33 y 1/tercio, No. 3 /toma 14)

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Title

33 y 1/tercio, No. 3 /toma 14)

Subject

revista literaria digital

Description

Revista literaria digital hecha en Cuba. Dirigida por el escritor Raúl Flores. Circulada vía correo electrónico y dispositivos de almacenamiento externo. Estética postmoderna que privilegiaba lo pop.

Creator

Raúl Flores Iriarte

Date

2006

Contributor

Lizabel Mónica

Format

Microsoft Word Document

Language

Spanish, Español, SPA

Type

revista, magazine

Coverage

Cuba

Text Item Type Metadata

Text


“Imagina un misil al que uno escucha acercarse solo después de que explota. ¡El reverso! Un pedazo de tiempo limpiamente borrado… Unos cuantos metros de película siendo corridos al revés… el estallido del cohete, caído más rápido que el sonido –entonces creciendo de eso el rugido de su propia caída, enlazándose con la ya presente muerte y quemaduras… un fantasma en el cielo…
Pavlov estaba fascinado con las “ideas de lo opuesto.” Llámalo un grupo de células, en alguna parte de la corteza cerebral. Ayudando a distinguir placer del dolor, luz de oscuridad, dominación de sumisión… Pero cuando, de alguna manera –mátalas de hambre, traumatízalas, ponlas en shock, cástralas, envíalas a una de las de las fases transmarginales, más allá de sus fronteras de vigilia, más allá de fases “equivalentes” y “paradójicas”– debilitas esta idea de lo opuesto, y tienes aquí de una vez al paciente paranoico que sería el amo, pero se siente como un esclavo… que sería amado, pero sufriría la indiferencia del mundo, y “creo”, Pavlov escribiéndole a Janet, “que es precisamente la fase ultraparadójica la que es la base del debilitamiento de la idea de lo opuesto en nuestros pacientes.” Nuestros locos, nuestros paranoicos, maníacos, esquizoides, moralmente imbéciles–
Spectro sacude su cabeza. “Estás poniendo la respuesta antes que el estímulo”.

arcoiris de gravedad
Thomas Pynchon




“De un tiempo a esta parte la literatura empieza a pensarse como problema. El escritor parece entender por fin que no hay redención ni locus sagrado, y la imago ya no es el solecito que alumbra la historia. La multiplicidad de la escritura es un hecho moderno que obliga al escritor a elegir, que hace de la forma una conducta y provoca una ética de la escritura. Acaso fuera oportuno hablar del concepto, pero no tiene sentido. Hay solo uso, cajita china, desvío…”

la zorra y el erizo
Carlos Alberto Aguilera y Pedro Marqués de Armas






guitarras, bajo, batería, redacción: 33 y 1/tercio
(no usamos sintetizadores, just like…)

portada: fotografías de lizabel mónica y raúl flores iriarte
diseño de portada: raúl y damián flores iriarte


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All lyrics ©2006 33y1/tercio Productions
Reprinted by permission

toma #
(toma lo que puedas)


fly

6” e.p.) elenavmolina

¿qué es un lector?) ricardopiglia

un mensaje para silvia) ahmelechevarría

poemas de fogonero emergente) jorgealbertoaguiardíaz

una lata de gusanos) davidsedaris

glamourama / intento de cocinar y comer a una chica / el año de ser odiado) breteastonellis

oídos frescos) albertofuguet

derek

no cometerás adulterio) yordankaalmaguer

six) jimmorrison

stanislaw lem, muerto) yaniasuárez

guitar shop

fly

Ella y yo nos habíamos quedado solos. Todos los demás se habían ido. Yo la miré y ella me miró y yo dije ya tú sabes qué. Y ella sonrió con gesto cómplice y me sacó la lengua: joven su lengua, rosada su lengua. Yo la abracé y ella me recitó al oído una de sus poesías y yo le dije Es bonita tu poesía y de repente suddenly ya no estuvimos solos porque todos volvieron en ese momento con banderitas y consignas y nos rodearon como el agua en un funeral. Nos tuvimos que parar y enarbolar banderitas y gritar consignas y hacía frío porque recién había llegado el invierno y una mosca vino y se posó sobre mi hombro y yo la espanté con la banderita le grité una consigna a la mosca y me quedé pensando Oh, solo Dios sabe cuando volveremos a quedarnos solos otra vez. Y agitaba mi banderita y gritaba mis consignas y pensaba todo el tiempo Oh Dios Oh Dios Oh

Ella y yo nos habíamos quedado solos. Ella miró por encima del hombro y me dijo algo. ¿Ah, sí?, le dije. Vino la mosca y se posó sobre su hombro y yo recordé esa canción de U2 like a fly on the wall, y entonces ella me dijo ¿Qué has dicho? Y me di cuenta que había estado pensando en voz alta y le dije Nothing. ¿Por qué hablas en inglés?, me preguntó y yo entonces me di cuenta de que había olvidado todo mi conocimiento de la lengua española. No podía articular palabra alguna en español. Solo podía hablar en inglés. ¿Por qué?, preguntaba ella y yo solo le podía decir I don´t know una y otra vez y la verdad es que no lo sabía.

Ella y yo nos habíamos quedado solos. Volábamos sobre el parque. Cada vez más y más alto. La ciudad se convirtió en un punto diminuto a nuestros pies. Las casas las calles las plazas llenas de gentes agitando banderitas gritando consignas, y nosotros les gritamos poemas, nos sentíamos poetas ella y yo. Volábamos y nos sentíamos poetas. La ciudad a nuestros pies y también nos sentíamos dioses. O aves. O moscas. Y, hablando de eso, una mosca vino a posarse en mi hombro y yo pensé que raro una mosca aquí arriba tan alto. También había comenzado el invierno; razón de más para extrañarse. Pero volábamos. Nos sentíamos libres, ella y yo. Poetas, ella y yo. Dioses.

Ella y yo nos habíamos quedado solos.
Pero nos rodeó el enjambre a pesar del frío y nos rodeó la gente y las banderitas y las consignas y ya no estuvimos solos
ya no más.



replay

elena v. molina
(la habana, del ´88)



reloj
1. El reloj despertador tiene una pantalla lumínica en donde parpadean las horas, cuando suena. Cuando no está la hora, el bombillito que indica am o pm brilla más, y se nubla cuando viene, brilla otra vez, la hora. Puedo estar horas mirando este juego e intentando discernir si se nubla solo o es la luz de la hora la que lo opaca.

2. El reloj tiene una pantalla lumínica, donde parpadea la hora, cuando suena el despertador. si no está la hora, el bombillito que indica pm o am brilla más, y se nubla cuando viene, brilla otra vez, la hora. Puedo estar horas mirando este juego e intentando discernir si se nubla o es la luz de la hora que lo opaca.



mañana
1. (De) (en las) mañana(s), cuando aún está oscuro, puedo oír por las persianas el ruido del radio(s), despertadores, gallos, claxons (de carros) y gritos. Si me asomo no veo a nadie y todas las ventanas están oscuras. Solo brilla el neón de la calle, y es imposible que todo eso venga de allí. si (a veces) me despierto (en medio de la noche), sé que no es (de) mañana por (los ruidos/son otros) (que) (el) silencio. (sin embargo miro mi despertador.)

2. en las mañanas, cuando aún está oscuro, puedo oír por las persianas el ruido de radios, despertadores, gallos, claxons de carro y gritos. Si me asomo no veo a nadie y todas las ventanas están oscuras. Solo el neón en la calle, y es imposible que todo venga de allí. a veces me despierto en medio de la noche, se que no es de mañana por los ruidos, el silencio. (sin embargo miro mi despertador.)



gatos
1. hoy vi un gato, estaba agachado (agazapado) en el muro (del terreno deportivo) de mi terreno de educación física. Me recordó a mi gato. la misma gama de colores, mas pequeño pero mas gordo, creo que lo habían botado (a quien se le ocurrido con estas lluvias?) le caí bien. era más cariñoso y más gordo que mi gato (me cayó mejor), como es posible?

2. vi un gato agachado en el muro. Me recordó a bocho, la misma gama de colores, mas pequeño pero mas peludo. Creo que lo habían botado por las lluvias. Nos caímos bien, era más cariñoso y más gordo que mi gato, como es posible?




mamá
1.La madre de jorge se para en la puerta y una cosa y otra le dice. Todo (solo) lo que puedo entender (entiendo) es "oye", entre frase y frase. Si me duermo (adormezco) parece el clic de un disparador.

2.La madre de jorge se para en la puerta y le dice una cosa y otra. Todo lo que entiendo es, "oye, oye", entre las frases. Si me duermo (adormezco) parece el clic de un disparador.



problema
1.(el problema son los libros) (aparecen) por todas partes en pilas de polvo. (están) y desaparecen, caen. A veces un libro parece otro o me lo recuerda, por eso cuando (resulta) se parecen a si mismos (ya) desconfío. Tengo una sombrilla abierta muchas (veces) van a parar a ahí, caen. El (lío) (problema) es el tiempo.

2.(el problema son los libros) (están) por todas partes, en pilas de polvo. (aparecen) y desaparecen, caen. A veces un libro me confunde, y resulta ser otro (o lo recuerda), por eso cuando (resulta) se parecen a si mismos, desconfío. Tengo una sombrilla abierta muchas (veces) van a parar a allí, caen. El (lío) (problema) es el tiempo.






replay

ricardo piglia
(Buenos Aires, del ´40. Aficionado a las novelas policíacas y de ciencia–ficción.)



¿qué es uN lector?
(Tomado de: El último lector)


papeles rotos
Hay una foto donde se ve a Borges que intenta descifrar las letras de un libro que tiene pegado a la cara. Está en una de las galerías altas de la Biblioteca Nacional de la calle México, en cuclillas, la mirada contra la página abierta.
Uno de los lectores más persuasivos que conocemos, del que podemos imaginar que ha perdido la vista leyendo, intenta, a pesar de todo, continuar. Ésta podría ser la primera imagen del último lector, el que ha pasado la vida leyendo, el que ha quemado sus ojos en la luz de la lámpara. «Yo soy ahora un lector de páginas que mis ojos ya no ven».
Hay otros casos, y Borges los ha recordado como si fueran sus antepasados (Mármol, Groussac, Milton). Un lector es también el que lee mal, distorsiona, percibe confusamente. En la clínica del arte de leer, no siempre el que tiene mejor vista lee mejor.
«El Aleph», el objeto mágico del miope, el punto de luz donde todo el universo se desordena y se ordena según la posición del cuerpo, es un ejemplo de esta dinámica del ver y el descifrar. Los signos en la página, casi invisibles, se abren a universos múltiples. En Borges la lectura es un arte de la distancia y de la escala.
Kafka veía la literatura del mismo modo. En una carta a Felice Bauer, define así la lectura de su primer libro: «Realmente hay en él un incurable desorden, y es preciso acercarse mucho para ver algo» (la cursiva es mía).
Primera cuestión: la lectura es un arte de la microscopía, de la perspectiva y del espacio (no sólo los pintores se ocupan de esas cosas). Segunda cuestión: la lectura es un asunto de óptica, de luz, una dimensión de la física.
Joyce también sabía ver mundos múltiples en el mapa mínimo del lenguaje. En una foto, se lo ve vestido como un dandy, un ojo tapado con un parche, leyendo con una lupa de gran aumento.
El Finnegans Wake es un laboratorio que somete la lectura a su prueba más extrema. A medida que uno se acerca, esas líneas borrosas se convierten en letras y las letras se enciman y se mezclan, las palabras se transmutan, cambian, el texto es un río, un torrente múltiple, siempre en expansión. Leemos restos, trozos sueltos, fragmentos, la unidad del sentido es ilusoria.
La primera representación espacial de este tipo de lectura ya está en Cervantes, bajo la forma de los papeles que levantaba de la calle. Ésa es la situación inicial de la novela, su presupuesto diríamos mejor. «Leía incluso los papeles rotos que encontraba en la calle», se dice en el Quijote (I, 5).
Podríamos ver allí la condición material del lector moderno: vive en un mundo de signos; está rodeado de palabras impresas (que, en el caso de Cervantes, la imprenta ha empezado a difundir poco tiempo antes); en el tumulto de la ciudad se detiene a levantar papeles tirados en la calle, quiere leerlos.
Sólo que ahora, dice Joyce en el Finnegans Wake –es decir en el otro extremo del arco imaginario que se abre con Don Quijote–, estos papeles rotos están perdidos en un basurero, picoteados por una gallina que escarba. Las palabras se mezclan, se embarran, son letras corridas, pero legibles todavía. Ya sabemos que el Finnegans es una carta extraviada en un basural, un «tumulto de borrones y de manchas, de gritos y retorcimientos y fragmentos yuxtapuestos». Shaum, el que lee y descifra en el texto de Joyce, está condenado a «escarbar por siempre jamás hasta que se le hunda la mollera y se le pierda la cabeza, el texto está destinado a ese lector ideal que sufre un insomnio ideal» (by that ideal reader suffering from an ideal insomnia).
El lector adicto, el que no puede dejar de leer, y el lector insomne, el que está siempre despierto, son representaciones extremas de lo que significa leer un texto, personificaciones narrativas de la compleja presencia del lector en la literatura. Los llamaría lectores puros; para ellos la lectura no es sólo una práctica, sino una forma de vida.
Muchas veces los textos han convertido al lector en un héroe trágico (y la tragedia tiene mucho que ver con leer mal), un empecinado que pierde la razón porque no quiere capitular en su intento de encontrar el sentido. Hay una larga relación entre droga y escritura, pero pocos rastros de una posible relación entre droga y lectura, salvo en ciertas novelas (de Proust, de Arlt, de Flaubert) donde la lectura se convierte en una adicción que distorsiona la realidad, una enfermedad y un mal.
Se trata siempre del relato de una excepción, de un caso límite. En la literatura el que lee está lejos de ser una figura normalizada y pacífica (de lo contrario no se narraría); aparece más bien como un lector extremo, siempre apasionado y compulsivo. (En «El Aleph» todo el universo es un pretexto para leer las cartas obscenas de Beatriz Viterbo.)
Rastrear el modo en que está representada la figura del lector en la literatura supone trabajar con casos específicos, historias particulares que cristalizan redes y mundos posibles.
Detengámonos, por ejemplo, en la escena en la que el Cónsul, en el final de Under the Volcano, la novela de Malcolm Lowry, lee unas cartas en El Farolito, la cantina de Parián, en México, a la sombra de Popocatépetl y del Iztaccíhuatl. Estamos en el último capítulo del libro y en un sentido el Cónsul ha ido hasta allí para encontrar lo que ha perdido. Son las cartas que Yvonne, su ex mujer, le ha escrito en esos meses de ausencia y que el Cónsul ha olvidado en el bar, meses atrás, borracho. Se trata de uno de los motivos centrales de la novela; la intriga oculta que sostiene la trama, las cartas extraviadas que han llegado sin embargo a destino. Cuando las ve, comprende que sólo podían estar allí y en ningún otro lado, y al final va a morir por ellas.

El Cónsul bebió un poco más de mezcal.
«Es este silencio lo que me aterra... este silencio...»
El Cónsul releyó varias veces esta frase, la misma frase, la misma carta, todas las letras, vanas como las que llegan al puerto a bordo de un barco y van dirigidas a alguien que quedó sepultado en el mar, y como tenía cierta dificultad para fijar la vista, las palabras se volvían borrosas, desarticuladas y su propio nombre le salía al encuentro; pero el mezcal había vuelto a ponerlo en contacto con su situación hasta el punto de que no necesitaba comprender ahora significado alguno en las palabras, aparte de la abyecta confirmación de su propia perdición...

En el universo de la novela las viejas cartas se entienden y se descifran por el relato mismo; más que un sentido, producen una experiencia y, a la vez, sólo la experiencia permite descifrarlas. No se trata de interpretar (porque ya se sabe todo), sino de revivir. La novela –es decir, la experiencia del Cónsul– es el contexto y el comentario de lo que se lee. Las palabras le conciernen personalmente, como una suerte de profecía realizada.
En el exceso, algo de la verdad de la práctica de la lectura se deja ver; su revés, su zona secreta: los usos desviados, la lectura fuera de lugar. Tal vez el ejemplo más nítido de este modo de leer esté en el sueño (en los libros que se leen en los sueños).
Richard Ellman en un momento de su biografía muestra a Joyce muy interesado por esas cuestiones. «Dime, Bird, le dijo a William Bird, un frecuente compañero de aquellos días, ¿has soñado alguna vez que estabas leyendo? Muy a menudo, dijo Bird. Dime pues, ¿a qué velocidad lees en tus sueños?»
Hay una relación entre la lectura y lo real, pero también hay una relación entre la lectura y los sueños, y en ese doble vínculo la novela ha tramado su historia.
Digamos mejor que la novela –con Joyce y Cervantes en primer lugar– busca sus temas en la realidad, pero encuentra en los sueños un modo de leer. Esta lectura nocturna define un tipo particular de lector, el visionario, el que lee para saber cómo vivir. Desde luego, el Astrólogo de Arlt es una figura extrema de este tipo de lector. Y también Erdosain, su doble melancólico y suicida, que lee en un diario la noticia de un crimen y la repite luego al matar a la Bizca.
En este registro imaginario y casi onírico de los modos de leer, con sus tácticas y sus desviaciones, con sus modulaciones y sus cambios de ritmo, se produce además un desplazamiento, que es una muestra de la forma específica que tiene la literatura de narrar las relaciones sociales. La experiencia está siempre localizada y situada, se concentra en una escena específica, nunca es abstracta.
Habría en este sentido dos caminos. Por un lado, seguir al lector, visto siempre al sesgo, casi como un detalle al margen, en ciertas escenas que condensan y fijan una historia muy fluida. Por otro lado, seguir el registro imaginario de la práctica misma y sus efectos, una suerte de historia invisible de los modos de leer, con sus ruinas y sus huellas, su economía y sus condiciones materiales.
De hecho, al fijar las escenas de lectura, la literatura individualiza y designa al que lee, lo hace ver en un contexto preciso, lo nombra. Y el nombre propio es un acontecimiento porque el lector tiende a ser anónimo e invisible. Por de pronto, el nombre asociado a la lectura remite a la cita, a la traducción, a la copia, a los distintos modos de escribir una lectura, de hacer visible que se ha leído (el crítico sería, en este sentido, la figuración oficial de este tipo de lector, pero por supuesto no el único ni el más interesante). Se trata de un tráfico paralelo al de las citas: una figura aparece nombrada, o mejor, es citada. Se hace ver una situación de lectura, con sus relaciones de propiedad y sus modos de apropiación.
Buscamos, entonces, las figuraciones del lector en la literatura; esto es, las representaciones imaginarias del arte de leer en la ficción. Intentamos una historia imaginaria de los lectores y no una historia de la lectura. No nos preguntaremos tanto qué es leer, sino quién es el que lee (dónde está leyendo, para qué, en qué condiciones, cuál es su historia).
Llamaría a ese tipo de representación una lección de lectura, si se me permite variar el título del texto clásico de Lévi–Strauss e imaginar la posición del antropólogo que recibe la descripción de un informante sobre una cultura que desconoce. Esas escenas serían, entonces, como pequeños informes del estado de una sociedad imaginaria –la sociedad de los lectores– que siempre parece a punto de entrar en extinción o cuya extinción, en todo caso, se anuncia desde siempre.
El primero que entre nosotros pensó estos problemas fue, ya lo sabemos, Macedonio Fernández. Macedonio aspiraba a que su Museo de la novela de la Eterna fuera «la obra en que el lector será por fin leído». Y se propuso establecer una clasificación: series, tipologías, clases y casos de lectores. Una suerte de zoología o de botánica irreal que localiza géneros y especies de lectores en la selva de la literatura.
Para poder definir al lector, diría Macedonio, primero hay que saber encontrarlo. Es decir, nombrarlo, individualizarlo, contar su historia. La literatura hace eso: le da, al lector, un nombre y una historia, lo sustrae de la práctica múltiple y anónima, lo hace visible en un contexto preciso, lo integra en una narración particular.
La pregunta «qué es un lector» es, en definitiva, la pregunta de la literatura. Esa pregunta la constituye, no es externa a sí misma, es su condición de existencia. Y su respuesta –para beneficio de todos nosotros, lectores imperfectos pero reales– es un relato: inquietante, singular y siempre distinto.


los rastros de tlön
Hay siempre algo inquietante, a la vez extraño y familiar, en la imagen abstraída de alguien que lee, una misteriosa intensidad que la literatura ha fijado muchas veces. El sujeto se ha aislado, parece cortado de lo real.
Hamlet entra leyendo un libro inmediatamente después de la aparición del fantasma de su padre, y el hecho es percibido enseguida como un signo de melancolía, un síntoma de perturbación.
Kafka se ha referido en su Diario a la propia extrañeza ante la escisión que acompaña el acto de leer: «Mientras leía Beethoven y los enamorados me pasaban por la cabeza diversos pensamientos que no guardaban la menor relación con la historia que estaba leyendo (pensé en la cena, pensé en Lowy, que estaba esperándome), pero esos pensamientos no me entorpecían la lectura que precisamente hoy ha sido muy pura».
La vida no se detiene, diría Kafka, sólo se separa del que lee, sigue su curso. Hay cierto desajuste que, paradójicamente, la lectura vendría a expresar.
El lector inventado por Borges se instala en ese espacio. Quiero decir, Borges inventa al lector como héroe a partir del espacio que se abre entre la letra y la vida. Y ese lector (que a menudo dice llamarse Borges pero también puede llamarse Pierre Menard o Hermann Soergel o ser el anónimo bibliotecario jubilado de «El libro de arena») es uno de los personajes más memorables de la literatura contemporánea. El lector más creativo, más arbitrario, más imaginativo que haya existido desde don Quijote. Y el más trágico.
En Borges ya no se trata de alguien que –como Kafka, digamos– en el cuarto de la casa familiar, en lo alto de la noche, lee un libro sentado frente a una ventana que da sobre los puentes de Praga. Se trata, en cambio, de alguien perdido en una biblioteca, que va de un libro a otro, que lee una serie de libros y no un libro aislado. Un lector disperso en la fluidez y el rastreo, que tiene todos los volúmenes a su disposición. Persigue nombres, fuentes, alusiones; pasa de una cita a otra, de una referencia a otra.
El registro microscópico de las lecturas también se expande, el lector va de la cita al texto como serie de citas, del texto al volumen como serie de textos, del volumen a la enciclopedia, de la enciclopedia a la biblioteca. Ese espacio fantástico no tiene fin porque supone la imposibilidad de cerrar la lectura, la abrumadora sensación de todo lo que queda por leer.
Sin embargo, algo, siempre, en esa serie, falla: una cita que se ha extraviado, una página que se espera encontrar y que está en otro lado.
«Tlön, Uqbar, Orbis Tertius» –el cuento de Borges que define su obra– comienza con un texto perdido, un artículo de la enciclopedia; alguien lo ha leído pero ya no lo encuentra. No es lo real lo que irrumpe, sino la ausencia, un texto que no se tiene, cuya busca lleva, como en un sueño, al encuentro de otra realidad.
La falta es asimilada de inmediato a lo que ha sido sustraído. Hay algo político allí que remite al complot, a una lógica malvada y sigilosa que altera el orden del mundo. Alguien tiene lo que falta, alguien lo ha borrado. No es un enigma, ni un misterio; es un secreto, en sentido etimológico (scernere significa «poner aparte», «esconder»). Una página –un libro–no está, la carta ha sido robada, el sentido vacila y, en esa vacilación, emerge lo fantástico.
La versión contemporánea de la pregunta «qué es un lector» se instala allí. El lector ante el infinito y la proliferación. No el lector que lee un libro, sino el lector perdido en una red de signos.
Lo imaginario se aloja entre el libro y la lámpara, decía Foucault hablando de Flaubert. En el caso de Borges, lo imaginario se instala entre los libros, surge en medio de la sucesión simétrica de volúmenes alineados en los anaqueles silenciosos de una biblioteca.
«La certidumbre de que todo está escrito nos anula y nos afantasma», escribe Borges. La metáfora del incendio de la biblioteca es, muchas veces en sus textos, una ilusión nocturna y un alivio imposible. Los libros persisten, perdidos en los profundos corredores circulares. Todos, dice Borges, nos extraviamos ahí.
En ese universo saturado de libros, donde todo está escrito, sólo se puede releer, leer de otro modo. Por eso, una de las claves de ese lector inventado por Borges es la libertad en el uso de los textos, la disposición a leer según su interés y su necesidad. Cierta arbitrariedad, cierta inclinación deliberada a leer mal, a leer fuera de lugar, a relacionar series imposibles. La marca de esta autonomía absoluta del lector en Borges es el efecto de ficción que produce la lectura.
Quizá la mayor enseñanza de Borges sea la certeza de que la ficción no depende sólo de quien la construye sino también de quien la lee. La ficción es también una posición del intérprete. No todo es ficción (Borges no es Derrida, no es Paul de Man), pero todo puede ser leído como ficción. Lo borgeano (si eso existe) es la capacidad de leer todo como ficción y de creer en su poder. La ficción como una teoría de la lectura.
Podemos leer la filosofía como literatura fantástica, dice Borges, es decir podemos convertirla en ficción por un desplazamiento y un error deliberado, un efecto producido en el acto mismo de leer.
Podemos leer como ficción la Enciclopedia Británica y estaremos en el mundo de Tlön. La apócrifa Enciclopedia Británica de Tlön es la descripción de un universo alternativo que surge de la lectura misma.
En definitiva, el mundo de Tlön es un hrönir de Borges: la ilusión de un universo creado por la lectura y que depende de ella. Hay cierta inversión del bovarismo, implícita siempre en sus textos; no se lee la ficción como más real que lo real, se lee lo real perturbado y contaminado por la ficción.
Por eso, al final el mundo es invadido por Tlön, la realidad se disuelve y se altera. El narrador se refugia nuevamente en la lectura; en otro tipo de lectura esta vez, una lectura controlada, minuciosa, la lectura como traducción. El traductor es aquí el lector perfecto, un copista que escribe lo que lee en otra lengua, que copia, fiel, un texto, y en la minuciosidad de esa lectura olvida lo real: «El contacto y el hábito de Tlön han desintegrado este mundo [...] Yo no hago caso, yo sigo revisando en los quietos días del hotel de Adrogué una indecisa traducción quevediana (que no pienso dar a la imprenta) del Urn Burial de Browne.»
«Tlön, Uqbar, Orbis Tertius» plantea los dos movimientos del lector en Borges: la lectura es a la vez la construcción de un universo y un refugio frente a la hostilidad del mundo.
Lo que me interesa señalar en el bellísimo final de «Tlön...» es algo que encontraremos en muchos otros textos de Borges: la lectura como defensa. La quietud a la que alude la hipálage está en el acto de leer; todo queda en suspenso; la vida, por fin, se ha detenido.
Encontramos nuevamente la grieta, la escisión que la lectura vendría a expresar. Un contraste entre las exigencias prácticas, digamos, y ese momento de quietud, de soledad, esa forma de repliegue, de aislamiento, en la que el sujeto se pierde, indeciso, en la red de los signos.
Del otro lado de los libros, luego de atravesar la superficie negra y blanca de las palabras impresas, más allá de un jardín y una verja de hierro, el mundo parece irreal, o, mejor, el mundo es esa misma irrealidad.
Al mismo tiempo, en Borges, el acto de leer articula lo imaginario y lo real. Mejor sería decir, la lectura construye un espacio entre lo imaginario y lo real, desarma la clásica oposición binaria entre ilusión y realidad. No hay, a la vez, nada más real ni nada más ilusorio que el acto de leer.
Muchas veces el lugar de cruce entre el sueño y la vigilia, entre la vida y la muerte, entre lo real y la ilusión está representado por el acto de leer.
Basta pensar en el doble viaje que se narra en «El Sur». Allí está Dahlman, a quien el ansia de leer el ejemplar descabalado de Las mil y una noches le provoca un accidente que lo lleva a la muerte. (Y muchas veces, en Borges, la lectura lleva a la muerte.) Y luego está Dhalman convaleciente, que lee en el tren Las mil y una noches para olvidar la enfermedad hasta que lo distrae la llanura, lo distrae la realidad y, aliviado, se deja, simplemente, vivir. Y por fin Dahlman en ese pueblo perdido en el sur de la provincia de Buenos Aires, que recurre a la lectura para aislarse y protegerse, y se refugia nuevamente en el volumen de Las mil y una noches hasta que es arrancado de su aislamiento por los parroquianos del almacén que lo hostigan y lo desafían.
Sabemos que se trata de un sueño. En el momento de morir de una septicemia en la cama del hospital, Dhalman imagina –elige, dice Borges– una muerte heroica en una pelea a cielo abierto. Esa muerte es real, está contada como si fuera real –por lo tanto es real–. Una vez más en la llanura argentina, en los fondos de una pulpería, hay un duelo a cuchillo.
El volumen de Las mil y una noches está en las dos muertes; es la causa, habría que decir, de las dos muertes. En un caso, es la ansiedad de leer la que lleva al accidente; en el otro caso, es el riesgo de leer lo que lleva al desafío.
Pero hay algo más que quiero destacar aquí. En el almacén Dhalman es enfrentado porque está leyendo, porque lo ven leer, abstraído, un libro. Quiero decir que, a menudo, lo otro del lector está representado también. No sólo qué lee, sino también con quién se enfrenta el que lee, con quién dialoga y negocia esa forma de construir el sentido que es la lectura.
Bastaría pensar en don Quijote y Sancho, en la decisión milagrosa de Cervantes que, luego de la primera salida, hace entrar al que no lee. «Pues a fe mía que no sé leer», respondió Sancho (I, 31). Ese encuentro, ese diálogo, funda el género. Habría que decir que en esa decisión, que confronta lectura y oralidad, está toda la novela.


lectores en el desierto argentino
En definitiva, la pregunta «qué es un lector» es también la pregunta del otro. La pregunta –a veces irónica, a veces agresiva, a veces piadosa, pero siempre política– del que mira leer al que lee.
La literatura argentina está recorrida por esa tensión. Muchas veces la oposición entre civilización y barbarie se ha representado de ese modo. Como si ésa fuera su encarnación básica, como si allí se jugaran la política y las relaciones de poder.
Recordemos la escena en la que Mansilla (uno de los grandes escritores argentinos del siglo XIX, autor de Una excursión a los indios ranqueles) lee Le Contrat social de Rousseau –en francés, desde luego–, sentado bajo un árbol, en el campo, cerca de un matadero donde se sacrifican las reses, hasta que su padre (el general Lucio N. Mansilla, héroe de la Vuelta de Obligado) se le acerca y le dice: «Mi amigo, cuando uno es sobrino de don Juan Manuel de Rosas no lee El contrato social si se ha de quedar en este país, o se va de él si quiere leerlo con provecho.» Y finalmente lo envía al exilio.
En esa escena que Mansilla cuenta en sus Causeries y que transcurre en 1846, se cristalizan redes de toda la cultura argentina del siglo XIX. La civilización y la barbarie, como decretó Sarmiento.
Rousseau y el matadero. Por un lado, la tradición de los letrados (hay que decir que Mariano Moreno, el ideólogo de la independencia, el líder de la revolución contra el absolutismo español, fue el primer traductor de El contrato social). Por el otro, enfrente, el matadero, una sinécdoque clásica de la barbarie desde el origen mismo de la literatura argentina, el lugar sangriento donde las clases peligrosas se adiestran en el arte de matar.
La civilización y la barbarie se juegan en el control del sentido, en los distintos modos de acceder al sentido. Pero nada es nunca tan esquemático.
El complemento de esa escena está en la extraordinaria historia del coronel Baigorria, que cruza la frontera y se va a vivir con los indios (como Fierro y Cruz en el final de Martín Fierro), y a quien los ranqueles (los mismos ranqueles que Mansilla visitará veinte años después) le traen, luego de un malón en las poblaciones del norte, un ejemplar del Facundo de Sarmiento. Estamos en 1850.
Baigorria escribe sus memorias cuando ya ha vuelto a la civilización, por así decirlo, en las que cuenta su vida en tercera persona (y varios cronistas de la frontera, como Estanislao Zeballos, han narrado también la experiencia del llamado «Cacique blanco»).

Tenía un ejemplar con falta de hojas de Facundo de Sarmiento, que era su lectura favorita y lo apasionaba [...] Este libro le había sido regalado por un capitanejo que saqueó una galera en la villa de Achiras, [...] Baigorria se había hecho construir un rancho de paja y barro, en sitio lejano de la toldería de Paine; cultivaba allí a solas sus instintos civilizados.

Un rancho para leer en medio de la llanura. A solas. Suena más drástico que la biblioteca borgeana.
En el desierto, del otro lado de la frontera, entre los indios, un lector –una versión extrema de Dhalman– lee el Facundo y revive en ese libro, quizá, la experiencia y el sentido del mundo que ha dejado.
Desde luego, habría que preguntarse por ese ejemplar del Facundo, un libro publicado en Chile tres años antes: en qué manos anduvo, dónde perdió las páginas que le faltan, quién lo llevaba en ese carruaje en plena época de Rosas, y también qué significaba ese libro para los ranqueles, que decidieron levantarlo entre los restos de la matanza y llevárselo a Baigorria.
La pregunta «qué es un lector» es también la pregunta sobre cómo le llegan los libros al que lee, cómo se narra la entrada en los textos.
Libros encontrados, prestados, robados, heredados, saqueados por los indios, salvados del naufragio (como el ejemplar de la Biblia y los libros en portugués que Robinson Crusoe –ya sabemos que ha vivido unos años en Brasil– rescata entre los restos del barco hundido y se lleva a la isla desierta), libros que se alejan y se pierden en la llanura.
W. H. Hudson, uno de los mejores escritores en lengua inglesa del siglo XIX, recordaba de esta manera su juventud en el campo argentino: «No teníamos novelas. Cuando llegaba una a la casa era leída y prestada a nuestro más próximo vecino, a unas dos leguas de casa, y él, a su turno, se la prestaba a otro, siete leguas más lejos, y así sucesivamente hasta que desaparecía en el espacio».
Libros reales, libros imaginarios, libros que circulan en la trama, dependen de ella y muchas veces la definen. Los libros en la literatura no funcionan sólo como metáforas –como las que ha analizado admirablemente Curtius en Literatura europea y Edad Media latina–, sino como articulaciones de la forma, nudos que relacionan los niveles del relato y cumplen en la narración una compleja función constructiva.
Pensemos, por ejemplo, en el libro sobre la mística judía que increíblemente lee Scharlach, el gángster, en «La muerte y la brújula». Toda la sorpresa y la invención del relato de Borges están allí. «Leí la Historia de la secta de los Hasidim», dice Scharlach; «supe que el miedo reverente de pronunciar el Nombre de Dios había originado la doctrina de que ese Nombre es todopoderoso y recóndito.» Sin ese libro imaginario –sin esa escena decisiva y sarcástica en la que un asesino sanguinario usa un libro para capturar a un hombre que sólo cree en lo que lee– no habría historia.
Tenemos que imaginar, entonces, a Scharlach, un dandy sanguinario y siniestro, como lector.
¿Qué lee, dónde, por qué, cuándo, en qué situación? Lee para vengarse de Lönnrot, por lo tanto lee para Lönnrot y contra Lönnrot, pero también con él. Lee desde Lönnrot (como Borges nos recomienda leer algunos textos desde Kafka) para seducirlo y capturarlo en sus redes. Infiere, deduce, imagina su lectura y la duplica, la confirma. Se trata de una suerte de bovarismo forzado, porque Scharlach de hecho obliga a Lönnrot a actuar lo que lee. La creencia está en juego. Lönnrot cree en lo que lee (no cree en otra cosa); lee al pie de la letra, podríamos decir. Mientras que Scharlach, en cambio, es un lector displicente, que usa lo que lee para sus propios fines, tergiversa y lleva lo que lee a lo real (como crimen).
Por supuesto, Scharlach y Lönnrot (esto es, el criminal y el detective) son dos modos de leer. Dos tipos de lector que están enfrentados.
El lector como criminal, que usa los textos en su beneficio y hace de ellos un uso desviado, funciona como un hermeneuta salvaje. Lee mal pero sólo en sentido moral; hace una lectura malvada, rencorosa, un uso pérfido de la letra. Podríamos pensar a la crítica literaria como un ejercicio de ese tipo de lectura criminal. Se lee un libro contra otro lector. Se lee la lectura enemiga. El libro es un objeto transaccional, una superficie donde se desplazan las interpretaciones.
Scharlach usa lo que lee como una trampa, una maquinación sombría, una superficie blanca donde se deslizan los cuerpos. En un sentido, es el lector perfecto; difícil encontrar un uso tan eficaz de un libro. Por de pronto, es lo contrario de un lector inocente. Scharlarch realiza la ilusión de don Quijote, pero deliberadamente. Realiza en la realidad lo que lee (y lo hace para otro). Ve en lo real el efecto de lo que ha leído.
Pero ¿cómo lee, cómo construye el sentido? Herido, como en un vértigo, lee la repetición, para vengarse. (Habría que hacer una historia de la lectura como venganza.) Él mismo descifra las condiciones de su lectura, el contexto que decide el sentido, las cuestiones materiales que trata de resolver a partir de lo que lee.

Nueve días y nueve noches agonicé en esta desolada quinta simétrica; me arrasaba la fiebre, el odioso Jano bifronte que mira los ocasos y las auroras daba horror a mis sueños y a mi vigilia.

Scharlach, un lector enfermo.


el caso hamlet
Me gustaría ahora volver a Hamlet, el dandy epigramático y enlutado que, como Scharlach, también quiere vengarse (mejor sería decir es obligado a vengarse).
Luego del encuentro crucial con el fantasma de su padre, Hamlet, como hemos dicho, entra con un libro en la mano. Shakespeare hacía muy pocas acotaciones, pero desde las primeras ediciones figura la precisión: «Hamlet entra leyendo un libro».
Desde luego, uno se pregunta si está realmente leyendo o está fingiendo que lee. La cuestión es que se hace ver con un libro. ¿Qué quiere decir leer en ese contexto, en la corte? ¿Qué tipo de situación supone el hecho de que alguien se haga ver leyendo un libro en el marco de las luchas de poder?
No sabemos qué libro lee, y tampoco interesa. Más adelante, Hamlet descarta la importancia del contenido. Polonio le pregunta qué está leyendo. «Palabras, palabras, palabras», contesta Hamlet. El libro está vacío; lo que importa es el acto mismo de leer, la función que tiene en la tragedia.
Esta acción une los dos mundos que se juegan en la obra. Por un lado, el vínculo con la tradición de la tragedia, la transformación de la figura clásica del oráculo, la relación con el espectro, con la voz de los muertos, la obligación de venganza que le viene de esa suerte de orden trascendente. Por otro lado, el momento antitrágico del hombre que lee, o hace que lee. La lectura, ya lo dijimos, está asimilada con el aislamiento y la soledad, con otro tipo de subjetividad. En ese sentido, Hamlet, porque es un lector, es un héroe de la conciencia moderna. La interioridad está en juego.
La escena en que Hamlet entra leyendo es un momento de paso entre dos tradiciones y dos modos de entender el sentido. Bertolt Brecht –que era, por supuesto, un gran lector, uno de los más grandes–, en el Pequeño organon para el teatro, que escribe en 1948, anota que Hamlet es «un hombre joven, aunque ya un poco entrado en carnes, que hace un uso en extremo ineficaz de la nueva razón, de la que ha tenido noticias a su paso por la Universidad de Witenberg». Hamlet viene de Alemania, viene de la universidad, y Brecht ve allí la primera marca de la diferencia. «En el seno de los intereses feudales, donde se encuentra a su regreso, este nuevo tipo de razón no funciona. Enfrentado con una práctica irracional, su razón resulta absolutamente impráctica y Hamlet cae, trágica víctima de la contradicción entre esa forma de razonar y el estado de cosas imperante». Brecht ve, en la tragedia, la tensión entre el universitario que llega de Alemania con nuevas ideas y el mundo arcaico y feudal. Esa tensión y esas nuevas ideas están encarnadas en el libro que lee, apenas una cifra de un nuevo modo de pensar, opuesto a la tradición de la venganza. La legendaria indecisión de Hamlet podría ser vista como un efecto de la incertidumbre de la interpretación, de las múltiples posibilidades de sentido implícitas en el acto de leer.
Hay una tensión entre el libro y el oráculo, entre el libro y la venganza. La lectura se opone a otro universo de sentido. A otra manera de construir el sentido, digamos mejor. Habitualmente es un aspecto del mundo que el sujeto está dejando de lado, un mundo paralelo. Y el acto de leer, de tener un libro, suele articular ese pasaje. Hay algo mágico en la letra, como si convocara un mundo o lo anulara.
Podríamos decir que Hamlet vacila porque se pierde en la vacilación de los signos. Se aleja, intenta alejarse, de un mundo para entrar en otro. De un lado parece estar el sentido pleno aunque enigmático de la palabra que viene del Más Allá; del otro lado está el libro. En el medio, está la escena.








replay

ahmel echevarría
(la habana, del ´74)


un mensaje para Silvia
Nos conocimos en la Cinemateca. Al llegar a la taquilla nos dimos cuenta de que habíamos hecho un viaje en ómnibus sin cruzar una palabra, viendo pasar la ciudad tras la ventanilla y mirándonos sin que el otro se diera cuenta. Marqué en la cola, ella detrás de mí, luego una sonrisa y otros diez minutos antes de que me tocara el turno para comprar la papeleta. Tenía un peso en el bolsillo, lo supe en el momento de pagar. Había dejado la billetera en mi casa.
Volví a revisar mis pantalones: las llaves, un peso y el boletín que me dieron al tomar el ómnibus. No llevaba nada más.
El empleado estaba impaciente por la demora conmigo. La cola se iba alargando y protestó. Maldije.
Entonces ella entró en escena:
—Dos, por favor —dijo al hombre de la taquilla y se volvió hacia mí—. Hoy me toca pagar. ¿Lo olvidaste?
Hizo un guiño. Intenté seguir con su juego pero no pude responder.
Sonrió.
Le agradecí.
El empleado murmuró algo.
Entramos.
Desde mi butaca la vi elegir un asiento varias filas más allá de la mía. Se puso unos audífonos. Estuvo escuchando su discman hasta que apagaron las luces. Nadie se sentó a su lado.

Salí al lobby antes de que aparecieran los créditos finales. Me sentía ridículo. En el camino al salón de proyecciones solo le dije un estúpido “muchas gracias”. Necesitaba verla, disculparme, inventarle cualquier historia y así parecer menos tonto. Aquella preocupación bastó para que no le prestara atención al filme.
Apenas tuve tiempo de inventar una justificación. No demoró en salir. Caminé hasta ella y le dije Disculpa, ni siquiera sé tu nombre y estoy en deuda contigo. Le propuse volver a encontrarnos. Rió. Ella se encargó de recordarme que no tendría sentido una nueva cita si olvidaba otra vez la billetera.
—De todas maneras llevarla no servirá de mucho —dije—. ¿Tienes un bolígrafo?
Y le anoté mi teléfono en el reverso del boletín que todavía llevaba en el bolsillo.
A cambio, Silvia me dio su e-mail y el número del teléfono de una vecina:
—Cuando llames di que es para mí y deja el recado. No me gusta molestarla.
Ella no tenía teléfono y yo solo podía revisar mi cuenta de correos una vez a la semana. Para colmo íbamos en sentido opuesto. Estaba apurada. Se disculpó. Silvia visitaría a una tal Patricia y no podía deshacer sus planes —luego supe que la Patricia era su mejor amiga—. La noche prometía. Nadie como yo para verse frente a tantos contratiempos. He llevado la cuenta a lo largo de mis 31 años. La lista es interminable.
Decidí acompañarla a su parada. Aceptó. Tuvimos que correr, el ómnibus estaba por marcharse. En medio de la carrera le pregunté si podíamos vernos al día siguiente y le propuse encontrarnos en la Cinemateca a las 8 de la noche. Antes de que Silvia subiera al ómnibus buscó en su cartera, sacó un billete y dijo Toma, para vernos mañana primero necesitas llegar a tu casa.
Había conocido a una mujer y en menos de cinco horas le debía dinero. Necesito contratiempos para saber que algo va a marchar bien. Si no es así de nada vale que gaste energías.
Nos volvimos a encontrar en la Cinemateca. No aceptó mi dinero pero sí hacerme la visita.

El encuentro en mi casa no fue la última cita. Llevábamos más de cuatro meses moviéndonos de un rincón a otro de la ciudad. Teatros, cines, museos, el muro del litoral, visitas a casa de amigos, incluso, un día la acompañé a la iglesia. No nos iba nada mal y quería proponerle que se mudara a mi casa. Si no funcionaba ella podía volver a su apartamento.
Sé que necesito tiempo y tranquilidad para escribir. Había comenzado una novela, tenía escrito varios capítulos y estaba eufórico, sin embargo no me sentía con ánimos para salir a buscar mujeres.
Conocer a Silvia fue como ganar el billete de la suerte.
Pero ya no estamos a mano.
Le escribí una nota. Era solo un mensaje y necesité toda la madrugada para redactar media página: café, música, escribir, tachar párrafos enteros, beber otra taza de café parado en un balcón de cara a una ciudad dormida.
Tuve que repetir el ciclo hasta el agotamiento. Conseguí terminar la nota a ras del amanecer.
albahaca_76@yahoo.com
Quizá su buzón en Yahoo sea el único lugar posible para un nuevo encuentro.
Hice copias de seguridad.
Todavía cargo con los tres disquetes.
Imagino que Silvia espera mi e-mail.

La última vez que Silvia y yo estuvimos de cara cada uno contra el cuerpo del otro fue en mi apartamento. Llegó bien temprano. Vestía de sport, el pelo recogido en dos coletas, sus ojazos café más encendidos que nunca y dos bolsas repletas. El día anterior llamó al mediodía, a partir de esa hora contesto las llamadas:
«Tengo el sábado libre, me gustaría pasar por tu casa. ¿Dejarás de trabajar en tu libro?»
Reí.
Estaba obsesionado con la escritura de mi novela. Me sentía en estado de gracia y pasaba más tiempo de lo acostumbrado frente a mi computadora. Pero realmente estaba agotado y acepté la propuesta de Silvia, un sábado junto a ella me serviría para descansar. Nada de libros, nada de ordenadores. Tal vez solo tomaría algunos apuntes.
Dije Sí.
Luego preguntó si también le regalaría el domingo.
«Creo que no podré hacer resistencia. Por cierto, ¿no me habías dicho que irías al médico?»
«Decidí dejarlo para otro día, necesito hablar contigo.»
En aquel momento creí que me propondría vivir juntos. Era cierto que no nos iba nada mal.
«¿Tendremos tiempo para conversar?»
Volvió a reír.
«Llevaré comida y cervezas. El sábado es un día especial y quiero celebrarlo.»
Supuse que estaba ante otro contratiempo pero al menos no había olvidado su cumpleaños. Sé que tengo una memoria pésima para las fechas, nombres. Silvia lo sabe. No recordaba nada especial. Miré el calendario y caí en cuenta de que se acercaba la fecha en que cumplíamos siete meses de haber empezado nuestra relación. Sería justo ese sábado. Teníamos la costumbre de celebrarlo mes tras mes y aunque solo hubieran treinta días de por medio le llamábamos nuestro aniversario.
Le pedí disculpas.
«No te preocupes. Pero no sé si a partir de ahora deba obligarte a recordar cualquier detalle a punta de pistola o acostumbrarme a tu mala memoria.»
«Mi ángel, ¿nunca te dije que me gané el premio gordo cuando te conocí?»
«Cientos de veces. Pero no basta, quisiera escuchar otra cosa.»
No me atreví a preguntarle y dijo que ya se le pasaría la molestia, que se había vuelto una chica tonta, cursi, quizá por culpa de su colección de música. Ya le había escuchado decir que tener a mano grabaciones de blues, boleros, jazz y feeling podía ser verdaderamente peligroso, que era una mezcla tan letal como el cáncer. Cada vez que ponía los discos terminaba deprimida y no podía hacer nada. Solo volver a escucharlos. Una y otra vez. Hasta el dolor.
«Regálalos o tíralos a la basura, pero deshazte de ellos, por favor.»
«Ya no hay remedio. Se llama metástasis, también me volví una chica tonta y adicta a esos discos.»
La interrumpí. Le dije que había enloquecido y su respuesta demoró. Pidió que no le hiciera caso:
«Te prometo que no será como la última vez que celebramos. Me sentía mal, muy mal.»
Era cierto que aquella tarde Silvia llegó a la casa quejándose de unas punzadas en el seno. No disminuyeron al llegar la noche. Le pregunté y dijo No es nada, no te preocupes, se me pasará. Insistí, perdió el control y discutimos. Quisimos celebrar pero el día terminó con una pelea. La dejé sola, con su colección de música. Encendí la computadora e intenté trabajar en la novela.
No podía concentrarme. Dejé todo y decidí preparar café, tal vez la infusión serviría para calmarnos y hacer las paces.
Después de llevarle la taza me senté en una esquina de la cama. No dejaba de mirarla. Estaba acostada, desnuda entre las sábanas, el pelo revuelto y la carita media hinchada. Cuando no estamos revolcándonos la imagino como un juguete. Un juguete tierno.
No podía dejar de mirarla. Tenía la sospecha de que era lo mejor que me había pasado en años.
Se lo dije.
Error fatal.
Aquella vez Silvia se levantó, se envolvió en la sábana y fue al baño.
Estaba cabizbaja:
—Déjame.
—¿Qué pasa, mi ángel?
—Creo que soy yo la que va demasiado aprisa. No tenía por qué molestarme con tus palabras. Que tengas la sospecha que yo sea lo mejor que te ha pasado en mucho tiempo no debe ser en realidad tan malo.
—Solo es una manera de decir.
—Me confundes, también estoy confundida. Y para colmo tengo este maldito dolor.
Traté de acariciarla.
Me rechazó.
—¿Por qué no vas al médico?
—No es nada, ya se me aliviará. ¿Sabes?, tengo miedo. Le temo a lo que pueda decirme el doctor. Le temo a las palabras. Tampoco sé si hubiera preferido escuchar algo así como un te amo. Aunque creo que me hubiera gustado escucharlo. Te podré parecer tonta o cursi, no me importa, no soy para nada moderna.
—¿Quieres explicarte? Lo mezclas todo. No hay que llegar a tanto.
—No. Lo dices y punto.
—¿Lo intentaste alguna vez? ¿Pudiste?
Se enjugó las lágrimas y respondió que necesitaba descansar, así el dolor se le pasaría.
Silvia, un modelo para armar. Cada vez que nos veíamos tenía en mis manos una pieza nueva. Yo buscaba dónde encajarla. Yo quería tener todas las piezas. Quería unirlas.
Dijo Permiso.
Cerró la puerta del baño.
Aquella vez le dije a Silvia que tenía la sospecha de que al menos en nuestro país era imposible decir te amo. Nunca averigüé la causa. En treinta y un años nunca lo escuché. Y Silvia en su llamada me volvía a recordar que ella no era una chica moderna y yo le debía esa frase:
«Ahmel, te quedaste callado. Todo ese asunto de la metástasis fue una broma. Por Dios, di algo.»
«¿Alguna vez te preguntaste por qué en este país nadie puede decir Te amo? Se me ocurre que debíamos encontrar la respuesta. ¿Me ayudarás, por favor?»
«Sí. Supongo que también necesito saberlo. Por lo pronto te digo que me hará mucho bien encontrarnos.»
Nos despedimos. Antes de colgar me recordó que perdonaba mi mala memoria.
Luego de la llamada de Silvia salí a la calle. Gasté la mitad de lo que me quedaba para todo el mes. Ella lo merecía. También yo. Pronto cobraría algo de dinero, una editorial y dos revistas me debían unos cheques. Después tendría que reducir un poco más los gastos.
Regresé con vegetales, frutas, galletas, una botella de vino, queso y jamón. Todo para ella, salvo la mitad del queso y el pedazo de jamón. Sé que compartiríamos, sin embargo hice las compras pensando en Silvia.
Solo faltaba su llegada.
Tendríamos un pequeño festín.

Cuando abrí la puerta sonrió y pidió que la ayudara con las bolsas. Nunca la había visto peinada con aquellas coletas. También tenía unas pequeñas gotas de sudor alrededor de los labios y entre los senos.
—La calle es un infierno —dijo—. ¿Me ayudas?
Puse las bolsas y la mochila en el suelo.
Tomé sus manos.
La miré.
—¿Qué haces? —dijo.
La besé.
Largo, profundo.
Arrastré la punta de mi lengua sobre los labios, la barbilla, entre los senos.
Con un gesto suave intentó detenerme.
—¿Te duele?
—Casi nada. Pero estoy sucia.
Seguí.
—Déjame ya, alguien nos puede ver —suavemente quitó de mi boca la punta de su cadenita de oro y el crucifijo.
Entramos.
Silvia fue al baño y yo a la cocina. Desempaqué. Mientras se lavaba le pregunté si había ido al médico y gritó que venía dispuesta a pasar todo el fin de semana a mi lado. Por eso había comprado tanta comida y cervezas. Trajo también un estuche con diez discos compactos. Su música preferida.
—¿Te olvidarás de tu novela al menos este fin de semana?
Cumplíamos solo siete meses y la carga era como para celebrar un verdadero aniversario. Quise hacerle el comentario pero creí que no le gustaría la broma.
Mientras cortaba el queso y el jamón en pequeñas figuras escuchaba caer el agua de la ducha. En el baño Silvia cantaba algo. Terminé de adornar el plato con galletas, aceitunas y serví dos copas de tinto.
Abrí la puerta del baño, Silvia comenzaba a enjabonarse:
—Solo falta preparar la mesa.
Besé su cuello, aparté una de las coletas y le mordí suavemente una oreja.
—Bruto, qué haces. Deja que acabe de bañarme.
—Te espero. Tengo una sorpresa. Por cierto, mi ángel, ¿no teníamos que hablar?
—Es mejor dejarlo para otro día. Este será nuestro mejor fin de semana.
Llevé todo a la sala. Sobre un tapete en el suelo acomodé los platos, copas y la botella de vino. Llevé además dos varillas de incienso.
Estaba por comenzar el noticiero. Encendí la TV, un noticiario es una verdadera clase magistral. Hacerlo es un arte. Pura acción desde principio a fin, digresiones entre cada escena, dos historias que se cuentan al unísono y solo una viaja en las ondas de radio. Un inmenso iceberg disparado con precisión desde el cañón de rayos catódicos.
Silvia salió del baño. Olía a violetas y el mundo prometía estar en uno de sus peores momentos. Se sentó a mi lado. La conductora comenzó a hablar del tema de las elecciones nacionales y Silvia quiso zafarse las coletas.
—Quédate así. Luces como una niña, pareces tener quince años.
—¿Tan poco?
Le dije Sí, una chiquilla de quince años. Y volví a besarla. Mi corazón estaba a punto de colapsar y ella tenía las mejillas encendidas. Puse su mano en mi pecho; ella, la mía en el suyo, en sus labios. Mordió suavemente mis dedos, me abrazó. En voz muy baja dijo Entonces seré una niña. Se arregló las coletas y metió su lengua en mi oreja.
Cogí un trozo de jamón y otro de queso.
Una mordida para ambos.
Silvia se paró frente a mí y de espaldas al televisor. La fui desnudando con el mismo cuidado con el que un equipo de rescate apartaba de entre los escombros varios cuerpos aplastados. Eran imágenes de archivo de un terremoto reciente. Indonesia. 8,7 grados en la escala Richter. La ciudad estaba bajo los escombros. Una sacudida violenta la de Silvia. Me sacó el pullover y se montó sobre mí. Y dejó de parecer aquella muchacha-juguete tierno. Nada más alejado de una chiquilla. Basta tomar todas sus piezas, las cambias de lugar y tendrás otra Silvia.
Comencé a hincarla con mi bulto, duro, por debajo de la mezclilla de mi short. Alcancé los vasos. Ella sonrió, movía la cintura suavemente, al oído me susurró si de verdad me gustaría hacerlo con una niña. Sonreí. Brindamos. Una pieza más para seguir completando el nuevo modelo Silvia. El incienso ardía. Los vidrios chasquearon y una columna de humo negro y llamas envolvió a un Humvee de la armada norteamericana. Era un amasijo de tripas, sangre, tela y carne quemada entre los hierros del jeep. Varios soldados del ejército de ocupación habían muerto. ¿Un disparo del ejército de resistencia irakí o una mina en medio del camino? Silvia tragó todo el vino, dejó la copa en el suelo y no me interesó saber la respuesta.
Me quitó el short.
Metió los dedos en mi vino.
—¿El control remoto está cerca? —dijo.
Estaba detrás de mí.
Se lo alcancé.
Alzó el volumen.
—Toma. Si quieres úsalo conmigo.
Y volvió a mojar los dedos en mi vino.
Yo la miraba trazar círculos húmedos en mi pene. Lo mojó todavía más con su lengua hasta que solo vi la cabeza de Silvia entre mis piernas. Subía, bajaba. La movía suavemente. Yo intentaba acariciarla, meter mis dedos dentro de ella. Pero esquivaba mis manos. Tenía su lengua en la punta de mi falo. Me miraba. Sonreía. Hacía un guiño.
La dejé hacer.
Suavemente me obligó a que me acostara, se paró y puso sus pies junto a mi cintura. Señaló el control remoto. Se lo di. La punta se perdía entre sus piernas. Lo movía suavemente. Una y otra vez. Hasta que cambió el mando a distancia por mi pene cuando se acomodó sobre mí. Ella, montándome a pelo. Yo, dejándola hacer. A ratos hincaba sus nalgas con mis uñas, y le apretaba el cuello, y la pellizcaba, suave, en la punta de los senos, más duro alrededor de la cintura, hasta que tomó mis brazos por ambas muñecas, se apoyó sobre ellas y quedé a la deriva sobre el suelo.
Supe de Silvia cuando soltó mis manos y se detuvo. La conductora del noticiero daba el aviso de que el Papa había muerto.
Se apartó los cabellos de la frente y miró a la pantalla.
Quise decirle algo, tal vez una frase que sirviera de consuelo y puso sus dedos en mis labios.
Nos sentamos frente a la TV.
Alcé el volumen. Llevaba días siguiendo la salud de Karol y por momentos pensaba que otra vez volvería salirse con la suya. Pero no. Septicemia y colapso cardio-pulmonar irreversible. El Papa había sobrevivido a varios disparos que le perforaron el cuerpo, sin embargo esta vez los gérmenes, su corazón y los pulmones le jugaron una mala pasada.
Yo miraba a Silvia y ella a la conductora. Silvia apretaba sus dedos, los puños, pasaba las manos encima de los muslos, luego limpió su boca sin apartar la mirada de la pantalla.
La voz en off daba detalles de la muerte del Papa: Karol Wojtyla, nacido en Wadowice, Polonia, el 18 de mayo de 1920, residente en la Ciudad del Vaticano, ha fallecido a las 21:37 horas del día 2 de abril de 2005 en su apartamento del Palacio Apostólico Vaticano. El cañón de rayos catódicos disparaba imágenes de fieles agrupados en la Plaza de San Pedro. Algunos rezaban, otros tenían lágrimas en los ojos, la mayoría simplemente esperaba. La nota informativa terminó con fragmentos de archivo de la visita del Papa a nuestro país.
Silvia se había cruzado de brazos. Ya no miraba a la TV. Y comenzó a apretarse los hombros, lo hacía cada vez más fuerte, yo veía la marca de sus uñas sobre la piel. Y quise hacer algo, pero solo atiné a tomar el mando del televisor. No pude articular nada porque la vi subir los pies al sofá, porque rodeó sus piernas con los brazos hasta hacerse un ovillo y porque finalmente apoyó el mentón sobre las rodillas.
Intenté tomar una de sus manos.
—Déjame, por favor —dijo.
Sin embargo no hizo resistencia. Quise abrazarla pero esta vez me esquivó y recogió su camiseta.
Dos lagrimones asomaban en sus ojos.
—Mi ángel, ¿apago el televisor?
—No, así creo que de verdad estoy en la Plaza de San Pedro, despidiéndolo.
Silvia se levantó.
Comenzó a vestirse camino al baño.
Solo bajé el volumen. Me interesaba saber cómo elegirían al nuevo Papa y de qué país sería.
Mientras Silvia se lavaba le propuse acostarnos un rato. Un calmante y varias horas de sueño le servirían para recuperarse. Volví a preguntarle y dijo No. Entonces serví dos copas de tinto y fui hasta el cuarto de baño. Esta vez pude abrazarla. Sin embargo sentía que entre mis brazos no había nada. Se enjugó las lágrimas, se dio un trago largo y dijo Disculpa, me voy para mi casa.
—Mi ángel, podemos conversar un rato. ¿No tenías que hablar conmigo?
—Será mejor que me vaya. Te echaré a perder el fin de semana.
—No será tu culpa.
No dijo nada más.
Se zafó de mi abrazo.
Apenas hice resistencia y fui a la sala.
La conductora comenzó a leer una nota oficial acerca de los días de duelo que se avecinarían. Me vestí y decidí acomodarme para no perder ningún detalle. El Ministro de Relaciones Exteriores comenzó a hacer declaraciones a la prensa. Demasiado revuelo. Y llamé a Silvia.
—Debes ver esto.
—No. Me voy.
—¿Tan pronto? ¿No te apetece comer algo?
Dijo No y señaló a la pantalla. El Cardenal había aparecido en el set del noticiario. Harían una homilía.
—Si el Cardenal no estuviera en la pantalla te diría que todo es falso, que la muerte del Papa no es más que un engaño.
—Mi querida Silvia, ¿no te das cuenta que es cierto que todo es falso?
—Todo menos la muerte.
—De qué hablas, se supone que Karol esté a salvo de todo. ¿No es casi un santo? ¿Y cómo queda entonces ese asunto de ganar el cielo?
—¿Bromeas? Ya no sé qué creer.
—Mi ángel, la muerte también es un embuste.
En voz muy baja Silvia dijo No, y que no quería escuchar nada más sobre la muerte.
—Si quieres te acompaño a la homilía.
—Me gustaría pero no te sientas obligado.
—Como quieras. Sabes que lo haría por ti.
Se enjugó las lágrimas. Quería irse y así lo dijo. Me abrazó, de su mochila sacó el estuche con los discos compactos.
—Silvia, me pediste que te regalara el fin de semana. ¿Lo recuerdas? Hice compras, dejé de trabajar en mi novela y hasta te propongo ir a la misa.
—¿Por qué no dejamos este encuentro para otro día? Lo haremos, te lo prometo. Te prestaré mis discos. Vendré el lunes, hablaremos con calma.
Sus ojazos apenas me miraban.
Estuve a punto de maldecir la muerte de Karol, de tirar el control remoto contra la pantalla y hacer que al mismo tiempo volaran en pedazos el Cardenal, el Ministro y la conductora. Parecía una conspiración contra mí. Estaba agotado. Si había decidido dejar a un lado la escritura de mi novela era para estar junto a Silvia. Y ella decidía irse. Sin más explicaciones. Creí que pretendía calmarme con el estuche de discos y una visita pasado dos días.
En la pantalla repetían la nota oficial al tiempo que ponían imágenes de archivo de la visita de Karol a nuestro país. Demasiado revuelo por un hombre que en su visita pidió que nuestro país se abriera al mundo. Esta vez alguien estaba afinando muy bien la puntería del cañón de rayos catódicos. Esa era mi sospecha y pensé que habían hecho diana en mi Silvia. Dispararon y tampoco salí ileso.
—Está bien, vete. Llévate tus discos. Nunca escucho música cuando escribo.
Abrí la puerta.
—Lo siento. Quiero dejártelos —puso el estuche en mis manos—. Vendré el lunes.
Cerré.

Decidí rehacer mis planes. Tenía mucha comida y alcohol para todo el fin de semana. Revisé mi libreta de teléfonos, elegí un número pero en mitad de la conversación me di cuenta que no tenía sentido verme con ninguna mujer.
No tenía ánimos.
Busqué la botella de vino y los discos de Silvia.
Encendí la PC y mi equipo de audio.
Fui bebiendo la colección de música poco a poco.

Luego de la ida de Silvia estuve al tanto del timbre del teléfono. Una larga y estresante espera en la que tampoco marqué el número de su vecina; apenas podía leer media página sin que fuera necesario volver al inicio de algún párrafo. Solo pude sentarme frente a mi novela veinte días después. Releía los capítulos cuando recibí una llamada. Era Patricia. Le contesté que estaba solo y llevaba más de dos semanas sin ver a su amiga; tal vez Silvia estaba en casa de sus padres.
Respondió que no. Por eso llamaba:
«Ahmel, ella no quería que lo supieras. Está ingresada.»
Anoté el número de la sala y la cama del hospital.
Le habían descubierto un tumor en un seno.

Fui a verla.
Estaba acostada, la mirada puesta en ningún lugar. Al entrar a la habitación no pude evitar mirarle el busto.
No quería hablar, tampoco mirarme. Parecía andar a la deriva en la cama. A ratos contraía el rostro.
—Es la quimioterapia —dijo Patricia y se levantó para saludarme.
Me sentía ridículo. Quería decir algo pero estaba anulado. Me costaba trabajo articular siquiera un movimiento. Me debatía entre saludar a Silvia y responder algo que sirviera de consuelo. Y solo conseguí parecer más torpe. Dije Buenas, tomé la mano de Silvia, luego besé su frente; después de saludar a Patricia tropecé con el sillón.
Miré al rostro de Silvia.
Y a sus brazos. Un manchón violáceo alrededor de los pinchazos.
Y a su busto. Un único seno, un solo pezón hincando la tela.
Con un gesto le pedí a Patricia salir al balcón.
Sin que le preguntara nada dijo Tiene cáncer y displasia, demoró mucho en venir al médico.
—Pero tenía turno para una consulta.
—Me costó convencerla, de todas maneras pasó demasiado tiempo. Eso dijo el oncólogo.
—¿Y después de los sueros?
—¿Qué quieres que te diga? Supongo que esperar.
Regresé a la sala.
Silvia sintió mis pasos y se volvió hacia mí.
Quise tomarle la mano.
—No digas nada. Ahmel, sabes que le temo a las palabras. Cualquier cosa que decidas estará bien.
Faltaban quince minutos para que acabara la visita.
Me despedí de Patricia, de Silvia.
Me fui.

En mi segunda visita al hospital, Silvia pidió de favor que no volviera a la sala, que prefería estar en compañía de Patricia o a solas. Su amiga me mantendría al tanto. Ella me mandaría un aviso tan pronto le dieran el alta.
Y recibí la llamada.
Quedamos en vernos en su apartamento. Fue difícil elegir algo para llevarle. Quería hacerle un regalo. Deseché flores, un cake y decidí llevarle unos discos: música brasilera, María Calas y la Piaff.
Me esperaba. Estaba vestida con la misma ropa deportiva que vestía el último día en que nos vimos en mi casa. También llevaba las coletas. Pero esta vez el crucifijo se batía entre un seno y la nada. Ella sonrió. Creo que también pude hacerlo, porque me abrazó, lo hizo fuerte y también la apreté contra mí.
—Una vez te dije que no soy para nada moderna. ¿Ves? Lloro como una tonta. Y todo por culpa de esa maldita música.
—Es letal. Ahora lo sé.
—Pura metástasis. No puedo hacer otra cosa que seguir escuchándola. Es imposible dejar de hacerlo.
Y le enseñé mi regalo.
—¿Más música? ¿Qué me traes?
—Algo que no tienes en tu colección.
Leía los créditos. Cada disco que abría le hacía sonreír. Nunca imaginé que a Silvia le gustara tanto la música. Una verdadera melómana. Parecía escuchar la melodía y la las letras con solo leer las portadas de los discos.
—Terminarás matándome.
Y reímos.
Y nuestras manos se tocaron.
Y volvimos a estar cerca. Demasiado. Tenía su rostro, el aliento, el sonido de su respiración a nada de distancia. Y dimos de cara cada uno contra el cuerpo del otro. Aliento. Transpiración. Su perfume de violetas. El ligero sabor salado de mi sudor. Silvia le dio una zancadilla a la puerta y me rodeó con sus manos.
Tiramos los discos sobre una butaca.
Decidí cargar a Silvia.
Ella, a horcajadas sobre mí; yo, contra la pared.
Labios, cuello, saliva, su pelo, mi sudor, aroma de violetas. Silvia trataba de sacarme el pulóver. Yo tampoco podía desvestirla usando solo una mano.
Hasta que nos dejamos caer en el sofá.
Entonces pude quitarle la camiseta.
Nos miramos. Yo, encima; ella, se fue ladeando hasta ocultar, entre su cuerpo y la cama, el seno amputado.
Silvia se cubrió el pecho con los brazos, luego recogió su prenda. Quise decirle algo y dijo Mejor no, no digas nada.
Decidió vestirse. Se paró frente a mí. Y no ocultó su busto. La cadena con el crucifijo le caía sobre el espacio del seno amputado.
Caminé hasta el mueble donde habíamos tirado los discos. Yo conocía al detalle los créditos de las portadas, sin embargo no alcanzaba entender lo que leía.
—¿Silvia, quieres poner alguno? Tal vez la Piaff.
—¿La vie en rose?
No respondí.
Ella dijo Disculpa.
Tomé sus manos, le dejé los discos.
Me despedí.

Con un par de llamadas averigüé el número de teléfonos de un cibercafé e hice una reservación. Había escrito un mensaje para Silvia. Necesité toda una noche para hacerlo. Tuve que escuchar los diez compactos entre tazas de café, tachaduras y vueltas desde el escritorio a mi balcón para poder saltar de una línea a la otra. La Fitzgerald, Piazzolla, Chico Buarque, Sabina, El Bola, La Holliday, los blues de Eric Clapton, la Burke; Miles David & Charlie Parker al amanecer.
Silvia.
albahaca_76@yahoo.com
Un mensaje y tres copias de seguridad.
Salí. Pagué un taxi. Apenas me entretuve con la ciudad que resbalaba tras la ventanilla.
Era media mañana y el ciber estaba casi vacío, sólo había dos máquinas ocupadas. Me recibió una muchacha, preguntó mi nombre y dijo Tu turno comienza dentro de media hora pero no hay nadie, si lo deseas puedes sentarte ahora mismo. Me dio a escoger una máquina.
La muchacha que atendía el ciber era delgada, de voz dulce, apenas se le escuchaba. Tenía unos ojos grises. Penetrantes. Tal vez fue su sonrisa, la forma de sus labios, o los ojos, lo cierto era su cara de gata.
Le dije Gracias, quedé con un amigo y parece que no ha llegado.
La muchacha se encogió de hombros. Antes de irse me hizo saber que si cambiaba de idea podía elegir cualquier ordenador.
El salón estaba casi desierto, miré el reloj y decidí sentarme en una de las computadoras. Abrí la mochila, saqué las tres copias de la nota y fui hasta la computadora más cercana. Miré a la muchacha. Sonrió. Creo que era bella.
Metí el disquete en la torre: Mensaje para Silvia. Leí varias veces el nombre del archivo. Pero cerré el Window Explorer y guardé en mi mochila las tres copias de la nota.
Me levanté.
El litoral no estaba lejos.
—Creo que mi amigo no vendrá —dije a la muchacha.
—¿No vas a esperarlo?
—Me sentaré un rato en la bahía. ¿Te gusta el mar?
—Sí, sobre todo por el pescado. Me gustaría acompañarte pero no puedo cerrar el ciber. Termino a las seis.
—Entonces mañana mismo salgo de pesca. Dicen que mañana habrá arribazón de filetes. Aunque no recuerdo si dijeron pargo, emperador o jurel. ¿Vengo por ti?
Rió.
—¿A quién le tocará fregar?
Caminé hasta ella.
Tomé su mano y le miré a los ojos.
Ella no apartó la mirada.
—Tal parece que a mí.
Me despedí de la muchacha-gato y salí a caminar.


replay

 aguiar díaz (jaad)
(la habana, del ´66)


fábula
La hormiga arrastra
la hoja que cayó
se aparta del hormiguero
tal parece que huye

que siempre hay una hormga que huye
que arrastra la hoja que cayó
que siempre hay una hoja que arrastrar

¿está bailando o es que se tambalea
porque no puede más?
no logro distinguirlo
se aparta de los suyos
tal parece que huye

y en realidad se está acercando
a otro hormiguero.



prescripción 1
a pedro marqués de armas

llegará el médico con su cara hastiada
en formol
manos que a diario palpan
el vacío de las linfas
sacuden las inmundicias
yo estaré viéndolo con ojos
nuevos
ocupará ese sillón
para comenzar su tarea más indigna

mi mano
nueva
saludará
a su mano
humana
mis piernas
nuevas
tendrán frío y ansiedad
por caminar los senderos que ante mí
se abren y se cierran
semejantes a girasoles
que giran con la luna
llegará con un libro de artaud
y sus uñas
escarban la crueldad
de mi hígado de papel
«una sensación de quemadura ácida en los miembros»
le escucharé decir
con mis oídos
nuevos
y una mueca
saltará de su rostro anestesiado

con el bisturí escribirá
palabras que sólo él entiende
y en mí
nueva
piel
un estremecimiento nos hará comprender
que dentro de cada cuerpo duerme
un cadáver

entrará un niño a la habitación
y este señor disfrazado de avestruz
pálido y muy flaco
recogerá sus objetos profanos
«está muerto»
dirá de mí
y yo compadeciéndome
al sentir su mano
acariciando
mis nuevos
párpados

me compadeceré al ver que
con expresión idiota
desde la puerta
se compadece él
de mi nueva
idiotez



crónica familiar 2
mantén el equilibrio
con tus
pies mentales

miro al país
con los
ojos del perro

de un momento a otro terminará
la
sin-gla-dura
y estaremos de regreso

entre una pregunta y una afirmación
otra pregunta
comprometida
peligrosa
es cuestión de aprender el oficio

estoy de rodillas
pero
mantengo el equilibrio

inviernillo que refresca
al trópico y su resaca
de pronósticos

al fin el perro
toma una decisión
heroísmo voluntarioso
para quien produce
e inventa
los argumentos de la
historia

entre una pregunta y una afirmación
la baba del perro

¿hay otra manera de afligirse
sin caer en la extravagancia?

aprender el oficio

terminará
la
sin-gla-dura
y estaremos de regreso


replay

david sedaris
(new york, del ´56. Ensayista y hermano de la actriz Amy Sedaris. El presente texto pertenece a su libro Dress your family in corduroy and denim, 2004.)



una lata de gusanos
(traducción de RFI)

Hugh quería hamburguesas, así que él, su amiga Anne, y yo fuimos a un sitio llamado el Apple Pan. Era en Los Angeles, una ciudad de la que no sé nada. Los nombres de algunos barrios son conocidos de ver televisión, pero no entiendo que significa estar en Culver City en vez de estar en, digamos, Silver Lake o Venice Beach. Alguien sugiere un destino y yo medio que voy y espero ser sorprendido.
Pensé que el Apple Pan sería un restaurant, pero era más bien como un comedor –sin mesas, solo banquetas a lo largo de un mostrador en forma de U. Le pedimos nuestras hamburguesas a un hombre con un sombrero de papel, y mientras esperábamos a que llegaran, Anne enseñó algunas fotos de su bull-terrier. Es una fotógrafa profesional, así que eran retratos más que fotos de ocasión. Aquí estaba el perro mirando desde atrás de una cortina. Aquí estaba el perro sentado como un hombre frente a un butacón, una pata descansando en la cima de su estómago. Gary, creo que se llamaba.
Cuando no está fotografiando a su perro, Anne vuela por todo el país, con encargos de varias revistas. Ayer había regresado de Boston, donde había fotografiado a un bombero apellidado Bastardo. «Es como bastard con una o al final», dijo. «¿No lo encuentran gracioso? »
Hugh le contó sobre unos vecinos en Normandía cuyo apellido se traducía como «culo caliente», pero al menos que hablaras francés, era difícil encontrarle gracia.
«¿Con un guión?», preguntó Anne. «Quiero decir, ¿se casó miss Caliente con mister Culo, o todo constituye una palabra?»
«Una palabra», dijo Hugh.
Pensando que la conversación andaría ahí por un rato, me preparé para contribuir, consciente de cuan fácil era caer en un juego de nombres. Si conoces a un Candy Dick, la otra persona puede que conozca a un Harry Dick o a un Dick Eader. Recientemente había oído sobre el corredor de cuñas Dick Trickle, pero por el momento estábamos operando en un plano superior, así que mencioné a Bronson Charles, una mujer que había conocido esa semana en Texas. Si ella hubiera sido joven, me hubiera maravillado, no por ella, sino por sus padres, que obviamente pensarían que eran muy listos. Pero Bronson Charles tenía setenta y pico de años, y al casarse había adoptado ese apellido. No era gracioso, solo era raro –la matrona bien criada y el héroe de acción, sus sexos, nombres, y naturalezas a la inversa. Era como conocer a un hombre tímido llamado Taylor Elizabeth.
Anne y Hugh se conocieron en la universidad, y cuando llegaron nuestras hamburguesas estaban rememorando sobre alguna de la gente con la que habían ido a la escuela. «¿Cuál era el nombre de aquel tipo? Creo que estaba en el Departamento de Arte. Mike, quizás, o Mark. Solía salir con Karen, creo que así se llamaba ella. O Kimberly. Sabes quien te digo».
Conversaciones como estas pueden durar horas y, aunque tienes que aceptarlo, no tienes por que prestarles realmente atención. Miré adelante, viendo a un cocinero de nariz torcida poniendo queso sobre una hamburguesa, y entonces me viré ligeramente a la izquierda y comencé a escuchar a los dos hombres sentados a mi lado. Había en ellos el cansancio de la gente que no se permite el retiro, y que siguen dando lucha, como caballos, hasta que mueren. El hombre a mi lado usaba un t-shirt con el Estado de Florida y, como si el clima fuese completamente distinto al otro lado de la botella de ketchup, el hombre a su lado usaba un sweater de lana espesa y pantalones de corduroy. Un impermeable descansaba sobre sus rodillas y, ante él, en el mostrador, había un periódico y una taza vacía de café. «¿Leíste sobre esos gusanos?», preguntó.
Se refería a la lata de nemátodos –pequeños gusanos– recientemente descubierta en las planicies de Texas. Habían sido enviadas allá arriba junto con la lanzadera espacial condenada al fracaso y de alguna manera se las habían arreglado para sobrevivir a la explosión, cuya causa seguía siendo aún un misterio. El hombre del sweater se masajeó la barbilla y miró al espacio. «He pensado que si podemos resolver rápido ese problema», dijo. «Si solo… si solo pudiéramos hacer hablar a esas malditas cosas».
Sonaba loco pero recuerdo haber pensado lo mismo sobre la Akita en el caso de O. J. Simpson. Pónganla en el banquillo. Oigamos lo que tiene que decir. Era una de esas ideas que, solo por un segundo, parecían completamente lógicas, la solución que más nadie había pensado.
El hombre del t-shirt consideró la posibilidad. «Bueno», dijo, «incluso si los gusanos pudieran hablar, no servirían de mucho. Estaban en la lata ¿recuerdas?»
«Creo que tienes razón».
Los hombres se pararon para pagar sus cuentas, y antes de que llegaran a las puertas sus banquetas fueron ocupadas por dos personas que no se conocían. Uno era un hombre vestido con un traje fino, y la otra una mujer joven que se sentó e inmediatamente comenzó a leer lo que parecía ser un guión. A mi derecha Hugh había decidido que, más que Karen o Kimberly, su compañera de clase se llamaba Katherine. Mientras había estado escuchando a mis vecinos, Anne me había ordenado una tajada de pastel, y cuando levanté el tenedor ella me dijo que se suponía que me lo comiera de adelante hacia atrás, comenzando por la corteza de afuera hasta llegar adentro. «Tu último bocado debe ser la punta, y se supone que pidas un deseo con ella», dijo. «¿Nunca nadie te ha dicho eso?»
«¿Cómo dices?»
Me miró de la forma en que mirarías a alguien que normalmente tirara dinero al fuego. ¡La falta de sentido! ¡El desperdicio! «Bueno, mejor tarde que nunca», dijo, y cambió mi plato de posición.
Mientras Anne y Hugh volvían a su conversación, yo pensé en todo el pastel que había comido en el curso de mi vida, y me pregunté cuan diferentes podrían ser las cosas si solamente hubiera pedido deseos con las puntas. Para comenzar, no estaría sentado en el Apple Pan, eso era seguro. Si hubiera tenido mi deseo a los ocho años, todavía estaría buscando momias en Egipto, sacándolas de sus tumbas y atrapándolas en pesadas jaulas de hierro. Todos los deseos siguientes hubieran estado basados en la vida que ya había establecido: un par nuevo de botas, un látigo mejor, mejor dominio del lenguaje de las momias. Ese es el problema con los deseos, te atrapan. En los cuentos de hadas solo representan problemas, amplificando la vanidad y la avaricia de las personas a las que le son concedidos. Tu mejor apuesta –y la moraleja de todas esas historias– es ser desinteresado y pedir tus deseos para que otros se beneficien, confiando en que su felicidad también te hará feliz. Es una idea bonita pero definitivamente costaría acostumbrarse a ella.
Desde que entramos, el Apple Pan se había ido llenando progresivamente. Todos los asientos estaban ocupados, y había gente apoyada contra la pared, sus ojos moviéndose de banqueta a banqueta, determinando que clientes deberían pagar e irse. Echando una ojeada, vi que nosotros éramos los candidatos más probables. El hombre del sombrero de papel había quitado los envoltorios de nuestras hamburguesas y todo lo que quedaba era un solo plato, con la punta de mi pastel. Deseé que la gente de la pared dejara de mirarnos, y entonces rápidamente, pero no lo bastante rápido, traté de retractarme.
«Creo que deberíamos irnos», dijo Hugh, y él y Anne sacaron sus billeteras. Hubo una pequeña pelea sobre quien pagaría –«Yo invito», «No, yo invito»– pero me quedé fuera de eso, pensando lo que hubiera ocurrido si no hubiera desperdiciado mi deseo. Un laboratorio lleno de equipos sensibles. Hombres de batas blancas, temblando esperanzados y maravillados mientras se inclinan hacia delante, oyendo el sonido de una voz muy pequeña. «Ahora que pienso en eso», dice el gusano, «sí recuerdo haber visto algo sospechoso».


replay

bret easton ellis
(los angeles, del ´68)



glamourama
Instantáneas del loft de ChIoe en un espacio que parece diseñado por Dan Flavin: dos sofás de Toshiyuki Kita, metros y metros cuadrados de pavimento de madera blanca de arce, seis copas de vino Baccarat Tastevin –regalo de Bruce y Nan Weber–, tulipanes blancos por docenas, un StairMaster y un juego de mancuernas, libros de fotografía –de Matthew Rolston, de Anme Leibovitz, de Herb Ritts– con la correspondiente dedicatoria del autor, un huevo de Fabergé que le regaló Bruce Willis –antes de Demi–, un gran retrato al natural de Chloe obra de Richard Avedon, gafas de sol por todas partes, una foto de Chloe atravesando medio desnuda el vestíbulo del Malperisa de Milán ante la indiferencia general –obra de Helmut Newton–, un William Wegman de gran formato y carteles de tamaño gigante de La Mujer marcada, La noche de los maridos –con Carolyn Jones–, y de Audrey Hepburn en Desayuno con diamantes. Una hoja interminable de papel térmico pegada sobre el tocador reza: lunes, 09.00 Byron Lars, 11.00 Mark Eisen, 14.00 Nicole Miller, 18.00 Ghost; martes, 10.00 Ralph Lauren; miércoles, 11.00 Anna Sui, 14.00 Calvin Klein, 16.00 Bill Blass, 19.00 Isaac Mizrahi; jueves, 09.00 Donna Karan, 17.00 Todd Oldham, y así sucesivamente hasta el domingo. Rara es la mesa o la superficie de cualquier otro mueble donde no haya un fajo de divisas y alguna botella vacía de Glacier. En la nevera la espera el desayuno que Luna le deja preparado: pomelo rolo, Evian, infusión fría, yogurt natural desnatado con moras, un cuarto de bagel con semillas de amapola –unas veces tostado y otras no, con beluga si es un día especial–. La han llamado mientras no estaba Gilles Bensimon, Juliette Lewis, Patrick Demarcheller, Ron Galotti, Peter Lindbergh y Baxter Priestly.
Me ducho, me aplico Preparati on H y Clinique Eye Fitness en los párpados inferiores, y escucho mis mensajes: Ellen von Unwerth, Eric Stoltz, Alison Poole, Nicolas Cage, Nicolette Sheridan, Stephen Dorff y alguien de Tristar, seguramente con malas noticias. Cuando salgo del baño –con una esponjosa toalla de Ralph Lauren atada a la cintura–, me encuentro a ChIoe sentada en la cama con las rodillas pegadas al pecho, los ojos llenos de lágrimas y cara de funeral. La veo estremecerse y tomarse un Xanax para alejar un inminente ataque de ansiedad. En la pantalla panorámica del televisor, un documental sobre los riesgos de los implantes.
–Pero si sólo es un poco de silicona –le digo para tranquilizarla–. Peor es lo mío, que tomo Halcion. Por no hablar del medio bocadillo de beicon que me zampé el otro día. Y te recuerdo que los dos fumamos.
–Victor, por el amor de Dios. –Más escalofríos.
–¿Te acuerdas de cuando te rapaste el pelo casi al cero? Te pasaste toda la temporada tiñéndotelo de diferentes colores y llorando sin parar…
–Estaba al borde del suicidio –solloza–. Estuve a punto de tomarme una sobredosis.
–Lo importante es que ni siquiera entonces perdiste ni un solo contrato.
–Ya, pero ahora tengo veintiséis años, que, para una modelo, es algo así como tener ciento cinco.
–Chloe, no entiendo esta inseguridad tuya. –Le froto los hombros–. Eres un mito –le susurro al oído–. Un punto de referencia. –Le beso el cuello–. La personificación del ideal físico de nuestro tiempo. –Luego añado–: Tú no eres una simple modelo, cariño. Tú eres una estrella. La belleza sale del alma –añado mientras le tomo la caja con ambas manos.
–Mi alma no tiene que hacer veinte pases seguidos –llora–. Mi alma no tiene que salir en la portada del Harpers el mes que viene. Mi alma no tiene que negociar un contrato con Lancome. –Más sollozos, un grito sofocado... en fin, la apoteosis. Es el fin del mundo, el fin de todo.
– Oye –me aparto–, no tengo ningunas ganas de despertarme un día y encontrarme con que te ha vuelto a dar el ataque de los implantes y te has ido a Hollywood a esconderte en el Chateau Marmont y a ver a Kiefer, a Dermot y a Sly. Con que…tranquilízate, ¿vale?
Al cabo de diez minutos de silencio –o puede que sean sólo dos el Xanax surte efecto.
–Ya se me ha pasado un poco –concede.
–Andy dijo una vez que la belleza es un síntoma de inteligencia.
ChIoe se vuelve despacito hacia mí.
–¿Andy? ¿Qué Andy, Víctor? ¿Andy qué más? –Tose y se suena la nariz–. ¿Andy Kaufman? ¿Andy Griffith? ¿De dónde lo has sacado? ¿De Andy Rooney?
–Warhol –digo en voz baja, ofendido–. ChIoe...
ChIoe se levanta de la cama, se mete en el baño, se lava la cara y se aplica Preparation H bajo los ojos.
–De todas maneras, el mundo de la moda está en las últimas –dice con un bostezo mientras se despereza. Luego se dirige a uno de sus vestidores y lo abre–. Qué té voy a contar.
–Algo agradable, para variar –digo por decir camino del televisor.
–¿Quién paga esta hipoteca? –grita– ¿Tú o yo?
Busco el vídeo de Línea mortal que me dejé aquí la semana pasada, pero sólo encuentro una cinta con el programa de Arsenio al que Chloe asistió como invitada, dos películas en las que participó como actriz (Party Mountain, con Emery Roberts, y Teen Town, con Hurley Thompson), otro documental sobre los efectos secundarios de los implantes de silicona y el episodio de la semana pasada de Melrose Place. En la pantalla, un anuncio. La imagen tiene mucho grano, parece copia de otra copia. En éstas me doy la vuelta y me encuentro a ChIoe delante del espejo de cuerpo entero, comprobando cómo le quedaría el vestido que sostiene en la mano y guiñándose un ojo a sí misma.
El vestido es un Todd Oldham auténtico, negro y beige –básico ma non troppo–, escote palabra de honor, aire navajo y acolchado fosforescente.
Lo primero que se me ocurre es que se lo ha robado a Alison.
–Cariño... –Carraspeo–. ¿Qué haces?
–Practico el guiño para el vídeo –dice con otro guiño–. Rupert dice que no acaba de salirme bien.
–Ajá. Bueno, me tomo unas horas libres y practicamos. Cuento hasta tres e insisto disimuladamente–. ¿Y el vestido?
–¿Te gusta? –pregunta con la cara iluminada y vuelta hacia mí–. Es para mañana por la noche.
–¿Qué?
–¿Cómo que qué– ¿Qué pasa? –Devuelve el vestido al armario.
–Es que... –digo con un gesto negativo de la cabeza– no lo acabo de ver claro.
–Tranquilo. No tienes que ponértelo tú.
–Tampoco tú tienes ninguna obligación, ¿no?
–No empieces. No tengo ganas de...
–Vas a parecer Pocahontas.
–Todd me lo ha dado especialmente para la inauguración.
–¿Y si te pusieras algo más sencillo, menos étnico ... ? Menos políticamente correcto, vamos. Algo tipo... Armani. –Me acerco al vestidor–. Déjame escoger a mí.
–Victor –dice, y me cierra el paso–, la elección ya está hecha. –En éstas se fija en mis tobillos–. ¿Eso son arañazos?
–¿El qué? –Y agacho la cabeza yo también.
–Lo que tienes en los tobillos. –ChIoe me obliga a tenderme en la cama para poder ver más de cerca las marcas rojas que tengo en los tobillos y en las pantorrillas–. Parece como si te hubiera mordido un perro. ¿Se te ha acercado algún perro ?
–¿Además de Beau y Jotadé? ¡Si yo te contara! –me lamento con la vista levantada al cielo.
–Victor, te ha mordido un perro.
–Ah –me incorporo–, ¿lo dices por estas marcas? –pregunto como si las acabara de ver–. Me las habrán hecho Beau y Jotadé cuando me han atacado a traición. ¿Tienes Bactine?
–¿Dónde ha sido? ¿Qué perro? –insiste.
–Vale ya, ¿ eh ?
ChIoe echa un último vistazo obediente a los arañazos y luego se mete en su lado de la cama con un guión que ha recibido de parte de la CAA: otra miniserie ambientada en una isla tropical. La palabra «miniserie» no es tabú, pero a ella la idea de hacerla la horroriza lo mismo. Considero la posibilidad de decirle algo así como «Por cierto, en el periódico de mañana igual ves algo que no acaba de gustarte». En la MTV, imágenes de una casa casi sin amueblar en forma de traveling ininterrumpido de Steadycam.
Me apresuro a colocarme a su lado.
–Parece que ya tenemos el local nuevo –digo–. Mañana he quedado con Waverly.
ChIoe no contesta.
–Según Burl, podría estar abierto dentro de tres meses. –La miro–. Te veo preocupada.
–No sé si haces bien.
–¿Haciendo qué? ¿Abriendo mi propio local?
–Más de una relación podría resentirse.
–La nuestra no, espero –digo, y le tomo la mano.
ChIoe no aparta la vista del guión.
–Oye, pero ¿qué pasa?–Me incorporo–. Mira, a estas alturas de mi vida, lo único que quiero, aparte de un papel en la secuela de Línea mortal, es mi propio local, algo que sea mío y solamente mío.
Chloe suspira, pasa una página que aún no ha leído y acaba por dejar a un lado el guión.
–Victor...
–No, no lo di gas. ¿Tan descabellada te parece la idea? ¿Te parece que es mucho pedir? ¿Te parece una tontería que quiera hacer algo con mi vida?
–Victor...
–Cariño, toda la vida he...
–... ¿me has engañado alguna vez? –me espeta sin previo aviso.
–Cariño... –reacciono después de un silencio ni corto ni largo. Luego me acerco a ella y le acaricio los dedos sin separárselos del logo de la CAA–. ¿A qué viene eso? –disimulo antes de preguntar lo que ya sé–. ¿Me has engañado tú a mí?
–Sólo quiero saber si me has sido siempre fiel. –Baja la vista al guión y luego la vuelve hacia la pantalla del televisor, donde desde hace varios minutos no se ve otra cosa que una bonita bruma de color rosa–. Para mí la fidelidad es muy importante.
–Siempre, cariño. Siempre. ¿Cómo iba a caer tan bajo?
–Victor –susurra–, haz el amor conmigo.
La beso en los labios con ternura. Ella me corresponde con tanta pasión que tengo que apartarme.
–Cariño –susurro–, estoy hecho polvo.
En la MTV están poniendo el vídeo nuevo de Soul Asylum y levanto la cabeza para verlo. Quiero que ChIoe también lo vea, pero ya se ha dado la vuelta. Tiene en la mesilla una foto bastante buena que me hizo Herb Ritts. La única que le he dejado enmarcar.
–¿Sabes si Herb piensa venir mañana? –le pregunto en voz baja.
–No creo –responde con un nudo en la garganta.
–¿.Sabes dónde está? –pregunto a su pelo, a su nuca.
–Tal vez no importe.
Los afrodisíacos de Chloe: un CD de Sinead O'Connor, velas de cera de abeja, mi colonia, una mentira. Más allá del perfume del coco, su cabello huele a enebro, a sauce incluso. Está a mi lado, dormida, soñando con fotógrafos que disparan fotómetros a escasos centímetros de su cara, con una playa por la que tiene que correr en pleno invierno fingiendo que es verano, con una palmera llena de arañas bajo la que tiene que sentarse en Borneo, con un avión del que baja tras una noche entera de vuelo, con otra alfombra roja por la que deslizarse, con paparazzi que esperan. Miramax no para de llamar. Un sueño dentro de otro. Las maratones de seiscientas entrevistas se confunden con pesadillas donde aparecen playas de arena blanca del Pacífico Sur, atardeceres mediterráneos, los Alpes franceses, Milán, París, Tokio, olas heladas, periódicos extranjeros de color salmón, montañas de revistas con su rostro inmaculado en la portada. No puedo dormir. Hay una frase del artículo sobre Chloe que publicó Kevin Nessums en el Vanity Fair que no me puedo quitar de la cabeza: «Nunca la hemos visto en persona y, sin embargo, hay algo en su cara que nos resulta extrañamente familiar, como si la conociéramos de toda la vida».
Ya en mi apartamento, la reportera del Details chupa una piruleta narcótica con sabor a frambuesa mientras me observa indolente con la espalda apoyada en una columna. Hay cantidad de gente pululando por toda la casa, incluida una chica supermusculosa con un pendiente de pinza en la nariz que se dedica a aplicar gels de color kiwi, lavanda y granada a los focos. «Qué tal, Victor», dice el cámara con acento jamaicano. Su coleta debe de ser postiza porque esta tarde, cuando lo he visto en Bond Street, no la llevaba. Al parecer, tiene sangre chippewa El director del espacio, Mutt, está consultando con un VJ de MTV News. De vez en cuando me sonríe y se frota las cicatrices que tiene en el brazo desde que le ocurrió un percance con la Harley.
–Perdona que os haya hecho esperar –le digo–. Me he perdido
–¿Volviendo a tu propio barrio? –pregunta él.
–El centro lo ha ido absorbiendo poco a poco –explico, imitando el acento del cámara–, y claro, eso complica bastante las cosas.
Mutt me dedica otra media sonrisa. Hace un frío polar y yo estoy tendido sobre una montaña de almohadones de satén blanco que el equipo ha traído consigo. Un japonés filma el rodaje de la entrevista de la MTV mientras otro japonés realiza un reportaje fotográfico protagonizado por los miembros del equipo de vídeo. Sugiero posibles acompañamientos musicales para la versión definitiva de la entrevista Supergrass, Menswear, Offspring, Phish, Liz Phair (Supernova), tal vez Pearl Jam o Rage Against the Machine, o incluso puede que Imperial Teen. Estoy tan embobado que no me doy cuenta de que Mutt se halla frente a mí hasta que chasquea los dedos dos veces en mis mismísimas narices. Mientras junto los labios y le guiño un ojo me pregunto qué opinión les merecerá a los demás mi palmito.
–Se me ha ocurrido que durante la entrevista podría fumarme un buen Cohiba –anuncio.
–¿Y no se te ha ocurrido también que parecerás un gilipollas integral?
–Oye, tú, ten en cuenta con quién estás hablando.
–Normas de la MTV– no se fuma. A los anunciantes no les gusta –En cambio, les parece bien que contagiéis el odio de Trent Reznor a millones de Jóvenes desprevenidos. Muy mal. Fatal.
–Empecemos de una vez. Tengo ganas de irme.
–Esta tarde me han estado persiguiendo por el SoHo.
–Menos lobos, Victor. No eres tan famoso.
Llamo a Jotadé por el móvil.
–Jotadé, averigua quién me ha estado persiguiendo por el SoHo. –Y enseguida desconecto. Estoy en mi elemento. De ahí la sonrisa permanente y el grito a la chica musculosa con el pendiente de pinza en la nariz–: ¡Buen trasero, monada! Sólo le falta silbar.
–Me llamo David –replica–. No Monada.
–Caray, qué look andrógino tan logrado... –comento con un estremecimiento.
–¿Quién es este payaso? –pregunta.
–Uno de tantos –contesta Mutt–. Un don nadie, una promesa, una estrella, una vieja gloria. No necesariamente en ese orden.
–Mantén la onda –digo sin entusiasmo a nadie en particular. En éstas la maquilladora se pone a retocarme las patillas–. Vale ya –le espeto–. ¿Podría alguien traerme un Snapple? –pido luego en un tono menos agresivo. Y en ese preciso instante me doy cuenta de que falta algo fundamental: Cindy.
–Eh, eh; un momento... ¿Y Cindy?
–Cindy no hace la entrevista –dice Mutt–. Sólo la presenta con su tan imitado por más que inimitable estilo.
–Pues, para lo que sepas, me parece una putada considerable –Protesto.
–¿Ah, sí?
–Si me hubieras dicho que Cindy no venía, no habría aceptado.
–Lo dudo.
–A todo esto, ¿se puede saber dónde coño está?
–En Beirut, inaugurando otro Planet Hollywood.
–Nunca me había sentido tan humillado.
–Te jodes.
–No... no tengo palabras –digo con los ojos llenos de lágrimas–. La verdad, Mutt, no me esperaba eso de ti.
–Ajá. –Mutt cierra los ojos, se acerca un visor a la oreja y dice–: Vale.
–Un momento, un... –Miro al VJ, que en este momento está hablando por el móvil frente a un Nan Goldin de gran formato que me regaló ChIoe por Navidad–. ¿No irá a entrevistarme ese maricón? –Pregunto horrorizado–. Maricón y pederasta, por si fuera poco.
–Victor, ¿en qué mundo vives? ¿En una especie de película para todos los públicos? No quiero que me entreviste un tío que tiene fama de pederasta.
–Dime una cosa: ¿te has acostado alguna vez con un tío? Considerar brevemente el estilo «el mundo está lleno de homosexuales» que se ha impuesto últimamente en la MTV, sonrío, medio asiento y digo:
–Puede. En cualquier caso –añado rápidamente–, ahora observo estrictamente el código heterosexual. –Cuento hasta diez–. Más que eso, devotamente.
–Avisaré a los medios de comunicación.
–Los medios eres tú, Mutt –me lamento–. Tú y ese pederasta de VJ.
–¿Y con una adolescente? ¿Te has acostado alguna vez con una adolescente? –me pregunta sin entusiasmo.
–¿Chica? –Pausa–. Puede.
–¿Entonces?
Frunzo el ceño para ayudarme a desentrañar el sentido de la pregunta.
–¿Entonces qué? –replico enojado al cabo de varios segundos–. ¿Estás insinuando algo? Porque, si es así, me parece que los demás no lo hemos captado.
En éstas se acerca el VJ, todo sonrisas y Versace.
–Sale con Chloe Byrnes –le dice Mutt–. No hay mucho más que contar.
–De puta madre –replica el VJ–. ¿Podemos sacar el tema?
–Por la cuenta que te trae –me adelanto a Mutt–. Y ni una palabra sobre mi padre.
–No tienes pelos en la lengua –constata el VJ–. Me gusta.
–Y a mí lo que me gustaría es que empezáramos de una vez.
MTV: ¿ Qué se siente al ser el chico de moda del momento?
YO: La fama tiene un precio, pero el mundo real y yo seguimos siendo buenos amigos.
MTV: ¿Qué imagen crees que tienen los demás de ti?
YO: I'm a bad boy. I'm a legend. Pero, en el fondo, la vida es una macrofiesta sin salas vip.
MTV (pausa, desconcierto): ¿No tiene tu nuevo local tres salas vip?
YO: Esto... corta. Corta. ¡Que cortes!
El equipo forma una melé y atiende a mis instrucciones. Una vez aclarado que quiero hablar de mi relación personal con Robert Downey Jr., Jennifer Aniston, Matt Dillon, Madonna, Latouse LaTrek y Dodi Fayed, todo el mundo sonríe satisfecho. Siguen unas cuantas preguntas de volea y se me presenta una oportunidad de ser maleducado que, para estar a la moda, no puedo dejar escapar:
MTV: ¿Qué tal fue la experiencia de participar como actor invitado en Sensación de vivir?
YO: El típico cliché. Luke Perry parece un Nosferatu en miniatura, y Jason Priestley es como... no, sin el «como»: es una oruga.
MTV: ¿Te consideras un símbolo de una nueva generación de americanos?
YO: Bueno, digamos que represento a una parte bastante importante de la porción de pastel que corresponde a la nueva generación. Sí, puede que incluso sea un símbolo. –Pausa–. Pero desde luego, no una enseña. –Pausa más larga–. Al menos, de momento. –Otra pausa larga–. ¿Ya he dicho que soy capricornio? Y también estoy a favor de recuperar los incentivos necesarios para que esta generación se sienta más implicada en el tema de la ecología.
MTV: Eso es muy loable.
YO: No, lo tuyo sí que mola.
MTV: Cuando piensas en tu generación... ¿cómo te la imaginas?
YO: ¿En plan pesimista? Me imagino a doscientos tíos pasando de todo y bailando al ritmo de los C+C Music Factory vestidos como figurantes de El cuervo.
MTV: ¿Y qué te parece?
Yo (sinceramente emocionado por el interés): Me estresa.
MTV: Oye, ¿y no crees que los ochenta ya están muy pasados? ¿No te parece que abrir un local como el que estás a punto de inaugurar es una vuelta a una época que la mayoría prefiere olvidar? ¿No temes que la opulencia provoque rechazo entre los jóvenes?
YO: Estamos hablando de un proyecto muy personal. –Pausa–. Por más comercial que pueda parecer.. visto desde fuera. En el fondo... –De repente veo la salida perfecta–: Bueno, lo que he querido hacer es devolver algo a la comunidad. –Pausa–. Ser solidario. –Pausa–. ¿No?
MTV: ¿Qué opinas de la moda?
YO: No negaré que tenga algo que ver con la inseguridad, pero también me parece una buena manera de liberar la tensión.
MTV (pausa): No me digas.
YO: La moda me obsesiona. La sigo, la persigo... Siete días a la semana, veintiocho horas al día. ¿Ya he dicho que soy capricornio? Para mí, ser el mejor en una sola cosa es contraproducente.
MTV (pausa larga, ligero desconcierto): ChIoe Byrnes y tú lleváis juntos.., ¿cuánto tiempo?
YO: Con ChIoe el tiempo no cuenta. ChIoe desafía el tiempo.
Espero que tenga una larga carrera como modelo y como actriz. Es una chica fantástica. Además de mi mejor amiga.
(Risitas de la reportera del Details.)
MTV: Se dice que...
YO: Conservar una relación no es nada fácil cuando se tiene un trabajo como el mío.
MTV: ¿Dónde os conocisteis?
YO: En una cena. Antes de una ceremonia de entrega de los Grammy.
MTV: ¿Y qué fue lo primero que le dijiste?
YO: Lo primero: «¿Qué tal, monada?», y luego que era –y sigo siendo– aspirante al título de modelo del año.
MTV (después de una pausa relativamente larga): Ya veo que esa noche estabas de lo más profundo...
YO: Tener éxito es quererse a uno mismo, y quien no esté de acuerdo que se joda.
MTV: ¿Cuántos años tienes?
YO: Veintipico.
MTV: No, en serio. ¿Cuántos?
YO: Veinte... y pico.
MTV: ¿Qué cosas molestan a Victor Ward?
YO: Que David Byrne le haya puesto a su nuevo álbum el nombre de un «té de Sri Lanka que se distribuye en Gran Bretaña». Lo oí no sé dónde y te juro que me puso a cien.
MTV (después de una carcajada de compromiso): No, me refiero a cosas que te molestan de verdad. Cosas que te enfurecen.
YO (pausa larga, reflexión): Hombre, últimamente, los DJ que desaparecen sin previo aviso, los camareros maleducados, algún que otro modelo cotilla, las cosas que se dicen por ahí acerca de los famosos...
MTV: Bueno, yo pensaba más bien en cosas como la guerra de Bosnia, la epidemia del sida o el terrorismo dentro de nuestras fronteras. ¿Qué opinas de la situación política actual?
Yo (pausa larga, hilo de voz): ¿Patines con poca estabilidad? Dot com?
MTV: ¿Algo más?
Yo (aliviado por una ocurrencia repentina): A mulatto, an albino, a mosquito, my libido.
MTV (pausa larga): ¿Has entendido la pregunta?
YO: ¿.Qué quieres decir?
MTV: ¿No te interesa lo que pasa en...?
Yo (cabreado): A lo mejor eres tú el que no ha entendido la respuesta.
MTV: Ya. Bueno, déjalo.
YO: Siguiente pregunta.
MTV: Vale.
Yo: Dispara.
MTV (pausa muy larga muy pero que muy larga): ¿Nunca has tenido ganas de desaparecer del mapa?


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intento de cocinar y comer a una chica
(frag. De American psycho)

Amanecer. Un día de noviembre. Incapaz de dormir, doy vueltas en la cama, todavía con el traje puesto, notando la cabeza como si tuviera una hoguera encendida encima de ella, con un dolor que me obliga a mantener los dos ojos abiertos, y sin la menor esperanza. No hay medicinas, ni drogas, ni alimentos, ni bebidas que puedan aplacar la intensidad de este penetrante dolor: tengo tensos todos los músculos, todos los nervios en carne viva, en llamas. Llevo tomando Sominex más o menos desde la hora en que me fui de Dalmane, pero no me hace efecto y la caja de Sominex pronto está vacía. Hay cosas en un rincón del dormitorio: un par de zapatos de mujer de Edward Susan Bennis Allen, una mano sin el pulgar y el índice, el último número de Vanity Fair salpicado de sangre, un fajín de esmoquin empapado en sangre coagulada, y desde la cocina llega al dormitorio el olor a sangre cociéndose y cuando me levanto de la cama y voy tambaleándome hasta el cuarto de estar, las paredes laten, el hedor a descomposición se impone a todo. Enciendo un puro, esperando que por lo menos el humo disimulará este horrible hedor.
Sus pechos están hechos papilla y parecen azules y desinflados, y los pezones son una mancha parda desconcertante. Rodeados de negra sangre seca, están puestos, y de modo más bien delicado, en una fuente de porcelana que compré en la Pottery Barn, encima de la máquina de discos Wurlitzer en el rincón, aunque no recuerdo haberlos puesto ahí. También le quité toda la piel y la mayoría de los músculos de la cara, de modo que esta parece una calavera con una larga y ondulada melena rubia que le cae de una cabeza que está conectada a un cadáver entero y frío; tiene los ojos abiertos, pero los globos oculares le cuelgan fuera de las órbitas, sujetos por unos pedúnculos. La mayor parte de su pecho resulta indistinguible del cuello, que parece carne picada, mientras que el estómago parece una lasagna de berenjena y queso de cabra de Il Marlibro, o una especie de comida para perros, siendo los colores dominantes el rojo y el blanco y el marrón. Algunos de sus intestinos están aplastados contra una pared y otros forman bolas que están esparcidas por la mesita baja de cristal como serpientes azuladas, gusanos mutantes. Los parches de piel que le quedan en el cuerpo son de color gris azulado del color del papel de estaño. Su vagina ha despedido una especie de sírope parduzco que huele a animal enfermo, como si hubiera digerido la rata a la que he obligado a entrar en ella.
Paso el cuarto de hora siguiente tirando de un intestino azulado, en su mayor parte todavía unido al cuerpo, y metiéndomelo en la boca, atragantándome, y notándolo como húmedo y lleno de una especie de pasta que huele mal. Después de una hora de escarbar, le arranco la médula espinal y decido mandársela por Federal Express, sin limpiar, envuelta en una tela, con remitente falso, a Leona Helmsley. Quiero beber la sangre de esta chica como si fuera champagne y hundo la cabeza en lo que le queda de estómago, pasando la lengua por las costillas rotas. El enorme televisor nuevo está encendido en una de las habitaciones. Primero emite el programa de Patty Winters, que hoy trata de los diarios íntimos; luego un concurso, Rueda de la Fortuna, y los aplausos del público del estudio suenan a estática cada vez que eligen una carta nueva. Me aflojo la corbata que todavía llevo puesta con una mano empapada en sangre, mientras respiro profundamente. Esta es mi realidad. Todo lo del exterior es como una película que ya he visto.
En la cocina trato de hacer filetes con la carne de la chica, pero la tarea se vuelve frustrante y me paso la tarde untando las paredes con ella, masticando los trozos de piel que le arranqué del cuerpo, y luego me siento a descansar viendo una cinta del nuevo programa de la CBS, Murphy Brown. Después de eso, y de un gran vaso de J & B, vuelvo a la cocina. La cabeza que he metido en el microondas está ya completamente negra y sin pelo, y la pongo en una cazuela de estaño al fuego, en un intento de quitarle, hirviendo, la carne que me haya olvidado de arrancar. Meto el resto del cuerpo en una bolsa de basura –mis músculos, activados por Ben–Gay, manejan con facilidad el peso muerto– y decido utilizar lo que queda de ella para hacer algún tipo de embutido.
En el stereo suena un CD de Richard Marx, hay una bolsa de Zabar´s llena de bagels de cebolla y especias en la mesa de la cocina mientras pico hueso y grasa y carne para freírlos, y aunque a veces, y de modo esporádico, me doy cuenta de lo inaceptable de algunas de las cosas que hago, enseguida me recuerdo a mí mismo, que esta cosa, esta chica, esta carne, no es nada, es mierda, y junto a un Xanax (que ahora tomo cada media hora) esta idea me calma momentáneamente y pronto tarareo la canción de un programa que veía de niño con frecuencia –¿Los Jetsons? ¿Los Banana Split? ¿Scooby Doo? ¿Sigmundo y los monstruos marinos?–. Recuerdo la canción, la melodía, incluso la clave en la que la interpretaban, pero no el programa. ¿Era Lidsville? ¿Era H. R. Pufnstuf? Estas preguntas viene puntuadas por otras preguntas tan distintas como «¿Tendré suficiente tiempo?» y «¿Tendría esta chica un corazón generoso?». El olor a carne y sangre llena el apartamento hasta que dej


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el año de ser odiado
(frag. de Lunar Park)

¿Qué queda por decir acerca de American Psycho que todavía no se haya dicho? Y es que ni siquiera tengo ganas de explayarme aquí en gran detalle acerca de todo el asunto. Para todos aquellos que por entonces no estaban en la habitación, va el resumen para el examen: yo escribí una novela sobre un joven, adinerado y alienado yuppie de Wall Street llamado Patrick Bateman que, además, era un asesino serial rebosante de la inconmensurable apatía característica del apogeo de los años de Reagan, durante los 80. La novela era pornográfica y extremadamente violenta; tanto que mis editores en Simon & Schuster rechazaron el libro amparándose en criterios de buen gusto y prefiriendo sacrificar un adelanto en la parte media de las seis cifras. Sonny Metha, jefe de Knopf, se hizo con los derechos y ya antes de la publicación la novela había provocado una enorme polémica y escándalo. Yo no dije demasiado porque no tenía ningún sentido hacerlo: mi voz hubiera sido ahogada entre tanto gemido indignado. American Psycho fue acusada de estrenar para los norteamericanos el concepto de que los asesinos seriales podían ser chics. Una crítica apareció en The New York Times, tres meses antes de que la novela llegara a las librerías, bajo el título de NO COMPRE ESTE LIBRO. Norman Mailer le dedicó un ensayo de 10.000 palabras en Vanity Fair («La primera novela en años que se atreve con profundas y oscuras cuestiones dostoievskianas. ¡Cuánto desearía uno que este escritor no tuviese talento!»). Fue motivo de burlones editoriales, hubo debates en la CNN, la Organización Nacional de Mujeres llamó a un boicot y recibí las amenazas de muerte de rigor (una gira promocional fue cancelada debido a ellas). Tanto el PEN como la Author Guild se negaron a salir en mi defensa. Fui condenado aunque el libro vendió millones de copias y elevó el coeficiente de mi fama y de mi nombre a alturas que sólo conocen las estrellas de cine y los atletas. Fui tomado en serio. Fui considerado un chiste. Fui avant–garde. Fui un tradicionalista. Fui subestimado. Fui sobrevalorado. Fui inocente. Fui parcialmente culpable. Fui el orquestador de la controversia. Fui incapaz de orquestar cualquier cosa. Fui considerado el más misógino escritor norteamericano en actividad. Fui una víctima de la cada vez más poderosa cultura de lo políticamente correcto. Los debates se sucedieron uno detrás de otro y ni siquiera la Guerra del Golfo en la primavera de 1991 distrajo la fascinación y las preocupaciones del público en lo que a la retorcida existencia de Patrick Bateman se refería. Y yo hice más dinero del que podía gastar. Fue el año de ser odiado.
Lo que yo no hice –y no podía hacer– era confesar que la escritura del libro había sido una experiencia extremadamente perturbadora. Que aunque yo hubiese planeado basar al personaje de Patrick Bateman en mi padre, alguien –algo– se hizo cargo del trabajo y provocó que este personaje se convirtiera en mi único punto de referencia durante los tres años que me llevó redactar la novela. Lo que no le dije a nadie es que el libro se escribió, en su mayor parte, durante la noche, cuando el espíritu de este loco me visitaba, en ocasiones arrancándome de un sueño pesado cortesía de pastillas marca Xanax. Cuando para mi horror comprendí lo que este personaje quería que yo le diera, intenté resistirme, pero la novela se esforzó en escribirse casi por sí sola. A veces yo perdía la conciencia por horas para luego descubrir que tenía diez páginas nuevas. Mi convicción –y no estoy del todo seguro acerca de cómo explicarlo– era que el libro quería ser escrito por otro. Se escribió solo y no le importaba lo que yo pensara sobre él. Yo contemplaba atemorizado cómo mi mano se movía a lo ancho de los blocks de páginas amarillas en los que garrapateaba una primera versión. Me daba asco lo que estaba creando y no quería ser responsable: Patrick Bateman reclamaba todo el crédito. Y una vez que el libro fue publicado, fue como si él pareciera aliviado y, a su pesar, satisfecho. Dejó de aparecerse pasada la medianoche para atormentar mis sueños y yo pude, por fin, relajarme y dejar de sufrir la inminencia de sus visitas nocturnas. Pero aun tantos años más tarde no puedo mirar ese libro; mucho menos tocarlo o releerlo: había allí algo, bueno, algo malsano. Mi padre nunca me dijo nada acerca de American Psycho. Aunque –situación más bien extraña– luego de leer la mitad de la novela durante aquella primavera, le envió a mi madre, sin ninguna nota aclaratoria, un ejemplar del semanario Newsweek en cuya cubierta, sobre el angelical rostro de un bebé, se leía: «¿Es su hijo gay?».


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alberto fuguet
(California de Chile, del ´64. Crítico de rock y de cine, guionista y escritor. Alguna vez estuvo entre los 50 líderes latinoamericanos del nuevo milenio.)



oídos frescos
(tomado de: Revista de Libros, suplemento de El Mercurio.)

Vargas Llosa cumple 70 años y todo el mundo se entera. Vargas Llosa perfiló y destiló el modelo del escritor latinoamericano moderno: profesional, político (criticando el poder, sí, pero, a la vez, extremadamente cerca de los poderes fácticos), brillante, cosmopolita y, sobre todo, prolífico. Ya pasó a mito urbano eso de que Vargas Llosa escribe todos los días. Cuando pienso en Vargas Llosa pienso en escribir. Uno no puede sentarse a leer un libro de Vargas Llosa sin sentirse culpable por no ser tan chancón, como dicen los peruanos. Mateo. Disciplinado. Trabajador. Ricardo Piglia es otro tipo de autor; cuando pienso en Piglia, pienso más en un lector que en un autor. Cuando pienso en Piglia, no me lo imagino escribiendo, sino leyendo. Eso es todo.
En un país donde todo el mundo escribe y nadie lee, la idea de un autor que se dedica a leer se asocia, poco menos, con un tipo ocioso. Un escritor debería escribir tres horas diarias mínimo. Ésa es la meta; lo importante es rendir. Escribir todos los días y publicar frecuentemente para «no desaparecer». Leer, al parecer, es para los lectores; leer es pasar el rato; leer es para aquellos a los que les sobra el tiempo. Escribir, escribir, escribir. Es la pregunta que siempre te hacen además. La típica pregunta, entre naif y perversa, la pregunta que parece inocente, pero que viene con puntada y con hilo: ¿Estás escribiendo?
En el mundo más «profesional» la pregunta gira levemente y muta en ¿Vas a publicar pronto? ¿Para la feria?
De un tiempo a esta parte, me he ido dando cuenta de que cada vez leo más. Antes, quizás, no lo necesitaba tanto. O creía no necesitarlo. Pecados, sin duda, de juventud. Leía poco y cuando leía, no me daba cuenta de que leía. No sentía que escribir tuviera tanta relación con leer. Ahora, con varios libros a cuestas, capto que un escritor no es más que un lector que publica. Publica resúmenes de lo que ha leído. Uno no es más que un lector con un laptop, un lector con suerte, un lector algo impúdico que se atreve o, quizás, no entiende exactamente lo que está haciendo, pero lo hace igual. A la pregunta ¿estás escribiendo?, ahora respondo, sí, estoy leyendo esto y esto y esto y tienes que leerlo tú también. ¿Has leído a James Frey, a Abraham Verghese, a Alejandro Zambra?
En la medida que enganche y esté fascinado con un autor, capto que mi propia creatividad empieza a burbujear. Un autor es un lector y un fan y un groupie y un plagiador y un copión. Uno es lo que ha leído y, por cierto, todo lo que no ha leído. Uno se parece a las películas que te gustan y, Dios mediante, poco tiene que ver con aquellas que detesta. Si un autor es, en efecto, un lector, los libros que lee son claves. No cuesta mucho darse cuenta de qué autores están detrás de ciertos autores. Hay autores que planean, como plan de estudio, los autores que van y que tienen que leer. Y otros que confían más en la suerte. Ciertos libros y autores caen en tus manos y, sin querer, por serendipity, te van afectando y alterando tu plan y tu agenda.
Hace unos meses leí la crítica que escribió Jay McInerney, un autor que estuvo de «moda» a comienzos de los 80, de una novela de un autor joven, de un debutante, que, según todos, estaba a punto de convertirse en un «autor de moda». El libro se llama Indecisión y el autor, Benjamin Kunkel. Antes de entrar al libro en sí, McInerney reflexionaba si valía la pena leer libros de debutantes. ¿Valía la pena leer alguien nuevo si uno no ha leído a todos los otros? ¿No era mejor, por último, releer a Henry James o Jane Austen que apostar por alguien nuevo? ¿No era arriesgado o incluso snob leer a alguien que estuviera de moda o apostar por el estante de novedades en vez de irse directo a los clásicos?
La respuesta de McInerney a su propia interrogante es certera y, me parece, correcta: «Aún creo que hay un cierto tipo de noticia cultural que sólo puede ser entregada por aquellos que recién están ingresando a la vida o que no están atrapados en el canon existente. Hay ciertas frecuencias que sólo son captadas por oídos frescos».
Cierto. Totalmente de acuerdo. Pero la decisión no es fácil. Leyendo a Haruki Murakami, autor no del todo nuevo, pero muy nuevo en español y absolutamente de moda, me topo con una frase que, creo, el propio autor escribió como manera de distanciarse de su propia fama como autor ultra-de-moda, ultra-vendido, ultra-contemporáneo.
Veamos:

Cuanto más conocía a Nagasawa, más extraño me parecía. A lo largo de mi vida, me había cruzado, había encontrado o conocido a muchas personas extrañas, pero jamás a nadie que lo fuera tanto. Leía muchísimo más que yo, pero tenía por principio no adentrarse en una obra hasta que hubieran transcurrido treinta años de la muerte del autor. «Sólo me fío de estos libros», decía.
—No es que no crea en la literatura contemporánea, pero no quiero perder un tiempo precioso leyendo libros que no hayan sido bautizados por el paso del tiempo. ¿Sabes?, la vida es corta.
—¿Y qué escritores te gustan? —le pregunté.
—Balzac, Dante, Joseph Conrad, Dickens —me respondió al instante.
—No son muy actuales que digamos.
—Si leyera lo mismo que los demás, acabaría pensando como ellos. ¡El mundo está lleno de mediocres! A la gente que vale la pena le daría vergüenza hacer lo que hacen ésos. ¿No te das dado cuenta, Watanabe? Los únicos medianamente decentes de toda la residencia somos tú y yo. El resto son basura.

¿Murakami, entonces, es desechable?
Dudo que lo crea. Yo, desde luego, creo que no lo es. Y no lo es porque es capaz de emocionar y tocar fibras, saltándose el filtro del tiempo. Murakami, como Eugenides, como tantos y tantos autores vivos que actualmente están creando y escuchando al mundo con oídos frescos, no necesitan estar muertos para estar vivos.
Yo mismo tuve dudas si leer a Murakami por un cierto prejuicio anti-moda. Pero la franja roja con Rodrigo Fresán advirtiendo que el nipón provocaba adicción terminó por convencerme. Caí en el juego y no me arrepiento. Murakami, de inmediato, pasó a estar entre mis favoritos. Murakami está de moda, sí. Todos lo están leyendo. Pero, ¿y qué? ¿Qué tiene? ¿Debo sentirme culpable? A veces pienso: si no estuviera de moda, si no estuviera apoyado por cierta maquinaria publicitaria-crítica, quizás no hubiera llegado a él. A veces es necesario leer lo que los otros están leyendo. Entre otras cosas porque esa misma lectura deja de ser solitaria y se vuelve colectiva y, en ciertos casos, incluso llega a ser cósmica.






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derederek
Mi nombre es Derek, pero eso no cuenta para mucho, porque así fue como me llamó mi madre, mientras oía el Yellow submarine de los Beatles (Apple/Parlophone PCS 7070) en enero del ´69, y quiero decir que me pidieron que escribiera unas palabras sobre Yordanka Almaguer.
Derek solía ser el agente de prensa de Yordanka y después la abandonó y después volvió a ser su agente de prensa, así que cuando le pidieron que escribiera estas palabras, él decidió que no sólo no tenía nada nuevo que decir acerca de ella, a quien adora mucho para aplicar ningún razonamiento crítico (también le paga demasiado como para sentirse completamente libre de decir lo que quisiera), pero como quiere que los compradores de La canción perdida de Janis Joplin y Tener sexo con Kalinin Borges, también compren y disfruten el nuevo LP de Yordanka (aún inédito), transcribe aquí, inexpurgada, insolicitada, una crítica del London Observer hecha por___________, periodista y cineasta.

La crítica empieza así: If there´s still any doubt… y continúa. Pero el traductor se toma sus atribuciones.

Pensarán que soy flaca, espejuelos, y estoy sentada con un cigarro en la mano, frente a una máquina de escribir bien vieja, de esas que escriben cono porque la ñ no tiene el gusanito arriba.
Lamento decirles cuatro cosas.
Soy gorda.
Escribo acostada en un colchón gris lleno de manchas, sin sábanas, por supuesto.
La máquina es robotron-robada.
Imagíname gorda-encuera-completa encima del colchón lleno de cucuruchos sin maní. Escribiendo con una pierna aquí, un muslo enorme por allá...
Y hojas amarillentas en las que no se puede ni borrar.
Espacio para que me imagine.

Hace poco, RFI escribía un cuento llamado piso13. En él se autoproclamaba falso escritor: su obra era la creación de una tal Julie Reyes. Julie también era la creadora de la obra de JE, orlando luis pard, y michel encinosa. A pesar de que el autor (¿RFI? ¿jULIE Reyes?) no lo especifica, puede que hubieran más escritores agrupados bajo la égida del piso13: la falsa escritura. Dígase Ahmel Echevarría, dígase Jorge Alberto Aguiar. Modernos Milli Vanilli en busca del Grammy perdido.
Se dice por ahí que ocurre lo mismo con Yordanka Almaguer, pero al revés. Un tandém de escritores/as escribiendo bajo seudónimo Almaguer (o Almager, como sale erratado en la carátula de su primer libro-cuaderno). No se ha dado antes el caso, creo yo. Kalinin Borges nunca existió en Habana del Este.
Ni Pavel, ni Pedro, Ni pablo.
Yordanka Almaguer; todo un piso13 en sí misma. La escritura vuelta al revés, puesta a secar sobre un espejo.
Contra la pared.
Puestos a decir cosas, también podemos decir: HabanA DEL Este tampoco existe.
(Almager: cuasi acróstico de Alamar: barrio edificado en bloques brutos de forma y contenido. Cuasi acróstico; sobran la g y la e. ge o eg, ¿what does it mean?)
Habana del Este: sector de convivencia de Juan Carlos Flores, Adriana Zamora, Alberto Garrandés, Livio Conesa, Edwin Reyes, Luis Eligio Pérez, Yordanka Almaguer.
e.g.: por ejemplo…

Los UUUH, los AAAH de una cabeza decapitada.
UUUH: Mandar un cuento a españa, para que los funcionarios de la Aduana de La República de Cuba te lo viren para atrás, subitamente convertidos en posmodernos críticos literarios (esto es bueno, but this is bad, very bad...)
AAAH: golfo de guanacabibes, (escríbase como se escriba), para ser devorado por los mosquitos, y reescribir los mandamientos, no en piedra, sino en papel (humedecido por los dreams of the blue turtles...).
Pura Teología.

Una vez la vi leer en uno de eso Espacios Polaroid en el Pabellón Cuba.
Un cuento sobre la escasez de agua en una ciudad fantasma.
Supongo que no era esta ciudad; ya sabes: la maldita circunstancia del agua por todos lados nos persigue.

El ruido es simpático, ella está en otro de los espacios.
Mi nombre es Derek, sin Taylor y sin Dominoes,y realmente no sé qué escribir sobre Yordanka.
Quizás no deba escribir nada.
No continuar.
Y ya.

Bueno, a lo que iba, la crítica del London Observer comienza así:
If there´s still any doubt…







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yordanka almaguer
(la habana, del ´75)



no cometerás adulterio
Pero a causa de las fornicaciones, cada uno tenga su propia mujer, y cada una tenga su propio marido.
Corintios 7-2,3

Las palomas sacuden sus alas y se van a manchar el cielo con sus colores ocres. Iván y yo hemos subido a la azotea para molestar a las palomas con nuestros olores ocres. No es nuestra intención, digo en voz baja mirando a las alturas, las palomas. Ninguno de los dos podíamos estar más dentro del apartamento. Pero, además, esa gente me aconsejó espacio abierto. Siempre es mejor un techo inacabable, me dijeron. Son los mejores alucinógenos que he podido conseguir. El dinero del cobro del mes, el salario mío y el de Iván. Todo junto para poder darlo a cambio de estas pastillitas miserables, pálidas.
Iván se agarra del tubo de una antena para subirse a la caseta de las palomas. La vas a tumbar, le digo, y tú no sabes nada de carpintería.
–Los carpinteros son tipos sin principios…ni fin.
Iván dejó cinco pesos para comprar una línea de ron. A veces dos líneas de ron le hacen más efecto que una mala botella. Ya sé que hubiese querido decir otra cosa. Ya sé que desearía estar dentro de una película para abrir los brazos, como si fuese a volar por encima de la Habana, como si fuese a volar o gritar algo terrible. Pero ni él ni yo estamos dentro de una película. Ni siquiera sé si podamos controlar las imágenes a nuestro antojo. Él nunca quiere creer que puedo controlar las imágenes de mis sueños, dice que es imposible, que esos no son sueños. Por eso no sé si a él le haga bien meterse dentro de estas pastillas, creo que los dos alucinamos sin tomarlas. Creo que todo lo anterior fue pura alucinación. Que recién esta semana hemos vuelto a la realidad, justo cuando el Camello nos trajo de vuelta por toda la Avenida de Boyeros.
–Hasta ese momento duró el efecto –le digo ayudándolo a bajar de la caseta, como si hubiese estado escuchando mis pensamientos.
Él aparenta no haber escuchado mi voz, extiende la mano para que acabe de deshacerme del ensueño comprimido.
–No sé si podamos controlarlas…
Su mano exige silencio, obediencia. Si las tomamos ahora es probable que veas a Carmina pintando las paredes del cuarto de un azul claro y luminiscente; con un par de botas rojas, de esas que vendían antes para los días de lluvia.
A lo mejor la encuentro yo en la cocina, bañándose en el fregadero con un cigarro en la boca y la espuma verde cubriéndole el pecho, los platos flotando a su alrededor y una luz azul luminiscente escapándose hacia el exterior, desde el tragante.
Pero esas imágenes son para los muertos. Los muertos son los que aparecen en secuencias llenas de flores y aromas de felicidad. No importa, estamos aquí para verla de cualquier modo, con botas o sin ellas, con libros en la cabeza para hacer equilibrio, a través del agua estancada en una poceta. Verla otra vez, es lo único importante y en eso te llevo ventaja, porque casi todas las noches sueño con ella, aunque se vista de otra o de animal triste, con la mirada más dentro de sí que fuera, más en algún hoyo oculto en su estómago que en el horizonte.
–¿Cuánto demora en hacer efecto?
–¿Qué crees? También es mi primera vez, tú lo sabes.
Iván se encoge de hombros. Desde que despertamos a la realidad muestra el peor de los humores, ni siquiera cuando tuvo que aceptarme mostró tanta ansiedad. Quizá yo también lo trato de igual modo y no me percato. Le tomo la mano, no tengas miedo, nos irá bien.
–¿Quién dijo que tengo miedo? Esto es un maldito tren, es eso, un maldito tren y lo que tú y yo necesitamos es un avión. Un avión, no me jodas con que nos irá bien.
Sonrío. Esto no va a funcionar. Podríamos echarnos a pelear ahora mismo. Gritar las ofensas más increíbles y Carmina no estará aquí para separarnos, para desnudarse como único modo de encontrar la paz. Como único modo de ofrecer la paz. No me parece que Iván me quiera tanto como a ella. Tampoco me parece que yo lo quiera como la quiero a ella, pero es lo único que me queda. Iván, quiero pedirte que no me dejes.
–¿Por qué no se lo pediste a ella?
Está comprobado. Carmina se llevó la paz escondida bajo sus ropas, aferrada a cada parte de su cuerpo, sus senos, su vientre, sus manos. Pero yo no tenía derecho a pedirle que se quedara.
–Quizás regrese –le grito mientras corro, mientras vuelo por encima de los obstáculos de la azotea, cajas de regalo que los padres palomos han dejado a sus hijos como recuerdo, pasteles de col chamuscados por el sol, biombos de papel machié para que Iván se desnude tras ellos. Sorteo todos los obstáculos y vuelvo a gritar: quizás regrese, Carmina va a regresar, al final no le va a gustar nada aquel país, no le va a gustar nada estar lejos de nosotros.
–¿Y si lo comprende demasiado tarde? ¿Y si ya se le acabó el tiempo para regresar, si ya la declararon traidora el mismo día en que comprende que al final no hay vida, solo supervivencia?
Iván habla tan bajito que me sorprendo de haber escuchado. Estoy junto a él, no me he movido. Sonrío. Esto comienza a hacer efecto. ¿Y si pudiera controlar las imágenes? ¿Y si la traigo a ella?
Iván me golpea con el codo. Enseña sus dientes y dice que será él quien traiga a Carmina. ¿No la ves? Es el puntito negro en ese paracaídas multicolor, tenemos que soplar de este lado de la azotea para que caiga junto a nosotros. Tenemos que tener cuidado, coño, no sea que soplemos muy fuerte y se nos vaya Carmina. Va a ser tu culpa si se nos vuelve a ir. Sopla más suave… no, no, ahora más fuerte.
–¿Estás loco, Iván? ¿De qué paracaídas estás hablando?
Él me mira como si hubiese estado esperando que lo devolviera a la realidad. No seas bruto, eso no es un paracaídas, ¿no ves cómo aletea?
–Sí, sí, aletea, ¿será ella?
–¡Claro que es ella! …! Carmina!
–¿Seguro que es ella?
Me rasco la nariz, quizá no sea ella. Podría ser uno de esos pájaros bobos que a veces pierden la ruta, extravían las aguas de la Bahía y sobrevuelan los edificios buscando peces.
–No seas comemierda, en Cuba no hay albatros.
–Entonces esa es Carmina.
–¡Carmina, aquí, aquí!
El cielo se ha oscurecido. Esto es un desastre. Nadie nos dijo qué hacer con el agua. Las aves no deben mojarse. El agua las mata.
–¿Y los gorriones?
–¿Qué?
–Los gorriones se bañan en los charcos, no se mueren.
–Sí, es verdad, pero Carmina no es un gorrión.
–Tampoco es un ave.
–¿Y por qué vuela?
–Sopla, sopla, ayúdala a bajar más pronto.
Inflo mis cachetes, rebusco en mi estómago todo el aire que me corresponde para este año y lo echo al exterior, en dirección a Carmina, para ayudarla a bajar. Iván me da otro codazo, no tan fuerte idiota, la vas a matar. Está lloviendo. No hay remedio. Carmina aletea sobre el edificio sin decidirse a bajar. La entiendo, el primer aterrizaje es el más difícil, quizá tenga miedo a estrellarse contra nuestras cabezas. Está lloviendo más fuerte. Lluvia azul que tiñe mis manos y salpica la camisa de Iván. Él me mira azorado. Es Carmina, se destiñe, se consume bajo la lluvia. Trato de encontrarla en el cielo, ya no está. Busco a Iván para que encuentre otra solución. Él está a mis espaldas, en cuclillas, con la cabeza entre las piernas para tener los ojos más cerca del suelo.
–¿Qué haces?
–Carmina.
Me pide que haga silencio. Apoyo mis rodillas en el cemento húmedo. Es verdad. Entre nosotros dos está Carmina, azul, voluble, silenciosa. Iván mete un dedo dentro de ella y le encuentra otro color. Carmina es medio amarilla, quizá naranja. También quiero tocarla, mojar mi dedo en ella, probar el color que me regalaría.
–Dejó de llover.
No escucho la voz de Iván porque me enternece tener una parte de mí dentro de Carmina. No escucho ni entiendo su desesperación.
Los pájaros, allá abajo, en sus nidos sobre los árboles, se calientan al sol; gritan de alegría por lo efímero del aguacero.
–Déjala ya.
No entiendo.
–Déjala.
No entiendo.
–Levántate.
No quiero.
Iván hace que me incorpore. Mi dedo sangra. Ahora puedo verlo. Miro al suelo en busca de Carmina. Solo hay dos gotas de sangre, mi sangre, en el lugar donde estuvo ella. Quiero llorar. No me dijeron nada sobre los deseos de llorar. No me dijeron qué hacer si alucino que estoy triste porque volví a perder a Carmina, dejó de volar, se evaporó, y ni Iván ni yo tenemos dinero para ir tras ella, a donde quiera que se la haya llevado el viento o el sol.










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jim morrison
(florida, 1943 – parís, 1971. Experto en drogas, también conocido como The Lizard King. Publicó tres libros de poemas: The Lords, The new creatures, y An american prayer. Por alguna razón, mucha gente sigue visitando su tumba.)


huracán y eclipse
Deseo que una tormenta / llegue y se lleve esta mierda / lejos. O una bomba para / quemar el Pueblo y erosionar / el mar. Deseo que la limpia / muerte me llegue.


una orgía de amigos
Estoy harto de dudas / vivir en la luz de la certeza / sur / crueles ataduras / los sirvientes tienen el poder / hombres perros y sus mezquinas mujeres / tirando pobres mantas sobre / nuestros navegantes

¿Y dónde estabas en nuestra hora recostada? / ¿ordeñando tus bigotes / o moliendo una flor?

estoy harto de estas caras austeras / mirándome desde la torre / de TV., quiero rosas en / mi enrejado jardín / bebés reales, rubíes / reemplazan ahora abortados / extranjeros en el fango / estos mutantes, comida de sangre / para la planta que es labrada

están esperando para llevarnos dentro / del jardín roto.

¿sabes que pálida y lascivamente aterradora / llega la muerte a una hora desconocida / sin ser anunciada, / como una invitada demasiado amigable / que te llevas a la cama? / La muerte hace ángeles de todos nosotros / y nos da alas / donde teníamos hombros / suaves como garras de / cuervo.

No más dinero, no más caprichosos vestidos / este otro reino parece desde lejos el mejor / hasta su otra mandíbula revela incesto / y obediencia perdida a una ley vegetal. / No iré / prefiero una Orgía con Amigos / a una Familia Gigante.


¿podemos resolver el pasado?
Hey hombre, ¿quieren chicas, / píldoras, hierba? Vamos / te enseñaré a pasarla bien. / este lugar tiene todo / vamos... te mostraré.

Ritmo de Burlesque. / La música era nuevo negro cromo / pulido y llegó tras el verano / como noche líquida- los dejé / tomaban pastillas para permanecer despiertos y tocar / durante 7 días.

El hijo del General tenía una hermana. / fueron a verlo. / Fueron al estudio y alguien / lo conocía. Alguien conocía / al showman de T.V.

Vino a nuestra fiesta en casa / y pinchó discos / y cuando se fue bajo el caliente sol del mediodía / y caminó hacia su coche / vio que los chicos habían escrito / F-U-C-K en su cristal / Lo limpió con un trapo / y se fue tranquilamente sonriendo. / Es rico. Tiene un coche grande.


ángeles y marineros
Ángeles y marineros / chicas ricas / bayas de jardines / tiendas de campaña

Sueños mirándose entre ellos / suaves y exuberantes coches / chicas en garajes, desnudas / salen a conseguir licor y ropas / medio galón de vino y seis paquetes de cerveza / saltado, llevado a cuestas, nacido para sufrir / hecho para desarroparse en la tierra salvaje

Nunca te trataré mal / nunca empezaré ningún tipo de escena / te diré de todos los lugares y las personas con que he estado.

Siempre un profesor de campo de juego, nunca un asesino / siempre una dama de honor al borde de la fama / él chantajeó a dos chicas para entrar en su habitación de hotel / una amiga, la otra, la joven, una nueva, extranjera
vagamente mejicana o puertorriqueña / pobres muslos de chico y nalgas cicatrizadas del cinturón del padre / ella trata de hablar / historias de su novio, de adolescentes drogados, juegos de muerte / chico guapo, muerto en un coche / confusión / sin conexiones / ven aquí / te amo / paz en la tierra / ¿morirías por mí? / cómeme / de esta manera / el fin

Siempre te seré sincero / nunca te ocultaré cosas, nena / sin tan sólo me mostraras La Lejana Arden otra vez.

Me sorprende que se te haya parado / él la azota ligeramente, sarcásticamente, con cinturón / ¿No he tenido lo suficiente? ella pregunta / ahora vestida y yéndose / la chica española empieza a sangrar / dice que es su período
es el cielo católico / tengo un antiguo Indio crucificado alrededor de mi cuello / mi pecho es fuerte y moreno / tirado y manchado entre sábanas miserables con una virgen sangrante / podemos planear un asesinato / o empezar una religión.


el autoestopista
Pensamientos en tiempo y fuera de temporada / el autoestopista / se mantuvo al lado de la carretera / y niveló su dedo gordo / en el calmado calculo de la razón / Hola, ¿qué tal? Recién llego a L.A. / Estuve fuera, en el desierto, por un tiempo / Jinetes bajo la tormenta / Sí. En el medio / Jinetes bajo la tormenta / Correcto... / En este mundo nacemos / Hey hombre, escucha, realmente tengo un problema / En este mundo somos lanzados / Cuando estaba fuera en el desierto, sabes / Como un perro sin hueso / un actor fuera prestado / No sé cómo decírtelo / Jinetes bajo la tormenta / pero, eh, maté a alguien / Hay un asesino en la carretera / No.. / Su mente se está retorciendo como un sapo / No es gran cosa, sabes / No creo que nadie se entere, pero... / toma unas largas vacaciones / sólo, ah... / Deja a tus niños jugar / este tipo me llevó, y ah... / Si llevas a este hombre / me empezó a dar un montón de problemas / La dulce familia morirá / y no pude aguantarlo, sabes / Asesino en la carretera / Y lo maté / Sí.


13
La teoría dice que el nacimiento es provocado / por el deseo del niño de abandonar la matriz. / Pero en la fotografía vemos el cuello de un feto de
caballo / estirándose hacia dentro con las patas fuera.

De ello resulta:

Traga la leche del pecho / hasta que ya no quede leche.

Exprime la abundancia al máximo / hasta que la fuente la reclame.

Se traga la simiente, su orgullo / hasta que con pálidas piernas como boca

ella absorbe la raíz, temiendo / que el mundo devore al niño.

¿No me traga la tierra / cuando muera, o el mar / si muriese en el mar?





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yania suárez
(la habana, del ´75)



stanislaw lem, muerto
Borges decía que la muerte de un autor trae como consecuencia inmediata el repaso de sus obras con el fin de prever, en un intento vano, cuáles le sobrevivirán. Esta operación, aunque falaz, reconoce que las generaciones futuras no podrán prescindir del autor, de que le creerán inmortal, como nosotros.
La muerte de Stanislaw Lem me ha dejado más que el tranquilo deseo de elaborar un pronóstico, la inquietante sensación de que hay un camino recorrido por él que, en el presente, ya ha sido abandonado. La veracidad de esta impresión (imposible pero no improbable) no es tan importante como el hecho de que exista, de que exista con la despedida de Stanislaw Lem.
Puedo amplificarla de esta manera: Stanislaw Lem ha muerto y con él uno de los últimos representantes de una estirpe de escritores que ejercieron la literatura desde la fidelidad al mito, al cuento de hadas, al «Romance» y al encanto – alguien puede recordar que son estos los orígenes de la literatura y que no han perdido su gracia; pero siento que por alguna razón este recuerdo hoy se expresa con pudor, como si se tratara de un anacronismo incómodo. Stanislaw Lem asumió esa fidelidad con despreocupación y con alegría. No es de extrañar que en sus relatos fantásticos cohabite también la ironía y el humor.
Quiero observar que esa herencia ilustre a la que me refiero no conoce los límites de los géneros –sus continuadores pueden ser Shakespeare o Jane Austen- y que, de hecho, entre el gremio de los escritores «de género» se practica el mismo prejuicio que existe fuera de él. Esto es: pensar que la Literatura es otra cosa, más «seria», más realista. El caso de Stanislaw Lem puede verse a la inversa: como un escritor que incurrió en la Ciencia Ficción, pero que se sintió cómodo perteneciendo a la amplia literatura.
De Lem perdurarán seguramente las novelas que lo colocaron a la cabeza del género en la década de los sesenta Edén (1959), Solaris (1961) –que, según cuenta, escribió en un mes–, Retorno de las estrellas (1961), El invencible (1964), La voz de su amo (1968) ... A pesar de que la fama de estas novelas, llamadas «serias» según los cánones genéricos parece incuestionable, no creo que deban olvidarse sus relatos de imaginación y humor reunidos en Ciberiada, Mortal Engines, y los que narran los viajes del piloto Ijon Tichy.
En uno de ellos, «De cómo Ergio el autoinductivo mató a un carapálida», Lem construye con comodidad un reino y un soberano con todas las características que los cuentos fantásticos orientales nos enseñan, salvo que todos son robots; consejeros y valientes caballeros que acuden al llamado de su monarca que son, los unos «electrosabios» y los otros extraterrestres con poderes extravagantes y cómicos. La ironía o el humor con que se reproduce aquí el eterno relato de la misión donde todos los héroes fracasan excepto el último, no le hace perder el encanto de un cuento de hadas. Por el contrario, ilustra bastante bien la manera en que Lem entendió su juego literario. Lo mismo que Simbad contaba de tierras lejanas y fantásticas que al final resultaron ser Europa o Asia, Lem cuenta de galaxias maravillosas que, al final, serán el Universo.

Dueño de una inteligencia sobre todo sensata, Lem incursionó con éxito en el ensayo. Manejó temas literarios, filosóficos, políticos y también discutió sobre el futuro.
Su minuciosa crítica al libro de Todorov sobre la literatura fantástica, colabora ampliamente para la crítica del estructuralismo en general. Le recuerda a esa escuela teórica de pretensiones científicas, que existe la diversidad, la incertidumbre y la paradoja. Este ensayo incluye una lectura de Kafka que creo definitiva .
Summa Technologiae, su libro más importante que versa sobre pronósticos, es un ejercicio especulativo que aún se disfruta. Al inicio, Lem advierte que quizás hablar sobre los problemas que tendrán nuestros tataranietos parezca un absurdo, ya que todavía no podemos elucidar los nuestros del presente. Pero es lo único que él, Stanislaw Lem, sabe hacer, lo cual no constituye un motivo más o menos dispensable que otros para escribir un libro.
Evangelista de Borges, Stanislaw Lem también dio a la imprenta dos libros dedicados a la reseña y presentación de obras que no existen: Un valor imaginario, Vacío perfecto; publicó además una supuesta vindicación del Holocausto escrito por un supuesto antropóloga alemán bajo el título de «Provocación».

Durante su larga vida fue médico, psicólogo, mecánico, profesor de literatura, miembro fundador de la Sociedad Polaca de Astronáutica. También fue judío en tiempos del fascismo y escritor de Ciencia Ficción en tiempos del socialismo polaco.
En su juventud salvó su vida milagrosamente del crematorio nazi a donde fueron destinados todos sus amigos del geto de Lvov en Polonia (ahora Ucrania). Luego del fin de la Segunda guerra mundial, Lem publicó un relato por entregas intitulado «El hombre de Marte» y, luego, la que se considera su primera novela Hospital de las transfiguraciones, una obra realista dedicada a los horrores del Holocausto, censurada por los funcionarios estalinistas que por aquel entonces ocupaban Polonia. En su libro de memorias El castillo, Lem sugiere que el fracasado intento de publicar Hospital de las transfiguraciones propició su retorno a la ficción científica, un género que era más tolerado por los censores. Después de la caída del campo socialista y la independencia de Polonia, Lem regresa a su país y deja de escribir Ciencia Ficción –aunque continuó escribiendo ensayos y artículos sobre diversos temas. Según sus palabras, la realidad empezó a interesarle: «creo que los tiempos que estamos viviendo ahora son tan tormentosos que ya no vale la pena dedicarse a la ciencia-ficción, porque esto ya es ciencia-ficción» –comenta en una de sus ltimas entrevistas.

En 1974 Phillip K. Dick creyó que «Stanislaw Lem» era un committee comunista radicado en Krakow, urdido por funcionarios del gobierno polaco para boicotear la Ciencia Ficción estadounidense y, disciplinadamente, así lo informó al FBI en una carta que hoy es pública. Errado en todo menos en la observación de la versatilidad estilística y creativa de la entidad LEM, basó su acusación en el siguiente argumento: «LEM es probablemente un comité plural más que un individuo, ya que él escribe en diferentes estilos y, algunas veces lee lenguas extranjeras para él y algunas veces no».













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guitar shop

el sello editorial 45 rpm anuncia para los meses de agosto y/o septiembre el lanzamiento de el hombre que vendió el mundo, de raúl flores iriarte. Este libro (catalogado como rpm 01, junto a yo fui un adolescente ladrón de tumbas, de jorge enrique lage) fue publicado por la editorial letras cubanas en el 2001, y actualmente se encuentra fuera de circulación.
Futuros lanzamientos contemplan: los ojos de fuego verde, de jorge enrique lage; bronceado de luna y días de lluvia, de raúl flores iriarte; collage karaoke y mi nombre es william saroyan, de orlando luis pardo; adiós a las almas, de jorge alberto aguiar, tener sexo con kalinin borges, de yordanka almaguer; dioses de neón, de michel encinosa; ejercicio de cañada, de lizabel mónica; esquirlas, de ahmel echevarría; como le crecen los senos a las niñas, de demis menéndez; la muerte segura de paula maría barrientos, de arnaldo muñoz viquillón, entre otros






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Raúl Flores Iriarte , “33 y 1/tercio, No. 3 /toma 14),” Digital Entanglements, accessed April 18, 2024, https://digitalcuba.omeka.net/items/show/24.

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