The Revolution Evening Post, No. 8

Dublin Core

Title

The Revolution Evening Post, No. 8

Subject

Revista Literaria Digital

Creator

Ahmel Echeverría,
Jorge Enrique Lage,
Orlando Luis Pardo Lazo

Source

The Revolution Evening Post, No. 8, 2008.

Publisher

The Revolution Evening Post

Date

2008

Contributor

Lizabel Mónica

Format

Pdf

Language

Spanish, Español, SPA

Type

Revista, magazine

Coverage

Cuba

Text Item Type Metadata

Text

the REVOLUTION E VENING post
episodio 8
e Zine de ESCRITURA irregular
stuff :
heriberto yépez kerouac 50 un adicto a la literatura gringa 2
daniel alarcón los 50 estados te pertenecen 4
orlando luis pardo pregunte sin pena (a mí) 5
rodrigo fresán el códiche guevara 6
edmundo paz soldán secretos de la escritura secreta 8
jorge enrique lage 08 y contando 9
álvaro bisama pinochet / romo 10
félix de azúa el fin del mundo 11
ahmel echevarría hora cero 12
rafael gumucio los chilenos y la ficción 14
fernando iwasaki la ballena de la muerte blanca 15
carlos montenegro el negro torcuato 16
jorge enrique lage breaking news 18

staff :
ahmel echevarría
jorge enrique lage
orlando luis pardo lazo

Hemos sido cordialmente invitados a formar parte de la literatura chilena en Cuba. Por supuesto, hemos aceptado. No hubo ceremonia de iniciación. Mejor así.
therevening@yahoo.com
Un adicto a la literatura gringa
On the road, cincuentenaria, celebridad de Kerouac. El resto de su obra es harto más compleja y experimental. Ésa es la parte que prefiero. En ella, Kerouac descubrió que existe una relación bioenergética entre cuerpo y texto. Escribir resucita al cuerpo. Su carretera no sólo neovatara la aventura americana. La carretera es el símbolo de la comunicación establecida entre página y ser vivo. Cordón umbilical restablecido. A Kerouac se le hizo héroe adrenalínico y contracultura beatificada. El americano común cree ser kerouackiano por espontaneista. Pero el genio de Kerouac no es común, americano o espontáneo. Se cree que escribía con descuido. Nada más falso. Era un estilista. (Según Kerouac Shakespeare escribía por torrentes imparables.) Kerouac es otra K reestructurante como Kant, Kierkegaard, Khlebnikov, Kafka, Kundera o Kozer. La K diagonaliza los dos mundos. Por eso resulta iniciática. El error de Kerouac es el realismo. Se empeñó en narrar exactamente cada acto. Quería ser crónica incorregida. Pero el realismo de Kerouac es tan testosterónico, tan impulsivo, que en el afán de retratar se vuelve utopía, irrealismo. ¡Era católico! Cuando Ed Sanders quiso hacerlo precursor de los hippies, Kerouac lo desmintió. Nada repudiaba tanto como la violencia o la protesta. Kerouac era un escritor religioso. Hay que saber leerlo. “Viaje” en Kerouac significa “cielo”. Buscaba en lo horizontal lo que sus padres anhelaban de lo vertical. Él procuró que su paraíso, al contrario del parental, fuese alcanzable. Toda su obra es la descripción de un peregrinaje en pos de lo sagrado. Euforizó la novela a manera de mística. Es el éxtasis religioso a través de la intensidad vital. Kerouac estaba dispuesto a morir en cada párrafo. Escribir para él era milagro. Mortandad –cigarro simple–, cada libro suyo era un voto de intensidad. Era galán de su karma. Rara combinación tuvieron él, Ginsberg y Burroughs: escritores cultísimos que vivieron extremosamente. Arrojados al abismo. En México se les cree bárbaros, poco literarios. ¡Nada más equivocado! Si su ideario era de prédica automatista era porque procuraban una inocencia que su hipertrofia intelectualista les prohibía adquirir. No corregir era su técnica de sobrenaturaleza. ¡Todas sus ideas son parte de una ascesis! Además se olvida, por ejemplo, que Kerouac era un hombre frecuentemente retraí- do, atormentado, inteligentísimo, cuyo gran autosabotaje, lo sabemos, fue su alcoholismo. Era como si no pudiese soportar su genialidad y tuviera que idiotizarse para tener cierto equilibrio. Kerouac se transformaba cuando leía en voz viva. Se emocionaba y leía de manera bellísima, su voz se hacía música varona. Adquiría una fortaleza inusitada. Pero apenas terminaba, su rostro se ensombrecía, se volvía tímido, parecía un chico con miedo de la vida. Kerouac narraba para sentirse vivo. A cincuenta años de su obra más famosa esperemos se le relea con nuevos ojos y se termine, de una vez por todas, de comprenderle en su característica básica: Kerouac, ante todo, era un virtuoso de la prosa. Kerouac era un monje limítrofe. Ø Por razones “estéticas” –cof cof: criptopolíticas–, los escritores mexicanos solían ser adictos a la literatura francesa o, al menos, ese era su auto-imago. Desde Novo, la cosa fue anglosajoneándose hasta hoy: agringados. Aunque nadie quiere admitirlo: el influjo de literatura norteamericana no es, exactamente, encomiable. Aunque Monsiváis no quiera aceptarlo, él también es parte del agringamiento. Él es uno de los primeros escritores norteamericanos nacidos en México, porque del mismo modo que el lenguaje hipermexicano de Rulfo fue formado, en buena dosis, leyendo el lenguaje hiperestadounidense de Faulkner, sin Tom Wolfe, Monsiváis es impensable, aunque el retruécano prevenga admitir influencias yanquis. Inclusive María Sabina terminó americanizándose. Como ella misma dijo, a partir de ella, los niñitos santos, los honguitos, “ahora hablan en inglés”. El proceso más importante de la literatura mexicana post-paceana es la de su americanización subterránea. Generaciones como la sesenta contracultura mexicana (la Onda), el infrarrealismo en los setenta, el realismo sucio de Fadanelli y los neo-bukowskianos –que a mí me atedian– en los ochenta y noventa, respectivamente, determinaron que la literatura mexicana cada vez sería más gabacha. Lo único que separa a la literatura mexicana y la chicana es un mismo Carlos. Ninguna de las dos culturas quiere admitir que Fuentes se trata del primer novelista norteamericano compartido kerouac por ambas. Ciertamente Paz detuvo el proceso de agringamiento iniciado por los Contemporáneos. Promovió la falsa idea del afrancesamiento de sus precursores y procuró ignorar toda la literatura norteamericana de su tiempo; llegando a la ridiculez de alabar ¡a Robert Frost! Paz dejó de ser contemporáneo de su tiempo no sólo por soslayar la literatura mexicana que le era antagonista sino, sobre todo, por desconocer la norteamericana contemporánea. Paz era un lector anticuado. Paz no supo lo que sí supo Cortázar: transcrear la literatura norteamericana. Paz, sencillamente, decidió ignorarla. La americanización de la literatura mexicana (hoy) se llama, digamos, Philip Roth y Paul Auster (and many more, y si no me creen, pregúntenle a Anagrama). Sin embargo, ocurre un extraño fenómeno: los literatos mexicanos jóvenes y sus precursores paceanos no advierten la creciente americanización de nuestras letras porque: A) Paz consagró la ficción de una Tradición Mexicana, de una Literatura Nacional (que nunca ha existido, como no existe ninguna en ninguna parte del mundo, sobre todo, desde el siglo XVI) y B) impedidos a darse cuenta de su paradigmático (y, en algunos casos inconsciente) Nacionalismo Literario, son influidos por la literatura norteamericana mainstream, oficial, mercadológica, republicana: ¡todos esos tarugos que sueñan con Harold Bloom! Lo peor de la actual literatura mexicana es que se trata de una literatura norteamericana conservadora (SIN SABERLO). Convertirse en un escritor norteamericano pasado de moda (sin saberlo) ha llegado a un extremo risible. Para muestra, cójase cualquier revista literaria mexicana y el que no es bukowskiano es bloomiano y eso, místeres, ya es una absoluta mamada. Mi relación con la literatura estadunidense no tiene mérito. He leído más literatura en inglés que en español por motivo de bolsillo. Los libros usados en California cuestan la mitad que los libros mexicanos en Sanborns. Si la oferta que llega hoy a las librerías del norte es residual, hace 15 años era deprimente. Leer una novedad era leer lo del año pasado. Cuando alguien viajaba al DeFe te revendía lo que allá había adquirido. Los libros fueron por mucho tiempo la única fayuca que viajaba en dirección inversa. Entonces era office boy entre Tijuana y San Diego. Cada vez que cruzaba me escabullía a las librerías de usado del centro de San Diego. Ahí se encontraba todo. No sólo libros recientes (muchos gringos revenden rápidamente lo que se lee en las universidades: los estudiantes se deshacen de sus libros a fin de curso) sino joyotas a 5 o 6 dólares. Así fue como, sin otra razón que la economía y la diferencia abismal de títulos, me hice adicto a la literatura gringa. Hasta la fecha sigo agradecido a Bugs Bunny por haberme enseñado inglés. Hoy las librerías de usado en Estados Unidos desaparecen. Cadenas como la Barnes & Noble, Amazon o Borders controlan el mercado. Casi todas las librerías de usado del centro de San Diego cerraron no sólo por esta competencia y la baja de ventas provocada por la compra electrónica sino por nuevas ordenanzas en California –seguros contra incendio, por ejemplo– que hacen incosteable seguir vendiendo libros usados. En mi caso, sin embargo, el daño estaba hecho. No sólo ya había consumido vorazmente la literatura clásica norteamericana, desde Whitman a Salinger, sino toda la obra beatnik y contracultural –junto a todo el zen adjunto a las antologías de Rothenberg– y lo que venía convirtiéndose en una presencia cada vez más intrigante: la escritura salida del movimiento antibeatnik, los Lenguage Poets y la New Narrative de San Francisco y Nueva York. Acker, Hejinian, Bernstein, Armantrout se convirtieron en autores que poco a poco comenzaban a llegar a las librerías de usado y que hoy son el top de la literatura norteamericana alternativa o experimental que se opone al realismo mainstream tanto en poesía como en novela. Puedo presumir de ser un conocedor cuidadoso de las letras norteamericanas, europeas y latinoamericanas. Sin ánimo polémico, puedo decir que la literatura norteamericana es la más interesante de la segunda mitad del siglo XX. Su grado de renovación estructural fue sólo comparable al de la teoría crítica francesa estructuralista y postestructuralista. Verdad incómoda: la mejor literatura de una época sale del interior de sus imperios. La forma literaria siempre es imperialista. Por eso las letras norteamericanas desde la posguerra han tenido el liderazgo. Escribí las líneas anteriores para llegar a estas últimas: la renovación de la literatura norteamericana, sin embargo, ha terminado. Su última vanguardia –la Language Poetry– se ha agotado. La generación que le siguió no pudo comparársele. Dentro de poco tiempo, el centro de la renovación estructural del lenguaje literario aparecerá en otra parte. El periodo grandioso de las letras norteamericanas ha acabado. Ø
Heriberto Yépez. Tijuana• 74

Los 50 estados te pertenecen
En los últimos diez años, he vivido en más de veinte diferentes apartamentos, casas, cuartos de alquiler o sofás prestados en siete ciudades diferentes y seis estados, en todas las regiones de los Estados Unidos. Como muchos estadounidenses, nací en el extranjero. Además, crecí en el Sudeste, llegué a la mayoría de edad en el Noreste, sobreviví a dos inviernos en el Centro Oeste del país, me rompieron el corazón en el Sudoeste y me recuperé en el Noroeste. He vivido tan cerca de la frontera que solía conducir hasta México para cortarme el cabello, y tan lejos de ella como para recibir miradas de desconfianza de tenderos blancos, que me seguían con los ojos por todos sus negocios, temerosos de que pudiera robarles algo. Viví en un rancho apacible de Iowa rodeado de campos de maíz y, dos años después, en un departamento miserable y tugurizado de Oakland, donde cada veinte minutos pasaba el tren, acelerando a toda prisa rumbo a San Francisco, y sacudía hasta sus cimientos la desvencijada casita de dos pisos. Viví en la ciudad de Nueva York en la época en que era posible comprar una bolsa de marihuana en cualquier bodega de Manhattan, y bailé maniáticamente en conciertos de rock celebrados en los campos fangosos y anegados del viejo hipódromo de Birmingham, Alabama. Hay cosas que no se olvidan: el primer día de primavera en Chicago, cuando el invierno afloja y las muchedumbres se desbordan hacia las orillas del lago Michigan para broncearse. O una noche de karaoke en el casino de una reservación indígena a una hora de Tucson, donde las viejas señoras mexicanas juegan al tragamonedas de cinco centavos entre canciones, mientras sostienen un trago en la mano y rezan por la buena suerte. He conducido a través de los Estados Unidos dos ocasiones, una de ellas a través de Oklahoma luego de una gran inundación, con el río desbordado más allá de sus riberas y el agua sucia bordeando la autopista. He jugado un torneo de fútbol en una base del Ejército en Texas, en el que perdí vergonzosamente y me senté en el pasto reseco, sudando, llorando, con la certeza de que el calor me mataría. He dormido borracho en la banca de un parque en Nueva Orleans, y he salido al amanecer de un club de jazz de Nueva York sólo para descubrir que había nevado mientras estaba dentro. He perdido la cuenta, pero calculo que hasta ahora debo de haber visitado treinta de los cincuenta estados y, excepto por mis primeros tres años en el Perú, la temporada que pasé en África y, más o menos, un año de vuelta en Lima, he vivido en los Estados Unidos toda mi vida. Todo esto es para decir que desconozco por completo este lugar. Adonde quiera que uno vaya en los Estados Unidos, no importa cuánto uno se aleje de los centros urbanos, siempre verá allí el resto del mundo. Este país es gigante. Cincuenta estados ridículamente grandes. Un país con esteroides; una nación multilingüe y multicultural, narcotizada con dosis casi fatales de televisión, golosinas y dinero, y sostenida –apenas– por una esperanza inmensa e imperecedera. Un país que va a la guerra simplemente porque puede hacerlo. Que compra a sus enemigos y los seduce con su prosperidad. No existen muchas naciones tan grandes como para alojar los sueños de tantos; y cada día hay menos gente en este planeta que no esté conectada de alguna manera u otra, para bien o para mal, a este gigante del norte. Sea debido a Hollywood, o a la atracción de la inmigración, o a la presencia de los soldados estadounidenses en territorios extranjeros, o simplemente al comercio de las transnacionales: hay una imagen de estos cincuenta estados grabada en la imaginación del mundo. Mientras más viajo, esto se vuelve más claro: conoces a un jordano que tiene una prima en Los Ángeles, o a un uruguayo que estudió en Ohio, o al nieto de un ganadero vasco en Nevada. En todos los continentes, en todos los idiomas, las personas hablan sobre la política estadounidense como si ésta afectara sus vidas. Y tienen razón: las afecta. Estos cincuenta estados pueden estar habitados por estadounidenses, pero son la propiedad espiritual y emocional del mundo entero. Hace unos años, yo vivía en Arizona cuando descubrí un restaurante de comida tailandesa alojado en un viejo local de parrilladas del sudoeste. En su interior, una pared estaba decorada con una inmensa pintura del Gran Cañón, pero con un matiz especial. La familia tailandesa que administraba el local le había añadido su toque particular: templos budistas y dramáticos dragones enroscados en medio del austero y desértico paisaje. Me tomó casi todo el tiempo que pasé allí comiendo darme cuenta de lo que habían hecho y, cuando lo hice, estuve muy cerca de llorar. Sorprendente, hermoso. Así el mundo reclama su territorio, parte por parte, un paisaje, un panorama, un estado a la vez.
Daniel Alarcón. Lima•77

Pregunte sin pena (a mi)
Querido lector: En epoquitas pacatas nuestra nación apela a nichos tremendos para narrar sus noches. Juventud Rebelde, el subtitulado "diario de la juventud cubana", reserva una plana completa (diseñada dentro de un preservativo) para exorcizar los demonios falovaginales remanentes tras medio siglo de revolución. Una "máster en psicología y consejera en ITS y VIH/SIDA" se encarga de torear heroicamente las preguntas que la voz del pueblo remite a este órgano oficial. Y se le envía de todo: como para doctorarse con diploma de oro en el tema. Sospecho que estamos ante aquella "revolución en la revolución" que en los años 60´s Regis Debray no leyó. Y no sólo se trata de la "voz de los sin voz", sino de una subpatriecita sexual que ha trascendido en silencio a todas las "microfacciones", "ofensivas revolucionarias", "congresos de educación y cultura", "quinquenios grises", "marieles", "rectificaciones de errores", "causas número uno", "períodos especiales", "dolarizaciones", "opciones cero", "mesas redondas" y "proclamas" de nuestra no tan célebre como célibe historia reciente. Como buen cubano epicúreo, lo menos que puedo hacer es sentirme orgulloso de esta Cuba secreta tan abierta de patas al mundo que hasta a Juan Pablo II contagió ("la venida del Papa", bautizamos en 1998 al tour cubano de Su Santidad). "Pregunte sin pena", se llama la sección dentro del perseverante preservativo semanal. La gente escribe desde el anonimato, por supuesto, como garantía de la verdad o por mero instinto de conservación: dado que la correspondencia es un derecho de todos, ninguna letra en Cuba es privada. Así, esta "sexxxión" funciona entonces como un fórum sexodemocrático que Juventud Rebelde se da el lujito de tolerar en tanto vanguardia ideológica de la juventud cubana. Para mí, la carta corta debería ser el género literario por antonomasia del siglo XXI. Es leve, visible y exacta desde su multiplicidad. Y, en la república barrueca del barroco nacional, eso ya es algo para variar. Cada vez que consulto la sección "Pregunte sin pena", me topo con un clásico irrepetible que hace cortocircuito entre su pobreza estructural y su vehemencia de contenido. Acaso la ficción que nos falta en Cuba podría plagiar muchísimo de esta sección. Pero nuestros narradores profesionales, que también son buenos epicúreos en off, consideran de muy mal gusto leer los periódicos cubanos remanentes tras medio siglo de revolución. Y hay de todo en "Pregunte sin pena". Hay adultos adúlteros arrepentidos o atragantados de culpa y de otras viscosidades. Hay hipocondríacos sin aceptar la naturaleza maligna de las verrugas que coronan sus genitales (se las pasan de mano en ano como en una carrera de cuatro por semen). Hay todo tipo de represión homo. Hay tapujitos medievales que sobrevivieron a la Campaña de Alfabetización y a 1961 provincianos spots de salud pública filmados por la TVC. Hay generaciones de generaciones espiándose bajo un mismo techo, mientras oyen expresiones de violencia por el día y bufidos de violación por la noche. Hay una bobería machistoide sobrecogedora, que estadísticamente ubicaría a Cuba en la paleohistoria sexual de este planeta (al nivel de las gimnospermas). Hay hijitos regados por donde quiera y fetos reciclados como complot anticonceptivo: acto reflejo de nuestra catolicidad inercial. Hay prácticas sado-maso que sugieren ciertas moditas de neovanguardia entre las parejas proletarias del patio. Hay viejitos todavía "tan verdes como las palmas". Hay una falta de higiene que rebosa lo irresponsable para rebasar incluso lo criminal. Hay patéticos usos de juguetes cónsolopenetrantes que, a exceso de condones Made In China y a falta de sex-shops, incluyen lo mismo pomos plásticos de desodorante, que botellines de cerveza Cristal, que bombillos ahorradores de 15 watts, que mandos universales de control remoto, que memorias flash de uno o dos gigas, que llaveritos con la cabeza estrellada del Ché, que implementos de nuestro deporte olímpico triunfal, que rollitos Kodak de hasta 36 fotos por serpentina, así como los ya arquetípicos plátanos, pepinos, yucas, puntas de calabaza, nonis, uvas y demás "corpus alienum" (que sería el término técnico, según la propia sección). Al respecto, se me ocurre que tendríamos que releer menos literaria y más literalmente la alucinante carnavalia escrita por Reinaldo Arenas, quien en 1990 se suicidó acaso por no escuchar los consejos de nuestra "máster en psicología y consejera en ITS y VIH/SIDA". Las respuestas especializadas que se imprimen en esta suerte de quintacolumnita caliente de Juventud Rebelde tienden a ser atroces delicadeces. Entre la hipocresía y la iatrogenia, se intenta siempre no alarmar a nadie (lo cual es mucho peor) y al final a todos se les sugiere que recurran a un perito en el tema (como si justo ésa no fuera la "misión social" de esta sección). En consecuencia, por más que el periódico pose de liberal, aún pesa demasiado el didactismo disciplinario de su contexto. De manera que "Pregunte sin pena" no llega a ser una válvula de escape ni tampoco de resistencia editorial: aquí también el deber se impone al placer, y la "respuesta rápida" al remitente aborta su libertad de expresión epistolar. En este punto, yo diría que el staff de Juventud Rebelde nos estafa al subestimar este fenómeno escritural por donde hace catarsis (en cuerpo y alma) una subpoblación cubana que a ninguna autoridad le conviene narrar. Si ya estás ahora y aquí (por ejemplo, en este párrafo de The Revolution Evening Post), tal vez tú seas parte de esta fauna florida toreada heroicamente en "Pregunte sin pena". Y es muy injusto. Ustedes no se merecen una lectura tan social-realista: ustedes me merecen a mí. Sin ser máster en psicología ni consejero en ITS y VIH/SIDA, mi lectura pornopolítica te será siempre más útil. Ábrete más (no sólo de patas o nalgas, sino de corteza cerebral) y escríbeme mejor a mí. Sé que todo tu infantilismo histéricoincivil, como tus demás dinosaurios falovaginales, pueden desaparecer. Hay algo retruécano en la retórica de un "diario de la juventud cubana" que un "e-zine de escritura irregular" puede superar. Consúltame, porque yo ya soy el futuro remanente tras medio siglo de sigilo y revolución. Tienes que recuperar de inmediato el brillo demencialmente redentor de tus eyaculaciones en Cuba. Como lector, no puedes seguir arrastrándote de cara al saber. Escríbeme a mí, que practico y te puedo hacer parte de una gozosa analfabeticidad. Primero hay que ser adultos antes de ser adúlteros: tu hipocondriasis no se cura con ningún consejo en condón. Tienes que devenir un sujeto sin cordón umbilical del Estado y hacerte de un nichito independiente y privado (sexual, económico, ideológico, político, etc.) donde ficcionar tu noche propia en medio de la barbarie colectivizada. No te metas pedacitos de Cuba dentro del cuerpo: tienes que convertirte tú mismo en un intolerable "corpus alienum" intestinal, tienes que hacerte impúdicamente impublicable (crear censura es nuestro más vital síntoma clínico), tienes que releer lo que The Revolution Evening Post ha metido dentro del "corpus literari" patrio en pleno añito 2007. Hay que ser más apócrifo y menos anónimo. Tienes que dejar de hacer piruetas patéticas entre la página y la pared: hay que firmar tus cartas cortas y usarlas como un instrumento de corte. Cambia de remitente y de narratario. Es urgente que vayas un poquitín más allá del "Pregunte sin pena" en una plana con preservativo de este o aquel periódico oficial: mejor no preserves nada, porque tú mismo ya sospechas que no queda nada que preservar. Querido lector: Pregúntame sin pena a mí.
Orlando Luis Pardo Lazo, La Habana • 71

El códiche
UNO No es un big bang (el big bang llegará más tarde, siete años después) sino un big click. El instante mágico y preciso. El dedo en el disparador y no en el gatillo y el milagro que, dicen, roba un poco del alma. Aunque aquí –me temo– el sentido se invierte y es esa foto la que le roba un poco de alma a todo aquel que la mira, la usa, la viste, la pervierte, la cambia sin nunca modificarla del todo. Una foto que es el alma; que permanece sólida como tal, pero que, por el camino, te roba el cuerpo y, con el cuerpo, la vida. Muchos venderían su alma al diablo para conseguir una foto así. Una foto que despide más religiosidad que cualquier estampita religiosa con halo y corazón sangrante y ojos volteados hacia el cielo. Porque, a no dudarlo, compañeros: en su revolucionario y revolucionante génesis –en su conciencia de saberse definitiva e insuperable, ya en el mismo segundo en el que el negativo comprende todo lo positivo que llegará a ser– está la clave de todo el asunto. Preparen, apunten, posen. Y fuego. DOS Y a mí no me engaña: ese hombre –como el top-model Derek Zoolander preparando calculada y pacientemente su Blue Steel que sacudirá el mundo de la moda– tiene que haber practicado mucho ese rostro y esos rasgos frente al espejo, sabiendo que lo que allí ofrece es, en realidad, una cara-de-espejo. Un lugar donde, sí, reflejarse. Un retrato de Dorian Gray en reversa: mientras la carne y las ideas y las ideologías que toman su nombre en vano y profanan su memorioso espíritu se pudren, esa pose permanece, intocable e intacta, como si la piel estuviese bañada en bruñido bronce o en acero inoxidable o en oro puro. Esa estatuaria actitud destinada a sobrevivir hasta más allá de la carne y más allá de los huesos. Pocas veces un hombre se pareció tanto a su propio monumento y pocas veces un líder político –sin necesidad de decir nada– tuvo tanta cara de slogan. La chispa de una vida con voluntad de incendio. Sí: ahí está la foto de alguien que, sin abrir la boca –suspendido en el tiempo y el espacio, condenado a romper cadenas perpetuas por toda la eternidad–, parece decir “Hasta la victoria siempre” sin detenerse a pensar que se trata de una frase engañosa. Porque lo que en realidad anuncia es una vencida expresión de deseo irrealizable, donde la palabra operativa no es victoria ni siempre, sino ese ambiguo y elástico y atemporal hasta. Es la foto que conecta con otra foto en un futuro más o menos próximo (una foto a la que me referiré más adelante) y es la foto de alguien que acaso ya sospecha un impronunciable pero ensordecedor “Hasta la derrota pronto”. TRES La foto de Alberto Korda (alias de Alberto Díaz Gutiérrez, 1928-2001) fue alumbrada una mañana del 5 de marzo de 1960. La suerte o el destino de estar a la hora precisa en el lugar correcto y, sí, es una de esas imágenes que dicen más que mil palabras y tal vez por eso Jon Lee Anderson apenas le dedique un breve párrafo al satori en su exhaustivo Che Guevara: una vida revolucionaria (Anagrama). Allí se lee, se mira, se dispara: “Al día siguiente, con los brazos entrelazados en confraternidad marcial, Fidel y el Che encabezaron el cortejo fúnebre (de las casi cien víctimas por una explosión nunca del todo explicada en el carguero francés ‘La Coubre’, atracado en un muelle del puerto de La Habana) que recorrió el Malecón. Más tarde, mientras Fidel arengaba a la multitud desde un balcón, flanqueado por los demás dirigentes de la revolución, un joven fotógrafo cubano llamado Alberto Korda encontró un buen puesto desde donde podía retratarlos. Su lente se detuvo en el Che y, al enfocarlo, Korda quedó atónito al ver su expresión implacable. Oprimió el disparador y la fotografía no tardó en recorrer el mundo, convirtiéndose con el tiempo en el célebre retrato del prócer que adornaría tantas residencias universitarias. El Che aparece como el icono revolucionario sin par, con una mirada desafiante que escruta el futuro, su rostro es la encarnación viril de la indignación ante la injusticia social”, interpreta Anderson marcha atrás mientras Fidel habla y habla y habla, y el Che, solemne, calla. Pero qué pasa si en ese momento el Che estaba pensando en lo que iba a almorzar más tarde, o si se preguntaba dónde habría dejado las llaves de su casa que no encontraba por ninguna parte, o si en realidad estaba recordando un sueño de la noche anterior: una pesadilla donde este extranjero corría por una selva extranjera, traicionado y perseguido por aquellos a los que había acudido a liberar, a revolucionar, y después disparos, disparos de rifles y no de cámaras, y su propio cuerpo muerto y acostado, rodeado de extraños, posando para una última foto, con los ojos bien abiertos y el corazón tan cerrado. CUATRO En cambio, el escritor cubano Guillermo Cabrera Infante dedicará páginas enteras denunciando algo parecido a una conspiración gráfica –recortando al Che de lo que en realidad es una foto de grupo tomada en el cementerio Colón; por ahí andan también Simone de Beauvoir y Jean-Paul Sartre, quien explica al Che como “no sólo un intelectual sino el ser humano más completo de nuestra época”– que involucrará al ambicioso Korda (más aficionado a los desnudos artísticos y a las fotos de moda y, según Cabrera Infante, autor por lo menos incierto de la imagen) y a los astutos editores italianos Giangiacomo Feltrinelli y Valerio Riva, quienes la posterizaron para la, sí, posteridad en 1967 o en 1968. Korda lamentó hasta su muerte –según lo que se lee en Senior Service (Tusquets), biografía de Feltrinelli firmada por su hijo Carlo– el no haber pedido derechos de autor por esa foto. Y concluye Cabrera Infante: “Una palabra o dos, como dice Otelo, antes de irme. Es, como siempre, una pregunta de despedida. ¿Alguien ha reparado en que la imagen de El Guerrillero Heroico muestra la cara no de un ‘visionario revolucionario’ sino de un perdedor nato?”. Está claro que Cabrera Infante exagera un poco. Porque, para imagen de la derrota, ahí está la otra foto. La foto que no nos ocupa, pero que se me hace imposible no mencionar aquí. Una foto imposible de manipular porque impone un res-peto casi sacro y cuya casi exclusiva alternativa gráfica es la antigua, pero por siempre novedosa, perspectiva del Cristo muerto del renacentista Andrea Mantegna. La foto que es el yang para el yin de la foto anterior. La polaridad negativa después de la descarga positiva. La derrota absoluta después de la victoria perfecta. La estudiada composición y luz de los cuadros clásicos, al mismo tiempo, evoca esos daguerrotipos sepia del Far West que salían en la primera plana de periódicos amarillos. Así, La lección de anatomía fundiéndose con el Wanted Dead or Very Dead: ahí está el Che, Bolivia 1967, horizontal, muerto y sonriendo con los ojos ciegos, rodeado por sus asesinos. El sueño terminó y nada de eso de “Dondequiera que la muerte nos sorprenda, bienvenida sea”. No, no, no: no es la foto de un muerto feliz, pero sí la foto de un muerto inmortal, y ya entonces las monjas que se encargaron de lavar el cadáver se percataron de su parecido con el Mesías y –cuenta Anderson– cortaron mechones de su pelo para conservarlos como talismanes dentro de relicarios. Con los años (aunque para mí el Che siempre ha estado más cerca de un mix de Capitán Ahab y Moby Dick que del Jesús de los Evangelios), sus similitudes se harían todavía más fuertes: ambos –ha quedado más que demostrado– sirven para vender todas las cosas de este mundo – tanto en el campus como en el cottage– y de todo lo que pueda llegar a comprarse en el Más Allá y que, seguro, incluye posters y pins y boinas estrelladas del Che Guevara. Una y otra foto despertaron en su momento, y siguen despertando hoy, el reflejo obvio y fácil de relacionar a este mártir con el mártir de mártires. Tal vez tenga que ver con el irreductible sedimento místico que, supongo, debe de existir en todo hombre dispuesto a morir y a ser inmortalizado por sus ideales. Alcanza con ver esas dos fotos para sentirlo y sentirse cerca más allá de matices ideológicos o simpatías y antipatías políticas. Y es que su historia es demasiado perfecta y no admite intrusos, y ni siquiera vale la Variante Elvis de que el Che está vivo en alguna parte o el recurso sci-fi de imaginarlo perdido en un continuum de junglas eternas como un Kurtz protagonizando Genesis Now! CINCO No un fantasma sino la foto de un fantasma es la que recorre el mundo. Un fantasma de “entrañable transparencia”. Un sueño despierto para muchos y un delirio en trance para tantos otros. Y en alguna parte leí que un psicólogo de Dallas aseguraba que, desde 1963, diez mil personas soñaban, cada noche, con el asesinato de John Fitzgerald Kennedy. Si el sueño de la razón produce monstruos, entonces me pregunto qué producirá el sueño de lo irracional, y me pregunto también –habiendo vivido y viajado por tantas partes y muerto en un sitio perdido del mapa– cuántos serán los sueños diarios que tienen al Che Guevara como protagonista. viajado por tantas partes y muerto en un sitio perdido del mapa– cuántos serán los sueños diarios que tienen al Che Guevara como protagonista. ¿Y cuántas personas soñarán no con el Che sino con esta foto del Che? El misterio de ese megapoderoso artefacto pop que es la foto del Che de Korda no es un gran misterio. La foto de Korda del Che está en todas partes porque es la foto que todos querrían sentir como propia, como autorretrato. Y memo para The Che Shop: comercializar una cámara fotográfica Polaroid que, se enfoque a quien se enfoque, hombre o mujer, niños o ancianos, perros o gatos, siempre saque una única instantánea: el rostro de ese hombre con cara de larga historia imponiéndose a los rostros con caras de días breves. Y así, enseguida, por encima de su futuro garantizado, la sospecha de que esa foto siempre estuvo ahí, incluso antes del nacimiento de Ernesto Guevara de la Serna. Y que en cualquier momento se la descubrirá –inexplicable, pero al mismo tiempo lógica– pintada en la pared de alguna cueva prehistórica o en el lecho de alguna tumba inca, del mismo modo en que, cuando ninguno de nosotros estemos aquí, cuando ya no quede nada de todo esto, florecerá constantemente entre las ruinas para intriga de los que vendrán de afuera intentando explicar quiénes fuimos y cómo fue que desaparecimos. Una y otra vez, bajo cualquier piedra, la foto y sus derivados. La constante aparición de un aparecido. Contemplar entonces todas estas mutaciones a partir de una foto –cuarenta años después del big bang del final y cuarenta y siete años después del big click del principio– como si se tratara de objetos y de vistas oníricas elaboradas con la materia líquida de lo que parece real pero no lo es del todo, aunque los sueños tengan materia y sustancia. La materia y la sustancia de ciertas quimeras. Y así, en alguna parte, mientras tanto y hasta entonces –diga lo que diga Fidel Castro, quien nunca gozó ni gozará de una inoxidable foto así, quien ha cometido el error de durar demasiado, por lo que su cadáver no será apuesto–, este modelo de hombre que ahora pertenece al pasado nos confía aquello que leí en un graffiti, sobre una pared de Rosario, Argentina, en el sitio exacto donde todo comenzó, y que me hizo sonreír: “Yo, en mi habitación, tengo un poster de todos ustedes. Firmado: El Che”. De ser esto verdad, pobre hombre.
Rodrigo Fresán. Buenos Aires• 63

Secretos de la escritura secreta
Vivimos en una época de códigos. En suficiente pensar en el éxito popular de El código Da Vinci, en el hecho de que todos los días una computadora o un cajero automático nos pide nuestra contraseña para acceder a documentos personales o nuestra cuenta de banco, en la obsesión con que los servicios de inteligencia norteamericanos escuchan conversaciones casuales entre musulmanes buscando la palabra clave que revelará el lugar del próximo ataque de Al Qaeda. Vivimos en tiempos paranoicos, sospechamos que nuestros amigos, nuestra pareja, nuestro gobierno nos engaña; el lenguaje, ese gran instrumento para la comunicación, se nos revela también como un arma sofisticada para el engaño. El universo se nos revela como un gran enigma: es cuestión de un poco de esfuerzo para encontrar su sentido. O sus sentidos, porque todo puede tener un doble o triple sentido. Eso lo sabía William David Friedman, el gran criptoanalista norteamericano que descifró los códigos secretos de los japoneses durante la segunda guerra mundial y que luego organizó lo que vendría a ser con el tiempo, la poderosa National Security Agency, encargada de escuchar las conversaciones de otros gobiernos y de ciudadanos sospechosos (pocos saben que la NSA tiene más presupuesto que la CIA y el FBI, agencias harto más conocidas). Friedman no podía leer el periódico sin pensar que escondido entre los titulares se hallaba un mensaje secreto (alguien se inspiró en esto para una escena similar en Una mente brillante). Friedman terminó recluido en un sanatorio: destino nada extraño para la gente que vive obsesionada por descifrar esa clave que se esconde en las palabras, en las imágenes que bullen en torno nuestro. Los criptógrafos y los criptoanalistas son personajes con mucho potencial literario, pues en su enfrentamiento se puede condensar una de las formas más estimulantes de entender la literatura: como una lucha entre alguien que cifra un texto (el criptógrafo), y otra persona que intenta descifrar el mensaje escondido en ese texto (el criptoanalista). Jorge Luis Borges, por supuesto, se dio cuenta de ello antes que el resto: toda su obra puede leerse como una gran metáfora de la continua disputa, a lo largo de los siglos y a través de los continentes, entre aquellos dedicados a cifrar mensajes y los que buscan descifrar esos mensajes en procura de la Revelación. En Borges suelen ganar los criptógrafos, o en todo caso el Criptógrafo que está detrás de los criptógrafos; los criptoanalistas –que son, entre otras cosas, hermeneutas de todo tipo: teólogos, intelectuales, detectives–, a veces triunfan y llegan a la Revelación, pero ese triunfo trae consigo la muerte –La muerte y la brújula–, la locura –El Zahir–, o el silencio de los místicos –La escritura de Dios–. Los triunfos de Borges son irónicos, agridulces. Uno de los cuentos de Borges que toca el tema de manera directa es El jardín de senderos que se bifurcan, relato de espías ambientado durante la primera guerra mundial. Yu Tsun debe, “a través del estrépito de la guerra”, enviar a Berlín el nombre de la ciudad a atacar (en ella se encuentra el nuevo parque de artillería británico sobre el Ancre). La ciudad se llama Albert, y Yu Tsun encuentra una forma ingeniosa de cifrar su mensaje: asesinando al reconocido sinólogo Stephen Albert, para que así su apellido aparezca en los titulares de los periódicos ingleses, y el jefe de Yu Tsun pueda descifrar el enigma. Irónicamente, Albert es, a su modo, un gran criptoanalista, y acaba de resolver el enigma del laberinto propuesto siglos atrás por Ts’ui Pen, un ilustre antepasado de Yu Tsun. Para Albert, el laberinto de Ts’ui Pen es un libro, una novela caótica en la que el tiempo es un “jardín de senderos que se bifurcan”. Ts’ui Pen no creía en un tiempo uniforme, sino en “una red creciente de tiempos divergentes, convergentes y paralelos… que se aproximan, se bifurcan, se cortan o… secularmente se ignoran, abarca[ndo] todas las posibilidades”. En uno de esos tiempos, Albert y Yu Tsun son amigos; en otro, enemigos; en otro, no existen. Yu Tsun comprende, antes de matar a Albert, que al descifrar el laberinto de su antepasado, Albert también ha descifrado a Yu Tsun. La victoria del espía-criptógrafo es, en el fondo, la victoria del criptoanalista (victoria acompañada, como suele ocurrir en Borges, de la muerte). Otra versión del criptoanalista se puede encontrar en Respiración artificial (1980), la novela de Ricardo Piglia en la que hace su aparición tangencial Arocena, el censor del gobierno que lee las cartas de supuestos opositores en busca del “mensaje cifrado… debajo de lo escrito, encerrado entre las letras, como un discurso del que sólo pudieran oírse fragmentos, frases aisladas, palabras sueltas en un idioma incomprensible, a partir del cual había que reconstruir el sentido”. Los criptoanalistas son, como Arocena, lectores paranoicos, gente que cree que los textos, las imágenes, el mundo se hallan sobresaturados de mensajes secretos a la espera de sus descifradores. “Toda información parece simple ruido hasta que uno descubre el código”, dice un personaje de Neal Stephenson –ese magnífico Pynchon para la generación cyberpunk– en su novela Snow Crash. Con la esperanza de descubrir el código, muchos criptoanalistas han terminado en el delirio, perdiendo sus facultades mentales: aparte de Friedman, el ejemplo más obvio es el inglés Albert Turing, quien, para desarticular Enigma –la poderosa máquina que los nazis utilizaban para cifrar sus mensajes–, terminó inventando el prototipo de la computadora. Si Piglia recuperara a Arocena para una futura novela, lo más probable sería encontrarlo recluido en un manicomio, buscando en las blancas paredes de su habitación los secretos de la escritura secreta.
Edmundo Paz Soldán. Cochabamba•71

08 y contando
Tengo un aniversario cerrado. Hace diez años que salí del Servicio Militar. Hace diez años, en 1998, yo estaba en Villa Marista, Ministerio del Interior, haciéndome una primeriza idea de lo que significa “Seguridad del Estado”. No tengo mucho que contar, lo siento. Fragmentos y detalles y pequeñas resistencias. Lo que podía haber en los hechos se me revelaba entonces de otro modo, eran otras las urgencias y las valoraciones. Yo era más joven y, en palabras de Baquero, no sabía escribir y era un inocente. (Sigo sin saber escribir y sigo siendo un inocente.) Tengo imágenes de un tour, una visita a las celdas vacías: unas parecían cuartos de hotel de categoría modesta –aunque inaccesible para algunos–, mientras que otras sencillamente eran huecos infernales. Tengo imágenes de la visita del Papa –el tour del Papa– en el televisor de la guarnición; los reclutas estábamos acuartelados y en las guardias nocturnas las ametralladoras AKM habían sido sustituidas por pistolas. Tengo imágenes nítidas de la posta donde hice mi última guardia: 9 pm – 1 am en la misma esquina de Goicuría y San Miguel donde, según la leyenda local, un recluta se había dado de baja de un balazo. Problemas personales, según se contaba. Nada más. Una vez, en aquel arduo 98, fui llevado junto con otros reclutas a un apartamento ubicado nunca supe dónde (durante un tiempo mi mapa de La Habana incluía Vedado y Nuevo Vedado solamente). Se trataba de llenar la cama de un camión con una serie de efectos electrodomésticos que llenaban una casa. Bajé y subí por una escalera cargando cajas y cosas. Recuerdo un televisor; recuerdo muchos videocasetes. No sé cómo, la palabra “decomiso” fue surgiendo en el ambiente. No se nos dijo nada, nada más allá de carguen con esto y con lo otro, pero inmediatamente supimos que estábamos “decomisando”. Confieso que experimenté una especie de euforia malsana. Sí, debo haber pensado que estaba con los buenos, pero tal vez no era ese el motivo. Era que allí estaba pasando algo que tenía que ver con la vida real, un suceso que ponía en perspectiva toda mi experiencia distraída en Villa Marista. Era como si todos los meses de Servicio Militar se hubieran planeado –las agencias secretas del destino– para que se intercalara ese evento, para que yo pudiera presenciarlo. Pero yo no lo sabía. En aquel momento sólo fue otra anécdota para contar a otros mientras yo contaba los días que faltaban para mi baja del MININT y para el siguiente paso: mi ingreso a la Facultad de Biología de la Universidad de La Habana. En el 98 inicié una precipitada carrera universitaria de la cual conservo, diez años después, cierta manía, cierta debilidad por los mapas metabólicos. Si en ocasiones es difícil orientarse en lo que hay, las rutas y las sustancias conocidas, más difícil resulta orientarse en lo que no es todavía pero de alguna manera ya está ahí. Latente o latiendo. En los últimos meses, mientras yo he estado ocupado leyendo a Rubem Fonseca, haciendo revistas (esta es una de ellas), leyendo a Dos Passos, viendo teleseries descargadas en computadoras ajenas, leyendo a Joseph Conrad, siguiendo partidos transnacionales de fútbol, leyendo a Scott Adams, dando los últimos toques a una novela impublicable y leyendo demasiados blogs, en los últimos meses, repito, el tema más persistente a mi alrededor ha sido el de los Cambios. Todo el mundo está hablando (o peor, escribiendo) acerca de los Cambios. Todo el mundo predice o espera determinados Cambios. El optimismo es aterrador y la ingenuidad ha demostrado no tener límites. Por ahora yo he intentado limitarme, en los días más inspirados, a buscar en la televisión y en el simulacro de prensa los pequeños desvíos, las mínimas variaciones de concepto y de lenguaje. Es, por supuesto, una tarea agotadora e improductiva. Quiero pensar que es un buen entrenamiento. ¿Y a partir de ahora qué? Si contásemos diez años de aquí en adelante, ¿qué nos encontraremos al final del conteo?, ¿cuántas cosas no habrán pasado? Lo único que se me ocurre especular ahora es que yo seré más viejo y, en palabras de Kozer, Cuba seguirá dando vueltas alrededor de sí misma. A propósito de las vueltas, hay una sensación de mareo que nunca llega ni a la náusea ni al vértigo: simplemente permanece enquistada en la cabeza como una masa benigna. Es la sensación que me ha acompañado, también, en los últimos meses. Y pasará el tiempo. Las consecuencias son imprevisibles. (continuará...)
Jorge Enrique Lage. La Habana•79

Pinochet
Aunque es obvio que una lectura de conjunto –histórica, objetiva o fría– respecto a los efectos de la muerte y legado de Pinochet sólo va a ser posible recién en treinta o cuarenta años más, es fácil, por lo menos en literatura, darse cuenta de que el fallecimiento del general coloca ciertas cosas en perspectiva: hasta el día de hoy, Augusto Pinochet Ugarte fue la bestia negra inalcanzable de la novela chilena. Tal y como con Franco, a quien admiraba, nadie pudo narrar a Pinochet. Nadie se atrevió. La novela del dictador les quedó grande como formato, como tema. No se la pudieron. Era, por supuesto, un desafío. ¿Cómo escribir del golpe, de los tiempos muertos de los 70, de los acomodos y reacomodos de los 80, de la violencia de la DINA y la CNI y de las entrañas del edificio Diego Portales? No lo sé. No se me ocurre. Pero ahora, que Pinochet ha muerto, sería interesante contar las novelas que se refirieron a él, que lo tomaron como figura, que lo intentaron descifrar. Por supuesto, hay unas cuantas, pero incluso en las mejores (Casa de campo de Donoso y Nocturno de Chile de Bolaño) el gobernante de facto aparece como una figura incidental, nunca como el centro del relato. Hay, por cierto, novelas sobre sus esbirros (destacan las de la saga de Heredia de Ramón Díaz y La burla del tiempo de Electorat), cáusticas comedias (Tengo miedo torero de Lemebel) e inmersiones en la psiquis local, fracturada por el crimen institucional (El padre mío de Diamela Eltit), pero no hay quien pueda con Pinochet así de buenas a primeras, en la escritura de un relato-río sobre el dictador y sus laberintos. Es interesante ese fracaso asumido, esa deuda impaga de la que se intenta salir con excusas honrosas o patéticas. Alguna vez, hace años, almorzando en la universidad, le planteé a un escritor de la generación del 72 las mismas dudas anteriores y él me respondió que si juntabas tres novelas suyas, podías sacar de refilón un gran relato sobre la dictadura. Esa respuesta me dio risa (por lo imbécil, lo oportunista y conformista), pero me dejó pensando: la novela del dictador es el Triángulo de las Bermudas de nuestra narrativa. Si fracasó el boom entero, si fallaron o no estuvieron a la altura García Márquez y Vargas Llosa, ¿cómo los autores locales no se iban a perder ahí? Mejor declararse incompetente y decir que se trata de una figura que no merece ser narrada. Para ese escritor, Pinochet era un poncho que le quedaba gigantesco. O les provocaba pavor: no un miedo físico, sino más bien un miedo literario. El pavor ante un tema que convocaba todos los tópicos que había explotado en su obra completa (el exilio, la vida feliz o infeliz de la UP, la violencia institucional, la resaca democrática de la Transición), pero que no podía resolver porque el riesgo era demasiado grande, porque no sabía entrar en sus propias fisuras, porque internarse ahí era ceder al horror y la violencia, abrir la puerta a imágenes o ideas que eran reales (La Moneda en llamas, el culto a la personalidad, los lentes negros, el kitsch y el horror del poder), pero también alegóricas, cercanas, inexplicables. Por supuesto, no se trata de ningún crimen el no haberlo intentado. Pero sería reparador chequear qué hizo la novela local con Pinochet y si estuvo a la altura o no de tamaño tema: qué epitafios o maldiciones le lanzó anticipadamente, si se ensució las manos con sus peores temores y abrió los ojos en la oscuridad, intentando golpear con la pluma un fantasma manchado con sangre. Ø Hace tiempo, en un viejo número de la edición argentina de Rolling Stone, un periodista se sumergía en el submundo del sadomasoquismo en Buenos Aires. Visitaba sesiones presididas por dominatrices de diverso cuño mientras hablaba con clientes felices de ser amordazados y golpeados. Al periodista le obsesionaba algo que no podía llegar a comprender: ¿cómo en un país donde se había practicado la tortura de modo institucional podían existir ciudadanos felices de someterse voluntariamente a ella? Esa pregunta me volvió a la cabeza esta semana cuando supe que Osvaldo Romo había muerto. Por supuesto, la noticia me impactó. Romo mató, violó, torturó, delató y estaba orgulloso de eso. Se consideraba a sí mismo un profesional al que habían dejado solo, a su suerte y hasta estos días nos habíamos olvidado de él. Hace años leí el libro de entrevistas de Nancy Guzmán sobre Romo. Se me hizo insoportable; en cierto modo me enfermé físicamente ante sus páginas, me intoxiqué. Ahora –con Romo muerto– me di cuenta de otra cosa: aquel libro, que revelaba aquella actitud jactanciosa del torturador mientras explicaba los métodos eficaces para desaparecer a sus prisioneros (violentando y lanzando sus cuerpos en el mar o volcanes, mutilando con un "napoleón" sus manos), subrayaba también los alcances de cierta literatura chilena. Era a la luz de esas confesiones que habría que revisar textos como Purgatorio, de Raúl Zurita, o Arte Marcial, de Bruno Vidal. Pensar, por un lado, que el primero reafirma que el mejor Zurita (el esencial, no el que va a leerles a los monos del zoológico) siempre estuvo en ese poemario que en el fondo era un ensayo casi testimonial sobre la tortura, donde las secuelas del colapso nacional (y sus marcas sobre el cuerpo del poeta) se convertían en estigmas, al punto que simplemente debía escribir su última parte sobre encefalogramas, sobre su cabeza quebrada. Por otro, habría que releer cómo Vidal tomaba el camino contrario. Escuchando a Romo su épica sobre torturadores y agentes de la DINA lucía a lo más como una parodia agria, imposible, clausurada de antemano. Porque Romo es la muerte de las posibilidades de la literatura, pues como tema, como sujeto e hito histórico, recuerda que hay una zona vedada a las palabras, un aspecto de nuestra historia que no podremos procesar jamás. Romo es, por supuesto, una de las mejores encarnaciones del mal (en el caso de que eso exista) que ha fabricado Chile. Una versión sorda, vulgar, hueca, retorcida, podrida al punto de que nadie quiso reclamar su cuerpo. Pero ese mal supera lo literario. Romo invalida cualquier intento de alegorizar nuestra historia por medio del arte. La poesía y la ficción chilenas –tal como las ha construido nuestra tradición– son demasiado pequeñas e intimistas para hacerse cargo de lo que él significa, porque lo que él significa está en otro lugar. Ese lugar –donde también habita el sueño de una novela imposible de Pinochet– señala lo mínimo de los esfuerzos de la letra frente a la dimensión desnuda de la violencia. Repito: para Romo no quedan palabras y ese detalle es pavoroso. Romo es el horror y el relato de sus crímenes basta por sí solo. No merece una novela o bien merece cien. Ninguna lo explicaría: todas están escritas con un alfabeto insoportable. Nadie las leería, tal vez, porque nadie lo veló ni lo despidió salvo unas monjas que lo sepultaron como un acto de caridad cristiana. Nadie, como en el poema de Pezoa Véliz, quiso decir nada. Ø
Álvaro Bisama. Valparaíso•75

El fin del mundo
En obediencia al giro cósmico de la rueda de Fortuna cuyos ciclos son imposibles de medir (tantas son las generaciones humanas que los separan), las sociedades opulentas reciben el castigo a su felicidad bajo la forma de terribles catástrofes, pero sólo las opulentas son castigadas, porque las miserables viven la catástrofe todos los días, incluidos los domingos. En ocasiones, el desastre obedece a razones comprobables. La peste negra arrasó las ciudades más ricas y sabias de Europa, en la Italia norteña, con un bacilo que llegó de oriente en las pulgas de las ratas, un emigrante clandestino escondido en las tripas de un polizonte. El pánico al castigo divino aún perduraba en una película de Elia Kazan con inmigrantes ilegales, peligros de plaga pestífera y ratas similares a sus víctimas. Otras veces la destrucción llega por obra de un agente discreto, pero se convierte en un pánico general e induce a creer que el Juicio Final está al caer. En estos casos la plaga o el desastre es una metáfora de la culpabilidad: la culpa de ser tan ricos, tan sabios, tan avanzados, tan poderosos o tan guapos. Tal fue el caso de la tuberculosis durante el romanticismo, según el sagaz ensayo de Susan Sontag sobre la enfermedad y sus metáforas. También lo fue, al inicio de su expansión, el sida, aunque rápidamente las comunidades más afectadas supieron introducir racionalidad en el análisis y detener un terror que podía convertirse en muy peligroso. Durante el largo dominio de la brutal burguesía del Segundo Imperio, ese periodo en el que se amasaron las primeras grandes fortunas plebeyas, gigantescas acumulaciones de capital logradas con el crimen, la estafa, el robo (aunque también la audacia e inteligencia de los burgueses), todo ello acompañado por sangrientas revoluciones y represiones que influirían decisivamente sobre Karl Marx, el castigo divino fue la sífilis y su herencia. Como la peste en las ratas, la sífilis se ocultaba en la sangre de las prostitutas y fluía por toda actividad sexual que no fuera del gusto de la Iglesia y el Estado. Difundido desde la ciencia médica, el pánico a la espiroqueta y a la sexualidad perversa fue tan intenso que duró más de cien años. Todavía en mi bachillerato (Hermanos de La Salle, Barcelona) hube de leer un pasmoso ensayo de Monseñor Thiamer Toth, obispo húngaro, que bajo el título de Juventud y pureza explicaba la lenta liquefacción de la columna vertebral en los masturbadores masculinos. El horror a la infección degenerativa iba unido a un permanente horror corporal. La burguesía opulenta veía el cuerpo humano como un saco de miasmas, infecciones, putrefacciones y descomposiciones, humores malignos que acababan por ocupar el cerebro. Los locos furiosos, los delirantes, las histéricas, los desenfrenados, eran tenidos por pecadores en la etapa final del vicio. Todos los escritores del ochocientos narraron el terror a la degeneración de la sociedad burguesa minada por un mal secreto e ignominioso. La sífilis, como los actuales transgénicos, producía una descomposición invisible de los genes que corrompía fatalmente la herencia. Lo cierto es que aquella sociedad era cada día más poderosa, más opulenta y que estaba haciendo del planeta entero su finca privada. No importa: la obcecación por el castigo, la perturbadora presencia de una culpabilidad difusa, imponía en los burgueses imperiales el pavor a la destrucción universal. Es decir, la de su clase social. No hay nada más asombroso que asistir por vía de novelas o documentos de la época a las conversaciones habituales en aquellos salones. Cada cinco frases aparecía el diagnóstico médico. La medicina era la ciencia dominante y aunque su lenguaje nos parece hoy cosa de sacamuelas, en su momento fue la verdad absoluta. Cuando muere Jules Goncourt, seguramente de sífilis, el parte médico firmado por una eminencia dice que la causa ha sido una “perimeningitis encefálica difusa”. Palabras divinas que se acompañan con esta descripción: “Une désagrégation du cerveau à la base du crâne, derrière la tête”. En sus reuniones, Zola, Flaubert, Maupassant, los Goncourt, Daudet, no cesan de hablar de sus enfermedades con un lenguaje aldeano: ”una fiebre cerebral”, ”una tisis de laringe”, ”un enfriamiento de las me- ninges”. Todos ellos sufren sucesivamente o al tiempo hepatitis, cólicos, gastritis, neuralgias, gripes, comezones, migrañas, rampas, sarpullidos, reumatismos, insomnios o depresiones nerviosas y lo comentan con arrobo, dando un lugar distinguido al aspecto de las deyecciones. En uno de los mejores estudios que se han escrito jamás sobre la literatura francesa, el soberbio Le pays de la littérature, de Pierre Lepape, figura un delicioso capítulo sobre Zola en donde el autor expone con maestría la presencia majestuosa de los médicos del Segundo Imperio. El prestigio de la medicina era tan elevado y general como el que actualmente pueda tener la ecología. Zola, un decidido partidario de la ciencia y el progreso, quiso acabar de una vez con la poesía y otras pamplinas, para construir una novela científica según el método experimental de Claude Bernard, modelo mayúsculo de los médicos parisienses. El único modo de evitar la destrucción de la raza y el fin del mundo (el suyo), era, decía, exponer científicamente la causa de la decadencia. A ello dedicó los 19 volúmenes de su anatomía patológica de la Francia burguesa. Esa ciencia literaria, sin embargo, no era sino un disfraz de la moral tradicional. La novela científica exponía la verdad de la degeneración genética francesa y por tanto era la única actividad artística moralmente respetable. El resto era histeria: “Cuando oyen sonar la música, las mujeres lloran. Hoy necesitamos la virilidad de la verdad para alcanzar la gloria futura”, dice en su Carta a la juventud. Y con la arrogancia de quien nada sabe de la ciencia, pero se cree un experto, añadía: “Que los poetas sigan haciendo música mientras nosotros trabajamos”. La degeneración genética producida por el frenesí sexual, el alcohol y la sífilis eran la causa científica del fin del mundo (del suyo). Poesía tenebrosa inspirada por una culpa- bilidad flotante. Había ganado demasiado dinero. Cada sociedad alucina su fin-del-mundo metafórico. Ahora que nuestros cuerpos son una mercancía de lujo, ¿qué culpabilidad tortura a los opulentos, los sabios, los guapos? ¿Qué peste negra va a destruir sus privilegios? Bien podría ser una sífilis de la tierra, el llamado “cambio climático”, fenó- meno que afecta al planeta desde que existe y que se acelera debido a la imparable e implacable hipertecnificación. La tierra está degenerando, es una bolsa de miasmas, sus casquetes polares están podridos, su atmósfera envenenada, la infección fluye por sus aguas, pronto morirá. En esta leyenda, como en la leyenda de la tuberculosis o de la peste negra, se toma la parte por el todo. Si llegara ese fin-del-mundo sólo afectaría seriamente a una parte discreta de los habitantes del planeta. El resto seguiría como siempre malviviendo, o puede que algo mejor. Hace muchos siglos un meteorito asfixió buena parte de la vida zoológica, pero sólo a los bichos más grandes. Eso no ha impedido la invención del teléfono. La denuncia de un cambio climático universal y catastrófico cuya causa serían “las naciones ricas” o “los gobiernos reacciona- rios” y cuya víctima abarcaría a “todo el planeta” con ese añadido demagógico de “en especial los más pobres” es nuestra leyenda del castigo divino, nuestro mito del fin del mundo (opulento). Habrá víctimas del cambio climático como hubo apestados, tuberculosos y sifilíticos, pero puestos a lo peor, la heca- tombe climática, si la hay, dejará con vida y buenas perspectivas a una parte bastante amplia del planeta: la que todos los días vive el fin del mundo sin sentir la menor culpabilidad.
Félix De Azúa. Barcelona•44

Hora cero
Tras el beso, el brindis, los abrazos y las felicitaciones por el nuevo año, luego de escuchar los veintiún cañonazos que las Fuerzas Armadas dispararon desde la Fortaleza de La Cabaña el 1 de enero para conmemorar el aniversario 50 de la Revolución, y tratando de recordar algún fragmento del texto que el locutor dijo fue redactado por Fidel, salí a la calle. Debía visitar a unos amigos que viven en mi barrio. No es algo sencillo salir a la calle en los minutos que siguen a la hora cero. En Cuba eso implica cuidarse de los cubos de agua que lanzan desde los balcones o los portales a la calle –para limpiar la casa y al mismo tiempo limpiarnos y dejar atrás todo lastre, la mala vibra–. En Cuba eso también implica ver cómo queman un muñeco en medio de la calle –el año que termina–. O tener que hacerte a un lado cuando vas por la acera a casa de tu amigo, porque en tropel un grupo de personas de una misma familia se aferran a una maleta y entre bromas corren hasta la esquina, luego regresan para cederle la maleta a otros familiares –así echarían a andar los engranajes de un enrevesado mecanismo que podría terminar con un viaje al rincón más insospechado del planeta–. Dicen que hay quienes también disparan. Al aire. Cuidando no verme implicado en ninguna tradición familiar ni nacional salvo la del choque de copas y las felicitaciones, me vi con mis amigos. Con el paso de los años la ronda de visitas me toma cada vez menos tiempo, son menos los amigos que per- manecen en este otro rincón del mundo. Para encontrarme con esos que se han largado por motivos que van desde el sueño al desespero debo esperar a que se estabilicen, compren el boleto y suban a un avión con destino al Aeropuerto José Martí. O ir a la cama, dormir y soñar con ellos –una manera a veces expedita para encontrarse no solo con los amigos, también con nuestros muertos–. O hacer un inventario. Aunque me gustaría saber cómo se las arreglan los que, como yo, tienen más de un par de amigos entrañables en lugares donde el océano está de por medio, a estas alturas no somos pocos y tengo la sospecha de que la cifra sigue creciendo. Regresé a mi apartamento una vez terminé la ronda de visitas. Entonces vi a Ismael. Al baqiya fi haya tek, dijo Ismael. Enarcó las cejas. Me dio unas palmadas en el hom- bro. Creí verle una media sonrisa en el rostro. Y se despidió. Debo consignar que antes de despedirse apuntó su dedo en dirección a la avenida Rancho Boyeros, su dedo indicaba que algo había o vio en el centro de la ciudad. ¿Qué?, ¿dónde? No dijo. En la mayoría de los barrios siempre hay alguien que rebasa el punto de no retorno hacia la cordura e Ismael es uno de ellos. Ismael es uno más. Es uno más entre noso- tros. A veces pasa desapercibido, el fin de año de 2007 fue uno de esos días. Vestido con sus mejores galas regresaba de algún lugar, perfumado, algo de alcohol en el aliento y una sonrisa en cuarto creciente. Pero algo vio y quizá por eso me dijo Que su vida perdida sea tuya en el futuro. Sé que también debo consignar que Ismael perdió a su hijo. Las versiones de la muerte son varias. Que se ahogó intentando llegar en una balsa a la Florida. Que en un viaje de trabajo se quedó en Colombia, andaba en el negocio de las drogas y un sicario le reventó el pecho de un balazo. Que por puros celos la mujer, una modelo francesa, lo envenenó. Que se murió de sed cruzando la frontera entre México y Estados Unidos. Que quedó deshecho en menudos pedazos al atravesar el campo minado de la Base Naval de Guantánamo –en esta versión no se aclara si se colaba o escapaba de la Base–. Que en Estocolmo se ahogó en su propio vómito mientras trataba de hacerle una verónica, con alcohol y pastillas, a una profunda crisis. Que cayó de un andamio mientras pintaba una fachada en Sabadell. Hay otras versiones y tienen el mismo desenlace: la muerte del hijo de Ismael. Es el propio Ismael quien las relata. En la más reciente su hijo paga varios miles por tener un cupo en una salida, en plena madrugada, por la zona de Canasí. En el grupo viajarán mujeres, hombres y niños. Pero los sorprende la guardia costera cubana en altamar y el patrón intentará dejarla atrás. Lo que sigue es una sucesión de eventos que da al traste con el plan de todos los que viajaban en la lancha: una señal para que de- tengan la embarcación, la decisión de darse a la fuga, una pésima maniobra del patrón, también hay oleaje, la lancha comienza a hacer agua. En este relato el muchacho, invariablemente, muere, pero a diferencia de las otras el cadáver sale a flote amortajado en una caja de madera pintada de blanco. Según el relato de Ismael, el cadáver, flotando dentro del ataúd, regresa a tierra. ¿Una bella y terrible imagen? Desde entonces Ismael anda tras la pista de la caja. Digamos que el sarcófago donde navega el hijo es, para Ismael, un cachalote blanco. La persecución devendrá obsesión. Al baqiya fi haya tek, dijo. ¿Con ello Ismael quería advertirme algo? Yo regresaba de visitar a los amigos que todavía me quedaban en este otro rincón del mundo –a la par evitaba hacerle la visita a los padres de los que habían decidido largarse–. Ismael volvía de algún sitio, me lo hizo saber con el índice y una media sonrisa. Tal vez había encontrado su cachalote blanco. Me fui a la cama, tuve un raro sueño. Caminaba por la avenida Paseo para llegar a la Plaza de la Revolución, en mi sueño la noche era fresca. En la acera que se extiende bajo la mirada de la estatua de Martí, sentados con las piernas cruzadas, estaban todos mis amigos. Me esperaban. Y todos eran tanto los que se aferraban con sus uñas a vivir en La Habana como los que habían partido. Me esperaban. ¿Para qué? Solo pude saberlo al llegar al corro. Me hicieron un espacio, al centro. Uno de ellos dio unas palmadas en el bordillo y dijo Llegaste a tiempo, será a la hora cero. Me senté. Todos en silencio. Las luces de la explanada que se extiende frente a la Plaza se encendieron. Al unísono, desde los altavoces llegó a nosotros el graznido de varias gaviotas, cierto rumor que pude identificar como el sonido de las olas cuando llegan a la orilla, risas –la inconfundible carcajada de un grupo de niños–, luego el estallido de una retreta que sirvió de fondo a una voz metálica: Aspiramos a una sociedad que hable de sus problemas en voz alta, sin temor, en la que los medios reflejen la vida sin triunfalismos, en la que los errores sean ventilados públicamente para buscar soluciones, en la que la gente pueda expresarse honestamente, donde la economía funcione, donde los servicios funcionen, donde los cubanos no se sientan ciudadanos de menor categoría en su propio país por algunas medidas que en su momento fueron imprescindibles, pero que hoy son obsoletas e insostenibles, una sociedad donde haya mucha información y variada, donde haya productos culturales de alto nivel, donde podamos estar en comunicación con el mundo de una manera natural y sepamos defender las esencias de nuestra identidad y las conquistas de la Revolución misma... Me volví hacia mi amigo. Miró el reloj y me dijo Ten calma, ha sido un viaje muy largo, será como te dije, a la hora cero. Mezclada con las carcajadas de los niños, la retreta y el rumor de las olas la voz monocorde decía: No es la tarea de nadie en particular, de ningún genio. Será el pueblo de Cuba, el Partido, fuerza rectora de la sociedad, somos los revolucionarios los que estamos obligados a hacerlo y los que podemos hacerlo. Dicen los chinos que "el viaje más largo empieza con un paso". Ese paso fue la discusión a que nos llamó el Partido para renovar un consenso y a partir de aquí ir resolviendo los problemas, que son muchos y muy complicados pero éste es un pueblo con una cultura y una conciencia política muy alta... La voz me resultaba conocida, o tal vez lo dicho por la voz me resultaba familiar –al despertar supe que era un fragmento de una entrevista concedida por un miembro del Comité Central del PCC: el ex-director de la Biblioteca Nacional–. No recuerdo haber escuchado nunca la voz del ex-director de la Biblioteca, pero sí leí la entrevista. Justo a la hora indicada por mi amigo se interrumpió la transmisión y apareció el ataúd. Blanco. Se deslizaba sobre el pavimento sin que del roce entre las tablas y el asfalto escapara ningún ruido. El sarcófago pasó frente a nosotros y durante ese lapso de tiempo desde los altavoces escaparía un par de frases, dichas por otra voz, que repetiría: mi muerte podría ser la tuya, mi vida podría ser la tuya. Fueron veintiuna las repeticiones. Como fuertes latidos del corazón. Cada frase como disparo de artillería.
Ahmel Echevarría. La Habana•74

Los chilenos y la ficción
Si un extranjero me pidiera definir la narrativa chilena en una sola palabra, esta palabra tendría que ser Pudor. Nuestros escritores no han sido todos católicos ejemplares y nuestra literatura ha pisado con envidiable seguridad los terrenos del sexo, la violencia, la sordidez y la muerte. El pudor no tiene que ver con los mundos que los novelistas chilenos cuentan, sino con su actitud hacia el hecho de contar. Hay en autores tan diversos como González Vera, Couve o Zambra la misma desconfianza en los argumentos como portadores de verdades, en la ficción como una posibilidad. Contar historias es, y siempre ha sido en Chile, un oficio innoble, por el que hay que pedir disculpas. Creer que las cosas suceden, que van hacia alguna parte, es una inocencia que la mayor parte de nuestros mejores escritores no se permiten. Lo hacen, tienen ganas de hacerlo, pero lo encubren bajo el velo de la autobiografía: Recuerdos del pasado, de Pérez Rosales; el opúsculo político: La tiranía en Chile, de Vicuña Fuentes; la novela infantil: el notable pero también vacío de acontecimiento y peripecias que no sean interiores, Papelucho, de Marcela Paz. Esta idea de que es algo indecente contar una historia, hacer que las cosas pasen, está tan profundamente arraigada en nosotros, que las dos excepciones más notables a esta regla, los dos grandes contadores natos de nuestra literatura –Edwards Bello y Jenaro Prieto–, siempre fueron más admirados y apreciados por sus crónicas que por sus novelas. Extrañamente, no se rebelaron contra esas paradojas; ellos también, a pesar de la solidez de sus relatos, se consideraron ante todo cronistas que habían cometido la mala educación de inventar mentiras para ilustrar con ellas sus ideas. Hay, por cierto, tramas en Droguett, en Jorge Edwards, en Skármeta, en Germán Marín, en Gonzalo Contreras, o en Manuel Rojas, pero generalmente lo que recordamos de esas novelas, más que un argumento, es una sensación, un detalle, los personajes secundarios más que los principales. En las mejores y en las peores novelas chilenas uno no puede dejar de sentir que el relato es fruto de un esfuerzo, de una convención con la que hay que cumplir, que el escritor cree que en el fondo en Chile no pasa nada, ni pasará nunca nada que valga la pena contar. La preeminencia de la poesía en nuestra literatura responde al mismo instinto básico. Muchos de nuestros mejores poetas (Nicanor Parra, Jorge Teillier, Enrique Lihn) son narradores natos, grandes conocedores de la técnica del relato que, sin embargo, desconfiaban, cada uno a su manera –Lihn escribiendo novelas–, de la posibilidad, de la utilidad, de la decencia misma de contar. Quizás ese pudor ante la narración nace de la impresión de que nuestras historias son pequeñas, subsidiarias de otras historias más importantes que ocurren en otras partes. En Chile nada es serio ni real, todo tiene perfume a patio escolar. Todo intento de inventar historias choca con la tía abuela, o el primo que se siente ofendido por usar sus historias, o que con una sonrisa irónica se desestiman tus intentos de fabular, de inventar, de respirar más allá del encierro. La gran novela de Allende, la gran novela de Pinochet –se quejan los visitantes–, no ha sido escrita. Más de alguien lo intentará, pero en sustancia, la mayor parte de los chilenos pensamos que no hay nada grande, realmente grande, en la vida de esos próceres que comían, dormían y hablaban como nosotros. La grandilocuencia de morir, o de matar, se nos escapa una y otra vez al escribir. No tenemos la frialdad para mirar esas muertes y nacimientos como hechos y no como ideas o planteamiento ante los que tenemos que pronunciarnos. Cuando era joven y quería ser guionista, esta manera de ver y contar los hechos era considerada nuestra mayor desgracia. Las series americanas o brasileñas sabían dosificar la información, construir los diálogos sin que se convirtieran en cursos de filosofía o en puro payaseo picaresco, los impactos y emociones estaban perfectamente repartidos para llegar a la cima. Yo realmente llegaba a entristecerme por esa incapacidad, mía y de mis compañeros, para contar bien una historia. Pero después pensaba que una de las pocas películas chilenas que han tenido verdadera importancia en la historia del cine mundial, Tres tristes tigres, de Raúl Ruiz, hablaba justamente desde esa incapacidad de contar, desde ese pudor ante los hechos, desde esa fascinación por lo que en las películas de Hollywood no importa ni nadie ve. La otra película nuestra importante, El Chacal de Nahueltoro, de Miguel Littin, se apoya en un hecho real para no perderse, pero muestra la crueldad, la muerte y la redención con la misma falta de dramatismo, con el mismo conmovedor pudor frío de Ruiz. Por lo demás, esa incapacidad chilena quizás no sea tan sólo un privilegio nuestro. El profesor Bernardo Subercaseaux en su nuevo libro compara Alhué de González Vera con Pedro Páramo de Juan Rulfo. Los dos relatos cuentan de manera desoladora la historia de un pueblo en que nada, ni siquiera la muerte, parece suceder realmente. Las dos novelas prefieren olvidarse de la trama para dejarnos con la desolación y la inmovilidad de una provincia sin perdón ni futuro. De manera completamente distinta, pero congruente, Alejo Carpentier, Arguedas o Lezama Lima cuestionan en sus novelas la posibilidad del tiempo mismo en que suceden las cosas. Contra la idea misma de la historia que trajeron los españoles, los mestizos se rebelan sin enfrentarse, mascullando su desconfianza, deshilachando suavemente la posibilidad de contar. Para ellos lo esencial transcurrió hace quinientos años, el tiempo se acabó por entonces. Nuestras vidas, nuestros hechos, héroes y batallas están, por tanto, condenados a ser fantasmas.
Rafael Gumucio. Santiago de Chile•70

La ballena de la muerte blanca
Cuando Herman Melville publicó Moby Dick (1851), en algún lugar del océano Ártico nacía una ballena boreal que 40 años más tarde sobreviviría a un arponazo en el lomo. Pero entonces aquella ballena era muy joven y el daño que le infligieron no fue suficiente para acabar con una vida que se prometía larga y poderosa. Sin embargo, a fines del último mes de mayo de 2007, la criatura ya centenaria fue abatida frente a las heladas costas de Alaska. Las agencias de noticias dedicaron sus titulares al arpón que extrajeron de sus costillares mientras la destazaban. A mí me gustaría –más bien– convertir estas líneas en un responso pagano por la última ballena que compartió los mismos mares que Moby Dick. La punta del arpón encontrado en la vieja ballena boreal se exhibe ya en una de las vitrinas del New Bedford Whaling Museum de Massachusetts, otrora puerto ballenero próximo a Boston. Se trata de un venablo explosivo que se fabricaba en las factorías de New Bedford entre 1879 y 1885, y que al taladrar las carnes coriáceas de los cetáceos estallaba en varios fragmentos apenas pinchaba en hueso. Para que tal cosa fuera posible, aquellos arpones no podían ser lanzados con la simple fuerza de los brazos –como los descritos por Melville– sino por medio de cañones. Puedo imaginar la herida profunda de la ballena cicatrizándose a través de las décadas, gracias al yodo y la sal de los mares árticos. Puedo imaginar a esos rústicos pescadores del siglo XIX, maldiciéndola cada vez que reconocían el arpón clavado en su lomo, tal como el capitán Ahab blasfemaba en cuanto reconocía los suyos en el lomo erizado de Moby Dick. Una ballena boreal adulta pesa unas 100 toneladas y puede llegar a medir entre 18 y 20 metros, y si no hubiera sido por el desdichado ejemplar cazado a fines de mayo, los científicos habrían seguido pensando que su expectativa de vida no pasaba de los 70 años. No obstante, la ballena del arpón acumulaba ella sola más de 140 años y se calcula que en libertad podría haber alcanzado incluso los 200. Pero ya es demasiado tarde para cábalas semejantes, pues una de las criaturas más viejas de nuestro planeta ha tenido que morir para que un museo de Massachusetts añada un arpón del siglo XIX a su inefable colección. He visitado la tienda virtual del New Bedford Whaling Museum, y dentro de poco podremos comprar on-line un pisapapeles del rejón explosivo en tamaño natural o su versión más dorada y reducida en formato pin. Moby Dick –la ballena blanca de Herman Melville– estaba inspirada en un feroz cachalote albino que asoló las costas de Perú y Chile a principios del siglo XIX, y que fue perseguido por balleneros de varios países a través de los mares de Australia, Japón, Indonesia, Chile y Perú, antes de ser cazado en 1835. Según J.N. Reynolds, los marineros llamaron “Mocha Dick” a aquel monstruo de la naturaleza, y de su lomo –blanco como la lana– arrancaron más de 20 arpones de piedra, hueso, acero y marfil, procedentes de diferentes épocas y regiones del Pacífico (Mocha Dick: Or The White Whale of the Pacific: A Leaf from a Manuscript Journal, en The Knickerbocker, vol. 13, núm. 5, mayo de 1839). Si “Mocha Dick” fue la precursora de la gran ballena blanca de Melville, la centenaria ballena boreal que acaba de morir en Alaska es el último suspiro literario de Moby Dick. Los cazadores y coleccionistas están fascinados con el hallazgo del arpón explosivo, esa reliquia del siglo XIX. Yo, que nunca llegaré a nada porque mi único tesoro son los libros y la melancolía, me arrasa la muerte blanca de esa ballena boreal sin aurora, una reliquia del mundo que perdimos. A diferencia del final de Moby Dick, ahora los huérfanos somos nosotros.
Fernando Iwasaki. Lima• 61

El negro Torcuato
Torcuato se movió en la tierra debajo del la hamaca del General. Negro lucumí, con el sabor de la esclavitud todavía en los labios, era el fiel remedo de un perro en vigilancia perpetua. Cuando el General dormía, él, debajo de la hamaca, dormía también con el sueño despierto del escucha; y cuando el viejo soldado, fustigado por las fiebres perniciosas, no podía abandonar la hamaca, bajo ella se estaba Torcuato víctima a su vez de las fiebres del sometimiento y de la abnegación. Torcuato sabía cuando el Jefe estaba contento, cuando estaba desesperado, cuando se sentía prudente o bélico… Y Torcuato sabía también cómo no se volvía atrás cuando disponía algo en cierto estado de ánimo. Aquel día el General tenía hambre; sus codos se marcaban, separados del cuerpo, en la lona de la hamaca. Torcuato sabía que en aquel instante los ojos del General estaban abiertos, fijos en el vértice del ángulo que formaba el techo del rancho de vara en tierra y que pensaba intensamente en la forma de procurarse algo de comer. Su naturaleza estragada por las fiebres no apetecía nada, pero él sentía el hambre de su gente como si la tuviera dentro del estómago; sentía el hambre de los suyos como se satisfacía con sus actos valerosos o le humillaban sus acciones cobardes. No era General por accidente, ni por apellido, ni aún siquiera por el arrojo, sino por el derecho natural, por la cualidad de saber imponer su decisión a los demás y poder asimilar y dirigir la decisión de los otros. Torcuato lo observaba desde tierra; quería hablarle pero sabía que en aquel momento no lograría nada y sin embargo él no podía esperar si quería contar con tiempo suficiente para alcanzar el fin que se proponía. Tornó a moverse y de pronto, tomando una decisión, se levantó y mirando al General cara a cara quiso hablarle. Pero no había pensado en las palabras y se quedó mudo ante los ojos violentos del enfermo… –Mi… mi… El gesto enfurecido del General no dejaba pasar la primera sílaba, pero él se había decidido, e insistió: –Yo… yo… –¡Échate...! Torcuato no se echó; continuó la sílaba en los labios esclavos sublevados aunque temblorosos, hasta que por fin pudo decir: –Yo tené que hablale… Pero el General, aún más extrañado que enfurecido, no lo oía y volvió a gritarle: –¡Échate! Échate o te mando a colgar de una guásima... –Guásima depué, hora Tocuato va a hablá. Tocuato va bucá comía grande si Generá deja; depué guásima. Tocuato no mete mieo guásima ni na… El General ya francamente enfurecido miró para los ayudantes que no las tenían todas consigo, y temiendo hasta donde pudiera llegar la obstinación de su asistente, admitió: –Bueno, habla, pero échate. Ya sé lo que tú quieres pero eso es imposible. Ese isleño no se va a dejar coger. Si el plan fracasara y se llegara a saber en el pueblo, nuestra situación aún sería más embarazosa. ¿Saben quién es? –añadió dirigiéndose a sus ayudantes–; El viejo Ignacio, padre del jefe de la Guerrilla de Hatillo. Dice que lo ha visto pescar en el río Bélico, después del Paso del Minero; y quiere cogerlo para cambiarlo por reses. Casi nada, en la misma Villaclara, a un tiro de rifle de los Fuertes. –Tocuato cogé guerrillero –insistió el negro con obstinación–. Tocuato cambia viejo po bueye. El General hundió un poco más los codos en la hamaca. Torcuato sabía lo que significaba aquello, pero no se inmutó y tornó a decir: –Tocuato cogé guerrillero… Ante aquella insistencia, el General cedió; pero arqueando las cejas hirsutas amenazó: –Tú ve; si fracasas, nada podrá salvarte de la guásima… Torcuato, que aún no se había echado, corrió fuera del rancho a ensillar su caballo y a los pocos instantes se oía alejarse un largo y doble galope por el camino del Suazo en busca de la cordillera del Escambray. Afuera caía la tarde por entre las dos lomas que bordea el río Abagama y que servían de protección al cuartel general de los insurrectos. Los tiempos eran difíciles; en el campo de la revolución no se comía carne desde hacía muchos meses y ahora, con la muerte de Maceo y el consiguiente fracaso de la invasión, se haría aún más difícil conseguir un mal buey. Los ánimos estaban abatidos y vacíos los estómagos. Día a día las confidencias estaban peor servidas y ni la célebre quinina se encontraba en ellas, mientras los guerrilleros agrandaban sus zonas aumentaban su audacia. Pero Torcuato no pensaba en nada de esto. Allí, debajo de la hamaca, le daba vueltas y vueltas a su idea. Desde el día en que vio al viejo Ignacio pescando en el río, se dio a pensar en la manera de capturarlo y fue más tarde, mirando para los codos del General, que se le ocurrió que el isleño podía servir para algo más que para fruto de guásima y almuerzo de tiñosas. Al fin lo encontró. El viejo bien valía su media docena de bueyes. Ahora, mientras dejaba atrás la loma de la Cruz y se adentraba por la manigua sabanosa en campos de más peligro, le daba los últimos toques a su plan. Sabía que su cabeza pendía de un hilo. Cuando el General decía las cosas con los codos clavados en la lona de la hamaca, no se volvía atrás… Ya hacía horas que había dejado el campamento y, aunque faltaban algunas más para divisar las luces de Villaclara, comenzó a tomar precauciones. No estaban las cosas para que su penco o el que llevaba del diestro se partiesen una pata corriendo por sobre cascajos, dientes de perro o raíces de guamá y menos para que, denunciado por el ruido, la guerrilla se lo llevase de encuentro. En la madrugada cruzó el Paso de la Volanta sobre el río Bélico y escondiendo los caballos en una gatera continuó el camino a pie. Al viejo guerrillero le gustaba pescar con la fresca y no debía demorarse mucho si no quería ver fracasado su plan. Todavía a medio aclarar llegó a los juncales del río donde había visto a su hombre y desde ellos se puso a espiar mientras, con el machete, vaciaba una gran güira que a ex profeso había cogido de una mata. Había que hacer las cosas bien; él sabía cómo se las gastaban aquellos isleños, y el problema no era provocar una lucha a la vista de los fuertes, sino cogerlo por sorpresa y llevárselo callandito hasta la gatera donde tenía escondidas las bestias, fuera ya de la zona más peligrosa. El juncal no bastaba para ocultarlo y fuera de él estaba el limpio con alguna yerba guinea raquítica, incapaz de esconder a un hombre. Pero él lo tenía todo meditado y por eso había convertido la güira en una gran jícara con respiradores donde su cabeza cabía perfectamente. Ya la había probado sumergiéndose en el río y sirviéndose de la güira como de una especie de escafandra de buzo, cuando divisó a lo lejos al isleño que traía sus aparejos de pesca. Torcuato se sumergió hasta más abajo de los hombros, disimuló la güira entre el limo y el paral que cubrían abundantemente toda la orilla y removió con sus talones el fondo fangoso hasta que el agua se enturbió haciéndolo completamente invisible. El isleño ya cebaba los anzuelos al lado del juncal, donde su acechador lo había previsto, junto a un asiento natural de piedra. –Río revuelto –dijo el isleño en alta voz–; cualquiera diría que ha llovido por aquí, a no ser… –se detuvo un instante observando–… que esté oculto entre el paral algún caimán de paso… Se sacudió la prudencia y sentándose en la piedra continuó el soliloquio: –Me parece que voy a coger más pejes que mi jijo insurrectos; aunque las guabinas y anguilas están más juyuyas aún que esos majases del monte… Al sentarse dejó colgando los pies sobre el agua y en aquel instante la güira comenzó a moverse en dirección a él. En efecto, el caimán de paso estaba allí pronto a llevárselo; era un caimán africano, lucumí, aunque más astuto que ninguno de los que visten escamas… El isleño nada había visto; con la mirada fija en la caña de pescar no presentía el peligro que lo acechaba. No era pusilánime; conocido jefe de guerrilla de la otra guerra, demasiado viejo ya para imponerse otra campaña, le había dejado el grado en herencia a su único hijo, más arrojado todavía que él, más sanguinario e inflexible y por lo menos con tanto odio hacia los insurrectos como el que su corazón guardaba. Como a Torcuato, algo había en el isleño que le hacía recordar su época de esclavitud y no concebía la libertad siquiera. Para él los insurrectos eran unos bandidos, ladrones de ganado, incendiarios y asesinos que vivían fuera de la ley y que era preciso exterminar a toda costa. Vivía orgulloso de su hijo que continuaba sin menoscabo la tradición de las guerrillas de Camajuaní y cuyas órdenes eran acatadas en el monte hasta por la guardia civil y las tropas regulares… Él ahora ya no valía nada; estaba viejo, achacoso y medio inutilizado por los macheteos que había recibido. Dos veces lo habían dejado por muerto en medio de la manigua y las dos veces pudo regresar al pueblo y hacer un escarmiento con los confidentes que, viéndolo en las últimas, se le habían mostrado imprudentemente. Pero ya faltaba poco. Por fin se habían llevado por delante al mulato oriental que era el más peligroso de todos. Un mulato con brujo, con resguardo, de otra forma no se explicaba que hubiera podido atravesar tantas veces la isla de punta a punta en sus invasiones, burlándose tanto de las tropas del rey como de las guerrillas, lo que era algo más difícil. Fue en esto que vio la güira flotar acercándose a él, avanzando contra la corriente. Como sucede a menudo, Torcuato que lo había previsto todo, falló en lo más sencillo. Sus ojillos dentro de la güira observaban al viejo Ignacio y comprendió que algo anormal sospechaba. Se quedó inmóvil entre el limo y esperó; la presa no le quitaba los ojos y parecía que todo iba a fracasar cuando algo picó en el anzuelo… Torcuato comprendió que no tenía tiempo que perder y, mientras el guerrillero se afanaba en su pesca, saltó fuera del agua y cogiéndolo por las piernas lo hundió en el río… Ya había avanzado bastante la noche cuando el negro Torcuato, cabizbajo y con los ojos vinosos perdidos en la incomprensión y en el despecho, entró en el rancho del General. Este esperaba confiado; cuando lo amenazó con el castigo drástico tenía la certeza de que su asistente lograría lo propuesto; le sobraba valor y astucia para salir con bien de la empresa y si alguna inquietud sentía era por haberlo dejado ir solo a algo que era tan difícil como que penetrase en un campamento enemigo haciéndose pasar por español. Torcuato era de los que nunca fallaban, pero ahora el General lo veía entrar desplomado, con toda la derrota encima de él, e indagó: –¿Qué te ocurrió, negro? ¿Es posible que hayas escogido la guásima? ¿Y el hombre? ¿Y los bueyes…? –Hombre ahí etá, Generá; pero ileño se mu bruto; ileño desí que él no cambia po buey; que si insurreto tiene hambre, insurreto coma ileño; desí que en África lucumí come gente humana… –¿Y tú, qué le has contestado a todo eso? ¿Le has dicho que también tú tienes tu guásima escogida? –No; Tocuato no pensá; Tocuato cuenta a Generá y desí que conose ileño bruto y sabé que gente no come buey… –¿Entonces tú opinas que todo está perdido? El asistente movió la cabeza desesperado por la impotencia y añadió: –Gente no come buey… El General se mantenía en una serenidad irritada. Sentía el fracaso como suyo y esperaba que Torcuato le buscase solución a lo que parecía no tenerla, según su respuesta obstinada. –Bueno, que le hagan consejo de guerra. Mira, Torcuato, forma tú mismo el consejo de guerra. Es lo menos que te puedes llevar por delante. No comeremos buey… Los ayudantes lo miraron extrañados; todos sabían que la vida de un guerrillero no valía lo que una pluma de una tiñosa; pero, también, que en las cuestiones de forma, el General no admitía burlas. Y aquello les daba mala espina. –Torcuato no pensaba nada, aceptaba la orden como una compensación y encontraba muy natural que fuese él quien juzgase al isleño. Salió resuelto, pero con el aspecto del hombre que está bajo una grave amenaza, y se fue en busca de Ta Paulino; después del Congo Santos, después de Ñato Mandinga y así hasta cinco de los más respetables de los suyos, negros lucumíes también, y media hora más tarde el tribunal entraba en funciones. Torcuato se nombró fiscal, contó lo que había hecho y por qué; preguntó por última vez al guerrillero si estaba dispuesto a pagar el rescate y ante la negativa de éste, anunció la pena. El isleño debía morir; como él era fiscal, se encargaría de ejecutarlo. Los demás no estuvieron conformes. Cada uno de ellos adujo sus derechos y como la discusión se alargaba demasiado, Congo Santos, el más viejo, habló: –Aquí to somo iguale y to debemo hasé lo que manda Consejo; ca uno saca machete en ridor ileño y aonde camine él ese ñámpia. Ñato Mandinga, cuya ropa estaba raída, preguntó: –¿Y ropa? ¿Va a rompé? –Ñato Mandinga sabe –admitió Congo Santos–; ileño pone encuero. Salieron al limpio y al rato el isleño Ignacio estaba en medio de un círculo, completamente desnudo. Todos habían desenvainado el machete y esperaban que el guerrillero se decidiese por alguno, pero éste permanecía inmóvil. Sin ropas lucía insignificante entre aquel círculo de hombres armados y no obstante ni un músculo de su cara se movía; pensaba, acaso, en las veces que había estado a punto de morir, o en que su hijo andaría a aquellas horas en busca de enemigos que matar. Detrás del círculo estaba la manigua; si pudiera romperlo y llegar hasta ella, difícilmente sería alcanzado. Ni por un solo momento admitió la idea de recuperar la libertad a cambio de comida para los insurrectos. Después de muerto “el mulato” la guerra estaba ganada y ya sólo era cuestión de más o menos días. Él no iba a servirles ahora de respiro. Los hombres del círculo se impactentaban y ya estaban dispuestos a terminar de una vez cuando el isleño, midiendo la distancia, intentó huir. No dio dos pasos: el largo machete de Torcuato lo alcanzó en plena frente y el condenado cayó de rodillas. Unos instantes después cada uno de los miembros del tribunal limpiaba con yerba la hoja ensangrentada de su machete… Torcuato se dirigió al rancho del Jefe que le preguntó al llegar: –¿Qué le salió? –Cabeza –contestó Torcuato pasándose el índice por el cuello. –Bueno, cuando amanezca que lo ejecuten. –Ya Tocuato jecutó. –¿Cómo?... –Sí, Tocuato no trai buey, Generá dice cuerga guásima y Tocuato cumple su debé ante de Generá colgá. No tá bien que muera un mimo palo insurreto y guerrillero. Y Torcuato se echó bajo la hamaca en espera del amanecer en que debía ser colgado. Él sabía cuando al General se le podía hablar y cuando no. Al mirar hacia arriba, vio los codos de éste hundidos en la lona de la hamaca hasta querer romperla y cerró los ojos para morir descansado. Cuando dejó escapar el primer ronquido, el General se sonrió extendiendo los brazos a lo largo de su cuerpo.
Carlos Montenegro. Galicia•00 - Miami•81

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Ella no significa nada para mí, y sin embargo iré tras el misterio de su muerte. Rodolfo Walsh Dicen que la autopista va a atravesar la ciudad de arriba a abajo. Lo que queda de la ciudad. Por el día avanzan los bulldozers barriendo parques, edificios, shopping centers. Por las noches yo deambulo en las proximidades del mar, entre los escombros, las maquinarias, los contenedores, tratando de avistar desde ahí la magnitud de lo que se avecina. No cabe duda de que la autopista será algo monstruoso. Con las autopistas ocurre lo siguiente: no importa por dónde pasen, a cada lado empieza a crecer (como intención del espacio, como posibilidad) el desierto. Esta noche me vuelvo a encontrar con él. Yo le llamo el Autista. Alguna vez fue un nerd, un geek, un freak a su manera. Ahora está más allá de todo eso. Lo encuentro sentado junto a unos esqueletos de carros americanos que deben tener más de un siglo. Se ha hecho un enredo de cables de distintos colores con los que se alumbra para leer el último número de la revista Wired. Lo saludo con un gesto y sigo de largo. Alguien debería hacer un documental sobre él. Un contenedor misteriosamente abierto. Ilumino la puerta de metal con un fósforo. Un montón de pegatinas que dicen: SNACK CULTURE. Afuera, por ambos lados, en letras más grandes, es probable que diga lo mismo: SNACK CULTURE. Adentro hay (tiene que haber) un cadáver. –¿Algo más? –pregunta el Autista. –Montones de cajas, cajas, cajas. –Me refiero a si hay otros cuerpos. –Ahora estamos tú y yo, ¿no? –Otros cuerpos. Otros cuerpos. Casi me los está pidiendo. Le digo: –No sé por qué tendría que haberlos. Una patrulla de helicópteros cruza por delante de la luna. Cuando desaparecen, el Autista me mira con su cara desprovista de expresión y me dice: –Siempre lo mismo. Tú, yo, y una mujer muerta. Vestida como una reina, o como una puta vestida de reina, vestido de noche y afilados tacones y bolso Vuitton, hasta la sangre debajo de ella resulta un charco carísimo. Se vistió para salir con alguien, quizás a una alfombra roja, quizás a una fiesta de famosos, algo que en definitiva no salió bien. El peinado deshecho, el maquillaje intacto. No es una mujer joven, pasa los cuarenta pero conserva rasgos de niña quirúrgica. Tiene joyas, pero no dinero. Sin duda habrá tenido muchos amigos e impredecibles amantes. Se pueden inferir toda clase de historias con sólo mirarla tendida en el piso de un contenedor. Es, por supuesto, Vida Guerra. La cuban american model, singer, actress... Su rostro pretende ser inconfundible todavía. Hay que hacer algo. Busquemos un teléfono, sugiero. Busquemos un maldito celular. Vámonos a Nokia, esa pequeña ciudad de Finlandia. Pero no nos movemos. Empezamos a discutir si uno de los dos debiera quedarse cuidando (tal vez examinando cuidadosamente) el cadáver de Vida. Y en medio de esa discusión necrofílica nos alcanza la llovizna. La llovizna que se había estado moviendo hacia nosotros sin que nos diéramos cuenta. Por un instante, cuando casi roza nuestras narices, vemos esto: Lo que parecía un velo de agua es como un frente de éter electrónico, como una pantalla con abundante estática, como un cristal que torna líquido el panorama visible a través de él. Pasa rápidamente por encima de nosotros y no provoca sensación alguna; en cualquier caso el efecto se desvanece al momento y tras su paso todo queda igual que antes, pero es un todo más iluminado y en escala de grises. El Autista y yo nos miramos. El Autista me dice que él sabe dónde encontrar una camilla. Yo pienso: ese basurero de trastos de hospital sólo existe en tu mente. Ponemos a la cuban american muerta en una camilla metálica con ruedas, y nos vamos rodando hasta la garita que custodia la zona. El vigilante sale a nuestro encuentro apuntándonos con una linterna: –¡Alto ahí! ¿Quiénes son ustedes? No respondemos esa pregunta. Teoría del silencio reflejo. –¿Cómo entraron? –Siempre estuvimos adentro –dice el Autista. –¿Qué llevan ahí? –El vigilante se acerca a inspeccionar la camilla–. La gente viene a robarse materiales de construcción, y ustedes... –¿Reconoce quién es? –le pregunto–. Fíjese bien. Él aguza la vista. Es gordo, es patético, le lleva unos diez destruidos años a Vida y parece necesitar, como mínimo, unos espejuelos. –Qué buena está la temba ésa –reconoce–. Se ve que es una diabla caprichosa. Por cosas así es que yo padezco del corazón. –En las revistas del corazón vienen listas de transplantes –dice el Autista sin propósito definido–. Hay que leer de todo. El vigilante lo mira con una mezcla de confusión y reverencia. –Mira tú, yo estoy en una lista de transplantes. –¿Entonces qué está haciendo aquí? –le pregunto. –Espero a que terminen la autopista. Pagan una mierda, pero pagan. Yo era coronel de las Fuerzas Armadas, ¿saben?, y miren donde he terminado. En una garita toda la noche mirando televisión. –El vigilante vuelve a mirar el cadáver, chasquea los dedos–. ¡Ya sé! Ella es la del noticiero. Entramos a la garita. En un televisor portátil en blanco y negro está puesto el Noticiero Nacional de Televisión, y ahí está ella. Viva y en vivo. Vida Guerra es la locutora principal. Con un escote devastador, nos habla de un maremoto en Asia. Pero también es el locutor principal. Vida Guerra con bigote espeso, el pelo escondido en una peluca, las tetas apretadas e invisibles bajo el traje y la corbata. Y también es ella la mujer del tiempo: con otro traje, en pantalón ceñido y diferente la misma voz, recorre con la mano el mapa de la isla señalando altas temperaturas. Y a continuación Vida Guerra como el apuesto joven de los deportes que conversa con un canoso analista de béisbol que es ella también. Y después Vida Guerra en la sección de culturales: la cara más gorda, la sonrisa amplia, la blusa decepcionante. Y Vida Guerra la presentadora de los reportajes de Vida Guerra la corresponsal que reporta desde distintos lugares del mundo. Adelante, Vida. Muchas gracias. Esto significa algo, dice el vigilante. Sus ojos se agrandan y su rostro palidece. Ha visto una señal clarísima en la superposición de tantas imágenes informativas con el cuerpo que acabamos de encontrar. Sin duda alguna esto tiene que ver con él, últimamente todos los cañones apuntan en su dirección. Él la estaba esperando, ella ha venido por fin a buscarlo. Ha llegado la hora fatal. (Pero a mí se me ocurre otra cosa.) –Quizás no sea lo que usted imagina. Sin pretender restarle validez a sus conjeturas terminales, con el mayor respeto, yo creo que puede ser todo lo contrario. Puede ser la oportunidad de tener un corazón nuevo. El vigilante pestañea, perplejo. –¿El corazón de ella? ¿Ponerme su corazón? –Ahora mismo, antes de que se enfríe. Si es cierto lo que usted dice, no tiene nada que perder. En cambio, si todo sale bien... –¡Pero cómo voy a vivir yo con un corazón de mujer! –Si las mujeres pueden, coronel, cómo usted no va a poder. Él queda en silencio. Meditabundo, se lleva una mano al pecho y se da unos golpecitos. El Autista y yo nos miramos. El Autista me dice que él sabe dónde encontrar una camilla. Yo pienso: No se atreverá. Estoy seguro. Sin embargo se acuesta sin vacilaciones en una camilla metálica al lado de la de Vida y cierra los ojos y se hace el que está decidido y más que decidido: anestesiado. –Bisturí –le pido al Autista. Trato de concentrarme mirando fijamente a la donante. Rasgo la tela del vestido. Por supuesto que no lleva a ajustador. Aparto un poco la teta izquierda. Si pincho donde no es puede salir un chorro de silicona, puedo encontrar una bala perdida o un fajo de billetes, puede pasar cualquier cosa. Hago la incisión. La abro. Profundizo. (Probablemente haya que usar una sierra.) Aparto las costillas y el plástico. Separo todo lo que no es importante ahora. El corazón queda a la vista. Corto todas las tuberías y cables que lo sujetan. Meto mis manos sucias dentro del pecho que todavía está caliente, que se calienta todavía más... Quema. (Sale un humo perfumado.) Saco el corazón de Vida Guerra. –Qué asco –dice el Autista a mis espaldas. Sostengo el corazón de Vida Guerra como si fuera la cosa más frágil del mundo. Está húmedo. Es pequeño y femenino. Es un juguete erótico. Es de pilas: vibra entre mis manos. O no: son mis manos las que vibran, son mis nervios que le transmiten electricidad. De pronto el corazón late. Un solo latido. Un latido fuerte. Me vuelvo hacia el Autista. –¿Tú viste eso? –No. Observo el corazón durante unos segundos. No vuelve a latir. Lo aprieto un poco. Nada. Le pido al Autista que lo sostenga y vuelvo a empuñar el bisturí. –No lo dejes caer. Dámelo cuando yo te lo pida. –No sé por qué quisiera quedarme yo con esto. Ella no significa nada para mí. –De acuerdo. –Me acerco al otro cuerpo. Él ya se quitó la camisa del uniforme y muestra el pecho fláccido, hundido, con algunos pelos solitarios que parecen gusanitos retorcidos. Siento un corazón, el mío, latiendo con fuerza. Miro al Autista, miro el corazón, ese pedazo de mujer en sus manos. Miro el pecho todavía por abrir. Levanto el bisturí. Lo dejo caer. Retrocedo. –Lo siento, coronel. Él se levanta. Empieza a abotonarse la camisa. –Sabía que no te ibas a atrever –dice. O quizás sí. El coronel se acuesta sin vacilaciones en una camilla metálica al lado de la de Vida y cierra los ojos y se hace el que está decidido y más que decidido: anestesiado. –Bisturí –le pido al Autista. 1- Abro el pecho de ella, saco el corazón. 2- Abro el pecho de él, saco el corazón. Echo el corazón 2 a la basura. El corazón 1 se lo pongo a él. Le cierro el pecho a él mientras el Autista le cierra el pecho a ella. –Ella no significa nada para mí –murmura–, y sin embargo aquí estoy rellenándole un hueco con arena de autopista. Ella no significa nada para mí, y sin embargo aquí estoy cosiendo con alambre su cuerpo atropellado. Le digo que se calle, porque a fin de cuentas él es el único que entiende lo que está intentando decir. Esa es una de las razones por las que le llamo el Autista. La operación militar al fin concluye. –Listo, coronel. Él se levanta. Empieza a abotonarse la camisa. –Ahora vamos a enterrar a la perra esa – dice. Ya no hay que llamar a la policía: ahora él es la policía. Nos habla de otros cuerpos enterrados, de un lugar que él conoce, donde va la gente (los tipos que no pagan una mierda: los tipos que pagan de verdad) a deshacerse de los cuerpos en la noche. Prostitutas. Mendigos. Testigos. Y cuerpos que lanzan los helicópteros, también, y fugitivos desesperados que se entierran a sí mismos escarbando con las uñas. Cadáveres que nadie encontrará nunca, asegura el coronel. Todo esto, hasta donde alcanza la vista, dentro de poco estará cubierto por toneladas de asfalto. Todo. Caminamos los tres en silencio. Conduciendo la camilla de Vida Guerra por senderos de tierra rocosa. Le pasamos por el lado a camiones de ruedas inmensas, bordeamos gigantescos depósitos de agua o de cemento. La vista puede llegar todavía más lejos: el alcance de las imágenes de un satélite, los futuros mapas de Google. Pienso en los infinitos carriles que parten desde el continente cercano, en infinidad de luces brillantes, en la pesadilla de hormigón que viene rugiendo por el mar y que pasará por encima de esta franja de tierra despoblada y seguirá rumbo al sur, rumbo al mar otra vez. El coronel busca entre unos arbustos, debajo de unas tablas, y aparecen un pico y una pala en el claro de luna. No hacen falta más herramientas para ocultar el transplante. La verdadera y definitiva prueba del transplante. El coronel me muestra el pecho. La herida es un surco inflamado, de color rojizo, atravesado por un tejido de púas a punto de reventar. –¿Esta chapucería no es una prueba suficiente? –No –le digo. Y sé que tengo razón. –Cállate. Vamos a abrir el hueco. Cavamos. El coronel cava con pasión, con orgullo, con brutalidad. Despliega una energía de otro mundo. Nos detenemos a una profundidad aceptable. El coronel carga a Vida Guerra y la tumba al borde del hueco. –¿Alguno de ustedes quiere decir unas palabras? Yo me encojo de hombros. Yo ni siquiera sé quién es ella. Es mejor decir una teoría. O contradecirla. Pero no digo nada. (Vida’s Life: de La Habana a New Jersey a los inflados globos oculares de medio mundo a la velocidad de esos automóviles americanos que no se detienen nunca de regreso a La Habana otra vez y para siempre y...) El Autista, como para que nadie más lo escuche: –Ya nadie sabrá dónde encontrarte, Vida Google. –Guerra –corrijo inútilmente. El coronel levanta la mano: –Yo sí tengo unas palabras. Lo que yo tengo que decir es lo siguiente. –Se zafa el cinto, se abre la portañuela, se baja el pantalón y el calzoncillo ripiado. Le sube el vestido a Vida, le quita el blúmer de encajes, lo arroja al fondo del hueco–. Aunque esté muerta, esta perra va a saber lo que es un macho cubano. La mano del coronel empieza a gestionar una erección. –No creo que sea el momento –le digo. El Autista me toca el hombro y me pasa una revista. Es el número de Playboy que tiene a Vida en la cubierta y en las páginas centrales. Realmente no sé de dónde saca esas cosas. –Ya verás, ya verás... –Arrodillado e incómodo entre las piernas abiertas de Vida, el coronel le manosea el pecho cerrado, le chupa los pezones sangrientos, le mete los dedos en la vagina mientras se sacude el pene, se lo estira, se lo aprieta... No se le para. Yo hojeo la Playboy. Los reportajes, las entrevistas, la ficción. Pienso en los lugares en que habrán sido leídas esas páginas pegajosas (y cómo habrán sido leídas, y cuántas manos). Oficinas. Garajes. Sótanos. Campos de cultivo perdidos en mitad de una carretera remota. Garitas de vigilancia nocturna a lo largo de todo un recorrido de ruinas. La revista ha tenido tiempo para recorrer, de mano en mano, un largo camino hasta el Autista, hasta mí. Es un número viejo, un número de años atrás. –Vamos, coronel –levanto la mirada y lo observo–. El momento ya pasó. –No, no... yo sí puedo... ahora sí –y sigue masturbándose sin método y sin pausa y sin lograr una erección decente–. Ella va a saber que me la puedo templar como cualquiera –y con la mano temblorosa presiona su escurridizo glande contra los labios muertos de la vagina de Vida, tratando de abrirse paso–. Tengo su corazón pero sigo siendo... sigo siendo yo, ¿no es verdad? –me mira, nos mira– ¿no es verdad? El coronel respira con dificultad. De pronto deja de tocarse la entrepierna y se toca el pecho con fuerza, golpeándose. Su rostro cubierto de sudor se paraliza en una mueca. Un grito de dolor se le corta en la garganta. Sólo son unos pocos segundos antes de que caiga encima de ella como un animal muerto. Me acerco a él. Busco el pulso en el cuello. –Un infarto, o algo así –concluyo. Empujamos los cadáveres a la fosa. Entonces escuchamos ese ruido que viene de lejos y que se acerca, se acerca, se acerca cada vez más. Precedida por un ruido de interferencia, la llovizna electrónica vuelve a alcanzarnos: la gran pantalla se nos viene encima y nos atraviesa y sigue de largo, dejándonos con el brillo y el contraste alterados. On mute. Estoy a punto de echar a correr. –Creo que deberías ir a ver el televisor –me dice el Autista. Corro hasta la garita. El Noticiero Nacional de Televisión no se ha acabado y no da señales de que se vaya a acabar en algún momento. El coronel le habla a la cámara. El coronel lleva maquillaje discreto pero eficaz, polvos y pestañas, el pelo bien acomodado sobre los hombros, tetas reales, aretes falsos. El coronel está hablando de un documental próximo a estrenarse; lee con voz afectada la frase prodigio de la ingeniería insular. Subo el volumen. El coronel, luciendo una sonrisa perfecta, anuncia que ya tienen contacto con la reportera Vida Guerra, que se encuentra ahora mismo en... Retrocedo, tropiezo con una silla, salgo. Adelante, Vida. La veo, micrófono en mano, acercándose a mí. No hay cámaras, o yo no puedo verlas. Tampoco sé de dónde proviene tanta luz. A mi izquierda, suspendido en el aire a la altura de mi brazo, está el logo del Noticiero junto a las letras luminosas que dicen EN VIVO. Ella camina arrastrando los tacones, uno de ellos torcido y el otro ausente. Tiene el vestido y los brazos cubiertos de tierra coagulada. Los ojos son dos cuentas de cristal opaco. Transporta cucarachas y moscas en el pelo. Todo su cuerpo da la impresión de estar lleno de agujeros por donde entran y salen cosas. Por supuesto, ya sé lo que me va a preguntar: –¿Tiene algo que decir acerca de la construcción de la autopista? Vida Guerra pone el micrófono en mi rostro. Observo las manos huesudas, las uñas que continúan creciendo despintadas y rotas. El perfume se hace intenso. –Nada más –respondo. Pero igual pudiera agregar cualquier otra frase. De todas formas nadie va a entender lo que estoy intentando decir.
Jorge Enrique Lage. La Habana• 79


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Ahmel Echeverría, Jorge Enrique Lage, Orlando Luis Pardo Lazo , “The Revolution Evening Post, No. 8,” Digital Entanglements, accessed April 25, 2024, https://digitalcuba.omeka.net/items/show/22.

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