The Revolution Evening Post, No. 2

Dublin Core

Title

The Revolution Evening Post, No. 2

Subject

Revista Literaria Digital

Creator

Ahmel Echeverría,
Jorge Enrique Lage,
Orlando Luis Pardo Lazo

Source

The Revolution Evening Post, No. 2, 2008.

Publisher

The Revolution Evening Post

Date

2008

Contributor

Lizabel Mónica

Format

Pdf

Language

Spanish, Español, SPA

Type

Revista, magazine

Coverage

Cuba

Text Item Type Metadata

Text

theREVOLUTION E VENING post
episodio 2
e Zine de ESCRITURA ir r egular
stuff :
roberto bolaño 5 escritores nazis 2
juan villoro el mar interrumpido 5 la segunda tortuga 5
ahmel echevarría pop-ups 7
rodrigo fresán el pescador pescado 9
álvaro bisama jaque / agorafobia 11
jorge enrique lage la gran guagua china 12
marcelo figueras 3 posts 13
enrique vila-matas la vida de los otros 15
orlando luis pardo x/t 16
giovanni papini visita a lenin 18 el verdugo nostálgico 19
jorge enrique lage de vultureffect 21

staff :
ahmel echevarría
jorge enrique lage
orlando luis pardo lazo

Hemos sido cordialmente invitados a formar parte de la literatura chilena en Cuba. Por supuesto, hemos aceptado. No hubo ceremonia de iniciación. Mejor así.
therevening@yahoo.com

ernesto pérez masón matanzas, 1908 nueva york, 1980
Novelista realista, naturalista, expresionista, cultor del decadentismo y del realismo socialista, autor de una veintena de obras que avalan una carrera que se inicia con el espléndido relato Sin Corazón (La Habana, 1930), una pesadilla con extraños ecos kafkianos en un momento en que pocos en el Caribe conocían la obra de Kafka y termina con la prosa crujiente, mordaz, resentida de Don Juan en La Habana (Miami, 1979).
Integrante un tanto sui generis de la revista Orígenes, su enemistad con Lezama Lima fue legendaria. En tres ocasiones desafió al autor de Paradiso a batirse en duelo con él. En la primera, en 1945, impuso como escenario del lance un campito que poseía en las afueras de Pinar del Río y sobre el cual escribió numerosas páginas acerca de la felicidad profunda de ser propietario, término que ontológicamente llegó a equiparar con el de destino. Lezama, por supuesto, lo desairó.
En la segunda ocasión, en 1954, el sitio elegido para el lance fue el patio de un burdel de La Habana y las armas, sables. Lezama, una vez más, no se presentó.
El tercer y último desafío ocurrió en 1963; el lugar escogido fue el jardín trasero de la casa del doctor Antonio Nualart, en donde se celebraba una fiesta con participación de poetas y pintores; las armas, los puños, como en las clásicas peleas cubanas. Lezama, que por pura casualidad se encontraba en la fiesta, nuevamente logró escabullirse, ayudado por Eliseo Diego y Cintio Vitier. Esta vez la bravuconada de Pérez Masón terminó mal. Al cabo de media hora se presentó la policía y tras una breve discusión fue arrestado. En la comisaría las cosas empeoraron. Según la policía Pérez Masón golpeó a un agente en un ojo. Según Pérez Masón aquello fue una encerrona montada hábilmente por Lezama y por el castrismo, enmaridados contranatura ante la ocasión de hundirlo. El incidente se saldó con quince días de prisión.
No será la última vez que Pérez Masón visite las cárceles del régimen. En 1965 se publica la novela La Sopa de los Pobres, en donde, en un impecable estilo que hubiera aprobado Sholojov, narra los sufrimientos de una familia numerosa de La Habana de 1950. La novela consta de quince capítulos. El primero comienza: “Volvía la negra Petra...”; el segundo: “Independiente, pero tímida y remisa...”; el tercero: “Valiente era Juan...”; el cuarto: “Amorosa, le echó los brazos al cuello...” Pronto salta el censor avispado. Las primeras letras de cada capítulo componen un acróstico: VIVA ADOLF HITLER. El escándalo es mayúsculo. Pérez Masón se defiende despectivo: se trata de una coincidencia. Los censores se ponen manos a la obra; nuevo descubrimiento, las primeras letras de cada segundo párrafo componen otro acróstico: MIERDA DE PAISITO. Y las de cada tercer párrafo: QUE ESPERAN LOS US. Y las de cada cuarto párrafo: CACA PARA USTEDES. Y así, como cada capítulo se compone invariablemente de veinticinco párrafos, los censores y el público en general no tardan en encontrar veinticinco acrósticos. La cagué, dirá más tarde, eran demasiado fáciles de resolver, pero si los hubiera hecho difíciles nadie se hubiera dado cuenta.
El resultado son tres años de cárcel, que finalmente se quedan en dos y la edición, en inglés y francés, de sus primeras novelas: Las Brujas, un relato misógino y lleno de historias que se abren a otras historias que a su vez se abren a otras historias y cuya estructura o falta de estructura guarda cierta semejanza con la obra de Raymond Roussel; El Ingenio de los Masones, obra paradigmática y paradójica en donde nunca se sabe con certeza si Pérez Masón está hablando de la agudeza mental de sus antepasados o de un ingenio azucarero de finales del siglo XIX en donde se reúne una logia masónica que planea la revolución cubana y más tarde la revolución mundial, y que en su día (1940) mereció los elogios de Virgilio Piñera que vio en ella una versión cubana de Gargantúa y Pantagruel; y El Árbol de los Ahorcados, novela oscura, de un gótico caribeño inédito hasta entonces (1946), en donde queda al descubierto su fobia por los comunistas (sorprendentemente el capítulo tercero está dedicado a narrar las vicisitudes militares del mariscal Zhukov, héroe de Moscú, Stalingrado y Berlín, y constituye, por sí solo –y poco tiene que ver con el resto de la novela–, uno de los trozos más brillantes y extraños de la literatura latinoamericana de la primera mitad del siglo XX), por los homosexuales, por los judíos y por los negros, y que le valió la enemistad de Virgilio Piñera quien sin embargo nunca dejó de reconocer el valor inquietante, como de caimán dormido, de la novela, tal vez la mejor de todas las que escribiera Pérez Masón.
Casi toda su vida, hasta el triunfo de la Revolución, trabajó como profesor de literatura francesa en una escuela superior de La Habana. En la década de los cincuenta intentó sin éxito el cultivo del cacahuete y del ñame en su historiado campito de Pinar del Río que finalmente le expropiaron las nuevas autoridades. Sobre su vida en La Habana tras salir de la cárcel se cuentan infinidad de historias, la mayor parte inventadas. Se dice que fue confidente de la policía, que escribió discursos y arengas para un conocido político del régimen, que fundó una secta secreta de poetas y asesinos fascistas, que practicó la santería, que recorrió las casas de todos los escritores, pintores, músicos, pidiendo que intercedieran por él ante las autoridades. Sólo quiero trabajar, decía, sólo trabajar y vivir haciendo lo único que sé hacer. Es decir, escribiendo.
Al salir de la cárcel tiene terminada una novela de 200 páginas que ninguna editorial cubana se atreve a publicar. Su argumento indaga los primeros años de alfabetización de los sesenta. Su ejecución es impecable, en vano los censores se afanan en encontrar mensajes crípticos entre sus páginas. Aun así no se puede publicar y Pérez Masón quemará los tres únicos manuscritos existentes. Años más tarde escribirá en sus memorias que la novela entera, desde la primera a la última página, era un manual de criptografía, el Super Enigma, aunque por supuesto ya no tiene el texto para probarlo y su afirmación pasará ante la indiferencia, si no la incredulidad, de los círculos de exiliados de Miami que le reprochan sus primeras y algo apresuradas hagiografías de Fidel y Raúl Castro, Camilo Cienfuegos y el Che Guevara, y que Pérez Masón responderá escribiendo una curiosa novelita pornográfica (que publicará bajo el seudónimo de Abelardo de Rotterdam) ferozmente antinorteamericana, con el general Eisenhower y el general Patton como protagonistas.
En 1970, también según su diario, intenta y consigue fundar un Grupo de Escritores y Artistas Contrarrevolucionarios. El grupo lo integran el pintor Alcides Urrutia y el poeta Juan José Lasa Mardones, de quien nadie tiene noticia y que probablemente sean invenciones del propio Pérez Masón o seudónimos perfectos de escritores adictos al régimen castrista que en determinado momento se volvieron locos o quisieron jugar con dos barajas. Las siglas G.E.A.C. esconden, según algunos críticos, al Grupo de Escritores Arios de Cuba. En cualquier caso, del Grupo de Escritores y Artistas Contrarrevolucionarios o del Grupo de Escritores Arios de Cuba (¿o del Caribe?) no se supo nada hasta que Pérez Masón, confortablemente instalado en Nueva York, publica sus memorias.
Sus años de ostracismo pertenecen al dominio de la leyenda. Tal vez estuvo otra vez en la cárcel, tal vez no.
En 1975, y tras muchos intentos frustrados, consigue salir de Cuba y se instala en Nueva York en donde se dedica –trabajando más de diez horas diarias– a la escritura y a la polémica. Cinco años después moriría. El Diccionario de Autores Cubanos (La Habana, 1978) que ignora a Cabrera Infante, sorprendentemente recoge su nombre.

Daniela de montecristo Buenos Aires, 1918 Córdoba, España, 1970
Mujer de legendaria belleza y permanentemente rodeada por un aura de misterio, de sus primeros años en Europa (1938-1947) se cuentan historias a menudo contradictorias cuando no antagónicas. Se dice que fue amante de generales italianos y alemanes (entre estos últimos se menciona a Wolff, el tristemente célebre jefe de las SS en Italia); que se enamoró de un general del ejército rumano, Eugenio Entrescu, al que crucificaron sus propios soldados en 1944; que escapó del cerco de Budapest disfrazada de monja española; que perdió una maleta llena de poemas al cruzar clandestinamente la frontera austro-suiza en compañía de tres criminales de guerra; que fue recibida por el Papa en 1940 y en 1941; que un poeta uruguayo y otro colombiano se suicidaron por su amor no correspondido; que en la nalga izquierda llevaba tatuada una esvástica negra.
Su obra literaria, descontando los poemas de juventud perdidos en las cumbres heladas de Suiza y de los que nunca más se supo, se compone de un solo libro de título un tanto épico: Las Amazonas, editado por Pluma Argentina y con prólogo de la viuda de Mendiluce que no se queda corta a la hora de prodigar elogios (en algún párrafo compara, sin otro fundamento que la intuición femenina, los famosos poemas perdidos en los Alpes con la obra de Juana de Ibarbourou y Alfonsina Storni).
El libro aborda de manera torrencial y anárquica todos los géneros literarios: la novela amorosa y la novela de espías, las memorias, el teatro, incluido el de vanguardia, la poesía, la historia, el panfleto político. Su argumento gira en torno a la vida de la autora y de sus abuelas y bisabuelas, remontándose en ocasiones a los días inmediatamente posteriores a la fundación de Asunción y Buenos Aires.
Algunas páginas son originales, sobre todo cuando describe un Cuarto Reich femenino con sede en Buenos Aires y campos de entrenamiento en la Patagonia, o cuando divaga nostálgica, apoyada en conocimientos seudocientíficos, acerca de la glándula que produce el sentimiento amoroso.


Gustavo Borda. Guatemala, 1954 Los Ángeles, 2016
El más grande y el más desgraciado de los autores de ciencia-ficción guatemaltecos tuvo una infancia y adolescencia campesina. Hijo del capataz de la hacienda Los Laureles, la biblioteca de los patrones de su padre le proporcionó las primeras lecturas y las primeras humillaciones. Ambas, lecturas y humillaciones, no escasearían a lo largo de su vida.
Le gustaban las mujeres rubias y su apetito era insaciable, legendario, fuente de mil chistes y bromas pesadas. Propenso al amor y al amor propio, su vida fue ciertamente un rosario de humillaciones que supo llevar con la entereza de una fiera herida. Abundan las anécdotas californianas (en la misma medida en que escasean las anécdotas guatemaltecas en donde llegó a ser considerado, si bien no por mucho tiempo, el escritor nacional): se dice que era el blanco predilecto de todos los sádicos de Hollywood; que se enamoró de al menos cinco actrices, cuatro secretarias, siete camareras y que por todas fue rechazado con grave perjuicio para su dignidad personal; que en más de una ocasión lo golpearon brutalmente los hermanos, los amigos o los novios de las mujeres de las que se enamoraba; que a sus amigos les complacía hacerlo beber hasta reventar y que luego lo dejaban tirado en cualquier parte; que fue estafado por su agente literario, por su casero, por su vecino (el guionista y escritor de ciencia-ficción mexicano Alfredo De María); que su presencia en reuniones y congresos de escritores de ciencia-ficción norteamericanos constituía el blanco de los sarcasmos, el desprecio (Borda, al contrarío que la mayoría de sus colegas, carecía de los más elementales conocimientos científicos; su ignorancia en el campo de la astronomía, la astrofísica, la física cuántica, la informática, era proverbial) y la befa; que su simple existencia, en fin, solía hacer aflorar de inmediato los instintos más bajos y más ocultos en la gente que por una u otra causa se cruzaba en su vida.
No hay constancia, no obstante, de que nada lo desmoralizara. En sus Diaños les echa la culpa de todo a los judíos y a los usureros.
Gustavo Borda medía a duras penas un metro cincuenta y cinco centímetros, era moreno, de pelo negro y tieso y de dientes enormes y muy blancos. Sus personajes, por el contrario, son altos, rubios, de ojos azules. Las naves espaciales que aparecen en sus novelas llevan nombres alemanes. Sus tripulantes también son alemanes. Las colonias espaciales se llaman Nuevo Berlín, Nueva Hamburgo, Nuevo Frankfurt, Nuevo Koenigsberg. Y su policía cósmica viste y se comporta como seguramente hubieran vestido y se hubieran comportado las SS de haber podido sobrevivir hasta el siglo XXII.
Por lo demás sus argumentos siempre fueron convencionales: jóvenes que emprenden un viaje iniciático, niños perdidos en la inmensidad del cosmos que encuentran a viejos navegantes llenos de sabiduría, historias fáusticas de pactos con el diablo, planetas en donde es posible encontrar la fuente de la eterna juventud, civilizaciones perdidas que siguen subsistiendo de forma secreta.
Vivió en Ciudad de Guatemala y en México, en donde desempeñó todo tipo de trabajos. Sus primeras obras pasaron completamente desapercibidas.
Tras la traducción al inglés de su cuarta novela, Crímenes sin resolver en CiudadFuerza, se convirtió en escritor profesional y se trasladó a vivir a Los Ángeles, ciudad que ya no abandonaría.
En cierta ocasión, preguntado por qué sus historias tenían ese componente germánico tan extraño en un autor centroamericano, contestó: “Me han hecho tantas perrerías, me han escupido tanto, me han engañado tantas veces que la única manera de seguir viviendo y seguir escribiendo era trasladarme en espíritu a un sitio ideal... A mi manera soy como una mujer en un cuerpo de hombre...”

Silvio Salvático. Buenos Aires, 1901. Buenos Aires, 1994
Entre sus propuestas juveniles se cuenta la reinstauración de la Inquisición, los castigos corporales públicos, la guerra permanente ya sea contra los chilenos o contra los paraguayos o bolivianos como una forma de gimnasia nacional, la poligamia masculina, el exterminio de los indios para evitar una mayor contaminación de la raza argentina, el recorte de los derechos de los ciudadanos de origen judío, la emigración masiva procedente de los países escandinavos para aclarar progresivamente la epidermis nacional oscurecida después de años de promiscuidad hispano-indígena, la concesión de becas literarias a perpetuidad, la exención impositiva a los artistas, la creación de la mayor fuerza aérea de Sudamérica, la colonización de la Antártida, la edificación de nuevas ciudades en la Patagonia.
Fue jugador de fútbol y futurista.
De 1920 a 1929 escribió y publicó más de doce poemarios, algunos de los cuales obtuvieron premios municipales y provinciales, y frecuentó los salones literarios y las cafeterías de moda. Desde 1930, encadenado por un matrimonio desastroso y por una prole numerosa, trabajó como gacetillero y corrector en varios periódicos de la capital y frecuentó los tugurios y el arte de la novela que siempre le fue esquivo; publicó tres: Campos de Honor (1936), que trata de desafíos y de duelos semiclandestinos en un Buenos Aires espectral, La Dama Francesa (1949), un relato de prostitutas generosas, cantantes de tango y detectives, y Los Ojos del Asesino (1962), curiosa premonición del psico-killer cinematográfico de los setenta y ochenta.
Murió en el asilo de ancianos de Villa Luro, con una maleta repleta de viejos libros y manuscritos inéditos por toda posesión.
Sus libros nunca se reeditaron. Sus inéditos probablemente fueron arrojados a la basura o al fuego por los celadores del asilo.

Amado Couto. Juiz de Fora, Brasil, 1948 París, 1989
Couto escribió un libro de cuentos que ninguna editorial aceptó. El libro se perdió. Luego entró a trabajar en los Escuadrones de la Muerte y secuestró y ayudó a torturar y vio cómo mataban a algunos pero él seguía pensando en la literatura y más precisamente en lo que necesitaba la literatura brasileña. Vanguardia, necesitaba, letras experimentales, dinamita, pero no como los hermanos Campos que le parecían aburridos, un par de profesorazos desnatados, ni como Osman Lins que le parecía francamente ilegible (¿entonces por qué publicaban a Osman Lins y no sus cuentos?), sino algo moderno pero más bien tirando para su parcela, algo policiaco (pero brasileño, no norteamericano), un continuador de Rubem Fonseca, para entendernos. Ése escribía bien aunque decían que era un hijo de puta, a él no le constaba. Un día pensó, mientras esperaba con el coche en un descampado, que no sería mala idea secuestrar y hacerle algo a Fonseca. Se lo dijo a sus jefes y éstos lo escucharon. Pero la idea no se llevó a cabo. Meter a Fonseca en el corazón de una verdadera novela nubló e iluminó los sueños de Couto. Los jefes tenían jefes y en alguna parte de la cadena el nombre de Fonseca se evaporaba, dejaba de existir, pero en su cadena privada el nombre de Fonseca cada vez era mayor, más prestigioso, más abierto y receptivo a su entrada, como si la palabra Fonseca fuera una herida y la palabra Couto un arma. Así que leyó a Fonseca, leyó la herida hasta que ésta empezó como a supurar, y luego cayó enfermo y sus compañeros lo llevaron a un hospital y dicen que deliró: vio la gran novela policiaco-brasileña en un pabellón de hepatología, la vio con detalles, con trama, nudo y desenlace y le pareció que estaba en el desierto de Egipto y que se acercaba como una ola (él era una ola) a las pirámides en construcción. Escribió, pues, la novela y la publicó. La novela se llamaba Nada que decir y era una novela policíaca. El héroe se llamaba Paulinho y a veces era el chofer de unos señores y otras veces era un detective y otras un esqueleto que fumaba en un pasillo escuchando gritos lejanos, un esqueleto que entraba a todas las casas (a todas no, sólo a las casas de la clase media o de los pobres de solemnidad) pero que nunca se acercaba demasiado a las personas. Publicó la novela en la colección Pistola Negra, que editaba policíacos norteamericanos, franceses y brasileños, más brasileños últimamente porque escaseaba el dinero para pagar royalties. Y sus compañeros leyeron la novela y casi ninguno la entendió. Para entonces ya no salían en coche juntos ni secuestraban ni torturaban aunque alguno todavía mataba. Tengo que despegarme de esta gente y ser escritor, escribió en alguna parte Couto. Pero era trabajoso. Una vez intentó ver a Fonseca. Según Couto, se miraron. Qué viejo está, pensó, ya no es Mandrake ni es nadie, pero se hubiera cambiado por él aunque fuera sólo una semana. También pensó que la mirada de Fonseca era más dura que la suya. Yo vivo entre pirañas, escribió, pero don Rubem Fonseca vive en una pecera de tiburones metafísicos. Le escribió una carta. No recibió contestación. Así que escribió otra novela, La Última Palabra, que le publicó Pistola Negra y que ponía en escena otra vez a Paulinho y que en el fondo era como si Couto se desnudara delante de Fonseca sin ningún pudor, como si le dijera aquí estoy yo, solo, cargando con mis pirañas mientras mis compañeros recorren las calles céntricas, de madrugada, como los hombres del saco llevándose niños, el misterio de la escritura. Y aunque probablemente supo que Fonseca jamás leería sus novelas, siguió escribiendo. En La Última Palabra aparecían más esqueletos. Paulinho ya casi todo el día era un esqueleto. Sus clientes eran esqueletos. La gente con la que Paulinho conversaba, follaba, comía (aunque por regla comía solo), también eran esqueletos. Y en la tercera novela, La Mudita, las principales ciudades del Brasil eran como esqueletos enormes, y también los pueblos eran como esqueletos pequeños, esqueletos infantiles, y a veces hasta las palabras se habían metamorfoseado en huesos. Y ya no escribió más. Alguien le dijo que sus compañeros de la recogida estaban desapareciendo, le entró miedo, es decir le entró más miedo al cuerpo. Intentó volver tras sus pasos, encontrar caras conocidas, pero todo había cambiado mientras él escribía. Algunos desconocidos empezaban a hablar de sus novelas. Uno de ellos podría haber sido Fonseca, pero no era. Lo tuve en mis manos, anotó en su diario antes de desaparecer como un sueño. Después se fue a París y allí se ahorcó en un cuarto del hotel La Gréce.
Roberto Bolaño. Santiago•de•Chile•53-03

El Mar interrumpido
¿Qué le interesa a un hombre? ¿Qué resortes ocultos animan sus pasiones? La literatura es una exploración de la vida ilusoria, las estrategias con que el entusiasmo consigue su tributo o desemboca en el sótano del desasosiego. No hay historias sin emociones, y no es casual que los escritores dirijan su mirada a los estadios.
La forma de la pasión mejor repartida en el planeta es el fútbol. Durante el pasado Mundial de Alemania, Kofi Annan, entonces secretario de las Naciones Unidas, publicó un artículo en The Guardian donde decía que enviaba a Joseph Blatter por conducir un organismo internacional más exitoso que el suyo: la FIFA tiene más agremiados que la ONU, y además le hacen caso.
Espejo de las sociedades, el fútbol cuenta con toda clase de testigos dispuestos a desentrañar los beneficios y las vilezas que desata. Sin embargo, fue necesario un largo proceso de aculturación para entender que se trataba de una actividad que merecía ser abordada por escrito.
Descartado en un principio como una rústica manera de perder el tiempo, el fútbol tuvo sus evangelistas iniciales en la crónica deportiva. Durante décadas, los poetas y los novelistas se abstuvieron de manchar sus botines con el lodo de las canchas. Manuel Vázquez Montalbán fue un pionero esencial para entender la sustancia narrativa que recorría las tribunas. Convencido de que los partidos no sólo se disputan en el césped, sino en la mente de los aficionados, se ocupó de las relaciones peligrosas entre el deporte de masas y la política, el supermercado planetario donde los dioses llevan camisetas numeradas, las inagotables razones que hacen que el Barça sea más que un club. Gracias a él, sabemos que un partido mediocre puede ser más divertido al discutirse y que nada engrandece tanto la gesta como la suspicacia: “Lo que más nos gusta en el mundo a los catalanes es que los penaltis que nos pitan, sean futbolísticos o sean históricos, al menos sean discutibles o sospechosos”.
El fútbol es un sistema de supersticiones y Vázquez Montalbán, culé ejemplar, llegó a identificar el bloqueo del escritor con el archienemigo: “Mi mente está en blanco, ese color horroroso”.
Escoger un equipo es una forma de decidir el destino. Hay estoicos que deben su temple a apoyar a un club impredecible y masoquistas que se quejan de que los suyos no pierdan lo suficiente. La satisfacción de estar aquí tiene que ver con el club al que apoyo con una pasión quizá más literaria que futbolística.
El primer regalo que recibí en mi vida fue un llavero con el escudo azulgrana. Mi padre nació en Barcelona, vivió aquí hasta los diez años, y emigró a México en 1932. De niño, atesoró con fervor algunas cosas de su ciudad perdida: el parque de la Ciudadela, las aceras con lado de “mar” y lado de “montaña”, el equipo que salta al campo con los colores del Hombre Araña.
Me hice del Barça por extensión, como quien adquiere un mundo de fantasmas. En aquel tiempo anterior a la televisión satelital, muy de vez en cuando llegaban noticias de ese equipo. A principios de los años 60, vi al Barcelona de Cayetano Re en su gira por México, y en 1969, a los 12 años, fui con mi padre al Camp Nou a un derby contra el Real Madrid.
No es fácil explicar lo que un equipo representa para la gente del exilio. Se trata más de una entidad soñada, hecha de idealizaciones, que de una escuadra que decide marcadores. Cuando la televisión comenzó a transmitir vía satélite, los culés de México nos sorprendimos de que nuestro club existiera. A sus tareas de resistencia cultural, el Orfeo Català agregó una sala con pantalla gigante. Gracias a la oportuna diferencia de horarios, en México los partidos europeos coinciden con el almuerzo, y el Orfeo Català creó una burbuja ajena a la geografía donde el fútbol se disfrutaba con butifarras y setas vernáculas que el entusiasmo transformaba en rovellons.
Las identidades dependen de valores compartidos voluntariamente. Pocas han sido tan ruidosas y ajenas a los obstáculos de la evidencia como la de los barcelonistas de México. Esta lealtad fue sembrada por el propio Barcelona en nuestro país. Durante la guerra civil, el presidente de la Generalitat, Lluís Companys, promovió una gira para que el equipo pudiera seguir jugando y mantuviera activo el espíritu de una nación. La mayoría de los titulares se quedaron en México y se convirtieron en figuras decisivas de nuestro fútbol. Otros jugadores se exiliaron en Francia. Sólo algunos suplentes y el masajista, el imperturbable Ángel Mur Navarro, se embarcaron de regreso con la idea de recuperar el juego a orillas del Mediterráneo.
Muchas veces he pensado en los viajes que se cruzaron en ese tiempo: el Barça que volvía era el club más pobre del mundo –en rigor dependía de un masajista y una esponja–; mientras tanto, en otros barcos, huían los aficionados que no volverían a ver a su equipo.
Tal vez a la gente como mi padre el fútbol le interesaría menos si no viniera de una pérdida. En tiempos de bonanza, conviene recordar que a veces las ilusiones son preservadas por quienes parecen haber perdido el derecho a ellas. Éste es el legado que Barcelona puede recibir de su orilla latinoamericana. Compartimos el mismo mar, interrumpido por la Historia.

La 2da tortuga
Los juicios de Nüremberg mostraron en forma asombrosa que el horror convive con la normalidad. En otros ratos de su vida, los verdugos nazis eran personas comunes. Esta dimensión cotidiana de la tragedia provocó la célebre formulación de Hannah Arendt en torno a la “banalidad del mal”. Lo más perturbador del espanto es que no constituye una excepción.
Pensé en esto al visitar una de las sedes del holocausto: Dachau. Fui ahí en compañía del periodista deportivo Alberto Lati y el camarógrafo Óscar Gutiérrez para hacer un corto sobre futbolistas que sobrevivieron a los campos de concentración. Ninguno de los tres había pensado antes en hacer el viaje. Nos parecía innecesario, y hasta cierto punto morboso, certificar una barbarie de la que estábamos convencidos. Sin embargo, una vez en Dachau, nos sorprendió la falta de dramatismo del entorno. Las calzadas de pedrería, las barracas, la explanada principal y los edificios administrativos hubieran podido pertenecer a una academia militar. Aunque no faltaba información sobre las cruentas actividades que ahí se habían desarrollado, el escenario se acercaba al de cualquier internado incómodo. “No me siento impresionado, y esto me preocupa”, dijo de manera elocuente Alberto. Faltaba algo. No estábamos ante la museificación del horror, pero tampoco ante su descarnada topografía. El sitio evocaba una memoria convulsa sin ponerla a la vista: el marco del ultraje, ajeno a los detalles que lo hicieron posible.
En el estacionamiento, una flecha señalaba el McDonald´s más cercano. El espacio no se desmarcaba del entorno con fuerza suficiente para sugerir que ahí había pasado algo que no debía repetirse.
Llegó la hora de comer y buscamos un sitio con televisión para ver el partido entre Inglaterra y Paraguay. Recorrimos las calles de Dachau hasta llegar a una plaza pintoresca. Alberto advirtió la paradoja de que una aldea tan apacible sobrellevara una fama tan dramática.
Encontramos un par de tabernas agradables, pero no tenían televisión. Faltaban cinco minutos para el partido cuando vimos la puerta de un pub. Fui el primero en entrar. Respiré un aire ácido; tardé unos segundos en acostumbrarme a la penumbra. El lugar estaba atiborrado de adornos. Del techo pendían cientos de tarros de cerveza. Un hombre de inmensa espalda y barba de cuento de hadas estaba en la barra. Pensé en salir, agobiado por la sensación de encierro, pero vi una televisión en una esquina. Pregunté si podían encenderla. Una mujer, de ojos muy abiertos, apareció detrás de la barra. Habló con enorme amabilidad, pero como si masticara las palabras. La quijada parecía trabársele al término de cada frase. Encendió la televisión. El partido estaba a punto de comenzar. Nuestro destino se había sellado durante dos horas.
Óscar vio con desconfianza los adornos. Le llamó la atención un títere de amenazante seriedad. No había objetos tranquilizadores: calaveras y guadañas, la silueta de un vampiro en la puerta del baño, manchas de sombra donde podía asomar un muñeco sin ojos.
Al poco rato entró un joven a la taberna. Preguntó en dialecto bávaro si Petra había dejado ahí su chaqueta la noche anterior. El hecho de que ese sitio tuviera comensales, así fuese a otras horas, sirvió para calmarnos, al menos por un rato.
La dueña del local nos ofreció una especie de albóndiga hecha con tres quesos rancios y cebolla dulce. Luego nos preparó unos sándwiches hasta cierto punto comestibles. La atmósfera avinagrada era tan penetrante que no llegamos a acostumbrarnos a ella.
Empezaba el segundo tiempo del partido cuando el gigante terminó su última cerveza en la barra y alzó una mano rojiza en señal de despedida. La propietaria no tenía a nadie más que atender, tomó un papel absorbente y se dirigió a un acuario al lado de nuestra mesa. Sacó de ahí una tortuga, la puso sobre el papel y se sentó muy cerca de mí. “Todo está bien, todo está bien”, le dijo a la tortuga. Repitió la frase, una y otra vez, como un rezo. No había mucho que esperar del juego defensivo de Paraguay pero traté de concentrarme en el partido para no prestar atención a la anciana que decía: “Elvira, todo está bien”. La miré de reojo: se frotaba el párpado con el pico de la tortuga. Después de unos minutos se dirigió a la parte trasera del bar. Regresó con otro papel. Lo abrió, muy cerca de mí. Contenía carne cruda. Arrojó los trozos al agua. Para mi sorpresa, las tortugas picotearon la carne.
Al poco rato, la mujer volvió a sacar a Elvira del acuario y repitió: “Todo está bien, todo está bien”. Era como si ambas, la dueña del bar y su animal, acabaran de sobrevivir a algo atroz.
Cuando el campo de concentración estaba en funcionamiento, ella debía haber tenido diez años. ¿Qué recuerdos determinaban su mente? ¿De qué quería aliviar a la tortuga que alimentaba con carne cruda? Algo se cruzaba en ese cuarto oscuro, algo que nos excedía y no podríamos averiguar. La mano de la mujer acariciaba el caparazón de Elvira cuando pedimos la cuenta.
Pocas veces la conclusión de un partido me ha causado tanto alivio. Quería respirar aire fresco, salir de esa cripta que se sustraía al tiempo. La mujer nos dirigió una mirada dulce con los ojos azules que habían visto la niebla y la noche de Dachau. Se despidió, y volvió a sus tortugas. Elvira aguardaba sus caricias. Al fondo del acuario, inmóvil, reposaba una segunda tortuga. La mujer pronunció su nombre con suavidad. Estábamos predispuestos a que todo nos afectara en ese sitio, a encontrar ahí saldos de una historia rota, y quizá otorgamos demasiado sentido a lo que sólo dependía de la locura y el azar. Lo cierto es que el nombre de la segunda tortuga, quieta al fondo del agua, resumió las confusiones de ese día.
En efecto, se llamaba Adolf.
Juan Villoro MéxicoDF•56

Pop-ups
Altísima. Cabello teñido de rubio, vestía ropas de hilo. Blusa, saya y bolso. Grandes aretes. Esa muchacha cursa el último año de la carrera de Comunicación Social en la Universidad de La Habana. La conozco. Ella hacía auto stop en la avenida Rancho Boyeros –o avenida Independencia– cuando la vi, cuando me vio. Sonrió, nos saludamos, miró la hora y cruzó la avenida. Caminó en dirección a mí –la última vez que coincidimos fue en el Instituto Superior de Arte, habían organizado un panel con varios intelectuales que impartirían unas charlas a “jóvenes creadores”, el tema era el “Quinquenio gris”. Habían transcurrido quince días desde aquel encuentro.
La muchacha de falso cabello rubio iba con mucho retraso, llegaría tarde al primer turno de clases. Eso dijo. Y todo porque no escuchó la alarma de su despertador. Buena parte de la madrugada la pasó leyendo Las iniciales de la tierra, de Jesús Díaz. Cuando lo terminara, dijo, cuando lo terminara empezaría con El color del verano, de Reinaldo Arenas. Le dije que en mi casa tenía tres libros de la “Generación de la violencia” y podía prestárselos: Los pasos en la hierba, de Eduardo Heras León, Condenados de Condado, de Norberto Fuentes y Los años duros, de Jesús Díaz. La muchacha dijo sí, también me recordó que yo le había prometido prestarle la novela Respiración artificial, de Ricardo Piglia.
Miré la hora. Ella iba con muchísimo retraso y con muy pocas ganas se lo dije. Dolía dejarla ir. Quedamos en volvernos a ver para prestarle los libros. Nos despedimos y se paró junto al separador de la avenida. El semáforo estaba en rojo. Se acercó a un Lada, antes de montarse se volvió hacia mí e hizo un leve movimiento con su mano. La muchacha de falso cabello rubio estaba vestida como para matar.
Tan pronto el Lada cruzó la intersección de Boyeros y Vento recordé que en la noche el cantautor Frank Delgado haría un concierto. Había olvidado invitarla. Decidí entonces hacer una pequeña carrera hasta la parada para tomar el ómnibus que venía acercándose.
Sonríen a la cámara. Media docena de niños uniformados con la combinación de prendas de la enseñanza primaria sonríen a la cámara.
Una vez que el mecanismo de la cámara fotográfica cizalle la imagen encuadrada, la media docena de niños quedará impresa en el lado derecho de la enorme valla –que se levanta a la orilla de la avenida Independencia–. En el otro extremo de la valla, impreso sobre una tenue reproducción del yate Granma, hay una frase escrita con letras mayúsculas y cubre más de la mitad del cartel: Fidel es un país.
Desde mi asiento en el ómnibus veo cuánto resalta la frase sobre el fondo amarillo.
Sonríe. Desde la valla –de un fondo verde muy oscuro– Fidel sonríe. Notablemente arrugado su rostro, totalmente cano el cabello de la cabeza y la barba. Sonríe. Con su uniforme de campaña, sonríe. Está erguido y ocupa el lado derecho del cartel, en el otro extremo, impreso en letras mayúsculas y rojas, una frase: Vamos bien. Azul. Sobre el fondo azul y en la parte izquierda de la valla aparece un pizarrón negro con trazas blancas. Resulta imposible leer lo que está escrito, aunque este detalle verdaderamente no importa, sino la composición toda, porque la imagen impresa es un encuadre donde el fotógrafo cizalló solo una parte del interior de un aula. En ella, un grupo de alumnos de la enseñanza primaria reciben sus clases. ¿Cuántos son?: la cifra verdaderamente no importa, sino la composición toda. En el área derecha de la valla aparece un texto. Es largo. Pude leerlo y recordar cada palabra gracias a que el semáforo estaba en rojo: El Plan Bush les quitará la historia, el amor a los símbolos y la luz que anida en el pensamiento.
Gracias, ya vivimos en Cuba libre. Detrás hay otra valla. Pero no alcanzo a leer todo el mensaje, solo sé que es una variante de la anterior. Parte de la alerta está relacionada con la propiedad de la vivienda y la supuesta pérdida de los derechos sobre la misma de ponerse en marcha y aceitarse los engranajes del Plan Bush. Gracias, ya vivimos en Cuba libre –este era el final de la frase elegida por los publicistas.
Triunfaremos. Una palabra escrita en letras blancas y mayúsculas. En la composición, los colores de las banderas de Venezuela y Cuba se diluyen y generan un patrón de continuidad.
Triunfaremos. Leo desde mi asiento, el ómnibus apenas ha rebasado la intersección. Hugo Rafael Chávez sonríe desde la valla. Viste una camisa roja. Sonríe y tal parece que lo hace a todos los conductores y pasajeros que viajan por la avenida Rancho Boyeros –o avenida Independencia.
Cierta vez un amigo diseñador me comentó que para los carteles se toma en cuenta la simetría bilateral del rostro humano: según la manera en que este haya sido encuadrado parecerá que mira y sonríe a la persona que está parada frente a dicha reproducción. Cualquier ángulo que elijas, dijo, donde quiera que te pongas creerás que te sonríe.
Una mujer. Una mujer negra que se salva de morir producto de las llamas. Era una de las mejores atletas del país y ya pasó al retiro. En medio de su carrera deportiva sufrió un terrible accidente.
Esa mujer sorprendió a muchos. Tras superar la fase de recuperación y los ciclos de fisioterapia volvió a las pistas y ganó varias medallas. El rostro de esa mujer, con la dura marca de los queloides, sonríe a la cámara. También lo hacen una niña y un niño. Tras el disparo de la cámara la imagen quedará impresa, sobre fondo azul, en el lado derecho de una valla que se levanta a pocos metros de la Fuente Luminosa. En el lado izquierdo y ocupando más de la mitad del espacio hay una frase: Fidel es un país.
Aquí termina una parte de mi viaje.
Bajo del ómnibus para hacer el cambio de ruta.
Transcurre el día. Una jornada de trabajo. Una más.
Un amigo ha enviado un e-mail colectivo donde advierte, parodiando un refrán, que si “el río de Yahoo suena es porque piedras trae”. Y es que mi amigo ha visto cómo esta web ha puesto en la página de acceso al correo una foto de Fidel y varios links que remiten a las últimas noticias sobre el estado de salud del viejo Jefe de Estado y Gobierno. Por eso sugiere que cambiemos a G-Mail, servicio de correos también gratuito que, según mi amigo, al menos por el momento es aparentemente solo eso. También recomienda ponerse en guardia, es probable, dice en su e-mail, es posible que alguien pueda husmear en tu correspondencia virtual, por lo que aconseja poner en práctica una serie de triquimañas para complicarles el trabajo a esos muchachitos que entran y revisan tu buzón de correos sin hacer ruidos, sin que se les note.
En un nuevo e-mail, otro amigo difunde un artículo periodístico sobre la censura en Internet y todas sus variantes. El texto va acompañado de nombre de países y grandes empresas que practican este deporte. El articulista dice que Cuba está entre quienes van a la cabeza. Le respondo a este amigo agradeciéndole el envío, y junto a la confirmación automática de que el mensaje ha sido enviado aparece el perfil del convaleciente Jefe de Estado y Gobierno cubano y los links que remiten a las últimas noticias.
El último correo que reviso tiene una entrevista al músico Frank Delgado.
Como una enorme roca sobre el escenario. Rodando. Un trovador nacido en 1960 ha vuelto al escenario acompañado esta vez por una banda. Puros timbres de rock & roll. Ha dejado atrás, al menos en buena parte del concierto, el pequeño formato de música tradicional cubana que en la mayoría de sus últimas presentaciones lo acompaña. Me sorprende el concierto, me sorprenden las canciones nuevas. Es un tipo con un agudo sentido del humor, irónico, sus temas van desde la guaracha hasta las más bellas o tristes canciones. Pero esta vez ha subido al escenario con una banda de rock y la propuesta es fuerte, buena. Mucha energía. Una sucesión de temas en donde no ha dejado de ser el tipo irónico de siempre. Hay chicos melenudos, bellas adolescentes con el mundo a sus pies o a punto de rendirse bajo sus faldas. Algunos tararean esos temas nuevos, casi todos cantan las versiones rockanroleadas de temas ya no tan nuevos. Sin embargo solo un pequeño grupo de adolescentes baila.
Entre canción y canción estos adolescentes piden las viejas canciones que tienen que ver con la guerra de África, los marielitos, las prostitutas cubanas, el crack del campo socialista, la vida durante los lejanos 80´s, los españoles y sus inversiones acá en Cubita la bella. Los chicos melenudos y las hermosas adolescentes no habían nacido o eran solo unos niños cuando el territorio nacional era cruzado por estos vendavales, sin embargo piden a gritos esas canciones y Frank sonríe y pide paciencia.
Salvo por los problemas con el audio salgo del teatro pensando que ha sido un buen concierto. Busco en el lobby, busco en las afueras del teatro. No veo a la muchacha de falso cabello rubio. Tal vez hubiésemos regresado juntos. Entonces me despido de mis amigos.
Fondo blanco. A la izquierda, en la valla, aparece el rostro de un joven. Formaba parte de un grupo que asaltaría el Palacio Presidencial para ajusticiar al entonces presidente y tomar la emisora Radio Reloj. Este joven fue quien tomó el micrófono para comunicar a todos los radioyentes que el resultado de aquel movimiento armado era la muerte de Batista, la muerte del dictador Fulgencio Batista, dijo, en su propia madriguera del Palacio Presidencial. Pero no pudo terminar la alocución pues cortaron las transmisiones. Tras abandonar la emisora lo mataron camino a la Universidad de La Habana. Cada año Radio Reloj retransmite la alocución justo el mismo día y a la misma hora en que ocurrió el fallido ataque.
Fondo blanco. Hacia la derecha, una frase ocupa más de la mitad del área de toda la valla. La leo mientras espero a que el tráfico de autos que circula alrededor de la rotonda de la Fuente Luminosa me permita seguir mi camino rumbo a la parada de ómnibus luego de hacer el cambio de autobús: Era un joven como ustedes, fraterno, alegre, entusiasta. Era un joven como ustedes.
La estatua en bronce del Lugarteniente General Antonio Maceo y su caballo. La silueta de ambos está impresa en alto contraste, es un dibujo verde sobre fondo blanco. El caballo está parado en dos patas y el Lugarteniente General no pierde el equilibrio. Ambos están en franca pose de combate. A la izquierda, en la valla, ocupando poco más de la mitad, aparece una frase. En rojo: Protesta de Baraguá. Y en azul: Un tesoro de gloria y un ejemplo incomparable. El ómnibus va dejando atrás los pocos autos que circulan por la avenida Independencia.
Una amalgama de imágenes. Pequeñas banderas baten alrededor de las instantáneas que marcan fechas claves desde la Revolución del 59 hasta el nuevo siglo y milenio. El fondo de la valla es una sucesión de franjas horizontales: tres azules y dos blancas.
La victoria fue, es y será siempre nuestra.
No importa a qué velocidad vayas, podrás leer estas grandes letras negras y blancas.
Ring the bell well in advance of your stop. Dice el cartel pegado muy cerca de la puerta. ¿Debo presionar el botón? Es rojo. Tiene el dibujo de una campanita. Soy el único que necesita bajarse en la parada de la intersección de Vento y la avenida Independencia, si no le aviso al chofer puede que siga de largo. Tal como dice la advertencia con antelación presiono el botón para avisar que en la próxima parada quiero bajarme. Lo hago –temiendo que el chofer se incomode–. Vuelvo a presionarlo, nada sucede. Camino entonces hacia la parte delantera del ómnibus. Y hablo con el chofer. Detiene el ómnibus. Me bajo.
Por mi lado pasa un taxi. Suavemente. Y se detiene. Es un viejo Chevrolet fabricado antes del 59. No es un “cola de pato”, puede que sea del 54.
Alguien llama. Alguien me llama. Es una muchacha, altísima, vestida de hilo, vestida como para matar. Y la espero. Tan pronto me saluda me dice que por no enterarse se perdió un concierto de Frank Delgado. Hemos hablado de música y sabe que en mi casa tengo grabaciones de Frank. Le digo que fui, que fue un buen concierto. La muchacha de falso cabello rubio me mira. Hay en sus ojos cierto reproche y me dice que por qué no le dije nada, que tampoco me perdonará si no le presto los libros que en la mañana le prometí.
Es de madrugada.
Luego de disculparme le digo que la acompañaré. Camino a su casa me pregunta qué tal fue mi viaje a Bolivia. En mi memoria se suceden los escenarios donde estuve –Cochabamba, Sucre, Tarija–. Climas y paisajes de características muy dispares. También alcanzo a recordar los rostros, la arquitectura, olores, el gran tamaño de los perros callejeros, el falso color local, la Bolivia marginal y dura. Quiero hablarle de la Cordillera de Los Andes, de la peligrosísima carretera que serpentea a lo largo de la ladera, de los muertos que yacen perdidos en los precipicios y enquistados en la memoria de los dolientes –porque son recordados con una cruz y fantasmales flores azules en el borde mismo de la carretera–, de la única llama que vi y que estaba tras una alambrada, del sabor del jugo de las hojas de coca, sin embargo solo alcancé a recordar y hablarle de la iconografía de productos y marcas que se levantaba en cada rincón en donde estuve. Te va cercando –le dije–. Asfixia –le dije–. Aunque creo que sucede solo al principio, hasta que el propio cuerpo lo asimila, tal como si esa iconografía no estuviera incrustada dentro del entorno. Es el aire, el agua, el suelo que pisas. Es el entorno –le dije–. A más de tres mil metros de altura, en el camino de Cochabamba a Sucre, y en una zona apenas poblada, desde el microbús donde viajaba vi una valla. Era roja y blanca. La muchacha sonrió. Supuse que ella sabía qué había tras el mensaje de los publicistas. Era un anuncio de la Coca Cola –dijo–. Una promoción de la botella tamaño personal –le dije–: Elija esta chica, es la mejor. Algo así decía en la valla. Letras blancas sobre fondo rojo.
AhmelEchevarría LaHabana•74

El pescador pescado
Antes de suicidarse en 1961, el siempre autodestructivo Ernest Hemingway resucitó varias veces: sobrevivió a un obús de la Primera Guerra Mundial, a un accidente de avión que le dio la oportunidad de leer sus propias necrológicas y, cuando todos ya habían enterrado su carrera literaria, publicó El viejo y el mar.
Y todos volvieron a caer en las redes de Hemingway.
EL ANZUELO
El 1 de septiembre de 1952 apareció la nouvelle de 27 mil palabras en un número de Life, que le pagó al escritor 1,10 dólares por cada una de ellas. Fue un buen negocio. Se vendieron cinco millones de revistas en 48 horas. El 8 de septiembre la editorial Scribner´s puso a la venta el libro –con diseño de portada de la joven Adriana Ivancich, por la que Hemingway había perdido los papeles– y no dudó en encargar la segunda edición una hora después de que hubieran abierto las librerías y hubieran volado los primeros cincuenta mil ejemplares. En su libro Hemingway y su mundo, Anthony Burgess describe con precisión y gracia la Viejomarmanía y sus porqués:
Su impacto fue increíble. Se predicaron sermones basándose en él, el autor recibió cientos de cartas laudatorias día tras día, por las calles la gente le besaba llorando, su traductor al italiano dijo que apenas podía traducir por las lágrimas, y Batista le concedió a Hemingway una medalla honorífica “en nombre de los pescadores profesionales de peces-espada desde Puerto Escondido a Bahía Honda” [...] Es fácil comprender por qué la novela fue, y sigue siendo, tan universalmente popular: trata del valor mantenido frente al fracaso.
Tiene razón Burgess: el hombre es un animal raro y pocas cosas le resultan más agradables y disfrutables que presenciar –de lejos y de cerca, en un libro– la épica de la derrota de otro. Y la cosa se pone mejor aún cuando la prolija narración de una caída está firmada por el inesperado vuelo de quien se pensaba tenía ya las alas rotas. Hemingway –luego de haber soportado el desprecio crítico por Al otro lado del río y entre los árboles, su involuntariamente autoparódica novela de amor otoñal– volvía por su fueros para contar la viril saga de un pescador cubano de nombre Santiago que luego de una lucha a muerte vence a un gigantesco pez espada sólo para contemplar, impotente, cómo se lo devoran los tiburones. La trama, claro, se presta a múltiples interpretaciones: ¿Metáfora de un último combate? ¿Hemingway era el pescador o el pez? ¿Los críticos eran los tiburones? ¿Cuba era el paraíso recuperado o el infierno obtenido?
Hemingway –bien macho y bien lejos de todas esas mariconadas– en su momento advirtió que “no hay simbolismo. El mar es el mar. El viejo es el viejo. El pez es el pez. Nada más. La puta mar, como dicen los cubanos”.
Faulkner –sureño e irónico– escribió que era el mejor libro de Hemingway y “el mejor de cualquiera de todos los nuestros”; pero agregó: “Esta vez Hemingway descubrió a Dios, al Creador... Está bien. Alabado sea el Señor que nos hizo, nos ama y nos compadece a Hemingway y a mí; y que nos impida volver a ocuparnos de él de aquí en adelante”.
En cualquier caso, a Hemingway la divina idea le venía de lejos. Ya en 1936 había publicado en el mensuario Esquire una crónica con el título de “On the Blue Water” a partir de una historia que le había contado un pescador. Los años, y su relación con el legendario y recientemente fallecido a los 104 años de edad Gregorio Fuentes – patrón de su yate Pilar–, hicieron el resto. La idea original de Hemingway era que la historia de Santiago fuera el último tramo de un largo libro sobre el mar a titularse The Island and the Stream, que fue editado póstumamente en 1970 con el título de Islands in the Stream (Islas en el golfo, en la edición en castellano) y en donde aparece, al principio, otra larga secuencia –para mí más lograda que la de la nouvelle– de pesca y persecución, esta vez protagonizada por un pescador adolescente bajo la vigilante y orgullosa mirada de su padre. La idea, supongo, era abrir y cerrar la novela con un pez poderoso y con pescadores perfectamente conscientes –en su juventud o en su vejez– de que ya nunca les volvería a suceder algo igual.
LA CARNADA
Nada igual volvió a sucederle a Hemingway: El viejo y el mar ganó el Pulitzer correspondiente a ese año, se convirtió en best-seller mundial, dio lugar a una película horrible con Spencer Tracy que Hemingway detestó, y fue tiro de gracia a la hora de por fin cazar el Nobel de 1954. Ahora bien: ¿es tan bueno El viejo y el mar? Confieso que tenía un recuerdo difuso del libro, que no me gustó nada cuando lo leí y que entonces no pude evitar emparentarlo con esos cortometrajes for-export de dibujos animados de Disney con gauchitos voladores, loros cariocas, toros sensibles y avioncitos correo chilenos con los que Walt pretendía conquistar el mundo. Sí, hay algo de la funcional universalidad alegórica de El principito, de Platero y yo y de Juan Salvador Gaviota en El viejo y el mar –lo mismo ocurre con las también breves y parabólicas La perla de John Steinbeck y Una fábula de William Faulkner– que pone un poco los nervios de punta. Ese tufillo corderil de libro cuasi de autoayuda disfrazado de lobo. No sé. Y es ciencia: el mejor Hemingway no está en los jadeos de sus novelas (con la excepción de The Sun also rises, alias fres Fiesta Se sabe que sus inmediatos imitadores y el posterior aluvión sucio de los minimalistas no ) sino en el largo aliento de sus cuentos. ánfresán hicieron más que destacar los aspectos caricaturizables de su estilo. Se sabe también que Hemingway era un patán, una mala persona y que Fitzgerald y Faulkner fueron, siguen y seguirán siendo mucho mejores que él.
Así que, lo confieso: volví a acercarme a El viejo y el mar con la caña en alto y sin bajar la guardia. Hacía mucho que no leía a Hemingway y –¡sorpresa!– ahí estaba otra vez ese estilo que te gana de a poco pero enseguida: la frase precisa, la naturaleza del mundo inseparable de la naturaleza del hombre, la repetición tres o cuatro veces de una misma palabra en una sola oración y una ininterrumpida sucesión de milagros como –voy a escribirlo en inglés– ”The sky was clouding over to the east and one after another the stars he knew were gone”. Pero El viejo y el mar no es mejor que sus últimos victoriosos relatos derrotistas como “Las nieves del Kilimanjaro” o, especialmente, “La corta y feliz vida de Francis Macomber”. Lo que molesta o irrita de El viejo y el mar es, paradójicamente, sus virtudes marketing de librito perfecto: es turístico, aleccionador, breve, contundente, ideal como primer libro a leer por los estudiantes de inglés del planeta y –en la cuidadosa revisitación y reciclaje de momentos en la vida y obra del autor– definitivamente hemingwayano. Es, sí, el libro más populista de un escritor popular. Un Hemingway para millones donde, tal vez, la culpa no sea del que firma sino de esa multitud que lo lee como libro/estandarte y siente que ha rendido la asignatura correspondiente y a otra cosa. De algún modo, más que un libro, El viejo y el mar es un eslogan pegadizo y un lugar común inmediato. Un Moby-Dick fácil y light (Hemingway, siempre peleándose con los mejores que él, definió a la obra maestra de Melville como “buen periodismo y mala retórica”); lo que fue y no deja de ser un logro pero, también, un arpón de doble filo. Así, lo que distingue y mitifica a El viejo y el mar (último libro publicado en vida por Hemingway y, para muchos, perfecto destilado de su credo y estética) está en realidad fuera de la literatura, y por eso es uno de esos contados artefactos extraliterarios más allá de las bondades de su prosa que de tanto, como un huracán caribeño, arrasan con todo. Incluyendo a Hemingway.
Sus camorreras cartas de por entonces muestran a un campeón súbitamente recuperado en el último round, luchando con todos, insultando a los escritores jóvenes y burlándose de los muertos. Entre líneas, resulta evidente que el fantasma navideño y cada vez más poderoso de Fitzgerald –quien tanto lo ayudó y lo quiso hasta el final, a pesar de todo– no lo dejaba dormir en paz y que, sabía, El viejo y el mar había sido el último regalo de una vida que ahora empezaba a pasarle la cuenta y pedirle explicaciones.
Al poco tiempo, Fidel y el Che entraron en La Habana y Hemingway ya no pudo volver a pescar en el Pilar o a ocupar su mesa en el Floridita. Se deprimió mucho y se distrajo rescribiendo a conveniencia su pasado en la tan infamante como formidable A Moveable Feast (París era una fiesta), y armando y desarmando El jardín del Edén, una extraña y perversa y fascinante novela que recién aparecería en 1987. Empezó a desconfiar de todo y de todos, intentó suicidarse varias veces, recibió electrochoques y supo que el cazador ahora era la presa. Era una leyenda viva para todos y muerta para sí misma.
Las últimas fotos lo muestran caminando por los bosques nevados de Ketchum; pateando latas o sonriendo a cámara con una sonrisa enorme y amplia y llena de dientes que se olvidaron de cómo morder. Un funcionario de la Casa Blanca le pidió una frase para un volumen conmemorativo que sería entregado al recién investido presidente Kennedy. No se le ocurrió nada, no podía escribir una palabra. “Ya no quiere salir, nunca más”, le dijo llorando a su última esposa.
Un amanecer de domingo se le ocurrió una última gran idea para un último breve cuento. Una ficción súbita, un microrrelato. Bajó a su estudio y la escribió de un tirón, de un tiro: “El viejo y el rifle”.
Rodrigo Fresán. Buenos Aires • 63

Escenas: un hombre saca fotos de espías alemanes en el puerto de San Antonio. La KGB se moviliza a nivel transcontinental. Henry Kissinger hace un llamado telefónico. Un policía islandés baila. El FBI arma un expediente de 900 páginas de una mujer. Un hombre se saca las tapaduras de los dientes por miedo a ondas mentales malignas lanzadas por los soviéticos. Otro chantajea al Kremlin por un departamento más grande. Alguien radiografía una silla que puede contener un dispositivo secreto. Alguien abandona una secta esotérica. Nixon intenta hacer un hueco en su agenda.
Paradójico. Todo lo anterior podría corresponder a una novela de Clancy o Ludlum pero está salido de Bobby Fischer se fue a la guerra, de David Edmonds y John Eidinow, libro reportaje sobre el match por el campeonato mundial de ajedrez de 1972 entre Fischer (el aspirante, genio megalómano con ínfulas de rockstar) y Boris Spasski (el campeón, última encarnación de la escuela soviética), un encuentro épico y, por qué no, desquiciado.
El libro es genial y delirante. Cero deporte: el ajedrez termina siendo la excusa para un relato donde desfilan miembros del politburó, deportistas sociópatas, espías y acusaciones de telepatía. Tragicómicos, casi siempre asombrados, Edmonds y Eidinow desclasifican documentos, chequean genealogías, interrogan testigos y sugieren de paso que, para narrar el mundo del deporte –o hacerse una idea, por lo menos–, la literatura puede acercarse más que el periodismo.
Podría ser un pequeño leitmotiv literario. De Canetti a Nabokov, pasando por George Steiner o Martin Amis, el ajedrez aparece como un canon en la sombra, una metáfora de algo más, una manera de tramar o destramar quemándose con estrategias truncadas y movimientos inexplicables. Fritz Leiber, clásico escritor de scifi yanqui –un erudito en Shakespeare que escribía sagas de fantasía y cuentos sobre vampiros espaciales– lo definió a la perfección en Crónicas del gran tiempo, una serie de relatos donde se narra la guerra entre dos facciones opuestas a través de la eternidad: ahí absolutamente todo es un tablero de ajedrez donde los “soldados combaten volviendo atrás a cambiar el pasado o yendo hacia adelante a cambiar el futuro, para lograr (...) la victoria final dentro de mil millones de años o más”. En suma, un juego perpetuo, una conspiración sin fin, la verdadera matriz de la Historia.
De este modo, Leiber escribía de conspiraciones galácticas pero en realidad hablaba de otra cosa: la Guerra Fría, aquel ajedrez mundial ejecutado por jugadores ciegos, llenos de dobles intenciones y agentes triples que olvidaban de qué bando provenían.
Por supuesto, por acá no estamos tan lejos de esa clase de trama. Así, mientras en Bobby Fischer... se detalla que el padre del campeón yanqui trabajó como fotógrafo y espía ruso en Algarrobo, basta recordar de manera reversa dos historias del argentino Rodolfo Walsh. En la primera, Walsh juega ajedrez en un bar de Buenos Aires en el momento preciso en que alguien dice “hay un fusilado que vive”, puntapié inicial o apertura siciliana de esa obra maestra de la no-ficción que es Operación Masacre. En la segunda, Walsh está en Cuba, trabajando para Prensa Latina, cuando ve un teletipo lleno de garabatos y se da cuenta de que es un mensaje encubierto de la CIA. El escritor va y se lee todos los libros de criptografía que tiene a mano para luego descubrir que lo que ahí se detalla son los planes secretos de la invasión de Bahía Cochinos. Y cambia la historia. Jaque mate. O jaque. Una excepción a la regla para aquello que Amis dijo alguna vez sobre el mismo Fischer: “el supremo genio del ajedrez puede aliarse con el más pobre material humano”.
Dura varios días. Una muñeca gigante se pasea por Santiago y la gente enloquece. La muñeca busca a un rinoceronte mientras las imágenes del desastre impactan a los transeúntes desprevenidos. La multitud delira, sigue a la marioneta, saca fotos, llora, no puede creer lo que está pasando. O más bien lo puede creer pero no quiere hacerlo, desea entregarse por minutos a la alucinación, a aquellos pedazos de la ficción que la gente del Royal de Luxe ha montado para ellos. Ojo. En Chile cualquier cosa que involucra alguna clase de reapropiación del espacio público termina siendo el espejismo de un universo paralelo que la ciudadanía sale a buscar con frenesí. Por supuesto, los psiquiatras televisivos deben tener una explicación medianamente ingeniosa o técnica, pero las imágenes –la multitud abriéndole paso a la “niña”, los ciudadanos al borde del shock por los vehículos chocados en las inmediaciones de La Moneda– superan cualquier clase de opinología.
Por supuesto, yo tampoco sé qué decir del asunto salvo sonreír y pensar, que –por momentos– en la literatura de nuestro imaginario, tan centrada en los afectos y desafectos que suceden entre las paredes de adobe de la nación, los espacios públicos han sido mirados con miedo, sublimados o decretados extintos.
Hace años, el Cristo del Elqui de Parra cambiaba el ágora pública por un set de televisión tipo Sábados Gigantes y la iluminada de Diamela Eltit se pasaba la noche sola en una plaza vacía llena de luces amenazantes. Por otro lado, El paseo Ahumada de Lihn –que se dio cuenta de esa perversa relación entre el ciudadano y el escritor en las calles del centro– era un infiernillo dantesco en el que no reparó Carlos Franz en La muralla enterrada, aquel perfecto ensayo policial sobre la búsqueda de una ciudad perdida que ya era imposible de habitar, al modo de los pueblos sureños sin gente donde los hablantes de Teillier esperaban el apocalipsis.
Esa ciudad fue la que se desbordó en la calle en eventos como el de la semana pasada, colapsando los diques de contención imaginarios apuntalados en nuestros relatos y novelas. La gigantesca muñeca puede haber parecido una versión más amable y con final feliz de Godzilla, pero su monumentalidad ponía en jaque la escala visual de nuestra memoria literaria.
La señal no es menor. Hay un desfase ahí, esa misma clase de desfase que desataron Tunick y la “casa de vidrio”, algo que se veía o leía como una grieta en el modo de narrarnos. En nuestra novela, los personajes siempre descorren los tupidos velos con una sutileza vaticana mientras escuchaban tras las paredes, enunciando a medias secretos de familia insondables. En nuestra poesía, los cantos generales devienen siempre en paisajes particulares. Incluso Neruda, el mejor poeta de estadios que jamás ha existido, creó una Neverland particular a costa de acumular fetiches privados para contemplar en las noches lluviosas de su casa en la playa.
Pero estos golpes de realidad ponen toda esa edificación –aquella casa de la literatura chilena– en crisis cuando el espacio público y la histeria masiva señalan que la multitud quiere que le cuenten historias y la engañen y que cualquier pánico es falso mientras estalla en llanto y mira embobada y feliz cómo todo lo que sabe se derrumba y camina feliz al lado de unos monstruos que, cómo no, se desparramaban por Santiago. Esas imágenes destierran nuestra agorafobia y merecen un poema o una novela completa: algo que hable del murmullo de la multitud esbozando onomatopeyas imposibles, sonriendo ante lo inaudito, riéndose de cómo por un rato los límites entre el arte y la vida explotan y se desvanecen ahí, en medio de la calle.
Álvaro Bisama Valparaíso•75

La gran Guagua China
1.
Una tortura azul. Azul y con ruedas. El paisaje del otro lado de la ventanilla parece ser Cuba, pero no. (A una escuelita en medio de la nada campestre le han pintado por fuera ESCUELA RURAL, para que quede bien claro.) Es un paisaje mental. Regiones depresivas. Regiones desoladas. Intento leer un libro sobre Gombrowicz. Hay diálogos. A propósito de la prosa del polaco, interviene un Pepe Bianco convertido en personaje: “Habría que buscar en algunos textos políticos de los marxistas rusos, o mejor, de los trotskistas (textos en los que no existe el acendrado prurito de la literatura; textos excesivos, en los cuales no se escatiman epítetos y giros más o menos ingeniosos, puestos allí en tanto su eficacia estigmatizante los hace inimpugnables), para ubicar un símil de su estilo en otro registro. Expresiones como las de Lenin: el cerdo renegado Kautsky parece que cuando piensa mastica esponja dormido, o las diatribas inmisericordes, fluctuantes entre el kitsch y el dogma paródico, que blanden la injuria de un modo...”
No entiendo nada, por supuesto. Estoy en una Yutong.
2.
Regresar esta vez a La Habana es regresar a lecturas políticas y lecturas pendientes. Moby Dick, esa transfusión de sangre. Algunos dicen que es la gran novela americana. Pero hay otros que dicen (y yo les creo) que la gran novela americana la escribió un ruso y se llama Lolita. El ruso que dijo una vez a The Paris Review: “Me hubiera gustado vivir en Nueva York durante la década de 1930. Si en ese entonces se hubieran traducido mis novelas, hubieran provocado un shock y hubieran dado una lección a los entusiastas pro soviéticos”.
3.
Regresar esta vez a La Habana es regresar, también, al desorbitado paisaje mental que es la isla de Lost. Y a cierta novela desorbitada que estoy y no estoy escribiendo, que puedo y no puedo escribir. Digamos, aproximadamente, que sigo perdido en la traducción. Y en La Habana, capital de fantasmas. Quizás haya que esperar la próxima década, pienso. Nos vemos en el futuro.
4.
Dejo de mirar por la ventanilla. El asiento a mi lado ya no está vacío: lo ocupa una figura envuelta en sombras que no son de este viaje. Es un hombre. Le pregunto quién es. Él responde: Yo soy Providence. De pronto lo reconozco y de pronto se me ocurre fabricar una línea fácil: “El escritor que cayó del cielo”. Recuerdo que vivió en Nueva York, y no le gustó. En carta a su amigo Frank Belknap Long, escribió que “es imposible referirse con calma a la ciudad de Nueva York. La ciudad está sucia y maldita: vengo de ella con la sensación de haberme manchado con su contacto, y ansío algún detergente de olvido que me limpie del todo. ¡Cómo, en nombre del cielo, los sensibles y dignos hombres blancos pueden seguir viviendo en ese potaje de inmundicia asiática en que se ha convertido la región –con señales y vestigios de plagas de langosta por todas partes–, es algo que escapa absolutamente a mi comprensión!” De modo que este escritor regresó huyendo a la Nueva Inglaterra profunda, la Nueva Inglaterra colonial que tanto quiso, y murió en su ciudad natal, capital del diminuto estado de Rhode Island. Se llamaba Howard Philips Lovecraft, pero en su tumba sólo hay una columna que dice: YO SOY PROVIDENCE.
5.
El 2007, pienso. Los 70 años que lleva muerto Lovecraft, y lo vivo que ha estado desde que murió hace 70 años. Escribió mal, el viejo pulpo excéntrico y fascistoide, pero escribió lejos, y la sombra de sus tentáculos es alargada. El imposible diálogo entre nosotros no va a tener lugar, al menos no en esta guagua, pero quiero recordar con cariño al triste, solitario y outsider, fanático de la astronomía, la antigüedad y las pulp magazines, que creó y dispersó por todas partes lectores fanáticos a una literatura mitómana y demencial. Recordar su trabajo para la UAPA o United Amateur Press Association, donde publicó sus primeros cuentos y ensayos y poemas mientras distribuía su propia revista –The Conservative– y se hacía de un espacio en el mundo del periodismo independiente anterior a Internet y los blogs y los e-zines.
Recordar que uno de sus cuentos de terror fue rechazado por Weird Tales –una revista de terror– porque era “demasiado terrorífico”.
Recordar al árabe loco Abdul Alhazred y a ese libro que es puro terrorismo y que lleva por título Necronomicon y que hasta tuvo su intervención cubana –su máxima descompresión– en una novelita cinematográfica de Eduardo del Llano. Recordar que el día que cumplió 21 años, H. P. Lovecraft se subió a un tranvía y estuvo haciendo el recorrido de un extremo a otro por toda la ciudad hasta que cesó el servicio. Ojalá que ese día, el fugitivo freak que había en él encontrara lo que estaba buscando.
Y ojalá que algún día de su vida haya encontrado ese detergente de olvido que lo limpiara de todo. Millones de lectores, estoy seguro, aún se lo desean.
6.
Vuelvo a estar solo. La Yutong continúa rodando, un recorrido rural que parece no tener fin. Aunque sea Cuba, el paisaje que veo es otra cosa. Gigantescos bloques de piedra empiezan a dibujarse en el horizonte. Una línea discontinua de kilómetros y toneladas.
Hay quien dice que la gran novela china todavía se está escribiendo, pieza por pieza y fragmento a fragmento. Pero yo soy de los que creen que la gran novela china ya se escribió, y la escribió un checo.
Recuerdo ahora a un personaje de Kafka: “Estos fragmentos de muralla abandonados en regiones desoladas podían ser destruidos con facilidad, una y otra vez, por los nómadas, sobre todo porque esas tribus, atemorizadas por los trabajos de construcción, cambiaban de residencia con asombrosa rapidez, como langostas, por lo que probablemente tenían mejor visión de conjunto de los progresos de la obra que nosotros mismos, sus constructores”.
Jorge Enrique Lage La Habana• 79

3 posts
Estaba en los estudios de Radio Nacional de España, esperando el inicio de un programa de esos en los que siempre es un placer participar: La Ciudad Invisible. Para amenizar la espera, el productor Javier Díez nos daba charla a Pura Roy, de Alfaguara, y a mí. Ya no se cómo fuimos a dar al asunto, pero en un momento Javier se puso a hablar de Ava Gardner y de su legendaria estancia en España. Habló de las ruidosas fiestas que ofrecía en uno de los pisos que tuvo por entonces –fiestas que, no dudo, nunca acabarían antes del alba–, y entonces recordó el dato y preguntó: “¿A que no saben quién era su vecino del piso de abajo?” Pura y yo nos quedamos mudos, a mí no se me ocurría nadie lo suficientemente disparatado. Al fin Javier dijo: “Su vecino de abajo era Juan Domingo Perón”.
Desde entonces no paro de imaginar el potencial encuentro. El por entonces ex hombre fuerte de la Argentina, exiliado por el golpe militar, perdiendo el sueño por la música incesante que viene de arriba –y por el repiqueteo de los tacones de aguja de la diva. Imagino una primera vez, con Perón enviando a un lacayo a pedir un poco de cordura. Imagino una segunda vez, con Perón enterado de que su ruidosa vecina es una célebre actriz de Hollywood –la amante de Frank Sinatra, nada menos– y decidiendo acudir en persona; en el peor de los casos, aunque no lograse obtener silencio, podría echarle un vistazo a la belleza morena y cerril de la Gardner. E imagino que Perón habrá sumado dos más dos: si el matrimonio con la por entonces ya difunta actriz Eva Duarte había ayudado a convertirlo en el hombre más popular de la Argentina, ¿qué no lograría de convertirse en marido de una actriz de Hollywood?
Lo que es obvio es que la cosa no salió bien. Quizás Perón no se cruzó nunca con Ava, quizás la diva lo invitó a la fiesta y Perón perdió la competencia para ver quién de los dos resistía mejor el alcohol. Lo único cierto es que poco tiempo después Perón conoció a una artista de cabaret con la que terminó casándose, y que a su muerte se convirtió en presidente de todos los argentinos –Isabel Martínez fue el mandatario civil que terminó cediendo el puesto a la dictadura militar.
Ay, Ava. Cuánto amamos todavía tu belleza indómita y cuánto daño nos has hecho a todos los argentinos. Ø
En un gesto que despeja cualquier sospecha sobre sus aspiraciones a la excelencia, la edición argentina de la Rolling Stone reprodujo el largo artículo que el escritor Jonathan Lethem dedicó al Padrino del Soul, James Brown. La idea de convocar a Lethem fue un mérito de la Rolling original, que vio una oportunidad y no la dejó pasar. Lethem es uno de los escritores norteamericanos más interesantes del momento. Me impresionó en su momento con Motherless Brooklyn (sé que existe edición en español, no me pregunten su título) y volvió a hacerlo con The Fortress of Solitude. Cualquiera que haya leido The Fortress of Solitude entenderá por qué Lethem era un candidato ideal para escribir sobre James Brown: su exquisita descripción de la pasión que Dylan Ebdus, un chico blanco de Brooklyn, siente por el soul de los 70 y 80, no puede ser otra cosa que una traslación literal del amor del mismo Lethem por esa música inolvidable.
La humildad que Lethem siente en presencia de Brown, a quien visita en un estudio de grabación de Augusta, Georgia, es palpable: casi puedo imaginarme su sonrisa cada vez que Brown, por completo ignorante de los laureles del escritor, insistía en llamarlo “Mr. Rolling Stone”.
En uno de los pasajes más interesantes Lethem compara a Brown con Billy Pilgrim, el protagonista de Matadero 5, de Kurt Vonnegut: tanto Billy como Brown son hombres despegados de su tiempo. Pero Lethem sostiene que a diferencia de lo que ocurre en la clásica novela de H. G. Wells, James Brown no puede controlar sus desplazamientos. (Un tanto como lo que ocurre en otra novela reciente: The Time Traveller’s Wife, de Audrey Niffenegger.) La teoría de Lethem es más o menos así: que en algún momento de 1958 James Brown comenzó a visitar el futuro, y por ende a oír su música. De allí en más, al regresar a su tiempo físico Brown “parecía tratar de impartir una epifanía a la cual sólo él tenía acceso, una epifanía que tenía que ver con el ritmo y con sus posibilidades cinéticas inherentes, pero que hasta ese momento nadie había descubierto en el R&B y la música soul que lo rodeaba”. Imagino que Lethem no conoce a Julio Cortázar, pero su teoría coincide con la expuesta por el argentino en su cuento El perseguidor, una biografía apócrifa de Charlie Parker cuyo protagonista insiste en mezclar tiempos al decir: “Esto ya lo estoy tocando mañana”.
Lethem cita al crítico Robert Palmer, que advirtió en su momento que Brown y su banda había convertido a los elementos rítmicos en la canción propiamente dicha. “Brown era como un director de cine –insiste Lethem– que se interesa en el escenario de fondo y prende fuego al guionista y a los actores, salvo que en vez de llegar a filmes experimentales que nadie desea mirar, forjó un estilo de música tan futurista que hizo que todo lo demás sonara antiguo”.
Reproducir el extenso artículo en toda su extensión es un mérito de la Rolling local. Leerlo fue un placer, que además constituyó la excusa perfecta para volver a escuchar temas como Cold Sweat, Sex Machine y I Got You durante una maravillosa mañana de domingo en Buenos Aires.
Mientras leía la biografía de Truman Capote escrita por Gerald Clarke, descubrí una cita de Thoreau que me pareció preclara: “No vivimos en armonía, sino más bien en melodía”. (De haberla encontrado antes la habría incluido en mi novela La batalla del calentamiento, que habla sobre el mismo asunto: la forma en que nos desencontramos, por nuestra insistencia en producir melodías individuales sin atender a las melodías del resto.) Pero la de James Brown es una de esas músicas que desmiente a Thoreau, porque al borrar del mapa al guionista y a los actores no hace sonar aquello que nos separa, sino tan sólo aquello que nos une. Ø
Y pensar que todavía existe gente que cree que los escritores somos gente seria, que pasa el día abocada a los grandes temas, a los que sólo les dedica grandes pensamientos… Si me preguntan a mí, diría que es verdad que algunos escritores piensan en los grandes temas, pero agregaría que la ley de las compensaciones proporciona a sus vidas una generosa porción de frivolidad, aunque más no sea para compensar: no conozco a ningún gremio más proclive a los celos, la envidia y el chismorreo vil que el de los escritores.
Ya les conté que estaba leyendo la biografía de Capote, uno de esos raros artistas que no sólo no se esfuerzan por disimular la frivolidad que forma parte esencial de nuestras vidas, sino que por el contrario la subrayan. Voy por 1950, el año en que Capote y su amante Jack Dunphy pasaron en un chalet próximo a Taormina, alarmados por la presencia de un hombre lobo (parece que en Taormina eran cosa habitual), viviendo la erupción del Etna como una atracción turística y tomando martinis en el Americana Bar en compañía de Jean Cocteau, Orson Welles y Christian Dior. A pesar de estas distracciones Capote se sentía un tanto apartado del mundo, y enviaba cartas a troche y moche en las que, muy especialmente, reclamaba que le escribiesen también. Fue en el texto de una de esas cartas suyas, enviada al matrimonio amigo de los Cerf, que descubrí uno de los pasatiempos de Truman: un juego de relaciones que le gustaba llamar CIP, la Cadena Internacional del Polvo.
Yo conocía ya los Seis Grados de Kevin Bacon, que hace posible llegar desde Kevin Bacon hasta cualquier otro actor en un máximo de seis pasos, y que a su vez es una aplicación práctica de la teoría de los Seis Grados de Separación, tan bien explotada por John Guare en una magnífica obra teatral. Pero de la Cadena Internacional del Polvo no tenía ni noticias. “Es una cadena de nombres”, dice Truman en su carta, “todos enlazados por el hecho de que él, o ella, haya tenido relaciones con la persona previamente mencionada. Por ejemplo, esta es una cadena que va desde Peggy Guggenheim al rey Faruk. Peggy Guggenheim con Lawrence Vail con Jeanne Connolly con Cyril Connoly con Dorothy m Walworth con el rey Faruk”.

Capote proporciona dos cadenas más. Una es la insólita que une a Henry James con la actriz Ida Lupino: James se acostó con Hugh Walpole que se acostó con Harold Nicolson que se acostó con David Herbert que se acostó con John C. Wilson que se acostó con Noel Coward que se acostó con Louise Hayward que se acostó con Ida Lupino. Y su cadena predilecta es la que une a Cab Calloway, el cantante de jazz que se hizo famoso gracias a Minnie the Moocher, con Adolf Hitler. Según Capote es así: Calloway se acostó con la marquesa Casamaury que se acostó con el cineasta Carol Reed que se acostó con Vanity Mitford (¡oh, Vanity, tu nombre es mujer!) que se acostó con el Führer en persona…
Para poder jugar hace falta un conocimiento enciclopédico del chismorreo y un grado equivalente de malicia, lo cual convertía a Truman en un candidato perfecto: “Puedes calumniar a diestra y siniestra, todo en interés de le sport”, se ufanaba.
Lo cierto es que el jueguito de Truman me puso a pensar en las cadenas de las que uno formó parte… o pudo haberlo hecho. Una vez, por ejemplo, ignoré los avances de una estrella internacional del pop, a quien estaba entrevistando en New York: si hubiese aceptado su juego, me habría convertido en un eslabón más de una cadena que puede dar vuelta a la Tierra varias veces. En todo caso, si quiero avergonzarme no tengo más que imaginar con quién me vinculan algunas cadenas de las que, ugh, formé parte en efecto.
Toda acción que aproxime a un escritor a la humildad es, en esencia, una buena acción. Ø
Marcelo Figueras. Buenos Aires 62

1
Nunca voy al cine, pero me han hablado tan extraordinariamente bien de La vida de los otros, ópera prima de Florian Henckel von Donnersmarck, que decido ir a verla. El brillante artículo de Juan Villoro de hoy ha acabado de decidirme. A las cuatro de la tarde me sitúo en la discreta cola que hay en la calle de Bailén frente a la taquilla de los Lauren de Gràcia, el ex cine Texas. Desde mi posición en la cola, observo a la amable taquillera, que devuelve el cambio con tanta naturalidad que me recuerda a la taquillera de El miedo del portero al penalty, la novela de Handke que adaptó Wenders para el cine. Voy con Marsé, Sagarra, María Jesús y Paula. No me olvido de que estoy ante el que fue cine Texas, la sala que más veces he pisado en mi vida. En los años sesenta era donde veía todas las películas no aptas para menores. Allí vi, por ejemplo, Rocco y sus hermanos, de Visconti, diciendo en mi casa que iba a ver Rocco y sus hermanitos.
Refutación del tiempo en la calle de Bailén. Me doy cuenta de que hace 45 años ya estaba haciendo cola aquí en este mismo lugar, y lo hacía sobre esta misma baldosa que ahora estoy pisando frente al antiguo Texas. La misma loseta y el mismo lugar de hace 45 años. Es como si no me hubiera movido de aquí en todo este tiempo. Pero, ¿está todo igual? Bueno, no creo. No olvido la frase de El rey Lear: “Ya te enseñaré yo las diferencias”.
2
Era entonces, en aquellos tiempos, enormemente aficionado a las películas de espías. Y hasta tenía un libro de cabecera sobre ellos, donde se daban consejos útiles para quien fuera a ejercer aquel trabajo. “Mézclese alumbre con vinagre hasta obtener la consistencia de la tinta y escríbase el mensaje en la cáscara. Cuando la tinta se seca, nada se ve, pero algunas horas más tarde el mensaje (que debe escribirse con letras grandes) aparecerá en la clara del huevo”.
Esta historia de la tinta y la cáscara es mi asignatura pen- diente. Tal vez es que mezclaba mal el alumbre con el vinagre, pero lo cierto es que fracasé cuantas veces lo intenté, pues nunca vi aparecer palabras en la clara de ningún huevo, nunca.
3
La vida de los otros transcurre en 1984, cinco años antes de la caída del Muro de Berlín, y se ocupa de la inflexible vigilancia a la que fueron sometidos los habitantes de la RDA. Uno de cada tres ciudadanos era “informante no oficial” de la Stasi, la agencia de Seguridad del Estado. Es una gran película, con un actor, Ulrich Mühe, sencillamente extraordi- nario. De una forma casi imper- ceptible, su personaje, un frío espía de la Stasi, da un cambio radical el día que comienza a investigar la vida de un drama- turgo y su compañera, una famosa actriz de teatro. Predo- mina el gris en todas las secuencias. “El gris nunca ha tenido muchos partidarios, aun- que algunos de ellos fueran eminencias. Fue el color favorito de Bertolt Brecha”, ha dicho Florian Henckel von Donners- marck.
Hay un momento en el que el dramaturgo espiado busca un libro de color azul de Brecht que le ha desaparecido de su escri- torio y descubrimos que se lo ha robado el espía de la Stasi, que lo está leyendo, ensimismado, en la azotea. El espía está leyendo en el primer movimiento poético de su despertar moral y se diría que de pronto ha descubierto en su espionaje un medio para afilar la conciencia y estar más y mejor vivo. Ojalá se hicieran películas sobre el franquismo con la profun- didad, verosimilitud, espíritu contradictorio y capacidad de conmoción que se dan en La vida de los otros. Tanto jaleo con la memoria histórica y nadie ha sido capaz de hacer entre nosotros una película tan inteligente, tan compleja y tan poco maniquea, tan sensata y poética como La vida de los otros.
4
Los métodos de la Stasi nos son mostrados minuciosamente. Ve- mos sus escuchas, sus interro- gatorios, sus archivos, todos esos expedientes que (a diferencia, por cierto, de los archivos franquistas) fueron abiertos hace unos años a todos los afectados, no sin que eso planteara ciertos problemas. “Hubo un gran debate en el que mucha gente se mostró en contra, ya que creían que daría lugar a venganzas personales, pero se equivocaron. No hubo ningún problema. Todas esas personas sólo querían saber la verdad”, ha comentado von Donnersmarck.
En su película todos los personajes son complejos y contradictorios y escapan a los clichés de buenos y malos a los que nos acostumbraron tantas novelas y películas, y ahora nuestros políticos. Al verla, recordé que mi amigo Juan Villoro fue agregado cultural de México en Berlín oriental precisamente desde 1981 hasta 1984 y fue espiado como todo el mundo (“allí la paranoia se convertía en una forma de la costumbre”); no hace mucho, él mismo, tal como contaba en su artículo del otro día, fue a Berlín a ver su expediente en el Bundesbeauftragte, oficina dedicada a investigar las dela- ciones del pasado. Comprobó que no había hecho nada de interés para la intriga internacional y que todos los informes o fichas sobre él (como solía suceder con tantos informes en la RDA) eran inocuos. Pero descubrió que le habían seguido espiando cinco años después de su salida de la RDA. La última entrada de su ficha es de 1989 y está escrita por un pintor que se alojó en su casa de México y presentó luego ante la Stasi un informe en el que decía no encontrar nada sospechoso, salvo el desorden notable que había en su escritorio.
Eso me lleva a algo que acabo de leer de Ricardo Piglia en una entrevista de Jorge Carrión en Quimera: “Yo siempre digo que lo mejor que uno ha hecho en vida es lo que la policía tiene registrado de él, que el currículum perfecto es tu ficha policial”. No está mal visto. La literatura como una forma de pensar nuestra relación con lo ilegal.
Enrique Vila Matas. Barcelona•48

X/t
Soy foto-fija de cine y televisión, dos fenómenos que todavía se dan en Cuba. Uso una camarita digital de 4,2 megas y con esa baratija voy tirando entre fotógrafos clásicos que en los sesenta fundaron el ICAIC y el ICRT, hoy todos millonarios dinosaurios del Adobe Photoshop. De este part-time job sale mi inquietud civil por ese otro fenómeno colateral que ya rebasa los límites del cine y la televisión. Me refiero a los extras.
Los extras, ah. Ese ejército de resistencia fantasmal. Esa conspiración iletrada y acéfala que se multiplica a la sombra de. Bajo las mismas narices de. Una suerte de extrarquía que aún no se atreve a. Teoría del complot en el crepúsculo del proceso rextravolucionario cubano (aprox. 1959-200x). Expedientes X en el lobby militarizado del ICRT, acaso IXRT. Extrambóticas viditas paralelas en los rodajes de los films más emblemáticos del ICAIC, acaso ICAIX. Expeditos expedientes que la Seguridad del Estado cubana nunca sabrá leer tan bien como yo (son viditas para leerlas). Y es que yo los he visto a través de mi lentilla plástica. In vivo. Clic. Día a día. Flash. In fraganti. Ah, los extras. Esa formidable oposición a nuestro statblishment-quo.
Por ejemplo, yo los he visto apiñarse entre la orden de “acción” y la de “corten”, siempre en busca de obtener más luz (opacos Goethes de provincia) y de estar más visibles dentro de cada encuadre de cámara. Los he visto alardear a voz en cuello de sus extensísimos currículos de talla extra. Los he visto hacer gala fuera de escena de sus potencialidades histriónicas, las que ningún director ha tenido aún el talento de descubrir. Y los he visto lamentarse, con el corazón en la mano, del encasillamiento al que injustamente los somete la institución audiovisual (siempre deben interpretar a extras, cuando en realidad ninguno se considera como tal).
Yo los he visto polemizar texto-a-texto y tête-à-tête con guionistas multipremiados como Eduardo del Llano y Senel Paz, ambos escritores en un inicio. Lo que es más, incluso los he visto corregir este o aquel acting de nuestras protagonistas estrellas. Una vez fue en un teatro con Eslinda Núñez, ángel tan afable que casi acepta los consejos que le dieron no uno sino varios extras. Y otra vez fue en un teleplay con Isabel Santos, demonio justiciero que expulsó a pinga y cojones a aquella jauría del set, lo que provocó un retardo de dos días en la filmación, pues casi hubo una huelga de extras en solidaridad contra el despotismo actoral de los protagónicos (y hasta el sindicato los apoyó: a los extras, se sobreentiende).
Yo he visto, además, cómo comen. Y es una experiencia excepcional. Acumulan alimentos para después de la guerra con. Saben que todo tiempo futuro por fuerza ha de ser peor. Son agoreros agónicos. Los extras son aquellos comecoles del film cubano Madagascar, empezando por Jorge Molina (quien también come lombrices y fichas de dominó, y encima delira en su empeño de dirigir y ser profesor de algo llamado Facultad de Cine y Televisión). Los extras usan cordelitos y ligas y periódicos y trapos sucios para envolver (no es un símbolo, sino un arsenal de combate). Y usan jabitas de nylon reciclado y cucharillas de aluminio y platillos de comedor y canecas plásticas diseñadas como juguetería durante el Quinquenio o acaso ya el Quincuagenio Gris. En este sentido, son ellos los sobrevivientes.
Por lo demás, los extras jamás levantan la vista. Como los gatos, desdeñan la mano que les dio la bandeja obrera. Los extras desarrollan extrambóticas habilidades acrobáticas –vi a un ya casi anciano pasarse la madrugada haciendo el triple salto mortal, justo en la misma piscina donde el resto del equipo intentaba filmar– y en muchos de ellos se manifiesta cierto don poético constitucional –un mulatico me regaló esta composición de despecho cuyo extrafalario título era Ella deseó mi suerte y me dijo mucho cuídate: “Mi mujer necesita estar / junto al que está con el dinero / y yo morir / por la naturaleza de las cosas: / adiós, malandra, / ya te amaba”. El poeta ya no como el fingidor de Pessoa, sino como un extra más en la muda y burocrática nómina del ICAIC o el ICRT. Sin comentarios.
Los extras tienden a no poseer dientes desde muy jóvenes (a lo mejor nunca le salen, como si fueran una subespecie mutante: digamos, el Homo Xtrapiens). En enero de 2000 (el año cero), con gusto hasta me hubiera casado con una chica extra de diecitantos, de no haberla visto sacarse la prótesis dental después de almuerzo y lavarla fríamente en un bebedero de la locación. En ese momento pensé –aunque todavía hoy no sepa qué pueda esto significar–: “Dios mío, esa nena es la muerte. La mía. La tuya. La del universo entero y la de Cuba Socialista además”.
Los extras no sobran ni rellenan nada. Los extras son. Funcionan como el indeseable pero inevitable contexto de cualquier producto estético nacional. Y, si por casualidad hay una secuencia de desnudos, ahí sí hay que barrerlos como moscas muertas del set. Se hacen los bobos, mitad profesionales y mitad liberales, pero al cabo son voyeuristas y tiradores natos, ultraconservadores y déspotas desde el lenguaje que usan para desestimar a quienes se exhiben ante cualquiera (escenas de “encuerismo”, le llaman ellos). Por cierto, los extras tienden a aparejarse entre sí de rodaje en rodaje y yo sé, de primera mano, que ninguno aceptaría semejante rol: ni para ellos, ni para sus seres más allegados. Y en esto no creo que les falte tino, pues el resto del team muchas veces no hace más que babearse al ver a uno o dos actores sin ropas (es el síndrome del demasiado uniforme que embiste e inviste a todo cubano desde la fundación de las milicias en 196x). Toda vez expulsados por los altavoces, igual los extras van y entonces se aglomeran frente a los monitores, para así al menos ver en diferido la cosa en cuestión. Diríase que son una plaga y un síntoma a nivel micro de lo que sucede en el resto de los cines y pantallitas de la nación, computadoras oficiales incluidas.
Hoy por hoy, en pleno posTV-exorcismo de luispavones y papitosergueras, nadie debería olvidar que fueron los extras de la Papelera de Puentes Grandes los primeros que reaccionaron en la prensa contra el filme “contrarrevolucionario” Alicia en el pueblo de Maravillas (1991, año capicúa), del entonces realizador Daniel Díaz, acaparando para ellos solos la voz indignada de todo un pueblo que nunca estuvo para humoradas bajo su eterna amenaza de imperial agresión. En ocasiones, he pensado en el concepto marxista de pueblo como justo eso: un comando élite de extras que son llamados a escena según la conveniencia del director.
No quisiera abundar aquí en los extras cautivos, esos pobres sancionaditos que, domingo tras domingo, son forzados a sentarse por una miseria de salario en los palcos sonrientes del programa Palmas y Cañas (verdadera Mazorra prerrevolucionaria, sólo que con mejores condiciones de audio e iluminación). Tampoco es mi deseo caer en columnismos políticos de este o aquel signo, género tan de moda en cualquier tema que toque a los derechos humanos en la Cuba de la Revolución.
De todo lo anterior, por supuesto, no queda huella testimonial alguna, pues hay una suerte de pacto de secta entre los extras y, además, jamás se dejan fotografiar muy de cerca (al menos no por mi camarita Canon digital). Da la impresión de que los extras son convocados no por la productora, sino por un cuarto o un quinto poder. Sextocolumnistas por excelencia tras las bambalinas, ellos son espontáneos y ubicuos, y apenas acatan instrucción alguna de la autoridad local. Al contrario, generan la mayor densidad de repeticiones por minuto editado de filmación. Es decir, los extras serían la única causa cuántica de variabilidad nacional (motor molecular de la evolución biológica), así como la crítica más temprana a todo intento de representación Made In Cuba hoy por hoy.
Y sospecho que aún podrían ser mucho más. Acaso la democracia desenfocada que se incuba por los cuatro canales y por las decenas de películas más o menos ñoñas que se han rodado en este país. Los extras son algo así como la Cuba Secreta que en el siglo XX ni María Zambrano ni Gaspar Pumarejo advirtió. De manera que sólo ellos podrían protagonizar el auténtico cine independiente y underground, así como nuestra inminente televisión privada (sea por cable robado o por alquiler de casetes VHS). Sólo ellos han perdido foucaultianamente su nombre (en los créditos) y su rostro (en el plano), a la par que filman deleuzianamente como quien cava su tumba o su mausoleo: literalmente a ciegas, pues a raíz de cierto escandalito de plagio, está vigente ahora una resolución ministerial que prohíbe enseñarle a un extra el guión. Así, ellos nunca saben en qué proyecto los ha enrolado el Estado (único productor, o coproductor cuando se trata de capital extranjero). Los extras son, pues, como los ciegos cínicos de Sobre héroes y tumbas, de Ernesto Sábato. Y atención, por favor, porque esta es una situación tan alienada como la de los proletarios ingleses y alemanes descritos en El Manifiesto Comunista de 184x, si bien aquellos tampoco se decidieron nunca a rebasar el storyboard de la allí pronosticada revolución laboral.
El propio presidente Fidel Castro Ruz, en más de un sentido catalogado mundialmente como un líder extra-ordinario, se ha referido a estos fenómenos de manera más o menos velada a lo largo de sus discursos. Pero ningún taquígrafo del Consejo de Estado ha parecido parecido reparar en ello. De suerte que “L´Extrat c´est moi”, dicharacho que pasa de de boca en boca entre la cofradía de los extras, sigue siendo un slogan olímpicamente ignorado excepto por los trabajadores del medio cubano audiovisual. Por ejemplo, yo.
Pero lo mío no es conceptualizar, sino disparar fotofijas de cine y televisión, dos fenómenos que todavía se dan en la Cuba del XXI. Y para semejante part-time job, con mis 4,2 megas digitales me basta y me sobra para codearme con los clásicos que en los años sesenta participaron en la fundación bien del ICAIC o bien del ICRT. El resto son sólo mis inquietudes civiles colaterales. No por importantes menos intrascendentes: material adjunto para apoyar alguna que otra narración sin título (s/t). Como esta, supongo.
Consummatum extra.
Orlando Luis Pardo Lazo. La Habana• 71

Visita a Lenin
Moscú, 3 de julio
He estado porfiando casi un mes, pero al fin lo he conseguido. Había venido a Rusia únicamente para conocer a este hombre y no quería marcharme sin haberle oído hablar. Me parece, en su género, uno de los 3 o 4 vivientes que vale la pena escuchar. Llegar hasta él me ha costado casi 20 000 dólares –regalos a las mujeres de los comisarios, propinas a los soldados rojos, donativos a los asilos de huérfanos–, pero no lo lamento.
Decían que Vladimir Ilich estaba enfermo, cansado y que no podía recibir a nadie, a excepción de sus íntimos. No permanece ya en Moscú, sino en una aldea vecina, en una antigua villa de señores, con el acostumbrado peristilo de columnas blancas a la entrada. El viernes por la noche las últimas dificultades habían sido vencidas y el teléfono me advirtió que el domingo se me esperaba. Dijeron a Lenin que mi capital podría ayudar a los difíciles comienzos de la NEP y había consentido en verme.
Fui recibido por la esposa, una mujer gorda y taciturna, que me miró como las enfermeras miran a un nuevo enfermo que entra en la sala. Encontré a Lenin en un pequeño balcón, sentado ante una gran mesa cubierta de grandes hojas de dibujos. Me produjo la impresión de un condenado al cual se le permite gandulear en paz en las últimas horas de su vida. La característica cabeza de tipo mongólico parecía hecha de queso viejo y seco: árida y sin embargo blanda. Entre los labios sucios, la calavera mostraba ya la fila siniestra de sus dientes. El cráneo, vasto y desnudo, hacía el efecto de una caja barbárica construida con el hueso frontal de algún monstruo fósil. Dos ojos turbios e inquisitivos de pájaro solitario estaban agazapados dentro de los párpados sanguinolentos. Las manos jugueteaban con un lápiz de plata: se veía que habían sido grandes y fuertes, manos de labrador, pero con su descarnadura anunciaban la muerte. No podré olvidar nunca sus orejas de marfil chupado, tendidas hacia afuera como para coger los últimos sonidos del mundo, antes del gran silencio.
Los primeros minutos del coloquio fueron más bien penosos. Lenin se esforzaba en estudiarme, pero con aire distraído, como si cumpliese un deber que ahora ya no le importaba. Y yo, ante aquella máscara azafranada y cansada, no tenía valor para hacer las preguntas que me había propuesto. Murmuré al azar un cumplido sobre la gran obra realizada por él en Rusia. Y entonces aquella cara medio muerta se llenó de arrugas espectrales que querían ser una sonrisa sarcástica.
–Pero si todo estaba hecho –exclamó Lenin con un brío inesperado y casi cruel–, todo estaba hecho antes de que llegásemos nosotros. Los extranjeros y los imbéciles suponen que aquí se ha creado algo nuevo. Error de burgueses ciegos. Los bolcheviques no han hecho más que adoptar, desarrollándolo, el régimen instaurado por los zares y que es el único adaptado al pueblo ruso. No se pueden gobernar 100 millones de brutos sin el bastón, los espías, la policía secreta, el terror, las horcas, los tribunales militares, las galeras y la tortura. Nosotros hemos cambiado únicamente la clase que fundaba su hegemonía sobre este sistema. Eran 60 mil nobles y tal vez unos 40 mil grandes burócratas, en total 100 mil personas. Hoy se cuentan cerca de 2 millones de proletarios y comunistas. Es un progreso, un gran progreso, porque los privilegiados son diez veces más numerosos, pero el 98% de la población no ha ganado mucho en el cambio. Esté seguro de que no ha ganado nada, y es al mismo tiempo lo que se quiere, lo que se desea, aunque por otra parte era absolutamente inevitable.
Y Lenin comenzó a reír en sordina como un comerciante que ha engatusado a alguien y contempla alegremente las espaldas del burlado que se va.
–Entonces –murmuré–, ¿y Marx y el progreso y lo demás?
Lenin me miró con aire de estupefacción.
–A usted, que es un hombre potente y extranjero –añadió–, se lo podemos decir todo. Nadie lo creerá. Pero recuerde que Marx mismo nos ha enseñado el valor puramente instrumental y ficticio de las teorías. Dado el estado de Rusia y de Europa, me he tenido que servir de la ideología comunista para conseguir mi verdadero fin. En otros países y en otros tiempos hubiera elegido otra. Marx no era más que un burgués hebreo aferrado a las estadísticas inglesas y admirador secreto del industrialismo. Le faltaba el sentido de la barbarie y por esta razón era apenas una tercera parte de hombre. Un cerebro saturado de cerveza y hegelianismo, en el que el amigo Engels esbozaba alguna idea genial. La Revolución Rusa es una completa negación de las profecías de Marx. Donde no había casi burguesía, allí ha vencido el comunismo. Los hombres, señor Gog, son salvajes espantosos que deben ser dominados por un salvaje sin escrúpulos, como yo. El resto es charlatanería, literatura, filosofía y músicas para uso de los tontos. Y como los salvajes son semejantes a los delincuentes, el principal ideal de todo gobierno debe ser el de que el país se asemeje lo más posible a un establecimiento penal. La vieja mazmorra zarista es la última palabra de la sabiduría política. Bien meditado, la vida del penitenciario es la más adaptada al promedio vulgar de los hombres. No siendo libres están, al fin, exentos de los peligros y las molestias de la responsabilidad, y se hallan en condiciones de no poder realizar el mal. Apenas un hombre entre en la prisión debe, por la fuerza, llevar la vida de un inocente. Además, no tiene pensamientos ni preocupaciones, pues ya están aquí los que piensan y mandan por él: trabaja con el cuerpo pero su espíritu descansa. Y sabe que todos los días tendrá qué comer y podrá dormir, aunque no trabaje, aunque esté enfermo, y todo esto sin las preocupaciones que incumben al libre para procurarse su pan cada semana y un lecho cada noche. Mi sueño es transformar a Rusia en un inmenso establecimiento penal. Y no se imagine que lo digo por egoísmo, pues con tal sistema los más esclavos y sacrificados son los jefes y los que los secundan.
Lenin calló un momento y se puso a contemplar un diseño que tenía ante él. Representaba, según me pareció, un palacio alto como una torre, agujereados por innumerables ventanas redondas. Me atreví a formular una de mis preguntas:
–¿Y los campesinos?
–Odio a los campesinos –respondió Vladimir Ilich con un gesto de asco–, odio al mujik idealizado por aquel reblandecido occidental llamado Turgueniev y por aquel hipócrita fauno convertido que se llama Tolstoi. Los campesinos representan todo lo que detesto: el pasado, la fe, la herejía y la manía religiosa, el trabajo manual. Los tolero y los acaricio, pero los odio. Quisiera verlos desaparecer a todos, hasta el último. Un electricista vale, para mí, por 100 mil campesinos. Se llegará, según espero, a vivir con los alimentos producidos en pocos minutos por las máquinas en nuestras fábricas químicas, y podremos al fin hacer la matanza de todos los labriegos inútiles. La vida en la naturaleza es una vergüenza prehistórica. Tenga usted en cuenta que el bolcheviquismo representa una triple guerra: de los bárbaros científicos contra los intelectuales podridos, del Oriente contra el Occidente, y de la ciudad contra el campo. Y en esta guerra no dudaremos en la elección de las armas. El individuo es algo que debe ser suprimido. Es una invención de aquellos gandules griegos o de aquellos fantásticos germanos. Quien resista será extirpado como una pústula maligna. La sangre es el mejor abono ofrecido a la naturaleza. No crea que yo sea cruel. Todos esos fusilamientos y todas esas horcas que se levantan por mi orden, me disgustan. Odio a las víctimas, sobre todo porque me obligan a matarlas. Pero no puedo hacer otra cosa. Me vanaglorio de ser el director de una penitenciaría modelo, de un presidio pacífico y bien organizado. Pero aquí se hallan, como en todas las prisiones, los rebeldes, los inquietos, aquellos que tienen la estúpida nostalgia de las viejas ideologías y de las mitologías homicidas. Todos esos son suprimidos. No puedo permitir que algunos millares de enfermos compro-metan la felicidad futura de millones de hombres. Además, al fin y al cabo, las antiguas sangrías no eran una mala cura para los cuerpos. Hay una cierta voluptuosidad de sentirse amo de la vida y de la muerte. Desde que el viejo Dios fue muerto –no sé si en Francia o en Alemania– ciertas satisfacciones han sido acaparadas por el hombre. Yo soy, si quiere, un semidiós local, acampado entre el Asia y Europa, y por lo tanto, me puedo permitir algún pequeño capricho. Son gustos de los que, después de la decadencia de los paganos, se había perdido el secreto. Los sacrificios humanos tenían algo bueno: eran un símbolo profundo, una alta enseñanza, una fiesta saludable. Y yo, en vez de los himnos de los fieles, siento llegar hasta mí los alaridos de los prisioneros y de los moribundos. Y le aseguro que no cambiaría esta sinfonía por la Novena de Beethoven. Esta sinfonía es el canto anunciador de la beatitud próxima.
Y me pareció que el rostro descompuesto y cadavérico de Lenin se inclinaba hacia delante para escuchar una música silenciosa y solemne, que tan sólo él podía oír.
Apareció la señora Krupskaia para decirme que su marido estaba cansado y que tenía necesidad de un poco de descanso. Me marché enseguida.
He gastado casi 20 000 dólares para ver a este hombre, pero en verdad no me hace el efecto de que los haya malgastado.

El verdugo nostálgico
New Parthenon, 9 de diciembre
Mi pobre Tiapa no se encuentra bien. Sufre de amor propio concentrado. La inacción le humilla. En vano le permito, de cuando en cuando, que degüelle una cabra, un cerdo, un becerro. Todos los volátiles destinados a la cocina mueren en sus manos, pero es necesario ver con qué rabiosa tristeza retuerce el cuello a los gallos y a los pavos.
Lo comprendo: imagino lo que experimentaría un Ford condenado a fabricar automóviles para niños, y no más de 16 al día. Por otra parte, Tiapa es viejo y no podría ya ejercitar su antigua profesión. Durante 40 años seguidos este robusto indio fue verdugo en México y en otros países de América y Asia, pero ahora ya no tiene la fuerza y la precisión de antes, y ningún gobierno le tomaría a su servicio. Y este hombre, que ha quitado la vida a millares de hombres, ya no sabría cómo ganar su vida si no hubiese sido recogido el año pasado en mi casa. Los verdugos no son previsores y, dado su escaso número, no poseen siquiera una trade-union profesional.
Tiapa no ha sido ni un ejecutor vulgar, ni un tímido y gélido funcionario de la justicia. Era un apasionado, un entusiasta, un artista. Ha sido, creo, el último verdugo de puro estilo de nuestros tiempos.
Verdugo por vocación. Su adagio preferido es: “Las espaldas han sido creadas para los bastones y los árboles para ahorcar”. Esa apasionada naturaleza suya se reveló plenamente en el motivo que le hizo abandonar la profesión. Un joven asesino, en el país donde era verdugo, fue indultado pero rechazó el indulto. Se lo entregaron: el reo, satisfecho, saludó a su ejecutor y le estrechó la mano. Pero todo esto irritó extrañamente a Tiapa. “Mientras se retuercen y se defienden, todo va bien –dijo–, pero yo no quiero ser cómplice de un suicidio”. Y se negó a cumplir su misión, por lo que fue licenciado antes de tiempo.
–Europa –me decía– ha perdido el secreto de matar. La adopción de los medios mecánicos es el síntoma de la decadencia del arte. La guillotina es rápida, pero demasiado geométrica e impersonal. El fusilamiento es el triunfo de lo superfluo, un derroche inútil. Sin contar que los fusiles, ennoblecidos por la caza y la guerra, no deberían ser adoptados para los delincuentes. Los Estados Unidos, con la silla eléctrica, han caído en el máximo de la abyección. La electricidad, la fuerza más espiritual de la naturaleza, la que da luz y alas, ¡envilecida hasta el punto de asesinar a los asesinos! Los ingleses, que han conservado la vieja horca, son más lógicos y respetuosos, aunque la horca sea, desde otro punto de vista, un medio demasiado incoloro y primitivo. Diré, incluso, demasiado ingenuo. En Europa, para decir la verdad, hay solamente dos pueblos que tienen una cierta originalidad en la elección de los suplicios: España y Turquía. El garrote y el palo se salen un poco de lo vulgar y constituyen un castigo más severo que lo acostumbrado, pero palidecen ante los antiguos hallazgos del arte. Y considere que los turcos no son ciertamente europeos, sino de raza mongol, y están casi excluidos de Europa. La Edad Media ha sido, para el mundo blanco, la gran época del homicidio legal. La rueda, la lapidación y descuartizamiento eran operaciones refinadas y que exigían una cierta habilidad. Pero los antiguos no se quedaban atrás. El suplicio de Mesenzio, aunque poco usado, era generalísimo. Y la idea de Nerón de transformar los cuerpos humanos, con pez, en antorchas vivientes, no merecía ser abandonada. El fuego, para mí, es uno de los más perfectos instrumentos de la justicia. Nada iguala, desde el punto de vista del aniquilamiento total, a una pira bien preparada, hecha de leña resinosa y bien aireada. Tiene algo de clásico, de poético, de grandioso que place a los ojos y a la fantasía. Los suplicios que han quedado más profundamente impresos en la memoria de los hombres son aquellos en los que presidió la llama. Las parrillas de San Lorenzo, la pira ardiente de Juana de Arco, la hoguera de Savonarola: grandes páginas de heroísmo y de historia. No quiero afirmar con esto que el hacha no tuviese también sus méritos. Creaba una relación directa y diré, casi íntima, entre el verdugo y el condenado. Cercenar una cabeza de golpe no podían hacerlo todos. Se requería una vista óptima y un brazo seguro. Y cuando se trataba de personajes de alta categoría, como reyes y otros análogos, había el peligro de la sugestión y el temblor. El sentimiento, en nuestro oficio, es una gran desventaja. No comprendo por qué desde hace tantos siglos ya no se usa la crucifixión: era un suplicio bastante largo, bastante doloroso, y sobre todo estético. Hoy se tiene demasiado poco en cuenta la estética. Las ejecuciones, especial-mente en Europa, se hacen hoy en los patios de las cárceles, casi sin nadie, furtivamente, como si la justicia humana se avergonzase de sus sentencias. Para mí este modo de obrar es un misterio. O los jueces creen que el conde-nado merece verdaderamente la muerte, y entonces deberían circundar esta muerte de la mayor solemnidad, para producir el espanto en los demás delincuentes; o tienen dudas sobre la legitimidad de su derecho sobre la vida humana, y entonces no deberían condenar a muerte a nadie. He realizado muchos viajes por el mundo con objeto de perfeccionarme en mi arte y debo confesar que, incluso en eso, Asia puede dar lecciones a todos. No aludo a los hebreos: como no tuvieron ni arquitectura ni escultura ni pintura, no conocieron tampoco la técnica de la pena capital. Usaban la lapidación, pero el tirar piedras es diversión de muchachos, indigna de verdaderos hombres. Y fíjese en que todos podían tomar parte en aquel vil suplicio democrático: no existía, en la antigua Judea, el empleo fijo de verdugo. El único hebreo que demostró un rudimento de fantasía fue el rey Manasés, el cual, según cuentan, hizo atar al profeta Isaías entre dos tablones y los hizo aserrar. Otro genio demostraban los egipcios y los asirios. Cuando un pueblo se rebelaba, los reyes de Babilonia hacían desollar a los culpables y con sus pieles tapizaban las murallas de la ciudad insurrecta. Estas tradiciones pasaron a los mongoles, pero Tamerlán es más famoso por la cantidad que por la calidad de los suplicios. Era un mercader al por mayor, pero no un refinado. Las pirámides de cabezas que dejaba aquí y allá, como recuerdo de su paso, no dejaban de tener cierta belleza, pero los modos de matar eran más bien comunes y despreciables. La verdadera patria de nuestro arte es China. En el viaje de instrucción que hice al Celeste Imperio hace ya muchos años, cuando era todavía joven, pude asistir a algunos de los suplicios clásicos de aquel país tan exquisitamente civilizado. Pero había comenzado ya la deca-dencia y me dicen que ahora, con la República, las cosas van todavía peor. ¡Hasta quieren imitar a los europeos y se rebajan al fusila-miento! Una sola vez, en una ciudad de la provincia de Kuang-Si, pude ver el “suplicio de los cuchillos”, que para mí es una de las obras maestras de nuestra profesión. Por lo menos es el que me ha dejado una impresión más profunda: merece ser visto. Quizá no se sabe en qué consiste. El condenado aparece atado a un palo y delante de él se halla el verdugo con una especie de cesto cubierto con un paño. De cuando en cuando el ejecutor mete la mano en el cesto, sin mirar, y saca un cuchillo, lee la palabra que se halla grabada en la hoja y, según lo que ve escrito, opera. En el cesto hay tantos cuchillos como partes hay en el cuerpo, y cada uno lleva su inscripción correspon-diente. En el primero que cogió el verdugo debía de hallarse escrito “pie derecho”, porque fue este el primer miembro que vi cortar al paciente. Luego vi sucesivamente cortar la oreja derecha, las nalgas, la mano izquierda, la pierna derecha, el labio superior, los dos senos y el brazo manco. El paciente no gritaba, apenas gemía. Tal vez se hallaba desmayado. Me dijeron que las familias de los condenados, cuando son ricas, pagan una gran cantidad al verdugo para que saque pronto el cuchillo donde se halla escrito “cabeza” o “corazón”, con objeto de frustrar las intenciones del inventor y abreviar la ejecución. Pero aquella vez debía de tratarse de un malhechor pobre, porque sólo al final le fue cortada la cabeza. Si lo requisitos esenciales de la pena deben ser la duración y la variedad del tormento, me parece que el primer lugar debe ser concedido al de los cuchillos. Me hice amigo de aquel verdugo: era un bello anciano con la perilla blanca y muy amable. Me dijo que aquel suplicio estaba casi pasado de moda y que se podía emplear, con la tolerancia de las autoridades locales, solamente en pequeñas comarcas de provincia. Me confesó que también en China el arte del verdugo era ya poco apreciado y buscado, y las sutilezas del oficio estaban a punto de perderse. Sus lamentos me vienen a la memoria hoy, en que la decadencia es ya universal y manifiesta. Únicamente en ciertas regiones de América y del Asia central se encuentran artistas de la muerte que realizan con amor su trabajo y que no han perdido del todo las buenas tradiciones. Y yo, que le estoy hablando y que puedo alabarme de tener en mi carrera casi 2 000 ejecuciones realizadas con perfección y con todos los sistemas, me veo reducido a vegetar en las cocinas y a contentarme, para pasar el tiempo, en quitar la vida a vulgarísimos animales.
Una vez le pregunté a Tiapa qué sensaciones experimentaba, en sus buenos tiempos, durante una ejecución. Y si no había sentido nunca repugnancia o remordimientos por el horrible oficio a que se dedicaba.
–¿Remordimientos? ¿Repugnancia? ¿Por qué? Ante el condenado no sentía la impresión de tener delante a un vivo, sino a un muerto. Desde el momento en que la sentencia había sido pronunciada, este se hallaba vivo sólo por tolerancia y por razones burocráticas. Había sido ya borrado legalmente del mundo de los vivientes, y yo podía proceder a mi obra con la misma frialdad que tienen los médicos cuando descuartizan y despellejan un cadáver. El verdadero autor de la muerte, para mí, es el juez. Yo no era más que un instrumento, como el cuchillo o la cuerda. ¿Por qué tenía que tener remordimientos? Si hubiese dependido única-mente de mí, no hubiera matado ni siquiera una araña. Era el Estado quien me entregaba un cadáver viviente y me ordenaba que desembarazase la tierra de su presencia. Y luego, la mayor parte de los ajusticiados eran asesinos, y yo no les hacía nada más que lo que ellos habían hecho a otros que eran inocentes.
–Confiese, sin embargo, que el oficio le gustaba y que satisfacía su afición natural a la sangre.
–¿No es esto un mérito? –replicó Tiapa–. Nadie puede ejercitar honrada y valientemente un arte si no lo ama. Y en lo que se refiere al amor a la sangre, ¿qué mal hay en ello? Si nació conmigo, yo no soy responsable. Todos siguen sus propias inclinaciones. Los pintores pintan porque les gustan los colores y las formas. El astrónomo estudia porque prefiere los números y las estrellas. ¿Por qué ha de parecer extraño que un verdugo mate porque le gusta la sangre? No comprendo el prejuicio de los hombres civilizados contra el verdugo. Si no queréis verdugos, suprimid la pena capital: los jueces no la aplican seguramente para dar gusto a los ejecutores. Y si no queréis suprimirla, dad gracias a Dios de que nazcan hombres dispuestos a dedicarse a esta profesión, y honradlos como conviene.
–¿Pero esa nostalgia que usted sufre ahora no le parece algo sucio, feo?
–Pruebe –contestó triunfalmente Tiapa– a hacer 40 años de verdugo y luego hablaremos. Las cabezas me faltan como al escultor paralítico el barro y las paletas. Sufro como sufriría un violinista al que hubiesen cortado las manos. Mi malestar es una prueba del amor inextinguible que he sentido siempre hacia el arte. Pero los puros artistas fueron siempre mal comprendidos y calumniados.
Y una lágrima, una verdadera lágrima, descendió del ojo derecho del viejo Tiapa.
Giovanni Papini Florencia• 1881-1956

Vultur effect
Me preguntan si es verdad que las mutantes de Buenos Aires son las más hermosas del mundo. Yo les respondo que sí, sin duda alguna, y ellos dicen: “Nosotros ya lo sabíamos, pero queríamos oírtelo decir a ti, que eres biólogo”. Parecen satisfechos con mi respuesta. Y por supuesto que yo no soy biólogo, pero al menos he quedado mejor que la vez anterior, cuando me preguntaron si las mutantes de Buenos Aires eran las más hermosas del mundo y yo les respondí que no, claro que no, de qué mutantes hablan, y ellos movieron pesadamente la cabeza y uno le dijo al otro: “La verdad es que este muchacho no pone nada de su parte”. arqueros
Un cadáver atravesado por flechas apareció flotando en el río, entre pedazos de mierda. “Han empezado a disparar”, me dijo un hombre que se detuvo a mi lado en el puente. “¿Quiénes?”, le pregunté. Al mirarlo me di cuenta de que también él estaba atravesado por flechas, una de ellas le cruzaba el cuello y probablemente era la razón por la que su voz sonaba tan angustiosa. “Los prisioneros de la Edad Media”, me dijo. Yo mantuve un cuidadoso silencio. Después le pregunté si eran un grupo de rock o qué. El hombre no dijo nada. Unos enmascarados en kayaks remaban hacia el cadáver agitando los pedazos de mierda en la superficie del agua. william s. burroughs
Casi peor que el síndrome de abstinencia es la depresión que lo acompaña. Una tarde cerré los ojos y vi mi cuerpo en ruinas. Ciempiés y escorpiones enormes se deslizaban por los vacíos bares, cafeterías y farmacias de mi sistema nervioso. Entre los pliegues de mi intestino crecía la hierba. No se veía a nadie. jean baudrillard
Ella me dice que le hubiera gustado ser una hembra hipotético-deductiva, de esas que se inflaman al contacto con lo real y cuyas cenizas dibujan en el cielo extraños arabescos, en particular durante el crepúsculo. wonderland
La niña iba de la mano de una supuesta abuela. Cuando pasaron por mi lado, la supuesta abuela le decía: “Tienes que tener mucho cuidado con las bombas”. La niña me miró, yo la miré. “Las bombas matan, hacen mucho daño”, le explicaban, pero ella ya estaba sumergida del todo en nuestro choque de miradas. “¿Me estás escuchando?” Yo, sin decir una palabra, le dije: “No la escuches, mírame bien a mí”. Entonces hice desaparecer mis párpados para ella: “¿Ves? Tengo cráteres de bomba en los ojos”. Asustada, la niña vuelve el rostro, se esconde tras la abuela y echa a llorar. “¿Qué pasó?”, le preguntan, “¿Qué tienes?”, pero ella no puede explicar lo que ha visto y yo sé que ahora, en este momento, una mujer despierta en una cama con aquel susto infantil en todo el cuerpo, temblorosa y húmeda, incapaz todavía de explicar el surgimiento de la onda expansiva. el origen de la tragedia
Ella se ha convertido en caníbal. Se me arroja encima y empieza a comerme el hígado. Empieza a caer una música sensual. Yo sospecho que el hígado no me volverá a crecer. (Variante: el hígado se regenera continuamente, ella no terminará de comerlo, esto no se detendrá nunca y más tarde o más temprano nos olvidaremos de nosotros mismos.) Posado como una gárgola al acecho en la ventana, el buitre me mira como diciendo: “Pero ella tampoco podrá digerirlo y más tarde o más temprano te lo va a vomitar encima”. Yo cierro los ojos, aliviado. Espero ese momento en que voy a tener de vuelta mi hígado de la manera más cómica posible. estáticas
En una librería. Le pregunto al administrador por los ejemplares de mi libro. El administrador me mira desde sus espejuelos fondo de botella, luego continúa cazando mariposas. Se encarama en una silla, levanta el jamo, salta, cae, golpea las paredes con el jamo, tropieza con los estantes, derriba un montón de libros. “Aquí no ha llegado nada nuevo”, me dice de mala gana. Obviamente, estoy entorpeciendo su trabajo. “Todo está paralizado, ¿no lo ves? Estos bichos no se mueven.” Yo miro las mariposas. Efectivamente, parecen clavadas en el aire. Ya estoy llegando a la puerta, a punto de salir cuando me encuentro un jamo, otro, pero no me interesa permanecer allí ni mucho menos meter en ese jamo ningún bicho. (El administrador ha capturado dos.) charles darwin
El lector seguramente piensa, por otra parte con mucha razón, que este libro carece de importancia; pero para quien nunca ha visto más paisajes que los de Inglaterra, el aspecto completamente nuevo de un territorio estéril posee una especie de grandeza que una vegetación más abundante destruiría por entero. enterrada
Una jaula vacía en el zoológico. Los visitantes buscan algo vivo además de los insectos y las rocas, no lo encuentran y siguen de largo. De pronto la tierra se mueve: de abajo sale una mano, una cabeza, hilos de sangre. Los visitantes que pasan ahora se detienen a observar, atónitos, cómo un hombre flaco que parece un escritor o un cadáver mordido por gusanos se pone de pie, se sacude la tierra de la cara y se sube la cremallera de la falda de mezclilla. enzimática
Vendía coagulantes, pero a mí no me interesaba comprarle nada. Fui a su casa por razones asquerosamente hormonales. Cuando me vio llegar abrió una caja y puso en mis manos un enrollado baboso, tirando a lo cruciforme, que se movía o parecía moverse como una agitación de lombrices. Pensé cuatro cosas:
1) esto es un cromosoma,
2) el cromosoma es de ella,
3) el cromosoma es ella,
4) no lo es pero está descodificado de la misma manera.
“¿Qué hace esto?”, le pregunté. Ella aleteó sus pestañas como si no entendiera, se encogió de hombros y dijo: “Coagula”. A continuación nos pusimos de acuerdo en el precio. especies
Me lo dijo un personaje de una novela de terror: “Cuando te encuentres una nota al pie, mátala antes de que tenga tiempo a reproducirse”.
Esta es una porn-star de Iowa que ha dicho: “Creo que podría cometer el asesinato perfecto”.
Esta es una porn-star de Arizona que ha dicho: “Lo único que uso para limpiar es un delantal corto con mis calzones de Superman”.
Esta es una porn-star de Illinois que ha dicho: “Escribo libros para niños sobre unos frijoles microscópicos muy lindos que viven en la nariz”.
Esta es una porn-star de Michigan que ha dicho: “Me gusta estar desnuda, sólo usando zapatos de tacón muy alto, y subir y bajar las escaleras”.
Esta es una porn-star de Iowa que ha dicho: “¡Si las plantas pudieran hablar serían muy peligrosas!”
Esta es una porn-star de California que ha dicho: james joyce
Vi una vez a un chino (relata el brioso narrador) que tenía unas píldoras que echaba al agua y se abrían y cada píldora era una cosa diferente. Una era gas, espuma, otra un tsunami, la otra era algo así como una corriente de pensamiento. “Guisan ratas en la sopa” (añadió con apetito). Los chinos hacen eso. km/h
Recuerdo que iba muy rápido. Me detuve ante un grupo de hombres armados y pregunté dónde estaba.
—Bienvenido a la frontera –me dijeron. Pregunté de qué frontera se trataba. No lo sabían.
—¿Y qué hacen ustedes en la frontera?
—Tiramos a matar –respondieron.
De pronto me apareció un fusil en las manos. Un fusil largo, con mirilla telescópica. Cuando levanté la vista los hombres habían desaparecido. lorrie moore
Recuerdo que yo era muy joven y muy feliz cuando el aullido literario de los 90. Permanecía cómodamente al margen de cuanto estuviera ocurriendo en la tradición del short story. Me aficioné a un videojuego de estrategia llamado Demasiadas lesbianas: lesbianas en los arbustos, lesbianas en los tejados, etc. (Encuentre a las lesbianas.) de sismos
Recuerdo que hubo un terremoto al norte. Yo estaba en algún lado de la frontera. En un Burger fronterizo conocí al tijuanólogo. Una grieta se abrió en la calle frente a nosotros. Nos fuimos dentro de esa grieta que era un abismo. Nadie nos devolvió la mirada. Hicimos autostop. Camiones repletos de hombres-bala en dirección contraria. Carros de carrocería tiroteada. Escuchamos hablar a la gente del narco. El tijuanólogo hablaba de narcoficciones. Sostenía la tesis de que no estábamos huyendo del terremoto sino desplazándonos en él. Llegó a decir que nosotros dos éramos el terremoto. Abríamos grietas en las placas de la península para entrar y salir. “¿Hacia dónde?”, le pregunté por preguntar. La península se iba volviendo árida. Calurosos los moteles del sur. Los hombres-bala que no querían saber nada de nosotros continuaban cayendo en picado sobre las carreteras. La gente seguía hablando de California, interminablemente. antología
De pronto empezamos a escribirnos. Ella me cuenta que en Madrid (en un lugar muy preciso de Madrid) se ha acordado mucho de mí. No nos hemos visto ni hemos hablado en años. Yo puedo haberme convertido en un animal del desierto y ella no se hubiera enterado. Ahora tenemos el Atlántico por el medio y ella me escribe y yo le respondo. Pero en realidad lo que hago (no sé por qué) es tomar sus palabras y devolvérselas envenenadas. De pronto ella deja de escribirme. Yo no he podido dejar de hacerlo. neal stephenson
Los invasores microscópicos son la amenaza más importante. La muerte roja, también conocida como Especial Siete Minutos, es una cápsula aerodinámica que se abre al chocar y que libera miles de corpúsculos conocidos coloquialmente como ralladores en la corriente sanguínea de la víctima. La sangre demora siete minutos en recorrer un cuerpo normal: después de ese intervalo los ralladores estarían distribuidos al azar en todos los órganos de la víctima.
Tales inventos han provocado la preocupación de que la especie A pueda introducir subrepticiamente unos pocos millones de dispositivos letales en los cuerpos de la especie B, dando el más dulce giro tecnológico al viejo y común sueño de ser capaz de convertir todo un país en puré. biopsias
He observado demasiado de cerca demasiados desechos de mi cuerpo. Y otros desechos relacionados con otros cuerpos que por lo general no entienden bien, no entienden nada. Los fragmentos desechables siempre me han parecido malignos. Pero también me he acostumbrado a ver sangre donde no la hay. orientación
Los turistas despliegan ante mí un mapa de la ciudad: Please, where we are now? Yo miro alrededor. Estamos cerca de un hospital. Y de una prisión. Y de la Facultad de Artes y Letras. También se hallan próximos varios espacios arbóreos que no llegan a ser bosques, por donde se mueven masturbadores, adictos, locos, gente sin mapa, gente que se perdió hace mucho tiempo. (Esto sucedió hace mucho tiempo pero los turistas siguen mirándome, y yo todavía permanezco callado.) peter handke
He decidido que, así como yo carezco de historias, tampoco los demás deben tener historias: de esa manera puedo soportarlos, puedo incluso empezar a percibirlos y sentir placer escribiendo sobre ellos. Sólo carentes de historias empiezan a tener vigencia, y el paisaje se extiende a mi alrededor, finalmente liberado de toda anécdota envilecedora. philip k. dick
Le dijeron: “Francamente, eres el que escribe los libros más raros de La Tierra. Libros psicóticos de verdad, libros donde fracasan las mejores lecturas, libros de un género que nunca antes se había escrito. No puedes culpar al gobierno por tener curiosidad de saber qué clase de persona escribiría libros así, ¿entiendes?” plural
En un interrogatorio con pinzas. He llegado con la piel ensangrentada y cubierta de incrustaciones: casquillos de bala, esquirlas de vidrio, restos diversos. El hombre de las pinzas me extrae las incrustaciones mientras me pregunta de dónde he venido yo sin una sola idea verdaderamente profunda. Le digo de dónde venimos. Él me pregunta: “¿Y qué hacías tú allá, tan lejos?”. Le digo que narrábamos. (“Extraordinariamente narrábamos”.) world waste writing
En un hospital. Me conecto a internet, encuentro un website de áreas cerebrales, pincho donde dice áreas dañadas, entro al foro de daños en control de la visión y me hago amigo de cuatro pacientes.
a) Un paciente a quien las superficies le parecen mugrientas y de color semejante al pelo de las ratas: su apetito y su libido están como muertos.
b) Un paciente que percibe cómo cambian de posición los objetos pero es incapaz de ver cómo se mueven: un síndrome imposible de acuerdo a la lógica.
c) Un paciente que no reconoce los objetos que ve: cuando intenta limpiar las malas hierbas del jardín arranca las rosas, cree que dibuja un ave cuando en realidad dibuja un árbol.
d) Un paciente que reconoce los rostros pero no las personas: en todos los individuos ve impostores que tienen un extraordinario parecido con los auténticos.
Los cuatro me preguntan cuál es mi problema cerebral. Yo escribo en el cuadro de diálogo y envío la respuesta. Los síntomas. Ahora estoy esperando los comentarios que me enviarán de regreso. skyline
Escribir La Habana sin el color del verano. Una ciudad en la que estemos ausentes. Poner en ella algo de jerga personal, algo demasiado insoportable y pop, como si toda clase de ficciones extrañas estuvieran a punto de romper. saturday night live
En vivo. Siempre ha sido en vivo. Virgilio Piñera mira a la cámara, sonríe y dice: “Este es mi último programa. Ayer me operaron por duodécima vez, a la vista de ustedes. Un caso de hipertrofia de la ironía. Pero no crean que aquí acabarán sus sufrimientos. Es muy posible que las operaciones continúen”. stanislaw lem
Carecen de patria. Cada uno de ellos cuenta la historia de su tribu de manera diferente. Sea cual sea la historia, estos vagabundos no son bien recibidos en ninguna parte. Si durante sus continuos viajes por el espacio se detienen un momento en un planeta, después siempre se hecha de menos algo: o desaparece una porción de aire, o un río se seca de repente, o falta una isla en el inventario. topologías
Uno de los problemas famosos de la llamada geometría del espacio elástico es determinar el mínimo de colores distintos necesarios para colorear un mapa de manera que no haya dos regiones limítrofes con el mismo color.
Cuentan que después de perder las dos manos en un accidente, el ruso Solomon Lefschetz comenzó a estudiar las transformaciones en las que determinados puntos permanecen fijos.
La teoría de los nudos es una rama que todavía tiene muchos problemas por resolver. Un nudo se puede considerar como una curva cerrada sencilla hecha de textos de goma, que se puede retorcer, alargar o deformar de cualquier forma en un espacio multidimensional, aunque no se puede romper. Todavía no se ha podido encontrar un conjunto de características completo y suficiente para distinguir los distintos tipos de nudos. el whisky del país que inventó el whisky
Estamos, ella y yo, en otro país. Ella está completamente borracha. No hace otra cosa que pintarse los labios. Tiene todo tipo de creyones. Negro, morado, rosa, azul, rojos. Raras tonalidades, brillos intensos. Se pasa todo el tiempo pintándose los labios delante de mí, llevándose a los labios pintados vasos de cristal que inmediatamente se rompen. Como si hubieran sido impactados por un proyectil. tres
Soñé que estábamos ella, Roberto Bolaño y yo, en una taberna de Mérida. Bolaño y yo comíamos hígado y bebíamos un trago difícil llamado Eje del Mal. Ella hojeaba la Playboy mexicana con interés de detective. Bolaño me decía: “No escribas sueños, concéntrate en el insomnio”. “Pero el insomnio no existe, Roberto”, le decía yo. “¿Has oído hablar de los sueños enemigos?”, me preguntaba él, mirando a todas partes y masticando su hígado. utópica
Estos son los niños que juegan sobre las líneas del ferrocarril. Les dicen los niños suicidas. Cada cierto tiempo pasa un tren rápido y silencioso. Aún se mantiene la prohibición de pitar, porque este tren es de los que emiten un sonido obsceno y cacofónico, nada que ver con la sensibilidad de los momentos actuales. De modo que el tren sorprende a unos cuantos niños y los despedaza. Entonces los niños que sobreviven se ponen a fabricar juguetes. Muñecas de piel cosidas con nervios. Soldaditos de plastilina de sesos. (Dicen que una pelota de sangre seca rebota de lo más bien.) en la pesadilla
Me levanto temprano. No puedo librarme del sueño. Enciendo las luces. Doy vueltas por la casa. Del cuarto al baño y del baño a la cocina. Desayuno. De la cocina al patio y del patio a la sala. Enciendo el televisor. Leo un poco. Vuelvo a caminar por la casa. Pero no logro despertarme. Decido salir a la calle. Me encuentro con un amigo y le confío que no logro despertar. Le pido consejo. Él me aconseja que haga un poco de ejercicio a fin de desperezarme. Que en seguida tome una taza de café bien fuerte y que escuche música bien alta. Hago todo esto pero no logro despertar. Salgo de nuevo. Esta vez acudo al médico. Como suele suceder, el médico habla mucho pero yo no me despierto. A las seis de la tarde cargo un revólver y me levanto la tapa de los sesos. Doy un brinco en la cama y abro los ojos, pero aún no logro despertarme. El sueño es una cosa muy persistente.
Jorge Enrique Lage La Habana• 79






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Ahmel Echeverría, Jorge Enrique Lage, Orlando Luis Pardo Lazo, “The Revolution Evening Post, No. 2,” Digital Entanglements, accessed April 24, 2024, https://digitalcuba.omeka.net/items/show/16.

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