The Revolution Evening Post, No. 1

Dublin Core

Title

The Revolution Evening Post, No. 1

Subject

Revista Literaria Digital

Creator

Ahmel Echeverría,
Jorge Enrique Lage,
Orlando Luis Pardo Lazo

Source

The Revolution Evening Post, No. 1, 2008.

Publisher

The Revolution Evening Post

Date

2008

Contributor

Lizabel Mónica

Format

Pdf

Language

Spanish, Español, SPA

Type

Revista, magazine

Coverage

Cuba

Text Item Type Metadata

Text

eZine de ESCRITURA i r r e g u l a r

stuff :
jorge alberto aguiar díaz
(jaad)
fefita y el muro de berlín 2
ricardo piglia movimientos (1) 4
ahmel echevarría 100 horas con raúl 5
santiago roncagliolo el ché en catalán
en la ciudad fantasma 7
ricardo piglia una foto (2) 8
orlando luis pardo 400 años en el cardoso 10
anisley negrín satán clara 12
ricardo piglia salir al camino (3) 15
alberto g la pinacoteca 16
alejandro zambra literatura fraudulenta 17
ricardo piglia entre nos (4) 18
jorge enrique lage carbono 14 19
rafael rojas la revolución y su fantasma 21
ricardo piglia la metamorfosis (5) 22
raúl flores alone 23
gonzalo garcés súperhéroes 25
ricardo piglia un encuentro (6) 26
antonio josé ponte visita al museo de inteligencia 27
félix de azúa trenes 30
ricardo piglia la consecuencia (7) 31
pedro juan gutiérrez los hierros del muerto 33

staff :
ahmel echevarría
jorge enrique lage
orlando luis pardo lazo

Hemos sido cordialmente invitados a
formar parte de la literatura cubana en
Chile. Por supuesto, hemos aceptado.
No hubo ceremonia de iniciación.
Mejor así.

therevening@gmail.com

fefita y el muro de berlín, jorge alberto aguiar díaz(jaad):
Por aquellos días yo visitaba a Fefita.
Negra de cincuenta con tetas pellejudas y
culo blindado.
JAAD, el visitador, arrastrando los pies,
las ideas, y un montón de papeles donde iba
garabateando mi novela pornográfica.
Fefita me esperaba en el solar y éramos
felices.
Cuando nos cansábamos de templar,
entonces le hablaba de literatura. Nunca se
había leído un libro. Todo le parecía aburrido,
demasiado lindo y falso. Fefita colaba café y
preparaba el almuerzo. Me sentaba a ver su
culo mientras saltaba al compás de mis
palabras sobre las palabras.
Le llené la cabeza de personajes, de
peripecias, de las aventuras de JAAD que
siempre terminaban siendo inverosímiles y
tristes, aunque todo lo que yo escribía había
sucedido realmente. Fefita se divertía con
mis cochinadas. Le hablé de Bukowski, de
Lino Novás Calvo, de Henry Miller, y de Pedro
Juan Gutiérrez, que por entonces era un
periodista que garabateaba unos cuentos
espantosos y se aparecía en mi casa para
que yo se los corrigiera.
Durante un tiempo la ayudé con el
negocio clandestino de la pasta de diente. Un
tipo del barrio se robaba la mercancía de la
fábrica y ella la vendía por los alrededores de
la terminal de trenes. Así nos buscábamos
unos pesos. Todo el mundo se había
acostumbrado a robar. Robar para comer. El
gobierno nos había convertido en una
pandilla de facinerosos que se creen héroes
por tener cuatro pesos en el bolsillo. Y
vendimos perfumes a sobreprecio, leche en
polvo, latas de carne rusa, y todo lo que
apareciera.
Y de vez en cuando le llenaba las nalgas
de leche. Me gusta ver mi leche sobre las
nalgas grandes y gordas de cualquier mujer.
Pero si es negra, mejor. A ella le encantaba y
me lo pedía. Una y otra vez. Hasta que me
quedaba seco y entonces me decía:
—Tú tranquilo, papito. Ahora mismo te
preparo un bistecito.
Media hora después tenía que darle otra
vez mi hueso largo y duro.
Claro, yo tenía un hueso largo y duro en
la cintura. Y fuerza. Y me movía como una
batidora americana.
Después, los años fueron cayéndome
encima. Se me encogió la picha y se convirtió
en un trapito de cocina. Ya ni puedo
moverme.
Pero, yo estaba contándoles otra historia.
En una época donde era pobre y feliz.
Y estaba Fefita y su culo prieto. Y sus
grandes mamadas. "Pónmela aquí, papi, en la
boquita. Dale el biberón a tu vieja negra.
Malcríame, papi".
La gente oía nuestros escándalos día y
noche.
—¡Cállense, pervertidos!
—¡Fefita, asaltacunas! ¡Vieja, descará!
—¡Fefita, te gustan los blanquitos sucios!
¡Cochina!
Yo había cumplido los veinticuatro y era
un andrajoso. Zapatos agujereados. Ropa
vieja. Piojos. Por la noche trabajaba de
custodio y por el día de limpiapisos en un
edificio en la calle Reina. Pasaban las
semanas y me ponía flaco con aquel
portafolio lleno de papeles donde guardaba el
manuscrito de mi novela pornográfica.
—Deja que la gente diga lo que le dé la
gana, papito. Tú vas a ser un escritor famoso.
Vas a tener muchas mujeres y voy a ser tu
querida y vamos a gozar mucho con tus
blanquitas.
—Sí, Fefita. Nos vamos a buscar una
blanca que esté bien buena pa´ vivir los tres
juntos. Y vamos a salir de esta miseria.
El cuarto de Fefita era un cucurucho.
Paredes con huecos, techo con filtraciones,
cocina de luz brillante, y no teníamos baño.
Meábamos y cagábamos en un cubo. A la
hora de bañarnos, teníamos que usar la
pocilga colectiva y muchas veces había que
hacer cola en el pasillo del solar.
Fefita había perdido a su hijo de
dieciocho en el mar. De vez en cuando me
enseñaba la única foto que tenía de él. Su
padre se fue en el ochenta, cuando Mariel, "y
el muy hijo de puta no escribió nunca una
carta". Fefita recordaba y se echaba a llorar.
Muchas veces llegué cuando ella no me
esperaba. La encontraba sentada en su
banquito medio podrido, sudando por el calor
y llorosa, sin deseos de cocinar ni de vivir.
—Fue una locura. Pero hizo bien –decía
mirando la foto–. En este país no hay futuro
pa´ ningún joven.
—No hay futuro ni país, Fefita. Somos un
error.
Salíamos a dar una vuelta por el barrio.
Yo la embullaba.
—Vamos, negra, de todas formas hay
que seguir viviendo. Recuerda lo que dijo
Virgilio Piñera: "Me están matando pero estoy
gozando".
Ella se reía. Me enseñaba sus tetazas.
Movía su culazo. Me decía que si hubiera
conocido a esa pájara le hubiera quitado su
mariconería.
Y a veces iba. Y a veces no podía sacarla
ni a la esquina. Se acostaba en nuestro
colchón percudido de churre y tristeza y
esperaba la muerte.
—No te pongas así, negrona.
—Estamos muertos, papito, y tenemos
que seguir esperando la muerte.
La gente del solar armaba sus broncas.
Ponían música. Jugaban dominó, hablaban
de pelota. Fefita y yo, en el fin del universo,
desnudos y descojonados.
Cuando salíamos del cuartucho, todo el
mundo se nos quedaba mirando. Los blancos
escupían y los negros me miraban de reojo.
Las mujeres cantaban cualquier estupidez,
tiraban sus indirectas. Pero, Fefita y yo,
pavoneándonos por Gloria, Corrales,
Apodaca, hasta por Egido, y dándonos
buenos besos y abrazándonos como novios
recién casados. Así, nos quitábamos la
modorra.
—Vamos pa´l puerto, papito.
Le gustaba el olor a petróleo. Veíamos
los barcos. Yo le decía que cerrara los ojos y
se imaginara una bahía llena de gaviotas. Me
paraba en el muro y abría los brazos y
comenzaba a gritar:
Si no pensara que el agua me rodea
como un cáncer
hubiera podido dormir a pierna suelta.
Me acostumbro al hedor del puerto,
¡País mío, tan joven, no sabes definir!
La eterna miseria que es el acto de
recordar,
¡Pueblo mío, tan joven, no sabes
ordenar!
La vida del embudo y encima la nata de la
rabia,
¡Nadie puede salir! ¡Nadie puede salir!
Todo un pueblo puede morir de luz como
morir de peste,
¿Qué puede el sol en un pueblo tan
triste?
Ella se ponía nerviosa. Me mandaba a
callar.
—Por tu madre, papito, que ahí viene un
fiana.
Y entonces se acordaba de mis cuentos
sobre Virgilio Piñera. Comenzaba a temblar y
a soltar plumas.
—Tengo miedo, mucho miedo –decía.
El policía nos miraba como si fuéramos
par de locos y cruzaba la calle.
Y éramos par de locos.
Si no teníamos dinero para comprar ron,
preparábamos agua con azúcar y nos íbamos
a la terminal.
Nos sentábamos a ver los trenes.
Parecíamos unos fiñes viendo pitar a las
locomotoras. En la cafetería de la terminal
vendían pan con pasta, a peseta,
mosqueado, agrio y duro. Eso comíamos.
Después, ella hablaba de El Verraco, un
pueblecito en Santiago de Cuba, donde había
nacido.
—Cualquier día cojo un tren y me voy pa´
allá. La Habana se está convirtiendo en un
manicomio.
Y así fue. En aquella época La Habana se
llenó de locos y mendigos, de putas y
policías. Cuando llegó la noticia de que el
comunismo se había caído en la Unión
Soviética, la gente salió a la calle a esperar.
Se perdió la poca comida que había.
Todo el mundo se puso famélico. Éramos
cadáveres con la mueca de la muerte en la
cara. Y del horror. En cualquier esquina
aparecían grupos de dos o tres policías
vestidos de civil, por si alguien se atrevía a
gritar contra el gobierno.
Fefita y yo nos levantábamos ilusionados
y nos acostábamos todavía más ilusionados.
—Cualquier día esto se cae, Fefita.
Y seguíamos templando con el estómago
vacío. Hasta el pan con pasta se perdió de la
terminal. No había qué comprar aunque
tuvieras dinero. Muchas veces comíamos
solamente arroz. Fefita guardaba la raspa y la
desayunábamos al día siguiente, con agua. El
azúcar era un lujo.
—No importa, Fefita, esto se cae.
Cualquier día esto se cae, y tú te vas pa´ tu
pueblo y yo puedo escribir lo que me salga
de los cojones.
En el televisor apareció Fidel. Serio,
ojeroso, había envejecido en unas semanas.
"Primero se hunde la isla en el mar.
Socialismo o Muerte", dijo para terminar el
discurso. Estaba desesperado, sabía que le
quedaban horas en el poder.
Me enteraba de las noticias por mi padre.
Tenía una radio con onda corta y
escuchábamos Radio Martí. Uno por uno
fueron cayendo los países comunistas.
Cuando se cayó Checoslovaquia me acordé
de Milan Kundera.
Fefita se acordaba de su hijo.
—Ya tú ves, se ahogó y mira. Este tipo se
va a caer y yo me quedé sin hijo.
Y fueron pasando los días.
Y fue pasando la esperanza.
Y no escribí ni una línea más de mi
novela pornográfica.
Un fin de semana dejé de ir a casa de
Fefita. Me enfermé. No tenía fuerzas para
caminar hasta Jesús María. Tres días
acostado tomando una sopa que era agua
caliente y oyendo las noticias. Enfermo del
cuerpo y la cabeza. Enfermo de historia.
Enfermo de miedo. La gente esperaba algo
grande, la gente hablaba por primera vez de
libertad. Y nunca podremos saber cuándo
este pueblo va a tirarse a la calle a
despedazarse como bestias. Nos habían
enseñado a ser un perro obediente con el
rabo entre las patas. Un perro rabioso que se
estaba quedando sin amo.
El lunes amanecí mejor. Fui hasta el
solar.
Me encontré con un mulato que vivía por
allí.
—Oye, blanco, ¿dónde coño tú vives? –me
preguntó.
—¿Qué pasa, acere? ¿Pa´ qué tú lo
quieres saber?
—Blanquito, no te hagas el peligroso. Te
pregunté porque Fefita se partió y nadie
sabía dónde avisarte.
—¿Que Fefita se partió...?
—Sí, consorte. Fefita se partió. Un
infarto.
Fui hasta el cuarto. Cerrado con un sello
de la Reforma Urbana. Los vecinos me
contaron. Alguien me dio agua y café. Me
quedé hasta por la tarde merodeando por el
solar.
Había muerto el sábado por la tarde. La
enterraron ese mismo día porque no había
familiares. Murió mientras dormía. Una vieja
me dio el portafolio con mis papeles y me
dijo:
—La encontraron con esto. Parece que
se murió mientras estaba leyendo.
Por la noche fui a la terminal. Había pan
con pasta pero no tenía hambre y la cola era
interminable. Tres tipos se entraron a golpes
y empujaron a una embarazada que estuvo a
punto de vomitar el feto.
Me senté a ver las locomotoras.
Estáticas. Inservibles. Todos los viajes
estaban suspendidos hasta nuevo aviso.
La gente seguía diciendo que el gobierno
se iba a caer de un momento a otro. Cuando
me acosté, pensé que Fefita debía estar viva
para seguir templando y ver el final de
aquella historia que ya iba entonces para
treinta años.
Y en la ciudad apareció aquella consigna
socarrona. Los muros, las vallas, las
fachadas, las guaguas, en cualquier lugar
aparecía aquel 31 y Pa´lante, y la gente se
reía esperando el final.
Y yo escribí, debajo de una de las tantas
pancartas: "Te amo, Fefita. Las ideologías
mueren, el amor es inmortal".
El tiempo ha pasado.
Yo sigo vagando por las calles de La
Habana.
Ya no tengo zapatos agujereados ni
apesto ni tengo piojos. Dentro de poco seré
un viejo. Ya no soy ni tan pobre ni tan feliz.
Ahora puedo lucir una incipiente calva, una
boca desdentada, y una piltrafa entre las
piernas.
El gobierno sigue ahí. La gente se
resignó a vivir con hambre y sin libertad.
Diez años después, Fefita es un montón
de cenizas como el Muro de Berlín.
Recuerdo a Fefita. Extraño con cojones a
Fefita.
Fefita con sus tetas pellejudas y su culo
blindado.
Paso por Jesús María, Los Sitios, o San
Leopoldo. Todos los barrios se parecen.
Fefita es un fantasma meando y cagando en
un cubo.
Pienso que algún día tengo que volver a
escribir mi novela pornográfica. Mientras
tanto, escribo sobre la pancarta que anuncia
la consigna política de turno: "Los amigos se
van del país o se mueren. Mi memoria se
está convirtiendo en un cementerio".
JorgeAlbertoAguiarDíaz
(JAAD)
L a H a b a n a •66

ricardo piglia movimientos (1)
El lector, entendido como descifrador,
como intérprete, ha sido muchas veces una
sinécdoque o una alegoría del intelectual. La
figura del sujeto que lee forma parte de la
construcción de la figura del intelectual en el
sentido moderno. No sólo como letrado, sino
como alguien que se enfrenta con el mundo
en una relación que en principio está mediada
por un tipo específico de saber. La lectura
funciona como un modelo general de
construcción del sentido. La indecisión del
intelectual es siempre la incertidumbre de la
interpretación, de las múltiples posibilidades
de la lectura.
Hay una tensión entre el acto de leer y la
acción política. Cierta oposición implícita entre
lectura y decisión, entre lectura y vida práctica.
Esa tensión entre la lectura y la experiencia,
entre la lectura y la vida, está muy presente en
la historia que estamos intentando construir.
Muchas veces lo que se ha leído es el filtro
que permite darle sentido a la experiencia; la
lectura es un espejo de la experiencia, la
define, le da forma.
Hay una escena en la vida de Ernesto
Guevara sobre la que también Cortázar ha
llamado la atención: el pequeño grupo de
desembarco del Granma ha sido sorprendido y
Guevara, herido, pensando que muere,
recuerda un relato que ha leído. Escribe
Guevara, en los Pasajes de la guerra revolucionaria:
"Inmediatamente me puse a pensar
en la mejor manera de morir en ese minuto en
el que parecía todo perdido. Recordé un viejo
cuento de Jack London, donde el protagonista
apoyado en el tronco de un árbol se dispone a
acabar con dignidad su vida, al saberse
condenado a muerte, por congelación, en las
zonas heladas de Alaska. Es la única imagen
que recuerdo".
Piensa en un cuento de London, "To Build
a Fire" (Hacer un fuego) del libro Farther North,
los cuentos del Yukon. En ese cuento aparece
el mundo de la aventura, el mundo de la
exigencia extrema, los detalles mínimos que
producen la tragedia, la soledad de la muerte.
Y parece que Guevara hubiera recordado una
de las frases finales de London. "Cuando hubo
recobrado el aliento y el control, se sentó y
recreó en su mente la concepción de afrontar
la muerte con dignidad".
Guevara encuentra en el personaje de
London el modelo de cómo se debe morir. Se
trata de un momento de gran condensación.
No estamos lejos de don Quijote, que busca
en las ficciones que ha leído el modelo de la
vida que quiere vivir. De hecho, Guevara cita a
El lector, entendido como descifrador,
como intérprete, ha sido muchas veces una
sinécdoque o una alegoría del intelectual. La
figura del sujeto que lee forma parte de la
construcción de la figura del intelectual en el
sentido moderno. No sólo como letrado, sino
como alguien que se enfrenta con el mundo
en una relación que en principio está mediada
por un tipo específico de saber. La lectura
funciona como un modelo general de
construcción del sentido. La indecisión del
intelectual es siempre la incertidumbre de la
interpretación, de las múltiples posibilidades
de la lectura.
Hay una tensión entre el acto de leer y la
acción política. Cierta oposición implícita entre
lectura y decisión, entre lectura y vida práctica.
Esa tensión entre la lectura y la experiencia,
entre la lectura y la vida, está muy presente en
la historia que estamos intentando construir.
Muchas veces lo que se ha leído es el filtro
que permite darle sentido a la experiencia; la
lectura es un espejo de la experiencia, la
define, le da forma.
Hay una escena en la vida de Ernesto
Guevara sobre la que también Cortázar ha
llamado la atención: el pequeño grupo de
desembarco del Granma ha sido sorprendido y
Guevara, herido, pensando que muere,
recuerda un relato que ha leído. Escribe
Guevara, en los Pasajes de la guerra revolucionaria:
"Inmediatamente me puse a pensar
en la mejor manera de morir en ese minuto en
el que parecí todo perdido. Recordé un viejo
cuento de Jack London, donde el protagonista
apoyado en el tronco de un árbol se dispone a
acabar con dignidad su vida, al saberse
condenado a muerte, por congelación, en las
zonas heladas de Alaska. Es la única imagen
que recuerdo".
Piensa en un cuento de London, "To Build
a Fire" (Hacer un fuego) del libro Farther North,
los cuentos del Yukon. En ese cuento aparece
el mundo de la aventura, el mundo de la
exigencia extrema, los detalles mínimos que
producen la tragedia, la soledad de la muerte.
Y parece que Guevara hubiera recordado una
de las frases finales de London. "Cuando hubo
recobrado el aliento y el control, se sentó y
recreó en su mente la concepción de afrontar
la muerte con dignidad".
Guevara encuentra en el personaje de
London el modelo de cómo se debe morir. Se
trata de un momento de gran condensación.
No estamos lejos de don Quijote, que busca
en las ficciones que ha leído el modelo de la
vida que quiere vivir. De hecho, Guevara cita a
Cervantes en la carta de despedida a sus
padres: "Otra vez siento bajo mis talones el
costillar de Rocinante, vuelvo al camino con mi
adarga al brazo". No se trataría aquí sólo del
quijotismo en el sentido clásico, el idealista
que enfrenta lo real, sino del quijotismo como
un modo de ligar la lectura y la vida. La vida se
completa con un sentido que se toma de lo
que se ha leído en una ficción.
En esa imagen que Guevara convoca en el
momento en el que imagina que va a morir, se
condensa lo que busca un lector de ficciones;
es alguien que encuentra en una escena leída
un modelo ético, un modelo de conducta, la
forma pura de la experiencia.
Un tipo de construcción del sentido que ya
no se transmite oralmente, como pensaba
Benjamin en su texto "El narrador". No es un
sujeto real que ha vivido y que le cuenta a otro
directamente su experiencia, es la lectura la
que modela y transmite la experiencia, en
soledad. Si el narrador es el que transmite el
sentido de lo vivido, el lector es el que busca
el sentido de la experiencia perdida.
Hay una tensión prepolítica en la búsqueda
del sentido en Guevara. Pero a la vez
podríamos decir que ha llegado hasta ahí porque
ha resuelto ese dilema. De hecho, ha
llegado hasta ahí también porque ha vivido su
vida a partir de cierto modelo de experiencia
que ha leído y que busca repetir y realizar.
En un sentido más general Lionel
Gossman se ha referido a la misma cuestión
en Between History and Literature, cuando
señala que la lectura literaria ha sustituido a la
enseñanza religiosa en la construcción de una
ética personal.
El hecho de que Guevara haya registrado
los efectos y el recuerdo de una lectura para
sostenerse ante la inminencia de la muerte
nos remite a una serie de situaciones de
lectura no sólo imaginadas en los textos, sino
presentes en la historia propiamente dicha.
Los que han visto por última vez a Ossip
Mandelstam, el poeta ruso que muere en un
campo de concentración en la época de Stalin,
lo recuerdan frente a una fogata, en Siberia, en
medio de la desolación, rodeado de un grupo
de prisioneros a los que les habla de Virgilio.
Recuerda su lectura de Virgilio, y ésa es la
última imagen del poeta. Persiste ahí la idea
de que hay algo que debe ser preservado, algo
que la lectura ha acumulado como experiencia
social. No se trataría de la exhibición de la
cultura, sino, a la inversa, de la cultura como
resto, como ruina, como ejemplo extremo de
la desposesión.
Podríamos hablar de una lectura en
situación de peligro. Son siempre situaciones
de lectura extrema, fuera de lugar, en
circunstancias de extravío, de muerte, o donde
acosa la amenaza de una destrucción. La
lectura se opone a un mundo hostil, como los
restos o los recuerdos de otra vida.
Estas escenas de lectura serían el vestigio
de una práctica social. Se trata de la huella, un
poco borrosa, de un uso del sentido que
remite a las relaciones entre los libros y la
vida, entre las armas y las letras, entre la
lectura y la realidad.
Guevara es el último lector porque ya
estamos frente al hombre práctico en estado
puro, frente al hombre de acción. "Mi
impaciencia era la de un hombre de acción",
dice de sí mismo en el Congo. El hombre de
acción por excelencia, ése es Guevara (y a
veces habla así). A la vez Guevara está en la
vieja tradición, la relación que mantiene con la
lectura lo acompaña toda su vida.Ø
resto, como ruina, como ejemplo extremo de
la desposesión.
Podríamos hablar de una lectura en
situación de peligro. Son siempre situaciones
de lectura extrema, fuera de lugar, en
circunstancias de extravío, de muerte, o donde
acosa la amenaza de una destrucción. La
lectura se opone a un mundo hostil, como los
restos o los recuerdos de otra vida.
Estas escenas de lectura serían el vestigio
de una prática social. Se trata de la huella, un
poco borrosa, de un uso del sentido que
remite a las relaciones entre los libros y la visa,
entre las armas y las letras, entre la lectura y la
realidad.
Guevara es el último lector porque ya
estamos frente al hombre práctico en estado
puro, frente al hombre de acción. "Mi
impaciencia era la de un hombre de acción",
dice de sí mismo en el Congo. El hombre de
acción por excelencia, ése es Guevara (y a
veces habla así). A la vez Guevara está en la
vieja tradición, la relación que mantiene con la
lectura lo acompaña toda su vida.
r.piglia


ahmel echevarría 100 horas con raúl
La mejor novela cubana publicada en el
año 2007 por una editorial de La Siempre fiel
Isla de Cuba es un libro de memorias escrito
por un pintor. Yo Publio, Confesiones de Raúl
Martínez, de Artecubano Ediciones-Editorial
Letras Cubanas. Un intenso y hermoso
aerolito que al caer sobre el territorio nacional
se fragmentó, exactamente, en 2000 ejemplares.
Impactó cargado de relatos inéditos para
muchos e imágenes que abarcan, a saltos,
buena parte de la vida de Publio Amable Raúl
Martínez González (1927-1995) –comenzando
desde la niñez; también el lector encontrará
fotocopias de manuscritos y alguna de sus
obras.
“De entre todos los libros, los de
memorias son los más engañosos del mundo,
pues en ellos el disimulo llega a alturas a
veces insospechadas y sus autores generalmente
buscan la justificación”. Estas son
palabras de Roberto Bolaño. En vida debió
haber sido un tipo insufrible para muchos.
Basta repasar sus charlas, discursos, sus
cuentos y novelas para tener una idea de la
magnitud ácida de su pH. ¿Una letal
combinación la de sus lecturas y la
enfermedad hepática que le jugó una mala
pasada? Pero no deja de tener razón. ¿Cómo
devenir individuo imparcial mientras, como
testigo, editas tu vida al tiempo que la sitúas
en un contesto histórico determinado? Es el
verdadero arte de la maroma escribir un libro
de memorias. Caminar la cuerda floja sobre
un foso de leones hambrientos. Siempre hay
un ojo que te ve –reza un dicho popular–. Y
ese ojo, como león que alguna vez se cruzó
en tu camino, te espera. Espera tus confesiones,
espera esa entrega tal como
aguardara un cargamento de carne, en este
caso una entrega de carne de primera
deshuesada.
“Creo que tendré que ponerme a escribir
mis memorias” –esta frase manuscrita,
impresa a lo largo y ancho de dos páginas
ubicadas al principio del libro, fue escrita en
Moscú, específicamente en 1988–. “Tendré
que ponerme a escribir mis memorias. Son
las 5:00 a.m. Desperté hace media hora. No
he podido dormirme. Preparo un trago. Fumo.
Tenía un sueño que podría convertirse en una
novela. Un sueño de enredos amorosossexuales
en la edad media, salido de la
picaresca española, lleno de ingenuidad y
malicia.” Esta otra frase también es de Raúl.
Del chino Raúl. De Raúl Martínez. Está
impresa en una de las últimas páginas –debo
aclarar que las cursivas son obra mía–. Un
aviso al inicio, otro en las postrimerías del
libro: estamos frente a un libro de memorias.
Y para que el lector se libre de cualquier duda
de qué exactamente leyó, antes de poner Yo
Publio en el librero, Abelardo Estorino cierra
con una confesión: “Después de varias lecturas
de las memorias de Raúl Martínez (...) se
comprende la intención de expresar en
palabras su esfuerzo por penetrar los
espacios más ocultos de la memoria y de
contar la historia de un hombre en lucha por
alcanzar la perfección” (Mías también son
estas cursivas).
Varias marcas de ubicación para un texto
que asombra e inquieta porque se desmarca.
¿Pero es exactamente un libro de memorias?
En este aerolito que reventó en Ciudad de La
Habana en 2007, Raúl no solo comete el
pecado de nombrar figuras clave de la cultura
cubana y desnudarlas, de ponerlas en un
contexto público o privado, de mostrarlas sin
la protección eficaz de las buenas maneras y
la diplomacia que se activan fuera de las
bambalinas. En la medida en que se suceden
las páginas ante el lector aparecerán Abelardo
Estorino, Wifredo Lam, Portocarrero, Servando
Cabrera, Martínez Pedro, Mariano, Virgilio
Piñera entre otros. El chino Raúl consignará
juicios sobre la vida y la obra de estos
personajes, por supuesto, siempre desde su
perspectiva, quitándole de esa forma el velo o
el aura a través de los cuales los hemos
observado (yo, que hace poco menos de año
y medio revisté parte de la obra de Lam, que
me fui hasta el Museo de Bellas Artes para
ver y tocar sus cuadros –confieso que lo hice
literalmente, una amiga vigilaba a la celadora
mientras cometía mi leve fechoría–, enarqué
las cejas ante la anécdota en la que Lam,
luego de una pequeña escaramuza para
evadir una aparición pública, al ver que varios
fotógrafos de la prensa nacional corrían para
cubrir la actividad, dio media vuelta y empezó
a repartir estrechones de manos mientras era
cizallado por las cámaras fotográficas). Otro
de los pecados cometidos en Yo Publio es el
de sucumbir a la necesidad de narrar
episodios –olvidados o enterrados– de nuestra
historia, sin excluir de ellos la desazón, el
miedo, el horror, la incertidumbre, alguno de
ellos puestos en el tapete gracias a crisis
internas, o a aquellos raros eventos donde
uno de los testigos de esos tristes y violentos
episodios le contó a alguien que le contó a
alguien que le contó... o retazos que hemos
aclarar que las cursivas son obra mía–. Un
aviso al inicio, otro en las postrimerías del
libro: estamos frente a un libro de memorias.
Y para que el lector se libre de cualquier duda
de qué exactamente leyó, antes de poner Yo
Publio en el librero, Abelardo Estorino cierra
con una confesión: “Después de varias lecturas
de las memorias de Raúl Martínez (...) se
comprende la intención de expresar en
palabras su esfuerzo por penetrar los
espacios más ocultos de la memoria y de
contar la historia de un hombre en lucha por
alcanzar la perfección” (Mías también son
estas cursivas).
Varias marcas de ubicación para un texto
que asombra e inquieta porque se desmarca.
¿Pero es exactamente un libro de memorias?
En este aerolito que reventó en Ciudad de La
Habana en 2007, Raúl no solo comete el
pecado de nombrar figuras clave de la cultura
cubana y desnudarlas, de ponerlas en un
contexto público o privado, de mostrarlas sin
la protección eficaz de las buenas maneras y
la diplomacia que se activan fuera de las
bambalinas. En la medida en que se suceden
las páginas ante el lector aparecerán Abelardo
Estorino, Wifredo Lam, Portocarrero, Servando
Cabrera, Martínez Pedro, Mariano, Virgilio
Piñera entre otros. El chino Raúl consignará
juicios sobre la vida y la obra de estos
personajes, por supuesto, siempre desde su
perspectiva, quitándole de esa forma el velo o
el aura a través de los cuales los hemos
observado (yo, que hace poco menos de año
y medio revisité parte de la obra de Lam, que
me fui hasta el Museo de Bellas Artes para
ver y tocar sus cuadros –confieso que lo hice
literalmente, una amiga vigilaba a la celadora
mientras cometía mi leve fechoría–, enarqué
las cejas ante la anécdota en la que Lam,
luego de una pequeña escaramuza para
evadir una aparición pública, al ver que varios
fotógrafos de la prensa nacional corrían para
cubrir la actividad, dio media vuelta y empezó
a repartir estrechones de manos mientras era
cizallado por las cámaras fotográficas). Otro
de los pecados cometidos en Yo Publio es el
de sucumbir a la necesidad de narrar
episodios –olvidados o enterrados– de nuestra
historia, sin excluir de ellos la desazón, el
miedo, el horror, la incertidumbre, alguno de
ellos puestos en el tapete gracias a crisis
internas, o a aquellos raros eventos donde
uno de los testigos de esos tristes y violentos
episodios le contó a alguien que le contó a
alguien que le contó... o retazos que hemos
encontrado en textos aislados, canciones,
películas o libros que nos llegan desde fuera
de las fronteras de La Siempre fiel Isla de
Cuba.
Pero la lista de pecados cometidos por el
autor mientras le daba forma y sentido al libro
no acaba ahí. Para colmo, Publio Amable
inserta diferentes voces en sus confesiones.
Voces que aparecen y toman la novela como
se toma una cabeza de playa. No solo se
pueden leer los supuestos parlamentos de
quienes interactuaron con Raúl, el relato
también avanza cuando lo narra uno de los
hermanos de Raúl Martínez y su padre –según
Abelardo Estorino en otras confesiones
aparecidas en una entrevista concedida para
la revista La Gaceta de Cuba (mayo-junio 08),
Raúl creó el personaje de El Loco (el hermano
menor) para hablar de sus amigos y no
sentirse culpable–. Y como si esto no bastara
entran en el escenario del relato páginas
aisladas de un diario. ¿Qué es exactamente
Yo Publio? ¿Memoria novelada? ¿Novela
armada a partir de las memorias del autor? ¿O
novela a secas? Lo cierto es que Yo Publio es
lo que nadie esperaba o lo que muy pocos
esperaban. Es un intenso y bello aerolito. O
un oasis de amor/horror en un desierto de
tedio. O 2000 fragmentos esparcidos que nos
recuerdan ciertas claves olvidadas u olvidadas
ex-profeso en el viejo oficio de contar una
historia. O una valla compuesta por colores
duros y planos, con luces de neón al más
puro estilo kitsch, donde se le avisa al escritor
cubano, específicamente a los narradores,
que pongan las barbas en remojo. Confieso
que me inquietaron estos movimientos luego
de fatigar durante cien horas las páginas
escritas por Raúl Martínez. No tengo barbas,
solo un pequeño chivo que a ratos humedezco
para estar en sintonía con esta resuelta
e inédita máquina de narrar por suerte
imperfecta.
Inicio de un paréntesis: Varias personas
que conozco, algunas de ellas son escritores,
me comentaron medio escandalizados lo que
decía Raúl en sus confesiones, también
incluyeron lo que habían escuchado de otros:
relato sucio, un corro de penes succionados o
masturbados por otros hombres, penetración
y amor y odio y desengaño entre hombres,
obcecación con la belleza masculina, traumas
sexuales, reconocidos intelectuales muy
maricones, efebos a conquistar y conquistados...
Pero ninguno de ellos se detuvo en
episodios como este: “Yo tenía miedo a ser
confundido. Recuerdo con qué temor tomaba
café en la parada de la guagua, mirando a un
lado u otro para huir si algo pasaba. Cuando
me veía obligado a pararme allí mismo [hace
referencia a la heladería Coppelia], al salir de
Radiocentro [cine Yara para los más jóvenes]
o del Habana Libre, rezaba porque llegara la
guagua lo más rápido posible.” ¿Miedo a ser
confundido? ¿Miedo a qué? Temor por una
confusión ante una conducta impropia. Miedo
a las represalias y ataques que sufrían los
homosexuales. Miedo a ser enviado a las
UMAP. Miedo a las redadas de la policía
especialmente en los alrededores de La
Catedral del Helado de la Siempre fiel Isla de
Cuba. Ninguna de aquellas personas que me
habló del libro hizo referencia al resto de las
confesiones que entroncan con el tema
censura y silencio obligado. ¿Yo?: asombrado.
Los veía tal como si ellos, luego de pararse
frente a la obra de Raúl Isla 70, al relatarme su
experiencia pasaran por alto el rostro que, en
la esquina inferior izquierda, grita desesperadamente
mientras una mano parece
abofetearlo, callarlo, u olvidaran el tono de
piel (varias gamas del verde) tan parecido en
los habitantes y héroes que coexisten en esa
Isla de los 70 –¿cierta uniformidad en la
diversidad?–, o los penes amarillos y enhiestos,
o el mono cuyo pelaje es del mismo
color que el de la piel de algunos hombres de
carne y hueso o el de un par de héroes –ese
mismo tono de verde rellena la mitad del
rostro del Ché–. En esa Isla de los 70 aparece,
literalmente, hasta el gato (hay un intrigante
gato rojo). Bueno, el que tenga ojos, vea. Y el
que tenga ojos, lea. A fin de cuentas muchos
creen en la pura verdad de las palabras
escritas. Final del paréntesis.
Para mí, este libro no es aquella esfera
tornasolada de casi intolerable fulgor. Si
acaso, es un Aleph imperfecto. Las imágenes
que en él se suceden están movidas por los
resortes de una historia novelada, una
imperfecta máquina narrativa que desde de
los engranajes de la ficción muerde, arranca,
deglute y defeca partes de personas y
episodios de la realidad. Que para ser todavía
más verosímil se le incluyen páginas de un
cuaderno personal, imágenes y manuscritos.
Que para seguir apostando por la verosimilitud
el relato termina de manera abrupta,
pero sin que quede la sensación de que la
historia está inconclusa –como lectores
intuimos que hay más, incluso sonreímos al
ver que queremos seguir asomados a esa
confundido. Recuerdo con qué temor tomaba
café en la parada de la guagua, mirando a un
lado u otro para huir si algo pasaba. Cuando
me veía obligado a pararme allí mismo [hace
referencia a la heladería Coppelia], al salir de
Radiocentro [cine Yara para los más jóvenes]
o del Habana Libre, rezaba porque llegara la
guagua lo más rápido posible.” ¿Miedo a ser
confundido? ¿Miedo a qué? Temor por una
confusión ante una conducta impropia. Miedo
a las represalias y ataques que sufrían los
homosexuales. Miedo a ser enviado a las
UMAP. Miedo a las redadas de la policía
especialmente en los alrededores de La
Catedral del Helado de la Siempre fiel Isla de
Cuba. Ninguna de aquellas personas que me
habló del libro hizo referencia al resto de las
confesiones que entroncan con el tema
censura y silencio obligado. ¿Yo?: asombrado.
Los veía tal como si ellos, luego de pararse
frente a la obra de Raúl Isla 70, al relatarme su
experiencia pasaran por alto el rostro que, en
la esquina inferior izquierda, grita desesperadamente
mientras una mano parece
abofetearlo, callarlo, u olvidaran el tono de
piel (varias gamas del verde) tan parecido en
los habitantes y héroes que coexisten en esa
Isla de los 70 –¿cierta uniformidad en la
diversidad?–, o los penes amarillos y enhiestos,
o el mono cuyo pelaje es del mismo
color que el de la piel de algunos hombres de
carne y hueso o el de un par de héroes –ese
mismo tono de verde rellena la mitad del
rostro del Ché–. En esa Isla de los 70 aparece,
literalmente, hasta el gato (hay un intrigante
gato rojo). Bueno, el que tenga ojos, vea. Y el
que tenga ojos, lea. A fin de cuentas muchos
creen en la pura verdad de las palabras
escritas. Final del paréntesis.
Para mí, este libro no es aquella esfera
tornasolada de casi intolerable fulgor. Si
acaso, es un Aleph imperfecto. Las imágenes
que en él se suceden están movidas por los
resortes de una historia novelada, una
imperfecta máquina narrativa que desde de
los engranajes de la ficción muerde, arranca,
deglute y defeca partes de personas y
episodios de la realidad. Que para ser todavía
más verosímil se le incluyen páginas de un
cuaderno personal, imágenes y manuscritos.
Que para seguir apostando por la verosimilitud
el relato termina de manera abrupta,
pero sin que quede la sensación de que la
historia está inconclusa –como lectores
intuimos que hay más, incluso sonreímos al
ver que queremos seguir asomados a esa
ventana abierta, pero nos damos con un
canto en el pecho porque como lectores
también intuimos que lo verdaderamente
importante para construir el relato ha sido
narrado–. Y que el puntillazo sería la confesión
de Abelardo Estorino: “Me pareció que la
frase de Shakespeare debía cerrar el libro (The
rest is silence), y me atreví a colaborar. Para
entonces ya la lucha había terminado.”
Ojo: una lucha que había terminado.
Había una lucha. ¿Cuál? ¿Con quiénes se
había luchado? Aquí, Estorino no se refiere a
la pelea personal que libró Raúl Martínez tanto
en su vida pública y privada como en la obra.
Digamos que para tener una aproximación,
una idea más exacta del significado de la
palabra lucha en el contexto referido, habría
que conectarla con la respuesta de Abelardo
Estorino en la entrevista publicada en La
Gaceta de Cuba cuando le preguntaron cuál
era su mayor ambición con el texto Yo Publio.
Respondió: “Publicarlo, por eso sentí que
debía conseguirlo. Abel [Abel Prieto, Ministro
de Cultura] fue muy comprensivo y aceptó”.
Esto, señores, sí apunta a otras cien
horas de confesiones con Raúl. Este resto sí
es silencio.
AhmelEche v a r r í a
LaHabana•74


ventana abierta, pero nos damos con un
canto en el pecho porque como lectores
también intuimos que lo verdaderamente
importante para construir el relato ha sido
narrado–. Y que el puntillazo sería la confesión
de Abelardo Estorino: “Me pareció que la
frase de Shakespeare debía cerrar el libro (The
rest is silence), y me atreví a colaborar. Para
entonces ya la lucha había terminado.”
Ojo: una lucha que había terminado.
Había una lucha. ¿Cuál? ¿Con quiénes se
había luchado? Aquí, Estorino no se refiere a
la pelea personal que libró Raúl Martínez tanto
en su vida pública y privada como en la obra.
Digamos que para tener una aproximación,
una idea más exacta del significado de la
palabra lucha en el contexto referido, habría
que conectarla con la respuesta de Abelardo
Estorino en la entrevista publicada en La
Gaceta de Cuba cuando le preguntaron cuál
era su mayor ambición con el texto Yo Publio.
Respondió: “Publicarlo, por eso sentí que
debía conseguirlo. Abel [Abel Prieto, Ministro
de Cultura] fue muy comprensivo y aceptó”.
Esto, señores, sí apunta a otras cien
horas de confesiones con Raúl. Este resto sí
es silencio.
AhmelEche v a r r í a
LaHabana•74


El ché en catalán en la ciudad fantasma
Hace un año, durante una tertulia
literaria en un hotel del Barrio Gótico, me
quedé mirando a un argentino que me
resultaba familiar. Por mucho que me
esforzaba, no conseguía reconocerlo, pero
estaba seguro de haberlo visto en algún lugar,
incluso de haberlo frecuentado. Finalmente,
durante una pausa para café, no pude más y
le pregunté:
—Perdone, ¿no nos conocemos?
—Seguro que sí. Yo soy el Ché Guevara.
—Ya.
Pensé que era un borde y lo olvidé. Pero
semanas después, caminando por la Rambla,
volví a verlo. Estaba de pie encima de un
pedestal. Iba todo pintado de camuflaje y
llevaba un libro en la mano.
Recitaba un encendido discurso sobre el
imperialismo, mientras unos turistas gringos
le echaban monedas en un sombrero. Era el
Ché Guevara, de verdad. Y estaba llamando a
la insurrección. Aunque en ese preciso
momento, atraían más público en la Rambla el
Astronauta y el Hada de los bosques.
Llegó el verano, y un amigo que vive en
Sitges me invitó a su casa. Cuando bajamos a
la playa, me mostró orgulloso su kit completo
de guerrillero cubano: tenía una toalla, un
bañador, un vaso congelante y una pelota de
playa del Ché:
—Todo un revolucionario –le comenté.
—Soy un capitalista rabioso –me
respondió-, o por lo menos, un fetichista.
Colecciono gilipolleces con la cara del Ché.
Me falta el famoso reloj Swatch. Será muy
famoso, pero no lo encuentro por ninguna
parte.
Desde entonces, no he dejado de ver al
Ché por las calles de Barcelona y alrededores.
Lo veo en los lugares más inesperados: en
los patinetes de los skaters frente al MACBA,
tatuado en el brazo de Maradona, dibujado
con chocolate en una camiseta. Puede llevar
el rostro de Gael García Bernal, Benicio del
Toro o Antonio Banderas. Hay “Chés” para
todos los gustos, y cada quién tiene el suyo.
Hay el Ché para estudiantes, para la tercera
edad, para enfermeras o para empresarios. Si
no tienes tu Ché, no eres nadie. Yo estoy
esperando que programen alguna serie de
dibujos animados sobre él.
La última vez que lo vi fue en casa de
una chica que me invitó a cenar. Ella vive en el
Eixample, en un ático con una terraza que
mira a la Sagrada Familia. Y con ella, por
supuesto, vive el Ché. Su apartamento está
lleno de fotos del guerrillero. Hay una en el
estante de los libros, otra en su cuarto y una,
la más grande, en el baño, frente al water.
—¿Y no tienes alguna foto de tu madre?
–le pregunté.
—No, por Dios. Mi madre es muy fea. En
cambio, el Ché es guapísimo.
—¿No tienes fotos de guerrilleros feos?
—Ni de coña.
—¿Y guapos? Fidel era guapo, ¿no?
—Ya, pero el Ché se murió, así que será
joven para siempre. Todas sus imágenes son
así. ¿A quién quieres ver tú todas las
mañanas? ¿Al Ché en la selva con uniforme
de campaña? ¿O a Fidel en un hospital con un
chándal Adidas?
Por eso me gusta la imagen de esas dos
señoras bailando en su aniversario en Santa
Coloma de Gramanet. Supongo que es la
mejor foto posible del Ché. Y no porque ellas
representen el espíritu de la lucha obrera. Ni
porque recuerden su significado político. En
realidad, esa es la mejor imagen del Ché
porque es la única en la que no aparece su
rostro. Un rostro que en realidad, hace mucho
que no le pertenece. Ø
—¿Usted ocupa la habitación 312?
La mujer que me habla usa el pelo muy
corto y tiene unos 40 años. Su traje sastre le
otorga un aire ejecutivo, pero está un poco
pasado de moda, como si fuese de los años
80. Es la segunda vez que la encuentro en el
desayuno del hotel. En Nicaragua me levanto
muy temprano. A esa hora, ella es la única
habitante del comedor.
—Sí –le digo-. ¿Cómo lo sabe?
—Desde su habitación se ve la casa de
Nora.
—Ya. ¿Quién coño es Nora?
A esa hora de la mañana, siempre estoy
de pésimo humor. Pero a pesar de mi
antipatía, ella sonríe.
—Ya lo averiguará –me dice.
Luego pasan a recogerme y me olvido de
ella.
Durante el día, recorro Managua de un
diario a otro, de un canal de televisión a una
radio, para la promoción de mi libro. La capital
de Nicaragua parece una ciudad fantasma.
Uno recorre autopistas rodeadas de campo,
salpicadas aquí y allá de centros comerciales
o pequeñas construcciones. No hay edificios
grandes, y para ver las casas hay que
internarse en la espesura por calles llenas de
árboles. Incluso en el centro de la ciudad, los
inmuebles son casi inexistentes. La mayoría
se cayeron en el terremoto del 72, y desde
entonces no se ha reconstruido la ciudad.
En un cerro, la silueta de un hombre con
sombrero campesino se eleva sobre
Managua. Reconozco a Augusto C. Sandino,
el líder guerrillero de principios de siglo. Me
explican que en las faldas de ese monte,
Sandino compareció en 1934 para pactar un
armisticio con el gobierno, y fue asesinado in
situ por el jefe de la Guardia Nacional Anatasio
Somoza, quien luego se erigiría dictador. La
silueta de Sandino en el monte es como un
fantasma que domina la ciudad.
Por la noche, regreso al hotel tan
agotado que ni siquiera consigo dormir. Doy
vueltas en la cama, y termino por subir al
solitario bar del último piso a tomar una copa.
Una vez más, me encuentro con la mujer del
desayuno. Tengo ganas de hablar con
alguien.
—No me contó usted quién es Nora –le
digo.
Ella se está tomando un té. Me responde
sin mirarme.
—Nora era una agente encubierta del
Frente Sandinista de Liberación Nacional. En
los años de la revolución, conoció al jefe de la
guardia nacional, al que llamaban El Perro. Él
creía que todo era de su propiedad, incluso
las mujeres. La acosaba insistentemente.
Pero ella le tendió una trampa. Lo invitó a su
casa una noche. Lo llevó a su cuarto y le quitó
la ropa y las armas. Cuando se sentía seguro,
tres guerrilleros saltaron del armario para
secuestrarlo. El Perro se resistió, y los
guerrilleros lo mataron. Desde la habitación
312 se ve el apartamento en que ocurrió todo
eso.
—Ya –le digo. Ella sigue tomando su té
sin mirarme.
Me pido un whisky y voy al baño.
Cuando regreso, ella no está. En la mesa no
queda ni siquiera su taza. Termino mi copa y
regreso a mi habitación. Al acostarme, me
parece ver la silueta de un hombre con
sombrero proyectada sobre la ventana. No
me levanto, porque sé que es sólo una
pesadilla.
SantiagoRoncagliolo
L i m a • 7 5


r.piglia una foto (2)
Hay una foto extraordinaria en la que
Guevara está en Bolivia, subido a un árbol,
leyendo, en medio de la desolación y la
experiencia terrible de la guerrilla perseguida.
Se su a un árbol para aislarse un poco y está
ahí, leyendo.
En principio, la lectura como refugio es
algo que Guevara vive contradictoriamente. En
el diario de la guerrilla en el Congo, al analizar
la derrota, escribe: "El hecho de que me
escape para leer, huyendo así de los
problemas cotidianos, tendía a alejarme del
contacto con los hombres, sin contar que hay
ciertos aspectos de mi carácter que no hacen
fácil el intimar".
La lectura se asimila con la persistencia y
la fragilidad. Guevara insiste en pensarla como
una adicción. "Mis dos debilidades
fundamentales: el tabaco y la lectura".
La distancia, el aislamiento, el corte,
aparecen metaforizados en el que se abstrae
para leer. Y eso se ve como contradictorio con
la experiencia política, una suerte de lastre
que viene del pasado, ligado al carácter, al
modo de ser. En distintas oportunidades
Guevara se refiere a la capacidad que tenía
Fidel Castro para acercarse a la gente y
establecer inmediatamente relaciones fluidas,
frente a su propia tendencia a aislarse,
separarse, construyéndose un espacio aparte.
Hay una tensión entre la vida social y algo
propio y privado, una tensión entre la vida
política y la vida personal. Y la lectura es la
metáfora de esa diferencia.
Esto ya es percibido en la época de la
Sierra Maestra. En alguno de los testimonios
sobre la experiencia de la guerra de liberación
en Cuba, se dice del Che: "Lector infatigable,
abría un libro cuando hacíamos un alto
mientras que todos nosotros, muertos de
cansancio, cerrábamos los ojos y tratábamos
de dormir".
Más allá de la tendencia a mitificarlo, hay
allí una particularidad. La lectura persiste
como un resto del pasado, en medio de la
experiencia de acción pura, de desposesión y
violencia, en la guerrilla, en el monte.
Guevara lee en el interior de la experiencia,
hace una pausa. Parece un resto diurno de su
vida anterior. Incluso es interrumpido por la
acción, como quien se despierta: la primera
vez que entran en combate en Bolivia, Guevara
está tendido en su hamaca y lee. Se trata del
primer combate, una emboscada que ha
organizado para comenzar las operaciones de
un modo espectacular, porque ya el ejército
Hay una foto extraordinaria en la que
Guevara está en Bolivia, subido a un árbol,
leyendo, en medio de la desolación y la
experiencia terrible de la guerrilla perseguida.
Se sube a un árbol para aislarse un poco y
está ahí, leyendo.
En principio, la lectura como refugio es
algo que Guevara vive contradictoriamente. En
el diario de la guerrilla en el Congo, al analizar
la derrota, escribe: "El hecho de que me
escape para leer, huyendo así de los problemas
cotidianos, tendía a alejarme del
contacto con los hombres, sin contar que hay
ciertos aspectos de mi carácter que no hacen
fácil el intimar".
La lectura se asimila con la persistencia y
la fragilidad. Guevara insiste en pensarla como
una adicción. "Mis dos debilidades
fundamentales: el tabaco y la lectura".
La distancia, el aislamiento, el corte,
aparecen metaforizados en el que se abstrae
para leer. Y eso se ve como contradictorio con
la experiencia política, una suerte de lastre
que viene del pasado, ligado al carácter, al
modo de ser. En distintas oportunidades
Guevara se refiere a la capacidad que tenía
Fidel Castro para acercarse a la gente y
establecer inmediatamente relaciones fluidas,
frente a su propia tendencia a aislarse,
separarse, construyéndose un espacio aparte.
Hay una tensión entre la vida social y algo
propio y privado, una tensión entre la vida
política y la vida personal. Y la lectura es la
metáfora de esa diferencia.
Esto ya es percibido en la época de la
Sierra Maestra. En alguno de los testimonios
sobre la experiencia de la guerra de liberación
en Cuba, se dice del Che: "Lector infatigable,
abría un libro cuando hacíamos un alto
mientras que todos nosotros, muertos de
cansancio, cerrábamos los ojos y tratábamos
de dormir".
Más allá de la tendencia a mitificarlo, hay
allí una particularidad. La lectura persiste
como un resto del pasado, en medio de la
experiencia de acción pura, de desposesión y
violencia, en la guerrilla, en el monte.
Guevara lee en el interior de la experiencia,
hace una pausa. Parece un resto diurno de su
vida anterior. Incluso es interrumpido por la
acción, como quien se despierta: la primera
vez que entran en combate en Bolivia, Guevara
está tendido en su hamaca y lee. Se trata del
primer combate, una emboscada que ha
organizado para comenzar las operaciones de
un modo espectacular, porque ya el ejército
anda rastreando el lugar y, mientras espera,
tendido en la hamaca, lee.
Esta oposición se hace todavía más visible
si pensamos en la figura sedentaria del lector
en contraste con la del guerrillero que marcha.
La movilidad constante frente a la lectura
como punto fijo en Guevara.
"La característica fundamental de una
guerrilla es la movilidad, lo que le permite
estar, en pocos minutos, lejos del teatro
específico de la acción y en pocas horas lejos
de la región de la misma, si fuera necesario;
que le permite cambiar constantemente de
frente y evitar cualquier tipo de cerco", escribe
Guevara en 1961 en La guerra de guerrillas. La
pulsión territorial, la idea de un punto fijo,
acecha siempre. Pero, a la inversa de la
experiencia política clásica, el acumular y tener
algo propio supone el riesgo inmediato. Régis
Debray cuenta la caída del primer punto de
anclaje en Bolivia, la microzona propia:
"Tiempo antes se había hecho una pequeña
biblioteca, escondida en una gruta, al lado de
las reservas de víveres y del puesto emisor".
La marcha supone además la liviandad, la
ligereza, la rapidez. Hay que desprenderse de
todo, estar liviano y marchar. Pero Guevara
mantiene cierta pesadez. En Bolivia, ya sin
fuerzas, llevaba libros encima. Cuando es detenido
en Ñancahuazu, cuando es capturado
después de la odisea que conocemos, una
odisea que supone la necesidad de moverse
incesantemente y de huir del cerco, lo único
que conserva (porque ha perdido todo, no
tiene ni zapatos) es un portafolio de cuero,
que tiene atado al cinturón, en su costado
derecho, donde guarda su diario de campaña
y sus libros. Todos se desprenden de aquello
que dificulta la marcha y la fuga, pero Guevara
sigue todavía conservando los libros, que
pesan y son lo contrario de la ligereza que
exige la marcha.
El ejemplo antagónico y simétrico es
desde luego Gramsci, un lector increíble, el
político separado de la vida social por la
cárcel, que se convierte en el mayor lector de
su época. Un lector único. En prisión Gramsci
lee todo el tiempo, lee lo que puede, lo que
logra filtrarse en las cárceles de Mussolini.
Está siempre pidiendo libros y de esa lectura
continua ("leo por lo menos un libro por día",
dice), de ese hombre solo, inmóvil, aislado, en
la celda, nos quedan los Cuadernos de la
cárcel, que son comentarios extraordinarios
de esas lecturas. Lee folletines, revistas
fascistas, publicaciones católicas, lee los
libros que encuentra en la biblioteca de la
cárcel y los que deja pasar la censura, y de
todos ellos extrae consecuencias notables.
Desde ese lugar sedentario, inmóvil, encerrado,
Gramsci construye la noción de
hegemonía, de consenso, de bloque histórico,
de cultura nacional-popular.
Y obviamente la teoría de la toma del
poder en Guevara (si es que eso existe) está
enfrentada con la de Gramsci. Puro movimiento
en la acción pero fijeza en las
concepciones políticas, nada de matices. Sólo
es fluida la marcha de la guerrilla. No hay nada
que transmitir en Guevara, salvo su ejemplo,
que es intransferible. De esta imposibilidad
surge tal vez la tensión trágica que sostiene al
mito.
La teoría del foco y la teoría de la
hegemonía: no debe de haber nada más
antagónico. Como no debe de haber nada más
antagónico que la imagen de Guevara leyendo
en las pausas de la marcha continua de la
guerrilla y la de Gramsci leyendo encerrado en
su celda, en la cárcel fascista. En verdad, para
Guevara, antes que la construcción de un
sujeto revolucionario, de un sujeto colectivo
en el sentido que esto tiene para Gramsci, se
trata de construir una nueva subjetividad, un
sujeto nuevo en sentido literal, y de ponerse él
mismo como ejemplo de esa construcción.
En la historia de Guevara hay distintos
ritmos, metamorfosis, cambios bruscos, transformaciones,
pero hay también persistencia,
continuidad. Una serie de larga duración
recorre su vida a pesar de las mutaciones: la
serie de la lectura. La continuidad está ahí,
todo lo demás es desprendimiento y metamorfosis.
Pero ese nudo, el de un hombre que
lee, persiste desde el principio hasta el final.
Esa serie de larga duración se remonta a la
infancia y está ligada al otro dato de identidad
del Che Guevara: el asma. La madre es quien
le enseña a leer porque no puede ir a la
escuela y ese aprendizaje privado se relaciona
con la enfermedad. A partir de entonces se
convierte en un lector voraz. "Estaba loco por
la lectura", dice su hermano Roberto. "Se
encerraba en el baño para leer".
La lectura como práctica iniciática
fundamental, al decir de Michel De Certeau,
funciona como modelo de toda iniciación. En
este caso, el asma y la lectura están vinculados
al origen. Hacen pensar en Proust, que
justamente ha narrado muy bien lo que es
esta relación, un cruce, una diferencia que
define ciertas lecturas en la infancia, cierto
modo de leer. Basta recordar la primera
página del texto de Proust Sobre la lectura:
"Quizá no hay días de nuestra infancia tan
plenamente vividos como aquellos que
creímos haber dejado sin vivir, aquellos que
pasamos con nuestro libro predilecto". La vida
leída y la vida vivida. La vida plena de la
lectura.
La lectura, entonces, lo acompaña desde
la niñez igual que el asma. Signos de
identidad, signos de diferencia. Signos en un
sentido fuerte, porque ya se ha hecho notar
que los senos frontales abultados que vienen
del esfuerzo por respirar, definen el rostro de
Guevara como una marca que no puede
disfrazarse. En sus fotos de revolucionario
clandestino es fácil reconocerlo si uno le mira
la frente.
Y, a la vez, señalan cierta dependencia
física, que se materializa en un objeto que hay
que llevar siempre. "El inhalador es más
importante para mí que el fusil", le escribe a su
madre desde Cuba en la primera carta que le
envía desde Sierra Maestra. El inhalador para
respirar y los libros para leer. Dos ritmos
cotidianos, la respiración cortada del asmático,
la marcha cortada por la lectura, la
escansión pausada del que lee. Eso es lo
persistente: una identidad de la que no puede
(y no quiere) desprenderse. La marcha y la
respiración.
La lectura vinculada a cierta soledad en
medio de la red social es una diferencia que
persiste. "Durante estas horas últimas en el
Congo me sentí solo como nunca lo había
estado, ni en Cuba, ni en ninguna otra parte de
mi peregrinar por el mundo. Podría decir:
nunca como hoy había sentido hasta qué
punto, qué solitario era mi camino". La lectura
es la metáfora de ese camino solitario. Es el
contenido de la soledad y su efecto.
Desde luego, como Guevara lee, también
escribe. O, mejor, porque lee, escribe. Sus
primeros escritos son notas de lectura de
1945. Ese año empieza un cuaderno
manuscrito de 165 hojas donde ordena sus
lecturas por orden alfabético. Se han
encontrado siete cuadernos escritos a lo largo
de diez años. Hay otra serie larga, entonces,
que acompaña toda la vida de Guevara y es la
escritura.
Escribe sobre sí mismo y sobre lo que lee, es
decir, escribe un diario. Un tipo de escritura
muy definida, la escritura privada, el registro
personal de la experiencia. Empieza con un
diario de lecturas y sigue con el diario que fija
la experiencia misma, que permite leer luego
su propia vida como la de otro y reescribirla. Si
se detiene para leer, también se detiene para
escribir, al final de la jornada, a la noche,
cansado.
Entre 1945 y 1967 escribe un diario: el
diario de los viajes que hace de joven cuando
recorre América, el diario de la campaña de
Sierra Maestra, el diario de la campaña del
Congo y, por supuesto, el diario en Bolivia.
Desde muy joven, encuentra un sistema de
escritura que consiste en tomar notas para
fijar la experiencia de inmediato y después
escribir un relato a partir de las notas
tomadas. La inmediatez de la experiencia y el
momento de la elaboración. Guevara tiene
clara la diferencia: "El personaje que escribió
estas notas murió al pisar de nuevo tierra
argentina, el que las ordena y las pule (yo), no
soy yo", escribe en el inicio de Mi primer gran
viaje.
En ese sentido, el Diario en Bolivia es
excepcional porque no hubo reescritura, como
tampoco la hubo en las notas que tomó de su
primer viaje por la Argentina, en 1950, y que
su padre publicó en su libro Mi hijo el Che: "En
mi casa de la calle Arenales hace poco tiempo
descubrí por casualidad dentro de un cajón
que contenía libros viejos, unas libretas
escritas por Ernesto. El interés de estos
escritos reside en que puede decirse que con
ellos comenzó Ernesto a dejar asentados sus
pensamientos y sus observaciones en un
diario, costumbre que conservó siempre".
Había en el joven Guevara el proyecto, la
aspiración, de ser un escritor. En la carta que
le escribe a Ernesto Sábato después del
triunfo de la revolución, donde le recuerda que
en 1948 leyó deslumbrado Uno y el Universo,
le dice: "En aquel tiempo yo pensaba que ser
un escritor era el máximo título al que se podía
aspirar". Podríamos pensar que esa voluntad
de ser escritor, para decirlo con Pasolini, esa
actitud previa a la obra, ese modo de mirar el
mundo para registrarlo por escrito, persiste,
entreverada, con su experiencia de médico y
con su progresiva –y distante– politización,
hasta el encuentro con Fidel Castro en mayo
de 1955.
En una fecha tan tardía como febrero de
1955, hace en su diario un balance de su
crítica situación económica, y concluye diciendo
que en general está estancado "y en
producción literaria más, pues casi nunca
escribo".
diario de lecturas y sigue con el diario que fija
la experiencia misma, que permite leer luego
su propia vida como la de otro y reescribirla. Si
se detiene para leer, también se detiene para
escribir, al final de la jornada, a la noche,
cansado.
Entre 1945 y 1967 escribe un diario: el
diario de los viajes que hace de joven cuando
recorre América, el diario de la campaña de
Sierra Maestra, el diario de la campaña del
Congo y, por supuesto, el diario en Bolivia.
Desde muy joven, encuentra un sistema de
escritura que consiste en tomar notas para
fijar la experiencia de inmediato y después
escribir un relato a partir de las notas
tomadas. La inmediatez de la experiencia y el
momento de la elaboración. Guevara tiene
clara la diferencia: "El personaje que escribió
estas notas murió al pisar de nuevo tierra
argentina, el que las ordena y las pule (yo), no
soy yo", escribe en el inicio de Mi primer gran
viaje.
En ese sentido, el Diario en Bolivia es
excepcional porque no hubo reescritura, como
tampoco la hubo en las notas que tomó de su
primer viaje por la Argentina, en 1950, y que
su padre publicó en su libro Mi hijo el Che: "En
mi casa de la calle Arenales hace poco tiempo
descubrí por casualidad dentro de un cajón
que contenía libros viejos, unas libretas
escritas por Ernesto. El interés de estos
escritos reside en que puede decirse que con
ellos comenzó Ernesto a dejar asentados sus
pensamientos y sus observaciones en un
diario, costumbre que conservó siempre".
Había en el joven Guevara el proyecto, la
aspiración, de ser un escritor. En la carta que
le escribe a Ernesto Sábato después del
triunfo de la revolución, donde le recuerda que
en 1948 leyó deslumbrado Uno y el Universo,
le dice: "En aquel tiempo yo pensaba que ser
un escritor era el máximo título al que se podía
aspirar". Podríamos pensar que esa voluntad
de ser escritor, para decirlo con Pasolini, esa
actitud previa a la obra, ese modo de mirar el
mundo para registrarlo por escrito, persiste,
entreverada, con su experiencia de médico y
con su progresiva –y distante– politización,
hasta el encuentro con Fidel Castro en mayo
de 1955.
En una fecha tan tardía como febrero de
1955, hace en su diario un balance de su
crítica situación económica, y concluye diciendo
que en general está estancado "y en
producción literaria más, pues casi nunca
escribo".
De hecho, en un sentido, el político triunfa
donde fracasa el escritor y Guevara tiene clara
esa tensión. "Surgió una gota del poeta
frustrado que hay en mí", le escribe a León
Felipe luego del triunfo de la revolución. Por
un lado, se define varias veces como un poeta
fracasado pero, por otro, se piensa como
alguien que construye su vida como un artista:
"Una voluntad que he pulido con la delectación
de artista sostendrá unas piernas fláccidas y
unos pulmones cansados", escribe en la carta
de despedida a sus padres. Hay un antecedente
de esta actitud en la notable carta a
su madre del 15 de julio de 1956, en la que le
señala su decisión de unirse a la guerrilla. Ha
estado preso con Castro y está decidido a irse
en el Granma. "Un profundo error tuyo es creer
que de la moderación o el ´moderado egoísmo
´ es de donde salen los inventos mayores
u obras maestras de arte. Para toda obra
grande se necesita pasión y para la Revolución
se necesita pasión y audacia". Y concluye:
"Además es cierto que después de desfacer
entuertos en Cuba me iré a otro lado
cualquiera". La cita implícita del Quijote es
anuncio de lo que viene; en todo caso, del
sentido de lo que viene.
Philipp De Rieff ha trabajado la figura del
político que surge entre las ruinas del escritor.
El escritor fracasado que renace como político
intransigente, casi como no-político, o al
menos como el político que está solo y hace
política primero sobre sí mismo y sobre su
vida y se constituye como ejemplo. Y aquí la
relación, antes que con Gramsci, es por
supuesto con Trotski, el héroe trágico, "el
profeta desarmado", como lo llamó Isaac
Deutscher. Hay también en Trotski una
nostalgia por la literatura: "Desde mi juventud,
más exactamente desde mi niñez, había
soñado con ser escritor", dice Trotski al final
de Mi vida, su excelente autobiografía. Y Hans
Mayer, por su parte, en su libro sobre la
tradición del outsider, también ha visto a
Trotski como el escritor fracasado y, por lo
tanto, el político "irreal", opuesto a Stalin, el
político práctico.Ø


orlando luis pardo 400 años en el Cardoso
Un antiguo amigo de universidad, escritor
amateur y recientemente "quedado" en el
extranjero durante una "misión oficial", me dice
que ha logrado contactos de alto nivel con el
campus editorial académico de Canadá. En
consecuencia, me pide cosas. En específico, me
pide armar una antología cubana de textos raros
y/o excluidos de autores menores y/o
marginados. Da igual poesía, novela, cuento,
ensayo, que cualquier espécimen endémico de
escritura intergenérica y/o transgenital. En
los orígenes de la tragedia
Un antiguo amigo de universidad, escritor
amateur y recientemente "quedado" en el
extranjero durante una "misión oficial", me dice
que ha logrado contactos de alto nivel con el
campus editorial académico de Canadá. En
consecuencia, me pide cosas. En específico, me
pide armar una antología cubana de textos raros
y/o excluidos de autores menores y/o
marginados. Da igual poesía, novela, cuento,
ensayo, que cualquier espécimen endémico de
escritura intergenérica y/o transgenital. En
Canadá lo quieren Todo-Sobre-Cuba, y lo quieren
ya. Right off: NOW is the moment. Justo ahora
(July 26th, 2008): al borde mismo del posible
cambio cubano (PCC). De hecho, no querían nada
hasta hace muy poco y nada querrán dentro de
muy poco después (me alerta mi ex-colega
bioquímico): así que es una oportunidad única de
esas que se dan once in a lifetime. Con buena
paga para los dos, por supuesto of course: más
de lo que yo he ganado durante una década
fungiendo y/o fingiendo como "escritor cubano de
Cuba" (valga no tanto la redundancia como el
oxímoron). Tal vez hasta se "resuelva" un viajecito
free gratis para yo dar un par de speeches
literarios en Canadá: "el público canadiense es
polite, pero demasiado politically correct con
corrimiento hacia el rojo", me advierte porque me
conoce. A cambio del paraíso, sólo me pide
compilar una "historia de bolsillo por los 400 años
de literatura cubana": algo que se in$erte rápido
en el mercado de la pocket-bookeratura mundial.
Allá el tema Cuba está de moda aunque no se
conoce nada de aquí, me dice: "aquí el tema Cuba
está de moda aunque no se conoce nada de allá".
De manera que si no nos lanzamos él y yo ahora,
enseguida cualquier improvisado nos robará la
primicia y la patente en Canadá. "Ni pinga, Landy",
me pincha en su último e-mail, "ya es hora de
sacar algo no tan jodido del subdesarrollo". Y ése
mismo fue el primer título que se me ocurrió
(Algo no tan jodido del subdesarrollo: historia
portátil de los 400 años de literatura cubana). Y ya.
Esto fue todo para empezar. Reconozcamos, con
humildad más que con humillación, que se
trataba de un pacto diabólico so very much
tentador.
ecce homo
Las únicas Obras Completas cubanas que
me he leído del pí al pá son las de Onelio Jorge
Cardoso (1914-1986): un buen narrador nacional,
pero demasiado ruralinfantilizado. Los únicos
estudios "litécniterarios" que poseo los adquirí
coincidentemente en el Centro de Formación
Literaria "Onelio Jorge Cardoso In Memoriam" (en
Miramar). Moraleja de mural: si sólo dispones de
un martillo, todos tus problemas te remiten a un
clavo (¿fue Nietzsche el que habló de escribir a
mandarriazos?). ¿Qué más podía hacer yo, triste y
aislado, con todos mis amigos al otro lado del
charco y cada cual con su nick en el chat, en
medio de mis lúgubres noches de una Habana
inisecular regida de súbito por Raúl?
No sé. Tal vez sí hubiera podido intentar "lo
más difícil", como le encarga Rialta a su hijo José
Cemí, en una página perdida de nuestro Paradiso.
Pero no. Ni pinga, Landy. Al final hice lo contrario.
Lejos de someterme al sermón lezamiano, y
ponerme a investigar mierdangas polillosas en las
bibliotecas sin aire acondicionado de La Habana,
con unos pocos dólares canadienses (un adelanto
de mi partner en esta joint-venture), logré copiar
la base de datos Excel de los diez cursos del
referido CFL "OJC In Memoriam" (en Miramar). Si
bien le juré silencio eterno a mi cómplice, ahora
les juro a ustedes que no he podido evitar
contarlo ("vivir para contarla", me protege la
máxima de un amigo del ex-líder máximo de mi
garcíamarquiano país).
Había medio millar de textos inéditos en
aquellos pocos megas. Una fortuna, una máquina
de narrar. El fichero era una caja de caudales sin
necesidad de copyright ni password: un alef
totipotente de relatos, un do-it-yourself pero ya
listo pret-à-porter. Allí dentro latía el desafío de la
ficción explicado a los niños o el evangelio según
Scheherasade. Y realmente tenían madera de
narradores los muy cabrones (así fuera ácana con
ácaro: lo cierto es que el germen de un régimen
nacioficcional ya se incubaba allí). De manera que
fue muy fácil establecer filias y nexos con cada
estereotipo histórico de realismo cubano: única
cepa literárida que prospera bajo el cepo de
nuestro clima. Elegí 40 ejemplos ejemplares (a
una velocidad moderada de 10 plagios/siglo) y les
pasé la mano para forzarlos en sus respectivos
contextos. Me sentía un Alí Babá posmoderno.
Así, con cambios menores, los 40 parecían
hallazgos arqueológicos míos de los clásicos
locales de nuestros aburridos siglos XVII, XVIII,
XIX y XX (lo que va del XXI asumí que, con
cambios mayores, bien podría impostarlo yo a
partir de mi impropia excritura).
Y ya. Esto fue todo para continuar. El resto
fue hacerme de un Diccionario de la Literatura
Cubana (edición cariada de 1980, con más
omisiones que menciones) y de los dos tomos
truncos de Historia de la Literatura Cubana ("1492-
1898" y "1899-1958": el de "1959-????" aún no
tiene imprimátur por subversivo), editados ambos
oficialmente por instituciones culturales del patio.
De esos mamotretos extraje ciertas maneras de
nombrar dentro de la atmósfera editorial de cada
período: la calumnia calcinada de la Colonia, la
resaca resabiosa de la Repúsblica, y el revolico
rebobo de la Revoilusión.
Las únicas Obras Completas cubanas que
me he leído del pí al pá son las de Onelio Jorge
Cardoso (1914-1986): un buen narrador nacional,
pero demasiado ruralinfantilizado. Los únicos
estudios "litécniterarios" que poseo los adquirí
coincidentemente en el Centro de Formación
Literaria "Onelio Jorge Cardoso In Memoriam" (en
Miramar). Moraleja de mural: si sólo dispones de
un martillo, todos tus problemas te remiten a un
clavo (¿fue Nietzsche el que habló de escribir a
mandarriazos?). ¿Qué más podía hacer yo, triste y
aislado, con todos mis amigos al otro lado del
charco y cada cual con su nick en el chat, en
medio de mis lúgubres noches de una Habana
inisecular regida de súbito por Raúl?
No sé. Tal vez sí hubiera podido intentar "lo
más difícil", como le encarga Rialta a su hijo José
Cemí, en una página perdida de nuestro Paradiso.
Pero no. Ni pinga, Landy. Al final hice lo contrario.
Lejos de someterme al sermón lezamiano, y
ponerme a investigar mierdangas polillosas en las
bibliotecas sin aire acondicionado de La Habana,
con unos pocos dólares canadienses (un adelanto
de mi partner en esta joint-venture), logré copiar
la base de datos Excel de los diez cursos del
referido CFL "OJC In Memoriam" (en Miramar). Si
bien le juré silencio eterno a mi cómplice, ahora
les juro a ustedes que no he podido evitar
contarlo ("vivir para contarla", me protege la
máxima de un amigo del ex-líder máximo de mi
garcíamarquiano país).
Había medio millar de textos inéditos en aquellos
pocos megas. Una fortuna, una máquina de
narrar. El fichero era una caja de caudales sin
necesidad de copyright ni password: un alef
totipotente de relatos, un do-it-yourself pero ya
listo pret-à-porter. Allí dentro latía el desafío de la
ficción explicado a los niños o el evangelio según
Scheherasade. Y realmente tenían madera de
narradores los muy cabrones (así fuera ácana con
ácaro: lo cierto es que el germen de un régimen
nacioficcional ya se incubaba allí). De manera que
fue muy fácil establecer filias y nexos con cada
estereotipo histórico de realismo cubano: única
el ocaso de los dioses
El libro se publicó en un nuevo sello editorial
fundado por mi amigo "quedado" en Montreal,
Quebec: Cubaquois Books. Mi antología apócrifa
(con nadie nunca antes compartí la verdad) fue un
suceso no sólo en el reino políglota de Canadá,
sino también en los United States, pero no se
publicaron los originales en español: así, un team
de traductores profesionales ayudó, sin saberlo, a
enmascarar aún más mis 40 reescrituras robadas.
El título finalmente fue el mío: Something not so
fucking from underdevelopment: portable history
of 400 years of cuban literature / Quelque chose
pas donc pis de sous-développement: histoire
portative des 400 années de littérature cubaine
(edición bilingüe con un anexo resumido en inuit).
Comercialmente, más que un suceso fue
todo un success y/o succès. Un éxito, un exit:
incluido mi primer permiso de salida para viajar (la
suerte de escapar por una sortie), concedido en
tiempo y forma por un ministerio que
misteriosamente no era el de Cultura sino el del
Interior (aún cuando yo me dirigía justo en sentido
contrario: hacia el exterior).
Viajé. Vi. Viré.
Cobré mejor de lo que pensaba, excepto por
un pleito judicial perdido que me impuso mi excolega
bioquímico por un asunto de royalties. Di
no un par, sino pila de speeches literarios entre lo
polite y lo politically correct. Conocí en persona a
Bárbara Gowdy, una mente imponente a sus más
de 50 años, y logré disimular con chistes
ambiguos que nunca la había leído y menos aún
visto la película de sus Falling Angels (era algo de
construirse un búnker doméstico contra la bomba
atómica). Hablé en inglés hasta en la televisión de
Toronto. Caí bien: mostrarme "levemente
levoliberal" era mi triunfal carta de presentación.
Conocí a Gloria Beatty (así lo escribió en una
servilleta), una aeromoza virgen y cosmopolita
que me pidió la matase en pleno vuelo de regreso
Toronto-Montreal (acaso lo único no falso ni
literario de mi experiencia expatriada). No la maté,
pero ese fin de año, tras una borrachera de
whiskey y bolas de nieve (ya era primero de
enero), terminé desnudo y gritando "viva la
literatura cubana" mientras me venía en el tracto
anal de la hija del embajador (intentarlo por
delante hubiera sido una ofensa con ella): era una
chica gay que fue el objeto más canadiense que
conocí en todo aquel mes sabático (de hecho,
apenas 21 días de aire freesco).
And the rest is silence. Y ya. Esto fue todo
para terminar. De vuelta a Cuba no traje conmigo
ni un solo ejemplar de mi plagio antológico o,
mejor aún: autológico. No me arriesgué a pasar
semejante bomba nuclear doméstica por la
Aduana, ni ante los peritos del ministerio del
Interior ni ante los de Cultura (aunque es probable
que nadie reparara en mi búnker burlesque).
Allá la dejé: con su medio millar de páginas,
con sus 40 000 ejemplares en primera tirada (a la
velocidad menos moderada de 10 000
plagios/siglo), y con su carátula de Raúl Martínez
que disimulé a mi nombre en Adobe Photoshop
(era una de las imágenes de su serie de
"fotomentiras"). Ni pinga, Landy. Más mi prólogo,
un epílogo de mi antiguo amigo escritor amateur,
y mis 40 papas podridas metabolizándose en su
tripa por los siglos de los siglos, améen. Ya es
hora de sacar algo no tan jodido del
subdesarrollo. Allá se las dejé: con sus clásicos
cubanos hechos de ejercicios de clases
(etimológicamente, un clásico es lo que tiene
clase), con sus cuentos sin adjetivos, con sus
icebergs yanquis y matriushkas chinescas, con
sus teatrales diálogos de Asimov sin acotación
(¿diálargos de Así No?), con sus mudas
justificadas y mudas, con sus niveles naifs de una
realidad más rala que realista, con sus
neotojosianismos de dato escondido, con su
violencia de vodevil, con sus flujos menstruales
de pensamiento y vicios comunicantes, entre
tantos tontos subgéneros y etcéteras técnicos y
tours-de-force à-la-carte (todo un alef maléfico).
En legítima defensa, supongo esta haya sido
mi mínima contribución a la crisis general del
capitalismo (CGC) en la era global: exponer la
insultante ignorancia del continente americano de
cara a nuestra insulsa escritura insular (ínsula
insulated-isolée-aislada tras medio siglo y/o
milenio de fatalismo geogriterario). Después de
todo, ¿quién quita que, dentro de 400 años, Cuba
no será recordada mejor por los resúmenes en
inuit anexados a Something not so fucking from
underdevelopment: portable history of 400 years
of cuban literature / Quelque chose pas donc pis
de sous-développement: histoire portative des
400 années de littérature cubaine?
Something not so fucking from Underdevelopment:
portable history of 400 years of
cuban literature / Quelque chose pas donc pis de
sous-développement: histoire portative des 400
années de littérature cubaine. Something not so
fucking from Underdevelopment: portable history
of 400 years of cuban literature / Quelque chose
pas donc pis de sous-développement: histoire
portative des 400 années de littérature cubaine.
Something not so fucking from Underdevelopment:
portable history of 400 years of
cuban literature / Quelque chose pas donc pis de
sous-développement: histoire portative des 400
années de littérature cubaine.
Orlando Luis Pardo Lazo
La Habana. 71

anisley negrín satán clara
Me gustan los sábados. La ciudad es otra por
la noche. Amarillamente irreal, como las luces
de sus avenidas. Me gustan y me visto, y
subo por Central hasta salir del barrio. A
contaminarme del vaho nocturno que
asciende desde las alcantarillas (son pocas
pero parecen muchas). Al pasar el puente
busco Máximo Gómez, su machete (el
original, por supuesto), la Plaza del Carmen
con su tamarindo (el nuevo, no aquel
alrededor del cual se fundó la villa), la misma
donde el Ché (icono pop) lamentaría que le
hubieran matado 100 hombres en uno,
refiriéndose a un vaquerito de nombre
Roberto al que ya muerto ascendió a capitán
(el Billy The Kid nacional). De ahí que el
tamarindo se robustece con los años,
abonado con la sangre de los héroes.
Cruzo Martí ("jaula es la villa de palomas
muertas y ávidos cazadores..."). A la izquierda,
BANDEC. De noche no hay viejos haciendo
cola en pro de la chequera, que nunca será
suficiente para sobrevivir un mes. De noche
los viejos están sobremuriendo. Los viejos
reparadores, pinga en mano, tras la puerta de
sus cuartuchos de mala muerte.
Me gustan los sábados. La ciudad es otra por
abierto por reparación
Todo comenzó con una máquina rota: Underwood,
1900. Todo comienza así. Cuando
se rompe algo, cuando necesitamos de
alguien. Y lo que hace falta ahora es un
reparador. Necesitamos un reparador. Para
esta Underwood que acaba de cumplir un
siglo y para esta ciudad, que da sus últimos
estertores, como una Marta Abreu cancerosa
ante los rostros perplejos de sus hijos. No sé.
La enfermedad me inspira. Quizás escriba una
oda. Ahí, pero dónde, cómo.
saturday night fever
Sábado. Noche. El reparador no sale de
casa en días como estos. En la cuartería
donde vive se cuelan parejas a hacer el amor:
amores hetero, amores homo, amores perros.
Es peligroso. Podrían rajarle el cuello con una
navaja. Todos prefieren amores sin testigos.
No va ni al baño (uno solo para toda la
cuartería). Desde su cuarto los oye jadear, con
el oído pegado a la puerta, y las ganas de
orinar se le acumulan, se hacen urgentes. No
le queda más remedio que meter la mano
dentro del pantalón y empezar a batir para
aliviarse.
Me gustan los sábados. La ciudad es otra
por la noche. Amarillamente irreal, como las
luces de sus avenidas. Me gustan y me visto,
y subo por Central hasta salir del barrio. A
contaminarme del vaho nocturno que
asciende desde las alcantarillas (son pocas
pero parecen muchas). Al pasar el puente
busco Máximo Gómez, su machete (el
original, por supuesto), la Plaza del Carmen
con su tamarindo (el nuevo, no aquel
alrededor del cual se fundó la villa), la misma
donde el Ché (icono pop) lamentaría que le
hubieran matado 100 hombres en uno,
refiriéndose a un vaquerito de nombre
Roberto al que ya muerto ascendió a capitán
(el Billy The Kid nacional). De ahí que el
tamarindo se robustece con los años,
abonado con la sangre de los héroes.
Cruzo Martí ("jaula es la villa de palomas
muertas y ávidos cazadores..."). A la izquierda,
BANDEC. De noche no hay viejos haciendo
cola en pro de la chequera, que nunca será
suficiente para sobrevivir un mes. De noche
los viejos están sobremuriendo. Los viejos
reparadores, pinga en mano, tras la puerta de
sus cuartuchos de mala muerte.
Restaurante Amanecer, tienda El Encanto,
pizzería Toscana, 1800... Nombres, solo eso.
Sombríos son los amaneceres en esta ciudad.
Encanto tuvo, como puta joven. Hoy, si acaso,
desencantos amorosos (desamores hetero,
desamores homo, desamores perros). De
Toscana, lo tosca, el olor a la peor de las
Italias en cada pizza zocata de 5.00 pesos
MN. Del 1800, apenas el recuerdo.
Próxima parada, Boulevard (de las
estrellas y los sueños rotos). Toldos a rayas
amarillas y rojas, portales con mendigos,
animales con sarna, turistas fotografiándolo
todo. Pero no estoy para mendigos, perros o
turistas. La noche del sábado es noche de
fiebre.
A un costado del parque hay un edificio
tan viejo como aquella ciudad que le da
nombre: Praga.
Praga, ciudad luminosa, corazón infartado
de Europa. Kafka, Kundera, stalinismo realsocialista
impuesto y derribado.
Praga, night club improvisado, ruinoso,
barato, destino de púberes llevando de la
mano a sus extranjeros seniles, estudiantes
ávidos de fiesta con sus novias que quieren y
no quieren, tipos que rezan entre dientes
porque otro tipo no pare de mamársela así,
Señor, que no pare, más la gente corriente
que no tiene dónde ir en una noche de
sábado.
Praga, mi destino (desatino).
Pago al portero y subo. Todo el que paga
puede subir. Precio irrisorio para un segundo
piso que amenaza caerse. Pero nunca se cae.
Por suerte.
Al Praga ya le va haciendo falta una buena
reparación (re-Pragación).
un poco de caridad, marta
Subo al Praga porque no hay teatro. Sudo,
bailo, me estrujan a falta de ballet, de Alicia y
su coro de cisnes, de Verónica gritando
histérica desde el escenario "Who´s afraid of
Virginia Woolf?", de Varela (nuestro padre
Varela) lanzando tres monedas al público
(Moneda Nacional, no divisa, de ahí que nadie
se dedique a recogerlas).
Teatro La Caridad: sobrio por fuera,
opulento por dentro. Me gustaba mirar su
cúpula, ángeles que parecían quererse caer
en nuestras cabezas (hoy se están cayendo
de verdad). Era como si aquellas alegorías,
retratos y representaciones nos velaran desde
lo alto, cuando en realidad quien lo hacía era
la patrona de Cuba, virgen a la que no se le
había dedicado ni un rincón para las ofrendas.
La caritativa aristocracia de la época no podía
permitirse caer tan bajo. Por eso la aristócrata
Caridad del Cobre hace que hoy todo se
venga abajo. ¿Castigo? ¿Maldición?
¿Venganza por haber erigido un antro de
diversión sobre los escombros de lo que fue
un antro de oración (la Ermita de la
Candelaria)? Así de rencorosas son las santas.
Por eso te rogamos, Marta, por Caridad (o
Candelaria, qué importa), sé un ave fénix.
Vuelve. No nos dejes a merced del tiempo, de
estos reparadores desalmados que no harán
nada por tus hijos.
La Caridad es simple: platea y tres pisos
de palcos. Siempre busqué los segundos.
Demasiado calor abajo, demasiada gente,
demasiado cerca del polvo que levantan los
artistas al pisar el tabloncillo, dejando al
descubierto demasiada imperfección.
El reparador (viejo y sabio pánico) gusta
del buen arte, aunque no le alcance el dinero
para una entrada al teatro: las del ballet le
saldrían en 20.00 pesos MN, si consigue
alguna, luego de una cola desde la madrugada.
Por más que gusta de las buenas obras
y la música, deberá conformarse con verlo
cuando lo transmitan por la televisión
nacional, que bien pudiera llamarse "televisión
local".
Casi nunca lo hacen. Y cuando lo hacen,
no se puede aspirar más que a los fragmentos
que no fueron objeto de censura. Por eso el
reparador teclea furiosamente en mi Underwood
agonizante esas palabras: "Santa Clara,
al fin estamos reparando" (corrección, puso
Satan en vez de Santa). Letras que retumban
tan fuertes como un "we will rock you!" Como
un "Santa Clara, al fin estamos ganando algo
de dinero". O un "Santa Clara, al fin hacemos
lo que nos gusta y no tendremos que
prostituirnos vendiendo jabas de nailon en el
boulevard, o lapiceros (o nuestros propios
cuerpos pellejudos)". O un "Santa Clara, al fin
le podremos coger el sabor a la vida".
indio y mártir
Al cine no podría entrar sola.
Demasiados sujetos sospechosos acechando
(acezando). Acercándose subrepticia o descaradamente
a mi butaca. Diciendo groserías
entre dientes para que yo los oiga, aunque no
los entienda. Para excitarse ellos, aunque
nunca se vengan. Porque en eso radica el
placer: en quedarse con las ganas. Ganas de
que se les mantenga parada (re-parada), en
ristre, en firme, altiva como quien saluda la
bandera al son de un himno de combate.
Ganas de que la película no se acabe nunca:
no importa cuál, la más bizarra o la más
patriótica (la guerra y el amor siempre
funcionan). Ganas de gritar. Si no con la voz,
con otra cosa. Pero gritar. Que algo salga y
todo cambie en medio de un cine repleto de
gente (el Cubanacán, el Camilo Cienfuegos).
Un grito-lanza, un grito-cien-chorros-de lechecomo-
cien-bolas-de-fuego (fatuo).
Por supuesto, entre ellos habrá algún
reparador. Uno que no se haya quedado
batiéndosela tras la puerta de su cuartucho,
mientras afuera todavía haya quien insista en
intentar el amor. Y cuando ni el amor
funcione, entonces irse al cine como quien
parte a la guerra (como quien parte en la
guerra): un filme bélico con muchos muertos,
y muchos vivos mirando cómo aumentan las
bajas; un poco de Segunda Guerra Mundial
que barra a los judíos con un chorro de gas
(de la pinga de un reparador no podría salir
otra cosa que gas para matar judíos).
Un orgasmo público, eso. Un reparador en
el mismísimo centro del parque Vidal,
desnudo con su cuerpecito pellejudo al aire
libre, viendo pasar la gente: hombres,
mujeres, viejos, niños (quién sabe con qué se
excitan los reparadores). Una buena paja. Un
buen chorro de leche como salido de una
manguera de bombero. Un reparadorbombero
que nos deje bañar bajo el chorro
que brota de su pinga. Un baño reparador. Un
potente chorro de gas que mate nuestra parte
más judía. Que nos repare, nos ponga en pie,
en marcha, en boga, otra vez.
creta, minos, mi padre, el minotauro y yo
Sábado. Noche. Los sábados hago caso
omiso a los carteles que alertan sobre la
bestia que aguarda al final del laberinto:
"Peligro, derrumbe". ¿Qué bestia ha de ser esa
con semejante nombre, habitando un
laberinto de zinc galvanizado: planchas y
planchas que hasta un huracán bebé (de
fuerza cero) haría volar?
Los sábados quiero llegar al sol con mis
alas de esperma derretida. Por eso me
adentro en el laberinto. Todo está oscuro.
Como el recuerdo de la voz de mi padre: "vete
de esta isla cuando aún estás a tiempo" (esta
isla-ciudad-laberinto-peligro-derrumbe). Mi
padre, viejo sabio: mirándome alzar vuelo,
parado en la puerta, mientras yo me impulso
hacia la noche; esperándome, aunque sabe
que no regresaré a él ni a su amor laberíntico.
Fue mi padre quien diseñó el laberinto,
quien escogió entre los minotauros el más
fuerte y saludable y hambriento, quien me dijo
"allá Minos con eso, tú y yo nos vamos de
aquí", pero no pudo porque el laberinto lo
llevaba por dentro y nadie puede escapar de
sí mismo. Por eso se arrodilla conmigo por las
noches (nunca los sábados) y reza. En voz
baja pide (o exige) algunas cosas:
1. Que seamos felices aquí, al menos una
vez en esta vida.
2. Que tengamos la salud y fuerza de un
minotauro joven.
3. Que podamos templar cuanto queramos,
y tengamos que templar para encontrar
el verdadero amor (o desamor, pero que
sea verdadero).
4. Que sean reparadas nuestras almas
defectuosas, mohosas, ruinosas, (in)misericordiosas.
5. Que seamos mejores cada día (y cada
noche de saturday night fever).
6. Y que, por favor, esta santa ciudad no
se nos venga abajo (sino arriba).
A un costado del Santa Clara Libre, donde
otrora hubo un dancing club, mi padre reconstruye
laberintos (otros) alrededor de
edificios en ruinas, en un intento vano por
reparar la imagen de su ciudad. La ruina es el
requisito indispensable de una buena reparación.
Por eso a esta ciudad satánica deberían
cercarla. Toda una frontera de zinc galvanizado
de importación alrededor. Una garita
para cobrar peaje y la apertura de nuevas
plazas: el cobrador, el custodio, el policía de
guardia para mantener el orden y velar que
nadie entre ni salga sin permiso. Esa sería la
puerta al laberinto (un parque temático). Ya
adentro resultaría muy fácil perderse. Basta
con caminar. Y camino. Basta con subirse a
los andamios como a esos aparatos eléctricos
que dan vueltas. Y me subo. Basta con
marearse y vomitar. Y vomito.
Pero no soy solo yo. Todos provenimos
de una sustancia seminal-ovárica de
reparadores. Somos hijos de albañiles, carpinteros,
plomeros (posproletarios de esta
Nueva Judea). Somos Jesús de Santa Clara.
En esta villa hay miles de Jesús y Judas para
traicionar la tradición: una verdadera estirpe
de reparadores. Y como ellos, terminaremos
batiéndonosla tras las puertas de nuestros
cuartuchos, mezclando semen con cemento,
pinga con piedra molida y arena. Esa y no otra
habrá de ser (¿será?) nuestra válvula de
escape, a falta de una vulva.
Y no es juego, hay que tenerle respeto al
laberinto de noche. Al minotauro le entra
hambre a esta hora. Y no entiende de razas,
sexo, ni edad. Le sirve cualquiera. El otro día
amaneció una vieja muerta. Al otro un niño
Down. Al otro una muchacha de 20 años que
al desvestirla era un muchacho de 19. Mañana
puede que amanezca yo. Somos tan vulnerables
ante él.
Qué nombre para una bestia que se nos
viene encima (nadie ha vivido para contar
sobre el tamaño de su pinga): Peligro,
derrumbe. Qué entretenimiento para un rey
(¿qué rey es ese que precisa de una bestia
para hacerse valer?): arrojarnos a ella. Qué
tortura para un padre: esperar. Qué ligeras
mis alas y qué viento fresco el de esta noche,
para volar hasta el próximo callejón sin salida.
coctel molotov
Domingo. Madrugada. Toscana abajo,
por Marta Abreu, hay un lugar ruinoso lleno de
gente. Un lugar donde todo se mezcla, donde
Mary is a boy y Tom is a girl, donde se vale
todo menos cortarse las venas. El Mejunje: un
antro de perdición, según las viejas beatas (o
las beatas más viejas), que corren a
guarecerse a la sombra de la virgen que
decora el portón de La Catedral: un antro de
salvación.
Mientras un maricón de trapo y colorete
dobla a grito rajado la irrepetible voz de Annie
Lennox, las viejas entonan alabanzas al Señor.
Y son tantas las ansias de fama que Annie y
los cánticos traspasan las fronteras (la fachada
ruinosa una, barroca la otra), se encuentran,
se confunden, se mezclan, se vuelven un
mejunje de sonidos.
"Señor (padre), no te pido mucho, solo
que cuando ya no esté, la gente se acuerde
de mí".
Un maricón es una vieja beata. Una vieja
beata es un maricón.
El maricón acude religiosamente a su
templo a confesarse. Se arrodilla, hace penitencia,
tiende a la autoflagelación. La vieja
beata espera regresar de la iglesia para
cambiarse de ropa y ser otra, más como ella
misma, limpia de alma, renovada tras esa
confesión que la deja lista para cometer
nuevos pecadillos: adulterio, codicia, envidia,
vanidad, pura escoria de rutina...
El maricón llora al ver desplomarse la
ciudad poquito a poco. Ya no tiene clubes
donde mendigar un amor tan falso como él.
Ya no le quedan hoteles de segunda para
consumarlo, y tiene que apelar a las malezas
de las afueras (o de los adentros). Ahora la
ciudad es una enorme ciudadela y pululan por
doquier las cuarterías. La vieja beata también
llora. Teme que el templo se venga abajo
(como los ángeles) y no haya lugar para sus
confesiones. Por los parques deambulan
niños que ya no creen en Dios ni en su madre,
y se la pasan acosando a los turistas. Nada se
puede hacer por ellos ya.
Una vieja beata es un maricón. Un
maricón es una vieja beata.
Ambos añoran ser lo que no son: una
mujer joven. Lo suficientemente mujer y lo
suficientemente joven como para merecer el
cielo. A pesar de que la Biblia diga que allá en
el paraíso todos seremos eternamente jóvenes,
aunque no eternamente mujeres.
Ambos se postrarían a los pies del
cirujano plástico. Lo adorarían, fervorosos,
como al único Dios verdadero.
Un maricón y una vieja beata son lo
mismo para un reparador medio cegato ya, de
tanto fijar la vista con las máquinas de escribir
(la letra cansa).
Quizás alguno me esté espiando ahora
mismo desde su hendija (su aleph particular).
Y quizás para él yo sea una de esas viejas
beatas que se confunden fácilmente con un
maricón (y vicioversa).
hotel, dulce hotel
The great big white damage, pienso de
camino a casa, de madrugada. Se me antoja
un helado, pero el Coppelia está cerrado. Al
frente, las luces del América brillan por su
ausencia. El América siempre dio cobija a los
menesterosos del amor, para que no tuvieran
que ir a morir a cuarterías inclementes, en las
que hay que andar todo el tiempo muy
atentos, con la navaja a mano, no vaya a ser
que algún reparador mirahuecos se nos venga
encima y termine violándonos.
El América hoy no está en condiciones de
dar cobija más que a ratones y algún animal
sarnoso que huye de las cámaras de los
turistas. El América está hoy en puro hueso,
apestosa ternilla por la que la gente se mata
en las carnicerías. Pero la gente sigue yendo a
él en busca del amor, como si fuera otra
cuartería (y lo es).
¡América, no eres más que tres pisos sin
puertas ni ventanas, por donde todo el mundo
entra y sale y se viene! ¡América, tus luces se
apagaron y ahora yaces invadida por linternas!
¡América, la gran tumba abierta del soldado
desconocido cubano (americano)! Parece un
poema incivil de Allen Ginsberg expulsado de
Cuba por maricón o beata (y lo es).
Y si no es al América, será al Modelo, al
Bristol, al Oasis: hoteluchos que apenas
logran sostenerse en muletas. Un parche por
allí, un remiendo por acá, y colorete, mucho
colorete. Pintura para tapar las marcas
inequívocas de una vejez prematura, corona
de esa vida disoluta que han sobrellevado.
Cal, no hay presupuesto para más. Es poco lo
que puede pedir un hotel de quinta (o
decimoquinta) por unas horas de sexo
underground. Y es mucho lo que se puede
hacer en una de sus habitaciones con infinitas
hendijas abiertas, por donde ojos cegatos de
todos los colores, formas y tamaños espían
perrunamente al amor (o al desamor), con la
ilusión de reparar sus corazones rotos.
¡América, te estás cayendo a pedazos
(tardía y barata imitación del Muro de Berlín)!
Debes saber, América, que hoy no
lloraremos por ti, no te dedicaremos poemas
de Ginsberg ni canciones de Varela. Nuestra
pena nos consumirá en silencio, nuestra
enorme pena, nuestra gran e inconmensurable
pena blanca, como gran e
inconmensurable fuiste tú en nuestra enferma
imaginación: la metástasis de Marta Abreu
aún nos mantiene metaestáticos, o estáticos
solamente, o aestéticos, o nos mantiene…
cruz bélica
Blue Park: farolas fundidas a pedradas,
simulacro de parque infantil con dinosáuricos
aparatos inservibles, al margen de ríos de
corriente albañal, aliviaderos industriales que
le insuflan un aliento de muerte a la ciudad.
Blue Park: otro lugar donde tener sexo.
Es el largo y tortuoso camino de regreso.
A pie, no hay guaguas a esta hora. Los
choferes deben estar felizmente interruptos
en sus casas, hambrientos y felices,
intentando sobremorir con éxito, teniendo
dulces y reparadores sueños, mientras los
vejestorios de sus guaguas son reparados en
el re-paradero.
Siguiendo el trayecto de la ruta 3, el
puente de La Cruz. Dicen que debe su
nombre al orgullo herido de un esposo que
macheteó a su esposa (a la usanza de
nuestros abuelos mambises) al descubrir que
era infiel. Al parecer la sangre de la infiel atrae
a los infieles, porque noche a noche se les ve
y oye sobre esos bancos (adultos adúlteros):
"así, así", y uno no puede dejar de
preguntarse: "¿así cómo, cómo?" Uno no
puede dejar de aminorar el paso para oírlos
mejor. Solo dejar de respirar, a ver si con la
asfixia nos llega el insoportable olor de la
libertad.
Después de La Cruz, ya la ciudad está en
nuestros pulmones. Una sobredosis de
oxígeno que nos abona. Me siento crecer con
ella. Me hago grande y fuerte como un
minotauro joven. Ciudad vitaminada. Ciudad
levadura de fermentación alcohólica y
energizante. Ciudad Red Bull (o Minotauro
Rojo, según subtitulaje de la televisión local).
Antes no habían bancos pintados de azul
alrededor de La Cruz (pequeña, de concreto y
cal, nada más lejos de la cruz de Cristo), ni
farolas que fundir a pedradas: era solo
maleza. Antes, el jadear de los amantes se
confundía con el bufido de un animal, y el
amor se hacía en la yerba (la espalda contra el
suelo, las rodillas raspadas por las piedras),
sobre la memoria y las cenizas de aquella
mártir perjura (¿una pequeña Marta perjura?).
Ahora, los violadores ya tienen su Blue Park.
El río no es problema. Hiede, ¿pero cuál río
no? Ahí está el Bélico, sus márgenes, a donde
van los caballos a pastar, con la marca del
arnés en la piel. Y, en el agua, unas ranatoros
tan grandes como cachorros de perro
(ranatauros en su laberinto fecal).
Al Bélico van muchos a pescar. Las
mujeres de otro tiempo llevaban a sus aguas
enormes bultos de ropa (beatas para quienes
Marta construyó lavaderos hoy irreconocibles
bajo los graffiti de los maricones). A pescar
ranas. Sus ancas son un plato exquisito en los
mejores restaurantes del mundo, y nuestra
ciudad está empedrada de puestos por
cuenta propia. "Abierto las 24 horas", dicen
muchos.
Ah, si tan solo por el camino me
encontrara uno, donde tuvieran una mesa
vacía especial para mí (el concepto de cliente
es una utopía). Ah, si no se hubiera acabado la
comida, y lo único que quedara no fueran
ancas albañales empanizadas con harina del
laberinto. Ah, si mi hambre no fuera tanta y de
pronto no se hubiera roto el fogón, justo
cuando acababa de cumplir un siglo. En
verdad, necesitamos un reparador. Es lo único
que nos falta ahora para ser felices aquí, en
medio de la noche o el insomnio.
train-in nights
A menos de una cuadra de los
violadores, un hombre uniformado custodia
un monumento. En su mochila de 5.00 pesos
CUC hay un pomo con agua, un pedazo de
pan con algo, una capa de nailon agujereado
por si llueve.
No es un gran monumento. Es poco lo
que tiene que cuidar: cuatro vagones de tren
descarrilados (Logística-S4), un Bull-dózer
(Caterpillar) con la nariz abollada, y cinco
elementos escultóricos (Made in Delarra).
Aburrido como todo buen monumento debe
serlo. Todo el tiempo en la misma posición,
queriendo decir lo mismo.
Por eso, cuando no lo visitan los turistas,
cuando a ningún niño lo mandan de la escuela
a hacer otro trabajo práctico sobre la batalla
de la que salieron tan mal parados el Bulldózer
y el tren, cuando es madrugada como
ahora y no hay nadie más por aquí (el
custodio no me ve), él va hasta allá, bien al
fondo, pegado a la cerca que linda con el río y
su Blue Park, y al ritmo de un violador
desesperado se la bate por el hueco de la
portañuela, sin siquiera bajarse el pantalón del
uniforme.
Es tan dulce la música de fondo: el dolor
silenciado (con una mano a modo de
mordaza), la violenta melodía de una
membrana rota (sea física o psíquica), los
indeseados besos (pequeñas prebendas con
las que chantajearnos, hacernos creer que
todo no es más que un juego, y que nos va a
gustar). "Vamos, mamita, déjate, será
divertido". Y el custodio batiendo su pinga
oficial sobre ese soundtrack, en lugar de
cuidar la muerte del tren militar descarrilado
(out of track).
Logística-S4, vagones cargados de soldados
y comida para soldados y uniformes
para soldados y armas para ser usadas por
soldados (¿el custodio tendrá su pistola
cargada mientras se masturba?). Un custodio
es tan inmune como un soldado dentro de un
tren militar. Pero un pueblo es un ejército,
cualquiera puede ser soldado: una mujer, un
viejo, un niño Down. Cualquiera pudo haberse
hecho de un arma en medio de la confusión
de la batalla, y haberla guardado muy bien a la
espera de su hora. Y la hora recién ha llegado,
es esta. O quizás no: tal vez se usarán nuevas
armas en esta guerra nueva.
Un violador es un bull-dózer cuando la
sangre se le sube a la cabeza. Lo ideal hubiera
sido sobornar al custodio, instalarse con su
víctima en el interior de un vagón. "Logística-
S4" pudiera ser el nombre de una posada: For
soldiers only. ¿Quién dice que él no lo sea?
Como parte del pueblo, un violador es solo un
soldado del amor. En nombre del amor hiere y
mata. Se le debería poner una medalla "por el
coraje demostrado" con la imagen del héroe
apropiado: Sade, Safo, Bathory, Pamela
Anderson o la estrella porno del momento (o
del Mejunje).
El violador inexperto de hoy se convertirá
en el veterano de guerra del mañana (como el
custodio es hoy un veterano de la guerra de
ayer), y guardará con celo sus medallas,
pulidas cada cierto tiempo, y se las colgará en
la ropa para las reunión anual de veteranos,
donde las exhibirá con orgullo junto a
cicatrices y miembros mutilados: un obús
pudo haberle cercenado la pinga, pero de eso
no alardeará (son gajes del oficio).
Después de una venida demorada,
dolorosa, custodio y violador devuelven las
cosas a su estado natural. El monumento
vuelve a pasar por inmaculado, la víctima por
íntegra, y ambos retornan a sus puestos de
hombres comunes y corrientes. Los dos se
hacen la idea de que nada pasó. La realidad
acaba de ser reparada por esta doble
eyaculación y ha quedado como acabada de
crear. O simplemente acabada. Hasta que uno
y otro (y tú y yo y todos) vuelvan a ser
acosados por las ganas, esas mismas ganas
de cambio que no son tan fáciles de borrar en
ellos como el resto de su desmemoria (la tuya
y la mía y la de todos).
ella entró por la ventana del baño
Uno, Praga. Dos, Mejunje. Tres, América.
Cuatro, cinco, seis. Contar las cuadras que me
faltan. Una, dos, tres: una. Doblar en la
esquina que toca. Subir las escaleras. Una,
dos, tres: dos. Buscar la llave. Una, dos, tres:
tres. Está todo tan oscuro.
Abrir la puerta y entrar. Decidir acostarme
con todo puesto, con las medallas y cicatrices
de la ciudad aún encima. Echarme, primero,
un poco de agua fría en la cara. Hielo, hiel,
hell. Mirarme en el espejo del baño. Vomitar
la bilis en falso (sentirme Bilis the Kid). Ver que
soy yo sin serlo. Una, dos, tres: la única.
Comprobar la hora exacta (todas lo son). Una,
dos, tres: las cuatro.
Es demasiado tarde o demasiado temprano,
depende. Todo termina (la ruta 3, la
noche, las ganas de templar) justo cuando ya
no necesitamos a nadie, cuando pagamos el
precio del arreglo por una máquina de un siglo
XX de edad (un siglo numerado con una
invitación XXX: "¡vente!"). Ya le había cogido
cariño a mi Underwood, 1900, y a esta villa de
edificios muertos entre las máscaras ávidas
de los cazadores, incluidos los reparadores
con sus maleticas de cuero descascarado,
como los cayos de sus manos con la firma de
Onam. De ahí tal vez esta oda, este odio que
me roe y corroe hasta el hueso. Pero igual sé
que debo irme buscando otro aparato para
escribir. Acaso ya sea la hora de desacoplar al
paciente en coma, en punto y seguido. En
punto y aparte.
En punto final.
ahí tal vez esta oda, este odio que me roe
y corroe hasta el hueso. Pero igual sé que
debo irme buscando otro aparato para
escribir. Acaso ya sea la hora de desacoplar al
paciente en coma, en punto y seguido. En
punto y aparte.
En punto final.
En punto final.
En punto final.
En punto final.
En punto final.
En punto final.
En punto final.
En punto final.
A n i s l e yNegrín
S a n t a C l a r a • 8 1


ricardo piglia: Ché Rastros de lectura: salir al camino (3)
Guevara, el joven que quiere ser escritor,
en 1950 empieza a viajar, sale al camino, a
ese viaje que consiste en construir la
experiencia para luego escribirla. En esa
combinación de ir al camino y registrar la
inmediatez de los hechos, podemos ver al
joven Guevara relacionado con la beat
generation norteamericana. Escritores como
Jack Kerouac, en On the Road, el manifiesto
de una nueva vanguardia, son sus
contemporáneos y están haciendo lo mismo
que él. Se trata de unir el arte y la vida,
escribir lo que se vive. Experiencia vivida y
escritura inmediata, casi escritura automática.
Como él, los jóvenes escritores norteamericanos,
lejos de pensar en Europa como
modelo del lugar al que hay que viajar, al que
generaciones de intelectuales han querido ir,
se van al camino, a buscar la experiencia en
América.
Guevara, el joven que quiere ser escritor,
en 1950 empieza a viajar, sale al camino, a
ese viaje que consiste en construir la
experiencia para luego escribirla. En esa
combinación de ir al camino y registrar la
inmediatez de los hechos, podemos ver al
joven Guevara relacionado con la beat
generation norteamericana. Escritores como
Jack Kerouac, en On the Road, el manifiesto
de una nueva vanguardia, son sus
contemporáneos y están haciendo lo mismo
que él. Se trata de unir el arte y la vida,
escribir lo que se vive. Experiencia vivida y
escritura inmediata, casi escritura automática.
Como él, los jóvenes escritores norteamericanos,
lejos de pensar en Europa como
modelo del lugar al que hay que viajar, al que
generaciones de intelectuales han querido ir,
se van al camino, a buscar la experiencia en
América.
Hay que convertirse en escritor fuera del
circuito de la literatura. Sólo los libros y la
vida. Ir a la vida (con libros en la mochila) y
volver para escribir (si se puede volver).
Guevara busca la experiencia pura y persigue
la literatura, pero encuentra la política, y la
guerra.
Estamos en la época del compromiso y
del realismo social, pero aquí se define otra
idea de lo que es ser un escritor o formarse
como escritor. Hay que partir de una experiencia
alternativa a la sociedad, y a la sociedad
literaria en primer lugar. Ya sabemos, es el
modelo norteamericano: "He sido lavacopas,
marinero, vagabundo, fotógrafo ambulante,
periodista de ocasión". Ser escritor es tener
ese fondo de experiencia sobre el que se
apoyan y se definen la forma y el estilo.
Escribir y viajar, y encontrar una nueva forma
de hacer literatura, un nuevo modo de narrar
la experiencia.
Estamos ante otro tipo de viajeros. Quiero
decir, en un contexto que ha redefinido el
viaje y el lugar del viajero. Es la tensión entre
el turista y el aventurero de la que habla Paul
Bowles (otro escritor vinculado a la beat
generation).
Por su lado, Ernest Mandel ha escrito en
su libro sobre la novela policial: "Evelyn
Waugh una vez hizo notar que los verdaderos
libros de viajes pasaron de moda antes de la
Segunda Guerra Mundial. El verdadero significado
de este pronunciamiento snob fue que
los viajes internacionales que hacían la élite
de administradores imperiales, banqueros,
ingenieros de minas, diplomáticos y ricos
ociosos (con el ocasional aventurero militar,
amante del arte, estudiante universitario o
vendedor internacional al margen de la
sociedad) quedaban relegados gracias al
turismo de las clases medias bajas, así que
los libros de viajes tenían que tomar en
cuenta a este nuevo y más amplio mercado.
La guía de viajes Michelin ha ocupado el lugar
del Baedeker clásico".
El Guevara que va al camino y escribe un
diario no se puede asimilar ni al turista ni al
viajero en el sentido clásico. Se trata, antes
que nada, de un intento de definir la
identidad; el sujeto se construye en el viaje;
viaja para transformarse en otro.
"Me doy cuenta de que ha madurado en
mí algo que hace tiempo crecía dentro del
bullicio ciudadano: el odio a la civilización, la
burda imagen de gente moviéndose como
locos al compás de ese ruido tremendo",
escribe en sus notas, en 1952.
Guevara condensa ciertos rasgos comunes
de la cultura de su época, el tipo de
modificación que se está produciendo en los
años 50 en las formas de vida y en los
modelos sociales, que viene de la beat
generation y llega hasta el hippismo y la
cultura del rock. Paradójicamente (o quizá no
tanto), Guevara se ha convertido también en
un icono de esa cultura rebelde y contestataria.
Esa cultura supone grupos alternativos
que exhiben una cualidad anticapitalista en la
vida cotidiana y muestran su impugnación de
la sociedad. La fuga, el corte, el rechazo.
Actuar por reacción y, en ese movimiento,
construir un sujeto diferente.
En el caso de la beat generation, la idea
básica es despojarse por completo de
cualquier atributo que pueda quedar identificado
con las formas convencionales de
sociabilidad. Algo que es antagónico a la
noción de clase e implica otra forma de
pertenencia. Una nueva identidad social que
se manifiesta en el modo de vestir, en la relación
con el dinero y el trabajo, en la defensa
de la marginalidad, en el desplazamiento
continuo.
Guevara se vestía para verse siempre
desarreglado, una manera de exhibir el
rechazo de las normas. Entre los compañeros
del "Chancho", como lo llamaban, circula una
serie de historias muy divertidas sobre su
desaliño deliberado: que tenía una camisa
que se cambiaba cada 15 días, que una vez
en México "paró" un calzoncillo. "Su desparpajo
en la vestimenta nos daba risa, y al
mismo tiempo un poco de vergüenza. No se
sacaba de encima una camisa de nylon
transparente que ya estaba tirando al gris por
el uso", cuenta su amiga de juventud Cristina
Ferreira.
Se podría ver ahí un nuevo dandismo.
Basta observar las fotos de Guevara a lo largo
de su vida. Los borceguíes abiertos, desabrochados,
en su época de ministro, o un broche
de colgar ropa en los pantalones, son indicios,
rasgos mínimos de alguien que rechaza las
formas convencionales.
La construcción de la imagen de Guevara
es un signo de los tiempos. Está ligada al
momento en que la juventud se cristaliza
como un modo horizontal de construcción de
la identidad, que está entre las clases y entre
las jerarquías sociales, una nueva cultura que
se difunde y se universaliza en esos años.
Sartre marcaba esa diferencia entre clase y
juventud a propósito de Paul Nizan: "Los jóvenes
obreros no tienen adolescencia, no
conocen la juventud, pasan directamente de
la niñez a ser hombres".
A partir de la beat generation la juventud
se convierte en emblema y se liga con el
sujeto que no ha quedado atrapado por la
lógica de la producción. Y el Che está, en
cierto sentido, fijado a ese emblema.
La relación de Guevara con el dinero está
en la misma línea. Por eso es sorprendente
que haya llegado a ser director del Banco
Nacional en Cuba. Siempre vive de una
economía personal precaria, fuera de lo social,
nunca tiene nada, nunca acumula nada,
sólo libros. "Tengo 200 de sueldo y casa, de
modo que mis gastos son en comer y
comprar libros con que distraerme", le escribe
el 21 de enero de 1947 a su padre, en una de
las primeras cartas conocidas. No tener
dinero, no tener propiedades, no poseer nada,
ser "pato", como dice. Ganarse la vida a
desgano, en los márgenes, en los intersticios,
sin lugar fijo, sin empleo fijo. Así se entiende
su fascinación por los linyeras que recorren
los diarios de juventud y la identificación con
esa figura: "Ya no éramos más que dos
linyeras, con el mono a cuestas y con toda la
mugre del camino condensada en los
mamelucos, resabios de nuestra aristocrática
condición", dice en Mi primer viaje. El
marginado esencial, el que está voluntariamente
afuera de la circulación social,
afuera del dinero y del mundo del trabajo, el
que está en la vía. El vago, otro modo que
tiene Guevara en esa época de definirse a sí
mismo. El vagabundo, el nómade, el que
rechaza las normas de integración. Pero
también el que divaga, el que sólo tiene como
propiedad el uso libre del lenguaje, la
capacidad de conversar y de contar historias,
las historias intrigantes de su exclusión y de
su experiencia en el camino. Ya en la primera
de sus notas de viaje de 1950, reproducida en
Mi hijo el Che, escribe: "En el [palabra
ilegible] ya narrado me encontré con un
linyera que hacía la siesta debajo de una
alcantarilla y que se despertó con el
bochinche. Iniciamos una conversación y en
cuanto se enteró que era estudiante se
encariñó conmigo. Sacó un termo sucio y me
preparó un mate cocido con azúcar como
para endulzar a una solterona. Después de
mucho charlar y contarnos una serie de
peripecias..." La marginalidad es una condición
del lenguaje, de un uso particular del
lenguaje. Y son siempre los linyeras aquellos
con los que Guevara encuentra un diálogo
más fluido y más personal.
linyera que hacía la siesta debajo de una
alcantarilla y que se despertó con el
bochinche. Iniciamos una conversación y en
cuanto se enteró que era estudiante se
encariñó conmigo. Sacó un termo sucio y me
preparó un mate cocido con azúcar como
para endulzar a una solterona. Después de
mucho charlar y contarnos una serie de
peripecias..." La marginalidad es una condición
del lenguaje, de un uso particular del
lenguaje. Y son siempre los linyeras aquellos
con los que Guevara encuentra un diálogo
más fluido y más personal.Ø

alberto g la pinacoteca (some like the third pollution)
Lutero escribe: Por eso la doncella tiene su
rajita, que le proporciona al hombre el remedio
para evitar poluciones y adulterios.
Los maoríes creen que al difunto le son dadas
dos inmortalidades distintas, una en el ojo
izquierdo y otra en el derecho. El ojo izquierdo,
o su espíritu, asciende y se transforma en una
estrella negra. El espíritu del ojo derecho viaja a
Reinga, un sitio de descanso situado más allá
del mar.
Y entonces el sábado 2 de marzo, año de 1409,
cuatro sacerdotes, Jórg Wattenlech, Ulrich von
Frey, Jakob der Kiss, y Hans, párroco de
Gersthofen, fueron encadenados por sodomía
y puestos en una jaula que colgaba de la torre
de Perlach. El viernes siguiente todavía vivían.
Murieron de hambre algún tiempo después. Un
laico implicado en los hechos, el curtidor
Gossenioher, fue quemado vivo.
La Joven Sombría dijo: La primera de las
Nueves Posiciones es El Dragón que Gira.
Hay una fórmula, concebida por brujas, que
induce el sueño profundo y las visiones
paradisíacas. Se toma un poco de crema inerte
y se le agregan maceraciones de belladona,
beleño, hierba mora, cicuta y mandrágora. El
resultado se aplica, frotando con energía, a la
vagina, el ano, los dedos de los pies, los
sobacos y los pezones. Cuando las visiones se
presentan, puedes practicar la fornicatio in
extremis. Trata de que ocurra siempre en un
bosque, de noche, porque ambos caerán
después en un sueño de muchas horas, y
resulta fatal ser hallado así por los inquisidores.
Otros métodos de decoración consisten en
tallar la superficie laqueada o incrustar conchas,
madreperla, coral o metales. La laca
incisa de Coromandel.
A lo largo de la historia algunos magos han
usado el jade para detener embrujos y neutralizar
posesiones. Se estima que el jade
entraña un mecanismo, en el nivel celular, que
"dialoga" con el ADN y el mapa genético
humano. Los ocultistas modernos creen que
usar jade, en forma de anillo o pendiente,
combate la depresión síquica y lo que antes se
conocía como melancolía.
En 1982, el parasicólogo Stephen Kaplan,
director del Vampire Research Center en
Elmhurst, New York, descubrió una subcultura
vampírica que subsistía entre la población.
Kaplan estimó que había 21 vampiros viviendo
en secreto en los Estados Unidos. Pudo
entrevistarse con algunos y calculó que la
mayoría pasaban de 300 años de edad, y
estableció una especie de mapa demográfico
que los localiza en Massachussets (3), Arizona
(2), California (2) y New Jersey (2). Los
restantes se han dispersado por otros estados
y provincias del país.
Asomado a las hendijas de la pared norte del
granero - el muchacho de los cipreses veía el
fuego devorando a un caballo atado con
cadenas - Había oscurecido de repente - La
llovizna casi desaparecía del aire turbio - La voz
del caballo apenas se escuchaba en el
estruendo del aire confuso - Las llamas
parecían gritar alguna frase ininteligible y vana -
El muchacho pensó en el sonido de las
campanillas de su Maestro, cuando leer poesía
era un acto tan solemne como el recibimiento
de los héroes - El caballo terminó de morir,
cayó de bruces encima de la hierba cenicienta,
y un pájaro cruzó delante de las hendijas en un
vuelo hacia ninguna parte - Para el muchacho
de los cipreses aquello era un buen signo y se
apartó de las hendijas con intención de irse
tranquilamente a su casa - Las llamas
terminaron por tragárselo todo - Excepto la
osamenta, que parecía querer remontarse en
un vuelo absurdo.
Marco Aurelio dice: A todas horas, preocúpate
resueltamente, como romano y varón, de hacer
lo que tienes entre manos con puntual y no
fingida gravedad, con amor, libertad y justicia, y
procúrate tiempo libre para desembarazarte de
todas las demás distracciones. Y conseguirás tu
propósito, si ejecutas cada acción como si se
tratara de la última de tu vida, desprovista de
toda irreflexión, de toda aversión apasionada
que te aleje del dominio de la razón, de toda
hipocresía, egoísmo y despecho en lo
relacionado con el destino. Estás viendo ya
cómo son pocos los principios que hay que
dominar para vivir una vida de curso favorable y
de respeto a los dioses. Porque los dioses sólo
reclamarán a quien observe estos preceptos.
Elevemos una plegaria por el peinado de esa
chica. Nada nos cuesta.
Casa Rímini pervivía entre un boscaje rodeado
por una cancela de hierro y una residencia de
estudiantes que ahora servía para almacenar
víveres. El boscaje, apenas un jardín, era
propiedad de un judío con familia asentada en
el oeste del país desde la última guerra; al
fondo se alzaba un bungalow de marquetería
indefinible, con unas habitaciones casi
desiertas por las que, en medio de la madrugada,
caminaban una sobrina del judío y su
marido, un médico especializado en anatomía
patológica. Al jardín apenas salían, por temor al
polen y al rocío. La antigua residencia de
estudiantes era un edificio cerrado, silencioso y
bastante alto; el primer y segundo pisos solían
atestarse de cajas que eran sustituidas
rápidamente por otras. El último estaba lleno
de obras de arte que pertenecían al fondo de
nuevas adquisiciones del Museo Cantonal.
Detrás de Casa Rímini se podía ver el muro
lateral de la iglesia del Sagrado Corazón, una
larga pared descascarada hasta el ladrillo y por
cuyo borde serpeaba, remachada al revoque
con clavos muy gruesos, una de las largas
trenzas cobrizas del pararrayos que protegía la
torre del campanario.
Basta soplar con fuerza sobre el rostro de un
enemigo...
El inconsciente es la salida al problema del
encuentro entre el deseo y el sentido. Y al final
todo se jode: llegan los militares.
A l b e r t o G
LaHabana•60

alejandro zambra literatura fraudulenta
Mil novecientos ochenta y cuatro: el
narrador uruguayo Mario Levrero comienza a
escribir La novela luminosa. Por entonces tiene
44 años y mucho miedo, pues pronto debe
someterse a una operación en la vesícula; por
eso completa, con premura, varios libros, entre
ellos La novela luminosa, que adelanta hasta el
séptimo capítulo. La operación es un éxito, la
novela un fracaso: Levrero quema dos de los
siete capítulos y el libro queda inconcluso, en
calidad de proyecto imposible.
Pero dieciséis años más tarde la Fundación
Guggenheim aprueba ese proyecto imposible:
Levrero es becado para dedicarse en plenitud a
continuar su obra maestra. Es agosto de 2000 y
el escritor avanza como buenamente puede:
poco, nada. Comienza, en cambio, un diario, que
llama el Diario de la beca, donde registra sus
distracciones, que son muchas, todas muy
atendibles: jugar innumerables solitarios en el
computador, leer o releer antiguas novelas
policiales, emprender tímidos paseos en la
discutible compañía de una mujer que ha dejado
de amarlo, o comprar un sillón verdaderamente
cómodo –sin duda es más fácil comprar un
sillón que escribir una novela luminosa, pero a
Levrero le cuesta un mundo decidirse entre un
modelo celeste-grisáceo (ideal para dormir) y
un atractivo bergère (ideal para leer), así es que
compra los dos. Luego, enfrentado al insoportable
verano de Montevideo, Levrero comprende
que le será difícil dormir o leer (o escribir) sin aire
acondicionado. ¿Para escribir la novela luminosa
es necesario tener aire acondicionado? Sí. ¿Es
posible, en realidad, escribir la novela luminosa?
No. ¿Por qué? Porque hay cosas que no se
pueden narrar. ¿Para qué, entonces, intentar
narrarlas? Para retornar. ¿Dónde? No sabe, no
responde.
Publicada por Alfaguara-Uruguay en 2005,
un año después de la muerte de Levrero, La
novela luminosa suma, en definitiva, quinientas
y tantas páginas: las cuatrocientas del diario
(incorporadas en calidad de gigantesco prólogo)
más las escasas carillas escritas en 1984 y
un notable capítulo-cuento titulado Primera
comunión, único resultado “real” del bendito
año Guggenheim. ¿Es La novela luminosa una
novela? Sí y no: “una novela, actualmente, es
cualquier cosa que se ponga entre tapa y
contratapa”, dice Levrero, con cierta lúcida
resignación. Pero La novela luminosa tampoco
es, con propiedad, un diario, pues persisten, en
aparente dispersión, ciertos hilos argumentales
que van y vienen según el impredecible ánimo
del narrador. La observación del cadáver de
una paloma en la azotea vecina, en tanto, por
momentos cobra dimensiones alegóricas, al
igual que los sueños, que Levrero apunta religiosamente,
luchando, como dice, contra los
poderosos “mecanismos de borrado”.
Hay, por cierto, varios berrinches que
poco a poco conforman, por oposición, una estética:
escuchar a Beethoven es, para Levrero,
como escuchar “a un niño tocando el tambor a
la hora de la siesta”, y el Himno a la alegría le
hace pensar “en alemanes haciendo gimnasia,
dirigidos por una profesora de cara caballuna”;
la novela tradicional, por otra parte, le provoca
similares dolores de cabeza: “No me interesan
los autores que crean laboriosamente sus
novelones de 400 páginas, en base a fichas y a
una imaginación disciplinada; sólo transmiten
una información vacía, triste, deprimente. Y
mentirosa, bajo ese disfraz de naturalismo.
Como el famoso Flaubert. Puaj”.
Si en El discurso vacío –un libro muy bello,
que reeditó Interzona el año pasado– el autor
ensayaba la autoterapia grafológica (escribir a
mano, recuperar la letra, cambiar la letra para
cambiar la vida), en La novela luminosa el
computador se transforma, con ventaja, en uno
de los personajes principales: Levrero anota sus
discusiones con el corrector ortográfico –que,
inexplicablemente, admite la palabra “coño”
pero no la palabra “pene”, y que cuando el
autor escribe “Joyce” sugiere cambiarlo por
“José” –y sabe lo suficiente de Visual Basic
como para quedarse hasta las nueve de la
mañana ideando un programa que le avise que
es hora de tomar el antidepresivo. A veces
escribe a mano simplemente para castigarse
por el abuso del computador; otras veces
acepta su adicción y la disfruta. No es raro,
entonces, que el momento más feliz del libro
sea esta eufórica confesión: “¡¡¡¡¡¡Arreglé el
Word 2000!!!!!!”.
De seguro arreglar el Word 2000 es más
fácil que escribir esa insondable novela que
Levrero escribe pero no escribe. En fin: para
escribir la novela luminosa es necesario pasar
por la novela oscura; para hacer literatura de
verdad es preciso recurrir, como él dice, a la
literatura fraudulenta. Novela sin novela;
literatura sin literatura.
“Escribir entre paréntesis me produce
ansiedad, seguramente por temor a olvidarme
de cerrarlos”, anota Levrero en alguna perdida
página de La novela luminosa, una obra extraña
y magnífica que se asemeja, justamente, a un
larguísimo paréntesis siempre a punto de
cerrarse.
A l e j a n d r o Zambra
S a n t i a g o d e Chi l e •75



ricardo piglia entre nos (4)
En esta prehistoria de Guevara, el otro
elemento que está presente es justamente el
tipo de uso del lenguaje. Debemos recordar que
lo identifica un modismo lingüístico ligado a la
tradición popular. Se lo conoce como "el Che"
porque su manera de utilizar la lengua marca, de
un modo muy directo, una identidad. Por un
lado, el uso del “ché” lo que diferencia dentro de
América Latina y lo identifica como argentino.
De joven, en sus viajes, a veces lo exagera para
llama la atención y lograr que lo reciban y lo
dejen hospedarse: sabe el valor de esa
diferencia lingüística. Y, a la vez, el “che” fun-
ciona como una identidad de larga duración,
quizá la única seña argentina, porque en todo lo
demás Guevara funciona con una identidad no-
nacional, es el extranjero perpetuo, siempre
fuera de lugar.
El uso coloquial y argentino de la lengua se
nota inmediatamente en su escritura, que es
siempre muy directa, y muy oral, tanto en sus
cartas personales y en sus diarios como en sus
materiales políticos. Esta idea de que escribe en
la lengua en la que habla, sin nada de la retórica
que suele circular en la palabra política –y en la
izquierda, básicamente–, está clara desde el
principio, y termina por ser el elemento que le
da nombre, el signo que lo identifica. El "Che"
como sinécdoque perfecta. Hay algo deliberado
ahí, una seña de identidad construida, inventada,
casi una máscara. La carta final a Fidel
Castro está firmada sencillamente "Che", y así
firmaba los billetes del banco que dirigía. La
prueba de autenticidad del dinero en Cuba era
esa firma. (Difícilmente haya otro ejemplo igual
en la historia de la economía mundial, alguien
que autentifica el valor del dinero con un
seudónimo.)
Al mismo tiempo, ese uso libre y desenfadado
de la lengua es la marca de una tradición
de clase. En esto Guevara se parece a Mansilla
y a Victoria Ocampo, y fue María Rosa Oliver
(otro ejemplo magnífico de esa prosa deliberadamente
argentina y coloquial) quien hizo
notar la relación. Un uso del lenguaje que no
tiene nada que ver con la hipercorrección típica
de la clase media, ni con los restos múltiples
que constituyen la lengua escrita de las clases
populares (como es el caso de Arlt o de
Armando Discépolo o de las letras de tango).
Cierta libertad y cierto desenfado en el uso del
lenguaje son una prueba de confianza en su
lugar social, como también lo son su modo de
vestirse o su relación con el dinero. Esa lengua
hablada es una lengua de clase que funciona
como modelo de lengua literaria. Escribe como
habla, lo que no es frecuente en la literatura
En esta prehistoria de Guevara, el otro
elemento que está presente es justamente el
tipo de uso del lenguaje. Debemos recordar que
lo identifica un modismo lingüístico ligado a la
tradición popular. Se lo conoce como "el Che"
porque su manera de utilizar la lengua marca, de
un modo muy directo, una identidad. Por un
lado, el uso del "che" lo diferencia dentro de
América Latina y lo identifica como argentino.
De joven, en sus viajes, a veces lo exagera para
llamar la atención y lograr que lo reciban y lo
dejen hospedarse: sabe el valor de esa
diferencia lingüística. Y, a la vez, el "che" funciona
como una identidad de larga duración,
quizá la única seña argentina, porque en todo lo
demás Guevara funciona con una identidad nonacional,
es el extranjero perpetuo, siempre
fuera de lugar.
El uso coloquial y argentino de la lengua se
nota inmediatamente en su escritura, que es
siempre muy directa y muy oral, tanto en sus
cartas personales y en sus diarios como en sus
materiales políticos. Esta idea de que escribe en
la lengua en la que habla, sin nada de la retórica
que suele circular en la palabra política –y en la
izquierda, básicamente–, está clara desde el
principio, y termina por ser el elemento que le
da nombre, el signo que lo identifica. El "Che"
como sinécdoque perfecta. Hay algo deliberado
ahí, una seña de identidad construida, inventada,
casi una máscara. La carta final a Fidel
Castro está firmada sencillamente "Che", y así
firmaba los billetes del banco que dirigía. La
prueba de autenticidad del dinero en Cuba era
esa firma. (Difícilmente haya otro ejemplo igual
en la historia de la economía mundial, alguien
que autentifica el valor del dinero con un
seudónimo.)
Al mismo tiempo, ese uso libre y desenfadado
de la lengua es la marca de una tradición
de clase. En esto Guevara se parece a Mansilla
y a Victoria Ocampo, y fue María Rosa Oliver
(otro ejemplo magnífico de esa prosa deliberadamente
argentina y coloquial) quien hizo
notar la relación. Un uso del lenguaje que no
tiene nada que ver con la hipercorrección típica
de la clase media, ni con los restos múltiples
que constituyen la lengua escrita de las clases
populares (como es el caso de Arlt o de
Armando Discépolo o de las letras de tango).
Cierta libertad y cierto desenfado en el uso del
lenguaje son una prueba de confianza en su
lugar social, como también lo son su modo de
vestirse o su relación con el dinero. Esa lengua
hablada es una lengua de clase que funciona
como modelo de lengua literaria. Escribe como
habla, lo que no es frecuente en la literatura
argentina de la época. El túnel de Sábato, de
1948, para referirnos a un libro que
posiblemente Guevara ha leído y admirado, está
escrito de "tú", lejos del voseo argentino, en una
lengua que responde a los modelos estabalizados
y escolares de la lengua literaria. Y ese
es el tono dominante en la literatura argentina
de esos años (basta pensar en Mallea o en
Murena). Pero no es el caso de Guevara, que no
hace literatura, o, mejor, hace literatura de otra
manera, sin ninguna afectación, o con una
afectación diferente, si se quiere. Habría que
decir que escribe como habla su clase y en eso
se parece a Lucio Mansilla (y no sólo en eso).
Su madre está en el centro de ese uso del
lenguaje. Y lo explicita en su última carta, escrita
cuando el Che había salido de Cuba y nadie
sabía dónde estaba. Ante las versiones oficiales
que decían que se había ido un mes a cortar
caña, Celia de la Serna, enferma grave y a punto
de morir, le escribe y hace visible el contraste
entre el lenguaje familiar y la lengua cristalizada.
Enfrenta la escritura directa, una ética implícita
en el uso del lenguaje, al conformismo y la
hipocresía del lenguaje político, que encubre
todo lo que dice. La madre se refiere a "ese tono
levemente irónico que usamos en las orillas del
Plata" y se queja del estilo burocrático. "No voy a
usar lenguaje diplomático. Voy derecho al
grano". La madre lo convoca a usar el lenguaje
que el Che siempre ha usado para contarle lo
que pasa.
Como político, Guevara usa ese mismo
lenguaje directo, seco, irónico y, a diferencia de
Fidel Castro, nada retórico ni efectista. Frases
cortas, entrada personal en el discurso,
apelación a la narración y a la experiencia vivida
como forma de argumentación, intimidad en el
uso público del lenguaje. Por eso Guevara, que
no era un gran orador en el sentido clásico, está
más ligado a la carta, a la narración personal, a
la comunicación entre dos (al "entre nos", como
diría Mansilla), a la conversación entre amigos, a
las formas privadas del lenguaje. Como orador
político parece un escritor de diarios. No hay
más que analizar el comienzo de sus discursos
públicos, su modo de entrar en confianza.
El tipo de relación con el lenguaje y con el
dinero, el modo en que se viste, indicios a la vez
personales y de época, son entonces el primer
contexto para discutir a Guevara y para pensar
cómo Ernesto Guevara de la Serna se convierte
en el Che Guevara, o mejor, qué caminos sigue
para encontrar la política y qué clase de política
encuentra. Guevara practica cierto dandismo de
la experiencia y en ese viaje, como veremos
enseguida, encuentra la política.Ø
época. El túnel de Sábato, de 1948,
para referirnos a un libro que posiblemente
Guevara ha leído y admirado, está escrito de
"tú", lejos del voseo argentino, en una lengua
que responde a los modelos estaba-lizados y
escolares de la lengua literaria. Y ese es el tono
dominante en la literatura argentina de esos
años (basta pensar en Mallea o en Murena).
Pero no es el caso de Guevara, que no hace
literatura, o, mejor, hace literatura de otra
manera, sin ninguna afectación, o con una
afectación diferente, si se quiere. Habría que
decir que escribe como habla su clase y en eso
se parece a Lucio Mansilla (y no sólo en eso).
Su madre está en el centro de ese uso del
lenguaje. Y lo explicita en su última carta, escrita
cuando el Che había salido de Cuba y nadie
sabía dónde estaba. Ante las versiones oficiales
que decían que se había ido un mes a cortar
caña, Celia de la Serna, enferma grave y a punto
de morir, le escribe y hace visible el contraste
entre el lenguaje familiar y la lengua cristalizada.
Enfrenta la escritura directa, una ética implícita
en el uso del lenguaje, al conformismo y la
hipocresía del lenguaje político, que encubre
todo lo que dice. La madre se refiere a "ese tono
levemente irónico que usamos en las orillas del
Plata" y se queja del estilo burocrático. "No voy a
usar lenguaje diplomático. Voy derecho al
grano". La madre lo convoca a usar el lenguaje
que el Che siempre ha usado para contarle lo
que pasa.
Como político, Guevara usa ese mismo
lenguaje directo, seco, irónico y, a diferencia de
Fidel Castro, nada retórico ni efectista. Frases
cortas, entrada personal en el discurso,
apelación a la narración y a la experiencia vivida
como forma de argumentación, intimidad en el
uso público del lenguaje. Por eso Guevara, que
no era un gran orador en el sentido clásico, está
más ligado a la carta, a la narración personal, a
la comunicación entre dos (al "entre nos", como
diría Mansilla), a la conversación entre amigos, a
las formas privadas del lenguaje. Como orador
político parece un escritor de diarios. No hay
más que analizar el comienzo de sus discursos
públicos, su modo de entrar en confianza.
El tipo de relación con el lenguaje y con el
dinero, el modo en que se viste, indicios a la vez
personales y de época, son entonces el primer
contexto para discutir a Guevara y para pensar
cómo Ernesto Guevara de la Serna se convierte
en el Che Guevara, o mejor, qué caminos sigue
para encontrar la política y qué clase de política
encuentra. Guevara practica cierto dandismo de
la experiencia y en ese viaje, como veremos
enseguida, encuentra la política.

jorge enrique lage carbono
LA REALIDAD
Pronto se dio cuenta: era una ciudad
interminable. Por lo tanto, una ciudad irreal. Y
la irrealidad cansa. La irrealidad aburre. Pronto
sintió hambre y las piernas perdieron el
entusiasmo turístico. Al borde del desmayo se
abalanzó contra un taxi.
Después de atropellarla, el taxista la
puso en el asiento trasero y le puso una barra
de Toblerone en la boca como si fuera un
termómetro. Chupa, young lady.
—Eres una indestructible, young lady...
¿En qué idioma te hablo?
Evelyn no habló hasta que llegaron al
hospital, y fue para decir que no quería entrar
ahí (yo sólo entraría al Calixto García
desmayado en una ambulancia aérea), que se
sentía bien y que:
—Esta sangre no es mía.
—El uniforme tampoco, me parece.
Evelyn se examinó el cuerpo
tranquilamente.
—¿No tienes más ropa? ¿O es que
prefieres ser varón?
—No sé. Acabo de llegar.
—¿De dónde?
—No recuerdo. Hubo una explosión.
—¿Cómo te llamas?
EL NOMBRE
Se detuvo frente a una fachada publicitaria
en 23 y Paseo.
Sucesión de imágenes de engañosa
simplicidad. Un lector del tipo out (no está
donde tiene que estar) estaría completamente
perdido. Ella, sin embargo, acertó a leer lo
único que le interesaba. Eso se llama visión.
Los productos variaban pero la femfetish
era la misma. La lencería en el cuerpo
de la fem-fetish también variaba, pero aquí la
lencería no era un producto. Evelyn Z
anunciaba otras cosas para hombres:
máquinas de afeitar, píldoras contra la
impotencia o la calvicie, corbatas Calvin Klein,
balones de fútbol...
Definitivamente esta Evelyn Z anuncia
mejor que Evelyn B (la primera), y sus tetas
virtuales pueden ponerse al lado de las de
Evelyn M (lo que ya es mucho decir), pero en
su mirada hay algo que ha crecido demasiado
y amenaza con enfermar. En mi opinión,
ninguna como Evelyn H. Ella sabía ser como
una bomba de hidrógeno y al mismo tiempo
como una letra muda. Eso se llama
inteligencia.
Artificial, qué más da.
Como todo lo demás.
No se acordaba ni de su nombre.
—¿Cómo te llamas?
Ahora es un policía el que pregunta.
—Evelyn.
Hay policías que encuentran sospechosa
la sangre.
—Voy a tener que meterte en la cárcel,
niña.
Una sospecha esparcida de la cabeza a
los pies.
—¿Por qué?
Le tomaron muestras de ADN.
—Por si acaso.
Ella recordó algo: allá de donde vino
(dondequiera que esté ese lugar) también
había policías.
PLAYA DE MOLUSCOS, MUJERES GRANDES
La encerraron sola en una celda. Le
dieron comida sintética y durmió toda la
noche. Ni siquiera tuvo tiempo para
deprimirse. Al otro día una mujer la despertó
dándole palmaditas en las nalgas.
Evelyn vio a una gorda sonriente. A
juzgar por el uniforme, era una especie de
madre superiora de la cárcel.
Desayunaron juntas en una habitación
con carteles de terroristas WORLD WIDE
WANTED y cifras de recompensa en las
paredes.
—¿Quieres llamar a tu abogado o a tus
padres?
—Están muertos. Murieron en la
explosión.
—¿Qué explosión? —la gorda miraba
embelesada a Evelyn.
—Hubo una explosión grandísima, pero
todavía no recuerdo dónde.
—¿Alguien más murió?
—Creo que murieron todos.
—Todos menos tú.
—Supongo que sí.
—Eres muy inteligente y muy linda, ¿lo
sabías?
Evelyn asintió con pesadumbre. Sabía
otras cosas.
La gorda fue a abrir una puerta que daba
a un baño.
—Ven. Vamos a quitarte esa ropa y a
bañarte.
El plural no llegó más lejos. Evelyn se
desnudó sola, se metió sola en la ducha y se
lavó disciplinadamente de los pies a la
cabeza, esto último con un champú que olía a
playa de moluscos. Cuando terminó de
secarse no encontró su ropa. Se envolvió con
la toalla, como alguna vez había visto hacer a
las mujeres grandes (dondequiera que estén),
y salió del baño.
La mujer grande y gorda estaba
examinando la Tabla Periódica.
Sobre una silla, Evelyn vio un uniforme
de Primaria como el que había llevado puesto,
sólo que limpio, muy limpio y doblado.
—Era de mi hijo. La pañoleta es nueva.
—Gracias.
—Póntelo.
Evelyn miró a la mujer. Vio un molusco
grande y sonriente, envuelto en un caracol
lleno de ojos demasiado brillantes, demasiado
abiertos.
Evelyn dejó caer la toalla y se vistió
lentamente, esperando que alguna
protuberancia ventosa se alargara en
dirección a su piel.
—Eres más alta que él, pero te queda.
—¿Ya puedo irme?
—Ven acá primero.
Se sentó en un parque y miró durante un rato
las pandillas akróbatikas de skaterpunks y la
tabla. El molusco le había dicho lo que era: la
Tabla Periódica de los Elementos Químicos.
También había intentado, sin éxito, explicarle
qué era un elemento químico. Evelyn le
preguntó para qué servía esa tabla. El
molusco dijo que lo ignoraba, a fin de cuentas
sólo era una primera dama de policía, pero a
lo mejor su hijo podía decirle. Su hijo era un
genio.
Evelyn miraba la tabla y pensaba qué hacer,
dónde ir. Se le ocurrió que quizás la tabla
podía sugerirle algo, como si la tabla fuera
algún tipo de interfaz sensible a su voz, pero
no elaboró ninguna fórmula en voz alta.
Permaneció en silencio y la tabla permaneció
en silencio, los símbolos de cada elemento
químico inmóviles en su lugar. Finalmente,
pensó que no tenía otra opción que ir buscar
a Dimitri.
POR SUPUESTO, ESTÁ ENCRIPTADA
Por un momento creyó que la gorda la
estaba conduciendo de regreso a su celda.
En la celda de al lado estaba el hijo de la
gorda. Un gordito que debía tener uno o dos
años menos que ella, pero que parecía mucho
menor.
—¿Qué es esto, un travesti de mi
escuela? ¿Debo emocionarme?
—Hijo, qué manera de recibir una visita.
Ella es Evelyn, y no es de tu escuela. Los
dejaré solos para que puedan hablar.
La madre juró a Evelyn que su hijo no era
peligroso, estaba preso por travesuras.
—Regreso a mi oficina, preciosa. Cuando
quieras salir dale un grito al guardia.
Evelyn se sentó frente al gordito. Look
de nerd, pero con la mirada de los
nerdemonios. Transcurrió un incómodo
silencio hasta que él habló:
—Si eres de las que leen el
pensamiento, los míos ya los puse bajo
contraseña. Si eres una hipnotizadora, a lo
sumo vas a conseguir que me duerma y
sueñe con tus ojos. Si eres una...
—Soy una indestructible —dijo Evelyn,
para abreviar.
Al gordito debió parecerle una salida
interesante. Adoptó por un momento una
expresión entre admirada y reflexiva.
—Destruir es un arte —observó—. Yo
pudiera destruirte, a menos que seas un
residuo de una destrucción mayor. En ese
caso...
Evelyn le extendió la Tabla Periódica. No
se le ocurrió otra manera de callarlo.
—Tu mamá insistió en que te preguntara
para qué sirve esto. Creo que pretende que
nos hagamos amigos.
Después de decirlo le sonó ridículo:
aquel niño de calabozo, hundida la cabeza
electrónica en una tabla con números y letras,
era una imagen difícil de vincular con las
palabras mamá y amigos.
—Ya veo. Hay información valiosa aquí, y
por supuesto, está encriptada. Parece el
trabajo de un aficionado, pero has venido a
ver a un profesional. Claro que dadas las
condiciones en que me encuentro, te va a
costar el doble.
—No tengo dinero. La tabla no me
interesa. No sé por qué le interesaría a
alguien. No sé por qué la tenía cuando caí en
esta ciudad.
—¿No eres de LH? Sorprendente.
—Creo que vengo de un lugar muy, muy
lejano.
—Entiendo. Eres una chica indocumentada.
Buscas trabajo. Ahora dime, ¿por qué
razón debería ayudarte?
—No te lo he pedido.
—Un punto a tu favor: si es cierto lo que
dices, nadie te conoce y puedes serme útil
como envenenadora. Otro punto a tu favor:
hoy me siento generoso.
—Pero yo no sé envenenar.
—Que te crees tú eso. Mírate en
cualquier espejo.
Evelyn enrolló la Tabla Periódica. El
gordito anotó en un pedazo de papel, con una
caligrafía esmeradamente lenta, una dirección
y un nombre: DIMITRI.
—Dile que vas de parte de Gibson
Praise Jr.
Antes de salir, Evelyn lo miró con un
salto de ternura en el estómago.
—Tú eres uno de esos niños que saben
leer a los tres años, ¿no?
—¿Leer? Muñeca, a los tres años yo
había escrito un manual en verso para hackers
y estaba aburrido de toda esa mierda. Ya he
dejado muchas cosas atrás.
(NO) TODO SE MUEVE
El tal Dimitri regentaba un Pubix en la
Manzana de Gómez.
Evelyn llegó al amanecer. El local estaba
cerrando. Vio una barra con televisor, mesas,
jukebox, billar, máquinas expendedoras de
materia... Salían muchachas de varios
maquillajes. Una de ellas le indicó a Evelyn un
pasillo y una puerta.
Dimitri era un tipo de acentuada tristeza.
Miró confundido a Evelyn. No hay, por otra
parte, otra manera de mirarla.
—¿No usan saya las niñas?
—Yo no tengo.
—Yo tengo muchas.
—Vengo de parte de Gibson Praise Jr.
—Oh, no, otra vez… ¿Qué fue lo que te
dijo?
Evelyn le contó. No sabía muy bien qué
era lo que estaba contando.
Después Dimitri contó otra cosa. Dijo
que ya todo el mundo se había olvidado de
Gibson. La moda Praise había pasado. Todas
sus redes se habían desconectado y vuelto a
conectar de otra manera. Probablemente la
acusación de terrorismo cultural no se
sostendría, pero igual iban a enviarlo a un
búnker sub-16 en las afueras y allí seguiría
engordando su leyenda hasta que la
pervertida de su mamá moviera influencias
para llevarlo de regreso a casa. Entonces iba a
tener que aceptar la realidad.
—¿Cuál realidad? —preguntó Evelyn.
—Todo se mueve —sentenció Dimitri.
—¿Todo? —continuó ella, menos
interesada que divertida. Luego Dimitri la
invitó a su casa. El automóvil no volaba o no
podía volar y Evelyn conoció de las
dificultades para moverse en el tráfico
atascante de una ciudad atascada.
JorgeEnriqueLage
LaHabana. 79


rafael rojas la revolución y su fantasma
Donde hay hombres sí hay fantasmas.
La literatura fantástica, como bien sabía Jorge
Luis Borges, no es más que una invención de
esos clones, réplicas u homúnculos que el
hombre necesita para vivir. Las mujeres y el
espejo, según los habitantes de Tlön, pero
también los fantasmas, crean la ilusión de un
sobrepoblamiento que alivia la culpa del
malthusianismo moderno. Por esa misteriosa
eugenesia, que rescata el sueño de los
alquimistas medievales, es que la mejor
tradición de la literatura fantástica, de William
Shakespeare a Javier Marías, pasando por
Poe y Wilde, no se interesa tanto en la muerte
del hombre como en la vida del fantasma.
No creo que haya en la historia proceso
más fantasmagórico que una revolución.
Estos acelerones del tiempo, según Simon
Schama, además de traer consigo una ola de
crecimiento demográfico como consecuencia
de la furia uterina y el frenesí político-libidinal,
producen un intenso destape de la imaginería
fantástica. La fiesta y el carnaval del ancien
régime, como ha visto Mona Ozouf, se
propagan paradójicamente durante las jornadas
revolucionarias. De ahí aquellas leyendas
sobre almas evanescentes y abominaciones
espirituales en la Torre de Londres, durante la
Revolución Gloriosa, o aquellas otras que
narra Simon Linguet en sus Memorias acerca
de los "enterrados vivos" que salían de las
paredes de la Bastilla, por la noche, cuando el
marqués de Sade recibía a los ocultistas en su
celda, y los fantasmas de Morellet y
Marmontel estudiaban, como abstraídos entomólogos,
el esqueleto de las cucarachas.
La población de fantasmas crece en
proporción a la cantidad de muertos. Y las
revoluciones, ya lo advertían Burke y De
Maistre, son fábricas de muertos. Por eso
muchos líderes revolucionarios se ven terriblemente
acosados por la resurrección espectral
de sus muertos, hasta que un buen día
sienten un malestar, un dolor, una fiebre
inusitada, deliran y pierden la razón. Esa
locura no es más que un rapto del alma del
caudillo, ejecutado por sus propios
fantasmas.
Durante las fiestas del Ser Supremo,
Robespierre deliraba y parecía conversar
animadamente con Dios y los arcángeles. Se
dice que Francisco I. Madero, en los días
sangrientos de la Revolución mexicana,
hablaba con los espíritus flotantes de Benito
Juárez y Sebastián Lerdo de Tejada. En 1923,
atacado por las alucinaciones de la sífilis,
Donde hay hombres sí hay fantasmas.
La literatura fantástica, como bien sabía Jorge
Luis Borges, no es más que una invención de
esos clones, réplicas u homúnculos que el
hombre necesita para vivir. Las mujeres y el
espejo, según los habitantes de Tlön, pero
también los fantasmas, crean la ilusión de un
sobrepoblamiento que alivia la culpa del
malthusianismo moderno. Por esa misteriosa
eugenesia, que rescata el sueño de los
alquimistas medievales, es que la mejor
tradición de la literatura fantástica, de William
Shakespeare a Javier Marías, pasando por
Poe y Wilde, no se interesa tanto en la muerte
del hombre como en la vida del fantasma.
No creo que haya en la historia proceso
más fantasmagórico que una revolución.
Estos acelerones del tiempo, según Simon
Schama, además de traer consigo una ola de
crecimiento demográfico como consecuencia
de la furia uterina y el frenesí político-libidinal,
producen un intenso destape de la imaginería
fantástica. La fiesta y el carnaval del ancien
régime, como ha visto Mona Ozouf, se
propagan paradójicamente durante las jornadas
revolucionarias. De ahí aquellas leyendas
sobre almas evanescentes y abominaciones
espirituales en la Torre de Londres, durante la
Revolución Gloriosa, o aquellas otras que
narra Simon Linguet en sus Memorias acerca
de los "enterrados vivos" que salían de las
paredes de la Bastilla, por la noche, cuando el
marqués de Sade recibía a los ocultistas en su
celda, y los fantasmas de Morellet y
Marmontel estudiaban, como abstraídos entomólogos,
el esqueleto de las cucarachas.
La población de fantasmas crece en
proporción a la cantidad de muertos. Y las
revoluciones, ya lo advertían Burke y De
Maistre, son fábricas de muertos. Por eso
muchos líderes revolucionarios se ven terriblemente
acosados por la resurrección espectral
de sus muertos, hasta que un buen día
sienten un malestar, un dolor, una fiebre
inusitada, deliran y pierden la razón. Esa
locura no es más que un rapto del alma del
caudillo, ejecutado por sus propios
fantasmas.
Durante las fiestas del Ser Supremo,
Robespierre deliraba y parecía conversar
animadamente con Dios y los arcángeles. Se
dice que Francisco I. Madero, en los días
sangrientos de la Revolución mexicana,
hablaba con los espíritus flotantes de Benito
Juárez y Sebastián Lerdo de Tejada. En 1923,
atacado por las alucinaciones de la sífilis,
Lenin invocaba el alma racional de Hegel en
sus Cuadernos filosóficos. Alexander Etkind
cuenta en Eros de lo imposible que Stalin
tenía, en el Kremlin, una especie de mago o
ventrílocuo que lo comunicaba con extrañas
criaturas del más allá. En sus baños
purificadores, en las aguas del Yang-Tse, Mao
solía encomendarse a las almas de Wang
Ngan-she y Chu Yuan-chang, emperadores
progresistas de las dinastías Song y Ming.
En estos casos, el diálogo fantasmal
podría ser una nueva versión de aquel
coloquio brumoso entre Hamlet y el espectro
de su padre, que, como ha ilustrado Javier
Roiz, sirve de alegoría al complejo de culpa de
todo político parricida. El "poder de la
ausencia" entra en el presente por esa "puerta
espectral" hacian donde miran, absortos,
todos los políticos.
En La Habana, le escuché una historia
asombrosa a una señora que era amiga de mi
tía-abuela. Se llamaba Encarnación y había
trabajado como sirvienta en el Palacio
Presidencial, durante la dictadura de Batista.
Después de la Revolución, el Palacio fue
ocupado, primero, por un ejército de hombres
licantrópicos, y luego convertido en museo.
Pero Encarnación siguió allí, limpiando
aquellas anchas escaleras, y aquellos salones
y cuartos deshabitados.
Contaba Encarnación que la noche del 6
de agosto de 1973, unas horas después de la
muerte de Fulgencio Batista en Estoril, cerca
de Lisboa, escuchó un ruido como de golpes
metálicos en los bajos de Palacio. La buena
señora bajó las escaleras, pensando que sería
el gato del cocinero. Se asomó al sótano y
vio, en medio de la oscuridad, una especie de
figura humana, iluminada por algún fuego
fatuo, con un machete en la mano derecha
que daba golpes contra el suelo. Esa noche
Encarnación no pudo dormir, tratando de
descifrar aquella imagen. Pero, al día
siguiente, luego de escuchar por La Voz de las
Américas la noticia de la muerte de Batista,
concluyó que se trataba del espíritu irritado
del mulato, otrora sargento, retando a un
duelo de machetazos a su histórico rival: el
comandante Fidel Castro.
La última vez que vi a Encarnación fue a
principios de agosto de 1994. Una mañana
llegó a mi casa con la noticia de que un grupo
de jóvenes del barrio de Centro Habana
habían salido a las calles a protestar contra el
gobierno. Por la televisión oficial –la única que
hay en Cuba– dijeron que se trataba de
vándalos que habían asaltado la cocina de un
hotel y destruido las vidrieras de algunas
tiendas cercanas. Pero luego se supo que
eran decenas de miles de jóvenes que se
enfrentaban a la policía porque querían
abandonar el país. Aquella mañana, al
despedirse de mí, Encarnación me susurró al
oído: "Ya sabes que día es hoy, ¿no? 6 de
agosto. Te lo dije. El mulato se sigue
vengando".
Una revolución, dice Hannah Arendt, se
propone siempre recomenzar la historia. Por
eso, dentro de su pasado, cuyo acceso queda
terminantemente prohibido, se experimenta
una agitación espectral, una revuelta de
fantasmas. No sé, entonces, si a Fidel Castro
se le aparecerán almas en pena. Tal vez, más
que los espíritus de sus enemigos, lo acosa el
fantasma mismo de la Revolución. Porque esa
edad de la historia de Cuba parece haber
llegado a su fin y quizás sólo sobreviva, como
un fantasma o como una pesadilla, en la
sinuosa mentalidad de sus protagonistas. E
incluso, es probable que el fantasma de la
Revolución sea el propio espíritu de Fidel
Castro, y que esa isla se gobierne, desde hace
50 años, por arte de magia o puro espiritismo.
Al menos, a Fernando Ortiz y Lydia Cabrera no
les habría disgustado esta idea.
En La Habana, le escuché una historia
asombrosa a una señora que era amiga de mi tíaabuela.
Se llamaba Encarnación y había trabajado
como sirvienta en el Palacio Presidencial, durante la
dictadura de Batista. Después de la Revolución, el
Palacio fue ocupado, primero, por un ejército de
hombres licantrópicos, y luego convertido en museo.
Pero Encarnación siguió allí, limpiando aquellas
anchas escaleras, y aquellos salones y cuartos
deshabitados.
Una revolución, dice Hannah Arendt, se
propone siempre recomenzar la historia. Por eso,
dentro de su pasado, cuyo acceso queda
terminantemente prohibido, se experimenta una
agitación espectral, una revuelta de fantasmas. No
sé, entonces, si a Fidel Castro se le aparecerán almas
en pena. Tal vez, más que los espíritus de sus
enemigos, lo acosa el fantasma mismo de la
Revolución. Porque esa edad de la historia de Cuba
parece haber llegado a su fin y quizás sólo sobreviva,
como un fantasma o como una pesadilla, en la
sinuosa mentalidad de sus protagonistas. E incluso,
es probable que el fantasma de la Revolución sea el
propio espíritu de Fidel Castro, y que esa isla se
gobierne, desde hace 50 años, por arte de magia o
puro espiritismo. Al menos, a Fernando Ortiz y Lydia
Cabrera no les habría disgustado esta idea.
En La Habana, le escuché una historia
asombrosa a una señora que era amiga de mi tíaabuela.
Se llamaba Encarnación y había trabajado
como sirvienta en el Palacio Presidencial, durante la
dictadura de Batista. Después de la Revolución, el
Palacio fue ocupado, primero, por un ejército de
hombres licantrópicos, y luego convertido en museo.
Pero Encarnación siguió allí, limpiando aquellas
anchas escaleras, y aquellos salones y cuartos
deshabitados.
Una revolución, dice Hannah Arendt, se
propone siempre recomenzar la historia. Por eso,
dentro de su pasado, cuyo acceso queda
terminantemente prohibido, se experimenta una
agitación espectral, una revuelta de fantasmas. No
sé, entonces, si a Fidel Castro se le aparecerán almas
en pena. Tal vez, más que los espíritus de sus
enemigos, lo acosa el fantasma mismo de la
Revolución. Porque esa edad de la historia de Cuba
parece haber llegado a su fin y quizás sólo sobreviva,
como un fantasma o como una pesadilla, en la
sinuosa mentalidad de sus protagonistas. E incluso,
es probable que el fantasma de la Revolución sea el
propio espíritu de Fidel Castro, y que esa isla se
gobierne, desde hace 50 años, por arte de magia o
puro espiritismo. Al menos, a Fernando Ortiz y Lydia
Cabrera no les habría disgustado esta idea.
Rafael Rojas
Santa Clara. 65

ricardo piglia la metamorfosis (5)
Hay varias metamorfosis en la vida de
Guevara, y esas mutaciones bruscas son un signo
de su personalidad. Tiene varias vidas ("de las
siete me quedan cinco", dice) que son
simultáneas: la del viajero, la del escritor, la del
médico, la del aventurero, la del testigo, la del
crítico social. Y todas se condensan y cristalizan,
por fin, en su experiencia de guerrero, de
guerrillero, de condottieri, como se llama a sí
mismo. Esa historia de sus transformaciones
encuentra el primer punto de viraje en el viaje de
1952, cuando va hacia Bolivia, y la política
latinoamericana empieza a incorporarse a la
experiencia del viaje. El objetivo de este viaje es la
experiencia misma, salir de un mundo cerrado y
libresco a la vida para encontrar el fundamento
que legitime lo que se escribe. Pero, en el caso de
Guevara, el camino hacia América Latina lo lleva
hacia la política. Descubre el mundo político, o
cierta mirada sobre el mundo político. Va de
Bolivia a Guatemala y por fin a México, y en el
proceso la politización se va haciendo cada vez
más nítida. En principio, se trata de una politización
externa, casi de observador que registra
matices y realidades diversas.
Una característica de este tipo de viaje, ajeno
al dinero y al turismo, es la convivencia con la
pobreza. Sartre lo decía bien: el color local, lo que
llamamos color local, es la pobreza y la vida de las
clases populares. De modo que el viaje es
también un recorrido por ciertas figuras sociales:
el linyera, el desclasado y el marginal, los
enfermos y los leprosos, los mineros bolivianos,
los campesinos guatemaltecos y los indios
mexicanos, son estaciones en su camino.
Los registros del diario acompañan ese descubrimiento
de la diferencia pura, del marginado
como antecedente de la víctima social. El otro, la
figura pura de ese viaje, es en principio el otro
como paciente y como víctima. Ese es el primer
descubrimiento. No se trata de la figura del
marginal deliberado, sino de la víctima que ha sido
acorralada y explotada, y en su dolencia expresa
una injusticia y un crimen. La tensión entre el
marginado y el enfermo termina por construir la
figura de la víctima social que debe ser socorrida.
Es el médico el que descifra el sentido de lo que
ve: "La grandeza de la planta minera está basada
sobre los 10 mil cadáveres que contiene el
cementerio más los miles que habrán muerto
víctimas de neumoconiosis y sus enfermedades
agregadas", le escribe en mayo de 1952 a Tita
Infante, su compañera en la Facultad de Medicina
de Buenos Aires que es militante del Partido
Comunista argentino.
El viaje se convierte en una experiencia
médico-social que confirma lo que se ha leído o,
mejor aún, que exige un cambio en el registro de
las lecturas para descifrar el sentido de los
síntomas.
Entonces, está el viaje errático, sin punto fijo,
del que sale al camino a buscar la experiencia
pura y encuentra la realidad social, pero a la vez
están las lecturas, que son una senda paralela que
se entrevera con la primera. El marxismo empieza
a ser un camino. Una de las primeras referencias
al marxismo aparece, en esa misma carta a Tita
Infante, como una ironía frente a la imposibilidad
de explicar su condición indecisa, sus idas y
venidas. Luego de contarle cómo fue que llegó a
Miramar, en la costa argentina, cuando había
partido hacia Bolivia, escribe: "Observe qué claro
queda el hecho paradójico de que vaya al norte
por el sur, a la luz del materialismo histórico".
Guevara ha leído marxismo, y en sus
cuadernos de 1945 ya registra esas lecturas (ese
año aparecen notas sobre El Manifiesto Comunista).
Pero la lectura del marxismo no convierte a
nadie en guerrillero. Todavía falta un paso, un
punto de viraje, que permitirá a este joven –cuyo
destino parece ser el Partido Comunista, ser un
médico del PC, quizá– convertirse en una suerte
de modelo mundial del revolucionario en estado
puro. Y ese paso, me parece, se construye con la
unión de esas lecturas y esa experiencia que
podríamos llamar flotante. Ir al sur cuando se
pretende ir al norte. Básicamente, la pulsión del
viajero, del aventurero y, sobre todo, la situación
del que ha dejado atrás las fronteras y la
pertenencia nacional. Guevara es un expatriado
voluntario, un desterrado, un viajero errante que
se politiza y no tiene inserción. Tiende hacia una
forma no-nacional de la política, hacia una forma
sin territorio. En esto también es la antítesis de
Gramsci, el pensador de lo nacional-popular, de
las tradiciones locales, de la localización de las
relaciones de fuerza como condición de la política.
Y esta inversión es una característica que
define la política de Guevara: sin fronteras, sin
enclave nacional, en Cuba, en Angola, en Bolivia.
Y también su aspiración secreta, de larguísima
duración, casi un horizonte imposible, utópico:
encontrar un lugar propio, regresar a la Argentina
como guerrillero desde el norte, desde Bolivia,
con una columna de compañeros, repetir allí la
invasión de Castro a Cuba, pero ampliada y sin
tener en cuenta las condiciones políticas,
haciendo depender la intervención, exclusivamente,
de su fuerza propia, de la formación de
su grupo, y no de las relaciones concretas ni del
análisis de la situación del enemigo. Ese sueño
del guerrero que vuelve es su forma particular de
pensar en el regreso a la patria, "a morir con un
pie en la Argentina", según le dice a Ulises
Estrella, uno de sus hombres de confianza. Todos
hablan de esa ilusión para explicar su decisión de
llevar la guerrilla a Bolivia, de instalarse en un país
ajeno para construir una zona liberada, una
retaguardia desde la cual entrar, por fin, en su
propio espacio.
Guevara define la política de un modo
absolutamente novedoso y personal (más allá de
sus consecuencias): no hay nunca lugar fijo, no
hay territorio, sólo la marcha, el movimiento
continuo de la guerrilla. Cualquier situación puede
ser propicia; importa la decisión, no las
condiciones reales.
Y eso parece estar ligado al modo en que
encuentra la política o, digamos mejor, su
inserción en la política. Y por eso son muy
significativas las cartas de los días anteriores a
conocer a Fidel Castro y sumarse a la expedición
del Granma. Son cartas a su madre, a Tita Infante,
a su padre, que muestran que sus proyectos del
momento, poco antes de encontrarse en julio de
1955 con Castro, siguen siendo abiertos. Está
disponible, empieza a pensar que debe ir por fin a
Europa, conocer Francia, más tarde la India (como
le dice en una carta de marzo de 1955 a su padre).
Imagina a veces seguir desde México hacia el
norte, llegar a Estados Unidos, a Alaska. Hay,
como siempre en Guevara, cierta imprevisibilidad,
cierta disponibilidad y cierto azar en sus
decisiones. "Me avisaron que me pagaban con
diez días de antelación [se refiere a un dinero que
le debían en México por su trabajo de periodista
durante los Juegos Olímpicos] e inmediatamente
me fui a buscar un barco que salía para España.
[...] Ya tengo programado quedarme aquí hasta el
1° de septiembre para agarrar un barco para
donde caiga", le escribe a su madre el 17 de junio
de 1955, un mes antes de conocer a Fidel Castro.
Y cierra diciendo: "tenés que largarte a París y allí
nos juntamos".
La política aparece como un efecto de la
búsqueda de experiencia, del intento de escapar
de un mundo cerrado. Lo que está primero es el
intento de romper con cierto tipo de ritual social,
con cierta experiencia estereotipada, escapar,
como dice Guevara, de todo lo que fastidia:
"Además sería hipócrita que me pusiera como
ejemplo pues yo lo único que hice fue huir de
todo lo que me molestaba", le escribe a Tita
Infante, el 29 noviembre de 1954. La política surge
como resultado de ese proceso: hay una tensión
entre un mundo que se percibe como clausurado
y la política como corte tajante y paso a otra
realidad.
Guevara va descubriendo la política en el
proceso de cierre de la experiencia. La política es
el resultado del intento de descubrir una
experiencia que lo saque de su lugar de origen,
del mundo familiar, de la vida de un estudiante de
izquierda en Buenos Aires, incluso de la vida de
un joven médico que quiere ser escritor y vacila.Ø
r. Piglia


raúl flores alone
She had the overwhelming
feeling that we were alone in this world.
She said to me "Come and look thru´
the windows", and I went and looked
around and could only be aware of the
typical landscape of one of those ordinary
evenights rounding October : foggy
shrubs smoothing sadly along deserted
streets in the city, and the moon like a
white giant patch across the darkened sky.
"Don´t you realize?", she screamed,
"Can´t you see?", again she screamed
and her voice multiplied echoes in the fall
(can´t you see? can´t you see? can´t you
see?).
"We´re all alone", she whispered,
"Totally alone in this world".
"What?", said I, "Why do you think
so?"
"Don´t you realize?", she screamed
again, and her shouting was shooting in
the middle of the night: solitude standing,
a stone cast towards the moon. She said
"Let´s go out. Somewhere. To see
what´s new".
I said yes. So she´d be quiet. I´d
have given anything so she´d be quiet. To
get all those crazy ideas out of her head.
Her poor alienated little head filled with
golden hair. Like a Barbie doll. And that´s
how I used to think about her sometimes:
my little Barbie doll, lost in her little
beautiful Barbie world, filled with broken
dreams and lost illusions.
So I said to myself: ok, Barbie, let´s
go out, let´s be swallowed like Jonah by
the fog of these restless times of
October, let´s be lovingly mugged by
zealous maladroits in the midnight hour.
And so we did go out. The fog shrouded
us in and we walked and walked streets
and streets and streets and miles and
meters and square feet.
"See?", she kept saying, almost to
herself. I could overhear her. And I could
also see. Or (let´s rephrase) I could not
see. Not a soul. No one around. Miles
and miles and not one in any where. And
so we walked, crisscrossing the city, perimeter,
area, and diameter, and never we
glimpsed anybody.
"See?", she said, "We´re all alone". I
was amazed. Alone in this world with my
little beautiful Barbie doll of blonde hair
and small ambitions. Alone. No music. No
friends. No Saturday night matinee, no
Sunday morning drives. Alone. No
nothing. Like in a crystal bell. Like in a 3D
cube. No lights, no colors whatsoever.
Fog shrouding in, decuplicating time and
time again. And there we were. All alone.
"Cannot be like this", I said to Barbie.
We went to a restaurant. We went to
the movies. We went to a shopping mall,
to the market, we entered empty
churches. But there never was anyone
around. I kept saying all the time "Cannot
be like this", but it was very likely that it
could be like this, and it was.
She was silent. Had the look of a
public funeral and glass in her eyes. Her
small beautiful world had been smashed
to bits and pieces.
"You have to understand", I said to her,
but she was beyond comprehension.
"I don´t get it", she whispered, "One
day it´s ALL here, and next thing you
know, ALL´S gone. I don´t get it", time
and time again, "I don´t get it", she said.
She stopped being Barbie doll and
became wind-up toy. Well, I thought, we
can do whatever we choose to do. Stay
late in the cathedral. Start drinking and
never stop, without never having to worry
about going to work on the next day. Free
beers every day. Free foods. We could
scream our lungs out and the cops would
never come to check out on us. Because
there were no cops. There was no one,
there was nothing. No people, no cats, no
dogs. Nothing at all. Just clouds and wind
and moon and fog. Nothing else. Her and
me. No one else.
"Let´s check some houses", I said
to her. "Maybe someone´s home", I
whispered.
We started entering houses of people.
We started invading private places, spying
alien motions. Frozen instants of lifetime
perpetuity. Lovely living rooms decorated
with bath curtains and Klee´s paintings on
the walls, dining rooms with giant sand
clocks stopped in the ultimate grain of
time, corridors filled with expensive
books, cheap plastic toys scattered
on the floor, black tilings, white tilings, tidy
bathrooms, blood-stains over basement
floors and, in some way, we knew that it
had nothing to do with the things we were
looking for.
LP´s over kitchen shelves, pots and
cans: a small universe for a small crowd of
passers-by. House by house. Two, three,
four. Six, seven, fifteen. And only in the
23rd house we found a boy and a girl lying
asleep over a bare mattress.
"Well", said my Barbie doll as her eyes
faded behind tears. "We´re not alone", she
said and her voice broke.
They slept with a natural grace,
inspiration, aspiration, just like an afterparty
of strippers and sodden popcorn.
"I´m gonna wake´em up", she
whispered.
"Don´t do it", said I, "they must be
tired, let´em sleep".
"I don´t care", she said, "I´m gonna
wake´em up, they have to know what´s
going on".
And so she went and woke them up. I
tried to stop her, but it was already too
late. The sleeping girl had opened her
eyes and winked in confusion.
"What´s up?", the girl asked and I felt a
knot in my throat at that very moment.
I just didn´t know what to say.
R a ú l F l o r e s I r i a r t e
L a H a b a n a •77

gonzalo garcés superhéroes
Yo suelo olvidar, y por eso siempre quedo como un pelotas en los cócteles de intelectuales,
hasta qué punto los últimos cincuenta años han sido dedicados a reflexionar sobre el Poder.
Aunque lo de reflexionar no es del todo exacto:
se ha reflexionado, pero sobre todo se ha rapsodiado,
digamos, se han ensayado variaciones dramáticas en torno a un único, obsesivo tema:
el horror al poder.
W.G. Sebald recuerda que para Elias Canetti el poder no debía considerarse
–como lo hacen los historiadores– como cosa propia del mundo natural, sino como patología.
Poder y paranoia, para el autor de Auto de fe, son dos caras de lo mismo: el tirano rodeado de murallas,
a quien legitima el bosque colmado de enemigos, le parece la imagen arquetípica del poder.
¿Y cuál es la meta del tirano?
Pues la total previsibilidad, el orden absoluto, es decir la muerte.
El poder expulsa más allá de las murallas al desorden para construir su propio sepulcro.
De ahí que Hitler amara tanto las pirámides egipcias:
el Groß-Berlin, la capital imperial que le diseñó Speer, no preveía ninguna casa,
ningún comercio,
ningún espacio comunal:
era una necrópolis.
Que la experiencia del nazismo haya inspirado estas reflexiones no me extraña;
más me desasosiega Canetti (y con él sus coetáneos de la Escuela de Frankfurt)
cuando vincula, vía Hitler, a toda forma de orden con la tiranía.
Que San Theodor Adorno perdone mi ignorancia, pero eso siempre me sonó a sofistería.
Evidentemente, construir la mesa sobre la que escribo requirió alguna forma de violencia;
hubo que ejercer poder sobre el árbol, y sobre algunos músculos,
intervino el poder financiero bajo la forma de unos salarios
y actuó el poder de la lija y el barniz y etcétera,
para llegar a esta modesta parcela de orden.
Pero la “violencia” ejercida sobre lo inanimado o lo inhumano no puede,
salvo que juguemos con las palabras, entenderse igual que la violencia aplicada a individuos.
Además,
de dónde saca Canetti que el desorden es lo propio de la vida.
Lo que más abunda en el universo es el desorden,
lo que más abunda es la muerte,
y lo excepcional es justamente lo organizado, lo orgánico, lo vivo.
Hasta del arte desconfiaba Canetti –de su propio arte– por asco al poder.
“Toda obra es una violación, por su simple masa”, apuntó.
“Hay que encontrar otros medios, más limpios, de expresarse”.
Y yo confieso que en este punto mi mala conciencia, que me acosa en cuanto abro un libro de Canetti,
se dispara ya sin remedio.
Es verdad, pienso compungido, yo también busco en el arte la acumulación de poder.
Basta recordar cuáles fueron las primeras formas de arte que gocé.
Porque antes de solazarme en los mundos ordenados de Tolstoi
o de Pynchon,
lo hice en la rectitud de Spiderman o en los saltos del increíble Hulk.
No contento con el poder, admiré los superpoderes.
El poderoso Thor, el Capitán América, el Hombre de Hierro, Lobezno, Rondador Nocturno:
expresión infantil de veleidades autoritarias,
mi larga afición por los superhéroes quizá pruebe mi esencial conformismo.
¿Hablamos de otra cosa?
Gonzálo Garcés
Buenos Aires, 74.


ricardo piglia un encuentro (6)
Su viaje tiene itinerarios paralelos, redes
múltiples. Son series, mapas que se superponen
y nada está muy definido. Está el viaje
literario, el viaje político, el viaje médico. Y es la
política, y no la literatura, la que terminará
articulando esos mundos paralelos. Pero para
eso hace falta el encuentro con la retórica de
Fidel Castro.
En el recorrido de Guevara se reformulan las
relaciones entre literatura y política. Es el
intento de escapar de cierto lugar estereotipado
de lo que se entiende por un intelectual, lo
que lo empuja a la política y a la acción. La
política aparece como un punto de fuga, como
un lugar de corte y de transformación.
Todo esto forma parte de una tradición
literaria: cómo salir de la biblioteca, cómo pasar
a la vida, cómo entrar en acción, cómo ir a la
experiencia, cómo salir del mundo libresco,
cómo cortar con la lectura en tanto lugar de
encierro. La política aparece a veces como el
lugar que dispara esa posibilidad. El síntoma
Dahlmann ya no es la acción como encuentro
con el otro, el bárbaro, sino la acción como
encuentro con el compañero, con la víctima
social, con los desposeídos.
La prehistoria de ese pasaje, en el caso de
Guevara, está en la experiencia del médico. Esa
es la figura que articula la relación con lo social,
la intención de ayudar al que sufre, hacerse
cargo de él, socorrerlo. De hecho, el viaje está
pautado por la visita a los leprosorios. Guevara
registra imágenes y escenas notables: "En
realidad fue este uno de los espectáculos más
interesantes que vimos hasta ahora: un
acordeonista que no tenía dedos en la mano
derecha y los reemplazaba por unos palitos que
se ataba a la muñeca, y el cantor era ciego, y
casi todos con figuras monstruosas provocadas
por la forma nerviosa de la enfermedad, muy
común en las zonas, a lo que se agregaban las
luces de los faroles y linternas sobre el río". En
esta carta a su madre, escrita desde Bogotá, en
julio de 1952, está el reconocimiento de las
figuras extremas, de los restos de la sociedad,
de la víctima social.
Desde luego, no se trata del médico del
positivismo, del modelo de científico que revela
los males de la sociedad, una gran metáfora de
la visión de las clases dominantes sobre los
conflictos sociales, pensados como enfermedades
que deben ser erradicadas a partir del
diagnóstico neutral y apolítico del especialista
que sabe sobre los síntomas y su cura. Se trata,
en cambio, del médico como figura del
compromiso y la comprensión, del que socorre
y salva.
En este sentido, una acotación de Richard
Sennett al analizar Los conquistadores, la novela
de Malraux sobre la Revolución China, hace notar
la relación entre el revolucionario profesional
y los médicos: "Hong, el joven revolucionario,
igual que estos jóvenes médicos, han hecho
alarde de una singular clase de fuerza: el poder
de aislarse del mundo que los rodea,
haciéndose distantes y a la vez solidarios,
definiéndose de un modo rígido. Esta autodefinición
inimitable les confiere un arma
poderosísima contra el mundo exterior. Anulan
un intercambio flexible de ideas entre ellos y los
hombres que los rodean y con ello adquieren
cierta inmunidad ante el dolor y los acontecimientos
conflictivos y confusos que de otro
modo los desconcertarían y tal vez los
aplastarían". Sennett llama a este movimiento la
identidad purificada. Estar separado y a la vez ir
hacia los otros. La distancia aparece como una
forma de relación que permite estar
emocionalmente siempre un poco afuera, para
ser eficaz.
Hay una foto inolvidable de Guevara joven,
cuando era estudiante de medicina. Se ve un
cadáver desnudo con el cuerpo abierto en la
mesa de disección y un grupo de estudiantes,
con delantal blanco, serios y un poco impresionados.
Guevara es el único que se ríe, una
sonrisa abierta, divertida. La relación distanciada
con la muerte está ahí cristalizada, su ironía de
siempre.
Me parece que Guevara encuentra la
política en este proceso. Un joven médico, que
secretamente quiere ser escritor, que sale al
camino como muchos de su generación, un
joven anticonvencional que va a la aventura y en
el camino encuentra a los marginales, a los
enfermos, y luego a las víctimas sociales, y por
fin a los exiliados políticos. Una travesía por las
figuras sociales de América Latina.
También en su relación con el marxismo y
con el Partido Comunista, Guevara se mueve
por los bordes. Hay un momento en el que se
aparta de la experiencia posible de un joven
marxista en esos años, se aleja de la cultura
obrera de los partidos comunistas y va hacia la
experiencia extrema y la guerra casi sin pasos
previos. Una práctica de aislamiento, ascetismo,
sacrificio, salvación, como será la guerrilla para
él, a la que, como sabemos, entra como médico
para convertirse rápidamente en combatiente. Y
eso sucede en el primer combate, cuando tiene
que elegir entre una caja de medicamentos y
una caja de balas y, por supuesto, se lleva la
caja de balas. Guevara cuenta esa historia
microscópica, un detalle mínimo, con gran
maestría, usando su extraordinaria capacidad
narrativa para fijar el sentido de esa pequeña
situación y convertirla en un mito de origen.
Entra como médico y sale como guerrillero.
E inmediatamente se constituye en el modelo
mismo del guerrillero, en el guerrillero esencial
digamos, el que ve la vida en la guerrilla como
el ejemplo puro de la construcción de una
nueva subjetividad.
El momento clave y un poco azaroso,
notable como metamorfosis, se da –como
dijimos– en julio de 1955, cuando encuentra a
Fidel Castro en México y se suma a su proyecto
de desembarcar clandestinamente en Cuba y
luchar contra Batista. Para entonces Guevara ha
entrado en relaciones con sectores de exiliados
de América Latina, en Guatemala y en México,
básicamente a través de Hilda Gadea, militante
del Partido Comunista peruano, que lo pone en
conexión con la política práctica.
Si uno lee las cartas de Guevara de esos
días, más que la decisión, encuentra la
incertidumbre. En julio de 1955, Guevara está
en disponibilidad, no sabe muy bien lo que va a
hacer, y entonces aparece Fidel Castro. Es uno
de los grandes momentos de la dramatización
histórica en América Latina. Castro lo encuentra
a las ocho de la noche y lo deja a las cinco de la
mañana convertido en el Che Guevara. Esa
conversación que dura toda la noche es un
punto de viraje, una conversión. Ha quedado
capturado por el carisma y la convicción política
de Castro. De hecho, la figura de Castro se
convierte inmediatamente para Guevara en un
punto de referencia esencial. Podemos pensar a
Guevara como un marxista y seguramente lo
era, pero eso no termina de explicar su decisión
de sumarse a la expedición. Se trata de un salto
cualitativo, para decirlo de algún modo.
Guevara se integra entonces como médico a
la expedición del Granma, pero rápidamente se
convierte en un combatiente, y al poco tiempo es
ya el comandante Guevara. En septiembre de
1957, Fidel Castro lo designa comandante. Están
definiendo las funciones de la tropa y, cuando
llegan a Guevara, un poco sorpresivamente Castro
dice "Comandante". Lo convierte en el comandante
Guevara, y le da la estrella de cinco puntas.
A partir de entonces su imagen está cristalizada.
El guerrillero heroico.Ø

paralelos, redes
múltiples. Son series,
mapas que se
superponen y nada está
muy definido. Está el
viaje literario, el viaje
político, el viaje médico.
Y es la política, y no la
literatura, la que
terminará articulando
esos mundos paralelos.
Pero para eso hace falta
el encuentro con la
retórica de Fidel Castro.
En el recorrido de
Guevara se reformulan
las relaciones entre
literatura y política. Es el
intento de escapar de
cierto lugar estereotipado
de lo que se
entiende por un
intelectual, lo que lo
empuja a la política y a la
acción. La política
aparece como un punto
de fuga, como un lugar
de corte y de
transformación.
Todo esto forma
parte de una tradición
literaria: cómo salir de la
biblioteca, cómo pasar a
la vida, cómo entrar en
acción, cómo ir a la
experiencia, cómo salir
del mundo libresco,
cómo cortar con la
lectura en tanto lugar de
encierro. La política
aparece a veces como el
lugar que dispara esa
posibilidad. El síntoma
Dahlmann ya no es la
acción como encuentro
con el otro, el bárbaro,
sino la acción como
encuentro con el
compañero, con la
víctima social, con los
desposeídos.
La prehistoria
de ese pasaje, en el caso
de Guevara, está en la
experiencia del médico.
Esa es la figura que
articula la relación con lo
social, la intención de
ayudar al que sufre,
hacerse cargo de él,
socorrerlo. De hecho, el
viaje está pautado por la
visita a los leprosorios.
r. piglia


antonio josé ponte visita al museo de inteligencia
El jardín que llevaba a la primera de las
dos casas lucía mejor cuidado que el de
muchas de las embajadas y consulados de los
alrededores. Pese al sol a plomo y la brisa del
mar, el césped se mantenía fresco. Las aceras
que lo limitaban habían sido blanqueadas
recientemente.
Aunque tampoco es que gastaran mucha
creatividad en él. Se trataba de un jardín
perfectamente militar, la miniatura de un
campo de batalla: un prado bien cortado, aquí y
allá una artillería de lirios florecidos, algunos
rosales. Cielo azul como en Austerlitz (me
refiero a la descripción de la batalla hecha por
Tolstói) y unas nubes que cruzaban sobre el
tráfico de la Quinta Avenida.
De noche, el lugar estaría iluminado por
pequeños faroles apostados en el césped.
Mantendrían encendido el cartel lumínico de la
entrada.
"Museo del Ministerio del Interior", rezaba
este.
Tantas veces lo había encontrado sin que
lograra despertarme curiosidad. ¿A quién iba a
ocurrírsele entrar? ¿Acaso no bastaban las
vallas dispersas por toda la ciudad, no bastaba
con encender el televisor o leer un periódico?
Dentro de aquellas dos casas se espesaba
el mismo caldo. Una visita al Museo de la
Inteligencia podía resultar sumamente indigesta.
Pero yo había entregado mi pasaporte
en la aduana habanera. Había regresado a
pesar de las advertencias sobre mi pronta
conversión en fantasma.
"Espere allá", me ordenó la mujer uniformada
después de comprobar los datos de
mi pasaporte.
La madrugada no era muy movida en
aquella terminal aérea. El resto de las cabinas
permanecía sin clientes. Gente de uniforme
entraba y salía de ellas como sonámbulos. Y
mientras yo aguardaba tras la línea amarilla
trazada en el piso, un oficial se metió en la
cabina donde me atenderían.
"¿Hasta cuándo vas a volver?", me soltó a
quemarropa.
Volver a Cuba, quiso decir.
Miré el rostro de la mujer.
"Hasta que ustedes lo permitan", balbuceé.
Él asintió.
La mujer puso el cuño, devolvió mi
pasaporte.
El cierre eléctrico de la puerta hizo su sonido
de chicharra, y otra vez pude considerarme
dentro de la fiesta vigilada.
A continuación pasé por el examen de los
libros. (No es que se encapricharan en mi caso,
simplemente tenían que obedecer a una lotería
de equipajes.)
"¿Por qué tantos?", preguntó el aduanero.
Debí explicarle entonces a qué me
dedicaba.
"Afuera se publica mucha novela de
cubanos".
Y el tipo siguió con su conversación.
En la terraza de la Unión de Escritores,
antigua residencia de un rico comerciante,
llovían las pequeñas flores atigradas.
"Desactivado", fue el diagnóstico de los dos
funcionarios. Para que meses más tarde, al
tratar de viajar a un encuentro internacional de
escritores, una joven oficial del Ministerio del
Interior viniese a anunciarme que no me otorgaban
el permiso de salida.
Se hallaba en restauración la casona donde
gestionar permisos. Las distintas colas se apiñaban
en un patio trasero. Bastaba con que un
viejo olvidara su puesto para animar un nido de
ciempiés. O no era necesario el viejo: dentro
de tanta confusión cualquiera equivocaba el
motivo que lo trajera hasta allí. (Reinaba la
inseguridad en cada solicitante y solo muy
raramente los empleados se dignaban a ofrecer
aclaraciones.)
Lo habían logrado bien aquellos oficiales,
los superiores de aquellos oficiales, y quienes
inventaran la obligatoriedad de un permiso para
cada cubano que intentase salir del país.
Lograban inocular en cada prófugo esta incertidumbre:
ni siquiera se era dueño de uno
mismo. Obligaban a pagar en dólares cualquier
cuota de libertad (fuese temporal o definitiva), y
el Ministerio del Interior se reservaba el derecho
de rechazar solicitudes.
Así que de ningún modo resultaba
injustificado el nerviosismo entre la gente
concentrada en aquel patio. La contigüidad de
tantos destinos promovía la locuacidad. Nos
apretábamos allí pero muy pronto, con suerte,
cada uno tomaría su avión y alcanzaríamos a
regarnos por el mundo. Dejaríamos atrás tanta
estrechez, olvidaríamos las mañanas gastadas
en trámites, el maltrato recibido de parte de las
autoridades.
Durante varios días me presenté en la
casona. (Un requisito cumplido provocaba la
necesidad de satisfacer otro más recóndito.
Después de obtener un sello de timbre se hacía
imprescindible determinada firma.) Hasta que
un mediodía creí llegada la buena ocasión. Me
hicieron pasar a una sala donde se apretaban
las mesas de varios oficiales.
Todos mujeres, la más joven de ellas me
indicó una silla baja. (Pude ver, al inclinarme,
que llevaba vendada una rodilla.) Ella colocó
dos dedos sobre mi identificación, y deslizó a
lo largo de la mesa aquella ficha de casino.
"Puede guardarla ya".
La mujer de la mesa contigua examinaba el
desenvolvimiento de su joven colega.
Quizás porque ésta se hallaba aún a
prueba.
En cualquier caso, supo desembuchar su
no. Y cuando pregunté el motivo debió hacer la
misma mueca que al recibir el golpe en la
rodilla.
"Usted lo sabe bien", fue su única
respuesta.
Echó una ojeada desdeñosa al visado
extranjero, cerró el pasaporte, lo aplastó con
dos dedos, e hizo que recorriera la mesa en
dirección mía.
Menciono, por último, un recurso tan
esperanzador como aquella ojeada suya al
visado: si me faltaba algo por comprender, si
acaso tenía alguna queja, podía dirigirme por
escrito al ministro del Interior.
"Debió ser éste el comedor de la casa",
pensé antes de abandonar la oficina.
Ya en la calle, revisé el pasaporte. Igual que
en mi expulsión de la Unión de Escritores, no
quedaba prueba escrita de que tuviese
prohibido salir del país.
También ahora cabía apelación por escrito.
Las instancias gubernamentales podían darse
el lujo de la oralidad, sus comunicaciones no
dejaban sombra. Los individuos, en cambio,
debíamos medir muy bien nuestras palabras,
ponerlas en papel. Las pruebas iban a parar a
manos de gente responsable, capaz de
administrar bien la memoria. Archiveros y oficiales
del Ministerio del Interior, por ejemplo.
Y fue debido a ello que una tarde reuní
fuerzas para presentarme en el Museo de la
Inteligencia, a pocas cuadras de La Maqueta de
La Habana.
"Vengo a saber lo que tienen sobre mí",
debí anunciar a la primera celadora.
Para enseguida aliviar su sorpresa:
"Me han acusado de pertenecer a una red
que opera desde el extranjero. Afirman que esa
red recibe mensualidades de la agencia de
inteligencia estadounidense. Me consideran
becario de la CIA o algo por el estilo, y he sido
desactivado de la Unión de Escritores."
Desactivado, ¿comprendía? Igual que un
mecanismo o un arma.
¿No tenían allí, en exposición, viejas minas
desactivadas, bombas que nunca llegaron a
explotar?
Claro que todavía nuestro Muro estaba en
pie. Que no dejaban de ampliarse los kilómetros
de expedientes secretos, y multitud de
chivatos redactaban aún sus composiciones.
Comprendía, por tanto, el azoro con que la
celadora escuchaba mi petición.
Se trataba de una petición prematura.
Digna de una Junta Gauck por existir.
Pero si andaba equivocado de tiempo, en
modo alguno me equivocaba de lugar, y era allí
donde resultaba pertinente una solicitud como
aquella. ¿Dónde mejor que en un paisaje tan
premonitorio del fin del régimen revolucionario?
Aunque, dejémonos de cuentos, mi llegada
al Museo de la Inteligencia no ocurrió así.
Guardaba la entrada una celadora. Reprimía
un bostezo en tanto contemplaba, más allá del
jardín, los árboles de la avenida. Yo venía a
tropezármela en plena digestión, cuando seguramente
calculaba las horas que faltaban para
marcharse a casa.
Cruzamos pocas frases, y no le comenté el
motivo de mi visita. Si algo tenía claro al entrar
allí, era que me haría pasar por extranjero.
Que el personal me tomara por uno de
esos simpatizantes a los que arroba la
revolución y viajan a Cuba para cumplir un viejo
sueño. De otro modo mi visita no sería creíble,
parecería alguien dispuesto a cometer
profanación, a soltar carcajadas ante una pieza.
(No solo se trataba de que, fantasma al fin, me
desvelase el protocolo. Sino que deseaba
examinar cierto paisaje al lado de la carretera
que llevaba lejos: lo mismo que George
Simmel. O buscaba un auto que me sacara a
tiempo de Alemania Oriental, aquel Alfa Romeo
que sirvió a sus vigilantes para bautizar a
Garton Ash.)
El Museo de la Inteligencia abría sus puertas
el día después. Yo venía de otro país.
Pagué en dólares el derecho de admisión.
Varias cabezas femeninas se asomaron al pasillo
y, en cuanto di unos pasos, dos de las
celadoras disolvieron su tertulia.
Aquel inmueble había sido antes mansión
familiar. (El vastísimo aparato estatal andaba
siempre hambriento de locales.) Retratos de
héroes del servicio secreto llenaban sus
paredes del mismo modo que imágenes de
antepasados cubrían la escalera principal de
un castillo.
Eran los mismos rostros que constaban en
sus expedientes. Pintados por alguna mano
versada en aumentar fotos.
Hileras e hileras de óleos tan inacabados
como sus existencias, muertos jóvenes en su
mayoría.
Cada sala del museo permitía un recorrido
desde las fuerzas coloniales hasta las
revolucionarias. A una policía ocupada en la
represión de manifestaciones callejeras replicaban,
a partir del triunfo de la revolución,
agentes policiales sumidos en academias,
personal desvelado por la suerte de una
viejecita.
No eran necesarios ya chorros de agua a
presión, porra, disparos. La calle, tal como
rezaba el lema, era de los revolucionarios.
Quienes formaran las manifestaciones callejeras
se habían pasado definitivamente al
campo de las fuerzas del orden. No cabían ya
demostraciones públicas, salvo las
organizadas oficialmente. Todos éramos
policías. Y no podía faltar alguna imagen que
relacionara la vigilancia de los comités de
vecinos con la del cuerpo uniformado,
articulación aceitadísima. Pues, tal como debí
sospechar desde el principio, la viejecita
apegada al agente no era más que una
soplona.
Entre los útiles prerrevolucionarios se
exhibían bastones y manoplas. Al pie de un
grupo de imágenes de cuerpos torturados
podía examinarse la panoplia del capitán
Segura. (La cigarrera forrada de piel humana
no habría desentonado allí.)
Las cárceles eran recordadas en lo mejor
de su horror. Para luego cobrar optimismo
mediante disposiciones del gobierno revolucionario:
reclusos en chequeos médicos y
estomatológicos, acogedores patios para
recibir visitas, aulas, terrenos deportivos,
teatro de aficionados, bibliotecas, talleres,
artesanía confeccionada por reclusas... Nada
de calabozos y celdas de castigo. Ninguna
memoria del paredón de fusilamiento adonde
se asomaba, desde palco propio, el
comandante Guevara.
Luego de las torturas, falsificaciones.
Billetes falsos de varias nacionalidades, falsas
tarjetas de crédito, una máquina de hacer
monedas. Y Dan, el perro pastor alemán
embalsamado.
Echado sobre sus cuartos traseros, el pelo
en buen estado de conservación, los ojos de
ratón aplastado en una ratonera, una tarja
contaba su biografía. Oriundo de Checoslovaquia
(el hombre que iba a manejarlo debió
viajar a Praga para un curso de
adiestramiento), Dan fue durante años el único
sabueso de la policía revolucionaria. Su
desempeño llegó a cubrir varias provincias.
De una de sus primeras actuaciones
quedaba este resumen: "El asesino reconoció
en la declaración su culpabilidad y se asombró
de la inteligencia del perro".
Y terminaba tristemente la biografía de un
animal tan útil: "Dan fue sacrificado a los diez
años, pero dejó una huella imperecedera, no
solo porque fue el primer perro que trabajó
para la Policía, sino por su docilidad, porte,
disciplina y capacidad en el trabajo, lo que lo
avaló para obtener numerosas condecoraciones
en distintas competencias nacionales".
La celadora a cargo de la sala compartía mi
admiración. "Él es nuestra mascota", dijo.
"¿Le habría gustado conocerlo en vida?"
Mi pregunta pareció sorprenderla.
"Sí, claro".
En Praga (yo lo había leído en Libuse
Moniková) funcionaba un museo no muy
distinto. Exhibían en él armas, una máquina de
falsificar billetes, obras de arte donadas a las
fuerzas de seguridad por los artistas. Pero la
pieza principal, la que más atraía al público, no
era otra que un perro embalsamado.
Pastor alemán también, presumiblemente
emparentado con Dan.
A todo el que visitaba el museo praguense
le exigían calzarse unas pantuflas de fieltro.
Cada uno de los recién llegados alegraba a la
mujer de la entrada (de contabilizar menos de
quince visitantes diarios clausurarían el local), y
ella recomendaba a todos la formidable pieza
de taxidermismo que constituía el perro héroe.
Mientras tanto, los únicos visitantes de la
jornada habanera éramos una pareja de
verdaderos extranjeros y yo.

Luego de las torturas, falsificaciones.
Billetes falsos de varias nacionalidades,
falsas tarjetas de crédito, una máquina de
hacer monedas. Y Dan, el perro pastor
alemán embalsamado.
Echado sobre sus cuartos traseros, el
pelo en buen estado de conservación, los
ojos de ratón aplastado en una ratonera,
una tarja contaba su biografía. Oriundo de
Checoslovaquia (el hombre que iba a
manejarlo debió viajar a Praga para un
curso de adiestramiento), Dan fue durante
años el único sabueso de la policía
revolucionaria. Su desempeño llegó a
cubrir varias provincias.
De una de sus primeras actuaciones
quedaba este resumen: "El asesino
reconoció en la declaración su
culpabilidad y se asombró de la
inteligencia del perro".
Y terminaba tristemente la biografía de
un animal tan útil: "Dan fue sacrificado a
los diez años, pero dejó una huella
imperecedera, no solo porque fue el
primer perro que trabajó para la Policía,
sino por su docilidad, porte, disciplina y
capacidad en el trabajo, lo que lo avaló
para obtener numerosas condecoraciones
en distintas competencias nacionales".
La celadora a cargo de la sala
compartía mi admiración. "Él es nuestra
mascota", dijo.
"¿Le habría gustado conocerlo en
vida?"
Mi pregunta pareció sorprenderla.
"Sí, claro".
En Praga (yo lo había leído en Libuse
Moniková) funcionaba un museo no muy
distinto. Exhibían en él armas, una
máquina de falsificar billetes, obras de
arte donadas a las fuerzas de seguridad
por los artistas. Pero la pieza principal, la
que más atraía al público, no era otra que
un perro embalsamado.
Pastor alemán también,
presumiblemente emparentado con Dan.
A todo el que visitaba el museo
praguense le exigían calzarse unas
pantuflas de fieltro. Cada uno de los recién
llegados alegraba a la mujer de la entrada
(de contabilizar menos de quince
visitantes diarios clausurarían el local), y
ella recomendaba a todos la formidable
pieza de taxidermismo que constituía el
perro héroe

Un sendero de jardín llevaba al segundo de
los edificios, dedicado al trabajo de la policía
secreta.
Aún cuando el piso de la entrada permanecía
húmedo, la auxiliar de limpieza me
pidió que pasara. Adentro abundaban las armas
y la propaganda arrebatada a comandos contrarrevolucionarios.
"Por la verdadera revolución", rezaban unos
bonos. "Cuba sí, comunismo no", otros.
Buena parte de los símbolos de las fuerzas
revolucionarias eran utilizados por contrincantes
salidos de sus filas. Llovían, por tanto,
las descalificaciones.
La imagen de un guerrillero contrarrevolucionario
con los brazos en alto era
explicada en tono humorístico: "Bandido en el
mejor momento de su fracasada insurgencia".
Las vitrinas guardaban falsos pasaportes y
visados falsos. Británicos, canadienses,
colombianos, cubanos... La historia del país
podía ser contada a través de sus documentos
migratorios: un pasaporte colonial, uno
republicano, y el pasaporte actual, revolucionario.
Exhibían visas cubanas de las tres épocas.
Pero ni rastro del permiso de salida. Tal vez
porque, al no poseer antecedente en la etapa
colonial ni en la republicana, saltaría a la vista
su novedad carcelaria. (Puestos a procurarle
parentela, habría que remontarse a siglos
anteriores, a las cartas de liberación de
esclavos.)
Las salas de aquella última edificación
declaraban que los cuerpos cubanos de seguridad
combatían a cuanto peligro viniera a
introducirse en el país. Velaban el sueño de los
ciudadanos, de ningún modo sus vigilias. En
todo aquel museo no podría hallarse indicio
alguno que permitiera sospechar de un sistema
de escucha telefónica o de un Cabinet Noir.
(Durante el reinado de Luis XV, una oficina bajo
ese nombre empleaba a 22 miembros que
seleccionaban las cartas a leer, sacaban un
molde del sello, transcribían los contenidos y
volvían a sellarlas.)
A juzgar por lo expuesto en el Museo de la
Inteligencia, los expedientes secretos no
existían. La tarde pasada en el apartamento
berlinés de G (para no hablar del libro de
Timothy Garton Ash y de mi entrevista con la
joven oficial de rodilla vendada) debió despertarme
aprensiones infundadas.
Se trataba, igual que en la novela habanera
de Graham Greene, de falso espionaje. Aquello
no era más que un juego.
"¿Desea firmar nuestro Libro de
Visitantes?", propuso la misma celadora que
me recibiera.
En las páginas del álbum cabían dibujos de
banderas, apuntes para un retrato de Ernesto
Guevara, consignas aprendidas al paso de los
autos de turismo. La inscripción más reciente,
hecha por la pareja de extranjeros, hablaba
acerca de lo onírico de la revolución. Según
ellos, los cubanos tenían la generosidad de
soñar ese sueño por gente de otras latitudes.
Cerré el pesado volumen, logré escabullirme
sin escribir nada en él. Abandoné el
sitio con la certeza de que, aún cuando
existiera, nunca llegaría a hojear el expediente
donde me investigaban.
Y no (siendo optimista) porque fuese a
faltar a la cita, sino por una noticia sorprendida
en las últimas páginas de The File. A Personal
History.
Allí contaba Timothy Garton Ash cómo
había compactado en un archivo de
computadora las trescientas y tantas páginas
de la carpeta obtenida gracias a la Junta Gauck.
Ese montón de jornadas y de informes
reducido a tamaño de bolsillo me llevó a
suponer cuán útil habría sido para los oficiales
de la Stasi (pienso sobre todo en el propietario
de la trituradora) el contar con archivos
digitalizados que, a un simple golpe de tecla,
desaparecieran sin dejar rastro.
Y de ahí no me cuesta mucho saltar a los
colegas cubanos de aquellos oficiales, alumnos
suyos tal vez, quién sabe con cuánto tiempo
aún para trasvasar a soporte de fácil
escamoteo toda la información que compilaran.
A n t o n i o J o s é P o n t e
L a H a b a n a •64

Un sendero de jardín llevaba al segundo de
los edificios, dedicado al trabajo de la policía
secreta.
Aún cuando el piso de la entrada
permanecía húmedo, la auxiliar de limpieza me
pidió que pasara. Adentro abundaban las armas
y la propaganda arrebatada a comandos
contrarrevolucionarios.
"Por la verdadera revolución", rezaban unos
bonos. "Cuba sí, comunismo no", otros.
Buena parte de los símbolos de las fuerzas
revolucionarias eran utilizados por
contrincantes salidos de sus filas. Llovían, por
tanto, las descalificaciones.
La imagen de un guerrillero
contrarrevolucionario con los brazos en alto era
explicada en tono humorístico: "Bandido en el
mejor momento de su fracasada insurgencia".
Las vitrinas guardaban falsos pasaportes y
visados falsos. Británicos, canadienses,
colombianos, cubanos... La historia del país
podía ser contada a través de sus documentos
migratorios: un pasaporte colonial, uno
republicano, y el pasaporte actual,
revolucionario.
Exhibían visas cubanas de las tres épocas.
Pero ni rastro del permiso de salida. Tal vez
porque, al no poseer antecedente en la etapa
colonial ni en la republicana, saltaría a la vista
su novedad carcelaria. (Puestos a procurarle
parentela, habría que remontarse a siglos
anteriores, a las cartas de liberación de
esclavos.)
Las salas de aquella última edificación
declaraban que los cuerpos cubanos de
seguridad combatían a cuanto peligro viniera a
introducirse en el país. Velaban el sueño de los
ciudadanos, de ningún modo sus vigilias. En
todo aquel museo no podría hallarse indicio
alguno que permitiera sospechar de un sistema
de escucha telefónica o de un Cabinet Noir.
(Durante el reinado de Luis XV, una oficina bajo
ese nombre empleaba a 22 miembros que
seleccionaban las cartas a leer, sacaban un
molde del sello, transcribían los contenidos y
volvían a sellarlas.)
A juzgar por lo expuesto en el Museo de la
Inteligencia, los expedientes secretos no
existían. La tarde pasada en el apartamento
berlinés de G (para no hablar del libro de
Timothy Garton Ash y de mi entrevista con la
joven oficial de rodilla vendada) debió
despertarme aprensiones infundadas.
Se trataba, igual que en la novela habanera
de Graham Greene, de falso espionaje. Aquello
no era más que un juego.
"¿Desea firmar nuestro Libro de
Visitantes?", propuso la misma celadora que
me recibiera.
En las páginas del álbum cabían dibujos de
banderas, apuntes para un retrato de Ernesto
Guevara, consignas aprendidas al paso de los
autos de turismo. La inscripción más reciente,
hecha por la pareja de extranjeros, hablaba
acerca de lo onírico de la revolución. Según
ellos, los cubanos tenían la generosidad de
soñar ese sueño por gente de otras latitudes.
Cerré el pesado volumen, logré
escabullirme sin escribir nada en él. Abandoné
el sitio con la certeza de que, aún cuando
existiera, nunca llegaría a hojear el expediente
donde me investigaban.
Y no (siendo optimista) porque fuese a
faltar a la cita, sino por una noticia sorprendida
en las últimas páginas de The File. A Personal
History.
Allí contaba Timothy Garton Ash como
había compactado en un archivo de
computadora las trescientas y tantas páginas
de la carpeta obtenida gracias a la Junta Gauck.
Ese montón de jornadas y de informes
reducido a tamaño de bolsillo me llevó a
suponer cuán útil habría sido para los oficiales
de la Stasi (pienso sobre todo en el propietario
de la trituradora) el contar con archivos
digitalizados que, a un simple golpe de tecla,
desaparecieran sin dejar rastro.
Y de ahí no me cuesta mucho saltar a los
colegas cubanos de aquellos oficiales, alumnos
suyos tal vez, quién sabe con cuánto tiempo
aún para trasvasar a soporte de fácil
escamoteo toda la información que compilaran.
A n t o n i o J o s é P o n t e
L a H a b a n a •64

félix de azúa trenes
En sus dos últimas películas, Clint
Eastwood da una visión asaz convincente del
asalto a la isla de Iwo Jima, decisivo para el
final de la campaña del Pacífico. Lo expone
desde ambos lados, el americano y el japonés.
Al parecer, aun cuando la crítica ha sido
elogiosa, el relato no ha logrado el éxito entre
el público de los EE.UU. Tengo para mí que
una de las causas del escaso entusiasmo
popular es que el protagonista de la primera
parte sea un camillero y el de la segunda un
soldado nipón sin ímpetu combativo, cuya
vida está ligada a la del comandante de la
plaza, un general excesivamente inteligente
como para provocar la simpatía de las masas.
Las películas de guerra habituales, las
que buscan el embeleso populista, no pueden
apartarse del sentimentalismo pequeño burgués
(antes, "cursilería"), como esos soldados
Ryan de Spielberg o esas milicianas de Loach
cuya presencia hurga con dedos codiciosos
en nuestro corazón. Para el actual convencionalismo,
la guerra sólo es digerible mediante
una infusión simple y epidérmica, como de
novela rosa ideológica. Sin embargo, Eastwood
ha intentado excavar un poco más. Su
primera parte, la mejor de las dos, creo yo, ve
la contienda desde el punto de vista de un
camillero, ese desconocido.
Precisamente el cine nos ha habituado a
creer que en las guerras todo lo deciden los
políticos, los oficiales y los soldados, mentira
tan portentosa como creer que en las
democracias todo lo deciden los votantes. El
camillero de Eastwood es una pieza clave,
pero oculta, del combate. Con todo conocimiento,
el alto mando japonés había ordenado
matar en primer lugar a los camilleros
porque cada baja de ese cuerpo suponía la
muerte de cientos de heridos cuya agonía en
el campo de batalla desmoralizaba a los
supervivientes. Un buen servicio médico era
esencial en la guerra convencional, e imagino
que aún lo sigue siendo. Saber que si caes
con un tiro en el estómago no vas a morir
como un perro, adivino que da fuerzas para
seguir avanzando.
El segundo elemento oculto en la
imagen sentimental de la guerra es la intendencia
y el transporte. En la mayor parte de
las actuales cintas bélicas, por no decir en
todas, los soldados se alimentan de aire,
reciben el correo de manos de los ángeles y
han llegado al frente caídos de una nube. Sin
embargo, era la buena organización de esos
elementos lo que decidía una victoria o una
derrota. En sus recuerdos sobre la Primera
Guerra Mundial, el mariscal Ludendorff, una
de las lumbreras del Alto Estado Mayor
alemán, se lamentaba amargamente: "La
victoria francesa de 1918 fue la victoria del
camión francés sobre el tren alemán". Contra
lo que pueda parecer, la progresiva tecnificación
de los combates hasta llegar a las
actuales guerras robóticas comenzó no hace
tantos años.
Una escueta exposición del Museo del
Ejército francés, en los Inválidos, presenta la
historia de ese cuerpo casi desconocido,
l'Arme du Train (cuya traducción al español
será, quizás, ¿el Arma de Transportes?) y en
ella se constata que apenas tiene doscientos
años. Su fundación, ¡cómo no!, fue otra
iniciativa napoleónica. En 1807, el emperador
creó el primer Train d'equipages militaires.
Hasta esa fecha los soldados comían según
las contratas privadas de cada batallón,
estaban a merced del placer o el negocio de
los jefes, al azar de los mercaderes que se
arriesgaran a seguir a los soldados o de las
mujeres que les acompañaran. Apenas puede
hablarse de evacuación o cuidado de los
heridos tras cada batalla, porque se
improvisaba. Una de las causas de las continuas
victorias napoleónicas fue justamente
que ningún otro ejército contaba entonces
con ese servicio ejemplar, tan heroico como
la infantería, capaz de auxiliar a los caídos y
trasladarlos a lugar seguro.
No es casual que l'Arme du Train ganara
su primera águila durante la guerra de
España, en 1812. Hay que imaginar las
campañas por los bosques, las sierras y los
peñascales españoles, en pasos de montaña
apenas transitables, con una orografía sólo
comparable a la balcánica y por allí, serpenteando,
las reatas de mulas y caballos
cargados de alimento, munición, agua, mantas,
medicinas, en fin, lo imprescindible para
que las columnas avanzaran más rápidas que
el enemigo. ¡Y con qué esfuerzo!
En la exposición figura una de las
monturas en las que se evacuaba a los
heridos: es una silla con estructura de hierro y
dos estrechos asientos dotados de estribo
(cacolets) que cuelgan a modo de alforjas.
Pesaban 150 kilos y hay que pensar en
aquellas mulillas y en su conductor cargando
con la pareja de muchachos maltrechos,
trotando por los estrechos pasos de Despeñaperros
o de Sierra Morena, para figurarse una
guerra enteramente distinta de la habitual. Por
cierto que esas mulas sí aparecen en la
reciente película de Rachid Bouracheb,
Indigènes, en la que arremete contra el
ejército francés por el racismo con que trató a
sus soldados magrebíes y senegaleses.
La evolución del Train fue rapidísima. Si
avistamos la Primera Guerra Mundial nos
aparece un bosque de 180.000 conductores,
140.000 animales (las llamadas unidades "hipomóviles")
y 97.000 vehículos (las "automóviles").
Se dice que uno de los motivos por
los que la guerra quedó estancada en la
espantosa carnicería de las trincheras, con
millones de bajas por ambos lados y sin que
el frente se moviera un centímetro durante
años, fue el efecto de una movilización
rapidísima y el apabullante desconcierto de
los generales incapaces de hacer nada de
provecho con un utensilio mil veces superior
a sus capacidades.
¿Cómo puede ser tan escasa la información
y casi inexistente la imagen cinematográfica
o literaria de tan enorme máquina
técnica y humana? Los conductores por
supuesto también disparaban, y tenían que
entrar en lo más duro de los combates porque
allí era donde recogían a los heridos para
evacuarlos. Todavía en la Segunda Guerra
Mundial (recuérdense las imágenes de la
liberación de Italia) a los heridos se les
evacuaba en mulas cuando los combates se
daban a campo abierto o en ciudades intransitables
por la devastación de los bombardeos.
Ciertamente, la historia de esta arma se
hace menos fascinante a medida que la
tecnificación va dando mayor importancia a la
máquina que al tiro de sangre, o a la vieja
camioneta atoldada y conducida a toda
velocidad por un as cubierto con casco de
cuero, mientras el copiloto vacía su pistola
contra un biplano que les ametralla desde el
aire. En nuestros días la unidad estelar del
arma se llama "vehículo de transporte
logístico" y es una colosal plataforma sobre la
que se trasladan unidades blindadas que no
pueden llevarse por aire. Unos monstruos a
cuyo lado las mulillas semejan señoritas con
sombrero de velo y botines de corchete.
El camillero de Eastwood es un punto de
vista novedoso en la imagen de la guerra
moderna. Es cierto que no puede emocionar a
las masas con la misma intensidad que el
héroe romántico y sentimental de las cintas
patrioteras, pero libera de la abusiva presencia
del soldado valiente o cobarde, víctima
o verdugo, cínico o angélico, que oculta con
su rostro la presencia de un orden racional y
técnico en la batalla.
Porque lo que propone la mistificación
romántica, sentimental y nacionalista es hacernos
creer que la guerra trae consigo una
experiencia salvadora, individual, subjetiva, sin
relación con la red de metros de una ciudad,
el abastecimiento de los mercados, el circuito
de carreteras en fin de semana, el conjunto
hospitalario de una nación o la logística de la
mercancía. Sin embargo, como todos sabemos,
la guerra es tan sólo la política llevada a
su verdad radical. Una verdad tan dura de
soportar que a veces descansamos de ella
durante decenios mediante esa argucia teatral
y litúrgica que llamamos "tiempo de paz", y
que consiste en simular que no hay bajas.
F é l i xDeAzúa
Barcelona•44

ricardo piglia la consecuencia (7)
Poco después, entre agosto y octubre de
1958, Guevara vive –y narra mientras vive– la
primera experiencia de lo que podríamos
llamar el ascetismo guerrillero, la capacidad
de sacrificio, y de ella saca una conclusión
que lo va a marcar en toda su experiencia
futura. En esos meses, es el comandante de
la Octava Columna, de 140 hombres, y recorre
medio país, va desde Sierra Maestra hasta la
provincia de Las Villas, en una caminata muy
dificultosa, con el sistema clásico de
esconderse y escapar y marchar incesantemente.
Ante la dificultad del avance,
Guevara registra en su diario un hecho que
después no aparece en la reescritura de los
Pasajes de la guerra revolucionaria. Dice así:
"La tropa está quebrantada moralmente,
famélica, los pies ensangrentados y tan hinchados
que ya no entran en lo que les resta
de calzado. Están a punto de derrumbarse.
Sólo en las profundidades de sus órbitas
aparece una débil y minúscula luz que brilla en
medio de la desolación".
Parece un apunte de Tolstói, y a la vez se
encuentra en la escena algo que se repetirá
luego: el sacrificio y el exceso, la ruptura del
límite como condición de la subjetividad
política. La imagen anticipa la experiencia en
Bolivia pero concluye de otra manera, y toda
la diferencia consiste en las condiciones políticas
que hay en Cuba, la debilidad de Batista,
la crisis de la hegemonía que decide la política,
como diría Gramsci. Pero Guevara parece
borrar las condiciones políticas específicas
para quedarse con el momento de la decisión
pura como condición de la política.
Están ahí, hambrientos, los guerrilleros en
el monte, tratando de avanzar de cualquier
modo, y Guevara dice: "Sólo al imperio de
insultos, ruegos y exabruptos de todo tipo
podía hacer caminar a esa gente exhausta".
Él está con ellos, en la misma situación
que ellos, exhausto, pero a la vez está afuera,
los impulsa y los guía. "Los jefes deben constantemente
ofrecer el ejemplo de una vida
cristalina y sacrificada", escribirá en 1961 en
La guerra de guerrillas.
Aparece ahí por primera vez la idea de la
construcción de una ética del sacrificio con el
modelo de la guerrilla, la construcción de una
subjetividad nueva. Y es lo que parece haber
quedado como condición de la victoria y de la
formación de un cuadro político.
No sé hasta dónde podemos integrar esta
idea en el marco de la tradición popular. Esa
tradición está en la ética de Brecht, Me-ti. El
Poco después, entre agosto y octubre de
1958, Guevara vive –y narra mientras vive– la
primera experiencia de lo que podríamos
llamar el ascetismo guerrillero, la capacidad
de sacrificio, y de ella saca una conclusión
que lo va a marcar en toda su experiencia
futura. En esos meses, es el comandante de
la Octava Columna, de 140 hombres, y recorre
medio país, va desde Sierra Maestra hasta la
provincia de Las Villas, en una caminata muy
dificultosa, con el sistema clásico de
esconderse y escapar y marchar incesantemente.
Ante la dificultad del avance,
Guevara registra en su diario un hecho que
después no aparece en la reescritura de los
Pasajes de la guerra revolucionaria. Dice así:
"La tropa está quebrantada moralmente,
famélica, los pies ensangrentados y tan hinchados
que ya no entran en lo que les resta
de calzado. Están a punto de derrumbarse.
Sólo en las profundidades de sus órbitas
aparece una débil y minúscula luz que brilla en
medio de la desolación".
Parece un apunte de Tolstói, y a la vez se
encuentra en la escena algo que se repetirá
luego: el sacrificio y el exceso, la ruptura del
límite como condición de la subjetividad
política. La imagen anticipa la experiencia en
Bolivia pero concluye de otra manera, y toda
la diferencia consiste en las condiciones políticas
que hay en Cuba, la debilidad de Batista,
la crisis de la hegemonía que decide la política,
como diría Gramsci. Pero Guevara parece
borrar las condiciones políticas específicas
para quedarse con el momento de la decisión
pura como condición de la política.
Están ahí, hambrientos, los guerrilleros en
el monte, tratando de avanzar de cualquier
modo, y Guevara dice: "Sólo al imperio de
insultos, ruegos y exabruptos de todo tipo
podía hacer caminar a esa gente exhausta".
Él está con ellos, en la misma situación
que ellos, exhausto, pero a la vez está afuera,
los impulsa y los guía. "Los jefes deben constantemente
ofrecer el ejemplo de una vida
cristalina y sacrificada", escribirá en 1961 en
La guerra de guerrillas.
Aparece ahí por primera vez la idea de la
construcción de una ética del sacrificio con el
modelo de la guerrilla, la construcción de una
subjetividad nueva. Y es lo que parece haber
quedado como condición de la victoria y de la
formación de un cuadro político.
No sé hasta dónde podemos integrar esta
idea en el marco de la tradición popular. Esa
tradición está en la ética de Brecht, Me-ti. El
libro de las mutaciones. Se trata de una ética
de las clases subalternas que implica negociar,
romper la negociación, hacer alianzas,
abrir el juego, cerrarlo. Gramsci, obviamente,
podría ser otro ejemplo de esa estrategia de
acumulación. Se parte de la distinción entre
amigo y enemigo como condición de la política,
pero esa oposición es muy fluida y se modifica
según la coyuntura. La noción de
enemigo es la clave: cuáles son sus fisuras,
cómo fragmentarlo y con quién, cómo construir
el consenso, cuáles son las relaciones de
fuerza y la conciencia posible.
Podría decirse que Guevara piensa al
revés: primero decide la táctica y luego
adapta las condiciones a esa táctica. Define
quién es el amigo, con quién construye el
núcleo guerrillero, cómo se prepara (y esa es
la base de su libro La guerra de guerrillas).
Guevara tiende a pensar al grupo propio, más
que en términos de clase, casi como una
secta, un círculo de iniciados del que debe
estar excluida cualquier ambigüedad. En ese
sentido, su política tiende a ver al enemigo
como un grupo homogéneo y sin matices, y a
los amigos como un grupo siempre en
transformación, que corre el riesgo de abdicar
o de ser captado o infiltrado. En el grupo de
amigos entrevé la figura encubierta del
enemigo, lo que va a generar esa tradición
terrible del guevarismo que se va a repetir en
casi todas las experiencias posteriores, la
vigilancia continua, la tendencia a descubrir al
traidor en el débil, en el que vacila en el
interior del propio grupo. Guevara mismo
hace una anotación sobre el tema en La
guerra de guerrillas: "En la jerga nuestra, en la
guerra pasada, se llamaba ´cara de cerdo´ a
la cara de angustia que presentaba algún
amedrentado".
La noción del amigo como el que
potencialmente puede desertar y traicionar es
el resultado extremo de la propia teoría (y ya
sabemos cuáles han sido las consecuencias).
El ejemplo más conocido quizá es el fusilamiento
del poeta Roque Dalton en El Salvador
por sus propios compañeros de la guerrilla,
pero hay muchos otros.
La política se vuelve una práctica hacia el
interior del propio grupo, a través de la desconfianza,
las acusaciones, las medidas discolinarias.
No hay nunca política de alianzas. En
todo caso, la posibilidad de las alianzas está
definida por la desconfianza y la sombra de la
traición.
En este sentido hay dos momentos centrales
en la experiencia de Guevara, uno al
comienzo y otro al final de su vida política. El
primero, en su primera experiencia de lucha
en Cuba. En Pasajes de la guerra revolucionaria,
cuando Guevara narra su bautismo
de fuego en Alegría del Pío, en el desembarco
del Granma, culpa a un traidor del ataque del
ejército que casi le cuesta la vida: "No necesitaron
los guardias de Batista el auxilio de
pesquisas indirectas, pues nuestro guía,
según nos enteramos años después, fue el
autor principal de la traición, llevándolos hasta
nosotros". Esta es su primera experiencia de
lucha en Cuba y algo parecido ocurre al final,
en la última anotación del Diario en Bolivia,
cuando registra el encuentro inesperado con
la vieja campesina que está "pastoreando sus
chivas" y tienen que sobornarla para que no
los delate: "A las 17.30, Inti, Aníbal y Pablito
fueron a la casa de la vieja que tiene una hija
postrada y medio enana; se le dieron 50
pesos con el encargo de que no fuera a hablar
ni una palabra, pero con pocas esperanzas de
que cumpla, a pesar de sus promesas".
La categoría básica de la política para Carl
Schmitt (y también para Mao Tse-tung), la
distinción entre amigo y enemigo, se disuelve
para Guevara, el enemigo es fijo y está
definido. La categoría del amigo es más fluida
y ahí se aplica la política. La única garantía de
que la categoría de amigo persista es el
sacrificio absoluto y la muerte. Porque,
paradójicamente, esta experiencia de aislamiento,
de rigor, de vigilancia y sacrificio
personal, tiene como resultado, según Guevara,
la construcción de una conciencia nueva.
El mejor es el más fiel y el más sacrificado. El
Che plantea una relación, nunca probada,
entre ascetismo y conciencia política. El sacrificio
y la intransigencia no garantizan la eficacia,
y la vigilancia no se debe confundir con la
política; cuando se confunde hemos pasado a
una práctica de control. La guerrilla funciona
como un estado microscópico que vive siempre
en estado de excepción.
Básicamente, es un sistema para formar
sujetos políticos capaces de reproducir esa
estructura. Porque el revés, la contrarréplica
de la traición –obviamente–, es el heroísmo
absoluto. La garantía de que no habrá traición
es la fidelidad total y la muerte. Pobres de los
pueblos que necesitan héroes, decía Brecht. Y
aquí, en esta microsociedad que es la guerrilla,
se trata de producir automáticamente al
sujeto como héroe, en una construcción
directa, sin pasos previos.
En cada uno de los enfrentamientos, Guevara
forma un pelotón de vanguardia, una
especie de pelotón suicida que enfrenta al
grupo que lo está hostigando en las primeras
escaramuzas. Sobre esta práctica Guevara
escribe en su diario de la época de Sierra
Maestra: "Es un ejemplo de moral revolucionaria,
porque ahí solamente iban voluntarios
escogidos. Sin embargo, cada vez que un
hombre moría, y eso ocurría en cada
combate, al hacerse la designación del nuevo
aspirante, los desechados realizaban escenas
de dolor que llegaban hasta el llanto. Es
curioso ver a los curtidos y nobles guerreros
mostrando su juventud en el despecho de una
lágrima, pero por no tener el honor de estar
en el primer lugar de combate y de muerte".
Podría decirse que aquí hay un exceso en la
representación de la fidelidad, una exhibición
opuesta a "la cara de cerdo" del amilanado.
La experiencia que Guevara hace en Cuba
le va a servir como modelo para definir la
experiencia de la guerrilla, sea donde sea que
se realice. En un sentido, podríamos decir que
el triunfo de la revolución cubana es un
acontecimiento absolutamente extraordinario,
que se da en condiciones únicas. De ella
infiere una hipótesis política general, que
aplica en cualquier situación y sobre la cual va
a forjar modelos de construcción de la
subjetividad y de una nueva ética.
Apenas termina la experiencia en Cuba,
define las características del guerrillero, la
idea del pequeño grupo que funciona por
fuera de la sociedad y que es capaz de
afrontar cualquier situación. Un grupo de élite
que parece vivir en el futuro.
Es notable la metafórica cristiana del
sacrificio que acompaña este tipo de construcción
política. El propio Guevara dice en la
primera página de La guerra de guerrillas: "El
guerrillero como elemento consciente de la
van-guardia popular debe tener una conducta
moral que lo acredite como verdadero sacerdote
de la reforma que pretende. A la austeridad
obligada por difíciles condiciones de la
guerra debe sumar la austeridad nacida de un
rígido autocontrol que impida un solo exceso,
un solo desliz, en ocasión en que las
circunstancias pudieran permitirlo". El guerrillero
"debe ser un asceta".
En definitiva, el modelo de la ética que se
busca es la del cristianismo primitivo. Ahí
aparecen algunos elementos que quizá nos
permitan pensar qué tipo de concepción de la
política está implícita en la idea de un
pequeño grupo capaz de producir una revolución
en condiciones absolutamente adversas.
Es imposible, por ejemplo, imaginar peores
condiciones objetivas que las que
encuentra cuando va al Congo: no conoce la
lengua y la gente con la que trabaja tiene
creencias y nociones de cómo debe ser un
guerrero que Guevara nunca termina de
entender.
Y lo mismo le ocurre en Bolivia, aunque
allí la situación política le resulta más conocida.
Pero apenas llega, todo se complica,
está aislado, sin contactos, y empieza a imaginar
que se van a convertir en una especie de
grupo que sobrevive hasta fortalecerse, una
especie de escuela de cuadros, destinada a
crear sujetos nuevos casi por descarte. "De
mil, cien; de cien, diez; de diez, tres", dice en
una frase impresionante, que muestra la
matemática fatídica que rige en el grupo.
Por supuesto, Guevara no propone nada
que no haga él mismo. No es un burócrata, no
manda a los demás a hacer lo que él sostiene.
Esta es una diferencia esencial, la diferencia
que lo ha convertido en lo que es. Él que paga
con su vida la fidelidad con lo que piensa. Es
similar a la experiencia de los anarquistas del
siglo XIX, cuando tratan de reproducir la
sociedad futura en su experiencia personal.
Viven modestamente, reparten lo que tienen,
se sacrifican, definen una nueva relación con
el cuerpo, una nueva moral sexual, un tipo de
alimentación. Se proponen como ejemplo de
una nueva forma de vida.
Se trata de una posición extrema en todo
sentido. Y si volvemos a la noción de experiencia
de Benjamin en "El narrador", podríamos
decir que Guevara es la experiencia
misma y a la vez la soledad intransferible de la
experiencia. Es el que quema su vida en la
llama de la experiencia y hace de la política y
de la guerra el centro de esa construcción. Y
lo que propone como ejemplo, lo que transmite
como experiencia, es su propia vida.
Paralelamente persiste en Guevara lo que
he llamado la figura del lector. El que está
aislado, el sedentario en medio de la marcha
de la historia, contrapuesto al político. El
lector como el que persevera, sosegado, en el
desciframiento de los signos. El que construye
el sentido en el aislamiento y en la soledad.
Fuera de cualquier contexto, en medio de
cualquier situación, por la fuerza de su propia
determinación. Intransigente, pedagogo de sí
permitan pensar qué tipo de concepción de la
política está implícita en la idea de un
pequeño grupo capaz de producir una revolución
en condiciones absolutamente adversas.
Es imposible, por ejemplo, imaginar peores
condiciones objetivas que las que
encuentra cuando va al Congo: no conoce la
lengua y la gente con la que trabaja tiene
creencias y nociones de cómo debe ser un
guerrero que Guevara nunca termina de
entender.
Y lo mismo le ocurre en Bolivia, aunque
allí la situación política le resulta más conocida.
Pero apenas llega, todo se complica,
está aislado, sin contactos, y empieza a imaginar
que se van a convertir en una especie de
grupo que sobrevive hasta fortalecerse, una
especie de escuela de cuadros, destinada a
crear sujetos nuevos casi por descarte. "De
mil, cien; de cien, diez; de diez, tres", dice en
una frase impresionante, que muestra la
matemática fatídica que rige en el grupo.
Por supuesto, Guevara no propone nada
que no haga él mismo. No es un burócrata, no
manda a los demás a hacer lo que él sostiene.
Esta es una diferencia esencial, la diferencia
que lo ha convertido en lo que es. Él que paga
con su vida la fidelidad con lo que piensa. Es
similar a la experiencia de los anarquistas del
siglo XIX, cuando tratan de reproducir la
sociedad futura en su experiencia personal.
Viven modestamente, reparten lo que tienen,
se sacrifican, definen una nueva relación con
el cuerpo, una nueva moral sexual, un tipo de
alimentación. Se proponen como ejemplo de
una nueva forma de vida.
Se trata de una posición extrema en todo
sentido. Y si volvemos a la noción de
experien-cia de Benjamin en "El narrador",
podríamos decir que Guevara es la
experiencia misma y a la vez la soledad
intransferible de la experien-cia. Es el que
quema su vida en la llama de la experiencia y
hace de la política y de la guerra el centro de
esa construcción. Y lo que propone como
ejemplo, lo que transmite co-mo experiencia,
es su propia vida.
Paralelamente persiste en Guevara lo que
he llamado la figura del lector. El que está
aislado, el sedentario en medio de la marcha
de la historia, contrapuesto al político. El
lector como el que persevera, sosegado, en el
desciframiento de los signos. El que construye
el sentido en el aislamiento y en la soledad.
Fuera de cualquier contexto, en medio de
cualquier situación, por la fuerza de su propias
mismo y de todos, no pierde nunca la convicción
absoluta de la verdad que ha descifrado.
Una figura extrema del intelectual
como representante puro de la construcción
del sentido (o de cierto modo de construir el
sentido, en todo caso).
Y en el final de Guevara las dos figuras se
unen otra vez, porque están juntas desde el
comienzo. Hay una escena que funciona casi
como una alegoría: antes de ser asesinado,
Guevara pasa la noche previa en la escuelita
de La Higuera. La única que tiene con él una
actitud caritativa es la maestra del lugar, Julia
Cortés, que le lleva un plato de guiso que está
cocinando la madre. Cuando entra, está el
Che tirado, herido, en el piso del aula.
Entonces –y esto es lo último que dice
Guevara, sus últimas palabras–, Guevara le
señala a la maestra una frase que está escrita
en la pizarra y le dice que está mal escrita,
que tiene un error. Él, con su énfasis en la
perfección, le dice: "Le falta el acento". Hace
esta pequeña recomendación a la maestra. La
pedagogía siempre, hasta el último momento.
La frase (escrita en la pizarra de la
escuelita de La Higuera) es "Yo sé leer". Que
sea ésa la frase, que al final de su vida lo
último que registre sea una frase que tiene
que ver con la lectura, es como un oráculo,
una cristalización casi perfecta.
Murió con dignidad, como el personaje
del cuento de London. O, mejor, murió con
dignidad, como un personaje de una novela
de educación perdido en la historia.
RicardoPiglia
BuenosAires•40

pedro juan gutiérrez los hierros del muerto
Un cáncer lo pudrió por dentro y lo mató
en pocos meses. Tenía apenas 32 años y le
decían Santico, pero era un diablo hijo de
puta. Vendía aguacates, mangos, cebollas,
cualquier cosa, en un carrito de dos ruedas.
Con eso sacaba unos pesos todos los días
para gastarlos en mujeres, ron y tabacos.
Danais, su mujer, tenía 20 años, y era
linda. Una mulata preciosa. Se enamoró
perdidamente de Santico. Cuando él murió,
casi enloquece. Eran 13 personas, entre
negros, mulatos y jabaos, viviendo en el
mismo cuarto. Ahora tuvieron un poco más de
tranquilidad, porque Santico llegaba borracho
a cualquier hora de la madrugada y golpeaba
a Danais primero para templársela después.
Le gustaba verla llorando. Era igual de brutal
con todos. Casi todas las noches se repetía:
golpes, lágrimas, gritos, y después sexo y
suspiros. El resto de los hermanos, primos y
sobrinos se hacían los dormidos y los dejaban
hacer en la oscuridad. 13 personas
conviviendo en una habitación húmeda y
ruinosa de 5 por 6 metros, oliendo a sudor y
suciedad, con un baño y una cocina fuera,
que tenían que compartir con unos 50 vecinos
más. Así es imposible guardar secretos ni
tener vidas privadas. Y no se inquietaban por
eso. Era normal.
Santico siempre fue hijo de puta. Le
gustaba la sangre, las peleas con cuchillo. Era
valiente y peleador. Tenía el santo hecho por
Oggún. En una esquina del cuarto quedó la
cazuela con los hierros, los guerreros, los
vasos de aguardiente y los tabacos, los platos
con aguacate, yuca, pimienta, ají. Las piedras
de rayos y los palos de jocuma, carne de
doncella, camagua, jagüey y calalú. Una
cadena, un machete, un yunque, un cuchillo.
Murió antes de tiempo. Él no quería irse
tan joven, con tanta fortaleza y virilidad. El
final fue rápido pero rabiando de dolor y
vomitando sangre podrida. Una muerte
miserable y asquerosa. Danais se quedó con
los hierros y los collares verdes y negros.
Cuando regresó del cementerio estuvo
llorando dos días sin parar, hasta que la
madre de Santico la ayudó a levantar el
ánimo. La vieja tenía 9 hijos (ahora le
quedaban 8) y 7 nietos. Sabía un poco del
mundo.
Cuando Danais se recuperó, fue al
mercado. Regresó con un gallo, una paloma y
un perro vivos, y los amarró en aquel rincón.
El lunes o el viernes de cada semana mata un
pollo y riega la sangre encima de la cazuela y
le pone un poquito de miel para endulzarla.
Danais sigue muy triste. No habla con
nadie.sfdsfsdfsdf sdfsdf
Los hombres la piropean y ella se ofende.
Alguno intenta acercarse con buenas
intenciones y ella responde con groserías.
Una noche Santico aparece en sueños y le
dice muy bajo al oído:
—Ven conmigo, Danais. Vine a buscarte.
Ella lo ve riéndose y caminando hacia ella.
Se despierta aterrada, temblando, abre los
ojos. Sobre ella, en la oscuridad del cuarto,
hay una luz roja, gaseosa, girando. Danais
reza y se persigna temblando.
—Misericordia, Señor. Haz que se eleve
su alma, Señor, misericordia.
Pero su alma no se elevará porque,
aunque nadie lo sabe, Santico mató a 3 hombres
en reyertas de callejones y madrugada.
Hirió a muchos, hizo demasiado daño. Ahora
está penando. Danais no se lo dice a nadie,
pero las visitas de Santico se repiten con
frecuencia. Ella cada día esta más obsesionada
con él. Le pone flores, vasos de agua,
velas, reza por su alma, pero Santico sigue
jodiendo hasta después de muerto. Quiere a
Danais con él.
La madre de Santico trata de hacerla
regresar con sus padres. Danais es guantanamera.
Pero ella se resiste. Quiere seguir un
tiempo más:
—Déjeme ayudarlo a que se eleve, vieja.
Déjeme ayudarlo. Yo lo quiero mucho.
La vieja la comprende y la deja hacer. Ya
Danais perdió el miedo y le gusta que él
aparezca por las noches mientras todos
duermen. Él aparece. Se quita la camisa y el
pantalón y ya tiene el vergajo tieso y la
penetra. Ella suspira con un orgasmo tras otro
y él se disuelve. Danais no despierta. Está
agotada. A la mañana siguiente se siente
húmeda y comprueba que no fue un sueño.
Tuvo muchos orgasmos mientras dormía. Le
gusta. Santico habla poco o nada en sus
visitas.
Ella le pone un vaso de aguardiente y un
tabaco junto a la cazuela. A veces él se
aproxima sonriendo y se sienta cerca, en el
piso, sin hablar. Danais se despierta y ahí está
esa luz gaseosa, roja, girando encima de ella.
Ya no le teme. Se levanta. Va hasta la cazuela,
agarra el vaso de aguardiente y lo bebe de un
solo golpe. Cae rendida otra vez sobre la
colcha extendida en el piso, donde siempre ha
dormido. Y ahí está Santico, riéndose y feliz,
saboreando el alcohol. Entonces se acuesta
con ella y la monta como un potro cerrero a
una yegua. Una hora o dos. Tiene tres
orgasmos y sigue con la verga tiesa como un
palo. Cuando terminan él quiere más
aguardiente y fumar el tabaco. No hablan. No
tienen que hacerlo. Pero se entienden.
Ella se levanta de nuevo. Va hasta la
cazuela. Agarra el tabaco y le da fuego. Se
sienta en el piso, recostada a la pared, y fuma,
entre dormida y despierta. Santico fuma, pero
no tiene aguardiente, le gusta beber duro
después de templar. Se pone de mal humor.
Le da una bofetada a Danais y ella llora. La
golpea más. Se excita de nuevo, y allí mismo,
en el piso húmedo y sucio, junto a los hierros
de Oggún, sobre la mierda del gallo, del perro
y la paloma, revuelca otra vez a Danais. Ella
cree que está dormida. No percibe qué
sucede. Siente que él la tiene penetrada hasta
lo último con su pinga gruesa y larga y
potente. Los demás la oyen en medio de la
oscuridad, revolcándose, resoplando. Encienden
la luz y la ven. Desnuda sobre el piso, con
las piernas abiertas y levantadas, el sexo
estremecido, bellísima, haciendo el amor con
el aire, recibiendo bofetadas en la cara. Todos
se asustan. La madre de Santico toma el
mando. Agarra un frasco de agua bendita
mezclada con perfume de 7 potencias. Se
acerca a Danais y la rocía con el líquido,
pidiendo:
—Misericordia, Señor. Misericordia. Dale
paz, Virgen de las Mercedes. Obatalá poderoso.
Dale paz. Misericordia, Señor. Haz que
se eleve, Obatalá, no lo hagas sufrir más.
Frota la cabeza y la nuca de Danais con el
agua bendita. Los brazos y las piernas. Al fin
la muchacha vuelve en sí. No sabe que
sucedió. Llorando abraza a la vieja:
—¡Ay, es que viene todas las noches!
¡Viene todas las noches! Y a mí me gusta.
—Ya pasó, ya pasó.
La vieja la consuela y sabe. Pero guarda
silencio. Cuando todos se tranquilizan, apaga
la luz y siguen durmiendo. Después del susto
nadie queda asombrado. Todos sabían que
Santico no se iba a ir tranquilo y sin dar
guerra. Hay que darle una misa espiritual. 2, 3,
10 misas espirituales para su alma. Las que
sean necesarias. Hasta que se eleve. Todos lo
piensan pero nadie abre la boca. Es mejor no
meterse con el muerto. Sólo la madre de
Santico, cuando se está acostando de nuevo,
habla consigo misma, muy quedo:
—Él cree que está vivo todavía. Pobrecito.
Hay que ayudarlo a que se eleve.
Al día siguiente la madre se levanta
temprano para organizar la misa espiritual. Va
a casa de una comadre que sabe darlas muy
bien. Cuando regresa, 2 horas después, se
encuentra a Danais acostada en el piso, junto
a la cazuela de Oggún.
—Danais, vamos a dar la misa el lunes,
que es cuando puede hacerla mi comadre. Así
que faltan cinco días. ¿Y a ti qué te pasa? ¿Por
qué estás ahí?
—No sé. No quiero salir.
—Oye, deja la bobería. Agarra la caja de
aguacates y siéntate en la acera a vender. ¿O
tú quieres ahora que yo te mantenga?
—No, vieja, no, ya voy. Es que estoy
cansada y triste... No sé ni qué me pasa.
Danais hace un acopio de voluntad. Se
levanta. Coge los aguacates y unos limones,
los coloca en una tarima de madera, en la
acera, frente al solar. Ella vive de eso. Todos
los días tiene algo que vender. Está entretenida
con su venduta cuando una vecina le
llama la atención:
—¡Danais, qué hinchadas tienes las
piernas! ¿Y eso por qué?
Ella sigue trabajando y no presta mucha
atención. Los jóvenes no hacen caso a las
enfermedades. Por la tarde tiene muy
inflamados los pies, piernas y muslos. Recoge
su tarima y entra al cuarto:
—Mañana voy al médico. Esto parece
linfangitis.
Esa noche Santico no viene. Ella lo ve
pasar entre los bejucos del monte. Lejos. Se
escabulle. No le da el frente. Ella está de pie,
desnuda, en un claro, al pie de una ceiba.
Santico le da vueltas, pero no se acerca. Le
muestra su falo erecto y hermoso y se pierde,
riéndose entre los arbustos. Después ella
camina toda la noche. Hay humedad y frío
hasta que amanece con niebla y ella desnuda,
sin zapatos, bellísima, con el cabello suelto,
pero agotada de tanto caminar y con la piel
arañada por los espinos y la maleza. Danais
sabe que está sola y perdida en el monte.
Al día siguiente casi no puede pararse.
Está cansada y más inflamada aún. Tiene la
piel irritada y tensa y le arden los arañazos. Es
una mulata hermosa, con la piel canela
oscuro, pero está descalabrada, ojerosa, se
ha desgastado mucho en unos días. La madre
de Santico se asusta porque ella no es vieja
por gusto. Ha visto mucho en esta vida:
—No, Danais, no vas al hospital. Vamos
conmigo.
En el cuarto de al lado vive Rómulo. Un
babalao de 65 años. Sabe mucho y es serio.
No es un jodedor cualquiera, como estos
jóvenes de ahora que no saben ni dónde
están parados, pero tienen maldad suficiente
para seducir a los incautos y quitarles dinero.
La gente respeta a Rómulo. Cuando las ve
llegar las saluda y se dirige a la vieja:
—Yo sabía que ustedes venían a parar
aquí. Pero esperaron demasiado. ¿Por qué no
la trajiste antes? Tú sabes. Tú no tienes 20
años.
—Rómulo, es que tus remedios son
caros, y yo pensé...
—Lo bueno es caro. Vamos a ver qué
puedo hacer. Vengan para acá.
Detrás de un biombo, Rómulo tiene los
santos. Los 3 se sientan en el piso. En medio
él pone el tablero de Ifá. Tira los caracoles. Y
no habla. Los tira lentamente, meditando, 2, 3
veces. Y no habla.
—Ya todo está hecho. Llévala al médico a
ver qué puede hacer por ella.
—¡Rómulo, por tu madre! –dice la vieja.
—No se asusten, pero hay que rogar
mucho por ella. Llévala al médico. Yo no
puedo hacer nada.
Danais no entiende qué sucede. Es muy
joven para comprender. Sabe muy poco de la
vida. Santico se enamoró de ella y la sacó de
un bohío de madera y guano, donde vivía con
sus padres y 8 hermanos, en medio del
campo, en lo alto de una loma rodeada de
cafetales destruidos por las malezas y la falta
de atención. Ella tenía 18 años. Hacía 9 que
no iba a la escuela y su única ocupación era
recoger café en cada cosecha, junto con sus
padres y los hermanos que quedaban allí. Los
varones se habían ido de aquellas montañas,
cerca de Baracoa, a buscar trabajo en otro
lugar. Gracias a ellos no se morían de hambre.
Literalmente. El café cada año rendía menos.
Cuando Santico la vio, ella hacía
muchísimo tiempo que no tenía zapatos ni
ropa interior, ni jabón. Nada. Se enamoró de
aquella muchacha medio salvaje, inocente,
dispuesta a enamorarse del primero que
pudiera sacarla de allí para siempre. Cuando
Santico se la templó a su modo, desesperadamente,
incesante como un torrente, incapaz
de detenerse durante 4 días, ella quedó
boquiabierta. Lo había hecho muchas veces
con 3 o 4 novios anteriores, pero nunca de
aquel modo.
Quedó capturada para siempre en las
redes metálicas de aquel negro hermoso,
fuerte y macho como ninguno. Le habían
enseñado a admirar a los machos hasta la
veneración. A entregarse íntegramente y
convertirse en esclava. Así ha sido siempre en
aquellas montañas y así seguirá siendo.
Danais se fue con él. Santico la trajo para
La Habana y la encerró en aquel cuarto. La
guantanamera está demasiado linda para
exhibirla mucho en este barrio de fieras.
Además, no ha visto mundo. No sabe nada y
cualquiera le puede hacer un cuento,
engatusarla, y quitársela. Por tanto, sólo
puede salir a la calle con Santico. El resto del
tiempo ahí. Entre 4 paredes. Le puso una
mano sobre los ojos y no la dejó moverse. Y
ella lo aceptó sin chistar. Es más, vivía bien
así. Estaba complacida con aquel amor
esclavizante. Eso más o menos era lo que ella
había visto siempre a su alrededor.
Salieron de la casa de Rómulo directo
para un hospital. La vieja iba escéptica. Los
médicos dedujeron una flebitis avanzada. La
ingresaron para aplicarle algunos antibióticos.
No eran exactamente los indicados para un
caso tan avanzado. Pero en el hospital no
tenían otros, así que no se podía escoger. Esa
noche Danais se inflamó más. Las manos, los
brazos, todo el tronco. A la mañana siguiente
la pasaron a una sala de terapia intensiva. Los
médicos no decían claramente qué enfermedad
tenía aquella paciente. Para eludir las
preguntas de la vieja le decían:
—Es un caso delicado. Lo estamos
estudiando.
Le pasaron sueros con antibióticos directo
en vena. En unas horas más cayó en estado
de coma. Le aplicaron oxígeno. Santico
apareció riéndose y se le acercó. Cuando ella
lo vio comenzó a reírse también y se quitó la
ropa. Un enfermero a su lado no entendía de
qué reía y trataba de aguantarla para que no
se desnudara. Si estaba desmadejada y sin
conocimiento, ¿por qué y cómo hacía
aquellos gestos?
Los dos estaban en medio del monte. A la
sombra de un árbol de jagüey. Un árbol
grandísimo y viejo. Santico se desnudó y se
puso un collar de cuentas negras y verdes, y
le puso otro a ella en el cuello. Su falo era un
vergajo de campana, duro y grande. Santico
está alegre, pero insatisfecho, como siempre.
Nunca podrá descansar, ni de día ni de noche.
Cerca de ellos, detrás de unos arbustos,
los observa el orisha de los caminos y las
maldades, el que vigila siempre con sus ojos
de caracol. Es amigo de Oggún. Andan juntos,
haciendo de las suyas, violando a las mujeres
que encuentran a su paso, armando broncas
en todas partes. Santico entierra un clavo
ensangrentado en la tierra. Valiente, borracho,
turbulento. Derrama sangre a chorros. Ha
hecho mucho daño. Desconfiado, teme que
se la cobren. Siempre da el frente y se cuida
la espalda. Teme y es temido. Vive furioso.
Nunca ha sido feliz. Perpetuo y magnífico jefe
de guerreros. Cuando toca a Danais, ella
siente su mano dura y fría, con un sello
metálico de muerte. Huele a acero enfurecido.
Dueño de los metales y de la fragua, hierro y
fuego. La penetra sin contemplaciones ni
caricias previas. Ella, nerviosa, enamorada
como una doncella, se entrega y disfruta.
Apenas de tocarla con la punta de la verga ya
tiene el primer orgasmo. Y después muchos
más. Se revuelcan sobre la tierra y la hierba
húmeda. Oggún necesita los jugos de esa
doncella hermosa, inocente, que se entrega
por amor. Ella convulsiona. El enfermero
intenta mantenerla sobre la cama, pero esa
muchacha tiene una fuerza sobrenatural. Salta
encabritada y mueve la pelvis como si hiciera
el amor, suspira y muerde y grita. Cae al piso
estrepitosamente. La muerte la abraza y todo
termina. Resopla y suspira, desfigurada, atravesada
por un viento que se levanta de
repente en aquel monte copioso. Santico, con
la verga aún enhiesta, la deja, acostada en la
tierra, y la abofetea. Entonces se va, entre las
ceibas, los árboles de jocuma y camagua. Un
perro, un gallo y una paloma corren y vuelan
detrás de él, alborotando y metiendo ruido. La
deja seducida y abandonada, llorando, sufriendo
sin consuelo, sola en medio de aquel
monte poderoso, con un ciclón que la
envuelve y la arrastra. Viento, lluvia, truenos,
relámpagos. Ella no entiende qué sucede.
Nunca lo sabrá.
PedroJuanGutiérrez
Matanzas• 5 0






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Citation

Ahmel Echeverría, Jorge Enrique Lage, Orlando Luis Pardo Lazo, “The Revolution Evening Post, No. 1,” Digital Entanglements, accessed March 28, 2024, https://digitalcuba.omeka.net/items/show/15.

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