The Revolution Evening Post, No. 6

Dublin Core

Title

The Revolution Evening Post, No. 6

Subject

Revista Literaria Digital

Creator

Ahmel Echeverría,
Jorge Enrique Lage,
Orlando Luis Pardo Lazo

Source

The Revolution Evening Post, No. 6, 2008.

Publisher

The Revolution Evening Post

Date

2008

Contributor

Lizabel Mónica

Format

Pdf

Language

Spanish, Español, SPA

Type

Revista, magazine

Coverage

Cuba

Text Item Type Metadata

Text

theREVOLUTION EVENING post
eZine ESCRITURA irregular
stuff :
heriberto yépez remex interview remix 2 el mito del escritor fronterizo 5 tijuanología(s) 6
orlando luis pardo V.W. 8
álvaro bisama beats / ballard 10
jorge enrique lage the return of fetish 11
rodrigo fresán un filmador de letras 12
ahmel echevarría una isla invisible 15
edmundo paz soldán jugando fútbol en el sur de faulkner 17
guillermo rosales 3 cuentos 18
santiago roncagliolo 2 posts 22
orlando luis pardo duani, adiós a 23

staff :
ahmel echevarría
jorge enrique lage
orlando luis pardo lazo

Hemos sido cordialmente invitados a formar parte de la literatura chilena en Cuba. Por supuesto, hemos aceptado. No hubo ceremonia de iniciación. Mejor así.

therevening@yahoo.com

remex interview remix
¿Te consideras un escritor polémico? Desgraciadamente sí. De las ruinas de Heráclito y de mi clase social aprendí que todo es guerra. Estudio psicoterapia y eso es: la guerra de unos contra otros, de Nosotros contra los Pedófilos, digamos, a quien tenemos que convertir para preservar el Orden Social. La literatura es lo mismo. Sólo que es una guerra pequeña, un combate de lánguidos. ¿De qué manera te marcó como escritor nacer y vivir en Tijuana? A mí me marcaron las calles. Las de mi colonia, atestadas de asquerosas lideresas priístas, alcohólicos apestosos, wanna be dealers y pandillas cholas, y las calles del centro, la grisácea (y hoy chilanga) Constitución, donde toda la ciudad coincidía para tomar el transporte público y la avenida Revolución cancerigeneada de turistas gringos fachosos y japoneses kodak, mixtecos indignos y vendedores chicanos, baratijas de pseudo-plata y espanglish sardónico. Soy hijo de la noche tijuanense, literalmente. Tengo la desgracia y la fortuna de venir de lo más profundo –y aquí hago alarde– de la noche fronteriza. Pero eso tiene un costo muy cabrón: estar fantasmeado toda la vida, querer llenar el barranco con un rimero de libros imposibles. Terminada mi infancia, fui parte de los invasores de los barrios de la Zapata-Reforma. De los 10 a los 18 años no televisión for me, porque ahí no había electricidad. Eso me marcó cañón. Toda mi adolescencia la pasé escuchando música en un radio de baterías recargables, en el patio de mi casa, rodeado de olor a basura quemada en el cerro de enfrente, leyendo libros –a veces robados, a veces segundones– de ovnis y Borges, Neruda y los secretos del Grial, Mi lucha de Hitler y La Sagrada Familia de Marx, fumando, esperando el fin de la luz vespertina para luego ver los helicópteros norteamericanos que se pueden ver desde esta parte alta de la ciudad y maldecirlos ya pedo, en medio de la completa oscuridad. Así conocí los estados más altos de la euforia y la depresión, la alegría animal y las fantasías humanas. Pasaron los años, terminó el disparaíso de la adolescencia y cuando no me quedó otra que tener trabajos y drogas cada vez más jodidas, ya de madrugada, antes de irme a la maquiladora donde trabajaba en ese entonces, salía a graffitear, odiando al mundo. Terminaba mi turno en la tarde y llegaba a la universidad a escuchar clases de nihilismo con el maestro Lee y de pensamiento presocrático y alemán con Matthai. En Tijuana hasta el día es nocturno. Todo es cerdo. Otra vez pasó el tiempo y a través de la literatura pasé a formar parte de la clase media. Chingaderas de la vida, yo que tanto odié a la clase media, ahora soy uno de sus miembros. Pero la soberbia que otorga provenir de la clase baja mexicana, una especie de resentimiento y orgullo (simultáneamente) es difícil de remover. Cuando vienes de la pobreza mexicana urbana piensas: lo que aprendí, lo vi, lo que escuché, lo que viví, no lo puede entender nadie más, ¡soy chingón! ¡Esta bola de pendejos no saben nada! ¡Soy superior! Y ahí es donde te estancas, porque el pobre es intolerante, detesta a la clase media y alta, cree que cuenta con una sabiduría especial, la Gnosis del Barrio Bajo. Los últimos años han consistido precisamente en tratar de rebasar esa dudosa “Soberbia de la Miseria”, el creer que lo sabes todo porque dominas el lenguaje del esclavo y del amo, porque vienes del submundo de las cartolandias y ves a la clase media mental con risa... Lo mismo ocurre con los drogadictos, que cuando se recuperan creen que saben más que Jesucristo y hasta se vuelven sus colaboradores. Estoy tratando, pues, de olvidar las marcas sociales y biográficas, porque lo que ahora busco es aceptar que el pasado ya está atrás. Lo que ahora busco es el ahora. Lo que aquí quiero es el aquí total. Estoy a punto del presente real. ¿Crees tú que el área Tijuana-San Diego se pueda algún día definir cómo “metrópoli transfronteriza” como la llama, Laurence Herzog en Where North Meets South? Herzog no sabe de lo que habla. Tijuana no es realmente transfronteriza. En algunas partes Tijuana tiene hasta tres muros que la dividen de Estados Unidos, así que más que transfronteriza, Tijuana y San Diego son kafkianas. El día que se vuelva una sola urbe transfronteriza es que se hará oficial que Tijuana sea el patio trasero del patio trasero de Estados Unidos, San Diego. Mi cita favorita sobre Tijuana es un pasaje de Richard Rodriguez en un libro muy divertido, Days of Obligation. Rodriguez argumenta que Tijuana y San Diego no pertenecen a un mismo tiempo y aunque haya demasiados que deliran que San Diego y Tijuana son una misma ciudad, éstos solamente deliran, pues Tijuana, dice, ve hacia el norte, hacia el futuro. Pero al norte está San Diego, San Diego es el futuro: secularizada, sin alma. San Diego está dedicada a conservar su estilo de vida, San Diego, por lo tanto, es el pasado y el futuro que San Diego teme es Tijuana. Rodriguez finaliza diciendo: "Tomando a Tijuana y San Diego como una sola entidad, forman la nueva ciudad más fascinante del mundo. Una ciudad de ironía pura". ¿Eres un escritor fronterizo? Me gustaría responderte que sí, porque fronterizo soy por destino y porque mi madre era nómada y llegó a esta ciudad desde un Sur miserable y yo, en cambio, soy un miserable sedentario. Aquí me voy a quedar. Voy a morir, literalmente, en la raya. Aunque también debo confesar que para ser escritor fronterizo ya tengo lo fronterizo, pero lo escritor quién sabe. Por otra parte, soy hombre de insomnio y anoche pensaba que toda frontera es una zona baldía y luego recordaba que entre palabra y palabra hay un espacio vacío. Sin esa breve tierra de nadie las palabras perderían todo su sentido. Joyce tendía a hacer de dos o tres palabras, una. (A veces pienso, por cierto, que Joyce imitó ese procedimiento de la manera en que hablan los borrachos). Joyce derogaba esa frontera y, sin embargo, apenas fusionaba esas palabras que en otro momento hubieran estado separadas por ese diminuto insomnio que separa a los vocablos durante la voz o durante el texto, el espacio intermedio, de cualquier forma, volvía. Por más que juntes palabras, el espacio entre ellas aparece tarde o temprano y, de hecho, reaparece cada cuatro o cinco sílabas. Como no podía dormir seguía pensando y llegué a la conclusión de que escribir es un fracaso. En esta vida nací en una frontera, una frontera maquiladora y americana, pero quisiera que si hay otra vida en ella en lugar de ensamblar palabras, yo aportara el espacio que las separa. Me gustaría poseer ese oficio, una especie de artesanía del vacío. ¿Consideras que la llamada “literatura chicana” y la “literatura de la onda” son antecedentes directos de la literatura fronteriza actual? No en mi caso. Conocí la literatura chicana ya entrado en mis veintes y de la literatura de la onda me interesa casi exclusivamente lo que hizo José Agustín. Es todo. La literatura de Tijuana no tiene antecedentes literarios directos. Sus influencias son fundamentalmente mediáticas, desde la música grunge y la electrónica hasta la norteña, la televisión, el Internet y en mi caso en la teoría crítica y la literatura latinoamericana, europea y norteamericana experimentales. (Los chicanos son más bien folklóricos y tradicionalistas, prevanguardistas). Me considero parte de la Tradición de lo Desconocido, de la que hablaba Lezama. Claro, por ser de la frontera, rápidamente se te endilgan clichés que te vinculan con los escritores chicanos, que en su inmensa mayoría son los burros-cebras del kitsch mex-usa. Muchos chicanos son pobre performance. Una nostalgia ridícula o una hibridación bastante mamona. Además los escritores norteños somos todos diferentes. No hay una “literatura norteña”. Hay nortes, hay desvíos, hay desiertos, hay ciudades, hay aperturas plurales que no hay que permitir se vuelvan un único río. No hagamos Historia o Genealogía. Lo más valiente es aceptar el laberinto expansivo. ¿Puede hablarse de un nuevo género literario: el narcorrealismo? No creo que el narcorrealismo sea un género literario. El narcorrealismo es la realidad nacional. Por narcorrealismo me refiero a lo alucinatorio en general, no solamente las drogas ilegales, sino toda forma de delirio. Nosotros somos narcorreales. Este país es narcorrealismo puro. Los primeros que se dieron cuenta de esto fueron Artaud y Burroughs. Burroughs describió al país como un lugar de queers viciosos. Artaud, como un país que iba a destruir a Oxidente. Artaud tenía razón. La profecía va a ser cumplida. Pronto regresará Quetzalcoatl y cuando llegue, cada uno de nosotros, lo vamos a jalar del manto, diciéndole, ey, qué bueno que veniste de retache, desde hace tiempo te esperábamos, chíngate a Estados Unidos, dales en su puta madre a los gringos, yo te ayudo. Y Quetzalcoatl va a hacer como si no nos conociera, como si no se acordara bien de nosotros, porque mientras vea todas esas caras, estas caras que nos hemos visto durante milenios, Quetzalcoatl iba a estar pensando: en la madre, son los mismos, regreso y me encuentro con los mismos fantasmas reencarnados, gulp, de nuevo me van a chingar, de nuevo todo lo mismo, exactamente lo mismo, bienvenido a México, el país en que todos los fantasmas siguen vivos. ¿Ubicas tu obra narrativa dentro de la “literatura sucia” –a Fadanelli y a Mario Bellatín se les ubica en ella–, donde los personajes son marginales y su identidad incierta? Me identifico más con el concepto de escritura experimental. Me siento mucho más cerca de Pablo Palacio, Kathy Acker y el Internet que de Bellatín o Fadanelli, aunque sus libros me agradan. Además la literatura nunca puede ser muy sucia. Ni marginal. Hay que tener voluntad de periferia. Pero hay que saber que todos vamos directo al Mainstream, al Canon o al Blog. Adiós Underground. Comentaste en tu blog que entre tus influencias literarias están la incomparable escritora norteamericana Gertrude Stein –la “Madre del Dadá”– y el ecuatoriano Pablo Palacio, quien aparte de crítico político-social era uno de los mejores satiristas de la vanguardia latinoamericana. ¿Qué es lo que tomas tú de sus obras? De otros escritores no se pueden aprender virtudes. Yo lo he intentado con Reyes, Gómez de la Serna o Tolstoi y nada de lo que ellos hacían bien, a mí me sale, aunque sea, digestivo. Así que apenas me di cuenta que nunca iba a poder emular las virtudes de los escritores que admiro, decidí aprender sus errores. De Stein aprendí a tratar a las palabras como partes intercambiables, clonaciones. De ella aprendí ese juego o tartamudeo, ecolalia. De Pablo, en cambio, aprendí a escribir novelas que nadie más realmente leería. Háblanos sobre el tipo de novela que has llamado estrategia apócrifa. La literatura latinoamericana no pertenece de lleno a la oxidental. Para usar la expresión de Macedonio Fernández, es “recién venida”. Esa índole tardía la provee de un espíritu de simulacro. No es casual que Borges hable del Doble o que haya proliferado la remezcla y el neobarroco. La literatura latinoamericana es golémica o, ahora usando la expresión de Pessoa, “fingidora”. Esta extemporaneidad la he pensado como estrategia de escribir desde una distancia desfamiliarizadora, una ironía, una capacidad de entrar y salir de la historia de la literatura, de sus técnicas y, sobre todo, de sus géneros. Lo que yo llamo la estrategia apócrifa me permite descontruir y reciclar el canon y lo oxidental. Pero la estrategia apócrifa no es el allende final. Porque lo apócrifo sigue manteniendo a la escritura en la sombra, en lo pseudo, en seguimiento irónico, si se quiere, pero todavía en (des o anti)modelaje de lo oxidental-capitalista, aunque sea a modo de experimentalismo poético o falsanovela. Lo apócrifo es sólo una estrategia. Hay algo más. Ultrella u Ojalá. O, porqué no: Condoritense Plop. De manera general, ¿cómo consideras el panorama actual de la literatura en México? Agazapante del gazapo, deseo periferias, tanto de la literatura mexicana como norteamericana, de las cuales me considero observador participante, etnógrafo situacionista o nómada rampante. (De ambas ramblas difiero). Monsieur Foucault, lamento informarle que no es el centro, sino la periferia la que es panóptica. El “margen indomable” (Bargallo) al que pertenezco es un observatorio distante, un extrañamiento (¿Shklovsky, Pervert Brecht o Pablo Palacio?). La literatura mexicana actual es funesta. (La norteamericana, anestésica). Estoy acostumbrado a las emociones fuertes de la literatura hispanoamericana, desde Sábato hasta los dos Vallejos, al riesgo estructural de la escritura experimental de principios del siglo XX en Europa y de la teoría post-estructuralista y, sobre todo, a la sabiduría chamánica. Si sitúo a la literatura mexicana canónica en la cartografía cósmica del quincunce ocuparía el lugar del Ocaso Tedioso o Crepúsculo Mediocre. Ni siquiera me juzgo miembro de la literatura fronteriza. Soy parte del deslinde. Solamente que no soy uno más de los migrantes hacia el norteamiento. Todo rumbo es autoritario. El zig zag que llevo todavía no tiene nombre. Y al que se lo ponga: balazo. No lo olviden: soy francotirador, a.k.a., tu paranoia. ¿Qué futuro ves en la literatura nacional? ¿Qué papel jugará tu generación en ese escenario? Una generación nueva es una jauría de advenedizos que no merecen la presa bosquejada. Una jauría de avaricia a la que, sin embargo, le está deparada apoderarse irremisiblemente del banquete. Esta es la mala noticia: nosotros somos el futuro de la literatura mexicana. Pero la buena nueva es esta: la aceleración inter-generacional bajo la cual operan nuestras culturas nos cerciora que detrás de cada generación se prepara otra, compuesta de saqueadores todavía peores. A mi generación ya se le dieron muchas becas, así que, por lo menos, tiene que admitir que ha sido una excelente Generación Hazmerreír. ¿Qué tendencias hallas en la literatura producida por gente de tu generación? No creo que todavía estén definidas. Creo que la generación de los años setenta cometió este error: creer que tenía que aprender de la generación de los 50 o los 60. Los poetas escriben como lo más reciente que fue incluido en Poesía en movimiento, y los narradores ahora creen que tienen que imitar o responder al Crack. Mi generación no se ha dado cuenta que de quienes tenemos que aprender es de los que nacieron en los 80. Yo me estoy preparando apenas para aprender de los que nacieron el 11 de septiembre. Edipear –rebelarse contra tus padres o escribir respecto a ellos– me parece, cada vez más, enteramente imbécil. Yocasta era más inteligente: lo sabio no es el parricidio sino la pedofilia. ¿De qué manera ha influido el uso de Internet (revistas electrónicas, blogs, foros) en la difusión de la literatura? Si el Internet difunde la literatura será retrógrada. Espero que nos apropiemos del Internet cada vez más en la dirección de la construcción de nuevas lenguas y estructuras. Si se difunde la literatura, difundiremos la moral judeocristiana, la metafísica neurótica y la economía política de las que está hecha. Eso sería porcino. Post-literaturicémonos. ¿Viva el mole de axolotl? ¿O de lo que no se puede hablar es mejor descontruir? Not enough. La literatura es parte de la cibernética, es decir, del Control. Lo que escribo en Internet, lo que digo aquí, no me representa. En inglés y en español me bifurco. Mis libros son distintos a mis posts. Mis ensayos parecen de un autor distinto al de mis cuentos. Soy Babel y CaCaín. Tus juegos estructurales son peculiares, porque no son como los del nouveau roman, no se basan sólo en los cambios en el “punto de vista”, en los tiempos, y en la exploración de discursos diferentes –ya sabes, monólogos, fragmentos teatrales, imágenes– sino también la forma se vuelve fondo – creo, salvo las opiniones de críticos expertos– porque cuentas mucho y no “amarras” nada tu historia, claro, desde un punto de vista de la novela tradicional. ¿Qué opinas al respecto? Cuando amarras una historia terminas ahorcando todas las otras. No encuentro ningún placer en las historias en que el lector desemboca en una conclusión, porque si eso ocurre cayó en la trampa del autor, quien predestinó ese rumbo que el lector creyó encontrar por sí mismo. Según Benjamin, el narrador del short story o el de la novela contemporánea, han perdido algo: la mayoría de las versiones que posee una “misma” historia. Por eso no me interesa amarrar nada. Yo relato muchas historias o ninguna, porque me gusta conservar la varianza. Quien quiera una historia que vaya a Blockbuster y rente una película, pero que ni se le ocurra rentar una película de David Lynch, porque en Mullholland Drive tampoco va a encontrar una historia. La acabo de rentar y me divirtió muchísimo. Nunca supe qué pasó. Los personajes que manejas se muestran como simples piezas para tu partida literaria. No se consolidan uniformemente, son múltiples, diversas sombras conjuntadas en un nombre. ¿Para tu concepción no funcionan los personajes tridimensionales, esos que van cobrando casi independencia del autor? Hay autores que usan en sus novelas las sombras de personas reales o sus fragmentos o desdibujamientos. Yo utilizo los escombros y fantasmas de mis yoes. El drama en gente del que hablaba Pessoa o la bidentidad de Husserl. Todos ellos son la manera en que yo nunca soy yo solamente. Además, como bien dices, los utilizo como piezas de un juego, de la misma manera que el individuo contemporáneo es utilizado por los reality shows o las elecciones. Quiero tener muy claro que el arte o la literatura son la continuación de las reglas de poder de la sociedad entera, analizar esa continuidad, dejar que aparentar que en los libros somos distintos a los verdugos, las madres o los productores de Hollywood. ¿Qué tanto desdeña la “realidad” que perciben tus personajes a la “realidad”, llamémosle, “objetiva”? Lo que pasa es que mis personajes no son parte de la realidad objetiva, ellos son partes integrantes de la alucinación de alguien más. No tienen más realidad que el chupacabras, Topo Gigio, Bart Simpson o Pepito. ¿En qué género –llamémosle medio– te sientes más cómodo, en el cuento o en la novela? En ninguno de ellos, por eso fusiono y remezclo. Escribir siguiendo la tradición de un género es como coger siempre en la posición del misionero, esa en que la mujer piensa en las telenovelas mientras el varón ronca encima de ella. Cada vez que alguien dice la palabra “género” saco mi yo-yo. Me inclino por un modelo de hibridación crítica y simulacro total de los géneros. Reciclo, deconstruyo, finjo. Favorezco las formas mestizas. Deseo llegar a otras estructuras, no quedarme en estas estructuras provisorias post-genéricas, creo que todavía hay algo más allá. Por el intento a la destrucción de la estructura de la novela, Nahum Torres hace una breve comparación entre Rayuela de Julio Cortázar y tu “novela”, El matasellos (2004). Sin embargo, esta “novela” tiene una identificación más íntima con la obra “neobarroca” de Severo Sarduy: Big Bang, De donde son los cantantes y, por consecuencia, Roland Barthes –quien también menciona Torres– y Lacan. Nahum escribió que hago literatura queer. Quizá en un sentido metafórico, porque según entiendo el término significa algo muy distinto al uso que le dio. Aunque bien podría ser que haya descubierto mi verdadera identidad sexual. ¿Quiero ser mujer? Ojalá no. Yo sería un travesti espantoso y una mujer inverosímil. Aunque Tijuana prueba que ser una abominación de ese tipo no es ninguna desventaja tratándose de la Avenida Revolución o del Bar Zacazonapan. Además, Nahum utilizó en mi contra una idea de Walter Benjamin que yo he utilizado en mi contra. En lo que toca a Sarduy, él fue muy severo con su obra. Salud por Sarduy, me fascinan sus párrafos o, mejor dicho, sus vecindarios. Los escritores cubanos, en general, fueron mi lectura básica. Carpentier, Lezama, Arenas, Cabrera Infante, ¡Cabrera Infante, fuck de Dios! Ese sí escribe en varios idiomas, en inglés, en español y en cubano. Lo mismo con Kozer y Pedro Juan Gutiérrez más recientemente. Aunque estoy casi convencido de que Gutiérrez es una invención de Anagrama o, inclusive, un heterónimo de Jorge Herralde o, mejor aún, un remix de las traducciones posmo de las obras de Bukowski, que ya sabemos que los españoles traducen como si fuesen películas de Almodóvar. Me inclino por esta última hipótesis, que Gutiérrez sea el fall out de alguna transcreación haróldica de campos post-cubanos, una de esas estupendas estrategias carnavales, como la del veterano Caetano Veloso cantando “Come as you are”, de Kurt Cobain. Eso sí es postmodernismo, hermano. Porque si no fuese por Brasil y por Cuba, la literatura latinoamericana solamente sería mexicana y argentina. Eso estaría de la madre. Además, ¿quién en Latinoamérica podría soportar la vida sin las canciones de Celia Cruz o conciliar el sueño sin los discursos de Fidel Castro? Esperemos que Estados Unidos no joda a Cuba, aunque el resto del continente lo conviertan en Big Guantánamo, pero a Cuba que la dejen insular, socialista y nalgona, por favor. Lezama sí que destruyó a la novela, por ejemplo con sus perdedizos en Paradiso o Carpentier con su extra-barroco. Pero la destrucción de la novela la comenzó Cervantes. Así nació la señora. Con el plan maestro de su destrucción pre-genésica. Por eso la novela siempre será una paradoja. Serial killer de la novela. Por último, ¿cuál es tu opinión sobre la literatura “fronteriza”? ¿Adónde va? Yendo a contracorriente de mis atavismos, durante los siguientes segundos no quisiera hablar por una colectividad. Desconozco el rumbo exacto de la literatura fronteriza. (Segundos acabados). Presiento que va a seguir siendo diferente del resto de la literatura mexicana y espero que en términos de género, temas y estructuras sea otra respecto a su propia historia reciente. En lo que toca a mí, me gustaría seguir contradiciéndome ya que creo que el yo es plural. El yo es nosotros y, por ende, variable en sus asentimientos y atajos. Quisiera que apenas termine esta entrevista, ya posea otros dislates, evangelios y cuadros, como decía Antonio Machado a través de su heterónimo Juan de Mairena: “La falta de adhesión a mi propio pensar me libra de su maleficio”, y es que mi distopía preferida sería llegar a escribir algún día como un hombre que tuviese 167 años. Porque si los humanos inventamos los siglos fue para no aceptar que los tiempos cambian más allá de nuestras vidas individuales, para hacernos creer que nosotros somos la manivela que gira las épocas. Eso no es cierto. Apenas viviéramos dos o tres veces más, nos daríamos cuenta de algo: todo cambia. Menos nosotros. Paradoja de paradojas: seguimos siendo Heráclito. ¿Qué sigue? Espero que la bomba atómica.

El mito del escritor fronterizo
Existe la literatura del norte de México. Es otra la duda: ¿dónde está el norte? El norte mexicano siempre ha sido fantasmático. Fue inventado en 1848, cuando la separación con Estados Unidos fue trazada en el nuevo dibujo político. Algo de lo que ahora es el norte fue, en un momento, parte del centro. La Historia nos reubica. El “norte” es el cuerpo tajado del país o un reacomodo óseo, lo que hemos reprimido para no memorizar la herida. El norte, en sí mismo, es un silencio. Los escritores del norte gozan y abusan esa condición de espejismos. Son a la vez oportunistas, portadores y víctimas del mito del escritor fronterizo. El mito fue conformado diluyendo en una sola figura una serie de expectativas: el escritor del norte debe ser elusivo, debe ser distinto al escritor del “centro” (Mesoamérica vs. Aridoamé- rica), debe tener final prematuro. El mito sigue vivo. He notado, por ejemplo, la tendencia reciente a declarar finalizada la “literatura fronteriza”, una moda que ya pasó, y en esa aseveración ya está implícita la idea: la literatura del norte siempre desaparece. Actualmente “debe” desaparecer por varios submitos, entre ellos el principal cuajó para quitarles atención a los autores que se beneficiaron del auge comercial o la curiosidad crítica que se originó en los años 90, como fenómeno concomitante a la conciencia de que el norte es cada vez una zona estratégica de la mexicanidad. “La literatura fronteriza ya se acabó”. La periferia volvió a hacerse invisible. Eso especulan, por ejemplo, los autores de La generación de los enterradores II. Una nueva expedición a la narrativa mexicana del tercer milenio, donde al analizar narradores norteños, se arguye que seguramente emigrarán o se rejuntarán a la Ciudad de México. Según ellos sólo hay un camino, y ese es el del Crack, lo cual deja claro que el Crack no es más que Canon. La firma fotográfica o la eñe que después del cañonazo perdió el peluquín. Se argumenta, pues, que el auge de la literatura del norte está a punto de acabarse o la literatura fronteriza es una moda, para obligar al escritor de esta región a reunirse al otro mito: la República de las Letras. Evitar la subdivisión, y conservar intacta la benemérita Unidad de Nuestra Literatura. “La Tradición”. Pero el mito dicta escisión. El mito reza: hay que resistirse al centro, hay que oponérsele, como se le opuso Jesús Gardea en Chihuahua o Abigael Bohórquez en Sonora. El mito del escritor fronterizo deriva del mito del profeta en el desierto. El escritor del norte debe ser un extranjero. Debe estar aislado. Eso dice el mito. Eso desempeñan los sujetos que lo interpretan. Debe morir en su desgarramiento, como Robert L. Jones, el escritor gringocano de San Diego-Tijuana, muerto de alcoholismo en un motel. O Juan Martínez, el poeta gurú de toda una generación, trabajando en las calles de Tijuana, dice la leyenda, viviendo en una cueva. O Horst Matthai, el filósofo alemán refugiado en esta misma ciudad, para escribir sus libros de retraducción de los presocráticos y sus alucinantes teorías metafísicas-anarquistas. Todos estos escritores/personajes se vuelven modelo de las siguientes generaciones y así el mito se perpetúa. ¿Un mito masculino? El mito continúa hasta el presente, como un eterno retorno de lo norteño, una tradición maldita o una mala película. El norte posee un regionalismo acendrado. Un mandato que es a la vez agresivo separatismo (“haz patria, mata un chilango”) y reconocimiento de su otredad. No olvidemos que Fernando Jordán llamaba a la península de Baja California “el Otro México” y que aquí Flores Magón hizo un territorio anarquista al inicio de la Revolución. No olvidemos, tampoco, que “California” comenzó siendo una isla imaginaria. El escritor del norte usa el mito, lo encarna, pero también se deshace de él, como Daniel Sada, que ya declaró cerrado su ciclo norteño para huir de los estereotipos y darle otra vuelta a su obra. El “norte” no es una fijeza sino un moméntum o una etapa de la metamorfosis. Para muchos, el norte está en el pasado o en el futuro, porque –muertas de Juárez, maquilas, narco, muertos del Bordo– el norte en el presente duele demasiado. Ese es otro enredo del mito: ¿quiénes son los norteños? ¿Los que ahí nacieron pero ya se fueron? ¿Federico Campbell es un escritor norteño? ¿Lo fue Gilberto Owen? ¿Lo fue Alfonso Reyes? O un caso más reciente: Cristina Rivera Garza, nacida en Matamoros, radicada en San Diego, ahora en el centro. ¿Es La cresta de Ilión una novela sobre San Diego y Tijuana? ¿Dónde están los escritores norteños? ¿En el DeFe? No importa dónde estén los escritores del norte porque el norte no es una geografía estable sino una condición volátil, una diáspora. El norte es esporádico: desaparece y/o se esparce como las esporas. Esto es también parte del mito: un mito ambivalente, un mito autodestructivo. La luz se niega a sí misma. El mito del escritor del norte es severo. Él o ella deben permanecer en su sitio, dice. Deben hacer ese sacrificio, rehusar los beneficios de la Ciudad de México. Todos los que debieron irse, ya se fueron: tales bárbaros fundaron Tenochtitlán. Hay que escribir desde aquí. Crosthwaite dixit. No venderse al centro jamás. Aquí morirás. ¿Dónde está la nueva literatura del norte del país? En el Internet. En las páginas de autopublicación (“blogs”) de la nueva generación, de Dolores Dorantes a un servidor. El Internet ayudó a que los escritores aislados a través de todo el norte se comunicaran entre sí, pero a la vez hizo que el norte se hiciera aún menos tangible. El norte es cada vez más utópico. El norte es un no-lugar. ¿Alguna vez existió Rafa Saavedra? No se sabe si de verdad es un escritor-dj o es simplemente una página electrónica: www.rafadro.blogspot.com Lo cierto es que Saavedra continúa, a su modo, la función mítica del escritor norteño como outsider, marginal, alternativo, descentrado, antiliterario, periférico, barbárico, ausente en el mapa canónico, mitad por el defederalismo, mitad porque así lo quiere él mismo. Encarna el mito. No te unirás a la Capital. Serás un “beyondeado”: always allende. Para eso, por cierto, se puede utilizar el inglés: para huir del nosotros emocional o nacional, del aquí territorial y existencial. Now we are nowhere. My way? Away. Never here. Por eso Tijuana es cada vez menos real, cada vez más imaginaria, porque en esta ciudad se ha concentrado el mito en los últimos años. No sería raro que Tijuana desapareciera del mapa. No sería nada alarmante: estamos acostumbrados a no existir. El escritor del norte es fugaz. Lo es porque las oportunidades de desarrollo son todavía menores que en el centro o sur del país. Así sucede por el centralismo verídico y por otros mitos, como aquel que inspiró Vasconcelos al decir que en el norte no había más cultura que la carne asada. Por eso el escritor del norte se ve a sí mismo como parte de una resistencia, de una fuerza centrífuga. Esta actitud lo mismo se escucha en Monterrey que en Ciudad Juárez. Por eso también existe la charlatanería. Cada editorial quiere su escritor fronterizo o norteño, y con uno es suficiente, porque para la visión general este sujeto no se trata más que de un puesto. Por eso hay muchos libros sobre el norte o la frontera, el neohíbrido, ya sea el fiasco de Pérez Reverte, imitando a Élmer Mendoza, o el último pastiche norteamericano sobre la vida south of the border. El mito lo dice: en algún momento de nuestra vida todos seremos un escritor fronterizo, ya que así como tiene su cruel verdad trágica (el aislamiento), el mito también tiene sus chistes (la sobreactuación). Como el norte es intermitente un día tiene cara de drama, otro de comedia. Ser escritor del norte es piel que se pierde. O máscara que se usa. Por eso es una definición difícil o un performance o propagandístico o de veras metafísico. Una postura o comercial o política. ¿Quiénes son, entonces, los escritores del norte? Todos los que lo deseen, sin diferencias, porque si algo nos enseña el norte es que la geografía es harto relativa y no existen las esencias, por lo tanto, todos somos simulacros. El escritor del norte es aquel que conoce su función mítica, y por ella vive y perece. De cierto modo, el norte: un desierto. Sólo fuimos humo.
Heriberto Yépez. Tijuana• 74

Tijuanología (s)
Señorita Lábil es centrífuga Lexias que delinquen, la tijuanología es un rechazo a admitir centros. Tijuana se refacciona ad infinitumecido. Su desintegración clama loops, whatevas o feonomenología de su extrarrelajo. Al coctelear zapping de imagos, Tijuana devino snack de la posmodernitis. ¿Porqué Tijuana interesa? Porque se antoja ínsula distinta, Alforja y distopía. The Otredad. Al menor descuido, Tijuana se vuelve brava lengua loca (“Verbo Bro.”), border thinking out of control, pugnasmo epistémico, super punk. ¿Qué no ha sido dicho de Tijuana? Della se puede decir cualquier cosa y mañana, Tijuana es otra. Lo propio de Tijuana es dividirse –en su plano urbano, al Este, ya existe una zona inmensa que se autodenomina la “Nueva Tijuana”– y por su partición, sus versiones desconstructivas son innúmeras. Anyway, en fall-out de tergiversaciones su perfil es preclaro: Tijuana es centrífuga porque sus centros son insoportables. Tales centros, sin embargo, existen. Centros díscolos. La tijuanología es laberíntica porque su logos es lábil. La labilidad es la incapacidad de causalidad o concentración. Se predica sobre Tijuana con déficit de atención y greguería. De Bukowski a Cabrera Infante y de The Simpsons a Gael García, Tijuana exige citas. Lo lábil es deflectivo, evade lo centrípeta, para deslizarse. Patria devenida Party. Matchmaker de todos los conceptos. “Ciudad excepcional”, chancecita de deslindar a la cultura mexicana de sí misma. Bato loco, Tijuana te encanta porque Tijuana te sirve pa´decir que México no es México. Tijuana es una rama de la patafísica. No queremos darnos cuenta que lo chilango, lo chicano y lo tijuano son variantes de un mismo mito mostrenco. Tal táctica atañe tanto a aquellos que la relatan desde Estancia Relámpago hasta Nativismo Inc. Tijuana como oportunidad fantástica de desvanecer el contexto; urbe de la que puede decirse equis porque en su conjetura lo lábil manda. Tijuana (¡oh Devorado Debord!) o la ciudad hecha nada más que espectáculo: no nos relacionaremos con Tijuana sino a través de sus imágenes. Tijuana tijuanizada. Sarduy y Oswald de Andrade permiten colegir que Tijuana simula y traga. La cultura tijuanense es buffet de pseudo-signos. Desde los Tijuana Bibles hasta esta página, retragamos. Pero la tragazón limítrofe no es como la pinta la tijuanología canónica. Tijuana, backyard de lo que en fachada se llama “integración” o “mezcla”, realmente es chacra chacal, contrabando y fisión. ¿Hibridación? ¿Fusión? C´mmon! Los 90, amigos, resultaron ser los 80. Las teorías de los 90 acerca de la frontera resultaron ser las tonterías de los 80 acerca de la “integración”. Existiendo por antítesis, Tijuana prueba el retorno maléfico de la Historia. Fuck Fuyukama. Minutemen no mienten. Si “Aleph” es una metáfora que ha sido aplicada a la cultura de Tijuana, no olvidemos que “Aleph” es progenie genial de la burla bruja de Borges. El Aleph, nos dice el gran sudaca, es un falso Aleph. Todo Aleph es pseudo-Aleph. Del mismo acomodo que el Aleph de Borges es una parodia de las listas whitmaníacas –Daneri es una cosmicomedia del jefe de Leaves of Grass–, Tijuana es un dizque-Aleph que parodia la conjunción hiperbólica de EUA y México. Tijuana es summa mofa. Somos una McUltura con la interlengua de fuera. Buffer zone bufón. La cultura tijuanense trastoca elementos multiculturales, consume otredades en festín caníbal, anestesiando las contradicciones a la vez que implosionando la tentación de esencia. Remix a la mex. Este trastocamiento tiene efecto comediante, sí, pero también es una catálisis de catarsis cantina que esconde la entropía pervertida que practica, pues los emblemas grotescos que caracterizan a Tijuana ocultan su ironía ebria desdibujando la discontinuidad de las partes arrejuntadas y secreteando el contexto de la remezcla culera. ¿Comprende, compadre? La cooltura tijuanense está compuesta de una serie de retruécanos que, sin embargo, son vendidos como si fueran cognados. As if rifa. Tijuana sobrevive las culturas mex/usa(s). Esta cultura disloca, recicla, reensambla. (Ambas, that is, varias.) Hiper postura post. Un consumo de lo cholo-pocho-naco-gringo-indio que tras variopintos zooms rizomantecosos, encalla acidia; Tijuana es lo desnacional, sí, pero también la herida introspectiva. Tijuana es la península que paulatinamente se separa debido a la Falla, pero también la sinergia de orgías. Tijuana: todas tus otredades juntas. Mister, Happy Hybrido No Existir Como cultura disléxica o paratáctica, la teoría y metaforización de Tijuana ha consistido, primordialmente, en malentendidos. El malentendido protagónico es el rosario de nociones/imágenes que han sido empleadas para definir a Tijuana y la frontera en general: “fusión” o “hibridación” y sus derivados como “MexAmerica”. Ya lo dijo Ella Shohat: “Como un término descriptivo catch-all, hibridismo per se no discrimina entre las diversas modalidades de hibridismo, por ejemplo, asimilación forzada, autorechazo internalizado, cooptación política, conformismo social, simulacro cultural y trascendencia creativa”. Sin embargo, la noción de cultura “híbrida” (Bhabha), precisamente por general y despolitizada en su superficie trapeada, ha sido el paradigma delicatessen de la tijuanología. Lo “híbrido” esconde, ante todo, la hegemonía estadounidense. Haciendo la traducción, donde hemos dicho “híbrido” decimos en verdad: relación-tensorial en que la hegemonía estadounidense se ejerce y, por ende, se desdibuja a través de la aparente neutralidad del resultante “bipolar”, “multicultural”. Lo híbrido es lo que oculta la asimetría. Tijuana es, fundamentalmente, contradicción no resuelta. Sin embargo, la tijuanología la define por lo contrario: Tijuana como síntesis, como tercer-estado, como superación hegeliana de las antítesis. Repasando el ABC de la tijuanología, A, B y C son variantes de la cultura tijuanense definida como “sincrética”. Por eso la tijuanología no ha dejado de ser folclorizante, exotizante, ingenua, light. Welcome to Tercera Nación! Bienvenidos a MexAmérica! Fusión For All! En la tijuanología sigue ganando Hegel y no la alternativa kierkegaardiana ni Adorno (dialéctica negativa, sin síntesis). Las metáforas recientes de la tijuanología apestan a Hegel, de ahí su anacronismo hipócrita. Son el optimismo del amo. Desde hace algún tiempo he estado haciendo esta crítica al concepto de hibridización como malentendido central del discurso tijuanológico y de la frontera. Generalmente se toma esta crítica como una presunta petición de “purismo”. Por el contrario, la crítica de la metáfora de lo “híbrido” lo que solicita es deshacernos de una noción pop, academizante, fashion statement, despolitizable, para ver más de cerca y más de lejos. Tijuana no sintetiza, Tijuana contradice. We are contrapunto. Lo que ocurre es que nos hemos vuelto adictos a ideas tranquilizantes acerca de la relación binacional. La hibridación es uno destos analgésicos. Incluso Lacan lo sabe: “Ninguna síntesis, nunca la hay, por lo demás... La Aufhebung no es más que un bonito sueño de la filosofía”. Tijuana no se define por su integración, mas por su dialéctica magnética, en que las fuerzas de atracción tienen la misma importancia que sus fuerzas-de-resistencia. La cultura de Tijuana es un campo magnético –los dos imanes son los dos países–, cuya forma está producida ya sea por el atrayente abrazo amante o por polos que se repulsan. Tijuana es cómo los dos países se unen y también cómo se repudian. Tijuana es una cultura magnética. OK del Burro, Crazy Barrioco y Anestética Tiyei Style El OK que Tijuana da a lo “gringo” es el Sí del Asno –el sí del burro-cebra– del que habla Nietzsche-Deleuze: cada sí dado por el asno se vuelve una carga. Por cada sí que la cultura tijuanense hace a Estados Unidos en su look urbano, en su lenguaje, en su ideología, en sus autos, sí ante la migra, sí a ca, sí al boss, yes! yes! yes!, la carga del asno aumenta hasta quedar convertido en un burro pintado de cebra (tercermundeando a las zebras del San Diego Zoo). Tijuana es el ok del Burro. La estética tijuanológica pretende aliviar el trauma de la fisión. Por ende, simula la fusión, barrunta la explosión y, luego, la niega en un noise distractor. La proS.A. tijuanense por excelencia, la del deshecho y rehecho en México, conjunta términos en un metaspanglish irónico –esta ironía la distingue del chicañol, que es mainstreamente happy togethershipeño– que da por entendido que en la mezcla no hay resolución feliz sino desencuentro. En la conjunción hay disyunción, en el mix hay resistencia a la juntura. Una dicción de la contradicción. El burro cebra, emblema máximo de la estética tijuanaca, sigue también esta dialéctica de las tensiones disimuladas. El burro es un artefacto servil al turismo gringo como también un engaño de welcoming. Al turista se le entrega como esencia Mexican lo que es fabricación burlona. El burro es el gringo mismo. Zonkey! El ok del Burro es el No del Charro, el Show del Charro, la marca del Chowrro. La estética tijuanense es tanto el espacio-tiempo de la remezcla como la disimulación de que no hay violencia, resentimiento, desigualdad ingredientes, de que everything is just fine! Free Beers For Everybody! No Esencia Required! La estética tijuanense es la anestesia para no sentir las contradicciones que involucran. Che Guevara + Cepillín = Tijuana, Clown Cabrón. Reciclar inglés es ingrediente de dicha anestética. Sus escritores, medios y jóvenes, usan inglés granulado para enajenar el own aquí y ahora, usando a language less mine to talk about a completely artificial self. Separarme de mí mesmo a través del uso cool de lengua globalter ego. Got it? These words are not me. La principal anestética de Tijuana es el muro. El muro es casinvisible para los tijuanenses. El muro es negado y, últimamente, convertido en sitio anestesiado a través del “arte” cool. Lo importante es no sentir el muro. Chepillín, Zonkey, el muro, son bloqueos en primera instancia, ironías para deshacer las antítesis y, en segundo momento (un segundo round más difícil de aprehender), críticas de este bloqueo, restablecimiento de la contradicción. To Not Feel la Diferencia! Nada de Desigualdad! El muro busca crear la indiferencia al muro y por eso en algunos sectores ya hay tres muros. Uno llama a otro y, a la vez, ninguno de los muros parece cierto. ¡Viva la anestesia! La fórmula de Tijuana es clara: donde Yo & You se encuentran, la contradicción es anestesiada. Yo soy You. Sdfsfsdfssdfsdfsdfsfsdfsdfsdfsdfsdfsfsfsfsfsdfsfsffffff f Made In Tijuana: del mito al cuento de hadas Made In Tijuana: del mito al cuento de hadas Desde el siglo XIX “Tijuana” es narrada como mito. Con detenimiento, el devenir de este mito ha sido descrito por Humberto Félix Berumen en Tijuana, la Horrible. Entre la historia y el mito (2003). Este mito convoca una polis babilónica, ninfomañosa, nocherniega, borderline. Más que una urbe, una metástasis. Tal mitobscuro se actualiza merced a los muertos del bordo y la (a)narcocultura. Pero en tijuanología, el mito está cediendo paso al cuento de hadas. Walter Benjamin dicotomizaba entre el mito y el cuento de hadas. Según el judío errante, el cuento de hadas tiene como función relajar la angustia que produce el mito. “El cuento de hadas nos da noticias de las más tempranas disposiciones tomadas por la humanidad para sacudir la opresión depositada sobre su pecho por el mito... Hace ya mucho que los cuentos de hadas enseñaron a los hombres, y siguen haciéndolo hoy a los niños, que lo más aconsejable es oponerse a las fuerzas del mundo mítico con astucia e insolencia”. Mientras el mito es terrible y apela al inconsciente trágico, el cuento de hadas es reconfortante, solapador del metadiscurso bálsamo. El mito es un viaje de ascenso y/o descenso; viaje vertical. El cuento de hadas es un desplazamiento plano; viaje horizontal. Como mito, Tijuana significa “iniciación”, tour por lo terrible, noche total, amor amok. Como mito, asimismo, significa distancia entre el discurso mitográfico y la realidad tangible, pues lo propio del mito es la diferencia entre éste y la experiencia cotidiana. “Tijuana no es como la cuentan” es la reacción típica de quien ha escuchado su mito. Casi nadie ha entendido esto: reflexionando sobre “tj” no hablamos realmente de una urbe, sino de un mito. El alias de ese mito criminal es “Tijuana”. Pero Tijuana no es “Tijuana”. En el afán de construir una tijuanología menos mítica, hemos llegado al cuento de hadas, es decir (¡Ay Benjaminsote!), una versión narrativa más softcore, una diet tijuanología, donde el desgarramiento del mito tijuanense es intercambiado por el optimismo de su cuento de hadas. El mito de Tijuana asegura que Tijuana es Killer Malinche, desmother, pocacosa, pírrica piruja. Su cuento de hadas –que ha tomado fuerza desde el TLC– quiere pasar de la leyenda negra al lavado de imagen. (Comités para limpiar su nombre, festivales de arte que subrayan la Bonita, Cool o Nice City, spots televisivos hacia la Mejor Tijuana, etc.) El cuento de hadas acerca de Tijuana quiere desalojar las ambivalencias del mito y dejarnos el relato de una ciudad cenicienta que representa la unión con el Príncipe Azul (“América del Norte”). A este cuento de hadas, por ejemplo, apeló el actual alcalde en su campaña: convertir a Tijuana en San Diego. El cuento de hadas narra a Tijuana como ciudad progresista, esperanzada, experversa, pobre pero decente o rica pero noble, luchona, emprendedora, rara pero simpática, ¡una transnación con lo mejor de ambas! “Híbrido”, “fusión” y demás conceptos relajantes, by the way, pertenecen al cuento de hadas, bros. El cuento de hadas consiste en simular que sólo hay atractores. Al negar las resistencias, ha perdido el magnetismo entero que distingue a los lugares-límite. Pero, como en el cuento de hadas, la calabaza desaparece a medianoche y con la calabaza reaparece la mugrienta Tijuana, Tijuana maletas, Tijuana putenga, Tijuanaca, maquiloca y maquilaraña, Tijuana la (precavida) sirvienta soñando con ser la princesa (precaria). Usted elija, cuento de hadas o mito. Confort o fracaso. Gnosis de garita Sumandos atareados de jamasíntesis, las definiciones de Tijuana posponen su “unidad” eleáticamente. A pesar del apuro de acepción exacta –la tijuanología desde los noventa anhela atinar eidos tajante de lo que Tijuana representa–, la urbe-intertexto traba imágenes antitéticas; malabar de avatares dispares. Unos noemas no invalidan otros; al contrario, acaece un diálogo diabólico sin anexión asequible, una fascinante fisión creciente, multiplicación de centrosemiosis conflictivas. Preguntar cuál es Tijuana es absurdia. La cultura de Tijuana no es una. No está hecha de sus definiciones sino, sobre todo, de los espacios intermedios entre ellas, de sus fallas. Al salir de Tijuana, en los metros últimos antes de cruzar a California, entre las filas de autos hacia la garita, pulula una casta de pediches niños malabaristas. Siempre he pensando que ellos entregan la lección final de la frontera. Y es que el niño malabarista se coloca entre los coches y al lanzar sus pelotas al aire deja clarobscuro que Tijuana no es exclusivamente una bola sino la forma etérea de todas ellas girando. Sabe que aunque una definición se caiga al suelo es posible reinstalarla gracias a las prontas manos; el secreto de la urbe es intercalar sus definiciones para que continúe la girándula. Con cada nueva tesis sobre la cultura fronteriza, se agrega una bola con la cual el malabarista tendrá que liar. A él, la adición elíptica no le parece obstáculo, pues seguirá arrojándolas al aire, sabiendo que no hay integración posible y, por ende, no apresa: su sabiduría es saber rotar y soltar los elementos, mantener la dinámica andando; incluso recogiendo del suelo lo que se caiga, sin desprecio de su propia errática. Ante los carros de turistas y nativos, tránsfugas y commuters, en el centro de esa órbita de tesis, el malabarista (contrahecho) ríe.
Heriberto Yépez. Tijuana• 74

V.W.
Pensar en Vlásov, pensar en blanco. La historia del siglo XX que no cupo en cien años de papel gaceta oficial. Pensar otra WorldWide-War. Pensar otra Europa en Ocupación y otra América Aliada (sin Caribe o, por lo menos, sin la excrescencia de una literatura insular). Pensar otra Alemania, que apostara menos por la ideología y más por el capital. Pensar otra Rusia rebajada del rojo al rosa (la rosa blanca del terrorismo como reacción al macrorrelato estatal). Pensar una escritura en blanco, en Vlásov. Pronunciar una voz privada (en sus dos acepciones: desprovista y personal). Parapetarse tras un bloque de hierro contra el patogé- nico pathos del realismo social. Releer a aquel Blok de hielo que recitaba “¿qué son para el traidor los sones de la alegría?” Pensar una literatura defenestrada y deslocalizadamente disfuncional. Una límiteratura traidora, pero no traicionera. Infraterna, sin borderline (brotherline). Son las 12 y nada de la madrugada de Lawton, La Habana, Cuba, América. Tecleo cosas en mi casona de madera de la calle Fonts # 125. Uso una 486 de la paleohistoria política de este país (es decir, de nuestra más reciente contemporaneidad). Vivo solo, o casi. Mi madre ronca, mi padre ha muerto, y yo he extraviado el amor. (Acaso todos los caminos conduzcan no a Roma sino al romántico Silvio tralalí-tralalá Rodríguez.) A esta hora no existe nadie más allá afuera, a pesar de los pitazos de los trenes y los ladridos de mi perra en celo Dudú. A pesar de las lechuzas, murciélagos y una enorme mata de mango en el contrajardín. Sería más bien fácil devenir Senel Paz y narrar entonces con su estilo de niño que las lechuzas lechuzan, los murciélagos murcielaguean, y la mata de mango en fin, ¿para qué continuar...? Sin embargo, yo continúo hojeando el mamotreto de Archipiélago GULAG, de Alexander Solzhenitzin. Es el regalo de una ex-vecina del barrio que desde hace años reside en Madrid, España, Europa. Ya sé que una persona de nervios frágiles no debiera acceder a cierto tipo de documentación. Pero igual yo efectúo la lectura al vuelo de este sanctasanctórum de la traición. De hecho, me gusta el verbo efectúo: reafirma mi 1ra. persona y suena con cierto swing militar. Y la felicidad, según mi amigo escritor JAAD, es un by-product de los tiempos de guerra: semillita perversa que no se da bien en la paz. En China, el blanco es el color de la muerte (la rosa blanca de José Martí sería aquí una flor póstuma, funérea, que se desangra toda vez que el cruel nos arranca el corazón con que en fin..., ¿para qué continuar?). Leer es estar en china, quedarse en blanco. Una flor de muerto, un férreo luto de hielo y una litografía muda. Leer es ser condenado a un paredón de piedra roseta, a una muralla que se ve desde el kosmos. Leer es el grado cero absoluto, en grados K (K de Kelvin) y la libertad residual de toda fuga de entropía (lickantropía, válvula de escape y anarcovulva). Leer es el verdadero grado cero de la kultura: la sigla K, un siglo K (K de Kafka). Un desastre entrelíneas, intraklínico. Debris socialipsista versus kruxigrama de poéticas e ideologías. Karl versus Kapitalismo: el match del milenio. Leer es aquel puzzle que no supieron resolver los guionistas del kartoon Charlie Brown: si se trata de jugar al wordzap, cualquier palabrota se deletrea con K. Kuo vadis, Revolukión? Oh, my Kod: and they just killed K (K de Kenny) por mil y unésima vez...! Las historias de traidores siempre las cuenta un traidor. Otro Alexander (Solzhenitzin, no Blok) relata en Lawton al general Vlásov. Se acaba la segunda World-Wide-War. La suástica se tambalea al compás del martillo y la hoz. Rumba roja, rimbombante. Las SS se refugian en un búnker inútil, excepto para el suicidio. A Alemania se le agotan las $$ y Europa se derrite como un cake de nata fuera de frío. Ya sólo falta clavar una vela en el corazón de Berlín. O una bala. Es 1945, el año de la liberación. Los Aliados y el Ejército Rojo avanzan. Traen ladrillos para reconstruir (un muro). Andréi Andréievich Vlásov, con su capote gogoliano de color marrón, sin ningún distintivo de graduación en sus charreteras, cree dirigir una (mala) suerte de Ejército Ruso de Liberación. No por gusto sigue siendo 1945, el año de la liberación. Vlásov utopiza con una tercera opción. Una ucronía en tiempo irreal, pero on-line: una Rusia blanca capaz de desangrar el tinte rojo de la Madrecita Rusia y sus pesados volúmenes de realismo social. Vlásov cree hallar una grieta entre la ducha asesina alemana y el casquillo acerado de Moscú (los aliados secretos de este teatro). Vlásov convoca a los prisioneros rusos de Hitler [se pronuncia Kitler], mucho más antisoviéticos que el dictador alemán: probablemente los únicos que odiaron al patriarca Stalin jamás [se pronuncia Ktalin]. Y Vlásov los pone a dar vueltas en círculos por el circo orate de la segunda World-Wide-War. Es un Ejército anacrónicamente blanco. Desteñido a destiempo, off-line, detrás de las líneas, pues ya no hay fronteras, ni frentes, ni border ni brotherline (es 1945, ¿recuerdan?). Una tropa en tropel, con los ojos y la mente en blanco, en Vlásov. Sólo que ya es demasiado tarde para este tercer estilo de narración. No habrá Vlásov-Writing aquí. Se acaba el cumpleaños y no alcanza el cake para los invitados de sopetón. Además, hay una sola vela y todo el mundo sabe quiénes la tendrán que soplar (si bien es cierto que balas siempre habrá un poquito más). En 1945, ni Europa ni América quieren leer a Vlásov con sus patéticas cartas de rendición. Nadie se las recibe, se las dejan tal como Vlásov las remitió: una página en blanco. Un general fantasma no amerita ni siquiera un tribunal internacional (sic semper traidoris), de manera que su ex-ejército es devuelto en masa a la Rusia natal: ¿primera repatriación forzosa de la historia universal? En fin: ciclo cerrado, destino cumplido, kosmos resuelto con la acostumbrada criminalidad de Klio. En la Rusia roja ahorcarán entonces a los doce apóstatas blancos, un año después. Sin sangre. Acaso se lo merecieran así. Nada hace suponer que la muerte no fuera su umwelt natural. Ahora sí se acaba 1945 y la segunda WorldWide-War. Con el año de la liberación, sobrevienen la apoteosis nuclear y el auge esteuropeo de los PC (los PC, aún no las PC). Consecuentemente, este relato de traidores tendrá que esperar décadas antes de ser contado otra vez, en la noche blancuza de Lawton, por un traidor (juro que no soy yo, ni Silvio Rodríguez, ni Senel Paz). Sólo se atreve a renarrar los hechos Alexander (Solzhenitzin, no Blok) y, de paso, a mí, en tanto frágil lector, se me van poniendo los nervios de punta con esta historieta bieli (acaso kómics weiSS) del ex general Vlásov. Hablar en chino, hacerse el chino. Retratarse en blanco y negro en la Plaza de Tianamén. Y en un santiamén hacerse matar en la Plaza de Tlatelolco. Pasarse de loco, de locuaz. Monolito de Washington o kosmódromo de Baikanour. Bloques insospechados para el poeta Blok. Muralla de Tijuana o de Berlín. Muro de los lamentos o del malecón. El cenotafio de Vlásov o las cenizas del penúltimo traidor. ¿Cómo distingir este puzzle? ¿Cómo hacer zapping entre los mil y un relatos de semejante tradición de traición? ¿Cómo no terminar impresos en la despótica architextura de un papel gaceta oficial? ¿Cómo redactar nuestra propia carta de rendición, a sabiendas de que en el siglo XXI la institución aún se resiste a leer (devuelven las cartas en blanco al mismo que las remitió)? VW: Volks-Wagen, el carrito del pueblo. Narrar desde los cacharros, como en una película de aquellos días dirigida por Helmut Käutner (la K más kínica de todo el Tercer Reich). VW: Vlásov-Writing: manejar una escritura maquínicamente incómoda y subpopular. Embragar un texto informe, infame, casi amorfo contra el fondo fofo de su contexto. Hacer de cada desierto una Pequeña China o una segunda WWW. Preferir la columna y la coletilla antes que el acto de literaturizar. Redactar, por ejemplo, un panfleto sin mayor complejo. Cacofonizar: el robo como poiesis. Ser el autor anónimo de esta o aquella proclama de la reacción o, por lo menos, de la post-revolución. Farfullar páginas en blanco en medio de una cuenta ya en números rojos: recontar precarias paginitas de Vlásov para espantar un poco la demasiada filiación, que no fidelidad. Al respecto, irrespetuosamente subscribir o submitir una vlásovescritura bazofia. VW: lo Very Weird. Pienso todo esto con las manos en la cabeza. En la calle Fonts # 125. En Lawton, La Habana, Cuba, América (donde acaso todavía persistan los vahos de una literatura exinsular). Pensar pesa, da pánico. Pensar ya es un paso, pero es también sólo una pose. Pensar es una suerte de post-premonición. Pegarse un tiro (una bala o una vela). Pegarse al piso y pegar el oído por el puro placer patrio de paranoizar. Así. Ahora oigo otra vez los balidos desvalidos de los trenes, el huckleberry-hooowl de mi perra en celo Dudú, y la flora y fauna socialrealista onomatopeyizada por Senel Paz. Sin embargo, hojeo al vuelo el mamotreto de ARCHIPIÉLAGO GULAG, ese virus retro importado desde Madrid, España, Europa (acaso un caballo de Troya), y entonces aguzo el oído por si frena algún carrito allá afuera. Por si el Estado viene por mí manejando, por ejemplo, un VW de color militar y matrícula HK (¿propiedad o parodia de Helmut Käutner?). Hacerse ilegible. Obligar al uso de una lupa lector. Tart-a-mudear con tal de no comerse la tarta del realismo social. Huir de todo picacake legitimador. Asumir el des(a)tino de mal deletrear en un búnker antes usado de cementerio. Sementerio, ludens lácteo. Ser un bárbaro, un tártaro, un ruso blanco desteñido a fuerza de lejía lectiva. Descubrir de pronto que nuestra firma aparece (es sólo una broma, claro) en el payroll del Ejército Ruso de Liberación, donde ni Vlásov ni nadie nunca cobró: en 1945 las SS carecían de $$. Y pagar entonces bien caro esta broma maKbra (K de Kundera), donde nadie se va a reír porque “¿qué son para el traidor los sones de la alegría?” Narrar en el mar. O al menos pensar que las madrugadas del 2007 son la estación perfecta para narrar en el mar. No es tan difícil devenir de pronto Andréi Andréievich Vlásov, y que este mismo año sea entonces nuestro 1945 molecular y privado (en sus dos acepciones: desprovisto y personal). Nuestro año si no de liberación, por lo menos sí de una escritura liberada. Librada incluso de la felicidad en tiempos de WWW (esto bien podría ser una cita de mi amigo JAAD). Efectuar una traidora (pero nunca traicionera) Vlásov-Writing que estamos en el derecho de dejar en blanco, que es igual pero no es lo mismo que el deber de dejar de escribir (definitivamente, todos los caminos se rinden ante Silvio tralalí-tralalá Rodríguez). En fin, ¿para qué continuar...? A mí me basta con este último y desafinado VW: Vralalí-Wralalá.
Orlando Luis Pardo Lazo. La Habana•71

Beats
En cierto modo, toda generación literaria puede ser relatada como una teleserie hecha de affaires amorosos, muertes accidentales, personajes aparecidos y salidos de escena sin justificación, villanos autodesignados y héroes a la deriva. Basta cambiar los nombres de los actores por los de los escritores y sin demasiado problema –como un montón de escombros deslizándose sobre el despeñadero– la entretención está servida. No es tan raro: leyendo El libro de Jack uno podría pensar que los beats podrían haber protagonizado una temporada de “Melrose Place”. O de “Lost”. Porque lo que describen ahí Barry Gifford y Lawrence Lee puede ser una imprescindible biografía oral de Jack Kerouac pero también algo más: el ir y venir de un montón de personajes (el mismo Kerouac, Ginsberg, Neal Cassidy y sus múltiples mujeres, los Burroughs) enfrascados en sus dramas y perdidos en el laberinto de sus propias vidas, donde, accidentalmente, pudieron haber escrito unos cuantos libros que cambiaron para siempre la literatura. Héroes de una mitología difusa que va de Nueva York a San Francisco o de México a Tánger, los beats originales lucen como una familia disfuncional más preocupada de provocarse partes iguales de amor o de daño que de patear el tablero de la escena literaria. Poliadictos con problemas de escritura o personajes de una comedia sin un destino claro, se pierden en infinidad de carreteras sinuosas, para no encontrarse jamás, mientras, de paso, adquieren un estatus canónico. Pero es un estatus confuso. Mal que mal, la peor virtud de la generación beat es hacerle creer al lector que vida y literatura se pueden fundir así como así, sin más. Y es un buen truco, hay que admitirlo. Los beats lograron fundir biografía y obra al punto de volverlas inseparables, pero en el camino engendraron una pavorosa cantidad de clichés –la carretera, el uso y abuso del zen, la poesía como mal bop– al punto que el rótulo de beatnik terminó adquiriendo cierto matiz caricaturesco, algo que aparece en objetos diversos que van desde Los asesinos –aquella pésima novela de Elia Kazan– hasta “Los Simpsons”. Porque, lo que funciona con los beatniks –en aquel “Aullido” que mal tradujo alguna vez Fernando Alegría, las teorías del lenguaje viral de Burroughs, la fuerza postal de Cassidy y la vida hipernarrada de Kerouac– no sirve para todos. Por cierto, en El libro de Jack se indaga un poco en el lado salvaje de ese éxito: más que una utopía literaria, lo que propusieron los beats fue una colección de destinos trágicos que ocasionalmente se encontraban y desencontraban en el camino, para perderse una y otra vez, quemándose ellos mismos en el intento. Un puñado de sujetos, según Ginsberg en “Aullido” –ahora en la traducción de Rodrigo Olavarría–, “que se desvanecieron en vastas y sórdidas películas, eran cambiados en sueños, despertaban en un súbito Manhattan y se levantaron en sótanos con resacas de despiadado Tokai y horrores de sueños de hierro de la tercera avenida y se tambalearon hacia las oficinas de desempleo, que caminaron toda la noche con los zapatos llenos de sangre sobre los bancos de nieve en los muelles esperando que una puerta se abriera”. Así, la gracia de los beats es que supieron vender su martirio como una estética, su decadencia como una ética, sus fracasos tempranos como éxitos, sugiriendo, de paso, que el chocar y desmembrarse es la opción literaria más poética de todas. Ahora, a la distancia, tal vez la publicidad engañosa de las vidas y muertes de los beats sea su mejor obra: aquella teleserie contada como una leyenda moderna, inventada en un sinnúmero de versiones apócrifas, contradictorias e imposibles.

Ballard
En estos días en que el canon de la literatura fantástica chilena parece haber instalado un inesperado debate –¿tenemos literatura fantástica decente?, ¿va a explotar la sci/fi nacional?, ¿es mero escapismo freak o el tema participa en la discusión de las utopías levantadas sobre nuestra identidad?– vale la pena releer a J. G. Ballard. Ballard nació en Shangai en 1930 y pasó la parte final de su infancia en un campo de concentración japonés. Más tarde, cuando llegó a Inglaterra deambuló entre varias carreras y oficios para terminar escribiendo novelas de desastre como El mundo de cristal y El mundo sumergido, textos donde el paisaje apocalíptico se exhibe como metáfora de la soledad extrema de unos personajes con cierta languidez heroica. Bien, correcto, pero algo pasó en los 60. Algo que explotó. Algo se quebró. Cambios: más Joyce y menos Asimov para elaborar un universo que pobló de repente con antologadores nerviosos (Harlan Ellison), héroes secretos (Phil Dick) agitadores (Michael Moorcock), poetas de guerrilla (Thomas Disch), filósofos del margen (Samuel Delany) y notables utopistas de la otredad (Ursula K. LeGuin). Y Ballard quedó en el epicentro de un terremoto al que se le llamó new wave, mientras tomaba la opción más valiente de todas: esquivar el cielo, centrarse en el presente y repensar al formato como una poderosa máquina vanguardista. Y Ballard se salió y entró en el género de nuevo, no sin antes hacer algunos movimientos y decidir sus afinidades electivas. Escogió a Burroughs, Dalí y Matta. Escogió la pornografía, el crimen, las autopistas, los rascacielos y a Ronald Reagan. Machacó al psicoanálisis con las teorías de conspiración. Releyó en clave novelesca Mi lucha. Habló de lo que lo rodeaba hasta retorcerlo y dejarlo irreconocible. A eso le llamó “espacio interior”, mientras se obsesionaba –de relato en relato– con el cemento, el suburbio de Shepperton y la vida burguesa. Y en vez de astronautas y viajes temporales, narró crisis psicópatas y fetichismos mientras usaba al marxismo como ideología pop. Eligió lo humano en vez de lo no-humano. Y sobre todo, optó por la literatura como una ciencia exacta, casi documental, del horror, la violencia y el deseo. Hay en todo ello una lección interesante, algo que Ballard nunca, hasta el día de hoy, ha olvidado y que yo no sé si está en la literatura chilena, fantástica o no: la certeza de que el ejercicio de la ficción debería ser un ejercicio de la vanguardia. O del complot, al decir de Piglia que puso a Macedonio y a Borges al lado de Tom Disch. Y es que ahora –cuando el tema se debate en foros y se preparan antologías inminentes, todo luego de la aparición de Ygdrasil, de Jorge Baradit– habría que preguntarse hasta qué punto la sci/fi ha sido para nosotros un ejercicio de radicalidad estética y no un sistema domesticado de enso- ñaciones escapistas. Porque es algo que requiere una triangulación distinta, similar a la que hicieron los lectores de Chandler con el neo-policial latinoamericano. Un nuevo mundo exige nuevas reglas, modos de leer distintos. De hecho, el mismo Baradit le apuntaba bien por ahí, al considerar a Los Sea Harrier de Diego Maquieira dentro del canon del género. En ese contexto, una lectura de Ballard –partiendo por la brutal Crash y terminando en los ensayos geniales de Guía del usuario del nuevo milenio– podría ser útil a la hora de procesar nuestro imaginario fantástico: pensar a la sci/fi como un ejercicio extremo donde se ponen en juego preguntas sobre el lenguaje, el cuerpo y la cultura. Nada menos inocente o escapista, más brutal y cotidiano que la fantasía; el futuro como una forma maravillosa o monstruosa del presente.
Álvaro Bisama. Valparaíso•75

The return of fetish
Polaroids de Ferias del Libro. Como cortes de secuencias de imágenes mentales. Como peluches, como fetiches a los que damos vueltas y tocamos por todas partes, con esperanza y con desesperación, buscando un sentido que nunca ha estado ahí. La Cabaña. Dos vistas. Desde abajo, a un lado de la bahía, la Feria del Libro parece una Feria del Libro. Desde arriba, al otro lado de la bahía, La Habana parece una ciudad. Pabexpo. Mis primeras Ferias. Mis primeras memorias de innumerables ejemplares de la colección Pinos Nuevos, con esa cita de Martí prolongada como un bosque. Yo aún no pienso en escribir. Me maravilla la abundancia, el espesor. Pienso: “Aquí todo el mundo tiene su librito”. La Cabaña. Los libros, las sobras que vienen de Ediciones B, y Michael H. Miranda diciendo: “Se les puede prender candela que no se pierde nada”. Las guaguas que parten al este, a Alamar, y el rostro de sobreviviente de Juan Carlos Flores asomado a una de las ventanillas. Sancti Spiritus. Hotel Plaza. Encuentro en la televisión por cable una serie de lesbianas, The L Word. En la noche veo una versión softporno de El Señor de Los Anillos. Frodo es una rubia pintada y el objeto mágico y malvado que transporta no es un anillo sino un bikini. La ficción televisiva como una lectura más interesante que toda la ficción que se vende fuera del hotel. La Cabaña. Mi exigua carrera como ladrón de lencería empieza con la adolescente Carrie, de Stephen King. De un clásico salto a Onetti y alguna antología. Merodeo un volumen grueso. Intento confundir o distraer al vendedor. Todo movimiento es inútil. No consigo robarme ese volumen que ya no está al día siguiente. Es El oficio de perder, de Lorenzo García Vega. Matanzas. Presentación del primer número de El Cuentero en la Universidad. Una muchacha hojea débilmente un ejemplar y me dice: “Esto es como una revista, ¿no?” La Cabaña. Acaban de presentar mi libro Yo fui un adolescente ladrón de tumbas y me pasan el micrófono para que diga algo. El ambiente es absurdo y soporífero. Ismael González Castañer ha hablado de cucarachas; Víctor Fowler, de una antología de poesía experimental donde hay hasta trabalenguas de Reinaldo Arenas. Yo termino diciendo una estupidez que no consigue despertar a nadie. Pabellón Cuba. Acaban de presentar mi libro Yo fui adolescente ladrón de tumbas y me piden que lea algo de él. Yo hojeo el libro y no encuentro nada que valga la pena. En un esfuerzo bufonesco empiezo a leer un cuento al que le voy cambiando cosas a medida que avanzo la lectura. La Cabaña. Entrega de premios del concurso Alejo Carpentier. Una muchacha se me acerca, dice que sabe quién soy yo, dice que sabe que he ganado varios premios, “entre ellos el Vitral”. Trabaja en el Ministerio del Interior. Es, hasta cierto punto, atractiva. Tiene fuerza, como se dice. Aún conservo su nombre y su teléfono. Santo Domingo. El edecán que atiende a la delegación cubana me pregunta si yo “estoy de acuerdo” con Fidel Castro. Más tarde, una poeta puertorriqueña más bien pegajosa me pide que salude de su parte a Marcelo Morales. Tengo el alivio de decirle que lo conozco sólo de nombre y que jamás he cruzado una palabra con él. La Cabaña. No estoy allí. Veo en el noticiero imágenes de una presentación abarrotada de gente. Es un libro de sonetos, pero es un libro de Sabina. Reconozco en el público a Yoss y a un poeta con el que subí una pirámide maya en Yucatán. Sabina sonríe y comenta ante las cámaras el hecho de que en Cuba se reúna tanta gente a escuchar sonetos. Yo pienso: “Se han reunido únicamente por ti o por creer en ti, lo sabes mejor que yo”. Guadalajara. No estoy allí. Probablemente nunca voy a estar. Un amigo me cuenta la accidentada presentación de la revista Letras Libres en aquella Feria dedicada a Cuba. A cada rato recuerdo, me obligo a recordar ese recuerdo ajeno y lejano en tiempo y espacio, lo reformulo y lo pienso, la libertad y las letras como variables minúsculas de una ecuación que te involucra y que no puedes resolver. Y es que las Ferias siempre vuelven. El eterno retorno del mismo enfrentamiento. Y acaso de este otro: Vanity Post vs Fetish Fair. Como dos revistas imposibles que sólo existen y pelean en mis sueños. Sigo leyendo en sus páginas lo que no he podido encontrar o lo que no se puede leer.
Jorge Enrique Lage. La Habana• 79

Un filmador de letras
Uno de los primeros filmes de David Lynch se titula The Alphabet y fue realizado en el año 1968 en 16 mm; tiene cuatro minutos de duración, en color y blanco y negro, y cuenta con actores y animación. Al principio de The Alphabet vemos a una muchacha que yace sobre una cama mientras parece contemplar cómo –en paisajes un tanto abstractos, creados por animación– van apareciendo todas esas letras que van de la A a la Z mientras un hombre, con la autoritaria dicción de un maestro de escuela o de un sacerdote desde el altar, las va recitando de una en una. El hombre las pronuncia como si se tratara de una especie de trascendente cuenta regresiva. En los paisajes animados aparece otra muchacha –la contraparte de la muchacha en la cama, se supone–, quien es atacada por las letras, que se le van metiendo en la cabeza. La otra muchacha –que es la misma muchacha– comienza a sangrar por la boca y por los ojos. La muchacha en la cama se levanta y comienza a estremecerse con violencia mientras intenta atrapar a algunas de las letras sin poder conseguirlo. Finalmente, se da por vencida y vuelve a caer sobre las sábanas, estremecién- dose y desangrándose. Entonces oímos un coro de voces femeninas recitando el abecedario. Los créditos nos informan que se trata de la “Canción del abecedario”, escrita por Lynch y cantada por Peggy Lynch, entonces esposa del entonces futuro director de largometrajes raros y, al mismo tiempo, perfectamente próximos a nuestras vidas. Porque los filmes de David Lynch siempre nos obligan a preguntarnos de qué tratan, qué es lo que ocurre, por qué los personajes hacen cosas tan inesperadas, cómo terminarán y lo más extraño de todo: ¿cómo fue que empezaron? En resumen: lo mismo que nos preguntamos una y otra vez a lo largo de nuestras tan extrañamente escritas y dirigidas y compaginadas existencias. VOCALES Dicen los que allí estuvieron que a Mel Brooks –quien iba a producir The Elephant Man, luego de haber sucumbido a la seducción freak de una película todavía más freak llamada Eraserhead– se le había metido en su cabeza que el desconocido David Lynch era la persona indicada para dirigir esa oscura fantasía dickensiana con monstruo humano y sensible y basada en hechos reales. Mel Brooks estaba seguro de que Lynch tenía que ser un tipo de aspecto gótico, alguien más cercano al look de Tim Burton o algo así. Pero no: Lynch llegó a su oficina adentro de un traje prolijo, la camisa sin corbata abrochada hasta el último botón como único y sutil acto trasgresor, una sonrisa mansa, y prolijamente despeinado. Mel Brooks lo definió en el acto: “Era el James Stewart del planeta Marte”. Y en esta apreciación –en principio ingeniosa– aparece perfectamente clavado y clasificado el insecto del talento de Lynch. Todas las letras de su perturbador genio para algunos, ingenio para otros, sinsentido para muchos. Pensar en Lynch como en la consagración de lo bizarro en tanto forma alternativa y a la vez complementaria de lo rutinario. La estética de All American Boy nacido en Montana sometida a la radiación de lo alien sin pasaje de vuelta. El hijo bastardo y pródigo de una tradición donde comulgan elementos tan diversos como el primer Buñuel, el “analfabetismo” cinematográfico de Ed Wood en Glen or Glenda o las partículas esnob y extranjeras de culturas como la francesa y la japonesa, países en los que Lynch es idolatrado. Lynch como efecto especial y especial afecto. Un idiota savant y un genio juguetón. Una comunión de opuestos aparentemente irreconciliables donde lo que se narra puede tener el rigor de una novela del siglo XIX o la cualidad de un sueño despierto que dura toda la película y de la que nunca llegaremos a conocer vigilia alguna. Así, ocurre a menudo, los primeros minutos de una película de Lynch suelen producirnos cierta resistencia refleja, como si temiéramos hundirnos y ahogarnos. Lo recomendable, claro, es dejarse llevar. La gran enseñanza del cine de Lynch –lo que tenemos que agradecerle– no es la fácil lección de que el mundo está loco, sino que vivimos en un mundo donde los cuerdos han perdido toda capacidad de distinguirse de los alucinados. Así, en el paisaje cada vez más obvio y calculado y masivo del cine norteamericano, Lynch es una rareza, una perturbación climática, un accidente geológico. Una mirada preocupada por señalar lo que no es del todo “normal” –adjetivo tan ambiguo, tan lynchiano– en esos carteles de carreteras perdidas por donde transita un crepuscular anciano a bordo de un minitractor podadora. Esos carteles donde se lee que falta cada vez menos para llegar a Twin Peaks, a Mullholand Drive, a esos cadáveres con letras apenas escondidas bajo sus uñas. CONSONANTES Lo que nos lleva a preguntarnos si David Lynch es un director de cine literario o no. Preguntarse siempre es fácil; lo complejo es responderse; y pocas cosas más complejas que responderse algo acerca de Lynch, por más que las respuestas que Lynch emite cuando lo entrevistan sean de una sencillez pasmosa y eficaz, casi de idiota savant. Una cosa está clara: a diferencia de lo que ocurre con otros directores de cine, Lynch no nace del deseo de filmar historias sino de firmar cuadros. No hay en la obra de Lynch nada que recuerde los latidos de Orson Welles, François Truffaut o Federico Fellini (quienes llegaron incluso a escribir novelas basadas en sus películas como Mr. Arkadin, L'Homme qui amait les femmes o Amarcord). O destellos de Woody Allen, David Mamet, Tim Burton, Ethan Coen o Gus Van Sant (quienes han publicado libros de ficciones que pueden entenderse casi como películas escritas o apéndices encuadernados). O siquiera la pulsión reescritora del fan confeso de Eraserhead Stanley Kubrick a la hora de asimilar materiales ajenos –William M. Thackeray, Anthony Burgess, Vladimir Nabokov, Stephen King o Arthur Schnitzler– para pronto convertirlos por siempre en algo inconfundiblemente suyo. La relación de Lynch con la literatura es aparentemente escasa –quién sabe si ha leído a escritores que le serían inevitablemente afines como Haruki Murakami o Spencer Holst o Bruno Schultz o Stephen Millhauser–, y a la hora de adaptar se ha limitado al Dune de Frank Herbert (cuya bizarra y casi ininteligible versión puso en evidencia, acaso involuntariamente, el caos argumental que es toda spaceopera) y su sociedad con el escritor Barry Gifford, autor de road-novels alucinadas cuyo más celebrable mérito es el de funcionar para Lynch como lienzos ya dispuestos sobre el caballete –ya sea en Wild at Heart como en esa colaboración para el cine que fue Lost Highway– para que el director se pare frente a ellos y empiece a cubrirlos con espesas capas de pintura. Una de sus frases más famosas lo explica a la perfección: “La cámara es un instrumento tan hermoso: hace que mis cuadros se muevan. Las películas son cuadros en movimiento”. Así, Lynch llegó al celuloide desde el óleo y no desde la tinta. Desde cuadros que “me gustaría morder, pero no me atrevo porque la pintura contiene plomo. Lo que significa que soy un poco cobarde”. Desde cuadros que contienen letras porque las palabras en los cuadros son importantes para mí porque te llevan a pensar en qué más está ocurriendo allí adentro. Y muchas veces las palabras me atraen como formas y algo sale de esto. Antes recortaba letras pequeñas para pegarlas. Simplemente me gustaban así, en fila, como si fueran dientes... Las palabras cambian la forma en que percibes lo que está ocurriendo... Una palabra es también una textura. Cuando vas conduciendo en tu automóvil ves cables, ves nubes y el cielo azul o humo, y también ves muchas, muchas palabras. Lynch defiende y lucha por la palabra entendiéndola como un animal salvaje y en peligro de extinción. No le interesa la palabra doméstica y clara. Y The Alphabet es ya –más allá de su obvio surrealismo– una toma de posición, un manifiesto contra el aprendizaje y la sistematización del conocimiento: “Es algo amenazador. Te es impuesto. Es necesario pero no es agradable. Se me ocurrió que aprender, en vez de ser un proceso alegre, acaba convirtiéndose casi en un proceso de pesadilla; por eso produce sueños en la gente, sueños desagradables. Así que The Alphabet es una pequeña pesadilla relacionada con el miedo a la educación”, explica Lynch en una de las entrevistas reunidas en 1997 por Chris Rodley en el libro David Lynch por David Lynch (Alba Editorial, 1998). De este modo –más consciente que inconscientemente–, todo el cine de Lynch funciona como una forma de rebelión contra las estructuras narrativas clásicas y los moldes impuestos por lo novelesco: no hay reacciones previsibles o personalidades fijas o discursos lógicos; todo fluye con el trazo de acuarela sobre papel mojado. La clave está más en la voluntad fugaz de quien sostiene el pincel que en las directrices de un guión férreo y preciso. De ahí que lo importante en los filmes de Lynch –unidos por su desconfianza hacia el lenguaje– no sea tanto lo que se dice sino el contexto físico y temporal en que se lo dice. No importa tanto descifrar las palabras deformes de ese enano en esa habitación roja, porque para Lynch, finalmente, las letras que componen un parlamento no tienen significado. Las letras tienen forma y sonido de viento o de gas circulando por cañerías ascendiendo a la categoría de personajes casi protagónicos aunque invisibles. Y la forma y el sonido de esas letras –“Un sonido leve o una secuencia de historias puede acabar ofreciéndote una idea para una historia”, dijo Lynch, quien compone y canta canciones y música industrial y dirigió videoclips– es lo que acaba marcando la escritura de un guión que se escribe rápido para, a la hora de accionar la cámara, borrarlo con la cabeza de quien mira y no lee. Y otro mantra de Lynch: “Crear una película es destruir un guión”. SIGNOS Y destruir un guión, para David Lynch, es escribir un cuadro y “los pintores no tienen que hablar porque todas sus ideas están en otro lenguaje interior y profundo; los pintores no tienen que justificar nada”. De ahí el libre albedrío pictórico que marca el cine de Lynch. Escritura automática y veloz y cut-up modelo William Burroughs (el piloto de Twin Peaks para la alfabética cadena televisiva abc, una de las cumbres del ars lynchiana, fue tecleado en apenas ocho días) y cuyo método definió con un: “es como si pudieras coger fragmentos que hubieras escrito en algún momento, o incluso que otras personas hubieran escrito en algún momento, y los cortaras en pedacitos y los unieras aleatoriamente y los lanzaras, ya sabes, como al azar y los leyeras, sería fantástico. Saldría algo completamente dis- tinto. Tienes que dejar una puerta siempre abierta a otras fuerzas para que puedan intervenir a su modo. Cuando estás a solas, escribiendo tus cosas, te sientes tan limitado, y quieres abrirte de alguna manera y dejar que intervengan otras cosas. De eso acaban surgiendo más ideas y todo llega a convertirse en algo realmente increíble. Cuando te distan- cias de algo se ven cosas verdaderamente fantásticas... Todo viene de otra parte”. Y esa otra parte son los sueños. O los sueños adentro de los sueños con los que está confeccionado el mundo según Lynch. Para Lynch la vida no es sueño; para Lynch el sueño es vida. Y los sueños son la literatura secreta de los hombres. Se puede definir las películas más personales de Lynch –Eraserhead, Blue Velvet y Mullholand Drive– como secuencias oníricas con duración de largometraje cuya fuente soñadora jamás es conocida por el espectador. Para comprenderlo basta con intentar narrar sus tramas: difícil, irritante, como si nos faltaran piezas que nos olvidamos en esa “otra parte”, algo finalmente tan inútil y tramposo como eso que suelen hacer los productores de Hollywood o los psicoanalistas de cualquier parte a la hora de recompaginar el sueño de un director único para volverlo comprensible para la psique de un espectador promedio o de un paciente mediocre. Y está claro que este concepto del sueño como argumento –el sueño como guión destruido– alcanza su cenit en la magistral Mullholand Drive: esa irreflexiva reflexión sobre la imposibilidad de saber a ciencia cierta qué es el sueño y quién es el soñador y cuál es el punto exacto donde se levanta esa membrana que separa a uno de otro y al art film del cine comercial. Sólo sabemos lo que nos dice David Lynch a la hora de definir su estética y su credo: “Cuando duermes no controlas tu sueño. Me gusta sumergirme en un mundo onírico, pero fabricado por mí; un mundo que yo haya elegido y sobre el que tenga control”. Así el cine de Lynch –la textura de su escritura– está apoyado sobre el precepto de existo, luego sueño; y sobre el convencimiento de que el sueño de los monstruos produce razones. NÚMEROS Tal vez de ahí que resulte tan gracioso e interesante el modo en que David Lynch contamina guiones indestructibles por ajenos – el guión de esa fantasía victoriana que es The Elephant Man; el guión de la road-movie más lenta jamás filmada que es The Straight Story– con partículas de ese trance entre insomne y sonámbulo que marca a fuego su modo de ver y de filmar las cosas. Tal vez de ahí que resulte tan interesante y graciosa al mismo tiempo la lectura de libros sobre Lynch; porque Lynch es uno de esos contados artistas a los que se les puede adjudicar toda teoría por más tonta o críptica que sea. Basta con hojear The Complete David Lynch de David Hughes (Virgin, 2001) o David Lynch de Michel Chion (Ediciones Paidós, 2003) para comprenderlo: Lynch es más líquido que sólido, se escurre entre dedos y pupilas con la sonrisa traviesa de quien sólo ofrece pistas verdaderas o falsas pero nunca la x que marca el sitio exacto donde está enterrado el tesoro. Uno sale de esos libros con la impresión de haber leído mucho sobre la nada. Abundancia de datos y fechas y escenas que a la hora de una hipotética investigación del hombre no nos llevaría a ningún trineo infantil sino a algo abstracto, zumbante, escondido detrás del radiador de calefacción, cantando. En uno de los largos ensayos de su libro Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer (Mondadori, 2001), titulado “David Lynch conserva la cabeza”, el escritor norteamericano David Foster Wallace comienza preguntándose “¿Cómo es realmente David Lynch?”, para responderse “No tengo la menor idea”. Confesión que no le impide teorizar sobre el espejismo verdadero durante sesenta abigarradas páginas con notas al pie en las que, por el camino, propone una posible definición académica de “lo lynchiano” como “aquello que se refiere a ese particular tipo de ironía donde lo muy macabro y lo muy cotidiano se combinan de tal modo que acaban revelando que lo primero está siempre inevita- blemente contenido dentro de lo segundo”. Puede ser. Quién sabe. Y, sí, hay toda un filmografía fantasma construida con las películas que Lynch no pudo o no quiso hacer: la última entrega de la primera trilogía de Star Wars, vidas de Marilyn Monroe y Frances Farmer y Nikola Tesla, una secuela de Dune, la primera película de Hannibal Lecter y, quizás, una obra maestra de la literatura que tal vez fue escrita y pensada sólo para que Lynch pudiera filmarla cualquier noche de estas: La metamorfosis de Franz Kafka. “He querido hacer La metamorfosis desde principios de los setenta”, dijo Lynch. Y añadió que su idea es hacer transcurrir la acción en “una especie de Estados Unidos de los años cincuenta pero en versión Europa del Este”; y que su guión “empieza el día anterior a la transformación”; y que “tiene mucho diálogo; pero mucho de ese diálogo no se entenderá por lo que buena parte del film será con subtítulos. La idea es que se vea la película como si se leyera un libro. Digamos que tiene todas las posibilidades de ser un gigantesco fracaso comercial”. Y tal vez ahí esté la clave del asunto: David Lynch hace cine en contra del cine; derrocando una y otra vez el autoritarismo de presupuestos y planes de filmación; propo- niendo un tercer territorio alternativo muy lejos del blockbuster veraniego o del avant-garde de medianoche desde esa “otra parte” donde las letras entran en su cabeza mientras escribe sus guiones con los ojos cerrados para después, apenas sea posible, destruirlos con los ojos bien abiertos.
La máxima y más lograda expresión de lynchismo más allá de Lynch se encuentra en varias de las novelas del japonés Haruki Murakami, en los discos de la banda They Might Be Giants y, claro, en un formidable y cultista y críptico film de Richard Kelly titulado Donnie Darko. ¿Por qué es lynchiano este film con un conejo de ultratumba y múltiples cruces espacio-temporales? Sencillo: porque no entendemos lo que sucede y por qué está sucediendo. Y aún así... Como bien dice Homer frente al televisor, viendo Twin Peaks, en aquel episodio de Los Simpson: “¡Brillante! He He He He. No tengo la menor idea de lo que me están contando”.
Pensar en David Lynch como en un efecto más que en un estilo. Un efecto más particular que especial. Un opiáceo más que una anfetamina. Esa sospecha de que, finalmente, todo lo que Lynch filma son secuencias oníricas de una película cuyas partes “despiertas” transcurren y se proyectan en otra parte, lejos de nuestros ojos.
Rodrigo Fresán. Buenos Aires• 63

Una isla invisible
”Durante toda su vida Donald Evans hizo sellos”. Con esta frase, Italo Calvino (Santiago de las Vegas, 1923- Siena, 1985) comienza uno de los textos que forma parte de la compilación de artículos periodísticos Colección de arena (Siruela, 2001). Para Evans, dibujar sellos fue una obsesión y justo es aquí donde su vida y obra comienzan a transfigurarse para devenir ante mí personaje de ficción –y no uno cualquiera, sino un personaje de Borges. Durante toda su vida Donald Evans dibujó sellos, este atípico cauce que tomó su aptitud para la plástica parte de su afición por coleccionar estampillas cuando sólo era un niño. Con el transcurso de los años series completas se irán sucediendo, sin embargo no es la cantidad de estampillas que pudo haber hecho lo que lo transfigura ante mí en un personaje de ficción, sino lo que caracteriza su obra. Para sus series no sólo tenía en cuenta la inclusión de los bordes blancos y dentados característicos de los sellos, también decidió que cada serie de estampillas serían “emitidas” en un año determinado. Con esta elección, Evans dotaría a sus sellos no sólo de un supuesto año de cancelación, cada serie se distinguiría por un determinado estilo, diseño y gama de colores que debía estar en correspondencia con los timbres postales que realmente circularon en el año elegido por él. Por todos es conocido que cada estampilla tiene un país de origen, con este simple dato podríamos elaborar un verdadero mapa. En el caso de Evans, es la ubicación geográfica que le otorga a sus series de sellos postales lo que verdaderamente sorprende. A lo largo de los años compuso toda una geografía completamente imaginaria: países y ciudades creadas y nombradas por él –con la flora y la fauna “típica”, objetos diseñados y construidos por el hombre, la moneda que allí debía circular, etc. Según Calvino, algunos de los países y ciudades fueron nombrados y creados por Evans a partir de nombres y lugares “modestos y mínimos” que estuvieron en la ruta de los innumerables viajes de Donald Evans. ¿No es acaso esta pasión que suma más de 4.000 estampillas una pequeña enciclopedia? Para Calvino, a Evans lo movía la necesidad de “llevar un diario de estados de ánimo, sentimientos, experiencias positivas, valores sintetizados en objetos emblemáticos”. A esto añadiría la pasión y la necesidad de “narrar”, con pequeñas imágenes, un gran relato. Su colección de sellos es una detallada descripción de un mundo irreal llevada a cabo por un hombre que nació en los Estados Unidos en 1945 y que murió en Ámsterdam, en 1977, tras un incendio. Una corta vida la de este pintor. ¿Qué habría hecho Donald Evans, tras su paso por Italia, si hubiera conocido que, a 30 kilómetros al sur de Sicilia, hay una isla que se sumerge y emerge? ¿La habría incluido en su serie de estampillas? La última vez que emergió la isla Fernandina fue en el siglo XVIII. Su origen es volcánico. Tras una columna de agua y humo emergió esta pequeña superficie rocosa de apenas 4 kilómetros. Su aparición y descubrimiento generó entre Inglaterra, Italia y Francia la disputa por la soberanía debido a su ubicación geográfica. La Fernandina devenía así en una posición estratégica –desde ella se podía vigilar el tráfico marítimo entre Italia y África. Con la disputa, tres banderas y tres nombres marcaron la existencia de este pedazo de roca en medio del mar: Isla de Graham gracias al empeño de la corona británica, Fernando II reclamó a la Fernandina como parte del Reino de Sicilia, Francia envió una expedición y sobre la piedra clavó la bandera para entonces nombrar a la isla como Julia. Cinco meses después de la erupción, la Fernandina, Graham o Julia se sumergió. Previendo una nueva aparición y anticipándose a cualquier otra bandera o conflicto, los italianos se encargaron de desenterrar y fotografiar la placa con la que el gobierno siciliano reclamó el territorio. ¿Qué habría hecho Donald Evans tras conocer la existencia de una isla que se sumerge y emerge? Una breve vida en la superficie la de este pedazo de piedra de origen volcánico. Italo Calvino no incluye ninguna referencia de que Donald Evans haya extendido su ruta de viajes hacia el Caribe. De haber viajado, ¿cuál sitio “mínimo y modesto” habría elegido? Si en su serie de estampillas reprodujo la flora y la fauna, molinos, dirigibles y monedas –su obsesión llegó hasta hacer “cancelaciones” de sellos, el sobre con los sellos y matasellos, la dirección de un posible remitente con una caligrafía y nombre inventados para hacer todavía más verosímil su gran relato–, bastaría prefijarnos el nombre de algún país del Caribe y fabular. Digamos entonces Cuba. Cuba es la isla mayor de un extenso archipiélago y hay un pequeño islote cuya existencia estuvo marcada por fuertes perturbaciones. Emergió en 1946, se desplazó por diferentes geografías, todas reales (la antigua República de Checoslovaquia, y la otrora Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, España, Estados Unidos), y en julio de 1993 desapareció. A ratos emergía, pero su presencia era casi irreal, tal como si se desplazara a pocos centímetros de la superficie. Si alguna placa marca la pertenencia de este territorio a un país o espacio definido, sólo está en la memoria o en los libreros de algunos individuos. Esa isla es el escritor Guillermo Rosales y de pertenecer a un supuesto espacio geográfico no queda otro remedio que ubicarlo en tierra de nadie o en tierra de todos –a la larga es lo mismo–: la literatura, literatura a secas. Tras la muerte, su figura sigue siendo tan imprecisa como en vida a falta de un relato que aglutine los detalles más importantes de su paso por el reino de este mundo. Textos breves, simples retazos tanto en papel impreso como en Internet. De Guillermo Rosales, a 14 años de su muerte, hasta ahora sólo hay dos libros publicados (El juego de la viola / Sábado de gloria, domingo de resurrección –título con el que esta novela concursó en el premio Casa de las Américas en 1968, donde quedó finalista y cuyo jurado, presidido por Julio Cortázar, recomendó su publicación, sin embargo fue publicada póstumamente en 1994 por Ediciones Universal, Miami–, y Boarding Home / La casa de los náufragos –título de la edición hecha por Ediciones Siruela, 2003). En esos retazos pude leer que el libro El alambique mágico, escrito por Rosales en Miami, permanece inédito, incluso se habla de otro: El búnker fantasma. De El alambique…, escrito entre 1988 y 1990, hay testimonios de su existencia, Carlos Victoria dice que Rosales estaba insatisfecho con ese libro de doce cuentos eróticos no autobiográficos debido a su calidad irregular, otra copia del manuscrito ha estado en manos de Norberto Fuentes. ¿Será acaso la misma copia? El búnker… es un fantasma –se habla de otros libros que escribió y destruyó, y de otros que intentaba o quería escribir. Pero alguien podría esgrimir que no hay mejor relato de la vida de Guillermo Rosales que su Boarding Home. “Un libro autobiográfico”, tal como dicen los retazos que he podido leer. Este libro es una novela breve, la edición que tengo en mi poder es delgada, de tapas duras. ¿Será cierto que Boarding Home o La casa de los náufragos es verdaderamente una novela autobiográfica –por ahora dejemos fuera la polémica acerca de cuán autobiográfico puede ser o no un texto de ficción–? De serlo, la primera línea no la podría condensar de manera mejor: “La casa decía por fuera «boarding home» pero yo sabía que sería mi tumba”. En esa necesidad de juntar los retazos de esta isla cuyo tránsito por diferentes geografías estuvo marcado por la locura, puedo concluir que los autores de los artículos dan fe del carácter irascible de Guillermo Rosales, una inaudita capacidad de rencor, que además estaba esclavizado por el odio y le hacía ver enemigos en cada rostro y escuchar insultos en cada frase. Puede ser cierto que Rosales era un hombre marcado por la furia y de una fuerte voluntad suicida, que los medicamentos recetados no lo dejaban concentrarse ni escribir, pero también hay testimonios de que sus pocos amigos le guardaban fidelidad. ¿Era cordial en sus momentos de lucidez o lo era antes de verse bajo el tormento de la enfermedad mental que padeció? Se cuenta que en su etapa como colaborador en la Revista Mella lo veían como un tipo brillante, de una enorme capacidad para fabular y que entre sus bromas y carcajadas afloraba la ironía, aunque también se dice que bajo esta alegría se agazapaba una profunda tristeza. La ironía, es este un gran detalle, pues la ironía y la levedad son dos buenos recursos para tirarle el cuerpo a las adversidades –en estos retazos se habla de locura y asedio por su literatura e ideas, a esto hay que sumarle que luego de emigrar en Miami sufrió la tragedia y el desarraigo. Boarding Home recibió el premio de novela en la primera edición del concurso Letras de Oro, convocado en 1986. Se dice que fue Carlos Victoria quien entregó el manuscrito al concurso, edición presidida por Octavio Paz. Rosales, vestido con un smoking negro alquilado “que le sobraba en su cuerpo reseco, posó al lado de las personalidades del mundillo intelectual de Miami”. La ceremonia de premiación incluyó una cena, tras comer en la misma mesa junto al futuro Premio Nobel Octavio Paz, Rosales regresó al boarding home. La novela no sería publicada hasta un año después, en 1987, y entre los detalles que me revelaron los artículos está el hecho de que Letras de Oro “no cumplió el objetivo de publicar en inglés las obras de los autores ganadores”. La Habana, en la antigua Checoslovaquia tal vez Praga, o Moscú en la otrora URSS, Madrid, Miami: un itinerario marcado por profundas crisis, la incomprensión. “No soy un exiliado político –dijo–. Soy un exiliado total. A veces pienso que si hubiera nacido en Brasil, en España, en Venezuela o en Escandinavia, hubiera huido también de sus calles, sus puertos y sus praderas”. Esto bien podría haberle sido útil a Evans de haber viajado al Caribe y si hubiera conocido a la isla Rosales, o quizá este fragmento de Boarding Home / La casa de los náufragos: “Helo aquí: El Puma. No sabe quién es Joyce ni le interesa. Jamás leerá a Coleridge ni lo necesita. Nunca estudiará El 18 Brumario de Carlos Marx. Jamás abrazará desesperadamente una ideología y luego se sentirá traicionado por ella. Nunca su corazón hará crack ante una idea en la que se creyó firme, desesperadamente. Ni sabrá quiénes fueron Lunacharsky, Bulganin, Trotsky, Kameneev, o Zinoviev. Nunca experimentará el júbilo de ser miembro de una revolución, y luego la angustia de ser devorado por ella. Nunca sabrá lo que es La Maquinaria. Nunca lo sabrá”. ¿Qué habría hecho Donald Evans en su serie de sellos postales si hubiera conocido la existencia de este islote impreciso y fantasmal? Guillermo Rosales nació en La Habana en 1946 y se mató de un balazo en julio de 1993, en Miami. Una breve y difusa vida la de Guillermo Rosales.
Ahmel Echevarría. La Habana• 74

Jugando fútbol en el sur de Faulkner
Hacia 1988, yo estudiaba Relaciones Internacionales en Buenos Aires y comenzaba a tomar seriamente mi pasión por la literatura. Estudiaba en una universidad mediocre, lo cual me daba mucho tiempo libre para escribir cuentos y leer a los clásicos. Fue en ese entonces que un amigo en la universidad de Alabama me llamó y tentó con la posibilidad de ir a jugar fútbol –no americano, sino del nuestro– a los Estados Unidos. Él conocía al entrenador ruso del equipo de fútbol de la universidad y sabía que estaba ofreciendo becas completas a estudiantes extranjeros para pagarles los estudios a cambio de jugar por la universidad. ¿No me animaba? Yo era feliz en Buenos Aires, pero también me tentaba la idea de ir a los Estados Unidos, aprender inglés y estudiar con una beca completa. No sabía mucho de Alabama –tenía una idea muy homogénea de los Estados Unidos, aprendida en el cine: el país era una mezcla fantástica de California y Nueva York–, pero, dudas y todo, dije que sí. Pensaba que la beca no saldría. Pero salió: me pagarían la matrícula, la casa, la comida y los libros que necesitaría para mis clases. Así fue que llegué a los Estados Unidos. Jugaba de mediocampista ofensivo. Como casi todos los chicos de mi generación, a los doce soñé con dedicarme al fútbol profesional. Luego me di cuenta –me hicieron dar cuenta– que mi nivel no daba para la primera división; sin embargo, era suficiente para destacar a nivel colegial y universitario. Llegué a Huntsville, Alabama, como una estrella, pero no duré mucho así: mi juego parsimonioso, gambeteador, no funcionaba en medio del estilo norteamericano, que privilegiaba el juego agresivamente físico al estilo de los europeos (pero sin su elegancia). Tuve un primer semestre deprimente, de partidos en estadios con tribunas vacías, de juegos donde lo que más se aplaudía eran las jugadas defensivas y espectaculares –digamos, cuando el líbero del equipo contrario barría sin contemplaciones a uno de nuestros atacantes. Muchas veces pensé en volverme a Buenos Aires, sobre todo cuando sentía que esa gran diversión que era para mí el fútbol se había tornado en un trabajo (las mañanas que debí levantarme a las seis de la mañana, las sesiones interminables de entrenamiento bajo el sol agotador del fin del verano sureño). No lo hice porque, bueno, debía asumirlo: el fútbol era un trabajo para mí esos años. Me pagaba los estudios. Jugué tres años por la universidad de Alabama, los suficientes para terminar mi carrera en Ciencias Políticas. De esos años recuerdo poco: los viajes en bus para jugar en distintas universidades del sur (cosa rara, conocer Memphis pero no tener tiempo para visitar Graceland); las noches en que me encerraba en mi habitación para leer a Orwell y Gibson mientras en la sala del departamento que compartía con cuatro jugadores del equipo de fútbol se reunían prácticamente todos los del equipo a ver ESPN en la televisión y a apostar los resultados del basquet y hockey; la vez que me escapé de un examen de literatura francesa alegando que tenía un partido importante –en las universidades norteamericanas, los deportistas tienen un sinfín de privilegios–; y, por supuesto, el fin de semana en que viajé por mi cuenta a Oxford, Mississippi, a visitar la casa de William Faulkner. Mi carrera futbolística en Alabama concluyó cuando me rompí los ligamentos en un partido de entrenamiento. Me operaron y meses después volví a jugar, miedoso, dubitativo. Gran parte de mi última temporada la pasé en el banco, admirando que los Estados Unidos fuera una sociedad tan rica, capaz de ofrecer becas completas a jóvenes lesionados que jugaban un deporte extraño para la gran mayoría. Cuando Alberto Fuguet se enteró de mi pasado futbolístico, me preguntó por qué todavía no había escrito una novela al respecto. ¿Una novela sobre un boliviano que se costeaba los estudios jugando por una universidad en territorio faulkneriano? Puede ser. He leído cosas más extrañas. Recuerdo todo esto ahora que acabo de leer un libro curioso de Franklin Foer: El mundo en un balón: la globalización a través del fútbol (Debate, 2004). Para Foer, el fútbol es el deporte más globalizado del planeta; hay jugadores nigerianos en Ucrania, hinchas del Manchester United y el Real Madrid en Asia, y transnacionales como Nike auspician equipos en Brasil y Escocia. Y sin embargo, Foer descubre en sus viajes que estas pulsiones globales se encuentran con resistencias locales en todas partes: el tribalismo identitario ha resurgido con más fuerza que nunca, y las marcas globales poco pueden hacer contra la fuerza de viejos odios, de un muy enraizado racismo. Estas identidades tribales explican la rivalidad que existe entre los hinchas del Celtic (católicos) y del Glasgow Rangers (protestantes) en un país tan desarrollado como Escocia; los hinchas del Rangers usan el color naranja en memoria de la expulsión de la monarquía católica en 1688 a manos de Guillermo de Orange; esta rivalidad, escribe Foer, es “una pelea continua acerca de la reforma protestante”. “Nadie odia como un vecino”, dice Foer, y eso lo sé muy bien: en 1987, cuando vivía en Buenos Aires, fui a ver un BocaRiver. Era hincha del Boca porque allí jugaba un boliviano, Milton Melgar (que también paseó su fútbol por Chile). En la Bombonera, las barras bravas de ambos equipos comenzaron a insultarse antes del partido. Los de Boca les gritaban “gallinas” a los de River. De pronto, los de River comenzaron a gritarles “bolivianos” a los de Boca. Un hincha boquense que no sabía que yo era boliviano se dio la vuelta y me dijo: “Nos jodieron. Y ahora, ¿me podés decir cómo superamos ese insulto?” Foer, más que explicar la globalización, descubre sus límites. Su paseo por el mundo arroja vívidas anécdotas acerca de la importancia política y cultural del fútbol: aprendemos que los “hooligans” serbios del Estrella Roja de Belgrado tuvieron mucho que ver con la limpieza étnica de croatas en la guerra de los Balcanes en los 90, que los triunfos de la selección de Irán suelen ser catalistas para protestas contra la teocracia de los ayatollahs, que la corrupción latinoamericana puede entenderse a partir del fracaso del fútbol brasilero en tener una liga del nivel de la española o italiana (incluso de la argentina). Y también descubrimos que Estados Unidos, el villano en el drama de la globalización, es más bien una víctima cuando se trata del fútbol. Foer escribe: “Las corporaciones multinacionales son exactamente eso, multinacionales: no representan a la cultura o los intereses de los Estados Unidos. Así como tratan de cambiar los gustos y la economía de otros países, también han tratado de cambiar los gustos y la economía de los Estados Unidos. Uno puede ver esto con las campañas de Nike y Budweiser para vender el fútbol en los Estados Unidos”. A Foer, fanático del fútbol, hincha del Barcelona, le gustaría que en este caso Estados Unidos sucumbiera a las pulsiones globales. Su propio libro describe, sin embargo, que eso es poco menos que imposible. Y yo recuerdo los estadios vacíos en mis tardes jugando fútbol en el sur de Faulkner, y a mis compañeros viendo fútbol americano, basquetbol, beisbol y hockey en la televisión, y me digo que sí, en el imperio que sueña con globalizarnos a todos impera, como en todas partes y acaso más, el tribalismo identitario.
Edmundo Paz Soldán. Cochabamba•71

A las 6 pan de rey
—¡Ey, gallo! Al pasar por el callejón del Jorobado lo llamaron desde la maleza. –¡Aquí! –dijo la voz. Y pensó que sería uno de aquellos ruedos campestres que formaban los Chicos Malos para leer libros pornográficos. –¿Qué hay, gallos? Encontró rostros familiares, aunque algo excitados. –Gallo, te vamos a enseñar algo –dijo Henry. Agar vio a algunos fumar y encendió uno de los suyos. Absorbió el humo hasta sentir los pulmones repletos. Viéndolos fumar, algunos hasta con tres cigarros a la vez, recordó las lamentaciones de Mamá Pepita llenas de indignación. –No le des más vuelta –decía Papá Lorenzo–. Son “El Casco de la Mala Idea”. Todo lo hacen para llevar la contraria. Pero ¡Ahhh! –advertía, achicando los ojos–, si yo lo veo a él en ese juego, ¡pan! Lo mato redondito. –Vamos allá –dijo Agar, soltando el humo por la nariz–. Supongo que no sea una birria. –Ven, gallo –dijo Henry apartando la maleza–. ¿No sientes el olor, gallo? –¿Qué hay? –preguntó Agar, intrigado. Ya no podía más de la peste. Bordearon la casa abandonada. En un tiempo había sido una bella casa, pero ahora los Chicos Malos habían destruido sus cristales por completo. Al fin llegaron al lugar. La peste era insoportable. –Es una yegua muerta –dijo Henry–. Y estaba para parir. ¿No le ves el bollo, Agar? Una bandada de moscas revoloteaba alrededor del asunto. –Iba a parir –insistió Henry–. Estaba amarrada a la manigua de Liborio y se soltó. –El Capitán la mató –apuntó Quico Palacios, poniéndole la bota en la barriga hinchada–. Godínez, el capitán de la marina. Danielito lo vio venir en su Buick cuando la yegua se atravesó en el camino. –¿Y la aplastó? –No. Se bajó del carro y le metió dos tiros. –Con estos ojos lo vi todo –dijo Danielito apareciendo entre la maleza de romerillos–. Dos tiros. –Hijo de puta –dijo Agar. –Yo no sé nada de eso, gallo –dijo Daniel–. A mí la política no me interesa. Lo que sí te digo es que estaba cargada. Y Danielito recogió una varilla de romerillo y la encajó con fuerza en el sexo de la bestia muerta. Agar se estremeció de espanto cuando la rama entró, rompiendo la carne. Henry se afincó a sus hombros. Súbitamente, Agar sintió grandes deseos de manejar aquella rama. –Dame ese palo, gallo –dijo, mordiéndose el labio–. La voy a desfondar. Tomó la rama y la hundió con fuerza, hurgando en aquel orificio, hasta que salió un hilillo de líquido blancuzco. –Se vino, gallo –susurró Henry. Y Agar sintió la mano del muchacho temblar sobre su hombro–. ¡Es así! ¡Es así! –El sol flagelaba el monte de romerillos y un aura voló en espiral sobre sus cabezas. Agar sentía dos impulsos. Uno lo tiraba del cuerpo, queriendo sacarlo de allí y empujándolo a correr para siempre. Otro le dirigía el brazo, haciéndolo hundir la rama hasta el final. Por último quedó asqueado, pero extrañamente satisfecho. –No seas estúpido... –dijo después, tirando la rama bien lejos–. Está muerta. Danielito Sesohueco se sentó sobre la panza inflada del animal. Aspiró el humo de su cigarro y dijo: –Pero las mujeres funcionan así, más o menos. –Pero hay que llegarles –aseguró Quico Palacios–. ¡Hay que “saber” llegarles! –¿Es muy a lo hondo? –quiso saber Agar. En su mente sacaba cuentas de acuerdo a sus recursos. –Ocho pulgadas al fondo –dijo Daniel–. Aunque eso varía. Ocho, nueve... Ahí la mujer tiene el punto débil. Se sintió frustrado. Era demasiado. Recordó que en el baño de su casa entraba por las tardes con la regla de geometría escondida, para medirse lo suyo. Y no pasaba de las cinco. –¿Qué haces tú con una regla en el inodoro? –quería saber, extrañada, Mamá Pepita. –La traje sin querer –respondió él. Pensó que si Mamá Pepita hubiera sospechado algo, habría tenido que colgarse de una lámpara. Los recuerdos se evaporaron. Daniel seguía explicando: –Mujeres, las hay de todas clases. Anchas y estrechas. Frías y calientes. Mi madre, por ejemplo, es fría –de nuevo mil alfileres le pincharon la cara. –¿Por qué? –preguntó. –Mi viejo lo comenta a cada rato –dijo Daniel con un tono de indiferencia–. Ya eres un hombre, dice. Ya se te puede hablar como los hombres. ¿Verdad? Y después, me dice: ¿sabes cuánto tiempo tu madre y yo llevamos sin hacer “eso”? ¡Un mes! ¿Tú crees que eso es justo? Y después viene y me dice: Para la casa, búscate una gallega; para salir, una inglesa; y para gozar, una india. ¿Qué te parece? –Oye, gallo –dijo Henry–. ¡Qué viejo más bravo te tocó! –Es un jodedor –dijo Danielito. Se registró la nariz con el dedo y agregó–. Hace un mes, cuando cumplí los once, me habló en la sala como un amigo. Hijo, va y me dice: ya eres un hombre. Y como hombre te voy a decir algo. (Y a todas éstas mamá haciéndole señas por detrás para que se callara la boca.) Se echó a reír y dijo: Eso que tienes ahí, no es sólo para orinar, ¿entiendes? Es para usarlo. ¡Para usarlo bien! Y con la misma, la vieja: ¡Bestia! Pero él como si nada. Se encogió de hombros y dijo: ¡Es mi deber! Mi padre hizo igual conmigo. Y el suyo con el suyo. Y el otro con el otro. Y así... hasta el infinito. Danielito Sesohueco tomó una rama de pino y la pasó entre sus dedos cerrados. –De todas maneras –dijo, regresando al tema de interés–, yo no me apuro. El asunto crece hasta los veintiuno. A razón de una pulgada por año. Echó el humo con arrogancia y agregó: –¡Lo mío será de leyenda! Y Agar se sintió renacer. Volvió las espaldas tocándose entre las piernas. De los once que tenía hasta los veintiuno, quedaban diez largos años. Y Daniel sacaba cuentas a razón de pulgada por año. Se palpó el pene y lo sintió diminuto bajo la ropa. Muchas veces pasaba vergüenza imaginando que jamás crecería. Como aquel día en que orinaron los bancos del parque, y él tuvo que buscarse bien porque aquello no salía de puro nerviosismo, y El Hueso preguntó: –¿Qué, gallo? ¿Se te perdió? Y él terminó sacándolo por fin. Aunque recordaba que después el chorro no había bajado, y sin embargo aquella noche se había orinado abundantemente sobre la cama. Ø

A la 7 mi machete
Estaban tirados sobre la yerba. Fumando bajo el sol en torno a la yegua. La maleza de romerillos se abrió, y los Chicos Malos irrumpieron en el ambiente. –¡Un tesoro! –gritó Tin Marbán–. Los gallos encontraron un tesoro. Y todos exploraron la bestia muerta. Estuvieron un rato saltándola, hasta que cayeron sentados en la yerba. La perra de Pacheco había venido con ellos y ladraba furiosamente al cadáver putrefacto. El Hueso la llamó y le escupió en la boca y ella se tragó la saliva del Hueso. –A propósito, Gallo, ¿sabes quién se murió? –No. –Pues uno que estaba vivo. Risas. Agar se sintió burlado. –Pásame una aldaba, gallo –dijo Quico Costillas. Y después prendió el cigarro ahuecando sabiamente la mano. Agar recordó, mientras fumaba, a Mamá Pepita el día que le olió la boca. –Este niño fuma –descubrió asombrada–. Tiene olor a fumadero de opio. Recordó sucesivamente episodios anteriores. Como el día que descubrieron cigarros en su camisa y Mamá Pepita guardó la caja para enseñarla a Papá Lorenzo cuando este volviera del trabajo. Entonces pasó toda la tarde temblando como una hoja en su cuarto. Y deseó que esa noche alguien viniera con la noticia de que Papá Lorenzo había sufrido un accidente en el auto. A las nueve Papá Lorenzo no había regresado aún, y pensó entonces que lo había matado con sus ruegos. En el fondo, comprendió que no quería matar a su padre. –Dejarlo inválido, sí –pidió–. ¡Pero déjalo vivir! En el fondo no se entendía claramente. Veía a Papá Lorenzo mirar los descascarados del techo y escribir nombres con el dedo sobre el aire, y creía quererlo. –A mí me criaron a puro palo –dijo Papá Lorenzo aquella vez, mirando alelado las paredes–. Mi padre me iba a buscar a los terrenos de pelota y allí me perseguía por todas las bases con una faja doblada. –¡Hay que trabajar! –iba diciendo. Papá Lorenzo sonrió ligeramente y continuó: –Yo hubiera dado un buen jugador de Grandes Ligas. Si no hubiera sido por el hambre que pasé, ¡sabe Dios donde estuviera ahora! Una vez Tom Casey me vio jugando y le gusté. –¡Lástima de muchacho! –dijo Tom Casey–. Con veinte libras más, lo contrataba para el Cincinnati. Y Papá Lorenzo asintió sus palabras con vehemencia y dijo después: –¡Je...! Yo daba un buen center field. Así era. Lo quería a veces. Sin embargo, la noche de los cigarros, llegó por fin, a las once. Sano y salvo. –¿Estas son las marcas que fumas, vicioso? –quiso saber Papá Lorenzo. –No –dijo él. Se arrepentía ahora de haber sido débil. Comprendía que el Destino Imaginario había castigado su indecisión. –Muerto o vivo –había insinuado el Destino–. Pero término medio, no. –¡Abre la boca! –ordenó Papá Lorenzo levantando el paquete de cigarrillos frente a su cara–. ¡Ábrela! ¡Ábrela! ¡Ábrela! –¡Ya empiezas con la salvajada! –chilló desde el sofá Mamá Pepita. Siempre era así. Siempre amenazando con delatarlo y después, arrepentida y angustiada en el sofá. –Es este barrio... –murmuró desde allí–. Es este país, esta vida. Papá Lorenzo le apretó las quijadas y él abrió la boca finalmente. Los cigarros entraron hasta la garganta. –¡Trágatelos! –gritó Papá Lorenzo–. ¡Trágatelos, vicioso! Eres la estampa de la Herejía... Estaba atorado. Mamá Pepita lo llevó entre hipos a la taza del inodoro y él vomitó un jugo amarillo y picadura. Mientras se apoyaba en la pared recordó los sucesos de “la sal”. También entonces Mamá Pepita le había ido con la cantinela de los vicios. –Este niño come mucha sal –dijo Mamá Pepita. –Deja que reviente –recomendó Papá Lorenzo revisando la página gráfica. –¿No sabes que la sal agua la sangre? –reprochó Mamá Pepita–. Te vas a poner amarillo. Papá Lorenzo hojeó el diario con ojos ausentes. Parecía muy cansado. –¿A ti no te importa, verdad? –le espetó de pronto Pepita–. El muchacho se pasa la vida comiendo sal y a ti no te importa que reviente. –¿Qué quieres que haga? –gritó Papá Lorenzo dando un respingo–. ¿Que lo mate? Y con la misma saltó de su asiento y buscó a Agar con la mirada. –¡Así que el niño se come la sal! –dijo después, como repitiendo un papel aprendido de memoria. –Tiene vicio –aseguró, más conforme, Mamá Pepita. –¿Vicio? Yo conozco una forma de quitar el vicio. De modo que Papá Lorenzo fue a la despensa y regresó después con el puño lleno de sal. –¡Toma sal! –gritó–. Para que te mueras del gusto. Y echó el puñado de sal en la boca de Agar. –¡Animal! –gritó entonces Mamá Pepita. Corrió hacia Agar y le dio palmadas de ayuda en las espaldas. Y Agar seguía sin entender. Había sucedido igual cuando el suceso del inodoro. Allí también Mamá Pepita había sido dos: La Bruja, y el Hada de Pinocho. –Pinocho no hala la cadena del inodoro – dijo. Papá Lorenzo Strómboli saltó de nuevo hastiado de los gritos. –¿Por qué no halas la cadena, cabeza de aserrín? –No sé... –trató de explicar Agar–. A veces se me olvida... ¡Qué sé yo! –Con el apurillo de ir a mataperrear, ¿eh? Y ahora te ibas sin halarla, ¿eh? Y le tiró de las orejas. –¡Ven acá! –dijo Papá Lorenzo. Y Agar recordó las voces de los Chicos Malos jugando con su nombre: –¡Ven acá, Agar! ¡Ven acá Gar! ¡Ven a Cagar! Papá Lorenzo lo condujo a empellones hasta el inodoro. Agar pataleó con furia frente a la taza. Papá Lorenzo dijo: –Este día no se te olvidará nunca jamás. Y le ordenó después que metiera la mano en el fondo amarillo. –¡Arriba! –ordenó Papá Lorenzo. ¿Cuándo aprenderás a halar la cadena del inodoro? ¿Cuándo aprenderás a no fumar? ¿Cuándo aprenderás a no decir cochinadas? ¿Cuándo aprenderás a respetar a tu madre? ¿A lavarte las manos, los dientes, a no decir mentiras? Lo odiaba. Le hubiera clavado una estaca de madera. Bien adentro. Y lo otro sería fácil. Huir, huir, y volver a los 30 años, cuando el crimen se hubiera olvidado. –Ey, gallos... ¿quién de aquí no ha soñado con perderse y volver a aparecer como un gran personaje muchos años después? –había dicho Tin Marbán una vez. –Aunque yo para eso tengo una fórmula –dijo después–. Cambiar de pelado. El que cambia de pelado cambia de vida. La gente se olvida hasta de tu nombre. Eres alguien sin pasado. Mamá Pepita rezongó desde el sofá sin causa precisa. Papá Lorenzo veía en la televisión un programa de payasos. Estaba solo en el baño y al mirarse en el espejo admitió que era un niño feo. Se odió. Odió su cuerpo y su cara. Y se odió por dentro. –Debes morir –pensó. Y tomó una cuchilla de afeitar. “Y todo será tan fácil como pasar esta cuchilla sobre estas venas”. De modo que pasó la cuchilla suavemente, presionando después hasta hacerse un corte algo más abajo que la muñeca. Así quedó. Viendo su sangre descender lentamente por el brazo. Pero inmediatamente imaginó que la sangre era la lava del volcán y los vellos del brazo una legión de Hombres-Pelo espantados. –¡NOS HUNDIMOS! –gritaron los Hombres-Pelo. La sangre llegó al codo. Los Hombres-Pelo estaban hundidos. Los payasos rieron desde el televisor. –Cambia de canal, viejo –dijo la voz indiferente de Mamá Pepita–. Pon a Gaspar Pumariega. A lo mejor hoy sortean batidoras Phillips. –Ese gordo miserable me da asco –dijo Papá Lorenzo–. Es el clásico explotador de mentalidades de mono. Como la tuya. Agar se limpió la cortada con papel sanitario. Volvió los ojos al espejo y se lanzó una mueca terrible. Fue, finalmente, hacia un rincón de su cuarto y allí se echó. Cerró los ojos. Desde la sala rieron los payasos. Pero no los oyó. Manejaba ahora un avión cargado de bombas atómicas, que dejaría caer después sobre la ciudad de La Habana. Ø

A las 14 un viejo cose
Los rotarios se habían ido. Desde su cuarto, Agar vio a Papá Lorenzo entrar y caer abatido en el sofá. La tarde era clara y asfixiante y flotaba en el aire un polvo de modorra. Papá Lorenzo hojeó las historietas del Diario Nacional y al cabo de un rato dejó escapar una sonrisa moribunda. Papá Lorenzo guarda misterios. Tiene dos caras, como el bicéfalo de Finstown. Juar, juar –ríe– y con la otra cara está diciendo: ¡Mal rayo los parta a todos! Mamá Pepita pasó rumbo al cuarto. –Cambia esa cara, hijo –comentó al pasar junto a su esposo. Papá Lorenzo la miró y dijo con acidez: –¡Estoy muy contento! Seguramente tengo motivos para estarlo... –En esta casa se respira siempre un ambiente de velorio –dijo Mamá Pepita. Y se fue al cuarto y Agar la escuchó trastear con las fotos viejas. Silencio. Papá Lorenzo dejó caer los periódicos y quedó mirando un punto en la pared. Lelo. –Yo sé que soy una bestia –admitió después, sin referirse a nadie–. No puedo ser de otra forma. No puedo. Se olió bajo los brazos y dejó caer las espaldas en el sofá. Agar sabía lo que vendría ahora. Sabía lo que haría Papá Lorenzo desplomado a lo largo del sofá, mirando sin expresión un punto en la pared. Ahora Papá Lorenzo escribiría sobre el vacío con la punta de su dedo. Escribió: S T A L I N –Hombre de hierro... –murmuró después Papá Lorenzo. Parecía tremendamente agotado. Su cara, surcada de rayas, fue amarga cuando dijo: –¡Camaradas! Todo el mundo conoce ya la historia de las fuerzas productivas y las relaciones sociales de producción. Todo el mundo conoce la ley de los Cambios Cuan- titativos y Cualitativos. Y todo el mundo sabe de la alianza indisoluble del campesinado y el proletariado. Su voz era dramática. Teatral. Agar la escuchó retumbar en la soledad de la sala y pensó que si hubiera sido el público de Papá Lorenzo no le hubiera gustado su estilo de discursear. Papá Lorenzo saltó del sofá y volvió a la carga, dirigiéndose a las paredes silenciosas: –Una superestructura deficiente corres- ponde a una base económica deficiente. Y la podredumbre de esta sociedad, hay que buscarla en las raíces sociales y materiales de este pueblo de miseria. Esta isla de corcho que flota gracias a la magia y al choteo de todos sus componentes. ¡A h h h h! Pero ya están dispersas las tropas de Moctezuma. Ya están viejas las banderas del Partido Comunista. La tierra prometida no vendrá. Como no vendrá el tren de dinamita ni la cabeza de un guanajo. ¡Camaradas! ¡La Revolución necesita savia nueva! ¡Sangre nueva! ¡Caras nuevas! Esta es la verdad nunca revelada. Esta es la razón de todas las razones... “Aplausos”, pensó Agar. Asomaba su ojo por un resquicio de la puerta y veía a Papá Lorenzo con el brazo levantado y el dedo apuntando a la lámpara del techo. Cayó el brazo. El dedo volvió a su natural engrifamiento. Papá Lorenzo se dejó caer de nuevo en el sofá. –Soy un mierda –dijo desde allí. No parecía decirlo con amargura. Lo decía con convencimiento y algo de resignada indiferencia–. ¡Todos somos unos mierdas! ¡Tú! –dijo volviéndose al cuarto donde Mamá Pepita trajinaba con las fotos viejas–. ¡Yo! –dijo–. ¡Y hasta ese chiquillo desesperante que has parido! Agar escondió la cabeza bajo la almohada. Papá Lorenzo se repantigó en el sofá y suspiró profundamente. –En fin... –suspiró– ...mierda. Y quedó callado, con los ojos perdidos en el techo. –¿No vas a seguir gritando? –quiso saber Mamá Pepita con fingida indiferencia–. Grita más, bobo. Para que te oigan los vecinos. ¡Grita más, anda! –¡Grito cuanto quiero! –gritó Papá Lorenzo–. ¡Esta casa la pago yo con mi dinero! Mamá Pepita dejó caer las fotos con fuerza y salió a la sala. Agar previó la tormenta y cerró furtivamente la puerta del cuarto. –Ese niño está escuchándolo todo –dijo mamá Pepita–. Y afuera se escucha todo como si estuvieran dándolo por radio. Agar cerró los ojos lentamente. Volvía a la absoluta oscuridad y repasaba su vida y los recuerdos le venían atropellados. –Tu padre es un comunista muy extraño – dijo Abuela Ágata–. Primero recogía votos y organizaba huelgas y hasta me hizo votar por la candidatura Popular. Y ahora se hizo contador público, y te quiere meter en un colegio de ricos, y al carajo las huelgas, y los votos, y yo sigo afiliada a esa Candidatura Popular, ¿eh? ¡Ahora resulta que es rotario! Comunista y Rotario Internacional. No entiendo. “Es una cuestión de táctica”, dice. ¿Táctica? Yo no entiendo nada de táctica. ¡Que me devuelva mi carnet electoral! ¡Eso es lo que quiero! Y metió la cabeza dentro del caldero y raspó el fondo con la espumadera. La sacó de nuevo para decir: –¿Crees que no sé que los comunistas acabarán con los negocios de cantina si toman el poder? ¡Tu mismo padre me lo dijo! Con la estrella de Lenine y Staline acabarán con mis cantinas. ¡No! ¡Estoy votando contra mí misma! ¡Que me devuelva mi cédula! Quiero votar por el Partido Auténtico. Y recuerda esto, mi hijo: “Viva el comunismo, viva la amistad, y si tienes dos pesetas, regálame la mitad”. Y rió, envuelta en el humo de los calderos. Como aquella bruja de “Historias Macabras” que volaba hacia los campanarios sobre una escoba despelusada. ¡Comunista!, pensó Agar. No quisiera que mi padre fuera comunista. Comunista es también El Rey Cobra y vuela en un avión a chorro comunista, y tiene su base en la Isla Roja, desde donde ataca a los Halcones Negros. Chuck, Olaf, Endrickson, Stanislaus, André el francés, y el chinito Chop Chop. ¡Diantre! Me gustaría estar en ese grupo. Y pasaría entre el ruedo de Chicos Malos con un halcón grabado en la camisa. Y Papá Lorenzo vendría, sin chiflarme, y me pediría con toda humildad que volviera a casa. –Lo siento –dije yo. –Te pesará –dijo Papá Lorenzo. Y después fue y regresó en “La Rueda Infernal” y trató de pasarnos por encima. –¡Mueran, perros capitalistas! –iba diciendo Papá Lorenzo. Y nuestras balas se estrellaban contra las orugas de su rueda. Abrió los ojos. El sargento York volvió a aparecer en la pared del baño. Recordó que él también se había batido en los “Frentes de Guerra”. Como aquel día en que estaban los dos envueltos en el humo del combate. –¡Arriba, muchacho! –dijo el sargento York. Sudaba copiosamente y estrujaba un papel en la mano. –¡Brinca de una vez, muchacho! Es el pueblo chino el que pide tu ayuda contra los Rojos. Agar se dispuso a saltar. –¡Espera! –dijo York. Lo sujetó por el hombro, tendiéndole algo. –Toma, muchacho. Es un billete de cinco dólares. Algo estrujado, pero aún vale. Cuando acabe este infierno, hijo... bébete una buena cerveza a la salud del viejo sargento York. ¿Lo harás? –¡York! –gritó Agar–. ¡Sargento York! Había muerto. Agar miró el campo de batalla y comprendió que el combate se decidía allí, en aquel preciso momento. Y, sin pensarlo, se lanzó furiosa- mente sobre el enemigo. Sobre los chinos rojos y amarillos de Corea. No. Definitivamente no le gustaban los comunistas. El Halcón, el Sargento York y todos los demás eran lindos, y los comunistas calvos y sin dientes. –Todos con el culo remendado –decía Abuela Ágata–. Todos con olor a taller de bicicletas. Ø
Guillermo Rosales. La Habana•46 - Miami•93

Dos posts
Cuando era periodista, durante el gobierno de Alberto Fujimori, trabajé en un diario oficialista. El periódico no se vendía en realidad, y perdía mucho dinero. Pero sus portadas a favor del gobierno le granjeaban al dueño ventajas en todos sus demás negocios: concesiones mineras, permisos de construcción, invulnerabilidad judicial, esas cosas. Los trabajadores estábamos contentos. El diario era de los pocos que pagaba puntualmente, y no nos hacíamos demasiados problemas de conciencia. A veces, cuando había alguna manifestación política en las calles, bajaba una asistente del director y nos preguntaba casualmente nuestra opinión al respecto. Todos sabíamos responder con evasivas. Los editorialistas tenían un concurso: quién escribe el artículo oficialista más rápido. El récord estaba en cuatro minutos con cuarenta segundos. Alguna vez le pregunté a un redactor de la sección política si realmente creía lo que escribía. Me respondió: –No, para nada. Pero tengo una mujer e hijos que mantener. El libro Memoria del miedo de Andrew Graham-Yooll me ha recordado esos años, con una diferencia: en el Perú, a la dictadura solía bastarle con comprar a la gente. En la Argentina de los setenta, le pegaban tiros en la cabeza. Graham-Yooll recopila sus historias como periodista durante los años del gobierno militar. Hay una historia escalofriante de un tipo al que unos neofascistas peronistas pasearon en un coche media hora con un arma en la nuca. Tiempo después, el jefe de sus asesinos abrió un restaurante y lo invitó a cenar. Los camareros eran los que lo habían encañonado aquella vez. Todos los relatos son por el estilo. La guerrilla no queda mucho mejor parada en el libro. Para Graham-Yooll, los guerrilleros jugaron con las ilusiones de una generación que se sentía obligada a ser heroica, y no consiguieron morir por nada en particular. Sólo consiguieron morir. Mientras paseo por Buenos Aires se cumplen 30 años del golpe militar, y esa estampa que pinta Graham Yooll se parece a lo que aquí muchos llaman “la teoría de los dos demonios”: la idea de que ambos bandos –y muchos más– desataron una violencia innecesaria que sólo consiguió legitimar a su oponente. Esa teoría se parece enormemente a la que dice que los campesinos peruanos fueron puestos “entre dos fuegos” por Sendero Luminoso y el Ejército. Supongo que todos los conflictos políticos, con el tiempo, adquieren esa dimensión en la historia. En España, libros como Soldados de Salamina o Enterrar a los muertos han sorprendido por demostrar, setenta años después, lo obvio: que en ambos bandos había canallas y gente buena, que la hijoputez no tiene bandera. Y sin embargo, lo que más me sorprende de Memoria del miedo es el papel de los otros, no de los asesinos, sino de todos los demás. Por sus páginas se pasean viejos amigos que dejan de saludarte por miedo a meterse en problemas. Reporteros que cubren noticias y luego no se atreven a publicarlas. Porteros que te anuncian que ha venido la policía a matarte, pero por suerte no estabas. Asistimos al espectáculo de un país acostumbrado al horror haciendo lo posible por adaptarse a él, como si fuese un nuevo modelo de coche. Los seres humanos terminamos por acostumbrarnos a cualquier cosa. No somos muy afectos a ser héroes. Luego, cuando los asesinos son derrotados, nadie recuerda haberlos apoyado. Pero mientras tanto, respondemos con evasivas, hacemos el concurso de quién dice más rápido las palabras obligatorias y tratamos de ocuparnos de nuestra esposa y nuestros hijos, como los periodistas del periódico en que yo trabajaba. Terminamos por ser cómplices de las barbaridades pero ni siquiera tenemos el valor de asumirlo. Mientras tanto, los valientes, los que están dispuestos a matar y morir por lo que creen, son precisamente los asesinos. En los conflictos violentos, los más crueles terminan por considerarse moralmente superiores. Me dan miedo los héroes. Espero nunca vivir en un país que los necesite. La primera vez que vi a Charly García era un hombre de color verde que se echaba ketchup en la ropa mientras cantaba: “estoy verde, no me dejan salir. Ya no sirve vivir para sufrir”. Así dicho parece ridículo, y lo era. Pero la canción se me quedó grabada en la memoria. Yo tenía unos diez años, y es la primera canción que recuerdo. Años después, vi hablar a Charly en el programa de Susana Jiménez. Acababa de salir de una clínica de desintoxicación y Argentina celebraba la campaña “Sol sin drogas”. Susana quería conseguir unas declaraciones del cantante apoyando una vida sana, basado en su dura experiencia para abandonar los fármacos. No sabía con quién hablaba. –Decime, Charly. ¿Qué fue lo primero que hiciste al salir de la clínica? –Lo mismo por lo que me metieron. Susana sonrió a la cámara, incómoda. –Ya, es que, no sé si sabes, estamos apoyando la campaña “Sol sin drogas”. –¿O sea que cuando llueve sí nos podemos drogar? Ahora Susana estaba francamente de mal humor, buscando la cara de su productor para mandar a comerciales. –No, Charly. La idea es que no hay que drogarse. –Ah, entonces mejor “Drogas sin sol”. Ese día decidí que cuando fuese mayor usaría drogas. Charly podía ser francamente peligroso si le dejabas abrir la boca. En otra ocasión, mientras en su país se discutía si se juzgaría o no a Videla por sus crímenes, se bajó el pantalón durante un concierto. Creo que fue en Rosario. En represalia, el gobierno de la ciudad amenazó con denunciarlo por faltas a la moral. Cuando un periodista le preguntó su opinión al respecto, respondió: –¿Me van a meter preso? ¿Por bajarme el pantalón? Che, Videla se tiene que estar muriendo de risa, ¿no? Nadie lo denunció. En realidad, Charly no estaba diciendo bobadas. Decía lo que la sociedad no quería oír. Hasta cierto punto, se autoinmolaba por la realidad. Era una constante caricatura de Argentina, y por extensión, de todos los demás países latinoamericanos. Fue gracias a él que aprendí quién era Videla. Pero también fueron canciones suyas como “Rasguña las piedras” las primeras que aprendí a tocar en la guitarra, cuando aún ni siquiera sabía que el autor de esos temas de adolescencia hippy era el mismo señor verde que se echaba ketchup en la ropa. Fue con sus canciones ácidas que me enamoré por primera vez, como mis padres hacían con las de Silvio Rodríguez. De todos modos, lo más importante que Charly ha hecho por mí es salvarme la vida. Cuando eso ocurrió, yo ya no era un niño, pero supongo que mis sentimientos no habían madurado a la velocidad de mi cuerpo. El caso es que me había dejado una chica, y yo pensé en suicidarme. Estaba tirado en mi cama viendo televisión, muy deprimido, y me pasó la idea por la cabeza. No es el tipo de cosa que uno piensa en serio, es verdad. No es un pensamiento que habría durado mucho. Pero soy exagerado y dramático, y tuve uno de esos momentos de preguntarme: “¿y si me tiro por la ventana y acabamos con todo de una vez?”. No sé cuánto habría durado ese pensamiento en circunstancias normales, pero en ese momento, apareció Charly en la tele tirándose por la ventana. Saltó de un piso nueve, se precipitó hacia el suelo y cayó en una piscina. Pensé que estaba viendo visiones, pero repitieron el salto. Sí. Era él. Ahora, mientras hojeo el libro de fotos de Charly que ha aparecido en Buenos Aires, me doy cuenta de que él ha estado toda la vida ahí, desde que tengo memoria, marcando de un Ahora, mientras hojeo el libro de fotos de Charly que ha aparecido en Buenos Aires, me doy cuenta de que él ha estado toda la vida ahí, desde que tengo memoria, marcando de un modo u otro el ritmo de mi existencia y la de toda mi generación, y la anterior, e incluso la anterior de la anterior. Charly haciendo el excéntrico, Charly diciendo boludeces, Charly sacando discos incomprensibles, Charly desmayándose en los conciertos, han sido imágenes constantes. Nuestras vidas se pueden mensurar según el grado de locura del señor García porque, para muchos latinoamericanos, él es la Argentina que hemos habitado.
Santiago Roncagliolo. Lima• 75

Duani, adiós a
Duani. El odio. La Revolución. Un adiós sin adiós. Estúpidos y clandestinos. No nos dimos cuenta de nada. O tal vez sí. Geniales y resabiosos. Ridículos y genitales. Amantes espectaculares entre la nada política y el dolor corporal. Locos. O tal vez no tanto. Fuimos todo eso y aún más. Y fuimos, también, a la ciudad de nombre más sangriento de América. Matanzas. Energúmena imagen: un adiós sin adiós. Y aún más. La Revolución. El odio. Duani. Cogimos un taxi particular. 5 dólares por cabeza. Toda nuestra fortuna secreta. O casi. Pero valió la pena. Porque en hora y media llegamos. De La Habana a Matanzas en un Chevrolet Impala del 59. Un Cola de Pato. Un prodigio. Una herejía fósil de la prehistoria republicana. Una máquina del tiempo a 110 km/h. 110 kilómetros por historia. 110 kilómeses por hora. Miles de años al otro lado de la ventanilla, quedando atrás bajo el solecito monocromo invernal. Música de discoteca en la reproductora digital. Comenzaba el mes y el año. Comenzaba el siglo y el milenio. Comenzábamos, también, Duani y yo. A terminar. Matanzas a las 9 y media. De la mañana. De enero. Teníamos frialdad. Nos subimos en la baranda del puente metálico del Yumurí. Equilibrados. Sin miedo. Sin terror. Duani me dijo: –¿En esta ciudad amaste a una mujer? Y yo le dije: –Sí. Y nos dimos un largo beso en la boca. Todavía equilibrados. Sin miedo. Sin terror. Todavía todo muy tierno. Y nos hicimos una foto magnífica. De hecho, nos la hizo una adolescente de uniforme que pasaba entre Duani y yo. Nos hubiera gustado retratarla nosotros a ella. Conservarla para nuestra presunta intimidad. Enero prometía. Demasiado tal vez. Aunque los dos ya pensábamos en los colores invasivos de una traición. En decir adiós sin decir adiós, como leímos durante el viaje en una pésima traducción literaria que a ambos nos fascinó. Y también pensábamos en el odio, Duani y yo. Lo sopesábamos. Y, por supuesto, en el destino o desatino que implica toda Revolución. –Landy, llévame a verla –me pidió. –¿A quién? –le dije. –A tu antiguo amor –me dijo–. Llévame a ver a Ian. –Duani, para eso vinimos, ¿no? –No sé. Por si acaso, Landy –y me repitió–: Llévame a verla, por favor. Fuimos. El barrio de La Marina arrastraba eones de tedio y manantiales de agua albañal. Excepto uno. Aún quedaba un manantial cristalino y potable. Y hasta allí fuimos, Duani y yo. A meternos en sus aguas mitad milagrosas y mitad obsoletas. A pedirle a mi antiguo amor que nos dejara beber del milagro. Y a bañarnos. Restregarnos, desnudos, de madrugada, si no era mucho pedir. Porque nos sentíamos hermosos y libres, y veníamos muy cansados desde otra extranjera ciudad (mentira, mentira: en Impala, La Habana queda al doblar de la esquina). Porque en Matanzas nos íbamos a amar para siempre, y nos lo merecíamos después de tanto deseo en falso y tanta tonta incomunicación (mentira, mentira: Duani y yo estábamos en peligro mudo también, como todos). Porque ya era suficiente odio en actos y suficiente amor en discurso a nombre de una palabra, Revolución (mentira, mentira: el odio sedimentaba en cada una de nuestras miradas y la Revolución era un recuerdo vago que a nadie podría ya dañar). Yo llevaba mi cámara. Canon semipro. Cañón semiprofesional para hacer añicos los encuadres intestinos de una vida en provincia. Matanzas, La Tenia de Cuba. Subimos por Milanés hasta el Parque de la Libertad. Retraté las tetas paradas de la Libertad, una estatua desnuda que huía del Apóstol de alguna frustrada revolución. A esta causalidad la llaman historia patria y constituye, aunque parezca lo contrario, una asignatura prohibida desde la escuela primaria hasta la universidad. Doblamos por el cine en ruinas hacia el Yumurí, Ayuntamiento abajo. En cinco o seis cuadras agotamos un par de rollos. Dos Lucky´s chinos de 36 cada uno. Lo más barato y súperamateur. Matanzas tampoco se merecía mucho más. 72 navajazos de mi obturador, a lo largo y estrecho de mi teleobjetivo. Cuando llegamos a la orilla podrida del Yumurí, abracé a Duani por detrás. –Es allí –le indiqué. Duani se estremeció levemente. No miré, pero era obvio que estaba a punto de reventar a llorar. Por un instante, supongo, los dos entendimos lo que hubiera podido ser el amor sin nuestra liberadora manía de decir adiós. Rebasado este punto, el resto de la historia es probable que esté de más. O es sólo eso. Un resto. Mejor así. Que sobre. Yo tenía 36 años. Ella 23. Y entre los dos acumulábamos suficiente barbarie como para salir a matar o hacernos matar. El Aullido de Ginsberg nos divertía. Una chiquillada de homosexual civil. Yanqui, como toda la libertad que alguna vez ha sido puesta en blanco y negro sobre el papel. El Grito de Munch no era mucho más que una estilizada representación. Alto arte. Mentiras bajas. Metapingonas de intelectual. Duani y yo nos entendíamos muy bien en cualquier registro. Hay que sumar 59 años en Cuba para después aproximarse a la noción del horror. A la nación del horror. Ella tenía 23 años. Yo 36. Sumandos perfectos, Duani y yo. Y entre los dos ya no teníamos inercia para acumular ni barbarie ni nada. Esa noche, nos quedamos pornográ- ficamente en el cuarto y la cama de mi antiguo amor. Ian. Los capítulos 8 son siempre así. Una incesante madrugada erecta, una trampa sin fin. Ni fin. Un signo de pornoinfinito, no acostado sino de pie. Y justo así lo hicimos Duani y yo, bajo un falso techo abofado de La Marina. Los dos de pie. Asomados a las persianas que se abrían sobre el último manantial potable del río Yumurí. Sin movernos apenas. Sin tocarnos por fuera. Clavados y en paz. Sin respirar y sin asfixiarnos, hasta el desmayo final, todavía los dos de pie. Ya no tan tierno. Su pelo olía a no podría nombrar ahora qué. Pero entonces olía y es eso lo que más recuerdo de ella. Para eso es que se hace el amor, supongo. Para conservar un impronunciable detalle. Para esquivar durante un instante las rachas del odio patrio. Para calmar las ronchas histéricas de toda revolución, pasto de historiadores y salpullido de los que sólo aspiran a fornicar, como Duani y yo. Y también para venirnos a dúo sin hacer caso a los ronquidos tan mal fingidos de mi antiguo amor. Ian tumbada inerte en una esquina de su propia cama. Ian tendida sin ropas en un rincón de su propio cuarto. Ian inevitable y ausente desde una provincia intestinal. Ian incapaz de dormir o ponerse por fin de pie y pronunciar en silencio: –Yo también, por favor. Pero no. Esa única noche mi antiguo amor nos dejaría hacer limpiamente, a Duani y a mí. Ian sin protestar ni sumarse. Ian en la orgía más solitaria y triste del universo, desde ahora y por el resto de los meses de enero y de los años 2000. Sólo eso. Restos. Una resta a falta de memoria o exceso de abulia para repetir las podridas tablas de multiplicar. Amanecimos los tres. Aquel era el fin, intuí. Desayunamos. Nos tratamos con gentil cortesía inisecular. Diplomacia del vacío, cuando no del odio al cuerpo del otro. Como si fuéramos viejos conocidos que el azar ha reunido en el exilio de un cuarto donde no se ha hecho el amor. Como si no nos amáramos los tres. Estú- pidos y clandestinos. Como si no nos diéramos cuenta de lo que nos pasaba. O tal vez sí. Geniales y resabiosos. Entre la nata genital de la nada y una locura política que saltaba de lo posrevolucionario para caer ridículamente en lo antiteatral. O tal vez no tanto. Como si no supiéramos que nadie nunca antes había sido capaz de escribir o pintar una escena así. Ni Ginsberg ni Munch. Excepto acaso yo hoy. Yo, entonces. Aunque ahora ya sobre. Mejor así. Volver a La Habana. La Hanada. Alquilar de vuelta un Chevrolet Impala del 59. Un Cola de Pato. Pedir dinero en Matanzas. 5 dólares por cabeza. Nuestro último gesto de confianza en que los tres muy pronto nos volveríamos a reunir. Un pacto con el futuro. Un acto de fe. Una deuda, una duda. Nuestra penúltima traición a trío. 110 km/h. Otra vez solos en la carretera. Duani, el odio, la Revolución y yo. Socialipsismo pacatamente invernal. La Hanada. Volver a La Habana. La boca del túnel me resulta siempre un misterio. Una luz que te ciega y atrae. Edificios, árboles y señales de tráfico. Y nunca sabes en cuál ciudad vas a desembocar. Salimos a Prado. Nos quedamos en el Capitolio. El cielo estaba color gris militar. Encapotado de oliva. Una gasa enchumbada en sepia. Nos sentamos en la escalinata y nos pusimos a contemplarlo. Era lo mejor que podía hacerse a esa hora, poco antes del mediodía en la capital. –No le gusté a Ian, supongo –pronunció sin mirarme Duani. –Supongo que no –pronuncié sin mirarla yo. Un policía nos hacía gestos obscenos desde la acera. Con su batón nos indicaba que estaba prohibido mirar hacia arriba allí. O prohibido hablar sin mirarse allí. Cualquier argumento ahora podría ser confundido con la verdad. 110 kilómentiras por habana. Lo obedecimos en silencio perfecto. Y nos retiramos, cada cual por su lado. Sin odio. Sin adiós. Sin buscar un culpable en el clima enrarecido de enero. Ni en nuestra estúpida clandestinidad. Ni en nuestra rabia genial. Ni en nuestros desplazamientos inmóviles a lo largo y estrecho del mapa inventado en nuestras cabezas, buscando algún escenario imposible donde desnudarnos y fornicar. Hermosos y libres. Como las tetas desencadenadas de la estatua de la Libertad (los rollos Lucky´s por cierto nunca los revelé). Como la historia sin histología de aquella frustrada revolución del Apóstol. Como la imagen perdida que Duani y yo buscamos desde la primera ocasión. Casi desde la primera oración. Un adiós sin adiós. –Teníamos que haber retratado a esa adolescente que nos retrató –fue lo último que oí de Duani–. Con su uniforme escolar.
Orlando Luis Pardo Lazo. La Habana•71

Original Format

Pdf

Files

ezine TREP 6.pdf

Citation

Ahmel Echeverría, Jorge Enrique Lage, Orlando Luis Pardo Lazo , “The Revolution Evening Post, No. 6,” Digital Entanglements, accessed April 18, 2024, https://digitalcuba.omeka.net/items/show/20.

Output Formats

Comments