33 y 1/tercio, No. 6

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Title

33 y 1/tercio, No. 6

Subject

revista literaria digital

Description

Revista literaria digital hecha en Cuba. Dirigida por el escritor Raúl Flores. Circulada vía correo electrónico y dispositivos de almacenamiento externo. Estética postmoderna que privilegiaba lo pop.

Creator

Raúl Flores Iliarte

Date

2005-2006

Contributor

Lizabel Mónica

Format

Microsoft Word Document

Language

Spanish, Español, SPA

Type

revista, magazine

Coverage

Cuba

Text Item Type Metadata

Text


–¡Enanos–de–por–aquí, desconfiad de la llanura!
Lo había dicho apenas, cuando el remo del hombre de proa cayó silbando sobre la cabeza parlante que volvió a hundirse: burbujas gaseosas afloraron desde el fondo a la superficie, y el hombre de la caña lanzó nunca supe si una risa o un graznido. Pero la cabeza volvió a emerger briosamente, aunque lejos ya de nuestro alcance: escupió una gran bocanada de agua negra, sacudió en el aire sus pelos mojados y se restregó los ojos con dos manoplas chorreantes de légamo.
–¡Desconfiad de la llanura! –insistió–. La llanura es la horizontal igualitaria, la que odia los santos desniveles, la que intenta rebajarlo todo, atraerlo, convertirlo todo a su plano terrible. La llanura es un rencor que debe ser superado. ¡Enanos–de–por–aquí, oídme y desechad vuestra malicia! La vertical no es el desprecio de la llanura: es la llanura misma que se pone de pie.
El orador acuático luchaba por mantenerse a flote y esquivar las maniobras del hombre de la caña, el cual, sudando como un fruto venenoso, hacía lo indecible por acercársele.
–¡Ay del que no desoye la soñolienta voz de la llanura! –siguió diciendo el orador–. Mediocridad vergonzante y conformidad vergonzante, he ahí su destino; luego una complacencia idiota en la vergonzante mediocridad, y al fin un orgulloso rencor hacia lo que tiende a las alturas. Porque también la horizontal tiene su soberbia: la soberbia demoníaca de lo bajo. “Esto es un insulto”, dijo el ratón al considerar la envergadura del elefante. ¡Así habla un enano–de–por–aquí! Yo prefiero la megalomanía de la rana que, por igualarse al buey, se infló hasta reventar. Y no es que la explosión de la rana me suma en un éxtasis metafísico: el acto de reventar me parece una desmesura de la rana y un agravio inferido a la inocencia del buey; pero hay cierta magnitud heroica en el envidioso gesto de la rana, una tensión a lo grande que, a pesar de su ridiculez, merece un elogio de las Musas. Un enano–de–por–aquí exigiría que el buey se redujese al tamaño de la rana. ¡Es el espíritu de la llanura y el encono de lo horizontal!

Adán Buenosayres
Leopoldo Marechal

equipo de redacción: raúl flores iriarte / jorge enrique lage / elena v. molina
fotografías de portada: lia
diseño de portada: lien carrazana lau

back up: lizabel mónica / jorge alberto aguiar / daniel díaz mantilla
…en diseño: damián flores iriarte / kmilo valdés fortes / lien carrazana / idania del río


selección de poesía: lizabel mónica
traducción de textos de blaylock, coupland, y antología black ice: raúl flores iriarte


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All lyrics ©2oo5–2oo6 33y1/tercio Productions
Reprinted by permission

vistas
(no oídas)


el hijo bobo
paul auster al recoger el premio príncipe de asturias
take 9 (yordanka almaguer / stuart hughes / elena v. molina /
tom waits / daniel díaz mantilla / betty sargent /
demis menéndez / michael swanwick / raúl flores iriarte
douglas coupland postal desde el antiguo berlin del este
gottfried benn 10 poemas
manuel vázquez montalbán lo nuevo, lo viejo, lo inevitable
ronald suckenick introducción a black ice
v de black (wiley wiggins / michele albert / bayard johnson / jeffery deshell / richard grossman
jorge alberto aguiar (jaad) borde
damián tabarovsky vista en miniaturas
james p. blaylock el rosado del neón que se desvanece / la sombra en el umbral
l. santiago méndez alpízar (chago) efory
adriana normand 8
entrevista a roberto bolaño sobre nocturno de chile
felisberto hernández muebles “el canario” / el cocodrilo / elsa
lien carrazana lau llamar de alaska a hawai o viceversa
giorgio agamben notas sobre la política
ricardo alberto pérez seven
kurt vonnegut de payasadas
entrevista a john lennon you say you want a revolution


el hijo bobo

La idiotez como crimen.
No solo el idiota de la familia, sino el hijo bobo.
Decir sin decir.
Balbucear.
Jugar con la comida,
ya sea pasearse por los rincones,
ya sea ensuciarse
las
manos.

Visto33 y 1/tercio como el hijo bobo de la familia. Sus creadores ahora tienen otros proyectos.
Dígase The Revolution Evening Post, dígase tension lia, o sinmiedo.
(33 y 1/tercio para pasarle la mano: mira que chulo, si casi se entiende lo que dice.)

Aquí el tercer album, o el sexto, dependiendo de cómo se quiera contar.
Si se quiere contar del todo
(en números romanos: tercero como iii, chillido del puerco cuando es acuchillado. Sexto como vi, del verbo ver en español, o del verbo be en inglés: ser o estar)

A continuación de El laberinto, dejando atrás un número hecho con tomas inconclusas, otro de leftovers, y uno hecho a dúo con otro e-zine.
Tercero, o sexto.
Todo es como se quiera ver.

A pesar de toda la proliferación de nuevas revistas digitales, 33 y 1/tercio continúa.
Por el momento.
Balbucea.
Casi se entiende lo que dice.
O no.
No solo el idiota de la familia, sino el hijo bobo
que
siempre
quisimos
tener.
replay

paul auster
(new jersey, 1947)



al recoger el premio príncipe de Asturias (fragmento)

No sé por qué me dedico a esto. Si lo supiera, probablemente no tendría necesidad de hacerlo. Lo único que puedo decir, y de eso estoy completamente seguro, es que he sentido tal necesidad desde los primeros tiempos de mi adolescencia. Me refiero a escribir, y en especial a la escritura como medio para narrar historias, relatos imaginarios que nunca han sucedido en eso que denominamos mundo real. Sin duda es una extraña manera de pasarse la vida: encerrado en una habitación con la pluma en la mano, hora tras hora, día tras día, año tras año, esforzándose por llenar unas cuartillas de palabras con objeto de dar vida a lo que no existe, salvo en la propia imaginación. ¿Y por qué se empeñaría alguien en hacer una cosa así? La única respuesta que se me ha ocurrido alguna vez es la siguiente: porque no tiene más remedio, porque no puede hacer otra cosa.
Esa necesidad de hacer, de crear, de inventar es sin duda un impulso humano fundamental. Pero ¿con qué objeto? ¿Qué sentido tiene el arte, y en particular el arte de narrar, en lo que llamamos mundo real? Ninguno que se me ocurra; al menos desde el punto de vista práctico. Un libro nunca ha alimentado el estómago de un niño hambriento. Un libro nunca ha impedido que la bala penetre en el cuerpo de la víctima. Un libro nunca ha evitado que una bomba caiga sobre civiles inocentes en el fragor de una guerra. Hay quien cree que una apreciación entusiasta del arte puede hacernos realmente mejores: más justos, más decentes, más sensibles, más comprensivos. Y quizá sea cierto; en algunos casos, raros y aislados. Pero no olvidemos que Hitler empezó siendo artista. Los tiranos y dictadores leen novelas. Los asesinos leen literatura en la cárcel. ¿Y quién puede decir que no disfrutan de los libros tanto como el que más?
En otras palabras, el arte es inútil, al menos comparado con, digamos, el trabajo de un fontanero, un médico o un maquinista. Pero ¿qué tiene de malo la inutilidad? ¿Acaso la falta de sentido práctico supone que los libros, los cuadros y los cuartetos de cuerda son una pura y simple pérdida de tiempo? Muchos lo creen. Pero yo sostengo que el valor del arte reside en su misma inutilidad; que la creación de una obra de arte es lo que nos distingue de las demás criaturas que pueblan este planeta, y lo que nos define, en lo esencial, como seres humanos. Hacer algo por puro placer, por la gracia de hacerlo. Piénsese en el esfuerzo que supone, en las largas horas de práctica y disciplina que se necesitan para ser un consumado pianista o bailarín. Todo ese trabajo y sufrimiento, los sacrificios realizados para lograr algo que es total y absolutamente inútil.
La narrativa, sin embargo, se halla en una esfera un tanto diferente de las demás artes. Su medio es el lenguaje, y el lenguaje es algo que compartimos con los demás, común a todos nosotros. En cuanto aprendemos a hablar, empezamos a sentir avidez por los relatos. Los que seamos capaces de rememorar nuestra infancia recordaremos el ansia con que saboreábamos el cuento que nos contaban en la cama, el momento en que nuestro padre, o nuestra madre, se sentaba en la penumbra junto a nosotros con un libro y nos leía un cuento de hadas. Los que somos padres no tendremos dificultad en evocar la embelesada atención en los ojos de nuestros hijos cuando les leíamos un cuento. ¿A qué se debe ese ferviente deseo de escuchar? Los cuentos de hadas suelen ser crueles y violentos, describen decapitaciones, canibalismo, transformaciones grotescas y encantamientos maléficos. Cualquiera pensaría que esos elementos llenarían de espanto a un crío; pero lo que el niño experimenta a través de esos cuentos es precisamente un encuentro fortuito con sus propios miedos y angustias interiores, en un entorno en el que está perfectamente a salvo y protegido. Tal es la magia de los relatos: pueden transportarnos a las profundidades del infierno, pero en realidad son inofensivos.
Nos hacemos mayores, pero no cambiamos. Nos volvemos más refinados, pero en el fondo seguimos siendo como cuando éramos pequeños, criaturas que esperan ansiosamente que les cuenten otra historia, y la siguiente, y otra más. Durante años, en todos los países del mundo occidental, se han publicado numerosos artículos que lamentan el hecho de que se leen cada vez menos libros, de que hemos entrado en lo que algunos llaman la "era post-literaria". Puede que sea cierto, pero de todos modos no ha disminuido por eso la universal avidez por el relato. Al fin y al cabo, la novela no es el único venero de historias. El cine, la televisión y hasta los comics producen obras de ficción en cantidades industriales, y el público continúa tragándoselas con gran pasión. Ello se debe a la necesidad de historias que tiene el ser humano. Las necesita casi tanto como el comer, y sea cual sea la forma en que se presenten "en la página impresa o en la pantalla de televisión", resultaría imposible imaginar la vida sin ellas.
(…)



replay




take 9



el bien (yordanka almaguer
Mi boca tiene sabor a perro muerto. No puedo asegurar si es desde siempre o desde hace solo una semana. No sé si es solo cuando mastico el aire y la saliva me recuerda las piernas abiertas de un perro inerte. Los perros no ladran cuando no están vivos; por eso es inservible este mal sabor. No puedo ladrar, gruñir, morder. Solo levanto un pie, luego el otro (la rodilla cruje) para subir las escaleras.
El cuerpo me pide volver atrás, encerrarme en mi cuarto, clausurar las ventanas, la puerta, para no escuchar los sonidos de afuera, no salir. Patear el radio. Taponear mis oídos para siempre. Pero debo continuar subiendo las escaleras, tocando las puertas, entregando estos papelitos ridículos. Pido una firma para que mi jefa crea que hice el trabajo. Trato de no mirar la cara de asco de la muchacha cuando abro mi boca. Hueles a perro muerto, piensa, y apenas mira el papelito mal redactado en el que se le ruega que se presente en el Banco a pagar su deuda. (La casa, el televisor). El perro muerto que se oculta en mi boca quisiera estar vivo para morder a la muchacha, que no ose pensar que es mejor que yo porque no siente en ella mi olor. Ella y todas las demás huelen a carneros con vientres hinchados. Sus maridos huelen a corral de cerdos. Pero solo sienten el olor que llevo yo. El de mi boca. Y quisiera no tener que hablar.
El perro me espera a la entrada del edificio. Obediente. Lo encontré hace una semana y cuando le pregunté si tenía dueño caminó hacia atrás escondiendo la cola entre las patas. Le asustó mi olor a muerte.
La cabeza del perro me recuerda los martillos de los aborígenes.
Lo traigo conmigo para entrenarlo.
Cruzamos la calle.
Un niño de ojos azules pasa junto a nosotros. Va pedaleando en su bicicleta pequeña y con brillo. Es un niño hermoso y solo mira al cielo. No repara en el perro ni en mí. Quizá más tarde, cuando los niños más grandes salgan de la escuela, este niño hermoso tenga una turba detrás reclamando una vuelta en su bicicleta. Pero él, por ahora solo mira al cielo.
Creo que, con el tiempo, el perro se acostumbrará a mi olor. Estoy segura de que ya no podré hacer nada por sacar la muerte de mi boca, por sacar estos deseos de tapiar las ventanas. No escuchar. Cada día lo entreno. No le doy de comer. Solo agua.
Ahora lo obligo a subir las escaleras y a que se quede quieto mientras me abren la puerta. El hombre mira al perro cuando yo abro la boca para decir que vengo del Banco. Ese perro está a punto de morir, piensa, y chasquea la lengua para que se aleje de su puerta.
–¿Viste? Lo hemos engañado, le digo al perro mientras cruzamos la calle.
El niño de la bicicleta azul pedalea con su pensamiento en el cielo. De su bolsillo se escurre un caramelo. Mi perro ansía comerlo. No se lo permito, el niño podría usar al perro a su favor.
Esta vez el perro me mira con odio. Sé que odia mis ademanes, las órdenes que lo obligan a ejercitar su mandíbula. Odia mi voz. Mi aliento le recuerda su propia muerte. Quizá odie al niño que algún día conocerá lo que está debajo del cielo.
Yo no odio. Solo tengo este hedor insoportable y los deseos de no escuchar, no moverme. No hablar.
Llegamos a un rincón apartado, preludio de un basurero. Dejo libre el cuello de mi perro y me tiendo en el suelo. Es hora de que te alimentes.
Él obedece con rabia y júbilo.
No reconozco esos sentimientos, solo sus mordidas y el olor de su saliva y mi sangre.
Ya no tengo que hablar.

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a su manera (stuart hughes
Supongo que debe de quererme, a su manera, porque me cuida. Soy una inválida y él pacientemente me alimenta. Cuando babeo, él me limpia el mentón con una cuchara, sin chistar.
Supongo que debe de quererme, a su extraña manera, porque cuidadosamente me carga y me tiende sobre la cama. Entonces gentilmente entreabre mis muñones inferiores y tiernamente me penetra.
Supongo que debe de quererme, a su rara manera, de otra forma, me habría cortado la cabeza cuando me cortó los brazos y me quitó las piernas.

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abuela, yo te quiero (elena v. molina
La abuela dormitaba en un catre, ahí mismo a la entrada del cuartico. La sala, mesa para comer y cocina de luz brillante pegada a la pared. Del otro lado, una cortina plástica de flores rojas separaba el inodoro del lavamanos con cubo debajo para recoger el aguachurria. La vieja dormía cada día más esquelética, más diminuta, encogiéndose debajo de la piel cuarteada.
Cuando Marisol salió del baño, vio a Hortensia desnuda frente al espejo. Esta quiso otra vez ser su amiga. Es decir, deseó poseer su cuerpo lamido y gustoso. Mari sentía incómodo que Hortensia la empujara de sí cuando acababa. Tenía que sentarse en el piso frío a esperar que el mundo se enfocara de nuevo, y solo al percibir el moco verdoso en su mano iba al baño otra vez, a lavarse.
Mari miró a través del espejo a su abuela. Miró la piel escamosa de su abuela, la piel lisa de sus dieciocho años y recordó la carota de Fulgencio y la piel amarillenta y dura de los puercos, con su capa blanca de grasa sobre la carne jugosa. Se pellizcó, piel lisa pero poca carne. Luego miró las tetazas de Hortensia y recordó que cuando era niña no salían juntas.
En aquel entonces vivía la madre de Mari, la mulata más caliente de la calle Luz, decían los hombres. La madre siempre en la calle, siempre en el mercado de Ejido, siempre llevando arroz y frijoles y carne de puerco. Y al regresar besándose con Hortensia que la tocaba toda, arrancándole el bloomer sin quitarle el vestido, tirándola en la camita de Mari, que terminaba durmiendo en el catre apestoso de la abuela.
Pero ayer Hortensia miró a Mari, se apretó las tetazas y sacó la lengua: Niña, tendrás que besarme mientras Fulgencio nos toca como terneras y nos va degollando…
Y Mari se despertó sudando a las cuatro de la mañana, atormentada por sueños con camiones que llegan al mercado, negros de fango y atestados de frutas, vegetales y carne. Allí hombres sin camisa, velludos, malhablados y toscos, descargan mercancía, acomodándola en maltrechas carretillas. Mari miraba las cabezas de puercos colgadas de pinchos, las grandes orejas, hocicos como trompas, y los ojos saltones por el miedo. Entre ellas está Fulgencio el guajiro, con su carota cuarteada por surcos de boniato, con la encía rota y los dientes ennegrecidos, tiene una barriga enorme con tripas llenas de carne de puerco. Deshaciéndose en sudor, Mari mira la panza de los cerdos con las tripas llenas de sancocho. Después les mira más abajo, al bulto entre las patas. Un bulto es grande. Y cuando Fulgencio se da cuenta, coge entre sus manos llenas de sangre aquellos bultos, y le pregunta a ella si quiere comerlos.
Vieja, le había dicho Hortensia a la abuela, hay que ser realistas. Mari ya es una mujer, y hay que comer y comprar medicinas, y la vieja protestando porque no había ni luz brillante para encender la cocina, le dijo, un saco de arroz y malanga y un pernil de puerco, bien grande, para todo el mes. Por menos que eso, nada, ¿oíste? Mi nieta tiene que ser como mi hija. Baratas, las putas del puerto. La vieja mientras hablaba blandía un cuchillo.
La abuela termina de roncar, después de un berrido seco. Ambas oyen que algo gotea, como un grifo abierto de repente, pero saben que no es agua sino la vieja orinándose. Hortensia dice, vamos, y Mari besa la frente de su abuela antes de irse. Fulgencio ya debe estar esperando.

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los años locos de frank (tom waits
Bueno, te diré: Frank se asentó en el valle y allí colgó sus años locos en un clavó que puso a través de la frente de su esposa.
Frank vendía muebles usados de oficina allá por el camino de San Fernando y tomó un préstamo de treinta mil dólares al quince porciento de descuento y una hipoteca también en un sitio pequeño con un par de dormitorios.
Su esposa era un montón gastado de chatarra sin gasolina pero, no obstante, hacía buenos bloody marys y mantenía cerrada su boca casi todo el tiempo.
Tenían un pequeño chihuahua llamado Carlos con una de esas enfermedades raras en la piel. También estaba totalmente ciego.
Tenían una cocinita bastante moderna y un horno autolimpiable.
Frank conducía un pequeño Sedan y todos eran felices.
Una noche de esas cuando iba de regreso a casa desde el trabajo se detuvo en la licorería, compró un par de Johnny Walkers y se los bebió en el trayecto a una gasolinera; allí compró un galón de gasolina y se lo llevó en una lata, fue hasta su casa y la empapó de combustible por todas partes.
Después la incendió y se echó a reír desde el otro extremo de la calle mientras la veía arder, un brillante Halloween de naranja y rojo; puso la radio en los 40 Principales, condujo hasta la carretera de Hollywood y se fue al norte.
Frank nunca pudo soportar a ese maldito perro.

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una visita al zoológico (daniel díaz mantilla
Esta es la historia del leopardo que saltó la cerca y escapó del zoológico. Es una historia breve, como suponen. Pasaron las imágenes en la tele: inquieto felino acorralado en la avenida, rugido de terror, una detonación, un cuerpo que vacila y cae, close–up a los ojos poco antes de cerrarse. Otras noticias más dramáticas siguieron –guerras, escándalos, gente infeliz–, pero me quedé pensando en el leopardo. Esa noche soñé que visitaba el zoológico, me detenía ante su jaula y leía en la placa explicativa algo sobre las costumbres de la Panthera pardus. El animal me miraba sin mucho interés desde la distancia, como negando con su actitud lo que sobre él había leído. No sé que extraño impulso me llevó a buscar en el reverso de la placa, decía algo también sobre nuestras costumbres, algo absurdo en verdad, pero entonces me pareció coherente.

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cremar en sacramento (betty sargent
Él dijo que simplemente podía perder el control y comenzar a salir con Benjy mientras se lo está tirando.
Fred dijo que justo había dejado a su hija en la escuela y estaba en camino a casa cuando lo cogieron. Ella no quería enseñarle todo el culo, pero Howard quería verlo. Howard estuvo todo un minuto hablando sobre como un montón de los graffittis en los subterráneos de New York eran hechos por europeos que venían hasta acá solo para hacerlos. Howard dijo que había estado comprando estiletes para regalar este año y él cree de veras que serían buenos regalos. Fred dice que pensó de verdad en decirle que se jodiera y se fue caminando. Howard empezó entonces a hacerle cosquillas a Jamie.
Él dijo que temía salirse de eso en el último minuto si no podía perder peso.
Ella mandó a una amiga para firmar un contrato para quedarse más tiempo pero entonces le dieron un cheque del tipo que ponía su nombre “Ivy Sil Ver Stein” y le robaron y se llevaron su auto.
Él también le preguntó cuanto tiempo iba a estar esta semana.
Robin sugirió que Howard trajera algún video de Howard TV en que saliera promocionando SIRIUS. George Takei dijo que Ivy es extraordinaria. Howard tuvo que romper con ella después de aquello.
Han ofrecido incontables veces mandar chicas para la gira norteamericana destinadas a las tropas estacionadas en Iraq pero siempre les decían que no.
Howard dijo que él y Beth estaban conduciendo y a Beth le llegó un mensaje de Dana.
Gary dijo que a él le preocupaba Ivy. Ella comenzó a quejarse.
Artie le dijo “Jódete, perra” Ella empezó a divagar sobre como las drogas pueden volver gay a la gente y el George verdadero se le rió en la cara mientras los clips de audio de George también se reían.
Howard dijo que Artie podía ser el jodedor y Benjy podía ser la chica, o el fondo. Gary dijo que Ivy le había dicho que estaba en guerra con otras siete personas.
Fred dijo que no tenía ni idea de que show era y tampoco tenía idea de a quién le estaba hablando
Entonces vino Scott el Ingeniero y dijo que encontraba raro que Fred solo tuviera e–mails positivos sobre su persona en el show.
Dijo que había pasado por la mansión después de volar con L.
Y era Sal llamándola para que detuviera sus divagaciones. Fred dijo que pensaba que a Benjy le gustaba que la cogieran por atrás y por eso él estaba haciéndolo. Howard lo interrumpió y le dijo que Patricia estaba en el teléfono hablando de suicidarse mientras George hablaba de su carrera. Robin dijo que estaba metido en la versión inglesa de “Soy una Celebridad, sáquenme de aquí” y parecía ser un hombre muy masculino. Artie dijo que su amigo había regresado y le había contado esa historia. Gary le preguntó a Ivy que estaba haciendo para mantenerse en esos días. Le pidieron que hiciera algo como jugar Assketball y quizás saltar desnudo un poco.
Ella mandó a una amiga para firmar un contrato para quedarse más tiempo pero entonces le dieron un cheque del tipo que ponía su nombre “Ivy Sil Ver Stein” y le robaron y se llevaron su auto. Artie dijo que solo estaba bromeando porque nunca creyó que el ajedrez fuera un juego para gays.
Eso es lo que lo mató, según un montón de gente. Dijo que unos cuantos tipos fueron hasta la parte de atrás para ver que estaba pasando en la cueva.
A George eso no parece importarle.

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minorías (demis menéndez
Aquella soleada mañana del mes de febrero, el Mandatario había muerto de una larga y penosa enfermedad a la temprana edad de ochenta años. Y a pesar del luto nacional convocado por la angustia y el ímpetu, muchos no participaron en sus honras fúnebres.
Las fuerzas militares se habían replegado a sus cuarteles por causa de la sombra del no-líder. Como quien no quiere las cosas, la policía había tomado posesión de las calles con la tranquila naturalidad de los días gloriosos del vasto mandato.
La gente, mejor dicho, el pueblo estaba quieto. Adormecido. Aletargado en ese transcurrir de amaneceres unos tras otros. Comían en mesas de a cuatro. Y a veces, invitaban amigos para hacer de la cena, un discreto festín de recuerdos. Un café y algo de música bien bajito a causa del luto nacional.
Al mes exacto, casi todos habían olvidado el muerto. Y el luto nacional.
Dos bandos bien definidos se habían lanzado a los medios en busca de adeptos y fanáticos. En mejor caso, se decía sin escrúpulos, de los segundos.
Los Rojos, personas muy cercanas al olvidado Mandatario, se habían dado a la relectura, análisis y memorización del Manifiesto. Imprimieron millones de copias e hicieron repartirlas a cada ciudadano. Incluso a aquellos que no había participado de las honras fúnebres.
Los Verdes, jóvenes de clase alta y baja clase, se decidieron a desenterrar las raíces aborígenes. Estudiaron el sánscrito. Se arriesgaron al peligro de las espirales. Bautizaron sus mítines con la Biblia, el Corán y el Kamasutra. Sedujeron a los suyos con auténticas orgías en plazas públicas y estadios.
Nada, sin embargo, me resultó atractivo.
Me retiré a casa y puse la mente en blanco. La página y las paredes me ayudaron. No tuve recuerdos, ni ansías. No presencié el hambre, ni participé del sueño. Hice silencio.

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Jane Carter de Marte (michael swanwick
¡Imagina tener a Dejah Thoris, princesa de Helio, de tatarabuela! Su semblanza, tallada en mármol, senos como globos y todo, por todas partes en aquella ciudad de fábula. No es de extrañarse que Jane Carter se convirtiera en una punk.
Despertó de un sueño etílico una mañana para hallar a un ogro verde de cuatro brazos golpeándose la frente contra el suelo frente a ella. Sus arreos harapientos lo identificaban como miembro de la Guardia Imperial.
"¡Los Hombres Bestia han invadido la capital!" gimió. "Debes liberar a nuestra gente, oh princesa."
"¿Por qué yo?" preguntó ella turbiamente. "¿Por qué no alguien a quien realmente le importe?"
Pero la sangre dirá. Lo próximo que supo, los fieles restos del Viejo régimen la habían investido con la tanga y los cubresenos de su tatarabuela, y estaba peleando en los parapetos, espada en una mano y pistola de rayos en la otra.
Tenía tanta resaca que nunca pensó en su seguridad personal.
"¿Que coño te pasa, es que nunca has visto piercings faciales antes?" le dijo a un guerrero sorprendido mientras lo volaba en pedazos. "¡Se llama Mohawk!" le gritó a otro, y lo atravesó.
Los ciudadanos, demasiado alejados como para oler su aliento, fueron inspirados y tomaron las armas.
Los Hombre Bestia no tuvieron oportunidad.
Así fue como Jane Carter terminó, contra su voluntad, en el trono Imperial, con hombres casi desnudos a uno y otro lado de ella, haciendo pucheros y acariciando sus muslos. Unos mil sirvientes se apresuraban para hacer realidad sus deseos. Era respetada, reverenciada, adorada. Se erigieron estatuas en su honor.
A ella no se le escapó la ironía de esto.

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balas (raúl flores iriarte
A todos nos ha golpeado alguna vez bala de salva. Muchos no parecen advertirlo, pero así es. Apostados escuadrones enteros en cimas de edificios poco altos, casa de vivienda, comercio y vaquería, armados con fusiles de repetición y mirilla telescópica. Disparan al tuntún, a ver que pasa. Por suerte, bala de salva.
No en balde anda el pueblo a paso rápido, cabeza gacha. No vaya a ser que disparen por error sobre uno, a ojo de buen cubero, o por diversión.
Las viejas van con revólver y pistola automática a la bodega. Le disparan al bodeguero en la cabeza si son mal atendidas. Solo pólvora seca, pero a tres pies de distancia pica como bofetada. A nadie le gusta ser abofeteado, creo yo.
Las cobradoras de multas ya no multan. Te disparan. Por una falta grave, pueden llevarte hasta el pelotón de fusilamiento instaurado para tales fines.
Tanta explosión de pólvora puede cegar. Esta es una secuela a ser tomada en cuenta. Se han disparado astronómicamente las ventas de espejuelos oscuros. Las chicas van por ahí como estrellas de cine. A nadie le gusta quedarse ciego, creo yo.
(Vigilar y castigar de Foucault constituye un discreto best-seller en los marcos de esta ciudad. No obstante, a pocos aquí les gusta leer. No parecen advertirlo, pero así es.)
Si te llevan al pelotón de fusilamiento puedes pasarlo mal. Todo el proceso es filmado y después televisado. Para edificación de futuros infractores, para cosmovisión de los no-ajusticiados. Puedes quedar ciego frente a cámara de televisión, frente a todo el país. A la gente parece gustarle el asunto. Las chicas de espejuelos oscuros, como estrellita de cine. Los fusiles pum pum pum y flores de fuego salen del extremo de los cañones. Los fusilamientos se hacen en la noche, por eso se ven de esa manera. De día no se vería flor de fuego.
(Las viejas les disparan a los bodegueros a cualquier hora; pólvora como bofetada en el rostro.)
A los presos comunes les disparan con balas trazadoras. Brilla más y da lustre, dice la Academia. Estos fusilamientos también son televisados y no es flor de fuego saliendo de los cañones de las armas, sino pequeño sendero de luz.
No se ve caer a los presos. Los amarrarán a postes, creo yo.
Por eso Foucault en el bolsillo y espejuelos oscuros para lo que pueda suceder. Paso rápido, cabeza gacha. Las balas de salva están llegando a su fin, corre el rumor por ahí. No se sabe que vendrá después. Nadie quiere ser golpeado por bala trazadora, creo yo.





replay


douglas coupland
(alemania occidental, 1961. vive en vancouver, canadá)



postal desde el antiguo berlín del este (circus envy)

Berlín, lunes, 3 de octubre, 1994: cinco años después de transcurrida la Cosa del Muro. Comprar es un chiste, el consume no ha florecido. Cinco años más tarde, el mercado es aburrimiento. Y el paisaje del Muro –una vez sobrecogedoramente trágico y melancólico– es ahora sobrecogedoramente irónico y frenético y realmente triste. Pero ¿para quién esto es noticia?
Un concierto gratis de Elton John está programado para la Puerta de Brandenburgo el tres de octubre. Los Gypsy Kings, Paul Young y los Leningrad Cowboys también estarán allá. La avenida Karl Marx está salpicada de posters de Barry Manilow y del candidato liberal Rudolf Scharping. Posters silenciosos de Helmut Kohl presentan a un radiante Kohl como Santa–Claus–sin–barba rodeado por jóvenes sonrientes. Un artista local ha puesto pegatinas de UNITED COLORS OF BENNETON sobre los posters de Kohl, y no hay sentido de incongruencia o ninguna aparente alteración de sentidos.
La tarde del sábado antes del tres de octubre, yo estaba en una MusicCity en el Alexanderplatz, un antiguo escenario donde isótopos del Modernismo Socialista compiten por el título de Miss Discordia, donde esculturas de plaza de casi indescriptible monotonía lo hacen a uno ansiar la mágica frivolidad de un Richard Serra o un Donald Judd. Le pregunté amablemente a un dependiente, "Hola, ¿tienen el disco nuevo de R.E.M.?" y fui rechazado con un "Nein" aburrido y desdeñoso. Okayyyyyy. Mientras tanto, frente a este dependiente había todo un bulto del antes mencionado disco de R.E.M. Monster. Así que le dije al caballero, "Hmmm. Bueno, en ese caso me llevaré uno de estos." Con un gesto que mezclaba desprecio, disgusto y patronización, el album fue lanzado al mostrador, el dependiente cruzándose de brazos en un gesto de desafío indiferente y desentendido. Le di mi tarjeta VISA, solo para ser premiado con un marchito "¿VISA? Nein." Le di dinero en efectivo y el disco Monster y lo más malo en bolsas de plástico fueron lanzados a mi cara. Allá en la ex–RDA, el concepto de venta es aún, cinco años después, algo que podría necesitar el toquecito justo de Manejo Total de Calidad. Cuando le menciono este incidente a amigos de Berlin Occidental, abren mucho los ojos y dicen "RDA." Como un adjetivo describiendo el servicio, "RDA" combina las Fawlty Towers con el Estalinismo.
Una milla al oeste, en la esquina de Unter den Linden comienza la reconstrucción del Friedrichstrasse –un vecindario muerto de lujo transformado una vez más en vecindario renovado de lujo para un nuevo régimen: seis manzanas reconstruidas con billones de marcos no declarados. Letreros de EIN LUXURY HOTEL; el arquitecto superestrella francés Jean Nouvel ha diseñado una nueva galería Lafayette, casi completada y llena en el fondo con franjas de caléndula, azul celeste y tejido púrpura. En un continente que parece dudar de la creación de nuevos horizontes, las delgadas formas de palitos chinos de las grúas de construcción sobre el Friedrichstrasse se transforman en el horizonte de lo que habrá en esta década, al menos. Es un paisaje de arquitectura post–nacional que contrasta vividamente con lo que solía llenar antes el vecindario. Por las calles retumban los sonidos de podadoras de cesped Trabants y Wartburgs compite con los Toyota Supras coloreados de aqua South Beach.
En este epicentro de ironía, ocurren colisiones de consumidores calibrados por la Habana en tiempo–tecnología a cada tres pasos. A lo largo de la cercana Unter den Linden, miembros ex–Stasi conduciendo taxis ensamblados en Corea miran nostálgicamente la discoteca ex–Stasi que es ahora un T.G.I. Fridays y un Radisson Hotel Plaza. Uno puede imaginarse a los serios ejecutivos occidentales del Radisson reformando el hotel y hallando polvorientas cámaras soviéticas Beta de grabación tras los espejos polvorientos de las habitaciones. El cercano Palast der Republik, parecido a un intento fallido de concurso para diseño de biblioteca LBJ y donde Erich Honnecker persiguió sus reinos privados, está en cuarentena por contaminación de asbesto y se le llama localmente "der Asbesthaus." El recién construido paisaje del Friedrichstrasse es pornografía infraestructural. Tuberías de agua al nivel del suelo puntúan el paisaje como el Ratón Loco en la escena local de la diversión; charcos de resina de silicona gotean en el suelo prusiano arenoso como mil implantes de senos caídos de la parte trasera de una rastra. Una escuela de entrenamiento para computadoras Apple pasa por alto a los obreros vestidos de overoles naranjas y azules que sueldan barras de hierro mientras envuelven arquitectura muerta socialista con velos de redes verdes como bufandas alrededor del cuello de Grace Kelly. Excavadoras Furukawa levantan montones de terreno de variada molaridad histórica. Hay bultos de cilindros de gas y rollos de cable; en Franzozischestrasse, alambres negros de telecomunicaciones se retuercen bajo tus pies mientras se meten bajo tierra. Montones de ladrillos Kalksandstein lisos como Crisco, como esculturas de Joseph Beuys, descansan junto a basureros en forma de hexágonos llenos de cabillas oxidadas y muertas y cemento arenoso, lleno de asbesto del bloque Socialista. Componentes modulares preensamblados son levantados por los aires por grúas con nombres como Liebherr. El reciente pavimento negro se mancha con salpicones de cal. Hay inodoros portables Dixi y olores aleatorios de aguas residuales. Martillos neumáticos penetran la arquitectura estatal; espuma de poliuretano se asoma desde abajo de los tablones de madera sobre la autopista.
De regreso al hotel, como cualquier entusiasta de la buena música de pop, escuché varia docena de veces mi nuevo disco mientras leía las notas del folleto, en este caso un minilibro especial de 48 páginas. Mi canción favorita en la cinta es una llamada Circus envy, un rugiente número, con sentimiento–de–agente–secreto describiendo los celos –un monstruo cuyo símbolo es un oso descabezado que aparece en la carátula del minilibro. La canción que le da título contiene la línea Aquí viene ese horrible sentimiento otra vez, que resuena en mí durante el resto de mi estancia, reforzada por la imagen del osito que constituye el emblema cívico de la ciudad de Berlin.
Los ciudadanos del antiguo Berlin Oriental han tenido que hacer el salto desde 1945 a 1995. Nunca tuvieron década de los 60s, 70s, 80s o aún 90s. Quieren lo que el Occidente tiene, y creen que, día a día, se van uniendo con paso seguro al Occidente lenta y rencorosamente. Ropa de mezclilla lavada por el ácido es vista como símbolo de ir muy lejos, muy rápido, y ha sido desterrada de este paisaje, esperando sin dudas su retorno en cosa de diez minutos o algo así. Pero no hay lenguaje en el Este para darle sentido al Interhotel GmbH en la Friedrichstrasse, los minibars, las actitudes de los no fumadores, vegetales pequeños o políticas al estilo de los estudios de cine. La gente del Este creen que están penetrando en el Oeste, pero están penetrando realmente en la era de la transnacional. Es un error confundir las fuerzas amorales del transnacionalismo con el Oeste. La transferencia instantánea de capital de un nodo a otro no es exactamente de lo que se trata el Oeste.
Los Ossis, los ex–Orientales, te saludan, a un Wessi (Occidental), casi invariablemente con "Hola, estoy confundido." Los Ossis reconocen su propia crisis, pero explícales a ellos que el Occidente está en crisis también –una crisis más sublime porque el Occidente ha visto ya un mundo de deseo basado puramente en el consumo– y conocen el vacío que yace en el fondo.
Los Ossis quieren los que tienen los Wessis –eso es obvio. Pero intenta decirles a los Ossis que lo que ahora creen desear es algo sin sentido, y te acusarán de tratar de negarles el saqueo del consumo solo por rencor. Intenta decirle a la gente que no pueden tener lo que piensan que quieren realmente –no funcionará. Una gran pregunta política actualmente frente a Alemania, si no a todo Occidente, es ¿Que es lo que podemos desear ahora que los objetos, las cosas, nos han fallado? La maquinaria para sostener, para nutrir nuevos modelos de deseo: ese es el nuevo asunto. Incluso los alemanes del Este expresan temor acerca de la construcción por los chinos de un carro para la gente –un suceso actual que, como ningún otro, señala la insostenibilidad del sueño del consumo.
¿Camina el fantasma del post–reconstruccionista de la Segunda Guerra Mundial Konrad Adenauer por este paisaje del Friedrichstrasse –un paisaje más reminiscente de Orange County que de Federico el Grande? ¿Se ha transformado el osito emblemático de Berlin en el oso de la República de California? No, Konrad Adenauer no caminaría por aquí. Un fantasma expectante tendría que ser el fantasma de alguien transnacional, alguien aún indefinido –una Bestia cuya estética sea una de absoluta función y solo absoluta función. Una criatura del Fachadismo, de transferencias instantáneas transglobales de moneda –una criatura que sea hostil a la cultura y que nos dé entrada en los reinos del surrealismo sin proveer ningún subconsciente implícito. Un oso descabezado de celo que vaga a través de la puerta de Brandenburgo, sin saber lo que quiere, solo que quiere más.
Aquí viene ese horrible sentimiento otra vez.

replay

gottfried benn
(branderburgo, 1886 – 1956)



chopin
No muy fecundo en la charla,
las opiniones no eran su fuerte,
las opiniones dan rodeos;
mientras Delacroix desarrollaba teorías,
él se inquietaba, por su parte
no podía fundamentar los Nocturnos.

Amante débil;
sombras en Nohant,
donde los hijos de George Sand
no aceptaban sus consejos
pedagógicos.

Enfermo de pecho de aquel modo,
con hemorragias y cicatrización
que no termina;
muerte silenciosa,
al contrario de una
con paroxismos de dolor
o descargas de escopeta:
arrimaron a la puerta el piano de cola (Erard)
y Delphine Potocka
en la última hora cantó para él
una canción de violetas.

Con tres pianos de cola viajó a Inglaterra:
Pleyel, Erad, Broadwood,
por 20 guineas tocaba por las noches
un cuarto de hora
en casa de Rothschild, Wellington, en Strafford House
y ante innumerables jarreteras;
oscurecido de cansancio y proximidad de muerte
volvía a casa
en la Square d´Orleans.

Entonces quema sus bocetos
y manuscritos,
nada de restos, fragmentos, notas,
de esas traidoras miradas interiores,
y dijo al final:
"mis intentos se han consumido según la medida
que me ha sido posible alcanzar."

Cada dedo debía tocar
con la fuerza de su respectiva constitución,
el cuarto es el más débil
(sólo siamés del dedo corazón)
Cuando empezó, su posición era
mi, fa sostenido, sol sostenido, si, do.

Quien alguna vez escuchó de su mano
determinados preludios,
fuese en casas de campo o
en las montañas o a través
de puertas abiertas en una terraza
por ejemplo de un sanatorio,
difícilmente lo olvidará.

Jamás una ópera compuesta,
ninguna sinfonía,
solamente esas trágicas progresiones
venidas de la convicción artística
y con una mano pequeña.


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san petersburgo – mitad de siglo
"Todo aquel que ayuda a otro
es Getsemaní,
todo aquel que consuela a otro
es boca de Cristo",
Canta la catedral del santo Isaac,
el monasterio de Alexander Nevski,
las iglesias de los santos Pedro y Pablo
en la que descansan los emperadores,
también las restantes ciento noventa y dos capillas
griegas, ocho católico-romanas,
una anglicana, tres armenias,
letonas, suecas, estonias,
finlandesas.

Bendiciones con agua
del Neva azul y transparente
en el día de los reyes magos.
Agua muy saludable, expulsa los cuerpos extraños;
Trae los hermosos tesoros
para el cuarto de madreperla,
para el cuarto de ámbar
de Zarskoje Selo
en las montañas de Duderhoff,
trae el mármol siberiano azul celeste
para las escalinatas.
Salvas de artillería
cuando se deshiela,
¡hijo de los lagos
Onega y Ladoga!

Concierto de mañana en la sala de Engelhardt,
madame Stepanov,
que recreó "La vida para el zar" de Glinka,
grita de modo antinatural,
el barítono Worojev ya decae.
En una columna,
con dientes blancos salientes,
labios africanos,
sin cejas,
Alexander Serguei (Puschkin).

Junto a él el barón Brambeus,
cuya "gran recepción en casa de Satán"
es considerada el colmo de la perfección.
el violoncelista: Davidoff.
Y luego los bajos rusos: ultraprofundos,
duplicando
en la octava los bajos normales,
el contrabajo puro y lleno
de veinte gargantas
ultraprofundas.

¡A las islas!
De nombre Kretowsky – lugar de placer,
palabra de placer–,
baskires, rusos de barba, galgos samoyedos
¡actividad de sensualidad y voluptuosidad!
Primera parte:
"Desde el gorila hasta la destrucción de dios",
Segunda parte:
"De la destrucción de dios hasta la transformación
del hombre físico"–
¡Aguardiente!
El final de las cosas,
un trago de coñac
¡ultraprofundo!

Raskolnikov
(totalmente en apuros con su visión del mundo)
entra en el Kabak,
bar vulgar,
mesas pegajosas,
acordeón,
bebedor permanente,
bolsas bajo los ojos,
uno le solicita
"una conversación razonable", restos de paja en el pelo.
(Asesino de otros:
Dorian Gray, Londres,
olor de saúco,
lluvia de oro color miel
en la casa –sueño de parque–
contempla un rubí de Ceilán para Lady B.,
alquila una orquesta de Gamelán.)

Raskolnikov,
muy tenso,
es despertado por Sonia "con la cara amarilla"
(Prostituta. Su padre
afronta la cosa "al contrario, de modo tolerante"),
ella dice:
"¡Levántate! ¡Ven ahora mismo!
Detente en el cruce de caminos,
besa la tierra, la que ensuciaste,
y ante la que has pecado,
inclínate luego hacia el mundo,
di a todos en voz alta:
Yo soy el asesino–,
¿quieres?
¿Vienes conmigo?"–
y él fue con ella.

Todo aquel que consuela a otro
es boca de Cristo–


●●●


pequeño aster
El cadáver del conductor
de un camión de cerveza
fue alzado sobre la camilla.
Alguien le había colocado entre los dientes
una pequeña flor
oscura–clara–lila.
Cuando le saqué el paladar y la lengua
desde el pecho
con un largo cuchillo
debajo de la piel
he debido rozarla
porque la flor se deslizó
hacia el cerebro vecino.
La guardé en el tórax
entre el aserrín
cuando lo cosían.
¡Bebe hasta la saciedad en tu florero!
¡Descansa en paz,
pequeño aster!


●●●


curetaje
Ahora yace con las piernas abiertas
en el anillo de hierro
en la misma posición
que cuando copulaba.

La cabeza esparcida, fugaz,
al igual que si dijera:
dame, dame, trago tu miedo
hasta mi abismo.

El cuerpo aún fuerte
resiste al éter,
se arroja:
después de nosotros, el diluvio
y el final
solo tú, solo tú...

Ceden las paredes,
mesas, sillas
llenas de ser, enfermas
de hemorragia,
amasijos sedientos
de caídas cercanas.


●●●


turin
"Camino sobre suelas rotas",
escribió ese gran genio del mundo
en su última carta–, entonces
lo llevan a Jena–; psiquiátrico.

No puedo comprarme libros
me siento en las librerías:
notas–, luego buscar recortes:–
así son los días de Turin.

Mientras la noble podredumbre de Europa
chupaba en Pau, Bayreuth y Epsom,
él abrazaba dos caballos de tiro,
hasta que su hospedero lo llevó a casa.


●●●


en parte
en casa de mis padres no había ningún Gainsborough
y nadie tocaba a Chopin
una vida intelectual francamente prosaica
mi padre estuvo una vez en el teatro
a principios de siglo
la "Haubenlerche" de Wildenbruch
de eso vivíamos
era todo.

Hace tiempo que todo terminó
corazones grises, cabellos grises
el jardín en territorio polaco
las tumbas en parte, sólo en parte
pero todas eslavas,
línea Oder-Neisse
sin importancia para el interior de ataúdes
que los niños recuerdan
y los esposos a ratos también
en parte, sólo en parte
luego prosiguen su camino
sela,
fin del salmo.

Todavía hoy, en la noche de una gran ciudad
terrazas de café,
estrellas de verano,
de la mesa vecina
calidad hotelera de Frankfurt
comparaciones,
si los anhelos de las señoras insatisfechas
tuviesen peso
cada uno pesaría trescientos kilos.

Pero ¡un fluido!
Noche ardiente
como en un catálogo de viaje y
ladies que emergen de los cuadros:
beauties increíbles
piernas largas, altas cascadas
no está permitido pensar sobre
su entrega.

Las parejas no pueden competir
no llegan, pelotas en la cesta,
él fuma, ella le da vueltas a sus anillos,
por lo demás, digno de reflexión
relación del matrimonio y la creación masculina,
parálisis o acción frenética.

¡Preguntas, preguntas!
Recuerdos en una noche de verano
vislumbrados, esbozados,
en la casa de mis padres no había ningún Gainsborough
todo hundido
sólo en parte, lo total
sela,
fin del salmo.


●●●


madre
Te llevo como una herida
que no se cierra sobre mi frente.
No siempre duele, y el corazón
no se derrama mortalmente por ella.
Sólo algunas veces, de pronto, estoy ciego y siento
sangre en la boca.


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construcción de la frase
Todos tienen cielo, amor y muerte.
Pero no nos ocuparemos de esas cosas,
la cultura se ha encargado de ello.
Lo nuevo es preguntarse por la construcción de la frase,
y esto es lo urgente:
¿Por qué nos expresamos?

¿Por qué rimamos o dibujamos una joven
directamente o como reflejo
o rayamos sobre un pedazo de papel
infinidad de plantas, copas de árboles, muros,
estos últimos
como gusanos con cabezas de tortuga
arrastrándose inquietantemente bajos
y de cierta manera?

Imponentemente incontestable.
No es cuestión de honorarios.
Muchos se mueren de hambre con ello. No.
Es un impulso de la mano,
teledirigido, una capa cerebral,
quizás un mesías retrasado, animal totémico,
priapismo formal a pesar del contenido
que luego olvidaremos.
Pero hoy la construcción de la frase
es lo primario.

"Los pocos que supieron comprender" –Goethe–
¿qué cosa?
Supongo: la construcción de la frase.


●●●


poemas estáticos
Ajena al desarrollo
es la profundidad del sabio,
hijos y nietos
no le inquietan,
no le penetran.

Representar corrientes,
acción,
viajar y llegar
es el signo de un mundo
que no ve claro.
Ante mi ventana,
–dice el sabio–
hay un valle,
en él se juntan las sombras,
dos chopos bordean un camino,
tú sabes– hacia dónde.

Perspectivismo
es otra palabra para su estática:
dibujar líneas,
seguirlas
según la ley del zarcillo–,
zarcillos chisporrotean–,
también arrojar bandadas, cuervos,
al rojo invernal de cielos matutinos,

luego dejar caer–,

tú sabes– para quién.


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amenaza
Para que sepas:
vivo días animales.
Soy una hora de agua.
En las tardes descansa mi párpado como bosque y cielo.
Mi amor solo conoce pocas palabras:
es tan bello estar cerca de tu sangre.




replay


manuel vázquez montalbán
(barcelona, 1939 – 2003)



lo nuevo, lo viejo, lo inevitable

Cuando en 1925 Alexander Rodchenko visita la Feria de Paris dispuesto a deslumbrarse ante el muestrario de la vanguardia europea, comprueba orgulloso y asombrado que son los jóvenes creadores soviéticos los que aportan las propuestas más audaces frente al “conservadurismo” formal de las vanguardias burguesas. Él, pintor, fotógrafo experimental, diseñador de interiores y exteriores, presenta en la Feria de Paris nada menos que un “club obrero” y la apuesta especulativa de los jóvenes creadores soviéticos va dirigida a “un nuevo destinatario social”, eufemismo que significa la desaparición del cliente burgués y su sustitución por el proletariado como nueva mirada complementaria de la mirada indagadora del artista. Tanto Rodchenko como la plana mayor de formalistas y constructivistas asumen la lógica interna de la evolución de las artes y consideran que el proceso de investigación lingüística sólo puede activarlo cualitativamente ese nuevo destinatario social y visual que no tiene la retina malformada por la apropiación de la obra como mercancía y objeto de propiedad estética personal. El burgués filisteo aparecía como el falso gozador maleado por las fijaciones de su gusto. En cambio, se concebía como libre y virgen la retina de un proletariado no resabiado, vanguardia de la Historia que necesariamente se convertía en vanguardia estética.
Del trío de artistas que contempla ahora la exposición del Reina Sofía de Madrid, Alexander Rodchenko es el más representativo de la poética revolucionaria soviética, que vivió una intensa década de creatividad entre 1918 y 1930. Una imagen obligada para cualquier memoria culta es la que recoge en un mismo espacio a Shostakovich, entonces jovencísimo músico, Maiakovski, Meyerhold y Rodchenko. Nada menos que cuatro renovadores fundamentales de la música, la escritura, el teatro y las artes plásticas unidos por esa búsqueda del nuevo destinatario social, supremo avalador de lo nuevo frente a lo viejo, que por el camino toparían con un intermediario no previsto que decidiría la batalla entre lo nuevo y lo viejo imponiendo lo inevitable.
Casi toda la vanguardia soviética de los años veinte procede de familias burguesas ilustradas, y han tenido acceso al patrimonio cultural contemporáneo, bien mediante la cultura escrita, bien mediante viajes que les han puesto en contacto con los centros de la vanguardia europea. Otras veces ha sido las visitas a salones de mecenas riquísimos como Tetriakov, Morozov y Shukin, los dos últimos inversores en pintura contemporánea que tras la revolución, de buen o mal grado, cedieron sus depósitos de obras de arte a los museos oficiales. Lo cierto es que al producirse la revolución estos artistas se identifican con ella y proponen desde una nueva arquitectura a un nuevo monumentalismo público y la aplicación de las artes a la producción y las formas de vida. Tatlin, Meyerhold, Malevich, Maiakovski, la Popova, la Stepanova, Rodchenko, el Lissitzky, Vesnin, Gabo y tantos otros se avinieron a hacer arte aplicado conectado con las necesidades revolucionarias sin perder sus propios códigos lingüísticos. Maiakovski escribirá poesía publicitaria y carteles, o prestaría su verbo a poesía, teatro, alocuciones de agitación conectadas con las masas. El concepto de arte aplicado de los artistas soviéticos va más allá de prestarse a diseñar decorados teatrales o ilustraciones librescas, y tanto Rodchenko como la Popova o la Stepanova diseñaron vestuario de trabajo, estampados para telas, trajes para happenings callejeros que se convertían en propuestas de nuevas formas de vida, porque para ellos no bastaba con cambiar la Historia si no se cambiaba la vida. Conectar la creación con lo cotidiano, sometida a las necesidades de ese nuevo destinatario social, es lo que lleva a Rodchenko a proponer su mono de trabajo, a El Lissitzky a diseñar tribunas públicas para oradores que rompen la liturgia del púlpito. Todos intervienen en la organización y el diseño de cabalgatas y cualquier tipo de manifestación conmemorativa o lúdica, porque la calle es el nuevo escenario, la realidad el vehículo total de la expresividad, y Maiakovski ha ordenado: “A la calle los futuristas, los tambores y los poetas”. “Los pintores y los poetas –proclamaba Volodia Maiakovski en el Orden del día del Ejército de las Artes– cogerán sin tardar los botes de pintura y mediante los pinceles de su arte iluminarán, cubrirán con dibujos las caderas, las frentes, los pechos de las ciudades, las estaciones y los siempre fugitivos rebaños de vagones” y Kandinsky solicitaba en 1919 la construcción del Monumento Universal a la Utopía: “Que este edificio se distinga por su ligereza y su movilidad. Su capacidad de cobijar no solamente a los que hoy viven en él, aunque sólo sea en los sueños, sino también a lo que hará nacer el primer sueño de mañana”.
Estos creadores pasaron de la obra singular, que respetaron incluso como una convención más de su código, a la producción seriada de estampados de tejidos. Utilizaron toda clase de soportes y experimentaron cualquier vehículo de protesta artística, como tratando de huir de los límites físicos condicionadotes de la mercancía: libro, sala de exposición, cuadro. Y en su afán de denuncia de lo viejo, Lila Brik, la amante constante de Maiakovski, se viste con un tenue vestido de gasa, sin ropa interior, pero, eso sí, no prescinde un cursi sombrerito de salón de té. Si revisamos el sino de la relación obra–revolución de los constructivistas, se aprecia un impulso creador osado y confiado en la complicidad política de Lunacharski o Trotski, buenos catadores de arte y literatura, impulso que permanecería hasta bien entrada la década de los veinte. Luego se presiente el final infeliz ante la reacción conservadora en nombre del utilitarismo y los grandes creadores de la política o la estética, o emigran o tratan de librar batallas posibilistas contra el mediocre orden que paulatinamente va estableciendo la nueva promoción dirigente, una mesocracia revolucionaria hecha a imagen y semejanza del todopoderoso secretario general, de organización y de las nacionalidades, José Stalin. Una victoria que dio ánimos a los jóvenes creadores fue la elección del arquitecto Meilnekov para que diseñara el pabellón soviético en la Feria de Paris de 1925; punto culminante de la edad de oro de la creatividad revolucionaria, y una derrota que auguraba males futuros, fue la imposibilidad de construir el Monumento a la III Internacional, ideado por Tatlin y juzgado escandalosamente innecesario en tiempos de necesidades más urgentes, mientras ya empezaba a prosperar una nefasta monumentalidad que llenaba de supuesto contenido revolucionario el continente formal del neoclasicismo zarista.
La Popova murió de escarlatina en 1924 y se libró de presenciar el desastre. La Stepanova y Rodchenko, quien después de haber incidido poderosamente en la evolución de las artes contemporáneas, con un prestigio extraordinario fuera de la URSS, acabaría sobreviviendo a base de pequeñas obras menores de propaganda, para morir en 1956, prácticamente olvidado. Tatlin no se resignó a desaparecer tan discretamente, y el genial urdidor de utopías construibles se atrevió a desafiar la imaginación burocrática en 1932, cuando empezaba su ascensión irresistible, proponiendo el Letatlin, una máquina voladora. Tatlin era el soñador tolerado, y en 1941 se presentó con el proyecto de su gigantesco decorado: un camuflaje de la ciudad de Moscú para despistar a los nazis alemanes, que avanzaban hacia la capital soviética. Los creadores constructivistas, futuristas y formalistas que quisieron seguir en activo tuvieron que volver a la pequeña pieza singular que no iba a llegar al destinatario social porque se interponía el gusto del Estado, decretando que sólo el realismo socialista era el código que debía ser favorecido mediante encargos. Un pintor de grandes superficies como Filinov escondió sus creaciones durante décadas, se murió de hambre durante el asedio a Leningrado, al que contribuyó la División Azul española, y sus pinturas no volvieron a ser expuestas hasta el “deshielo”. En cuanto a los grandes del constructivismo, sus piezas fueron permitidas en los museos como testimonios de un intento de vanguardia desconectado de la pintura necesaria, épica e historicista, rigurosamente realista, que les sustituyó. Lo que tenían el constructivismo, el cubismo y el futurismo de eslabones entre el pasado y el futuro de las artes se convirtió en la URSS una cadena cortada. Buena parte del proyectismo arquitectónico, escultórico, monumentalista en general, de los años veinte, considerado como el más avanzado del mundo por la crítica vanguardista europea, quedó en eso, en proyectos, mientras los tribunales estéticos concedían el premio de proyección de un Monumento a los soviets a un pisapapeles gigantesco ideado por Yorfan y rechazaban proyectos que llegaban avalados por la punta de lanza de la modernidad revolucionaria. Hay que añadir que el tribunal concesionario lo presidía un político con tanto criterio artístico como Molotov.
De la foto de Shostakovich, Meyerhold, Maiakovski y Rodchenko puede extraerse un balance postrimero estremecedor. Maiakovski se suicidó porque no podía soportar el “odioso sentido común”, entre otras causas más emotivas, como el reproche de los “escritores proletarios” a sus ínfulas formalistas, Rodchenko acabó entre subalternidades, a Shostakovich, Pravda le criticó su obra Lady Macbeth de Mzensk, porque no la podía silbar un obrero mientras se afeitaba, en cuanto a Meyerhold, acusado de formalismo, su teatro fue disuelto en 1938 y murió alrededor de 1942 en circunstancias de internamiento no excesivamente aclaradas pero clarísimas.

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ronald sukenick
(Brooklyn, 1932 – 2004)



introducción a black ice

Cuando primero empecé a ocuparme de la revista Black Ice algunos años atrás, decidí invocar un criterio de diversión para aceptar manuscritos: publicaría todo lo que no pudiera comprender, cosas que nunca hubiera visto antes. Pero ¿qué hay sobre la calidad?, pueden preguntar. Bueno, medio que decidí que la calidad se cuidara sola –porque ¿como decidir sobre la calidad de algo que no entiendes? –¿O algo para lo cual no hay comparación? La calidad es un juicio después del hecho –después del hecho de haber clasificado, procesado y digerido una pieza –cuán aburrido– comparado con la experiencia especulativa de vagar, maravillarse, hallar algo misterioso que provoque tu imaginación. Cierto, no son criterios adecuados para aquellos atraídos por la satisfacción de una buena historia de detectives, pero puede ser atractivo para los lectores interesados en las sorpresas de lo desconocido.
Los criterios son medidas usualmente asociadas con calidad o excelencia. Pero ¿qué hay con los criterios que miden el parecido con la experiencia real, la experiencia de moverse a través del mundo con todas sus contingencias, desconocimientos y cogniciones fragmentarias? –¿Qué hay con los criterios que no miden la experiencia sino que introducen más experiencia, que introducen vías para llegar a la experiencia, o incluso formas de lidiar con ella? Quizás es tiempo de recuperar la patética falacia –en el terreno de que el aburrimiento es mejor representado en el arte aburrido, pero no por mucho– y aburrido en el sentido en el que Proust es aburrido, o Wordsworth en el Preludio– y la excitación debería ser llevada a cabo por el arte excitante, esto es, por la excitación en un nivel paralelo a la experiencia. En otras palabras, los criterios deberían medir la calidad de la experiencia ofrecida, ya sea si la experiencia es experiencia de arte o, digamos, social.
Pero hay diferencias en la calidad, después de todo, y necesitamos referenciarlas de alguna manera.
Tales diferencias son hechas en el Cielo –o lo que conocemos del Cielo, que es el reino de lo extremo– donde, entre otras cosas superlativas– residen el Conocimiento, la Pericia y la Experiencia –que emiten autoridad y la autoridad es persuasiva, nos persuade de que vale la pena prestarle atención –porque se ocupa de una misión de descubrimiento, una misión en la que puede fallar, pero en la cual está mejor equipada para desechar lo viejo de lo nuevo, y lo interesante de lo meramente nuevo.
En esta misión hay muchos errores para cometer, errores que solo pueden ser corregidos mediante el éxito, y misiones más exactas. Es esta misión arriesgada en la creía sería divertido meterme con la revista Black Ice –para mejor y para peor. Afortunadamente, el coeditor Mark Amerika y otros editores de éxito han probado ser exploradores.
Cuando Black Ice se hizo electrónica, una nueva consideración se hizo aparente: este es un medio en el que todo es nuevo, en el que incluso el trabajo más tradicional es nuevo porque está enmarcado de otra manera. Escribir para la pantalla no es lo mismo a escribir para la página –hay una cualidad maleable y plástica en la pantalla que evidencia la continuidad de la escritura con las bellas artes, empezando por la caligrafía. Todo tipo de posibilidades surgen, desde la letra que puede moverse por la página y el dibujo que puede ligarse con la escritura, hasta usar movimiento y sonido de varias maneras –por ejemplo, le estoy dictando esto a mi programa de reconocimiento de voz, el cual tiene su impacto en términos de estilo. Así que una de las variables en las elecciones para esta colección es la explotación de las posibilidades del medio. El aspecto multidimensional de la computadora es fascinante –despliega un posible rango entre el haiku hasta la opera de salón. Prepárense –todo tipo de híbridos están por salir al mundo.





replay

v de black



pingüino de diamante (wiley wiggins
Había una vez un pingüino anaconda de diamante que dijo “Se llevaban los prisioneros en los barcos en filas indias”. Este Diamante estaba oxidado por el desuso, y se hallaba perdido en el bolsillo del abrigo de una adolescente, junto a una carta de amor de un chico retardado que se sienta en el pasillo C, bajo el ojo vigilante de un gran tigre de Bengala. Cuando juegan, ella le pone el ojo negro y espesas secreciones mucosas le corren por la cara, pero secretamente se comunican de la misma manera que las flores se hacen el amor: en el viento y en las delgadas alas de los insectos. Disponen planes en atrevidas fotografías que reproducen, emborronadas y contrastadas en geométricos diseños negros que poco tienen que ver con las imágenes originales. Estirar pequeña columna y dormitar todo el día bajo el sol como un gato. Las uñas de metal verde del robot–mamá despiertan a las larvas a las nueve a.m. con ojos de reloj digital y las crías comienzan a alimentarse, todavía en lo oscuro, dado que aún no tienen ojos, y la robot–mamá ve por infrarrojo. Las marcas de calor de las larvas muestran su género y edad mientras engullen proteínas regurgitadas con suaves mandíbulas translúcidas. Le maldijeron la espalda al chico retardado en el juego de halar la cuerda y ahora su piel se pudre a una edad tan temprana, se ve tan atrayente con su casco de seguridad… los secretos de la cocina mexicana tan a mano. Un hombre con pantalones de hierro tan rectos como tuberías PVC recorta nombres de rollos de listas. Es una isla de dignidad en una colmena de niños retardados, podridos, y larvas.
El hombre poseía dieciséis pollos a la hora de llegada (en este país, eso es una fortuna). Un país de maravillas de pollos. Una fiesta de pollos en verdad. Ahora solo tiene ocho pollos. Los niños tienen la culpa. Se llevan sus pollos y los devoran vivos en los baños públicos, dibujan graffitis en las paredes con sangre de pollo. Pandillas de chicos merodeadores, en frenesí de droga, empapados en sangre de pollo, bailando break, o lo que sea que hagan.
Se envían señales secretas por rayos de patrón emitidos por iris, parece un rayo iridisado de luz helada, pero brilla solo por un instante como relámpago, tan agudo como hilo.
El amor es real, pero nadie se lo merece, es el mensaje especial en los titulares de las 6 p.m. y el café se enfría en el comedor. Lupita, la que sirve el almuerzo, observa civilizaciones formarse en la superficie del líquido negro.
Se forma una gran guerra. Los Reyes del este envían emisarios de guerra al suroeste, donde los clanes de los hombres–bestia recogen el calor del hierro allá abajo en sus pozos de calor telemétricos. Chispas de luz danzan en la superficie del café mientras el mundo se enfría y muere como molde poniéndose blanco y muerto en el tiempo de un ojo divino. Lupita se aburre y enciende un cigarrillo. El hombre regresará pronto por su sopa. ¡Pollo, pollo, pollo!
Abrazable como un oso de peluche relleno de amables vidrios rotos. “Lo llamo crujiente.” Niños sin dientes se arrastran a través de los falsos techos y chupan los gases fluorescentes de las fuentes de luz. No me preguntes como lo hacen, hombre, soy un “idiota”. Las uñas penetran la cáscara pegajosa de una naranja y varias piezas de ropa interior giran gritando en la portezuela de una maltrecha secadora verdegris. Lápiz labial punk–rock en una maestra de primaria de mediana edad. Como para vomitar. Grabadoras sobresalen de los muros en tallos de coral, para los padres que vienen a votar, dejadas sin cintas para los niños como en una escena de crimen. La mujer más hermosa que jamás haya vivido compra una barra de caramelo y se saca los mocos, revisando después el dedo para ver de que color es. Los niños se arrastran a través de los conductos de aire y hacen pactos secretos en los espacios entre paredes. Vete a saber, estoy cansado de ser sicoanalizado por chicas de dieciséis años que creen que Tori Amos es una especie de artista visionaria.
El Transformer–Hitler–Jesus–Camión de Basura; he ahí un artista visionario. No solamente voy a patear tu aparato de televisión, también voy a poseerlo brutalmente mientras aún esté conectado.
Brillo variable en rosarios oscuros y patas de araña en aviones a propulsión con combustibles de yogurt de frambuesa que nunca volarán. Pilotos de la fuerza aérea piden velocidad en sus cabinas y lloran porque nunca verán otro episodio de Tres es compañía. No te preocupes, nunca lo volveré a dejar colgando otra vez. De ahora en adelante, soy un grano seco. Un segmento olvidado de piel descolorida.
Un ojo mira a través de las persianas a través de la calle. Un camión arrastra una nube de polvo tras de sí, brillante caótico movimiento browniano materializando la luz del sol. Haz que llueva, por favor, haz que llueva. Haré un poco de esa estúpida danza de la lluvia en el jardín y todos los vecinos me mirarán y haré ruidos raros indios, solo para traer precipitación, coño. ¿Huh? Quiero un derrame torrencial a plena luz del día, el sol aún brillando imposiblemente, y un millón de pequeños y delicados arcoiris claramente definidos, ya no borrosos, sino completamente tangibles y de repente un poco siniestros. Las flores se marchitan y llueve insecticida, el cielo es como diarrea. Llueve simple cola caliente. Llueven curitas coaguladas y pegajosas.
Hace calor. Afuera es como la entrepierna de una prostituta de ochenta años en México en agosto. Se forma un falso techo de madera fragmentada sobre el mundo. El Family Channel y el Disney repentinamente promueven el suicidio. El presidente sale en televisión para decir “coño, estamos jodidos”, y enciende una pipa de crack mientras la Primera Dama mata a golpes a la primera hija con un palo de golf. La población mundial de abejas regresa de Alaska, pero ahora están hechas de algún metal rojo y pueden hablar en todos los idiomas del mundo.
“Humanos”, dicen.
“Vamos a comenzar a matarlos ahora.”
Y así lo hacen. Los niños y los pacientes mentales escapados forman tribus bárbaras de guerreros–sacerdotes, usando pedazos de equipos deportivos y cortinas. Matan y devoran todo lo que ven y se ocultan de las abejas durante el día. El hombre con los pantalones como columnas de hierro se cuelga en la lavandería junto a los panties girantes de Lupita. Los tres pollos que quedan van al nido, y pronto todos estarán pintando huevos de Pascua. Eso mantendrá ocupados a los niños. En lo que a mí respecta, aún estoy aquí. No estoy seguro quién soy o que estoy haciendo exactamente, pero estoy seguro de que todo debe estar en orden. Si algo andara mal, sería notado y arreglado por el pertinente pingüino de diamante.

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espectáculo de arte (michelle albert
Viajo a lo largo del país visitando amigos y cuando llego a tu pueblo, me invitas a quedarme en tu casa. Nos pasamos la tarde tomando vino y hablando. Estamos mareados y contentos a la hora que decidimos despedirnos. Voy al baño y cuando salgo estás parado en el umbral. Sonrío. Buenas noches, digo. Buenas noches, dices tú. Pero ninguno de los dos nos movemos y la distancia entre nosotros parece tonta. Creo que no hay razón para esta situación embarazosa.
Así que digo Okay una vez más. Buenas noches. Y sonrío y me acerco a ti y nos abrazamos. Un abrazo tentativo, pero entonces nos apretamos el uno al otro un poco más fuerte.
Me divertí esta noche, dices tú. Conversamos boberías, nos hacemos bromas. Mi cara está enterrada en tu cuello y mis ojos están cerrados. Corro mis manos por tu espalda. Haces lo mismo y me abrazas más fuerte y puedo sentir que estás dispuesto.
Estábamos tratando de fingir que era un abrazo platónico de buenas noches pero no podemos más, y tú gimes, agarras mis hombros y me empujas contra la pared. Aprietas mis manos y besas mi cara, mi cuello. Echo atrás mi cabeza y tiemblo. Susurro Hazme el amor.
Me subes la blusa más allá de los senos, los aprietas, los besas, los muerdes. Me quitas el short y me dejas los panties por los tobillos. Libero una pierna y tú corres tus manos por mis muslos, abriendo mis piernas mientras tanto. Entonces te incrustas en mi. Duro. Mis brazos en tu espalda, clavo mis uñas en tu piel, muerdo tu hombro.
Te lanzas más profundo en mi, te incrustas como si estuvieras tratando de clavarme a la pared. Y me siento a mi misma hundiéndome en el recubrimiento, siento la pared deshaciéndose detrás de mi. Con cada sacudida me hundo más y más profundo.
Y ahí es donde me encuentra tu novia al día siguiente: empotrada en la pared, con las piernas abiertas, el short y los panties colgando de un tobillo, mi blusa empujada hasta la barbilla. Sobresalgo de la pared como un horrible grabado erótico a relieve.
¿Qué crees?, le preguntas a ella.
Un poco extremo. Aunque luce muy vivo, dice ella, y pasa sus manos por mi cara, vientre, senos. Me gusta. No es tu gusto usual.
Lo traje para ti. Le sonríes. Pensaba en ti cuando lo colgué aquí anoche.

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¿cuándo me infectó? (bayard jonson
me habrá infectado con su fluido de amor y saliva caliente y sangre lunar moribunda, con el corte en su labio, con su mordida juguetona, el tatuaje de su uña a través de mi espalda, su hemorragia de muerte, con las lágrimas que lamí de sus ojos, la leche derramándose de sus tetas, el sudor cubriéndole las costillas, la flema en su garganta, su mucosa de río, el almidón que ella cultiva, su diente con absceso, su herida de chancro, su uña enterrada, el borde su vaso y saliva en el tenedor, su tos constante, con la sangre de sus rodillas y caderas y espina dorsal, cuando me arranca la lengua, en nuestro accidente sangriento de automóvil, rescatado por asaltadores, revivido por CPR, sangrando en mi boca, con el fluido meningal derramándose de sus orejas y nariz, con su tuétano infectado, con el transplante de su pequeño corazón enfermo, compartiendo la misma guitarra y tocando hasta que nos sangraran los dedos, jugando a los hermanos carnales, teniendo el mismo tubo de pasta dental, compartiendo un cepillo con sus encías sangrientas, mojando papitas fritas en la misma salsa, mordiendo demasiado profundo en la misma carne, prestándome sus jeringuillas, con su saliva en el auricular del teléfono, con su pus, cuando su ropa interior me corta la piel, con las secreciones de los folículos de sus cabellos arrancados, con el aliento húmedo y tibio que chupo de sus pulmones, cuando uso su hilo dental viejo que recojo de la basura, cuando vuelvo a usar sus suturas, compartiendo los binoculares, con sus lesiones, su diarrea, usando el cepillo de pelo equivocado, cubierto por vidrios rotos, a través del teléfono, cuando le damos a la misma tecla, cuando el preservativo implosiona, cuando nos cortamos con el filo de la tarjeta VISA

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peter (jeffery deshell
Merezco un descanso hoy, así que levántate y vete (McDonald, por 1987). Con estas palabras, las primeras palabras que llegan a su conciencia “cantadas” mentalmente para él en una representación bastante acertada de la melodía, Peter salió de la cama y fue hasta el baño para orinar. Tenía un día completo planeado. Miró al reloj de pared Leningrad Cowboy ($149.95, Sharper Image Bel Air o Big Ben’s en Fashion Island): ya eran las nueve y media. Hora de salir.
Terminó de orinar, descargó y se miró en el espejo sobre el lavamanos. No estaba mal, pero la barba tendría que irse. Haría que Wanda lo hiciera; a ella le gustaba hacer ese tipo de cosas, probablemente usaría algo liviano (esa cosa cara de abalorios transparentes (Kritzia $2700), o ese camisón de seda Bill Blass ($900)), mientras rasuraría su cara con la navaja, cantando Puccini o alguna de esas basuras –no, no era basura– cuidado con poner mentol Edge en esa corona de pistachos. Ella seguramente querría grabarlo en video, o tal vez incluso hacerlo en el Club Stick, hacer un fenómeno (su palabra) de eso. Trataría de convencerla para que lo afeitara desnuda, en el baño de ella, sus pezones rozando los hombros de él, como la versión restringida de ese comercial Schick, ese donde, de alguna manera, la chica tiene en el estómago una franja de crema de afeitar… o esa película, ¿cuál era? ¿con Travolta? Fenómeno, por supuesto (vaya coincidencia) ¿No era aquella en la que él hacía de ángel? No, esa era alguna otra. De todas formas, ella le daría la vuelta lentamente, se pararía tras él, su cabeza contra su vientre, su matorral restregándose contra su hombro, mientras suave y cuidadosamente, le quitaría su (decididamente pequeña) barba. Y después que ella lo afeitara a él, quizás él la afeitaría a ella, eso sería lo justo (quizás podrían filmarlo en video).
Sostenía el pene, pequeño Pete (pequeñito Pete), en su mano y se estaba endureciendo. Pete y repete. No había tiempo para masturbarse ahora (¿Cuándo regresaría Wanda?), tenía que hacer algo de trabajo (un reporte sobre jazz ácido) antes de encontrarse con Kay para almorzar. Era su ritual, su rutina, cada día de la semana (cuando ambos estaban en la ciudad) desde la escuela preparatoria. Él y Kay almorzarían en Marinetti´s (Tony Curtis era el dueño, padre de la vaca Jaime (a pesar de que ella estuvo medio buena en Trading places)), precisamente a la una de la tarde, en una mesa cerca del fondo (no cerca de la cocina, ciertamente) y con la pasta (primavera ($17.95) o alfredo ($14.95)) y una copa de vino (casi siempre Pauillac Pichon Lalande ($12.95) o a veces St. Julien Gloria ($6.95) (Kay)) y ravioli de pato ($15.95) o cabello de ángel con pesto ($10.95) y una o dos cervezas Sierra Nevada ($4.95 [Peter]), discutirían partes de sus vidas (asuntos de propiedades de viviendas, [ella], y la escuela y entonces, más tarde, proyectos de trabajo y arreglos de compromisos (matrimonio, él) y planearían dos o tres veces sus viajes anuales (él había liberado a Pete hacía un tiempo para que volviera a su tamaño normal). Habían dos asuntos que nunca eran mencionados: los padres de él y los novios de ella (Pete los odiaba a todos (uno o dos de los cuales incluso estaban cinco años en el rango de edad de Pete)). Kay siempre pagaba. If you live through this hmm hmm hmm I will die for you (Hole, Mother May I Music, BMI 1994); era hora de irse; ducharse (Zest y Paul Mitchell $4.99 (no estaba caliente como Gabriella Reece, ¿o era para la Nike?)), cepillarse los dientes (Rembrandt 6 oz $7.99), vestirse, revisar el e–mail (más tarde se afeitaría) y ver como andaba el mundo (virtual). Con suerte se quedaría en casa hasta la hora de almorzar y no saldría a la calle o a la oficina hasta las dos y media más o menos, aunque le hubiera gustado comer algo y había un Bucks en camino al trabajo.
Después de terminar en el baño, volvió al dormitorio para ponerse su ropa interior de algodón verde Fall into the Gap ($8.95), jean shorts grises ($12.95 en venta), cinturón de cuero negro de Hard–On Leather ($49.95), pulóver negro de Ministry (Jesus built my hot rod (tal vez un regalo de alguien –¿Freddie?– o alguna basura promocional de la oficina)) sin medias y Puma Trainspotters en blanco y negro ($59.95 (Eh mate ‘airs me fickin ‘eroin Shute yer fickin gob)). Mientras se ataba los cordones le echó una mirada ausente al montón de ropa sucia (Tina ($14 la hora) estaba de vacaciones (tendría que salir o hacerse su propia comida)), y advirtió una forma geométrica regular entre el suave caos de la ropa sucia: el control remoto de su equipo (Sony CVC3000, regalo de cumpleaños de Wanda o, más precisamente, del padrastro de Wanda (probablemente habría costado cerca de $599)). ¡Lo había estado buscando hacía días! Un presagio, tal vez, de un día verdaderamente increíble. Lo levantó y lo apuntó a la caja de la esquina. ¿Qué tienen las ondas radiales para ofrecer?
¡KROQ apesta! Escúchenos de todas formas. Él sonrió. Le encantaba ese comercial y lo repitió en alta voz: ¡KROQ apesta! Escúchenos de todas formas. Pensó en ir a su cocina (sin leche) o a la de Kay (la cocina en la casa principal ($300,000 en 1980, probablemente 1.5 millones ahora)), pero después se lo pensó mejor, no quería hallar a (¿quién era esta semana?) Pavo, descansando en el jacuzzi (Hola, Pavo, ¿quiay? ¿Qué? ¿Cómo te va? Bien… pausa incómoda ¿Y a ti? Bien… otra pausa incómoda ¿quieres tomar algo? Quien necesita esa mierda. I’m a loser baby, so why don’t you kill me (maldito Beck)). Mientras pudiera evitar líos, podía saltarse la comida, buscar algo mientras iba a almorzar o, si tenía que ir a la oficina, recoger un latte doble en Bucks. Apagó el radio y fue al cuarto grande (el estudio) donde estaban sus juguetes: su teclado Yamaha de seis años PSR 320 ($499), su televisor de 32 pulgadas (tenía que haber comprado el de 35, maldición) Sony XBR tv ($1499 (gracias, padrastro de Wanda)), Sony SVHS 528A ($599 de costo) y Mitsubishi 3568 ($499) caseteras de cintas de video con un mezclador de video Panasonic 14A ($400), un Nintendo 64 ($199 en venta) con distintos cartuchos (FIFA Football, Super Super Mario Brothers, Sim City Deluxe y Total Recall, todo en $59.99), su Yamaha (RV901 $399) y JBL Home Theater System (SCS120 $1299), una cámara de video Sony 8 mm con monitor LCD a colores (CCD–TRV22 $700), un poco usado Powerbook (Mac todo el tiempo) 1400cs (36 megas ram 750 megas disco duro [$2699] que estaba realmente cogiendo polvo mientras Tina estaba ausente), y su nena, una minitorre de 240MHz, 64MB, 4 GB with a 12X CD–ROM Powerbase ($2699) con drive interno Jaz ($499), display Sony 17sfII ($799 en rebaja), bocinas para computadoras 3–way Cambridge Soundworks MicroWorks ($349), una impresora HP DeskJet 870Cse ($499), y un Fax/Modem Global Village 112 bps nuevecito (en préstamo de la oficina costando cerca de $400 por MacMall, suponía). Más software diverso. Okey, Scully, hora de irse, porque la verdad está allá afuera.

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de el libro de lázaro (richard grossman
ir abajo y en la alacena habían drogas y me di un disparo y eso me satisfizo aunque no como ningún tipo de liberación sino con un sabor en la boca a aceite de pescado y paprika de un restaurant húngaro barato y me puse de manos y rodillas y me arrastré hasta la puerta y terminé arrodillado frente a una mujer desnuda de cuerpo voluptuoso que sostenía un termómetro y quería metérmelo por el recto y yo tenía miedo de que si ella lo hacía yo me vendría y yo quería hacerlo de veras y necesitaba una inyección de nuevo inmediatamente para volver a arreglarme y especialmente mi hígado y la aguja estaba en mi brazo y sentí ese pequeño dolor que señala un fin a la miseria y me encontré en una cena que tenía lugar en el escenario de un teatro con favores y gente haciendo ruido y llenando bandejas de hamburguesas dobles y me daba cuenta de la presencia de un público grande y sentí un deseo espontáneo de satisfacerlos y entretenerlos y vino un camarero con champagne y murmuró algo en mi oído mientras al otro lado de la mesa había una pareja de ancianos y el hombre usaba una chaqueta de doble pecho con un emblema de yates en el bolsillo y había diamantes en cada uno de los dientes superiores de la anciana y tenía una tiara en su peinado y el hombre tenía un sombrero amarillo de remar con una cinta plástica negra y parecían hablar desaprobatoriamente de mi ya que hacían muecas y yo abandoné la mesa y caminé hasta las alas del teatro donde varias sogas sostenían un andamio que colgaba sobre el escenario y cogí una de las sogas y la desaté y la soga me lastimó la mano mientras se deslizaba por el aire y hubo como un chillido muy alto y el andamio se inclinó y cayó en un extremo de la mesa del banquete y varias sillas se cayeron y la anciana corría por el escenario con una herida en la frente y la tiara se le había caído pero el público se había quedado en silencio y el hombre con el sombrero de remar vino y dijo que algo tenía que hacerse pero yo no pude entender por que se quejaba él y fui por uno de los pasillos hasta la salida y estaba a unos pocos pasos de las puertas giratorias cuando el público corrió por los túneles de los balcones superiores y los pasillos excavados en el interior del edificio y se empujaban unos a otros y empujaban carritos de compras y parecían estar buscando cosas para comprar bajo las luces de neón de la tienda del teatro cuya propuesta principal era el gran descuento del almacén de juguetes y había una sección en la tienda donde se impartían lecciones de catecismo y una hilera de patos de madera estaban en un estante junto a la clase y uno de los patos empezó a hablar y tenía una boca con bisagras como la boca de una marioneta y había otra sección de la tienda que tenía serruchos de mesa y taladros y el hombre del sombrero de remar estaba ocupado taladrando un agujero en un pedazo de madera que resultó ser uno de los patos de madera y el metal chirriaba en el culo del pato y al pato no parecía importarle mientras su boca se movía en las bisagras y cuac cuac tan rápido que parecía una máquina funcionando y la sangre corría como un río fuera del culo del pato aunque el río tenía trozos de grasa amarilla flotando en él y la grasa cayó al suelo del almacén en pilas suaves y comenzó a derretirse lentamente en la sangre que cubría el suelo y el hombre con el sombrero de remar se subió las mangas y tenía cicatrices en sus brazos que no eran precisamente pistas aunque se movían junto a sus venas y eran más como postillas cruzadas con cabellos como los cabellos en antebrazos de mujeres y sus músculos rocosos subían y bajaban entre sus muñecas y hombros y se fue y usaba un delantal y yo pensé por un instante que era Gepetto del cuento de Pinocho y que estábamos en ese tipo de situación de taller y comencé a retroceder porque el pato estaba en el suelo y atacaba mis tobillos mientras se revolcaba en su grasa y sangre y yo me ponía aprensivo y tenía pánico porque creía que el pato era venenoso y contenía veneno de araña viuda negra y me habían dicho hacía tiempo que había una cura para ese veneno pero que tenías que buscar un árbol y yo comencé a creer que podría haber un departamento en el almacén que se especializara en el tipo de árbol que aliviaría el dolor de la picada de una araña viuda negra y paseé por las avenidas de juguetes mientras mantenía mis ojos pegados en el pato que conocía su propio sendero de ataque porque el pato sabía donde yo iba y había planeado una estrategia y tenía un mapa en su cerebro que contenía todos los aspectos del almacén y habían flechas en su mapa que iban en ángulos rectos por la tienda y en determinado punto la punta de la flecha del sendero de los patos harían intersección con mis pies mientras se movían por los pasillos del almacén y me envenenarían antes de que pudiera tener acceso al árbol que necesitaba pero estaba de suerte había una librería al otro lado de la calle y entré para buscar revistas porque quería aprender como escapar de la mordida de la araña viuda negra y un número de periódicos de fisiculturismo con fotografías de mujeres con físicos esculturales que apretaban bolsas y hacían muecas y lucían ridículamente felices de estar levantando pesas y hombres que las sostenían como prima ballerinas pero no se habían afeitado y no estaban presentables en los estantes y una de las revistas se llamaba dumbbells in hiding y otra se llamaba preciosos momentos y estaba yo parado en la proa de un bote que me traía de regreso de un país lejano y tenía una vaga idea de que iba en la dirección equivocada y cantaba para mi interior pero no podía darme cuenta de lo que estaba cantando y no me daba cuenta de lo que salía de mi boca o incluso de lo que trataba de cantar aunque me daba cuenta que cantaba algo pero no había manera de darme cuenta que tipo de canto estaba yo haciendo mientras las olas envolvían los costados de mi bote que me llevaba en dos direcciones a la vez y estaba mirando a un dispositivo que descansaba contra una cosa que tenía una palanca sobresaliendo de arriba y temibles mandíbulas hechas de bronce y pensé que era equipo de oficina o usado para cortar ropa pero comenzó a moverse como se movía el pato y la palanca se movió hacia adelante y atrás y las varias partes de la máquina se dispusieron de forma tal que recordaba algunos aspectos de conducta de un ánade aunque me di cuenta de que no podía envenenarme porque estaba totalmente vacía y fabricada de metal y de aire marino y eso me hizo tranquilizarme hasta que sentí un dolor agudo en mi costado y me di cuenta que de alguna manera la máquina podía saltar en el aire y atacarme en cualquier parte blanda y vulnerable de mi cuerpo y comerse mi ojo por ejemplo o morderme los huevos o arrancarme uno de mis dedos y supe que mientras esa máquina estuviera ahí yo no tendría donde esconderme





replay

jorge alberto aguiar –jaad–
(la habana, 1966)



borde (libro en proceso ´07



primer poema de borde

1
todo lo que necesitas
y quieres dinero
fuete diario

2
de ciudad a campo
(te lías en místicas
fabricas ecología) ¿pero
cómo evadir la realidad?
humano-cebolleta
en sacos de producción

3
pincha
corta
punza
zarpa
mete baza
cuerpo en paila

charcutería civil
políticas del desplazamiento

lo demás vallas
vallas hermosas
fatigosa publicidad


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segundo poema de borde
lindes inciviles duras
finanzas

cualquiera de nosotros cuenta
pesos
por el hueco del ojo
ve accesorias

vidrieras de vía
pública ansiedad
privada de cavar por boca
cualquier deseo de consumo o libertad

nosotros somos
nadie aglomerados en tensas
multitudes

recorrer perímetros para morir
acuchillados

no puñales
duras finanzas vida
al borde


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sexto poema de borde

I
no había resuello
buscar pesos
chistar dedos en
finanzas domésticas

mete carne al molinillo
de la necesidad
ve con cuidado
son barrios donde los obreros
del crimen
trabajan fino
saben lo suyo

bordea el puerto
bordea los elevados de la ciudad
bordea tu vida

II
magulló sus 15 años
contra los muros
del Archivo Nacional
contra el paredón de la memoria
sangre y semen
dos pisos más arriba
entre folios
un historiador contaba el vicio
de no sé qué época
cuando impune matones
bordeaban la ley

III
villorro de país para
el miedo
callejuelas que no llegan
a opacos ministerios
al borde de
bordes que
nos cortan

IV
la subimos a un jeep
militar
gemía aun (o lloraba)

V
escritura
terrosa
filtra el pus
tira el cuaderno de apuntes
cualquier biografía o crónica
vida a destajos
mete carne al molinillo
de la realidad

VI
cuando llegamos al hospital
había muerto




replay

damián tabarovsky
(buenos aires, 1967)



vista en miniaturas


¿Usted plantea que la literatura está en crisis?
La literatura está en crisis porque la cultura es la crisis. No es que está en crisis porque pasa algo exterior a ella. La literatura, como a mí me interesa, pone en cuestión otros discursos, entonces hace de las crisis su pasatiempo favorito. Todo escritor contemporáneo tiene la sensación de que es el último escritor, todos viven en esa vanagloria porque la literatura es un arte casi epigonal. Lo que a mí me importa de la literatura es encontrar contenidos políticos en discursos que aparecen como políticamente neutros. Pero hay otra dimensión de la crisis, la sociológica, que es de la que más se habla, pero que no me interesa: por qué los libros no venden, qué hay que hacer para que la literatura vuelva a atrapar a los lectores. Durante el menemismo, la literatura argentina empezó a ocuparse de que las novelas y los cuentos cautiven al lector, que los finales sean efectivos, que los personajes sean verosímiles o las tramas interesantes. Son todas cuestiones secundarias que apuntan a que la literatura se vuelva eficiente. Así como hubo un discurso de lo eficiente respecto de las privatizaciones o del delivery a domicilio, la literatura fue porosa a esos temas y se convirtió en una literatura eficiente.

¿En su concepción el problema residiría en que la literatura y el arte nunca buscan la eficiencia?
Sí, yo los concibo como diletantes, ineficientes. El escritor o el intelectual son figuras sospechosas porque son diletantes, ineficientes, torpes. Me interesa la inmadurez literaria, como escritor quiero poner a la ineficiencia en el centro de la literatura. Aquellos escritores con quienes comparto la crítica política ideológica al menemismo y a la época son los que llevan la crisis al corazón de su literatura, porque cuando General Motors hace marketing, está mal, pero cuando ellos lo hacen desde una editorial es porque simplemente un libro se acerca al lector. Acá hay una línea de continuidad que es interesante desmontar. Esa influencia del marketing llegó a los textos, por eso se convirtieron en complacientes y lo que se valora es eso: que los cuentos tengan introducción, desarrollo y conclusión, que no se experimente, que no se innove.

¿Qué sucede con las vanguardias artísticas en ese contexto?
El problema es que la literatura suspende cualquier discusión con las vanguardias, que aunque han entrado en crisis hace mucho tiempo, podrían ser un horizonte donde vale la pena sentarse a discutir. Pero la literatura argentina de los noventa dio por clausurada esa discusión casi festivamente: ¡qué bueno que se terminó esa neurosis, ahora podemos dedicarnos a tener lectores! Pero fracasaron los textos y el mercado. Todavía vale la pena seguir polemizando sobre literatura, pero buena parte de mi generación no reabre estas preguntas que suponen clausuradas.

¿Por qué?
Creo que toman como un éxito el fracaso de las vanguardias, que ponían en cuestión la relación entre la vida cotidiana y la literatura, la literatura entendida como una experiencia de la otredad, de la ruptura y de la disolución. Algunos lo viven con pesar o son nostálgicos de la vanguardia, otros lo vivimos con perplejidad en una tensión entre añorar eso que pudo haber pasado y saber que eso no va a volver más. Pero hay un largo grupo, el corazón de mi generación, que lo vive con alegría porque sabe que puede dedicarse a hacer una literatura que no cuestione nada, que sea falsamente ingenua y que se convierta en un producto más en el mercado como tantos otros. El escritor es narcisista, megalómano e improductivo, valores que yo defiendo. Un escritor como yo, que no gana plata, que no vende demasiado y que no va a pasar a la posteridad, qué puede tener que no sea un poco de narcisismo: esa es mi valija portátil.
(extracto de entrevista hecha por Silvina Friera para Página/12)


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sobre una frase de kafka (fragmento)
“Leopardos irrumpen en el templo y beben hasta vaciar los cántaros del sacrificio. La escena se repite una y otra vez hasta que puede predecirse con antelación. Entonces se la incluye como parte de la ceremonia”. Es interesante esta frase de Kafka, porque plantea uno de los temas menos investigados de su obra: la repetición como gesto vanguardista. Como es sabido, el autor favorito de Kafka era Flaubert y el de Flaubert, Sade. Esa genealogía, también poco analizada, nos informa sobre buena parte de los principios literarios de la modernidad. Si se lee con atención las principales novelas de Sade se verá que, en el fondo, el esquema de la repetición guía la narración. Sin exagerar, puede decirse que su obra se reduce a una única gran escena (una chica a los que se le enseña los placeres del sexo) repetida una y otra vez hasta el cansancio. Incluso La filosofía en el tocador, si se le saca su excursus político (el manifiesto ultrarevolucionario “Franceses, un esfuerzo más, si quieren ser republicanos”) responde a ese modelo. En Flaubert es aún más evidente. ¿Cómo está estructurado Bouvard y Pécuchet? Ellos aprenden un saber (la agrimensura, etc.), intentan aplicarlo a su vida cotidiana, fracasan en el intento, le echan la culpa al libro y no a sí mismos, prueban con otro saber, vuelven a fracasar y así hasta el final. Hasta el final inconcluso. Se dirá: inconcluso porque Flaubert murió sin llegar a terminar la novela. Error: ocurre que cuando una narración procede bajo el modelo de la repetición, no puede haber desenlace posible. Simplemente, en un punto dado, de manera arbitraria, en la repetición número 27, el autor decide terminar el libro. Y en ese gesto, el autor termina con buena parte de los lugares comunes de la literatura moderna; termina con la trivialidad de que debe haber tramas ascendentes, tramas arquitecturales, personajes bien construidos, discursos argumentados, diálogos estructurados, obras completas. Por supuesto que la palabra “termina” es una ilusión: ese tipo de literatura reaparece una y otra vez como el retorno de los muertos vivos, como la repetición que no repite nada. Reaparece como reaparece la alergia en primavera: como el efecto no deseado de una época maravillosa: la época en que aún existía la literatura.


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la expectativa
Y si uno no hace nada, ¿qué puede hacer?: pensar y esperar, pensar y esperar. Y la espera se puede convertir en un territorio inhóspito, áspero, desasosegante. Y pensar volverse un martirio o una cárcel, y dejar de pensar, un deseo imposible. A Jonathan, el protagonista de esta historia, la vida se le ha convertido en mera expectativa. En los años de la bonanza económica llegó a sentirse un triunfador: coche nuevo, apartamento nuevo, zapatos de marca, pero cuando la crisis económica convirtió a la Argentina en un páramo laboral, todo se viene abajo: adiós al auto, adiós al pisito en barrio respetable, adiós al consumo de marcas. Sólo pensar y pensar, pasear por las calles de su barrio de siempre, la pizzería de siempre, el paisaje de siempre. El inicio y el final de una aventura amorosa tan delirante como su propia existencia y que sólo sirve para hacer más evidente el engaño estéril de la vida. Y un último esfuerzo: viajar a esa Europa prometida donde ninguna promesa se cumple. Alguien escribió que “el estilo es una expectativa defraudada” y si así fuera esta novela sería la mejor metáfora sobre cómo puede ser una novela cuando ya nada puede pasar. Tiene algo de kafkiano tanta libertad inútil.


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una destrucción sin ruinas
Alguna vez Umberto Eco dijo que se podía conocer una sociedad por sus concursos televisivos. Tal vez sea cierto. O tal vez sea una de esas frases que parecen profundas pero que encierran una perfecta banalidad: quien haya estado en la URSS unos meses antes de su desintegración podía ver infinidad de concursos sin deducir de ellos lo que estaba por ocurrir. El asunto da que pensar: quizás los concursos sirvan para comprender el mundo pero no para hacer profecías.
Como sea, el ensayista francés Gérard Wajcman propone en El objeto del siglo –magnífico libro escrito en 1998 y publicado recientemente en castellano– un concurso de lo más interesante: "¿Y si a la hora de soplar las velas de este siglo centenario se abriera un concurso para designar el Objeto del siglo XX?". La pregunta parece caprichosa, arbitraria y, porqué no, igualmente banal; pero Wajcman se las ingenia para jugar con ella, estirar el suspenso y finalmente escribir un ensayo contundente sobre el estatuto de la imagen contemporánea.
¿Cuál es la respuesta? ¿Cuál es el Objeto del siglo?
No tan rápido, vayamos por partes. Primero Wajcman da una serie de opciones: un cohete, la minifalda, la botella de plástico, un átomo, un comprimido de penicilina, una línea de cocaína, el Empire State y otros tantos por el estilo. Error. Para el autor no son objetos, son simplemente "artículos de celebración y propaganda". Avanza entonces sobre una reflexión del filósofo Jean–Christophe Bailly: las ruinas. El siglo XX, el siglo de la demolición de todo tipo. Pero rápidamente Wajcman se percata de que la ruina como imagen aparece a lo largo de toda la historia, no hay allí nada propio del siglo XX. ¿Y entonces? Entonces todo lo contrario: "el siglo XX es el siglo que inventó la destrucción sin ruina". La solución final nazi es la prueba de esa paradoja. El extermino de los judíos: la búsqueda del crimen perfecto. "No el que queda impune, sino aquel que nadie sabrá jamás que tuvo lugar". Allí residió la utopía nazi, en no dejar rastros, huellas, testigos. "La esencia de la solución final era volver a los judíos, y volverse ella misma, invisibles". De las cámaras de gas funcionando no hay fotos, no hay sobrevivientes. El acontecimiento se reconstruye a partir de testimonios, relatos, indicios. Llenando un vacío, dando sentido a una ausencia, merodeando alrededor de una falta. Aquí Wacjman es deudor de ensayos como La diferencia, de Lyotard, o Paroles Suffoquées, de Sarah Kofman, textos que se preguntan sobre el momento en que las víctimas se encuentran en la terrible condición de tener que probar su condición de víctima. El testimonio siempre es un diálogo con lo que no está.
Se va delineando algo de lo que propone Wajcman: el siglo XX fue el siglo que presentó a la imagen como ausencia, como falta, como agujero negro. Como lo sublime abstracto. Revelemos ahora una parte de la respuesta. Wajcman no elige como ganador de su concurso a un solo objeto, sino a tres. Este es uno: Shoah, el documental de Claude Lanzmann sobre el extermino. La película está armada a base de testimonios, de relatos de sobrevivientes, de testigos (el guardia de la estación donde pasaba el tren cargado de judíos, el peluquero, etcétera). No muestra los campos de concentración, no se ven fotos desgarradoras. No tiene imágenes. Sin embargo, a partir de esa ausencia, Lanzmann logra hacer presente el extermino como nadie antes. Logra mostrar los hechos como nunca antes. Shoah, escribe Wajcman, "es una obra de arte sobre esta cosa sin mirada".
Por supuesto que antes de Shoah hubo otros objetos, otras obras que hicieron presente la ausencia, que la mostraron, que expusieron su falta. El primero de todos: La rueda de bicicleta, de Marcel Duchamp, de 1913. La obra es muy conocida, es simplemente una rueda de bicicleta sobre un taburete. ¿Qué dice Wajcman de los ready–made? "El ready–made consiste en introducir vacío en el objeto". Los ready–made son objetos "sin". Una rueda de bicicleta sin neumático. "Una pala para nieve sin nieve, un escurrebotellas sin botellas". ¿El objeto de la obra de arte? "Mostrar eso que no se puede ver".
Ubicar a Lanzmann como heredero de Duchamp es algo más que un golpe de ingenio. Abre la posibilidad de pensar el efecto–Duchamp como algo más profundo y radical que su herencia declarada (el pop, la abstracción de los 70), de pensar a Duchamp como el padre de una epistemología de la sustracción que marcó el siglo: la sustracción de las imágenes. Podría decirse que allí donde hay sospecha de las imágenes (en Shoah, en Barnett Newman, en Rothko, pero también en la literatura del nouveau roman y en la música serial) entonces hay el efecto–Duchamp.
Finalmente, el tercer objeto: Cuadrado negro sobre fondo blanco, de Malevitch. 1915, el comienzo de la abstracción. Esto escribe Malevitch sobre su obra: "Lo que expuse no era un simple cuadrado vacío, sino más bien la experiencia de la ausencia de objeto".
Wajcman elige esos tres objetos, pero bien podrían ser otros. Cualquier otro que remita a la experiencia vanguardista de la crítica a la representación. Cualquier objeto que se presente como ausencia. Como si la versión más radical del arte moderno se hubiera dedicado a cambiarle el sentido a la clásica expresión policial: "¡Circulando, circulando que no hay nada para ver!".


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duchamp y los efectos de la paradoja (fragmento)
Apollinaire escribió una vez que la misión de Duchamp era unir el arte con el pueblo. Poco tiempo después Duchamp envió una carta a Picabia en la que trató de dejar claro el asunto: “Apollinaire se volvió loco”.
Sucede que gran parte del secreto del éxito de Duchamp reside en haber usado a su favor un rasgo que en general es pernicioso para el arte: la inteligencia. Como es sabido, la inteligencia no es buena consejera para el arte –son memorables las páginas de Proust contra los lectores inteligentes– pero en cambio sí lo es para los ingenieros, dentistas, analistas de sistemas, diseñadores gráficos, criadores de caballos, cocineros e incluso hasta para algunos intelectuales. Vaya situación, Duchamp era artista e inteligente. ¿Cómo superar el escollo?
Para desatar ese nudo, Duchamp dedicó una energía prodigiosa, un entusiasmo perdurable, una conducta prusiana, un misticismo religioso; en síntesis, dedicó su vida entera al cumplimiento puntilloso de una ley, la ley madre que guía su obra: la ley del menor esfuerzo.
Al fin y al cabo, qué más fácil, más rápido, más económico, que designar una rueda de bicicleta como obra de arte. Su truco consiste en haberlo hecho por primera vez (el truco del arte consiste en hacerlo siempre por primera vez). Con ese gesto, entre perezoso y radical, Duchamp renuncia a la inteligencia y nos induce a ver el mundo de otro modo. Picasso decía que el arte era 5% de inspiración y 95% de transpiración. Pues bien, para Duchamp el arte era 5% de inspiración y 95% de relajación.
El descubrimiento de la ley del menor esfuerzo tenía para Duchamp valor de novedad absoluta. Para él, de manera opuesta al surrealismo, la novedad no surge de la invención de un nuevo método (la escritura automática), o de la apropiación delirante de nuevas teorías (los sueños), sino que es el producto de una transformación lingüística, de un cambio en el empleo del tiempo, de una revolución cognitiva. Cómodo y vago, encontró el camino más corto para revolucionar el arte. Descubrió que ya no se trataba de crear obra nuevas (¿sentiría Duchamp el agobio de experimentar que ya todo había sido creado?), sino de modificar radicalmente el contexto de apreciación estética. Descubrió que lo nuevo es ante todo una nueva forma de ver y comprender. A diferencia del artista de vanguardia tradicional, que crea lo nuevo y luego se declara incomprendido, Duchamp cambió primero los cánones de comprensión, y luego se declaró como lo nuevo.
(...)
Es curioso, pero si extraemos fielmente las consecuencias del uso de la ley del menor esfuerzo, aplicadas al contexto del arte y la literatura actual, llegamos a una conclusión paradójica: quizás lo propio de la vanguardia hoy, ya no sea la creación de una novedad entendida como la primera vez; sino que es vanguardista quien escribe por primera vez lo ya escrito, quien hace por primera vez lo ya hecho, quien crea por primera vez lo ya creado. Quien logra extraer de la paradoja un efecto radical: un historicismo paradójico o un vanguardismo historicista.
Bajo el designio de la paradoja, el aprendizaje tiene más que ver con el olvido que con el recuerdo, la creación más con la desmemoria que con la conciencia, y la ética –la gran coartada de la memoria– más con el cambio que con la preservación.
La llamada crisis del arte, esa sensación que comparten buena parte de los críticos y artistas, de que la posibilidad de creación se ha encogido hasta su casi desaparición (para algunos, como acusa el crítico conservador Georges Steiner, debido a Duchamp) encuentra una posibilidad de superación gracias al cambio de sentido de la propia noción de novedad y ruptura. Se trata, otra vez, de transformar el contexto realizando el menor esfuerzo posible (cuando para dedicarse a la literatura hay que hacer un gran esfuerzo, significa que ganó el contexto).
Hay que inventar una literatura y un arte que cree novedad, ya no como lo hacían los vanguardistas de principios del siglo XX, es decir como una ruptura que borra las huellas del pasado; sino como la introducción de paradojas en los discursos existentes, en el discurso del presente. Una política literaria de vanguardia podría ser ésta: encontrar paradojas allí donde no se ven, introducirlas allí donde no están.


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paradojas del filósofo (fragmento)
(…) El vanguardista es un desmemoriado, no tiene recuerdos; aprende, olvida y vuelve a aprender, aprende muchas veces lo mismo que ya había aprendido, pero para él siempre es nuevo, siempre es distinto. La creación es creación de un mundo, primero la ruptura y después la cara de asombro al ver que una y otra vez escribe lo mismo, escribe lo que ya había sido escrito antes por él mismo o por otro. La filosofía de Deleuze está atravesada por esa sensación de descubrimiento permanente. Proust y los signos es el libro donde más a fondo trata el tema: La unidad de En busca del tiempo perdido no consiste en la memoria, en el recuerdo, incluso involuntario... se trata no de una exposición de la memoria involuntaria, sino de una narración de aprendizaje. La filosofía de Deleuze es una filosofía de la paradoja. El aprendizaje tiene más que ver con el olvido que con el recuerdo, la creación más con la desmemoria que con la conciencia. La escritura vanguardista en Deleuze incluye, entonces, esta paradoja: lo propio de la vanguardia ya no es la creación de una novedad entendida como la primera vez sino que es vanguardista el que escribe por primera vez lo ya escrito, quien hace por primera vez lo ya hecho, quien crea por primera vez lo ya creado como si fuera la primera vez. Un artista vanguardista en el sentido paradójico deleuziano es Marcel Duchamp. ¿Qué otra cosa hizo Duchamp con los ready–made sino hacer por primera vez lo que ya estaba hecho y de ese modo reinventar otra vez todo? Otro ejemplo: Borges en Pierre Menard, autor del Quijote; aquí, como es conocido, se trata de escribir por vez primera lo que ya había sido escrito. La definición de literatura de Deleuze como la invención de una lengua dentro de la lengua va en esa dirección. El problema de la crisis de la vanguardia, es decir la sensación que comparten buena parte de los filósofos, críticos y artistas de que la posibilidad de creación novedosa y en ruptura con lo establecido se ha encogido hasta su casi desaparición encuentra una posibilidad de relectura optimista en el cambio de sentido de la propia noción de novedad y de ruptura. Siguiendo esta línea, la novedad ya no debería ser entendida como lo hacían las vanguardias históricas de principio de siglo, es decir como una ruptura que borra las huellas del pasado, sino como la introducción de paradojas en los discursos existentes. Una política deleuziana de vanguardia podría ser ésta: encontrar paradojas allí donde no se ven, introducirlas allí donde no están. (…)


replay


james p. blaylock
(long beach, 1950)



el rosado del neón que se desvanece
Ha habido un montón de tiempo oscuro aquí últimamente, aunque no estoy del todo seguro si es realmente tiempo oscuro o solo la ausencia de una u otra cosa. Algunas veces sospecho lo último, pero está oscuro. Las nubes allá arriba tan densas como para ser invisibles. Solo un gris deslucido y una columna de niebla flotando sobre la bahía, de vez en cuando penetrando en tierra firme.
Había musgo o quizás hongos en mis zapatos otra vez esta mañana. Parecía ser una vellosidad húmeda, verdegrís, pero se desvaneció como polvo. Esto significa, supongo, que los colores se están desvaneciendo, es algo que llevaba un tiempo sospechando. Lejos, al norte después de la torre, está lo que parece ser, es de hecho, un mercado. Un arabesco de letras, desaparecidas en parte, brilla en resplandeciente neón rosado como flamenco mitológico que relumbra a través de los días grises, un imposible pájaro de pantano que puede estar todo el día parado sobre una sola pata. El letrero en sí mismo es tonto pero lanza ese brillo rosáceo sobre las delgados pilotes de la torre –depósito de agua, dicen, erigido en un par de tardes, tres grandes pilotes con un cono encima, y ha estado ahí desde entonces, casi siempre con dientes de león y fucsias floreciendo en la base.
Y agazapada más allá, media oculta tras una cerca una vez roja pero ahora gris y oscura y cayéndose a pedazos día a día, está una esfera elongada de metal, como un sapo entre malas hierbas. Ventanitas con jirones de cortinas y pulcras hileras de remaches en la piel de acero la hacen parecer terrestre. Pero un símbolo raro –una ráfaga de viento bajo letras alienígenas en cursiva que deletrean las palabras “conducto de aire” con terrible claridad– la hacen parecer completamente otra cosa. Las implicaciones me asustaron al principio –asustarían a cualquiera– y me extrañó que ninguno de los que pasaban por la acera se asustara de la misma manera.
De hecho, hubo un tiempo (no mucho tiempo; soy un tipo listo) en que la cosa de las malezas solo parecía una casa para remolcar de esas que, cuando las atas a la parte trasera de un automóvil, lo seguiría por la carretera. Pero la cosa apareció una tarde navegando como una burbuja –la vi pasando por la boca del callejón en Calle Segunda– con nada que pareciera un automóvil atado a ninguno de los extremos. Condescenderé a jurarlo. Un remolino de niebla de la bahía permanecía en la vía, como si la cosa misma fuera un contenedor goteante de brumas de algún vasto mar solitario.
Y hablando del tiempo, se me ocurre, cuando recuerdo mi juventud, de que acoplar el brillo del sol y la niñez en nuestras mentes no es, como nos dicen los sicólogos, una confusión simbólica de objetos e ideas sobre objetos en nuestro subconsciente. Es la realidad en sí misma. El tiempo era más pronunciado entonces; lluvia o no, no traía esta mediocridad gris con él.
He leído y oído, y no me sorprende en nada, que los armadillos han regresado. Después de eones de lento arrastrarse hacia el norte desde las planicies de Suramérica, a través de las selvas y pantanos y desiertos de México, mientras mamuts llenos de lana y osos de las cavernas chocaban en los chaparrales y aún, siglos más tarde, mientras tribus aztecas y toltecas vivían en temor de los abominables agujeros llenos de ranas y esqueletos bajo el agua de las lluvias, venían los armadillos. En marcha durante veinte millones de años y culminando en inimaginables pares de zapatos y gorras con ridículas escamas y colas. Todo eso se ha revertido en un instante. Arriba y abajo en los llanos de Oklahoma, dicen los científicos, los armadillos se detienen y escuchan y olisquean el aire y dan la vuelta. En marcha hacia el sur ahora, una vez más.
Pero, como digo, no me sorprende para nada. Leí acerca de eso en un diario sobre descubrimientos científicos y encajó, encajó bien, como un par de zapatos. Mis propios zapatos –imitación de cocodrilo– no podían ser divisados esta mañana por el musgo en su superficie. Parecían anfibios. De todas formas, no había llegado más allá del primer párrafo –los armadillos apenas habían concebido su plan de avance hacia el norte, hacia la civilización, después de eones– cuando tocaron a la puerta.
Era mi vecino, Monroe. Parecía no tener quijada. Nunca había tenido mucho allá abajo y ahora era menos que un mentón, más bien una hilera de dientes que su labio inferior no podía ocultar del todo. Monroe parecía estar desapareciendo. Se consumía. Sus ojos se habían recogido en su cabeza en búsqueda, sin lugar a dudas, de un mentón. Pero su nariz se había estirado, como la de un armadillo, y sus orejas colgaban en pliegues como las de un princesa africana llena de aretes. Y se había encogido varias pulgadas. La columna, dicen, a pesar de estar hecha de hueso que debería de durar el mismo tiempo como todo lo demás, es la primera en irse. Monroe se estaba convirtiendo en un enano. Estaba claro, y no sin conexión, sospecho, con la cosa esferoide y brillante de las malezas. Cosa que Monroe acostumbraba remolcar en un automóvil, un Hudson increíble de ridícula hechura con nombre de insecto y grandes globos negros en lugar de neumáticos. Pero durante los años en los que el automóvil se había ido deshaciendo en pedazos (más o menos como su dueño) la pequeña nave espacial había esperado en la maleza y se le había juntado, con el tiempo, lo que parecía ser al principio un depósito de agua levantado en dos días con grandes pilotes como zancos, articulados en las rodillas.
Monroe, enano sin culpa de eso, en franela gris o lo que parecía, superficialmente, franela gris, siempre había pasado de largo, mañana tras mañana, sus ojos hacia adentro como su mandíbula, su nariz y orejas sucumbiendo a la fuerza de gravedad, estirándose como pico y banderas, hacia el suelo. Iba rumbo norte por la acera hasta el mercado. Era su costumbre. Así fue Monroe durante años de encogerse hasta esa mañana en la que yo, habiendo casi empezado con los armadillos, oí un toque en la puerta. Era agudo, pero lejano, por lo que presté atención con temor. Era el toque de un esqueleto; nudillos duros, pero sin músculos en los brazos para esgrimir. Justo el tipo de clack clack clack que hacen los sonajeros de bambú en las brisas apagadas por nieblas de mañanas grises.
Pero el clack clack clack volvió a aparecer, y yo dejé mis armadillos y entorné un poco la puerta, deseoso, como es fácilmente comprensible, de dejar afuera la niebla y el olor a algas y alquitrán. Pero eso también fue inútil y las nieblas se arrastraron hasta mis zapatos los cuales yo había, justamente esa misma mañana, limpiado con un periódico.
Allí estaba Monroe, entornando los ojos, sin reconocerme. Sin reconocer tan siquiera la misma acera bajo sus pies. A través de la calle la casa de Monroe estaba envuelta en niebla, niebla que se retorcía alrededor de la esfera en las malezas, dentro y fuera de las ventanas, haciendo revolotear los jirones de cortinas harapientas, cortinas fósiles, en el aire. Monroe no podía hablar. Monroe no podía ver lo bastante como para reconocerme. Y si lo hubiera podido hacer (verme) no me habría conocido de todas formas. Monroe, según parecía, estaba perdido. Perdido justo a media cuadra de su hogar y a media cuadra del mercado.
“Monroe”, dije, pensando en alertarlo de alguna manera reveladora.
“¿Qué?”, miró alrededor.
Monroe estaba perdido. Estaba confundido. Parpadeó muy suavemente como un camaleón, como si pensara de veras un poco en el problema. Hizo una pausa, como se dice. Entonces se movió en un pequeño semicírculo, una lenta y dolorosa retirada y, con mi dedo como indicador, se tambaleó al sur hacia su hogar, el mercado (todo pensamiento de mercados) abandonado.
Eso fue hace un tiempo atrás, y desde entonces no ha habido Monroe alguno. Su casa permanece perpetuamente envuelta en niebla, y estoy seguro que, desde el punto de vista de la ventana de Monroe, mi propia casa parecería igual. Monroe aún está allá, muerto, probablemente, como un clavo. Y dentro de veinte años, después que el último de los armadillos se haya ido de Texas, Monroe todavía seguirá muerto en esa casa gris, un montoncito de polvo y cabellos, encogido más allá del tiempo y la razón, pero no más muerto que lo que está ahora.
La relación exacta entre la esfera en las malezas, el depósito de agua, y la niebla de algas marinas que envolvió la casa de Monroe, sin mencionar a Monroe en persona, es desconcertante. Admito que durante un tiempo sospeché de la misma naturaleza de los depósitos de agua, que yo creía eran tanques de almacenamiento. Pero ahora, en mi investigación, descubro que tienen que ver con igualar esto y aquello, que son esenciales. Gran parte de nuestros mecanismos son esenciales. La esfera de Monroe es esencial, de alguna forma.
Pero el depósito al otro lado del camino es solo un cono plateado sobre pilotes. Podría albergar a un ejército de alienígenas tan fácilmente como a cien mil galones de agua y a nadie, me temo, le importaría. No está sujeto a nada. No hay tuberías o mangueras. Dirás que he leído demasiado a Wells y le temo a los Trípodes. Y puede que así sea. Puedes decir lo que quieras. Yo sé lo que sé. Mencioné haber visto el conducto de aire en la boca del callejón en Calle Segunda no muy lejos, de hecho, del hotel Vance. Y estarán ahora de acuerdo con que no pudo haber sido Monroe el que la puso en movimiento.
Pero justo ayer tarde me puse a leer en la librería. Era tarde, muy tarde, y había una buena niebla viniendo del océano. Las cortinas de las ventanas son de encaje, triste encaje me temo, que se ha ido destiñendo con los años de blanco a gris. Un hilo rosado de neón brillaba en el vano y la noche afuera era fría y tenue y un sonido profundo de resonante bajo venía como un susurro desde la bahía; una sirena de niebla, espero. Cabeceé allá frente al fuego eléctrico, algo llamado La historia de nuestra Tierra abierto en mi mano, cuando oí ese débil pero agudo tap tap sonando. Ese toque de esqueleto desde alguna parte de la noche. Los ruidos nocturnos hacen a uno asustarse más violentamente, supongo, que esos mismos ruidos en medio de la luz del día. Mi libro cayó al suelo y yo me levanté, pensando en horrores al principio, y después en Monroe. Pero rápido me di cuenta que estaba entre las sombras de los libreros en el segundo piso y que el toque (allá sonaba de nuevo) era en la ventana. Pensé “¿Podría Monroe…?” Pero no; Monroe era un enano. Monroe se había marchado. Y yo miré a través del aire tenue de la noche embebido en niebla. En el rosado del neón brilló por el más breve de los momentos un arco de plata, la doblada articulación de un pilote cojeando momentáneamente, golpeando una vez más contra el cristal de la ventana, desapareciendo entonces en la niebla, lejos hacia el mar.
Giré los ojos hacia la casa de Monroe. La pequeña esfera de conducto de aire brillaba a la luz de la luna o tal vez a través del neón filtrado por la niebla, el cual se había abierto paso misteriosamente a través de las densas brumas. Y la bruma volvió a arremolinarse, haciendo oscurecer el campo de fucsia y diente de león, haciendo desvanecerse los postes de tendido telefónico. El conducto de aire vibró y, me pareció así entonces, se levantó de su nido y siguió al depósito hacia la bahía.
Suena (lo sé) demasiado a locura. Pero ¿y qué? ¿Qué me importa la locura? Lo que me pareció insidioso fue el hecho de que, a la mañana siguiente bajo el sol tenue del otoño costero, ambas habían retornado y se hallaban plácidas como garzas sobre sus respectivas malezas.
Y lo cierto sobre mecanismos es que, mientras nos movemos desde la era de la tecnología jurásica hacia algún fin último, implacablemente como armadillos (y todos, un día, seremos probablemente transformados en ridículos sombreros o pelotas escamadas de croquet), todos nuestros artilugios se simplifican y se agrisan y sus funciones se hacen incomprensibles. Se primitivizan y bestializan y se prehistorizan al modo de una espiral. ¿Cómo habrá sido cuando toda la tierra era océano? ¿Cuándo solo había monstruos? Imagínate otro profesor Hardwigg flotando en grises mares paleozoicos donde, diez metros bajo la superficie, ballenas increíbles y bestias anfibias se despedazan para desaparecer después en las bocas de cavernas primordiales. Cefalópodos en cavidades y trilobitas y caracoles marinos tan grandes como el conducto de aire de Monroe arrastrándose lentos por tenues corales entre tallos gomosos y hojuelas de algas marinas. Imagínate a flote sobre una balsa de madera en tiempos prehistóricos un millón de años antes de que el primero de los armadillos decidiera vagar al norte fuera de las selvas mayas hacia el sol y los espacios abiertos.
La misma atmósfera gris, créeme, nacida otra vez de algas y mar, viene noche tras noche, arrastrada por la luna como mareas. Y entre las fucsias y los dientes de león, yacen bestias acurrucadas en espera, vagando de noche entre las brumas. Y cada mañana un molde gris cubre mis zapatos y germina de las paredes junto con, sin lugar a dudas, semillas cargadas de pequeños trilobitas y nautilos.
Mi ropa, al igual que mis zapatos, se ha transformado en fieltro gris, justo como la de Monroe. Todo esto no es locura. Los armadillos han retrocedido, para gran asombro de la ciencia y así, me temo, ha hecho todo lo demás. Y el conducto de aire, el depósito, y el rosado del neón que se desvanece, ¿qué se traen entre manos? Eso es lo que está poco claro. Que vienen y van en la noche a lo largo de las avenidas cubiertas de niebla, bajo la pálida luz de la luna, es una certeza. Pero yo no soy un tipo impaciente. Si la cosa tocó una vez sobre el cristal de la ventana, ya volverá a tocar.

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la sombra en el umbral
Fue meses después de haber desmantelado mi acuario que oí un crujido en la oscuridad, el chirrido de lo que sonaba como pasos en el portal de mi casa. Me sacó de un letargo literario construido en parte con tres horas de Julio Verne, en parte con la casual familiaridad de una botella de whiskey de malta. En el resplandor amarillo de la lámpara del portal, a través de los pequeños paneles de la mitad superior de la puerta de roble, vi solo una sombra, tal vez un rostro, vuelto a medias. Su perfil oscuro se perdía en la confusión de sombras de un marpacífico sin podar.
El portal en si mismo era una isla rectangular de luz retenida, cortada por las sombras colgantes de matas en tiestos y por la oscuridad rectilínea de un par de sillas desteñidas por el tiempo. Alrededor de esto había un tumulto de malezas. Más allá estaba la calle y el débil brillo de lámparas como globos, todo bañado por la luz pálida de la luna que solo servía para oscurecer ese muro de malezas, así que el portal con su luz amarilla y el follaje parecía un mundo autocontenido de encanto en vías de desaparición.
No podría decir con certeza, mientras estaba sentado allá mirando con repentino, inexplicable temor al susto que este tardío visitante me había dado, si los apéndices llenos de hojas que sobresalían a sus costados eran brazos o algún extraño revoltijo de miembros y aletas. Con la luz débil a sus espaldas él era una sombra de pez sumergida en el aura ámbar del portal, algo que había salido arrastrándose goteante de algún lejano mar devónico.
En interés de la objetividad, volveré a decir que había estado leyendo a Julio Verne. Y es muy razonable que una mezcla del libro, las sombras, las ascuas resplandeciendo en la chimenea, la hora tardía, y una mórbida sospecha de que nada salvo los líos viajan en los suburbios después de oscurecer, se hayan combinado para traer a la existencia esta sombra problemática que no era sino, de hecho, solo el chirrido de una rama del marpacífico contra la ventana. Pero se puede entender que no me moría por abrir la puerta.
Dejé el libro a un lado en silencio, imágenes del interior del Nautilus divagando por mi conciencia y sumergiéndose, y recuerdo haber pensado en lo apropiado de la escena en la novela: los paneles de cristal envueltos en cobre más allá de los cuales flotaban sábanas transparentes de agua iluminadas por la luz del sol; las perezosas ondulaciones de anguilas y peces, de lampreas y salamandras japonesas y nubes plateadas y azules de bancos de macarela. Deslizándome en las sombras más allá del sofá, me apreté contra la pared y me arrastré por el estudio en sombras desde donde podría divisar a través de una ventana casi toda la superficie del portal.
Mi acuario, como ya dije, había sido desmantelado hacía unos meses, seis, creo; el agua sifoneada ventana afuera sobre un cantero de flores, las malezas acuáticas colapsadas en un bulto empapado, los peces sorprendidos de hallarse atrapados en un cubo de tres galones. Estos últimos se los cedí a una tienda cercana de peces tropicales; el acuario vacío con su gravilla y terrones de piedra petrificada lo guardé debajo de un banco en el cobertizo tras la mata de aguacate. Fue un triste funeral, al fin y al cabo, como amontonar fragmentos de mi adolescencia para guardarlos en un cajón. A veces tengo la sensación de que el hecho de abrir ese cajón los restauraría por completo, de que la recreación de los años idos podría ser efectuada con el acto de traer una manguera y llenar los tanques con agua clara, arracimar la gravilla alrededor de rocas amontonadas para formar oscuras cavernas, cuyas entradas estarían sumidas en sombras por los zarcillos de las malezas acuáticas a través de los cuales brillarían rayos mojados de luz reflejada. Pero el visitante en el portal esa noche me disuadió.
Tres tiendas de acuarios están perfectamente en mis recuerdos durante el día y se confunden e intercambian en las noches, intercambiando peces y fachadas, todas ellas vivas con el susurro y el burbujeo de las bombas y filtros y el olor húmedo y polvoriento de los tanques de peces, gota a gota agua tropical en suelos de concreto. Una la descubrí en bicicleta a los trece años. Era una casa de cartón tabla en un camino que bordeaba la carretera, los gases de escape de incontables camiones y automóviles habían llenado la pintura blanca y desconchada de negro churre. Dentro había docenas de tanques de diez galones, pobremente iluminados, medio evaporada el agua contenida en ellos. No había mucho para recomendar el sitio, incluso para un chico de trece años, aparte de una puerta trasera –la cual solía ser puerta de cocina, supongo– que conducía a lo largo de un sendero de gravilla hacia lo que una vez había sido un garaje. Treinta años más tarde aún puedo recordar el día exacto que lo descubrí, quiero decir el sendero de gravilla, fácilmente un año después de mi primer viaje en bicicleta a la tienda. Vagaba por allá dentro, meneando mi cabeza por las condiciones de los acuarios, menospreciando a los guppies y goldfish y tetras que nadaban indolentes más allá de sus desperdigados compañeros muertos. Mi padre esperaba en un Studebaker afuera en la curva, tamborileando con sus dedos sobre el asiento de pasajeros. Un letrero escrito a lápiz atrajo mi vista, anunciaba otra habitación para peces “afuera”. Y allá salí caminando por aquel sendero de gravilla, metiéndome en la oscura parte trasera del garaje, solo iluminado por bulbos incandescentes en los reflectores de los acuarios. Cerré tras de mi la puerta por la sola razón de no dejar entrar la luz del sol. Bancos de acuarios se alineaban en tres paredes, todos ellos de un profundo negro verdoso, el agua adentro alumbrada contra un fondo de elodea y planta espada del Amazonas y las ramas ondulantes, filigranadas, de ambulia y sagitarias. Se oía el débil reventar de diminutas burbujas que danzaban hacia la superficie desde tubos de aire atrapados bajo piedras musgosas. En el fondo arenoso de un acuario yacían media docena de coloridas rayas de agua dulce del Amazonas, casi indistinguibles sus colas venenosas de la gravilla en que descansaban. La mitad de un puñado de cíclidas cabezas de búfalo revoloteaba en el refugio de un montón arqueado de piedra de cascada, bajo el cual estaba enrollada la larga cola de serpiente de un pez de junco.
El acuario me parecía extraordinariamente profundo, un truco, tal vez, de reflejo y luz y la inteligente disposición de rocas y plantas acuáticas. Pero daba a sugerir, solo por un instante, que el agua oscura adentro era de algún modo tan vasta como el fondo del mar o una especie de antecámara para la madera flotante y el fondo de guijarros de un río tropical. Otros acuarios estaban junto a este. Los gobies me miraban desde madrigueras en la arena. Un enorme compressiceps, achatado como un plato, parpadeaba desde atrás de un manojo de hierba criptocorine. Peces-hoja flotaban entre el encaje marrón de la vegetación podrida, y un par de animales del tamaño de pelotas de golf, ojos rojos parpadeantes, pequeñas aletas pectorales girando como propelas de submarino, observaban sospechosamente debajo de un reborde de piedra negra. Había algo totalmente extraño acerca de esa habitación llena de peces, existiendo en manufacturada luz ámbar, a mil millas desplazada de la grava polvorienta del patio de afuera, del tráfico rugiente en la carretera a menos de sesenta pies de distancia. Estuve mirando, olvidado del tiempo, hasta que una puerta se abrió en una inundación de luz del sol y mi padre se asomó. En la súbita iluminación la atmósfera rara del local pareció decaer, disiparse, y me recuerda ahora lo que debe sucederle a un claro de bosque en el momento en que sale el sol y rompe el húmedo manto de tristeza convocado cada noche a la luz de la luna por las raíces y el estiércol y la tierra en el suelo.
Un tanque pálido fue iluminado brevemente por la luz del sol y en él, agachada tras un montón de piedra oscura, había una criatura casi oculta con enorme cabeza y ojos, ojos de calamar o spaniel, ojos con párpados, que parpadeaban lenta y tristemente más allá de las curiosas decoraciones regadas en su tanque: media docena de canicas de ágata, un pelotón de pintados soldaditos de plomo, la estrella de bronce de un sheriff, y una pequeña pala de aluminio sobresaliendo de un cubo medio lleno de arena y pintado en tintes de azul celeste y amarillo, una escena de niños jugando en una playa al atardecer.
Yo tenía la edad y la imaginación suficiente como para ser golpeado por la incongruencia del contenido de ese acuario. Aunque no estaba tan bien versado en ictiología como para darme cuenta de los ojos con párpados de la criatura en el tanque, lo cual daba lo mismo. Ya estaba dado a tener pesadillas de todas formas. Pasó un año antes de que pudiera tener ocasión de volver a visitar la tienda al lado de la carretera, y puedo recordarme yendo en bicicleta por calles mojadas a través de lloviznas intermitentes, envuelto en un chubasquero amarillo encapuchado, empapadas las perneras de mi pantalón de las rodillas para abajo, premiado finalmente con ninguna vista de tienda, solo un solar yermo lleno de malezas, marrón la base de concreto de la casa de cartón tabla y el garaje por la acción del agua de lluvia y el barro.
Aquí era casi medianoche, treinta años más tarde, y algo se agitaba en mi portal. El viento del oeste movía el follaje, y podía oír los suspiros de las frondas de las palmas-reina en la curva. Yo estaba en la sombra, acurrucado contra un librero, mirando más allá de los libros a la nada. Había agitación entre los arbustos y sombras oscilantes. Algo –¿qué era?– acechaba allá. Estaba seguro. Se me erizaron los pelos del cuello. Un estampido bajo y luctuoso de tormenta fue seguido por un ventoso golpear de gotas de lluvia. El olor a ozono húmedo de la lluvia en el concreto envolvió la habitación y me di cuenta asustado que se había abierto una ventana detrás de mí. Me volví y la cerré, agazapado tras el vano para no ser visto, pensando sin tener idea de hacerlo en salir afuera bajo la lluvia hasta las ruinas de la tienda de peces tropicales, buscando en las malezas algo innombrable y hallando solo astillas de vidrio roto y un castillo de cerámica de pecera del color de un huevo de Pascua. Apreté el cerrojo en la ventana y me deslicé hasta el librero, mirando una vez más en la aparentemente noche vacía donde las ramas del marpacífico con sus flores rosadas bailaban en el viento y la lluvia.
En San Francisco, en el Barrio Chino, en un callejón de Washington, yace la segunda de las tres tiendas de acuarios. Yo era un estudiante en ese momento. Había comido una notable cena en un restaurant llamado Sam Wo y vagaba por la calle neblinosa al anochecer, buscando un juego de esas flores de papel comprimido que florecen cuando las echas en agua, cuando vi un letrero con ideogramas chinos y un koi filigranado de tres colores. Me deslicé por una estrecha calleja entre edificios inclinados, el aire neblinoso con efluvios a ajo y niebla, pollo a la barbacoa y basura desperdigada. A través de un umbral empañado con olor a arena polvorienta sonaba el susurro familiar de los acuarios.
La tienda en sí misma era grande y oscura. Habitaciones tenues, perdidas en sombras, se alejaban bajo la calle, luces de acuarios brillaban como neblinosas estrellas distantes. Cinco tanques planos de crianza se agrupaban en mostradores de acero oxidado tras una hilera de ventanas oscuras frente al callejón. Goldfish exóticos se las arreglaban para mantenerse a flote, mirando a través de ojos de burbuja, sus aletas caudales tan monstruosamente crecidas que parecían arrastrar hacia atrás a las criaturas. Uno de los peces, recuerdo, era del tamaño y la forma de una toronja, un estupendo esperpento criado solo por gusto a la curiosidad. Ilógicamente, quizás por mi encuentro años atrás con aquel cobertizo lleno de peces raros junto a la carretera, se me ocurrió que las habitaciones más lejanas contendrían peces aún más curiosos, así que vacilantemente caminé bajo Washington, supongo, solo para descubrir que existían habitaciones aún más distantes, que las habitaciones parecían abrirse unas dentro de otras a través de puertas arqueadas, el estuco viejo tan descolorido y mohoso por la constante humedad que parecía como si las aperturas estuvieran excavadas en piedra. Vastos acuarios llenos de malezas estaban uno junto al otro, y en ellos nadaban criaturas que habían, semanas atrás, acechado en grutas de madera flotante en el Amazonas y el Orinoco.
Había algo en el sitio que me recordó la pala y el cubo, la promesa del misterio pendiente, tal vez el horror. Cada acuario con sus esquinas en sombras y piedra amontonada y plantas enredadas parecía un pequeño mundo encerrado, como la tienda en sí misma, totalmente a la deriva de los callejones ruidosos del Barrio Chino allá arriba, atravesando como cruces intercaladas el brumoso tapiz de otro mundo en la extensión montañosa de San Francisco, cada capa sucesiva llena de maravillas y amenazas. Había algo en mi reacción a esto parecido a la atracción que sintió el profesor Aronnax al interior del Nautilus con su biblioteca de bronce y ébano negro y violeta, sus doce mil libros, sus techos luminosos y órgano de tuberías y envases de moluscos y estrellas de mar y perlas negras más grandes que huevos de paloma y muros de cristal a través de los cuales, como desde dentro de un acuario, uno tenía una vista noche y día de las profundidades del mar.
Me encontré al final de la segunda recámara con un pequeño hombre oriental, su rostro perdido en las sombras. No le oí llegar. Sostenía en su mano una red goteante, lo bastante grande como para capturar un bajo marino, y usaba botas de goma como si estuviera acostumbrado a subirse a los acuarios para perseguir peces. Su repentina aparición me llevó asustado a un peculiar estado mental que se debía, estoy seguro, a la curiosa idea de que, en la débil luminosidad de perla dada por la luz del acuario, la mano y el brazo que sostenían la red tenían escamas. Salí a la calle. Él no había dicho palabra, pero el lento menear de su cabeza había parecido indicar que no era completamente bienvenido allí, que era una casa de viviendas en la cual el paseante casual no podría hallar nada de interés.
Y era nada, años más tarde, lo que encontré en el portal. El viento hacía volar la lluvia bajo los aleros y contra los vidrios de las ventanas. El agua corría por ellos haciendo riachuelos, distorsionando aún más el ondulante follaje en el portal, haciendo imposible determinar si los lugares oscuros eran meras sombras o algo más que eso. Volví al sofá y al libro y la chimenea, apilando troncos partidos de cedro sobre fragmentos consumidos por el fuego, soplando en las brasas hasta que la madera crepitó y chisporroteó y la luz de las llamas bailaron en las paredes de la sala. Debían ser entonces las dos de la mañana, una hora malsana, me parece, pero de alguna manera aún no tenía deseos de dormir y me senté a hojear el libro, ociosamente sorbiendo de mi vaso, medio escuchando el raspar y arañar de cosas en la noche y el retumbo ocasional de la tormenta lejana.
De todas formas, no lograba despegar mis ojos de la puerta, aunque fingía continuar leyendo. El resultado era que no lograba concentrarme en nada, y debí haber dormitado, porque me despertó el sonido de una maceta de barro haciéndose pedazos en el portal, víctima posible de una ráfaga lluviosa de viento. Me incorporé, dejando caer a Julio Verne a la alfombra, un sueño formado a medias con pilotes de dársenas inclinadas y lagunas de piedra oscura y agua plácida disolviéndose como niebla en mi cabeza. Una sombra aparecía tras la puerta. Halé la cadenita de luz y dejé a oscuras la habitación, pensando en ocultar mis movimientos a la vez de iluminar aquellos de la cosa en el portal.
Pero casi al tiempo de evaporarse la luz, dejando solo el resplandor naranja del fuego asentado, volví a prender la luz. Era inútil pensar en esconderme y lo que fuera que acechaba en el umbral, no tenía deseos monumentales de enfrentarlo. Así que me senté temblando. La sombra quedó, como si escuchara y observara, satisfecha de saber que yo estaba allí.
Había habido otra tienda de peces tropicales, en San Pedro en una calle del puerto junto a casas de empeño y bares y ventanas reforzadas. La calle que daba a la bahía estaba construida mayormente sobre pilotes, y debajo de los edificios decadentes de madera había restos rotos envueltos en sombras de muelles abandonados y la marea gris del Pacífico. Las ventanas de la tienda estaban oscurecidas por el polvo espeso que se había ido depositando en los cristales rotos con el pasar de los años, y solo había algunas pocas luces tenues brillando adentro para indicar que el edificio no estaba abandonado. Un letrero pintado en la puerta decía “Rarezas Tropicales: Peces y Anfibios” y bajo esto, pegado al interior de la puerta y casi invisible por el polvo, una amarillenta lista de precios, anunciando, recuerdo, ranas colombianas cornudas y salamandras tigre, con precios atrasados de veinte años atrás.
La puerta estaba cerrada. Pero desde adentro, estaba seguro de eso, llegaba el susurro de los acuarios y el chapoleteo de agua oxigenada contra un fondo de voces murmurantes. De haber tenido diez años menos, hubiera golpeado en el cristal, quizás hubiera gritado. Pero mi interés en acuarios se había desvanecido, y en verdad había llegado al vecindario para adquirir tickets para un viaje por barco a la Isla Catalina. Así que me viré para irme, solo vagamente curioso, notando por primera vez una escalera de madera en ángulo agudo rumbo al muelle, su puerta descuidadamente entornada. Vacilé frente a ella, mirando a lo largo de la baranda torcida, y vi colgando de la pared de madera del local un letrero sencillo y sin palabras, con ideogramas dibujados y un koi tricolor. Era el shock de un curioso reconocimiento lo que me empujó a esas escaleras, sonriendo tontamente, ensayando lo que diría a quien me encontrara en el fondo.
Pero no hallé a nadie, solo el oleaje del agua oscura contra las piedras y un montón de cangrejos rojos que se dispersaron en las sombras de las rocas musgosas. Los edificios cercanos creaban una especie de sótano al aire libre, oscuro y fresco, oloroso a mejillones y ostras. Al principio la oscuridad adentro era impenetrable, pero al hacer pantalla sobre mis ojos y entrar en las sombras pude distinguir media docena de anillos tenues de roca abigarrada, piscinas de anfibios, imaginé, sus costados envueltos en plantas acuáticas.
“Hola”, llamé tímidamente, supongo, y solo hallé silencio, salvo por el pequeño oleaje en una de las piscinas. Caminé adelante. No tenía nada que hacer ahí, pero me había llegado la idea de que tenía que ver lo que vivía dentro de esas piscinas circulares.
La primera parecía estar vacía de vida, aparte de las grandes hojas de elodea enredada y una alfombra flotante de anchas hojas de maleza. Me arrodillé en la piedra mojada e hice a un lado la maleza flotante, mirando en las profundidades. Algunos pocos fragmentos de luz del día nublado se filtraron desde arriba, pero la débil iluminación era insuficiente para alumbrar la piscina. Algo, de todas formas, brilló allá abajo, como haciendo señas, y me encontré a mi mismo mirando culpablemente alrededor mientras me enrollaba las mangas. A lo que sea, pensé mientras metía el brazo hasta el hombro.
Hubo entonces un movimiento bajo el agua, como si la piscina fuera más profunda de lo que creía y hubiera desequilibrado la soledad de alguna criatura sumergida. Tanteé entre las plantas y la gravilla, casi metiendo la oreja en el agua. Allí estaba, sobre un costado. Mis dedos se cerraron en la mitad de un asa arqueada en tanto que un lento regaño comenzó a sonar desde el otro extremo de la habitación en penumbras.
Me paré, preparado para lo que pudiera venir, sosteniendo imposiblemente en mi mano un conocido cubo de aluminio, sus costados ahora abollados, su océano azul desportillado casi sumergiendo a los niños que todavía jugaban, tantos años más tarde, en la playa de arena. Ante mi estaba un pequeño hombre oriental mirándome raro, como si recordara a medias mi rostro y le sorprendiera encontrarme, parecía, en el acto de robar aquel cubito roto de juguete. Lo dejé caer en la piscina, comencé a hablar, entonces me viré y me fui. El hombre con que me había encontrado no usaba botas de goma, y no llevaba ninguna enorme red de pesca en su mano. En la tenue media luz de aquella extraña gruta oceánica, su piel, a un rápido vistazo, era algo más que piel. Podría insistir por amor a la aventura barata en que tenía escamas, agallas, quizás, manos palmeadas y boca de oreja a oreja. Y podría fácilmente haber sido de esa manera. Me marché sin mirar atrás, enfocado en la pintura azul cocodrilo de la endeble escalera, en las tejas del techo que se divisaba en el lado opuesto de la calle mientras yo subía, con pasos crujientes. Conduje a casa, recuerdo, apretando al azar los botones de mi radio, apagándolo y encendiéndolo, consciente de la incongruencia, de lo superfluo de la música y los noticieros y la estúpida y ajena cháchara radial.
El incidente hizo arriar mis velas de coleccionista de peces tropicales, velas que estaban medio arriadas de todas maneras. Y ciertas imágenes raras, inocentes en otra forma, empezaron a hechizar mis sueños: imágenes azarosas de rostros pálidos y angulares, de pintados soldaditos de plomo regados en las malezas, del movimiento furtivo de los peces en oscuros acuarios, de un letrero de madera balanceándose una y otra vez bajo la lluvia y el viento.
Detrás de la puerta cerrada solo está la sombra del follaje nocturno, removiéndose en el viento lluvioso. Así lo diría el sentido común con voz calmada y aburrida, que he sido confundido por una peligrosa combinación de suceso y coincidencia. Sería una invitación a la locura el no hacerle caso a esa voz.
Pero no es una noche para hacer caso a las voces. El viento y la lluvia dan contra los arbustos oscuros, las sombras se mecen y bailan. A través de la ventana de cristal no puede ser visto nada más allá de la luz pálida de la lámpara del portal. De aquí a dos horas saldrá el sol, y con él vendrá una indiferencia manufacturada para la sugestión de conexiones, patrones raros tras el aparente azar. El portal, con la lluvia secándose en charcos, las sillas sólidas y sustanciales, las flores naranjas y rosadas del marpacífico sonriéndole al día, todo esto solo estará habitado por el apurado lechero de mandíbula cuadrada con gorra blanca, y por el tintineo sólido de las botellas en una cesta de metal galvanizado.


replay

l. santiago méndez alpízar –chago–
(remedios, 1970)



auaca taíno
del libro inédito Efory Atocha (España 2006)

con damián viñuela

Gracias / se me ocurre /
en la diminuta / palabra fea diminuta /
se me ocurre: ovejita deforme /

por el recorrido
la exuberancia y el abolengo

Feliz que seas cuando llegue la hora

El Crack

Bien me adivinas siendo el Sapito

Tu Corazón de Azafrán siempre destiñe / tiñe tu Corazón de Azafrán
las sabanas / la noche de amarillo desteñido por el Azafrán de tu Corazón /

Déjate de boberías /
cómete el hongo /
está en mi ombligo

Madrid es una larga serpiente de plástico / transparente /
repto con Madriz y veo

Colores seductores / una luz apropiada para ver-te los ojos
y gozar

En esta Posada de La Cava Baja pasaron noches Quevedo / otros tantos perdedores

Se comía barato

Aquí /
antes de ser Posada /
cagaban y meaban las bestias
cuando eran dejadas por nuestros descubridores

Normal que no entiendas el asombro

Esa cuestión de saberse descubierto

Así /
de pronto /

Normal que no entiendas

La mirada del amo /

la sospecha /
los buenos modales /

la inevitable perspectiva histórica "que relativiza"

Así /
por ejemplo /

Martínez Campos en gigante caballo

a la vista de todos sus fechas /
sus contiendas /
las referencias exactas de la muerte de Yocahu Bagua Maorocoti
a manos de la fe Cristiana

Con lo fácil que era fumar

Con lo fácil que es

Normal que no entiendas el asombro

Mis rasgos atrofiados de Auaca Taino

Nariz de negro

Madrid deja reptar / me desliza /

La historia sigue sus trámites

Las postales llegadas de ultramar /
encuentros aún no acordados /

certifican el vacío

La socorrida / revisada caída del Imperio


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errege
del libro inédito Efory Atocha. (España 2006)

Unas cuantas fanegas de tierra /

una casa / nada de vecinos /

Llevar a Luar a escuchar Cobos /
Los antes sabrosos crudos de Cobo /

Toda esta tristeza te la puedo meter por el culo

Luego me acusarías de maltratador /
de sentarme a ver peleas en la Plaza de Lavapiés /
de no escuchar las horas importantes de tu vida /

Luego / ya sabemos /
me seguirás arrinconando /
para finalmente quemarme en tu desmemoria /

Por poderlo todo / sólo puedes eso /

Unas cuantas fanegas de tierra /
unas otras gallinas / algún pez /


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filantrópico
del libro inédito Efory Atocha (España 2006)

Paso los días dándole de comer a las fieras
Llegaran de dos en dos /

Anchos los lomos /
Así como luengos cansancios que acumulan los
asfixiantes apegos / cariños en guardavela

Yo les dejo la piel /

Les digo dónde

En la cocina las hornillas filetean los índigos

Pongo las manos / reparto de uno en uno los dedos en su punto

Crujientes dedos de mis manos

Paso los días dándole de comer a las fieras

Aun cuando apetecía la paja del asceta
el “intimo” mohín para el reposo /
aun cuando sabemos: lo salvable /si lo fuere/ no llegará a ser nuestro


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resumen de diagnóstico
del libro inédito Punto Negro (La Habana 1994 - 95)

Para Eva. En España.

1

Ella no cree que sea capaz de matar

De arrancarle las tripas a un tipo
y luego leer este poema

Ella no quiere creer
que soy un hombre bajo
y con pocos escrúpulos

Que he vivido
gracias a Dios y a ese instinto
a esa forma de trampear

Ella dice
que mi salto en el estómago
es una metáfora
y que nada tiene que ver con la mierda

Ella me hace historias
sobre mí

Dice que no tengo otro remedio
y suelta la palabra ternura

2

Quiero que sepan
que ya no duermo a su lado

Soy demasiado bueno
para una mujer enferma


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s/t
del libro inédito Flash Back (España 1996-97)

señora dulce como una vaca
J. G.

Esta señora que me abre las puertas
/ todas las puertas / me cuenta del estrés
del vomito del niño
de su marido ido hace tres fines de semana

Que espera me sienta cómodo
/ a la vista de sus tetas caídas /

Ésta señora
Que tuvo la dulzura de una vaca
y las cambió por un tipo bienmefolla

tres paquetes de Fortuna

/ Gorda y ceniza por agobio /

le da igual de donde sea
de qué pueblo o ciudad

/ de qué monte me han sacado /

Me abre las puertas / todas las puertas /
confía en que la escuche
porque son otros sus problemas


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y a dónde van (La Vida Indiferente)
del libro inédito Efory Atocha (España 2006)

Para el Yoyi

Todos los Camellos se van /
y a dónde van *

La gente sin nada camina por los costados
la gente que está encandela

Asfalto /
divisa de augustas estafas para personas de heladerías /
maromazos

Agosto es el mes más cruel /
lo otro era cuestión de carácter

Con esas nalgas podríamos /
atado a la desmoralización no llegaría muy lejos

- pero podríamos -

Miro las diferencias /
los escaparates de los grandes almacenes

- tal como me enseñó el Marxismo–Leninismo –

ensayo a creerme

- como soy -

el Hombre Nuevo

Habrá - también - que asumir para lo bueno /
las diferencias /
- digo -

Los muchachos /
- que saben lo que hay -
pretenden los vean jugando a Football /
paseando por las calles del centro

-haciendo media-

Estoy empatando /
una gran zancada
un rayazo ocioso
la maldita costumbre de diferenciar lo que no es vida
- extenderla -

La vida indiferenciada /
entre Méndez Álvaro & O'Relly

- tus piernas y Caraháte -

Mira que siempre digo/
pero al final
- tentación de prolongar la fábula -

Organizarla

Si fuese una rata de mar vomitaría menos / Una simple
rata de camarote /

Todo este asfalto /
los maniquíes
las negritas de a 15 euros /

- la vida lejos como siempre -

Las de silicona
y yo
en el légamo /
que diría otro /

Coches soplándonos los pedos de los que abren – cierran -
bocas

Los augustos estafadores

Prefiero los poemas de Jaad / Rústicos /
Feroces
A destiempo
Los prefiero cuando son poemas-viajes
Recorridos visibles /
callejones del que fuera Barrio Chino de la Ciudad de la Habana

Las tardes siempre llegan a la misma hora

Da igual el año /
los reporteros de las Cadenas de TV
el Equipo que entretenga a la hora en punto en que caen las bombas sobre
el valle de La Bekaa /

Las tardes llegan del mismo modo
con iguales privaciones

Agosto es el mes más cruel /
- por evidencia -

lo otro era poesía /
- abrilquevienemayo -

Cómo no bailar sobre la falsa muerte del déspota /
sobre la muerte misma

Cómo no me-arme en su memoria

No espero angelitos para que abran puertas

- nada más allá de los viajes del Corte Inglés -

las payasadas de Jodorowsky

Para el año que viene procuraré sembrar árboles en las
habitaciones de luz grande

- reflejos del pasado -

En noches de invierno / las castañas /

- que saben a boniato -

Las mismas Castañas del 1935

- el olor a chiringuito -
…fuego quemado

Todo esto con el calor que hace /
mientras se desbordan las piscinas

- los Donkey Donuts -
se rematan los flamantes Bikinis de la temporada





replay

adriana normand
(berlín, 1976. vive en cuba)



función simbólica
Un profesor de psicología, de rabiosa formación pavloviana, soñó una vez que se había convertido en perro.
Y, en efecto, ocurrió.
Mostraba, al despertar, todos los atributos de la perridad: frío hocico, peludas orejas, afilados colmillos, etc.
Sin embargo, este cambio, tan importante en la vida del profesor, no significó gran cosa para los demás.
Su mujer, que siempre lo había tratado como a un perro, permaneció insensible.
Los alumnos, acostumbrados como estaban a considerarlo el perro del Director, constataron por fin la literalidad del hecho.
Mientras que los vecinos no se dieron por enterados: –A un perro, decían, no se le mira la cara–.
Preso en su perridad, el profesor no podía convertirse nuevamente en humano.
Ni soñando.
Y es que, como dijera en tantas oportunidades, si de de algo estaba realmente seguro era de que los perros carecen de función simbólica.

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guam
Es la isla de Guam el reino de los cerdos. Tras los pórticos de las casas se ocultan, ojinegros, para espiar a los caminantes que transitan sus calles. Sin embargo, son imposibles de ver. Se esconden. Se vuelven invisibles. Sabe el visitante de Guam que su población está compuesta por cerdos, los imagina con manchas blancas y negras tal como los describen los libros, casi siente su respiración, mas no puede verlos. Sólo cuando emprende viaje y ya en el mar regresa a contemplar esta tierra una última vez, alcanza distinguir las mencionadas manchas, miles de ellas, que terminan haciendo parecer a la isla un gigantesco y único cerdo ojinegro.

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souvenir
Vimos subir a la torre a varios. Querían admirar la vista desde aquel punto, el más alto de la fortaleza, les atraía la campana de bronce, como dormida. Algunos la hacían sonar con gran esfuerzo, sólo una vez para dejarla. Una pareja llegó después. La mujer llevaba un sombrerito de paja, el hombre una camarita. Ella miró dentro de la campana y luego la ciudad desde los cuatro flancos de la torre sin dejar de señalar a un lugar y a otro mientras sonreía a su amigo. El la detuvo un momento, le dijo algo al oído. Ella rió nerviosa y quedó seria, los ojos apagados, la boca entreabierta. Entonces la dejó sola y ella caminó hacia el foso y se asomó. Un crucero hizo su entrada en la bahía, bufando. Cuando volvimos la mirada a la torre estaba otra vez vacía.

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suceso
El dueño de una platería de la calle San Rafael encontró esta mañana a un chino con un cuchillo de mesa clavado en el gaznate. La policía del barrio se ocupa en instruir la debida averiguación en vista de resolver el enigma, ya que se desconoce cómo logró penetrar en el establecimiento.

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causa 007
Tres campesinos comparecieron ante el Tribunal Superior acusados de haber soltado una vaca para que un tren les pasara por encima. A la pregunta del Fiscal sobre los motivos que movieron al hecho, explicaron que el único propósito que los guió fue el ansia de carne acumulada durante años. Semejante respuesta, que arrancó carcajadas a la audiencia y hasta la sonrisa entre dientes de algún funcionario, fue desestimada por el juez, quien calificó el argumento de ficticio e inapropiado y dictó sentencia acorde con la causa 007: sacrificio indirecto de ganado vacuno por impacto de tren.

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epidemia
Dos campesinos aparecieron colgados el mismo día, en el mismo cobertizo. Al anotarse dos muertes en menos de veinticuatro horas, las autoridades de M. decidieron iniciar una investigación. De acuerdo con un informe preliminar, el primero no había logrado responder a una adivinanza del segundo y éste, a su vez, había elaborado un acertijo sin respuesta por lo que burlaba las reglas del juego. El campesino número uno eligió el cobertizo ajeno, expresa el informe, movido por sentimientos de venganza, mientras culpa y horror motivaron al número dos a colgarse en el suyo: el rostro vuelto hacia la talanquera y no hacia el tanque de agua. Por su parte la adivinanza, una vez recogida, le fue entregada a un equipo de lingüistas (de formación chomskyana) que ahora trata de desentrañarla. Es importante determinar el así llamado efecto ilógico, a fin de poder evitar una posible reacción en cadena.

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érase un escritor a una nariz pegado
Al escritor J.A. se le cayó la nariz mientras leía uno de sus poemas favoritos a un público de adolescentes. La reacción inicial fue de una estrepitosa risa, pues sus fanáticos sabían que él acostumbraba a organizar sorpresas en sus lecturas. Hasta ese momento nadie se había percatado que J.A. sangraba a chorros por aquel lugar donde había estado su nariz. Sólo cuando sus gritos fueron más grandes que el alboroto de los adolescentes estos vieron que, en verdad, al escritor se le había caído la nariz en plena lectura.
La mayoría escapó con rapidez temiendo la posibilidad de contagio, otros quedaron paralizados y unos pocos tuvieron la idea de llevarlo a un hospital.
Transitaron de una sala en otra sin que J.A. fuera atendido. Había demasiadas urgencias y ningún médico estaba dispuesto a auxiliar a un escritor que pierde su nariz mientras lee un poema. A esto se le añade que el mutilado enseñaba lloroso su miembro caído mientras la gente huía asqueada. Cuando una nariz se desprende de su dueño por voluntad propia lo mejor es mantenerse alejado.
Finalmente encontraron una consulta de cirugía estética donde fue atendido. El doctor examinó con detenimiento la nariz desprendida del escritor y el hoyo que había quedado en su cara. Dictaminó que había pasado mucho tiempo para reponerla a su lugar pero, en cambio, podía implantarle la de otro artista, ya fallecido, que se conservaba para un caso como éste. J.A. asintió algo consolado y la operación fue efectuada.
Al verse en el espejo el recién operado constató que si bien aquella nariz no era la suya le venía muy bien y preguntó al médico el nombre de su anterior dueño. Al saberlo su alegría fue infinita, la pieza había pertenecido a Jorge Negrete, cantante al que el escritor debía su nombre.
Desde entonces J.A. cuida con esmero su nariz y comienza siempre sus lecturas entonando una ranchera mexicana.

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jugada de engaño
Aquel párpado que no podía elevar bien le temblaba tanto que me daba más miedo que el revólver que el otro empuñaba. No se trata de valentía, pero estaba casi seguro que no tenían balas, menos para aquel viejo revólver que sin ninguna elegancia se animaron a sacar mientras repetían:
–Díganos quién fue, usted lo sabe, sólo a eso ha venido a La Habana.
Yo no sabía de que hablaban, mi viaje había sido motivado por el interés de aquella institución de publicar mi libro, que había presentado la otra tarde luego de un par de conferencias sobre literatura argentina y ficción, decía Renzi ante su taza de café negro. No dejaba de parecerme divertido ver a esos dos estrafalarios, los mismos que tras una trifulca habían sido expulsados por un funcionario de la Casa el día anterior, ahora delante mío, del otro lado del cañón, aunque desesperados, más que yo mismo, casi implorantes y sin atinar apenas a ordenarme que abriera la boca para meter en ella una píldora que me llegó hasta la mismísima campanilla y no me quedó otra opción que tragar.
Desperté en un cuarto sucio y maloliente en el que no se podían dar tres pasos, con las paredes descascaradas y llenas de humedad, desde donde los escuchaba discutir. Entonces hizo su entrada el del párpado escoltado por el otro que no paraba de repetir: cachimba y telégrafo, como un papagayo y quien al parecer había abandonado su papel de tipo duro y prescindía del revólver.
–Me dicen Tonino –dijo el primero más calmado– él es Richard –y señala al otro– somos los editores de la revista Víspera(s), la única publicación marginal que existe en el país. Tiene que hablar, no es que no creamos que su visita también sea para presentar su libro; a propósito, que buen titulo La prolijidad de lo real, casi tan bueno como En busca del tiempo perdido o Museo de la novela de la Eterna –me explica– pero sabemos el otro asunto y estamos involucrados. Sólo queremos que nos ayude –todo eso mientras frotaba una mano con la otra y el segundón detrás diciendo cachimba y telégrafo–, llevamos varios años en esta investigación, el crédito debe ser nuestro, necesitamos saber con quién se encontró en La Habana, tenemos nuestras sospechas, pero no le dejaremos ir hasta descifrarlo todo.
–Tal vez si fueran más explícitos, no termino de entender.
–Sabemos que Tardewski le habló del tema.
–Hace años que no sé nada de él, puede que haya muerto porque edad tiene, hablamos mucho una noche en Concordia mientras esperaba a Maggi, pero no entiendo que relación existe entre ese polaco y este secuestro.
–No lo tome usted a mal, Renzi, ayer quisimos hablarle pero no nos dejaron acercarnos siquiera.
–Víspera(s), Víspera(s) –dijo el papagayo.
–Así es –aclaró Tonino– somos muy marginados a causa de nuestra auténtica publicación, no nos quedó otra salida, queremos que nos hable acerca de Rudolf Wittgenstein.
Entonces respiré profundo y ahora sí verdaderamente confundido, así Renzi al encender su habano en un café del puerto.
–El escenario fue el Hotel Telégrafo –cachimba y telégrafo– imagínelo tan sólo, esta ciudad en los años cuarenta era esplendorosa y llena de vicios, de haber seguido de esa forma no sería la de ahora, ni siquiera Buenos Aires amigo, esta ciudad sería New York, entonces también las camisetas dirían I love Havana en rojo y negro y el Telégrafo sería algo así como el Chelsea. Se sabe que llegó en invierno, pero sólo estuvo dos semanas porque la mañana del decimocuarto día apareció nadando en su sangre. Un periódico de la época lo describe de esta manera: “Un alemán –error, claro está– un alemán amaneció muerto en el Hotel Telégrafo. Fue encontrado por la empleada de limpieza que se disponía a hacer su labor en la habitación. Apoyada la nuca al borde de la bañadera de cobre, los brazos dentro del agua teñida de rojo, las venas cortadas a la altura de las muñecas.” “Suicidio en el Telégrafo” decían los titulares pero usted y yo sabemos que no pudo haber sido un suicidio.
–La temperatura del trópico es propicia para las muertes voluntarias, de hecho decenas de europeos se matan en esta latitud, mire usted, hasta Gauguin.
–No se me venda de ingenuo –todo lo tomaba en serio Tonino con su párpado a media asta– es verdad que estaba arruinado, puede que con desesperación, pero no era loco, tampoco Ludwig a pesar de su mente privilegiada.
–Muchos pueden pensar lo contrario, amigo Tonino, al fin y al cabo Ludwig Wittgenstein se acerca bastante a lo que llamamos genio, el único en la historia que produjo dos sistemas filosóficos totalmente diferentes en el curso de su vida cada uno de los cuales dominó por lo menos a una generación y generó dos corrientes de pensamiento con sus protagonistas, sus comentadores y sus discípulos absolutamente antagónicos, no debió haber sido fácil ser opacado por un hermano así, ¿no¬?
–Se equivoca Renzi, Ludwig fue mundialmente famoso, su pensamiento recorrió el mundo, pero Rudolf Wittgenstein era también un genio, un genio de la química.
–¿Alquimista?
–Más que eso, otro buscador de la verdad, rastreador de aminoácidos, conocedor de la naturaleza de cada sustancia.
Todo esto decía con su párpado tembloroso mientras el otro no paraba de decir cachimba y yo no dejaba de sentirme extrañado, envuelto en una especie de bruma, la de un mundo hasta ahora desconocido, relataba Emilio Renzi al acomodar en su cuello la bufanda para protegerse del fresco de la tarde bonaerense.
–Fue la noche antes cuando se citó con el hombre que debemos descubrir, la noche antes de que apareciera muerto –dijo Tonino y añadió–, se sabe que Wittgenstein tenía un boleto de avión de regreso.
–Lo cual no significa nada, si no se decidía siempre podía volver a Austria lo que habría sido una decisión insana a causa de la guerra, pero en fin.
–Sin rodeos Renzi –me dijo esta vez molesto mientras intentaba en vano elevar su dichoso párpado–, queremos esa información, a quién vio en La Habana la noche antes de su muerte, quién fue su cita de la víspera.
–¿Alguien con quién tenía negocios?
–O tendría, Renzi, o quizás tendría, vamos por buen camino.
Entonces lo vi todo claro, paso tras paso, pista tras pista, decía Renzi con una sonrisa burlona, la mejor historia de mi vida, la ficción impuesta, suplente de lo real.
–Un genio de la química sólo puede haber tenido negocios con un magnate de la industria –dije.
–O con un gángster, tal vez con un gángster.
–Cachimba, cachimba –repetía Richard.
–Tardewski siempre decía que a los Wittgenstein los había matado su genio y sus vicios, al menos fue lo que puso en su dedicatoria, la del ejemplar de Investigaciones Filosóficas de Ludwig Wittgenstein que me obsequió aquella noche en Concordia.
–¿Acaso conserva este libro? –preguntó Tonino tal como lo había previsto.
–Por supuesto, lo llevo siempre conmigo, está en el hotel, precisamente anoche estaba releyendo aquel capítulo donde...
–Vamos pronto, no podemos perder un minuto más.
Apresuradamente me sacaron del cuartucho y me hicieron pasar por un largo corredor que daba acceso a otros cuartos parecidos para desembocar en una escalera con salida a la calle. Allí me subieron a un auto destartalado y se dirigieron. Al darles el libro vamos de vuelta al auto, y esta vez me regalaron todo un paseo por La Habana... ya era de noche y la noche habanera ejercía una especie de fascinación en ellos.
–Ese es el malecón –decía mi guía que por supuesto era el del párpado pues el otro además de manejar sólo abría la boca para decir cachimba cachimba–. Esas mujeres fabulosas son putas, las más baratas del mundo y presumo que las mejores, al menos eso se dice, ese es el parque Maceo, esta calle se llama San Lázaro y fue una importante arteria aunque ya no lo parezca. El paseo del Prado aún conserva su elegancia, ¿no cree usted? Y helo aquí: el Hotel Telégrafo, el lugar de los hechos ¿Acaso piensa que alguien pudiera suicidarse teniendo cerca ese hermoso teatro de aire barroco, el majestuoso Centro Asturiano que es aquel edificio que ve usted allá o el imponente Capitolio, incluso más grande que el original y donde un bello diamante antigua propiedad del último Zar de Rusia, marca el inicio, el kilómetro cero de una de las obras más importantes hechas por la República, la carretera central que recorre toda la isla? Esta ciudad no inclina al suicidio a un europeo, querido amigo, sino a la gozadera, al vacilón –afirmó Tonino sonriendo un poco.
Esa noche dormí en el cuartucho húmedo mientras aquellos decían buscar pistas en mi libro. Antes que amaneciera me despertaron eufóricos, el libro deshecho entre las manos de Tonino y el papagayo tan contento que no podía siquiera hablar.
–Tardewski le dio el secreto, hemos resuelto el enigma, tantas horas de trabajo y desvelo..., no estábamos equivocados.
Hablaron de una droga, un derivado del opio –Pavulón, pavulón– decía ahora el papagayo y de un rico habanero vinculado a los bajos fondos llamado Julio Lobo. El tal provenía de una familia de hacendados y había incrementado su fortuna en negocios de mercado negro y con la mafia habanera. A pesar de eso había sido Lobo quien había propuesto al Senado una ley que rigiera el control de drogas y estupefacientes en general, aunque era bien sabida su relación con el mundo de los vicios y sus consumidores. Dos días después de la muerte de Rudolf Wittgenstein se divulgó que aquel señor había sido baleado tres noches atrás en su auto, o sea la noche antes de la muerte de Rudolf. Tonino repetía:
–Quiso venderle la fórmula de la droga en un precio demasiado alto, tal vez negociaba con alguien más, probablemente un norteamericano, se asoció a sus contrarios y sufrió las consecuencias. Se vieron esa noche, a uno lo balearon y aunque escapó con vida gastó casi toda su enorme fortuna en dejar su invalidez..., el otro fue asesinado, asesinado por sospecha o por ambición.
–¿Y la droga, la formula de la droga? –me animé a preguntar.
–Pavulón –me rectificó el papagayo.
–La seguiremos buscando, amigo Renzi, en algún lugar debe estar esa fórmula, ahora que sabemos que el hombre con que se encontró Rudolf en La Habana fue Julio Lobo podemos saber lo demás. Desmentiremos al mundo entero, el hermano del gran filósofo, el genio de la química Rudolf Wittgenstein no se suicidó en La Habana, murió a causa de sus vicios como bien definiera Tardewski y nosotros diremos a todos la verdad.
Todo esto lo decía Tonino como si se encontrara encaramado a un estrado, agitaba lo que quedaba de mi libro en el aire y dejaba caer las paginas que el otro recogía y volvía a darle mientras balbuceaba visiblemente emocionado: –Pavulón, telégrafo, cachimba...

–¿Y les dejaste el libro? O sea, fue asesinado por cuestiones de droga.
–Claro que no, el verdadero Wittgenstein se dio un tiro en un cuartucho habanero, tal vez en el mismo donde estuve secuestrado.
–Entonces...
–Estaban mal informados, dos tontos mal informados. El que murió en el Hotel Telégrafo debe haber sido verdaderamente un alemán, vaya a saber quien. El supuesto libro de Tardewski lo compré yo mismo la tarde anterior de viajar a La Habana y lo llevaba en mi equipaje pues pensaba entretenerme releyéndolo en lo que creía serían unas aburridas noches en el hotel. Lo conseguí en una vieja librería donde sólo venden primeras ediciones y bueno, podrás imaginar quién hizo la dedicatoria. Supongo que esos dos sigan haciendo su revista marginal y continúen buscando la fórmula de la droga, Pavulón, pero en eso si no me meto, amigo Piglia, pues como dijera el propio Ludwig Wittgenstein sobre aquello de lo que no se puede hablar hay que callar.
–¿Y el gángster baleado, el tal Julio Lobo?
–Casualidad, pura casualidad, me dijo Emilio Renzi y pidió otro café.




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roberto bolaño: sobre nocturno de chile



¿Nocturno de Chile es la metáfora de un país infernal?
No lo veo así. Es la metáfora de un país infernal, entre otras cosas. También es la metáfora de un país joven, de un país que no se sabe muy bien si es un país o un paisaje.

Es inquietante la perspectiva de esta novela, narrada a partir de personajes que apoyaron el golpe de Estado, que fueron mudos testigos del terror o que le dieron clases de marxismo a la Junta militar. ¿Por qué asume los ropajes del lobo?
La respuesta más cómoda para mí sería decir que por variar un poco. Después de asumir los ropajes de tantas ovejas, me dan ganas de ponerme la piel de un lobo. Ahora yo no creo que sean lobos realmente, ni el narrador ni gran parte de los personajes que aparecen en la novela, sino más bien náufragos. Hay unos cuantos lobos. El señor Oido y el señor Odeim son lobos al ciento por ciento y la Junta Militar chilena para qué te voy a decir. Pero los otros personajes son más bien seres extraviados, en el sentido que todos estamos extraviados. Incluso cuando hablamos de lobos yo añadiría lobitos. Ni siquiera lobos. Porque el matiz está tal vez en que el terror lo sienten muchos más los lobitos.

En su novela no parece salvarse nadie. No se salva la Iglesia Católica que está representada en su parte más cruel, no se salva el narrador –el sacerdote Opus Dei y crítico literario– ni menos se salvan Pinochet y su entorno. ¿Por qué esa mirada hacia Chile?
No es hacia Chile. Es hacia estos personajes en concreto y hacia un momento concreto de mi vida. Seguramente me dejo llevar por la música de mi propia novela y en esa música no se podía salvar nadie. Pero, pensándolo bien, creo que sí se salvan algunos. Por ejemplo, el hijo de esa mujer (María Canales) que es un niño que está permanentemente asustado. Y también se salvan los campesinos del primer cuadro de la novela, unos campesinos extrañísimos, que parecen llegados de otro planeta. Ellos se salvan por su alteridad, porque escapan a cualquier intento de fijarlos, de historiarlos. El niño se salva por su inocencia. Hay un sacerdote que para mí se salva y es el que muere en Burgos. Ese cura es fantástico cuando dice "esto está muy mal, amiguitos"; "la cosa está muy malita". Este cura tiene a su pobre halcón muriéndose de hambre. Los dos están muriéndose de hambre, él y su halcón Rodrigo, e incluso el halcón Rodrigo, que representa en algún momento el mal instalado en el corazón de la Iglesia, también me cae muy bien. Porque es el demonio, pero que arrastra toda su elegancia, su capacidad de seducción. El narrador, en cambio, el cura Ibacache, no es un personaje seductor y la gente con la que se reúne más bien cae por el lado de la impotencia sexual.

Pero acepta que es un libro oscuro sobre Chile.
Sí, pero también es un libro claro. Creo que es una novela con mucho sentido del humor. Al menos cuando la escribía me reía como loco. Incluso en los momentos más terribles de la novela hay sentido del humor, del ridículo, entendido a la manera chilena, es decir, ridículo espantoso.

Y al final, se desata "la tormenta de mierda"...
Porque en esta novela no había más remedio que eso. Es una metáfora a aquello que decía un poeta, "toda una vida perdida", a la constatación de que se ha perdido toda una vida. Cuando eso ocurre y se sigue viviendo, lo que viene a continuación es la tormenta de mierda, el apocalipsis individual.

Es una constante en su literatura el cruce entre ficción y realidad, que aquí se da en una serie de personajes que tienen su doble en la vida cotidiana. ¿Qué papel juega la referencialidad?
La referencialidad no sirve para nada. Uno de los grandes novelistas del siglo XX es Marcel Proust y la Recherche está llena de referencias. Es una novela referencial al ciento por ciento y no tiene la más mínima importancia que tu sepas hoy quiénes eran los personajes. Acaso el ser referencial a veces ayuda a exorcisar algunos fantasmas o a clarificarte, pero sólo a ti mismo. En ocasiones, la referencialidad se usa como un guante de desafío, en otras ocasiones más que un guante de desafío es un acto casi suicida. Si yo viviera en Chile, probablemente nadie me perdonaría esta novela. Porque hay más de tres o cuatro personas que se sentirían aludidas, que tienen poder y que no me lo perdonarían jamás. La referencialidad puede ser leída desde múltiples perspectivas, pero no creo que signifique mucho en la obra de un escritor. Mucho más importante es que la narración esté sustentada por una estructura literaria que sea válida, por un escritura que al menos sea legible y por una capacidad mínima de vocabulario. Porque la historia de la literatura está empedrada de obras muy malas escritas en servicio del pueblo, de la monarquía, de quien sea, y también está empedrada de obras muy malas de estricta referencialidad.

¿Por qué dice que Nocturno de Chile es una mejor novela que Los Detectives Salvajes?
Por algo muy sencillo. La novela es un arte imperfecto. Tal vez sea, en la literatura, el más imperfecto de todos. Y a más páginas escritas las posibilidades de lucir tus imperfecciones son mayores.

¿Qué hay de su idea de escribir un clásico de mil páginas?
Cometeré muchísimos errores e imperfecciones. Evidentemente un libro largo tiene alguna ventaja. En un libro largo un escritor tiene que demostrar su aguante, su capacidad constante de inventiva, tiene que tener una respiración ancha y mucha capacidad de fabulación y, por supuesto, no es lo mismo concebir una casa que un rascacielos. Muchas veces es más habitable una casa, pero para construir un rascacielos hay que ser muy bueno, puesto que tienes que hacer trazados mucho más complicados. Ahora, dónde quiere vivir uno, generalmente en una casita. Hay un caso paradigmático al respecto. La novela más habitable de Herman Melville es un relato largo que se llama Bartleby, el escribiente. Todo el mundo dice maravillas de Bartleby, dicen que es la obra perfecta, pero se olvidan de que Melville escribió Moby Dick, la gran obra de este autor. Moby Dick inaugura una visión, una gran aventura en la novela americana. De hecho, la novela americana se funda en dos grandes novelas norteamericanas, que son Moby Dick, de Melville, y Huckleberry Finn, de Twain. Una transita por el lado más amable de la vida y la otra es la novela negra por excelencia. Una es paradisíaca y la otra, Moby Dick, es infernal y, paradójicamente, claustrofóbica, porque aunque el barco se mueve por todo el mundo, los marinos en el barco sólo se mueven dentro del barco. Y en ese autor, tan absolutamente prometéico como es Melville, generalmente la gente se encuentra mucho más a gusto con su Bartleby.

¿Cree que existe un nuevo boom de la literatura latinoamericana?
Sí. No pienso que sea un grupo con una ligadura generacional muy fuerte, porque hay gente nacida en el año 49, como César Aira, y hay gente nacida en el año 68, como Ignacio Padilla. Son casi veinte años de diferencia. Ahora, también habían años de diferencia entre Julio Cortázar y Vargas Llosa. Lo que creo que marca un cambio es que los autores vuelven a asumir riesgos. No escriben fácil, no hacen la literatura epigonal, que era lo que se llevaba hasta ahora. Durante veinte años, desde finales del ´70 hasta principios del ´90, la literatura que se hacía era como el bagazo del realismo mágico. Nunca nada original. Nunca nada que asumiera riesgos. La década del ´80, que fue nefasta para Latinoamérica, creó una tipología que no sólo se expandió en el ámbito literario, sino básicamente en el ámbito profesional, cuyo lema era ganar dinero, tener éxito, todo con un rechazo absoluto al fracaso y un acriticismo por encima de todo. Y los escritores adoptaron más o menos ese modelo como propio. Entonces aparecen escritores en los que no hay nada. O son malos copistas del realismo mágico, como la mexicana Laura Esquivel, o son pésimos escritores entre comillas juveniles, como Alberto Fuguet, o son escritores que toman temas históricos de una forma nefasta. Hay una escritura muy mala en Latinoamérica, una escritura que por un lado abusa del tipismo, del folclorismo, y que se intenta vender al extranjero como mercadería exótica.

¿Cuáles serían los riesgos que asumen los escritores del "nuevo boom"?
Los riesgos están en los tratamientos formales que, por ejemplo, Rodrigo Rey Rosas da a sus cuentos. Los cuentos de Rodrigo Rey Rosas no los ha escrito nadie en lengua castellana. Antes que él hay grandes cuentistas, incluso un cuentista genial, que es Borges, pero los cuentos de Rey Rosas nadie los ha escrito. Son absolutamente propios. Creo que Rey Rosas es un autor que será estudiado dentro de cincuenta años. Lo tendrán como un verdadero renovador del relato corto. Los territorios donde se mueve son territorios que únicamente le pertenecen a él y a su tradición, a lo que lleva detrás. Porque, desde luego, él no nace sabiendo escribir. En este sentido, los experimentos literarios de César Aira vienen directamente de Gombrowicz y de otro gran escritor argentino que es Lamborgini. Lo que hace César Aira es algo que tampoco se había hecho.

¿De dónde viene usted?
Creo que vengo de la poesía. No me parezco ni a César Aira, ni a Rey Rosas, ni a Juan Villoro, ni a Javier Marías, ni a Vila Matas –que es uno de los buenos. Ninguno de los que te he nombrado es escritor de poesía. Yo básicamente soy poeta. Empecé como poeta. Casi siempre he creído, y aún sigo creyéndolo, que escribir prosa es de un mal gusto bestial. Y lo digo en serio.

¿Por qué?
En algún sentido creo que escribir prosa es volver a las labores de mi abuelo analfabeto. Es mucho más difícil la poesía. Las escenografías que te proporciona la poesía son de una pureza y de una desolación muy grande. Cuando juntas pureza y desolación el escenario se agranda automáticamente hasta el infinito y lo lógico es que tú desaparezcas en ese escenario y, sin embargo, no desapareces. Te haces infinitamente pequeño pero no desapareces.

Usted mismo ha dicho que la mejor poesía del siglo se ha escrito en prosa...
Lo que probablemente quiere decir que la poesía en sus métricas habituales y en su soporte clásico ya está muerta.

Acaba de sugerir que si hubiese publicado su última novela en Chile seguramente no lo perdonarían ¿Qué le pediría a sus lectores?
Primero, a mis lectores, que son pocos pero fieles, les pediría perdón. Mis más sentidas y profundas excusas por haber vuelto a reincidir. Segundo, pediría que se rieran y, tercero, me gustaría que les satisfaciera, no a todos, pero sí a algunos, la forma de mi novela, que aparentemente es muy sencilla pero realmente es hipercomplicada. La novela se divide en dos párrafos, uno que dura ciento cincuenta páginas y otro que dura una línea. Y, luego, está construida en una sucesión de cuadros en donde casi no hay punto de hilación o bien los puntos de unión entre un cuadro y otro son puramente experimentales. La novela es la narración del transcurso de una noche del cura Ibacache, que comienza con la fiebre alta y ésta se va remitiendo. Los primeros capítulos están narrados desde el delirio más extremo, desde los 40 grados de fiebre, pero los últimos están narrados desde los 37.5 y en él último párrafo, cuando empieza la tormenta de mierda, ya no hay fiebre. Eso lo dediqué a los lectores.
por Melanie Jösch en Primera Línea

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felisberto hernández
(montevideo, 1902 – 1964)



muebles "el canario"
La propaganda de estos muebles me tomó desprevenido. Yo había ido a pasar un mes de vacaciones a un lugar cercano y no había querido enterarme de lo que ocurriera en la ciudad. Cuando llegué de vuelta hacía mucho calor y esa misma noche fui a una playa. Volvía a mi pieza más bien temprano y un poco malhumorado por lo que me había ocurrido en el tranvía. Lo tomé en la playa y me tocó sentarme en un lugar que daba al pasillo. Como todavía hacía mucho calor, había puesto mi saco en las rodillas y traía los brazos al aire, pues mi camisa era de manga corta. Entre las personas que andaban por el pasillo hubo una que de pronto me dijo:
–Con su permiso, por favor...
Y yo respondí con rapidez:
–Es de usted.
Pero no sólo no comprendí lo que pasaba sino que me asusté. En ese instante ocurrieron muchas cosas. La primera fue que aún cuando ese señor no había terminado de pedirme permiso, y mientras yo le contestaba, él ya me frotaba el brazo desnudo con algo frío que no sé por qué creí que fuera saliva. Y cuando yo había terminado de decir "es de usted" ya sentí un pinchazo y vi una jeringa grande con letras. Al mismo tiempo una gorda que iba en otro asiento decía:
–Después a mí.
Yo debo haber hecho un movimiento brusco con el brazo porque el hombre de la jeringa dijo:
–¡Ah!, lo voy a lastimar... quieto un...
Pronto sacó la jeringa en medio de la sonrisa de otros pasajeros que habían visto mi cara. Después empezó a frotar el brazo de la gorda y ella miraba operar muy complacida. A pesar de que la jeringa era grande, sólo echaba un pequeño chorro con un golpe de resorte. Entonces leí las letras amarillas que había a lo largo del tubo: Muebles "El Canario". Después me dio vergüenza preguntar de qué se trataba y decidí enterarme al otro día por los diarios. Pero apenas bajé del tranvía pensé: "No podrá ser un fortificante; tendrá que ser algo que deje consecuencias visibles si realmente se trata de una propaganda." Sin embargo, yo no sabía bien de qué se trataba; pero estaba muy cansado y me empeciné en no hacer caso. De cualquier manera estaba seguro de que no se permitiría dopar al público con ninguna droga. Antes de dormirme pensé que a lo mejor habrían querido producir algún estado físico de placer o bienestar. Todavía no había pasado al sueño cuando oí en mí el canto de un pajarito. No tenía la calidad de algo recordado ni del sonido que nos llega de afuera. Era anormal como una enfermedad nueva; pero también había un matiz irónico; como si la enfermedad se sintiera contenta y se hubiera puesto a cantar. Estas sensaciones pasaron rápidamente y en seguida apareció algo más concreto: oí sonar en mi cabeza una voz que decía:
–Hola, hola; transmite difusora "El Canario"... hola, hola, audición especial. Las personas sensibilizadas para estas transmisiones.. . etc., etc.
Todo esto lo oía de pie, descalzo, al costado de la cama y sin animarme a encender la luz; había dado un salto y me había quedado duro en ese lugar; parecía imposible que aquello sonara dentro de mi cabeza. Me volví a tirar en la cama y por último me decidí a esperar. Ahora estaban pasando indicaciones a propósito de los pagos en cuotas de los muebles "El Canario". Y de pronto dijeron:
–Como primer número se transmitirá el tango...
Desesperado, me metí debajo de una cobija gruesa; entonces oí todo con más claridad, pues la cobija atenuaba los ruidos de la calle y yo sentía mejor lo que ocurría dentro de mi cabeza. En seguida me saqué la cobija y empecé a caminar por la habitación; esto me aliviaba un poco pero yo tenía como un secreto empecinamiento en oír y en quejarme de mi desgracia. Me acosté de nuevo y al agarrarme de los barrotes de la cama volví a oír el tango con más nitidez.
Al rato me encontraba en la calle: buscaba otros ruidos que atenuaran el que sentía en la cabeza. Pensé comprar un diario, informarme de la dirección de la radio y preguntar qué habría que hacer para anular el efecto de la inyección. Pero vino un tranvía y lo tomé. A los pocos instantes el tranvía pasó por un lugar donde las vías se hallaban en mal estado y el gran ruido me alivió de otro tango que tocaban ahora; pero de pronto miré para dentro del tranvía y vi otro hombre con otra jeringa; le estaba dando inyecciones a unos niños que iban sentados en asientos transversales. Fui hasta allí y le pregunté qué había que hacer para anular el efecto de una inyección que me habían dado hacía una hora. Él me miró asombrado y dijo:
–¿No le agrada la transmisión?
–Absolutamente.
–Espere unos momentos y empezará una novela en episodios.
–Horrible –le dije.
Él siguió con las inyecciones y sacudía la cabeza haciendo una sonrisa. Yo no oía más el tango. Ahora volvían a hablar de los muebles. Por fin el hombre de la inyección me dijo:
–Señor, en todos los diarios ha salido el aviso de las tabletas "El Canario". Si a usted no le gusta la transmisión se toma una de ellas y pronto.
–¡Pero ahora todas las farmacias están cerradas y yo voy a volverme loco!
En ese instante oí anunciar:
–Y ahora transmitiremos una poesía titulada "Mi sillón querido" soneto compuesto especialmente para los muebles "El Canario".
Después el hombre de la inyección se acercó a mí para hablarme en secreto y me dijo:
–Yo voy a arreglar su asunto de otra manera. Le cobraré un peso porque le veo cara honrada. Si usted me descubre pierdo el empleo, pues a la compañía le conviene más que se vendan las tabletas.
Yo le apuré para que me dijera el secreto. Entonces él abrió la mano y dijo:
–Venga el peso–. Y después que se lo di agregó:
–Dése un baño de pies bien caliente.

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el cocodrilo
En una noche de otoño hacía un calor húmedo y yo fui a una ciudad que me era casi desconocida; la poca luz de las calles estaba atenuada por la humedad y por algunas hojas de los árboles. Entré a un café que estaba cerca de una iglesia, me senté a una mesa del fondo y pensé en mi vida. Yo sabía aislar las horas de felicidad y encerrarme en ellas; primero robaba con los ojos cualquier cosa descuidada de la calle o del interior de las casas y después la llevaba a mi soledad. Gozaba tanto al repasarla, que si la gente hubiera sabido me hubiera odiado. Tal vez no me quedara mucho tiempo de felicidad. Antes yo había cruzado por aquellas ciudades dando conciertos de piano; las horas de dicha habían sido escasas, pues vivía en la angustia de reunir gente que quisiera aprobar la realización de un concierto; tenía que coordinarlos, influirlos mutuamente y tratar de encontrar algún hombre que fuera activo. Casi siempre eso era como luchar con borrachos lentos y distraídos: cuando lograba traer a uno el otro se me iba. Además yo tenía que estudiar y escribirme artículos en los diarios.
Desde hacía algún tiempo yo no tenía esa preocupación: alcancé a entrar en una gran casa de medias para mujer. Había pensado que las medias eran más necesarias que los conciertos y que sería más fácil colocarlas. Un amigo mío le dijo al gerente que yo tenía muchas relaciones femeninas, porque era concertista de piano y había recorrido muchas ciudades; entonces podría aprovechar la influencia de los conciertos para colocar las medias.
El gerente había torcido el gesto; pero aceptó, no solo por la influencia de mi amigo, sino porque yo había sacado el segundo premio en las leyendas de propaganda para las medias. Su marca era "Ilusión". Y mi frase había sido: "¿Quién no acaricia, hoy, una media Ilusión?". Pero vender medias también me resultaba muy difícil y esperaba que de un momento a otro me llamaran de la casa central y me suprimieran el viático. Al principio yo había hecho un gran esfuerzo. (La venta de medias no tenía nada que ver con mis conciertos; y yo tenía que entendérmelas nada más que con los comerciantes). Cuando encontraba antiguos conocidos les decía que la representación de una gran casa comercial me permitía viajar con independencia y no obligar a mis amigos a patrocinar conciertos cuando no eran oportunos. Jamás habían sido oportunos mis conciertos. En esta misma ciudad me habían puesto pretextos poco comunes: el presidente del Club estaba de mal humor porque yo lo había hecho levantar de la mesa de juego y me dijo que habiendo muerto una persona que tenía muchos parientes, media ciudad estaba enlutada. Ahora yo les decía: estaré unos días para ver si surge naturalmente el deseo de un concierto; pero les producía mala impresión el hecho de que un concertista vendiera medias. Y en tanto a colocar medias, todas las mañanas yo me animaba y todas las noches me desanimaba: era como vestirse y desnudarse. Me costaba renovar a cada instante cierta fuerza grosera necesaria para insistir ante comerciantes siempre apurados. Pero ahora me había resignado a esperar que me echaran y trataba de disfrutar mientras me durara el viático.
De pronto me di cuenta que había entrado al café un ciego con un arpa; ya lo había visto por la tarde. Decidí irme antes de perder la voluntad de disfrutar de la vida; pero al pasar cerca de él volví a verlo con un sombrero de alas mal dobladas y dando vuelta los ojos hacia el cielo mientras hacía el esfuerzo de tocar; algunas cuerdas del arpa estaban añadidas y la madera clara del instrumento y todo el hombre estaban cubiertos de una mugre que yo nunca había visto. Pensé en mí y sentí depresión.
Cuando encendí la luz en la pieza de mi hotel, vi mi cama de aquellos días. Estaba abierta y sus carillas niqueladas me hacían pensar en una loca joven que se entregaba a cualquiera. Después de acostado apagué la luz pero no podía dormir. Volví a encenderla y la bombita se asomó debajo de la pantalla como el globo de un ojo bajo un párpado oscuro. La apagué en seguida y quise pensar en el negocio de las medias; pero seguí viendo por un momento, en la oscuridad, la pantalla de la luz. Se había convertido a un color claro; después su forma, como si fuera el alma en pena de la pantalla empezó a irse hacia un lado y a fundirse en lo oscuro. Todo eso ocurrió en el tiempo que tardaría un secante en absorber la tinta derramada.
Al otro día de mañana, después de vestirme y animarme, fui a ver si el ferrocarril de la noche me había traído malas noticias. No tuve carta ni telegrama. Decidí recorrer los negocios de una de las calles principales. En la punta de esa calle había una tienda. Al entrar me encontré en una habitación llena de trapos y chucherías hasta el techo. Busqué rápidamente entre todos los objetos para ver si encontraba una cara humana. Sólo había un maniquí desnudo, de tela roja que en vez de cabeza tenía una perilla negra. Golpeé las manos y en seguida todos los trapos se tragaron el ruido. Detrás del maniquí apareció una niña como de diez años que me dijo con mal modo:
–¿Qué quiere?
–¿Está el dueño?
–No hay dueño. La que manda es mi mamá.
–¿Ella no está?
–Fue a lo de doña Vicenta y vuelve enseguida.
Apareció un niño como de tres años. Se agarró de la pollera de su hermana y se quedaron un rato en fila, el maniquí, la niña y el niño. Yo dije:
–Voy a esperar.
La niña no contestó nada. Me senté en un cajón y empecé a jugar con el hermanito. Recordé que tenía un chocolatín de los que había comprado en el cine y lo saqué del bolsillo. Rápidamente se acercó el chiquilín y me lo quitó. Entonces yo me puse las manos en la cara y fingí llorar con sollozos. Tenía tapados los ojos y en la oscuridad que había en el hueco de mis manos abrí pequeñas rendijas y empecé a mirar al niño. El me observaba inmóvil y yo cada vez lloraba más fuerte. Por fin él se decidió a ponerme el chocolatín en una rodilla. Entonces yo me reí y se lo di. Pero al mismo tiempo me di cuenta que yo tenía la cara mojada.
Salí de allí antes que viniera la dueña. Al pasar por una joyería me miré en un espejo y tenía los ojos secos. Después de almorzar estuve en el café; pero vi al ciego del arpa revolear los ojos hacia arriba y salí enseguida. Entonces fui a una plaza solitaria de un lugar despoblado y me senté en un banco que tenía en frente un muro de enredaderas. Allí pensé en las lágrimas de la mañana. Estaba intrigado por el hecho de que me hubieran salido; y quise estar solo como si me escondiera para hacer andar un juguete que sin querer había hecho funcionar hacía pocas horas. Tenía un poco de vergüenza, ante mí mismo, de ponerme a llorar sin tener pretexto, aunque fuera en broma, como lo había tenido en la mañana. Arrugué la nariz y los ojos, con un poco de timidez para ver si me salían lágrimas; pero después pensé que no debería buscar el llanto como quien escurre un trapo; tendría que entregarme al hecho con más sinceridad; entonces me puse las manos en la cara. Aquella actitud tuvo algo de serio; me conmoví inesperadamente; sentí como cierta lástima de mí mismo y las lágrimas empezaron a salir.
Hacía rato que yo estaba llorando cuando vi que de arriba del muro venían bajando dos piernas de mujer con medias "Ilusión" semibrillantes. Y en seguida noté una pollera verde que se confundía en la enredadera. Yo no había oído colocar la escalera. La mujer estaba en el último escalón y yo me sequé rápidamente las lágrimas; pero volví a poner la cabeza baja y como si estuviera pensativo.
La mujer se acercó lentamente y se sentó a mi lado. Ella había bajado dándome la espalda y yo no sabia como era su cara. Por fin me dijo:
–¿Qué le pasa? Yo soy una persona en la que usted puede confiar...
Transcurrieron unos instantes. Yo fruncí el entrecejo como para esconderme y seguir esperando. Nunca había hecho ese gesto y me temblaban las cejas. Después hice un movimiento con la mano como para empezar a hablar y todavía no se me había ocurrido qué podría decirle. Ella tomó de nuevo la palabra:
–Hable, hable nomás. Yo he tenido hijos y sé que son penas.
Yo ya me había imaginado una cara para aquella mujer y aquella pollera verde. Pero cuando dijo lo de los hijos y las penas me imaginé otra. Y al mismo tiempo dije:
–Es necesario que piense un poco.
Ella contestó:
–En estos asuntos, cuando más se piensa es peor.
De pronto sentí caer, cerca de mí un trapo mojado. Pero resultó ser una gran hoja de plátano cargada de humedad. Al poco rato ella volvió a preguntar:
–Dígame la verdad: ¿cómo es ella?
Al principio a mí me hizo gracia. Después me vino a la memoria una novia que yo había tenido. Cuando yo no la quería acompañar a caminar por la orilla de un arroyo –donde ella se había paseado con el padre cuando él vivía–esa novia mía lloraba silenciosamente. Entonces, aunque yo estaba aburrido de ir siempre por el mismo lado condescendía. Y pensando en esto se me ocurrió decir a la mujer que ahora tenía al lado:
–Ella era una mujer que lloraba a menudo.
Esta mujer puso sus manos grandes y un poco coloradas encima de la pollera verde y se rió mientras me decía:
–Ustedes siempre creen en las lágrimas de las mujeres.
Yo pensé en las mías; me sentí un poco desconcertado, me levanté del banco y le dije:
–Creo que usted está equivocada. Pero igual le agradezco el consuelo.
Y me fui sin mirarla.
Al otro día cuando ya estaba bastante adelantada la mañana, entré a una de las tiendas más importantes. El dueño extendió mis medias en el mostrador y las estuvo acariciando con sus dedos cuadrados un buen rato. Parecía que no oía mis palabras. Tenía las patillas canosas como si se hubiera dejado en ellas el jabón de afeitar. En esos instantes entraron varias mujeres; y él, antes de irse me hizo señas de que no me compraría con uno de aquellos dedos que habían acariciado las medias. Yo me quedé quieto y pensé en insistir; tal vez pudiera entrar en conversación con él, más tarde, cuando no hubiera gente; entonces le hablaría de un yuyo que disuelto en agua le teñiría las patillas. La gente no se iba y yo tenía una impaciencia desacostumbrada; hubiera querido salir de aquella tienda, de aquella ciudad y de aquella vida. Pensé en mi país y en muchas cosas más. Y de pronto, cuando ya me estaba tranquilizando, tuve una idea: "¿Qué ocurriría si yo me pusiera a llorar aquí delante de toda esta gente?". Aquello me pareció muy violento; pero yo tenía deseos desde hacía algún tiempo, de tantear el mundo con algún hecho desacostumbrado; además yo debía mostrarme a mí mismo que era capaz de una gran violencia. Y antes que arrepentirme me senté en una sillita que estaba recostada al mostrador; y rodeado de gente, me puse las manos en la cara y empecé a hacer ruido de sollozos. Casi simultáneamente una mujer soltó un grito y dijo: "Un hombre está llorando". Y después oí el alboroto y pedazos de conversación: "Nena, no te acerques..." "Puede haber recibido alguna mala noticia..." "Recién llegó el tren y la correspondencia no ha tenido tiempo..." "Puede haber recibido la noticia por telegrama..." Por entre los dedos vi una gorda que decía: "Hay que ver como está el mundo... Si a mí no me vieran mis hijos, yo también lloraría!" Al principio yo estaba desesperado porque no me salían las lágrimas; y hasta pensé que lo tomarían como una burla y me llevarían preso. Pero la angustia y la tremenda fuerza que hice me congestionaron y fueron posibles las primeras lágrimas. Sentí posarse en mi hombro una mano pesada y al oír la voz del dueño reconocí los dedos que habían acariciado las medias. El decía:
–Pero compañero, un hombre tiene que tener más ánimo...
Entonces yo me levanté como por un resorte; saqué las dos manos de la cara, la tercera que tenía en el hombro y dije con la cara todavía mojada:
–¡Pero si me va bien! ¡Y tengo mucho ánimo! Lo que pasa es que a veces me viene esto; es como un recuerdo...
A pesar de la expectativa y del silencio que hicieron para mis palabras, oí que una mujer decía:
–iAy! Llora por un recuerdo...
Después el dueño anunció:
–Señoras, ya pasó todo.
Yo me sonreía y me limpiaba la cara. En seguida se removió el montón de gente y apareció una mujer chiquita, con ojos de loca, que me dijo:
–Yo lo conozco a usted. Me parece que lo vi en otra parte y que usted estaba agitado.
Pensé que ella me habría visto en un concierto sacudiéndome en un final de programa; pero me callé la boca. Estalló la conversación de todas las mujeres y algunas empezaron a irse. Se quedó conmigo la que me conocía. Y se me acercó otra que me dijo:
–Ya sé que usted vende medias. Casualmente yo y algunas amigas mías...
Intervino el dueño:
–No se preocupe señora. (Y dirigiéndose a mí): Venga esta tarde.
–Me voy después del almuerzo. ¿Quiere dos docenas?
–No, con media docena...
–La casa no vende por menos de una.
Saqué la libreta de ventas y empecé a llenar la hoja del pedido escribiendo contra el vidrio de una puerta y sin acercarme al dueño. Me rodeaban mujeres conversando alto. Yo tenía miedo que el dueño se arrepintiera. Por fin firmó el pedido y yo salí entre las demás personas.
Pronto se supo que a mí me venía "aquello" que al principio era como un recuerdo. Yo lloré en otras tiendas y vendí más medias que de costumbre. Cuando ya había llorado en varias ciudades mis ventas eran como las de cualquier otro vendedor.
Una vez me llamaron de la casa central –yo ya había llorado por todo el norte de aquel país–, esperaba turno para hablar con el gerente y oí desde la habitación próxima lo que decía otro corredor:
–Yo hago todo lo que puedo: ¡pero no me voy a poner a llorar para que me compren!...
Y la voz enferma del gerente le respondió:
–Hay que hacer cualquier cosa; y también llorarles.
El corredor interrumpió:
–¡Pero a mi no me salen lágrimas!
Y después de un silencio, el gerente:
–Cómo, ¿y quien le ha dicho...?
–iSí! Hay uno que llora a chorros...
La voz enferma empezó a reírse con esfuerzo y haciendo intervalos de tos. Después oí chistidos y pasos que se alejaron.
Al rato me llamaron y me hicieron llorar ante el gerente, los jefes de sección y otros empleados. Al principio, cuando el gerente me hizo pasar y las cosas se aclararon, él se reía dolorosamente y le salían lágrimas. Me pidió, con muy buenas maneras, una demostración; y apenas accedí entraron unos cuantos empleados que estaban detrás de una puerta. Se hizo mucho alboroto y me pidieron que no llorara todavía. Detrás de una mampara, oí decir:
–Apúrate, que uno de los corredores va a llorar.
–¿Y por qué?
–¡Yo qué sé!
Yo estaba sentado al lado del gerente, en su gran escritorio; habían llamado a uno de los dueños, pero él no podía venir. Los muchachos no se callaban y uno habla gritado: "Que piense en la mamita, así llora más pronto". Entonces yo le dije al gerente:
–Cuando ellos hagan silencio, lloraré yo.
El, con su voz enferma, los amenazó y después de algunos instantes de relativo silencio yo miré por una ventana la copa de un árbol –estábamos en un primer piso– me puse las manos en la cara y traté de llorar. Tenía cierto disgusto. Siempre que yo había llorado los demás ignoraban mis sentimientos; pero aquellas personas sabían que yo lloraría y eso me inhibía. Cuando por fin me salieron lágrimas, saqué una mano de la cara para tomar el pañuelo y para que me vieran la cara mojada. Unos se reían y otros se quedaban serios; entonces yo sacudí la cabeza violentamente y se rieron todos. Pero en seguida hicieron silencio y empezaron a irse. Yo me secaba las lágrimas mientras la voz enferma repetía: "Muy bien, muy bien". Tal vez todos estuvieran desilusionados. Y yo me sentía como una botella vacía y chorreaba; quería reaccionar, tenía mal humor y ganas de ser malo. Entonces alcancé al gerente y le dije:
–No quisiera que ninguno de ellos utilizara el mismo procedimiento para la venta de medias; y desearía que la casa reconociera mi... iniciativa y que me diera exclusividad por algún tiempo.
–Venga mañana y hablaremos de eso.
Al otro día el secretario ya había preparado el documento y leía: "La casa se compromete a no utilizar y a hacer respetar el sistema de propaganda consistente en llorar..." . Aquí los dos se rieron y el gerente dijo que aquello estaba mal. Mientras redactaban el documento, yo fui paseándome hasta un mostrador. Detrás de él había una muchacha que me habló mirándome y los ojos parecían pintados por dentro.
–¿Así que usted llora por gusto?
–Es verdad.
–Entonces yo sé más que usted. Usted mismo no sabe que tiene una pena.
Al principio yo me quedé pensativo; y después le dije:
–Mire: no es que yo sea de los más felices; pero sé arreglarme con mi desgracia y soy casi dichoso.
Mientras me iba –el gerente me llamaba– alcancé a ver la mirada de ella: la había puesto encima de mí como si me hubiera dejado una mano en el hombro.
Cuando reanudé las ventas, yo estaba en una pequeña ciudad. Era un día triste y yo no tenía ganas de llorar. Hubiera querido estar solo, en mi pieza, oyendo la lluvia y pensando que el agua me separaba de todo el mundo. Yo viajaba escondido detrás de una careta con lágrimas; pero yo tenía la cara cansada.
De pronto sentí que alguien se había acercado preguntándome:
–¿Qué le pasa?
Entonces, yo, como un empleado sorprendido sin trabajar, quise reanudar mi tarea y poniéndome las manos en la cara empecé a hacer los sollozos.
Ese año yo lloré hasta diciembre, dejé de llorar en enero y parte de febrero, y empecé a llorar de nuevo después de carnaval. Aquel descanso me hizo bien y yo volví a llorar con ganas. Mientras tanto yo había extrañado el éxito de mis lágrimas y me había nacido como cierto orgullo de llorar. Eran muchos más los vendedores; pero un actor que representara algo sin previo aviso y convenciera al público con llantos...
Aquel nuevo año yo empecé a llorar por el oeste y llegué a una ciudad donde mis conciertos habían tenido éxito; la segunda vez que estuve allí, el público me había recibido con una ovación cariñosa y prolongada; yo agradecía parado junto al piano y no me dejaban sentar para iniciar el concierto. Seguramente que ahora daría, por lo menos, una audición. Yo lloré allí, por primera vez, en el hotel más lujoso; fue a la hora del almuerzo y en un día radiante. Ya había comido y tomado el café, cuando de codos en la mesa, me cubrí la cara con las manos. A los pocos instantes se acercaron algunos amigos que yo había saludado; los dejé parados algún tiempo y mientras tanto, una pobre vieja –que no sé de dónde había salido– se sentó a mi mesa y yo la miraba por entre los dedos mojados. Ella bajaba la cabeza y no decía nada; pero tenía una cara tan triste que daban ganas de ponerse a llorar...
El día que yo di mi primer concierto tenía cierta nerviosidad que me venia del cansancio; estaba en la última hora de la primera parte del programa y tomé uno de los movimientos con demasiada velocidad; ya había intentado detenerme; pero me volvía torpe y no tenía bastante equilibrio ni fuerza para seguir; pero las manos se me cansaban, perdía nitidez y me di cuenta que no llegaría al final. Entonces, antes de pensarlo ya había sacado las manos del teclado y las tenía en la cara: era la primera vez que lloraba en escena.
Al principio hubo murmullos de sorpresa y no sé por qué alguien intentó aplaudir; pero otros chistaron y yo me levanté. Con una mano me tapaba los ojos y con la otra tanteaba el piano y trataba de salir del escenario. Algunas mujeres gritaron porque creyeron que me caería en la platea; y ya iba a franquear una puerta del decorado, cuando alguien, desde el paraíso, me gritó:
–¡Cocodriiiiloooo!
Oí risas; pero fui al camarín, me lavé la cara y aparecí en seguida y con las manos frescas terminé la primera parte. Al final vinieron a saludarme muchas personas y se comentó lo de "cocodrilo". Yo les decía:
–A mí me parece que el que me gritó tiene razón: en realidad yo no sé por qué lloro; me viene el llanto y no lo puedo remediar; a lo mejor me es tan natural como lo es para el cocodrilo. En fin, yo no sé tampoco por qué llora el cocodrilo.
Una de las personas que me habían presentado tenía la cabeza alargada; y como se peinaba dejándose el pelo parado, la cabeza hacía pensar en un cepillo. Otro de la rueda lo señaló y me dijo:
–Aquí, el amigo, es médico. ¿Qué dice usted, doctor?
Yo me quedé pálido. El me miró con ojos de investigador policial y me preguntó:
–Dígame una cosa: ¿cuándo llora más usted, de día o de noche?
Yo recordé que nunca lloraba en la noche porque a esa hora no vendía, y le respondí:
–Lloro únicamente de día.
No recuerdo las otras preguntas. Pero al final me aconsejó:
–No coma carne. Usted tiene una vieja intoxicación.
A los pocos días me dieron una fiesta en el club principal. Alquilé un frac con chaleco impecable y en el momento de mirarme al espejo pensaba: "No dirán que este cocodrilo no tiene la barriga blanca. ¡Caramba! Creo que ese animal tiene papada, como la mía. Y es voraz..."
Al llegar al Club encontré poca gente. Entonces me di cuenta que había llegado demasiado temprano. Vi a un señor de la comisión y le dije que deseaba trabajar un poco en el piano. De esa manera disimularía el madrugón. Cruzamos una cortina verde y me encontré en una gran sala vacía y preparada para el baile. Frente a la cortina y al otro extremo de la sala estaba el piano. Me acompañaron hasta allí el señor de la comisión y el conserje; mientras abrían el piano, el señor –tenía cejas negras y pelo blanco– me decía que la fiesta tendría mucho éxito, que el director del liceo –amigo mío– diría un discurso muy lindo y que él ya lo había oído; trató de recordar algunas frases, pero después decidió que sería mejor no decirme nada. Yo puse las manos en el piano y ellos se fueron. Mientras tocaba pensé: "Esta noche no lloraré... quedaría muy feo... el director del liceo es capaz de desear que yo llore para demostrar el éxito de su discurso. Pero yo no lloraré por nada del mundo".
Hacía rato que veía mover la cortina verde; y de pronto salió de entre sus pliegues una muchacha alta y de cabellera suelta; cerró los ojos como para ver lejos; me miraba y se dirigía a mí trayendo algo en una mano; detrás de ella apareció una sirvienta que la alcanzó y le empezó a hablar de cerca. Yo aproveché para mirarle las piernas y me di cuenta que tenía puesta una sola media; a cada instante hacía movimientos que indicaban el fin de la conversación; pero la sirvienta seguía hablándole y las dos volvían al asunto como una golosina. Yo seguí tocando el piano y mientras ellas conversaban tuve tiempo de pensar: "¿Qué querrá con la media?... ¿Le habrá salido mala y sabiendo que yo soy corredor...? ¡Y tan luego en esta fiesta!".
Por fin vino y me dijo:
–Perdone, señor, quisiera que me firmara una media.
Al principio me reí; y en seguida traté de hablarle como si ya me hubieran hecho ese pedido otras veces. Empecé a explicarle cómo era que la media no resistía la pluma; yo ya había solucionado eso firmando una etiqueta y después la pegaba en la media. Pero mientras daba estas explicaciones mostraba la experiencia de un antiguo comerciante que después se hubiera hecho pianista. Ya me empezaba a invadir la angustia, cuando ella se sentó en la silla del piano, y al ponerse la media me decía:
–Es una pena que usted me haya resultado tan mentiroso... debía haberme agradecido la idea.
Yo había puesto los ojos en sus piernas; después los saqué y se me trabaron las ideas. Se hizo un silencio de disgusto. Ella, con la cabeza inclinada dejaba caer el pelo; y debajo de aquella cortina rubia, las manos se movían como si huyeran. Yo seguía callado y ella no terminaba nunca. Al fin la pierna hizo un movimiento de danza y el pie, en punta, calzó el zapato en el momento de levantarse, las manos le recogieron el pelo y ella me hizo un saludo silencioso y se fue.
Cuando empezó a entrar gente fui al bar. Se me ocurrió pedir whiskey. El mozo me nombró muchas marcas y como yo no conocía ninguna le dije:
–Déme de esta última.
Trepé en un banco alto del mostrador y traté de no arrugarme la cola del frac. En vez de cocodrilo debía parecer un loro negro. Estaba callado, pensando en la muchacha de la media y me trastornaba el recuerdo de sus manos apuradas.
Me sentí llevado al salón por el director del liceo. Se suspendió un momento el baile y él dijo su discurso. Pronunció varías veces las palabras "avatares" y "menester". Cuando aplaudieron yo levanté los brazos como un director de orquesta antes de "atacar" y apenas hicieron silencio dije:
–Ahora que debía llorar no puedo. Tampoco puedo hablar ni quiero dejar por más tiempo separados los que han de juntarse para bailar. Y terminé haciendo una cortesía.
Después me di vuelta, abracé al director del liceo y por encima de su hombro vi la muchacha de la media. Ella me sonrió y levantó su pollera del lado izquierdo y me mostró el lugar de la media donde había pegado un pequeño retrato mío recortado de un programa. Yo me sonreí lleno de alegría pero dije una idiotez que todo el mundo repitió:
–Muy bien, muy bien, la pierna del corazón.
Sin embargo yo me sentía dichoso y fui al bar. Subí de nuevo a un banco y el mozo me preguntó:
–¿Whisky Caballo Blanco?
Y yo, con el ademán de un mosquetero sacando la espada:
–Caballo Blanco o Loro Negro.
Al poco rato vino un muchacho con una mano escondida en la espalda:
–El Pocho me dijo que a usted no le hace mala impresión que le digan "Cocodrilo".
–Es verdad, me gusta...
Entonces el sacó la mano de la espalda y me mostró una caricatura. Era un gran cocodrilo muy parecido a mí; tenía una pequeña mano en la boca, donde los dientes eran un teclado; y de la otra mano le colgaba una media; con ella se enjugaba las lágrimas.
Cuando los amigos me llevaron a mi hotel yo pensaba en todo lo que había llorado en aquel país y sentía un placer maligno en haberlos engañado; me consideraba como un burgués de la angustia. Pero cuando estuve solo en mi pieza, me ocurrió algo inesperado: primero me miré en el espejo; tenía la caricatura en la mano y alternativamente miraba al cocodrilo y a mi cara. De pronto y sin haberme propuesto imitar al cocodrilo, mi cara, por su cuenta, se echó a llorar. Yo la miraba como a una hermana de quien ignorara su desgracia. Tenía arrugas nuevas y por entre ellas corrían las lágrimas. Apagué la luz y me acosté. Mi cara seguía llorando; las lágrimas resbalaban por la nariz y caían por la almohada. Y así me dormí. Cuando me desperté sentí el escozor de las lágrimas que se habían secado. Quise levantarme y lavarme los ojos; pero tuve miedo que la cara se pusiera a llorar de nuevo. Me quedé quieto y hacía girar los ojos en la oscuridad, como aquel ciego que tocaba el arpa.

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elsa
I
Yo no quiero decir cómo es ella. Si digo que es rubia se imaginarán una mujer rubia, pero no será ella. Ocurrirá como con el nombre: si digo que se llama Elsa se imaginarán cómo es el nombre Elsa; pero el nombre Elsa de ella es otro nombre Elsa. Ni siquiera podrían imaginarse cómo es una peinilla que ella se olvidó en mi casa; aunque yo dijera que tiene 26 dientes, el color, más aun, aunque hubieran visto otra igual, no podrían imaginarse cómo es precisamente, la peinilla que ella se olvidó en mi casa.

II
Yo quiero decir lo que me pasa a mí. ¿Y saben para qué?, pues, para ver si diciendo lo que me pasa, deja de pasarme. Pero entiéndase bien; me pasa una cosa mala, horrible: ya lo verán. Sé que por más bien que yo llegara a decirla, ocurrirá como con la peinilla y lo demás; no se imaginarán exactamente, cómo es lo malo que me pasa; pero el interés que yo tengo es ver si deja de pasarme tanto lo malo que se imaginarán, lo malo que en realidad me pasa.

III
Elsa no es precisamente, una de las tantas muchachas que no me aman: ella no me amará dentro de poco tiempo, porque ahora ella me ama. Nos hemos visto muy pocas voces; ella está muy lejos; nuestro amor se mantiene por correspondencia; pero yo tengo la convicción, yo afirmo categóricamente, yo creo absolutamente –ya explicaré ampliamente por qué tengo esta fiebre de afirmar– yo vuelvo a afirmar que dada la manera de ser de ella, dejará muy pronto de amarme, porque ella no podrá resistir el amor por correspondencia. Yo sí, pero ella no.

IV
De lo que ya no existe, se habla con indiferencia o con frialdad; pero yo hablo con dolor, porque hablo antes de que deje de existir y sabiendo que dejará de existir: recuérdese cómo lo afirmé.
Cuando espero algo, siento como si alguien –llámese Dios, destino o como quiera– tratara de demostrarme que la cosa que espero no llega o no ocurre como yo esperaba. Entonces, cuando yo tengo interés en que una cosa no ocurra, empiezo a pensar que ocurrirá, para burlarme de ese alguien si la cosa llega u ocurre, para hacerle ver que yo la preveía; y él por no dar su brazo a torcer no me da ese gusto y la cosa ocurre; pero he aquí que al final triunfo yo, porque precisamente lo que más deseaba era que no ocurriera. También debo decir que ese alguien suele sorprenderme dejándose burlar, y que yo triunfe aparentemente y quede derrotado íntimamente: pero esto ocurre las menos de las veces.
Para ser franco, diré que yo no creo en ese alguien, que a ese alguien lo creamos, y para crearlo lo suponemos al revés y al derecho. Pero cuando nos encontramos frente a un gran dolor, volvemos a pensar al revés y al derecho por si llega a ser cierto que existe. Ahora yo pienso que a lo mejor existe, y que a lo mejor no da su brazo a torcer, y por llevarme la contra hace que no ocurra lo de que ella deje de amarme, puesto que yo afirmo que ocurrirá. Así mismo tengo temor de que ese alguien se deje vencer y la cosa ocurra como en las menos veces: pero yo tengo más esperanza del otro modo: al revés que al derecho. Tendría esperanza aun cuando viera que estoy a punto de que ella no me ame; pues con más razón tengo esperanza ahora que ella me ama normalmente.
Bueno, en total quiero dejar constancia de que tengo la convicción, de que afirmo categóricamente, y que creo absolutamente, que Elsa se diferencia de las demás muchachas, en que ninguna de las otras me ama, y que ella dejará muy pronto de amarme.




replay

lien carrazana lau
(la habana, 1980)



llamar de alaska a hawai o viceversa

(...) la soledad es la ecuación de la vida moderna.
La vida moderna.
CD Enemigos íntimos. Fito y Sabina.

Levantan el auricular. Hola... «No responde nadie del otro lado», hola... «¿Será Haydee?», diga... «No... escucho su respiración, es que no quiere hablar, ahhh...» Y el auricular vuelve a su sitio.
RRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRIIIIIIIIIIIIIIIIIIIINNNNNNNNNNGGGGGGG
Levantan rápidamente el auricular. Si... «No responde nadie»...diga... «ohff... ¿qué? ¿Música de Fito...?» Hola... «No contesta nadie… pues vamos a ver quien aguanta más.»
Tomas el auricular y te lo pones en el oído, marcas y esperas. Nada. Nada. Un timbre interminable. Esperas y este será el último timbrazo. Y ahí esta la voz del otro lado con ese matiz estúpido que adquiere el tono del que recibe llamada: Hola... hola... diga... Un silencio largo después y cuelgan el teléfono.
Revisar la agenda y encontrar un nuevo teléfono, marcar. El timbre. Esta vez responden enseguida: Si... diga... y pegas el auricular a Fito en Enemigos Íntimos... Hola... y el teléfono se queda terriblemente mudo. El tiempo se eterniza un segundo entre ese que sólo dice hola y que ahora se ha callado y yo que soy el silencio.
Miro mi mapa contradictorio y sucio, el mapa de mi agenda de teléfonos, está en la hoja final y Alaska está arriba, Hawai abajo. En el medio una línea de dos cuadrados que dividen los mapas, un texto dice en el centro: Alaska y Hawai maps are not to scale.
Mi libreta está llena de teléfonos tachados o inútiles, muchos ni reconozco su procedencia. Otros si sé muy bien quienes son los propietarios, pero ya no tienen el menor uso para mí. Los menos, pero más sentidos, son los que aún memorizo en mi cabeza, al punto de marcar sus dígitos sin proponérmelo. Como esas palabras que uno escribe casi sin querer, porque están ahí, frente a uno, en la mente.
Hoy revisé uno a uno mis teléfonos y no encontré más que viejos conocidos, números que no existen, desvanecidos junto con las gentes que los poseían. Traté de encontrar unos dígitos que me alegrasen, pero ninguno me sacó una sonrisa. Eran el pasado, eran los días de ver llover tomando vino en casa de Leo, o de ir al festival de cine italiano y tomar sangría con William, llamar a Claudia y vernos en el teatro, llamar a Peter a la emisora. Ir a la escuela y dejarle un recado en la contestadora a mi padre. Mi padre – dios que nunca escuchó el mensaje. Nunca contestó mi llamada.
Y de pronto Claudia no estaba más, no estaba su casa donde fumar y pintar las paredes, hacer té de menta y jugar al mundo; los que viven allí ahora borraron nuestros dibujos de las paredes. No estaba el cuarto de Peter y la posible certeza de no escapar del olvido, ya no hay posibilidad de corregir mi ortografía con Leo por teléfono, no hay sangría ni cine italiano. Todos salieron disparados como misiles a un punto X del mundo. Dijeron adiós como quien dice hasta nunca. No hay nadie detrás de los teléfonos, todos cogen el auricular y están en mute.
Busco el mapa de Alaska y Hawai después de pasar de nuevo por la infinita lista de edificios, amantes, amigas beatas y putas y falsas, por los cines de inquietantes desconocidos y direcciones ajenas, por los almanaques que parecen jugar a los ceritos de tantas marcas y rayas. Por ese número tuyo que aunque lo borre de todas las agendas está en mi cabeza como un tatuaje, un tatuaje sangrante que te espera sin sentido al final del malecón. Ese número tuyo al que no podré llamar nunca más porque tú no estarás detrás del teléfono. Busco el mapa de Alaska y Hawai después de pasar de nuevo por una ciudad construida de tachaduras en la guía telefónica, de hojas arrancadas, de cohetes averiados, de barcos de papel que naufragan en mis sábanas. Poner la vista al centro, justo al centro, ahí, en... are not to scale, y elegir. Al menos estaré en el mismo océano pacífico que tú.
Levantar el auricular. Cerrar los ojos, abrir la guía telefónica en cualquier punto, abrir los ojos, marcar.
RRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRIIIIIIIIIIIIIIIIIIIINNNNNNNNNNGGGGGGG
Si... «No responde nadie»...diga... «¿Será Manuela, será el novio de Clarita?» Hola... «Ohff... ¿música de Fito...?» Hola... «No contesta nadie… pues vamos a ver quien aguanta más.»
El auricular descolgado es puesto sobre la mesa mientras se reanuda la partida de dominó detenida con el timbre. Del otro lado del cable telefónico, en un punto distante de la ciudad, dentro un cuarto semioscuro y sobre una cama llena papeles arrugados, ella ha cerrado los ojos. Un frasco de calmantes cae de una de sus manos. Con la otra todavía sostiene el auricular y lo mantiene pegado a la bocina del equipo de música… y al final nunca sé como empezar a decirte a gritos que necesito más que respirar, que necesito escapar del purgatorio de sobrevivir…



replay

giorgio agamben
(roma, 1947)



notas sobre la política
re-tomado del blog fogonero emergente

1. La caída del Partido comunista soviético y el dominio sin rebozo del Estado democrático-capitalista a escala planetaria han suprimido los dos principales obstáculos ideológicos que impedían el restablecimiento de una filosofía política a la altura de nuestro tiempo: el estalinismo, por una parte, y el progresismo y el Estado de derecho, por otra. El pensamiento se encuentra hoy así por primera vez frente a su tarea sin ninguna ilusión y sin coartada posible. En todas partes se está cumpliendo ante nuestros ojos la "gran transformación" que impulsa uno tras otro a los reinos de la tierra (repúblicas y monarquías, tiranías y democracias, federaciones y Estados nacionales) hacia el Estado espectacular integrado (Debord) y el "capital-parlamentarismo" (Badiou), que constituyen el estadio extremo de la forma Estado. Y así como la gran transformación de la primera revolución industrial había destruido las estructuras sociales y políticas y las categorías del derecho público del Ancien Régime, de la misma manera los términos soberanía, derecho, nación, pueblo, democracia y voluntad general cubren ahora una realidad que nada tiene que ver con lo que estos conceptos designaban antes; y, por eso, quienes continúan haciendo uso de ellos de una manera acrítica no saben literalmente de qué están hablando. La opinión pública y el consenso en nada tienen que ver con la voluntad general, no más en todo caso de lo que la "policía internacional" que hoy dirige las guerras tiene que ver con la soberanía del jus publicum
Europeum. La política contemporánea es este experimento devastador, que desarticula y vacía en todo el planeta instituciones y creencias, ideologías y religiones, identidad y comunidad, y vuelve después a proponerlas bajo una forma ya definitivamente afectada de nulidad.

2. El pensamiento que viene tendrá, pues, que tratar de tomar en serio el tema hegeliano-kojeviano (y marxiano) del fin de la historia, así como la reflexión de Heidegger sobre el ingreso en el Ereignis como fin de la historia del ser. Respecto a este problema, el terreno se divide hoy entre aquellos que piensan el fin de la historia moderna sin el fin del Estado (los teóricos poskojevianos o posmodernos del cumplimiento del proceso histórico de la humanidad en un Estado universal homogéneo) y los que piensan el fin del Estado sin un correlativo fin de la historia (los progresistas de varia lección). Ambas posiciones caen por debajo de su tarea, porque pensar la extinción del Estado sin el cumplimiento del telos histórico es tan imposible como pensar un cumplimiento de la historia en el que permaneciese la forma vacía de la soberanía estatal. Si la primera tesis se muestra impotente por completo frente a la supervivencia tenaz de la forma estatal en una transición infinita, la segunda choca con la resistencia cada vez más viva de instancias históricas (de tipo nacional, religioso o étnico). Por lo demás, las dos posiciones pueden convivir perfectamente mediante la multiplicación de las instancias estatales tradicionales (es decir, de tipo histórico), bajo la égida de un organismo técnico-jurídico con vocación post-histórica.
Sólo un pensamiento capaz de pensar a la vez el final del Estado y el final de la historia, y de enfrentarlos entre sí, podrá estar a la altura de aquella tarea. Es lo que trató de hacer el último Heidegger, si bien de una manera absolutamente insuficiente, con la idea de un Ereignis, de un acontecimiento último, en el que lo que es apropiado y queda sustraído al destino histórico es el propio permanecer-oculto del principio historificante, la historicidad misma. Si la historia señala la expropiación de la naturaleza humana en una serie de épocas y de destinos históricos, el cumplimiento y la apropiación del telos histórico del que aquí se trata no significa que el proceso histórico de la humanidad esté ya sencillamente ordenado en una disposición definitiva (cuya gestión sea posible confiar a un Estado universal homogéneo), sino que la misma historicidad anárquica que, permaneciendo presupuesta, ha destinado al hombre como ser viviente a las diversas épocas y culturas históricas, debe ahora venir como tal al pensamiento, es decir que el hombre ha de apropiarse ahora de su mismo ser histórico, de su misma impropiedad. El devenir propio (naturaleza) de lo impropio (lenguaje) no puede ser formalizado ni reconocido según la dialéctica de la Anerkennung, porque es, en la misma medida, un devenir impropio (lenguaje) de lo propio (naturaleza).
La apropiación de la historicidad no puede por eso tener aún una forma estatal –al no ser el Estado otra cosa que la presuposición y la representación del permanecer–oculta de la arjé histórica– sino que debe dejar libre el terreno a una vida humana y a una política no estatales y no jurídicas, que todavía siguen estando completamente por pensar.

3. Los conceptos de soberanía y de poder constituyente, que están en el centro de nuestra tradición política, deben, en consecuencia, ser abandonados o, por lo menos, pensados de nuevo, desde el principio. Uno y otro señalan el punto de indiferencia entre violencia y derecho, naturaleza y logos, propio e impropio, y, como tales, no designan un atributo o un órgano del orden jurídico o del Estado, sino su propia estructura original. Soberanía es la idea de que hay un nexo indecidible entre violencia y derecho, viviente y lenguaje, y que este nexo tiene necesariamente la forma paradójica de una decisión sobre el estado de excepción (Schmitt) o de un bando (Nancy), en que la ley (el lenguaje) se mantiene en relación con el viviente retirándose de él, abandonándolo a la propia violencia y a la propia ausencia de relación. La vida sagrada, es decir, la vida presupuesta y abandonada por la ley en el estado de excepción, es el mudo portador de la soberanía, el verdadero sujeto soberano.
De este modo, la soberanía es el guardián que impide que el umbral indecidible entre violencia y derecho, naturaleza y lenguaje salga a la luz. Es necesario, empero, mantener fija la mirada precisamente sobre aquello que la estatua de la Justicia (que, como recuerda Montesquieu, era cubierta con un velo al proclamarse el estado de excepción) no debía ver, y, en consecuencia, sobre el hecho de que (como hoy está claro para todos) el estado de excepción es la regla, que la nueva vida es inmediatamente portadora del nexo soberano y, como tal, está hoy abandonada a una violencia que es tanto más eficaz en la medida en que es anónima y cotidiana.
Si existe hoy una potencia social, ésta debe ir hasta el fondo de su propia impotencia y, renunciando a cualquier voluntad tanto de establecer el derecho como de conservarlo, quebrar en todas partes el nexo entre violencia y derecho, entre viviente y lenguaje, que constituye la soberanía.

4. Mientras la decadencia del Estado deja sobrevivir por doquier su envoltura vacía como pura estructura de soberanía y de dominio, la sociedad en su conjunto está consignada irremediablemente a la forma de sociedad de consumo y de producción orientada al único objetivo del bienestar. Los teóricos de la soberanía política como Schmitt ven en ello el signo más seguro del fin de la política. Y en verdad las masas planetarias de consumidores (cuando no recaen simplemente en los viejos ideales étnicos y religiosos) no dejan atisbar ninguna nueva figura de la polis.
Sin embargo, el problema al que ha de enfrentarse la nueva política es precisamente éste: ¿es posible una comunidad política que se oriente exclusivamente al goce pleno de la vida de este mundo? ¿Pero no es éste precisamente, si bien se mira, el objetivo de la filosofía? Y cuando surge un pensamiento político moderno, con Marsilio de Padua, ¿no se define acaso por la recuperación con fines políticos del concepto averroísta de "vida suficiente" y de "bien vivir"? Aún Benjamín, en el Fragmento teológico político, no deja lugar a dudas en cuanto al hecho de que "el orden de lo profano debe orientarse sobre la idea de felicidad". La definición del concepto de "vida feliz" (de una manera que no permita su separación de la antología, puesto que del "ser: no tenemos otra experiencia que vivir") sigue siendo uno de los objetivos esenciales del pensamiento que viene.
La "vida feliz" sobre la que debe fundarse la filosofía política no puede por eso ser ni la nuda vida que la soberanía presupone para hacer de ella el propio sujeto, ni el extrañamiento impenetrable de la ciencia y de la biopolítica modernas, a las que hoy se trata en vano de sacralizar, sino, precisamente, una "vida suficiente" y absolutamente profana, que haya alcanzado la perfección de la propia potencia y de la propia comunicabilidad, y sobre la cual la soberanía y el derecho no tengan ya control alguno.

5. El plano de inmanencia sobre el que se constituye la nueva experiencia política es la extrema expropiación del lenguaje llevada a efecto por el Estado espectacular. Mientras en el Antiguo Régimen, el extrañamiento de la esencia comunicativa del hombre se sustanciaba en un presupuesto que servía de fundamento común (la nación, la lengua, la religión...), en el Estado contemporáneo es esta misma comunicatividad, esta misma esencia genérica (es decir, el lenguaje), lo que se constituye en una esfera autónoma en la propia medida en que deviene el factor esencial del ciclo productivo. Lo que impide la comunicación es, pues, la comunicabilidad misma; los hombres están separados por aquello que les une.
Lo anterior quiere decir también, empero, que, de este modo, lo que nos sale al paso es nuestra propia naturaleza lingüística invertida. Ésta es la razón (precisamente lo expropiado es la posibilidad misma de lo Común) de que la violencia del espectáculo sea tan destructiva; pero, por lo mismo, éste contiene todavía algo que se asemeja a una posibilidad positiva y que puede ser utilizada en contra suya. La época que estamos viviendo es también, por eso, aquella en que por primera vez se hace posible para los hombres experimentar su propia esencia lingüística; no de este o aquel contenido de lenguaje, de esta o aquella proposición verdadera, sino del hecho mismo de que se hable.

6. La experiencia de que se trata en este caso no tiene ningún contenido objetivo, no es formulable en proposiciones sobre un estado de cosas o sobre una situación histórica. Concierne no a un estado, sino a un acontecimiento de lenguaje; no hace referencia a esta o a aquella gramática, sino, por así decirlo, al factum loquendi como tal. Por eso mismo debe ser concebida como un experimento que tiene que ver con la materia misma o la potencia del pensamiento (en términos espinozianos, un experimento de potentia intellectus, sirve de libertate).
Puesto que lo que se ventila en el experimento no es en modo alguno la comunicación en cuanto destino y fin específico del hombre o como condición lógico-trascendental de la política (como sucede en las seudofilosofías de la comunicación), sino la única experiencia material posible del ser genérico (es decir, experiencia de la "comparecencia" –Nancy– o, en términos marxianos, del General Intellect, la primera consecuencia que de ello se deriva es la subversión de la falsa alternativa entre fines y medios que paraliza toda ética y toda política. Una finalidad sin medios (el bien o lo bello como fines en sí) es tan extraña como una medialidad que sólo tiene sentido con respecto a un fin. Lo que se cuestiona en la experiencia política no es un fin más alto, sino el propio ser-en-el lenguaje como medialidad pura, el ser-en-un medio como condición irreductible de los hombres. Política es la exhibición de una medialidad, el hacer visible un medio como tal. Es la esfera no de un fin en sí, sino de una medialidad pura y sin fin como ámbito del actuar y del pensar humanos.

7. La segunda consecuencia del experimentum linguae es que, más allá de los conceptos de apropiación y de expropiación, lo que verdaderamente es necesario pensar es más bien la posibilidad y las modalidades de un uso libre. La práctica y la reflexión políticas se mueven hoy de forma exclusiva en la dialéctica entre lo propio y lo impropio, en que o bien lo impropio (como sucede en las democracias industriales) impone en todas partes su dominio con una irrefrenable voluntad de falsificación y de consumo, o bien, como sucede en los Estados integristas y totalitarios, lo propio pretende excluir de sí toda impropiedad. Si, en vez de eso, llamamos común (o, como prefieren otros, igual) a un punto de indiferencia entre lo propio y lo impropio, es decir, a algo que nunca es aprehensible en términos de una apropiación o de una expropiación, sino sólo como uso, el problema político esencial pasa a ser entonces: "¿cómo se usa un común?" (Heidegger tenía quizá en mientes algo de este tipo cuando formulaba su concepto supremo no como una apropiación ni como una expropiación, sino como apropiación de una expropiación.)
Sólo si consiguen articular el lugar, los modos y el sentido de esta experiencia del acontecimiento de lenguaje como uso libre de lo comían y como esfera de los medios puros, podrán las nuevas categorías del pensamiento político –sean estas comunidad inocupada, comparecencia, igualdad, fidelidad, intelectualidad de masa, pueblo por venir, singularidad cualquiera– dar expresión a la materia política que tenemos ante nosotros.





replay

ricardo alberto pérez
(la habana, 1963)



seven


Me ha dado por decir
que el Cilindro
tiene boca.
después un caos.
esa voz inventada
ahora
participa
troza los espacios.
de la otra parte
el ojo sabe
(fueron saliendo
las astillas);
cono hacia fuera
pone a secar
la frase.
ya el cilindro
me huye
tragando todo
lo que puede.


●●●


Xing Dan Wen
de su ojo redondo
pone un grano de arroz
en mi mano,
en mi boca
su vientre,
una luz transversa
su feto,
percute en mi pecho
Xing Dan Wen
ha llegado a mi cama
con las lluvias de mayo.


●●●


con el hueso golpea
Con el hueso golpea
en la lámina de vidrio
en la lámina de luz
y la ahueca
del hueso
la tierra parte
hasta la médula
de la médula
al hueso la tierra
funda figuras
carne
se tensa
o se adensa
la historia de un cuerpo
desde el julepe
y es el hueso
ton – ton
ton – ton de la boca al habla
tan parca
cuando no ha llegado a percibir
la percusión del hueso
el hueso
golpeando
o galopando
tan próximo al afecto


●●●

Uña se dispara,
en su ciclo
el labio
desmonta
imágenes
(trozos exactos)
la mano es rasa
a mi deseo.
en un gesto
cabe el agua
los gestos del otro
que lo funda,
uña se dispara,
cuerpo almacena transgresiones.


●●●


pierna rota
Memoria,
es sonido de una pierna rota
(objetos desfasados)
en fase
de música
¿y es persona pierna rota?
un estado de ánimo,
la duración de los eventos
como olores,
ella escobilla irónica,
roza
cuanto nos pertenece,
cuanto nos es ajeno
rodilla
roda – pie
rombo
que llevo encrucijado
en el oído.
¡Cántame
araña de mi vida!
quiero oír
la fibra
de ti misma,
escuchar el desencanto
de tu goma
o el raspar de las chancletas
en la alfombra.


●●●


el cuadro donde estaba el perro
El cuadro donde estaba
el perro
no está más.
Ha quedado una marca
en la pared.

El perro
que estaba
en el cuadro que se ha ido.
ha regresado,
manso,
y reposa.


●●●


trencito rural (basado en ideas de Heitor Villalobos y Egberto Gismonti)
Hierba, Hierba, Hierba,
a veces manchas pronunciadas
de aceite
leves
un sombrero, dos, cuatro.
la mano
arañiza
teje, percute
resuelve, descansa.
leche,
hierba, hierba
Sabes?, calzo de freno es puro hierro:
compacto.
También
muela
que trincando
en un puente de ritmo
nos dice:
“esa tímida
ha comprado un creyón
para inventarse una boca.”
Sobre raíles
vamos cuerpos
nutridos por la luz
del bamboleo, entre polines
estamos, pitagóricos
pactando con desconocidos;
y al mirar
hacia afuera:
las gallinas vigorosas
en los patios.

replay

kurt vonnegut
(indianápolis, 1922)



de payasadas (fragmento)

Nunca llegó a mencionar el artilugio electrónico que le permitió volver a unir su mente con la de su hermana y recrear el genio que habían sido en la niñez.
El artilugio, llamado “El Trujamán” por los pocos que lo conocían, consistía en un trozo de cañería de arcilla, aparentemente muy normal, que medía dos metros de largo y veinte centímetros de diámetro. Estaba colocado tal cual sobre una caja de acero que contenía los controles de un enorme acelerador de partículas. Este acelerador era una pista magnética de carreras, en forma de tubo, para entidades subatómicas, que serpenteaba sobre los campos de maíz en las afueras de la ciudad.
Así es.
Y en cierto modo el Trujamán era un fantasma, ya que el acelerador de partículas hacía ya mucho tiempo que había dejado de funcionar por falta de electricidad y por falta de entusiastas de todo lo que era capaz de hacer.
Francis Hierro–7 Trujamán, el encargado de la limpieza, colocó el trozo de cañería sobre la caja y también dejó allí un momento el cubo que contenía su almuerzo. De pronto oyó unas voces que provenían de la cañería.

Fue a buscar al doctor Félix Bauxita–13 von Peterswald, el científico a quien había pertenecido el aparato. Pero la cañería no volvió a hablar.
Sin embargo, el doctor von Peterswald, con su deseo de creer en el ignorante señor Trujamán, demostró que era un gran científico.
—El cubo —dijo finalmente—, ¿dónde está el cubo?
Trujamán lo tenía en la mano.
El doctor von Peterswald le pidió que lo colocara exactamente como lo había hecho antes.
La cañería rápidamente se puso a hablar.

Los que hablaban se identificaron como personas pertenecientes a la otra vida. En segundo plano, se escuchaba un coro de gente que conversaba y se quejaba del tedio, de los pequeños desaires que sufría, de dolencias sin importancia, etc.
Como anotara el doctor von Peterswald en su diario secreto: “Se parecía mucho a lo que uno escucharía al otro lado del teléfono en un lluvioso día de otoño, desde un criadero de pavos mal llevado”.
Hi ho.

Cuando el doctor Swain habló con su hermana Eliza a través del Trujamán, se hallaba en compañía de Wilma Pachysandra–17 von Peterswald, la viuda del doctor von Peterswald, y David Narciso–11 von Peterswald, su hijo de quince años, hermano del doctor Swain y víctima del mal de Tourette.

El pobre David sufrió un ataque justo en el momento en que el doctor Swain comenzaba a hablar con Eliza a través del Gran Abismo.
David trató de ahogar el involuntario torrente de obscenidades, pero sólo consiguió subir el tono de voz en una octava.
—Mierda... esputo... escroto... cloaca... ano... membrana mucosa... cerumen... orines...

El doctor Swain perdió el control y, alto y anciano como era, se subió involuntariamente sobre la caja. Se inclinó sobre la cañería para estar más cerca de su hermana. Dejó que su cabeza colgara hacia abajo frente al extremo de la cañería y sin darse cuenta tiró al suelo el cubo clave, interrumpiendo así la comunicación.
—No se oye nada —dijo el doctor.
—Perineo... fornicación... mierda... glande... monte de Venus... placenta —decía el muchacho.

La viuda del doctor von Peterswald era la única persona sensata que se encontraba a ese lado de la cañería, de modo que fue ella la que volvió a colocar el cubo en el lugar correspondiente. Tuvo que encajarlo en forma más bien brutal entre la cañería y la rodilla del presidente. Y de pronto se vio atrapada en una posición grotesca, apoyada sobre la cubierta de la caja, con una mano extendida y los pies a unos pocos centímetros del suelo. Junto con el cubo, el presidente le había cogido firmemente la mano.
—Diga, diga —decía el presidente, con la cabeza colgando.

Desde el otro lado llegó un torrente de palabras ininteligibles, graznidos y cloqueos.
Alguien estornudó.
—Defecar... semen... testículos... —decía el muchacho.

Antes de que Eliza pudiese volver a hablar, la gente que la rodeaba sintió que el pobre David era un espíritu hermano, tan indignado por la condición humana en el Universo como ellos. De manera que lo animaron a seguir y aportaron nuevas obscenidades.
—Así me gusta, muchacho —le decían.
Y lo duplicaban todo.
—¡Doble pene! ¡Doble clítoris! —decían—. ¡Doble mierda!
Etcétera.
Era un verdadero manicomio.

De todos modos, el doctor Swain y su hermana consiguieron unirse, y lo hicieron con tan convulsiva intimidad que él se habría metido dentro de la cañería si hubiese podido.
Así ocurrieron las cosas, y lo que Eliza quería pedirle era que falleciera lo antes posible para que pudiesen juntar las cabezas. Deseaba encontrar la manera de mejorar ese lugar tan poco satisfactorio que llamaban “paraíso”.

—¿Te torturan? —preguntó él.
—No —replicó Eliza—, me muero de aburrimiento. El que organizó esto, quienquiera que sea, no sabía nada de los seres humanos. Por favor, hermano Wilbur, ten en cuenta que esto es la Eternidad. ¡Esto es para siempre! ¡Donde tú estás ahora no es nada en términos de tiempo! ¡Es un chiste! Vuélate la tapa de los sesos tan pronto como puedas.
Y cosas por el estilo.

El doctor Swain le refirió los problemas que habían tenido los vivos a causa de algunas enfermedades incurables. Los dos estudiaron la cuestión pensando como un solo ser y resolvieron el misterio como si hubiera sido cosa de niños.
La explicación era la siguiente: los gérmenes infecciosos de la influenza eran marcianos cuya invasión al parecer había sido rechazada por los anticuerpos de los organismos de los sobrevivientes, ya que por el momento había desaparecido la epidemia.
La Muerte Verde, por otra parte, era causada por unos chinos microscópicos, bien intencionados y amantes de la paz. Pero a pesar de todo, resultaban invariablemente mortales para los seres humanos de tamaño normal que los inhalaban o ingerían.
Etcétera.

El doctor Swain le preguntó a su hermana qué tipo de instrumento de comunicación se utilizaba al otro lado, si acaso Eliza también estaba en cuclillas sobre un trozo de cañería.
Eliza le explicó que no había ningún aparato sino sólo una sensación.
—¿Qué sensación? —preguntó.
—Tendrías que estar muerto para comprenderlo —replicó.
—Inténtalo de todas maneras.
—Es como estar muerto.
—Una sensación de muerte —dijo él, tanteando, tratando de comprender.
—Sí, algo frío y húmedo.
—Ah.
—Sí pero también es como estar rodeada de un enjambre de abejas invisibles. Tu voz me llega desde las abejas.
Hi ho.

Cuando el doctor Swain hubo terminado esta penosa experiencia, sólo le quedaban once tabletas de tri–benzo–conductil, médicamente elaborado en principio no como una droga para presidentes, por supuesto, sino para combatir los efectos del mal de Tourette. Y las once píldoras esparcidas sobre la palma de su enorme mano, inevitablemente le parecieron las últimas partículas del reloj de arena de su vida.

El doctor Swain permanecía al sol junto al edificio del laboratorio que albergaba el Trujamán. Con él estaban la viuda y su hijo. La viuda tenía el cubo, así que era la única que podía hacer funcionar el aparato.
La gravedad era ligera. El doctor Swain tenía una erección. Lo mismo le ocurría al muchacho y al capitán Bernard Narciso–11 O'Hare, que se hallaba junto al helicóptero.
Es posible que los tejidos eréctiles del cuerpo de la viuda también se hubiesen hinchado.
—¿Sabe qué parecía cuando estaba encima de esa caja, señor presidente? —dijo el muchacho. Se veía claramente la repulsión que le producía sucumbir a los efectos de su enfermedad.
—No —dijo el doctor Swain.
—El mandril más grande del mundo tratando de fornicarse una pelota de fútbol —soltó el muchacho.
Para evitar los insultos de ese calibre, el doctor Swain le dio lo que le quedaba de su provisión de tri–benzo–conductil.

Las consecuencias de su renuncia al tri–benzo–conductil fueron espectaculares. El doctor Swain tuvo que ser amarrado a una cama en casa de la viuda durante seis días y seis noches.
En algún momento de todo eso, le hizo el amor a la viuda y le dio un hijo que más tarde se convertiría en el padre de Melody Oropéndola–2 von Peterswald.
Sí, y en algún momento de todo eso, la viuda le transmitió lo que había aprendido de los chinos: que habían llegado a manipular con éxito el Universo combinando mentes compatibles.

Hizo que el piloto lo trasladara a Manhattan, la Isla de la Muerte. Se proponía morir allí para unirse con su hermana en la otra vida mediante la ingestión e inhalación de comunistas chinos invisibles.
El capitán O'Hare, que personalmente no deseaba morir, hizo descender al presidente mediante un cable y un arnés y lo depositó en la terraza del Empire State.
El presidente pasó el resto del día allí arriba disfrutando de la vista. Y luego, respirando profundamente cada dos o tres escalones, con la esperanza de inhalar chinos comunistas, bajó por las escaleras. Anochecía cuando llegó abajo.

En el vestíbulo había esqueletos humanos en podridos nidos de harapos. El hollín de los antiguos fuegos dibujaba en las paredes la piel de una cebra.
En uno de los muros había una pintura de Jesucristo Secuestrado.
Por primera vez, el doctor Swain oyó el escalofriante revoloteo de los murciélagos que abandonaban el metro por la noche.
Ya se consideraba un hombre muerto, un hermano de los esqueletos.
Pero seis miembros de la familia de los Melocotones, que habían observado su llegada en helicóptero, salieron de pronto de sus escondites. Estaban armados con cuchillos y lanzas.

Cuando descubrieron quién era la persona a la que habían capturado, se mostraron encantados. Era un tesoro para ellos; no porque se tratase del presidente, sino porque había asistido a la Facultad de Medicina.
—¡Un médico! —dijo uno—. Ahora sí que no nos falta nada.
Eso fue lo que ocurrió, y no quisieron saber nada de su deseo de morir. Lo obligaron a tragar un pequeño trapezoide de lo que parecía ser una especie de mantequilla de cacahuete sin sabor. En realidad eran tripas de pescado hervidas y deshidratadas, que contenían el antídoto para la Muerte Verde.
Hi ho.

Fue llevado inmediatamente al distrito financiero donde Hiroshi Melocotón–20 Yamashiro, el jefe de la familia, yacía mortalmente enfermo.

El hombre parecía tener pulmonía. El doctor Swain sólo pudo hacer por él lo que habría hecho un médico de hace un siglo, es decir que mantuviera el cuerpo abrigado y la frente fresca. Y esperar. O le bajaba la fiebre o se moría.

Le bajó la fiebre.
Como premio, los Melocotones reunieron sus más preciosas posesiones en el vestíbulo de la Bolsa de Nueva York para ofrecerlas al doctor Swain. Había una radio reloj, un saxo alto, un juego completo de artículos de tocador, una pequeña torre Eiffel con un termómetro en el interior, etc.
De todos esos trastos y sólo para mostrarse cortés, el doctor Swain eligió una palmatoria de bronce.
Y así se originó la leyenda de que enloquecía por las palmatorias.

No le gustaba la vida en común con los Melocotones, que le exigía entre otras cosas sacudir la cabeza perpetuamente en todas direcciones en busca de Jesucristo Secuestrado.
Así que limpió el vestíbulo del Empire State y se estableció allí. Los Melocotones le proporcionaban comida.
Y pasó el tiempo.

En algún momento de todo eso, llegó Vera Ardilla–5 Zappa y los Melocotones le administraron el antídoto. Esperaban que llegaría a ser la enfermera del doctor Swain.
Y de hecho lo fue durante un tiempo, pero pronto comenzó su granja modelo.

Y mucho tiempo después llegó la pequeña Melody, embarazada, y empujando sus patéticas pertenencias en un cochecito de niño. Entre sus posesiones se encontraba una palmatoria Dresden. Incluso en el reino de Michigan se sabía que el rey de Nueva York estaba loco por las palmatorias.
En la palmatoria de Melody se veía el coqueteo de un noble con una pastora a los pies de un árbol envuelto por una exuberante vid.
La palmatoria de Melody se rompió durante la última fiesta de cumpleaños del anciano. Wanda Ardilla–5 Rivera, una esclava borracha, la volcó de un puntapié.

Cuando Melody se presentó ante el Empire State y el doctor Swain salió a preguntarle quién era y qué quería, ella se arrodilló ante él, y extendió sus pequeñas manos para presentarle la palmatoria.
—Hola, abuelo —dijo.
Él vaciló un momento, pero luego la ayudó a levantarse.
—Entra —dijo—, entra, entra.

En esa época el rey de Nueva York no sabía que había engendrado un hijo después de abandonar el tri–benzo–conductil en Urbana. Supuso que Melody era una solicitante y admiradora más. Tampoco, durante este primer encuentro, soñó ni por un momento que tenía descendientes en alguna parte. Nunca había tenido muchos deseos de reproducirse.
De modo que cuando Melody le proporcionó tímidos pero convincentes argumentos de que ella era en realidad un pariente consanguíneo, tuvo una sensación como si, según explicó más tarde a Vera Ardilla–5 Zappa, “se le hubiese abierto una enorme vía de agua y que a través de esa repentina grieta hubiese penetrado una niña embarazada y hambrienta, aferrada a una palmatoria de Dresden”.
Hi ho.

La historia de Melody era la siguiente:
Su padre, hijo ilegítimo del doctor Swain y la viuda de Urbana, era uno de los pocos sobrevivientes de la llamada “Matanza de Urbana”. Se vio en seguida obligado a prestar servicio como tambor en el ejército del duque de Illinois, perpetrador de la carnicería.
El muchacho engendró a Melody a los catorce años. Su madre era una lavandera de cuarenta años que se había unido al ejército. Melody recibió el nombre de Oropéndola–2 para asegurarse de que fuese tratada con la máxima clemencia en caso de que fuera capturada por las fuerzas de Stewart Oropéndola–2 Mott, rey de Michigan y principal enemigo del duque.
De hecho, fue capturada a los seis años, después de la batalla de Iowa, en la que su padre y su madre perdieron la vida.
Hi ho.

En ese entonces la decadencia del rey de Michigan había llegado a tal extremo que mantenía un harén de muchachas capturadas que tenían el mismo apellido intermedio que él, el cual, por supuesto, era Oropéndola–2. La pequeña Melody fue enviada a ese triste zoológico.
Pero a medida que sus penosas experiencias se hacían más repugnantes, aumentaba la fuerza interior que obtenía del recuerdo de las últimas palabras de su padre, que fueron las siguientes:
—Eres una princesa, la nieta del rey de las Palmatorias, del rey de Nueva York.
Hi ho.

Luego, una noche, robó la palmatoria de Dresden de la tienda del dormido rey. Se arrastró por debajo del costado de la tienda y salió al mundo exterior, iluminado por la luna.

Así comenzó su increíble viaje hacia el Este, siempre al Este, en busca de su legendario abuelo. Su palacio era uno de los edificios más altos del mundo.
Se encontraría con parientes en todas partes, si no Oropéndolas por lo menos pájaros y seres vivientes de alguna especie.
La alimentaban y le señalaban el camino.
Uno le dio un impermeable, otro un jersey y una brújula magnética, otro un cochecito de niño, otro le dio un reloj despertador.
Otro le dio una aguja e hilo, y también un dedal de oro.
Otro la llevó en un bote al otro lado del río Harlem, a la Isla de la Muerte, con riesgo de su propia vida.
Etcétera.



replay



tariq ali / robin blackburn / john lennon



you say you want a revolution: todo el poder para el pueblo
(entrevista a john lennon en 1971)


T. A.: Tu último disco y tus recientes declaraciones, especialmente las entrevistas en la revista Rolling Stone, sugieren que tus puntos de vista se radicalizan cada vez más y se vuelven más políticos. ¿En qué momento dirías que comenzó a ocurrir?
J. L.: Siempre he tenido conciencia política, sabes, y he estado contra el status quo. Es bastante básico, cuando has aprendido desde chico, como yo, a odiar y a temer a la policía como tu enemigo natural y a despreciar al ejército como algo que se lleva a todos y los abandona muertos en alguna parte. Es simplemente un asunto básico de la clase trabajadora, sabes, aunque comienza a desteñirse cuando vas envejeciendo, tienes una familia y te traga el sistema.
En mi caso nunca he dejado de ser una persona política, aunque la religión tendía a eclipsarlo en mis días de ácido, allá por el ´65 o el ´66. Y esa religión fue el resultado directo de toda esa porquería de la superestrella: la religión fue una válvula de escape para mi represión. Pensé: "Bueno, hay algo más allá de la vida, ¿no es cierto? Seguro que no puede ser esto."
Pero de cierto modo siempre fui político, sabes. En los dos libros que escribí, aunque los hice en una especie de jerga joyceana, hay muchos palos a la religión y hay un drama sobre un trabajador y un capitalista. He estado satirizando al sistema desde mi infancia. Solía escribir revistas en la escuela y las distribuía. Tenía mucha conciencia de clase, solían decir que era un resentido, porque sabía lo que me había sucedido y sabía de la represión de clase que nos afectaba – era un maldito hecho, pero en el huracán del mundo de los Beatles, se quedó afuera, cada vez me apartaba más de la realidad, durante un cierto tiempo.

T. A.: ¿Cuál piensas que fue el motivo para el éxito de tu tipo de música?
J. L.: Bueno, en esa época se pensaba que los trabajadores se habían impuesto, pero me doy cuenta en retrospectiva de que es el mismo trato engañoso como el que les dieron a los negros, fue sólo que permitieron que los negros fueran corredores, boxeadores o artistas. Es la alternativa que te permiten –ahora la salida es ser estrella pop, que es en realidad lo que digo en el álbum en Working class hero. Como dije en Rolling Stone, los que tienen el poder son los mismos, el sistema de clases no cambió ni una pizca.
Desde luego, hay mucha gente que anda por ahí ahora con pelo largo y algunos chicos a la moda de clase media andan en ropas hermosas. Pero nada cambió con la excepción de que todos nos vestimos un poco mejor y dejamos que los mismos hijos de puta dirijan todo.

T. A.: ¿Cuándo comenzaste a salirte del papel que se te impuso como Beatle?
J. L.: Incluso durante el apogeo de los Beatles, traté de oponerme, igual que George. Fuimos unas pocas veces a USA y Epstein siempre trató de llenarnos de palabras vacías sobre Vietnam. Así llegó el momento en el que George y yo dijimos: “Escucha, cuando pregunten la próxima vez, vamos a decir que no nos gusta esa guerra". Fue la primera oportunidad en la que saqué a relucir un poco la bandera.
Pero tienes que recordar que siempre me sentí reprimido. Estábamos todos tan presionados que apenas había alguna oportunidad de expresarnos, especialmente cuando trabajábamos a ese ritmo, viajando continuamente y mantenidos todo el tiempo en un capullo de mitos y sueños. Es bastante duro cuando eres César y todos dicen lo maravilloso que eres y te dan todos los bienes y las muchachas; es bastante duro escapar de eso, decir: “Bueno, no quiero ser rey, quiero ser real”. Así que el segundo acto político que hice fue decir “Los Beatles son más grandes que Jesucristo”. Eso realmente hizo estallar la escena. Casi me fusilan por eso en USA. Fue un trauma inmenso para todos los chicos que nos seguían. Hasta entonces se mantuvo esa política tácita de no responder a preguntas delicadas, aunque yo siempre leía los periódicos, sabes, las secciones de política.
La conciencia continua de lo que estaba sucediendo me hacía sentir avergonzado de no decir nada. Estallé porque ya no podía seguir jugando el juego, simplemente ya era demasiado. Desde luego, USA aumentó la presión, especialmente porque la guerra ocurría allí. De cierto, modo resultamos ser un caballo de Troya. Los Fab Four llegamos directamente a la cumbre y entonces cantamos sobre drogas y sexo y entonces me metí en más y más cosas pesadas, y ahí fue cuando comenzaron a abandonarnos.

T. A.: ¿De cierto modo, pensabas en política, incluso cuando parecías estar hablando mal de la revolución?
J. L.: Ah, seguro. Revolution. Hubo dos versiones de esa canción, pero la izquierda del underground sólo escogió la que decía no cuenten conmigo. La versión original que apareció en el LP decía también cuenten conmigo; puse las dos cosas porque no estaba seguro. Hubo una tercera versión que fue sólo abstracta, música concreta, una especie de bucles y cosas así, gente gritando. Pensé que estaba pintando con sonidos un cuadro de la revolución; pero cometí un error, sabes. El error fue que era contrarrevolucionario.
En la versión publicada como single decía cuando hables de destrucción no cuentes conmigo. No quería que me mataran. Realmente no sabía mucho de los maoístas, pero sólo sabía que parecían ser tan pocos y a pesar de ello se pintaban de verde y se paraban frente a la policía esperando que los detuvieran. Sólo pensé que era poco sutil, sabes. Pensé que los revolucionarios comunistas originales se coordinaban un poco mejor y que no andaban gritando al respecto.
Es lo que sentía; realmente formulaba una pregunta. Siendo de clase trabajadora, siempre me interesaron Rusia y China y todo lo que se relacionaba con la clase trabajadora, aunque estaba metido en el juego capitalista. En una época estuve tan metido en la mierda religiosa que andaba por ahí llamándome comunista cristiano, pero como dice Janov, la religión es la locura legalizada. La terapia alejó todo eso y me hizo sentir mi propio dolor.

R. B.: Bueno, en todo caso, la política y la cultura están vinculadas, ¿no es cierto? Quiero decir, los trabajadores son reprimidos por la cultura, no por los fusiles, en la actualidad.
J. L.: ... están dopados...

R. B.: Y la cultura que los está dopando, el artista puede hacerlo o romperlo.
J. L.: Es lo que estoy tratando de hacer con mis álbumes y en estas entrevistas. Lo que estoy tratando de hacer es influenciar a todos los que puedo: A todos los que siguen soñando, y sólo provocar un gran signo de interrogación en sus mentes. Ya pasó el sueño ácido, es lo que trato de decirles.

R. B.: Incluso en el pasado, sabes, la gente usaba canciones de los Beatles y les cambiaba las palabras. Yellow submarine, por ejemplo, tuvo una serie de versiones. Una que cantaban los huelguistas comenzaba We all live on bread and margarine (Todos vivimos de pan y margarina); en la LSE (Escuela de Economía de Londres) teníamos una versión que comenzaba con We all live in a Red LSE (Todos vivimos en una LSE roja).
J. L.: Eso me gusta. Y me alegré cuando las multitudes del fútbol cantaban en los primeros días All together now; ésa fue otra. Y también me gustó cuando el movimiento en USA usó Give peace a chance (Da una oportunidad a la paz), porque en realidad lo que quise hacer al escribirla fue eso. Esperaba que en lugar de cantar We shall overcome (Venceremos) de 1800 o algo así, tendrían algo contemporáneo. Sentí una obligación incluso de escribir una canción que la gente cantaría en la taberna o en una manifestación. Por eso quisiera escribir ahora canciones para la revolución.

R. B.: Sólo tenemos unas pocas canciones revolucionarias y fueron compuestas en el Siglo XIX. ¿Encuentras algo en nuestras tradiciones musicales que podría utilizarse para canciones revolucionarias?
J. L.: Cuando comencé, el propio rock and roll fue la revolución básica para la gente de mi edad y situación. Necesitábamos algo fuerte y claro para irrumpir a través de toda la falta de sentimiento y la represión que nos habían caído encima como niños. Al comienzo nos sentíamos un poco conscientes de ser nortemericanos de imitación. Pero nos lanzamos a la música y encontramos que era mitad country blanco y western y mitad rhythm and blues negro. La mayor parte de las canciones provenían de Europa y de África y ahora vuelven a nosotros. Muchas de las mejores canciones de Dylan vinieron de Escocia, Irlanda o Inglaterra. Fue una especie de intercambio cultural.
Aunque debo decir que para mí las canciones más interesantes fueron las negras, porque eran más simples. Como que te sacuden el culo, lo cual realmente fue una innovación. Y luego existían las canciones del campo que expresaban sobre todo el dolor que sufrían. No podían expresarse intelectualmente, así que tenían que decir en unas pocas palabras lo que les estaba ocurriendo. Y luego estaban los blues de la ciudad y gran parte trataba de sexo y peleas.
Mucho de esto fue autoexpresión, pero sólo en los últimos años se han expresado por completo con Black Power, como Edwin Starr cuando hace discos sobre la guerra. Antes de eso, muchos cantantes negros todavía trabajaban bajo ese problema de Dios: a menudo era cosa de que Dios nos salvará. Pero todo el tiempo los negros cantaron directa e inmediatamente sobre su dolor y también sobre sexo, lo que hizo que me gustara.

R. B.: Dices que la música de country and western derivó del folk europeo. ¿No trata a veces de temas bastante horribles, como perder y ser derrotado?
J. L.: Cuando niños, todos nos oponíamos al folk porque era tan de clase media. Era cosa de estudiantes universitarios con grandes pañuelos y medio litro de cerveza en la mano, cantando folk en lo que llamamos voces la–di–da –Trabajé en una mina en New–castle y toda esa porquería. Hay muy pocos auténticos cantantes de folk, sabes, aunque me gustaba un poco Dominic Behan, y hay algún material bueno que se escucha en Liverpool.
Pero ocasionalmente escuchas discos muy viejos en la radio o en la televisión de verdaderos trabajadores en Irlanda u otra parte que cantan esas canciones y el poder que tienen es fantástico.
Pero la mayor parte de la música folk es de gente con voces resonantes que tratan de mantener vivo algo viejo y muerto. Es todo un poco aburrido, como el ballet: un asunto para minorías, mantenido por un grupo minoritario.
En la actualidad la canción folk es el rock and roll. Aunque sucede que surgió de USA, no es realmente importante que así sea a fin de cuentas, porque escribimos nuestra propia música, y eso lo cambió todo.

R. B.: Tu álbum, Yoko, parece fusionar la música moderna de vanguardia, con rock. Me gustaría contarte una idea que se me ocurrió al escucharla. Integras sonidos de todos los días, como un tren, en un modelo musical. Esto parece exigir una medida estética de la vida de todos los días, una insistencia en que el arte no debe ser aprisionado en museos y galerías, ¿no es cierto?
Yoko Ono: Exactamente: quiero incitar a la gente a perder su opresión dándoles algo con que trabajar, un fundamento. No deberían temer la creación propia; por eso hago las cosas muy abiertas, con cosas para que la gente las haga, como en mi libro Grapefruit.
Porque hay básicamente dos tipos de personas en el mundo: las que tienen confianza porque saben que tienen la capacidad de crear, y luego las personas que han sido desmoralizadas , que no tienen confianza en sí mismas, porque les han dicho que no tienen capacidad creativa, sino que deben cumplir órdenes. Las instituciones dominantes quieren tener gente que no tome responsabilidades y que no se respete.

R.B.: Supongo que el control obrero se refiere a eso.
J. L.: ¿No trataron de hacer algo así en Yugoslavia?; se han liberado de los rusos. Me gustaría ir allá y ver cómo funciona.

T.A.: Bueno, así es; trataron de romper con el modelo estalinista. Pero en lugar de permitir un control obrero desenvuelto, agregaron una fuerte dosis de burocracia política. Tendía a asfixiar la iniciativa de los trabajadores, y también regularon todo el sistema mediante un mecanismo de mercado que causó nuevas desigualdades entre una región y otra.
J. L.: Parece que todas las revoluciones terminan en un culto a la personalidad; incluso los chinos parecen necesitar una figura paterna. Supongo que esto también ocurre en Cuba, con Che y Fidel. En el comunismo de estilo occidental tendríamos que crear una imagen casi imaginaria de los propios trabajadores para que la vean como la figura paterna.

T. A.: Es el punto crucial. Hay que instilar a la clase trabajadora un sentimiento de confianza en sí misma. No se puede hacer sólo mediante la propaganda –los trabajadores deben actuar: apoderarse de sus propias fábricas y decir a los capitalistas que se vayan al diablo. Es lo que comenzó a suceder en mayo de 1968 en Francia. los trabajadores comenzaron a sentir su propia fuerza.
J. L.: Pero el Partido Comunista no estuvo a la altura, ¿verdad?

R. B.: No, no estuvo. Con 10 millones de trabajadores en huelga, podrían haber dirigido una de esas inmensas manifestaciones que ocurrieron en el centro de París a una ocupación masiva de todos los edificios e instalaciones gubernamentales, reemplazando a de Gaulle por una nueva institución de poder popular como la Comuna o los soviets originales, que podrían haber iniciado una autentica revolución, pero el Partido Comunista Francés tuvo miedo. Prefirieron manejarse por arriba en lugar de alentar a los trabajadores a tomar la iniciativa ellos mismos.
J. L.: Formidable, pero hay un problema al respecto, sabes. Todas las revoluciones han ocurrido cuando un Fidel o Marx o Lenin o quien sea, que eran intelectuales, pudieron comunicarse con los trabajadores. Juntaron un buen grupo de gente y los trabajadores parecieron comprender que vivían en un estado reprimido. No han despertado todavía en este país, siguen creyendo que los coches y los televisores son la respuesta. Hay que sacar a esos estudiantes izquierdistas a que hablen con los trabajadores, hay que involucrar a los chicos de las escuelas con The Red Mole.

R. B.: Ahora tratas de nadar contra la corriente de la sociedad burguesa, lo que es mucho más difícil.
J. L.: Sí, poseen todos los periódicos y controlan toda la distribución y la promoción. Cuando llegamos sólo Decca, Philips y EMI podían realmente producirte un disco. Tenías que pasar por toda la burocracia para llegar al estudio de grabación. Te encontrabas en una posición tan humilde, no tenías más de 12 horas para hacer todo un álbum, que es lo que hicimos en los primeros tiempos.
Incluso ahora es lo mismo; si eres un artista desconocido, tienes suerte si consigues una hora en un estudio; es una jerarquía y si no tienes éxitos, no te graban de nuevo. Y controlan la distribución. Tratamos de cambiar eso con Apple, pero terminaron por derrotarnos. Todavía lo controlan todo. EMI liquidó nuestro álbum "Two Virgins" porque no les gustó. En el último disco censuraron las letras de las canciones impresas en la funda del disco. Una porquería ridícula e hipócrita. Tienen que dejarme cantar pero no se atreven a permitir que lo leas. Demencial.

R. B.: Aunque ahora llegas a menos gente, tal vez el efecto puede ser más concentrado.
J. L.: Sí, creo que puede ser verdad. Al principio, la gente de clase trabajadora reaccionó contra nuestra franqueza sobre el sexo. Le tenían miedo a la desnudez, están representados de ese modo, al igual que otros.
Tal vez pensaron “Paul es un muchacho bueno, no provoca líos”. También cuando Yoko y yo nos casamos, recibimos terribles cartas racistas; sabes, advirtiéndome de que me iba a degollar. Llegaron sobre todo de gente del ejército que vive en Aldershot. Oficiales.
Ahora los trabajadores se muestran más amistosos hacia nosotros, tal vez las cosas están cambiando. Me parece que los estudiantes están ahora suficientemente despiertos a medias para tratar y despertar a sus hermanos trabajadores. Si no transmites tu propia conciencia, ésta vuelve a cerrarse. De ahí la necesidad básica de que los estudiantes se mezclen con los trabajadores y los convenzan de que no están hablando mamarrachadas. Y desde luego es difícil saber lo que piensan realmente los trabajadores porque en todo caso la prensa capitalista siempre se limita a citar a portavoces como Vic Feather .
Así que la única posibilidad es hablarles directamente, sobre todo a los trabajadores jóvenes. Tenemos que comenzar con ellos porque saben que están En contra. Por eso hablo de la escuela en el álbum. Quisiera incitar a la gente a romper el marco, a ser desobediente en la escuela, a sacarles la lengua, a insultar permanentemente a la autoridad.
Mientras más realidad enfrentamos, más nos damos cuenta de que la irrealidad es el programa principal del día. Mientras más reales nos volvemos, mientras más abuso recibimos, más nos radicalizamos de cierto modo, como que nos colocan en un rincón. Pero sería mejor si fuéramos más.

Y. O.: No debemos ser tradicionales en la manera como nos comunicamos con la gente – especialmente con los círculos dominantes. Tenemos que sorprender a la gente diciendo cosas nuevas de un modo totalmente nuevo. La comunicación de esa especie puede tener un poder fantástico mientras no hagas sólo lo que esperan.

R. B.: La comunicación es vital para edificar un movimiento, pero a fin de cuentas es impotente, a menos que pueda desarrollar fuerza popular.
Y. O.: Me entristezco mucho cuando pienso en Vietnam, donde parece no haber otra alternativa que la violencia. Esta violencia se perpetúa durante siglos. En nuestra época, en la que la comunicación es tan rápida, debemos crear una tradición diferente, tradiciones se crean todos los días.
Cinco años en la actualidad son como 100 años anteriormente. Vivimos en una sociedad que no tiene historia. No existen precedentes para este tipo de sociedad, así que podemos romper los viejos modelos.

T. A.: Ninguna clase dominante en toda la historia ha renunciado voluntariamente al poder y no creo que eso cambie.
Y. O.: Pero la violencia no es sólo algo conceptual, sabes. Vi un programa sobre ese muchacho que había vuelto de Vietnam; había perdido toda la parte inferior de su cuerpo, de la cintura abajo. No era más que un trozo de carne, y dijo “Bueno, supongo que fue una buena experiencia.”

J. L.: No quería encarar la verdad, no quería pensar que todo había sido inútil.

Y. O.: Pero piensa en la violencia, podría ocurrirle a tus hijos.

R. B.: Pero Yoko, la gente que lucha contra la opresión se ve atacada por los que tienen un interés creado en que nada cambie, los que quieren proteger su poder y su riqueza. Mira a la gente en Bogside y Falls Road en Irlanda del Norte; fueron implacablemente atacados por la policía especial porque comenzaron a manifestarse por sus derechos. Una noche en agosto de 1969, siete personas murieron y a miles las expulsaron de sus hogares. ¿No tenían derecho a defenderse?
Y. O.: Por eso hay que tratar de encarar esos problemas antes de que ocurra una situación semejante.

J. L.: Sí, pero ¿qué haces cuando ocurre, qué haces?

R. B.: La violencia popular contra sus opresores es siempre justificada. No se puede ser evitar.
Y. O.: Pero de cierto modo la nueva música mostró que las cosas pueden verse transformadas por nuevos canales de comunicación.

J. L.: Sí, pero como dije, nada ha cambiado realmente.

Y. O.: Bueno, algo cambió y para bien. Todo lo que digo es que tal vez podamos hacer una revolución sin violencia.

J. L.: Pero no puedes tomar el poder sin una lucha.

T. A.: Ése es el aspecto crucial.
J. L.: Porque, cuando se llega al meollo de la cuestión, no dejarán que el pueblo tenga poder alguno, concederán todos los derechos para actuar y bailar para ellos, pero no un poder real.

Y. O.: Es que, incluso después de la revolución, si la gente no tiene ninguna confianza en sí misma, se enfrentará a nuevos problemas.

J. L.: Después de la revolución tienes el problema de lograr que las cosas sigan adelante, de concertar todos los diferentes puntos de vista. Es muy natural que los revolucionarios tengan diferentes soluciones, que se dividan en diferentes grupos y luego se reformen, eso es la dialéctica, ¿no es cierto? Pero al miso tiempo tienen que unirse contra el enemigo, solidificar un nuevo orden. No sé cuál es la respuesta; obviamente Mao tiene conciencia del problema y mantiene las cosas en marcha.

R. B.: El peligro es que una vez que se ha creado un estado revolucionario, tiende a formarse una nueva burocracia conservadora a su alrededor. Este peligro tiende a aumentar si el imperialismo aísla a la revolución y hay escasez material.
J. L.: Una vez que el nuevo poder llega al mando tiene que establecer un nuevo status quo sólo para mantener en funcionamiento las fábricas y los trenes en circulación.

R. B.: Sí, pero una burocracia represiva no dirige necesariamente las fábricas o los trenes mejor de lo que lo harían los trabajadores bajo un sistema de democracia revolucionaria.
J. L.: Sí, pero todos tenemos instintos burgueses en nuestro interior, todos nos cansamos y sentimos la necesidad de descansar un poco. ¿Cómo mantienes todo en funcionamiento y el fervor revolucionario después de lograr lo que te habías propuesto? Por supuesto, Mao los ha mantenido en China, pero ¿qué pasará cuando muera Mao? También utiliza un culto a la personalidad. Tal vez sea necesario; como dije, todos parecen necesitar una figura paterna.
Pero he estado leyendo Khrushchev Recuerda. Sé que es un tipo especial, pero parece pensar que fue malo que se convirtiera a un individuo en una religión; que no parece formar parte de la idea comunista básica. Pero la gente es la gente, ésa es la dificultad. Si tomáramos el poder en Gran Bretaña, tendríamos la tarea de limpiarla de burguesía y de mantener a la gente en un estado mental revolucionario.

R. B.: ...En Gran Bretaña, a menos que podamos crear un nuevo poder popular –y quiero decir básicamente un poder de los trabajadores – controlado por las masas y que responda ante las masas, no podríamos hacer la revolución para comenzar. Sólo un poder de los trabajadores que esté profundamente arraigado podría destruir el estado burgués.
Y. O.: Por eso las cosas serán distintas cuando la generación joven se haga cargo.

J. L.: Creo que no sería tan difícil que la juventud se ponga realmente en movimiento. Tendrías que darle rienda suelta para atacar los ayuntamientos o para destruir a las autoridades escolares, como los estudiantes que rompen la represión en las universidades. Ya está sucediendo, aunque la gente tiene que unirse más. Y las mujeres también son muy importantes, no podemos tener una revolución que no involucre y libere a las mujeres. La manera como te enseñan la superioridad masculina es tan sutil.
Me costó bastante tiempo darme cuenta de que mi masculinidad estaba limitando ciertas áreas para Yoko. Es una liberacionista al rojo vivo y me mostró rápidamente los errores que cometía, aunque a mí me parecía que me portaba normalmente. Por eso siempre me interesa saber cómo trata a las mujeres la gente que afirma que es radical.

R. B.: Siempre ha habido por lo menos tanto chauvinismo macho en la izquierda como en cualquier otra parte; aunque el ascenso de la liberación de la mujer está ayudando a eliminarlo.
J. L.: Es ridículo. Cómo puedes hablar de poder para el pueblo a menos que te des cuenta de que el pueblo se compone de ambos sexos.

Y. O.: No puedes amar a alguien a menos que estés en una posición de igualdad. Muchas mujeres tienen que agarrarse de hombres por temor o inseguridad, y eso no es amor. Básicamente es el motivo por el cual las mujeres odian a los hombres.
Así que si tienes una esclava en tu casa, ¿cómo puedes querer hacer una revolución afuera? El problema para las mujeres es que si tratamos de ser libres, nos aislamos naturalmente, porque tantas mujeres están dispuestas a ser esclavas, y los hombres generalmente las prefieren. Así que siempre tienes que arriesgarte: “¿Voy a perder a mi hombre?”. Es muy triste.

R. B.: Por cierto, todos vivimos en un país imperialista que explota al Tercer Mundo, e incluso nuestra cultura participa. Hubo un tiempo en el que la música de los Beatles era publicitada por la Voz de América.
J. L.: Los rusos proclamaban que éramos robots capitalistas, y supongo que lo éramos.

R. B.: Fue bastante estúpido por su parte que no se dieran cuenta de que era algo diferente. Yo trabajaba en Cuba cuando apareció Sergeant Pepper y es cuando comenzaron por primera vez a tocar música de rock en la radio.
J. L.: Bueno, esperemos que vean que rock and roll no es lo mismo que Coca-Cola. A medida que vamos más allá del sueño, debería ser más fácil; por eso hago declaraciones más fuertes en la actualidad y trato de librarme de la imagen del quinceañero. Quiero llegar a la gente apropiada, y quiero hacer que lo que tengo que decir sea muy simple y directo.

T. A.: ¿Cómo piensas que podemos destruir el sistema capitalista aquí en Gran Bretaña, John?
J. L.: Pienso que sólo si logramos que los trabajadores sean conscientes de la posición realmente infeliz en la que se encuentran, destruyendo el sueño que los rodea. Creen que viven en un país maravilloso, con libertad de expresión. Tienen coches y televisiones, y no quieren pensar en que pueda haber algo más en la vida. Están dispuestos a que los mandamases los dirijan, a ver que a sus hijos los arruinan en la escuela. Sueñan el sueño de un ser ajeno, no es el de ellos mismos. Deberían darse cuenta de que los negros y los irlandeses son acosados y reprimidos y que ellos mismos vendrán después.
En cuanto comiencen a darse cuenta de todo eso, podremos comenzar realmente a hacer algo. Los trabajadores pueden comenzar a hacerse cargo. Como dijera Marx: “A cada cual según su necesidad”. Pienso que funcionaría bien en este país. Pero también tendríamos que infiltrar al ejército, porque están bien entrenados para matarnos a todos.
Tenemos que comenzar todo esto desde el hecho de que nosotros mismos somos los oprimidos. Pienso que es falso, frívolo, dar a otros cuando tu propia necesidad es grande. La idea no es reconfortar a la gente, no es hacer que se sienta mejor, sino que se sienta peor, que se le muestren constantemente las degradaciones y humillaciones que sufre para conseguir lo que llaman un salario vital.





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Raúl Flores Iliarte, “33 y 1/tercio, No. 6,” Digital Entanglements, accessed March 28, 2024, https://digitalcuba.omeka.net/items/show/27.

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