The Revolution Evening Post, No. 4

Dublin Core

Title

The Revolution Evening Post, No. 4

Subject

Revista Literaria Digital

Creator

Ahmel Echeverría,
Jorge Enrique Lage,
Orlando Luis Pardo Lazo

Source

The Revolution Evening Post, No. 4, 2008.

Publisher

The Revolution Evening Post

Date

2008

Contributor

Lizabel Mónica

Format

Pdf

Language

Spanish, Español, SPA

Type

Revista, magazine

Coverage

Cuba

Text Item Type Metadata

Text

theREVOLUTION E VENING post
episodio 4
e Zine de ESCRITURA irregular

stuff :
alberto g la pinacoteca 2
juan forn tokio era una fiesta 5
orlando luis pardo refleXXIones (e-vangelio cubano del 21) 7
alejandro zambra diario de un mudo 9
álvaro bisama huir / fuga 10
santiago roncagliolo el aroma del gas lacrimógeno 11 la verdad ya no es lo que era 12
ahmel echevarría una pelea cubana contra los demonios 13
gonzalo garcés el artista joven 15 3 tesis sobre charly 15
jorge enrique lage somos pioneros exploradores 16
enrique vila-matas semana blanca 17
ahmel echevarría un ángel amarillo 18

staff :
ahmel echevarría
jorge enrique lage
orlando luis pardo lazo

Hemos sido cordialmente invitados a formar parte de la literatura chilena en Cuba. Por supuesto, hemos aceptado. No hubo ceremonia de iniciación. Mejor así.
therevening@yahoo.com

La pinacoteca: aparición de lady murasaki
Al final, digan lo que digan, el voyeur sí participa. En una palabra: siempre hay cosas que descubrir en una vagina. (Esto lo dice Louis Ferdinand Céline.) No le permitas a quien te acompaña en la cama que lave su cabello un martes o un día de funeral. Los martes son días sin auspicio, igual que los funerales. Si, luego de tu explicación, esa persona insiste en su propósito, es que tiene malas intenciones o se encuentra sojuzgada por Cepaala-Magri, un demonio andarín, oriundo del norte de Australia, patrón de las obstinaciones y los suicidios. El pelo suelto atrae el hálito de las brujas. Hay hombres en Guam cuyo único empleo es viajar por el país para desflorar vírgenes, que les pagan por el privilegio de tener sexo por primera vez. En Guam esta prohibido que las vírgenes se casen. El atomismo amenaza la doctrina de la Santa Eucaristía. Que los fluidos sensuales del cuerpo entren en el cuerpo. De acuerdo con San Mateo, no es sucio lo que entra en la boca, sino lo que sale de ella. Tenía la complexión de un durazno, casi podía ver sus venas. Provenía de un lugar de Thailandia contaminado por chinos y chinas que, alguna vez, se habían dedicado a trabajos nocturnos en casas de Damas del Ofrecimiento Circunstancial. Su educación estaba siendo seguida de cerca por un profesor sumergido en la historia de los ceremoniales del Paso al Mundo de los Espíritus. Usaba un prendedor de amatista en forma de… ¿no adivinan? Una centolla. Previsiblemente, el Japón antiguo llamó Primera Floración al inicio de la menstruación. Este era un suceso digno de festividad. A veces los festejos duraban varios días, hasta coincidir con el anuncio de la disponibilidad de la chica en cuestión. No era raro ver celebraciones que comenzaban con la Primera Floración y culminaban en matrimonio. Se dice que sangre menstrual no coagula, pero yo he visto en la Pinacoteca a una chica que dejó de sangrar cuando se sentó, desnuda, dentro de una de las barcas sagradas, y clavó una flecha en la madera, muy cerca de su mons veneris. Esta acción detuvo la sangre. Aunque era de día y había mucha luz, la mujer que hacía la ronda alzó su linterna y torció la cara de modo soez. Dame esa sangre, dijo. Soñar con sapos augura descendencia femenina. Si eres un hombre y quieres protegerte de la brujería, come carne de sapos atrapados en los bebederos del campo, en especial donde pasten caballos de alguna persona notable. Ingerir sapos en luna llena te inmuniza, por todo un año, contra los espíritus hambrientos, las magalachas de los bosques, los peces ciguatos y las mordeduras de ciertos tipos de dragón. Pero no uses, para tu Caduceo de Poder, fundas hechas con piel de sapo. Aunque ajustan muy bien cuando están húmedas, pueden inducirte a la lascivia luego de hinchar de modo muy molesto tu Caduceo de Poder. Tendrás siempre ganas y morirás con una sed extraña. Durante la plaga florentina de 1348, y tras los sólidos portones de un palazzo, ciertos hombres y mujeres de la nobleza iban contando, muy entretenidos, las historias que luego integrarían El Decamerón, de Bocaccio. Son historias de risa y de placer, y nadie molestó a esos hombres y mujeres hasta que, una noche, siglos más tarde, se presentó en el palazzo la Muerte Roja, con su Máscara, y dijo: Yo soy Su Majestad Edgar Allan Poe y acabo de firmar vuestras sentencias de muerte. El objeto más notorio de Hans Bellmer fue la muñeca hecha de madera, metal o papier mâché. Una muñeca que podías reducir y contorsionar de acuerdo con fantasías eróticas levemente sádicas, basadas en permutaciones sexuales y en dibujos de chicas que se dejaban fotografiar a cambio de un par de barras de chocolate y varios boletos de tranvía. Qué situación más siniestra, dijo ella. Mi bastón, meciéndose, la hipnotizaba levemente. Recuerdo muy bien que nos quedamos quietos, alimentando el fuego, añadí. Las centollas temen al fuego, aseguró antes de cerrar su libreta de notas. Respiró con energía, como para alejar de sí algún tipo de sopor. Deberían arreglar el sistema de ventilación de este lugar, dije. Tengo que marcharme, se excusó. El asunto de las centollas me interesa mucho, susurré. Henrica Shuria tenía el crédito de tener un largo clítoris. Auteio de Amida y Paulo Egineta, médicos bizantinos del siglo sexto, atribuían este rasgo anatómico a las mujeres egipcias. Esta incorrecta generalización ha dado paso a algunos malentendidos. La ley autoriza a las vendedoras hacer topless en Liverpool, Inglaterra, pero solamente en negocios de peces tropicales. Las mujeres del Vietcong guardaban hojas de afeitar en las vaginas. Se puede matar a un vampiro poniéndolo entre dos espejos. Se alejó, taconeando con cuidado en las baldosas rojas, y desapareció por una de las entradas (o salidas), en dirección a otro recinto. Fue en ese instante cuando decidí perseguirla discretamente, haciéndome el encontradizo y sin olvidarme de las centollas de los Mares del Sur. El llamado papiro erótico de Turín muestra una serie de encuentros sexuales —Nk— entre jovencitas y guerreros de penes suntuosos. A estas escenas se les suele llamar trabajos de burdel. En el papiro hay once cópulas acrobáticas, cuatro de ellas en posición animálica. Se cree que el autor quiso satirizar lo que veía, pero la verdad es que no hay pruebas de semejante propósito. Para que una bruja pueda volar grandes distancias velozmente, tiene primero que conseguir aceite primordial, que se obtiene de la hervidura de tres niños cuyos nombres empiecen con A. Esta sustancia se solidifica en un tarro de cristal ahumado al que se le agregan unos granos de precipitado verde, para colorear dicha sustancia. Tras dejarla reposar por 7 días bajo tierra infame, la bruja se untará con ella las partes velludas del cuerpo, y enseguida sentirá ligereza de miembros y que, al respirar, se eleva por el aire poco a poco. Dice Samael Aun Weor que lo primero que necesita el médico gnóstico es conocer la causa de la epilepsia, pues esta enfermedad tiene diferentes orígenes. En las mujeres, por ejemplo, a veces los ataques se producen como consecuencia de parásitos intestinales. En otras ocasiones, se trata de perturbaciones del sistema nervioso, y, no pocas veces, del resfrío de los ovarios, después de muchos meses de falta de cohabitación. Por algún motivo que escapa a la común comprensión, ahora los parques de diversiones tienen otro peligro, además de las serpientes venenosas y los cables de alta tensión sueltos: Proud Mary. Ella es una mujer entre 17 y 20 años que ha sido aparentemente maltratada y/o violada y cuyo cuerpo yace en la periferia del parque. Si ves a Proud Mary, por muy infeliz que parezca no te acerques a ella. No bien lo haces, Proud Mary abre los ojos, te mira con dulzura, te pide que la ayudes y, en fin de cuentas, terminas enredado en una dudosa invitación tras la cual perderás el alma sin remedio. En una plaza de la zona central de Dunedin, Nueva Zelanda, hay una estatua del poeta escocés Robert Burns que le da la espalda a la iglesia anglicana de San Pablo mientras mira (dicen que con codicia) hacia el distrito comercial. Enamorado en 1785 de Jean Armour, el poeta pretendió casarse. Pero no obtuvo más que negativas por parte del padre de ella, y así concibió su huida a Jamaica. Una vez allí, Jean parió gemelos y Burns empezó a preparar la edición aumentada de sus Songs and Ballads, que apareció en 1789. Pero visitaba con harta frecuencia y grandes gastos de dinero los prostíbulos de Montego Bay, y se prendó de Alice Mencken (bisabuela de H. L. Mencken, fundador de la revista literaria American Mercury), con quien se amancebó tras asentarse en Spanish Town. Poco tiempo después Burns descubrió que Alice practicaba la brujería, pero aun así llegó a aficionarse a la fuma de polvo de huesos de ahorcados. Alice era visitada por antiguos clientes y Burns solía participar en esos encuentros. En 1795 fueron apresados por las autoridades locales y en 1796 ajusticiados, en una breve ceremonia privada, por el método del garrote vil. El penis captivus o vaginismus es, en la literatura médica, esa trabazón tragicómica que se produce durante el intercambio sexual. Los científicos consideran que es un fenómeno raro. Entre ellos, una minoría anónima, adscrita a un credo más o menos hermético en relación con el sexo, consiente en afirmar que el paso por esa experiencia podría ser un don, o un signo de la Gracia. Disimulé el ruido de mis pasos por los salones de baldosas rojas, mientras pensaba en el horror de las centollas. Caminé despacio, convencido (sin pruebas) de que la estudiante aparecería de un momento a otro frente a mí, escribiendo incesantemente en su libreta. Pero al entrar en una estrecha sala donde se exhibían miniaturas chinas (viejos y obscenos prendedores de marfil), una mujer alta, de tez muy blanca, se interpuso en mi camino con una resolución en la que no faltaba cierta dulzura. Y así, en medio de una gran sorpresa, conocí a lady Murasaki, mi principal oponente. Cerca de Russell Square, en Londres, hay una tienda donde dos chicas venden peces exóticos traídos hasta allí desde el Archipiélago Malayo y el norte del Japón, por proveedores portugueses a quienes nadie ha visto. Pero el caso es que en dicha tienda puedes adquirir, a buen precio, un pez dragón negro, o una medusa dorada, mientras las chicas hacen topless y te invitan a calibrar la vitalidad de los peces. En su Historia Universal bajo la República Romana, Polibio, relator con tiquismiquis, dice: Las costumbres e instituciones de Lacedemonia permitían a tres o cuatro hombres, y aun a más cuando eran hermanos, tener una sola mujer, cuyos hijos les pertenecían en común, de igual modo que es frecuente y bien mirado en este pueblo que un hombre cuando tiene número suficiente de hijos ceda su mujer a alguno de sus amigos. He aquí por qué los locrenses, que no se habían comprometido como los lacedemonios con imprecaciones y juramentos a no volver a sus casas sin tomar antes a Messena a viva fuerza, no esperaron a regresar en masa, sino por pequeños y raros destacamentos, dando tiempo a los hombres para tener comercio carnal con esclavas y mujeres casadas, cosa que hicieron especialmente las solteras, y que fue causa de la emigración. Los hombres que se masturban en exceso engendran succubi y las mujeres engendran incubi. Estas larvas incitan a sus progenitores a repetir incesantemente el acto que les dio vida. Tienen el mismo color del aire y por eso no se ven a simple vista. Remedio eficaz para librarse de ellas es llevar flor de azufre entre los zapatos. Los vapores del azufre las desintegran. Entre los yanomamos, que no pasan de 15000, es costumbre que dos hombres cultiven la camaradería por medio del intercambio de materias alucinógenas. Ambos yacen en una misma hamaca, respiran polvos de ebene (que es una especie de enredadera), se imaginan que son chamanes y hasta dialogan con demonios locales de quienes escuchan consejos sobre sexo y mujeres. Los primeros yanomamos surgieron de la sangre de la Luna, pero esto no les impide hoy abominar de la sangre menstrual. Al comprender que el período menstrual es algo que acompaña a las mujeres por buena cantidad de años, prefieren empezar los matrimonios con niñas en edad muy temprana. Así, es posible ver a varones yanomamos adultos en compañía de hembras de 9 o 10 años. Un íncubo tiene el pene tan frío como el hielo, y, sin embargo, en ellos el órgano es eréctil y adquiere mucha dureza. Cuando una mujer cohabita con un íncubo, toma el poder de desatar granizadas. Sin embargo, no todas las brujas poseen ese extraño don. Sólo las que practican la fellatio con íncubos e ingieren la materia helada que brota como resultado de semejantes placeres. Hay que agregar que esa materia no es exactamente sólida y que, salvo en lo tocante a la temperatura, es idéntica al semen. Y, finalmente, ¿por qué hay tantos prepucios de Jesús? La monografía escrita por el exdominico A. V. Müller, titulada El sagrado prepucio de Cristo, anota, al menos, doce lugares que se vanaglorian de poseer el auténtico prepucio divino, caso de que se demuestre que fue efectivamente circuncidado: en Charroux (junto a Poitiers), Amberes, París, Brujas, Bolonia, Besançon, Nancy, Metz, Le Puy, Conques, Hildesheim, Cálcala, y probablemente algunos otros. La reliquia llegó a Roma de la mano de Carlomagno, quien dijo que un ángel se la había facilitado. Los llamados Textos Herméticos fueron escritos por el nieto de Adán (que también construyó dos pirámides en Egipto), o por un mago tebano que vivió tres generaciones después de Moisés, o por un sacerdote babilónico que instruyó durante algún tiempo a Pitágoras. Si una bruja confesaba todo y no se retractaba, antes de ser quemada se le concedía la gracia de la estrangulación. De acuerdo con algunas tradiciones judías, los primeros 40 días de la concepción, durante el embarazo, son considerados jornadas acuosas, y el feto no alcanza a tener aún el status ontológico de persona. Mumia es el nombre que recibe una sustancia con grandes poderes curativos. Ha sido fabricada en Egipto desde principios de nuestra era, mediante la pulverización de momias reales. El resultado se mezcla con arcilla blanca y miel y, en pequeñas porciones, se les da a los enfermos de melancolía, a los débiles de sangre, a los impotentes y a los que sufren de pesadillas. Un ejemplo de crueldad criptosexual: A finales del siglo XIX, las santas mujeres de un convento búlgaro habían retenido a un joven durante cuatro semanas y le habían hecho fornicar hasta casi matarlo. A causa de la debilidad ya no pudo reanudar el viaje. Se quedó allí convaleciente y, al final, las monjas, temiendo un escándalo, lo despedazaron y lo hundieron, trozo a trozo, en una fuente. Una parte de esta historia fue usada por Pasolini en su versión de El Decamerón. Lady Murasaki usaba un kimono azul oscuro fileteado en oro, y sus cabellos estaban firmemente anudados en un moño simple. La joven a quien usted persigue es mi sobrina, advirtió con suave abandono. Me clavó la vista un par de segundos. Después acarició una de las miniaturas. El túnel de luz, tópico frecuente en las experiencias próximas a la muerte (NDE, Near Death Experiences), no es más que el resultado de un “remolino” surgido en el plexo del cerebro encargado de la visión. La “carga” de energía –o como quiera que eso se llame– incrementa su descenso y el cerebro “busca” suplementos en forma de imágenes para responder preguntas básicas referidas a la existencia del yo: el quién, el cómo, el dónde y el cuándo. Yossele es el golem más famoso de todos. Esta criatura fue concebida y creada por Judah Loew Ben Bezalel (1525-1609) para ayudar y proteger a los judíos de Praga del libelo de que la sangre de un niño cristiano había sido utilizada en la ceremonia de Pascua. Se registran varias historias sobre cómo Yossele salvó a muchos judíos de las represalias y el odio antisemita. Y una vez que el golem hubo cumplido su propósito, el rabí lo encerró en el ático de la Sinagoga de Praga, donde se cree que ha descansado hasta el día de hoy. La Sinagoga sobrevivió a la destrucción de los sitios de culto dirigida por los nazis en los años treinta y principios de los cuarenta, y se dice que la Gestapo nunca logró entrar (o nunca se le ocurrió hacerlo) al ático donde Yossele descansaba. Una estatua del golem todavía puede verse en la entrada del barrio judío de la ciudad. Aquella era una ciudad bastante puta. Poseída consecutivamente por peninsulares apestosos, isleños de Albión, liberales de New England y, al final, por Su Majestad El Supremo del Nuevo Mundo, no cabía duda de que era una ciudad bastante puta. Lilith es una bella entidad demoníaca de la que suele afirmarse que fue la primera esposa de Adán, o –según otra leyenda– una esposa de fantasía forjada por su imaginación para aliviar la soledad y la tristeza antes de la llegada de Eva. En 1982, el parapsicólogo Stephen Kaplan, director del Centro de Investigación sobre Vampiros de Elmhurst, New York, descubrió que en los Estados Unidos existía una especie de sub-cultura vampírica que perduraba dentro de la población. De acuerdo con los estimados de Kaplan, hay 21 vampiros reales que viven en ese país y en Canadá. Luego de lograr comunicarse con algunas de estas criaturas, dos de ellas declararon que tenían 300 años de edad o más. En términos demográficos, Kaplan registra a estos vampiros en Massachusetts (donde hay 3), Arizona, California y New Jersey (donde hay 6 en total). Los restantes 12 se han diseminado a través de otros estados y provincias de la Unión. Y todo eso ocurría desde el Renacimiento italiano, cuando se podía contar con falos artificiales de los que pendían escrotos llenos de leche tibia de vaca mezclada con avena, anís y papilla de arroz, con los que, una vez introducidos en la vagina, se podía disfrutar de una eyaculación, simulada en el momento decisivo. En cierta ocasión, Catalina de Médicis encontró no menos de cuatro de estos arricies de voyage –llamados también bienfaiteurs– en el baúl de una de sus damas de compañía. Y luego el hombre aplicará impulsos veloces que penetren profundamente, mientras la mujer se acomodará a sus impulsos e imitará su ritmo. Con el Peñasco Vigoroso arremeterá contra la Cavidad en Forma de Grano de Trigo, y penetrará hasta su parte más recóndita. Allí, moviendo un poco su miembro en círculo, pasará progresivamente a impulsos breves. Cuando la mujer, con la vagina repleta de humor, llegue al clímax del orgasmo, el hombre retirará su miembro, pero nunca cuando empiece a ablandarse. Lo sacará mientras esté todavía rígido. Porque, en efecto, es dañino para el hombre retirarlo fláccido, y por eso tendrá cuidado de no hacer tal cosa jamás. La virtud del diablo está en su pubis. Entonces el varón hará que la mujer agarre con la mano izquierda su Tallo de Jade, mientras él con la derecha le frota la Puerta de Jade. De esta manera se activará su propia fuerza Yin y levantará su Tallo de Jade otra vez, que se quedará rígido y erguido hacia lo alto, como la cumbre solitaria de un monte. La mujer, por su parte, percibirá su fuerza Yang y la Grieta de Cinabrio se humedecerá por el flujo abundante de humor, como un manantial de aguas que brota de un hondo valle. Esta es la reacción espontánea del Yin y del Yang, que no se puede lograr nunca con medios artificiales. Al llegar a esta fase la pareja está en condición apropiada para unirse, empezando por El Beso del Pulpo, que así se llama a esta técnica desde que Hokusai pintara El sueño de la mujer del pescador. La paciencia es un don extraño, dijo. Entrecerré los ojos para enfocar mejor la boca de Lady Murasaki. La miniatura giraba en su mano lentamente. Soy algo intranquilo, lo reconozco, dije. Me miró. Quien hizo estas obras conocía la perfección y su vínculo con la paciencia, dijo. Olía a un perfume sencillo, o más bien a la huella de un perfume… Me refiero a una huella que estaba como a punto de extinguirse, pero que se aferraba aún a su cuerpo. Se lo dije. Quiso sonreír. Puso la miniatura en su lugar. Hoy día es difícil ser paciente, y sin embargo la paciencia es la virtud que mejor se opone a los desastres, opinó. Su sobrina toma nota de todo, dije. Conducta inteligente, susurró. ¿A usted también la atraen las centollas?, pregunté. Volví a sentir el roce de su perfume. ¿Centollas?, dudó. Juntó las manos, bajó la cabeza y después la alzó con resolución. Las fotos de París. En un cuchitril de la calle Dragones vive un chino muy viejo. A la vejez se le ha ocurrido encoger y encoger al chino, consumiéndole los huesos, y hoy puede vérsele sentado en un taburete de piel mientras observa la vida confusa que se dibuja en la puertecita del cuchitril. El chino tiene 114 años y fue testigo de la boda de Carlos Enríquez con Eva Frejaville. Lo bueno del chino es que trabajaba en el huerto que el pintor tenía en El Hurón Azul, y llegó a conocer bien la vida de aquel lugar. Lo malo es que guarda, en algún recoveco del cuchitril, un montón de lienzos de Enríquez que nadie ha visto. Las fotos de París… En realidad, el goce era a veces recíproco. Y es que la flagelación pasiva, en especial entre los jóvenes, provoca la erección del pene o el clítoris y, a veces, en pleno azote de nalgas, la eyaculación, como ya sabía el Talmud. Aplicarse ortigas, como era corriente entre los penitentes cristianos –muchos conventos las plantaban y cultivaban con esa finalidad–, fue, desde la Antigüedad, un recurso afrodisíaco. Asimismo, las mujeres francesas se masturbaron durante mucho tiempo con ortigas y, todavía en el siglo XVIII, los burdeles dedicados a la flagelación siempre estaban provistos de matas recién cortadas que se usaban en las prácticas sadomasoquistas. Dos tercios de la medida del pie. Algunos heréticos, como Hector Saville en 1678, denunciaron al té como bebida impura. Jonás Hanway, en su Ensayo sobre el Té (1756), afirmaba que su uso hacía perder a los hombres su estatura y su amabilidad, y a las mujeres su belleza. Pero esto es incierto porque, después de beber té durante buena parte de la mañana, has vertido, mientras me bañabas, una taza entera encima de mi erección, y lo has hecho lentamente, con gentileza, y ha sido irresistible… Dos tercios de la medida del pie. Si quieres hacemos la prueba…
Alberto G. La Habana • 60

Tokio era una fiesta
En todas las notas biográficas sobre Yasunari Kawabata se mencionan indefectiblemente dos episodios de su vida: su suicidio en 1972 y su período literario de juventud, cuando él y otros escritores de su generación se propusieron renovar la literatura japonesa incorporando la influencia de las vanguardias occidentales que redefinieron para el mundo entero la idea de arte durante las primeras décadas del siglo XX. La intriga es especialmente pertinente ante la evolución posterior de la obra de Kawabata, que condensa como ninguna otra la esencia más atemporal de la civilización japonesa. ¿Hubo alguna vez un Kawabata moderno, vanguardista, cultor de lo efímero, provocador? La respuesta está en La pandilla de Asakusa, un folletín publicado entre 1929 y 1930 en el diario de mayor tirada de Tokio (el Asahi Shinbun), del que el propio Kawabata luego renegó (al punto de asegurar que el texto le daba náuseas) aunque nunca se decidió a eliminarlo de sus obras completas. La veneración instantánea que despierta la lectura de cualquiera de las novelas de Kawabata tiene su lado riesgoso: genera un afán tóxico por ser kawabatiano. Rechazar La pandilla de Asakusa por devoción al maestro obligaría a considerar El maestro de go su mejor libro (como sostenía él), o privarse de leer Lo bello y lo triste (que se publicó póstumamente) porque él se proponía quemarlo antes de morir. Personalmente, prefiero ser un heterodoxo, en cualquier culto que sea. Prefiero conocer también la risa de los autores que venero. Y es evidente que Kawabata se divirtió como un enano cuando escribía La pandilla de Asakusa. Uno lee: “Paro un rickshaw, me zambullo en él y grito: ¡Siga a esas bicicletas!” (o bien: “No soy de las que besan. Demasiada complicación”), y no puede dejar de imaginar la risita entre dientes del joven Kawabata cuando tipeaba esas palabras o las leía al día siguiente en las páginas vespertinas del Asahi Shinbun, donde se publicaba como folletín, tres veces a la semana, en el sector inferior de la tapa. Lo más genial del caso es que, cuando Kawabata leía ese diario la tarde siguiente, lo hacía en el mismísimo lugar de los acontecimientos que narraba en su folletín: en cualquiera de los cafés que crecían “como el bambú después de la lluvia” en el Sexto Distrito de Tokio, más conocido como Asakusa. Asakusa era la letrina de Tokio, para los bienpensantes japoneses de la época. En Asakusa convivían los marginales tradicionales que hacían nido en los alrededores de cada gran templo nipón y la “nueva promiscuidad” que generaba el culto a lo occidental en una urbe como Tokio. Detrás del templo Kanon, cuyos jardines daban al río Sumida, los callejones de Asakusa hervían de varietés y vendedores de pájaros, cinematógrafos y fabricantes de kimonos, viejos calígrafos e informantes de la policía, geishas impolutas y mendigas prostitutas. Asakusa ofrecía toda la gama concebible de diversiones y perversiones a la japonesa y a imitación occidental. El joven Kawabata pisó por primera vez el legendario Sexto Distrito de la ciudad cuando estaba en la escuela secundaria, antes de ingresar en la Universidad Imperial de Tokio. En uno de los mil cafés de Asakusa vio a Junichiro Tanizaki (que era trece años mayor que él y ya disfrutaba de fama como escritor) rodeado de chicas hermosas y decidió lo que quería en la vida. Cuando el terremoto de 1923 destruyó buena parte de Tokio, Kawabata ya llevaba un año viviendo en Asakusa. En el momento mismo en que cesaron los temblores, él y su compadre de entonces, Ryonosuke Akutagawa, salieron a recorrer las ruinas, cada uno con su mochila y su cantimplora. Durante semanas contemplaron desde las calles mismas cómo se levantaba Asakusa de las ruinas y volvía a ser lo que había sido hasta que se rajó la tierra y cayó fuego del cielo. En semanas nomás, Asakusa volvió a ser frenéticamente la misma. A diferencia de los mundanos Tanizaki, Nagai Kafu y el propio Akutagawa, Kawabata aseguró que nunca hablaba ni se relacionaba con nadie en Asakusa: se limitaba a absorber como una esponja lo que captaban sus cinco sentidos. Así es el narrador de La pandilla de Asakusa, ese que en las primeras líneas de su relato nos dice: “Supongamos ahora que son más de las tres de la mañana e incluso los vagabundos están dormidos y yo estoy aquí, caminando con Yumiko por cierto callejón de Asakusa. Aunque decir cierto callejón suena a comienzo de una novela realmente pasada de moda, y los miembros de la Pandilla Escarlata no cometen esa clase de crímenes”. Yumiko, valga aclarar, es la líder de la Pandilla Escarlata, un grupo de adolecentes que se dedica a diversas actividades non sanctas en las calles de Asakusa, desde el rubro placer al rubro venganza (incluyendo la ínfima y abismal distancia que va de uno al otro). Yumiko y su troupe preparan de la misma manera sus espectáculos artísticos y sus golpes callejeros, con pelucas y disfraces y un guión que acepta siempre la improvisación, sea espontánea u obligada por las circunstancias. Yumiko y su troupe son beatniks y situacionistas y punk y comedia muda a la vez: son avantgardistas sin la menor conciencia de serlo, tal como el propio Kawabata jamás imaginó que a este libro le endilgaran la culpa de ser precursor de ese miasmachicle que los sociólogos y semióticos de hoy llaman “cultura urbana pop japonesa”. Los primeros 37 capítulos de La pandilla de Asakusa aparecieron entre diciembre de 1929 y marzo de 1930 en el diario Asahi Shinbun. Los restantes 24 se fueron publicando entre septiembre y diciembre de 1930, pero ya no en el popular vespertino sino en las revistas de izquierda no marxista Kaizo y Shinchó. En el medio, el grupo femenino Casino Follies escenificó una versión del folletín y se convirtió en una de las atracciones de Asakusa (al punto que los espectadores creían que las chicas en el escenario eran los personajes de carne y hueso cuyas aventuras había contado Kawabata). Además se rodó entre gallos y medianoche un largometraje que se proyectaba a sala llena en los cines del Sexto Distrito. Ambas versiones especulaban con el hecho de que Kawabata había dejado sin contar el desenlace de los hechos: así atraían a los curiosos, que en Asakusa eran multitud. ¿Qué pasaría con Yumiko, y Haruko, y Oharu, y Ochiyo, y los demás miembros de la Pandilla Escarlata? Como sucedió con País de nieve (que también se publicó en forma de folletín, unos años después), Kawabata retomó el folletín para cerrarlo a su manera trunca. Según él, la abandonó. Pero la última frase del último capítulo de La pandilla de Asakusa es tan elocuente que uno siente que no queda mucho más que decir. Por supuesto, uno seguiría escuchando hasta el fin de los tiempos nuevas andanzas de Yumiko y los suyos –quienes en las últimas entregas agradecen al propio Kawabata haberlos hecho famosos, aunque sea por cinco minutos, y se quejan de que en la versión fílmica Yumiko muera, cuando en el folletín la habíamos visto por última vez con cinco píldoras de arsénico en la boca, disponiéndose a besar a su archienemigo y gran amor. Pero ese final (del que nada se dirá aquí salvo que se preste especial atención a la descripción del tosco kimono que viste Yumiko) es más que expresivo. No sólo explica el viraje que dio el relato al volver a publicarse por entregas, sino que ilustra también las razones por las cuales Kawabata decidió publicarlo en dos revistas como Kaizo y Shinchó y por qué cerró la última entrega con ese dato tan al pasar y tan elocuente a su vez sobre el kimono (y el destino) de Yumiko. Es decir, sobre lo que haría Asakusa (y la sociedad japonesa) con esa juventud en estado salvajemente puro. Recapitulemos: el joven Kawabata imaginó su futuro cuando vio en un café de Asakusa a Tanizaki rodeado de admiradoras. En esos años, Tanizaki solía citar la novela La catedral, del español Blasco Ibáñez, donde se usaba el gran templo de Toledo como eje para contar las vidas de quienes vivían en torno de él. Tanizaki sostenía que alguien debería hacer lo mismo con el templo Kanon de Asakusa, y de hecho él mismo aseguró durante años estar escribiendo una novela sobre el Sexto Distrito, llamada La sirena, que nunca publicó. Sabemos que Kawabata leyó en esos años La montaña mágica de Thomas Mann y las primeras novelas de Colette y al menos partes del Ulises de Joyce (que aparecieron traducidas en revistas japonesas), pero el fermento occidental que más lo influyó en la escritura de La pandilla de Asakusa fueron sin duda las películas que veía en los cines del Sexto Distrito, las publicidades radiales y gráficas que ensordecían a la ciudad, los modismos y costumbres que los compatriotas de su edad adoptaban como propios por las calles de Asakusa luego de ver esas películas, consumir esas publicidades o volver del extranjero. A lo largo de aquel año 30 en el cual se fue publicando el folletín, el crack económico mundial hizo mella en Japón, alimentó el fuego nacionalista y anunció el ocaso del decadentismo cosmopolita. En los años siguientes, los artistas y bohemios se alinearían con el militarismo que desembocó en la invasión de Manchuria y la alianza con Hitler, o terminarían en la cárcel, o se refugiarían en la atemporal tradición japonesa. Ese fue el caso de Kawabata: luego de imprimirles un tono crepuscular, casi póstumo, a las últimas entregas de La pandilla de Asakusa (mucho más afín a las revistas de izquierda, que sabían que deberían cerrar en cualquier momento, que al vespertino más vendido de Tokio, convenientemente orientado a los nuevos vientos ideológicos que soplaban en la isla), Kawabata dejó la capital de Japón, como ya habían hecho Tanizaki y Akutagawa (uno para aislarse en las afueras de Kyoto y el otro para partir al otro mundo con una sobredosis de somníferos) y comenzó a convertirse en el que todos conocemos: el autor de País de nieve, El maestro de go, El sonido de la montaña, el preservador por excelencia del espíritu milenario de su país a través de la palabra, el sabio y distante maestro de Mishima, el primer premio Nobel japonés. A partir de dicho viraje, sería cada vez más difícil vislumbrar en los libros de Kawabata esa picardía que tan francamente exhibe en casi todas las fotos que de él se conocen. A cambio nos dio mucho, es cierto –incluso después de muerto. Pero La pandilla de Asakusa nos recuerda que hubo un tiempo en que Yasunari Kawabata se divirtió como un enano provocando y escandalizando a los bienpensantes de su época con las aventuras y desventuras de un grupo de descarados, inolvidables adolescentes autobautizados La Pandilla Escarlata de Asakusa. Hubo, efectivamente, una vez en que Kawabata fue joven y alegremente atolondrado y cultor de lo efímero, y la bohemia y la marginalia del Japón bailó al son de la cacofónica, acelerada música que él hacía sonar desde su folletín en el Asahi Shinbun, tal como en pleno furor de los años 20 en Norteamérica un jovencito llamado Francis Scott Fitzgerald escribió en las páginas del Saturday Evening Post: “Yo pongo la música; ustedes bailen”.
Juan Forn. Buenos Aires•59

E-vangelio cubano del 21
I. Narrar la muerte de Fidel. Aunque sea muy tarde, aunque se haya perdido la novedad. Narrar ese desfasaje, ese anacronismo, esa torpeza taimada de la literatura nacional: corpus texti poco dado al magnicidio como solución dramática, que elude las representaciones míticas o realistas de la figura de Fidel, vivo o muerto o inmortal (el Código Penal cubano es mucho más creativo al respecto). No habrá siglo XXI de adultos sin narrar antes esta patata política (el siglo XX de niños ya lo conocimos: se llamó "literatura de la revolución"). Narrar este deceso es un tour de fórceps, un ejercicio de seso para iniciarnos en los ritos y retos de la escritura: el oficio más contrarrevolucionario del mundo. II. La pinga. Narrar honestamente la pinga, su belleza y su libertad. También los usos represivos de donde mana todo su horror. Narrar cómo los culos cubanos han competido deslealmente por la clemencia de una pinga bajo ese sol inclemente del mundillo moral. Narrar cómo se la han escamoteado por turnos, desde la escuela hasta el seminario, para ganancia de suicidas y orates (no sobran tantos ejemplos como los que faltan aún). Narrar por qué nadie en los siglos anteriores al XXI supo narrar esto con honestidad, en toda su subversiva belleza y su furibunda libertad. En todo su hipócrita horror. III. La invasión norteamericana o el timo que nunca fue. Narrar la mediocridad sucesiva de dos ocupaciones militares que, en términos de civilitud, pudieron rendir mucho más. Narrar el rentabilísimo entusiasmo nacional que acarrearon en tanto ocupación Made in USA. Narrar la rentabilísima frustración nacional que aún acarrean en tanto amenaza de ocupación Made in USA. Narrar la idea de la anexión como el equilibrio entre una cámara de gas letal y un balón de oxígeno. Nuestro siglo XXI comenzará con la puertorriquización de la República de las Letras Cubanas, hasta ahora siempre varada en insularismos integristas, diásporas disidentes, y otras cacharrosas cursilerías. IV. Narrar América. La América de verdad, el continente glamoroso y capitalesquizo: un oasis imaginario llamado North Park. Narrar su geografía de derechas como fuente de derechos y desarrollo autorial. Narrar su descubrimiento de lo lejos que puede llevarnos el demoníacodemocrático acto de narrar. Narrar por qué no ha habido literatura más anti-americana que la literatura Hecha en Casa. Narrar cómo en el siglo XX Cuba no quiso enterarse de la América élite. Narrar cómo quiso enterrar a la América de verdad por la bobería mágico-guerrillera de una izquierda aún con cuerda. Nuestro siglo XXI será un corte reaccionario al respecto o será sólo otra mordaza secular iletrada. V. La mierda. Narrar la mierda mierderamente. Narrar el metamojón flotante en la charca caribe con todas sus hediondeces estéticas, tan estáticas. Narrar sin kitsch. Sin complejo de culpa. Sin compromisos ni comentarios. Sin seguridad (del Estado o de Dios). Sin quijotismo ni quórum. Sin columnas ni refleXXIones. Sin halar la cadenita del water-closet. Narrar sin narrar las inodoras heces del siglo XX: comemierdurías idiotópicas y demás solidaridades obligatorias. Narrar mierderamente la mierda como tarea de choque para inaugurar el panteón pétreo-pútreo-patrio de nuestro XXI. VI. Dios. Narrar el beri-beri de Dios que osteoporiza cualquier noción religiosa en esta nación. Narrar nuestra fatua fosilización de la fe. Narrar la pacatería del cuerpo y la ignorancia del cadáver que incuba: en Cuba nadie sabe narrar la muerte, sólo su odiosa ejemplaridad para martirizar al que no murió. Narrar los iconos desacralizados por la ideología y los quinqueniatos macro-económicos que burocratizaron al Verbo. Narrar la complicidad campechana entre el Departamento de Asuntos Religiosos y un clero escleróticamente alegre, profano practicante de la gaya ciencia. Narrar el clown cubano de Dios, en medio de los grandes relatos enfermizamente esperanzadores. Narrar las mutaciones cariotípicas de nuestro altar sincrético, pura aberración genética-popular. Narrar el Down cubano de Dios. VII. Narrar nuestra cromosómica imposibilidad de pensar, de estructurar algún discurso privado. Un siglo XXI sería narrar esa incapacidad de narrarnos a nosotros mismos: más allá de la estadística pública, aburrida al punto de lo criminal, y más acá de esa maniíta de las instituciones de pensarlo todo primero. Narrar las grietas por donde presumidamente podríamos empezar a pensar (este párrafo, por ejemplo: penetrabilidad de la p). VIII. Narrar la madre cubana. Narrar su despotismo mimético de la maquinita paternal del Estado. Narrar su papel clave en la infantilización de la ciudadanía y el abatimiento volitivo de cada generación. Narrar su célibe sumisión ante el machito cubano, su atareada mediocridad no tan doméstica como domesticada. Narrar el energúmeno arte de concebir postales de flores para que circulen cada domingo de mayo. Narrar los recalcitrantes cánceres que se apropian de tetas y ovarios maternos cuando ya es demasiado tarde para la cirugía, la quimioterapia, los anticuerpos monoclonales Made in Cuba, el noni o la radiación. Narrar la intolerable poesía en octosílabos mongos que inspira cualquier madre cubana al morir. Y narrar el descomunal Edipo grecocubano de sus hijitos, verdadero ejército de pendejudos nostálgicos que pasan de la madre a la mujer a la hijita como un batón de atletismo: crueles masturbadores entre la misoginia y lo maricón. Sin una narración desmadrada de la madre cubana, nuestro siglo XXI será tan decimonónico como el XX que aún no se va. IX. Narrar la utopía. En el siglo XXI habrá que seguir dándole cranque al relato lato de la utopía. La utopía como carnada, trampita demoledora de carne. La utopía como bluff, como pompa fúnebre de jabón, como rebuzno o siniestra coz (acaso una hoz). La utopía en tanto motor de arranque y de arrancar cabezas, gen promiscuo o virus ideocefálico de alta infectividad. Y efectividad. La utopía como vertedero abandonado excepto por sus guardianes y presos. La utopía en tanto paraíso de reconcentración, laboratorio clínico de la esputopía. Un siglo XXI sin este tópico típico, será automáticamente su víctima más naif
X. Narrar el amor cubano. Es un decir. XI. Narrar lo que Cuba Socialipsista le ha hecho al concepto mismo de televisión. Hasta dónde lo ha colimado. Y limado. Narrar lo más espectacular de este fenómeno de feria: ciertos gestos televisivos de los años cincuenta que, medio siglo después, aún se infiltran como tics espías en nuestra TV de los años cero (TVC), agrietando la homogeneidad luctuosa de su discurso pedagógidisciplinario y puericultural. Narrar menos textos de autor y más imágenes colectivas: el siglo XXI como guión amorfo sin editar. XII. narrar el fútbol como deporte nacional de emergencia. como alternativa beisboliana de las américas, todo en minúsculas. como derrota que ponga bien en bajo el nombre de cuba en las olimpiadas de seúl 2088 (o, aún más delicioso, en la hipocondríaca hipótesis de que nuestra patria clasifique para un copa mundial de la fifa). narrar la reacción de fidel, su visión apócrifa del fútbol como rezago empresarial del capitalismito cubano del siglo xx: como disidencia al popularismo del béisbol y como cancha demócrata-individualista del xxi. narrar el fútbol desde la etimología posliberal de sus sílabas: fút-bol (la pelota del fut-uro, el fút-il deporte que tal vez nadie en Cuba prot-agonizará). XIII. China. Narrar en China. Ninguna mueca radical de la escritura cubana será comprensible fuera de su murallita china connatural. Si nuestra literatura no funciona como garabato chinesco, entonces ya está más arcaica que los 1959 tomos de la discursografía política de este país. Narrar China como shortcut: la vía más corta del capitalismo de estado a un estado de capitalismo. Narrar China como esas Grandes Alamedas por donde pasará la Gran Marcha de los Gorriones Resucitados, todo en mayúsculas. Narrar ficciones cantónparanoicas y mandarín-histéricas para aterrar al literastazgo local: desde el siglo XX tan en aplausos y ovaciones sumido, tan inercial al punto de la anal-fabetosis. Narrar un set de preguntas de pasillo para que circulen como misterios de ministerio, en clave de complot confuciano entre coleguitas: "¿Existe la Literatura China?", por ejemplo, "¿Y un Siglo XXI Cubanesco?" XIV. Narrar los titulares de la prensa plana cubana, catálogo de vertiginosas violencias para vulgarizar al lector, simplificándolo a un código dicotómico de ceros y unos: todo o nada, blanco o negro, a favor o en contra, sí o no, etcétera o aretècte. Narrar cómo en algún resquicio de esas líneas al rojo vivo reside el verdadero arte de la narración. Narrar por qué sabe más de literatura un perito de periódico oficial cubano, que los mil y un estúpidos estetas que casi diluyen la pulpa veintiunochesca de nuestra próxima ficción. XV. Narrar el metro de La Habana. Ese túnel hacia ninguna parte, no tanto pozo ciego como puzzle sin solución. Narrarlo como un vaso comunicante o un poro de diálisis: ósmosis entre la nada histórica y el vacío existencial. Narrarlo como un puente entre diastemas irreconciliables. O como la protesita dental que se moldea en papel maché, sólo con fines de exhibición. Narrarlo en tanto subterfugio antes que subterráneo, metralla subversiva antes que metro suburbano. Y narrarlo con toda su parafernalia de situaciones anómalas y personajillos limítrofes: barbarie superpolítica que ningún Premio Nacional de Literatura tendrá nunca, en el siglo XXI cubano, ni la pinga ni el bollo suficientes para narrar. XVI. Narrar cubitas al margen. La Cuba de Raúl Castro, por ejemplo. O la Cuba de Hugo Chávez. O la de Eusebio Leal. O Lage. O Lazo. O la Cuba de Cartman o de Saddam Hussein. Un siglo XXI es narrar cubitas a pie de página, cubitas entrelíneas en pleno crepúsculo de la post-revolución: cubitas con el trademark de The Revolution Evening Post (TREP, trepanación trepidante de la tripa transnacional). Narrar todas esas crónicas cubitas ucrónicas que, en cada jirón de la historia, algún imbécil perdió. Narrar el debris cubano, lo que ya venía pero nunca se vino: tendencia a eyacubar fast-delivery medio siglo antes de nuestro tiempo. Narrar la abortada Boarding Cuba de Guillermo Rosales. Narrarla como un exodoncista en serie, sin anestesia ni amnesia. Sin muelas cordiales ni cordales. A pura encía, lengua, saliva y paladar. Y narrarla hemorrágicamente en un descoagulado hezpañol. XVII. La muerte. Narrar los inconcebibles vericuentos con los que el cubano escamotea su propia muerte. Narrar ese pánico pacato, que lo obliga a mentir endémicamente al respecto. Narrar la inmortalidad inverosímil que se inventa el Estado a falta de un Evangelio mejor. Narrar la vulgar fealdad funeraria de toda muerte cubana, incluidas la de mayor necrojerarquía. Narrar la sublimación con que se narran nuestras muertecitas de mierda, desde los aborígenes achicharrados hasta los decapitasílabos en modo imperativo del himno nacional. Narrar técnicas de resistencia para sobremorir a la cubapnea del siglo XX. Narrar la resurrección de la muerte cubana en el XXI. XVIII. Narrar el segundo cubano en el cosmos (en la penúltima década del XXI). Narrar cómo tendrá que ser, para equilibrio interno del macrorrelato, un cubano de raza blanca, nacido y criado en la capital, preferiblemente una mujer, casi seguro con el vestidito de miembro activo de nuestra incipiente sociedad civil (ese invento atávico de los militares). Narrar chistes sexuales arquetípicos de una cubana en el cosmos: lo que rompe por bruta y lo que descubre por puta. Narrar si esparció fango cubano en el espacio o las cenizas fósiles de alguna heroína de la feminisklatura oficial. Narrar una serie televisiva que narre todo este epos. Narrar los titulares de la prensa plana que durante meses narrarán cada detalle simbólico sin importancia sideral. Narrar un plebiscito finisecular (en la última década del XXI) sobre la pertinencia de narrar a un tercer cubano en el cosmos. XIX. Narrar la Seguridad (del Estado, se sobreentiende), único organelo vivo del rompecabezas social revolucubano. Narrar su motivación en medio de un clima no tan apático como apátrico. Narrar su capacidad de prestar atención en medio de la indolencia generalizada y lo críptico de esta época. Narrar cómo sus agentes narran microficciones cínicas, que luego se amplifican hasta crear el consenso crítico para la gobernabilidad de este país. Cómo son ellos los núcleos narrativos que tiñen de sobreentendido cada frase y cada gesto cubano, por más que parezcan ser de origen espontáneo o incluso contestatario. Narrar su clandestinaje como el grado cero de una escritura en libertad (estas refleXXIones también serían parte de esa freescritura). Narrar a la Seguridad del Estado en Cuba como el germen protosintáctico de nuestra sigloveintiúmnidad: flogisto que arde en todo pueblo como garantía inconsciente del día después, por más desdentado que ese día sea. XX. El bollo. Narrar los sensacionales bollos que se han bebido todo el veneno caricaturesco de la historieta venérea de este país. Narrar los bollos fundamentalistas que han cimentado (o sementado) los necios pilares de la nación. Narrar los reverendos bollazos que se masturbaron con una tea para atizar alguna tropita antes de cargar al machete. Narrar los bollos menopáusicos que igual menstruaron píamente contra el palito acribillado a plomazos del paredón. Narrar esos bollitos de hímenes heroicos, zurcidos a mano para que el siguiente cliente pagara por volverlo a partir. Narrar la bollocracia ideológica de una izquierda machorra y los electrodos con que republicanamente se les hurgaba allí dentro, hasta extraerles o extirparles el orgasmo de una confesión. Narrar la indetenible práctica del afeitado bollal como una de las bellas artes. Narrar el vis-a-vis de nuestro bollo-a-bollo como una adaptación biológica para no deshidratarse en la canícula falocéntrica local: estrategia lesbocactácea obligatoria bajo este clima. Y narrar la ignorancia e ignominia del cubano medio en términos de bolliscencia. Sin narrar estos biopics del bollo criollo, nunca gozaremos de una pingoscritura que desvirgue al siglo XXI literárido nacional. XXI. No narrar. En última instancia, narrar nuestro derecho innato a no narrar ningún siglo XXI cubano. A ejercer el verdadero arte de la norración, repitiendo como Sénecas provincianos o tal vez sanacos en web, mitad orates y mitad suicidas: "Narres lo que narres, te arrepentirás".
Orlando Luis Pardo Lazo. La Habana• 71

Diario de un mudo
”Cada escritor tiene la cara de su obra”, pensaba Julio Ramón Ribeyro, pero no es fácil dibujar la cara de Ribeyro: el pelo largo o corto o a medio crecer, la boca semiabierta, con o sin cigarro, con o sin bigotes, y un gesto serio o una leve sonrisa o una imprevista carcajada. Es como si hubiera elegido despistar a los curiosos con disfraces rudimentarios. La cara de Ribeyro es la cara de un estudiante de leyes que despreciaba la abogacía, la de un limeño que quería vivir en Madrid, y que en Madrid soñaba con París, y que en París extrañaba Madrid, y así, según las becas y las faldas, y sobre todo en busca de tiempo que perder escribiendo. La cara de Ribeyro es la cara de un solitario que amontonaba copas sucias y arrojaba las cenizas por el balcón. La cara de Ribeyro es la cara de un eterno convaleciente que nació en 1929 y murió en 1994, dos años después de comenzar la publicación de La tentación del fracaso, su asombroso diario escrito a lo largo de cuatro décadas. “Era, quizás, la persona más tímida que he conocido”, ha dicho Mario Vargas Llosa, el escritor menos tímido del Perú. Enrique Vila-Matas, en cambio, al conocer a Ribeyro enmudeció, y no de admiración, sino “a causa del pánico que mi timidez y la suya habían provocado en mí”. Ribeyro era un tímido que creía que todos –casi todos– los peruanos eran tímidos: “Tememos al ridículo de una manera enfermiza, nuestro gusto por la perfección nos conduce a la inactividad, nos fuerza a refugiarnos en la soledad y en la sátira”, dice en La tentación del fracaso. Mientras sus colegas escribían las grandes novelas sobre Latinoamérica, Ribeyro, el orillero del boom, daba forma a decenas de cuentos magistrales, que sin embargo no llenaban el gusto europeo. Y él lo sabía muy bien: “El Perú que yo presento no es el Perú que ellos imaginan o se representan: no hay indios o hay pocos, no ocurren cosas maravillosas o insólitas, el color local está ausente, falta lo barroco o el delirio verbal”, confiesa. ¿Qué le costaba embadurnar a sus personajes con las cremas del barroco? Mucho: Ribeyro quería escribir lo que quería leer. En una entrada de 1964 figura esta admirable definición de novela, que lo mismo serviría, sin embargo, para describir el proceso creativo de un cuento o de un poema: “Una novela no es como una flor que crece sino como un ciprés que se talla. Ella no debe adquirir su forma a partir de un núcleo, de una semilla, por adición o floración, sino a partir de un volumen herbóreo, por corte y sustracción”. El escritor que poda corre el riesgo de quedarse sin jardín, un riesgo necesario, en todo caso: Silvio en El Rosedal o Al pie del acantilado, tal vez sus mejores relatos, son cuentos que provocan, por así decirlo, un efecto novelesco, del mismo modo que las frases de Ribeyro suelen rozar la intensidad de la buena poesía. Ribeyro reunió sus cuentos bajo el título La palabra del mudo, que alude a la representación de los marginados; es decir, a esos personajes ribeyranos por excelencia: débiles, arrinconados por el presente, inocentes víctimas de la modernidad. El afán de retratar una Lima triste y desigual coexiste desde un comienzo con una velada proyección autobiográfica, que va cobrando nitidez a través de obras inclasificables como Prosas apátridas (un bello libro de 1975, que acaba de reeditar Seix Barral) y Dichos de Luder, además de algunos cuentos en que Ribeyro deja a un lado la ficción. Es el caso de Sólo para fumadores, su imperdible “autorretrato fumando”: después de repasar sus primeros Derby, sus Chesterfield de estudiante universitario (“cuyo aroma dulzón guardo hasta ahora en mi memoria”), los “negros y nacionales” Incas, la perfecta cajetilla de los Lucky Strike (“Por ese círculo rojo entro forzosamente cuando evoco esas altas noches de estudio en las que amanecía con amigos la víspera de un examen”) y los Gauloises y Gitanes que decoraron sus aventuras parisinas, Ribeyro rememora el momento más triste de su vida como fumador, que se da cuando comprende que para fumar debe desprenderse de sus libros: cambia, entonces, a Balzac por varios paquetes de Lucky, y a los poetas surrealistas por una cajetilla de Players, y a Flaubert por unas cuantas decenas de Gauloises. El relato abunda en pasajes que un no fumador juzgará invero- símiles, pero que los fumadores sabemos totalmente fidedignos: aquella noche, por ejemplo, en que Ribeyro se arroja desde una altura de ocho metros para recuperar una cajetilla de Camel o, años más tarde, cuando soluciona la estricta prescripción de no fumar escondiendo en la arena unas cajetillas de Dunhill. “Mi vida no es original ni mucho menos ejemplar y no pasa de ser una de las tantas vidas de un escritor de clase media nacido en un país latinoamericano del siglo XX”, dice Ribeyro en su inconclusa Autobiografía. La extravagancia de su obra proviene, justamen- te, de esta renuencia al heroísmo. Incluso en sus páginas más confesionales persiste un matiz impersonal, una especie de negación de la experiencia. Ribeyro escribe para vivir, no para demostrar que ha vivido. Termino con este revelador fragmento de Prosas apátridas: “La mayoría de las vidas humanas son simples conjeturas. Son muy pocos los que logran llevarlas a la demostración. Yo he identificado a quienes se encargarán de completar en mi vida las pruebas que faltaban para que todo no pase de un borrón. Han tenido casi las mismas desventuras, incurrido casi en los mismos errores. Pero serán ellos quienes escribirán los libros que yo no pude escribir”.
Alejandro Zambra. Santiago de Chile• 75

Huir
El querer huir de Chile es un cliché. Pienso eso mientras leo que Fernando Paulsen se va de aquí porque dice no comprender las extrañas señales de vida del presente nacional. Bien por él, aunque no es tan raro. Chile asfixia a los chilenos cada cierto tiempo. Los estrangula. Los hace afeitarse con vinagre, como dijo alguna vez Pere Gimferrer de Enrique Lihn, otro experto en esa clase de huidas que llevan irremediablemente de vuelta a casa. Es una tendencia: estamos rodeados de gente que huye del país porque se les hace chico, porque no se les comprende, porque sencillamente no se puede leer en Chile, escribir en Chile, vivir en Chile. Porque éste, como me dijo un escritor famoso de los noventa, que salió corriendo de acá el año pasado –y del que nadie se dio cuenta que volvió después–, éste es un país de ratas. Puede ser. Pero en un naufragio, son las ratas las primeras en abandonar el barco. Puede que el peso de la noche, aquella indeterminada fuerza que venimos intermitentemente sorteando desde el XIX, nos pegue a todos como una resaca de vino barato y, expertos en mirarnos los ombligos, no nos quede otra que decirnos –como un mantra– que no soportamos más, que nos queremos virar de acá. Pero estamos a años luz de hacerlo. Entre el dicho y el hecho media una distancia de kilómetros, libros y plegarias mal atendidas. De hecho, se obtienen más dividendos en decir que uno se va que en irse de verdad, porque se profita, de paso, de esa autocomplacencia de sentirse genio en un país de iletrados, héroe en una patria de traidores. Es un espejismo. Donoso tiene por ahí una nouvelle donde alguien va a París y se pierde contemplando las vitrinas de los cafés de escritores a los que le da pavor entrar. En ese lado de afuera, al personaje no le queda más que hablar en chileno, aquella peculiar lengua muerta, mientras se da cuenta de que no está a la altura del destino fabuloso que sentía que le correspondía. Un futuro rutilante que, visto desde el resentimiento de los que añoran salir, siempre va a estar ocupado por quienes no lo merecen: estafadores, chantas de medio pelo, vedettes de quinta categoría; sujetos deleznables como el Marqués de Cuevas, Isabel Allende, Bolaño o Jodorowsky. Gente que no es chilena, que dejó de serlo, que se olvidó de nosotros apenas cruzó la frontera. Pero irse del todo, como ellos, es una medida radical e innecesaria. Hay que tener para eso valentía, desesperación o estupidez. Implica quemar pasaportes, libretas de direcciones y tarjetas de felicitación de amigos y enemigos. Significa pensar a la lengua literaria en su desnudez, despojada de los efectos especiales de la nacionalidad, de aquellas franquicias de cualquier gremialismo ilustrado local. No. Mejor huir por una temporada corta para que el resto note con nuestra ausencia de lo que se pierde. Pero los que se van y vuelven al rato nunca quisieron realmente irse. Desean más bien que alguien se acuerde de ellos; mientras reciben un poco de cariño, al fin y al cabo. Así, el extranjero como tal les importa bien poco porque están pensando en cómo andará por acá la canalla literaria, qué será de éste y de este otro y se acordarán de mí y cómo los amo y los odio a todos y todo eso. De este modo, como al Lihn de A partir de Manhattan: las imágenes del afuera terminan siendo para ellos, a lo más, fotogramas rotos que los devuelven tristemente a casa, atándolos a un habla –ese extraño acento que es la literatura chilena– que desesperada e infructuosamente quieren dejar de pronunciar. Ø

Fuga
Me había olvidado del viejo Jodorowsky, pero me acordé de él de golpe, a propósito de una imagen conmovedora: Alejandro Jodorowsky tapa su cara con las manos en el minuto exacto en que recuerda a Enrique Lihn. Su legendaria locuacidad se esfuma. Es el momento más conmovedor de Una belleza nueva, el programa de Cristián Warnken. Antes el cineasta/actor/guionista de cómics/novelista/psicomago ha hablado por los codos, despreciado las citas decimonó- nicas de Warnken, descrito el sentido del arte contemporáneo, narrado su pelea con el manager de los Rolling Stones e incluso, de pasadita, ha lanzado el tarot. Pero se quiebra cuando habla de Lihn. Se va al diablo cuando recuerda y rememora aquel Santiago del 1950, ese lugar del que escapó para inventarse cien veces de nuevo a sí mismo en los cuarenta años siguientes. Se va a negro cuando rememora la fiesta apocalíptica de aquel lugar que iban a narrar después Donoso y Edwards: familias reventadas por una nueva moral que no comprenden, en medio de caserones en ruinas, con el peso de la noche como único existencialismo posible en ese "eriazo remoto y presuntuoso", como alguna vez lo describió el mismo Lihn. Jodorowsky urdió un peculiar arte de la fuga y se convirtió en un espectro lejano, etéreo, imposible. Se volvió, casi medio siglo después, la metáfora perfecta de la distancia que separa Chile del resto del mundo. No volvió en décadas y mientras acá nos devanábamos los sesos con nuestra obsesión por el realismo, él inventaba unas dos o tres vanguardias; filmaba películas de vaqueros místicas; se iba a Francia a tratar de adaptar "Dune" con Dalí y Orson Welles; escribía cómics para Moebius, Boucq o Jiménez; casaba a Marilyn Manson y pirateaba sus propias películas. Porque Jodorowsky corrió derecho hacia el futuro, hacia los subgéneros y las artes menores, hacia la pseudociencia y el delirio, y de paso nos señaló que vivíamos medio siglo tarde respecto al resto del mundo. Escucharlo, al principio, fue interesante y doloroso. Necesario. Porque a veces –cuando hablaba, dirigía o escribía– actuaba como criminal, un santón profano, o un poseso. De este modo, Jodorowsky huía de Chile, para inventarse una patria posible en el arte, en una carrera contra el tiempo y contra sí mismo. Parecía un embaucador o un maestro místico, un Señor Corales venido del infierno, pero nadie tomó en cuenta de que a ratos su obra entrañaba un modelo, sugiriendo en el fondo una guerrilla en varios frentes para ver qué salía, da lo mismo qué, porque era ese working progress –el kárate de su creación constante– lo que importaba. Ubicado en las antípodas de toda nuestra seriedad literaria, Jodorowsky fundó su propia lengua bífida y con eso aprendió a nombrar las cosas de nuevo. Puede que su obra completa sea profundamente irregular o que sus cintas hayan envejecido, pero poseen casi siempre una frescura impagable. En el extraño melodrama de nuestras letras, él aparece cada cierto tiempo y lanza lecciones dispersas sobre todo, como un vidente ciego que profetiza un futuro imposible. Nosotros le creemos o no, pero ahí está. Viene regularmente desde hace quince años. Hay una generación que ha crecido escuchándolo o leyéndolo. Puede que ya no sea un fantasma. Es el hijo pródigo de Parra, el gemelo feliz de aquel Lihn que se quedó en casa, haciendo hablar a los fantasmas de su cuarto oscuro. Jodorowsky salió al patio y tomó aire y cada tanto vuelve con noticias de su propio planeta: libros, tratados de magia, infinidad de historietas. Entremedio de eso, en un momento, dejó de correr. Pero sigue actuando –tal es su maña– como si lo hiciera. Ø
Álvaro Bisama. Valparaíso•75

El aroma casero del gas lacrimógeno
Mi primer recuerdo del centro de Lima es la imagen de unos perros colgados de los postes de luz. Algunos de ellos estaban abiertos en canal, y otros llevaban carteles insultando a la madre de Deng Xiao Ping. Por esa y otras razones, mis amigos y yo nunca íbamos al centro de Lima. Los que vivíamos en el barrio residencial de Miraflores nos limitábamos a verlo en las revistas cuando había una manifestación política, o una bomba, o un discurso de los que improvisaba Alan García en el balcón del palacio de gobierno. Sabíamos que la Plaza de Armas era un territorio comanche de carteristas y vendedores ambulantes. Oíamos a los abuelos hablar del tiempo en que el tugurizado jirón de la Unión era el aristocrático escenario de sus tertulias y sus romances. Yo acompañé alguna vez a mi tía a la procesión del Señor de los Milagros, y me impresionó el olor de los inciensos, el morado de los hábitos, los empujones de las viejas y la tétrica imagen de Cristo en la cruz. Pero no conocí mucho más. El centro, simplemente, no formaba parte de la geografía de mi vida. Sin embargo, cuando comencé a trabajar ahí en 1998, lo encontré fascinante. El centro tenía todo lo que se pudiese encontrar en el Perú, pero a lo bestia: las casas señoriales de los conquistadores –aún habitadas por sus familias– al lado de los barrios marginales. El barrio financiero salpicado de iglesias coloniales. Algunos monumentos a un país desaparecido, como el río sin agua o la casi inutilizada estación ferroviaria de Desamparados. Otros testimonios de un país en construcción, como los transexuales del jirón Huatica o los sex shops que vendían dudosas pócimas para alargar el pene. El barrio chino con sus cerdos despellejados colgando en los escaparates. Los gigantescos pisco sours “Catedral” del decadente hotel Bolívar. Cada vez que salía a la calle había algún detalle sorprendente, algo que conocer. Me sentí un idiota por no haber experimentado todo eso antes. Incluso pensé mudarme ahí. Pero sin duda, lo más divertido eran las manifestaciones. A finales de los noventa, el régimen se caía a pedazos, y yo salía todos los días a manifestarme un rato a la hora del almuerzo. A veces me topaba con los de Construcción Civil, o con los jóvenes estudiantes, o con los partidarios de Toledo, los acompañaba un rato, gritaba sus consignas y me iba a comer algo. Una vez, decidí no manifestarme, para variar. Traté de ir directamente a comer un tacu tacu al bar Cordano. Justo ese día, la manifestación era especialmente gorda, y me costó media hora atravesar el atrio de la Catedral. Pero cuando ya doblaba la esquina de Palacio de Gobierno, sentí un extraño picor en la nariz, y de inmediato, un ardor en los ojos. Reconocí tarde la acidez del gas lacrimógeno. Súbitamente, a mi alrededor, todo el mundo corría y se entrechocaba. En los resquicios en que conseguía mirar a través de mis propios párpados, veía a los policías aporreando a los manifestantes a pocos centímetros de mi indefensa cara. Me puse a gritar: “¡por favor, a mí no, yo sólo quería comerme un tacu tacu!”. Mi último día en Lima antes de viajar a España, decidí sentarme en una terraza a contemplar la manifestación con cierta nostalgia adelantada. Acababa de aparecer en televisión Montesinos comprando a un congresista opositor, de modo que esa manifestación era especialmente indignada. Frente a mí, una señora observaba a los manifestantes con su niño de unos cinco años, la misma edad que yo tenía cuando colgaron a los perros de los postes. El niño preguntó: –Mamá, ¿qué hacen? La señora fumaba. Tenía cara de curtida por la vida. –Se manifiestan, hijo. –Ah –el niño meditó un rato antes de repreguntar–. ¿Y por qué se manifiestan, mamá? –Por la democracia. El niño asintió satisfecho, pero después de un rato de asimilar la información, volvió a la carga: –Mamá ¿Qué es la democracia? Esta vez, la señora expulsó la última bocanada de sus pulmones y apagó el cigarro con la suela. –La democracia, hijo, es que a los ladrones que te gobiernan los cambien cada cinco años. Porque si los dejan diez, ya no los para nadie. Luego siguieron su camino, y yo me quedé pensando cuánto echaría de menos el centro de Lima. ¿Qué vendrá después del capitalismo? ¿La riqueza del primer mundo depende de la pobreza del tercero? ¿El desarrollo de los países pobres debería basarse en micro o macrocréditos? Prepárate para responder cien preguntas como esta. Tienes tres minutos para cada respuesta y estás rodeado de genios. Y lo peor de todo, hay una cámara frente a ti. Esa fue la dinámica de la Table of free voices que se celebró el año pasado en Berlín. Cien preguntas enviadas desde todas las esquinas del planeta sobre temas como la paz, la guerra, la ecología, el mercado, la tecnología y el futuro recibieron 11200 respuestas por parte de 112 invitados alrededor de una mesa: físicos, artistas plásticos, activistas, actores, empresarios, expertos en informática. Como en el aleph de Borges, todo el universo estaba ahí, incluso yo. Está claro que un lugar así no es normal. El día del evento, bajé a desayunar al comedor del hotel y me encontré con Willem Dafoe comiendo tofu y antojitos japoneses. Y como me distraje mirándolo, Bianca Jagger me robó el asiento. Yo me resigné en silencio –porque no es cosa de andarse peleando con Bianca Jagger, que ya ha sacudido a varios dictadores y algún Rolling Stone– y sobre todo, porque Terry Gilliam estaba contando chistes en la mesa de al lado. Creo que hasta entonces nadie tenía muy claro que hacíamos ahí todos. Pero la organización germánica es a prueba de incompetentes como yo, y minutos después, estábamos los invitados reunidos en el significativo lugar del evento: la Bebelplatz, donde los nazis organizaron su famosa quema de libros. Ahí, en torno a una mesa gigantesca, cada uno tomaría su lugar y daría sus respuestas a una cámara. Imagino que, como instalación plástica, no dejaba de tener interés: 112 personas de los más variados orígenes y con las más variopintas vestiduras hablando con sendas cámaras. El escritor norteamericano Eliot Weinberger estaba sentado entre un economista inglés y una payasa rusa que jugaba con su nariz. El cineasta argentino Fernando Solanas tenía al lado a una japonesa con una sombrilla azul. Había gente con saris y con túnicas y con barbas y con kimonos. Yo me senté entre una ecologista sueca y un artista plástico alemán. De vez en cuando, escuchaba lo que ellos decían, especialmente en las preguntas ecológicas, tema del que no sé absolutamente nada. La sueca hablaba en inglés, así que podía entender con claridad que todas sus respuestas eran exactamente contrarias a las mías. Básicamente, ella consideraba que si continuábamos este ritmo de industrialización acabaríamos con el planeta. Yo, por mi parte, creo que si escuchamos a los ecologistas nos quedaremos todos sin trabajo excepto los agricultores artesanales de tomates. Por su parte, el alemán hablaba en alemán. Pero de vez en cuando, en las preguntas sobre calentamiento global, yo oía entresacados entre sus respuestas los nombres de Orson Wells, Macbeth y Doctor No. –¿Se puede saber qué cuernos estás diciendo? –le pregunté en una pausa. –Es que no entiendo las preguntas –me dijo. Un evento como éste te hace comprender que no tienes idea de nada. En una pausa, Eliot Weinberger me confesó que las respuestas ecológicas se las sopló su economista inglés, y yo comprendí que ni siquiera los más brillantes invitados tienen todas las respuestas. Sobre todo, creo que la Table of free voices nos puso en contacto con la naturaleza de la verdad en el mundo globalizado. En un siglo en que los grandes discursos se han venido abajo, la verdad es así de difusa y contradictoria. Dos enunciados pueden ser contradictorios sin dejar de ser verdaderos, y lo único cierto es que tendrán que convivir en paz. Como una mesa con Willem Dafoe y una payasa rusa y una cantante tibetana y un cineasta australiano: miles de millones de monólogos haciendo un esfuerzo por convertirse en un diálogo.
Santiago Roncagliolo. Lima • 75

Demonios
¿La verdad está ahí afuera? Parece. He intentado recabar información, juntar datos tras ser testigo de un episodio: los fragmentos de –digamos– un aerolito. Preparé un file, lo he nombrado Caso L o Expediente L. El episodio fue breve pero intenso. Lo puedo asegurar. El aerolito –llamémosle por ahora L– es de una naturaleza poco común. Es leve y al mismo tiempo grave. A ratos se vuelve inasible. Su energía es inestable. Vivir este episodio deja una estela de incertidumbre, al menos es la sensación que me dejó tras experimentar o vivir dicho episodio. Esa ha sido mi conclusión sobre las características de L luego de tener frente a mí esos fragmentos. Hay otros testigos y tras vivir la ex- periencia brindaron sus testimonios. Muchos coinciden, otros aportan datos nuevos. Cabría preguntarse si todos los testimonios son fidedignos, si no están marcados por la in- tensidad de haberlo vivido en mayor o menor cercanía, o por el aura del mito –digamos–. ¿Lo que he recopilado será completamente cierto? Podría serlo. Podría ser parte de la verdad sobre L y podría estar ahí, afuera. EXPEDIENTE L (WORK IN PROGRESS) Nicolás Guillén Landrián (La Habana, 1938 - Miami, 2003). Cubano, negro, seis pies de estatura. Pintor, cineasta –escribió un poe- mario durante su ingreso en un hospital psiquiátrico. Si existe, el volumen de poemas permanece inédito–. Este Nicolás es, diga- mos, el aerolito, nuestro L. En su etapa de formación como documentalista fue discípulo del realizador holandés Joris Ivens y del danés Theodore Christensen. El Expediente L incluye la lista de su filmografía, formada en su totalidad por documentales de corto metraje: El Morro (1963), En un barrio viejo (1963), Un festival (1963), Los del baile (1965), Ociel del Toa (1965), Rita Montaner (1965), Re- portaje –también conocido por Plenaria campesina– (1966), Retornar a Baracoa (1966), Coffea Arábiga (1968), Expo Maquinaria Pabellón Cuba (1969), Desde La Habana, 1969, recordar (1969), Taller de Línea y 18 (1971), Nosotros en el Cuyaguateje (1972), Un reportaje sobre el puerto pesquero (1972), Para construir una casa (1972) e Inside Downtown (2001). A esta lista deben agregarse los documentales Homenaje a Picasso, El Son, Patio Arenero y Congos reales (los testimonios del propio Landrián y de algunos testigos dan fe de que estos cuatro cortos sí fueron realizados, la existencia de los mismos tal vez podría verificarse en los archivos fílmicos del ICAIC –Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos). Pero no todo fue celuloide en la ruta de este aerolito. Por un lado estuvo la folie: la esquizofrenia marcó parte de dicho recorrido. El Expediente L incluye fragmentos de su correspondencia con el realizador cubano Manuel Zayas, donde menciona su estancia en un calabozo (en el texto escribió: “¿Te imaginas tú lo que fue para mí verme de pronto en los calabozos de Villa Marista?”), su estadía en una granja creada para el personal dirigente que mantenía una conducta impropia (una granja en la Isla de Pinos, hoy Isla de la Juventud), y nuevamente la folie, porque necesitó ser atendido por el personal médico de la granja, que aconsejó un tratamiento con especialistas, de ahí que, siguiendo la estela de su paso, la próxima coordenada ubica al aerolito L en un internado en un hospital psiquiátrico (según Nicolás Guillén Landrián: “Me llevaron de Gerona a La Habana, donde fui internado en el Hospital Psiquiátrico Militar que tenían ahí en Ciudad Libertad”). Su correspondencia con Manuel Zayas da fe de que luego del alta médica la otra coordenada fue la prisión domiciliaria en la casa de sus padres, la que duró hasta concluir la sanción. ¿El fin? No. Este no es el fin. El ICAIC decidió encargarle un documental didáctico sobre la cosecha de café en la Ciudad de La Habana –a este programa de cultivo de cafetos se le conoció como Cordón de La Habana–. Según las intenciones de Landrián buscaba “hacer un ameno documental, divulgativo más que didáctico, de todo lo que había tenido que ver con el café”. Y el resultado fue Coffea Arábiga (1968). Según los testimonios, tres años después lo expulsan del ICAIC por supuesta conducta antisocial y manifestaciones disidentes. Pero el año 1971 no marcará el fin. No. Este tampoco es el fin. En 1989 el aerolito L tendrá una nueva coordenada en su recorrido, la que lo situará, durante 14 años, en Miami. Y Miami es sinónimo de exilio. “Deportación voluntaria” (¿? raro término: recabar más información), esta incongruente combinación fue el dato que supuestamente justifica el viaje Habana-Miami. Solo en 2001 volvió a dirigir un audiovisual: Inside Downtown. Este documental se rodó en las calles de Miami (“Quería comunicar que yo estaba en Miami, que estaba vivo y haciendo cine (…) es como una necesidad mía de demostrarme que podía realizar cine todavía”). Pero algo no concuerda en los testimonios recogidos y archivados en el Expediente L y es el año en que fue expulsado del ICAIC (1971) y el año de realización de tres de sus cuatro últimos documentales. Salvo Inside Downtown, realizado en 2001, en la lista de su filmografía está consignado el año 1972 como la fecha de realización de los cortos Nosotros en el Cuyaguateje, Un reportaje sobre el puerto pesquero, Para construir una casa (¿?, incongruencias, recabar más información). Nicolás Guillén Landrián falleció en julio de 2003 (se manejan tres fechas: 21, 22 y 23), víctima de un cáncer de páncreas que hizo metástasis en los pulmones y el hígado. Tenía 65 años y quería que lo sepultaran en Cuba. Así se hizo. El cadáver de Landrián fue trasladado a La Habana para luego ser sepultado en una bóveda propiedad de la familia de su viuda (Grettel Alfonso Fuentes). Esta sí fue la última coordenada del aerolito L. Hay una nota interesante que decidí añadir al dossier: “Es tal vez el único cineasta cubano maldito, contestatario, irreverente, con años en prisión, acusado de ser agente de la CIA y de conspirar para matar a Fidel Castro”. ¿De veras alguien como Landrián reunía las características para militar en el cuerpo de agentes secretos de la Agencia Central de Inteligencia? ¿Cómo encajaría el aerolito L en una conspiración cuyo fin era hacer diana en el corpachón de Fidel –y donde digo “diana” debe entenderse cualquier plan de aniquilación? (¿?, un detalle más para el record de ambos, recabar más información). Este sería, digamos, el fin. *(Work in progress). L No es asunto de elegir una calle cualquiera de la ciudad para encontrarse con alguien que tenga a buen recaudo el material fílmico de Nicolás Guillén Landrián. La probabilidad es, supongo, similar a sufrir el impacto de un verdadero aerolito. De su filmografía a mí llegaron varios archivos digitales. Tuve en mis manos un raro material tanto por la posibilidad de acceder a ellos como por la propia naturaleza de los documentales. Y no estaría desacertado clasificarlos como fragmentos de un aerolito. Como primera aproximación diría que en ellos la gravedad se alterna con una visible levedad, son bastos y al mismo tiempo notablemente pulidos. Sé que resulta incongruente, que son caracteresticas que se contradicen, que no establecen ninguna frontera lógica. Lo sé. Pero esa es la naturaleza de los materiales que vi: En un barrio viejo, Un festival, Los del baile, Ociel del Toa, Reportaje, Coffea Arábiga, Desde La Habana, 1969, recordar, Taller de Línea y 18 y Un reportaje sobre el puerto pesquero. La sensación de incertidumbre comienza tras haber visto cada uno de estos cortos que han sido clasificados como documentales. ¿Acaso todos lo son? Este no es el inefable centro de mi relato, pero justo aquí comenzó mi desesperación. ¿Por qué? En algunos, en mayor o menor medida, el carácter informativo o didáctico de los hechos se va diluyendo para otorgarle una nueva cualidad al audiovisual filmado. Más que documentar un hecho en algunos de esos cortos Landrián lo narra. Los actores sociales que han sido filmados devienen simplemente actores. Un supuesto papel a interpretar toda vez que el equipo de realización de estos audiovisuales ponen en marcha la maquinaria de edición, musicalización y postproducción. Una historia narrada bajo la cual fluirá otra. Y para ello el aerolito L, como director, se apropia de diferentes recursos. En sus trabajos se agencia del uso de una banda sonora a manera de collage que contrasta a ratos con lo filmado, o el uso de textos intercalados entre bloques de imágenes, textos que ironizan y guían el documental hacia extremos opuestos a lo narrado. Landrián documenta y/o narra sin acudir a la entrevista, elige planos, con el empleo de close-ups y planos medios cizalla de su entorno a los actores sociales –o simplemente actores– para así apropiarse del universo que gravita en el interior de cada uno de ellos, luego los devuelve ya sea al barrio, al taller, o al interior de una casa. Tanto el empleo de la foto fija o la fotoanimación, así como el uso de información puramente técnica, los silencios, o una muy poco usada voz en off y los planos elegidos le servirán para potenciar un discurso que irá desde la solemnidad más profunda –reflexionando así sobre temas como la muerte (Ociel del Toa), o para el calado de un entorno que parece estar al margen de las espirales de la Revolución del 59 (En un barrio viejo), o en el hilvanado de ese muestrario de intensidades que fueron los 60´s (Desde La Habana, 1969, recordar)–, hasta la levedad –empleada para dar su visión de la siembra de cafetos en Cuidad de La Habana (Coffea Arábiga), o para adentrarse en las particularidades de la producción de los ómnibus Girón (Taller de Línea y 18), y aquí la mirada del aerolito L no se detiene solo en el proceso productivo sino también en las personas que forman parte del mismo. En los testimonios encontrados se dice que sus últimos documentales los realizó bajó una pérdida de lucidez creativa: Un reportaje en el puerto pesquero, Nosotros en el Cuyaguateje y Para construir una casa (todos realizados en 1973). ¿Será cierto? Supongo que debería apropiarme de una cita de Landrián para dar una respuesta: “No tengo conflictos estéticos con ninguno de mis filmes. Todos los conflictos estéticos son resultado de los conflictos conceptuales. Yo quería ser un intérprete de mi realidad. Siempre estuve en el vórtice de la enajenación. El resultado cabal es cada filme terminado.” Esta rara paz que emana de la cita de Landrián podría ser el resultado de una dura pelea contra los demonios que rondan todo acto de creación. ¿Cómo ubicar a Landrián en la documentalística cubana? ¿Sería sensato apostar por este caballo? Veamos: “Yo trataba de hacer un cine que no fuese igual a lo demás, que no coincidiera con lo demás, que fuera un cine muy personal. A veces, el trabajo lograba ser tan difícil que salían cosas a pesar de mi intención previa”. Eso dijo. VUELO Cáncer de páncreas. Miami. Quisiera comunicar que estoy en Miami, muerto y haciendo cine. Metástasis. 65 años, cubano, negro, seis pies de estatura. Es como una necesidad mía de demostrarme que a pesar de haber muerto puedo realizar cine todavía. Metástasis en los pulmones y el hígado. ¿Alguien ha visto la muerte? Un cuerpo yace sobre una cama. Tapado. La muerte. El fin. No. Este no es el fin. Volaré. Volveré a La Habana. Del exilio volveré al exilio. A La Habana. ¿Alguien ha visto el exilio? ¿Es el exilio la muerte? (Estos podrían ser los intertextos de un documental de Landrián. Un documental de Nicolás Guillén Landrián sobre su propia muerte. Podría llamarse Vuelo.) Para el aerolito L el exilio fue peregrinaje, vacío total, “una desgracia”. La imposibilidad de adaptarse a la vida en Miami tal vez fue el motivo de un cambio en su ruta, que tuvo como última parada el Cementerio de Colón. El cadáver viajó desde Miami al aeropuerto José Martí y de la terminal aérea por carretera cruzó el arco del cementerio. ¿Su vida fue una eterna pelea? Hay quienes dicen que sí. ¿Será cierto? Tal vez. La verdad podría estar ahí, afuera. Me gustaría agregar un último detalle: los restos de Nicolás Guillén Landrián terminaron en el Cementerio de Colón y no hubo ceremonia pública ni oficial –nadie lo testimonia–. Se me ocurre que ese silencio es también uno de los desafíos de la ficción, otra muda manera de narrar.
Ahmel Echevarría La Habana •74

El artista joven
El fantasma de Hitler me visita cada tanto. Ahora que está viejito se lleva bien con sudamericanos medio judíos como yo. Entra calladito y se queda husmeando mi biblioteca mientras escribo. Saca La Literatura nazi en América y me mira. ¿Qué pasa, Hitler?, le pregunto. Dejá, no te quiero interrumpir, dice coqueto. No seas tímido, le digo. Entonces Hitler me explica. En 1924 (dice) era el vivo retrato del artista joven. Por ejemplo: lo consumía la urgencia por dar el gran golpe. Su partido cuenta unos pocos cientos de adherentes. No tienen dinero ni influencia. Entonces a Hitler se le ocurre una idea. Los tres miembros del directorio que gobierna Bavaria van a dar un discurso en una cervecería. El día señalado, Hitler se presenta con un puñado de matones. Entran echando carajos, anuncian que ha llegado la revolución nacional y se suben al estrado, donde los estupefactos triunviros los observan. A punta de pistola se los lleva el Führer a una pieza contigua. A punta de pistola les exige que formen gobierno con él. En esto, de nuevo, se comporta como el artista joven. Los triunviros rechazan su propuesta. Entonces, en un rapto de inspiración, Hitler sale y anuncia a la multitud que el gobierno está formado. La gente aplaude; los triunviros, impresionados, aceptan considerar la propuesta de Hitler. Llega Erich Ludendorff, el héroe de la Primera Guerra Mundial. Y en esto también es Hitler un artista joven: busca el espaldarazo del prócer, el padrinazgo del artista consagrado. Pero entonces avisan a Hitler que otro grupo de nazis se ha metido en disturbios. ¿Qué hace Hitler? Deja a los triunviros en la cervecería, “para que vayan definiendo un programa”, y dice que enseguida vuelve. Naturalmente, apenas sale los triunviros ordenan su arresto. Esa mezcla de audacia, de impaciencia, de imaginación; esa mezcla de brutalidad, de candidez, de negligencia, es la definición del artista joven. ¿O sea (pregunto) que Bolaño no hablaba por hablar? Hitler, el fantasma, me mira con ironía. Ø

Tres tesis sobre Charly
Veo que en este país Charly García es conocido (hasta el hijo de Charly García es conocido, y supongo que su perro o su madre también), así que no resultarán en exceso foráneas las consideraciones que siguen. Hubo un tiempo en que fue hermoso, y sobre todo ingenuo, cantar los ritos adolescentes y la hipocresía social. Sui Generis, grupo cuyas melodías hicieron que el rock gustara a las abuelas, abordaba la política con el avergonzado candor del chico que reparte por primera vez panfletos. Burgueses crueles, censores sanguinarios, reyes parabólicos se enfrentaban al muchacho impoluto, al hippie proverbial. En sus siguientes grupos –La Máquina de hacer pájaros, Seru Girán— esas crónicas se hicieron menos convencionales y más sentidas, pero siguieron siendo unívocas: se hablaba de eso, de “la situación”, o bien se miraba hacia adentro, se hablaba de uno mismo. Hasta que en 1982 García encuentra la síntesis prodigiosa. En No llores por mí, Argentina canta: “¿Por qué perdiste tanto tiempo, indecisa al hablar, tan dura como Humphrey Bogart?” Y el país, en efecto, era indeciso y rígido y había perdido tiempo; pero García también se refería a su propia timidez, ahora agravada por unas facciones “duras” de cocaína. En No bombardeen Buenos Aires canta: “Los ghurkas siguen avanzando, los viejos siguen en TV”, y es crónica pura; pero enseguida y sin cambiar de tono, dice: “Quiero treparte, pero no pasa nada.” Trepar es fornicar en argot brasilero. Y Charly García, me dicen, sufría de impotencia en esos años. Y mantenía una relación amorosa con Zoca, una brasilera. Así que la impotencia del país bajo las inminentes bombas de Margaret Thatcher y la del cantante que quiere “trepar” sin éxito a su novia se intercambian, se prestan dramatismo una a la otra. Primera tesis: Charly García tuvo su apogeo cuando hizo de lo público su confesión; cuando, como Charles de Gaulle (a quien físicamente tanto se parece) actuó inspirado o incendiado o poseído por el fantasma de la patria. Segunda tesis: ya desde 1983, esa alianza le pesa a García. En una canción rezonga que “habiendo convivido en esa desolación total, ya no es necesario más.” Y: “Quiero decirte que te encargues de tu vida, porque yo no soy mejor que vos.” Pero cuando por fin se deshace de su daimon, del nosotros nacional que le ataba la lengua, cuando por fin está a solas consigo mismo y se apresta a abrir el arcón de los tesoros, resulta que no hay nada. “No tengo nada que decirte, sólo hola, cómo estás…” Tal vez era inevitable, porque el “nosotros” había menguado o desaparecido desde el final de la dictadura; lo cierto es que García, al no encontrar nada adentro, quedó reducido a balbucear una parodia de aquella confesión que no tuvo lugar: a contarnos su yo de estrella, su figura pública que nada puede enseñarnos porque somos nosotros mismos, su público, quienes la hemos creado. Tercera tesis: el extraño y refulgente destino de Charly García nos sirve a nosotros, escritores, como paradigma y advertencia. Ø
Gonzalo Garcés. Buenos Aires•74

Somos pioneros exploradores
Después uno crece y conoce que más de la mitad de la producción mundial de cómics es japonesa, y no hay nada que se pueda hacer con respecto a eso (ni falta que hace). Es lógico suponer que el resto corre a cargo mayormente de los dibujantes nor- teamericanos y europeos. Pero los que como yo empezaron a crecer en Cuba, hacia la segunda mitad de los años 80, saben que el cómic alguna vez fue el cómic cubano y nada más. No se trataba ni siquiera de cómic para niños, porque nosotros éramos los niños. De hecho, el término “cómic” estaba fuera de cuestión; apenas se hablaba de “historietas”. Sencillamente, aquello era lo que se leía, aquello era lo legible. Leer significaba eso: leer secuencias de dibujos. Zunzún era la mejor revista literaria de nuestra lengua. En sus páginas, al lado de Elpidio Valdés y el desaparecido Matojo, cobraba vida un intenso personaje, todo tecnología y hormonas, llamado Yeyín. Por aquel entonces éramos todos miem- bros de la Organización de Pioneros José Martí. Ser pionero (algo por lo demás ine- vitable) implicaba rituales, simbología, cierta atmósfera presurizada. El uniforme con la pañoleta. Las guardias pioneriles. Los actos patrióticos. Escuchar expresiones como “la sangre derramada”. Gritar a viva voz: “¡Pioneros por el Comunismo... ¡Seremos como el Che!!” Visitar el Palacio de Pioneros Ernesto Guevara, donde tenían lugar los Círculos de Interés. Es decir: lo que a los adultos les interesaba que a los niños les interesara cuando fueran adultos. Yo estuve en un Círculo de Interés llamado, si no recuerdo mal, Servicio de Armamento. Armar y desarmar una ametralladora rusa con los ojos vendados, aprender a qué distancia se puede matar con efectividad, ese tipo de cosas. Habría que escribir más extensamente sobre las relaciones entre lo pioneril y lo militar. No sólo de los pioneros como pequeños militantes, sino de esa organización marcada por un conjunto de filias y filiaciones militares. El saludo pioneril (la manito sólo un poco más arriba), la ceremonia, los lemas. Los niños que en fechas históricas representan escenas de combates, asaltos a cuarteles. Los militares que visitan escuelas y reciben flores de la mano de los niños. Hay algo fluido que pasa de un lado a otro, una zona común y sin duda muy fértil en la cual nacieron híbridos como el Movimiento de Pioneros Exploradores. Allí estaban ya las nociones de entrenamiento y de campaña, y el uniforme era verde y azul, y había como una jerarquía de grados. Recuerdo que cantábamos una canción: Somos pioneros exploradores / descendientes del mambí... Recuerdo un libro de la editorial ¿Pueblo y Educación? llamado Juegos militares para pioneros. Yeyín también era de los pioneros. Y de los exploradores. A pesar de eso, leer su historieta tenía un doble atractivo porque 1) Yeyín era una muchacha, y –al tratarse de una historieta de ciencia-ficción– 2) Yeyín era el futuro. El Palacio de Pioneros era un Cosmopalacio; el Movimiento de Pioneros Exploradores había llegado a un nivel interplanetario. Claro que, constreñidos por límites didácticos, los guiones de Yeyín sabían a poco, pero eso era lo de menos. Lo que resaltaba desde el primer cuadro era una escenografía impresionante. Había que ver esas naves espaciales. Había que ver a los robots y a las criaturas extraterrestres. Y sobre todo, había que ver a Yeyín. Dibujada por Ernesto Padrón (hermanomenos-famoso de Juan Padrón, el creador de Elpidio Valdés, personaje siempre mejor pagado y con mejores guiones y con todos los beneficios de popularidad que da ser un mambí perfecto para la propaganda y la manipulación ideológica, y acaso sea interesante pensar desde aquí los principales discursos imbricados en la historieta cubana para niños –la Historia de Cuba dirigida a los niños– como una especie de complot familiar), Yeyín tenía el prototipo de una chica dura y bien armada. Botas a la rodilla, cinturón con pistola, bikini, el ombligo al aire y una blusa corta ceñida al pecho. Por muy futurista que sea, semejante uniforme pioneril sólo se justifica con alguna pizca de sexploitation. De aventura en aventura Yeyín nos iba revelando la perfección de sus piernas, la forma de su pubis y de sus nalgas bajo el bikini, la sugerencia irresistible de unos senos adolescentes. Action girl, peleaba como una experta en artes marciales y le disparaba a monstruos gigantescos con su pistola de rayos, a menudo sin despeinar siquiera su largo pelo negro adornado con una flor. Yeyín era una princesa tierna, una fantasía erótica en movimiento, lo más parecido que tuvimos a las heroínas gráficas de cuerpazo y cuero, nuestro despertar a un universo innombrable todavía. Había algo en ella que pedía más, que pedía seguir, que pedía crecer. Después nosotros crecimos. Yeyín no. Pasado el punto de giro de los primeros 90´s, la revista Zunzún se fue invisibilizando hasta desaparecer; una revista más especializada como Cómicos desapareció bruscamente. Muchas cosas se fueron quedando atrás. Entre ellas la posibilidad (que alguna vez existió) del cómic cubano. Eso que empezaba a emerger y aún no ha podido. El cómic entendido como literatura gráfica, literatura popular, literatura sin fines educativos o políticos, que no tenga a los niños como únicos destinatarios. Hoy Yeyín es de la Policía Ecológica del cosmos, ha pasado por las computadoras y ha dado el salto a la animación, y todo eso puede hacerle muy bien o muy mal al recuerdo que tenemos de ella, pero lo importante es que todavía no aparece la Yeyín para adultos. La Yeyín soft y hardcore. La Yeyín romántica o ultraviolenta. La Yeyín del dormitorio y de la calle. La necesitamos. Ahora bien, ser adultos es algo problemático. No es tan sencillo como crecer y ya. A determinada escala, Cuba parece funcionar todavía como un país para niños. O mejor: como un país pensado para pioneros. Luego de tanto tiempo bajo el ala de un poder estatal erigido en Santo Padre, es como si los cubanos no pudieran extraerse cierto chip o sustraerse de cierto hechizo. Llamémosle (que así se llama otro personaje del hermano de Juan Padrón, y quizás sea otro guiño inadvertido) la Pañoleta Mágica: creces, dejas de ser un niño, pero no logras dejar de ser un pionero. La pañoleta que alguna vez usaste no desaparece totalmente de tu cuello. Queda como la marca de un uniforme.
Jorge Enrique Lage. La Habana • 79

Semana
Visitamos a unos kilómetros de La Baule, en la costa atlántica francesa, a un viejo conocido, H., recluido en un sanatorio mental desde hace un año. Voy con algo de miedo, pero los amigos me aseguran que el espectáculo es triste, pero no turbador. Cuando llegamos, le encontramos leyendo en el jardín un ejemplar del Ouest-France. Con cara de infinito asombro, nos muestra la noticia que está leyendo: “Un artista argentino se propone hacer flotar en el cielo de Tejas un plátano gigante, una especie de dirigible que flotará durante un mes a una altitud de 30 kilómetros sobre la tierra”. ¿Quién está más loco, H., o el artista del plátano flotante? Siento vergüenza del género humano. ¿Qué pensarán los extraterrestres, que nos observan desde hace un siglo, cuando vean que nos dedicamos a poner en órbita plátanos gigantes? Iniciativas como éstas no dicen mucho de nuestra inteligencia. H. nos muestra otra noticia: “Stephen Hawking explica el misterio del universo en Hong Kong”. Y ese titular nos sobrecoge. Después de todo, H. está internado en el sanatorio desde que anunciara a voz en grito que había tenido acceso al gran enigma del universo, aunque no ha querido revelar nunca cuál es ese secreto. Al parecer, fue tan brutal lo que vio al acceder al misterio que desde entonces precisa de la calma de un jardín y de cuidados psiquiátricos. Al mostrarnos la noticia, nos dedica una suave sonrisa cómplice, como si quisiera que viéramos que en el titular informan de que Hawking explicó ese enigma, pero no dicen qué pudo allí revelar al público, seguramente porque no reveló nada. Como escribe Wagensberg, lo más cierto de este mundo es que el mundo es incierto. Comienza la semana blanca, los días de vacaciones escolares de algunos centros extranjeros. Antes iban a la nieve, por eso la llaman así. Mi semana también parece blanca, porque en ella predomina la locura, y ya dicen que la demencia tiene esa pátina. Y es que nada más regresar de La Baule y de la visita a H. en el sanatorio, comienzo a ocuparme de Robert Walser, que vivió internado muchos años en el psiquiátrico de Herisau. Preparo unas palabras para después de la representación de La prueba del talento en un centro cultural de Atocha, Madrid. En esa breve obra de Walser (se halla en su libro Vida de poeta), una actriz consagrada recomienda a un aprendiz de actor que deje a un lado el quehacer teatral y busque sumergir sus sensaciones “en fuentes más naturales”. Es decir, primero la vida, antes que la afectación del teatro. También la literatura es afectada, pienso. “Literatura es afectación”, dice Ribeyro en su inagotable Prosas apátridas. Y explica que quien ha escogido para expresarse la literatura, y no la palabra (que es un medio natural), debe obedecer a las reglas del juego. De ahí que toda tentativa para parecer no ser afectado –lenguaje coloquial, monólogo interior– acabe convirtiéndose en una afección aún mayor. Tanto más afectado que un Proust puede ser Céline con su lenguaje coloquial de exabruptos... “Lo que debe evitarse no es la afectación congénita a la escritura, sino la retórica que se añade a la afectación”, concluye. Me vienen inmediatamente a la memoria todo tipo de escritores retóricos. El infierno y España están llenos de ellos. A medida que avanza, la semana se va haciendo más demente. Madrid tiene un punto de locura (empezando por la llamativa enajenación política) única en el mundo. En ella todo es tan repetitivo como la locura, como la lluvia de estos días, como el cabreo eterno de Rajoy. Como compensación a tanto desvarío, la puesta en escena de La prueba del talento de Robert Walser es un oasis dentro de la demencia general. Por la noche, en el agradable café-librería El Bandido Doblemente Armado, alguien cita al argentino Macedonio Fernández y la frase parece pensada para el choque Gobierno-oposición: “Se exagera mucho sobre el incremento de la locura. En un cuarto donde no hay más de dos personas, nunca hay más de dos locos”. ¿Quién tiene el bastón de Artaud? Cuando me preguntan por un supremo signo o imagen de la Locura, siempre pienso en ese bastón al que su dueño le hizo poner una puntera de hierro con la que golpeaba violentamente los adoquines de París para sacar chispas con él. Estaba el bastón cubierto de nudos y tenía 200 millones de fibras y marqueterías de signos mágicos. Y Artaud le sacaba chispas porque decía que el bastón llevaba en el noveno nudo el signo mágico del rayo y que el número nueve siempre fue la cifra de la destrucción a través del fuego. Artaud perdió ese bastón (que le regaló René Thomas) en su extraño viaje a Irlanda, lo perdió tras una reyerta frente al Jesuit College de Dublín. ¿Quién tiene el Santo Grial de la locura? ¿Quién se quedó con el bastón de Artaud? Sin duda, la locura de H. tiene puntos en común con Falter, fascinante personaje de Última Thule, un cuento de Nabokov. Falter es aquel hombre que perdió toda compasión y escrúpulo cuando en un cuarto de hotel le fue revelado de golpe “el enigma del universo” y no quiso transmitirlo a nadie más tras haberlo hecho una única vez cediendo al acoso de un psiquiatra, al que le destrozó tanto la revelación que hasta le causó la muerte. Es un cuento antológico, incluido en Una belleza rusa. Leerlo es ya de por sí una locura de una envergadura tal que hasta nos permite constatar cuánta razón llevaba aquel que dijo que las locuras son las únicas cosas que no lamentamos jamás. Pero es que, además, leerlo –eso es lo más interesante de todo– nos sitúa en mejores condiciones para tratar de resolver el enigma del universo, aunque siempre me pregunto si nos conviene resolverlo. Creo que si un día diéramos con el secreto del mundo nadie tendría el valor de revelarlo.
Enrique Vila Matas. Barcelona•48

Un ángel amarillo
Estábamos en el umbral apartamento. Habíamos discutido. Moonlight me tomó las manos, las apretó, y despacio de mi ahmel echevarrí a sentí cómo sus dedos iban cediendo. Quería mirarle a los ojos, sin embargo me evitaba. Suavemente la obligué a alzar la barbilla. No hizo resistencia. —Lamento lo que pasó –dijo. Antes de despedirse acercó su mano a mi rostro, luego quiso besarme, pero apenas fue un beso aquel roce en mi mejilla. La vi bajar las escaleras. No se volvió, tampoco quise llamarla. Yo había estado todo un día dando vueltas en mi casa, esperándola: libros, merienda, un desesperado zapping entre los cuatro canales de la televisión, tazas de café y la mitad de una botella de vino. Moonlight me prometió que estaría en mi apartamento a media ma- ñana y al final de la tarde no tenía noticias suyas. Entonces intenté darle sentido a una historia que llevaba meses por escribir para incluirla en el Cuaderno de Altahabana. Abrí varios documentos en mi computadora, pero nada de cuanto alcanzaba a redactar tenía sentido. Luego de borrar el séptimo documento fui a la cocina. Me serví la última taza de café, decidí entonces probar con mi colección de música. Elegí un disco. Corazón boomerang –bajo ese rótulo había compilado en mp3 las grabaciones de la banda Habana Abierta. Encendí el reproductor y fui a la ventana. En ese CD grabé todos los álbumes de Habana Abierta y los discos en solitario de algunos de sus integrantes: Alejandro Gutiérrez, Vanito Caballero, Kelvis Ochoa, Boris Larramendi. Son buenos, se largaron. Como en estampida. Terminaron armando su algarabía en un bar de Madrid. Esos cubanos, nostálgicos y rabiosos, han cartografiado el mapa de mi generación –o simplemente mi propio mapa–. En él encuentro las rutas que me llevan de un año a otro, de un amigo a otro. Camino y quedo frente a una delgada línea, ese trazo marca la ida de muchos de ellos hacia Europa, Estados Unidos o cualquier otro rincón del mundo. Desde mi sitio tras la línea los veo conversar con un oficial de inmigración, solo llevan una mochila como equipaje y no pueden ocultar el ligero temblor en los dedos al tomar el boleto y el pasaporte. De atreverme a desandar cualquiera de los tracks de Corazón boomerang también podría llegar hasta una calurosa mañana de finales de junio de 2006 –martes 30, Cementerio de Colón, 10:30 a.m.–. Habrá decenas de tumbas abiertas, será día de exhumación de restos y cada familia tendrá ante sí una caja de madera, podrida, abierta. Estaré viendo cómo rasgan el vestido que cubre los restos de mi abuela, sus medias y los pedazos de piel seca. Depositarán los huesos en una pequeña caja gris, lo harán con cierto cuidado para almacenarla luego en un osario colectivo. Una ruta me lleva a otra, recorriéndolas podría terminar frente a las mujeres que hasta ahora he conocido, todas: las que nunca conquisté y aquellas con las que pasé malos y buenos ratos. Por eso bastaron los primeros acordes del disco de Vanito y Lucha almada para verme frente a Moonlight, porque esos cubanos de Habana Abierta, nostálgicos y rabiosos, han trazado como pocos el mapa de mi generación –o acaso mi mapa personal–. El álbum Vendiéndolo todo era una grabación de los 90´s y yo había conocido a Moonlight a inicios de 2006, sin embargo mi Minina estaba ahí: sus tormentos, los momentos de paz, de sexo duro, sudor, alcohol, música. Con los acordes llegaba a mi memoria su bella cara –cuyos rasgos eran, de cierta manera, gatunos–, el cuerpo, sus maneras. Esos acordes también me obligaban a recordar la llamada telefónica en la que prometió ir a mi apartamento, Estaremos juntos un par de días, mi bebé, sin salir de tu casa, y ya estoy a punto cerrar la puerta de la mía, colgaré, así que te besaré muy pronto. Sonreí al escucharla. Estaríamos dos días juntos. Sin salir. Y podíamos hacerlo porque nada fuera de mi apartamento a cinco pisos sobre Altahabana nos hacía falta. Entonces le pregunté si era cierto que estaría disponible todo un fin de semana: «¿Tanto tiempo solo para mí?, lamento decirte que me cuesta creerlo, mi Moon.» Ella rió, sabía de qué le hablaba: «Estoy dispuesta a hacerlo, nada me hará cambiar de opinión. Y no iré con las manos vacías, mon amour, lo llevaré todo.» Lucha almada y Vanito señalaban hacia el mapa. Los golpes del drums y los latidos del bajo marcaban la ruta que me llevaría hasta Moonlight. Un camino en verdad difícil. Era imposible saber qué podría encontrar en esa ruta. Recuerdo que le pregunté a qué hora llegaría y dijo Temprano, me gustaría despertarte, me gustaría llegar y abrazarte, tocarte, ¿has pensado que cuando nos levantamos somos grandes bebés?, no atinamos a nada, quedamos muy tontos por el sueño, con la marca de las sábanas y el cuerpo tibio, me gustaría besarte. Sonreí, nunca había pensado en eso, Un bebé, un enorme bebé cargado de resabios y mal aliento, ¿no te importaría besarme así, Minina? Y respondió Me iré acostumbrando a tus resabios, me excitará sentir tu aliento y el olor de las sábanas, me excitará muchísimo ver tu carita hinchada y las legañas, tu cuerpo tibio como una tetera de chocolate, podría pegar mi boca a tu pene y beberte, me gustará mucho, je t’aime, mon amour, ich liebe dich, mi bebé. Recordar aquel ronroneo en francés y en el pedregoso alemán me excitaron. Estaba parado frente a la ventana y mi pene se volvió un hueso. Duro. Las canciones del disco trazaban un abanico de rutas que me alejaban de Moonlight y luego, tras un recorrido, volvían a acercarme a ella: mi Minina frente a mí, la imaginaba quitándose los zapatos, una leve sonrisa, y la punta de su lengua que humedece los labios, sus manos reptando por todo el cuerpo hasta tomar una varilla de madera ensartada entre sus rizos caobas, para retirarla suavemente y dejarlos libres. Una striper. Una bella striper. Desnudándose. Desnudándose solo para mí al compás de la música. Frente a Vanito y su banda y de espaldas a mí se quitó la última prenda. Brevísima. Negra. Aparté sus rizos, la besé en el cuello, la mejilla, la boca. Lucha almada hizo un círculo y en el centro quedamos Moonlight y yo. Abrazados. Y cuando rompió el estribillo la tomé por la cintura. Vanito caminó hacia nosotros. Con la guitarra. Cantaba, también yo pero apenas en un susurro, Yo no te controlo, cantaba Vanito, tenía los ojos cerrados y la cabeza hacia abajo, Si te me arrodillo no puedo ser, yo no te enamoro, Moon, no miento bien, dije yo, desafinando, como solo puede hacerlo una urraca. Y respiré hondo. Vanito cantaba y yo abracé a la Minina. Moonlight metió sus dedos entre su cintura y mis manos, se soltó de mi agarre. Caminaba alrededor de mí. Me miraba. Y la veía andar. Intenté tocarla pero me evitaba, se mojaba los labios con su lengua y sonreía. Mi Minina parecía ronronear. Y seguía esquivándome, Mueves el cuerpo con tan clara elocuencia, Minina, dije, con un suave graznido. Saltó sobre mí, y al compás de la canción le dije al oído Toda esta soledad puedo aliviarla, cerrar la puerta y poner seguro, y un animal sangriento hacer de mi orgullo, lamí su oreja, Puedo olvidar que nuestro caso es de urgencia. Estábamos a nada de distancia. Su piel contra la mía. Las piernas de Moonlight rodeando mi cuerpo. Entre su sexo y mi pene quedaba la tela de mi short. La mezclilla maniataba mi sexo. Quise liberarlo pero no tenía sentido. Sin la Minina no tenía sentido. Estaba en mi apartamento, solo, recordando a Moonlight gracias al disco de Lucha almada. Estaba solo, pero no tenía sentido masturbarme. Vanito tenía razón: era difícil saber qué me convenía luego de besar a aquella mujer que me prometió, en una llamada telefónica, llevarme el desayuno a la cama. Me estaba apuntando a la sien con la imagen de Moonlight y no era sensato halar el gatillo y volarme los sesos. Me alejé de la ventana, sin embargo no apagué el reproductor. Un par de tragos me sentarían bien. Había comprado dos botellas de vino y ya no me interesaba guardarlas, era demasiado tarde y decidí llenar una de las copas. Intentaba no pensar en nada, pero tenía el recuerdo de aquella mujer enquistado dentro de las paredes de mi cabeza. Pasado treinta minutos después de la medianoche se escuchó el timbre del teléfono. Varias veces pregunté quién llamaba porque nadie contestaba, hasta que del otro lado de la línea dijeron Lo siento, mon amour, un ángel amarillo vino mi ex, estaba muy mal de ánimo y me pidió que habláramos, de veras siento no haber ido, ¿me disculpas? Yo buscaba la manera de encajar esa pregunta en la ruta hacia Moonlight. El camino hasta ella era en verdad azaroso, en un inicio le dije Me resultó difícil creer que estaríamos tanto tiempo juntos. Y el maldito imprevisto apareció antes de que ella llegara a mi apartamento. Me di un trago, casi la mitad de la copa, entonces le pregunté si recordaba aquella conversación. Demoró en responder y dijo Sí, claro, lamento muchísimo haberte dejado esperando, te pido que entiendas, no pude decirle a mi ex que se tragara su tristeza, aunque de veras quise hacerlo. Creí escuchar un sollozo. Qué debía hacer. Qué debía responderle. Tenía vino en la copa, sin embargo volví a servirme. Tragué la mitad del vino. El tipejo no dejaba de darle vueltas a Moonlight, aquel chico listo tenía una nueva pareja y lo sabíamos, su cara decía a gritos que quería tener un par de mujeres como dos satélites alrededor de su bella cara. Quizá se había dado cuenta de que la Minina decidió tragar en seco y olvidarlo, sin embargo no quería aceptar aquella decisión. No dejaba de molestarla y molestarme. El tipejo estaba decidido a pelear, a su manera, pero a pelear. Cada llamada, las visitas, su terrible carita –una hermosa mezcla de melancolía, aparente ingenuidad y ternura–, la evocación de los mejores días que habían pasado juntos o los regalos que a ratos le hacía en una ladina combinación de té, música hindú y varillas de incienso eran para mí una certera estrategia. La Minina me contaba de las llamadas y visitas, me decía Siento pena por él. El maldito tipejo sabía bien lo que hacía. Un chico listo. Golpes precisos. Duros uppercuts. Cada una de sus llamadas, las visitas y los regalos eran como un swing de izquierda al mentón de la Minina combinado con un fuerte golpe en mi estómago. Como los de esa noche. El hermoso ligero-welter podía ganar por puntos o por knock-out. Se ocultaba tras su rostro y pensé que ese era su mejor golpe, porque la Minina dijo Ahmel, no pude dejarlo hecho una mierda e irme para tu casa, tenías que verle la cara a ese maldito, me daba pena, me dijo que estaba mal y necesitaba conversar, estaba a punto de ponerse a llorar en la puerta de mi casa, sé que teníamos un plan, pensé que en una hora o dos lograría animarlo, quitármelo de encima, después iría a tu apartamento, pero terminé mal y no quise fastidiarte el día. Terminé la copa. «Minina, tu ex se preparó para una larga pelea y nos ganó.» «¿De qué hablas? Estás delirando.» «Créeme, de veras lo siento.» Ella dijo algo, muy alto. No entendí o no quise entender. Le repetí que lo sentía, que me disculpara, necesitaba colgar, Es demasiado tarde y mañana trabajaré en mi Cuaderno. «¿Te has vuelto loco? Mañana no trabajarás en tu maldito Cuaderno. Iré a tu casa y tendrás que escucharme.» Colgó. Quedé tal vez un par de minutos escuchando el sonido que marcaba el fin de la llamada telefónica. Tomé la botella pero esta vez no me serví, la pegué contra mi frente, las mejillas, me gusta el vino bien frío y quería sentir la fría humedad de la botella en mi rostro, sin embargo solo conseguí mojarme la cara con un líquido apenas fresco. Decidí dejar el reproductor encendido e irme al cuarto, se apagaría tan pronto acabara el disco. Vanito se rascó el mentón y se acercó a su banda. Señaló hacia mí, cerró su puño con el pulgar hacia abajo. Claro que me sentía como una mierda. No era difícil notarlo. El tipo que tocaba la batería se pasó la punta de la baqueta por el cuello y asintió con un gesto. Los dejé en la sala, llevé la botella al refrigerador y fui a mi habitación. Busqué un libro. Boarding home. Y me acosté. Estaba releyendo a Guillermo Rosales pero decidí no abrirlo. Retomar la lectura de aquella novela era jugar a la ruleta rusa pero con solo una bala de menos en el cargador. Tiré el libro sobre la cama y lo tapé con la almohada. La guitarra de Vanito rompió el silencio con una balada. Un tema muy triste. Nada tan parecido a una encerrona. Fui a la sala, Vanito me vio, tras una señal suya se le unió la banda y comenzó a cantar, sin dudas harían un nuevo trazo en el mapa. Mi mapa. Volví a la cama. Ellos conmigo. Pero abrieron un espacio para que cupiera la imagen de Moonlight. Entonces cerré los ojos. Me dormí antes de que terminara el disco. Soñaba. Recuerdo que en el sueño caminé hasta la ventana, necesitaba respirar aire limpio. El olor a humedad, el tufo agrio del sudor y la arenilla del polvo se mezclaban en mi nariz. Respiré hondo, sentí cierto alivio al tragar una gran bocanada. En aquel sueño la ventana de nuestra habitación se abría hacia el patio –así llamábamos a la popa de la vieja nave de madera–. Moonlight y yo ocupábamos uno de los camarotes del barco anclado en mi barrio, no éramos los únicos viviendo en la embarcación. La Minina se paró junto a mí y dijo Me gustaría tener una casa tan grande como esta, solo para los dos, pero con un gran patio de tierra. La miré. Me preguntó si me gustaban los mangos, el aguacate y las toronjas mientras señalaba los árboles que se alzaban tras la popa. —Sí –dije. —¿Los sembrarías para mí, mon ange? ¿Me harás también una glorieta? Sentí ruidos, voces. Moonlight señaló hacia el otro extremo de la popa, yo no lo había visto: era un hombre viejo, flaco, harapiento, se desabotonó la portañuela y comenzó a orinar. Lo hizo sobre las mismas tablas de la popa. Tan pronto terminó arrastró un butacón desvencijado y se sentó frente a un televisor. Estaba encendido. Pero el viejo harapiento no miraba a la pantalla, hablaba, sin pausas, al cielo. Alguien se le acercó. Este otro era alto, sus ropas lucían en buen estado, sin embargo se veían sucias. Con el puño golpeó al andrajoso. En el pecho. El rostro. El viejo solo levantaba los brazos mientras seguía hablándole al cielo. Quien lo golpeaba se detuvo. Miró hacia mí, luego al cielo y dijo algo. Vi su rostro anguloso, la cicatriz en la mejilla. Sonrió. Volvió a golpear al viejo harapiento y se marchó. —¿De qué color pintarás mi glorieta? Miré a Moonlight y me tomó las manos, las apretó. Me encogí de hombros. Tras besarme las manos dijo en voz baja Ven, siéntate conmigo, mon ange. La glorieta podía ser azul, blanca o roja, se lo dije y estuvo de acuerdo. Sonrió, ¿Podrías usar los tres colores?, combinarían con los árboles y las carpas, y es que quiero un estanque, un gran estanque alrededor de la casa y los árboles, también quiero que me hagas las carpas, ¿me las harás, mon ange?, ¿podrías hacerme algunos caracoles?, quiero que nuestra casa parezca una isla. La Minina me abrazó. Muy fuerte. Quería además una decena de mariposas. Entonces la abracé. Escuché su risa y la besé en la frente, los labios. Me miró a los ojos, Ojalá quieras pintarme una luna en cuarto menguante, la osa mayor y el sol de las nueve y media, pero no me dibujes una tormenta, dime que no lo harás, dímelo, por favor, júralo. Sentimos otra vez las voces, un ruido muy fuerte –al parecer golpeaban en las barandas del barco–, y sobrevino entonces una sacudida. Moonlight fue a la ventana. —Alguien cortó las sogas –dijo. Me asomé. Habían cortado las amarras. El barco se movía y miré a la popa, tal vez eran diez las personas reunidas alrededor del butacón y el televisor. Todos vestían ropas empercudidas. Puros andrajos. Algunos miraban hacia los árboles del patio, otros a un hombre armado con un machete. Vi su rostro, pude reconocerlo: en su mejilla estaba el costurón que bajaba desde el ojo a la mandíbula, lo habíamos visto golpear al viejo andrajoso –que permanecía sentado en el butacón y seguía hablándole al cielo, sin pausas–. En aquel grupo había un hombre al parecer ajeno a cuanto sucedía. Vestía un smoking –notablemente ancho según la talla que debía usar– y escribía en un pedazo de papel. —¿Qué pasará ahora, mon ange? Me encogí de hombros. Una de las mujeres que estaban en la popa gritó La casa se está moviendo. Otra dijo Estamos perdiendo los árboles. Moonlight volvió adentro, me llamó, pero decidí quedarme en la ventana. Todo iba quedando atrás: los árboles, los caserones entre los que estuvo anclado nuestro barco. El hombre de la cicatriz abandonó la popa, caminaba por el pasillo hacia la proa. Al pasar junto a mí levantó el machete. Me miró, el rostro contraído, la cicatriz como una sanguijuela enquistada en la mejilla, y blandió el arma. Solo cerré los ojos. Sentí un ruido. Duro. Seco. Había encajado el machete en el marco de la ventana. A pocos centímetros de mi cabeza. —Me gustas –dijo–, después hablamos. Necesito a alguien que me ayude a manejar esta cosa. Eres el hombre, tú me gustas. Tú y yo seremos la mafia dentro de este tareco. ¿Mafia…? –extendió su mano abierta. —Mafia… –dudé, pero le di la mía. Del marco de la ventana sacó el machete. Sonrió. Antes de marcharse hizo un guiño. Mi corazón latía a mil. Volví adentro. —¿Por qué lloras? –Dije. Subió los pies en la cama y se hizo un ovillo. —Nuestra casa se está moviendo, ¿a dónde iremos? Somos un par de náufragos, mi cielo, dos náufragos, mi amor. Sequé sus mejillas y regresé a la ventana. El barco estaba dejando atrás el barrio, tras una maniobra comenzaría a moverse sobre la avenida Independencia. Me bastaba ver el follaje del bosque de almendros para saber por dónde íbamos. Abandonábamos ya Altahabana, de no aparecer ningún contratiempo quizá en media hora estaríamos frente a la rotonda de la Ciudad Deportiva. Estuve solo un par de minutos frente a la ventana viendo pasar los autos. Nos movíamos. Despacio. Los automóviles, a golpe de bocinazos y acelerones, nos esquivaban y seguían de largo. Abrí mi maleta, ahí tenía mis pertenencias: algunas ropas, un par de libros, medicina para el asma, un estuche con pinceles y temperas. Le pedí a la Minina que se levantara y dijo No puedo, no tengo ánimos para nada, mon amour. Fui hasta ella, la tomé por un brazo e intentó resistirse. Entonces halé muy fuerte. Ya junto a mí le di un beso en la frente y otro en la mejilla. Nuestras ropas estaban sucias, olían mal y le pedí que se las quitara, yo haría lo mismo. Me miró a los ojos, en voz muy baja me recordó que no tenía ánimos para hacer nada. Y la fui desnudando. Entonces Moonlight me ayudó con mis andrajos. Comenzó a llover mientras bordeábamos la rotonda de la Ciudad Deportiva para tomar nuevamente la avenida Independencia. El cielo estaba nublado y bajo, los relámpagos acuchillaban las pesadas nubes. Abrí los potes de tempera, el agua de lluvia serviría para humedecer la pintura. Le dije a Moonlight que se acostara en el suelo, pero la tomé por el brazo y suavemente la obligué a hacerlo. El aguacero se hizo más fuerte, la Minina se estremecía con los truenos y cerraba los ojos. Ella no podía evitarlo, yo debía tener el cuidado de levantar el pincel. Y así fui dibujando en su pecho un astro mitad sol mitad luna, su rostro y el cuello los oscurecí con trazos negros donde al azar hice puntos blancos. Dibujé grandes manchones verdes en el vientre, los muslos y a la par le decía el nombre del árbol. La tomé por los brazos, la ayudé a levantarse. Despacio. En la espalda y las nalgas también dibujé manchones verdes, sobre ellos tracé tres pinceladas: una azul, otra blanca, y la roja, Será muy bella esta glorieta, ya verás, Minina. Preparé un tinte anaranjado, debía dibujar los peces. Las carpas nadarían en todo el cuerpo: en el rostro, un pequeño pez entre la luna y el sol, en los brazos, sobre los árboles, en el cuenco que formarían sus manos, también a lo largo de las piernas. Miré a la ventana. Nuestro barco cambiaba de rumbo, abandonaba la avenida Independencia y giraba a la izquierda. Navegábamos sobre la avenida Paseo. Mientras el barco hacía el giro volví a tomar por el brazo a Moonlight. La ayudé a acostarse y le pedí que abriera las piernas. Fui a la ventana, humedecí el pincel, necesitaba preparar más pintura anaranjada. Pero una sacudida me tomó por sorpresa, estuve a nada de perder el equilibrio. El barco había girado nuevamente a la izquierda y se inclinaba hacia arriba. Había sido un giro muy brusco. Subíamos una pendiente. Entonces supe qué se proponía el tipo de la cicatriz: avanzábamos por la rampa que conducía al mausoleo de la antigua Plaza Cívica. Mientras hacía la mezcla de colores escuché varios gritos. Venían desde el rincón de la popa donde estaba sentado el viejo andrajoso. Se había levantado y señalaba a la avenida. Miré. Un ataúd avanzaba entre los autos, se deslizaba sobre la misma senda por la que minutos antes íbamos nosotros. Me volví hacia la esquina de la popa donde estaba el viejo andrajoso, no escuchaba sus gritos y quise saber qué le ocurría. Tenía la portañuela abierta, se disponía a orinar. El hombre del smoking se paró junto a él, le dio un golpe en el pecho, el rostro. El viejo levantó sus brazos para esquivar la golpiza, a la par soltó un chorro de orine. El hombre del smoking dio un salto atrás y revisó las patas de su pantalón. Miró al viejo. Cerró los puños. Pero desistió. Caminó entonces hacia el otro extremo de la popa. Se secó el sudor. Alisó el smoking. De un bolsillo sacó el pedazo de papel, del otro una botella. Releyó lo que había escrito y enrolló el pliego. Guardó la nota dentro la botella. Tras ponerle un corcho la lanzó por la borda. El viejo andrajoso, que lo había observado todo, se hincó de rodillas sobre el butacón. Se persignaba, decía algo y esta vez no lo hacía mirando al cielo, en voz baja le hablaba o le rezaba a la gran estatua de Martí levantada sobre la colina de la antigua Plaza Cívica. El barco siguió pendiente arriba y regresé adentro con la mezcla de temperas. Moonlight me esperaba, me preguntó qué había pasado y volví a pedirle que abriera las piernas. —¿Por qué no me dices, mon ange? ¿Qué me estás ocultando? —Vi un ataúd. —¿Es una señal? Por favor, no me engañes. —Es un ataúd. Va calle abajo. Comencé a dibujar una gran carpa en la pelvis rasurada. La boca del pez, abierta, parecía querer tragarse el ombligo de la Minina mientras que la cola batía muy cerca del sexo de Moonlight. Me levanté. Había terminado. —¿Me dibujaste el sol? —Lo tienes en el pecho. ¿Te alcanzo un espejo? —No, si hasta ahora no lo sentí debió haber sido porque en mi cuerpo todavía era de noche. También puedo sentir el salto de las carpas, mi amor, y el aire enredado en el follaje. ¿No lo escuchas? Y el barco volvió a cambiar de rumbo. Esta vez a la derecha. La rampa caería en una pendiente corta y pronunciada hasta entroncar con la avenida Paseo. —Ven –dijo y me tomó del brazo. Estábamos a nada de distancia. La piel contra la piel. Su sexo contra el mío. Y comenzamos a caer rampa abajo, yo entre las piernas de Moonlight. Navegaríamos despacio, tras un sarcó- fago de madera y entre los autos –a golpe de bocinazos y acelerones nos esquivarían para dejarnos atrás, muy atrás–. De seguir aquella ruta llegaríamos al mar. Sentí varios golpes en la puerta. Había despertado bien temprano, solo, y no me decidía por nada. Estuve más de media hora remoloneando bajo las sábanas, pensando si escribía aquel sueño en el Cuaderno de Altahabana, sin embargo me decidí por la novela de Guillermo Rosales y fui al baño. Pero alguien seguía llamando. Era un toque insistente. En contra de mi costumbre cerré el libro y acabé todo rápido. Volví a sentir los golpes y fui a la puerta. Era Moonlight. No estaba sola. —Es el segundo ángel que me encuentro –dijo–. Ojalá tampoco lo pierda. Junto a la Minina estaba Ivette, la hija de mis vecinos del apartamento de los bajos. Seis años, dos motonetas castañas, maquillaje muy leve y un vestido con vuelos de encajes. Tenía además dos alas hechas de alambre forradas con la misma tela de encajes del vestido. Iba toda de amarillo. Moonlight estaba agachada junto a mi pequeña vecina. La niña hizo un torpe movimiento de ballet a manera de saludo y una de las alas chocó contra el rostro de Moonlight. Un ángel y mi Minina. Las dos vestidas de amarillo, mi vecinita junto a una de las mujeres más bellas del mundo –Moonlight: la rara mezcla del gato y el dulce olor del incienso, piel suave y clara, sexo duro y sudor, largas conversaciones en la madrugada, el tormento agazapado bajo unos largos rizos caobas, también algo de paz. ¿Quién hubiera deseado perderla? Pero habíamos discutido. Fuerte. Me senté frente a Ivette: —Esa muchacha se ha vuelto loca –dije señalando hacia Moonlight y tomé a la niña por lo brazos, tenía una pequeña caja en las manos–. Dice que se ha encontrado dos ángeles. Si uno eres tú y el otro ángel es ella, ¿crees que alguien pueda encontrarse a sí mismo? —Claro que sí, tonto –dijo Ivette. Moonlight rió y se sentó junto a mí. La niña nos contó que se había perdido en el acuario. Estaba con sus padres frente al estanque de los leones marinos y sin darse cuenta se separó de ellos, Caminaba y caminaba y no los veía, había mucha gente, muchísimos pescados, pensé que estaba en el fondo del mar. Mientras hablaba apartó suavemente mis manos de las suyas y escondió la cajita tras su espalda. Ivette nos dijo que se sintió más calmada cuando vio que había vuelto al estanque de los leones marinos, Yo misma me encontré, después me encontró mi papá, ¿tú te perdiste, Moon? Moonlight me miró, se volvió hacia la niña y dijo Sí, me perdí, estaba desesperada y no sabía qué hacer. —Pero ya estás aquí, te encontraste tú sola y no hizo falta que te fueran a buscar. —Me encontré muy tarde, en la madrugada, Ahmel no sabía que estaba perdida, estuve esperando que llamara a mi casa. —Si él se entera que estás perdida te sale a buscar. —¿Tú crees? –Moonlight hablaba con Ivette pero me miraba. Me levanté. Cargué a Ivette. Me pidió que tuviera cuidado con sus alas. —¿Por qué no entramos? –dije. —No puedo, tengo una fiesta. Vine para que me vieran vestida y para darte una sorpresa. Me acercó la cajita. Estaba forrada con papel de regalos y atada con una cinta. Tenía varios agujeros en la tapa. —¿Qué es? —Es una sorpresa. Llamaron a Ivette. Era la madre. —Me voy, se me hace tarde. Después me dices si te gustó. La dejé en el suelo y salió corriendo. La niña bajaba las escaleras en pequeños saltos. Sus alas se movían tras cada paso. Parecía volar, sin control, a ras del suelo. Una gran mariposa amarilla que recién había abierto las alas. Acerqué la caja a mi oído. Tenía algo dentro. Se movía. Piaba. Entré y cerré la puerta. Moonlight estaba sentada en una esquina del sofá. Me senté en le suelo frente a ella. —Hay un pichón o un pequeño ángel dentro de la caja –dije. La Minina sonrió. Tenía los ojos húmedos. Abrí la caja. Era un pollito. Moonlight lo sacó de la caja, con la yema del dedo alisó el plumón amarillo, luego tomó una de las alas y la extendió suavemente. El pollito comenzó a piar más fuerte e intentó escapar, pero al acariciarlo se tranquilizó. —Toma –dijo. Metí al pollito dentro de la caja y aseguré la tapa con la cinta. Moonlight caminó hasta la puerta. Me tomó las manos, las apretó, y despacio sentí cómo sus dedos iban cediendo. Quería mirarle a los ojos. Me evitaba. Suavemente la obligué a alzar la barbilla. Acercó su mano a mi rostro. Luego quiso besarme, pero apenas fue un beso aquel roce en mi mejilla. Nos despedimos. La vi bajar las escaleras, salir a la calle y caminar rumbo a la parada del ómnibus. No se volvió, tampoco quise llamarla. Iba despacio, sus grandes alas plegadas tras la espalda.
Ahmel Echevarría. La Habana •74


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Ahmel Echeverría, Jorge Enrique Lage, Orlando Luis Pardo Lazo , “The Revolution Evening Post, No. 4,” Digital Entanglements, accessed April 20, 2024, https://digitalcuba.omeka.net/items/show/18.

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