post-x

Otra interrogante: ¿Qué sucedió después de la Generación X? En la segunda mitad de la década final del siglo veinte prácticamente todas las revistas literarias del planeta trataron de contestarla. Cada escritor nuevo que aparecía, bendecido por medios tan influyentes como "The New Yorker" o la poderosa venia de Santa Amazon.com era levantado al sitial de la nueva esperanza blanca de la novelística. Pero lo cierto es que ningún autor joven post 1995 logró el impacto medial - que no es lo mismo que artístico- de sus antecesores de la era yuppie, de la época de la X.

A estas alturas resulta obvio que la Generación X tuvo más de fenómeno comercial y sociológico que de literario, pero no puede negarse que algo potente nadaba bajo la superficie. Una serie de motivos y temas que unió a gentes tan diversa (y dispersa) como Bret Easton Ellis, Douglas Coupland y Jay McInnerney. Sus novelas estuvieron lejos de marcar un precedente artístico pero vaya que supieron ser polaroids de su momento. Sobre críticas y gustos, un libro como American Psycho (Ediciones B, 1991) -por un lado- y un disco como "Nevermind" de Nirvana - por el otro- existen como absolutos marcos de una época, retratos lucidísimos de las formas de fines del siglo pasado. ¿Qué pasó después? Muerta la X, un nuevo movimiento de narradores americanos asaltó la posta del relevo. Gente como Michael Chabon, Chuck Palahniuk y Jonathan Frazer entre otros, surgieron como las nuevas glorias de la narrativa "joven" americana. La calidad de éstos es indiscutible, pero carecen de aquello que unió a los autores de la Generación X e hizo de ellos precisamente eso, una generación: la obsesión común de redactar su presente, algo que hasta los más furibundos opositores al movimiento deben reconocerle. No deja de ser significativo que uno de los mejores retratos de la presente primera década del siglo veintiuno se daba justamente a un jubilado de la X. Hey Nostradamus (Bloombury USA, 2003), la última novela de Douglas Coupland, narrada por fantasmas adolescentes inspirados en la matanza de Columbine, consigue un fresco de la América media más transparente y real que cualquier vuelo intelectual y post todo de un David Foster Wallace o un Jeffrey Eugenides.


nuevas voces, demasiados mundos

Fuera de Norteamérica el dilema del relevo también ha sabido contestarse con puntos suspensivos. Es verdad que tras los pasos de los Ray Lorigas y las Lucías Etxeberrías se han presentado nombres - como el potente Nicolás Casariego- que han alimentado con savia nueva a la narrativa contemporánea española, pero al igual que con los novísimos gringos no puede hablarse de ellos como un movimiento de relevo y mucho menos de una generación. Las motivaciones son demasiado individuales y salvo el haber nacido después (y alrededor) de 1970, no hay algo realmente común entre ellos. Distinto es el caso de los italianos, donde la llamada generación caníbal, integrada por autores como Niccolo Ammanitti (La última Nochevieja de la humanidad. Mondadori, 1997) supo aglutinar a una comunidad de autores novatos impulsados por una escritura rápida, a lo fast food, llena de referencias a la animación japonesa, nuevas drogas, la estética del cómic, del gore y del splatter. El leit motiv del canibalismo fue tan concreto en sus temas como metafórico en lo estilístico. Similar es el caso de los no-muertos británicos, llamados así por la rutilante pero influyente revista "The Face" a partir del guión de Alex Garland (La Playa. Ediciones B, 1999) para la película "28 días después: Exterminio". Estos, junto a sus colegas caníbales italianos, son de los pocos movimientos de nuevos escritores de principios de siglo con una real temática en común. O lo que es lo mismo un verdadero concepto de generación a sus espaldas.


Los que están allá afuera

Tienen menos de treinta años, algunos incluso bajan de los veinte. No aparecen aglutinados en obsesiones comunes, ni cabe hablar de ellos como una generación hecha y derecha. Algunos escriben desde el corazón más interno de las cosas, otros desde los mundos más alejados. Adeudan lo justo de sus predecesores, están conscientes de sus estímulos externos, de la velocidad de sus cosas y les sobran las ganas de hacer (escribir) cosas. Y sobre todo de decirlas con fuerza. Más que libros, estos nombres redactan las pautas hacia donde se moverá la literatura en las próximas décadas.

Nacido en 1985, Nick McDonell es quien encabeza - al menos desde la mirada más rápida- al batallón norteamericano. Su novela Twelve (Anagrama, 2003) dibuja el retrato rudo de la Norteamérica adolescente más luminosa y superficial. Divagaciones internas, vicios, sexo rápido, vida fotografiada como en el cine y nuevos tipos de droga, como la que da nombre a su novela, nadan a estilo libre en sus párrafos. La receta lo construye como un narrador que si bien no cuenta nada muy nuevo es propietario de una envidiable lucidez. Cada capítulo suyo es una instantánea de la vida adolescente gringa bien-gringa post matanza de Columbine, post 11 de septiembre de 2001.

Con 19 años recién cumplidos, Christopher Paolini está en una orilla muy distinta a la de su previo colega. Obsesionado con los videojuegos y los mundos de Tolkien, este casi púber autor se embarcó en la ambiciosa tarea de crear una trilogía de fantasía heroica, con códigos ultra modernos. En su prosa hay magos y hechizos, pero también Playstation y Messenger. Original en su propuesta, su Inheritance Trilogy se inició el año pasado con Eragon (Knopf, 2003), protagonizada por un skater adicto a Internet que posee el poder de controlar un dragón.

Nacido en 1977, Jonathan Safran Foer, autor de Todo está iluminado (Lumen, 2002) va por un realismo mágico-no mágico gringo. Fan de García Márquez, Safran Foer ha declarado que su manía literaria apunta a huir de los excesos de la narrativa urbana en pos de la humildad que puede hallarse en el lado más íntimo y rural de Norteamérica, ese de los suburbios y los campos. Lo suyo no son ni las marcas, ni la velocidad, sino las personas. Destaca el sentido del humor de este escritor, detalle no menor que le perdona muchas de sus falencias técnicas.

Ya alejada de las pautas de la primera novela y las historias de iniciación, la neoyorquina Cecily Von Ziegesar (1979) apunta sus dardos a todas las formas de amor y de amistad que pueden experimentar las chicas de clase alta, alumnas de colegios y universidades privadas de la costa oeste. Definida como la Candace Bushnell (Sex and the City) de la era del Messenger, tras su debut con la cínica You Know You Love Me: Gossip Girl 1 (Little Brown & Company, 2001), esta señorita de anteojos y mirada de mala, camina cosechando mejores ventas y críticas con la segunda -Gossip Girl 2 (Little Brown & Company, 2002)- y tercera parte -All I Want is Everything: Gossip Girl 3 (Little Brown & Company, 2003)- de la que ella misma ha llamado "gran saga superficial". Amante de la interactividad, la autora administra en forma paralela el sitio www.gossip-girl.com donde invita a sus lectoras a aportar con ideas e historias para las futuras entregas de esta epopeya de tacos altos y conciertos de Britney Spears.

Siguiendo lo libreteado en su celebrado debut, 10th Grade (Random House, 2003), Joe Weisberg (1979) debería estar en una línea similar a la de Nick McDonell. Comparte con el autor de Twelve el deseo de retratar las formas del adolescente medio en los Estados Unidos de la era Bush hijo. Su historia es frívola, estructurada a modo de serie de televisión, sin personajes principales, construido el todo como un gran y desordenado coro al interior de un colegio de clase media de Chicago. Telón que según su autor le sirve de vehículo perfecto para camuflar una sátira política bastante inteligente. Lo de Weisberg puede apuntarse como un neominimalismo, mezclado con las formas de una serie adolescente del canal Warner a lo "The OC".

A sus 33 años Colson Whitehead es uno de los veteranos del grupo. Su aclamado debut The Intuitionist (Anchor, 2000) lo levantó como el alumno más aventajado de su clase. Su reconstrucción del género detectivesco a medio camino entre un cuento de Borges y una película de Woody Allen le ha valido ser comparado con el Paul Auster de Trilogía de Nueva York. Nombrado continuamente entre los mejores autores nuevos, a fines de marzo presentó The Colossus of New York: A City in 13 Parts (Doubleday, 2003), monumental novela río sobre un Manhattan construido a trazos de pura cultura pop.

Por su edad, Jonathan Lethem (1964) bien podría ser el padre o el tío de Nick McDonell o Christopher Paolini. Su última novela, Fortress of Solitute (Doubleday, 2003) -que coge su nombre de la mítica fortaleza en el Polo Norte de Superman- sigue las miradas de dos amigos de Brooklyn a través de los últimos 30 años. Las coordenadas de su ruta pasan por la irrupción del punk, del hip hop, de la televisión por cable y la eterna pasión por los cómics de superhéroes.

El más prolífico -ha publicado 11 libros desde 1998- de los autodenominados no-muertos ingleses, Steve Aylett (1967) se presenta como una de las apuestas literarias más novedosas venidas de las islas británicas tras Irvine Welsh (Trainspotting. Anagrama, 1996). Agrupado junto a su socio Jeff Noon (La aguja en el surco. Mondadori, 2003) en la misión de escribir según la técnica que usa un DJ para armar su set, los libros de Aylett -como Automatanza (Mondadori, 1999)- son para bailarlos. Lo suyo no son palabras, sino beat escritos, con todo lo bueno y malo que ello acarrea. Es probable que la literatura de Aylett no envejezca bien. Es tan de aquí, tan de ahora que se hace complejo visualizar cómo será leída en una década más, pero esa misma falencia es su mayor encanto.

Con gente como Alex de la Iglesia y Santiago Segura en el cine y Carlos Pacheco en los cómics, España se las ha ingeniado para destacar fuerte al interior de las fronteras de la llamada cultura freak. La televisión, el saber basura y las historietas tienen un lugar privilegiado en su industria artística y la literatura no es la excepción. El catalán Josán Hatero (1970) confiesa su abuso en sacar provecho a la cultura de la hamburguesa, plagando su obra - en la que destaca su volumen de relatos Tu parte del trato (Debate, 2003)- de referencias a filmes de terror, dibujos animados viejos y el cine de Almodóvar. Pero es él mismo quien se apresura en declarar que en esta intertextualidad, más lejos han llegado sus colegas Javier Calvo (1973) y Eloy Fernández Porta (1974). Con El dios reflectante (Mondadori, 2003), Javier Calvo reluce como uno de los más originales autores españoles de los últimos años. Traductor, profesor de literatura y guionista ocasional de tiras cómicas, Calvo ha entendido la necesidad de llevar sus historias más allá de los límites geográficos de España. Él mismo lo señaló respecto de su novela, "una historia puede transcurrir en Japón o Australia y ser perfectamente española". Porque así pasa en la notable El dios reflectante, 368 páginas para un trayecto coral que sigue la vida de un precoz genio japonés, convertido en cineasta de género y de culto que al inicio de su historia se ve de pie ante la disyuntiva de tener que filmar su segunda película y no tener las ganas ni las patas de hacerlo. El escritor usa las referencias y las citas para construir una trama desbordante en originalidad y nuevas formas estéticas. Actores pornos, telépatas lunáticos y monstruos mutantes desfilan por una prosa rica en elementos imaginativos, en extremo contemporánea. En su moral literaria, el escritor asegura no hacer más que hablar de los miedos y violencias cotidianas usando máscaras de monstruos imposibles.

Antologado en colecciones como Invasores de Marte (Mondadori, 2001), a sus 29 años Eloy Fernández Porta comparte con Javier Calvo -quien además es su especie de padrino literario- la fijación por el lado más bizarro del pop. Su prosa rebosa de citas al cine de horror, la space opera (subgénero de la ciencia ficción poblado de naves espaciales) y anacronismos a lo Julio Verne. El cóctel llega a ser subversivo, pero coherente con su línea e ideología narrativa. El desorden post todo de Fernández Porta lo ha hecho firmar los libros de relatos Los minutos de la basura (Montesinos, 1997) y el notable Caras B: De la música de las esferas (Debate, 2001), poblada de cuentos desarmables y ensayos literarios protagonizados por dibujos animados y criaturas imaginarias. No es gratuita la ostentosa adjetivación que lo define como el David Foster Wallace hispano.

Un regreso a la belleza de los escándalos familiares es lo que propone Andrés Barba (1975). Ahora tocan música de baile (Anagrama, 2004), su tercera novela, le ha valido críticas ensordecedoras en su país, la mayoría seducidos por la limpia belleza de una prosa directa, sin concesiones, concentrada en nada más que contar una buena historia. Crítico de Ray Loriga y otros autores de la Generación X hispana, Barba ha argumentado que el gran pecado de los autores jóvenes españoles es que en su búsqueda de querer ser originales, de desear contar algo totalmente nuevo, se han vuelto predecibles y, lo que es peor, cada vez más lejanos a la ansiada originalidad.

A sus 28 años, Marcos Rebollo se detiene en medio de las propuestas de Barba y Calvo. Sus cuentos se concentran en dramas de familia, sobre todo en las relaciones padres e hijos, pero tampoco rehuyen del recetario pop. Los hijos del mundo (Ediciones del Cobre, 2003) su más reciente novela nos traslada a una anónima ciudad del norte español, en la que un profesor que acaba de ver "Paris Texas" de Win Wenders empieza a alucinar con el fin del mundo mientras en forma paralela su hijo drogadicto busca maneras de acabar con su vida en las calles nocturnas de esa ciudad invisible que parece no estar en ninguna parte.

Es una lástima -y también un hecho detonante- que el representante mexicano en esta lista, Gerardo Sifuentes, de 29 años, hiciera más noticia por un confuso incidente policial que lo puso tras las rejas que por su promisoria carrera literaria. Tras un par de novelas cortas, Sifuentes publicó Pilotos infernales (Ediciones ViD, 2001), una de las mejores colecciones de relatos de ciencia ficción escritas en nuestro idioma. Quizás porque Sifuentes entendió que a un mundo no industrializado como Latinoamérica nada le es más ajeno que la anticipación científica, que en nuestra geografía no es válido hablar de realidades virtuales ni de avances de última tecnología, pero sí de un post realismo mágico como forma de futuro, los mundos de Pilotos infernales pasan por un D.F. poblado de pandillas neopunk adoradoras de dioses aztecas, telenovelas de Televisa protagonizadas por actrices operadas cientos de veces con tal de conseguir la juventud eterna y cielos mexicanos donde los Ovnis van y vienen, como manifestaciones de nuevas religiones. Sifuentes es originalidad marginal y atrevida, a medio tiempo en la literatura, dice que prefiere escribir columnas subversivas por Internet.


Una generación (o degeneración) nueva. En el código binario de la era electrónica, quizás cabría llamarla 2.0. o 3.0. Esa es tarea de los relacionadores públicos y la gente de marketing del mundo editorial.



(tomado de Revista de Libros, suplemento de El Mercurio)










replayexpediente polaroid


polaroid

(marca registrada)

m. Material plástico transparente que polariza la luz.

2 f. Cámara fotográfica de revelado instantáneo.

3 m. Grupo literario fundado en La Habana hacia noviembre/2003


...hacia 1926, un joven estadounidense llamado Edwin Herbert Land abandonó la universidad y desarrolló un nuevo tipo de polarizador de luz al que llamó Polaroid.


...el Polaroid está formado por cristales de pequeño tamaño incrustados en plástico. Si la luz incidente es no polarizada, el Polaroid absorbe aproximadamente la mitad de la luz. Los reflejos de grandes superficies planas, como un lago o una carretera mojada, están compuestos por luz parcialmente polarizada, y un Polaroid con la orientación adecuada puede absorberlos en más de la mitad. Este es el principio de las gafas o anteojos de sol Polaroid.


(la luz polarizada está formada por fotones cuyos vectores de campo eléctrico están alineados en la misma dirección. La luz normal es no polarizada, porque los fotones se emiten de forma aleatoria, mientras que la luz láser es polarizada porque los fotones se emiten coherentemente. Cuando la luz atraviesa un filtro polarizador, el campo eléctrico interactúa más intensamente con las moléculas orientadas en una determinada dirección.)


...Edwin Herbert Land regresó a la universidad pero abandonó la carrera en el último año para instalar por su cuenta un Laboratorio junto con otros jóvenes. Años después, este grupo se convirtió en la Corporación Polaroid, que en 1947 introdujo al mercado la cámara fotográfica de revelado instantáneo.


...instantáneas polaroid.

Remember Leonard Shelby.

Más de 50 años después, el protagonista de la película Memento (2001), de Christopher Nolan, utiliza estas fotos para orientarse en un mundo que sigue fluyendo más allá de su memoria. Cine independiente, le llaman.


...retinex, llamó E.H.Land al sistema formado por la retina y el córtex cerebral. No se ve bien sino con el cerebro, lo esencial es invisible para cualquier órgano de percepción.


***


(Esbozo contraliterario.)


En su Historia abreviada de la literatura portátil, el barcelonés Enrique Vila-Matas nos habla de una conspiración cuyos miembros (los portátiles) no sabían de qué trataba la conspiración; el concepto central, digamos (la supuesta literatura portátil), era totalmente ignorado por los supuestos conspiradores.

Me viene esto a la cabeza cuando pienso en Espacio Polaroid. Lo demás son recuerdos.

Recuerdo, en una de las tantas rpm, haberle preguntado con cierta preocupación a R: ¿Qué narrar? ¿Y cómo narrarlo? Peor aún: ¿Hay algún signo de vida en el planeta Cuba? ¿Un territorio líquido hi-tech entre el desierto rocoso y el espejismo? Silencio. R no hizo más que ese gesto tan R de rascarse la nuca (todavía lo hace).

También recuerdo: una casa casi sin muebles en Malecón, madrugada de salitre y música y todos en el suelo; la tabla periódica de los elementos químicos; sets abandonados y lecturas: lanzar y lanzar otra vez una red black; un ventilador de luces, un trípode, una cámara digital que filmaba las cosas tal como eran: salteadas y a saltos; una postal con un jerbo; noches Alamar y una noche en Holguín sin agua, sin rock, sin fitzcarraldo; el color de la sangre diluida; la mala traducción de una mala traducción de Stephen King; retórica punk en capsulitas de colores con gafas oscuras; pensar que se triunfa vivir de esa ilusión; C. Ricci en bata de dormir sosteniendo la sierra eléctrica como quien sostiene un osito de peluche; un cake, un diccionario, un huracán, un partido de fútbol; el eternal sunshine de una spotless mind; un tren larguísimo y dos niñas en el tren viajando solas por la patria; Jay and The Silent Bob; down with The Beatles; la rana mexicana de mirada fija del sur de Sri Lanka; sueños de tartamudeo brit-brit-brit; sueños terroristas; Dreams of Californication; dioses de neón; la música de una gaitera; por favor rebobinar; cabinas de radio, Coppelia, parques, flash, flash; un gel de baño ridículo: pure & vegetal; micropolítica & supermercado; un control remoto inservible; el plan para un asesinato mútiple y falaz; splatterpop derretido; fragmentos encontrados en el cine La Rampa; una revista digital (no es ésta); más ojos de fuego verde; otros días de lluvia; colisiones afectivas, efectivas, inefectivas (las hermosas vísceras de Alicia en las paredes y el techo y...); encuentros o despedidas; malos puntos suspensivos... interminable línea de etcéteras.


(Nada de esto es literatura.)  


JE


***


Tuvimos un 30 de octubre del 2003, unos quince, mucha música y pocos deseos de bailar.

Sentados en sillones y el mar dándonos en la cara. Por aquí cerca vive César López. ¿Y él que tiene que ver con esto?

Nada.

Tuvimos la idea de un espacio para promoción propia y ajena (no Peña, sino Espacio)

Tuvimos nombre, y novela, y autor.

(…una chica con vestido de flores y botas del ejercito, tirándole polaroids a la nada...)

Un bronceado de luna, unos ojos de fuego verde, un rayo de luz, adolescentes ladrones de tumbas en estos días de lluvias cuando es de noche en la ciudad.

Tuvimos una mística vestida de negro, y un audio defectuoso (a veces) y deseos de hacer cosas sin saber bien cómo hacerlas.

Tuvimos canciones, y conciertos, y concursos.

Tuvimos giras por Holguín y Matanzas, como rock stars.

Tuvimos ausencia de agua, y suficiencia de gladiolos.

Tuvimos a JAAD, Orlando Luis Pardo, Michel Encinosa, Yordanka Almaguer, Raúl Aguiar, Yoss, Livio Conesa, Luis Eligio Pérez, Adriana Normand, Ahmel Echevarría, Rito Ramón Aroche, Demis Menéndez, Lizabel Mónica como invitados.

Tuvimos tardes de Coppelia, y sesiones de fotografía, y modelos Polaroid.

Tuvimos a Stephen King, Ray Loriga, Douglas Coupland.

Kurt Vonnegut, Philip K. Dick, Paul Auster.

Tuvimos las canciones de los Beatles, Joaquín Sabina, David Bowie.

Las películas de Tim Burton, Woody, Kevin Smith, Quentin Tarantino.

Tuvimos a Adriana y Ariadna, JE, RFI.

Y, por supuesto, también tuvimos un 17 de noviembre del 2004, porque todo lo que empieza tiene que terminar.

Sabíamos que poco a poco a poco nos llegaríamos a aburrir de todo esto y de todo lo demás.

Todo cambia.

Ya deberías de saber eso.


RFI



replay



adriana zamora

(habana, 1979)




Ana y los dinosaurios



1

Para él abrir los ojos y ver a Ana es lo mismo. Puede verla con los ojos abiertos, con los ojos cerrados, con los ojos en blanco.

Puede verla, eso es lo principal y también es extraño porque Ana es un fantasma. Un fantasma que lo ronda día a día y lo hace recordar. Y él recuerda.

–Yo soy Ana – dice ella como si fuera la única en el mundo.

–Me llamo Eduardo – responde él, mucho más modesto.

Ella es Ana y va vestida con ropa muy ancha, dentro de una saya donde cabrían tres iguales a ella. Pero no existe nadie igual. Entonces, mientras  la mira, le tiende su mano irrepetible una y otra vez hasta confundirlo, hasta hacerle dudar de la realidad. De su realidad.

Eduardo camina por la ciudad y el fantasma va con él. No lo persigue, sólo le hace compañía. Sabe que él la necesita tanto tanto que todo se vuelve trágico de repente, o todo es trágico ya. El no sabe distinguir.

Ella sí que sabía, por eso él le contaba sus sueños.

–Tus sueños son de loco – sonreía ella tristemente.

–¿Y los tuyos, Ana? ¿Cómo son tus sueños? –piensa él pero no se atreve a preguntar.

Ana no le cuenta, no le dice como son sus sueños. Al menos hasta ahora sólo se limita a observarlo, escuchar sus pocas palabras. Pequeñas frases de quien se siente inútil  y poco inteligente.


2

Sospecho que no sirvo para nada.

Sé mirar por las ventanas en la mañana y ver a la gente vestirse para ir al trabajo. Ver a la esposa-madre-abuela preparar el desayuno de su esposo-hijo-nieto.

Sé escuchar cuando me hablan como la niña Momo, pero los efectos nunca son los mismos.

Sé preparar el café aguado y sacarle pulgas a mi gato. Incluso puedo decir mentiras que nadie cree, sólo yo mismo.

Aprendí a sentarme en un parque y ver la gente caminar. Caminar rápido, despacio, cojeando de una pierna. Soy un maestro en el arte de pasar inadvertido. Puedo convertirme en fantasma y aparecer por las noches en tus sueños, pero sólo en tus sueños, porque debo desaparecer obligatoriamente en la mañana.

Fumo bastante magistralmente, aunque sin hacer aros de humo como los galanes de las películas. También pongo una letra después de otra para formar palabras, una palabra después de otra para formar oraciones. Agrupo oraciones hasta tener párrafos y agrupo párrafos tal como me enseñaron en la escuela.

Sé bañarme en la lluvia, sobre todo cuando la gente anda escondida, guardando su pulcritud bajo techos.

Sé respirar.

Pero de repente he comenzado a sospechar que no sirvo para nada, que de nada vale saber mirar por las ventanas y hacer café aguado. Sobre todo porque a nadie le gusta que lo espíen y a nadie le gusta el café aguado.

Fumar magistralmente entraña con toda seguridad hacer aros de humo como los galanes de las películas. En el mundo de hoy nadie tiene tiempo para sentarse en los parques y el hecho de pasar inadvertido es mal visto, muy mal visto.

La gente moderna suele odiar a los fantasmas.

Incluso sospecho que no puedo respirar tan bien como creía.

Cada vez que alguien me pregunta a qué me dedico enmudezco. Todos los alguien esperan que el resto se dedique a algo. Pero no así de simple. Debe ser algo Grande y Glorioso, como construir puentes o inventar vacunas. Absolutamente nadie espera escuchar que sabes mojarte en la lluvia. Un alguien más comprensivo podría darle un poco de importancia al asunto y decir: «¡Oh!, ¡Qué maravillosa ocupación, MUY ÚTIL PARA LA HUMANIDAD!»

Pero lo que más me preocupa es que yo mismo parezco encerrado en un circulo vicioso. Cada vez que me pregunto Bueno, y tú,  ¿qué haces?, Automáticamente me respondo: Sé mirar por las ventanas en la mañana y ver a la gente…


3

–Ana, ¿tú eres un fantasma? –pregunta él en el presente pasado.

–No, pero pronto lo seré –responde ella y él no sabe cuando se lo dice.

Ana sueña con cosas grandes, tal vez infinitas.

–¿Sueñas conmigo? –pregunta Eduardo, el niño que se siente inútil y poco inteligente.

–¿Por qué no? –dice ella–. Tú también eres algo grande, tal vez infinito. Pero a la vez eres pequeño, ¿sabes? Nunca supe lo pequeña que puede ser una cosa infinita hasta que soñé con dinosaurios.

Ella sueña con dinosaurios grandes y verdes con patas poderosas y ojos delicados. Los dinosaurios son pesados y ambiguos, como si de repente pudieran echar a volar.

«Dinosaurios», piensa él. Pero no puede imaginar cómo serán los sueños de Ana.

Eduardo camina por la ciudad en un tránsito infinito porque no tiene dónde llegar. No tiene un lugar donde quepan él y Ana, que continúa a su lado. La ciudad es un laberinto lleno de encrucijadas y Eduardo se pierde sin lástima porque no tiene otra opción.

–¿Tú eres un fantasma? –pregunta Eduardo en el futuro.

–Sí –responde ella en el pasado presente.


4

Hace varios años que estoy muerta. Hormigas y gusanos caminan sobre mis huesos mientras trato de hacerte creer que existo.

Siento que respiro, el aire se cuela por todas mis rendijas. Siento el sol que quema mi cabeza. Siento el agua que de unas manos ensucia y de otras purifica. Siento las hormigas y gusanos que caminan encima de mis huesos.

Tengo miedos, como cualquier persona que sobrevive muerta, y amores, como cualquier muerto que sobrevive. Por las tardes camino sin rumbo hasta cansarme, hasta no sentirme los pies, o hasta sentírmelos. No sé qué busco, pero debe ser la vida. ¿Qué más habría de buscar?

Pero soy un cadáver, aunque no quiera saberlo. Soy un cadáver perdido en un rincón lleno de insectos. Hormigas sobre tierra roja. Hormigas que cargan su alimento y se miran unas a otras y respiran. ¿O es que no respiran las hormigas?

Tengo preguntas. Muchas preguntas que debo, por fuerza, responderme a mí misma, pues no hay nadie alrededor para hacerlo. Las preguntas, tal vez, se responden por sí solas, como yo armo y desarmo mis huesos húmedos que son mi único entretenimiento.

La humedad tiene olor y sabor. El mundo de los muertos es húmedo, y es húmedo el mundo de los vivos.

En el mundo de los muertos existen los árboles, el mar y las hormigas. Existe la tierra e incluso los cementerios.

Cuando mueres en el mundo de los muertos vas a otro lugar. Tal vez sea un lugar de paredes blancas con una mesa servida modestamente y una foto sobre el aparador comido de comején. Tal vez allí todo sea increíble y normal. Tal vez allí encuentre la paz que no encontré en dos mundos.

Pero todo no es más que una ilusión, ese lugar no existe. Cuando dejé la vida hallé la misma humedad y todo el silencio. Cuando deje la muerte hallaré sólo habitaciones vacías.

Estar vivo es muy aburrido. Es como levantar granitos de arena, uno a uno, y volverlos a transformar en piedra. Es el juego de nunca acabar, la locura, el hambre. Ya no sé dónde está la diferencia porque hace años que estoy muerta y, la verdad, no estoy muy segura.



5

Ana no le teme a la muerte. Nunca la ha temido. Él no entiende cómo y ella no trata de explicarlo. Sonríe y piensa en sus dinosaurios verdes. Sonríe y piensa que tal vez él tenga su hora, su tiempo escondido.

Eduardo se ha convertido en un deshacedor de laberintos, profesión poco honrosa a sus ojos de persona que se siente inútil.

–Y tú ¿eres un fantasma? –(no) pregunta ella.

–No –(no) responde él rotundamente.

Eduardo espera siempre pero Ana no hace preguntas. Tal vez lo sepa todo, piensa él. Pero ella lo niega por ser imposible.

Ella sigue respondiendo en el futuro, en el pasado presente. Ella siempre allí, esperando ser interrogada, probando a llevar la carga pesada que es sumergirse en ese mundo creado por los dos. Más pesada aún porque uno de los dos es un fantasma.

Eduardo sigue preguntando, pidiendo casi a gritos que lo saquen de su duda en el presente, en el futuro pasado. Es entonces cuando ella se va, se pierde en los laberintos que él ha deshecho. Lo deja solo, completamente solo.

Mientras, él sueña por primera vez con dinosaurios.



***



Cuando es de noche en la ciudad


Cuando se pone el sol, detrás de todas las puertas de la ciudad se escuchan jadeos.

Si a esas horas hubiese alguien caminado por la ciudad (digamos un hombre solo) encontraría las calles vacías, sin ningún policía en las esquinas, sin un perro, sin una bicicleta.

El hombre solo viviría en un apartamento minúsculo en la parte sur, allí donde el aire es irrespirable por las noches.

El apartamento tendría una habitación, un bañito, una cocina de cuatro cuadrículas con hornilla eléctrica. Debajo del lavamanos habría una palangana verde ( de un verde claro y dudoso ). Dentro viviría una jicotea pequeña, para no desentonar con el conjunto.

Una hora después del comienzo de la noche ya el hombre empezaría a sentir la opresión en los pulmones y la jicotea guardaría la cabecita dentro del carapacho echando sólo una burbuja de vez en cuando al exterior.

Los gemidos detrás de la puerta de sus vecinos ( una pareja joven ) acabarían por convencer al hombre de que el aire es irrespirable. Entonces se pondría su chaleco marrón y saldría a caminar.

En la calle vacía se siente el ruido del viento moviendo los árboles. Las farolas del alumbrado público apenas trazan espacios de claridad en las esquinas.

El hombre cruzaría las calles mirando a los dos lados, cuidándose de un auto que nunca aparece. Caminaría despacio hacia en norte, en busca del mar.

Ni siquiera se escuchan televisores encendidos en la ciudad. Los que trabajan en la televisión están muy ocupados gimiendo tras las puertas de sus casas.

Nada perturbaría la tranquilidad del hombre del chaleco marrón. Los asaltadores nocturnos siempre son atrapados por el río de gemidos y terminan unos con otros abrazados bajo las escaleras de cualquier edificio.

De un callejón oscuro salen maullidos de gatos en celo, pero el hombre apenas los escucharía.

Sobre el único banco sano del parque se amontonan las hojas secas. El hombre las apartaría para sentarse.

En el edificio vecino una ventana ha quedado abierta. La luz se proyecta sobre la acera, justo frente al banco donde el hombre solitario estaría sentado.

En medio de la luz, sombras negras se mueven. Si el hombre se fijara bien distinguiría los torsos, la cabeza y los brazos de los amantes.

La cabeza de él se acerca lentamente al pecho femenino, se pierde allí y poco a poco baja, dejando ver la sombra de los pezones. Ella apoya las manos en la cabeza de su amante. Los pezones vuelven a desaparecer tras la sombra de sus brazos. La cabeza del hombre se pierde fuera del cuadro de luz. La sombra de la mujer levanta la barbilla y se pasa la lengua por los labios, una lengua que se vería tal vez grotesca si no fuera sólo una mancha de sombra en el pavimento.

El hombre del chaleco marrón trazaría con una ramita seca los contornos de la ventana primero, luego, muy suavemente, los del cuerpo de la mujer.

La mujer gime escandalosa cuando la ramita le roza la sombra del pezón. Gime más alto y más seguido. Seguramente sus gemidos terminarán en un grito, pero el hombre no la escucharía, ya se habría levantado del banco y caminaría calle abajo con las manos en los bolsillos del chaleco.

Las hojas secas se amontonan otra vez en el banco.

Cerca del mar hay una casa donde no se escuchan gemidos. La luz del portal está encendida todas las noches, y en un sillón de mimbre se sienta una muchacha. La muchacha teje un abrigo de lana para el invierno que se aproxima y tararea una canción desafinada.

Hasta allí llegaría el hombre solitario y se pararía tras los arbustos de marpacífico para mirarla.

Ella tararea y teje. Mira de vez en cuando a un gato gris que duerme en el cantero de las violetas. Sonríe y lo hace sin saber que está sonriendo para un hombre de chaleco marrón que tal vez la mira detrás de la cerca.

El hombre sentiría deseos de hablar con ella, pero sería muy difícil para él perturbar su paz. Y se iría. Regresaría a su casa en la parte sur, pidiendo en silencio que los jadeos de sus vecinos hayan cesado.

No notaría siquiera que la ciudad está callada, que la gente ya no gime tras las ventanas.

Llegaría a su casa y, sentado en el baño, esperaría a que su jicotea asomara la cabeza para ver la hoja seca que le trajo de regalo.



***



Lucía o no


La muchacha abre los ojos y se encuentra con unas paredes blancas hasta ahora desconocidas. La ventana abierta deja entrar la claridad libremente. Ella se acerca.

El resto de las ventanas del edificio están cerradas, menos una, de la que cuelga una sábana. En la sábana se balancea un muchacho delgado. Oscila unos segundos y luego se suelta para caer en el jardín. Ella ve cómo emerge de las flores, acomoda sus huesos salidos de lugar y camina hasta la entrada del edificio.


ESCENA RETROSPECTIVA: La niña, de unos tres años, corre por el patio en su triciclo rojo con cabeza de caballo. Se para frente a la puerta de la cocina. La abuela bate unas chirimoyas. La niña se relame, le encantan las chirimoyas. La anciana la mira, sonríe y le alcanza un vaso con el batido espumeando en los bordes.


Desde el baño la muchacha observa a una mujer que ha entrado en su habitación. Trae un ramo de flores. Lo coloca en la jarra de cristal verde sobre la mesita de noche.


Nadia estuvo está tarde y le trajo un potecito con gelatina verdelimón. La muchacha ríe divertida mirando la montañita dulce que temblequea bajo la cuchara. Mientras ella come, Nadia le acaricia los pies con ternura.


ESCENA RETROSPECTIVA: La niña juega en el patio con otro niño más pequeño que ella. Desde la casa se escucha la voz de la abuela, llamándolos. Ellos se esconden. Esperan que la anciana pase por su lado y entonces saltan riendo. La abuela ríe también.


Cuando despierta, el sol ya está en el medio del cielo. Se pone las sandalias y sale a caminar. Un adolescente rapado toca una flauta dulce en el balconcito. Una mujer despeinada conversa en los rincones con los fantasmas. Dos jovencitas saludan a la muchacha entre saltos. Ésta sonríe, pero se niega a corretear con ellas.

Otra vez vino a verla la mujer de las flores. La muchacha permite que la peine y le ponga margaritas en la trenza.

–Tienes un pelo precioso, me hubiese gustado tenerlo así.


ESCENA RETROSPECTIVA: Afuera nieva sobre calles extrañas. Dentro de la habitación la niña sopla las once velitas de su torta de cumpleaños, sonríe con desgana a  la cámara que empuña su madre. Luego corta el dulce y pone los platos frente  a los muñecos de peluche, sus invitados.


La muchacha abre la gaveta de la mesa de noche y saca las tijeras. Se para frente al espejo y toma su trenza con la mano izquierda. Está decidida.


ESCENA RETROSPECTIVA: La ventana del baño hace un ruido insoportable. Se abre, se cierra, se abre. Nadia arrastra el cuerpo de la muchacha por el piso dejando manchas de sangre. Murmura: estúpida, estúpida, estúpida.


La muchacha espera que apaguen las luces y luego sale al pasillo. Entra en la habitación contigua. En la cama duerme la mujer de las flores.

La muchacha saca su tesoro y lo pone al lado de la almohada.


ESCENA RETROSPECTIVA: Nadia corta los últimos mechones.

–¿Te gusta así?

La muchacha sonríe.


–El médico dice que aún no puedes irte. Hay cosas que debieras recordar. ¿Es que no te acuerdas del triciclo rojo? ¿Y de la abuela?

La muchacha mira al techo, indiferente. Lo recuerda todo, pero no quiere hablar.

Nadia la mira con tristeza y sale a llorar al pasillo.

La cabeza roja del caballo hace años se está pudriendo en un patio ajeno.


La muchacha se descuelga por la ventana. Mientras oscila siente la brisa nocturna acariciando su nuca, ahora desnuda. Pronto la sábana se suelta y el cuerpo cae ruidosamente al jardín. Es entonces, allí entre las flores, cuando descubre que nunca supo en realidad dónde estaban sus huesos.



***



Lena


Lena hablaba conmigo y esta vez, para variar, el tema no era una de sus habituales paranoias adolescentes. Ni siquiera sé de qué hablaba porque no la estaba escuchando. Pero eso no se notaba. Mi vista estuvo todo el tiempo fija en ella. Yo no sé por qué la gente piensa que cuando uno la mira le está prestando atención. Si se hubiese dado cuenta sólo serviría para aumentar aquellas habituales paranoias.

En realidad yo la estaba mirando de pies a cabeza porque Lena es linda, lindísima, preciosa.

Por eso, en un impulso incontrolable, la abracé y le di un beso en la boca. Un beso grandote en su boquita linda.

Primero ella se asombró y quedó paralizada. Después empezó a gritarme eres una tortillera cochinapuerca y de nada sirvió que le dijera que es muy linda cuando no está histérica. Lo peor fue después cuando me sonó la tremenda bofetada y desapareció al doblar de la esquina.

Me sentí tan mal que fui a parar en casa de Dani. Siempre que me siento mal aparezco en casa de Dani como por arte de magia.

Le conté a Dani muy coherentemente lo preciosa que es Lena y lo mal que había hecho dejándome plantada en aquella esquina.

Él trató de explicarme algo muy tonto sobre la impresión que debía dar una mujer besando a otra  en la boca en pleno 23. Le pregunté a Dani dónde quería que la besara. Tal vez él pensaba que existe otro lugar mejor para que una mujer bese a otra sin que ésta le suene una buena bofetada.

No sé por qué cuando dije eso Dani se llevó las manos a la cabeza y respondió algo que tenía que ver con dejarme por incorregible. Yo no entendí mucho, en realidad no entendía casi nada de lo que estaba pasando.

Dani  me pregunta por qué no le doy un beso a un hombre y yo le di uno ahí mismo. Un beso grandote en su boquita linda.  

Me dijo que yo estaba loca y se fue a orinar.  







replayjorge enrique lage

(habana, 1979)




ilusiones y artefactos



Su nombre era Violeta.

Violeta Venus.

Pero todos le decían La Catapulta.

—¿Por qué? —le pregunté por fin esa noche, en su casa, ella sentada en una cama (su cama) llena de peluches, ella misma un peluche grande con ese abrigo de piel en el que cabía dos veces.

Aproximadamente una hora atrás la había vuelto a ver, después de aproximadamente unas 20 mil horas sin verla, y pensé: Qué flaca se ha puesto, y pensé: No hace tanto frío, y ella –oh, sorpresa– tuvo la inspiración de reconocerme al instante: Se me acercó tambaleando por un pasillo de luz sucia de un lugar llamado La Madriguera, nombre bien puesto. Enredados en una esquina, asexuados y pálidos, dos vampiros se lamían los labios. Había un fondo de rock oscuro. Y en medio de todo aquello sus ojos ojerosos, nublados de azul bajo una lluvia de pelo revuelto y sin lavar, y yo pensando cuánto me gustaría robarle esa imagen tan definitiva y a la vez qué diablos podría hacer con ella –nada, lo juro, no se me ocurrió nada. Cuando la tuve entera frente a mí, le dije: Te pareces a Liv Tyler después de incendiar una farmacia (hubiera bastado Liv Tyler en La Madriguera), y ella sonrisa y alcohol en la voz, de pronto diciéndome: Anda, mi amor, sácame de aquí.

—¿Por qué qué? —dijo expulsando las sandalias con un movimiento brusco de ambas piernas que también expulsó mi mirada. Luego se quitó el abrigo inmenso, como una tercera o cuarta piel.

Observé con cierto nerviosismo que las libras que había perdido, ni tantas ni tan importantes, no la hacían menos deseable. Quizás todo lo contrario.

El abrigo voló y se hizo un bulto en una esquina del piso.

Yo me senté hecho un bulto en esa misma esquina y precisé la cuestión:

—Por qué te dicen así.

Ella miró la tarjetica en mi mano y dijo un Aaah que era todo un himno al cansancio.

Habíamos caminado mucho, por calles demasiado vacías. Yo al lado de esa imagen que se iba corporeizando poco a poco. Ella mareada y soñolienta, colgada de mi brazo. (En algún momento sentí que era mucho más que una mujer. Junto a mí caminaba la resaca tardía de toda una década, de todo un universo que no volverá a vomitar nunca más.) Hablamos, con mediana coherencia, de un montón de cosas. Todas en pasado. Como el hielo de la madrugada nunca es para tanto, le pregunté y ella dijo: Nunca en mi vida había tenido tanto frío, créeme. Y le creí. Y le hubiera creído cualquier cosa. El abrigo era de piel de oso panda gigante de los bosques de bambú del centro de China. Su casa era un apartamento con vista al mar en uno de los seudorrascacielos del Vedado. Por el momento vivía sola. Me invitó a pasar y yo decliné la invitación enérgicamente. Cuando entramos a su cuarto, de pura adrenalina mis dedos se pegaron a la tarjetica de presentación que reposaba sobre la cómoda. Leí, otra vez, lo que ya tanta gente me había dado a leer:

VIOLETA VENUS

lacatapulta@cubasi.cu

Si encuentran malo este mundo, deberían ver alguno de los otros.

La frase era de Philip K. Dick. No consideré apropiado señalárselo.

—Tú no quieres saberlo —dijo a continuación del Aaah, y al instante estuve de acuerdo con ella. Yo no quería saberlo. Yo no quería saber nada. Pero de alguna forma, no sé cómo, yo siempre termino sabiendo.

Por ejemplo: minutos atrás había escuchado de sus labios (por primera vez de sus labios) la versión oficial de ciertos hechos.

Algo sucedido en la prehistoria, aquella psicosis depresiva de los primeros noventa.

Un relato digamos que real, devenido leyenda urbana.

Ella, una amiga gorda, un pintor loco que la volvía loca y era el amante de la amiga gorda y en ocasiones su amante.

A partir de ahí todo es confuso, aún en sus labios por primera vez. Hay literatura, fotos pornográficas, decapitaciones. Algo así como una guillotina o artefacto similar que no supe exactamente qué pintaba en todo aquello, de dónde salía, dónde meterlo. En cualquier caso, estaba relacionado con una experiencia terrible para ella. Dijo: Grité todo lo que iba a gritar el resto de mi vida. El pintor se fue a Francia, huyendo de algo que no era la policía. Su firma puede hallarse en las escasas copias digitales de un óleo a medio hacer, donde las manchas simulan con precisión una mujer muñeca inflable. Y todo eso había sucedido justamente ahí abajo, tres pisos downstairs y otras manchas pero no de pintura, y lo único que faltaba por sugerir era que aquel apartamento recibía visitas regulares de ciertos fantasmas.

En fin, una historia completamente idiota.

Solté la tarjeta antes que mis dedos tomaran la decisión de hacerla pedacitos.

Violeta había saltado de la cama, descalza, y ahora registraba dentro de un closet.

—Cierra los ojos.

Obedecí.

En determinadas circunstancias lo más excitante, lo extraordinario, es no ver a una mujer desvistiéndose.

Cuando volví a mirar ella estaba acostada, los ojos cerrados, cubierta hasta la barbilla por una colcha espeluznante.

Diáspora de peluches en el suelo:

Una pantera rosa.

Un hipopótamo travesti.

Un dinosaurio con la lengua afuera.

Pensé: Tengo que salir de aquí.

Claustrofobia: Ella se ha quedado dormida y yo me he quedado encerrado aquí dentro con ella, qué miedo.

Voz de sonámbula en off: ¿Me traes un poco de agua?

—Hay vasos encima del refrigerador —aclaró.

Sólo que yo no sabía dónde estaba el refrigerador. Anduve por el apartamento encontrando otras cosas, como un libro de poemas escrito con musas que se han movido y cuya dedicatoria leí obsesivamente, tres o cuatro veces seguidas hasta dar con la cocina.

Para Violeta V.,

que entiende de estas cosas

mucho más


Cuando volví al cuarto encontré la cama vacía.

Sin el menor asombro, me dije: Ha desaparecido.

Al fin. Ya era hora. Apago la luz y me voy.

—¿Te asustaste? —preguntó, cerrando la puerta detrás de ella—. Estaba en el baño —me quitó el vaso de la mano—. Gracias.

El rostro mojado. Un pulóver blanco del Che hasta los muslos. Le miré los muslos y los pies. Temblaba.

A la mitad del agua (de pronto deseé con demasiada fuerza verla beber de un biberón) reconoció el libro en mi mano y dijo, con hincapié burlón en las comas:

Hay, al sur de la Habana, entre el verdor y el oro, un sitio destinado a los juegos. Es un sitio tranquilo, dicen, muy bueno para las mutaciones...

Yo nunca he ido a ese lugar, sólo por temor a no volver —atajé de memoria—. Conozco el poema.

—Y yo conozco al poeta —terminó de chuparse el agua y me devolvió el biberón—. Una vez estuvo aquí.

Y diciendo eso saltó a la cama. El pulóver decía por atrás: HASTA LA VICTORIA SIEMPRE. Bajo él se reveló un filo de blúmer del color de la pantera.

—Apaga la luz y ven —susurró.

Apaga la luz y ven: Aquí debo hacer una pausa.

Para clavar el instante: Ella ya muy lejos, la cabeza cubierta, un bulto bajo la colcha, un cuerpo vencido por el sueño, un sueño vencido por la anarquía.

Yo de pie y de vuelta a la claustrofobia.

En una mano el librito de poemas, triste como una bomba desactivada.

En la otra, el tete que ella había humedecido con su boca, la huella que dejaron sus labios expertos al acariciar la goma como un pezón.

Solté las dos cosas, pezón y bomba, y me desvestí lentamente.

Mirando por la ventana: la luna, el oleaje, los helicópteros.

Apagué la luz y fui.  

Ella se despertó en cuanto la toqué. Debajo de aquella colcha hacía un calor espeluznante y se lo dije al oído, procurando que sonara lo menos erótico posible.

—Pues yo estoy muerta de frío —me recordó.

—Tú ya estás muerta de todo —me pasó por la cabeza decirle, pero ella empezó a besarme la boca, manteniéndola ocupada con mil ejercicios hasta que abrió los ojos para mirarme como si me reconociera después de mucho tiempo: expresión idéntica a la de una hora atrás en un pasillo de luz sucia de un lugar llamado La Madriguera.

Entonces preguntó si ya me había contado Aquello. Tres pisos downstairs pero no, por favor, le pedí. Con una sola vez es suficiente.

Ella hizo una mueca: Se lo cuento a todo el mundo, no lo puedo evitar.

Yo pensé: Estás traumatizada hasta los huesos, se nota.

Y por decir algo, dije: A lo mejor es un peso que no te has logrado quitar de encima.

—No, un peso no —dijo—. Quizás un contrapeso. Los pesos van y vienen, los contrapesos son mucho más difíciles de mover.

Era una teoría interesantísima.

El cerebro como cajón de falsos equilibrios mecánicos. Nada más.

—Disculpa, ¿de dónde sacaste eso?

Ni me escuchó. A besarme otra vez.

A besarnos más veces. Por todas partes.

Tú no quieres hacerlo, dijo. Pero ya era demasiado tarde para estar de acuerdo con ella.

No, yo no quiero hacer nada, dije. Y comencé a desnudarla.

El pulóver del Che por el piso. Mis manos atrapadas en el blúmer.

Tú no quieres hacerlo, insistió. Frotándose contra mí como una veinteañera venenosa.

No, por supuesto que no quiero. Y acaricié sus nalgas de revista. Y el tatuaje del que ya tanta gente me había hablado: la dobleuve inicial de su nombre: el símbolo de uno de los metales más duros.

La penetré. Sentí su apresurada humedad.

En algún momento sentí que era mucho más que una mujer.

Debajo de mí se movía una ilusión de todos los sentidos.

Realidad química con uñas largas.

Leyenda convertida en leyenda.

Una especie superior.

En plena subida, comenzó a pedirme que terminara. Pero yo quería provocarle (no sé por qué) el orgasmo más estrepitoso de esa hora en el planeta.

En plena subida, me decía que no, no, no. No podía. Ella no podía.

Pero pudo. Claro que pudo. Precisamente por eso es que lo estoy contando.

Dejó escapar fragmentos de voz, arañándome la espalda, sus piernas cerradas sobre mí como una gigantesca tenaza de metal blanco, apretándome, y yo salí disparado dentro de ella, en el vaivén creciente de sus contracciones, y a continuación salí disparado fuera de ella.

Por los aires.

Literalmente.

Como un proyectil.

Volando.

Fuera de mí.

Hasta caer muy lejos.

El impacto, menos mal, fue contra un colchón. Una cama desconocida con una mujer desconocida. Justo debajo de mi cuerpo (me dolía como si tuviera fracturas en lugar de huesos) había una trigueña que se parecía aceptablemente a Liv Tyler. Algo se me deslizó allá dentro, en el cajón del cerebro. Su nombre era Violeta.

Violeta Venus.

Pero todos le decían La Catapulta.

Me miró unos segundos.

Disfruté unos segundos de su respiración agitada.

Cerró los ojos.

Me pidió que me fuera.

Yo no encontré qué pedir y al levantarme le lancé un vistazo despedida a su cuerpo: Había engordado. No vi el tatuaje al final de su espalda, allí donde debía estar. Ella volvió a cubrirse.

Con una colcha todavía más grande.

Un par de golpes me bastaron para ubicarme en el nuevo cuarto. De cierta forma, todo estaba igual que antes. Hasta mi deseo.

No había sucedido NADA.

Y escribiendo como los locos: ¿Cuál deseo?

O peor aún: ¿Deseo de qué?

Me vestí rápidamente. Mirando por la ventana: el amanecer ya había disuelto la luna. Sustituyendo al mar, qué gran detalle, una planicie fangosa y sin oleaje se extendía hasta más allá del horizonte. En el suelo,

(un murciélago bizco)

(una conejita con las orejas manchadas de sangre)

(un oso panda gigante de los bosques de bambú del centro de China)

los peluches tenían ahora el intenso look de las cosas que te persiguen y pueden matarte.

Y de pronto Violeta, desde su eterna madriguera, con voz de sonámbula:

—Perdóname.

—No sé de qué estás hablando.

—Sí, sí lo sabes.

No sé por qué razón en ese momento decidí ocuparme un poco del reguero. Borrar de aquel cuarto toda huella de espectáculo sexual. Acaso porque no quería salir de allí sin la seguridad de sentirla dormida.

Dormida dormida.

Acomodé, mecánicamente, hasta las cosas que nada habían tenido que ver conmigo y que yo ni siquiera recordaba. Como cajas de cigarros y cajas de balas de colores.

Ceniceros.

Pistolas.

Pastillas.

Acomodé su ropa. No estaba aquel pulóver blanco del Che hasta los muslos siempre.

Aunque supongo que eso ya no hay que decirlo.

O peor aún: supongo que nunca había estado.

W volvió a hablar: Que tuviera mucho cuidado. Que eso-allá-afuera iba a estar lleno de túneles. Muchos túneles. (Tenía razón.) Y seudorrascacielos vacíos, también. Y ruinas bajo helicópteros. Y temperaturas bajo cero. Y que por favor acabara de irme porque si no no iba a poder dormir.

Así que acabé de irme.

Como no sabían cuándo la volverían a ver, al salir mis dedos se pegaron a la tarjeta de presentación con la frase de Philip K. Dick.

El lema de un visionario vencido.

Si encuentran malo este mundo

Mientras caminaba hacia la planicie fangosa y sin oleaje, pensé varias veces: ¿Cuál mundo?, y pensé por última vez: Qué remedio, tengo que hablarle de ella a alguien. Tengo que hablarle de esto a alguien.

Porque a alguien tengo que encontrar en esto-aquí-afuera.

¿O no?



***



laura llama desde manhattan


THIS IS NOT AN EXIT

Bret Easton Ellis

(American Psycho)


Laura llama desde Manhattan y me dice que lo siente. A ella nunca le pasó por la cabeza llegar tan lejos. Yo le pregunto qué quiere decir con lejos, dónde (y cuándo) estableció el maldito punto de referencia. Laura respira hondo, me repite que lo siente, ¿la iba a perdonar, sí o no? Yo abro el cuaderno de nuestra vieja historieta: adentro está la foto que me mandó. Le digo que quedó de lo más bien, con ese fondo de rascacielos fantasmas y acariciando a una bestiecilla peluda del Central Park, indudablemente un canguro, ¿no es cierto? Laura hace silencio, me pregunta de qué demonios estoy hablando.   


La situación era ésta:

Un cartel hasta la avenida 26 que decía cerrado closed pero ella, de todas formas, quería entrar:

—Saltemos la cerca —dijo.

—¿Saltemos? —dije.

Después de mucho trabajo no logré convencerla de que no me iba a convencer. Rendido, la escuché fabular:

—Tú verás cómo nos vamos a divertir allá adentro —con un guiño de ojo que prometía.

Y efectivamente, nos divertimos mucho.

(¿Qué entienden ustedes por diversión?)

Saltamos adentro muertos de la risa. La cerca no estaba lo suficientemente electrificada ni era lo suficientemente alta como para matarnos.

Ella quería ver los lemmings. Yo, en el papel de guía, le dije que no teníamos lemmings.

Ella me preguntó si sabía que los lemmings se suicidaban en masa. Yo le dije que los lemmings no son ninguna secta religiosa, sencillamente se ahogan por no saber la diferencia que hay entre el mar y un lago cualquiera.

En esas y otras divagaciones similares llegamos al foso de los leones. Anochecía.

—¿Qué es eso? —preguntó ella, señalando un bulto más o menos deforme tirado en el suelo. Inmediatamente después soltó un grito.

Nos acercamos hasta confirmar que era…

Pues sí, un niña descuartizada.

Le calculé unos cinco, seis años.  

Le faltaba un brazo. Las piernas eran dos muñoncitos secos. El vestido, cuya tela exhibía señales de zarpazos rojos, no alcanzaba a cubrir una costillita por aquí, una tripita por allá. Conectada al cuerpo por breves tiras de músculo, la cabeza (abiertos en susto los ojos azules,  trenzas rubias) era el detalle más perturbador.

—Tiene cara de llamarse Alicia —observé.

Ninguna de las dos dijo nada.

Se oyó un rugido. Y otro.

Hasta ese momento no se me había ocurrido relacionar el hallazgo con los inquilinos del foso.

—Fueron ellos —señalé.

—Hay una reja por el medio. ¿No te has dado cuenta?

Su voz estaba representando el descuartizamiento. Con las cuerdas vocales.

—A lo mejor es que estuvo adentro, jugando al safari.

—¿Y por qué ahora está afuera? ¿Quién la sacó?

Le pedí que visualizara a los leones (algún tipo de huelga) arrojando con un movimiento poderoso de la cabeza, estilo reyes de África, sus sobras por encima de la reja.

Bastante alta, por cierto.

—Absurdo. Nadie puede entrar ahí. Y mucho menos los niños.

—¿Absurdo? ¿Estás segura?

No, claro que no lo estaba. Yo descubrí que ya era tarde, ya me era imposible parar y me escuché decirle que, sin duda alguna, Alicia no entró sola: los ogros cuidadores del foso la acompañaron para luego dejarla adentro.

—¿Pero a quién se le ocurre darle niñas a los leones?

Argumenté que los leones tenían que comer algo.

Se oyó un tercer rugido, más lejano, que podía provenir de casi cualquier animal. Entonces ella, en un ejercicio de frialdad desafiante, dijo que había que devolver la niña al lado de allá. Para que se la terminaran.

—Aquí no se puede quedar —me miró.

—Aquí no se puede quedar —repetí, tratando de leer su mirada, repitiéndome que algo andaba definitivamente mal entre nosotros, todo intento de lectura era de antemano un intento equivocado y aquello parecía no tener remedio.        

Levanté el cuerpo por el bracito y éste se desprendió. Escuché el sobresalto de mi supervisora y el golpe seco del cráneo contra el suelo. Simultáneamente.

Arrojé el bracito al foso sin mayores dificultades. Ahora no tenía por dónde agarrar firme. Alcé a la niña por los muñones y de pronto la niña no pesaba, como si estuviera vacía por dentro. Como si fuera una muñeca de plástico roto.

—Ten cuidado.

—Descuida, no te la voy a tirar arriba.

No, aquello ya no tenía remedio, créanme. Éramos dos soledades de plástico cada vez más duro.

O sea: cada vez más mutante.

Ejecuté un par de giros impulsores, estilo lanzamiento del martillo, y solté el cuerpo al aire.

La cabeza se desprendió, pero para entonces ya se había elevado a una altura más o menos correcta.

Ambas piezas se estrellaron al otro lado de la reja, rodando sobre las piedras.

Los leones no se movieron.

Me di la vuelta y la miré: tensa belleza, sonrisa tensa, aplausos sin especial energía. Era el fin. Dije:

—Bienvenida al zoológico de las maravillas.

—Yo no me llamo Alicia, corazón —y vino hasta mí despacio, como calculando demorar el abrazo que iba a darme.


Laura llama desde Manhattan y me dice que ha visto, de lejos, a Bret Easton Ellis. Lucía viejo, me dice. Muy viejo. Se veía cansado. Releo al psicópata de hace unos veinte años: «La de cosas que podría hacerle a esta chica con un martillo, las palabras que podría grabarle en el cuerpo con un punzón para el hielo.» Nunca fuiste un chico malo de verdad, pienso. Siempre fuiste un escritor.


Le recordé: Tenemos una conversación pendiente. No lo olvides.

Ella asintió: Pero ahora no, por favor. Más tarde. Antes de irnos.

Pasamos jaulas, quioscos, se encendieron las farolas. Los grillos.

Postes con flechas con dibujos de animales. Hechos por animales. Por todas partes el bombardeo de información: Nombre común, Nombre científico, Lugar de procedencia y Currículum.

Ella y yo éramos lo más parecido a una especie superior en un radio de quinientos metros.

(Dentro de muy poco nos daríamos cuenta de que no estábamos solos.)

Ella quería ir al pabellón de las aves. Yo le dije que no soportaba más de dos o tres minutos el zumbido de los pájaros electroacústicos.

—A esta hora deben estar dormidos.

—Dormidos también zumban, lo que menos.

—Nené, ¿por qué eres tan neurótico?

—No lo soy. No sé por qué la gente la tiene cogida con eso.

—Silencio —ordenó de pronto, en voz baja—. ¡Mira!

Sí, ya lo había visto: una figura gruesa a la que le costaba trabajo caminar hacia nosotros.

Un borracho en el lugar equivocado, comentó ella.

Un extraterrestre en el lugar inevitable, pensé yo.

Era las dos cosas.     

—Buenas noches —pronunciar no era su fuerte—. Encantado de conocerlos —alzó una botella de agua mineral—. ¿Quieren un trago?

Ella aceptó. Se empinó la botella y yo deseé estar dentro de una de esas burbujitas que surfeaban los pliegues de su lengua y bajaban por su esófago hacia otras profundidades.

Los intestinos, la sangre.

Con un poco de suerte: su corazón.

—Mi nombre es Bruce. Soy del planeta Arachnoid.

Lo miré sonriendo. Usaba una especie de traje de buzo, plateado. Sin motivo natural, de pronto perdió el equilibrio y cayó al suelo, con un ruido como el que haría una babosa gigante al caer.

Mientras lo ayudábamos a levantarse, siguió: Vamos a invadir dentro de muy poco. Mi misión consiste en recoger la mayor cantidad de datos que puedan sernos útiles en la conquista y colonización de la Tierra.

—No estás en el mejor lugar para hacer tu trabajo —dije.

—¿Cuándo sería dentro de muy poco? —indagó ella.

Según nuestro cómputo temporal, venía siendo más o menos en el siglo XXIV. Todo un asunto bien planeado, qué nos creíamos (puro tópico, hay que creérselo). Por supuesto, él no era el único explorador, estamos hablando de muchos extraterrestres encubiertos, infiltrados, caminando por ahí como si tal cosa (lo cual no era ninguna noticia). Por el momento, a manera de ensayo, habrá líneas de fuga fractal y pequeños terremotos (no nos explicó qué era una «línea de fuga fractal» ni qué podía ensayarse con un terremoto). Ah, y nosotros no imaginábamos cuánto le gustaba el sabor del líquido, le hacía sentir en otra galaxia (de hecho, estaba en otra galaxia).

Otro picotazo a la botella de agua mineral.

Otro tambaleo que no terminó en el piso porque intervinimos.

De pronto éramos grandes compañeros de juerga o algo así.

Él preguntó por dónde se salía del zoológico.

(¿Alguna vez han preguntado ustedes por una salida?)

Yo le dije que, una vez adentro, ya no había forma de salir.

Ella, amorosa con todos, vengan del planeta que vengan, le indicó el camino hacia una cerca o muro que de todas formas él no iba a poder saltar.

Cuando Bruce se fue, me dijo: Siglo XXIV, ¿te das cuenta? Hay tiempo de sobra para conversaciones pendientes. Y para muchas otras cosas...

Sonrió. Sonreí. Le acaricié una mejilla iluminada por la linterna llena de la luna.

Había una linterna en el suelo. Nos besamos. Igual podíamos prescindir de ese beso.

La linterna, dejada por Bruce al caer, estaba al lado de una zona de humedad pegajosa, también dejada por Bruce al caer. La recogimos. Nos serviría para iluminar las caras emplumadas de los habitantes del pabellón.

Papagayos. Gavilanes. Buitres. Rapaces con alzheimer. Cacatúas que parecían barcos de vela naufragados. Y el chorro de luz de la linterna de pronto adquirió una consistencia cegadora.

Los alambres metálicos retrocedieron a la nada. En la reja iluminada circularmente se abrió un hueco circular. Apagué.

—¿Qué hiciste? —casi gritó ella.

—Nada. Mover el interruptor de esta mierda para ver si alumbraba más.

Entonces, sonando y volando a todo volumen, la jauría de pájaros electroacústicos escapó por el hueco de la jaula.

Ella y yo los vimos separarse en el cielo, contra la luna, trazando líneas entre las estrellas.

Ella tapándome los oídos y yo mirando el cielo, la luna y las estrellas con la preocupación de quien ve libres, en fuga, las líneas de su propia neurosis.


Laura llama desde Manhattan y me dice que un terremoto local ha tirado al mar la Estatua de la Libertad. Habla como si hubiera acabado de ocurrir al lado de ella, como si aún tuviera el corazón húmedo de adrenalina y el vestido salpicado de agua. Puedo contar las gotas de felicidad en su voz, como si no tuviera otra persona con quien compartir esa afición tan suya a ver caer las estatuas, como si por fin se hubiera decidido a salvar algo de nosotros: tal vez nuestra afición a ver caer las estatuas, no importa de quiénes sean ni quiénes las levanten.


Seguimos divagando:

Porque resulta que no eran sólo los lemmings, esa partida de locos raros. Otros roedores habían sido convenientemente excluidos:

Los conejos, porque no hay que exhibir a los destinados a ser comida, carne, proveedores de órganos para estudiantes asqueados.

Las ardillas, porque allí en los árboles, bien controladitas, cumplían mejor su función de distraer a los niños y a las niñas, algunos de ellos también asqueados.

Y sobre todo, las ratas, por el delito mayor de ser ratas, esos bichos periféricos y fuera de control, casi tan resistentes como las cucarachas.

Ah no, claro, ningún insecto. Nada de insectos. Y mucho menos las cucarachas.

¿No era ese lugar una violencia? ¿Un intento de mostrar la fauna que no es?

—No le des más vueltas, mi amor —me interrumpió ella—. Eso ya no es el zoológico, es todo. En todas partes es lo mismo.

—Ese es el problema. No puede ser lo mismo en todas partes.

Etcétera. Agotada su lista de cosas interesantes que había que ver allí dentro, nos quedaban esos pasatiempos en voz alta.

Interpretar en la oscuridad.

Caminar en la oscuridad.

Demorar el otro diálogo, el que podía ser el último.

Entonces apareció otro alguien delante de nosotros: una silueta inmóvil se recortó bajo la luz mal combinada de un farol y la luna.

Al acercarnos, vimos lo que podía interpretarse como una mujer.

Con voz profunda, sin disimulo masculina:

—Buenas noches. ¿Paseando? ¿Una nochecita romántica?

—Ah, sí —le dije—, muy romántica —conteniendo las ganas de explorarle la cara con la linterna (supuse que bastaría el dedo mal puesto para pulverizarle las facciones) y volviendo la vista a mi compañera de paseo.

Ella le sonrió a ella. O a él, porque de mujer-mujer sólo tenía algo de maquillaje y la ropa: un vestido elegante, largo y sin mangas.

Un cuaderno en el brazo de vellos y músculos bien dibujados. Un lápiz entre los dedos de uñas bien pintadas. Nos dijo que era dibujante. Y pintora. Su nombre era Sandra. Mucho gusto.

—Ahora mismo iba a tomar unos bocetos de los monos —explicó, y los monos se pegaron a sus barrotes para vernos mejor, hacer mejores bocetos de nosotros.

—Qué fácil perderse a estas horas por aquí, ¿verdad? —dijo cuando ya todo indicaba que iniciaríamos una larga conversación con un ser terrícola.

—Me gustaría dibujarte —confesó después (y por supuesto que no se refería a mí), al final de esa larga conversación donde supimos de sus viajes por el planeta Tierra: Sandra hablando de países y lugares, Europa, Asia, aguas y desiertos, y ella confrontando su lista de cosas interesantes que había que ver allá-afuera, quiero decir, mucho más afuera del zoológico aunque en todas partes sea lo mismo.

Al final de una conversación que bordeó el coqueteo: Sandra recorriendo con miradas furtivas cada curva de ella, hasta las curvas menos peligrosas, al tiempo que disfrazaba palabras de elogio a su belleza, muy merecidas por cierto, y yo escuchando y observando de lo más callado y divertido. No tenía la menor idea de cómo reaccionar.

—¿Dibujarme? ¿Ahora?

—Sí. Pero desnuda.

Ella se pusa seria. Yo me puse serio.

Sandra también se puso serio. Dijo:

—Soy una artista profesional. ¿No se nota?

Ella me miró. Él me miró. Yo las miré a las dos.

No dije nada porque comprendí que esperaban que yo dijera algo.

Me limité a reponer la sonrisa. A sostener la ropa que ella me daba a medida que se la iba quitando.

La blusa, los jeans, etcétera y etcétera. Todo.

Sandra sugirió una postura y empezó a dibujar. Muy rápido.

Los monos empezaron a masturbarse. Un poco más lentos.   

El lápiz de Sandra pasó de la velocidad a la violencia. Las páginas del cuaderno pasaron a llenarse a un ritmo increíble.

(El ritmo impuesto por una desnudez increíble.)

Otra página. Y otra. Y otra más. ¿Con qué demonios las estaba llenando Sandra? ¿Cuántos miles de desnudos se proponía hacer?

Distintas variaciones en la postura de la modelo.

Perfecta blanquísima la piel en la luna.

Hacia el final de la sesión ya casi todos los monos habían eyaculado.

Sandra botó el mocho de lápiz. Vino hasta mí y me dio el cuaderno y me miró filosóficamente.

—Yo también fui deleuziano —dijo.

(¿Ustedes me pueden explicar qué significa eso?)

—Deleuziana —le rectifiqué de todas formas.

—Da igual como lo digas —sonrió—. No vas a cambiar nada.

Unos minutos después estábamos sentados. Sandra ya se había ido. Yo hojeaba el cuaderno. Ella, recién vestida y al parecer molesta, le tiraba cosas a los monos (los monos también le tiraban cosas a ella). Los dibujos de Sandra, mala sorpresa, no eran desnudos a lápiz sino viñetas de cómic: una historieta furiosa que ocupaba casi todas las páginas en blanco.

Ella preguntó:

—¿Qué harías tú si yo me fuera?

—¿Si te fueras adónde?

—No sé. Lejos. A Nueva York. Siempre he querido ir a Nueva York.

—Me entero ahora.

—Dime, ¿Qué harías?

—Nada —le dije—. No haría absolutamente nada.


Laura llama desde Manhattan y me dice que en una boutique de la Torre Eiffel subastaron las cenizas de Paris Hilton. Que por alguna razón la Muralla China ya no está en China (y tú sabes bien dónde está, me dice). Que en cierta aldea escondida del Himalaya habló de Literatura Y con el Yeti. Que las cataratas del Niágara son mucho ruido y poca agua, lo más lindo son los suicidas plateados en traje de buzo. Que ha tenido sexo de casi todos los colores en casi todos los hoteles de Venecia. Que dentro de una de las pirámides de Egipto perdió la linterna del extraterrestre y un rato después, al salir, se dio cuenta de que estaba llorando.


—¿Te excitaste allí, mientras él me dibujaba?

Llegó un momento en que estábamos, literalmente, perdidos.

Perdidos en el zoológico, quiero decir.

O a causa del zoológico.

—¿Todavía te excita verme desnuda?

Ella conocía las respuestas (No a la primera y doble Sí a la segunda: vestida también), de modo que no hice caso a las preguntas. Dejé que me acariciara una dudosa erección.

Aparentemente, el cómic trataba sobre nosotros. Al principio se movía en la cuerda erótica soft pero después comenzaban a entrar y salir dibujitos extraños, monstruos de marca mutante, caracteres y personajes ilegibles. El guión se enroscaba frenético. Ella había opinado que era algo así como una «historieta del absurdo fractal en clave ciencia-ficción y terror pulp». Dios mío.

Pero qué va: escapaba de todo eso.

Escapaba, creo, hasta de sí mismo.

Y por supuesto, no había ningún final.

Ahora nos besábamos. Habíamos dejado de caminar y nos besábamos casi con rabia.

Le toqué los senos bajo la blusa, metí las dos manos y le acaricié las nalgas y el sexo bajo el blúmer.

Ella hizo cosas parecidas conmigo. Siempre ganaba.

Era muy hábil, muy precisa. Antes de darme cuenta ya correteaban por delante de mis ojos los especímenes de la peor fauna lasciva. Cada vez más rápido. Atropellándose.

Sus manos contuvieron el chorrazo de semen.

—Dame el pañuelo —pidió.

Se lo di. Se limpió. Luego dijo:

—Me vas a hacer un último favor, ¿verdad? —y enganchó un gesto a la cerca más próxima, tras la cual dormitaban dos canguros: uno grande y uno pequeño. Madre e hijo, supuse.

Lo que no supuse fue lo que ella tenía en mente. Me lo hizo saber.

—¿Estás loca? —dije—. Yo no me voy a robar ningún marsupial. Ni siquiera sabía que estaban aquí... A propósito, ¿dónde coño estamos?

Aquello se me pareció de repente a un cuento de pésima antología de jóvenes caníbales italianos. Ya no tan jóvenes y nunca tan caníbales.

—Oye, yo acabo de tener un detalle contigo. ¿Qué te cuesta traerme el cangurito?

—¿Pero qué razonamiento es ese? —exploté—. Me haces un paja y tengo que traerte un canguro. ¿Si lo hubiéramos hecho que te tengo que traer? ¿El mamut?

—Nunca lo hubiéramos hecho —se puso seria—. No aquí dentro. Y tú lo sabes.

Nos miramos largamente. De pronto no estuve seguro del significado de ese aquí-dentro, su verdadero alcance. De pronto no estuve seguro de ningún significado. Entonces, ¿para qué seguir? ¿Y por qué no seguir?

Le di la espalda y me encaminé hacia la jaula.

Trabé las manos en la reja. Subí. Nada más fácil.

Ella repetía: Ten cuidado, Ten cuidado, Ten cuidado.

Yo pensé: No importa. Estoy acostumbrado a caerme. Y tú lo sabes.

Caí adentro de un salto. Mamá canguro no se dio por enterada.

El cangurito dormía a unos pasos de la bolsa de mamá. Alrededor todo era piel amarilla de hierba muerta, con pústulas de tierra. Me acerqué con estilo.

El cangurito no protestó, no abrió los ojos. Ni falta que hacía. Ya yo lo estaba cargando y me retiraba a pasos inaudibles.

Ella me animaba desde afuera con gestos también inaudibles.

Ella, de pronto, dio una altísima voz de alarma. Paralizado, me volví para ver cómo la canguro terminaba de despertarse.

Era grande. Muy grande. Me miró sin el menor asomo de comprensión o simpatía. Demasiado instinto maternal a la vista.      

—Buenas noches —le dije, pensando que no valía la pena correr: un salto suyo cubriría cualquier distancia.

—CORRE CORRE —me gritaban desde el otro lado, y ni siquiera me pasó por la cabeza negociar el cangurito: sin dejar de mirar a su madre, inicié una lenta marcha atrás.

Error al cuadrado.

Esquivé el ataque rodando por el suelo.

La bestiecilla peluda se escurrió de mis brazos.

—SAL DE AHÍ.

Qué fácil se dice. Me levanté vestido de polvo y sin tiempo para pensar. La canguro volvió a embestirme. Me libré con un modesto saltico hacia un lado. Corrí.

Alcancé la cerca.

Ella golpeaba la cerca y mis dedos.

—SUBE SUBE SUBE.

Sí, comenzar a trepar. Pero había un detalle: antes de que pasara un segundo mi espalda indefensa iba a recibir un buen trastazo, quizás un mordisco. Me di la vuelta.

Esquivé de nuevo. Cuando la canguro pateó la cerca, mi espectadora soltó un grito que debió haberse oído en otro planeta.

En Arachnoid, probablemente.

El cangurito asomó la cabeza. El hecho de que ya se hubiera metido en la bolsa no suponía el fin de las hostilidades.

—NO TE QUEDES PARADO.

En algún momento pensé, casi indiferente, que aquella basura podía volverse eterna.

Saltar hacia aquí o hacia allá. Frecuentar el suelo. Escurrirme. Recibir coletazos. Correr. Correr en vano.   

—TRATA DE SUBIR AHORA.

Pensé que no conocía ni había conocido nunca a esa mujer que gritaba y corría (también en vano) del otro lado de la reja. Pensé que los canguros son como jerbos gigantes. Que los jerbos eran otros roedores excluidos. Que un amigo dijo una vez que los jerbos son rizomas. Y que nunca me interesó saber qué carajo eran los rizomas. ¿A alguien le interesa?

(¿Ustedes se consideran una especie superior?)

Aquí la especie superior soy yo, me dije, esto se tiene que acabar, y en ese momento vi a la infatigable canguro detenida, estirando las patas delanteras, poniéndose un par de guantes de boxeo color rojo chillón. Muchos años de dibujos animados detrás de ese gesto.

Volvió a saltarme arriba. Recogí del suelo un puñado de tierra y se lo lancé a los ojos. Luego, me lancé a escalar la reja. Dio resultado.

El cangurito gritándome insultos en un inglés de bolsa mientras la madre dejaba sus ojos en los guantes de tanto frotar.

Afuera me recibieron los ojos de ella.

Sus ojos cargados. Quizás de angustia.

Quizás de sueño.


Laura llama desde Manhattan y me dice que ha despertado con ganas de verme. Yo le digo que es probable que no haya despertado todavía. Después soy yo el que despierto.

Desayuno imágenes, fragmentos encontrados. Laura en pedazos mordidos y dispersos, la huella de mis dientes, Laura collage, Laura lejos.

Laura fantasma entre rascacielos.

Me enjuago la cara y el sueño y trato de mirarme en el espejo pero el espejo está defectuoso. Froto el cristal. Nada. Sigue empañado. Vuelvo a frotar y de pronto descubro que en realidad no tengo ganas de verla, y me digo: No, tú no tienes ganas de verla a ella.

(Ha pasado tiempo.)

Tú tienes ganas de verte en ella.


Empecé a hablar:

Empecé a hablar del fin:

Empecé (ya era hora) a ponerle fin a esta historia:

—Pero por favor, obviemos las últimas viñetas, no es porque algo acaba de suceder en esa jaula, no tiene nada que ver con esto, mira —le enseñé moretones, sucios arañazos, la sangre de mis manos—. Es un asunto viejo y lo sabes. Ya no tiene remedio y lo sabes.

Ella asintió:

—Tampoco hay que estar buscándole remedio a todo. Es ridículo.

—Bueno —respiré—, pues ya va siendo hora de salir de aquí, ¿no te parece?

—Me voy a ir yo sola. Pero antes quiero que me digas...

Puntos suspensivos: quería que le dijera lo que pensaba escribir. Quería saber si yo iba a escribir sobre ella. Si alguna vez había pensado escribir algo sobre ella. Qué cosas había pensado y cuándo y hasta dónde sería yo capaz de llegar. Todos los borradores pasados en limpio dentro de mi cabeza.  

O sea: lo único que yo no podía regalarle.

Ni siquiera como souvenir, estatuillas de mi libertad.

Y sin embargo lo hice. De pronto me sorprendí diciéndoselo todo y de pronto descubrí que ya era tarde, ya me era imposible parar y seguí fabulando suicidamente, como hasta hoy, esperando que ella no entendiera nada.

(¿Ustedes han entendido algo?)

Ahora, como es lógico, viene la parte en que ella se enfurece y me cae a golpes.

Primero una galleta. Durísima, mas pura introducción. Quedé dócilmente a la espera de lo demás, pensando en todas las cosas que podría hacerle a una chica con un martillo...

Las palabras que podría grabarle en el cuerpo con un punzón para el hielo.

Un piñazo boca nariz. Otro (sin guantes) directo al ojo. Un tercero al abdomen. Me doblé. Terminé de caer al suelo tras la infaltable y muy precisa patadita en la entrepierna. Un poco más de pateadura (espalda, costillas) y se agachó para agarrarme la cabeza por el pelo, buscando mi rostro.

—Eres un insoportable morboso hijo de puta —me susurró al oído.

O una combinación similar. Yo hubiera aprobado cualquier orden de adjetivos.

Me levanté. Sangre nuevecita, ahora en los labios, ahora sí estaba hecho todo un nervio de dolor, sin adrenalina.

La vi alejarse. Salí tras ella.

Me zumbaban los tímpanos.

Unos pájaros electroacústicos sacudieron unas ramas.

Ella casi corría. Yo casi no podía correr.

Pasamos quioscos, postes con flechas, nombre comunes y científicos. A esas alturas ya daba igual. A estas alturas ya da igual si de pronto les digo, por ejemplo, que el zoológico había mutado y la persecución se desarrollaba en un gigantesco espacio de roedores, sin más jerarquías, sin una sola jaula.

La llamé varias veces.

La misma cantidad de veces ella me gritó que me fuera al carajo.

Yo me pregunté adónde carajo iba ella.

Recordé: Me voy a ir yo sola.

Recordé: ¿Qué harías tú si yo me fuera?

Nos separaban ya pocos metros cuando llegamos al foso de los leones. Amanecía.

Los pájaros electroacústicos llegaron detrás de nosotros. Detrás de mí.

Ella se detuvo. Yo pensé: Sí, hazlo. Es fácil. Tan fácil como saltar una cerca.

Permanecí en silencio mientras ella dudaba. El cuerpo de Alicia en tres unidades, bracito y cabeza y banquete de moscas, estaba afuera de nuevo.

Finalmente, lo hizo. No la vi saltar. De pronto dejó de estar en un lado para estar en el otro, así de simple, como si la reja se hubiera desplazado a través de su cuerpo. Aunque igual pudo haber saltado a una velocidad increíble, no lo sé. En ese momento no me importó no saberlo.

Repito: a esas alturas ya daba igual cualquier cosa.

Me acerqué. Ella se dio la vuelta y me miró y nos miramos como quizás había sido siempre: con una reja por el medio.

O quizás no.

No hubo diálogo último.

O quizás, de alguna forma, sí lo hubo:

Me fabriqué este que termina más o menos así:

—Si los leones siguen en huelga, ¿recogerías mi cadáver?

—Hasta el último pedazo.

(Demasiado a lo greatests hits.)

Demasiado instinto de conservación a la vista, pensé. ¿Lo hará?

Tres o cuatro o cinco comenzaban a acercarse, estilo coto de caza. Yo deseé ser el último de la manada, el imperceptible, el de las sobras, el que llegaría para encontrar solamente las hilachas o algún órgano.

Los nervios, el sexo.

Con un poco de suerte: su corazón.

Cuando ella me dio la espalda y comenzó a descender, internándose en el foso con tanta energía que los leones, maravillados, se detuvieron a esperarla, a mí sólo me quedó cerrar los ojos y frotarme las manos y quizás aplaudir.

Lo hará, pensé.

Yo sé que lo hará.

Tengo confianza en esta mujer.


Laura llama desde Manhattan y me dice que lo siente.

Yo siento el impulso definitivo de colgar.

Pero no cuelgo.


raúl flores iriarte

(habana, 1977)




luz de mi vida, fuego de mis entrañas


Lolita leía Lolita aproximadamente al mismo tiempo que yo decidí irme al infierno.

Ella no me hizo caso. Ella nunca me hace caso. Pasaba las páginas una a una como dulces de limón y no despegó la mirada del libro cuando decidí irme.

¿Alguna vez  te has leído esta mierda?, me preguntó ella, Está muy buena.

Yo cerré la puerta. Atrás quedó Lolita con Lolita en el regazo, página tras página, dulces de limón. Nabokov para las masas y Cranberries desde la cd player wake up and smell the coffee, pero no era café, sino puerta gris plástico para el pensamiento y carmelita para la ilusión. Como un baño público, o algo así. Créeme, de veras créeme cuando te digo que te quiero.

Ella después tiró toda la ropa por la ventana. Era un quinto piso y no supe que hacer. La vida atrás. Un cigarro, polvo en la nariz y la censura no me romperá la boca por fallarle a las buenas costumbres. El caso es que mis ropas volaron ese día con pretensiones fallidas de palomas.

Yo las vi caer y después me fui al infierno.

Estas no son horas de venir, me dijo el encargado, ¿No podías haber escogido una hora mejor? Saludable, rojo, como corresponde, tras el buró con aire ausente, Ven mañana, Mañana será un buen día. Todos los días son buenos, le dije yo. y él asintió, Sí, todos los días, pero ya no es día, sino noche, y yo miré el reloj y vi que era verdad, era noche, noche cerrada, nunca aclara la cosa para los perdedores a muerte.

Fui al parque, pero ya no habían cigarros, mucho menos polvo, y fui hasta el drugstore, que ya no era tal, sino bodega barata o cafetería estatal, dependiendo de cuan mal puedas sentirte, y yo me sentía mal, realmente mal, ¿Hay cigarros?, y dijo el tipo Sí, y yo por poco le doy un beso, no se lo di por la cuestión homofóbica, y porque eran treinta centavos, capital no disponible para mi en ese momento, No tengo dinero, le dije al tipo aquel, y él me regaló dos cigarros sin costo alguno.

Volví al banco del parque y se me acercó Pam. Pam fue hombre alguna vez en su vida. Ahora se dedica a dar el culo en sus noches libres. y puedo asegurar que Pam tiene muchas noches libres. El punto es que ya no es hombre, tiene tetas más grandes que Pamela Anderson y eso ya es mucho decir. Por eso le dicen Pam.

Diminutivo de Pamela.

Le conté sobre Lolita. Luz de mi vida, fuego de mis entrañas, dijo él / ella. ¿Que coño es eso?, le dije. Pam llevaba una botella de ron siete años y ya no tuve más preguntas. Dormí en el banco, con algo de alcohol en las venas, hasta que vino la policía a despertarme.

Fui al cine y allá me encontré a una chica que llevaba tres noches sin dormir. ¿Que se siente?, le pregunté, Como tener el cerebro lleno de algodón, contestó ella, lo ves todo en cámara lenta, adrenalina por todo el cuerpo, deberías probarlo, en serio, deberías probarlo, Ya, le dije. Fuimos hasta su casa y allá volví a dormir un poco más.

Cuando desperté ella no había dormido nada. Cuatro noches sin dormir, me dijo en voz baja, con esta son cuatro noches. Soy la mejor en mi trabajo, pero un tipo ahí quiso propasarse conmigo. ¿Lo dejaste? No, claro que no, se horrorizó ella. Se llamaba Judith, ella, quiero decir, no el tipo que quiso sobrepasarse, ese tipo no tiene nombre y probablemente tampoco tenga madre, no tuvo más remedio que abandonar al tipo con todos sus complejos y, de paso, abandonó también el trabajo, pero como soy la mejor, estoy segura de que me llamarán para volverme a emplear. ¿Sí?, le dije, y ella quizás notó algo de sarcasmo en mi voz, pero el teléfono sonó y ella tomó el auricular como si le fuera la vida en eso, pero solo era la vecina para alguna bobería, Eso es lo malo de las vecinas, se quejó ella, están solo para joderte la existencia.

Yo extrañaba a Lolita.

Mucho.

Se lo dije.

Luz de mi vida, fuego en mis entrañas, susurró ella.

Y yo le hablé del infierno.

¿Hay algo más allá que yo deba saber?, preguntó entonces. En la radio estaba sonando Paul McCartney con esas tontas canciones de amor que hablan de corazones rotos y so sad, sometimes she feels so sad y live and let live you know you did you know you did you know you did y yo le dije que no sabía lo que estaba haciendo. Salí y mi ropa ahora estaba por toda la ciudad. Colgando de los cables, en las calles, todos los calzoncillos, todas las camisas, todo, absolutamente todo.

Como un horror o una llaga abierta en medio de la espalda bronceada por el sol. La luna brillaba alto y que le voy a hacer, pensé y no pensé que el amanecer se demoraba demasiado, pero estoy seguro de que la idea me pasó por la cabeza.

Aún llevaba en el bolsillo trasero del pantalón los restos de la botella y me demoré uno dos o tres segundos para derramar mi soledad a lo largo de la avenida. Como un río de adolescentes impúdicas esperando para ser desfloradas en la cola de la farmacia local.

Pam aún seguía dando vueltas por ahí. Me propuso sexo gratis, yo le hablé de Judith y él hizo un mohín con los labios y me preguntó quien coño era Judith y yo le dije No te importa, y él Se lo voy a decir a Lolita, no a la de Nabokov, sino a la tuya, esa del quinto piso y yo No te atrevas, pero después me acordé de que la había dejado para irme al infierno y le dije Atrévete si quieres, pero él no quiso, me prestó sesenta kilos y pude comprar otros dos cigarros.

Judith lleva cuatro noches sin dormir, le dije, tiene los ojos hinchados como balones de fútbol y ojeras que le llegan a las tetas. Pam se entusiasmó, Pam se entusiasma casi con cualquier cosa, y me preguntó si tenía hambre. Hombre, le dije, hambre sobra y me dijo, Vámonos a comer algo, pero antes invita a la insomne, tengo que verla con mis propios ojos, recogimos a Judith y nos fuimos a comer pizza o cualquier bobería por ahí.

Pam tenía que ver a Judith con sus propios ojos y Judith también tenía que ver una pizza con sus propios ojos. Todos felices, todos contentos. Pam mirando a Judith, Judith mirando la pizza y yo mirando a Britney Spears que acababa de entrar en ese momento de manos con un tipo que se parecía mucho a Jeremy Irons.

Pam le preguntó como haces para no dormir y Judith se encogió de hombros. Pam suspiró Si yo pudiera.... y ella le dijo Muchacho, tienes las tetas más grandes que yo, lo cual es mucho decir, Más grandes que Pamela Anderson, dijo él / ella, Más grandes que Britney Spears, dijo ella y yo le dije Habla bajito, no vaya a ser que te oiga, ¿Quién?, Quién va a ser, Britney, entonces señalé tres mesas más allá.

Jeremy Irons y Britney Spears.

Mira, el delicado balanceo de los cristales sobre una página en blanco, dijo Judith ¿que coño estás hablando, nena?, y ya para esas alturas Pam le había hecho señas a Jeremy para que se acercara y yo le había hecho señas a Britney para que se acercara y nadie, absolutamente nadie se había dado cuenta del juego de señales recién instaurados entre todos nosotros. Jeremy y Brit-Brit vinieron y los invitamos a comer.

Siempre me han gustado tus películas, le dijo Pam a Jeremy, Y a mi tus discos, le dije a la rubia. Baby one more time siempre ha sido una de mis canciones favoritas y Brit-Brit dijo que ella odiaba esa canción, Oh, Dios, como odio ese maldito tema, siempre alguien se encarga de sacarlo a relucir y Jeremy tosió y dijo Creo que he pillado algún catarro o algo así, solo espero que no sea el SIDA, Pam sonrió y le preguntó a Jimmy (brutal apocope de Jeremy) si le gustaría algo de sexo gratis. Jeremy Irons pareció no escucharlo y habló de una tal Lolita, no Dominique Swain, sino otra. Luz de mi vida, fuego de mis entrañas, suspiró Britney, ella misma una Lolita de colección hasta hace unos cuantos años atrás. Dios, solo espero no enfermar, dijo Jeremy, me temo lo peor. Siguió comiendo y Judith también y todos tranquilos, todos en paz.

Después nos fuimos al parque. Ellos querían ver la estatua de Lennon imagina que soy un soñador, pero no soy el único, bronce para Winston, aunque nunca vino a Cuba, y el Abbey Road es uno de los mejores discos jamás hechos, pero me perdonas por decirlo Johnny, no eres más que un Don Nadie, No digas eso, dijo Brit-Brit, él era un genio (fenómeno Cobain-Morrison-Joplin-Hendrix-Lennon: después de morir te conviertes en un genio, un icono, un héroe, lo que quizás nunca quisiste ser en vida) y yo le dije Sí, tienes razón, cualquier cosa que Britney quiera decir yo le diré que sí, mientras ella me diga que sí a otras cosas que yo quiera decirle y ella me dijo No te hagas ideas, no puedes hacerte ideas, porque aquí estoy yo, una superestrella de pop, y he besado a Madonna y claro está que no te voy a besar a ti, muerto de hambre, y todo lo que me hace falta es un cigarro, le dije, ella sacó una caja de More y alumbró la noche con la punta de su encendedor.

A estas alturas Judith dormía el sueño de los justos en el banco al lado. Tenía la cabeza sobre los muslos de bronce del viejo John y Jeremy le tocaba las tetas a Pam y Pam se las dejaba tocar encantado, encantadísimo, ¿son de verdad?, preguntó Jimmy, No, reconoció Pam, pero en este mundo, todo es lo que quieras creer.

Las ojeras de la chica insomne iban desapareciendo mágicamente. Le he prometido un empleo, dijo Brit-Brit, hará los coros para mi próximo disco, si alguna vez llego a hacer un próximo disco, estoy pensando en retirarme, si alguna vez lo hago, ella me hará los coros.

Mañana me voy al infierno, le dije a Brit-Brit. Ya entiendo, dijo ella, pero no intentes propasarte conmigo, soy toda una dama, y después ¿Quieres irte conmigo a Los Angeles?, y yo recordé en ese momento que no tenía ropa, no tenía nada de nada, mis camisas volando por toda la ciudad, mis pantalones, mis pañuelos, ciudad nocturna, aún no salía el sol, madrugada larga para tanta espera, Judith durmiendo en los muslos de John, Jeremy temiéndose lo peor, Creo que me contagiaron el SIDA o algo así, Britney bosteza, yo cambiando los tiempos gramaticales y John Winston Lennon imaginando que es un soñador pero, claro, sabe bien que no es el único.

Después vino la policía y nos llevó a todos lejos, muy lejos. ¿No sabes quienes son ellos?, se horrorizó Pam, Judith no dijo nada, parpadeaba somnolienta y creo que no tenía ni idea de nada de lo que estaba ocurriendo. El policía tampoco tenía idea de nada. No conocía a Britney Spears, mucho menos a Jeremy Irons, así que nos llevó lejos, bien lejos y aunque media hora más tarde ya habíamos salido (hay que evitar problemas diplomáticos) la cosa es la cosa y nada puede cambiarla.

Nos tenemos que ir, dijo Jeremy. Ya se acaba mi estancia aquí.

Yo me quedo dos días más, dijo Brit-Brit, con su dulce sonrisa perlada. Vine a hacer un dúo con Dayanis Lozano y ahora recuerdo que tengo que llamarla. ¿Quieres conocer a Dayanis?, me preguntó y yo le dije que me encantaría, pero extrañaba a Lolita. Jeremy rescató un pañuelo blanco que volaba en ese momento a través de la madrugada y lo miró asombrado. Es mío, le dije, pero te lo puedes quedar. Gracias, dijo él.

Es una puta, dijo Pam, pero él la quiere igual. No hables así de Lolita, le dije, pero Pam se iba ya del brazo de Jeremy.

Ten cuidado con esa muchacha, me dijo Britney, nadie sabe lo que puede ocurrir, se comunica por correo electrónico con todo el mundo y los invita a su casa , o puede que sea a la tuya, tu amigo tiene razón. Es una maldita puta.

No supe si se refería a Judith, a Lolita, o a Avril Lavigne, pero de todas formas le dije no te preocupes, no hay absolutamente nada de que preocuparse.

¿Te vas al infierno por fin?, preguntó Brit-Brit. No, le dije, me voy a Los Angeles contigo, el infierno puede esperar. Pero no intentes propasarte, soy toda una dama. No te preocupes, le dije, no lo haré.

Entonces salió el sol, ella me regaló una copia del In the zone autografiado y yo regresé a casa, hogar, dulce hogar.

Lolita ya no leía, Lolita yacía sobre la cama con las tapas rotas y la otra Lolita yacía también en la cama, Boté toda tu ropa, me dijo, pero después me arrepentí y recogí lo que pude encontrar, algunas camisas, algunas toallas  ¿no te vas a poner bravo conmigo?, y yo le dije que no, claro que no, fumamos algo, oímos a los Wallflowers y ella dijo No puedo creer que Britney Spears te haya dedicado ese maldito disco, nos fuimos a la cama y las sábanas fueron bendición para mis ojos cansados, fuego verde, pupilas dilatadas, nos quedamos esperando por algún milagro, pero nada ocurrió y ella dijo Deberías leerte esa mierda de Nabokov, todo el mundo ya se lo ha leído y a que no sabes que actor famoso  estuvo por aquí, si te lo digo no me lo vas a creer y creí que te habías ido al infierno, y yo le dije Mañana me voy para los Angeles, el infierno puede esperar. Ella se quedó parpadeando y abriendo y cerrando la boca.

Para que quede claro, dijo al fin, no te quiero ni un día más aquí, ni un día más ¿entiendes? ¿estoy siendo lo bastante legible?

Si dijo algo más no me enteré, ya para esas alturas yo estaba soñando, la luz apagada, y quizás mañana me fuera al infierno o a Los Angeles, lo mismo daba,  porque ahora no se me ocurría una salida mejor.

Me dejé ir.

Y fui feliz.

Por un rato.



***



flores (II)


La última hoja

del último capítulo

del último libro

termina con una batalla entre el Bien y el Mal.

No sabes quien es quien.

No sabes quien vencerá.

Nada de nada.

Suspira y después añade En este mundo hay muy pocas cosas que puedes tener por ciertas.

¿Y como te enteras de quién vence?, le digo.

¿De quién vence a quién?, pregunta ella asombrada.

El Bien,

le aclaro,

el Mal.

Hay que leerse el otro tomo, aclara ella, Es una trampa para el lector.

Le digo que con Stephen King me ocurrió algo parecido.

¿Donde?, quiere saber ella.

Al final del tercer tomo de La Torre Oscura el viejo Stephen deja a los personajes metidos dentro de Blaine el Mono, una

loco

motora

atómica,

y tú sabes que van a morir. Estás seguro de eso. Bueno, ahí

se

acaba

el

libro.

Es una trampa

¿no crees?

Se empieza a oír Heaven, no la de Bryan Adams, sino la versión en techno de DJ Sammy con Yanou en las vocales

baby you´re all that I want.

Dentro de poco me toca, dice ella, pero antes tengo que hacer una llamada. ¿Me acompañas?

Le digo que sí y salimos a buscar un teléfono por ahí.

Dentro del teatro no hay, o sí hay, pero no los dejan usar por los artistas, o algo así, o otra cosa que no entiendo bien. El punto es que tenemos que salir afuera para llamar desde un teléfono público.

Nos ponemos atrás de una muchacha que acaba de discar y ella mira el reloj apurada y la muchacha comunica y comienza a hablar

papichuli esto,

papichuli lo otro,

y yo creo que ella y papichuli se van a demorar mucho;

ya yo sé como son estas cosas.

Se lo digo y ella suspira.

Vamonos, le digo,

te toca ahora, le digo,

están esperando por ti, le digo,

y a todas estas ella no dice nada.

Quizás esté esperando algún milagro divino,

que papichuli caiga muerto de un infarto al otro lado de la línea,

que la muchacha cuelgue repentinamente,

pero nada de eso pasa.

Vamonos, le digo,

están esperando por ti, le digo

y ella dice, Sí, ya sé,

y nos vamos.

¿Te lo sabes bien todo?, le pregunto y ella dice que sí,

que cree que sí.

¿Crees o estás segura?, Mira que no es lo mismo, y ella dice que sí está segura o, por lo menos, eso cree, y yo no le digo más nada, porque ya hemos llegado y Heaven se ha terminado y está Waiting for tonight de Jennifer Lopez y siete muchachos hacen malabares

con siete pelotas de goma

y siete cuerdas suizas.

Mira que bien lo hacen, dice ella, y cuando terminan, ella dice Ahora es mi turno, y la música es George Harrison con Got my mind set on you.

¿Te vas a quedar para verme?, me pregunta.

Claro, le digo y ella suspira.

Agradecida.

Necesito a alguien que me aplauda, dice,

Nunca logro concentrarme lo suficiente, dice,

nunca nadie aplaude, dice.

Yo te aplaudiré, yo haré lo que sea para que logres concentrarte, le digo.

Gracias, y vuelve a suspirar.

Doblemente agradecida.

Va hasta el escenario y sonríe.

Dios, que sonrisa más agradable.

Es como ver salir el sol, o algo así.

Nadie aplaude, pero yo sí.

Hasta que me duelen las manos.

Ella vuelve a sonreír, y sé que esta vez es para mi.

Que bien.

Lleva traje de terciopelo azul (she wore blue velvet) como película de David Lynch, y sombrero de copa. Lleva una decena de batones en la mano, los lanza al aire y comienza a jugar con ellos. Harrison la acompaña fielmente y la sonrisa es reemplazada por una intensa mirada de concentración.

Alguien me toca por el hombro.

Es el coordinador de la actividad.

¿Usted es el que la acompaña?, me pregunta.

Le digo que sí.

¿Que pasa?, pregunto.

Es que la llaman por teléfono,

¿donde?, pregunto,

En la oficina, dice él,

venga conmigo, dice él,

Y recuerde que esto está prohibido, dice él,

Los artistas no pueden estar usando el teléfono cada vez que quieran, dice él,

Sí, lo recordaré, digo yo.

Y lo acompaño.

¿Está seguro de que yo puedo tomar esa llamada?, le pregunto.

Él se encoge de hombros.

Sería mejor con ella, pero como está en medio de la actuación...bueno, entonces con el que la acompañe.

Llegamos a una oficina. Puerta oscura,

interior

iluminado.

Teléfono.

Descolgado.

El coordinador se sienta detrás de un buró y prende la radio con cara de aburrido. La estática llena el local, y después de la estática un noticiero sobre la situación financiera en Europa del Norte, el tipo pone aún más cara de aburrido y cambia el dial, hacia otra emisora donde están The Pretenders con Brass in pocket.

Gonna use my arms, gonna use my legs, gonna use my style, gonna use my sidestep, gonna use my fingers, gonna use my

my

my

imagination

Dime, murmuro en el manófono. Siempre digo Hola, pero esta vez opto por copiar la fórmula de una amiga mía.

Dime suena más impersonal, más perentorio.

Al otro lado solo hay un silencio sin límites.

Dime, repito.

¿Como le va?, dice entonces una voz de hombre.

¿A quién? ¿A mi?, pregunto confundido.

No, dice la voz, Claro que no es a ti.

No te conozco,

no puedo preguntarte.

A ella,

como le va a ella.

Bien, supongo.

¿Supones?

Está con sus batones,

lanzándolos al aire,

sonríe y está concentrada.

Me parece que le va bien.

Ah, dice la voz, después vendrá la parte de los aros.

¿Los aros?

Es maravillosa con los aros. ¿La están aplaudiendo?

Yo la aplaudo, digo, los demás no mucho.

Sigue así, dice.

Ella lo necesita, dice,

y escucha, dice,

no quisiera que te perdieras la parte de los aros,

regresa allá,

y dile que me fue imposible ir a verla. Tenía un compromiso.

Ella trató de llamarte antes, le digo.

Lo sé, pero ya sabes, tenía un compromiso. Algo importante.

No, no lo sé. Yo no sé nada.

Bueno, dice la voz, tan solo dale el recado.

Hasta luego, dice.

Yo no digo nada. Cuelgo y salgo de la oficina y el coordinador 'cos I gonna make you see

there's nobody else here, no one like me. I'm special (special), so special (special), no se da cuenta, sigue con The Pretenders y corea special, so special como si el mismo hubiera escrito junto a Chrissie Hynde Brass in pocket en algún momento de 1980.

Regreso y me siento junto a una flaca en medio del público. Me doy cuenta de que todo ha terminado, Harrison y ella,

sudorosa,

aros

y

batones

en la mano, saluda al público y sonríe y ahora la aplauden un poco más, no mucho, pero sí lo suficiente.

Ella hace una reverencia y se va.

Después ponen algo de Tchaikovski y salen a escena un muchacho y una muchacha vestidos con leotards oscuros y mallas apretadas y bailan. La flaca a mi lado aplaude como una loca y yo le pregunto si le gusta eso.

Claro, dice la flaca, me encanta el ballet, y yo la miro y le digo que con ese cuerpo debería ser bailarina y ella me mira y sonríe y dice que sí es bailarina, como lo has adivinado. Me encojo de hombros y le digo Pura intuición, nena, y me voy.

Ella me espera en el pasillo.

¿Que hacías conversando con Viengsay?, me pregunta. ¿Que tiene de importante?, le pregunto yo. Nada, simplemente que es Viengsay Valdés, ¿Y quién es Viengsay Valdés?, Una de las mejores bailarinas actuales, digna sucesora de Alicia Alonso. Ah, le digo, que interesante. Nos vamos y un trío de flacas me pregunta si yo soy amigo de Viengsay Valdés. Claro que sí, les digo, y entonces me observan con admiración,

con respeto,

con idolatría.

Salimos afuera.

Tengo que hacer aquella llamada ¿recuerdas?, dice ella.

Él te llamó, le digo, mientras estabas actuando.

Ella me mira. Espera algo más.

Dice que lo siente mucho, pero que no pudo venir, continúo hablando, Tenía un compromiso, algo importante.

Ella mira entonces a otra parte.

En este mundo hay muy pocas cosas que puedes tener por ciertas, dice, y yo creo que eso lo había dicho antes, pero da igual.

Caminamos en silencio a lo largo de 23.

¿Sabías que adoro las flores?, dice ella al fin, las quiero desesperadamente,

adoro tener mi jardín lleno de flores.

Una vez tuve un hombre que tenía

un perro,

y aquel hombre

adoraba a los perros.

Estuvimos juntos este hombre y yo y, por supuesto, no tengo nada en contra de los animales, pero aquel perro encontraba algún placer especial en destrozarme

el

jardín.

Llegaba del trabajo cansada y hallaba todos los macizos hechos un desastre, un autentico desastre.

Las flores en los rincones,

rosas,

tulipanes,

marpacíficos,

gladiolos,

pensamientos,

crisantemos,

de todos ellos no quedaba ni el recuerdo,

pétalos,

solo pétalos diseminados por aquí,

por allá,

y yo lloraba y trataba de recomponerlo todo y cuando pensaba que iba a marchar bien no contaba con aquel perro asesino de flores, que venía al día siguiente,

y se revolcaba en ellas

y deshacía todo mi trabajo.

Que horrible,

cada vez que pienso en eso me dan deseos de llorar.

No llores, le digo. Te compraré un ramo de rosas si no lloras.

No te preocupes, murmura ella, No lloraré. Todo eso ha terminado. Ya ha terminado. Ese hombre ya se ha ido. El perro, por supuesto, también.

Entonces me pregunta que me parecieron los batones.

Y los aros.

Lo mejor del mundo, le digo, y te aplaudí, no sabes como te aplaudí. Hasta Viengsay Valdés, gloria del ballet nacional, te aplaudió como una loca,

deberías haberla visto.

Cuando llegamos a 23 y 12 le compro un ramo de rosas.

Amarillas.

Ella parece desmayarse del placer.

Me encantan las flores, dice,

toma el ramo fuerte,

bien fuerte

y aspira,

que bien,

que bien.

Seguimos caminando y dice que no tiene nada en contra de los animales, pero una vez vivió con un hombre que adoraba los canguros,

especial fascinación por ellos,

tenía un canguro en casa y deberías haber visto como me dejaba el jardín.

Un desastre.

Un autentico desastre.

En fin, dice, he sido usada, he sido exterminada

una

y

otra

vez,

he perdido tiempo,

mucho tiempo,

todo el tiempo del mundo a través de mis manos como arena

húmeda,

pero tengo mis flores,

todas,

todas ellas,

y

el

show

debe

continuar.

Es una trampa

¿no crees?

Pero supongo que vale la pena.



***



que habla de la impaciencia


Este es un edificio lleno de puertas. Puertas por todas partes, todo tipo de ellas. Paneles de caoba, vidrio fundido, plástico reciclado. Metal.

Y todas están cerradas. Puedes quedarte frente a ellas por horas y horas y no se abrirán. Tocar quedamente con nudillos silenciosos sobre superficies pulidas, descargar golpes, comértelas a patadas, amenazar a gritos. Puedes hacer lo que quieras, pero todo por gusto. No se abrirán.

Este es un edificio, por lo tanto, de gente que espera.

Insegura, ansiosa, uñas carcomidas, neurotransmisores desbocados. En fin: gente que espera.

También hay espejos. Por todas partes. En los pasillos, frente a las puertas, en los techos, hasta en el suelo hay espejos. Las ventanas están cubiertas de espejos y algunas de las puertas también.

Solo hay un pequeño agujero por donde entra la luz. Una esquina rota en la que se recorta un rayo de sol. Tímido, débil, expectante. No obstante a esto, el edificio está muy bien iluminado. Esto se debe, sin duda alguna, a las propiedades reflectoras de los espejos.

(La ansiedad, la ira, el cansancio y la angustia de los que esperan también es reflejada una y otra vez al igual que la luz a lo largo de los pasillos.)

En el último piso no hay espejos, ni puertas, ni nada. En el último piso solo hay un gigantesco espacio vacío, destinado para la construcción de un gimnasio (nota al pie de página: este nunca se llegó a construir.) Todo ese espacio vacío se torna imponente, impactante, sobrecogedor. Algunos han muerto nada más mirarlo.

En el techo del edificio pasta una oveja. Sin bozal, sin caja, sin ningún pequeño príncipe que la cuide y la proteja. A la oveja esto no le importa, su única ocupación es comer hierba y balar cuando tiene hambre, lo cual ocurre bastante seguido, dado el hecho de que la hierba no crece sobre el techo de este edificio.

Esta estructura contiene miles de personas. Quizás decenas de miles. Todas ellas expectantes. Algunos quieren entrar a las habitaciones y otros quieren salir de ellas, pero las puertas no se abren. Las mujeres dejan pasar el tiempo mirándose en los espejos, aplicándose maquillaje en los ojos para que no se note lo mucho que han llorado. Los hombres miran el vacío y callan. Como decía antes, este es un edificio de gente que espera. Miles de personas. Ah, y una oveja.

Sobre el suelo a cada rato aparecen lombrices. Los niños las toman con dedos entumecidos y juegan con ellas. A que juegan no sabría decirlo.

Delante de este edificio hay un pequeño espacio cubierto de césped reseco. Dado que mide aproximadamente siete metros por ocho podríamos darle el nombre de jardín. La oveja en el techo mira ocasionalmente hacia abajo y entonces deja de balar. Los pocos que la han visto cuentan que en sus ojos aparece en esos instantes una expresión soñadora, si es que aceptamos que las ovejas puedan poseer algo llamado "una expresión soñadora".

Este edificio no está solo. Lo rodean otros edificios. Quince, sesenta. Nadie sabe. Quizás sean cien. Y de un edificio a otro cambian detalles. Por ejemplo: el número de pisos, la cantidad de habitaciones, o la cantidad de espejos. Pequeños detalles que establecen poca o ninguna diferencia.

Por lo demás, son todos exactamente iguales entre sí.

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replay

juan trejo álvarez

(Barcelona, 1970. escritor y traductor literario)




nuevos cronistas del planeta de los simios


En 1968, la película El planeta de los simios aportó a la imaginería de Occidente una de las visiones más aterradoras que haya podido alcanzar a condensar un relato de ficción. El coronel George Taylor, interpretado por Charlton Heston, cae por error con su nave espacial en un planeta desconocido dominado por simios inteligentes. Tras pasar una temporada sometido a la tiranía de ese orden inverso y siniestro, huye hasta alcanzar una playa desierta en la que se topa con los restos de la que en su día fue la estatua de la Libertad, viéndose obligado a asumir de un solo golpe la dolorosa e inesperada verdad.

En esa imagen final, nihilista y clarividente, muchos creyeron ver materializada la amenaza del holocausto nuclear, el presagio del horrible futuro que acechaba bajo el precario equilibrio de la guerra fría. Sin embargo, pasado el tiempo, hemos podido comprender que aquellos patéticos restos no hablaban del futuro sino del presente, pues se trataba del retrato metafórico, o subconsciente si se prefiere, del estado en que se encontraban Estados Unidos en aquel momento.

Algo sucedió al pasar de los años sesenta a los setenta en el transcurrir de los acontecimientos que rompió el correlato histórico. Como nunca anteriormente hasta ese momento, los integrantes de la generación de escritores norteamericanos nacidos en los sesenta se encontraron frente a un mundo dominado por la ironía, sin posibilidad de recurrir a modelos del pasado que les resultasen útiles, ni para desarrollarse socialmente ni para explicar(se) lo que veían; se había levantado una barrera, un gran muro, que los separaba de las generaciones precedentes. El muro que les separaba de ellos era el que indicaba el cambio de un mundo tangible a uno virtual.

Existen varios factores que pueden explicar, de un modo menos lateral de lo que parece, la transformación producida en la comprensión de la realidad, la evaporación de la solidez. En primer lugar, el desarrollo de la posibilidad real de la destrucción del mundo debido a una guerra atómica, conllevó un profundo desapego de la idea del continuo temporal, pasado-presente-futuro, así como de la idea de la responsabilidad individual histórica, pues el mundo podía desaparecer en cualquier momento y de forma arbitraria por medio de artefactos de poder indescriptible. En segundo, la salida al espacio, como señala Hans Blumenberg, llevó a ver el planeta Tierra por primera vez como una simple bola flotando en el espacio vacío, alterando así para siempre, debido al poder de la imagen, el concepto de tierra firme. En tercer lugar, en 1971, las principales economías del mundo capitalista, con el gobierno Nixon a la cabeza, establecieron un nuevo orden monetario internacional basado en el "patrón dólar", haciendo de esa moneda la única reserva de todo el orbe, ya sin convertibilidad con el oro; con ello, la economía pasaba a ser una cuestión puramente numérica, abstracta por completo y sin relación última con un material sólido ancestral de valor establecido. Y, por último, con las escuchas del Watergate, la televisión dejó de ser un pasatiempo vulgar y pasó a transformarse en parte esencial de la cultura alfabética.

De algún modo, al igual que el coronel George Taylor de la película, la nueva generación de escritores, que provenía de un lugar ordenado de bienestar y opulencia, en el que habían sido sometidos a un flujo constante de mensajes posibilistas teñidos de un cegador optimismo, al cruzar la línea que dejaba atrás la adolescencia, en el momento de abrir los ojos y buscar su lugar en el mundo, se encontró con un desolador panorama moral en el que no quedaban más que los detritos de una cultura que, hasta hacía bien poco, les había ofrecido a los habitantes de esas tierras una entidad como individuos, además de un aparente escudo protector bajo el que desarrollarse. "Parece -se afirma en Submundo (Circe, 2000), de Don DeLillo- como si algo que tuvo lugar durante la noche hubiera cambiado las reglas de lo que puede pensarse."

Así pues, los escritores de lo que algunos han denominado la next generation comparten, básicamente, la sensación de enajenación ante un mundo que no sólo no comprenden, sino del que saben de antemano que no pueden dar respuesta, así como la necesidad, una vez constatado ese hecho, de encontrar mediante sus narraciones un espacio moral e íntimo en el que poder existir socialmente sin desaparecer en la vacuidad eléctrica imperante, haciendo uso para ello de todos los materiales a su alcance. Como declaró Jonathan Franzen: "Siento que gente como David Foster Wallace, Jeffrey Eugenides o Lorrie Moore, entre muchos otros autores, son mis hermanos. Sienten la misma exasperación que yo ante el estado actual de cosas. Cultivan un tipo de escritura que está viva porque se mantiene en contacto con el presente y al mismo tiempo conserva un humanismo a la antigua usanza."

Pero unos cuantos detalles más unifican y dan solidez como conjunto al heterogéneo grupo formado por David Foster Wallace, Jonathan Franzen, Chuck Palahniuk, Jeffrey Eugenides, Lorrie Moore, A. M. Homes, Ethan Canin, Jonathan Lethem o Dave Egger, entre otros. Han leído, por ejemplo, a los postestructuralistas franceses (Barthes, Derrida, Foucault…) y a los narradores posmodernos norteamericanos (Pynchon, Barth, Gaddis…); y los efectos pueden rastrearse, con mayor o menor incidencia, en todas sus obras. Todos admiten a Don DeLillo (1936) como el más destacado pope literario de su generación, aunque no el único; en palabras de Foster Wallace: "El verdadero profeta del cambio en la narrativa americana, fue Don DeLillo, un novelista conceptual subestimado durante mucho tiempo que ha convertido la señal y la imagen en sus motivos combinados, del mismo modo que Barth y Pynchon esculpieron con parálisis y paranoia una década antes. Ruido de fondo (1985), de DeLillo, constituyó, para la nueva hornada de narradores, un toque a rebato." Por otra parte, todos ellos parecen tener claro que el escritor ya no es el genio que se posiciona frente al minúsculo lector dispuesto a ser iluminado. Las jerarquías han desaparecido hasta tal punto que entre la generación de nuevos narradores bien podrían incluirse a varios directores que han irrumpido con mucha fuerza en la escena cinematográfica -David Fincher, Night Shamalan, Paul Thomas Anderson o Spike Jonze-, pues comparten con ellos de un modo muy estrecho no sólo inquietudes, sino también maneras de narrar. Por eso no resulta extraño que varios de estos escritores hayan alcanzado la fama, a gran escala, gracias a la temprana adaptación cinematográfica de sus novelas. Es el caso de La tormenta de hielo, de Moody; El club de la lucha, de Palahniuk; Jóvenes prodigiosos, de Chabon; Las vírgenes suicidas, de Eugenides; o The Emperor's club, relato de Canin incluido en El ladrón de Palacio.

una generación doble

Toda generación que se precie (y, aunque con reticencias, daré por bueno que hablamos de una "generación") tiene que tener sus ideólogos, aquellos escritores que no sólo se preocupan de crear obras con las que hablar de su tiempo, sino que intenten también relatar el estado personal y social en el que les ha tocado llevar a cabo dicha labor. En este caso, ese papel, voluntaria o involuntariamente, les ha tocado en suerte, por si no se había apreciado hasta ahora, a David Foster Wallace y Jonathan Franzen. Dos artículos suyos, "E unibus pluram: televisión y narrativa americana", incluido en el libro Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer (Mondadori, 2001), de Foster Wallace, y "¿Por qué molestarse?", del libro de Franzen Cómo estar solo (Seix Barral, 2003), han alcanzado el estatus de balizas ideológicas entre las que se han movido, creativamente hablando, los integrantes de dicha generación. A pesar de enfocar el tema desde ángulos diferentes, ambos artículos hablan de las posibilidades del realismo narrativo, de la herencia de la novela social y la narrativa posmoderna, y en última instancia de las posibilidades de la escritura en un mundo dominado por el totalitarismo de la ironía impuesto por la televisión y la nula repercusión social del escritor y su obra.

Algunas citas de Foster Wallace:

"Para los jóvenes escritores, la tele es parte de la realidad en la misma medida que los Toyota o los atascos de tráfico".

"El nexo donde televisión y narrativa convergen y se dan la mano es la ironía autoconsciente".

"Y no se engañen: la ironía nos tiraniza. La razón por la que nuestra ironía cultural dominante es a la vez tan poderosa y tan poco satisfactoria es que resulta imposible hacer que un ironista se defina".

"Y por esa razón el narrador ciudadano de nuestra cultura televisiva está metido en un marrón tan grande. ¿Qué hace uno cuando la rebelión posmoderna se convierte en una institución de la cultura pop?".

"Podemos resolver el problema celebrándolo. Trascender los sentimientos de angustia causados por la masa arrodillándonos ante ellos. Podemos ser reverentemente irónicos."


Algunas citas de Franzen:

"El novelista tiene cada vez más cosas que decir a lectores que cada vez tienen menos tiempo de leer: ¿dónde encontrar la energía de influir en una cultura en crisis cuando la crisis consiste en la imposibilidad de influir en la cultura?".

"El escritor norteamericano de hoy afronta un totalitarismo cultural análogo al político con el que tuvieron que enfrentarse dos generaciones de escritores del bloque oriental. No tenerlo en cuenta es cortejar a la nostalgia".

"Te preguntas: ¿por qué me tomo la molestia de escribir estos libros? No puedo fingir que la corriente dominante escucha la noticia que debo comunicarle. No puedo fingir que estoy subvirtiendo nada, puesto que cualquier lector capaz de descodificar mis mensajes subversivos no necesita oírlos".

"Esperar que una novela soporte el peso de toda nuestra sociedad trastornada -que ayude a resolver problemas contemporáneos- me parece un engaño típicamente norteamericano. Escribir frases de tal autenticidad que uno puede refugiarse en ellas: ¿no es suficiente? ¿No es mucho ya?".

"El realismo trágico preserva el acceso a la tierra que hay detrás del sueño del 'pueblo elegido', a la dificultad humana que hay debajo de la facilidad tecnológica, a la tristeza que esconde la narcosis de la cultura pop: a todos esos presagios en los márgenes de la existencia."

Partiendo de estos dos artículos, declaraciones de principios en toda regla, estableceré dos grupos de autores: los irónicos reverentes y los realistas trágicos. No es una división tan arbitraria como podría parecer, pues las líneas de unificación que distinguen a ambos grupos, a pesar de las múltiples interrelaciones y saltos entre ellos, son lo bastante poderosas como para afirmar que existe una relación de yuxtaposición entre los autores; por decirlo de otro modo, la lectura de algunos de ellos ayuda a la comprensión y disfrute de otros.


los irónicos reverentes

Los escritores de este grupo (Foster Wallace, Palahniuk, Homes, Lethem, Eggers) tienen vocación de punta de lanza. Lo que les lleva a escribir es el afán de seguir derribando muros de hipocresía, de señalar el punto débil y de forzar los límites de su arte. Tratan la relación individuo-sociedad haciendo mucho hincapié en el entorno, en la extrañeza del mundo, la situación tiene más peso que el personaje y la idea de presente suspendido es un punto de referencia básico. Dan por hecho que la batalla de lo libresco está perdida de antemano y, por ello, tratan de transformar la palabra, la obra escrita, en otro tipo de artefacto, llevando en muchos casos la ficción al extremo de lo inaceptable por el orden moral establecido.

David Foster Wallace (1962) es uno de los miembros más destacados de este grupo de escritores, no tanto por el carácter singular de sus obras de ficción, sino por un detalle algo más curioso: ha dedicado un enorme esfuerzo a la causa de cerrar el enorme boquete causado por la hipertrofia de la ironía de la que habla en su artículo. Tras su primera novela, inédita en castellano, saltó a la palestra literaria americana con un excelente libro de cuentos, La niña del pelo raro (Mondadori, 2000), donde se aprecia toda la emergencia, la alegría y el poder para sugerir de la cultura popular. El último relato del libro, "Hacia el oeste el avance del imperio continúa", ya indicaba el camino que Foster Wallace tenía pensado emprender con su siguiente novela, la mastodóntica y obsesiva La broma infinita (Mondadori, 2002): la parodia y agotamiento de las maneras posmodernas. La broma infinita es un artefacto con vocación de totalidad, como lo fueron aquellos intentos de Proust o Musil, pero en sentido inverso: donde aquellos pretendían crear algo uniendo piezas, Foster Wallace pretende acabar con algo metiéndolo todo en la trituradora de su escritura y guiándolo por el sendero de la indefinición, aplicando una dosis inmensa del veneno que intenta erradicar. Si La broma infinita llegase a pasar a la historia, se debería más al hecho de ser algo similar a un agujero negro con una indescriptible fuerza de gravedad que a un punto de luz en el espacio literario, pues, a pesar de las altas cotas de ingenio, no es sino una especie de lápida que parece cerrar con doble llave el sepulcro de aquello que había sumido a la literatura norteamericana en el estancamiento. Por suerte, y como indicaba en su crítica de la novela Sergi Sánchez, "esta novela es el fin de algo y el principio de todo", y tras ella aparecieron Entrevistas breves con hombres repulsivos, otro libro de relatos, mucho menos rico que el primero, y, sobre todo, Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer (Mondadori, 2001, ambos). Es este último el mejor de los libros de Foster Wallace hasta el momento, una magnífica y deliciosa recopilación de reflexiones y piezas de no ficción en las que, gracias a la poderosa franqueza que alcanza su prosa, logra dar lo mejor de sí mismo como escritor y abrir una brecha de optimismo hacia el futuro.

De Chuck Palahniuk (1964), curiosamente, aún no se ha hablado mucho en el ámbito hispano, a pesar de ser acreedor de una obra sólida, coherente y llamativa, y de haber pergeñado un libro, sin duda el mejor de su producción, capaz de condensar el malestar de toda una generación, de trazar (desquiciadas) alternativas y de convertirse, en parte gracias al cine, en un extraño libro secreto de culto masivo: El club de lucha (Aleph, 1999-2003). Palahniuk ha centrado cada una de sus novelas en temas específicos (el espacio de la masculinidad, el mundo de la moda, el mesianismo mediático, las adicciones), con el fin de abordar desde múltiples ángulos el tema de la alienación del hombre en una sociedad despersonalizada. A este escritor con vocación de activista (pertenece a un colectivo dedicado al gamberrismo artístico, la Cacophonic Society) aún le impulsa el deseo de, si no cambiar el mundo, sí hacerlo de nuevo humano. "Es el momento de producir libros que les sirvan a los hombres", ha dicho. Con Superviviente (Aleph, 2000), Asfixia, Nana y Monstruos invisibles (Mondadori 2001 y 2003), novelas marcadas por una prosa basada en verbos más que en adjetivos, ha pretendido expresar lo siguiente: "Tenemos que aceptar el caos y todo aquello que entendemos por desastroso. Porque sólo a través de ese tipo de cosas podremos redimirnos y cambiar." Gracias a eso, sus personajes acaban alcanzando un estado más allá del nihilismo, una suerte de libertad definitiva y extrema; en cierto sentido, postapocalíptica. Así termina, por ejemplo, El club de lucha: "Vamos a acabar con la civilización para hacer del mundo algo mejor." Y así Asfixia: "Es grotesco, pero aquí estamos, los pioneros, los zumbados de nuestra época, intentando construir nuestra realidad alternativa. Construir un mundo a partir de piedras y caos."

Del resto de integrantes del grupo de los que he denominado irónicos reverentes, A. M. Homes es la más traducida, y desde hace más tiempo, al castellano. No se puede decir, sin embargo, que sea excesivamente conocida entre nosotros. El fin de Alice (Anagrama, 1999) no obtuvo aquí la airada respuesta que le propiciaron en Inglaterra, donde algunos quisieron prohibir la salida de una novela que, con descarnada delicadeza, trata el tema de la pederastia y de la sexualidad infantil. En Sólo una madre (Ediciones B, 1996) y Música para corazones incendiados (Anagrama, 2001), Homes ha evidenciado una afilada capacidad de penetración en los recovecos de la psique humana, adentrándose con pasmosa serenidad en los rincones más oscuros, y una efectividad narrativa basada en una prosa igualmente cortante y carente de gratificaciones. Esa capacidad de observación la ha puesto también al servicio de National Geographic para llevar a cabo un rico y poco corriente retrato de la ciudad de Los Ángeles (Los Ángeles, RBA, 2003).

Jonathan Lethem (1964), por su parte, hasta publicar Huérfanos de Brooklyn (Mondadori, 2001), que le valió el National Book Critics Award, se había dedicado a revisar el género fantástico y a darle una psicodélica vuelta de tuerca, así como a explorar la línea que separa la cordura de la enfermedad mental; buena prueba de ello son Cuando Alice se subió a la mesa y Paisaje con muchacha (Mondadori, 2003, ambos). Huérfanos de Brooklyn, cuyos derechos posee el actor Edward Norton, se centra en la búsqueda del asesino de un pequeño mafioso que ha hecho las veces de padre adoptivo para un grupo de muchachos huérfanos entre los que está el narrador, un joven aquejado del síndrome de Tourette. En esta novela, Lethem muestra de un modo sincopado y tangencial el choque violento entre la inocencia juvenil individual y la implacabilidad del mundo adulto.

Mención especial merece el caso de Dave Eggers (1970), el integrante más sorprendente y secreto del grupo; también el más joven. Con sólo un libro, Una historia conmovedora, asombrosa y genial (Planeta, 2001), Eggers (actual editor de la revista McSweeney's, en la que han publicado muchos de los escritores mencionados en este artículo) se colocó de inmediato en la órbita de autores con una trayectoria más larga y, sin duda, más definida. Dicha obra es uno de los libros más inclasificables y sorprendentes aparecidos en los últimos años, pues enmascarada en forma de novela Eggers nos cuenta su propia historia: cómo tuvo que sobreponerse a la muerte casi simultánea de sus padres y hacerse cargo de su hermano pequeño. Para ello, fuerza hasta el paroxismo las formas novelísticas, incluyendo más de cuarenta páginas de "sugerencias para disfrutar de la obra", prefacio y agradecimientos, y alternando momentos desbocados de diálogo con conmovedoras descripciones anímicas; entre otros muchos malabares narrativos. Resulta difícil de entender que fuese Planeta la que editase un libro tan extraño y minoritario, pero ello no empaña (a pesar también de los inevitables excesos) el poder de una prosa limpia, regida por la sinceridad y el deseo exclusivo de contar para ordenar el caos que supone vivir; casi como si fuese el primer escritor de un nuevo mundo.


los realistas trágicos

Por su parte, los miembros de este segundo grupo (Franzen, Moody, Eugenides, Chabon, Moore y Canin) intentan darle contenido humano, carne, a ese mundo moralmente arrasado; después de todo, parecen decir, son seres humanos los que viven en él, como han venido haciéndolo desde hace miles de años. Su narrativa se centra más en los personajes, en su fuerza y su vida interior, e intentan, a través de ellos y sus experiencias personales a lo largo del tiempo, crear una línea de enlace con el pasado por encima del muro que separa su generación de las precedentes. En las obras de todos ellos está muy presente la idea de familia y la del legado cultural y social. Creen en el poder de la palabra escrita como fuente de transmisión y conocimiento, incluso siendo conscientes de la vacuidad imperante, y existe en sus obras un extraño optimismo surgido del atisbo de la superación de la ironía y de la aceptación del entorno y los dolores que entraña.

Jonathan Franzen (1959) es a estas alturas, al menos a nivel mediático, el autor de referencia cuando se habla de la next generation: su pico más alto. Con su tercera novela, la impresionante Las correcciones (Seix Barral, 2002) ha logrado unificar a crítica y público (Andrés Ibáñez, por ejemplo, la comparó a Madame Bovary, y ha vendido más de un millón de ejemplares en su país), y eso a pesar de, o tal vez gracias a, haberse enfrentado a una de las sacerdotisas de la comunicación cultural estadounidense: Oprah Winfrey; acontecimiento que narra en uno de los artículos de Cómo estar solo. Franzen es un claro heredero de Pynchon, como demuestra la enrevesada, casi estrambótica, trama político-social de Ciudad veintisiete (Alfaguara, 2003), una extensa novela sobre una conspiración hindú para hacerse con la ciudad de San Luis. Pero su apuesta por la claridad expositiva ("Sin renunciar a una visión seria, el novelista tiene la obligación de entretener") y la riqueza de matices sintácticos le acerca más al amor y la fe por la frase bien escrita propio de DeLillo. Las correcciones, donde se narra la historia de una familia (aparentemente) normal, los Lambert, desde el repaso pormenorizado al discurrir de sus integrantes, dibujando unos muy sólidos protagonistas, es a la vez una crónica sagaz de la Norteamérica del cambio de milenio. Lo curioso de esta obra es que, al igual que un Boeing 747, su despegue no es grácil, como no lo es, a pesar de su efectividad, el aterrizaje, pero cuando se encuentra en pleno vuelo, a velocidad crucero, resulta imposible no maravillarse de que un artefacto de semejantes dimensiones flote en el cielo con tanta armonía. Porque Franzen ha conseguido con esta novela alcanzar El Dorado novelístico de su generación, la tercera vía: combinar los logros técnicos del posmodernismo con la emoción asociada al realismo, sin la cual no puede haber buena literatura. Cabe la posibilidad de que si Ruido de fondo supuso un toque a rebato para los nacidos en los sesenta, Las correcciones actúe a modo de radiofaro para la siguiente generación.

La tormenta de hielo (Debate, 1997), de Rick Moody (1961), es, sin duda, una de las obras que permite entender a este grupo de autores como una generación. Durante un gélido fin de semana del invierno de 1973, los Hood y sus vecinos los Williams serán protagonistas de un desgarrador momento de incomunicación que llevará a la muerte de uno de los protagonistas. El hielo al que hace referencia el título, no será sólo el que cubra el acomodado barrio residencial en el que viven, si no el que se había de instalar definitivamente entre dos generaciones, representadas por unos padres progres, perdidos en su propia indefinición, y unos hijos que tenían la televisión y los cómics como máximo referente cultural. La tormenta de hielo, en otras palabras, narra a la perfección el momento del corte en el correlato histórico, tomando a una familia de clase mediaalta como máximo exponente de un desastre de escala social. De Rick Moody se han traducido algunos libros más -America Ocaso (Debate), Días en Garden State y Demonología (Mondadori, 2003, ambos)- pero su cota más alta, hasta el momento, es el reciente El velo negro (Mondadori, 2003), un atípico libro de memorias ("Los géneros son un problema de las librerías"), emparentado con las obras de Sebald, en las que las vivencias personales del autor, centradas en la época que fue internado en un psiquiátrico, se entrelazan con la historia de su familia a lo largo del tiempo (otro Moody inspiró el famoso cuento de Hawthorne "El velo negro del pastor" que da título al libro) y, por extensión, con la fundación de su país.

Tras ocho años de elaboración, Jeffrey Eugenides (1960) publicó Middlesex (Anagrama, 2003), una novela que va camino de convertirse, a juzgar por las elogiosas críticas que le han dedicado los suplementos culturales, en uno de los fenómenos de los últimos años. Desde el punto de vista del hermafrodita Cal Stephanides, la novela nos cuenta una historia familiar de emigración con tintes fundacionales que es, a la vez, un impresionante fresco que cubre más de setenta años de la historia de América centrados en una de las ciudades clave de ese periodo: el Detroit de la industria automovilística. El libro destaca, sobre todo, por su poder de evocación, por su prosa bruñida y generosa que permite una lectura amable y enriquecedora (la falta de mordiente o acidez no empaña sus logros). Middlesex tiene vocación de obra mayor, todo lo contrario a lo que sucedía con su primera novela, Las vírgenes suicidas (Anagrama, 1994), una singular novela (escrita en primera persona del plural) que reflejaba el misterio y la imposibilidad de comprensión de la feminidad, colocando una lente de aumento en las hermanas Lisbon, adolescentes con una irresistible atracción por el suicidio.

Michael Chabon (1963) apuntó muy buenas maneras con su libro de relatos Un mundo modelo (Mondadori, 2003), expectativas que se vieron confirmadas con la novela Chicos prodigiosos (Anagrama, 1997), un refrescante y vivo repaso a la vida del escritor y profesor Grady Tripp, autor de culto enfrascado en una inacabable novela, durante un trepidante fin de semana en el que se debatirá su futuro como marido, padre y escritor. Tras ella, Chabon se embarcó en un proyecto de gran calado, Las asombrosas aventuras de Kavalier y Clay (Mondadori, 2003), en la que a pesar de sus esfuerzos por hacer viable una nostálgica historia de autores de cómic de los cincuenta, y a pesar de haber recibido por ella el Pulitzer, no alcanza el encantador nivel de su anterior novela.

A pesar de que casi todos los integrantes del grupo de los realistas trágicos han escrito cuentos, la cuentista estelar del grupo es Lorrie Moore (1957). Su apuesta por las formas breves es muy intensa y específica, logrando algo que parecía realmente difícil: superar el legado de Carver. El mejor de sus libros, el estupendo Pájaros de América (Salamandra, 1999) es hasta ahora el último de su producción. Aparte de éste, la misma editorial ha publicado Autoayuda y Como la vida misma (2000 y 2003).

Respecto a Ethan Canin (1960), su inclusión entre estos autores planteaba serias dudas. El emperador del aire (Salamandra, 1999), El ladrón de palacio (Anagrama, 1996), Blue River y De reyes y planetas (Salamandra, 1997 y 2001) son obras no sólo ajenas a cualquier tipo de moda, sino que parecen apostar con firmeza por una recuperación estilística, a la sombra de Scott Fitzgerald, de las formas clásicas. Si bien su primer libro de relatos destacó, precisamente, por el hecho de ir contracorriente, el resto de su producción no tiene la fuerza como para lograr el objetivo de colocarlo en un estadio atemporal, a pesar del atractivo de los temas que trata o de la sobriedad que caracteriza sus obras.


entre las grietas

Para concluir, y tras haber hecho un repaso, siquiera a vista de pájaro, de su producción literaria, me gustaría indicar el punto definitivo de unión entre todos estos autores, inquilinos conscientes del planeta de los simios. Si una cosa comparten, más allá del tiempo que les ha tocado vivir, es su falta de cinismo. A día de hoy, en un mundo que no cesa de certificar la muerte de la cultura como forma de conocimiento, resulta sorprendente que todavía haya escritores que crean en lo que hacen (y que quede claro que no son los únicos), afrontando su oficio con modestia y ambición a partes iguales, aun a sabiendas de que su trabajo tiene todos los números para convertirse, con suerte, en parte de la gran rueda que no cesan de señalar. Tal vez la narrativa, y con ella el papel impreso, tenga sus días contados, pero de momento, escribir o "coger una novela después de cenar, representa una especie de cultural Je refuse!", como afirma Franzen; lo cual no es poco, habida cuenta de que el heroísmo se circunscribe ya únicamente al ámbito de lo íntimo y personal. Tal vez, como indica Foster Wallace, "los nuevos rebeldes sean artistas que se expongan al bostezo, a los ojos en blanco, a la sonrisita de suficiencia, al golpecito en las costillas, a la parodia de los ironistas y al 'Oh, qué banal'. A las acusaciones de sentimentalismo y melodrama. De exceso de credulidad. De blandura. De dejarse embaucar de buena gana por un mundo de mirones y seres acechantes que temen al miedo y al ridículo más que al encarcelamiento sumario. Quién sabe." Tal vez la narrativa seria, o social, o como se la prefiera denominar, no tenga ya más posibilidad de existir que entre las grietas y huecos que deje la tiránica cultura del entretenimiento, pero quizá precisamente por ese motivo sea tomada más en serio, al entenderla "como un espectáculo en peligro de extinción", según palabras de DeLillo. Por decirlo de otro modo, tal vez los simios encierren para siempre en jaulas zoológicas a los pocos humanos dispuestos a seguir en la brecha, permitiéndoles (pro)crear tan sólo en cautividad, pero en ningún caso podrán delimitar jamás el tamaño interior de dichas jaulas ni la orientación de las ventanas con las que mirar al exterior.

(tomado de la revista Lateral)

replay

bob dylan

(minnesotta, 1941. poeta y cantante; también actor. Autor de varias tonadas de variada recordación (blowin in the wind, hey mister tambourine man, the times they are a-changin) y discos de placa, transformados en cd, pero que aún siguen girando a 33 y 1 tercio: blonde on blonde, nashville skyline, highway 61 revisited, bringing it all back home)




poetry


«I could make you crawl

if I was payin attention»

he said munchin a sandwish

inbetween chess moves

«what d you wanna make

me crawl for?»

«I mean I just could»

«could make me crawl»

«yeah, make you crawl!»

«humm, funny guy you are»

«no, I just play t win,

that´s all»

«well if you cant win me,

then you´re the worst player

I ever played»

«what d you mean?»

«I mean I lose all the time»

his jaw tightened an he took

a deep breath

«hummm, now I gotta beat you»



***



for francoise hardy

at the seine´s edge

a giant shadow

of notre dame

seeks t grab my foot

sorbonne students

whirl by on thin bicycles

swirlin´ lifelike colors of leather spin

the breeze yawns food

far from the bellies

of erhardt meeting johnson

piles of lovers

fishing

kissing

lay themselves on their books, boats,

old men

clothed in curly mustaches

float on the benches

blankets of tourists

in bright red nylon shirts

with straw hats of ambassadors

(cannot hear nixon´s

dawg bark now)

will sail away

as the sun goes down

the doors of the rivers are open

i must remember that

i too play the guitar

it´s easy t stand here

more lovers pass

on motorcycles

roped together

from the walls of the water then

i look across t what they call

the right bank

an envy

your

trumpet

player



***



Al´s wife claimed I cant be happy

as the New Jersey nite ran backwards

an vanished behind our rollin ear

«I dig the colors outside, an I´m happy»

«but you sing such depressin songs»

«but you say so on your terms»

«but my terms aren´t so unreal»

«yes, but they´re still your terms»

«but what about others that think

on those terms»

«Lenny Bruce says there´re no dirty

words … just dirty minds an I say there´re

no depressed words just depressed minds»

«but how´re you happy an when´re you happy»

«I´m happy enough now»

«why?»

«cause I´m calmly lookin outside an watchin

the nite unwind»

«what´d yuh mean unwind»

«I mean something like there´s no end it

an its so big

that everytime I see it it´s like seein

for the first time»

«so what?»

«so anything that ain´t got no end´s

just gotta be poetry in one

way or another»

«yeah but …»

«an poetry makes me feel good»

«but …»

«an it makes me feel happy»

«ok but …»

«for lack of a better word»

«but what about the songs you sing on stage?»

«they´re nothin but the unwindin of

my happiness»


***



straight away an into the ring

juno takes twenty pills an

paints all day. life he says

is a head kinda thing. outside

of chicago, private come down

junkie nurse home heals countless

common housewives strung out

fully on drugstore dope, legally

sold t help clean the kitchen.

lenny bruce shows his seventh

avenue hand made movies, while a

bunch of women sneak little white

tablets into shoes, stockins hats

an other hidin places, newspapers

tell neither, irma goes t israel

an writes me that there, they

hate nazis much more n we over here

do. eichmann dies yes, an west

germany sends eighty year old

pruned out gestapo hermit off t

the penitentiary. In east berlin

renata tells me that i must wear

tie t get in t this certain place

i wanna go, back here, literate

old man with rebel flag above

home sweet home sign says he wont

vote for goldwater, «talks too

much, should keep his mouth shut»


i walk between back yards an see

little boy with feather in his hair

lyin dead on the grass, he gets

up an hands feather t another

little boy who inmediately falls

down. «it´s my turn t be the good

guy … take that, redskin» bang bang.

henry miller stands on other side

of ping pong table an keeps

talkin about me. «did you ask

the poet fellow if he wants

something to drink» he says t

someone getting all the drinks

i drop my ping pong paddle

an look at the pool, my worst

enemies don’t even put me down

in such a misterious way.

college student trail me with

microphone an tape machine

what d you think a the communist

party? what communist party?

he rattles off names an numbers

he cant answer my question, he

tries harder. i say «you don’t

have t answer my question», he

gets all squishy, i say

there´s no answer t my question

any more n there´s an answer t

your question, ferris wheel runs

in california park an the sky trembles,

turns red, above hiccups an pointed

fingers, i tell reporter lady that yes

i´m monstruosly against the house

unamerican activities committee

and also the cia an i beg her please

not t ask me why for it would take

too long t tell she asks me about

humanity an i say i´m not sure

what that word means, she wants me

t say what she wants me t say, she

wants me t say what she

can understand, a loose tempered fat

man in borrowed stomach slams wife

in the face an rushes off t civil

rights meeting, while some strange

girl chases me up smoky mountain

tryin t find out what sign i am.

i take allen ginsberg t meet fantastic

great beautiful artist an no tresspassin


boards block up all there is t see

eviction, infection, gangrene an

atom bombs, both ends exist only

because there is someone who wants

profit. boy loses eyesight, becomes

airplane pilot, people pound their

chests an other people´s chests an

interpret bibles t suit their own

means. respect  is just a misinterpreted word

an if Jesus Christ, himself, came

down thru these streets, Christianity

would start all over again, standin

on the stage of all ground, insects

play in their own world, snakes

slide thru the weeds, ants come an

go thru the grass, turtles an lizards

make their way thru the sand, everything

crawls, everything …

an everything still crawls



***



run go get out of here

quick

leave joshua

split

go fit your battle

do your thing

i lost my glasses

cant see jerico

the wind is tyin knots

in my hair

nothin seems

t be straight

out here

no i shant go with you

i cant go with you


on the brooklyn bridge

he was cockeyed

an stood on the edge

there was a priest talkin to him

i was shiftin myself around

so i could see from all sides

in an out of stretched necks

an things

cops held people back

the lady in back of me

burst into my groin

«sick sick some are so sick»

like a circus trapeze act

«oh i hope he don’t do it»

he was on the other side of the railin

both eyes fiery wide

wet with sweat

the mouth of a shark

rolled up soiled sleeves

his arms were thick an tattoed

an he wore a silver watch

i could tell at a glance

he was uselessly lonely

i couldnt stay an look at him  

i couldnt stay an look at him

because i suddenly realized that

deep in my heart

i really wanted

t see him jump


(a mob. each member knowin

that they all know an see the same thing

they have the same thing in common.

can stare at each other in total blankness

they do not have t speak an not feel guilty

about havin nothin t say, everyday boredom

soaked by the temporary happiness

of «that their search is finally over

for findin a way to communicate» a leech cookout

giant cop out. all mobs i would think.

an i was in it an caught by the excitement of it)


an i walked away

i wanted t see him jump so bad

that i had t walk away an hide

uptown uptown

orchard street

pants leg in my face

«comere! comere!»

i don’t need no clothes

an cross the street

skull caps climb

by themselves out of manholes

an shoeboxes ride

the cracks of the sidewalk

fishermen …..

i´ve suddenly been turned into

a fish

but does anybody

wanna be a fisherman

any more n i

don’t wanna be a fish


(swingin wanda´s

down in new orleans

rumbles across

brick written

swear word

vulgar wail

in new york city)


no they cant make it

off the banks of their river

i am in their river

(i wonder if he jumped

i really wonder if he jumped)

i turn corner

t get off river

an get off river

still goin up

i about face

an discover

that i´m on another river


(this time, king rex

blesses me with plastic beads

an toot toot whistles

paper rings an things.

royal street.

bourbon street

st. claude an esplanade

pass an pull

everything out of shape

joe b. stuart

white southern poet

holds me up

we charge thru casa

blazin jukebox

gumbo overflowin

get kicked out of colored bar

streets jammed

hypnotic stars explode

in louisiana murder nite

everything´s wedged

arm in arm

stoned galore

must see you in mobile then

down governor nichel

an gone)


ok i can get off this river too

on bleeker street

i meet many friends

who look at me

as if they know something

i don’t know


rocco an his brothers

say that some people

are worse hung up than me

i don’t wanna hear it

a basketball drops thru

the hoop

an i recall that the

living theatre´s been busted


(has the guy jumped yet?)

intellectual spiders

weave down sixth avenue

with colt forty fives

stickin out of their

belly buttons

an for the first time

in my life

i´m proud that

i havent read into

any masterpiece books

(an why did I wanna see that

poor soul so dead?)



***



first of all two people get

together an they want their doors

enlarged, second of all, more

people see what´s happening an

come t help with the door

enlargement. the ones that arrive

however have nothin more than

«let´s get these doors enlarged»

t say t the ones who were

there in the first place. it follows then that

the whole thing revolves around

nothing but this door enlargement idea.

third of all, there´s a group now existin

an the only thing that keeps them friends

is that they all want the doors enlarged

fourth of all,

after this enlargement

the group has t find

something else t keep

them together or

else the door enlargement

will prove t be

embarassing




poesía

(traducción de RFI)



"podría hacer que te arrastraras

si tan solo prestara atención"

dijo él masticando un sandwish

entre jugadas de ajedrez

"¿por qué quieres hacerme

arrastrar?"

"quiero decir que podría hacerlo"

"podrías hacerme arrastrar"

"¡sí! ¡hacerte arrastrar!"

"hummm, que gracioso eres"

"no, solo juego para ganar,

eso es todo"

"bueno, si no puedes ganarme

entonces eres el peor jugador

con el que haya jugado"

"¿que quieres decir?"

"quiero decir que pierdo todo el tiempo"

apretó las mandíbulas y respiró

fuerte

"hummm, ahora tengo que ganarte"



***



para francoise hardy

en la orilla del sena

una sombra gigante

de notredame

busca agarrar mi pie

estudiantes de la sorbona

ruedan sobre delgadas bicicletas

vitales colores en torbellino de giro y cuero

la briza bosteza alimentos

lejos de los vientres

de erhardt conociendo a johnson

pilas de amantes

pescando

besándose

yacen sobre libros, botes

ancianos

vestidos con bigotes rizados

flotan sobre los bancos

sábanas de turistas

con brillantes camisas de nylon rojo

con sombreros de paja de embajadores

(no puedo oir ladrar ahora

al perro de nixon)

se irán navegando

mientras se pone el sol

las puertas del río están abiertas

debo recordar que

yo también toco la guitarra

es facil estar aquí parado

pasan más amantes

sobre motocicletas

enlazados juntos

desde los muros del agua entonces

miro a lo que llaman

la orilla derecha

y envidio

a

tu

trompetista



***



la esposa de Al dijo que yo no podía ser feliz

mientras la noche de New Jersey corría hacia atrás

y se desvanecía tras nuestros oídos rodantes

"miro los colores afuera, y soy feliz"

"pero cantas canciones tan deprimentes"

"pero eso lo dices en tus términos"

"pero mis términos no son tan irreales"

"sí, pero de todas formas son tus términos"

"pero que hay con los demás que piensan

en esos términos"

"Lenny Bruce dice que no hay palabras

sucias ... solo mentes sucias y yo digo que no hay

palabras depresivas solo mentes depresivas"

"pero como eres feliz y cuando estás feliz"

"soy bastante feliz ahora"

"¿por qué?"

"porque miro afuera calmadamente y veo

la noche revelarse"

"que quieres decir con revelarse"

"quiero decir algo que no tiene fin

y es tan grande

que cada vez que lo veo es como verlo

la primera vez"

"¿y qué?"

"que algo que no tiene fin

tiene que ser poesía de una forma

o otra"

"sí pero ..."

"y la poesía me hace sentir bien"

pero ..."

"y me hace sentir feliz"

"okey pero ..."

"a falta de una palabra mejor"

"¿pero que hay con las canciones que cantas sobre el escenario?"

"no son más que la revelación de

mi felicidad"



***



una vez dentro del ring

juno toma veinte pastillas y

pinta todo el día. dice que la vida

es una cosa en la cabeza. afuera

de chicago, desbarajuste privado

enfermera casera junkie sana incontables

amas de casa comunes colgadas

completamente con drogas de farmacia, legalmente

vendidas para ayudar a limpiar la cocina.

lenny bruce muestra sus séptimas

películas hechas a mano en la avenida, mientras un

montón de mujeres se llevan pequeñas

tabletas blancas dentro de zapatos, medias sombreros

y otros escondites, los diarios

no dicen nada, irma va a israel

y me escribe que allá odian

a los nazis mucho más que nosotros aquí

eichmann muere sí, y alemania

oriental envia ermitaño de ochenta años

gestapo gastado a

la penitenciaría. en berlin occidental

renata me dice que debo usar

corbata para entrar a este sitio

quiero regresar aquí, literato

anciano con bandera rebelde sobre

letrero de hogar, dulce hogar dice que no

votará por goldwater, "habla

mucho, debería mantener su boca cerrada"


camino entre patios y veo

a un chico con plumas en el pelo

yaciendo muerto sobre la hierba, se levan

ta y le da las plumas a otro

chico que inmediatamente se

cae. "es mi turno de ser el

bueno ... toma esto, piel roja" bang bang.

henry miller está en el otro lado

de la mesa de ping pong y sigue hablando

sobre mi. "le preguntaste

al compañero poeta si quiere

algo de beber" le dice a

alguien que busca las bebidas

suelto mi raqueta de ping pong

y miro a la piscina, mis peores

enemigos ni siquiera me entristecen

de una forma tan misteriosa.

estudiante universitario me persigue con

micrófono y grabadora

¿que cree del partido

comunista? ¿que partido comunista?

me da nombres y números

no puede responder mi pregunta, él

intenta mejor. le digo "no

tienes por que responderme", él

se inquieta, le digo

que no hay respuesta para mi pregunta

como mismo no hay respuesta para

su pregunta, gira el carrusel

en el parque de california y el cielo tiembla,

enrojece, sobre hipos y dedos

señalando, le digo a la reportera que sí

estoy monstruosamente contra

el comité de actividades no-norteamericanas

y también la cia y le ruego por favor

que no me pregunte la razón porque me llevaría

mucho tiempo contestar lo que me pregunta

acerca de la humanidad y le digo que no estoy seguro

del significado de esa palabra, ella quiere

que yo diga lo que ella quiere que diga, ella

quiere que diga lo que ella

puede entender, un gordo de mal temperamento

con estómago prestado golpea a esposa

en la cara y se va a un encuentro

de derechos civiles, mientras una extraña

chica me persigue por montaña humeante

tratando de averiguar mi signo.

llevo a allen ginsberg a conocer a fantástica

gran hermosa artista y letreros


de no traspasar bloquean toda la vista

desalojo, infección, gangrena y

bombas atómicas, ambos fines existen solo

porque hay alguien que quiere

beneficio. chico pierde vista, se convierte

en piloto de aeroplano, la gente se da en el pecho

y en los pechos de otros y

interpretan biblias a conveniencia

propia. respeto es una palabra mal interpretada

y si Jesucristo atravesara

estas calles, el Cristianismo

volvería a comenzar desde cero otra vez, parados

en el escenario de todo terreno, los insectos

juegan en su propio mundo, las serpientes

se deslizan por las malezas, vienen las hormigas y

atraviesan la hierba, tortugas y lagartijas

hallan su camino a través de la arena, todo

se arrastra, todo ...

y aún todo se arrastra



***



corre vete sal de aquí

rápido

abandona joshua

pierdete

ve con tu batalla

haz lo tuyo

perdí mis espejuelos

no puedo ver jerico

el viento hace nudos

en mi cabello

nada parece

estar bien

aquí

no no iré contigo

no puedo ir contigo


en el puente de brooklyn

estaba cruzado de ojos

y parado sobre el borde

un sacerdote hablaba con él

yo cambiaba de posición

para poder ver desde todas partes

desde los cuellos alargados

y cosas

los policías contenían a la gente

la dama atrás de mi

me dio en las costillas

"enfermos enfermos algunos están tan enfermos"

como un acto de trapecio en el circo

"oh espero que no lo haga"

él estaba del otro lado del raíl

ojos anchos y salvajes

húmedos de sudor

la boca de un tiburón

mangas enrolladas y sucias

sus brazos eran gruesos y tatuados

y usaba un reloj plateado

pude darme cuenta de una mirada

que estaba inserviblemente solo

no podía quedarme y mirarlo

no podía quedarme y mirarlo

porque repentinamente me di cuenta que

profundo en mi corazón

realmente quería

verlo saltar


(una multitud. cada miembro sabiendo

que todos saben y ven la misma cosa

que tienen lo mismo en comun

pueden mirarse unos a otros con las miradas en blanco

no tienen que hablar y no se sienten culpables

por no tener nada que decir, aburrimiento diario

empapado por la felicidad temporal

de "que su búsqueda finalmente ha terminado

al hallar una manera de comunicación" un envite de sanguijuelas

policía gigante. todas las multitudes podría pensar

y yo estaba en esta y envuelto en la excitación)


y me fui

tenía tantos deseos de verlo saltar

que tuve que irme y ocultarme

en la ciudad en la ciudad

calle orchard

perneras en mi rostro

"¡ven aquí! ¡ven aquí!"

no necesito ropas

y cruzo la calle

cráneos con gorras suben

solos por agujeros

y cajas de zapatos van

por las grietas de la acera

pescadores .....

repentinamente me he vuelto un

pez

pero ¿hay alguien

que quiera ser un pescador

más que yo

no quiera ser un pez?


(wanda de moda

en new orleans

tropieza con

palabrota escrita

sobre ladrillo

lamento vulgar

en new york city)


no no pueden salir

de las márgenes de su río

estoy en su río

(me pregunto si saltó

realmente me preguntó si saltó)

doblo la esquina

para salir del río

y salgo del río

todavía yendo

de cara

y descubro

que estoy en otro río


(esta vez, rey rex

me bendice con cuentas de plástico

y silba silbando

anillos de papel y cosas.

calle real.

calle bourbon

san claude y explanada

pasan y lo

desencajan todo

joe b. stuart

poeta sureño blanco

me sostiene

cargamos a través de casa

vitrola relampagueante

inundante

nos sacan a patadas de bar de negros

calles atascadas

estrellas hipnóticas hacen explosión

en la noche asesinato de louisiana

todo comprimido

brazo con brazo

muy drogado

debo verte en mobile entonces

en gobernador nichel

ido)


okey puedo salir también de este río

en bleeker street

encuentro muchos amigos

que me miran

como si supieran algo

que no sé


rocco y sus hermanos

dicen que algunos

están peores de resaca que yo

no quiero oírlo

una pelota de basket cae

por el aro

y me doy cuenta que

el teatro viviente ha sido devastado


(¿ya habrá saltado el tipo?)

arañas intelectuales

tejen en sexta avenida

con colts cuarentaicinco

sobresaliendo de sus

ombligos

y por primera vez

en mi vida

me enorgullece

no haber leído

ninguna obra maestra de literatura

(¿y por qué quise ver tan muerta

esa pobre alma?)



***



primero que todo dos gentes se

juntan y quieren sus puertas

ensanchadas, segundo que todo, más

gente ve lo que ocurre y

vienen a ayudar con el ensanche de

la puerta. los que llegan

de todas formas no tienen más que

"vamos a ensanchar estas puertas"

para decirles a los que estaban

allí en primer lugar. sucede entonces que

toda la cosa solo gira en torno a

la idea del ensanche de la puerta.

tercero que todo, hay un grupo ahora que existe

y lo unico que los mantiene como amigos

es que todos quieren ensanchar las puertas

cuarto que todo,

después del ensanche

el grupo tiene que hallar

algo más para mantenerlos

juntos o

entonces el ensanche de la puerta

se convertirá en algo

avergonzante






replay









expediente king



El escritor Stephen King, aclamado por muchos lectores pero criticado y defenestrado por muchos críticos, pidió que se le diera apoyo a otros autores de ficción popular, mientras recibía la Medalla 2003 por su Contribución Distinguida a las Letras Americanas, premio entregado por la National Book Foundation.  

El crítico Harold Bloom se mostró particularmente contrario a la elección, al punto de escribir un artículo en el que considera al premio como un asalto al territorio de la literatura. Pero King pareció prestarle poca atención a esto.

«Hay un montón de gente que decidió que era un buen premio para entregarme, y eso es suficiente para mí». dijo King.

El premio que recibió King fue creado en 1998 para rendir honor a los escritores que han contribuido a la literatura moderna con su trabajo.

Durante la ceremonia King brindó un largo discurso que fue seguido por los 900 invitados, entre los que se incluían 125 escritores.

King dijo no tener paciencia «para aquellos que dicen con orgullo que jamás han leído nada de John Grisham, Tom Clancy, Mary Higgins Clark o cualquier otro escritor popular».

«¿Qué piensan?», dijo King. «¿Obtener prestigio académico por estar deliberadamente alejados de su propia cultura?»


(tomado de ABC News)



***



harold bloom


un honor inmerecido


La decisión de otorgar a Stephen King el premio anual de la Fundación Nacional del Libro por su contribución distinguida a la literatura norteamericana es otro hito del indignante proceso de entumecimiento de nuestra vida cultural. En el pasado describí a King como un escritor de novelas baratas, pero tal vez eso sea demasiado amable. No tiene nada en común con Edgar Allan Poe. Es un escritor terriblemente malo, cosa que puede comprobarse frase a frase, libro a libro.

La industria editorial cayó muy bajo al conceder a King un premio que anteriormente había otorgado a los novelistas Saul Bellow y Philip Roth y al dramaturgo Arthur Miller. Al hacerlo, lo único que se reconoce es el valor comercial de sus libros, que se venden por millones pero no hacen nada por la humanidad excepto mantener a flote el mundo editorial. Si ese va a ser el criterio en el futuro, entonces tal vez el año próximo el comité dé el premio a Danielle Steel, y seguramente el Nobel de literatura sea para J. K. Rowling.

Esto forma parte de un fenómeno sobre el que escribí hace un par de años, cuando me pidieron mi opinión sobre Rowling. Compré y leí Harry Potter y la Piedra Filosofal. Fue un proceso muy doloroso. La escritura era espantosa; el libro era horrible. A medida que leía, advertía que cada vez que un personaje salía a caminar, la autora escribía que el personaje estiraba las piernas. Empecé a hacer una marca cada vez que esa frase se repetía. Sólo me detuve cuando ya había hecho varias decenas de marcas. No lo podía creer. Rowling tiene la mente tan llena de clisés y metáforas muertas, que no sabe escribir de otra forma.

Cuando escribí eso en un diario, me criticaron. Me dijeron que J. K. Rowling es lo único que leen ahora los chicos y me preguntaron si, después de todo, no era mejor eso que no leer nada. Si Rowling es lo que hace falta para que abran un libro, ¿no es algo positivo? No lo es. Poco después leí una elogiosa reseña de Harry Potter del propio Stephen King. Había escrito algo del tenor de: «Si los chicos leen Harry Potter a los once o doce años, cuando crezcan van a leer a Stephen King.»  Y no estaba ironizando.

Nuestra literatura y nuestra cultura se van entumeciendo, y las causas son muy complejas. Tengo 73 años. En el curso de una vida dedicada a la enseñanza de la literatura en lengua inglesa, vi cómo se iban degradando los estudios literarios. Es muy poco lo que queda de las humanidades. Mi asistente de investigación me dijo hace dos años que en cierto seminario, el docente había dedicado dos horas a decir que Walt Whitman era racista. Eso no es ni siquiera un desatino ingenioso. Es intolerable.

Empecé mi carrera enseñando a los poetas románticos. En la década de 1950 y principios de los años 60 se entendía que los grandes poetas románticos eran P. B. Shelley, William Wordsworth, Lord Byron, John Keats, William Blake, Samuel Taylor Coleridge. Hoy, sin embargo, son Felicia Hemans, Charlotte Smith, Laetitia Landon y otras que no saben escribir. En muchos programas se enseña a Aphra Behn, una dramaturga de cuarta línea, en lugar de a Shakespeare.

Hace poco, en el funeral de mi viejo amigo Thomas M. Green, de Yale, tal vez el profesor de literatura renacentista más destacado de su generación, dije: «Temo que algo muy valioso haya terminado para siempre». En la actualidad hay cuatro novelistas norteamericanos que siguen trabajando y merecen nuestro elogio. Thomas Pynchon sigue escribiendo. También está Cormac McCarthy, cuya novela Blood Meridian es comparable a Moby Dick, de Melville, y Don DeLillo. A pesar de ello, el premio de este año recae en King. Es un terrible error.



***



jeff zaleski



la necesidad de leer a stephen king


Otro hito del indignante proceso de entumecimiento de nuestra vida cultural, escribió Harold Bloom en L.A. Times. Y muchos en la industria de la publicación están de acuerdo. Pero otros estamos pensando diferente. La decisión de los directores de la National Book Foundation de otorgarle a Stephen King la Medalla 2003 por su Contribución Distinguida a las Letras Americanas ha dividido a la comunidad literaria de manera inusual. O, más importante aun, son los potenciales problemas revelados por nuestras respuestas a la decisión de la Fundación: problemas con algunos premios literarios y, más urgentemente, con las lecturas que elige nuestra comunidad.

Primero, pensemos: ¿se merece King el premio? En Publisher's Weekly hacemos un acercamiento católico a los libros. Asumimos que la excelencia literaria puede aparecer en cualquier tipo de libro, ya sea de suspenso, extranjero, libro para chicos, novela gráfica, ciencia popular, biografía, libro de cocina, poesía, memorias. Y, de esta manera, hemos realizado excelentes críticas de libros de autores tan diversos como David Macaulay, Margaret Atwood, Dennis Lehane, Robert Caro, Nigella Lawson, Isaac Bashevis Singer y, sí, Stephen King, varias veces.

Obsérvese que la medalla es entregada, según palabras de la Fundación, a una persona que ha enriquecido nuestra herencia literaria a través de una vida de servicio, o de su obra. Hay un pequeño debate sobre si King ha enriquecido nuestra herencia literaria a través de una vida dedicada al trabajo; sus contribuciones de caridad, por ejemplo, son bien conocidas. ¿Pero ha hecho lo mismo con su obra? Eso es una cuestión personal de cada uno, pero mi opinión es que nuestra herencia literaria se ha beneficiado enormemente con el trabajo de este maestro de narradores, que no sólo modernizó un género entero -el horror-, sino que nos ha dado personajes tan claves como Carrie, Cujo y Christine, el auto encantado; y, a su vez, nos entretenía mientras lo hacía.

Pero King es un escritor de género y un escritor comercial. Y eso explica gran parte de la bronca. No es un secreto que la comunidad literaria generalmente relega los géneros y la ficción comercial a un segundo plano. (Nosotros hacemos lo mismo con vastas áreas de no-ficción, y quizás con libros para chicos, pero por ahora, limitaremos la discusión a la ficción para adultos). Una mirada a los ganadores de los premios otorgados por la National Book Foundation y la National Book Critics Circle durante las décadas pasadas confirma esto. No hay autor de género -ni escritor considerado comercial- que haya ganado un premio al "mejor" en cualquier categoría (aunque, en 1980, un premio extra de los National Book Award le permitió a John D. MacDonald alzarse con un galardón por Mejor Autor de Supenso). Incluso son raras las nominaciones para dichos autores. Este año, las nominaciones para el National Book Award en la categoría Ficción siguen la norma. Los cinco nominados de este año son muy buenos, pero son todos del tipo "ficción literaria". ¿Es posible que Tony Hillerman esté alguna vez en la lista? ¿O Tananarive Due? ¿George Pelecanos o Margaret Maron? ¿Peter Straub?

Usualmente, es al final de sus vidas, o más allá, cuando los grandes escritores de género son reconocidos como grandes escritores: Hammett, por ejemplo, o Heinlein, o Lovecraft o Chandler. Sí, la comunidad literaria ha reconocido ahora a King, y en 1999 el mismo premio fue para Ray Bradbury. Una vez cada tanto, un escritor de género es elevado de su lugar y puesto en un status literario. Ocurrió con Ross MacDonald, mas recientemente con Elmore Leonard, y ahora pasa con King.

Los premios literarios corresponden, en forma correcta, a autores de grandes libros -trabajos con originalidad, poderosos y bellos. La literatura, incluso la gran literatura, puede aparecer en cualquier género, además de ser parte de la "ficción literaria". Pero muchos de nosotros no estamos familiarizados con los "géneros", porque no los leemos (quisiera saber cuántos de los que objetan la medalla a King, incluido Bloom, han leído seriamente su trabajo). Muchos de nosotros no leemos, y menos estudiamos, a los escritores comerciales de bestsellers. Y esto puede ser un serio problema para nuestra industria: porque lo que los profesionales de la industria leen difiere de lo que compra el público.

Esta observación está basada en años de conversaciones que he tenido con profesionales de la industria literaria, y es una observación muy precisa. Y es cierto que la publicación es una industria que requiere un conocimiento de mercados especializados, y que la excelencia literaria puede encontrarse tanto en libros que se venden mucho como en los que se venden poco. Por eso, es significativo que profesionales de esta industria, cuando son consultados sobre que cosas leen, citan "literatura" y no "ficción" o diferentes géneros; es decir, un libro de T.C. Boyle antes que uno de Michael Crichton. Esta preferencia se manifiesta en los grandes premios literarios, la mayoría de los cuales, por supuesto, son entregados por profesionales de la publicación.

Quizás una razón de que la industria de la publicación solo tiene un pequeño crecimiento es que no escuchamos suficiente al mercado, al público, porque leemos muy lejos de ellos. No estoy sugiriendo que sólo publiquemos determinados géneros en particular o éxitos comerciales, o que dejemos de leer "literatura", sino que aprendamos mas de nuestro mercado estudiando (leyendo) lo que la gente quiere. La información es poder, y por eso sugiero que es importante no sólo leer con criterio amplio, para entender por experiencia personal los productos que más venden.

Cualquier duda de que existe una brecha entre los hábitos de lectura de los profesionales de la publicación y el público en general puede verse con un simple test. Los autores de ficción para adultos más leídos en las pasadas dos décadas -es decir, los autores que han vendido la mayoría de los libros-, probablemente han sido Nora Roberts, Dean Koontz, Tom Clancy, Danielle Steel, John Grisham, Mary Higgins Clark, Michael Crichton y Stephen King. Y luego tenemos a los más recientes autores comerciales como Michael Connelly, David Baldacci, Laurell K. Hamilton y Jan Karon. ¿Cuántos libros hemos leído de ellos? Si fueron pocos, o ninguno, seria deseable leer muchos más, a fin de entender, apreciar y aprender a querer lo que quiere la mayoría del mercado.




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replay

stephen king

(maine, 1947)




apareció caín


Garrish salió del sol resplandeciente del mes de mayo y pasó al frescor de la entrada. Le costó un poco ajustar la vista y en el primer momento Harry el Castor no fue más que una voz incorpórea saliendo de las sombras.

–¿Era una zorra, verdad? –preguntó el Castor–. ¿Verdad que era una verdadera zorra?

–Sí –contestó Garrish–. Fue difícil.

Ahora pudo fijar sus ojos en el Castor. Se estaba frotando los granos de la frente con la mano y le sudaban las orejas. Llevaba sandalias y una camiseta con «69» y un botón en la parte delantera que decía: Bienvenido es un Pervertido. Los enormes dientes delanteros del Castor se distinguían en la oscuridad.

–Iba a dejarlo en enero –explicó el Castor–. No dejé de decírmelo mientras todavía tenia tiempo. Y luego, pasaron las recuperaciones y ya fue cuestión de volver a intentarlo o dejar  el curso incompleto. Creo que he suspendido, Curt. Lo juraría.

La gobernanta estaba en la esquina, junto a los buzones. Era una mujer sumamente alta que se parecía vagamente a Rodolfo Valentino. Estaba esforzándose por meter un tirante de combinación por el sobaco sudado de su traje con una mano, mientras que con la otra ponía una chincheta a una hoja de salida de dormitorio.

–Muy difícil –repitió Garrish.

–Quise copiar algo de ti, pero no me atreví, te lo juro, aquel tío tiene ojos de águila. ¿Crees

que sacaste tu sobresaliente?

–A lo mejor he suspendido –dijo Garrish.

–¿Crees que tú suspendiste? –exclamó el Castor–. Crees que...

–Voy a ducharme, ¿okey?

–Claro, Curt. Claro. ¿Fue éste tu último examen?

–Sí. Fue mi último examen.

Garrish cruzó el vestíbulo, empujó la puerta y empezó a subir. El hueco de la escalera olía como un suspensorio atlético. Siempre la dichosa escalera. Su habitación estaba en el quinto piso. Quinn y aquel otro idiota del tercero, el de las piernas peludas, le pasaron lanzándose una pelotita. Un pequeño, con gafas de montura de concha y un valiente principio de barba, le pasó entre el cuarto y el quinto, con un libro de cálculo apretado contra su pecho como si fuera la Biblia, y desgranando un rosario de logaritmos. Tenía los ojos tan vacíos como pizarras.

Garrish se paró a mirarle, preguntándose si no estaría mejor muerto, pero el pequeño no era

ya más que una sombra que aparecía y desaparecía en la pared. Volvió a verle una vez más y luego desapareció del todo. Garrish llegó al quinto y anduvo hasta su habitación. Pig Pen se había ido hacía dos días. Cuatro finales en tres días, bam–bam y hasta la vista, madam. Pig Pen sabía arreglarse las cosas. Había dejado únicamente sus cromos en la pared, dos calcetines desparejados y sucios y una parodia, en cerámica, del Pensador de Rodin sentado en la taza de un retrete.

Garrish metió la llave en la cerradura.

– ¡Curt! ¡Eh, Curt!

Rollins, el imbécil consejero del piso, que había enviado a Jimmy Brody a visitar al decano

porque había bebido, se acercaba por el corredor, haciéndole señales con la mano. Era alto, bien plantado, con el cabello recortado en cepillo, simétrico en todo. Parecía barnizado.

–¿Has terminado todo? –preguntó Rollins.

–Sííí.

–No te olvides de barrer tu cuarto y llenar la hoja de desperfectos, ¿okey?

–Sííí.

–Pasé una hoja de desperfectos por debajo de tu puerta, el otro día, ¿verdad?

–Sííí.

–Si no me encuentras en mi cuarto, echa la hoja por debajo de la puerta, y la llave también.

–Está bien.

Rollins le cogió de la mano, se la sacudió un par de veces, rápidamente, pumpumpum. La mano de Rollins estaba seca, rasposa. Estrechar la mano de Rollins era como estrechar un puñado de sal.

–Que tengas un buen verano, hombre.

–Bien.

–No trabajes demasiado.

–No.

–Úsalo, pero no abuses.

–Sí, y no.

Rollins pareció momentáneamente desconcertado, luego se echó a reír:

–Cuídate.

Dio una palmada al hombro de Garrish y se volvió para advertir a Ron Frane que apagara el estéreo. Garrish imaginó a Rollins muerto en una cuneta con los ojos llenos de gusanos. A Rollins no le importaría. A los gusanos tampoco. O te comías el mundo o el mundo te comía a ti, y estaba bien de ambos modos.

Garrish se quedó pensativo viendo alejarse a Rollins hasta que lo perdió de vista, entonces entró en su habitación.

Con el desorden ciclónico de Pig Pen desaparecido, la habitación parecía yerma y estéril. De la montaña retorcida, destartalada, que había sido la cama de Pig Pen, no quedaba sino el colchón manchado. Dos portadas de Playboy le contemplaban con dos glaciales bi–dimensionales.

No había mucha diferencia en la mitad de habitación correspondiente a Garrish, que siempre estaba perfectamente ordenada al estilo militar. Si dejabas caer una moneda sobre la colcha de la cama de Garrish, rebotaba. Tanto orden había crispado los nervios de Piggy. Se había graduado en inglés y sus frases eran perfectas. A Garrish le llamaba el encasillado. Lo único que había en la pared sobre la cama de Garrish era una enorme ampliación de Humphrey Bogart que había comprado en la librería de la Facultad. Bogie llevaba una pistola automática en cada mano y lucia tirantes. Pig Pen decía que las pistolas y los tirantes eran símbolos de impotencia. Garrish dudaba de que Bogie hubiera sido impotente, aunque nunca había leído nada sobre él.

Se acercó a su ropero, lo abrió con la llave y sacó el gran Magnum de culata de nogal, del 352, que su padre, un ministro metodista, le había comprado por Navidad. En marzo, él se compró la mira telescópica.

No debían guardarse armas en la habitación, ni siquiera rifles de caza, pero no había sido difícil. Lo había sacado la víspera de la consigna de armas de la Universidad, con una autorización para retirarlo, falsificada. Lo metió en su funda impermeable de cuero, y lo dejó escondido en el bosque, detrás del campo de fútbol. Luego, de madrugada, a eso de las tres, salió a buscarlo y se lo trajo arriba por los dormidos corredores.

Se sentó en la cama con el rifle sobre las rodillas y lloró un poco. El Pensador, sentado en su taza, le estaba mirando. Garrish dejó el rifle sobre la cama, cruzó la estancia y de un manotazo lo hizo caer de la mesa al suelo, donde se hizo mil pedazos. Llamaron a la puerta. Garrish colocó el rifle debajo de la cama.

–Adelante.

Era Bailey, medio desnudo. Tenía un poco de borra de algodón en el ombligo. No había futuro para Bailey. Se casaría con una estúpida y tendrían hijos estúpidos. Después, moriría de cáncer, o de fallo renal.

–¿Cómo estuvo el final de química, Curt?

–Muy bien.

–Me preguntaba si me podrías prestar tus apuntes. Yo lo tengo mañana.

–Los quemé con todo lo que no me servía.

–Oh. ¡Oh, Dios mío! ¿Lo ha hecho Piggy? –y señaló los restos del Pensador.

–Creo que si.

–¿Por qué tuvo que hacerlo? A mi me gustaba. Iba a comprárselo.

Bailey tenía unas facciones recortadas, como de ratón. Sus calzoncillos le colgaban por detrás. Garrish podía ver cómo sería con el tiempo, cómo moriría de enfisema o de algo, metido en una tienda de oxigeno. Tendría un color amarillento. «Yo podría ayudarte», pensó Garrish.

–¿Crees que le importaría si me quedara con sus cromos?

–Me figuro que no.

–Bien.

Bailey cruzó la habitación, pisando cuidadosamente con sus pies desnudos los fragmentos de cerámica y retiró las chinchetas de las portadas de Playboy.

–Esta fotografía de Bogart es realmente asombrosa, también. ¡Sin tetas, pero...! Oye –Bailey miró a Garrish para ver si Garrish sonreía. Al ver que no lo hacía, le preguntó–: ¿Supongo que no ibas a tirarla, o algo así, verdad?

–No. Estaba preparándome para ir a la ducha.

–Bueno. Que tengas un buen verano, por si no te vuelvo a ver.

–Gracias.

Bailey se dirigió hacia la puerta, bailándole el fondillo del calzoncillo. Se detuvo y preguntó:

–¿Cuatro puntos este semestre, Curt?

–Como mínimo.

–Enhorabuena. Hasta el año que viene.

Salió y cerró la puerta. Garrish se quedó sentado en la cama un momento, luego sacó el rifle, lo desmontó y lo limpió. Se acercó el cañón al ojo y contempló el pequeño círculo de luz del otro extremo. El cañón estaba limpio. Volvió a montar el arma.

En el tercer cajón de su escritorio había tres pesadas cajas de balas Winchester. Las colocó en el alféizar de la ventana. Cerró con llave la puerta del cuarto y volvió a la ventana. Subió las persianas.

La explanada estaba verde y jugosa, salpicada toda ella de estudiantes que paseaban. Quinn y su amigo idiota estaban jugando a la pelota. Corrían de un lado a otro como hormigas heridas, escapándose de un hormiguero aplastado.

–Voy a decirte algo –dijo Garrish a Bogart– Dios se enfureció con Caín, porque Caín tenia la idea de que Dios era vegetariano. Su hermano lo veía de otro modo. Dios hizo el mundo a Su imagen, y si no te comes el mundo, el mundo te come a ti. Así que Caín va y le dice a su hermano «¿Por qué no me lo dijiste?» y su hermano contesta «¿Por qué no me escuchaste?» Y Caín dice «Está bien, ahora te escucho.» Así que se carga a su hermano y dice «¡Eh, Dios! ¿Quieres carne? ¡Aquí la tienes! ¿Quieres lomo, o chuletas o Abelbur guesas o qué?» Y Dios le dijo que se preparara. ¿Qué te parece?

Bogie no contestó.

Garrish abrió la ventana y apoyó los codos en el alféizar, sin dejar que al cañón del rifle 352 le diera el sol. Puso el ojo en la mira.

Lo tenía apuntando al dormitorio de chicas del Carlton Memorial, del otro lado de la explanada. Carlton era popularmente conocido como la perrera. Situó la cruz de la mira sobre una enorme furgoneta Ford. Una rubia con tejanos y una blusa azul pálido estaba hablando con su padre y su madre, mientras su padre, rubicundo y calvo, cargaba las maletas en el coche.

Alguien llamó a la puerta.

Garrish esperó.

Volvieron a llamar.

–¿Curt? Te daré medio dólar por el póster de Bogart.

Bailey.

Garrish no contestó. La chica y su madre se reían de algo, sin enterarse de que sus intestinos estaban llenos de microbios que comían, se dividían y se multiplicaban. El padre se reunió con ellas y se quedaron juntos al sol, un retrato de familia en la cruz de la mira.

–¡Maldita sea! –protestó Bailey. Oyó sus pasos pasillo abajo.

Garrish apretó el gatillo.

El rifle retrocedió con fuerza contra su hombro, pero era el retroceso blando y perfecto que recibes cuando has apoyado el arma exactamente en el punto apropiado. La cabeza rubia de la muchacha sonriente se cortó.

Su madre siguió sonriendo por un instante y luego se llevó la mano a la boca. Chilló a través de la mano. Garrish le disparó. Mano y cabeza se desintegraron en un surtidor rojo. El hombre que había estado cargando las maletas echó a correr.

Garrish le siguió y le disparó a la espalda. Entonces levantó la cabeza, abandonando la mira

por un momento. Quinn sostenía la pelota y contemplaba los sesos de la chica rubia que se habían estrellado en el cartel de PROHIBIDO APARCAR que había detrás de su cuerpo tendido. Quinn no se movió. En toda la explanada la gente se había quedado petrificada, como niños jugando a estatuas.

Alguien volvió a golpear la puerta, y sacudió el picaporte. Otra vez Bailey:

–¿Curt? ¿Estás bien, Curt? Creo que alguien ha...

–Buena bebida, buena carne, buen Dios, ¡vamos a comer! –exclamó Garrish y disparó a Quinn. Tiró del gatillo en lugar de apretar y el tiro salió desviado. Quinn echó a correr. Ningún problema. El segundo disparo dio en el cuello de Quinn y le hizo volar unos cinco metros.

–¡Curt Garrish se está matando! –chillaba Bailey–. ¡Rollins! ¡Rollins! ¡Ven corriendo!

Sus pasos volvieron a perderse por el corredor.

Ahora todos echaban a correr. Garrish podía oír cómo gritaban. También podía oír el apagado sonar de los pies en la explanada.

Miró a Bogie. Bogie sostenía sus dos pistolas y miraba por encima de él. Contempló los restos esparcidos del Pensador de Piggy y se preguntó qué estaría haciendo Piggy hoy, si estaba durmiendo, o viendo la televisión, o disfrutando de un enorme y maravilloso ágape.

«¡Cómete el mundo, Piggy!» pensó Garrish «¡Hay que tragarlo de golpe!»

–¡Garrish! –Ahora era Rollins el que golpeaba la puerta–. ¡Abre, Garrish!

–Se ha encerrado –jadeó Bailey–. Tenía mala cara, se ha matado, lo sé.

Garrish volvió a sacar el cañón por la ventana. Un muchacho con una camisa a cuadros estaba en cuclillas detrás de un seto, vigilando las ventanas de los dormitorios con desesperada intensidad. Quería escapar, correr, Garrish lo vio, pero sus piernas estaban yertas.

–Santo Dios, vamos a comer –murmuró Garrish y empezó a apretar de nuevo el gatillo.



***



la teoría de las mascotas de l.t.


Mi amigo L.T. casi nunca habla sobre cómo su esposa desapareció, o de que ella probablemente esté muerta, simplemente otra victima del Hombre del Hacha, pero le gusta contar la historia de cómo le dejó. Lo hace poniendo los ojos en blanco, como si dijera ella me engañó, muchachos, mucho, y como Dios manda. A veces cuenta la historia a un grupo de hombres sentados en uno de los muelles de carga detrás de la fabrica mientras comen sus almuerzos, él también toma el almuerzo, el que se prepara él mismo; ninguna Lulubelle ha vuelto a casa para hacerlo en estos tiempos. Normalmente ríe cuando cuenta la historia, que siempre termina con la Teoría de las Mascotas de L.T. Demonios, yo normalmente me río. Es una historia divertida, incluso si sabes como termina. Pero ninguno de nosotros lo sabe, no completamente.

–Fiché a las cuatro, como siempre –decía L.T.– entonces fui a Deb´s Den a tomar un par de cervezas, como la mayoría de los días. Jugué una partida al pinball, y me fui a casa. Fue en ese momento cuando las cosas dejaron de ser como habitualmente. Cuando una persona se levanta por la mañana, no tiene la mas mínima idea de cuánto puede haber cambiado su vida cuando descansa la cabeza por la noche. Él no sabe el día o la hora, dice la Biblia. Yo creo que este verso en particular es sobre el final, pero es apropiado para cualquier cosa, chicos. Cualquier cosa en el mundo. Nunca sabes cuando vas a hacer saltar la trampa. Cuando giré hacia el camino de entrada vi que la puerta del garaje estaba abierta y que el pequeño Subaru no estaba, pero esto no me pareció extraño en el momento. Ella siempre estaba yendo a algún sitio -un rastrillo o algún otro sitio- y dejando la maldita puerta del garaje abierta. Yo se lo decía: «Lulu, si sigues haciendo esto el tiempo suficiente, a la larga alguien lo aprovechara. Vendrá y se llevara un rastrillo o una bolsa de musgo. Demonios, incluso un Adventista del Séptimo Día recién salido de la escuela haciendo su ronda para ganarse una insignia robaría si pones la suficiente tentación en su camino, y es el peor tipo de persona para tentar, porque ellos la sienten más que el resto de nosotros». De todas maneras, ella siempre decía «Mejoraré, L.T., lo intentare, de cualquier modo, realmente lo haré, cariño». Y lo hacía bien, hasta que reincidía de vez en cuando como cualquier pecador. Aparqué pegado a un lado para que ella pudiera meter el coche dentro cuando llegara de donde fuera, pero cerré la puerta del garaje. Luego me dirigí a la cocina. Comprobé el buzón, pero estaba vacío, el correo estaba dentro, en el aparador, así que ella debía haberse ido después de las once, porque no llega al menos hasta entonces. El cartero, quiero decir. Bien, Lucy estaba junto a la puerta, maullando como lo hacen los siameses; me encanta ese maullido, creo que es algo bonito, pero Lulu siempre lo ha odiado, quizá porque suena como el llanto de un niño y ella no quiere tener nada que ver con niños. «¿Qué haría con una alfombra de piel de mono?» solía decir. Lucy esperando en la puerta tampoco era nada fuera de lo normal. Esa gata me quería. Todavía lo hace. Ahora tiene dos años. La adquirimos al principio del último año que estuvimos casados. Ya vale de dar rodeos. Parece imposible creer que Lulu se fuera hace un año, y eso que solo estuvimos juntos tres. Pero Lulubelle era del tipo que impresionan. Lulubelle tenía lo que yo llamo calidad de estrella. ¿Saben a quién me recordaba siempre? A Lucille Ball. Ahora que lo pienso, creo que esa fue la razón por la que llame Lucy a la gata, aunque no recuerdo haber pensado en ello en aquel momento. Podría haber sido lo que llaman una asociación subconsciente. Ella entraba en una habitación (Lulubelle, quiero decir, no la gata) y la iluminaba de alguna manera. Una persona como esa, cuando se ha ido apenas puedes creerlo, y te quedas esperando a que vuelva. Mientras tanto, aquí está la gata. Su nombre era Lucy, para empezar, pero Lulubelle odiaba la forma en que actuaba, tanto que empezó a llamarla Screwlucy y cosas de ese tipo. Lucy no estaba loca, creo, solo quería ser amada. Quería ser amada mas que cualquier otra mascota que yo haya tenido en mi vida, y he tenido unas cuantas. De modo que entré en casa y cogí a la gata y la acaricié un poco y ella subió a mi hombro y se sentó allí, ronroneando y hablando en el lenguaje siamés. Comprobé el correo que estaba en el aparador, tire las facturas a la papelera, y fui al frigorífico a por algo de comer para Lucy. Siempre guardo una lata abierta de comida para gatos ahí, con un trozo de papel de aluminio encima. Evita que Lucy se excite y clave sus garras en mi hombro cuando oye el abrelatas. Los gatos son inteligentes, ya saben, mucho más listos que los perros. También son diferentes en otras cosas. Puede ser que la mayor división en el mundo no sea hombres y mujeres, sino gente a la que le gustan los gatos y gente a la que le gustan los perros. ¿Alguno de ustedes, empaquetadores de cerdo, ha pensado en eso alguna vez? Lulu protestaba como el demonio por tener una lata abierta de comida para gatos en el frigorífico, aun cuando tuviera un trozo de papel de aluminio encima, decía que eso provocaba que todo supiera como atún rancio, pero yo nunca cedí en eso. En la mayoría de las cosas dejé que se saliera con la suya, pero ese asunto de la lata de comida para gatos era una de las cosas en las que defendí mis derechos. De todas maneras, no tenía nada que ver con la lata de comida para gatos. Tenía que ver con la gata. A ella no le gustaba Lucy, eso era todo. Lucy era su gata, pero a ella no le gustaba. De modo que fui al frigorífico y vi que había una nota en él, sujeto con uno de los imanes con forma de vegetal. Era de Lulubelle. Más o menos como lo recuerdo, decía algo así: «Querido L.T.:  Te estoy abandonando, cariño. A menos que llegues temprano a casa, me habré ido hace tiempo cuando leas esta nota. No creo que llegues temprano a casa, no has llegado temprano a casa en todo el tiempo que llevamos casados, pero al menos sé que leerás esto nada mas vuelvas a casa, porque lo primero que haces siempre al regresar no es venir a verme y decir «Hola cariño, estoy en casa» y darme un beso, sino ir al frigorífico y sacar lo que sea que quede en la ultima asquerosa lata de Calo que pusieras ahí y dar de comer a Screwlucy. Al menos sé que no irás arriba y te darás un susto al ver que mi foto de La Ultima cena de Elvis no está, y mi mitad del armario este casi vacía y pienses que ha venido un ladrón al que le gusta la ropa de mujer (al menos alguien a quien solo le importa lo que hay debajo de ella). Yo me enfado contigo algunas veces, cariño, pero sigo pensando que eres dulce y cariñoso y amable, tú serás siempre mi pequeño bizcochito de sirope de arce, no importa donde nos lleven los caminos. Es solo que he decidido que no estaba hecha para ser la esposa de un envasador de Spam. Esto no lo digo de una forma presuntuosa. Incluso llamé a la Línea Psicológica la semana pasada, he meditado esta decisión, permaneciendo despierta noche tras noche (oyéndote roncar, chico, no quiero herir tus sentimientos pero siempre tienes un ronquido en ti), y me dieron este consejo: «Una cuchara rota puede ser un tenedor». Al principio no lo entendí, pero no me di por vencida. No soy lista como algunas personas (o como creen algunas personas que son), pero trabajo en las cosas. Mi madre solía decir que el mejor molino muele despacio pero sumamente fino, y yo lo molí cono un molinillo de pimienta en un restaurante chino, pensando por la noche, mientras roncabas y soñabas sin dudas, en cuantos morros de cerdo podías meter en una lata de Spam. Y entendí el refrán, porque la forma en que una cuchara rota puede llegar a convertirse en tenedor es una bonita cosa en la que pensar. Porque el tenedor tiene puntas. Y estas puntas pueden separarse, tal como tu y yo debemos separarnos, pero siguen teniendo el mismo mango. Así estamos. Somos seres humanos, L.T., capaces de amarnos y respetarnos. Fíjate en todas las peleas que hemos tenido sobre Frank y Screwlucy y, a pesar de eso, normalmente nos las arreglamos para entendernos. Pero el momento me ha llegado para probar suerte por caminos diferentes a los tuyos, y meterme en el gran río de la vida con un punto de vista diferente al tuyo. Además, echo de menos a mi madre.»

(No puedo decir seguro si todas estas cosas realmente estaban en la nota que L.T. encontró en su frigorífico; no parece totalmente posible, debo admitirlo, pero (los hombres que escuchaban su historia estarían acurrucándose en el pasillo en este punto o alrededor del muelle de carga), al menos suena a Lucibelle, eso puedo asegurarlo).

«Te lo ruego, no intentes seguirme, L.T., y aunque estaré en casa de mi madre y sé que tienes el número, apreciaría que no llamaras y esperaras a que yo te llame. En su momento lo haré, pero mientras tanto tengo un montón de cosas en las que pensar, y aunque esté en el buen camino, todavía estoy hecha un lío. Supongo que finalmente te pediré el divorcio, y creo que es justo decírtelo. Nunca he sido una persona que ofrezca falsas esperanzas, siendo partidaria de que es mejor decir la verdad y ahuyentar al diablo. Por favor, recuerda que lo que hago lo hago por amor, no por odio o resentimiento. Y por favor, recuerda lo que me dijeron y que ahora te digo yo: una cuchara rota puede ser un tenedor disfrazado. Con todo cariño, Lulubelle Simms.»

L.T. hacia una pausa aquí, dejándoles digerir el que ella se había despedido con su nombre de soltera, y dando a sus ojos unos de esos giros patentados por L.T. DeWitt. Luego les contaba la postdata que ella puso en la nota:

«Me llevo a Frank conmigo y te dejo a Screwlucy. Pienso que probablemente esto es lo querrías. Con cariño, Lulu.»

Si la familia DeWitt era un tenedor, Screwlucy y Frank eran las otras dos puntas en él. Si no fuera un tenedor (y hablando para mi mismo, siempre he tenido la sensación de que el matrimonio es más parecido a un cuchillo del tipo más peligroso, con dos filos afilados), se podría decir que Screwlucy y Frank eran lo que resumía todo lo que iba mal en el matrimonio de L.T. y Lulubelle. Porque, piensen en eso, aunque Lulubelle compró a Frank para L.T. (en el primer aniversario de boda) y L.T. compró a Lucy, que pronto seria Screwlucy, para Lulubelle (segundo aniversario de boda), cada uno acabó con la mascota del otro cuando Lulu abandonó el matrimonio.

–Ella me compró ese perro porque a mí me gustaba el que salía en Frasier –decía L.T.–. La raza del perro era terrier, pero no recuerdo ahora como se llama ese tipo. Jack algo. ¿Jack Sprat?, ¿Jack Robinson?, ¿Jack Shit? ¿Saben cómo una cosa como esa se te queda en la punta de la lengua?.

Alguien le dijo que el perro de Frasier era un terrier Jack Russell y L.T. asintió con la cabeza enérgicamente.

–¡Eso es! –exclamó–. ¡Seguro!. ¡Exactamente!. Eso es lo que Frank era, correcto, un terrier Jack Rusell. Pero ¿quieres saber la fría y dura verdad? Dentro de una hora se me olvidará otra vez, estará en mi cerebro, pero como algo bajo de una piedra. Dentro de una hora me estaré diciendo a mí mismo ¿qué dijo ese tipo que era Frank? ¿Un terrier Jack Handle? ¿Un terrier Jack Rabbit? Es algo así, sé que es algo así. Etcétera. ¿Por qué? Creo que es porque yo odiaba tanto a ese pequeño jodido. Esa rata ladradora. Esa maquina de mierda con piel. Lo odiaba desde la primera vez que puse los ojos en él. Ya no está y estoy contento. ¿Y quieren saber por qué? Frank sentía lo mismo por mi. Fue odio a primera vista. ¿Saben cómo algunos hombres entrenan a sus perros para que les lleven las zapatillas?. Frank no me traía las zapatillas, pero vomitaba en ellas. Sí. La primera vez que lo hizo, metí en eso el pie derecho. Fue como meter el pie en tapioca caliente con grumos extragrandes en ella. Aunque no lo vi, mi teoría es que esperó fuera del dormitorio hasta que vio que llegaba (jodidamente escondido mas allá de la puerta del dormitorio) entonces entró, descargó en mi zapatilla derecha y se escondió debajo de la cama para ver la diversión. Deduje esto basándome en que todavía estaba caliente. Puñetero perro. El mejor amigo del hombre, y una mierda. Quise mandarlo a la perrera, con correa y todo, pero a Lulu le dio una mierda de ataque. La tendrían que haber visto cuando llegó a la cocina y me cogió intentando hacerle al perro un lavado de estómago. «Si llevas a Frank a la perrera, también podrías hacerlo conmigo», dijo, empezando a llorar. «Eso es lo que quieres hacer con él, y eso es lo que quieres hacerme. Cariño, todo lo que somos para ti es una molestia de la que te gustaría deshacerte. Esa es la dura realidad. Quiero decir, oh, mis sangrantes almorranas, sin parar». «Ha vomitado en mis zapatillas», dije. «El perro vomitó en sus zapatillas así que le corten la cabeza», dijo ella. «¡Oh, pastelillo de azúcar, si solo pudieras oírte!», «Hey» dije, «intenta meter tu pie desnudo en una zapatilla llena de vómito de perro y verás como te gusta.» Poniéndola furiosa, ya saben. Excepto que poner furiosa a Lulu nunca era nada bueno. La mayoría de las veces, si tú tenías un rey, ella tenía un as. Si tú tenías un as, ella tenía un triunfo. Además, la mujer era jodidamente exagerada. Si algo pasaba y yo me enfadaba, ella se ponía furiosa. Si yo me ponía furioso, ella enloquecía. Si yo en enloquecía, ella se ponía en la jodida Alerta Roja Def-con I y vaciaba los silos de misiles. Estoy hablando de arrasar la Tierra. Normalmente no merecía la pena. Pero normalmente cuando nos peleábamos, yo lo olvidaba. Ella continuó «Oh, cariño. Has metido tu piececito en un poco de vómito». Intenté intervenir, explicarle que no era cierto, que un poco de vomito es como un poco de saliva, un regurgitado no tiene esos grandes trozos flotando, pero ella no me dejó decir palabra. Para entonces, ella había pasado al carril de adelantamiento, todo adelante y lista para dar una lección. «Deja que te diga algo, cariño» empezó, «unas pocas babas en tus zapatillas es algo menor. Chico, escúchame. Intenta ser una mujer algún día, ¿quieres? Intenta ser quien siempre termina apoyándose en esa pequeña parte de tu espalda donde tienes una espinilla, o quien va al baño en mitad de la noche y el tipo ha dejado la maldita tapa subida y te caes y chapoteas en ese agua fría. Un poco de buceo a medianoche. Tampoco ha tirado de la cadena, los hombres piensan que el Hada de la Orina viene a eso de las dos de la mañana y se ocupa de todo, y ahí estas, llena de meado, y entonces te das cuenta de que tus pies también están en eso, estas chapoteando en Porquería de Limón porque aunque los chicos piensan que son Dick el tirador con eso, la mayoría no aciertan una mierda, borrachos o sobrios acaban ensuciando todo el maldito suelo alrededor del retrete antes de que empiecen a acertar. Toda mi vida he vivido con eso, cariño -un padre, cuatro hermanos, un ex-marido, aparte de algunas aventurillas que no vienen al caso a estas alturas- y tú estas dispuesto a mandar al pobre Frank a la cámara de gas porque sólo una vez ha echado unas cuantas babas en tus zapatillas.» «Mi zapatilla de piel» le dije, pero eso solo fue una pequeña andanada por encima de mi hombro. Una cosa acerca de la vida con Lulu, y más vale que me crean, yo siempre sabia cuando había sido vencido. Cuando perdía, era jodidamente decisivo. Una cosa que seguro no iba a decirle nunca es que estaba seguro de que el perro había vomitado en mis zapatillas a propósito, de la misma forma que se meaba en mi ropa interior a propósito si me olvidaba de ponerla en el cesto de la ropa sucia antes de irme a trabajar. Ella podía dejarse las bragas y las medias esparcidas desde el infierno a Harvard -y lo hacía- pero si yo me dejaba un par de calcetines de deporte en una esquina, volvía a casa y me encontraba con que el maldito terrier Jack Shit les había dado una ducha de limonada. Pero, ¿se lo dije? Me habría concertado hora con un psiquiatra. Lo habría hecho aunque supiera que era cierto. Porque ella se habría dado cuenta de que hablaba en serio, y no quería hacerlo. Ella quería a Frank y Frank la quería. Eran como Romeo y Julieta. Frank solía venir a su sillón cuando estábamos viendo la tele, se tumbaba en el suelo a su lado, y apoyaba el hocico en su zapato. Simplemente se quedaba echado ahí toda la noche, mirándola, todo sentimiento y amor, con su trasero apuntado en mi dirección, así que si tenía que echar un pequeño gas, yo me beneficiaria de todo. Él la quería y ella le quería. ¿Por qué? Dios lo sabe. El amor es un misterio para todo el mundo menos para los poetas, creo, y nadie en su sano juicio puede entender nada de lo que escriben sobre eso. Yo no creo que la mayoría de ellos puedan entenderse a sí mismos en las pocas ocasiones en que se levantan de la cama y huelen el café. Pero Lulubelle no me regaló ese perro para poder tenerlo ella, dejemos las cosas claras. Yo sé que hay gente que hace cosas como esas -un tipo le regala a su mujer un viaje a Miami porque él quiere ir, o una esposa le regala a su marido un NordicTrack 6 porque piensa que él debe hacer algo con su barriga- pero esto no fue ese tipo de regalo. Al principio nosotros nos amábamos; yo sé que la amaba, y apostaría mi vida a que ella también. No, ella me compró ese perro porque yo siempre me reía mucho con el que salía en Frasier. Ella quiso hacerme feliz, eso es todo. No sabia que Frank iba a quedar encantado con ella, o ella con él, no mas que lo que sabia que el perro iba a odiarme lo suficiente como para que vomitar en mis zapatillas o mordisquear la parte de abajo de las sabanas de mi lado de la cama fuera el punto culminante de su día.

L.T. miraría a los hombres sonrientes, sin sonreír, pero haría su conocido giro de ojos, y reirían otra vez. Yo también, cómo no, a pesar de que yo sabia lo del Hombre del Hacha.

–A mí nunca me habían odiado –decía–. Ningún hombre o animal, y esto me inquietó bastante. Me sorprendió mucho tiempo. Intenté hacer amistad con Frank (primero por mí, luego por aquella que me lo regaló) pero no funcionó. Por lo que sé, él pudo intentar hacerse amigo mío, ¿cómo puedo explicarlo? Si lo hizo, tampoco funcionó. Algún tiempo después leí (creo que en Dear Abby) que una mascota es el peor regalo que puedes hacerle a alguien, y estoy de acuerdo. Quiero decir, a no ser que te guste el animal y tú le gustes al animal, piensen en qué significa esa clase de regalo. Significa: cariño, te doy este maravilloso regalo, es una máquina que come por un lado y caga por el otro, funcionará durante quince años, tómalo o déjalo, felices jodidas Navidades. ¿Qué es lo único que pensarías después de eso, aparte de no? ¿Entienden lo que quiero decir? Creo que lo hicimos lo mejor que pudimos, Frank y yo. Después de todo, a pesar de que nos odiábamos mutuamente, ambos amábamos a Lulubelle. Por eso, creo, que, aunque a veces me gruñía si me sentaba cerca de ella en el sofá mientras ponían Murphy Brown o una película o algo, nunca me mordió. Sin embargo, eso me volvía loco. Simplemente su jodida caradura, esa pequeña bolsa de pelo y ojos tenía la osadía de gruñirme. «Escúchale» decía yo, «me está gruñendo.» Ella acariciaba su cabeza de una forma en la que casi nunca acariciaba la mía, a no ser que hubiera bebido un poco, y decía que realmente era la versión canina de un ronroneo. Por cosas como esa él era feliz estando con nosotros, pasando una tranquila tarde en casa. Les diré una cosa, sin embargo. Nunca intenté acariciarle cuando ella no estaba cerca. Le di de comer en ocasiones, y nunca le di una patada (aunque estuve tentado algunas veces, sería un mentiroso si dijera algo distinto), pero nunca intenté acariciarle. Creo que hubiera intentado morderme, y entonces la hubiéramos tenido. Casi como dos tipos viviendo con la misma chica bonita. Menage a trois es como se le llama en el Foro Penthouse. Ambos la amábamos y ella nos amaba a los dos, pero el tiempo pasa, empecé a darme cuenta de que la proporción estaba cambiando y ella empezaba a querer a Frank un poco más que a mí. Quizá porque nunca le replicaba y nunca vomitaba en sus zapatillas y con Frank la maldita tapa del inodoro nunca era un problema, porque él lo hacía fuera. A menos que, por supuesto, me hubiera dejado un par de calzoncillos en una esquina o debajo de la cama.

En este punto L.T. probablemente terminaría el café helado de su termo, haría crujir los nudillos, o ambas cosas. Era su manera de decir que el primer acto había terminado y el Acto Segundo estaba a punto de empezar.

–Así que un día, un sábado, Lulu y yo estábamos en el centro comercial. Simplemente paseando, como la gente suele hacer. Ya saben. Y llegamos a Pet Notions, cerca de J.C. Penney, y había una multitud frente al escaparate. «Oh, vamos a mirar», dijo Lulu, así que fuimos y nos abrimos paso hasta la parte delantera. Era un árbol falso con ramas desnudas y falsa hierba; Astroturf  por todos lados. Y ahí estaban unos gatitos siameses, media docena persiguiéndose unos a otros, subiendo al árbol, golpeándose las orejas. «Oh, ¿no son una monada?» dijo Lulu, «¿Oh, no son los bebes más graciosos?. ¡Mira, cariño, mira!» «Estoy mirando», dije y lo que estaba pensando es que acababa de encontrar lo que yo quería para Lulu por nuestro aniversario. Y fue un alivio. Yo quería que fuera algo extraespecial, algo que la asombrara, porque las cosas habían estado un poco escasas de intensidad entre nosotros durante el último año. Yo pensé en Frank, pero no estaba muy preocupado por él, gatos y perros siempre pelean en los dibujos animados, pero en la vida real normalmente se entienden, esa ha sido mi experiencia. Habitualmente se entienden mejor que algunas personas. Especialmente cuando hace frío en el exterior. Para hacer una larga historia un poco mas corta: compré uno y se lo regalé por nuestro aniversario. Le puse un collar de terciopelo, y una pequeña tarjeta debajo. ¡HOLA, soy LUCY! decía la tarjeta ¡De parte de L.T. con cariño! ¡Feliz segundo aniversario! Probablemente sabrán lo que voy a contarles ahora, ¿no?. Seguro. Es como con el maldito Frank el terrier otra vez, solo que al revés. Al principio yo estaba feliz como un cerdo en la mierda con Frank, y Lulubelle estaba feliz como una cerda en la mierda con Lucy, al principio. Acercando su cabeza a la suya, hablándole como a un niño, «Oh cosita, o cosita linda, pequeñita», y así una vez y otra. Hasta que Lucy soltó un maullido y golpeó la punta de la nariz de Lulubelle. Con las uñas fuera, claro. Entonces corrió y se escondió bajo la mesa de la cocina. Lulu se lo tomó a risa, como si fuera la cosa más graciosa que le hubiera pasado nunca, y tan mono como cualquier cosa que un gatito pudiera hacer, pero pude ver que estaba molesta. Justo entonces Frank llegó. Había estado durmiendo arriba, en nuestra habitación –a los pies del lado de la cama de ella- porque Lulu soltó un pequeño chillido cuando la gatita le arañó la nariz, así que bajó a ver qué era ese lío. Observó a Lucy bajo la mesa y enseguida se dirigió a ella, olfateando el linóleo donde había estado. «Detenlos, cariño, detenlos, L.T., se van a pelear», decía Lulubelle, «Frank la matará.» «Dejémoslos solos un minuto», dije. Veamos que pasa. Lucy se arqueó de la forma en que lo hacen los gatos, pero se mantuvo en el sitio, viéndole llegar. Lulu empezó a avanzar, intentando ponerse en medio a pesar de lo que yo había dicho (obedecer no era precisamente uno de los puntos fuertes de Lulu), pero yo la cogí de la muñeca y la sujeté en su espalda. Es mejor dejar que lo solucionen entre ellos. Siempre es mejor. Es más rápido. Bien, Frank fue al borde de la mesa, metió la nariz debajo, y empezó ese gruñido en su garganta. «Déjame ir, L.T. Tengo que cogerla», decía Lulubelle, «Frank le está gruñendo.» «No, no lo hace», dije, «solo está ronroneando. Lo reconozco de todas las veces que me ha ronroneado.» Ella me echó una mirada que podría haber hecho hervir agua, pero no dijo nada. Las únicas veces en los tres años que estuvimos casados en que ella no tenía la última palabra, era siempre acerca de Frank y Screwlucy. Extraño pero cierto. En cualquier otro tema, Lulu podía liarme. Pero cuando era sobre las mascotas, parecía que se quedara sin poder reaccionar. Solía volverla loca. Frank introdujo la cabeza bajo la mesa un poco más, y Lucy le golpeó la nariz de la misma forma que había arañado la de Lulubelle; solo que cuando golpeó a Frank, lo hizo sin sacar las uñas. Pensé que Frank iría a por ella, pero no lo hizo. Soltó una especie de gritito, y apartó la vista. No asustado, mas como si estuviera pensando Oh, así que esto es lo que pasaba. Se fue al salón y se tumbó frente a la TV. Y esta fue la única confrontación que hubo entre ellos. Dividieron el territorio mucho mejor de lo que Lulu y yo lo hicimos el último año que pasamos juntos, cuando las cosas se pusieron mal; el dormitorio pertenecía a Frank y Lulu, la cocina me pertenecía a mí y a Lucy (solo a partir de Navidad, Lulubelle empezó a llamarla Screwlucy) y el salón era terreno neutral. Los cuatro pasamos un montón de tardes ahí el último año, Screwlucy en mis rodillas, Frank con el hocico en los zapatos de Lulu, los humanos en el sillón, Lulubelle leyendo un libro y yo viendo la Rueda de la Fortuna o Estilo de vida de los Ricos y Famosos, al que Lulubelle siempre llamaba Estilo de vida de los Ricos y Topless. La gata no tenía nada que hacer con ella, no desde el día uno. Frank, de vez en cuando tenía la idea de que Frank estaba finalmente intentando entenderse conmigo. Al final, su naturaleza siempre intentaba obtener lo mejor de él aunque mordiera mis zapatillas o agujereara mis calzoncillos, pero de vez en cuando parecía hacer un esfuerzo. Lamía mi mano, quizás me sonreía. Normalmente si yo tenía un plato de algo, él quería un bocado. Sin embargo, los gatos son diferentes. Un gato nunca buscará tu favor a no ser que le convenga a sus intereses el hacerlo. Un gato no puede ser hipócrita. Si hubiera más predicadores que fueran como gatos, este volvería a ser un país religioso otra vez. Si le gustas a un gato, lo sabes. Si no, también lo sabes. A Screwlucy nunca le gustó Lulu, ni un poquito, y lo dejó claro desde el principio. Si me estaba preparando para darle de comer, Lucy se restregaba contra mis piernas, maullando, mientras le servía la comida en el plato. Si Lulu la alimentaba, Lucy se sentaba al otro lado de la cocina, junto al frigorífico, mirándola. Y no se acercaba al plato hasta que Lulu se marchaba. Esto volvía loca a Lulu. «Esta gata cree que es la Reina de Saba», decía. Por entonces, había renunciado a hablarle como a un bebe. También había renunciado a coger a Lucy. Si lo hacía, conseguía un arañazo en la muñeca la mayoría de las veces. Yo intentaba fingir que me gustaba Frank y Lulu intentaba fingir que le gustaba Lucy, pero Lulu dejó de fingirlo mucho antes que yo. Yo creo que es porque ninguna de las dos, la gata o la mujer, resisten ser unas hipócritas. No creo que Lucy fuera la una razón por la que Lulu me abandonó repentinamente, sé que no. Pero estoy seguro de que Lucy ayudó a que Lulubelle tomara su decisión final. Las mascotas pueden vivir mucho tiempo. Así que el regalo que le hice para nuestro segundo aniversario fue la gota que colmó el vaso. ¡Cuéntenselo a Dear Abby! La charla de la gata era lo peor, en lo que concernía a Lulu. No podía soportarlo. Una noche Lulu me dijo «Si esa gata no deja de aullar, L.T., creo que le voy a lanzar una enciclopedia.» «No está aullando», le dije, «está charlando.» «Bien», dijo Lulu, «Me gustaría que dejara de charlar.» Y justo entonces, Lucy saltó en mis rodillas y se calló. Siempre lo hacía, excepto por un bajo ronroneo, subiendo por su garganta. Le rasqué entre las orejas como le gustaba, y sucedió que levanté la mirada. Lulu bajó la vista a su libro, pero antes de que lo hiciera, lo que vi fue autentico odio. No a mí. A Screwlucy. ¿Lanzarle una enciclopedia? Parecía como si quisiera meter a la gata entre dos enciclopedias y aplastarla hasta la muerte. Algunas veces Lulu llegaba a la cocina y cogía a la gata de la mesa y la echaba fuera. Yo le preguntaba si alguna vez me había visto echar a Frank de la cama de esa manera.

Cuando yo decía eso, Lulu me sonreía. Sus dientes se veían, al menos. «Si lo intentas alguna vez, te encontrarás con uno o dos dedos menos, probablemente», respondía. A veces Lucy realmente era Screwlucy. Los gatos tienen un humor variable, y algunas veces se ponen frenéticos, cualquiera que haya tenido alguno podría decirlo. Sus ojos se agrandan y brillan, sus colas se estiran, empiezan a correr alrededor de la casa; a veces se encabritan sobre las patas traseras y manotean, boxeando al aire, como si estuvieran luchando con algo que ellos pueden ver pero los humanos no. Lucy se puso de ese humor una noche cuando tenía un año; no pudo ser mas de tres semanas antes del día que llegué a casa y descubrí que Lulubelle se había ido. Bueno, Lucy salió lanzada de la cocina, hizo una especie de carrera deslizándose por el suelo de madera, saltó sobre Frank, y fue subiendo por las cortinas del salón, zarpa sobre zarpa. Dejando unos buenos agujeros en ellas, con trozos colgando. Entonces se sentó en la barra, mirando la habitación con sus grandes y salvajes ojos azules y la punta del rabo moviéndose de acá para allá. Frank sólo se sobresaltó un poco y luego volvió a apoyar el hocico en el zapato de Lulubelle, pero la gata le dio un susto del demonio a Lulubelle, que estaba concentrada en su libro, y cuando levantó la vista hacia la gata, pude ver ese absoluto odio en sus ojos otra vez. «Vale», dijo, «ya está bien. Se acabó. Vamos a encontrar una buena casa para esa zorra de ojos azules, y si no fuéramos capaces de encontrar una casa para una siamesa de pura raza, la llevaremos a un refugio de animales. Ya he tenido bastante.» «¿Qué quieres decir?», le pregunté. «¿Estás ciego?», preguntó. «Mira lo que ha hecho a mis cortinas. ¡Están llenas de agujeros!», «Si quieres ver cortinas con agujeros», le dije, «¿por qué no subes y miras los que hay en mi lado de la cama?. Los bajos están hechos harapos. Porque él los mastica.» «Eso es diferente», dijo, chillándome. «Es diferente y lo sabes.» Bien, no iba a dejar pasar esa mentira. De ninguna manera iba a dejar pasar esa mentira. «La única razón por la que crees que es diferente es porque te gusta el perro que me regalaste y no te gusta la gata que yo te regalé», dije. «Pero te diré una cosa, Señora DeWitt: si llevas a la gata a un refugio el martes por arañar las cortinas, te garantizo que el miércoles llevaré al perro a la perrera por mascar los bajos de la cama. ¿Lo entiendes?» Ella me miró y empezó a llorar. Me lanzó el libro y me llamó hijo de puta. Mezquino hijo de puta. Intenté sujetarla, hacer que se quedara el tiempo suficiente para intentar disculparme (si había forma de disculparme sin echarme atrás, lo cual no quería hacer esta vez) pero ella se desasió y corrió a la habitación. Frank corrió tras ella. Subieron las escaleras y la puerta del dormitorio se cerró de golpe. Le di media hora o así para que se tranquilizara, y subí las escaleras. La puerta del dormitorio todavía estaba cerrada, y cuando empecé a abrirla, chocó contra Frank. Pude moverlo, pero fue un trabajo lento con él deslizándose sobre el suelo, y también fue una labor ruidosa. Estaba gruñendo. Y quiero decir gruñendo, amigos míos; no era un maldito ronroneo. Si hubiera entrado, creo que hubiera hecho su mejor intento de arrancarme mi virilidad. Dormí en el sofá esa noche. Por primera vez. Un mes mas tarde, me gustara o no me gustara, ella se había ido.

Si L.T. había sincronizado bien su historia (la mayoría de las veces lo hacía; la practica conduce a la perfección), la campana que indicaba la vuelta al trabajo de la Planta de Carne Procesada W.S. Hepperton de Ames, Iowa, sonaría justo entonces, librándole de cualquier pregunta de los nuevos hombres (los obreros antiguos sabían... sabían que no se debía preguntar) sobre si L.T. y Lulubelle se reconciliaron, o si sabía donde estaba ella, o (la pregunta del millón) si ella y Frank todavía seguían juntos. No había nada como la campana de vuelta al trabajo para cerrar al público preguntas más delicadas sobre la vida.

–Bien –solía decir L.T., guardando su termo y levantándose y estirándose–, todo esto me llevó a crear lo que llamo la Teoría de las Mascotas de L.T. DeWitt.

Ellos le miraban expectantes, como hice yo la primera vez que le oí usar la gran frase, pero ellos siempre tendrían un sentimiento de decepción, como lo tenía yo siempre; una historia tan buena merecería un mejor final, pero L.T. nunca lo cambiaba.

–Si tu perro y tu gato se llevan mejor que tú y tu mujer –decía–, lo mejor es que esperes llegar a casa alguna noche y encontrar una nota de Querido John en la puerta de tu frigorífico.

Contaba mucho esta historia, como ya he dicho, y una noche cuando vino a mi casa a cenar, se la contó a mi mujer y a su hermana. Mi esposa invitó a Holly, que se había divorciado hacía casi dos años, de forma que chicos y chicas estuvieran igualados. Estoy seguro que fue por eso, porque a Roslyn nunca le gustó L.T. DeWitt. A la mayoría de la gente le gustaba, mucha gente se entregaba a él como las manos se entregan al agua caliente, pero Roslyn nunca ha sido como la mayoría de la gente. A ella tampoco le gustó nunca la historia de la nota en el frigorífico y las mascotas. Puedo asegurar que no le gustaba, a pesar de que sonreía en las partes adecuadas. Holly... mierda, no lo sé. Nunca he sido capaz de saber que piensa esa chica. Principalmente solo se sentó allí con las manos en el regazo, sonriendo como la Mona Lisa. Fue culpa mía esa vez, sin embargo, lo admito. L.T. no quería contarla, pero le incité a hacerlo porque estaba todo tan callado alrededor de la mesa, solo el ruido de la plata y el tintineo de los vasos, y podía sentir la antipatía de mi esposa hacia L.T. Parecía desprenderse en oleadas. Y si L.T. era capaz de sentir la pequeña aversión del terrier Jack Russel, probablemente sería capaz de sentir a mi esposa haciendo lo mismo. De todos modos, eso es lo que yo imaginaba.

Así que la contó, principalmente para agradarme, supongo, e hizo girar sus ojos en las partes adecuadas, como si dijera Dios mío, me engañó totalmente, ¿verdad? y mi mujer sonrió aquí y allí (me sonaba tan falso como el dinero del Monopoly) y Holly sonreía con su pequeña sonrisa de Mona Lisa con los ojos bajos. Aparte de eso la cena fue bien y, cuando terminó, L.T. le dijo a Roslyn que le estaba agradecido por una excelentemente interesante comida (signifique eso lo que signifique) y ella le dijo que viniera cuando quisiera, que estaríamos muy contentos de volver a verle en casa. Era una mentira por su parte, pero dudo que haya habido una cena en la historia del mundo en la que unas cuantas mentiras no hayan sido contadas. Así que todo fue bien, al menos hasta que le llevé en coche a su casa. L.T. comenzó a hablar de que en una semana o así haría un año desde que Lulubelle se había ido, su cuarto aniversario, que significa flores si estás anticuado, o electrodomésticos si eres más moderno. Entonces contó cómo la madre de Lulubelle (por cuya casa Lulubelle nunca apareció) iba a colocar una lápida con el nombre de Lulubelle en el cementerio local.

–La Sr. Simms dice que debemos considerarla como muerta –dijo L.T., y luego empezó a chillar.

Tuve tal sobresalto que casi me salgo de la maldita carretera.

Gritó tan alto que empecé a asustarme, empecé a temerme que todo ese dolor reprimido pudiera matarle con una apoplejía o porque se le reventara una vena o algo. Se balanceaba adelante y atrás en el asiento y apretó las manos contra el salpicadero. Era como si hubiera un tornado suelto dentro de él. Finalmente me hice a un lado de la carretera y empecé a palmearle el hombro. Podía sentir el calor de su piel incluso a través de la camisa, tan caliente como si se estuviera asando.

–Vamos, L.T. –dije–. Ya es suficiente.

–La echo de menos –dijo con una voz tan llena de lágrimas que apenas entendía que estaba diciendo–. Tan jodidamente de menos. Llego a casa y no hay nadie aparte de la gata, maullando y maullando, y pronto yo también estoy llorando, los dos llorando mientras le lleno el plato con la maldita porquería que come.

Giró su llorosa y congestionada cara hacia mí. Mirarle era más de lo que podía soportar, pero lo hice, sentía que tenía que hacerlo. Después de todo, ¿quien le había llevado a contar la historia de Lucy y Frank y el frigorífico esa noche? No había sido Mike Wallace, o Dan Rather, eso era seguro. Así que le miré. No llegué a abrazarle, por si acaso el tornado de alguna manera saltaba de él a mí, pero seguí palmeándole el brazo.

–Creo que ella está viva en alguna parte, eso es lo que creo –dijo. Su voz todavía sonaba espesa y vacilante, pero también había un lastimoso pequeño intento de desafío en ella. No me estaba contando lo que creía, sino lo que quería creer. Estoy bastante seguro de eso.

–Bien –dije–, puedes creer eso. No hay leyes que lo prohíban, ¿verdad? Y no es como si hubieran encontrado su cuerpo, o algo así.

–Me gusta pensar que está por ahí, en Nevada, cantando en el hotel de algún pequeño casino –dijo–. No en Las Vegas o en Reno, no podría hacerlo en una gran ciudad, pero en Winnemucca o Ely estoy seguro de que podría conseguirlo. Algún lugar como esos. Ella simplemente vería un cartel de SE NECESITA CANTANTE y renunciaría a la idea de ir a casa de su madre. Demonios, intentarlo no cuesta una mierda, es lo que Lu solía decir. Y ella sabía cantar, ya sabes. No sé si alguna vez la oíste, pero sabía. No se si era magnifica, pero era buena. La primera vez que la vi, estaba cantando en el salón del Hotel Marriott. En Columbus, Ohio, allí estaba. O, otra posibilidad...

Vaciló, luego continuó en voz baja.

–La prostitución es legal en Nevada, ya lo sabes. No en todas las ciudades, pero en la mayoría. Ella podría estar trabajando en alguno de esas caravanas Green Lantern o el Mustang Ranch. Montones de mujeres tienen una vena de prostituta en ellas. Lu la tenía. No quiero decir que se lanzara a ello, o lo hubiera hablado conmigo, así que no puedo decir como lo sé, pero lo sé. Ella... sí, ella podría estar en alguno de esos lugares.

Paró, con la mirada perdida, quizá imaginando a Lulubelle en una cama en la habitación trasera de un prostíbulo de Nevada, Lulubelle no llevaría nada mas que las medias, ligando con  algún vaquero desconocido mientras desde otra habitación llega el sonido de Steve Earle and the Dukes cantando Six Days on the Road o una TV dando Hollywood Squares. Lulubelle prostituyéndose pero no muerta, el coche al lado de la carretera (el pequeño Subaru que ella llevó a la boda) sin nada en la mirada. De la forma en que la mirada de un animal, aparentemente atento, normalmente no significa nada.

–Puedo creerlo si quiero –dijo, secándose los hinchados ojos con las muñecas.

–Seguro –dije–. Apuesta por ello, L.T.

Preguntándome si los sonrientes hombres que oían su historia mientras se comían la comida podrían imaginar a este L.T., este tembloroso hombre con las mejillas pálidas y los ojos enrojecidos y la piel caliente.

–Diablos –dijo–, lo creo.

Vaciló, y luego dijo otra vez Lo creo.

Cuando volví a casa, Roslyn estaba en la cama con un libro en la mano y la manta subida hasta el pecho. Holly se había ido a casa mientras yo llevaba a L.T. a la suya. Roslyn estaba de mal humor, y averigüé por qué muy pronto. La mujer detrás de la sonrisa de Mona Lisa le había cogido cariño a mi amigo. Totalmente loca por él, quizás. Y no cabía duda de que mi mujer no lo aprobaba.

–¿Cómo perdió el carné de conducir? –preguntó, y antes de que pudiera responder–. Bebiendo, ¿no?

–Bebiendo, sí –me senté en mi lado de la cama y me quité los zapatos–. Pero hace casi seis meses, y si se mantiene limpio otros dos meses, lo recuperará. Creo que lo conseguirá. Va a Alcohólicos Anónimos, lo sabes.

Mi mujer gruñó, claramente no impresionada. Me quité la camisa, olí los sobacos, la colgué en el armario. Solo la había usado una o dos horas, solamente para cenar.

–¿Sabes? –dijo mi mujer–, creo que es una pena que la policía no le investigara más a fondo después de que su esposa desapareciera.

–Le hicieron algunas preguntas –dije–, pero solo para obtener la máxima información posible. Nunca hubo ninguna duda de que lo hiciera, Ros. Nunca fue sospechoso de ello.

–Oh, estás muy seguro.

–En realidad, lo estoy. Sé algunas cosas. Lulubelle llamó a su madre desde un hotel al este de Colorado el día que se fue, y volvió a llamarla desde Salt Lake City el día siguiente. Por entonces ella estaba bien. Fue en días laborales, y L.T. estaba en la fábrica. También estaba en la fábrica el día que encontraron su coche aparcado en una carretera comarcal cerca de Caliente. A no ser que pueda transportarse mágicamente de lugar en lugar en un abrir y cerrar de ojos, no pudo matarla. Además, no podría. La amaba.

Ella gruñó. Era ese odioso sonido de escepticismo que hacía a veces. Incluso después de treinta años de matrimonio, ese sonido todavía hace que quiera volverme y gritarle que pare, que se vaya a la mierda o que saque los pies del tiesto, cualquiera de las dos, que diga lo que tenga que decir o que se quede callada. Esta vez pensé en contarle cómo L.T. había llorado; cómo estaba que parecía que tuviera un ciclón dentro de él, llorando desconsoladamente por todo lo que no había podido retener. Pensé hacerlo, pero no lo hice. Las mujeres no se fían de las lágrimas de los hombres. Pueden decir algo distinto, pero en el fondo no se creen las lágrimas de los hombres.

–Quizá deberías llamar a la policía –dije–. Ofréceles un poco de tu experta ayuda. Indícales lo que han pasado por alto, como Angela Lansbury en Apartado criminal.

Metí las piernas en la cama. Ella apagó la luz. Permanecimos tendidos en la oscuridad.

Cuando habló otra vez, su tono era más amable.

–No me gusta. Eso es todo. No me gusta y nunca lo hará.

–Sí –dije–. Creo que eso lo aclara.

–Y no me gusta la forma en que miraba a Holly.

Lo que significaba, tal y como averigüé finalmente, que no le gustaba la forma en que Holly le miraba a él. Cuando no estaba mirando a su plato, claro.

–Preferiría que no volvieras a invitarle a cenar –dijo.

Permanecí en silencio. Era tarde, Estaba cansado. Había sido un día duro, una tarde dura, y estaba cansado. Lo último que quería era tener una discusión con mi esposa estando cansado y ella preocupada. Era el tipo de discusión que podía llevarte a pasar la noche en el sofá. Y la única forma de parar una discusión como esa es estar callado. En el matrimonio, las palabras son como lluvia. Y la tierra del matrimonio está llena de cauces secos y arroyos que pueden convertirse en torrentes en un abrir y cerrar de ojos. Los terapeutas creen en el diálogo, pero la mayoría de ellos son divorciados o maricones. El silencio es el mejor amigo del matrimonio.

Silencio.

Al cabo de un rato, mi mejor amigo giró hacia su lado, lejos de mí al lugar al que ella iba cuando finalmente daba por terminado el día. Permanecí despierto largo rato, pensando en un polvoriento coche pequeño, quizá una vez blanco, caído en una zanja junto a una carretera comarcal en el desierto de Nevada, no demasiado lejos de Caliente. La puerta del conductor permanentemente abierta, el retrovisor arrancado de su enganche y caído en el suelo, el asiento delantero empapado de sangre y marcada con las huellas de los animales que han venido a investigar, quizá a probarla.

Había un hombre –creen que era un hombre, normalmente lo es- que había descuartizado a cinco mujeres en aquella parte del mundo, cinco en tres años, la mayoría durante la época en que L.T. había vivido con Lulubelle. Cuatro de las mujeres estaban de paso. De alguna manera debió conseguir que pararan, las arrastró fuera de sus coches, las violó, las descuartizó con un hacha, abandonándolas uno o dos desvíos mas allá para los buitres y los cuervos y las comadrejas. La quinta víctima fue la esposa de un anciano ranchero. La policía llama a este asesino el Hombre del Hacha. Cuando escribo esto, el Hombre del Hacha todavía no ha sido detenido. No ha vuelto a matar; si Cynthia Lulubelle Simms DeWitt fue la sexta victima del Hombre del Hacha, también fue la última, al menos por ahora. Todavía hay algunas dudas, sin embargo, sobre si fue o no la sexta víctima. Si no en la mayoría de las mentes, esa duda existe en la mente de L.T. que todavía se permite tener esperanza.

La sangre del asiento no era sangre humana, ¿sabéis?; a la Unidad Forense del Estado de Nevada le llevó menos de cinco horas determinarlo. El trabajador de rancho que encontró el Subaru de Lulubelle vio una nube de pájaros a media milla, y cuando llegó no encontró una mujer descuartizada, sino un perro descuartizado. Poco quedaba aparte de huesos y dientes; depredadores y carroñeros habían tenido su día, y no había demasiada carne de un terrier Jack Russell con lo que empezar. No cabe duda de que el Hombre del Hacha encontró a Frank; el destino de Lulubelle es probable, pero está lejos de ser seguro. Quizás, pensé, ella está viva. Cantando Tie a Yellow Ribbon en The Jailhouse en Ely o Take a Message to Michael en The Rose of Santa Fe en Hawthorne. Vestida con un conjunto de tres piezas. Hombres viejos intentando parecer jóvenes con chalecos rojos y negras corbatas de lazo. O quizá esté aplastando vaqueros de GM en Austin o Wendover; doblándolos hacia delante hasta que sus pechos se aplasten contra sus muslos, bajo un calendario en el que aparecen tulipanes en Holanda; sujetando pares y pares de nalgas flácidas en sus manos y pensando en qué ver en la TV esa noche, cuando termine su turno. Quizá ella aparcó a un lado de la carretera y se fue caminando. La gente hace eso. Lo sé, y probablemente ustedes también. Algunas veces la gente dice a la mierda y se marcha. Quizá ella dejó a Frank atrás, pensando que alguien llegaría y le daría un buen hogar, sólo que fue el Hombre del Hacha el que llegó, y...

Pero no. Conocía a Lulubelle, y aunque me vaya la vida no puedo verla abandonando un perro que probablemente se ase hasta la muerte o muera de hambre en el yermo. Especialmente un perro que amaba de la manera en que amaba a Frank. No, L.T. no exageraba sobre eso, yo los había visto juntos, y lo sabía.

Ella todavía podría estar viva en alguna parte. Técnicamente hablando, al menos. L.T. está en lo cierto sobre eso. Solo porque yo no puedo imaginar una situación que lleve a ese coche con la puerta permanente abierta y el retrovisor caído en el suelo y el perro muerto y picoteado por los cuervos dos desvíos mas allá; solo porque no puedo imaginar una situación que lleve desde ese lugar cerca de Caliente a algún otro lugar donde Lulubelle Simms cante o cosa o haga mamadas a los camioneros, fuera de peligro y de incógnito, bien, eso no significa que dicha situación no exista. Como le dije a L.T., no es como si hubieran encontrado su cuerpo, sólo encontraron su coche, y los restos del perro cerca del coche. Lulubelle podría estar en cualquier parte.

No podía dormir y estaba sediento. Me levanté, fui al baño, y saqué los cepillos de dientes del vaso en el que los guardamos cerca del lavabo. Llené el vaso de agua. Luego me senté sobre la tapa del inodoro y bebí el agua y pensé en el sonido que hacen los gatos siameses, ese extraño aullido, cómo suena bien si te gustan, cómo debe sonar cuando llegas a casa.







replaylizabel mónica

(habana, 1983)




poesía



vaca


Equívoco contestable:

Beneficio de pareja nonagenaria

Receloso aliento delator del fraudulento vecino

Al que llamaban Vaca;

Creer -consistente forma  

en asiduo tratar alumbrado-

Desprecio en la eutanasia

Señora, señorita...

No traslade la negativa de estricto e innecesario remilgo

social

hacia la oficina funeraria



***



(abatir)

Los tres que en mi contienden nos hemos quedado en el móvil punto fijo y no somos ni un es ni un estoy.

                                                                   

Alejandra Pizarnik



gramófono.

parricidio gramófono.

sonar; sornar. soportar.

déficit de ilícito.  

(femenino)



(superficial emplasto.

colisiones intervenidas a tiempo... bubú bubú bu... tiempo intervenido.)

Abatir.

¿salgo a caminar y veo?



hombre

unifármaco

en la sien

(Abatir)

(raspo cazuelas, en un mutis cerrado, mímica frenética, casi inaudible.)

Hurtar días.  



calmante,

medias cordiales gratificaciones.



descaminar. hedor a islote estancado en la cloaca de un viejo sistema desagüe. imposible modernizar

sis tema des

habría que modificarlo –todo de-,

romperlo, no quedaría arrecife sino

algún aditamento para nuevo sistema,

ya con algo que reseque



quizás pequeño taponcito estancador.

Descamisar.



(¿yo salgo a caminar

y?)        Molestar último. ocioso. Pésame real.


y dije, «tenía miedo a que me lo desaparecieran». gramófono

hecho de tuberías metálicas.


Mujer silente busca en el diccionario la palabra «sistema».


(raspo cazuelas, en un mutis cerrado, mímica frenética, casi inaudible.)

(raspo cazuelas, en un mutis cerrado, mímica frenética, casi inaudible.)

(raspo cazuelas, en un mutis cerrado, mímica frenética, casi inaudible.)



***



a mitad de habitación



Limpia

se distiende

la armazón

simbiótica


duras las patas

en madera


silla en composición afractuosa

disfuncional


convivir con las cuerdas

sobre las sentaderas

con las cuerdas

no hay entusiasmo alguno

hacia morir

convivir con las cuerdas

es muerte ininterrumpida,


con vivir con las cuerdas

basta



***



sordo pájaro

[gritando, ruidos en ciudad…]

Para Andrés



no permitas que sordo

pá  jaro silencio

pi  cotee

pa  ra

nos

extraer

de epidermis

insectos


–gritando; ruidos en ciudad

de fondo


hemos expues

to ante

Ustedes las razo

nes que

nos movieron

a volar


La Asocia

ción de

Protección a los Peces


–silencio

de fondo;


cuchicheo;

no permitas que el sordo

pájaro silencio

picotee

nos

para

extraer

de epidermis


los piojos


–gritando; ruidos

ciudad-de-fondo


hemos expues-

to ante

U.D. s las razo-

nes que

nos movieron a volar



***



otra



La violencia de

casas de aldea


en la noche sin ruidos.


En una de esas –casillas de tablero–

un hombre

simple

mente,

ve


durante toda la noche           durante toda la noche

oculto tras                           oculto tras

la    inmutable pared

inmutable pared –de su casa–

ve     ve


canales interminables de TV extranjera     canales

     interminables de TV

por cable.     por cable.



Frente a la ventana

una

–otra–

casita.



***



humo



—Cascado proyecto litúrgico esta espera,

(o es desapercibido, sobrado

brujo humedecer de ateísmo)

—Senil mito...

calamidad de (menguados) (brillos adversos)

—Yo preciso visible comenzar inactivo: apostado.

(pastel abierto de gallina sin invitados que pregunten)

—Nada de humo, bien sujetos a nosotros mismos...


basta de hablar de política, dijo el joven y operó

algo en la vitrola






qfEqgdSAo_UnBvEuAJQnOEO6KuxshqqyxXSZ2bmr6mF9rdlqIBNTCY3CLX_lQ91NUISZU5RqXhkk2RjES5SmZrsb_T1TJAqNuulKnLffvhL6HYXODzJkuo9Fs-sO_2gZsm_TKt0NozXr8y4rkg



replay




rodrigo fresán

(Buenos Aires, 1963. Escritor y periodista. Libros de ficción: Historia argentina (1991), Vidas de santos (1993), Trabajos manuales (1994), Esperanto (1995), La velocidad de las cosas (1998), Mantra (2002) y Jardines de Kensington (2003). Vive en Barcelona, donde traduce y anota las lyrics de Bob Dylan.)




New American Cookbook

El aquí y el ahora en veinticinco libros cardinales



Lo bueno de la literatura estadounidense es que nunca deja de crecer; lo malo de la literatura estadounidense es, también, que nunca deja de crecer; lo cual complica su pleno disfrute y su consumo. Siempre hay alguien por desenterrar y dentro de cinco minutos nacerá un nuevo genio. La dificultad se hace todavía más evidente cuando se trata de organizar —de intentar organizar— ránkings, cuadros sinópticos, listas, etc. No hay sitio que alcance; porque la literatura estadounidense siempre suma y rara vez resta. Así Moby Dick continúa siendo la novela más moderna; La letra escarlata no ha dejado de reinventar el puritanismo pagano valiéndose del tótem/tabú del adulterio; Huckleberry Finn conserva su posición jerárquica en tanto road novel; Henry James sigue recreando "lo europeo". Y la tríada de Fitzgerald & Faulkner & Hemingway (que suena como un bufete de abogados implacables) ganó, gana y ganará todos los casos. Jack Kerouac continúa en el camino y Salinger es más influyente que nunca desde su invisibilidad. Los espectros más o menos recientes de Saul Bellow, John Cheever, Donald Barthelme, Raymond Carver y Bernard Malamud y Stanley Elkin y Richard Yates y William Gaddis y Philip K. Dick siguen asustando inmejorablemente y como si fuera la primera noche. Cormac McCarthy y James Ellroy parecen tener cada vez mejor puntería y Don DeLillo y Thomas Pynchon no han perdido el respeto de los jóvenes. El culto a nombres como David Gates y Lee K. Abbott y Stephen Millhauser y Barry Hannah y Colin Harrison suma cada vez más fieles. Richard Russo y John Irving no dejan de divertirse con la novela decimonónica adaptada a nuestros días; Richard Ford y Tobías Wolf y Sam Shepard no piensan renunciar a la exploración de las tierras baldías del homo americanis y Philip Roth y John Updike cada día escriben mejor. Hay sitio para todos; hasta para el autor de la más grande novela americana: Lolita de Vladimir Nabokov.

De ahí, insisto, que haya algo paradójico a la hora de hablar de una nueva narrativa estadounidense porque —por intención y definición— la literatura estadounidense aparece desde siempre y para siempre inevitablemente ligada a la idea de la novedad sin por eso desatender a sus fuentes; la literatura estadounidese siempre fue nueva y nunca dejará de serlo. Hay que pensar en un mismo tren con cada vez más vagones y más kilómetros de rieles por delante y por detrás. Hay que pensar en muchas estaciones y trayectos posibles.

Lo que no impide la apuesta de una antología personal del aquí y el ahora en veinticinco libros y sus autores (en orden alfabético) que a su vez comprenda a tantos otros inevitables e imprescindibles. Y aquí vienen (de existir traducción, el título figura en castellano) y, seguro, dentro de un mes serán muchos más.

Qué malo, qué bueno, qué suerte.


Manual de caza y pesca para chicas, de Melissa Bank (1999). Tras los pasos de su hermanas mayores Ann Beattie (autora de la muy influyente y casi fundacional novela Chilly Scenes of Winter, de 1976), Mary Robison (la más rara), Anne Tyler (Nuestra Señora de la Famila Disfuncional), Paula Fox (la más revalorizada) y Lorrie Moore (acaso la más astuta de todas), Bank debutó con esta exitosa colección de cuentos que exuda talento. La idea es, una vez más, narrar desde "lo hembra" pero sin fáciles concesiones a "lo femenino" o a "lo histérico" estilo Sex and the City. Historias agridulces y muy inteligentes de una autora que acaba de publicar, por fin, su primera novela: The Wonder Spot. La versión bestial, sarcástica y X-Rated de todo esto se encuentra sin dificultad en los relatos y novelas de la ácida y también muy talentosa Mary Gaitskill. Otros debuts de cuentos femeninos a destacar: Do Windows Open?, de Julie Hecht (1997); How to Breathe Under Water, de Julie Orringer (2003) o cualquiera de las collections de Amy Hempel.


El festín del amor, de Charles Baxter (2000). El autor llevaba publicadas varias novelas y colecciones de cuentos celebradas por la crítica y colegas, pero el gran público supo de él cuando publicó este libro de trama atomizada, visiones mágicas, súbitas iluminaciones, pequeños milagros y más de un guiño a la ética y estética de John Cheever. Una celebración del insomnio y de sus habitantes que se lee como si El sueño de una noche de verano de William Shakespeare transcurriera en las afueras del Medio Oeste.


Drop city, de T.C. Boyle (2003). Eximio cuentista, pero también valiente reconstructor de la historia de su país a través de personajes y freaks que pueden ser tanto el inventor de los cereales Kellogg's como el sexólogo Alfred C. Kinsey. Lo que no impide que Boyle sea tan clásico y social como un Dreiser o un Farell. Y tal vez Drop City sea su título más ambicioso y logrado. ¿De qué trata? Del fin del paraíso hippie y de la decadencia de una comuna de acuarianos que descubre, de pronto, que tenía razón John Lennon cuando cantó aquello de "El sueño terminó".


Jóvenes prodigiosos, de Michael Chabon (1995). Muchos preferirán su reciente viraje a los territorios del pulp con Las formidables aventuras de Kavalier y Clay; pero lo cierto que Chabon nunca ha sido mejor que en esta farsa universitaria con escritor/profesor sufriendo bloqueo de inspiración y haciendo sufrir a todos los que lo rodean. La buena película con Michael Douglas —y canción oscarizada de Bob Dylan— apenas da una idea de las carcajadas y los blues que se encuentran aquí adentro. En esta misma veta —la comedia dramática— se encuentran también las novelas de J. Robert Lennon The Funnies (1999) y Cartero (2003).


La vida después de dios, de Douglas Coupland (1994). Curioso breviario sobre las cuestiones del alma o del espíritu, ustedes eligen. Incluye ilustraciones, aforismos, epifanías y satoris varios. Desde que patentó aquello de la Generación X en 1991, Coupland —de acuerdo, nació en Vancouver, pero Bellow también nació en Canadá y, como él, Coupland ha marcado a fuego la literatura norteamericana— ha ido convirtiéndose en una suerte de Salinger para las nuevas generaciones, escribiendo alternativamente novelas muy ácidas como Todas las familias son psicóticas (2001) o muy dulces como Eleanor Rigby (2004). En unas y otras —siempre— la cosa pasa por las batallas sin tregua entre padres e hijos. Y nadie gana, claro. Por esta misma senda, entre angelical y martirológica, transitan hoy Alice Sebold y su Desde mi cielobest-seller del 2002 narrado por una niña violada desde el Más Allá— y el muy publicitado Jonathan Safran Foer con sus Todo está iluminado (2002), próxima a estrenarse su adaptación cinematográfica con Elijah "Hobbit" Wood, y la reciente Extremely Loud and Incredibly Close (2005).


How we are hungry, de Dave Eggers (2004). Eggers se hizo famoso en el 2000 con la modesta e irónicamente titulada autobiografía comentada Una historia conmovedora, asombrosa y genial. Y desde entonces se ha convertido en el más vigoroso agitador cultural de los últimos tiempos fundando el imperio McSweeney's —editorial, librería, revistas, discos y causas benéficas— sin por eso descuidar su obra. Pero —la verdad sea dicha— el mejor Eggers se encuentra en la corta distancia de largo aliento y los relatos aquí recopilados recuerdan a lo mejor de Vonnegut y Brautigan y Holst.


American psycho, de Bret Easton Ellis (1991). El libro más maldito del más maldito de todos. Poco y nada que agregar al muy publicitado y escandaloso asesino serial y yuppie Patrick Bateman salvo que en el futuro será considerado un clásico estadounidense tan válido como El gran Gatsby o Herzog a la hora de explicar un determinado momento de la vida —y la muerte— en las decadentes soirées del Imperio. Todo Chuck Palahniuk sale de aquí y de Glamourama (1999). Apéndice sexual: la versión femenina pero igualmente monstruosa y talentosa de Ellis se encuentra en las novelas y relatos de A.M. Homes. ¿La versión teen?: Twelve, de Nick McDonell.


Las vírgenes suicidas, de Jeffrey Eugenides (1993). Uno de los más perfectos debuts de todo los tiempos, una inmensa pequeña novela que quita el aliento y devuelve la más asombrada de las sonrisas. Sátira noir de la vida en los suburbios que se nutre tanto de Cheever como de García Márquez. Ya saben: la épica tanática de las hermanas Lisbon durante los setenta, invocada por un narrador invisible y colectivo. Imprescindible. Eugenides se tomó nueve años para escribir Middlesex (2002) cometiendo el perdonable pecado de publicar un segundo libro que es, apenas, excelente.


Las correcciones, de Jonathan Franzen (2001). Cuando apareció esta novela, fueron muchos —entre ellos DeLillo y Cunningham y Ford— los la etiquetaron como "Gran Novela Americana". Y es cierto: en ella laten todos y cada uno de los Temas que suelen oírse, hacerse oír y hasta gritar en esos libros decididos a dejar marca y marcar época. Rasgos contenidos en una maniobra tan recurrente como eficaz: la disolución de una familia como transparente metáfora de la disolución de un país. Todo esto narrado, claro, con una prosa quirúrgica, de autopsia en vida, que hace equilibrio sobre esa fina línea que separa a la carcajada del alarido. Franzen firmó también un polémico ensayo en Harper's —posteriormente recopilado en Cómo estar solo (2002)— donde explicaba cómo recuperar la tradición de la novela norteamericana. Las correcciones es la puesta en práctica de todo eso.


Las confesiones de max tívoli, de Andrew Sean Greer (2004). Curiosa mezcla de realismo mágico y novela histórica para contar el tránsito de un hombre que nace viejo pero con mente de niño y va "creciendo" hasta acabar como un bebé sabio y sufrido. Libro —reminiscente de los usos y atmóferas de Stephen Millhauser— que no bastaría para incluirlo aquí de no ser por los dos títulos anteriores del autor: How It Was For Me (2000), de relatos, y la novela The Path of Minor Planets (2001), que no tienen nada que ver con éste y que lo lanzaron como un escritor dueño de una rara sensibilidad a la hora de lo trágico y doméstico.


Aquí no eres un extraño, de Adam Haslett (2002). Nueve relatos magistrales —cifra cabalística y salingeriana— entre los que destacan "Notas para mi biógrafo" y "El buen doctor". Crisis familiares, depresiones individuales y todo eso narrado con mano firme y ojo de águila para el detalle revelador, siguiendo los pasos del primer Ethan Canin y del primer Michael Cunningham y del primer David Leavitt. Alguien dirá Cheever, alguien dirá Gates, alguien dirá Bausch, alguien dirá Yates y —si todo sigue así— alguien muy pronto dirá Haslett. Y el triunfal debut con libro de short-stories siempre fue y seguirá siendo una fértil tradición estadounidense. Por lo que aprovecho este lugar para mencionar otros estrenos más que atendibles: Natasha and Other Stories, de David Bezmozgis (2004); Para el alivio de insoportables impulsos, de Nathan Englander (1999); Remote Feed, de David Gilbert (1998); La cuestión de Bruno, del nacido en Sarajevo pero escritor Made in USA Aleksandar Hemon (2000); Thirst, de Ken Kalfus (1998); Sam The Cat, de Matthew Klam (2000) y, por supuesto, siguen las firmas.


Hijo de jesús, de Denis Johnson (2003). No puede afirmarse que Johnson sea "joven" o "nuevo"; pero sí que es uno de los escritores más revolucionarios, por siempre novedosos, y considerado casi un gurú por los recién llegados a la fiesta. Esta novela-en-relatos cuenta las idas y vueltas de un drogadicto en busca de la luz al final del túnel. Pero —advertencia— no es el típico producto estilo Trainspotting. Lo que hay aquí es Alta Literatura, una prosa tan precisa como poética, y la más alegre de las tristezas a la hora de contar un ascenso —y no un descenso— a los infiernos. Pensar en lo mejor de Blake y de Lowry y de los beatniks. Y sí: es posible —muy posible— que Johnson sea un genio.


Crossing california, de Adam Langer (2004). Ecos de Bellow y Salinger y Roth para esta muy talentosa y muy divertida primera novela. Principios de los ochenta en la avenida California de Chicago, una joven judía de tendencias políticas extremas y un joven negro que le declara su amor haciendo películas y un reparto de secundarios perfectamente delineados (a destacar la viperina Michelle). Y buenas noticias: este agosto se publica The Washington Story, su segunda —y espero que no sea la última— parte.


La fortaleza de la soledad, de Jonathan Lethem (2003). Autor que comenzó como discípulo confeso de la ciencia-ficción entrópica de Philip K. Dick pero que con este libro ha dado un giro de timón sin traicionarse. Novela de iniciación y de amistad salpicada por abundante data pop —rock, cine, música— en la que Lethem reescribe con pasión proustiana su propia infancia en Brooklyn durante los años setenta. Para su mejor y mayor disfrute, consumirla con los muy complementarios Men and Cartoons (cuentos, 2004) y The Dissapointment Artist (ensayos, 2005).


The age of wire and string, de Ben Marcus (1995). Tras los pasos de los super-ficcionalistas de principios de los setenta y de la mirada clínica de Nicholson Baker, se manifiesta este librito extraño y único. 140 páginas repartidas en microrrelatos que se proponen —y consiguen— una suerte de manual de instrucciones para un mundo invisible que no es otra cosa que la sombra del nuestro. Difícil de explicar, hay que leerlo para entenderlo y admirarlo. Y después continuar la exploración con los igualmente formidables e indefinibles Notable American Women (2002) y The Father Costume (2002). Menos radical pero sebaldiano y mixto a la hora de procesar ficciones y no ficciones es el libro de relatos I'm Not Jackson Pollock de John Haskell (2003) con apariciones estelares de Orson Welles, Juana de Arco, Anthony Perkins, Glenn Gould, y el pintor del título.


El velo negro, de Rick Moody (2002). Análisis social, ensayo autobiográfico sin anestesia, retrato del artista adolescente, crítica histórica, mirada sin parpadear en el espejo, todo eso y mucho más con una de las mejores y más personales y arriesgadas y exquisitas prosas del presente. Algo así como el John Updike del nuevo milenio. Complementar con los relatos de Demonología (2000) y la ya clásica novela La tormenta de hielo (1994). Una vez le preguntaron cuál era su tema y Moody, sin dudarlo, respondió: "La arritmia de la desesperación".


El club de la lucha, de Chuck Palahniuk (1997). Demasiados libros después —demasiado poco tiempo entre uno y otro— el chiste comienza a perder su gracia. Lo que no significa que este manual de instrucciones para anarquistas/nihilistas —así como su hermana gemela Asfixia (2001) y los ensayos y entrevistas de Error humano (2004)— no siga resultando tan transgresor como hilarante. Títulos posteriores parecen confirmar lo que se sospechaba: el plan maestro de Palahniuk consiste en coronarse como el Stephen King de una nueva generación que no ha leído a J. G. Ballard o a Kurt Vonnegut. Otro entrópico destacable es Saunders con sus relatos sobre parques temáticos en quiebra y programas de televisión sádicos reunidos en Guerracivilandia en ruinas (1996) y Pastoralia (2000). Igual paisaje desolado y tribal se contempla en El gran sí... de Mark Costello (2004), donde se cantan los blues de sufridos miembros del servicio secreto con los mismos modales entre ácidos y desoladores que alguna vez Joseph Heller dedicó a los pilotos de combate en Catch-22 (1955).


El tiempo de nuestras canciones, de Richard Powers (2003). Los que lo acusaron —en ocasiones con cierta razón— de escribir libros demasiado fríos y cerebrales recibieron una bofetada de más de seiscientas páginas con esta novela todo corazón que se extiende a lo largo de medio siglo de historia estadounidense y de la vida de dos hermanos negros poseídos por la música. El final reserva una de las más sorpresivas y brillantes vueltas de tuerca y, sí, todo parece indicar que la gran novela afroamericana de esta década ha sido escrita por un blanco.


Love and Hydrogen, de Jim Shepard (2004). Autoantología de un escritor que —como Johnson— ya tiene sus años y sus libros; pero que es más moderno que muchos recién debutantes. Sus novelas —una de ellas se ocupa de los vuelos de un bombardero durante la Segunda Guerra Mundial, otra reconstruye la filmación del Nosferatu de Murnau— son inequívocamente admirables. Pero son sus relatos —con una variedad de registros y técnicas aparentemente inagotable— los que quitan el aliento: el monstruo de la Laguna Negra, el bajista de The Who y John Ashcroft son algunos de sus héroes.


Criptonomicón, de Neal Stephenson (1999). Un crítico definió a las más de mil páginas de esta saga histórica, criptográfica y familiar como "una mezcla de Don DeLillo, Tom Clancy, Thomas Pynchon, Michael Crichton y David Foster Wallace"; y tiene algo de razón. Se lee con la compulsión de un best-seller y se disfruta tanto como El arco iris de gravedad o Submundo. Un frenético recorrido por el universo de códigos secretos y finanzas informáticas a cargo de un escritor que se divierte casi tanto como el que lo lee. Stephenson continuó el baile publicando las más de tres mil páginas de la prequel y trilogía El ciclo barroco (2003-2004). Más de lo mismo pero, esta vez, en la trascendente frontera que separa los siglos XVII Y XVIII. Aproximaciones más vanguardistas y arty al paisaje cronocyber-punk de Stephenson se pueden disfrutar en las novelas de Steve Erickson. Especialmente recomendables son Tours of the Black Clock (1989), que cuenta la historia del pornógrafo privado de Hitler y Arc d'X (1993) donde se reescribe en variaciones psicotemporales el romance entre Thomas Jefferson y la esclava Sally Hemmings.


El secreto, de Donna Tartt (1992). Más un culto que una novela, este exitoso thriller académico ubicado en un prestigioso college de Nueva Inglaterra no dejó a nadie indiferente con sus destellos de Fowles y Highsmith y Murdoch y Oates. Sumarle a esto el aspecto de heroína de Edgar Allan Poe de su autora (por entonces de veintiocho años de edad) y sus costumbres ermitañas, y los encargados de marketing de la editorial tuvieron orgasmos múltiples. Lo cierto es que El secreto funciona y está bien escrito. Tuvieron que pasar diez años para que llegara Un juego de niños (2002): reinvención del universo de Carson McCullers combinado con detective-story juvenil. A pocos les gustó, a muchos desconcertó pero se trata, sin duda, de una de las novelas fallidas más logradas de los últimos tiempos. Los que tengan ganas de más de lo último harán bien en seguir con las novelas de otra hija de McCullers: La casa del gigante (1996) y Niagara Falls All Over Again (2002), de Elizabeth McCracken. Alternar, si se lo desea, con los neofaulknerianos Brad Watson y Heidi Julavits.


The atlas: people, places, and visions, de William T. Vollmann (1996). Cuando era niño, Vollmann se distrajo y la consecuencia de esa distracción fue que su hermanita muriera ahogada. De este terrible Big Bang surge toda una obra inmensa que incluye a novelas colosales como The Royal Family (2000) o la recién aparecida Europe Central (2005); un ciclo histórico en siete volúmenes bautizado como Seven Dreams del que ya ha publicado cuatro; o un tractat de más de cuatro mil páginas sobre las aplicaciones de la violencia. En sus ratos libres, Vollman viaja a Tailandia a investigar el turismo sexual o a Afganistán y Croacia en plena guerra (casi muere allí; fue el único sobreviviente cuando su auto pisó una mina). Todo esto y mucho más se puede leer en este libro hecho de fragmentos, viajes, personas y muertos. Los que saben lo consideran el novelista más novelista —en cuanto a posibilidades de un futuro Nobel— de su generación.


I'll let you go, de Bruce Wagner (2001). Inexplicablemente inédito en nuestro idioma, Wagner es el mejor y tal vez único heredero de Nathanael West a la hora de la comedia noir hollywoodense. Cualquiera de sus cuatro novelas es recomendable, pero tal vez ésta sea la mejor puerta de entrada: una barroca y muy dickensiana novela de costumbres combinada con gótico familiar y thriller victoriano, pero en el frívolo y desolado Beverly Hills del nuevo milenio.


Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer, de David Foster Wallace (1997). Todo el mundo supo de este torrencial escritor adicto a las notas al pie cuando, en 1996, publicó esa Big Big Big Mac que es la novela La broma infinita: la exhaustiva saga de una familia muy muy muy disfuncional. Pero tal vez la esencia de su talento se aprecie mejor en estos largos ensayos sobre diversos temas donde se incluye el sesudo y ya indispensable "E Unibus Pluram: televisión y narrativa norteamericana". Lo que no impide disfrutar de aquel otro que da título al libro y que disecciona el mundo de los cruceros caribeños con maldad regocijante.


Viaje de vuelta, de Stephen Wright (1994). Largos y tumultuosos relatos que acaban armando la vertiginosa novela de un hombre fugándose de sí mismo y asumiendo diferentes personalidades a lo largo de un camino lleno de sangre y sorpresas. Pesadillesco y verosímil. Prosa convulsa. Da miedo. Pocas veces un libro se pareció tanto a una película de David Lynch.


(tomado de Letras Libres)



replayray loriga

(madrid, 1967. escritor, guionista, director. quizás ha publicado lo peor de todo, días extraños, caídos del cielo, héroes, tokío ya no nos quiere, trífero, y el hombre que vendió manhattan)




nunca llores delante del carpintero

 

No mires ahora, pero creo que hay alguien mirando.

Mi mujer está obsesionada, cree que todo el mundo nos mira. Vivimos en un ático, hace muy poco que nos hemos mudado. Desde nuestra terraza se ve una torre llena de ventanas, una torre muy alta, muchas ventanas. Yo no creo que nadie nos mire. Ella tiene miedo de andar desnuda por la casa. La torre está muy lejos, cuando miro a las ventanas no veo más que pequeñas formas que se mueven.

Pequeñas formas que se mueven desnudas.

Esa es mi mujer, está obsesionada, ya lo he dicho. Cuando vinimos a vivir aquí, la casa estaba hecha un asco, así que nos pusimos a arreglarla; el suelo, las paredes, la terraza, las cañerías, todo. Gastamos muchísimo dinero, yo no tengo dinero, ni mucho, ni poco, ni nada. La casa quedó muy bien, vivimos felices durante dos o tres días, pero luego el suelo empezó a abrirse, la madera estaba demasiado fresca o era demasiado joven, o algo así.

–El suelo se abre.

Yo me quedaba mirando al suelo sin saber muy bien que había que hacer para detener aquello. Ella también miraba al suelo y luego me miraba a mí y después mirábamos a la torre para ver si alguien más estaba viéndolo.

La torre está demasiado lejos.

Luego abrimos una botella de vino blanco y nos sentamos a beber. No había que preocuparse por la torre. Estábamos vestidos, las grietas no eran tan grandes. Desde lejos, todavía éramos una pareja feliz.

–Habría que hacer algo.

–Haremos algo a la vuelta.

Cerramos las maletas y salimos hacia el aeropuerto.

Holanda es un país extraño, la gente acude en masa a los recitales de poesía. Eso no puede ser bueno. Para mi, sí, yo soy poeta. Mi mujer es novelista. Gana dinero. En Holanda es algo grande ser poeta, pero fuera de Holanda, no.

–Esto es increíble.

La verdad es que era increíble, toda esa gente haciéndome fotos y entrevistas, invitándome a comer, pagándome el taxi, saludándome al pasar, escuchando mis cosas, haciéndome caso.

Mi mujer estaba contenta, no le importaba que nadie hubiese oído hablar de sus novelas. Sus novelas están traducidas a siete idiomas, pero en Holanda no las conocían. A ella le parecía bien, le gustaba quedarse callada mirando como yo subía y subía, hinchado como un pez globo. Le gustaba cuidar a su pez globo y besar a su pez globo, y sobre todo, le gustaba tener un pez globo en la cama por unos días, porque sabia que después me deshincharía y me quedaría mirando como un idiota las grietas del suelo, sin hacer nada al respecto.

–¿Cuando volvemos?

–Mañana

Los festivales de poesía pueden durar un par de días o una semana o incluso un mes, pero nunca duran para siempre. Cerramos las maletas y salimos para el aeropuerto, de vuelta a casa. En el avión apenas dijimos nada. Los dos estábamos cansados. Yo estaba triste, además. Puede que ella también, no lo sé. No hay manera de saberlo.

–Voy a llamar al carpintero.

–Buena idea. Te has gastado un montón de dinero en ese suelo.

Miré por la ventanilla del avión. No se veía gran cosa. Los aviones deberían volar mas bajo.

–Mejor aún, vas a llamar tú.

–¿Yo?

Llegamos a casa, llamé al carpintero, me costó mucho convencerle para que viniese a ver el suelo, pero al final dijo que sí. Al parecer, él también tenía algo que decirnos, no estaba muy de acuerdo con el dinero que le habíamos pagado. Había habido un error, eso es lo que me dijo.

Nos sentamos en el salón, las grietas corrían por debajo de nuestros pies, el carpintero no se hacía responsable, decía que habíamos abierto las ventanas demasiado pronto o demasiado tarde y hablaba de la humedad y de la sequedad como si fueran personas, malas personas, y nos enseñaba papeles con números.

–Es evidente que ha habido un error. Todavía me deben dinero.

A nosotros no nos parecía evidente. A nosotros nos parecía que el suelo se abría. El carpintero miraba a mi mujer, mi mujer me miraba a mi y yo miraba las grietas. Me sentía mal, pero no mal de una manera nueva, sino mal como toda mi vida, como al principio. Siguieron discutiendo durante un buen rato. Cuando ella se dio cuenta de que yo estaba llorando, simplemente extendió un cheque y sacó de allí al maldito carpintero.

Luego los dos salimos a la terraza para asegurarnos de que las pequeñas formas desnudas no lo habían visto todo desde la torre.



replaystop


Este lp ha dejado de girar.

Por el momento.

Puede volver a poner la aguja en el primer surco.

También puede no hacerlo.

Es libre para hacer lo que quiera,

¿o no?


***


en el próximo número:

? cuentos de michel encinosa y orlando luis pardo...

? poesía de frank o´hara...

? expediente ellis...

? más...


***


Y por anunciar, anunciamos la creación del sello 45 r.p.m. donde se publicarán en formato electrónico obras inéditas y/o publicadas (pero fuera de circulación) de raúl flores iriarte, jorge enrique lage, orlando luis pardo, michel encinosa, jorge alberto aguiar, raúl aguiar, ahmel echevarría, yordanka almaguer, arnaldo muñoz, lizabel mónica, entre otros...



replay





All lyrics ©2005 33y1/tercio Productions

Reprinted by permission



Original Format

microsoft word document

Collection

Citation

Raúl Flores Iriarte, “33 y 1/tercio, No. 1,” Digital Entanglements, accessed April 20, 2024, https://digitalcuba.omeka.net/items/show/12.

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