33 y 1/tercio, No. 3 (toma 3)

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Title

33 y 1/tercio, No. 3 (toma 3)

Subject

revista literaria digital

Description

Revista literaria digital hecha en Cuba. Dirigida por el escritor Raúl Flores. Circulada vía correo electrónico y dispositivos de almacenamiento externo. Estética postmoderna que privilegiaba lo pop.

Creator

Raúl Flores Iriarte

Date

2006

Contributor

Lizabel Mónica

Format

Microsoft Word Document

Language

Spanish, Español, SPA

Type

revista, magazine

Coverage

Cuba

Text Item Type Metadata

Text


”Pero si me pongo de espaldas al mar, sólo veo tierra; camino sin parar y el horizonte de la tierra se dilata hasta el infinito. Un año, cinco años, diez años y sigo sin ver el mar. Y me digo: pero ¿qué le ha ocurrido al mar? Y me respondo: el mar está más allá, en los penetrales de la memoria. El mar es un mito. Nunca ha existido el mar. Y sin embargo sí ha existido. Puedo afirmarlo porque nací a orillas del mar. ¡Me he bañado en el agua del mar! Me dio de comer, me proporcionó paz, y sus distancias fabulosas alimentaron mis fantasías. No, Arturo, el mar no ha existido nunca. Tienes fantasías y deseos, pero sigues caminando por el desierto. Nunca volverás a ver el mar”.

pregúntale al polvo
John Fante





”Ya está aquí el color del verano con sus tonos repentinos y terribles. Los cuerpos desesperados, en medio de la luz, buscando un consuelo. Los cuerpos que se exhiben, retuercen, anhelan y se extienden en medio de un verano sin límites ni esperanzas... ¿Y a quién le importa nuestro verano, ni nuestra prisión marina, ni este tiempo que a la vez nos excluye y nos fulmina? Fuera de este verano, ¿qué tenemos?... Vendrán los grandes aguaceros, y una desesperación sin tiempo seguirá germinando en todos nosotros. Vendrán nuevas oleadas de luz y de humedad y no habrá roca, portal o arbusto que no sea pasto de nuestra desolación y desamparo. Seremos ese montón de huesos abandonados pudriéndose al sol en un yerbazal. Un montón de huesos calcinados por el tedio y la certeza sin concesiones de que no hay escapatorias. Porque es imposible escapar al color del verano, porque ese color, esa tristeza, esa fuga petrificada, esa tragedia centelleante –ese reconocimiento– somos nosotros mismos. Oh, Señor, no permitas que me derrita lentamente en medio de veranos inacabables. Déjame ser sólo un destello de horror que no se repite. No permitas que el nuevo año, el nuevo verano (el mismo verano de siempre) prosiga en mí su deterioro, y otra vez me conmine a lanzarme a la luz, ridículo, arrugado, patético y empapado, buscando”.

el color del verano
Reinaldo Arenas


guitarras, bajo, batería, redacción: 33 y 1/tercio
(no usamos sintetizadores, just like…)

portada: fotografías de leordanis hernández y elena v. molina
diseño de portada: raúl y damián flores iriarte


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All lyrics ©2006 33y1/tercio Productions
Reprinted by permission


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Sitio web: revista33y1tercio.blogspot.com

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siluetas
(seguridad de sombras)


fly

lógicamente, la tapa de mi caja privada) hanzmagnusenzensberger

la isla) ricardopiglia

el mito del escritor fronterizo) heribertoyépez

foukaka crew / ultrapop) rafasaavedra

santificarás las fiestas) yordankaalmaguer

informe ellis: el lado oscuro de la mtv / el escritor que te encanta odiar / vintage

héjira) davidsedaris

el insomnio del Censor) ahmelechevarría

no quiero ser una chica ahmelóvar) orlandoL

poemas de fogonero emergente) jorgealbertoaguiardíaz

el pasado que será) juanvilloro

copia de seguridad) jorgeenriquelage

guitar shop

fly

Ella y yo nos habíamos quedado solos. Pero no como la vez pasada en la ciudad-completamente-vacía. No. Pero nos habíamos quedado solos. Mira el vino que he comprado, le dije y ella me miró, me dio las gracias, y habló un poco sobre cine. No quiero saber de eso, le dije. Bien, asintió ella, y nos quedamos en silencio. ¿Qué haces?, pregunté, por decir algo (para llenar esos gigantescos huecos conversacionales), ¿Qué haces en tu tiempo libre? Compongo, dijo ella. ¿Compones? Resultó que escribía poemas. Todo el tiempo. Solo podía pensar en poemas. Ahora mismo estoy pensando en uno, dijo. Recítamelo, le pedí. Ella dijo que no. Le daba pena. No hay nadie aquí, le dije, No tiene por que darte pena. El invierno acababa de empezar y la temperatura había bajado. No mucho, pero sí algo. Lo suficiente como para que ella pudiera pedirme que la abrazara, pero no. En vez de eso, hablábamos de poemas. Me da pena, dijo ella. una mosca se posó entonces sobre su hombro. Me asombró ver una mosca en pleno invierno. Se lo dije. Apuesto que podrías escribir un poema sobre esa mosca, dije, ¿no es verdad? No lo sé, dijo ella. Puede que sí, pero también puede que no.

Ella y yo nos habíamos quedado solos. Nos rodeaban las moscas y yo me dije que raro, porque comenzaba el invierno y entonces me dije Quizás sean mis pasiones turbias por esta mujer, por esta chica. Mis malos deseos de abrazarla, de besarla, representados, hechos realidad por este enjambre infernal de malditas moscas. No había frío, pero había moscas. Estábamos literalmente rodeados por un ejército de pequeños insectos voladores. Ella y yo, mirándonos, entre el zumbido de todas aquellas moscas, en silencio. No podíamos decirnos nada. No podíamos hablar. No obstante, no nos atrevíamos a irnos. Estábamos solos. Quien sabía por cuanto tiempo. Hasta cuando podríamos estar allí. Irnos. Pero no nos atrevíamos. Se hacía tarde, nos rodeaban las moscas, se agotaban las posibilidades, y yo quería abrazarla, pero no sabía como. Pensé en la posibilidad de pedirle que me recitara un poema (sabía que ella los componía en secreto) pero no me atreví a hacerlo, con tanto insecto alrededor.

Ella y yo nos habíamos quedado solos. Había comenzado el invierno y ella solo podía hablar en inglés. Yo hablando en español y ella hablando inglés. ¿Por qué?, le pregunté y ella se encogió de hombros. I don´t know. Well, le dije, no importa. Y así estuvimos un rato en silencio. I write poetry, dijo ella y se estremeció, como si una ráfaga de aire frío la hubiera golpeado. Eso me recordó a Virgilio. No sabía que escribieras, le dije. Una mosca se posó sobre su hombro y a mi me asombró ver una mosca en pleno invierno. A fly, she said. Fly, pensé. Como volar, pensé. Podríamos volar, ella y yo. Podríamos impulsarnos a través de las nubes y volar. Sería increíble. Pero no tan increíble como ver una mosca en pleno invierno. Volando, ella y yo. Solos, ella y yo. Pero ella hablaba inglés y yo hablaba español y por eso no podíamos entendernos, ella y yo.


replay

hans magnus enzensberger
(baviera, del ´29. Autor de Mausoleo, Poesías para los que no leen poesías, Migajas políticas, El sacrificio de La Habana. Para mayor información, buscar el expediente #3 de la revista digital Cacharro(s). Los siguientes textos han sido tomados de su libro El hundimiento del Titanic.)

(traducción de heberto padilla)



canto v
Tomad lo que os han quitado, / tomad a la fuerza lo que siempre ha sido vuestro, / gritó, congelándose en su ajustada chaqueta, / su pelo ondeando bajo el pescante, / soy uno de vosotros, gritó, / ¿que esperáis? Este es el momento, / echad abajo las barandas, / tirad a esos degenerados por la borda
con todos sus baúles, perros, lacayos, / mujeres, y hasta niños, / usad la fuerza bruta, los cuchillos, las manos. / Y les mostró el cuchillo, / y les mostró las manos desnudas.

Pero los pasajeros del entrepuente, / emigrantes, todos a oscuras, / se quitaron las gorras / y lo escucharon en silencio.

¿Cuando tomaréis la venganza, / si no ahora? ¿O es que no podéis / soportar ver sangre? / ¿Y la sangre de vuestros hijos? / ¿Y la vuestra? Y se arañó la cara, / y se cortó las manos, / y les mostró la sangre.

Pero los pasajeros de entrepuente / lo escuchaban inmóviles. / No porque él no hablara lituano / (no lo hablaba), ni porque estuvieran ebrios / (hacía tiempo que habían vaciado / sus anticuadas botellas / envueltas en toscos pañuelos), / ni porque estuvieran hambrientos / (aunque estaban hambrientos):

Era otra cosa. Algo / difícil de explicar. / Entendían bien / lo que él decía, pero no lo / entendían a él. Sus frases / no eran las frases de ellos. Golpeados / por otros miedos y otras esperanzas, / aguardaban allí pacientemente / con sus bolsos, sus rosarios, / sus raquíticos hijos, recostados / en las barandas, dejaron / pasar a otros, prestándole atención / respetuosamente, / y esperaron hasta que se ahogaron.


el iceberg
El iceberg avanza hacia nosotros / inexorablemente. / Vedlo como se suelta / del frente del glaciar, / de los pies del glaciar. / Sí, es blanco, / se mueve, / sí, es más grande, / que todo cuanto avanza / en el mar, / en el aire / o la tierra.

Sueños mortales / que una larga caravana / de icebergs atraviesa. / «A doscientos cincuenta pies de altura / sobre el nivel del mar, / destellan sus colores / que son maravillosos / y totalmente diáfanos». / «Como si fuese un sol
multiplicado / sobre las celosías de cientos de palacios». /

Mejor es no pensar en lo que pesa / un iceberg. / Cuantos lo han visto / no olvidarán jamás tal espectáculo / aunque vivan cien años.

«Ese espectáculo aguza la imaginación / pero llena el corazón / de un sentimiento de involuntario horror».

El iceberg carece de futuro. / Flota a la deriva. / No podemos hacer uso de él. / Existe, sin duda. / No tiene valor. / La confortabilidad / no es su fuerte. / Es mayor que nosotros. / Siempre y únicamente / vemos su cima.

Es efímero. / No se preocupa. / Nunca progresa, / pero «cuando, parecido
a una inmensa mesa / de mármol blanco, / veteado de azules, / se mueve de improviso y quiebra en lo profundo, / todo el mar se estremece».

En nada nos concierne, / Sigue su ruta monocorde, / No necesita nada, / No se reproduce, / Y se derrite. / No deja huellas. / Se disipa perfectamente, / Sí, esa es la palabra: / perfectamente.


canto xi
Déjennos salir / Nos estamos asfixiando / Nuestro furgón de ganado se estremece / Nuestro armario se tambalea / Nuestro ataúd gorgotea / Luchamos en las escaleras / Golpeamos los paneles / Forzamos las puertas / Déjennos salir / Somos muchos aquí / Cada vez somos más / luchando / por una pulgada de espacio / por un tablón / Estamos demasiado hacinados / para quitarnos los piojos / para cuidarnos o pelearnos / El carterista no puede levantar / su mano delgada / ni el asesino la daga / Nos asfixiamos unos a otros / Nuestra furia encerrada / nos levanta la piel / y expira / De pronto somos / terriblemente muchos / Aplastamos como masa blanda / a los que ya han sido atropellados
Un pudín de pánico / apestando a miedo / agrio y ratonil / Nos hinchamos y hundimos fláccidos y suaves


canto xv
A la hora de la sobremesa le dijimos si no le molestaba
la solemnidad negra como la tinta de sus metáforas,
que tales significados y significantes ya no se llevaban,
que la moda era inexorable, también en el arte,
y que los excesos eran excesos. Tampoco comprendíamos
que tenía que ver Cuba en todo ello, Cuba era una idea fija.
¿Y que quieres decir –literalmente– con tus historias
sobre la pintura, sobre Gordon Pym, Bakunin y Dante?

Sois vosotros, gritó y se puso a lanzar trozos de pan y carne
quienes lo recogéis, lo amalgamáis y lo desmenuzáis todo
con vuestros cuchillos de trinchar;
yo ciertamente no, continuó irritado, yo me embrollo,
balbuceo, hablo a trompicones, mezclo, contamino,
pero os lo juro:
¡Este barco es un barco! –ahora se mostraba más exasperado–
y la lona rajada en dos –esta parte casi la cantó–
simboliza una lona rajada en dos, ni más ni menos,
¿me entendéis? Os digo que yo soy como este lienzo,
que se tensa hasta no poder más. Y arrebató el mantel de la mesa.

Tonterías, respondimos, puro galimatías. ¡Una locura!
Pero se puso en pie de un salto. No discuto, dijo bajito,
enseño. Se puso en pie y se disponía a marcharse.
Tuvimos la idea de apuñalarlo por la espalda con nuestros cuchillos de pan,
tan airados estábamos. Pero al llegar a la perta se volvió
y empezó otra vez: ¡Olvidáis (dijo en su forma más desdeñosa)
que también yo he comido carne humana, como vosotros y Gordon Pym!
He escuchado los estertores del viejo anarquista
sobre la sucia almohada en la habitación contigua,
mientras yo abrazaba a su esposa, sonriente.
Precisamente vosotros no podéis burlaros de mí. Además
(no acababa de irse), ¿Qué podía hacer yo?
¿Creéis que he sido yo el que inventó este cuento
del barco que se hunde, que es un barco y a la vez no lo es?
El loco que se cree Dante es Dante.
Siempre hay un pasajero a bordo con este nombre.
Las metáforas no existen. No sabéis de lo que estáis hablando.

Mera confusión, gritamos confundidos. Esto no es n poema,
es un embrollo. Al fin se marchó, se fue,
y nos miramos y miramos nuestros cuchillos de fruta,
y nos preguntamos si puede haber metáforas
con tanto filo. Entonces seguimos comiendo peras y albaricoques.


estableciendo la identidad
Este no es Dante
Esta es una fotografía de Dante
Este es un filme en que actúa un actor que pretende ser Dante
Este es un filme en el cual Dante hace el papel de Dante
Este es un hombre que sueña con Dante
Este es un hombre llamado Dante, pero que no es Dante
Este es un hombre imitador de Dante
Este es un hombre que se hace pasar por Dante
Este es un hombre que sueña que es Dante
Este es un hombre que es la estampa misma de Dante
Esta es una figura de cera de Dante
Este es un doble, un gemelo de Dante
Este es un hombre que se cree Dante
Este es un hombre a quien todo el mundo, excepto él, toma por Dante
Este es un hombre al que nadie, excepto Dante, considera Dante
Este es Dante


el rapto de Suleika. escuela holandesa, fines del siglo xix
Un hombre pequeño, gris y encorvado, con un vaso en la mano,
se inclina poco antes de Semana Santa sobre la baranda de hierro
de su casa en Prinsengracht, de espaldas a la cale,
como si esta fuera un océano. El aliento de ginebra
flota sobre la escalera también pequeña, gris y encorvada.
Bebe más de lo que conviene a un pintor;
y entre sorbo y sorbo, mirando de soslayo
y haciendo chistes sobre su propia edad, Salomon Pollock
le cuenta a una joven musulmana, sin cuyos ojos entornados
no puede vivir, todo lo relacionado con su cuadro,
al cual, borracho o no, no le quita la vista.

A la izquierda, dice, verás El rapto de Suleika.
Aquí, detrás del alto muro, en el jardín,
bajo palmeras y mimosas, junto a la fuente,
donde lirios enormes despiden su aroma; blanca,
inocente, embriagante, lasciva (es increíble como
han crecido estas flores), aquí, belleza mía,
se recuesta la hija del sultán, engalanada de perlas
y dátiles, adornos propios de la lujuria y la magnificencia.
La oscura mano de un eunuco mueve un abanico. Hasta que,
al fin, polvoriento y errante,
se le presenta un porteador
que se identifica como príncipe
por su talismán de verde jaspe
y su halcón amaestrado que le acompaña.

Los Viejos Maestros… oréeme, no existen.
¡Si lo sabré yo! Durante treinta años
he sido de aquellos que todo lo saben hacer:
mitad alquimista y mitad ebanista.
Nadie me superaba como restaurador.
El mundo es testigo de mi meticulosidad
y mis cuidados, a base de resina, cera y saliva,
en Paraísos Perdidos, Vírgenes, Naufragios, Juicios Finales,
persas, flamencos y florentinos,
recuperando cosas que nunca existieron
con mi lanceta, mi esponja y mi espátula:
fiel falsificador, cuyo pan de cada día
era el pasado, un pasado hecho por mí mismo,
la niña de mis ojos, lo mejor que se puede esperar.
Ahí está, a la vista de todos, expuesta en el Rijksmuseum,
un fraude sublime y conmovedor, una maravilla
del mundo, piadosa chapucería.

Aquí, en el centro, está La fiesta del beduino.
Noche de desierto, resplandeciente de lanzas
y escopetas y del oropel
de bailarinas orientales, sus aretes de oro tintineando
al compás de tambores y címbalos.
El jinete sobre el pinto corcel
bajo la luz de las antorchas
es el hijo del emir. La mujer que trae en sus brazos
es su presa, semidesnuda, media envuelta en muselinas.
Cuentan que los dientes de ella centellean como granizos,
que sus labios son más rojos que la cornalina,
que su aroma es el del aloe, del ámbar, del nardo
y la canela. Eso es lo que cuentan.
Los caballos relinchan, y se realiza la boda
en medio de los gritos de los guerreros.

Con ojos vendados, palpando la madera de los marcos,
tanteando el barniz, arañando las grietas del lienzo
con mis dedos de rayos X: yo era infalible.
Cuando al fin veas la pieza,
Limpia, rejuvenecida, remendada, resplandeciente
-tras frotarla, enmasillarla, retocarla,
ángel mío, con estas manos- encontrarás
en una esquina un diminuto cuadrado sin retocar,
que exhibe la inmundicia de los siglos,
la confusión, el siempre imperfecto remordimiento
de la posteridad, que no conoce redención.
Solía yo pasar horas y horas
reflexionando sobre este oscuro remanente,
que me delata a mí y a mis manipulaciones.

Y finalmente, a la derecha, está La Venganza.
Observa las largas sombras de los jinetes
a la luz de la mañana, y el pabellón del gran visir
que se destaca contra las almenas de la ciudad.
Contempla los buitres que vuelan en lo alto,
las ratas almizcleras en los matorrales, y los camellos
rumiando serenamente a la orilla del camino.
Contempla al verdugo con un turbante negro,
envainando la espada, y más allá
la cabeza cortada en la empalizada. ¿La ves?
¿No ves al sultán en su palanquín, distraído,
sonriente, abriendo confiado
el libro envenenado?

Fue así como abandoné el arte de la simulación
y resolví pintar “yo mismo”. ¿Sabes
lo que significa pintar uno por su cuenta? A veces
no me conozco a “mí mismo”. Soy de pacotilla.
Me tiembla la mano. No es la ginebra.
No es la fama. Es la historia.
con su interminable farsa y doblez.
Ella me inventa a mí, y yo a ella.
Es una eterna contienda. Así es.
Yo, Salomon Pollock, decorando las paredes
con un Oriente inventado de la nada.
Un pintor de salón. Sí, mi odalisca,
espero que ahora te percates
de la elocuencia de mis mentiras. La verdad,
esa ventana oscura allá en un rincón,
la verdad es muda.


canto xxx
Todavía estamos vivos, dijo uno de nosotros, / sentado en la penumbra: / No nos la darán con queso.

Después de estas palabras / hubo un largo silencio.

En el rincón más distante de la habitación / alguien tosió. Era invierno, / era en Europa Central, / era una de esas tardes / en que los supervivientes, lenta y cuidadosamente, / comienzan a percatarse / de que son supervivientes / que aparecen en las desiertas estaciones / de trenes, en las carboneras, / en los tabernáculos y en otros sitios.

Eran abiertas las maletas / amarradas con sogas, / repletas de souvenirs.
Alguien encontró unas tazas de aluminio, / unos cuantos pañales sucios, algunos fósforos, / residuos de las galletas del barco / envueltas en una tela, pizcas de tabaco. / Afuera aún había / una tenue luz en el cielo.

De una manera extraña, la mayor parte / de todo lo que había existido antes
había desaparecido sin dejar rastro, / como una piedra en el agua. / Un olor a humedad, como si alguien / hubiera estado planchando sábanas / se esparcía por la habitación. / Era el pálido aliento de una chica / parada de espaldas a la ventana, / robándonos el último vestigio de luz.

Ahora que han desaparecido los helicópteros / y que nada está ardiendo o aullando, / ahora que lo peor ha quedado atrás / y nada nos importa ya,
todo puede comenzar de nuevo.

Juramentos en lengua extrañas, / turbios y confusos murmullos en el ambiente.

Ante todo debemos desinfectar, / sanar, curar, y cavar tumbas. / Entonces podremos pensar en la venganza, / y después de la venganza, en la repetición.

La estufa echaba humo. En la mesa grande / en el centro de la habitación / había algo extendido, tal vez / un montón de abrigos enrollados / o una tonga de toldos, sacos de arena / o pacas de papel manila. / Nadie se molestó en mirarlo.

Hemos estado años jugando / con las aflicciones por venir. / Riesgo residual, solíamos decir, / Filtraciones, les llamábamos, máximo riesgo calculable. / ¡Jesús!, decíamos, ¡Que tiempos aquellos! / Entonces se intercambiaban dos agujas / por una pequeña pastilla de jabón. / Un gato huesudo olfateaba / una grieta en la pared. / Se cambiaban los vendajes.

Uno de los desertores / tenía las glándulas inflamadas / y le quedaba un tenue resplandor blancuzco / en los ojos, tras sus gruesas gafas, / como si se hubiera ahogado.

Todo lo que hicimos estaba mal hecho. / De ahí que todo lo que pensáramos / estuviese mal. ¡Yo estaba allí! / ¡No trates de consolarme, nunca! / Puedo dar testimonio. Mira, / aquí están mis cicatrices, por si lo dudas. / Las cicatrices son mis pruebas. / Y nos mostró el brazo, / mordido por dientes desconocidos.

Frente a la puerta / se había formado un charco grande, / y todo el que entraba / dejaba una huella.

Después de todo, habría sido mejor / luchar. Sí, pero, ¿cuándo? / ¿y cómo? ¿Qué quieres decir con / oportunamente? ¿Hubo algún momento / oportuno? No tuvimos alternativa. / Ahora somos pobres, y existe la calma.

Se habían gritado unos a otros. / Se habían mirado. Uno, / que tenía un turbante, se alejó de nosotros, / encogiendo los hombros. El fogonero, / con su voz cautelosa, pronunció la última palabra.

Comenzó a nevar fuerte afuera. / El viejo piso de mosaicos / se había rajado hacía tiempo. / Alrededor de nuestros zapatos / comenzaron a formarse lodazales. / Un anciano vistiendo un abrigo de marta / comenzó a orar tiernamente.

Una libra de trufas Périgord, / enjuagadas en agua fría, cepilladas, / peladas con sumo cuidado, / cortadas en rebanadas más finas / que la hoja de un cuchillo, / bañadas en mantequilla clara / y pasadas por el fuego, / para servirlas con una pizca / de pechuga de faisán… / no puedo recordar la salsa que lleva.

No le hicimos caso, dejamos que hablara. / Alguien finalmente dijo: Está bien. / Comencemos.

Nadie se movió. / Un sonido de la estufa tal vez, / un chillido, el sonido de algo hirviendo, / atravesó la oscura estancia.







replay

ricardo piglia
(buenos aires, del ´40. Aficionado a las novelas policíacas y de ciencia–ficción.)



la isla
(Tomado de: La ciudad ausente)

1
Añoramos un lenguaje más primitivo que el nuestro. Los antepasados hablan de una época donde las palabras se extendían con la serenidad de la llanura. Era posible seguir el rumbo y vagar durante horas sin perder el sentido porque el lenguaje no se bifurcaba y se expandía y se ramificaba hasta convertirse en este río donde están todos los cauces y donde nadie puede vivir porque nadie tiene patria. El insomnio es la gran enfermedad de la nación. El rumor de las voces es continuo y sus cambios suenan noche y día. Parece una turbina que marcha con el alma de los muertos dice el viejo Berenson. No hay lamentos, sólo mutaciones interminables y significaciones perdidas. Virajes microscópicos en el corazón de las palabras. La memoria está vacía porque uno olvida siempre la lengua en la que ha fijado los recuerdos.

2
Cuando decimos que el lenguaje es inestable no estamos hablando de una conciencia de esa modificación. Es necesario salir de allá para percibir el cambio. Si uno está adentro cree que el lenguaje es siempre el mismo, una especie de organismo vivo que sufre metamorfosis periódicas. La imagen más divulgada es la de un pájaro blanco que en el vuelo va cambiando de color. El aletear profundo del pájaro en la transparencia del aire da una falsa ilusión de unidad en el pasaje de los tonos. El dicho dice que el pájaro vuela interminablemente y en círculos porque le han vaciado el ojo izquierdo y busca ver la otra mitad del mundo. Por eso nunca va a poder aterrizar, dice el viejo Berenson y se ríe con la jarra de cerveza otra vez contra los bigotes, porque no encuentra un pedazo de tierra donde apoyar la pata derecha. Tuerto habría de ser el tero dijo después, para perderse en el aire y venir a parar a esta isla de mierda. No empieces, Shem, le dice Teynneson tratando de hacerse oír en el barullo del bar, entre los acordes del piano y las voces de los que cantan Three quarks for Muster Mark!, todavía tenemos que ir al entierro de Pat Duncan y no quiero tener que llevarte en carretilla. Ese es el sentido del diálogo, que se repite como un chiste privado cada vez que están por irse, pero no siempre usan el mismo lenguaje. Se sostienen del brazo y cruzan muy erguidos el salón para salir. La escena se repite, pero sin saberlo hablan del pájaro tuerto y del entierro de Pat a veces en ruso, a veces en un francés del siglo XVIII. Dicen lo que quieren y lo vuelven a decir pero ni sueñan que a lo largo de los años han usado cerca de siete leguas para reírse del mismo chiste. Así son las cosas en la isla.

3
«El lenguaje se transforma según ciclos discontinuos que reproducen la mayoría de los idiomas conocidos (registra Turnbull). Los habitantes hablan y comprenden instantáneamente la nueva lengua pero olvidan la anterior. Los idiomas que se han podido identificar son el inglés, el alemán, el danés, el español, el noruego, el italiano, el francés, el griego, el sánscrito, el gaélico, el latín, el sajón, el ruso, el flamenco, el polaco, el esloveno, el húngaro. Dos de las lenguas usadas son desconocidas. Pasan de una a otra pero no las pueden concebir como idiomas distintos sino como etapas sucesivas de una lengua única». Los ritmos son variables, a veces un idioma permanece semanas, a veces un día. Se recuerda el caso de una lengua que se mantuvo quieta durante dos años. Después se sucedieron quince modificaciones en doce días. Habíamos olvidado las letras de todas las canciones, dijo Berenson, pero no la melodía y no hubo modo de cantar una canción. Se veía a la gente en los pubs silbando a coro como guardias escoceses, todos borrachos y alegres, marcando el ritmo con las jarras de cerveza mientras buscaban en la memoria alguna letra que coincidiera con la música. La melodía persiste y es un aire que cruza la isla desde el principio de los tiempos pero de qué nos sirve la música si no podemos cantar, un sábado a la noche, en el bar de Humphery Chimden Earwicker cuando todos estamos borrachos y ya nos olvidamos de que el lunes hay que volver al trabajo.

4
En la isla se cree que los ancianos se encarnan al morir en los nietos, razón por la que no pueden encontrarse los dos vivos al mismo tiempo. Como ocurre a pesar de todo algunas veces, cuando un anciano se encuentra con su nieto, antes de poder hablar con él, debe darle una moneda. En esa teoría de las reencarnaciones se ha fundado la lingüística histórica. La lengua es como es porque acumula los residuos del pasado en cada generación y renueva el recuerdo de todas las lenguas muertas y de todas las lenguas perdidas y el que recibe esa herencia ya no puede olvidar el sentido que esas palabras tuvieron en los días de los antepasados. La explicación es simple pero no resuelve los problemas que plantea la realidad.

5
El carácter inestable del lenguaje define la vida en la isla. Nunca se sabe con qué palabras serán nombrados en el futuro los estados presentes. A veces llegan cartas escritas con signos que ya no se comprenden. A veces un hombre y una mujer son amantes apasionados en una lengua y en otra son hostiles y casi desconocidos. Grandes poetas dejan de serlo y se convierten en nada y en vida ven surgir otros clásicos (que también son olvidados). Todas las obras maestras duran lo que dura la lengua en la que fueron escritas. Sólo el silencio persiste, claro como el agua, siempre igual a sí mismo.

6
La vida del día empieza al amanecer y si ha habido luna hasta el alba los gritos de los jóvenes en la ladera pueden oírse ya antes de la aurora. Inquietos en la noche poblada de espíritus, se gritan unos a otros tratando de adivinar qué sucederá con el sol alto. La tradición dice que el lenguaje se modifica en las noches de luna llena pero ésa es una creencia desmentida por los hechos. La lingüística científica no acepta ninguna relación entre los fenómenos naturales como las mareas o los vientos y las mutaciones del lenguaje. Los hombres del pueblo siguen sin embargo acatando los viejos rituales y cada noche de luna esperan que llegue por fin la lengua de su madre.

7
En la isla no conocen la imagen de lo que está afuera y la categoría de extranjero no es estable. Piensan a la patria según la lengua. («La nación es un concepto lingüístico».) Los individuos pertenecen a la lengua que todos hablaban en el momento de nacer, pero ninguno sabe cuándo volverá a estar ahí. «Así surge en el mundo (le han dicho a Boas) algo que a todos se nos aparece en la infancia y donde todavía no ha estado nadie: la patria». Definen el espacio en relación con el río Liffey que atraviesa la isla de norte a sur. Pero Liffey es también el nombre que designa al lenguaje y en el río Liffey están todos los ríos del mundo. El concepto de frontera es temporal y sus límites se conjugan como los tiempos de un verbo.

8
Nos encontramos en Edemberry Dubblenn DC, dijo el guía, la capital que combina tres ciudades. En el presente la ciudad cruza de Este a Oeste siguiendo la margen izquierda del Liffey por los barrios y los ghettos japoneses y antillanos, desde el nacimiento del río en Wiclow hasta Island Bridge, un poco más abajo de Chapelizod, donde sigue su curso. La ciudad próxima se va abriendo, como si estuviera construida en potencial, siempre futura, con calles de fierro y lámparas de luz solar y androides desactivados en los galpones de la Scotland Yard. Los edificios surgen de la niebla, sin forma fija, nítidos, cambiantes, casi exclusivamente poblados por mujeres y mutantes.
Del otro lado, hacia el Oeste, subiendo por la zona del puerto, está la ciudad vieja. Al mirar el mapa hay que tener en cuenta que la escala está construida a la velocidad media de un kilómetro y medio por hora de marcha. Un hombre sale de 7 Eccles Street a las ocho de la mañana y sube por Westland Row y a cada lado del empedrado están las acequias que llegan hasta la orilla del río por donde sube el canto de las lavanderas. El que avanza por la calle empinada hacia la taberna de Baerney Kiernam trata de no oír el canto y golpea con el bastón el enrejado de los sótanos. Cada vez que entra en una calle nueva las voces envejecen, las palabras antiguas están como grabadas en las paredes de los edificios en ruinas. La mutación ha ganado las formas exteriores de la realidad. «Lo que todavía no es define la arquitectura del mundo», piensa el hombre y desciende a la playa que rodea la bahía. «Se ve ahí, en el borde del lenguaje, como la casa de la infancia en la memoria».

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La lingüística es la ciencia más desarrollada en la isla. Durante generaciones los investigadores han trabajado en el proyecto de fijar un diccionario que incorpore las variantes futuras de las palabras conocidas. Necesitan fijar un léxico bilingüe que permita comparar una lengua con otra. Imagínense (dice el informe de Boas) a un viajero inglés que llega a un país extranjero y en el hall de la estación de ferrocarril, perdido en medio de una multitud desconocida, se detiene a revisar un pequeño diccionario de bolsillo buscando una expresión correcta. Pero la traducción es imposible porque sólo el uso define el sentido y en la isla conocen siempre una lengua por vez. Los que persisten en la elaboración del diccionario lo consideran ya un manual de adivinación. Un nuevo Libro de las Mutaciones concebido, explicó Boas, como un diccionario etimológico que hace la historia del porvenir del lenguaje.
Hubo un solo caso en la historia de la isla de un hombre que conoció dos idiomas al mismo tiempo. Se llamaba Bob Mulligan y decía que soñaba con palabras incomprensibles que tenían para él un sentido transparente. Hablaba como un místico y escribía frases desconocidas y decía que ésas eran las palabras del porvenir. En los Archivos de la Academia han quedado algunos fragmentos de los textos que escribió e incluso se puede oír la grabación de la voz aguda y lunática de Mulligan que cuenta un relato que empieza así: «Oh New York city, sí, sí, la ciudad de Nueva York, la familia entera se fue para allá. El barco se había llenado de piojos y hubo que quemar las sábanas y bañar a los chicos con agua mezclada con acaroína. Cada bebé tenía que estar separado de los otros porque el olor los hacía llorar si estaban cerca. Las mujeres usaban un pañuelo de seda en la cara igual que damas beduinas, aunque todas tenían el pelo colorado. El abuelo del abuelo fue policeman en Brooklyn y una vez mató de un tiro a un rengo que estaba por degollar a la cajera de un supermarket». Nadie sabía lo que estaba diciendo y Mulligan escribió ese relato y otros relatos en esa lengua nueva y después un día dijo que la había dejado de oír. Venía al bar y se sentaba en esa punta del mostrador a tomar cerveza, sordo como una tapia, y se emborrachaba despacio, con la cara avergonzada de un hombre arrepentido de haberse hecho notar. Nunca más quiso hablar de lo que había dicho y vivió siempre un poco apartado hasta que murió de cáncer a los cincuenta años. Pobre Bob Mulligan, dijo Berenson, de joven era un tipo expansivo y muy popular y se casó con la Belle Blue Boylan y al año la mujer se murió ahogada en el río y su cuerpo desnudo apareció en la ribera del este del Liffey, en la otra orilla. Mulligan nunca se repuso, ni volvió a casarse y vivió solo toda la vida. Trabajaba de linotipista en la imprenta del Congreso y venía con nosotros al bar y le gustaba apostar a los caballos hasta que una tarde empezó a contar esas historias que nadie entendía. Yo creo, dijo el viejo Berenson, que la Belle Blue Boylan fue la mujer más hermosa de Dublin.
Todos los intentos de construir una lengua artificial se han visto perturbados por una experiencia temporal de la estructura. No han podido construir un lenguaje exterior al lenguaje de la isla porque no pueden imaginar un sistema de signos que persista sin mutaciones. Si a + b es igual a c, esa certidumbre sólo sirve un tiempo porque en un espacio irregular de dos segundos ya a es –a y la ecuación es otra. La evidencia vale lo que tarda una proposición en ser formulada. En la isla ser rápido es una categoría de la verdad. En esas condiciones los lingüistas del Area–Beta del Trinity College alcanzaron lo que parece imposible: casi fijan en un paradigma lógico la forma incierta de la realidad. Definieron un sistema de signos cuya notación se transforma con el tiempo. Hemos logrado establecer un campo unificado, le han dicho a Boas, ahora sólo nos falta que la realidad incorpore al lenguaje alguna de nuestras hipótesis. Hasta el momento saben que han transcurrido diez y siete ciclos, pero suponen que existe una potencialidad casi infinita, calculada en ochocientos tres (porque ochocientas tres son las lenguas conocidas en el mundo). Si en casi cien años, desde que en 1939 empezó el registro de los cambios, se han detectado diecisiete formas distintas, los más optimistas imaginan que el círculo puede completarse en otros cien años. Ningún cálculo es seguro, porque la duración irregular de los ciclos forma parte de la estructura de la lengua. Existen tiempos lentos y tiempos rápidos, como el cauce del Liffey. Los más afortunados, dice el proverbio, navegan en aguas tranquilas, los mejores viven en tiempos veloces, donde el sentido dura lo que dura la cólera de un gallo. Los jóvenes más radicalizados del grupo Trickster del Area–Beta del Trinity College se ríen de esos proverbios idiotas. Piensan que, mientras el lenguaje no encuentre su borde final, el mundo será sólo un conjunto de ruinas y que la verdad es como los peces que boquean en el barro hasta morir cuando el caudal del Liffey baja con la sequía del verano, hasta transformarse en un riacho de aguas oscuras.

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He dicho que la tradición dice que los antepasados hablan de un tiempo en el que la lengua era un llano por el que se podía andar sin sorpresa. Las generaciones, afirman los antiguos, heredaban los mismos nombres para las mismas cosas y podían legarse documentos escritos con la certeza de que todo lo que escribían sería legible en los tiempos futuros. Algunos repiten (sin comprenderlo) un fragmento de aquella lengua original que ha sobrevivido a lo largo de los años. Boas dice que los escuchó recitar ese texto como si fuera un chiste de borrachos, de modo que la vocalización era pastosa y las palabras estaban cortadas por risas y expresiones que nadie sabía ya si formaban o no parte del antiguo sentido. El fragmento llamado Sobre la serpiente, dice Boas que era así: «Empezó la época de los grandes vientos. Ella siente que le arrancan el cerebro y dice que su cuerpo está hecho de tubos y conexiones eléctricas. Habla sin parar y a veces canta y dice que me lee el pensamiento y sólo pide que yo esté cerca y que no la abandone en la arena. Dice que es Eva y que la serpiente es Eva y que nadie en los siglos de los siglos se ha atrevido a decir esa verdad tan pura y que sólo María Magdalena se lo dijo al Cristo antes de lavarle los pies. Eva es la serpiente, la mutación interminable, y Adán está solo, siempre ha estado solo. Dice que Dios es la mujer y que Eva es la serpiente. Que el árbol del bien y del mal es el árbol del lenguaje. Recién cuando se comen la manzana empiezan a hablar. Eso dice ella cuando no canta». Para muchos es un texto religioso, un fragmento del génesis. Para otros se trata sencillamente de un rezo que persistió en la memoria a la permutación de las lenguas y que fue recordado como un juego adivinatorio. (Los historiadores afirman que se trata de un párrafo de la carta que Nolan dejó antes de matarse.)

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Algunas sectas genealógicas aseguran que los primeros habitantes de la isla son desterrados, que fueron enviados hacia aquí remontando el río. La tradición habla de doscientas familias confinadas en un campo multirracial en los arrabales de Dalkey, al Norte de Dublín, detenidos en una redada en los barrios y los suburbios anarquistas de Trieste, Tokyo, México DF y Petrogrado.
Embarcados en el Rosevean, un tres palos, con hélice Pohl–A, en la bahía del norte, fueron enviados por el río hacia atrás en el tiempo, según Teynneson, bajo las ráfagas heladas del viento de enero.
El experimento de confinar exiliados en la isla ya había sido utilizado otras veces para enfrentar rebeliones políticas, pero siempre se usó con individuos aislados, en especial para reprimir a los líderes. El caso más recordado fue el de Nolan, un militante del grupo de resistencia gaélico–celta que se infiltró en el gabinete de la reina y llegó a ser el hombre de confianza de Möller en el comando de planificación propagandística. Lo descubrieron porque usaba los informes meteorológicos para cifrar mensajes destinados a los pobladores de los ghettos irlandeses de Oslo y de Copenhague. La historia cuenta que Nolan fue descubierto por azar, cuando un investigador del MIT de Boston procesó en una computadora los mensajes emitidos durante un año por la oficina meteorológica, con la intención de estudiar las modificaciones infinitesimales del clima en el Este de Europa. Nolan fue desterrado y llegó a la isla después de navegar cerca de seis días a la deriva y vivió absolutamente solo casi cinco años, hasta que se suicidó. Su odisea es una de las grandes leyendas en la historia de la isla. Sólo un hijo de puta empecinado irlandés pudo sobrevivir todo ese tiempo aislado como una rata en esta inmensidad y cantando contra las olas, Three quarks for Muster mark, a los gritos, en la playa, buscando siempre la huella de una pata humana en la arena, dijo el viejo Berenson. Sólo alguien como Jim pudo fabricarse una mujer con la que hablar en esos años interminables de soledad.
El mito dice que con los restos del naufragio construyó un grabador de doble entrada, con el que era posible improvisar conversaciones usando el sistema de los juegos lingüísticos de Wittgenstein. Sus propias palabras eran almacenadas por las cintas y reelaboradas como respuestas a preguntas puntuales. Lo programó para hablar con una mujer y le habló en todas las lenguas que sabía y al final era posible pensar que la mujer había llegado a amar a Nolan. (Por su parte él la quiso desde el primer día porque pensaba que ella era la mujer de su amigo Italo Svevo, Livia Anna, la más bella de las madonas de Trieste, con ese hermosísimo pelo colorado que hacía pensar en todos los ríos del mundo.)
A los tres años de estar solo en la isla, las conversaciones se repetían cíclicamente y Nolan se aburria y la grabadora empezó a mezclar las palabras («Heremon, nolens, nolens, brood our pensies, brume in brume», le decía por ejemplo) y Nolan le preguntaba «¿Cómo?» «¿Qué? » y en esa época empezó a llamarla Anna Livia Plurabelle. Al final del sexto año de exilio, Nolan perdió las esperanzas de ser rescatado y empezó a no dormir y a tener alucinaciones y a soñar que se pasaba la noche en vela escuchando el susurro inalámbrico y la dulce voz de Anna Livia.
Tenía un gato y cuando el gato se metió una tarde en el monte y no volvió más, Nolan escribió una carta de despedida, apoyó el codo derecho en la mesa para que no le temblara el pulso, y se pegó un tiro en la cabeza. Los primeros que desembarcaron del Rosevean se encontraron con la voz de la mujer que seguía hablando en el grabador bifocal. Apenas si mezclaba las lenguas, según Boas, y era posible comprender perfectamente la desesperación que le había producido el suicidio de Nolan. Estaba sobre una piedra, frente a la bahía, hecha de alambres y de cintas rojas y se lamentaba con un suave murmullo metálico.
He tejido y destejido la trama del tiempo, decía, pero él se ha ido y ya no va a volver. Un cuerpo es un cuerpo, sólo las voces sirven para amar. Desde hace años estoy sola aquí, en la ribera de todos los ríos y espero que llegue la noche. Siempre es de día, en esta latitud todo es tan lento, nunca llega la noche, siempre es de día, el atardecer tarda tanto, estoy ciega, al sol, quiero arrancar «la venda de hierro» que me ciñe la frente, quiero traer aquí «la oscuridad concentrada del África». La vida está siempre amenazada por los cazadores (ha dicho Nolan), instintivamente hay que fabricar, como las abejas sus alvéolos, un sentido. Incapaz de considerar mi propio enigma, digo: no es su propio yo el que cuenta, sino su Musa, su canto universal.

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Si la leyenda es cierta la isla ha sido un gran asentamiento de exiliados en la época de la represión política que siguió a la contraofensiva del IRA y a la caída del Pulp–KO. Pero ninguno de los historiadores tiene el menor vestigio de ese pasado o del tiempo en que Anna Livia estuvo sola en la ribera o de la época en que llegaron las doscientas familias y no se encuentra ningún rastro que atestigüe los hechos. La única fuente escrita en la isla es el Finnegans Wake al que todos consideran un libro sagrado porque siempre pueden leerlo sea cual sea el estado de la lengua en que se encuentren.
En realidad el único libro que dura en esta lengua es el Finnegans, dijo Boas, porque está escrito en todos los idiomas. Reproduce las permutaciones del lenguaje en escala microscópica. Parece un modelo en miniatura del mundo. A lo largo del tiempo lo han leído como un texto mágico que encierra las claves del universo y también como una historia del origen y la evolución de la vida en la isla.
Nadie sabe quién lo escribió, ni cómo llegó hasta aquí. Nadie recuerda si fue escrito en la isla o si estaba en el equipaje de los primeros exiliados. Boas vió el ejemplar que se conserva en el Museo, encerrado en una caja de vidrio y como suspendido en una luz nuclear. Es una viejísima edición numerada de Faber and Faber, que tiene más de cien años y en la que hay notas manuscritas y un calendario con la lista de los muertos de una familia irlandesa del siglo XX. Ese ejemplar sirvió para hacer todas las copias que circulan en la isla.
Muchos creen que el Finnegans es un libro de ceremonias fúnebres y lo estudian como el texto que funda la religión en la isla. El Finnegans es leído en las iglesias como una Biblia y es usado para predicar en todas las lenguas por los pastores presbiterianos y por los sacerdotes católicos. En el Génesis se habla de una maldición de Dios que provocó la Caída y transformó el lenguaje en el paisaje abrupto que es hoy. Borracho, Tim Finnegan se cayó al sótano por una escalera, que inmediatamente pasó de ladder a latter y de latter salió litter y del desorden la letter, el mensaje divino. La carta es encontrada en un vaciadero de basura por una gallina que picotea. Está firmada con una mancha de té y la prolongada permanencia en el basurero ha dañado el texto. Tiene agujeros y borrones y es tan difícil de interpretar, que los eruditos y los sacerdotes conjeturan en vano sobre el sentido verdadero de la Palabra de Dios. La carta parece escrita en todas las lenguas y cambia continuamente bajo los ojos de los hombres. Ese es el Evangelio y el basurero de donde viene el mundo.
Los comentarios del Finnegans definen la tradición ideológica de la isla. El libro es un mapa y la historia se transforma según el recorrido que se elija. Las interpretaciones se multiplican y el Finnegans cambia como cambia el mundo y nadie imagina que la vida del libro se pueda detener. Sin embargo en el fluir del Liffey hay una recurrencia hacia Jim Nolan y Anna Livia, solos en la isla, antes de la carta final. Ese es el primer núcleo, el mito de origen tal cual lo transmiten los informantes (según Boas).
En otras versiones el libro es la transcripción del mensaje de Anna Livia Plurabelle, que lee los pensamientos de su marido (Nolan) y le habla después que él está muerto (o dormido), única en la isla durante años, abandonada en una piedra, con las cintas rojas y los cables y el armazón metálico al sol, murmurando en la playa vacía hasta que llegan las doscientas familias.

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Todos los mitos terminan ahí y también este informe. Hace dos meses que salí de la isla, dijo Boas, y todavía resuena en mí la música de esa lengua que es como un río. El que oiga el canto de las lavanderas en las orillas del Liffey no se podrá ir, dicen allá, y yo no he podido resistir la dulzura de la voz de Anna Livia. Por eso he de volver a la ciudad de los tres tiempos y a la bahía donde reposa la mujer de Bob Mulligan y al Museo de la Novela donde está el Finnegans, solo en la sala, en una caja negra de cristal. También yo voy a cantar en la taberna de Humphery Earwicker, golpeando el puño contra la madera de la mesa y tomando cerveza, una canción que habla del pájaro tuerto que vuela sin parar sobre la isla.










replay

heriberto yépez
(tijuana, del ´74. Fundador de dos revistas y dos editoriales independientes. Dos títulos de su aburtada bibliografía: Escritos heteróclitos (2002), y Todo es otro. A la caza del lenguaje en tiempos light (2002). Pone en su blog: «Soy un ser inmoral. Todo lo que digo me lo dictan los dioses que me protegen, que son dioses cretinos, divinidades canallas, dioses más allá de todo, pues son dioses de culturas muertas, son dioses derrotados por dioses apoyados por mayores masas de fieles y por Estados más militares».)



el mito del escritor fronterizo
Existe la literatura del norte de México. Es otra la duda: ¿dónde está el norte? El norte mexicano siempre ha sido fantasmático. Fue inventado en 1848, cuando la separación con Estados Unidos fue trazada en el nuevo dibujo político. Algo de lo que ahora es el norte fue, en un momento, parte del centro. La Historia nos reubica. El norte es el cuerpo tajado del país o un reacomodo óseo, lo que hemos reprimido para no memorizar la herida. El norte, en sí mismo, es un silencio.
Los escritores del norte gozan y abusan esa condición de espejismos. Son a la vez oportunistas, portadores y víctimas del mito del escritor fronterizo. El mito fue conformado diluyendo en una sola figura una serie de expectativas: el escritor del norte debe ser elusivo, debe ser distinto al escritor del centro (Mesoamérica vs. Aridoamérica), debe tener final prematuro. El mito sigue vivo. He notado, por ejemplo, la tendencia reciente a declarar finalizada la «literatura fronteriza», una moda que ya pasó, y en esa aseveración ya está implícita la idea: la literatura del norte siempre desaparece. Actualmente debe desaparecer por varios submitos, entre ellos el principal cuajó para quitarles atención a los autores que se beneficiaron del auge comercial o la curiosidad crítica que se originó en los años 90, como fenómeno concomitante a la consciencia de que el norte es cada vez una zona estratégica de la mexicanidad. «La literatura fronteriza ya se acabó». La periferia volvió a hacerse invisible.
Eso especulan, por ejemplo, los autores de La generación de los enterradores II. Una nueva expedición a la narrativa mexicana del tercer milenio, donde al analizar narradores norteños, se arguye que seguramente emigrarán o se rejuntarán a la Ciudad de México. Según ellos sólo hay un camino, y ese es el del Crack, lo cual deja claro que el Crack no es más que Canon. La firma fotográfica o la eñe que después del cañonazo perdió el peluquín.
Se argumenta, pues, que el auge de la literatura del norte está a punto de acabarse o la literatura fronteriza es una moda, para obligar al escritor de esta región a reunirse al otro mito: la República de las Letras. Evitar la subdivisión, y conservar intacta la benemérita Unidad de Nuestra Literatura. «La Tradición».
Pero el mito dicta escisión. El mito reza: hay que resistirse al centro, hay que oponérsele, como se le opuso Jesús Gardea en Chihuahua o Abigael Bohórquez en Sonora. El mito del escritor fronterizo deriva del mito del profeta en el desierto. El escritor del norte debe ser un extranjero. Debe estar aislado. Eso dice el mito. Eso desempeñan los sujetos que lo interpretan. Debe morir en su desgarramiento, como Robert L. Jones, el escritor gringocano de San Diego-Tijuana, muerto de alcoholismo en un motel. O Juan Martínez, el poeta gurú de toda una generación, trabajando en las calles de Tijuana, dice la leyenda, viviendo en una cueva. O Horst Matthai, el filósofo alemán refugiado en esta misma ciudad, para escribir sus libros de retraducción de los presocráticos y sus alucinantes teorías metafísicas-anarquistas. Todos estos escritores/personajes se vuelven modelo de las siguientes generaciones y así el mito se perpetúa. ¿Un mito masculino? El mito continúa hasta el presente, como un eterno retorno de lo norteño, una tradición maldita o una mala película.
El norte posee un regionalismo acendrado. Un mandato que es a la vez agresivo separatismo («haz patria, mata un chilango») y reconocimiento de su otredad. No olvidemos que Fernando Jordán llamaba a la península de Baja California «el Otro México», y que aquí Flores Magón hizo un territorio anarquista al inicio de la Revolución. No olvidemos, tampoco, que California comenzó siendo un isla imaginaria.
El escritor del norte usa el mito, lo encarna, pero también se deshace de él, como Daniel Sada, que ya declaró cerrado su ciclo norteño para huir de los estereotipos y darle otra vuelta a su obra. El norte no es una fijeza sino un moméntum o una etapa de la metamorfosis. Para muchos, el norte está en el pasado o en el futuro, porque —muertas de Juárez, maquilas, narco, muertos del Bordo— el norte en el presente duele demasiado.
Ese es otro enredo del mito: ¿quiénes son los norteños? ¿Los que ahí nacieron pero ya se fueron? ¿Federico Campbell es un escritor norteño? ¿Lo fue Gilberto Owen? ¿Lo fue Alfonso Reyes? O un caso más reciente: Cristina Rivera Garza, nacida en Matamoros, radicada en San Diego, ahora en el centro. ¿Es La cresta de Ilión una novela sobre San Diego y Tijuana? ¿Dónde están los escritores norteños? ¿En el DeFe? No importa dónde estén los escritores del norte porque el norte no es una geografía estable sino una condición volátil, una diáspora. El norte es esporádico: desaparece y/o se esparce como las esporas. Esto es también parte del mito: un mito ambivalente, un mito autodestructivo. La luz se niega a sí misma.
El mito del escritor del norte es severo. Él o ella debe permanecer en su sitio, dice. Debe hacer ese sacrificio, rehusar los beneficios de la Ciudad de México. Todos los que debieron irse, ya se fueron: tales bárbaros fundaron Tenochtitlan. Hay que escribir desde aquí. Crosthwaite dixit. No venderse al centro jamás. Aquí morirás.
¿Dónde está la nueva literatura del norte del país? En el Internet. En las páginas de autopublicación (blogs) de la nueva generación, de Dolores Dorantes a un servidor. El Internet ayudó a que los escritores aislados a través de todo el norte se comunicarán entre sí, pero a la vez hizo que el norte se hiciera aún menos tangible. El norte es cada vez más utópico. El norte es un no-lugar.
¿Alguna vez existió Rafa Saavedra? No se sabe si de verdad es un escritor-dj o es simplemente una página electrónica: www.rafadro.blogspot.com
Lo cierto es que Saavedra continúa, a su modo, la función mítica del escritor norteño como outsider, marginal, alternativo, descentrado, antiliterario, periférico, barbárico, ausente en el mapa canónico, mitad por el defederalismo, mitad porque así lo quiere él mismo. Encarna el mito. No te unirás a la Capital. Serás un beyondeado: always allende. Para eso, por cierto, se puede utilizar el inglés: para huir del nosotros emocional o nacional, del aquí territorial y existencial. Now we are nowhere. My way? Away. Never here.
Por eso Tijuana es cada vez menos real, cada vez más imaginaria, porque en esta ciudad se ha concentrado el mito en los últimos años. No sería raro que Tijuana desapareciera del mapa. No sería nada alarmante: estamos acostumbrados a no existir.
El escritor del norte es fugaz. Lo es porque las oportunidades de desarrollo son todavía menores que en el centro o sur del país. Así sucede por el centralismo verídico y por otros mitos, como aquel que inspiró Vasconcelos al decir que en el norte no había más cultura que la carne asada.
Por eso el escritor del norte se ve a sí mismo como parte de una resistencia, de una fuerza centrífuga. Esta actitud lo mismo se escucha en Monterrey que en Ciudad Juárez.
Por eso también existe la charlatanería. Cada editorial quiere su escritor fronterizo o norteño, y con uno es suficiente, porque para la visión general este sujeto no se trata más que de un puesto. Por eso hay muchos libros sobre el norte o la frontera, el neohíbrido, ya sea el fiasco de Pérez Reverte, imitando a Élmer Mendoza, o el último pastiche norteamericano sobre la vida south of the border. El mito lo dice: en algún momento de nuestra vida todos seremos un escritor fronterizo, ya que así como tiene su cruel verdad trágica (el aislamiento), el mito también tiene sus chistes (la sobreactuación). Como el norte es intermitente un día tiene cara de drama, otro de comedia.
Ser escritor del norte es piel que se pierde. O máscara que se usa. Por eso es una definición difícil o un performance propagandístico o de veras metafísico. Una postura o comercial o política. ¿Quiénes son, entonces, los escritores del norte? Todos los que lo deseen, sin diferencias, porque si algo nos enseña el norte es que la geografía es harto relativa y no existen las esencias, por lo tanto, todos somos simulacros. El escritor del norte es aquel que conoce su función mítica, y por ella vive y perece. De cierto modo, el norte: un desierto. Sólo fuimos humo.






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rafa saavedra
(tijuana, del ´67. Escritor y DJ, más conocido como «Rafa Dro, el escritor increíble». Algunos de sus títulos: Esto no es una salida. Postcards de ocio y odio (1996), Buten Smileys (1997), y Lejos del Noise (2003)).



foukaka crew
Algunos mensajes antiguos en el tag-board arrojaban pistas. Tan sólo un eco de lo que otros, mejor informados, intuían de lo nuestro como algo posible, algo que sucedería. En cualquier sitio, una noche cualquiera, estaba presente esa locura con cero estadísticas, puro estímulo frío.
Lo que quedaba de la experiencia sería un afiche de juventud perdida, conversaciones para fiestas futuras, un cúmulo de citas signadas por el fracaso, la historia sesgada en poses ambiguas que alguien, algún día, trataría de armar sin considerar que le faltarían piezas (la más importante, lo esencial, the easter egg). La realidad era, everybody knows, algo que sucedía. Una puta cosa sensible.
Encendí el auto y, tras ponerle play a la banda sonora escogida, me dispuse a la labor. Algo glam casi post punk. Tanto por hacer en tan poco tiempo, lograrlo era mi mejor apuesta. Cumplir es una promesa, la excusa perfecta para el idealista que todos llevamos a cuestas. Eso lo supe desde el inicio. Por eso, con afán divertido, imaginé un sinfín de escenarios posibles (la parte alta de la city, la danger zone del junkie-art, bajo aquella banderota zedillista) para el encuentro de un grupo desconocido sin las excusas propias de un modo de producción avasallado por la tendencia neoliberal, la paranoia por la economía de conocimiento o los intentos histéricos de un stand-up comedian para trivializar una tragedia que, a pesar de lo que se proclame, cada cierto tiempo se repetirá: nuestra tambaleante torre existencial, nuestra ola de pasiones mutiladas, nuestra indolente tempestad. L'indifférence.
Qué historia contar si no había historia, sólo retazos de sit-coms, still lives de clase media en deriva situacionista ante el influjo de realidades periféricas, amplificadas y sedadas por el anonimato. A veces, cuando la gente observa una pintura vulgar, se reconoce a sí misma; son simples sujetos de la primera hora, con un valor coreográfico que valida ese realismo neurótico en dosis de galería. Todo era cuestión de suerte o que algo hiciera clic para recordar aquellos quejiditos de placer rizomático que sirvieron de enganche a una postura política como premio de consolación. We're all pretenders.
Recogí a Boo en la central de autobuses. La reconocí de inmediato. Súper skinny, tras capas y capas de ropa. Algo tímida, barely legal. Con el feeling ultra cute, más cerca del pop luminoso de Shibuya que de la teatralidad gótica que hacía estragos en Los Ángeles. Subió al auto y, antes de saludar, lo primero que dijo fue: Im losing my edge. Entendí de inmediato el sentido de la contradicción. Nos hicimos cómplices.
Ander fue el siguiente en abordar. Había quedado en verlo en un café del downtown. Puntual as fuck. De apariencia taciturna, gafas protectoras, un dejo intelectual. Horas después, tras una conversación en escalones, descubriríamos que había sido profesor universitario, que abandonó su puesto porque no quería pasarse el resto de sus días tratando de conseguir aquellos pantalones de tweed que celebrarían su llegada a la Academia de puertas cerradas y que, cosas del pragmatismo mal aplicado, siempre hablaba en plural cuando mencionaba el libro que había escrito. Se volvió focata, vivía pegado al desvarío que le proporcionaba una pequeña línea delgada. Lo que había que oír.
Puse otro cd, remezclas fortuitas del futuro reciente en mash up. Observé de reojo a mis pasajeros: un borderline, una chica sin fuero. Me sentí boy-scout haciendo obras buenas que le harían ganar una estrellita. Sin embargo, lo mío era otra cosa. Nunca estuve desesperado; nunca demasiado triste; nunca fui hermano gemelo de la angustia y otros problemas existenciales; nunca imaginé la posibilidad de sufrir esa crisis de mediana edad que, señalan los tests en las revistas de tendencias, te mastica y traga; nunca sentí esa envidia envasada en frascos importados. La felicidad llegaba a borbotones, me hacia sudar en espiral. Era, puedo decirlo, un sujeto duty free.
Boo lo tenía clarísimo. Nada de enfoques subversivos o pintas con motivos partidistas. Odiaba a la prensa sensacionalista, a la virulencia propulsada por un tipo de acné severo y al sentir carioca de los que apoyan la instalación de las regasificadoras en desarrollos turísticos. Una chica wi fi, conectada con todo, que dedicaba versos on-line al hombre que se fuma la vida en el bar de los rostros cansados o a ese perfil desdibujado, casi humano, que moría solitario de sida. Ella sabía bien lo que quería. Lo tenía planeado hasta en los detalles ultra específicos. Pero lo nuestro era cosa de cinco, teníamos que ponernos de acuerdo (eso, ella lo desconocía).
Enfilé a un bar alejado del circuito de los chicos felices. Un sitio trendy a la inversa, música selecta y ese 2x1 toda la noche. Estuvimos tranquilos, bebiendo cerveza y hablando de cosas inciertas: el nuevo ansiolítico que se podía comprar sin receta, del sexo sin juego ni riesgo, del amor fou e insípidos intentos de ligar la belleza en forma exacta y neutral. Boo era graciosa, pasaba de los gags a los gadgets o al trick or threat sin pudor alguno; Ander, algo nervioso, mencionaba a cada instante que traía un gift para nosotros; y yo, sonriendo, confesaba que nunca había tocado unas tetas de silicona mientras presumía mi chapita de Deleuze. Afuera, sin que nos enteráramos, un grupo radical de chicas gordas tiraba piedras a modelos que lo único que hacían era protegerse la cara y correr hacia la puerta del club. No las dejaron entrar.
Tamborine llegó con Nanilkah. Se conocían de nada pero, a nuestros ojos, parecían grandes amigos. De esos imposibles, ridículos. La frase «The suffering's going to come to everyone someday», impresa en la t-shirt de Tamborine (alto, pelo largo, rubio, algo fornido) reafirmaba la estética death metalera que (re)cargaba en forma simbólica; ella, por su parte, encajaba en nuestra idealización de las amas de casas que vimos en la pasada temporada televisiva: puro deseo insatisfecho, una provocación aletargada. Ya de cerca, en el trato íntimo, Nanilkah era un 4 queriendo ser 9, alguien que pedía a gritos un poquito de atención, que pretendía escapar a una estrategia familiar hegemónica con el firme propósito de la individualidad en dosis freak. Lo consiguió a medias.
Con el brío que nos dio el cristal que Ander extrajo de unas bolsitas de plástico y que compartimos en el baño, hicimos una fiesta. En ese estado saludé a Hache que no entendía el motivo de nuestra euforia pero brindaba por ella, a Monique que insistió en tomarnos fotos de baja resolución con su celular para «postearlas mañana, amigos», a un eléctrico Matt que externó sincero un «Los hombres son unos pendejos. Éste es mi último año como gay», antes de perderse en la pista de baile con Melissa, la chica con los hombros más sexys en la city. Todos reímos y, por un largo instante, aquélla fue la noche ideal: the perfect choice, the perfect drug, the perfect people. Falling and laughing, dancing and drinking, fotos y risas: nuestra gran noche.
En ese momento, antes del grito «Last call for drinks» del mesero en turno, olvidamos que un día la violencia cotidiana y su entorno desencantado nos atrapó con su carga sin sentido para, mejor opción, concentrar nuestra atención en ver a una pareja borracha haciéndolo en el ala izquierda del minúsculo dancefloor o contar nuestros hábitos de consumo cultural. ¿Cuándo empezamos a ser sólo siluetas? inquirió sin resultado Tamborine antes de exigirle al dj que pusiera un tema de Iggy Pop. Era obvia su selección: «Lust for life». En la mesa, medio acalorados por tanto derroche de emotividad, brindamos por ello.
Horas después, ya en otro sitio, mirando de frente a la ciudad y su amanecer aún pude escuchar los primeros acordes de «Magic», mi canción favorita. Segundos después, un ligero olor a gas hizo que perdiera el sentido. Los demás ya habían partido.


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ultrapop
Ultrapop registra con su cámara nuestro furor en carrusel. Cada vez que nos mira, habla el demoledor deseo de imprimirse big star, en decenas repetidas, colores primarios y ampliaciones bancarias. Es un héroe de ocaso y sentimiento, uniforme 501 y grandes agujeros que se reconforta en el desliz de una chica: mi chica cuya sonrisa, subrayada como fuerza de oposición, me escandaliza a las cinco en punto y que, sin exageraciones, borda en mí cicatrices antiguas.
Mi chica es toda lluvia dorada, prime choice, reportaje nickel de portada y páginas interiores, divino lustre que besa mis heridas sin demasiado artificio. Ultrapop la capta abierta, emergiendo en super slow motion con su cara de discordia; me capta en buenas vibraciones, buscando un show de talento tendido en la cama. Es ella, mi chica de calma rota; soy yo, una sierra, apenas desajustes al enchufar una armonía que hace ver el fracaso como algo positivo. Somos dos disparando vagas cenizas en dirección a un vencimiento logrado a priori. Juntos, mi chica y yo, damos vida o idea de una mentira como veleta que no deja de girar: somos un fomento de fondo diverso, el reflejo de unos cursos con diplomas y medallitas, una maniobra de 17 años que hasta ayer fue fiel a sí misma como el funk diabolum en los ochenta [Una voz en off que no reconocemos se sitúa inquieta en la escena como rayo de luz].
Ultrapop nos absuelve con movimientos rápidos y el fulgor de su flash, vitaminado hasta la última fila por nuestra dicha de sal, nos envuelve en crudo efecto celofán. Es caribe tornasol y suicida. Mi chica y yo no paramos de fornicar al lente de garage interior, mi chica moderna devora todo lo que poseo, le saca jugo a mis entrañas en un tilt up; cree que soy un ticket premiado, un disco de doce pulgadas. Yo le hago sentir desdichada, boxeo, muerdo sus pechos de bronceado veraniego y trapeo todos sus temores en víspera de terapia antes de girar en dirección a su culo ye-yé. Me enciendo, la enciendo fácilmente, soy tan violento y simple como tambor de contingencia urbana, el disparo inocente que inició nuestra plegaria en delay.
Ultrapop nos amenaza con su armada de cables y micrófonos, su aullido es la señal de corte. Al escapar del encuadre, siento la presión legal de ser protagonista con el uno por ciento de probabilidades y el escote triangular de mi chica, empapado, sudoroso, pegado como pesadilla a mi piel calamar. We’re bumpos, estamos encandilados por el último secuestro, semilla de noche vieja y triste cuarto de hotel sin estrellas. Imaginándonos, sensibles, la muerte de Poch; en el escaparate, saludando a Balthus; en Nueva York, desnudos tomando el sol; aquí, rompiendo números sin suerte.
Ultrapop sigue en marcha, el close up de nuestros periféricos lo recrea en stamina, respira profundo y grita: «¡Sois perfectos! » [La voz, cada vez más próxima, enlista sus cosas favoritas]. Mi chica se ríe, yo pongo mis cojones candado en el piso. Ultrapop quiere diálogos calientes, oraciones a María, desatinos azules. Yo quiero beber y mi chica se divierte al decir palabrejas en francés. «Don’t fuck me with your cultura de barrio fino», le contesto. Si somos idénticos; que más da hacerlo o no.
—Detesto el cierre de tu boca, qué pálida luz.
—Inserta esquizo, edema de Kostabi —grita mi chica pegada al estéreo.
—Pelea o finge. Give me good clean fun.
Nos separamos muertos de risa. Mi chica y yo. Ella, transgresora como ensueño, se levanta y camina segura, desnuda noticia que carcome, con destino a la mesa. Yo la sustituyo con la firmeza del puño de dios. Enfermo de monotonía, Ultrapop nos pide más. Una pelea de fondo, algo que explote en el momento justo, bofetadas o sangre, otras sonrisas que destruyan el optimismo. Ultrapop es experto en su negocio. Nada de tomas aburridas, paisajes muertos o pirotécnicos dobles de tinte fluorescente. No, Ultrapop quiere nuestra cercanía entablada en el frenopático y puesta al día. Apasionada e irritada, dolorosa y punzante, coloquial y certera como poema de Panero; lo demás, asegura, siempre serán filtros de azar que no sirven de nada.
—¿No te parece que ya fue suficiente? —inquiere mi chica.
Voy por ella. Sin tropiezos, erecto, ruidoso como libido chupa-chup. Ultrapop tira otra cinta por uno de sus agujeros. Me emociona su dirty entusiasmo. Mi chica atrapada en la mesa, en pose cautiva, se dispone a decidir su tragedia carcelera; mi chica es una diosa clavada a punta de martillo; mojada en espíritu y con mis dedos incrustrados hasta el fondo de su pubis indigente. Otra vez, soy yo el rimadero 280 en sintonía tóxica.
—¡Qué bonitas lágrimas vierten tus nalgas! —le dice Ultrapop a mi chica.
Ella responde con el timbre de fax japonés y yo, congelado underground, no sé si creérmelo o no. Un descuido placentero para decir: «Some things come from nothing», modifica nuestra situación.
Ahora es ella, en primer plano, el ángel que domina las esposas y juguetes de amarre esperanto. Es un feeling tan divertido ver a mi chica perturbada, deleitándose en los afeites, veloz y sensual en el propósito de malas maneras. She bangs the drums y yo, como James a los quince, pido más tensión, más smog. Una bendición industrial; soy powderkex de mi placer calabozo. [La voz desconocida aplaude primero luego, al sentirse comprimida, siente el peligro]. Ultrapop sigue diciendo: «¡Sois perfectos!». Los golpes no ahogan mil atracos citadinos, soy un tipo sencillo con sólo un vicio: mi chica alias galore toda agujas, que persigue el bienestar social en un lugar equivocado.
—Baby, you’re the best...
Poco a poco nos hacemos viejos reciclando impulsos. Predicamos nuestra urgencia de cambio trenzados como parias. Un dolor pequeño de bolas chinas en camino al orificio. ¡Qué sorpresa!, mi chica envuelta en fuego encontró en mí su punto G y la salida de emergencia. Nada la detiene, se consume a cachitos. Ultrapop nos mira al revés por el monitor, no puede contenernos. Somos cerdos de museo interactivo, somos historia viva, somos algo más que stills hechos de frío. Ultrapop se lanza al ruedo sin idea, tartamudo e infantil. Ya nadie nos dirige, sowing seeds.
Encarnizados, perdiendo el equilibrio por las fuertes quemaduras e iluminados en el ajetreo manual de 100 dólares por hora, escribimos la nueva historia. Un plus de autoenfoque visceral que mejor nos retrata en perspectiva hardcore. Ponemos la marca, creamos un mosaico de oportunidades, anotamos al instante, un pedazo de onda.
Ultrapop no es como nosotros, es débil piel blanca, tierna y nerviosa. Alguien que nunca se había puesto en línea de combate. Ingenuo jail bait de cadencia sin sentido, un noble candidato al date rape de música disco. Ya nos cansamos de tatuarlo, de mandarlo sin lubricación por los extremos, de convertirlo en nuestra mascota y joven bidet. Exige, reclama, suplica su año sabático. [La voz se aleja, camina presurosa hacia la salida, sus ojos expresan cierto miedo y no poca repulsión]. Pero no, nosotros le administramos disciplina inglesa al 100%, reconocemos sus espacios de saliva, lo conectamos con su inner-self más deep y lo encerramos por ahí para que muerda fuerte la oscuridad. Como debería ser.
Mi chica y yo volvemos a la colección de juegos e ítems opuestos, rellenamos otra hora en referencia y agonía estética que nos muestra un poco vulnerables. Vibramos, hacemos un squish que nos sale perfecto, estrenamos servicios que reciclan viejos placeres y celebrando la diferencia que nos une, oprimimos el botón de STOP antes que el dolor llegue sin explicación. Después ya recuperados de pelear con rubios insectos, mi chica y yo nos ponemos la camiseta de Juventus Laika para tratar de resolver el crucigrama del periódico de hoy. Es tan complicado que en ello se nos va el resto del día.



replay

yordanka almaguer
(la habana, del ´75)



santificarás las fiestas
Ningún trabajo de ciervo haréis, y ofreceréis ofrenda encendida a Jehová.
Levítico 23-25

Esta es una ciudad alcohólica. Está en coma… ño, qué risa te da.
Ahora es mejor que todo te provoque risa, pero bajito, no sea que alguien se percate de tu alegría. La gente de esta ciudad no debe enterarse de la alegría del otro. Enseguida se ponen a averiguar los motivos siniestros que provocan esa alegría individual.
La alegría debe ser colectiva.
Igual al coma.
Por eso es común encontrar tumultos alegres, alrededor de pequeñas naves cósmicas que contienen líquido para hacer volar unos 100 metros, hacia arriba, casi cerca de las nubes; pero volar no es asunto de líquidos y el aterrizaje es forzoso, sin previo aviso. Los alegres, entonces, van de cabeza contra el primero o la primera que esté tan volador como él, o no lo esté. Da igual. Lo importante es demostrar la frustración por lo corto del viaje.
Pero para ese entonces ya se habrán retirado las cámaras, ya habrán guardado las banderas, los micrófonos, y al otro día, cuando los barrenderos recojan los vasos de cartón, jabas de nylon, cucuruchos de papel, cigarros a medio fumar, banderitas de colores, cornetas de lata, monedas de a peso y 20 centavos, mierda, aretes de fantasía, íntimas usadas, vidrios de botellas de ron, caramelos a medio chupar, restos de vómito; justo un poco después, cuando la pequeña plaza esté completamente limpia, la gente volverá a tener la sensación de que todo marcha a las mil maravillas. Y olvidarán su rabia contenida la noche anterior, al descubrir la estafa, el engaño del corto vuelo, el estrepitoso aterrizaje.
Todo está bien, se dirán en sus camas, saboreando el sorbo de chícharo con café que no cambiarían por el mejor Cubita o Serrano.
–Everything is fine.
Te repite ahora que ya tienes los pies dentro de la cesta enorme.
Eres una muda de ropa recién lavada y el cesto es de mimbre y te guardará hasta que una mano te saque para planchar todas tus arrugas, tus miserias de ropa demasiado usada, de aquí para allá. El cesto de mimbre te guardará hasta que todo marche un poco mejor, de verdad.
Pero no eres una muda de ropa y el cesto no es para guardarte. El cesto se aferra con más de tres brazos al globo.
Qué globo más lindo… ño, qué risa te da, y dejas caer sobre la azotea dos o tres lastres para comenzar a volar, de verdad.
Volar de verdad. Como si fueras un pájaro gordo y lleno de colores y de fuego. Volar como si fueras una estrella fugaz, y allá abajo quedan todos los alcohólicos mirándote y pidiendo 134 mil deseos, porque no se atreven a ser estrellas fugaces ellos mismos.
–¡Borrachos fugaces!
Les gritas cuando el globo pasa por encima de las azoteas y casi te enredas con una antena de televisor. Los televisores están apagados.
No hay nada que ver.
No hay nada que celebrar.
En un día como hoy no murió nadie. A nadie se le ocurrió nacer si asaltar ningún lugar ni dar una carga al machete ni redactar ningún documento importante que haga celebrar al tumulto.
No hay fiestas.
Algunas botellas de ron, particulares, es lo único que venden en las cafeterías; pero solo las acompañan músicas románticas o de tristes mensajes.
Eres el centro de todas las aburridas miradas.
Debes tener cuidado.
Si descubren tu sonrisa podrían sospechar, avisar al Jefe de Sector, a cualquier otro con un cargo importante en la policía.
–Every thing is fine.
Repites y enseñas tus dientes al cielo estrellado, es el único que no te traicionaría.
Pero el viento sí.
Te da empujones como si fueras una brizna de trigo. Como si ya no se pudiera sacar nada bueno de ti. Quieres ir más suave, saborear el escape como si fueras aquel conde vengativo. Pero no quieres vengarte de nadie, solo quieres que nadie se percate de tu alegría, de tu escape.
Estar alegres y escapar son actos sumamente peligrosos en esta ciudad.
Las ciudades comatosas suelen ser mucho más vengativas que el conde francés.
Tienes derecho a estar bien, pero tu deber es estar mal.
¿Cómo lo entiendes?
No estás aquí para entender. Solo para ocultar tu risa. La de verdad.
La risa de mentiras es la única autorizada para salir a la calle. Nadie sabe de qué sería capaz una risa sin educación, sin principios, desbocada como los caballos que recuerdan de repente su naturaleza.
Allá abajo hay un pueblito y no es una ciudad que conoces.
Quizá has volado demasiado al oeste.
A lo mejor debías haber ido más al sur o al norte o al sureste, pero el oeste siempre ha sido un lugar a respetar.
Nadie sabe si en el oeste de Cuba existan cowboys o gangters del desierto.
La gente no suele hablar de cosas tan interesantes y peligrosas.
A no ser que comiencen a repartir cowboys y gangsters por la Libreta de Abastecimientos o Maité Vera escriba una telenovela sobre ellos.
Pero eso debe de resultar un poco caro.
Qué risa. ¿Qué harías con cinco gángters al mes? O un cowboy por núcleo familiar. ¿Lo revenderías para comprar alegría?
Qué risa. Lo revenderías para comprar más risa.
No caben dudas. Cada vez vuelas más al oeste. ¿Y si un disparo convierte tu globo en un pedo enorme?
Eres un pedo enorme, descolorido, aterrizando cada vez con menos control. ¿De dónde vendría el disparo? ¿De la Ley Seca o de las Minas de Oro?
Seguro fue un sioux.
Pero los siouxs viven más al norte. ¿En Dakota?
¿Un apache?
Esas gentes son pacíficas.
¿Un guardafronteras?
¡Dios tuyo, un guardafronteras te ha disparado!
Vas camino a estrellarte contra los arrecifes por causa de un guardafronteras que vendrá pronto a recoger lo que quede de ti para guardarte en una bolsa verde.
¿Qué importancia tiene el origen de la bala?
Quizá solo sea que el globo se cansó de volar.
O el Destino.
–Ño, every thing is fine.
Y vas a dar con los codos contra la arena blanca y llena de piedras dóciles, cobos, nidos de tortugas.
–Esta es la tierra más hermosa que he osado pisar.
Está amaneciendo. Es la primera vez que vez salir el sol por el lado contrario. En el malecón lo ves nacer desde los edificios. Pero verlo salir del mar y a la izquierda es distinto. Eso no te da tanta risa. Casi te provoca deseos de llorar.
¿Llorar?
¿En este lugar estará permitido llorar?
Los guardafronteras deben de estar por llegar. No puedes perder tiempo con las lágrimas. Debes reír lo antes posible. Si descubren que estás alegre a pesar de la caída, podrían sospechar. Si sospechan descubren, revisarán los bolsillos y descubrirán el resto de tu alegría.
–Every thing is fine.
Dirás la contraseña, para que sepan que eres de los de su bando y no confundan tus buenas intenciones.
¿Por qué se demoran en llegar?
¿Dónde estás?
¿En una tierra exenta de guardafronteras?
El color del cielo anuncia que no has salido de Cuba, podrías estar en Las Bahamas, pero sabes que viajaste al oeste, y las Bahamas están al noreste, eso no has podido olvidarlo ni con toda tu alegría voladora.
Enciendes un cigarro. Los policías de la costa no te lo permitirían. Absorbes con pasión, como si nunca más volvieran a verse. Caminas.
Al pie de una palma de corcho encuentras una iguana.
La iguana te mira de medio lado, como si pensara muy mal de ti.
Estás cansado de que siempre sospechen de ti, estás cansado de sospechar de los demás. También esta iguana podría ser una de ellos, los dueños de las banderas, las pipas de cerveza, los doctores que no logran sacar del coma a la ciudad que dejaste atrás.
–Hola.
La iguana te ha saludado.
Al parecer venció sus dudas o su timidez de reptil fosilizado.
Quizá se anime a decirte dónde estás.
¿Las iguanas saben de geografía?
En este país todo el mundo sabe de todo. Hasta los animales. Para eso somos parte de la ciudad más culta del globo terráqueo, ¿no?
–Guanahacabibes.
Qué risa. La iguana sabe de geografía.
–¿Guanahacabibes? ¿Y eso está…
–¿Te suena el Cabo de San Antonio?
Con tanta risa has olvidado tú la geografía. Te pones a caminar al lado de la iguana, es un poco difícil seguirla. Se va a la orilla del mar.
–¿Y no hay guardafronteras?
–¿Dónde no?
También sabe de política.
Y de religión, economía, historia, botánica; agrega la iguana exponiendo su panza al sol.
–¿Botánica?
–¿Plantas para la alegría?
Qué risa. La iguana te muestra el camino de su plantación. Es una iguana muy competente, y muy servicial.
–¿Te gusta?
–¡Qué verdeee!
–¿Quieres probar?
–¿Y los guardafronteras?
–No hablo con ellos.
–¿Por qué?
–No hablo con lo que no existe.
–¿Y yo? ¿Existo?
–Por lo menos existes hoy, necesitaba hablar con alguien.
–¿Existo solo porque te sentías sola?
Es una iguana muy existencialista además. Y un poco adicta, porque no hay que ser tan exagerados, con dos o tres plantitas tendría para todo un año. No te confíes de la iguana. Cambia de color. Podrías dejar de existir cuando abandone el verde.
–¿Y los otros?
Te has puesto sentimental. Te lo advertí. ¿De qué vale preocuparse por un montón de adictos? La iguana te contestará que solo existen mientras tú existas y tú existes porque existe su pensamiento y su pensamiento existe porque ella, la iguana, se las arregló para sembrar más de cien metros de esas plantas alegres y prohibidas.
–Porque son de verdad. Son lo único real.
–No puede ser. Every thing is fine.
–Oh, yeah, every thing is fine mientras existan ellas, prueba a desaparecerlas y conocerás la nada.
–¿La nada tiene que ver con el coma?
La iguana vuelve a mirarte de medio lado. Quizá ha comenzado a desconfiar nuevamente. Podría cambiar de color. Aléjate, si es una trampa no te salvará ni que digas la contraseña a los guardafronteras.
–Pero, ellos…
¿Por qué no te subes a esa palma de corcho? Quizá allá arriba estés un poco seguro. Seguro de ellos, de la iguana, de las Plantas.
–¿De mí?, yo soy todos ellos.
Estás en lo alto de la palma y ves llegar a los guardafronteras con sus motos amarillas corriendo por la arena. La iguana está asoleándose sobre una gran piedra y ni siquiera se fija en ellos.
El guardafrontera 1 detiene la moto y mira alrededor.
El guardafrontera 2 se baja y se acerca al cesto de mimbre y el globo desinflado.
El guardafrontera 1 y el guardafrontera 2 se miran. Otean el horizonte. El enemigo podría estar acechando.
Una risa estrepitosa, de novelita de terror, se asienta en la playa.
Los guardafronteras miran asustados al cielo.
Miras asustado a la iguana. ¿También se ríe? ¿Y sin temor?
Pero la iguana está panzas arriba, conversando con un sol verde claro que acaba de crear en su imaginación. No tiene deseos de reírse.
Entonces recuerdas al conjunto de plantas verdes y alegres. Sientes los tambores a tus espaldas. Presientes que los guardafronteras están a punto de dejar de ser.
Las alegres Plantas lo han decidido.
Qué risa.
Así podrás quedarte todo el tiempo que quieras. Reír lo que te plazca sin temor a ninguna mirada. Conversar con la iguana sobre la existencia del hombre sin temor de que te acusen de algo terrible. Te quedarás hasta que la ciudad comatosa decida cambiar de adictos, de falsas risas, de contraseñas. Every thing is fine. O hasta que alguien decida desconectarle la respiración artificial.





replay

Bret Easton Ellis: el lado oscuro de la mtv
(picado de Babab)

Para entender bien los 80 hay que conocer un poco los 60 y los 70. Todos hemos oído hablar de «los veranos del amor», la paz de pelos largos y tardes en la cama. Fraternidad, solidaridad y rebeldía. (…) La utopía realizada en las granjas de California. California. En los 70 un actor de segunda fila conseguiría alcanzar el gobierno del estado. Se trataba, evidentemente, de Ronald Reagan. Con una política populista, reaccionaria, propugnadora del liberalismo más ingenuo y a la vez voraz, llegaría a la presidencia de los Estados Unidos en 1980. Justo ese año John Lennon moriría asesinado. (…) Al año siguiente The Buggles publicarían uno de los estandartes de la nueva época: el legendario videoclip «Video killed the radio star». Con ellos empezaba su andadura la cadena MTV. Bret Easton Ellis tenía quince años.
Entramos en la cultura del éxito, de los pelotazos económicos, los brokers de la bolsa se convierten en los nuevos héroes: la gomina, los trajes, los patines para ir al trabajo. (…) Conducir rápido, beber rápido, vivir rápido, llegar lo más lejos. Triunfar. Cualquier cosa sirve para elevar los pies del suelo. La sociedad en las grandes ciudades (Chicago, Los Ángeles, Nueva York) se divide en dos. De un lado quedan los que pueden seguir el ritmo, del otro los que no. Estos abismos quedan reflejados, como no, en las manifestaciones culturales de la época: Michael Douglas gana el Oscar por Wall Street, Tom Wolfe triunfa con La hoguera de las vanidades y los videoclips se llenan de modelos famélicas que simbolizan la fama, la belleza, el dinero...
Bret Easton Ellis (Los Ángeles, 1964) formaba parte del grupo de los triunfadores: los «niños bien» crecidos al amparo de las criadas mexicanas, pasando las horas delante de la MTV. Su afición por la música le hizo participar en varias bandas de new–wave antes de publicar su primera novela con sólo 21 años, Less than zero (1985). En ella se presentan las constantes de la obra de Ellis y de la sociedad que retrata con una crudeza y un cinismo espeluznantes. (…) La moral ha muerto. En su lugar quedan un puñado de canciones y de imágenes. (…) No sólo es que el mundo se haya reducido a su versión estética sino que esa propia estética es engañadora. (…)
Less than zero fue descrita en su momento como The catcher in the rye de los 80. Puede que Clay, su protagonista, un chico que vuelve a Beverly Hills para pasar las vacaciones de navidad, tenga algo que ver con Holden Caulfield y su mirada perpleja ante el mundo que le rodea. Incluso Blair, su novia ocasional, tiene algo de Phoebe, la hermana pequeña de Holden, por lo menos en lo que respecta al sentimiento de protección que él tiene hacia ella. (…) Pero Clay no tiene ningún interés en los niños que juegan en el trigal. Su entorno no puede ser más perverso ni menos ingenuo: los amigos de Clay son una pandilla de nihilistas borrachos y adormecidos que se dedican a acostarse los unos con los otros sin hacer distinciones. Habitan un mundo en el que los padres siempre están de viaje por Japón, Europa, de compras en Nueva York... y en el que tu mejor amigo es tu dealer. Música, televisión, sexo, drogas y una violencia contenida que lo envuelve todo apunto de estallar.
Esta violencia estallaría años después en la renombrada American Psycho (1991), pero mencionemos antes una obra poco conocida: The rules of attraction (1987). Aunque Ellis todavía era un chico de veintitrés años, en ella ya se aprecia cierta madurez en la narración: un brillante uso de la perspectiva individual aderezado por cambios sorprendentes de espacio y tiempo, en una estructura parecida a la de un puzzle cuyos espacios vacíos quedan a la interpretación del lector. En esta novela los adolescentes se han convertido en universitarios pero no dejan sus manías: sexo a discreción, fiestas, alcohol, música por todas partes. La vida como un videoclip a la manera de un paseo con walkman.
En este libro aparece por primera vez uno de los personajes más siniestros de la literatura contemporánea: Patrick Bateman, cuyo hermano Sean es el centro de la mayoría de los triángulos que se entrecruzan a lo largo de sus páginas. También aparece Lauren Hynde, una atractiva e inteligente compañera de universidad que luego reaparecerá en Glamourama (1999) junto a otros compañeros de Camden como Paul Denton o Victor Ward. Este es el doble juego de Ellis: no sólo sus obras son por sí mismas laberintos en los que cada personaje es intercambiable por otro, en el que todo son apariencias que confunden, sino que a su vez los personajes de un libro van apareciendo en otro, las referencias se entremezclan y muchas veces da la sensación de que cualquiera podría ser el protagonista de la historia de otro.
Llegamos, pues, al punto culminante de la carrera de Bret Easton Ellis. Seamos sinceros, posiblemente nadie le conocería si no hubiera escrito American Psycho, uno de esos éxitos provocados por una polémica exagerada. (…) Lo que distinguió a esta novela fue la explosión indiscriminada de violencia. (…) Un anticipo de lo que serían las películas snuff de principios de los 90. Sólo que Patrick Bateman, este misterioso psicópata obsesionado con la moda, la música, la televisión y, sobre todo, el reconocimiento exterior en forma de mujeres, rivales de trabajo, músculos, marcas de ropa... no utiliza la cámara en sus matanzas. Queda todo para su deleite personal. (…)
Pero lo que más impactó de American Psycho no fue la minuciosidad en el relato (hasta hacerse prácticamente repulsivo) sino la fabulosa atonía con la que todo estaba narrado. Como si no estuviera pasando nada. Frases cortas, descriptivas, pinceladas en el cuadro más horroroso combinadas con largas conversaciones, parrafadas sin sentido y situaciones irrespirables. (…) Con American Psycho, Bret Easton Ellis llega al estrellato y culmina con tan sólo veintisiete años una propuesta estilística.
Lo que viene después, en la más sosegada década de los 90, tiene mucha menor relevancia. Entre otras cosas, porque será la música la que se encargue de sacar a la luz las miserias de la sociedad americana. En concreto, el movimiento grunge auspiciado, cómo no, por la propia MTV, que dio a conocer a Nirvana, Pearl Jam, Soundgarden, Alice in Chains y ese largo etcétera de «perdedores», según los parámetros del reaganismo. En 1992 llegan los demócratas al poder y hasta la rabia se institucionaliza, con lo que Ellis se queda algo perdido. En años siguientes publica dos obras: un libro de relatos titulado The informers (1994, el año del suicidio de Kurt Cobain) y Glamourama (1999), posiblemente su novela más ambiciosa pero a la vez más confusa y cercana al solipsismo. Sólo Ellis puede saber exactamente qué demonios nos quiere contar.
En The informers nos encontramos un estilo mucho más intimista, sosegado y lleno de tristeza. Recuerda un poco al Clay de Less than zero y entronca de nuevo con el estilo «a la Salinger»: una especie de pesimismo envuelto de peterpanismo resacoso. Estrellas del rock venidas a menos, adolescentes metidos en mundos paralelos. (…) En Glamourama tenemos algunas de las páginas más brillantes de Ellis. Ni su más avispado lector puede saber a qué se está refiriendo en cada momento. Tenemos moda, sexo, belleza, poder, dinero, música, video... y sobre todo apariencia, un mundo de apariencias en el que todo se confunde. (…)


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Bret Easton Ellis: el escritor que te encanta odiar
(picado de Insomnia)

Repasando reseñas de Glamourama, una de las cosas que llama inmediatamente la atención es que inclusive las que defienden al libro abren el paraguas inmediatamente con respecto a los aspectos controversiales de su obra y no tienen el menor reparo en insultar tanto al libro como al autor, demostrando que incluso la aprobación de su obra es vista como algo vergonzante. Así es que el New York Times puede calificar a Glamourama (en la primera reseña favorable que el diario le dedica a Ellis) como un libro «estúpido» o que en la New York Magazine aparezca una frase tan curiosa como «Bret Easton Ellis no reconocería una buena novela aunque la escribiera él mismo. Prueba de ello es que la ha escrito él mismo».
¿Cuál es el motivo de que este escritor produzca reacciones tan encontradas aún dentro una misma opinión? La explicación simple vendría por el lado de las enormes cantidades de violencia, drogas y sexo (ese sería el orden correcto) presentes en su obra, pero en un siglo que consiguió asimilar los excesos de autores como Louis Ferdinand Céline, William Burroughs, George Bataille, Hubert Selby Jr., J. G. Ballard y James Ellroy, por nombrar solo a algunos de los grandes transgresores contemporáneos, no parece una explicación muy completa.
El problema es más complejo y parte de las múltiples contradicciones del concepto de «políticamente correcto» y de la autoridad moral que se autoasignan los grupos identificados con dicho concepto; las reservas con las que los críticos se mueven al tratar la obra de Ellis es causada en su mayor parte por el hecho de que quienes han propulsado una fanática campaña de rechazo a dicha obra no son los acostumbrados grupos moralistas religiosos (…) sino los grupos feministas norteamericanos, genuinos aspirantes a tomar la bandera del puritanismo y la censura, pero partiendo desde un punto que aparentemente no se afianza en los prejuicios de antaño sino en la lucha contra esos mismos prejuicios.
El escándalo que produjo con la publicación de American Psycho solo es comparable en los tiempos modernos (aunque por motivos diametralmente opuestos) al de Los versos satánicos de Salman Rushdie, centrando sobre sí un rechazo que no sufrieron obras coetáneas similares como la del convulsivo y generalmente desagradable Dennis Cooper. Hasta un escritor tan amigo de las transgresiones como Norman Mailer saltó en su momento al ruedo para defenestrar a Easton Ellis desde su sitial de gran escritor salvaje, siendo una prueba más de una atención excesiva aún para quienes saben aprovechar el potencial marketinero de toda polémica, como es el caso de Ellis. ¿Qué había hecho en realidad este joven escritor para generar tantos odios? Un montón de cosas, a decir verdad.

el vacío mira al vacío
Bret Easton Ellis nació en Los Angeles en 1964, y a pesar de haber escrito generalmente acerca de personajes de la moderna aristocracia económica de los Estados Unidos, Ellis creció en el seno de una familia de clase media–alta sin mayores rasgos distintivos que el moderado alcoholismo de su padre. Después de participar como tecladista en algunos grupos de rock de su secundaria, Ellis decidió abandonar el Oeste y viajar hacia Nueva Inglaterra para estudiar en la Universidad de Bennigton, con el objetivo a priori de seguir una carrera musical. Desanimado por la predilección por el jazz imperante en dicho centro educativo (que, trasvestido en el Camden College, se volvería el escenario de su novela Las leyes de la atracción y parte de Glamourama) se inclinó por la literatura.
Alentado por sus profesores, durante su último año en Bennigton Ellis completó la que sería su primer novela, Menos que cero (1985), título inspirado en una canción de Elvis Costello y que funcionaba como guiño a los jóvenes de su generación, que lo recibieron como su propio Salinger. Menos que cero era en efecto una novela generacional y describía el regreso a Los Angeles de un joven durante sus vacaciones de una universidad del Este, algo bastante próximo a la biografía de su autor.
La novela se dedicaba a describir, en un tono monocorde y desapasionado, a unos personajes jóvenes, bellos y adinerados sin mayores expectativas que drogarse y tener sexo de todas las formas posibles, cayendo progresivamente en una espiral de violencia y degradación. Reflejo ácido y amargo del materialismo de la cultura norteamericana de los ochenta, el libro se convirtió en un inesperado suceso crítico y popular que proyectó a Ellis como el portavoz de su generación (la que Douglas Coupland bautizaría más tarde como «Generación X») y como uno de los escritores más duros y descarnados del momento.
Menos que cero introducía además el distintivo estilo de su autor, estilo que con algunas variaciones ya no abandonaría en adelante: narración en presente y primera persona, permanentes citas a productos de la cultura pop, adjetivación casi inexistente, frialdad casi clínica para describir las escenas sexuales o violentas y un punto de vista helado y amoral, próximo al más amargo nihilismo. Un estilo que tenía su origen en la escuela de Hemingway pero que se contactaba también con la obra de autores europeos como Samuel Beckett o los representantes franceses de la noveau roman, y que a su vez influenciaría a un sinnúmero de nuevos escritores incluyendo a una buena cantidad de jóvenes autores latinoamericanos, región en la que la obra de Ellis hizo estragos produciendo una gran cantidad de libros clonados de Menos que cero que reproducían sus rasgos estilísticos más notorios sin aproximarse a la amargura interior que justificaba dicho estilo.
Con Menos que cero Ellis produjo una nota disonante en una cultura que en esos momentos bailaba al son de Michael Jackson, se emocionaba siguiendo los inmorales periplos de Melanie Griffith en Secretaria ejecutiva y aplaudía las demostraciones de machismo militar de la administración republicana. A los 23 años Bret Easton Ellis no solamente era el mejor escritor disidente de su generación, también era el único.

la injusticia emocional
Easton Ellis se encontró entonces con que se había convertido en una auténtica celebridad en un momento en el que los escritores no eran precisamente célebres. Además de la calidad reconocida del libro, que fue saludado por viejas glorias como Gore Vidal, Menos que cero había atraído al público por motivos extraliterarios como la identificación generacional, el interés suscitado por la joven edad del autor y el morbo que producía un libro con tanto sexo y drogas.
Hollywood puso sus ojos sobre el fenómeno Ellis comprándole los derechos de Menos que cero para hacer una ridícula versión cinematográfica dirigida por Marek Kanievska (Corrupción en Beverly Hills, 1987) que convertía a la agria novela en una fábula moralista contra las drogas. Una adaptación que no molestó en realidad a Ellis ya que solo tenía en común con su libro el título y los nombres de los personajes. Por ese entonces, Ellis acababa de publicar su segunda novela, Las leyes de la atracción (1987), que debería confirmar su carácter de auténtico escritor o de fenómeno pasajero.
Las leyes de la atracción no tuvo ni remotamente el éxito de su predecesora, pero era un libro más ambicioso y más articulado en sus recursos literarios. La novela estaba basada en la experiencia universitaria de Ellis y describía a una serie de personajes del Camden College que se enfrentaban simultáneamente con el fin de la adolescencia y con una terrible desorientación afectiva y sexual.
Ellis aprovecha para demoler de paso algunos mitos románticos de la literatura norteamericana contemporánea como el de las carreteras de Kerouac, incluyendo un disparatado viaje sin destino que culmina en el aburrimiento y la depresión. Ni hace falta aclarar que Las leyes de la atracción no es un texto adecuado para leer en vacaciones (bueno, ninguno de los de Ellis lo es), pero posiblemente y a pesar de sus fallos sea su mejor obra, y tal vez la más profundamente subversiva: un verdadero grito de furia en contra del romanticismo.
Por otra parte, entre el coro de voces que componen Las leyes de la atracción hace su primera aparición un sujeto, hermano de Sean (el principal personaje del libro) que daría que hablar más tarde: un yuppie de Nueva York llamado Patrick Bateman.

el monstruo vestido de armani
Bret Easton Ellis se mudó a Nueva York dedicándose durante un tiempo a ser fotografiado en lugares de moda, convenientemente drogado y en compañía de modelos y artistas malhumorados. El personaje Easton Ellis comenzó a distinguirse públicamente como alguien similar a los entes amorales y viciosos que pueblan sus novelas. Con fama, dinero y alimentado a base de antidepresivos, drogas y alcohol, Easton Ellis pergreñó la obra que lo volvería el escritor más odiado en el mundo occidental: American Psycho.
El libro contaba, en primera persona, la historia de Patrick Bateman, un exitoso y joven yuppie de Manhattan que es a la vez un sádico asesino serial amparado en la impunidad de su respetable situación social. Los temas de la novela estaban en el aire en el momento de su publicación (1991), época en la que se comenzaba a cuestionar el modelo de joven empresario exitoso propuesto durante los ochenta en películas como Wall Street de Oliver Stone o After–Hours de Martin Scorsese y libros como La hoguera de las vanidades de Tom Wolfe.
Simultáneamente los asesinos en serie se convertían en objetos de fascinación morbosa no solamente para lo más radical del rock sino también para Hollywood, que comenzó con una larga serie de retratos de diabólicos y perversos asesinos psicópatas. Pero Easton Ellis, combinando ambos temas, fue más allá de lo previsible y creo un libro que puede verse tanto como una furiosa y ácida despedida a los años ochenta o como la obra de una mente enferma e irresponsable.
Haciendo uso de las técnicas de marketing transgresor patentadas años antes por Malcom McLaren, Easton Ellis publicó algunos de los segmentos más violentos como adelanto de prensa, lo que produjo una reacción que superó ampliamente sus expectativas. Varios grupos feministas se lanzaron a la calle para intentar evitar la publicación de lo que entendían como un manual para mutilar y asesinar mujeres, consiguiendo que los empleados de Simon & Schuster, editora de Ellis, se negaran a trabajar en el libro, incluído el artista gráfico que había diseñado las tapas de sus obras anteriores. Simon & Schuster se encontró de pronto con un hierro caliente en las manos y ante las amenazas de boicott y represalias de los grupos feministas, terminó rompiendo el contrato con Ellis, que debió buscarse una nueva editorial.
El escándalo continuó y las organizaciones feministas organizaron sabotajes en contra de su nueva editorial (Random House), manchando de sangre los ejemplares en las librerías y dejando mensajes en los contestadores de Ellis y sus allegados, amenazándolos con violarlos con bates de béisbol adornados con clavos y otras linduras. Como suele suceder, Tammy Bruce, miembro de la Organización Nacional de las Mujeres y quién organizó la campaña en contra de American Psycho, nunca leyó el libro. Para agravar las cosas, alguien sugirió que el detallismo de los asesinatos narrados solamente podía proceder de un diario real, algo con lo que Ellis jugó fotografiándose en la contratapa iluminado de la misma forma que el rostro que ilustraba la portada y declarando que era la más autobiográfica de sus novelas.
American Psycho ciertamente irradia peligro y sus múltiples excesos no son siempre justificables. Su protagonista, Patrick Bateman, se presenta como un ejecutivo de Wall Street no particularmente inteligente que poco a poco va revelando una doble vida siniestra en la que las enumeraciones de marcas y objetos materiales se van entremezclando con detalladas descripciones de violentos actos sexuales que gradualmente van convirtiéndose en sádicos asesinatos. Sin modificar substancialmente el tono, Bateman narra sus opiniones sobre la música de Génesis y Huey Lewis junto a los más abyectos crímenes, que incluyen desmembramientos varios, necrofilia, canibalismo, asesinato de niños, crucificciones y una famosa escena en la que introduce una rata famélica en la vagina de una mujer. Por momentos Ellis parece querer hacer un catálogo de deliberadas provocaciones al buen gusto y todos los conceptos de corrección política, pero de alguna forma esa violencia funciona como contrapeso macabro del materialismo desbocado del protagonista, un materialismo incapaz de diferenciar la compra de un Rolex de la evisceración de una prostituta. (…)
Inevitablemente, las violentas reacciones en contra de la novela substituyeron a las posibles evaluaciones críticas de la misma, volviéndose todo parte del debate acerca del uso y abuso de la violencia en el arte, debate que incluiría más tarde a las películas de Tarantino y el gangsta rap. Mirando atrás, al momento en el que fue publicado y a lo que fueron los años ochentas, la opinión más acertada sobre American Psycho quizá sea la del crítico Ramón de España, que lo definió como «un trabajo sucio que alguien tenía que hacer».

vampiros bajo el sol
Después de algo como American Psycho era evidente que Easton Ellis tenía que volver a poner los pies en la tierra y bajar las revoluciones, tanto a nivel personal como literario. Adoptando un bajo perfil personal de lo más conveniente en momentos en los que la mitad de las feministas norteamericanas querían aplicarle un tratamiento a lo Lorena Bobbitt, Ellis publicó un libro de relatos que habían sido escritos en forma simultánea con sus novelas y que resumían en cierta forma toda su obra anterior. En Los confidentes (1994) Ellis regresó a la Costa Oeste para ofrecer una serie de narraciones sobre personajes muy parecidos a los que poblaban Menos que cero; en los primeros relatos del volumen despliega una nueva galería de jóvenes vacíos, madres lujuriosas y adictos varios que no aporta gran cosa a lo ya desarrollado en sus trabajos anteriores.
Sin embargo, la prosa está generalmente más cuidada que en American Psycho y en algunos relatos como «En las islas», descripción de un competitiva relación padre–hijo, llega a recordar al Paul Bowles de Páginas de Cold Point o a Katherine Mansfield. En los últimos relatos el tono se aproxima más al de American Psycho, superando aun el horror de éste en «La quinta rueda», que da cuenta del secuestro, violación y asesinato de un niño.
También coquetea con lo fantástico, desarrollando los aspectos oníricos del desenfreno homicida de Patrick Bateman, en «Los secretos del verano», una excelente historia acerca de unos vampiros fashion que se mueven con impunidad en los lujosos ambientes de la rica California. El libro concluye con «En la playa» y «En el zoológico con Bruce», dos narraciones en las que vuelve a aflorar el subterráneo lirismo de Las leyes de la atracción y que posiblemente sean lo mejor que haya escrito Ellis en su carrera. (…)
Los confidentes fue en general demolida por la crítica, que no le perdonaba ni el éxito ni el escándalo de American Psycho, y tuvo ventas mucho menores que su libro anterior, lo que no quita que posiblemente sea la obra más variada, madura y bien escrita del autor. Un libro único en el que un relato sobre vampiros no se contrapone con las narraciones más realistas y en el que la permanente evidencia del horror que subyace en el aburrimiento y la opulencia supera la mera fascinación morbosa para convertirse en un testimonio de una época terrible.

el más viejo de los jóvenes
Los cinco años que pasaron entre la edición de Los confidentes y Glamourama (1999) relegaron a Easton Ellis a un segundo plano en el panorama literario internacional. Ellis se retiró del ojo público y las polémicas sobre su obra se acallaron gradualmente. Profundamente identificado con los años ochenta, en los que escribió y situó todas sus obras, Ellis fue convirtiéndose en un escritor ligeramente pasado de moda y que no combinaba en absoluto con la espiritualidad preconizada por la cultura semi–oficial. A pesar de esto, la influencia de su obra era claramente palpable tanto en el estilo de las nuevas generaciones de escritores como en las letras de los apáticos y deprimidos grupos de rock alternativo de los noventa, lo que no evitaba que, a una edad en la que la mayoría de los escritores recién llegan a su primera obra seria, Ellis parecía ya haber dicho todo lo que tenía por decir.
Pero el monstruo volvió a dar señales de vida en el final de la década cuando tres sucesos simultáneos lo devolvieron a un primer plano; por una parte la edición de Glamourama hizo que la crítica volviera a hablar (mal) de él y le dedicara gran espacio a darle con un caño a la novela. Por otra parte dos proyectos cinematográficos lo devolvían al candelero: uno de ellos era un documental (con algunos elementos ficcionales) sobre el escritor titulado This Is Not An Exit, frase con la que culmina American Psycho; la otra es una adaptación de esta misma novela, que volvió a generar escándalo aún antes de ser estrenada, produciendo que su protagonista, Christian Bale, fuera abucheado al presentar su película en el Festival de Sundance.
Como para irritar más a los grupos feministas, la versión cinematográfica de American Psycho fue dirigida por una de las más inquietas directoras del cine independiente norteamericano, Mary Harron (I Shot Andy Warhol), que inevitablemente suavizó los elementos gore y pornográficos de la novela aunque, según la crítica internacional, el espíritu de la misma fue respetada. En un principio quién iba a interpretar a Patrick Bateman era nada menos que Leonardo Di Caprio, lo que hubiera constituido un chiste excepcional, pero el carilindo protagonista de Titanic lo pensó dos veces y renunció al proyecto. (…)


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Bret Easton Ellis: Vintage
(copy & paste de El Mercurio, columna El comelibros, por Álvaro Bisama)

Espero Lunar Park con una ansiedad levemente paranoica. Me gusta leer a Bret Easton Ellis a pesar de que otros lo abominen o tal vez, precisamente por eso, porque su impostura me parece a ratos conmovedora. Mientras, extraño esa sensación de perplejidad que me produjo American Psycho cuando era más joven: la confirmación de que los códigos pop podían ser más feroces que cualquier novela gótica.
Artefacto extraño y excesivo, puede que a American Psycho no se la haya entendido del todo. Se hizo cualquier cosa con ella menos leerla en serio. Lo peor: aquella infinidad de novelas clones (que no mencionaré por vergüenza ajena) sobre asesinos seriales y el uso hasta el agotamiento de la cita de marcas, logos y clichés cinematográficos como materiales del relato. Lo extraño es que, leído desde el presente (quince años después y con una novela nueva ad portas), da lo mismo cualquier polémica porque American Psycho sigue ahí como un museo de cera a punto de derretirse, como las últimas imágenes de un naufragio leídas como un ejemplo bizarro de lo cool.
Porque Easton Ellis siempre fue cool, aunque no al estilo de Beavis y Butthead, sino en la de Dietrich Diederichsen: lo cool como la capacidad de captar el lenguaje de la calle o, mejor dicho, de anticiparse a él aprendiendo a leer sus signos. Un alfabeto que en este caso hablaba de cocaína, pornografía y sangre, en una farsa donde todos vestían a la moda para componer un folletón hiperrealista del siglo XIX con la lamentable música de Genesis de fondo. Perfecto cuadro de época, la Nueva York de Ellis es una ciudad real pero también literaria: un laberinto de emociones atrofiadas y desplegadas en una literatura de guerrilla o de explotación destinada a lectores poliadictivos, saturados de mala televisión y hastiados del realismo mágico.
Y eso no está mal. En un presente donde el recuerdo de la década de los 80 parece ponerse de moda con una insistencia insoportable, leer American Psycho es un ejercicio de frescura o de violencia inusitada. Mientras La hoguera de las vanidades envejece como una mala sit–com, los asesinatos de Patrick Bateman siguen brillando como una de las mejores polaroids sacadas de la era Reagan y Bush I. Todo está ahí y sigue ahí, en su lugar: el vacío, el fascismo descascarado como un chiste idiota, las películas clase Z, los yuppies, la música de Whitney Houston, los cuchillos, las armas automáticas. La basura acumulada de una década: desde U2 hasta Tom Cruise. Parodia desfigurada de algo que jamás queda claro del todo, hay un tono que sobrevive en el texto de Easton Ellis como los tambores de una canción que no podemos sacarnos de la cabeza.
Por supuesto, es una canción que provoca una nostalgia incómoda. Pero hay más ideología de la contracultura ahí que en cualquiera de los pornógrafos melancólicos que se lamen las heridas en las novelas de Houellebecq, que por cierto es fan suyo. Por otro lado, las mejores partes de American Psycho son justamente aquellas que muestran cierta cualidad predictiva porque el texto (entre las marcas de shampús y las cabezas cortadas) despliega una arqueología de lo nimio que puede llegar a ser explosiva. Así, en un ejercicio vintage, deberíamos reciclar a Easton Ellis como un nuevo clásico mientras olemos con atención ese nihilismo pop que es el pegamento que une al asesino serial de American Psycho con las supermodelos terroristas de Glamorama, a los adolescentes perdidos de Menos que cero con esos vampiros bronceados de Los confidentes. Pensar, gracias a eso, en la banalidad como una nueva y divertida y necesaria forma del horror contemporáneo.




replay


david sedaris
(new york, del ´56. Ensayista y hermano de la actriz Amy Sedaris. El presente texto pertenece a su libro Dress your family in corduroy and denim, 2004.)



héjira
(traducción de RFI)

No era nada que hubiera planeado, pero a los 22 años, después de abandonar mi segunda universidad y viajar a lo largo del país unas cuantas veces, me encontré de regreso en Raleigh, viviendo en el sótano de mis padres. Después de seis meses despertando al mediodía, volándome, oyendo el mismo disco de Joni Mitchell una y otra vez, fui llamado por mi padre en la sala de estar, para decirme que me fuera. Él estaba sentado muy formalmente en una silla cómoda y grande tras su escritorio, y yo sentí como si me estuviera despidiendo del empleo de ser su hijo.
Había estado esperando que esto sucediera, y honestamente no me molestó tanto. Tal como lo vi, ser sacado de la casa era justo lo que necesitaba si alguna vez iba a volver a pisar tierra firme. «Bien», dije, «Me iré. Pero un día lo lamentarás».
No tenía idea de lo que quería decir con eso. Solo parecía el tipo de cosa que uno debería decir cuando le dicen que se marche.
Mi hermana Lisa tenía un apartamento por la universidad y dijo que podía ir a quedarme con ella siempre y cuando no llevara mi disco de Joni Mitchell. Mi madre se ofreció a llevarme. Era un viaje de quince minutos atravesando el pueblo, y en el camino escuchamos la retransmisión radial de un show de llamadas en el cual la gente llamaba al conductor para describir los diversos pájaros reunidos alrededor de sus graneros en el patio. Normalmente el show era por la mañana, y resultaba raro escucharlo en la noche. Los pájaros en cuestión se habían ido a dormir hacía horas y probablemente no tenían idea de que aún se hablaba sobre ellos. Pensé sobre eso y me pregunté si allá en la casa habría alguien hablando sobre mí. Por lo que yo sabía, nadie nunca había tratado de imitar mi voz o de describir la forma de mi cabeza, y era deprimente que yo no fuera notado mientras una gran cantidad de gente parecía dispuesta a dejarlo todo por un cardenal.
Mi madre parqueó frente al edificio de apartamentos de mi hermana, y cuando abrí la portezuela del auto, ella omenzó a llorar, lo que me preocupó, porque normalmente ella no hacía ese tipo de cosas. No era uno de esos momentos de «Voy a extrañarte», sino algo más triste y más desesperado que eso. No llegaría a saberlo sino mese más tarde, pero mi padre me había botado de la casa no porque fuera un vago, sino porque era gay. Se suponía que nuestra pequeña conversación fuera uno de esos momentos definitorios que dan forma a la vida adulta de una persona, pero él había estado tan incómodo con la palabra más importante que la dejó completamente fuera, solo diciendo «Creo que ambos sabemos porque estoy haciendo esto». Supongo que pude haberlo presionado, pero no había visto la razón. «¿Es porque soy un fracaso? ¿Un drogadicto? ¿Una esponja? Vamos, papá, dame tan solo una buena razón».
¿Quién quiere decir eso?
Mi madre asumió que yo sabía la verdad, y eso la destruía. Aquí estaba otro momento definitorio, y otra vez me lo perdí completamente. Ella lloró hasta que pareció que se ahogaba. «Lo siento», dijo. «Lo siento, lo siento, lo siento».
Pensé que dentro de unas pocas semanas tendría un empleo y algún apartamentico pésimo. No parecía insuperable, pero las lágrimas de mi madre me hicieron preocuparme y pensar que hallar esas cosas pudiera ser un poco más difícil de lo que había imaginado. ¿Pensaba ella honestamente que yo era tan perdedor?
«De verdad», dije, «estaré bien».
Estaba encendida la luz del auto y me pregunté que pensarían los conductores que pasaban mientras miraban llorar a mi madre. ¿Qué tipo de personas pensarían ellos que eramos? ¿Pensarían que ella era una de esas madres lloronas que se desmoronaban cada vez que alguien rompía una taza de café? ¿Asumirían que yo había dicho algo para lastimarla? ¿Nos verían solo como otra madre llorosa y su hijo gay drogado, sentados en un carro y escuchando un show de llamadas sobre pájaros, o se habrían imaginado, tan solo por un instante, que podríamos ser especiales?







replay

ahmel echevarría
(la habana, del ´74)


el insomnio del Censor
Aquel hombre que está parado en el contén es el Censor. Mira a ambos lados de la avenida y la acera de enfrente, justo hacia ese gran edificio que ocupa casi toda la manzana: el Hospital Clínico Quirúrgico Nacional. El Censor lleva más de media hora en el mismo sitio. Suda. Es mediodía. Ha bajado y subido al bordillo de la acera varias veces.
Pasados los diez primeros minutos de haber llegado intentó cruzar la calle. Sin embargo desistió. Volvió al contén. Y no ha sido por el tráfico, en esta avenida se interrumpe de manera regular con los cambios del semáforo. Como siempre ha tomado en cuenta lo que dicen sobre él, se justifica, con aquel que se para a su lado y que también espera para cruzar, que si hasta ahora él no lo ha hecho es porque ranquea de una pierna y no puede llegar a la otra acera haciendo una carrerita alocada. O trotando. O mucho menos caminar como al descuido y hacerle verónicas a cualquier automóvil que se acerque.
No es menos cierto, basta fijarse cuando sube o baja del bordillo.
Arrastra una pierna, la izquierda.
Tiene además un ligero temblor en sus manos y un tic nervioso en el ojo y la mejilla derecha.
Si ahora está parado sobre el hilo de agua que corre junto al contén es porque ha decidido intentar, otra vez, llegar a la entrada del hospital. Toca su pierna, la izquierda. Han puesto la roja. El tráfico se ha interrumpido nuevamente. Da un paso. Y otro. Y el dolor es un aguijón que se le hunde en la carne.
Desiste.
Regresa.
Se para junto al bordillo de la acera. Ha cerrado los ojos, quizá espera a que desaparezca el dolor. O se pregunta por qué y desde cuándo comenzó a cojear. Por un instante se cree en su enorme apartamento. Años atrás, cada vez que en su oficina sentía el cansancio de la jornada de trabajo, cerraba los ojos y se imaginaba en su balcón, en una tumbona, tomándose un daiquirí. Incluso se descubría sonriendo y hasta llegaba a hacer un comentario para sí. Cómo no tomarse un trago y luego dormir a once pisos sobre el nivel del asfalto, repletándose los pulmones con la brisa que llega desde el litoral. Pero eso le sucedía años atrás. Ahora, cuando se imagina en su casa no va hacia el balcón sino al cuarto de baño, frente al espejo. Es cierto que, tal como otras veces, tiene los ojos cerrados, pero se está mirando, ve su cara reflejada en el espejo que está en su memoria. Incluso ladea y alza y baja la cabeza. El Censor era un hombre corpulento, de cabellos negros bien cortados. Gracias al brillo de la vaselina y al aroma de colonia nadie dudaba que el Censor hubiera dormido bien y que estuviera más que descansado para empezar el día. Muchos no han olvidado ese rostro, sobre todo los que coincidían con él a la entrada o los corredores del castillo donde está emplazado el Instituto Nacional para la Literatura y el Libro. Su carita mañanera se completaba con una sonrisa tan cuidada como su bigote. Lo sabe y tampoco lo ha olvidado. Cuando lo recuerda siente un escozor. Y comienza a rascarse. Con las yemas de los dedos y después con las uñas se rasca en las manos, cara, los brazos. Tiene marcas y postillas que vuelve a arrancar. Sin embargo el espejo del baño le devuelve la imagen de un rostro que, a fuerza de verlo una y otra vez, sabe que es suyo. De aquel figurón solo queda la nariz aguileña y la costumbre de engrasarse las pelusas de la cabeza. A pesar de que ha abierto los ojos y que está de cara a la avenida aquella imagen en el espejo no se le borra de la memoria:
Dos bolsas oscuras bajo los ojos.
Una piel seca, amarillenta.
Bigote canoso y barba incipiente.
Carraspea. Tose. Hay personas muy cerca de él. Lo miran. Pero como el semáforo ha cambiado a rojo se desinteresan y van a por la otra acera. El Censor, ranqueando, se mezcla en esa avalancha. Tose. Limpia el sudor de su frente y seca sus manos en el pantalón. Cojea, tose y carraspea y escupe y mira a los lados. Ha alcanzado la acera opuesta, está frente al Clínico Quirúrgico Nacional. Le ha vuelto el escozor y se rasca hasta sangrar. Ahora tiene que decidir si cruza o no el umbral de la entrada.
El Censor se vuelve por un instante, ha dejado atrás la avenida. Mira sus brazos, las manos. Las limpia en el pantalón y se convence de que, si ya ha cruzado, lo mejor es entrar al hospital.

Mientras sube la pequeña escalinata disimula el temblor de sus manos hurgando en la bolsa de tela que trae y luego en los bolsillos del pantalón. Pero no puede hacer lo mismo con el rostro. Dónde esconderlo para que nadie descubra las ojeras, el tic nervioso. Cómo disimularlo. Y agacha la cabeza como si caminara ensimismado, pensando. Y para que todos crean que él no finge cuenta los escalones. Y se rasca. Y tropieza al llegar al séptimo. Tropieza con alguien que viene en sentido contrario. Las miradas se cruzan. Se han reconocido. Cómo podría olvidar esa cara. Aunque se ve envejecido es El Censor, tiene que ser él, pero luce viejo, enfermo, un ripio. Así piensa el que baja las escaleras, incluso se ha detenido para asegurarse. El Censor cree que el rostro del que abandona el hospital le resulta familiar. ¿Dónde habrá visto aquella cara blancuzca, puro hueso y con unos ojitos claros, que como ahora le parecían tan bellos? ¿Y esos espejuelos? ¿Y el paraguas negro colgado en el brazo? El paraguas. Ese hombre es muy parecido a la persona que cree sea. Carraspea y se rasca y tose y se vuelve. Descubre que ese hombre sonríe y es consigo, en este instante solo ellos están en la escalinata. Esa misma persona, además de sonreírle, le hace un guiño, lo saluda. El Censor le devuelve un guiño con su párpado y mejilla derecha, pero este es un gesto involuntario. Agacha la cabeza y apura su cojera hacia la entrada del hospital.
Atraviesa el inmenso portón.
El interior se abre en un gran lobby. Todo el ruido de la avenida ha quedado atrás, también el bochorno del mediodía. Cierto aire frío y un murmullo dan en su rostro.
Encorvado, con el pellejo colgándole de los brazos y la barbilla, el Censor busca la casilla de información. Tras pensarlo durante cuatro meses decidió consultarse con el psicólogo.
Casi todos los asientos del salón de espera están ocupados. Mientras busca la casilla de información cree ver rostros conocidos entre los pacientes y acompañantes. Alguien le guiña un ojo. Otro se quita los espejuelos y le dice al que está sentado a su lado Te diré algo, vas a tener bastante material para un buen chisme: mi torcedor es el miedo, un miedo que tiene su origen en un maldito sentimiento de culpa; ¿lo ves?, ¿ves a ese que viene cojeando?, ese fue algo así como mi torcedor; ¿por qué pienso que debo pagar algo malo que he hecho?, ¿por qué? Aquel con quien habla hace una mueca y apunta un paraguas negro hacia el Censor, con desparpajo, y responde Si ese fue tu amedrentador hazle un obsequio, regálale una sonrisita desdeñosa que aflore de tus labios.
El Censor cree que su vista también le falla. Todos en el salón parecen tener un mismo rostro, gestos similares. Un mismo cuerpo se repite en otros cuerpos. Una piel muy pálida, cara delgada, ojitos claros y vivaces detrás de unos espejuelos, maneras muy delicadas, suaves y a la vez exageradas, escandalosas, tan parecidas a las de aquel con quien había tropezado en la escalinata. Y como en esa parte del lobby no está lo que busca se vuelve hacia el lado opuesto. En este otro grupo de personas hay quienes también lo reconocen. Un dedo que lo señala. Un comentario de labio a oreja. Una mirada fija, dura. Un rostro pálido que lo evita ocultándose primero tras una columna, luego detrás de cuatro personas que están conversando, pero tanta es su paranoia que abre un paraguas negro y camina en dirección opuesta. El Censor tose, detrás de este grupo está la casilla de información. Debe cruzar por entre las secciones de asientos. Cojea entre ellos. Cree escuchar una risita socarrona, un comentario bajo, alguien dice Así que ese fue el cabrón que no te dejó ni un huequito para respirar. También escucha una llamada. No tiene que ser precisamente consigo. Sin embargo quien llama insiste y nadie responde. El Censor vuelve a sentir la picazón. Pero no quiere rascarse. No quiere meterse la bolsa de tela bajo el brazo para no obligarse a sacar la mano del bolsillo y rascarse. No quiere que quien lo mira, ese mismo rostro repetido, la maldita circunstancia de un mismo rostro en todas partes, sepa que le tiemblan las manos. Pero basta que le vean la cara. Basta que sepan de su tic nervioso. Así piensa. Por eso no se vuelve para ver si la llamada es o no para sí. Caminar. Caminar, caminar. Caminar, caminar y caminar. Caminar y preguntar dónde carajo está la consulta. Dónde carajo está la maldita consulta del psicólogo. Caminar. Nada más que caminar, la casilla de información está muy cerca.
—¡Oiga! —le tocan el hombro.
—¿Sí?
—Mi querido Censor, disculpe, apenas tengo aliento —dice casi ahogado un hombre grueso—, no soy un gato volante, y mis pulmones y las piernas ya no soportan estas carreras. Era yo quien lo llamaba, desde bien temprano le esperan, siga por este pasillo, quien lo espera desespera, es en el último cubículo. No tiene que llamar a la puerta, solo ábrala, no tenga pena, recuerde que dentro hay alguien muy dispuesto a atenderlo. Yo diría que casi muere de las ganas de verlo a usted, mi querido Censor.
—¿Pero quién me espera?
El gordo sonríe. Tose, traga una gran bocanada de aire para entonces contestarle No se preocupe, quien lo espera será su psicólogo, pidió atenderlo, ha sido paciente, muy, como un mulo, sabía que en algún momento usted vendría. Y se verían. Y podrían entonces conversar. Por cierto, ¿no es una ironía, que le digan al asmático, cuando padece de una crisis, que no es precisamente la falta de aire lo que lo está matando, sino todo lo contrario, una cierta cantidad en exceso? Así son los excesos, una cierta cantidad hechizada.
El Censor, antes de despedirse, pregunta si la puerta que se ve al final del pasillo es la consulta del psicólogo. El gordo asmático sonríe:
—Ande. Ay, mi querido Censor, vaya luego al otorrino. ¿No ha notado que le falla el oido? Pero allí sí que no lo esperan.
El Censor no se vuelve. Con la cabeza gacha y la cojera avanza por el corredor. Sabe que el gordo esperará a que llegue al final del pasillo, a que se pare frente a la puerta, abra y entre. Lo mirará hacer, sonriendo. Sospecha que el gordo sabe que, a pesar de la advertencia de que no necesita tocar, llamará a la puerta una y otra vez, que seguro demorarán en responderle y él estará parado frente a la consulta varios minutos, solo, rascándose, parpadeando y haciendo muecas sin que pueda controlar los movimientos de su cara. Y este simple gesto de llamar a la puerta y esperar afuera hasta que lo llamen divertirá mucho, muchísimo, al gordo asmático.

—Adelante —dicen desde dentro.
El Censor pone la mano en el picaporte. Adelante, pase de una vez, por favor. Mira hacia el otro lado del corredor, pero solo alcanza a ver la espalda del gordo asmático, quien desaparece entre los que esperan en el lobby.
Entonces abre la puerta.
La habitación es oscura. Las persianas están entornadas, el cambio brusco de la claridad en el pasillo a esta penumbra obliga al Censor a tantear en la nada, alcanzar la pared y así trastabillar, ranqueando, hacia el interior. Lentamente se van revelando los detalles. El Censor pestañea. Mira en derredor. ¿Acaso es cierto que ya tiene, además de alucinaciones, problemas en la vista? Vuelve a girar la cabeza. Todo se ve cada vez más claro. Es una habitación casi desnuda:
Una ventana entornada.
Paredes vacías. Solo un inmenso cuadro —al pasar frente a él ve que es un esquema de la médula espinal y dos vistas del encéfalo: un corte transversal y el mismo encéfalo visto desde su base.
También hay una silla, un buró de por medio —porque detrás está el psicólogo, quien se mece en un sillón que por el chirrido supone sea de madera:
—Por fin ha llegado. Siéntese.
El Censor arrastra la silla y se acerca al buró. El psicólogo deja de balancearse y enciende la lamparita del escritorio.
—¿Usted? —dice el Censor.
—¿Me conoce? —el psicólogo sonríe, se quita los espejuelos— ¿Nos hemos visto alguna vez?
—Creo que sí.
—Me gusta caminar, a veces desayuno café con leche en una cafetería camino al trabajo. Puede que nos hayamos visto ahí, casi siempre desayuno en el mismo lugar. ¿Sería allí donde me vio? —sonríe y comienza a mecerse en su sillón.
—Ya no estoy seguro de nada. Puede que alguna vez lo haya visto en el Instituto.
—¿En el Instituto?
—Disculpe. Es que su cara me parece conocida. Quizá por eso no le dije que trabajo en el Instituto Nacional para la Literatura y el Libro. Tal vez nos vimos en los pasillos o en mi oficina, o puede que yo haya trabajado con algún escritor muy parecido a usted.
—O en la cafetería. ¿Acaso no le gusta el café con leche? ¿Y qué me dice del pan con mantequilla tostado?
El Censor comienza a rascarse. Es tanta la comezón que decide poner la bolsa de tela sobre el escritorio. Trata de evitar la cara blancuzca y huesuda del psicólogo —que aparece bajo el cono de luz de la lámpara y luego se diluye en la penumbra con los balanceos del sillón—. Y sus ojos. Esos ojitos claros, miopes, vivaces. Y bellos. Entonces descubre un paraguas en uno de los rincones de la habitación.
—Ya no duermo —dice—. Me acuesto, cierro los ojos y no más concilio el sueño caigo en una pesadilla. Todos los días me pasa lo mismo, es terrible. Necesito dormir, quiero descansar.
El psicólogo detiene el sillón, toma a la lámpara por el casquete y le ilumina la cara.
—¿Quiere quitarse las manos de los ojitos? —dice—. ¡Míreme! Míreme, por favor.
El psicólogo sonríe pero el Censor no puede verlo. No puede ver cómo toma una estilográfica y comienza a señalar, desde su sillón, cada detalle del rostro. Papada, ojeras oscurísimas —va diciendo a media voz—; tez seca, amarillenta; alopecia, seguro también ha perdido algunos dientes, ¿cierto?, y rasquiña.
—Es cierto.
El Censor tose, carraspea, se lleva la mano a la boca y, además de tocarse con la punta de la lengua cada hueco en su dentadura, siente la halitosis.
A la pregunta de cuáles son las pesadillas, responde En cada pesadilla despierto en cualquier parte de la ciudad y en donde esté pasa lo mismo: todos tienen el mismo rostro, como el suyo.
El psicólogo sonríe, lleva su mano a la barbilla y comienza a mecerse.
—¿Nada más?
—No. Me pasa algo raro. A veces las pesadillas no son más que la repetición de un día de trabajo cualquiera en el Instituto. No ocurre nada extraordinario, pero ya no puedo soportar verme durante toda la noche en mi oficina, abriendo gavetas, revisando expedientes, libros o haciendo nuevas fichas de escritores. Hay otras donde en el sueño paso una hora o dos con alguien parecido a usted, sin hablarnos; quien aparece solo está en mi oficina viéndome hacer, y a ratos sonríe. O me veo desnudo y despeinado en la entrada del castillo, o en el patio central. O peor, usted o quien sea que se le parezca aparece en la pesadilla montado sobre mí, cabalgándome, pegándome con un cuje y yo a toda carrera por los pasillos a la vista de todos. O peor. He tenido pesadillas peores.
—Le confieso que me encantan los chismes. Cuénteme cuáles son las peores. Dígame a quién le recuerdo.
El Censor tose. Intenta esquivar la mirada del psicólogo y se vuelve hacia esa pared donde está colgado el inmenso cuadro. Sin embargo también evita la imagen del corte transversal del encéfalo para luego advertir que ese paraguas recostado en un rincón, justo en la pared opuesta a la del cuadro, es negro. El Censor cierra los ojos y los presiona con los puños. Dice algo, pero en voz muy baja, tan baja que es imposible escuchar qué ha dicho. Solo entonces decide abrirlos. Y no mira a otro lado que a sus uñas, las manos, los brazos. Sobre la piel hay un leve rastro de sangre. La limpia. Y a su vez limpia sus manos en el pantalón.
—Perdón —dice el psicólogo sin dejar de balancearse—. ¿Por qué esa sensación de culpabilidad?
El Censor recorre con la palma de la mano, las yemas y las uñas sus brazos, los hombros. Se rasca el rostro, se meza las pelusas de la cabeza. Las alisa luego. Tose y carraspea. Hace guiños involuntarios y toma la bolsa de tela.
Se levanta.
Pero vuelve a sentarse.
El Censor deja otra vez la bolsa sobre el escritorio y le dice al psicólogo Soñé que subíamos una montaña, éramos usted y yo, o alguien parecido a usted, me refiero a ese escritor que le dije estuvo alguna vez en mi oficina. Habíamos llegado a la cima y solo nos quedaba bajar. La pendiente era muy escarpada, de rocas filosas. Él no quería dañarse los ojos en la bajada, ni yo estropearme el bigote ni el peinado, así que decidimos cuidar con nuestras manos lo que no quería perder el otro. Sus ojos eran tan bellos, vivos… Pero resbalamos en la parte más difícil de la bajada. En la caída fuimos perdiendo pedazos del cuerpo, y cuándo de él nada más quedaban las manos y esos ojitos claros, con una de las mías sostuve sus manos contra mi cabello para que en las volteretas él no dejara mi peinado perderse con los choques y las ráfagas de aire. Ya puede imaginar qué pasó con sus ojos.
El Censor suda. Intenta alcanzar la bolsa que ha dejado sobre el escritorio. Pero desiste. Trata de acomodarse en la silla. Y carraspea. El psicólogo no ha dejado de mecerse. Desde la penumbra mira al Censor. Fijamente. Sin hablar. En silencio pasan algunos minutos. Solo el crujir de la madera es lo que se siente en la habitación. O el ruido del carraspeo. O cuando el Censor, además de carraspear, tose. O algún portazo en las consultas que están a lo largo del corredor.
El censor espera otra pregunta, pero como el psicólogo sigue en silencio decide comentarle que esa no es la única pesadilla que vuelve una y otra vez. Como la anterior, otras también estallan en su cabeza en plena madrugada y son variaciones de cuentos que ha tenido en su oficina, como aquella en la que todo el país se iba cuesta abajo por una crisis, Una crisis muy dura —dice—, solo había unos pocos vegetales, hierbas para hacer infusiones y agua; comíamos solo eso hasta que llegó a mí el comentario de que alguien, supongo ya sabe de quién le hablaré, había descubierto la forma de agregar la carne, la dichosa carne a la dieta. Yo mismo hablé con el gobernador de la ciudad para analizar esa experiencia. El gobernador, luego de la reunión, quiso ponerla en práctica. El único requisito que ese hombre pedía era que todos lo hiciéramos por igual, él ya se había cortado un filete de su propia nalga. Le dije que todo se cumpliría tal como él lo pedía, sin embargo en el sueño lo obligué a compartir primero su carne conmigo con la promesa de que yo, que estaba más grueso y era más alto y saludable compartiría mis carnes con él cuando se terminaran sus reservas. Hice que creyera que compartía mi carne, solo le di las hemorroides y mi vaso. Como no le alcanzaba para saciar el hambre terminó comiéndose los dedos y los ojos. Era lo último que quedaba de él, lo que quería conservar.
—¿Qué trae en esa bolsa? —el psicólogo deja de mecerse, se inclina y con la punta de la estilográfica toca la bolsa de tela.
—Cargo con ella gracias a la pesadilla de ayer. Estaba en mi cuarto, necesitaba descansar. Me quedé dormido. Comencé a soñar que estaba en mi cuarto y no podía dormir, todo por culpa de una pesadilla. Una pesadilla dentro de otra. En el sueño salí al balcón, a mirar la ciudad, el mar, a respirar un poco de aire puro. Nada. Entonces un vecino me recomendó caminar, caminar hasta cansarme, tomar un tilo y apagar la luz. Sé que imagina quién era mi vecino. Como no resultó en el sueño visité a un médico, casualmente la consulta estaba al final de un pasillo muy largo. Era un lugar a oscuras, como este. Hablamos, me dio un consejo. Lo seguí al pie de la letra a pesar de que me costaba mucho trabajo. Pero tampoco logré dormir. Entonces salí a buscar un revólver. Lo conseguí. Doctor, tengo miedo, mucho miedo.
El psicólogo sostiene la lámpara por el casquete e ilumina la bolsa.
Se inclina sobre el buró.
Toca la bolsa de tela esta vez con la punta del dedo.
—Devuélvalo, el insomnio es una cosa muy persistente —dice, ha tomado la estilográfica y juega con ella—. ¿Por qué no prueba escribir sus memorias? No importa que cualquier texto sea de antemano pura ficción, pruebe hacerlo. Eso sí, no juegue sucio consigo mismo, se sentirá muy mal cuando descubra que se hizo trampa al dejar, así como por olvido, algunas lagunitas. Pruebe —y comienza a mecerse—, ya verá el resultado.
El Censor tose, se rasca.
Toma la bolsa y se levanta.
Entonces se despide.
Tiene los ojos irritados, unas lágrimas ruedan sobre las ojeras y terminan descolgándose del pellejo de la papada.
Al Censor se le nota más encorvado, el aguijonazo en su pierna izquierda le taladra desde el carcañal a la cintura. Un paso, otro. Y otro. Tendrá que adaptarse otra vez a las pisadas, ranquear poco a poco hasta que el dolor sea tolerable. Le sucede siempre que pasa demasiado tiempo sentado. Le cuesta recuperar el paso. Y cierra los ojos. Pero los vuelve a abrir porque se supo en su apartamento, a once pisos sobre el asfalto, justo en el cuarto de baño. No quería ver su rostro en el espejo, el azogue solo le devuelve de su antigua cara una nariz aguileña y pelusas alisadas bajo una capa de grasa.
El psicólogo deja de mecerse. Toma el casquete de la lámpara y le alumbra la cabeza al Censor. Tiene, justo en la sien, un agujero oscuro, de bordes astillados y sanguinolentos.
—Tome —dice, y sonríe; sus ojitos no dejan de mirarle.
El Censor no logra sostener la mirada. Cómo hacerlo. Cómo mirar esos ojos claros, vivaces, duros, miopes. Bellos. Cómo olvidarlos.
—Disculpe, doctor. ¿Qué es? No logro ver.
—Le regalo mi estilográfica para que escriba sus memorias. Hágalo. Empiece hoy mismo.
replay

orlando L
(la habana, del ´71. Personaje del libro Esquirlas, de Ahmel Echevarría.)



no quiero ser una chica ahmelóvar
Ahmel Ahmel por fin ha salido de Cuba. La Institución Literatura lo invitó a la Feria del Libro en Santo Domingo (may06). Así que Ahmel Ahmel de pronto se ha abrochado los zapatos, viajó a República Dominicana, viró de República Dominicana (sin comprarme La fiesta del chivo, de M.V.Ll.), y se ha desabrochado los zapatos como si tal cosa. Mientras, en las librerías del patio –lo que es ya el olmo del colmo–, su único libro, Esquirlas (Premio Pinos Nuevos de Cuento, Editorial Letras Cubanas 2005) no parece aparecer por ningún anaquel. Hum.
Ahmel Ahmel es, también, el autor de Inventario (Premio David de Cuento 2004), documento que aún ronca la pesadilla de los justos en las tripas de Ediciones UNIÓN. Por cierto, la portada –bandera tricolor incluida– la hice yo, como hice después la portada y fotos interiores –desnudo incluido– del ahora adelantado Esquirlas.
Ahmel Ahmel ejerce, además, un extraño oficio de ofidio, a medio camino entre Kafka, Bartleby, Lunacharski y/o ese entrañable Ministro del Interior que todos llevamos roncando adentro, en este caso en su vertiente world wide web.
Ahmel Ahmel es, para rematar, un personaje de Ahmel Echevarría Peré (La Habana, 1974): un chico bueno que siente curiosidad (nunca morbo). Y que todo lo toca (y lo cata, siempre de porfavor-porfavor). Lo cual literaria y literalmente resulta arrebatador. Y aterrador. Lo cual ellas lo saben bien. Y hasta yo ahora lo sé algo mejor, a pesar de mi resistencia por sumarme al coro.
Resulta que Ahmel Ahmel está a punto de echar a rodar un mito, aunque acaso él no lo sepa (para narrar aquí estoy yo). Los presuntos mil ejempares de Esquirlas siguen almacenados en alguna nave (de lo cuerdos) y, en consecuencia, el libro se distribuye de mano en mano como si fuera una verdad de primera mano. De hecho, ya se comenta que varios jurados ad asum del Premio Nacional de la Crítica 2006 le han echado el ojo como candidato ejemplar –y tal jurado incluiría a las más disímiles esquirlásticas: cajachinescos, gaycientistas, negrisáceos, episemiologistas, diaspórico(s), atenienses e ítacos de la FAYL, cacharrero(s), neoneoneorigenistas, extabloshments, Alberto Garrandés [sic], etc.
Esquirlas sería entonces –con tal de tentar algún tropo propio– algo así como una cadena de vértebras arqueada hasta el límite de ponerse a rechinar: cric-crac [debe leerse cric-crac, un guión resulta siempre importante]. Violento a uno y otro lado del papel gaceta, este diarius narratensis es más bien una fuga que una confesión: no interior, por supuesto (puaf contra los monólogos, los monóculos, y otras existenciosidades), sino anterior, pues el texto funciona como la vúlvala de escape que, en tanto Generación Año Cero –adultos adúlteros y adulterados–, hace rato que todos tendríamos que haber ejecutado a favor o a pesar de nosotros mismos (esquirlas.exe: un virus de 100% contagasidad). Y negarnos a usar ahora este EMERGEXIT nos instalaría en una infernal infancia infinita, al peor estilo del Kundera de El libro de la risa y el olvido. Se trata de convertirnos en una chica ahmelóvar –la G.A.C. está integrada sólo por el sexo M–, a la par que de madurar en una mujer-loba capaz de lobotomizarnos el coco. ¿Quién le teme a Ahmel Ahmel?
Esquirlas sería aquí, para no variar, el cuerpo. La piel clavada hondo y abajo por los dos mil y un pigmentos monocromáticos del arcoiris. Un sólo grito plural. Howl, woolf. Una vaina incrustada de uno y dos mil cristales mínimos: pequeños túneles que se abren hacia los tres colores primarios (o patrios), en un escenario limpio pero mal iluminado, pues el tiempo del cuerpo es siempre antes del alba y, ya sabemos, de noche todos los colores son grises.
Son esquirlas de semiluz, de retinas cegatas (conos cojos y bastoncillos vagos), de agotamiento y caída (sin cristianicismos, por favor), de estertor estéreo, de miedo constitucionalmente político (el miedo es miedo a lo que no se puede evitar, y lo que no se puede evitar es muerte por default, y toda muerte por default es politiquísima).
A la par, paradójicamente, son esquirlas del aire necesario para no asfixiarnos en esta Hanada nuestra de cada día (hacernos a tiempo una traqueotomía de autoayuda: tic-tac del tric-trac), son fotones del rayo que elimina y muta, son fotos de una cópula en cierta cúpula citadina, y son los desatinos de un destino que ya no nos importa y, acaso en pago, él nunca nos lo perdonará.
Ahmel Ahmel y la Institución Literatura se dan, por el momento, un senelpacífico abrazo en la página de visas de su pasaporte oficial. «¿Has estado en Saint-Sunday, mon amour?», le pregunté cuando pisó tierra firme otra vez. «Orlando L», Ahmel Ahmel sonrió, «un día de estos el cerebro te va a estallar». Pero se equivocaba Ahmel Ahmel, se equivocaba. La implosión ha de ser «One of these nights», como se llama el relato lato que he comenzado a escribir en el folder C:/ LÍMITERATURA / ORLANDO-L / de la Pentium V recién importada a su Paraíso Altahabana.
La revista digital Cacharro(s) retó en vano a la prosa presa de Ahmel Ahmel. La revista digital 33 1/3 ahora lo ha conseguido por fin. En ambos casos, quien narra la peripecia soy yo: su peor testigo de cargo y antecesor conceptual y epígono escritural. Sólo un último consejo para nuestro hombre en La Hanada: «hay que hacerse invisable antes que invisible antes que impublicable antes que impudicable: se trata siempre de lamer los límites y ese, también, podría ser nuestro póstumo acto de resistencia».
Quod non scripsi, scripsi.





replay

jorge alberto aguiar díaz (jaad)
(la habana, del ´66)



crónica familiar 3
he venido de muy lejos
señor
a pasar la noche
en el sumidero-del-encanto

donde reposan los
informes
del
instructor

de-cuando-en-cuando
un poema
lírico épico
y sostengo
mi dieta
de hombre del sumidero-del-encanto

sitio donde babea el odio de dios
por entre la luz farragosa
he descibierto mi condición
de bufón ventrílocuo
austeridad semejante
a-la-locura-sensata-y-altiva-de-mi-mujer

austeridad
amedrentado por la
autoridad
quedo inmóvil

¿podré por fin hospedarme
una noche en su país?

inmóvil
señor
viendo que
soy un necesitado
del
inmovilismo
y
la
terquedad

prescripción 2
a pedro marqués de armas

con ojos de cadáver
presuntuoso
p. me escupe en el rostro
mis imperfecciones
como hombre
y escritor

yo dije
«en el salón de los sillones
soy nadie
columpiándome
al ritmo de
las cucarachas vespertinas
mi lugar queridísimo p.
está en la calle»

cara pálida
calvicie
arrugas
lo peor es
la descomposición
¿tiene usted
señor sicoanalista
alguna receta para evitar
la podredumbre
de los signos?

p. será el primer santo
concreto
de una canonización
abstracta

«tu verdadero sitio
(riposta él)
no es el ámbito
de las alcantarillas
ni los tics
histriónicos
de la escritura»

da igual
me digo ahora
que puedo asumir
la perspectiva
de su lengua funeraria

toda la poesía
y todas las palabras
irán al basurero
cucarachas vespertinas
sillones deprimidos
alcantarillas políticas
da igual

comienzo a comprender
que el deseo
también
está en fase
de descomposición



melvin and howard
melvin dummond nació para lechero
escribió su canción
trineo trimotor
después de una cena con pimientos

o de soñar
que recogía un anciano
herido
en la cuneta

«santa claus puede recorrer el mundo
en un día
tiene un trineo trimotor»

quiero ganarme 156 millones
recibir la herencia de un excéntrico

¡el mundo es tan excéntrico!
¡y la justicia es tan excéntrica!
¡y tan excéntrico es el trineo trimotor!

la hija de melvin dorothy
tiene los ojos tan bellos
como rara es la benevolencia
de dios
hecha girones
al borde de la carretera
convertida en azar
chatarra del destino

dorothy confiando en la mirada
ingenua
de howard hughes
que un día de abril de 1976
pensó
en darle empleo a su padre
howard hughes y su mirada de santa claus

dorothy que dice de una forma especial
«adiós papá»

melvin dummond camina por el desierto
de arizona
cuenta 156 piedras
156 insectos
156 trineos trimotores abandonados
en una cloaca llamada oasis

melvin dummond quiere bailar tap
bailará 156 veces sin parar
y linda su linda ex
seguirá soñando
con ser
traductora de francés
encontrarse a un viejo sucio
millonario en las afueras de paris
aunque en esta ocasión
deje tan sólo
56

melvin dummond
en un camión de cerveza
orgulloso y desconsolado
canta su trineo trimotor
es posible que recorra el mundo
en un día
on su viejo camión
recorrerá el mundo 156 veces
en un día
con su viejo camión trimotor

todas las noches
al dormirse
conversa con howard hughes
«make my bed
light the light»
hablan de construir
un trineo
cuatrimotor
largarse de este mundo
melvin dummond sueña
que es un viejo muy viejo
en la autopista que conduce al paraíso

un joven millonario pasa por su lado
entre latas de cerveza y litros de leche

dice «hola santa claus»
lo recoge y se lo lleva
al infierno








replay

juan villoro
(méxico df, del ´56)


el pasado que será
Hubo un tiempo en que los autores morían sin biografía, o sin más vida aparente que algunos rumores, muchas veces destinados a negar su identidad o a sugerir que el verdadero responsable de las obras era un obispo con ambiciones púrpuras, un duque deseoso de cambiar la pluma por la espada, algún barbero y cirujano de gran tijera, gente incapaz de rebajarse a firmar sus brillantes engendros.
El tercer milenio repudia estas indefiniciones y el yo se somete al más minucioso escrutinio. La televisión española nos pone en diario contacto con personas dispuestas a que sus secreciones tengan vida pública. La negra utopía de Orwell, el tiránico Gran Hermano que vigilaba la sociedad como un ojo omnipresente, es la feliz pesadilla de una época que quiere conocer los detalles íntimos, no sólo de gente destacada por sus goles, sus películas o sus maratones amatorios, sino de seres anónimos dispuestos al descaro. De golpe, la sociedad del espectáculo se paraliza ante las gemelas de las que no sabíamos nada pero se vuelven golosamente necesarias al descubrir que Vanessa le donó un riñón a su idéntica Valeria y ésta le pagó, no sólo acostándose con los dos amantes que Vanessa mantenía en parejo estado de gracia y expectación, sino quitándole la sirvienta y la niñera. Bienvenidos a la era de la fisiología rentable: un destino se acredita por la variación de los coitos, las cirugías o los derrames de bilis. La televisión dejó de ser el sitio revelador donde el invitado contempla su propia nuca en un monitor para convertirse en el sitio revelador donde practica el psicodrama. No es casual que una de las novelas más significativas de nuestro tiempo, Corazón tan blanco, de Javier Marías, comience con la frase: «No he querido saber pero he sabido». Es demasiado lo que sabemos sin desearlo.
El afán de invadir vidas ajenas no se limita a los programas destinados a indagar la cantidad de pañales desechables que Elvis Presley usaba en sus incontinentes años finales; ya habita los edificios neogóticos de Yale y Harvard. La academia afila sus lápices para desnudar héroes que se veían mejor vestidos; profesores cum laude escriben biografías guiadas por el axioma de que odiar al objeto de estudio es asunto de salud pública. Andrew Motion afirma con esquiva elegancia que la vida de Philip Larkin «no estuvo muy diversificada por los sucesos». Acto seguido, le dedica 570 páginas. Lo más animado que Larkin hizo en vida fue engordar; sin embargo, el biógrafo vindicativo necesita medio millar de páginas para demostrar la clase de pésima persona que puede ser un gran poeta.
En su novela Mao II, Don DeLillo retrata a un escritor que rehúye toda forma de publicidad, un recluso en la estirpe de Salinger o Pynchon, al que nadie puede ver y mucho menos fotografiar. La trama se ocupa de la destrucción de esa intimidad. Una fotógrafa logra acceder al búnker creativo. El escritor le revela que su vida consiste, básicamente, en perder pelo sobre el teclado. Lo interesante está en sus libros. La fotógrafa lo escucha, lo admira, toma un curso de inteligencia un tanto pomposa, y quiere algo más. No le bastan los pelos muertos en el teclado. Desea el rostro, las manos, los gestos, los impulsos que no llegan al papel. Se diría que es imposible escribir una obra sin crear un misterio acerca de su procedencia.
De acuerdo con Foucault, los libros comenzaron a firmarse por una moción de censura, para facilitar la tarea de detectar al culpable de las ideas. Hoy en día resulta difícil concebir a un personaje de gran guiñol que responda ante los medios con la intempestiva y artificiosa genialidad de Valle-Inclán. La figura del fantoche elocuente ha sido banalizada por la televisión y aún no es resucitada por el performance. El escritor suele ser llamado a cuenta por su forma de circular en la mediósfera. Conviene recordar que Salman Rushdie fue víctima simultánea del integrismo y los medios masivos. Los talibanes de Pakistán lo acusaron de apostasía, el ayatollah Jomeini vio la protesta en televisión y ordenó la fatwa sin leer el libro. En Tumba de la ficción, Christian Salmon ha estudiado los cercos que se tienden a la imaginación contemporánea y la dificultad social de aceptar las invenciones (entre otras cosas porque representan un modo alterno de decir verdades).
Con diversos grados de peligrosidad, el novelista debe responder por sus criaturas ante los periodistas, el ayatollah o el jefe de una junta militar. Profesionales del yo, los escritores están obligados a explicarse a sí mismos no a partir de sus libros, sino de las recónditas intenciones que los llevaron a escribirlos.
Esto facilita la irresistible tarea de las hormigas clasificadoras.
Las ondas expansivas del yo son tan extensas que informan de asuntos rarísimos. De golpe, estamos al tanto de las inyecciones de colágeno en la boca de una actriz. Lo peculiar es que la fuente de esta sabiduría se disuelve: mensajes sin origen, estímulos que cambian como el clima y contra los que resulta imposible luchar. ¿Con qué retórico taxista nos enteramos de eso? La sociedad de la información determina el inconsciente como la basura genética determina el genoma humano. «Moriré el día en que deje de interesarme por alguien que habla de sí mismo», anotó Elias Canetti en una época en que la confesión era un atrevimiento, una singularidad del carácter, no una moda financiada por la televisión, internet y otros acaudalados vertederos.
Para protegerse de la exposición mediática, los escritores suelen promover de manera progresivamente enfática los valores de la soledad. El apartamiento ha ganado enorme prestigio cultural. «Detesto ver gente», declara el poeta con malencarado orgullo. Los reporteros describen la forma en que el león se niega a contestar el teléfono, evita el trato con extraños, deja de tener amigos. El arquetipo del eremita letrado es la respuesta del mundo culto a una sociedad invasora. Se trata, a no dudarlo, de una figura honesta pero tediosa. El mártir de la soledad tiene prohibido ir a fiestas, perder su angst ante un escote, servirse dos veces del ragú. La imaginación alegre se considera superficial; a tal grado que entre las provechosas provocaciones que César Aira incluye en su memoria Cumpleaños pocas rivalizan con la de asegurar que su estadio anímico normal es la euforia.
De cualquier forma, nadie puede estar seguro de la sinceridad del escritor; los ávidos biógrafos del futuro tal vez descubran que el misántropo profesional era gregario y vivía en pecado de buen humor.

replay

jorge enrique lage
(Seattle, del ´79. Fan a toda clase de revistas extranjeras y adicto a internet. El siguiente fragmento pertenece a una supuesta novela in progress titulada Carbono 14.)



(copia de seguridad)
Vayamos al grano:
A falta de un nombre verdadero se llama Evelyn, tiene once o doce años y cayó en La Habana sin hacer ruido (haciendo un ruido no identificado) un día de uno de los primeros años del siglo XXI. Cuando ya nadie estaba para eso.
Cayó sola y desnudísima.
Como si fuera una niña.
Un lugar entre fragmentos.
Polvo. Rasguños.
El pelo erizado de hojas secas y gajos de matas.
Sus manos sostenían, en una cartulina enrollada, la tabla periódica de los elementos químicos.
(La versión larga de la tabla periódica de los elementos químicos: está en todas las escuelas desde la Secundaria y favorece la interpretación electrónica.)
Terminó de ponerse en pie y miró alrededor, sacudiéndose el pelo y la piel. Evelyn sin alas. Posando para la foto: porno infantil o prensa para adultos.
ENCUENTRAN IMPÚBER DE PROCEDENCIA DESCONOCIDA EN
Evelyn no sabía dónde estaba. Se acercó a una cerca metálica. Del otro lado había una calle estrecha y vacía. Pasó un niño vestido con uniforme de Primaria (les llaman pioneros), probablemente rumbo a la escuela.
Evelyn quiso vestirse.
Saltó la cerca.
Saltó sobre él.
No recordaba haber matado antes (en ese momento no recordaba nada). Lo hizo, según me contó después, casi sin darse cuenta.
El niño no debió haber tenido tiempo para asustarse. Evelyn le pegó en la cabeza con un instrumento de la prehistoria: una piedra puntiaguda talla small size, bien ajustada a su pequeña mano.
Evelyn le pegó y le siguió pegando, un poco abstraída y por vano impulso (repito: sin darse cuenta), hasta que el pedernal sacó chispas y agujereó el hueso del cráneo y el cerebro del niño se derramó sobre ella en una erupción de sangre caliente.
Ahora estaba desnuda y empapada, pero lo primero ya había sido resuelto.
Desvistió al niño. Examinó el cadáver desnudo con cierta curiosidad. Manoseó el diminuto pene. Era la primera vez que tocaba una deformidad semejante. Parecido al pipi de ella, pero hipertrofiado y sin hueco. Sintió asco. Decepcionada, comenzó a vestirse.
El calzoncillo le quedó apretado. Y le resultó difícil subirse el short. Encima de que el niño era más pequeño que ella, ya unas tímidas caderas y nalgas habían empezado a tomar decisiones propias. Las decisiones correctas.
Afortunadamente.
Se puso las medias, se puso un par de Reebook que sí le entraron bien, la camisa y la pañoleta escolar. Luego desplegó la tabla periódica de los elementos químicos, en ese momento un espejo electrónico flexible, y se miró en el espejo.
Se vio perfecta. Monstruosa.
Un encanto a prueba de crímenes.
Una sonrisa en los labios rojos.
Echó a andar. Y los que la vieron andando La Habana ese día no vieron más que un pionero ensangrentado o sangriento. Y mientras tanto, lejos de allí, en otro lugar entre fragmentos [poner nota al pie] se empezó a escribir una serie [poner nota al pie] que la tomaba a ella como punto de partida. A ella o a algún otro Evento Evelyn, evelyn-like. No tiene importancia. Es una escritura que no tiene relación con esta historia.
Por que esta historia no existe.
Termina y se borra aquí.
No hay cop



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guitar shop

el sello editorial 45 rpm anuncia para los meses de agosto y/o septiembre el lanzamiento de yo fui un adolescente ladrón de tumbas, de jorge enrique lage. Este libro (catalogado como rpm 01, junto a el hombre que vendió el mundo, de raúl flores iriarte) fue publicado por la editorial extramuros en el 2005, y actualmente se encuentra fuera de circulación.
Futuros lanzamientos contemplan: el lado oscuro de la luna y gran e inconmensurable mundo blanco, de raúl flores iriarte; el color de la sangre diluida, de jorge enrique lage; ipatrias y empezar de cero, de orlando luis pardo; fogonero emergente, de jorge alberto aguiar; la canción perdida de janis joplin, de yordanka almaguer; vivir y morir sin ángeles, de michel encinosa; inventario, de ahmel echevarría; el niño puede, de demis menéndez; los funerales de mauro lechuza, de arnaldo muñoz viquillón, entre otros.



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Collection

Citation

Raúl Flores Iriarte , “33 y 1/tercio, No. 3 (toma 3),” Digital Entanglements, accessed April 24, 2024, https://digitalcuba.omeka.net/items/show/23.

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