tristes hombres del chaplin que mil y una vez tumbaron a la revolución cubana y después fueron tan gentilmente tristes que mil y una vez la hicieron sobrevivir

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Title

tristes hombres del chaplin que mil y una vez tumbaron a la revolución cubana y después fueron tan gentilmente tristes que mil y una vez la hicieron sobrevivir

Subject

Literatura, Literature

Description

Texto publicado en The Revolution Evening Post, No. 3, 2008. pp. 70-71.

Creator

Orlando Luis Pardo Lazo

Source

The Revolution Evening Post, No. 3, 2008. pp. 70-71.

Publisher

The Revolution Evening Post

Date

2008

Contributor

Lizabel Mónica

Format

pdf

Language

Spanish, Español, SPA

Type

digital magazine, revista literaria, texto literario, literary text

Coverage

Cuba, literatura cubana, Cuban literature,

Text Item Type Metadata

Text

Se parece a Sean Penn en El asesinato

de Richard Nixon. Usa bigotico obsceno. Ríe
cobardemente. Y trasmite cierto aire de
erudición o solemnidad bajo un traje raído de
color gris rotoso.

Aunque no se llama Sean Penn, por
supuesto, ni Richard Nixon.

En julio de 2007, a ras del Vedado, La
Habana, Cuba, él simplemente ha perdido el
nombre (tampoco le hace falta encontrarlo). Él
es ahora el fin de una época y la coda de una
generación. Y con eso ya me es suficiente para
narrar. Insuficientemente narrar.

A él, sin embargo, le basta sólo con ser
puntual. Con entrar siempre de primero para
ocupar su puesto eterno en última fila. The last
in line. A estas alturas de la historia, lo menos
que él desea es un cambio de perspectiva. Lo
menos que él desea es que lo identifiquen con
él. Un cinéfilo desconocido ha de ser un
virtuoso de la invisibilidad: sólo así es posible
sacarse la pinga en público y entonces tirar en
paz.

Pero en este punto quien entra en la
escena soy yo. Porque yo también asisto a
diario al cine Charles Chaplin de 23. Porque
estoy allí para relatarlo, tal vez delatarlo: a él y a
todo su gremiecito o exhibicionista complot.

Yo soy a ratos el testigo y a ratos el
cómplice de este pornográfico prestidigitador.
De éste y de sus tristes colegas de sala oscura:
ciudadanillos raídos en trajes de color gris
rotoso, atorados por la demasiada angustia
mitad onanista y mitad incivil; sean-pennes de
pene en mano que nunca nadie les tocará
(excepto el médico o el forense), richard-nixones
ridiculizados por el Estado y por Dios; hombres
alguna vez convidados a creer en la palabra
futuro, posproletarios de una utopía seminal
que jamás eyaculó (los tiradores no se vienen,
por definición); títeres cuyos hilos convergen
todos en la portañuela (sin culpa y sin
monserga moral, pero sin alegría y sin dignidad),
iconos masturbadores de la insolidaridad
humana en su estado crudo y carnal; augures
del desastre antropológico que más temprano
que tarde les pareceré a ustedes yo.

La pinga humana se compone de:
1) la pinga genital o la pinga en sí (das Ping
an sich);
2) la pinga simbólica.
La pinga genital participa, entre otros
determinismos, de la evolución biológica de la
especie. La pinga simbólica es, sin embargo, la
encargada de muchas manifestaciones
espirituales del hombre, tales como:
1) la función ideológica o lingüística;
2) la función fáctica o exhibicionista.

Hasta aquí, la cita más o menos plagiada
de un manualito de difusión materialista,
impreso en la URSS de los años setenta.
En nuestro contexto social, la función
fáctica o exhibicionista podría ser ahora, a su
vez, la enfermiza esperanza de sacar de su
despótica decadencia a la praxis de nuestra
izquierda local.

A partir de aquí, el diluvio reaccionario del
hombre de derechas que nunca del todo seré
(después de mí, el delirio).

En julio de 2007 se celebra el Día de
Todos los Mártires Inocentes, fecha patria en
que el Ministerio de Cultura suspende cualquier
fiesta pública nacional: sea cabaret, función de
danza, teatro, carnaval, concierto, exposición,
show de travestis o proyección de un film.
Entonces los habituales del cine Chaplin se
ven expulsados por decreto contra el contén.
Cada año, ellos son los verdaderos mártires de
esta efeméride, de cuyo histórico tiroteo (en
1957) ninguno se declara culpable. Cada año se
les puede ver merodeando por allí con una
pasividad sobrecogedora: una suerte de huelga
de las pingas caídas, que sería noticia de
primera plana en cualquier otro país (aun si no
existiera la prensa).

Algunos pernoctan en la acera de la
avenida 23 (nadie podría confundir su alcurnia
de tirador con la de un mendigo). Otros se

acurrucan contra los vidrios de la Cinemateca
(niños huérfanos de la institución audiovisual,
pequeños valdés sin ticket ni beneficencia). Y
otros se largan de madrugada hacia algún
parquecito oscuro, siempre que sus bancos
simulen la disposición de butacas del cine
Chaplin (diáspora conmovedora por su
patetismo híperreal, en medio de un siglo XXI
tan adorablemente hipócrita y laissez-faire y
cínico y make-believe).

Pero es sólo un día de julio, no más. A lo
largo y estrecho del 2007, a esta tropita
pinguenciera le quedan 364 no-efemérides para
ejecutar su venganza privada contra la nación
(en años bisiestos ni siquiera se notaría la
discontinuidad ministerial). Ellos disponen de
364 jornadas de automanoseo social, de 364
sesiones contraparlamentarias (tirar es el más
fáctico de los verbos: es un fatum). Así
reaccionan contra las resoluciones de política
cultural, y le ponen, como de pasada, un diario
punto final a las grandes construcciones
discursivas de la revolución (pura pinga
simbólica ideológica o lingüística, si hemos de
respetar la taxonomía anterior).

Los tiradores (que, reitero, no se vienen si
son de verdad) funcionan como las termitas de
un cactus patriarca: insectos que comen cosas
(incluidas las espinas), hasta tumbar
simbólicamente el tronco del árbol social. Son
bichos que fugan por las rizomáticas galerías

de túneles que ellos mismos cavan bajo los ex-
cines de lujo de la capital. Y son un contrapeso

actancial tras medio siglo de ideología. Antes
que el Anti-Cristo, serían el Anti-Verbum. Y
masajean sus ciclos de carne antes que de
Carnot: maquinitas de ondulación permanente,
ya sin la retórica barrueca de un capítulo 8 que
ninguna madre cubana leyó. Ellos son de pinga,
por suerte desafortunadamente. Como yo.
Por lo demás, todos tienen Libreta de
Abastecimiento, residencia urbana legal,
familias más o menos integradas al proceso
desde Playa Girón y, para colmo, cargan agua
desde una cloaca hasta la azotea. No hay nada

que hacer al respecto por parte de la
Seguridad. En gran medida estos terroristas
del falo son, a la postre, un efecto colateral de
la propia revolución.

¿Qué podría hacer yo ahora, salvo
cronicarlos mitad con pánico y mitad con
admiración? Siento que, en más de un sentido,
nos merecemos esta conspiración de la pinga
(nada obscena, por cierto, pues ninguna
simbología lo es). Además, tampoco es para
halarse los pelos (histeria de hembrita al
descubrir a alguno sobándose en la butaca de
atrás), pues ellos serán una amenaza pero son
también el último chance de que resucite,
aunque sea por carambola, la ya referida
revolución.

Es así. En una epoquita de deserciones en
masa, sólo en el descaro de ellos yo me
atrevería ahora a confiar. En esos mullidos
hombres podría descansar entonces el sutil
sentido histórico de una posrevolución
entendida como continuum y no como corte.
Japón, La Habana. Hay que inmolarse con
un sable y una sábana, a falta de una bandera
mejor. Ahí está el relato de Yukio Mishima,
Patriotismo (amén de la biografía de samurai
frustrado de este escritor).

La Habana, Japón. Hay que fornicar en
primerísimo plano hasta venirse o morir. Y ahí
está el filme de Nagisa Oshima, El imperio de
los sentidos (amén del porno manga y otras
delicadeces: como el bondage o la práctica de
comprar blumercitos usados por una escolar).
En Cuba, para no variar, no tenemos
maneras limítrofes de narrar así (aquí todo es
meseta fósil sobre una plataforma insulada). En
Cuba, ni la voz ni el sujeto nos dieron jamás
para tanto (de la bucolia a la denuncia al choteo
a un Partido Calvinista que excomulgó el
jueguito de la ficción). De hecho, técnicamente
en Cuba hace medio siglo o medio milenio que
no existe la ficción (o es entendida sólo como
una cuestión de género: pasto para peritos,
puaf-puaf de provincianos pendejos).
Y lo más triste del caso es que Cuba
conserva, paradójicamente, la mayor reserva
simbólica de pingas fácticas o exhibicionistas
del mundo: un potencial renovable de tiradores
natos de cine, cada cual con un asta en ristre,
donde ondean sus cinco dedos en lugar de las
cinco franjas (a falta de una bandera peor).

Sospecho que cada uno de ellos es como
un samurai humillado, incapaz incluso de darse
muerte. Tal vez por eso, desde Paradiso hasta
Boarding Home, en las novelas cubanas surgen
personajillos patrios que no se saben matar;
payasines de muelle que tienen que pedirle
tristemente al mismo que se los templó (pienso
en Foción y en Francis, para empezar): ¡por
favor, mátame: para mí ya ha sido suficiente la
realidad!

Tristes hombres del Chaplin.
Inconcebibles hombres-rana con la muerte
buceando por dentro, en un sistema falocrático
que contradictoriamente los margina contra un
butacón. Últimos votantes de nuestra
demasiado equitativa y pacata democracia
pingopular. Seres que ya ejercen el verdadero
oficio del siglo XXI: onania todas las noches. Y
el más solitario, también. Porque si exhibir no
es una suerte de radical y rabiosa escritura,
entonces ninguna barbarie lo es.
Tristes hombres del Chaplin.

Sobremurientes a PM y a la obra taimada y
tonta de un genio como Titón. Sedientos de un
socialipsismo que se quedó sin lechita a mitad
de ordeño. Tan arcaicos como el ICAIC, pero
con una linterna mágica a punto de eyacular
fotones veinticuatro veces en cada segundo.
Héroes colimados entre una acomodadora en
chancletas y un funcionario uniformado de civil.
Víctimas de la vulgaridad constitucional:
ángeles más caídos mientras más eréctiles.
Tristes hombres del Chaplin. Espectaculares
morrongas del Caribe, jugando al voyeur-ball en
apagón y tie-break. Ellos son el minicuento
privado de una noción de nación excluida por la
megahistoria oficial. Ellos son nuestros
mejores lectores al margen, al pie, entre líneas,
o desde una analfabetosis contagiosa pero
ignorada (si en este punto no hubiera
entrado en la escena yo).

Tristes hombres del Chaplin. Nadie les hará
un monolito, pero yo les lego ahora y para
siempre esta columna casi criminal. Se la
merecen ellos y me la merezco yo: invisible de
remate, al extremo de publicar esto con mi
nombre en The Revolution Evening Post, sin
que haya nada que hacer al respecto por parte
de la Seguridad. Y, por supuesto, se la
merecen ustedes si me han seguido sin
despingarse simbólicamente hasta aquí.

No hace falta, pero permítanme, por
favor, repetir el título toda vez rebasado este
umbral de familiaridad. Es una frase
magnificente que en reiteratura cubana nadie
antes la osó escribir: tristes hombres del
Chaplin que mil y una vez tumbaron a la
revolución cubana y después fueron tan
gentilmente tristes que mil y una vez la
hicieron sobrevivir.

Un último desvarío: de cara al Estado
todos somos a priori como tiradores de cine.
Yo mismo he hecho la prueba de sacarme
la pinga someramente a mitad de filme, a ver
si es cierto que uno percibe los estertores
demoníacos de la libertad. A ver si algo en mi
cerebro despierta o se hace añicos, cric-crac, y
se me quitan las lagañas de este suicidium
vivendi con que habito en el sistema más festivo
de la humanidad (dentro de las efemérides, todo:
podría ser el slogan). A ver si, por lo menos,
una manito blanca se compadece de mi
desasosiego y se anima a manipular mi
órgano simbólico o genital (encuentro lejano
de ninguna especie).

Mi performance, por supuesto, jamás ha
tenido éxito. Ya es imposible aquel
intempestivo nietzscheano capaz de darle un
mandarriazo a las imágenes dominantes de la
realidad. Será que yo tampoco he sido Sean
Penn. Ni Richard Nixon. Lo cierto es que al
final termino guardándomela sin mayor
erección, inhibicionista entre el ridículo y lo
humillante.

Y después, nada. Deambular de vuelta a
casa por la avenida 23. Tan triste como los
chaplinéfilos verdaderos, pero sin la emoción
oscura de haber protagonizado ni un solo
fotograma de la revolución.

Es horrible, es horrible. No sé. Supongo
que mi pinga simbólica se agota a sí misma
en su excesiva función ideológica o
lingüística. De manera que ningún acto mío
me involucra de veras a mí. De pronto todo
me flota como si estuviera relleno de pajuza
mental, si bien tampoco quisiera cambiar de
perspectiva a estas alturas de la historia, pues
lo menos que deseo ahora es que me
identifiquen conmigo. Aunque ser un virtuoso
de la invisibilidad no baste para ser un cinéfilo
desconocido y tirar entonces en paz.

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Orlando Luis Pardo Lazo, “tristes hombres del chaplin que mil y una vez tumbaron a la revolución cubana y después fueron tan gentilmente tristes que mil y una vez la hicieron sobrevivir,” Digital Entanglements, accessed March 29, 2024, https://digitalcuba.omeka.net/items/show/14.

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