33 y 1/tercio, No. 9.

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Title

33 y 1/tercio, No. 9.

Subject

Revista literaria digital

Description

Revista literaria digital hecha en Cuba. Dirigida por el escritor Raúl Flores. Circulada vía correo electrónico y dispositivos de almacenamiento externo. Estética postmoderna que privilegiaba lo pop.

Creator

Raúl Flores Iriarte

Date

2007

Contributor

Lizabel Mónica

Format

Microsoft Word Document

Language

Spanish, Español, SPA

Type

revista, magazine

Coverage

Cuba

Text Item Type Metadata

Text


En ciertos escritos, en particular los de crítica de arte y de crítica literaria, es normal encontrar largos pasajes que carecen casi totalmente de significado. Palabras como romántico, plástico, valores, humano, muerto, sentimental, natural, vitalidad, tal como se usan en crítica de arte, son estrictamente un sinsentido, por cuanto no sólo no señalan un objeto que se pueda descubrir, sino que ni siquiera se espera que el lector lo descubra. Cuando un crítico escribe "El rasgo sobresaliente de la obra del señor x es su cualidad vital", mientras que otro escribe "Lo que atrae de inmediato la atención en la obra del señor x es su tono mortecino peculiar", el lector acepta esto como una simple diferencia de opinión. Si se emplearan palabras como "negro" y "blanco", en vez de los términos de jerga "vida" y "muerte", se vería en seguida que el lenguaje se está usando de manera impropia. Se abusa asimismo de muchos términos políticos. El término fascismo hoy no tiene ningún significado excepto en cuanto significa "algo no deseable". Las palabras democracia, socialismo, libertad, patriótico, realista, justicia tienen varios significados diferentes que no se pueden reconciliar entre sí. En el caso de una palabra como democracia, no sólo no hay una definición aceptada sino que el esfuerzo por encontrarle una choca con la oposición de todos los bandos. Se piensa casi universalmente que cuando llamamos democrático a un país lo estamos elogiando; por ello, los defensores de cualquier tipo de régimen pretenden que es una democracia, y temen que tengan que dejar de usar esa palabra si se le da un significado. A menudo se emplean palabras de este tipo en forma deliberadamente deshonesta. Es decir, la persona que las usa tiene su propia definición privada, pero permite que su oyente piense que quiere decir algo bastante diferente. Declaraciones como "El mariscal Petain era un verdadero patriota", "La prensa soviética es la más libre del mundo", "La Iglesia católica se opone a la persecución" casi siempre tienen la intención de engañar. Otras palabras que se emplean con significados variables, en la mayoría de los casos con mayor o menor deshonestidad son: clase, totalitario, ciencia, progresista, reaccionario, burgués, igualdad.

la política y el lenguaje inglés
George Orwell






Quien no empleaba desde muy temprano una gran parte de su energía en resistirse contra la locura de la masa caía irremediablemente en manos del embrutecimiento, según él. Pero, al mismo tiempo, siempre había que buscar un acomodo con la historia como masa, igual que con la actualidad como masa, para poder sobrevivir, lo que solo los menos consiguen.

los comebarato
Thomas Bernhard


equipo redacción 33 y 1/tercio
diseño de portada kmilo valdés fortes
fotografías de portada e interiores leandro f. bonachea
cover girls evma/alexa
body art
ayler gonzález






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juan mayorga
(madrid, 1965)



cartas de amor a Stalin



En casa de los Bulgákov. Allí donde él escribe.

1.
Bulgákov escribe. Hasta que nota que su mujer lo está mirando. Ella acaricia la mano con la que él escribe.
Bulgákova- ¿Sabes cuánto he deseado este momento? Llevabas meses sin hacerlo. Ni una palabra desde “Corazón de perro”. ¿Qué es? ¿Una comedia? (Bulgákov niega.) ¿Una novela? ¿La segunda parte de “La guardia blanca”? (Bulgákov niega.) ¿Un poema?
Bulgákov- Una carta.
Bulgákova- (Decepcionada.) ¿Una carta?
Bulgákov- ¿Quieres que te la lea?
Bulgákova- Sabes que me gusta ser la primera en conocer tus obras. Una carta es otra cosa, desde luego. Al verte con la pluma sobre el papel, pensé que... Pero has vuelto a sentarte aquí, eso es lo que importa. Lo importante es que has vuelto al lugar en que escribiste “El apartamento de Zoika”. Claro que sí, léeme esa carta.
Bulgákov- (Leyendo.) "Estimado camarada: Mi obra “La huida”, cuyo estreno estaba previsto para el próximo septiembre, ha sido prohibida durante los ensayos. Las representaciones de “La Isla Púrpura” han sido prohibidas. “Los días de los Turbin”, después de trescientas representaciones, ha sido prohibida. “El apartamento de Zoika”, después de doscientas representaciones, ha sido prohibida. Así pues, mis cuatro obras teatrales se encuentran prohibidas. La edición de mis relatos ha sido prohibida, igual que han sido prohibidos mis ensayos satíricos. La lectura pública de “Las aventuras de Chichikov” ha sido prohibida. La publicación de mi novela “La guardia blanca” en la revista Rossia ha sido prohibida. No tengo ánimos para vivir en un país en el que no puedo ni representar ni publicar mis obras. Me dirijo a usted para pedirle que se me devuelva mi libertad como escritor... (Pausa.) ...o se me expulse de la Unión Soviética junto con mi esposa".
Pausa.
Bulgákova- ¿Irnos de Rusia, Mijail? (Largo silencio. Bulgákov no replica.) ¿De verdad crees que podemos vivir en otro país? No creo que podamos. Es nuestro cielo, nuestra lengua, nuestra gente... (Largo silencio. Bulgákov no replica.) Ya, ya sé que todos parecen haber cambiado, que éste ya no es el país en que nacimos, pero aquí, en esta casa... Ocurra lo que ocurra ahí fuera, nosotros, tú y yo, podemos ser felices aquí, juntos. (Largo silencio. Bulgákov no replica.) Lo importante es que estemos juntos. Donde sea, Mijail, donde tú quieras, con tal de que estemos juntos. (Lo toca con amor. Él besa las manos de ella.)
Bulgákov- "Firmado: Mijail Bulgákov. Moscú, Julio de 1929".
Pausa.
Bulgákova- ¿A quién la diriges?
Bulgákov- A Stalin.
Pausa.

2.
Bulgákov lee una carta a su mujer. Con poca pericia, ella le remienda una camisa.
Bulgákov- "Estimado camarada: Durante los últimos años, he contabilizado trescientos un artículos aparecidos sobre mí en la prensa soviética. Tres eran laudatorios; doscientos noventa y ocho, injuriosos. ‘Bulgákov es un perro que rebusca en la basura’, así me ha caracterizado el número ocho de Izvestia. En el número catorce del Komsomolskaia se me llama "burgués que lanza escupitajos emponzoñados, pero impotentes, sobre la clase trabajadora". Todas mis obras han recibido comentarios corrosivos por parte del diario Pravda. Incluso en la Enciclopedia Soviética he sido insultado. (Pausa.) Toda la prensa soviética, y junto a ella todas las instituciones encargadas del control del teatro, se esfuerzan en demostrar que no puedo vivir en la Unión Soviética. Probablemente, tienen toda la razón". (Interrumpe la lectura, irritado.) ¿Puedes dejar eso? ¿Puedes tomarte esto en serio?
La mujer deja lo que está haciendo.
Bulgákova- Te estoy escuchando. Te he escuchado todo el tiempo.
Bulgákov- Necesito más. Lo que yo necesito... ¿Por qué Stalin no responde a mis cartas? ¿Puedes decírmelo? ¿Qué es lo que estoy haciendo mal?
Silencio.
Bulgákova- Tú eres el escritor. Conoces el efecto de las palabras sobre la gente. ¿Cómo reaccionará Stalin ante una frase como ésta? (Lee.) "Toda la prensa soviética, y junto a ella todas las instituciones encargadas del control del teatro, se esfuerzan en demostrar que no puedo vivir en la Unión Soviética." ¿Cómo reaccionará Stalin ante esas palabras? (Bulgákov no lo sabe. Silencio.) Ojalá yo pudiera ayudarte. No conozco a Stalin. Lo más cerca que he estado de él ha sido en el estreno de “Los días de los Turbin.” Me dio la mano. Lo único que recuerdo de él son sus manos. El modo en que movía las manos. (Intenta imitar el modo en que Stalin movía las manos. Pausa.) Si eso te ayuda, puedo... imaginar que soy Stalin y reaccionar como él reaccionaría ante tu carta. Puedo ponerme en su lugar.
Bulgákov- ¿Ponerte tú en su lugar? ¿Tú en el lugar del hombre que ha prohibido mis obras?
Bulgákova- Si eso te ayuda...
Bulgákov- Casi ha vuelto loco a nuestro amigo Zamiatin. Ha fusilado a Pilniak. Ha logrado que Maiakowski se suicide.
Bulgákova- Quiero ayudarte.
Bulgákov- ¿Ponerte en la piel de ese hombre al que odio? Al que odias.
Bulgákova- Con todas mis fuerzas, así lo odio. Pero incluso los hombres más odiosos creen tener razones para hacer lo que hacen. Y tú, Mijail, necesitas encontrar esas razones. Necesitas encontrar sus razones para volverlas contra él.
Bulgákov vacila.
Bulgákov- No funcionará. Sólo sabes cómo mueve las manos. ¿Qué sabes sobre su alma?
Bulgákova- Usa tu imaginación. Imagina que soy Stalin.
Bulgákov- Eres la mujer que amo. ¿Cómo voy a imaginar...? (Pero ella ya está buscando en su cuerpo el de Stalin. Sin convicción, Bulgákov acepta.) Está bien, juguemos un rato. Supongamos que eres Stalin. (Bulgákov escribe. Ella intenta representar ante él las reacciones de Stalin.) Acabo de recibir un oficio del Comité Central del Teatro. Me comunican que se deniega el permiso de representación a mi última obra, “La Isla Púrpura”. En un par de renglones queda sepultado mi trabajo de años. No puedo escribir una palabra más sin preguntarme: cuanto vaya a escribir en el futuro, ¿está condenado de antemano?
Silencio. Escéptico, Bulgákov espera la reacción de su mujer. Ella vacila; busca postura, tono.
Bulgákova- Camarada Bulgákov... (Bulgákov niega, parodia la postura, el tono de su mujer: "Camarada Bulgákov...". La dirige hacia otra postura, otro tono: "Camarada Bulgákov...". Ella vuelve a intentarlo.)
Camarada Bulgákov... ¿Es usted consciente de...? (Se arrepiente; busca otra postura, otro tono.) Con “La Isla Púrpura” ha ido demasiado lejos. Ni siquiera su amigo Zamiatin se había atrevido a tanto.
Bulgákov- Stalin jamás diría eso. "Ni siquiera su amigo Zamiatin se había atrevido a tanto". Stalin jamás me compararía con el pobre Zami...
Bulgákova- (Interrumpiéndole.) El Comité Central del Teatro ha calificado “La Isla Púrpura” como un libelo contra la Revolución.
Pausa. Bulgákov escribe.
Bulgákov- No escribí “La Isla Púrpura” contra la Revolución, sino precisamente contra el Comité Central del Teatro... El Comité no es la Revolución, sino el asesino del espíritu creador. Su objetivo es... su objetivo es formar artistas atemorizados y serviles... Por eso dispara contra mí. Porque para Mijail Bulgákov la lucha contra la censura constituye el mayor deber de un artista. Un artista al que la libertad no es necesaria viene a ser como un pez al que el agua no es imprescindible.
Bulgákova- ¿Pretende impresionarme con metáforas tan anticuadas? ¿Cree que va a conmoverme con la apolillada retórica de un Gógol? Bulgákov, yo soy un hombre práctico. Vayamos al grano. Son sus propios colegas, escritores patriotas, quienes han denunciado su obra como un crimen contra la patria. Han sabido descubrir que sus sátiras ridiculizan a la Revolución.
Bulgákov- En la Unión Soviética, toda verdadera sátira es perseguida como un delito... (Se arrepiente; tacha.) ...como un crimen. Por verdadera sátira entiendo aquella que penetra en zonas prohibidas. En la Unión Soviética, la sátira es perseguida como un acto terrorista.
Bulgákova- No se haga el inocente. Usted ha publicado en el extranjero obras que hacen burla de nuestro pueblo.
Bulgákov- En Praga, una revista de exiliados editó “La guardia blanca” cambiando el final... Han publicado bajo mi nombre palabras que yo nunca escribiría.
Bulgákova- También negará que en su obra “La huida” defiende a los enemigos de la Revolución.
Bulgákov- Soy un escritor, no un político.
Bulgákova- ¿Es usted apolítico? ¿De verdad cree que se puede ser neutral? Míreme cuando le hablo, Bulgákov. En un mundo dominado por la injusticia, la pretensión de ser imparcial ¿no será sencillamente cinismo? Míreme a los ojos, señor apolítico: ¿en serio cree que no tiene ninguna responsabilidad para con el pueblo?
Bulgákov- Quiero ser útil a mi pueblo. Pero ¿cómo serlo si todos los teatros ejecutan, al unísono, una orden de Stalin: "No quede rastro de Bulgákov sobre la escena soviética"?
Bulgákova- ¿Cómo puede decir eso? Soy su más fiel espectador. ¿Sabe que he visto quince veces “Los días de los Turbin”, ocho veces “El apartamento de Zoika”? Los aplausos que salían de mis manos resonaban por todo Moscú.
Bulgákov- Usted ha borrado mi nombre del teatro soviético. Me ha aniquilado.
Bulgákova- Puedo recitar escenas enteras de sus obras. (Recita, ignorando a Bulgákov.) "¡Dimitri, los obreros están ensuciando con sus botazas el mármol de la escalera! ¡¿Quién ha quitado la alfombra?! ¡¡¿Es que Marx prohíbe cubrir con alfombras las escaleras...?!!”
Bulgákov- (Exaltándose.) Y ahora, como si mi destrucción fuera un objetivo largamente buscado, se regodea en mi aniquilamiento... (Deja de escribir y se encara con ella, que sigue recitando.) ¡Presencia mi aniquilamiento con enorme felicidad! ¡Lo ha conseguido, camarada! ¡Que en este país no haya ni un rincón para una persona como yo!
Descubriendo que Bulgákov está fuera de sí, la mujer calla y abandona su fingimiento. Pausa.
Bulgákova- Demos un paseo. (Lo toca con amor.) Todavía estará la orquesta en el bulevar. ¿Cuánto hace que no bailamos? (Lo invita a bailar. Pero él no la sigue.) Te conviene salir, Mijail. Ver gente.
Bulgákov- No tengo ganas de ver a nadie, ni ganas de que nadie me vea. Gracias a la prensa de Stalin, todo Moscú me señala con el dedo. ¿Por qué me avergüenza así? ¿Por qué me humilla de este modo?
Bulgákova- Olvidémonos de Stalin. No necesitamos su permiso para ser felices.
Lo toca; quiere sacarlo a la calle. Pero Bulgákov vuelve a su carta.
Bulgákov- Usted ha conseguido que en la Unión Soviética no haya ni un pequeño rincón para una persona como yo. (Aguarda la reacción de su mujer. Pero ella se resiste a ser otra vez Stalin.) Usted ha conseguido que en la Unión Soviética no haya ni un pequeño rincón para una persona como yo. Ha hecho de mí un fuera de la ley. Un criminal.
Bulgákova- Disfruta chupándose las heridas, Bulgákov. ¿No es capaz de un solo pensamiento positivo?
Bulgákov- Para mí, el no poder escribir es lo mismo que ser enterrado vivo.
Bulgákova- No exagere, Bulgákov. Seguro que podría hacer otro tipo de trabajo.
Bulgákov- Hasta hace un año, para no morirme de hambre, por la mañana enseñaba teatro en un colegio; por la tarde sustituía a los actores enfermos del Teatro de Stanislavsky; por la noche, a los del Teatro de la Juventud Obrera. Cuando volvía a casa, intentaba escribir, hasta que reventaba de cansancio... Hoy, ni siquiera se me considera digno de aquellos trabajos. Mi nombre se ha hecho tan odioso que mis solicitudes de empleo son acogidas con espanto. Directores, editores, todos se apartan de mí como de un apestado... Camarada Stalin, apelo a su humanitarismo. Si no puedo ser de ninguna utilidad a mi país, le pido que me autorice a abandonar la Unión Soviética en compañía de mi esposa... (Pausa. Ella no replica.) Pero si usted considera que debo vivir en la Unión Soviética... (Pausa. Ella no replica.) ...le pido libertad para publicar y representar mis obras... (Pausa. Ella no replica.) Si esto no fuera posible, le pido que me permita ser útil a mi país en calidad de director de escena. Me ofrezco con sinceridad, sin pretensión de sabotaje, para dirigir cualquier obra, desde obras griegas hasta actuales... (Pausa. Ella no replica.) Si esto tampoco fuera posible, pido que se me nombre ayudante de dirección... Si no fuera posible, pido un puesto de figurante... Si tampoco es posible ser nombrado figurante, pido un puesto de tramoyista.
Silencio. La mujer medita.
Bulgákova- No expresa usted su deseo con claridad. Si no sé lo que desea, ¿cómo voy a satisfacer su deseo? ¿Qué quiere de mí? ¿Que lo deje marchar o que le permita escribir lo que le venga en gana? ¿Está decidido a irse al extranjero... o prefiere permanecer en la Unión Soviética y en qué condiciones? ¿De verdad aceptaría un trabajo subalterno en el teatro? Si yo le ofreciese un puesto de acomodador en el Teatro de Stanislavsky, ¿renunciaría a emigrar?
Bulgákov- Si ni siquiera de acomodador pudiese trabajar...
Bulgákova- ¿Tiene usted las ideas claras, Bulgákov? Me preocupa su salud mental. Ustedes, los poetas, son gente tan vulnerable... No se me va de la cabeza el triste final del pobre Maiakowski. Y sólo hace unos días enterramos a Sóbol y a Esenin. En cuanto a su buen amigo Zamiatin, usted mejor que yo sabe en qué situación se encuentra. Si no quiere acabar como ellos, debería replantearse el modo en que está conduciendo su vida.
Bulgákov- Si ni siquiera se cuenta conmigo para limpiar los lavabos del más humilde teatro del país... Entonces pido al Gobierno soviético que proceda conmigo como crea más conveniente. Pero que proceda de alguna manera.
Bulgákova- Se expresa como si no tuviera nada que perder. ¿No tiene nada que perder?
Bulgákov- Pero que proceda de alguna manera. Porque yo, un dramaturgo famoso en toda Europa, en mi propio país me encuentro abocado a la miseria y a la muert... (Le interrumpe el sonido del teléfono. Molesto, Bulgákov descuelga.) ¿Sí? (Silencio. Mira a su mujer.) Yo soy. (Silencio.) Buenas tardes, camarada. (Silencio.) Últimamente me he hecho mil veces la misma pregunta: ¿Puede un escritor ruso vivir fuera de su patria? (Silencio.) Claro que me gustaría, pero no he recibido más que negativas. (Silencio.) ¡Oh, sí, Iosif Visarionovich, tenemos que conversar! (Silencio. Está escuchando a su interlocutor cuando, bruscamente, la línea telefónica se corta. Silencio. Bulgákov cuelga.) Se ha cortado.
Pausa. Bulgákov espera que el teléfono vuelva a sonar.

3.
Bulgákov espera que el teléfono vuelva a sonar.
Bulgákov- No comprendo. Estaba a punto de darme fecha y hora. "¿Mijáil Afanásievich Bulgákov? Le habla el camarada Stalin". Imagínate mi sorpresa. "Buenas tardes, camarada Bulgákov. Hemos recibido sus cartas. Las hemos leído con los camaradas. Quiere marcharse al extranjero, ¿no es eso? Está harto de nosotros". Yo le respondí: "Últimamente me he hecho mil veces la misma pregunta: ¿Puede un escritor ruso vivir fuera de su patria?". A lo que él dijo: "También yo me hago muchas veces esa pregunta. Pero hablemos de usted. ¿Dónde le gustaría trabajar? ¿En el Teatro de Stanislavsky?". Inmediatamente contesté: "Claro que me gustaría, pero no he recibido más que negativas". Ahí fue cuando él dijo: "Presente una solicitud. Tengo la impresión de que esta vez la aceptarán". Y añadió: "Tendríamos que reunirnos para charlar". "¡Oh, sí, Iosif Visarionovich, tenemos que conversar!", dije yo sin dudarlo. A lo que él dijo: "Sí, vamos a encontrar un momento apropiado para eso". Y estaba consultando su calendario, buscando día para convocarme a su despacho, cuando se cortó.
Pausa.
Bulgákova- ¿Estás seguro de que volverá a llamar?
Bulgákov- ¿No te he dicho que estaba a punto de fijar un día y una hora? Acababa de decir: "Tendríamos que reunirnos para charlar".
Pausa.
Bulgákova- ¿Por qué no lo llamas tú?
Bulgákov- ¿A Stalin? ¿Te has vuelto loca? (Pausa. Bulgákov toma papel y pluma.) Le escribiré recordándole mi disposición para acudir a esa cita. (Silencio.) ¿Preparada? (No sin dudarlo, ella acepta ser Stalin. Bulgákov escribe.) Estimado camarada...

4.
Junto al teléfono, Bulgákov intenta escribir. Pero no puede hacerlo solo. Al rato entra su mujer, que viene de la calle. Bulgákov está contrariado por su retraso.
Bulgákova- (Quitándose la ropa de la calle.) Una cola espantosa. Todos los diciembres es igual, la gente se vuelve loca por enviar regalos a sus familias. Pero ya está, certificada, como querías. Enseguida estará en manos de Stalin.
Bulgákov- He pensado que, en lo sucesivo, deberías llevar personalmente las cartas al Kremlin. No podemos seguir confiando en el correo. (Se dispone a escribir.) ¿Preparada?
Bulgákova- ¿A quién dirás que me he encontrado en la estafeta? (A Bulgákov no le importa. Está impaciente por escribir.) A nuestro amigo Zamiatin. Me acompañó de vuelta hasta el bulevar.
Bulgákov- ¿Zamiatin paseándose por Moscú? ¿Después de todo lo que se ha dicho sobre él? Se arriesga a que la gente lo apedree. (Escribiendo.) Estimado Iosif Visarionovich: En los últimos diez años...
Bulgákova- (Interrumpiéndole.) Zamiatin ha recibido respuesta positiva. (Conmoción de Bulgákov.)
Zamiatin escribió a Stalin y, al cabo de una semana, recibió un oficio del Comité de Asuntos Extranjeros. Puede salir de la Unión Soviética tan pronto como lo desee. (Pausa.) ¿No vas a ir a felicitarlo? (Silencio.)
Ya, ya sé: tienes que quedarte junto al teléfono. Si ni para mandar tus cartas te asomas ya a la calle, ¿cómo vas a visitar a tu amigo? Tampoco puedes telefonearle. Nadie debe tocar este teléfono. Stalin puede llamar en cualquier momento.
Bulgákov- "Tendríamos que reunirnos para charlar", dijo. Me contó que había leído mis cartas con los camaradas. Sin duda se refería a Molotov y a los demás del Gobierno. "Quiere marcharse al extranjero, ¿no es eso?", me dijo.
Bulgákova- Todo Moscú cuenta esa historia. Se la has contado a todo el mundo que ha pasado por aquí. Que Stalin te llamó y lo que hablasteis.
Bulgákov- ¿Te parece mal? ¿Está mal que la gente deje de verme como un apestado? Antes, yo era para todos un literato caído en desgracia, pero ahora muchos escritores me envidian. ¿A cuántos de ellos ha telefoneado Stalin? ¿A cuántos ha dicho: "Tendríamos que reunirnos para charlar"?
Bulgákova- ¿Estás seguro de que era él? ¿No sería un bromista?
Bulgákov- ¿Qué estás diciendo? Era él. Llevó la conversación como sólo puede hacerlo un hombre de Estado. Era él.
Bulgákova- ¿Y si no te volviese a llamar?
Bulgákov- No puede ser. Tenemos mucho de que hablar. (Va a reanudar su carta.) Le recordaré que tenemos una cita pendiente. ¿Vas a ayudarme? ¿A buscar las palabras justas?
Bulgákova- Zamiatin consiguió encontrarlas. ¿Por qué no las copias? Las palabras que Zamiatin escribió a Stalin.
Bulgákov- ¿Lo tomas por tonto? Stalin sabe muy bien quién es Zamiatin y quién es Bulgákov. Yo jamás escribiría con ese estilo ampuloso y dulzón de Zamiatin.
Bulgákova- Es sólo una carta.
Bulgákov- ¿Sólo una carta? Jamás he escrito nada tan importante. Mis comedias, mis novelas... ¿Qué valor tienen frente a una carta así? Todo lo que he escrito es un juego de niños si lo comparo con una carta a Stalin. (Silencio.) ¿No vas a ayudarme?
Pausa. La mujer acepta, una vez más, ser Stalin.
Bulgákova- Pero no llevaré tu carta al Kremlin ni a ningún otro lugar. Tendrás que llevarla tú mismo. ¿Te atreverás? ¿Te atreverás siquiera a acercarte al buzón de la esquina? ¿Recuerdas qué hay al otro lado de esa ventana? (Obliga a Bulgákov a mirar hacia la calle.) Moscú, la ciudad que tanto amabas. Está preciosa esta tarde. ¿No quieres que demos un paseo por el bulevar, antes de que anochezca?
Lo toca. Bulgákov parece tentado. Pero algo que ve por la ventana llama su atención. Su mujer le interroga: "¿Qué te pasa?".
Bulgákov- Me había parecido... Al otro lado de la calle, entre los árboles. Me había parecido ver a Stalin.

5.
Junto al teléfono, varias cartas dispuestas para el envío. Bulgákov, pluma en mano. Ante él, su mujer representa a Stalin. Ella pega un puñetazo en la mesa ante Bulgákov.
Bulgákova- ¡Basta ya, Bulgákov, ni una palabra más! Estoy harto de leer siempre la misma carta. Distintas palabras, pero siempre el mismo gesto aristocrático, antisocial. Ni el menor atisbo de arrepentimiento. No vuelva a escribirme si no es para reconocer que malgasta su talento poniéndolo al servicio de espectadores degenerados. Su obra rezuma desprecio hacia el orden soviético, niega todos los logros de la Revolución. Sólo trata temas que no conviene abordar y enmascara sus ataques bajo burdas metáforas... (Stalin entra en escena; observa cómo la mujer lo imita.) En “Los huevos fatales”, por ejemplo. Ahí presenta el territorio soviético invadido por reptiles de doce metros. Nada puede detener a los reptiles. Ni siquiera, esto lo deja usted muy claro, ni siquiera el Ejército Rojo puede detenerlos. ¿Se trata de una alegoría? ¿Pretende usted comparar a los bolcheviques con...? Ni una carta más, Bulgákov. Decida de una vez: ¿de qué lado de las barricadas está? Ni una carta más si no es para expresar, con toda claridad, que está con nosotros o contra... (Se interrumpe al oír que alguien llama a la puerta. Abandona su fingimiento y sale a abrir. Bulgákov observa a Stalin, que se mueve por el lugar, explorándolo. La mujer vuelve.) Zamiatin. Ha venido a despedirse. (Bulgákov calla.) Ya le he dicho que últimamente no recibes a nadie. Pero él insiste en darte un abrazo antes de partir hacia Berlín. ¿Le hago pasar? (Bulgákov calla.) Quiere hablarte de la carta que él escribió a Stalin. Explicarte qué razones manejó para que Stalin lo dejase salir.
Bulgákov- Puedo imaginar qué razones habrá manejado, y cómo las habrá manejado, conozco muy bien a Zamiatin. Pertenece a esa clase de escritores que igual componen un poema que rellenan una instancia. (Silencio.) Pero me alegro de que su suerte haya cambiado, díselo. Seguro que saldrá adelante en el extranjero, él siempre acaba saliendo adelante. Dile que tengo mucho trabajo.
Pausa.
Bulgákova- Así pues, ¿lo despido? (Bulgákov asiente. Ella sale. Bulgákov y Stalin se observan. La mujer vuelve, con la emoción que le ha provocado la despedida de Zamiatin.) Ya está: se ha ido. Espera encontrarse contigo algún día en algún lugar del mundo. Te ha dejado esto. (Pone un papel ante Bulgákov.) La carta que él escribió a Stalin. (Bulgákov ignora el papel. Su mujer lo toma para leérselo en voz alta.) "Estimado Iosif Visarionovich: Condenado a un castigo mortal, me dirijo a usted para pedirle que me sea conmutada esa pena. Para un escritor, la imposibilidad de escribir constituye un castigo mortal. Sé que debo ese castigo a mi mala costumbre de escribir no lo que podría serme útil, sino lo que creo que es verdad. Considero que el servilismo rebaja tanto al artista como a la Revolución...". (Viendo el interés de Stalin por la carta de Zamiatin, Bulgákov empieza a leerle la que él estaba escribiendo: "Muy estimado Iosif Visarionovich: En todas mis obras la prensa oficial ha detectado una intención diabólica. La aparición de mi firma basta para calificar cualquiera de mis escritos como demoníaco. Escupir al diablo se considera una buena acción, y nadie se priva de hacerlo...". Las voces de Bulgákov y de su mujer se confunden, impidiendo entender la totalidad de ambas cartas. Bulgákov calla cuando comprende que Stalin está más interesado en la de Zamiatin.) "... Durante tres años trabajé en una tragedia. La leí en el Consejo Teatral de Leningrado a representantes de dieciocho fábricas. El representante de la fábrica de textiles dijo: "Esta obra trata el tema de la lucha de clases en la antigüedad". El representante de la fábrica de hidromecánica sentenció: "Esta pieza es una síntesis dialéctica de Shakespeare y Marx". El Consejo aprobó unánimemente la representación de mi tragedia. Sin embargo, ¿se ha permitido ver mi obra a ese público obrero que le dio su aprobación? Nunca. Porque contra un condenado a muerte cualquier argucia está permitida. Mi novela “Nosotros”, escrita hace nueve años, fue presentada por los críticos como mi último trabajo. Ello sirvió de excusa para prohibir en pleno éxito las representaciones de mi obra “La pulga...". (Buscando la atención de Stalin, Bulgákov abre una de las cartas ensobradas y lee: "Estimado Iosif Visarionovich: Me permito dirigirle esta solicitud para redactar una guía de viajes de Europa Occidental. A fin de justificarla, le informaré acerca de algunos sucesos que me han acontecido en el último año y medio...". Pero a Stalin le interesa más la carta de Zamiatin, así que Bulgákov deja de leer.) "... Está prohibida la exhibición de mis libros en las bibliotecas. Incluso se me prohíbe traducir. Cualquier editorial interesada en mis trabajos se expone al fuego. Sólo la editorial Tierra y Fábrica se arriesgó a encargarme la corrección estilística de escritores jóvenes, y está pagando por ello. Doy miedo a las editoriales, a los teatros, incluso a mis amigos doy miedo. Se han cerrado todas las puertas que me permitían llegar al público. Lo que supone tanto como mi sentencia de muerte. Pero el código penal soviético prevé un castigo peor que la muerte: el exilio. Si soy un criminal, pido ser expulsado de la Unión Soviética. Si no soy un criminal, pido permiso para viajar al extranjero. Regresaré cuando en nuestro país sea posible hacer arte sin tener que servir de lacayo de personas insignificantes. Ese momento no tardará en llegar, porque, después de haber creado una base material, se planteará de forma ineludible la creación de una superestructura, un arte digno de la Revolución..." (Luchando por la atención de Stalin, Bulgákov ha abierto otra de las cartas ensobradas: "Muy estimado Iosif Visarionovich: Muchos de mis colegas han sido condenados a vivir en las ciudades de Yeniseisk, Tomsk y Kalinin. A mí se me permite vivir en Moscú. Sin embargo, también yo padezco una forma de exilio. No me es posible respirar en una atmósfera de acoso sistemático que se refuerza día tras día. Me dirijo a usted para pedirle que suavice mi destino...". Bulgákov deja de leer, pues Stalin sólo tiene oídos para la carta de Zamiatin.) "... Sé que la vida en el extranjero no me resultará fácil. En la Unión Soviética, debido a mi costumbre de escribir según mi conciencia, se me considera un reaccionario; en el extranjero, por esa misma causa, me tildarán de comunista. Pero allí no me condenarán a guardar silencio. Podría basar mi solicitud en otros motivos: una enfermedad cuyo tratamiento sólo es posible en Alemania; la puesta en escena en Italia de mi obra “La sociedad de los compañeros honoríficos”... La verdadera razón de mi solicitud es la sentencia de muerte que la Unión Soviética ha pronunciado contra mí como escritor. Para recobrar la libertad como artista, no dudaré en renunciar a aquello que, después de esa libertad, más amo: mi país. Firmado: Evgueni Ivánovich Zamiatin. Moscú, Junio de 1931".
Largo silencio. Meditabundo, Stalin sale de escena. Pausa. Bulgákov se vuelve hacia su mujer.
Bulgákov- ¿Has estado usando el teléfono en mi ausencia?
Bulgákova- Tú siempre estás aquí, junto al teléfono.
Bulgákov- Aquella vez que dijiste estar enferma y tuve que ir yo al buzón. ¿Usaste el teléfono en aquel momento?
Bulgákova- Sé que no puedo usar el teléfono.
Bulgákov- No entiendo por qué no me llama. Tenía muchas ganas de hablar conmigo. Desde el principio, su tono fue cordial, como el de quien se propone iniciar una larga y profunda relación: "Hemos recibido sus cartas. Las hemos leído con los camaradas. Quiere marcharse usted al extranjero, ¿no es eso? Está harto de nosotros". Cuando yo le dije que una y otra vez volvía a mi cabeza la pregunta de si un escritor ruso puede vivir fuera de su patria, contestó que también él se preguntaba eso a menudo. En aquel momento me ofreció un puesto en el Teatro de Stanislavsky. "Presente una solicitud", dijo. "Tengo la impresión de que esta vez la aceptarán". Lo que, viniendo de Stalin, equivalía a una promesa. Y añadió: "Tendríamos que reunirnos para charlar". Estaba preguntándose cuál sería el momento más apropiado para nuestro encuentro cuando el maldito teléfono nos jugó una mala pasada.
Bulgákova- Lo sé.
Bulgákov- Tenía unas ganas enormes de encontrarse conmigo.
Bulgákova- Ya sé.
Bulgákov- Tendrías que haber oído en qué tono se presentó: "Le habla el camarada Stalin". En el mismo tono afectuoso, dijo: "Hemos recibido sus cartas. Las hemos leído con los camaradas. Quiere marcharse usted al extranjero, ¿no es eso? Está harto de nosotros". Ahora no estoy seguro de si dijo "marcharse al extranjero" o "ir al extranjero". ¿O dijo "salir al extranjero"? Debería recordar los términos con precisión. Cambiando una palabra, se cambia el sentido. Algo me llevó a responderle: "Últimamente me he hecho mil veces esa pregunta: ¿Puede un escritor ruso vivir fuera de su patria?". A lo que él, con cierto asombro, respondió: "A menudo yo me hago la misma pregunta. Bulgákov, ¿sabe que soy un fiel espectador suyo? ¿Sabe que puedo recitar escenas enteras de sus obras? Desde hace tiempo tengo la impresión de que usted y yo podríamos llegar a entendernos. Tendríamos que reunirnos para charlar". En ese momento se cortó.
Pausa. Bulgákov toma papel y pluma.
Bulgákova- ¿Otra carta, Mijail? ¿Crees que una carta más nos sacará del infierno? (No hay respuesta. Bulgákov escribe.) Mañana iré al Teatro de Stanislavsky. Deben de estar a punto de salir en su gira anual por Europa. Les pediré que hagan algo por ti: les pediré que escriban nuestros nombres en la lista de actores que viajarán al extranjero. Son tus amigos. No puede serles indiferente tu suerte. (No hay réplica. Bulgákov escribe.) ¿No vas a leérmela? (No hay respuesta. Bulgákov escribe.) Léemela. Te ayudaré. Haré como que soy Stalin.
No hay respuesta. Ella lo toca, pero Bulgákov ya no siente sus manos.

6.
Las cartas ensobradas se acumulan. Bulgákov, solo, escribe.
Bulgákov- Estimado Iosif Visarionovich. Cuando a un hombre se le acosa como a una fiera, acaba actuando como una fiera. (Silencio. Bulgákov se comporta como si viese y oyese a alguien a quien sólo él oye y ve.) Se puede acosar a una fiera hasta que su corazón reviente. Pero justo entonces la fiera será más peligrosa que nunca. (Silencio. Bulgákov se comporta como si viese y oyese a alguien a quien sólo él oye y ve.) Desde 1930 sufro estados de angustia cardiaca.
Stalin en escena. Se comporta ante Bulgákov como lo hacía la mujer cuando ella representaba a Stalin. Bulgákov escribe.
Stalin- ¿Está usted enfermo? ¿Me permitirá que le envíe a mi médico personal? Un buen hombre, georgiano.
Bulgákov- La causa de mi enfermedad es el silencio a que se me ha reducido durante años.
Stalin- Ah, se refería a esa clase de enfermedad.
Bulgákov- Después de tanto callar, se agitan en mí nuevos proyectos creativos. Pero carezco de fortaleza física para llevarlos a cabo. Estoy agotado.
Stalin- Se merece un descanso, camarada. No abuse de sus fuerzas.
Bulgákov- Usted sabe que en la Unión Soviética no se me deja descansar. Le ruego que interceda ante el Gobierno... A fin de que me conceda una licencia para salir al extranjero. (Stalin calla.) Todo lo que necesito es descansar fuera de la Unión Soviética durante unos meses. (Stalin calla.) Incluso podría serme suficiente una semana fuera de la Unión Soviética.
Stalin calla. Bulgákov aguanta su silencio.
Stalin- Durante años, muchas personas, del partido y de fuera del partido, se han acercado a usted con la mejor voluntad. Para advertirle que cada renglón que salía de su pluma le granjeaba problemas en la Unión Soviética tanto como le cerraba la puerta del extranjero. Usted ha desoído todas esas recomendaciones.
Bulgákov- Amigos y enemigos me aconsejan que me tiña la piel. Absurdo consejo. Un lobo, por mucho que se tiña, nunca se parece a un caniche. Por eso se me acosa como se acosa a las fieras. Como fiera que soy, nunca callaré. Un artista que calla no es un verdadero artista.
Stalin- Usted mismo se condena, camarada Bulgákov. Usted mismo se cierra el horizonte.
Bulgákov- ¿Estoy preso en la Unión Soviética? ¿Cómo voy a escribir canciones a un país que es para mí una cárcel?
Stalin- El crítico del Pravda ha escrito: "Bulgákov no es necesario para este país". Yo me pregunto: y Bulgákov, ¿no necesita él de este país? ¿No es para Bulgákov este país tan necesario como el aire? Camarada, en el extranjero usted se moriría de pena.
Bulgákov- Si se me permitiese salir, aunque fuese un solo día, volvería a mi patria cantando.
Stalin- Los que nos interesamos por su trabajo, creemos impensable que pueda usted vivir en cualquier otro lugar. Su escritura se nutre de esta tierra.
Bulgákov- Veré qué hay al otro lado de la frontera y regresaré. (Stalin niega.) Necesito salir de la Unión Soviética, aunque sólo sea por una hora. (Stalin niega.) A cambio, prometo convertirle a usted en mi primer lector. Igual que el zar Nicolás era el primer lector de los escritos de Pushkin. Una hora, es todo lo que le pido.
Stalin- ¿Ha pensado que la puerta podría cerrarse bruscamente a sus espaldas? No poder regresar, ¿no sería para usted una desgracia mucho peor que la prohibición de sus obras?
Bulgákov- Sólo unos minutos. ¡Unos minutos! ¡Pisar un suelo donde me sienta libre!
Bulgákov no se ha percatado de la entrada de la mujer, que viene de la calle.
Bulgákova- ¿Con quién hablas?
Bulgákov- Con nadie.
Pausa larga.
Bulgákova- ¿No me preguntas de dónde vengo? (Silencio.) Vengo del Teatro de Stanislavsky. (Silencio.)
Están preparando su gira anual. En la pizarra hay escritos treinta nombres: la lista de los actores que viajarán al extranjero. Les pedí que añadiesen nuestros nombres.
Stalin- (A Bulgákov.) ¿Piensas que consiguió convencerlos?
Bulgákov- ¿Los convenciste?
Bulgákova- Son viejos amigos tuyos. Has escrito cientos de páginas para ellos.
Stalin- (A Bulgákov.) ¿No pidieron nada a cambio? ¿Nada de nada?
Bulgákov- ¿Pidieron algo a cambio?
Bulgákova- Todo lo que tenían que hacer era escribir dos nombres más en su pizarra. (Pausa.) Les tendí la tiza uno a uno. (Pausa.) Nikolai, tu protagonista en “Los días de los Turbin”, me contestó: "¿Por qué no van ustedes al Comité de Asuntos Extranjeros, como todo el mundo?". Ninguno quería coger la tiza. Konstantin fue el último al que se la tendí. Dijo: "¿Bulgákov?". Y escupió en el suelo.
Pausa.
Bulgákov- Has hecho mal en ir allí. Ése no es el camino correcto. No entiendes nada, ¿cómo tendré que explicártelo para que lo entiendas? ¿Tendré que contártelo un millón de veces? "Le habla el camarada Stalin", dijo. "Hemos...".
Bulgákova- (Interrumpiéndole.) "Hemos recibido sus cartas. Las hemos leído con los camaradas. Quiere marcharse al extranjero, ¿no es eso? Está harto de nosotros". Tú le respondiste: "Últimamente me he hecho mil veces la misma pregunta: ¿Puede un escritor ruso vivir fuera de su patria?".
Bulgákov- Él no esperaba que yo le saliese por ahí. A partir de ese momento, llevé la conversación por donde me dio la gana. Por salir del paso, dijo: "También yo..."
Bulgákova- (Interrumpiéndole.) "También yo me hago muchas veces esa pregunta. Pero hablemos de usted. ¿Dónde le gustaría trabajar? ¿En el Teatro de Stanislavsky?".
Bulgákov- Como yo me esperaba algo por el estilo, contesté...
Bulgákova- (Interrumpiéndole.) "Claro que me gustaría, pero no he recibido más que negativas".
Bulgákov- Ahí fue cuando él tiró la toalla.
Bulgákova- "Presente una solicitud. Tengo la impresión de que esta vez la aceptarán. Tendríamos que reunirnos para charlar. Habrá que encontrar un momento apropiado para eso". (Pausa.) Mañana iré al Comité de Asuntos Extranjeros. Solicitaré un permiso para viajar en compañía de mi marido.
Bulgákov- Imagino las caras de los funcionarios en cuanto sepan quién es tu marido.
Bulgákova- Quizá no me pregunten quién es mi marido.
Bulgákov- No necesitan preguntártelo. Imagino sus risas en cuanto lean tu solicitud.
Bulgákova- No reirán. De mí no se reirán.
Bulgákov- Ése no es el camino correcto.
Bulgákov vuelve a la pluma y el papel.
Bulgákova- ¿Cuál es el camino correcto? ¿Escribir un millón de cartas a Stalin? (Bulgákov escribe. Stalin se sitúa entre él y ella.) ¿Y si le escribiese yo?
Bulgákov- No te metas en esto.
Bulgákova- Conmigo no jugará como juega contigo.
Bulgákov- ¿De qué hablas?
Bulgákova- Está jugando contigo.
Bulgákov- ¿Está jugando conmigo? No sabes lo que dices. Quería recibirme personalmente. Quería preguntarme acerca de los problemas del pueblo ruso.
Bulgákova- Hablas de él como si fuera el buen zar de los cuentos.
Bulgákov- Quería conocer mis opiniones sobre el curso que está tomando la Revolución. Quería oírme hablar.
Bulgákova- ¿Quería oírte hablar? Prohíbe la representación de tus obras; no te deja publicar una línea. ¿Y dices que quería oírte hablar? Quería tu silencio. No te llamó para que hablases, sino para cerrarte la boca.
Bulgákov- ¿Me llamó para cerrarme la boca? Cómo se ve que no lo conoces. Es capaz de recitar escenas enteras de mis obras. Sé cuánto me aprecia.
Bulgákova- ¿Te aprecia? ¿Sabes lo que su gente anda diciendo sobre ti en cada rincón de Moscú? Por toda la ciudad, todo el mundo me mira como si estuviese casada con el mismísimo demonio. Eso es obra de Stalin. Que todos escupan el suelo que piso, eso se lo debes a Stalin.
Bulgákov no quiere seguir oyéndola. Para no oírla, escribe. Ya no la oye, aunque ella todavía mueve la boca.

7.
El montón de cartas ensobradas ha seguido creciendo. Bulgákov intenta escribir una más, pero parece bloqueado. Hasta que ve a Stalin, quien ya se mueve muy cómodo por el lugar.
Bulgákov- Ya pensaba que no iba a venir.
Stalin- Son días de mucho trabajo, Mijail.
Bulgákov- Ayer ni siquiera apareció por aquí. ¿Cuánto tiempo será esta vez? ¿Diez minutos? ¿Cinco minutos?
Stalin- Cada día tengo que hacer docenas de llamadas, que leer miles de cartas... No perdamos un segundo, veamos qué tenemos para hoy. (Bulgákov le da la última carta; Stalin lee.) "En los tiempos que corren, resulta difícil alcanzar un estado de ánimo tranquilo, tal y como es necesario para la ejecución de cualquier obra armoniosa. El presente tiene en Rusia un carácter demasiado movedizo, demasiado irritante. Siempre supe que me esperaba en la vida un gran sacrificio y que, para ser útil a mi patria, debería escribir lejos de ella. Siempre supe que sólo conocería el valor de Rusia fuera de Rusia, y que sólo obtendría su amor estando lejos". (Pausa.) ¿No es un poco pedante?
Bulgákov- No es mío. Son palabras de Gógol.
Stalin- Nikolai Gógol... Eran otros tiempos... Por entonces, los escritores sabían interpretar lo que el pueblo necesitaba de ellos. Otros tiempos. Lenin prefería a Tolstoi, pero también a Gógol lo incluyó. Es el número cinco de la lista.
Bulgákov- ¿La lista?
Stalin- El camarada Lenin agonizaba cuando, con un gesto, me señaló entre los camaradas que rodeábamos su lecho. Con sus últimas fuerzas, me tendió un papel: (Lo saca; lee.) "Lista de escritores a los que se debe levantar monumento en la ciudad de Moscú". Acto seguido, expiró. (Pausa. Bulgákov no puede disimular su interés por la lista de Lenin. Stalin se la leerá morosamente, jugando con la curiosidad de Bulgákov, que intenta adivinar los nombres y los comenta con gestos.) 1. Tolstoi. 2. Dostoievski. 3. Lérmontov. 4. Pushkin. 5. Gógol. 6. Belinski...
Bulgákov- ¿Belinski?
Stalin- ... 7. Radischev. 8. Dobroliúbov. 9. Písarev...
Bulgákov- Písarev. ¡Y Dobroliúbov! (Stalin deja la lista a Bulgákov para que éste acabe de leerla.) 10. Mijailovski. 11. Uspenski. 12. Nekrásov.
Pausa. Stalin lleva a Bulgákov ante la ventana.
Stalin- Moscú está preciosa esta tarde. No hay cielo como éste en ningún lugar del mundo. Sé cuánto amas esta ciudad, Mijail. ¿Te gustaría entrar en la lista de Lenin? Todavía hay sitio en Moscú para una estatua de Mijail Bulgákov.
Stalin toma la pluma de Bulgákov, dispuesto a añadir su nombre a la lista: "13...". Para romper la tentación, Bulgákov recupera su pluma y vuelve a escribir.
Bulgákov- Muy estimado Iosif Visarionovich...
Stalin- ¿Qué tal una estatua de Mijail Bulgákov en el bulevar?
Bulgákov- Igual que a Gógol, también a mí la realidad de mi patria...
Stalin- Tal y como estás ahora, pluma en mano. En bronce de Omsk.
Bulgákov- ... la realidad de mi patria me aniquila como escritor y como hombre. Quizá tenga que renunciar a mi patria para sobrevivir como escritor y como hombre.
Stalin- Repite eso.
Bulgákov- "Igual que a Gógol, también a mí..."
Stalin- Más adelante. La última frase.
Bulgákov- "Quizá tenga que renunciar a mi patria para sobrevivir como escritor y como hombre".
Stalin- Ésa no es la palabra. Esa palabra: "quizá". Esa palabra no es tuya. (Bulgákov no sabe con qué palabra sustituirla.) Vuelve a leerlo.
Bulgákov- "Quizá tenga que renunc..."
Stalin- (Interrumpiéndole, dictando.) Renunciaré a mi patria para sobrevivir como escritor y como hombre. (Silencio. Bulgákov vacila. No sin miedo, escribe. No sin miedo, lee para sí lo que ha escrito.)
Éste es el momento. Ahora has de atacar. Ahora has de presentar tu deseo. (Dictando.) Pido al Gobierno de la Unión Soviética que me señale día y hora para...
Bulgákov- (Escribiendo.) ...cruzar la frontera... en compañía de mi esposa.
Stalin- ¿Por qué siempre has de mencionar a esa mujer?
Bulgákov- (Escribiendo.) Sufro un agotamiento del sistema nervioso. Necesito que mi esposa me acompañe.
Stalin- ¿De verdad crees que te ayudará tenerla a tu lado? No parece el tipo de mujer que ayuda a vivir a un hombre. Mírala, precisamente ahí viene. En la cara se le ve que trae buenas noticias. ¿Será algo referente al Comité de Asuntos Extranjeros? ¿Habrá obtenido una respuesta a su solicitud? Ya sabes, lo de vuestro viaje.
Entra la mujer. Viene de la calle, muy cansada.
Bulgákova- Dijiste que no era el camino correcto. Que se reirían de mí, eso dijiste. Ni una sonrisa, ¿me oyes? Un funcionario recogió la solicitud, le puso un sello encima y dijo muy serio: "Vuelva usted el día catorce". Ni media sonrisa. Aunque es verdad que, el día catorce, después de recorrer todas las ventanillas sin encontrar a aquel funcionario... Por un momento, pensé que estabas en lo cierto, que ni siquiera habían leído mi solicitud. Estaba a punto de volverme a casa cuando se me acercó otro funcionario, que me dijo: "Diríjase a la tercera ventanilla y rellene un impreso para usted y otro para su marido. Conviene que lo haga cuanto antes, pues no se dará respuesta a ninguna solicitud después del día veintiuno."
Stalin- ¿Quién era ese funcionario?
Bulgákov- ¿Quién era ese funcionario?
Bulgákova- No lo sé.
Stalin- ¿No se informó?
Bulgákov- ¿No te informaste? (A Stalin.) No se informó. (A ella.) ¿Hablaste con él sin saber quién era?
Bulgákova- Estaba impaciente por conseguir nuestro permiso. Me dirigí a la tercera ventanilla. Allí no encontré a nadie. Pensé que me habían gastado una broma y que más valía volverse a casa, pero el funcionario de la quinta ventanilla hizo una seña al de la cuarta para que me atendiese. Éste fue el más amable de todos. Ni media sonrisa. Desapareció por una puertecita y a los veinte minutos volvió con unos formularios para que los rellenase. Con mucha paciencia, me explicó las preguntas que me costaba entender. Una vez rellenados los cuestionarios, los tomó y pegó en ellos dos fotografías.
Stalin- ¿Tenía vuestras fotografías? ¿También la tuya, Mijail?
Bulgákov- Así que tenía nuestras fotografías...
Bulgákova- Hice gesto de ir a pagar, pero me detuvo diciendo: "Los pasaportes serán gratuitos".
Stalin- Conque gratuitos.
Bulgákova- Le tendí los carnés de identidad, pero él dijo: "Eso luego, cuando sean intercambiados por los pasaportes". Y añadió: "Los pasaportes los recibirá en seguida, en cuanto se suspenda la disposición especial que hay respecto a ustedes. Pero ya es tarde para que lleguen hoy. Vuelva el dieciocho por la mañana". Yo le dije: "Pero el dieciocho es fiesta". Él respondió: "Entonces, el diecinueve".
Stalin y Bulgákov- Y tú volviste el diecinueve.
Stalin y Bulgákov escuchan con creciente desprecio el relato de la mujer. Ella lucha por la atención de Bulgákov.
Bulgákova- Llegué antes de que abriesen. El funcionario de la quinta ventanilla me hizo una seña para que me acercase. Ni media sonrisa, Mijail. Me dijo lo siguiente: "Sus pasaportes llegarán hoy. Vuelva dentro de un rato. Puede darse un paseo, para entretenerse". Pero yo preferí quedarme en la sala de espera. Hasta que, a última hora, otro funcionario se asomó para informarme en voz alta de que los pasaportes no estarían antes del día veintitrés.
Stalin- ¿No es hoy día veintitrés? Ya no sé ni en qué día vivo.
Bulgákova- Así que hoy, nada más levantarme, me he ido al Comité. Los pasaportes no estaban. Admito que se me ha pasado por la cabeza: "Mijail tenía razón. Éste no es el camino correcto". Pero un funcionario se ha interesado por mi caso, ha hecho cuatro llamadas y me ha indicado que volviera el veinticinco o el veintisiete. Le he preguntado si había alguna disposición especial sobre nosotros. Él me ha respondido muy discretamente: "Comprenderá que no puedo decirle de quién proviene la disposición, pero tal disposición sobre usted y su marido existe. Sin embargo, no debe preocuparse. También existió una disposición similar sobre el escritor Zamiatin". Ni media sonrisa, Mijail. Así que he salido muy animada de allí. En las escaleras, he oído a un funcionario que decía a otro: "El asunto de los Bulgákov se está arreglando". El otro contestó: "Se arreglará como se arregló lo de Zamiatin". En el vestíbulo, unas limpiadoras me han felicitado. Hasta ellas había llegado el rumor de que por fin vamos a realizar el viaje con que durante tanto tiempo hemos soñado. (Pausa.) Dijiste que se reirían de mí y ya ves. Ni media sonrisa. Sólo tenemos que esperar unos días más. (Pausa.) ¿O es que lo he entendido todo mal desde el principio?
Stalin- Claro que lo ha entendido todo mal. Desde el principio. Desde la primera ventanilla. Incluso desde antes. Bueno, Mijail, ¿dónde estábamos?
Bulgákov- "Pido al Gobierno de la Unión Soviética que me señale día y hora para cruzar la frontera en compañía de mi esposa".
Stalin dicta; Bulgákov escribe.
Stalin- Punto y aparte. Si son necesarias explicaciones complementarias a esta carta, estoy dispuesto a dárselas a usted personalmente... De hecho, no quiero terminar sin decirle, Iosif Visarionovich, que mi mayor deseo es ser recibido personalmente...
Bulgákova- (Interrumpiéndole, consiguiendo que Bulgákov la mire.) Hay otros caminos. El mercado negro. Dicen que allí se pueden comprar papeles falsos. Pero es peligroso, dicen. ¿Me acompañarás?
Pausa. Bulgákov desvía su mirada hacia Stalin y escribe a su dictado.
Stalin- ... que mi mayor deseo es ser recibido personalmente por usted. La conversación telefónica que sostuvimos en abril de 1930 ha dejado profunda huella en mi memoria...
Bulgákova- ¿Me acompañarás? (Buscando la mirada de Bulgákov, se sitúa entre él y Stalin.) Me da miedo dejarte solo. Es como si esta casa estuviese endemoniada. Como si el demonio estuviese suelto por la casa.
Bulgákov deja de escribir. Mira a la mujer.
Bulgákov- Como si el demonio estuviese suelto por la casa.
Stalin- (Dictando.) Quedé hondamente impresionado...
Bulgákov no le sigue.
Bulgákov- (Para sí.) Como si el demonio estuviese suelto por la casa.
Stalin- Vamos, Mijail, no te distraigas. (Dicta.) Quedé hondamente impresionado...
Bulgákov- (Para sí.) Como si el demonio estuviese suelto...
Stalin- (Interrumpiéndole, le dicta al oído.) ...hondamente impresionado por las palabras que entonces me dirigió...
Bulgákova- Te sacaré de aquí, Mijail. Conseguiré esos pasaportes. Te sacaré de este infierno.
Stalin- Déjala que lo intente.
Bulgákov ve salir a la mujer.
Bulgákov- (Para sí.) Como si el demonio...
Stalin toma la mano de Bulgákov para obligarle a seguir escribiendo.
Stalin- Si quiere usted responderme por escrito, ya sabe que mi dirección es: Moscú, Bolshaya Piorgovskaya 35, apartamento 6. Pero si prefiere telefonearme, mi número sigue siendo el 520327. Me haría enormemente feliz reanudar nuestra conversación. Firmado: Mijail Bulgákov, Moscú... (Deja de escribir.) ¿Qué día es hoy?
No hay réplica. Bulgákov toma papel blanco.
Bulgákov- (Para sí.) Como si el demonio estuviese suelto por la casa.
Bulgákov escribe.

8.
Stalin escribe.
Stalin- ... Antes de molestarle una vez más, lo he sopesado todo.... La respuesta positiva que dio a mi amigo Zamiatin me permite albergar la esperanza... de que también mi petición será escuchada... (Deja de escribir, molesto por la falta de atención de Bulgákov.) ¿Qué te pasa, Mijail?
Bulgákov descubre a Stalin.
Bulgákov- (Distante.) No le había visto. No sabía que estaba usted aquí.
Stalin- ¿No te alegras de verme?
Bulgákov- Es sólo que he pasado una mala noche. ¿No podríamos tomarnos un día de descanso?
Stalin- ¿Un día de descanso, con todo lo que tenemos que hacer? (Pone ante Bulgákov la pluma y el papel.) ¿Por dónde íbamos? Léeme por dónde íbamos.
Bulgákov- "La respuesta positiva que dio a mi amigo Zamiatin me permite albergar la esperanza de que..."
Stalin- Quita "esperanza". Pon "certeza". ¿Cómo queda?
Bulgákov- "...me permite albergar la certeza de que también mi petición será escuchada".
Stalin- ... de que también mi petición será respondida positivamente. Lo que le pido es que, sin más rodeos, me haga saber qué espera de mí. Le pido luz acerca de mi futuro... (Deja de dictar.) No, no, tacha eso... (Dicta.) Le pido una orden categórica. Lo pido como última instancia... (Deja de dictar.) Eso es. Ése es el tono... ¿Qué es lo que ocurre, Mijail?
Bulgákov- Preferiría dejarlo por hoy.
Silencio.
Stalin- Así que quieres que me vaya. Muy bien. Todos necesitamos estar solos de vez en cuando. (Silencio.) No me estarás ocultando algo. (Lo mira fijamente. Hasta que Bulgákov le muestra unos folios manuscritos.) ¿Una novela? ¿La segunda parte de "La guardia blanca"? (Bulgákov niega. Stalin hojea los folios.) ¡Una obra de teatro! ¡Cinco escenas en una sola noche! Porque lo has escrito esta noche, ¿verdad? Así que ahora escribes de noche, como el diablo. Se te ocurrió un argumento y escribiste cinco escenas sin parar, por eso no has pegado ojo. Ya sabía yo que me ocultabas algo. Y trata sobre el diablo, ¡qué interesante! (Mira de reojo a Bulgákov.) Vamos, Mijail, cuando a un escritor se le ocurre un argumento, se pone de lo más alegre. ¿Cómo es que tú estás triste?
Bulgákov- Los teatros de la Unión Soviética no van a querer mi obra, Iosif Visarionovich.
Stalin- ¿Cómo que no? ¿Dónde te gustaría que se representase tu obra?
Bulgákov- Por querer, en el Teatro de Konstantin Stanislavsky.
Stalin- Pues ahora mismo voy a llamarle. Precisamente he pasado esta tarde por allí y me he indignado al no ver en cartel ninguna obra tuya.
Bulgákov- ¿Va a hacer que estrenen mi obra?
Stalin- Está hecho. Déjame que haga una llamada. (Toma el teléfono. Marca.) Tú tranquilo, Mijail, siéntate. (Al teléfono.) Señorita, señorita, ¿me escucha? ¿Es ahí el Teatro de Stanislavsky? (Lanza una mirada a Bulgákov.) Póngame con el camarada Konstantin Stanislavsky. (Cubre el aparato con la mano y pregunta a Bulgákov: "¿Qué horario prefieres? ¿Tarde? ¿Noche?" Descubre el aparato.) ¿Stanislavsky? Aquí el camarada Stalin. (Guiña un ojo a Bulgákov.) Mire, Konstantin, no me gusta meterme en las cosas del teatro, pero tengo en mis manos una obra que... ¿Konstantin?... ¿Está usted ahí? (Como el teléfono funciona mal, Stalin se enfada, resopla.) Me va a oír ese ministro de Telecomunicaciones, lituano tenía que ser... Mierda de teléfono... Señorita, ¿es ahí el Teatro de Stanislavsky? Póngame con el director. Sí, con Stanislavsky, ¿es que hablo en chino? ¿Quién está al aparato? ¿Es el Teatro de Stanislavsky? Aquí el camarada Stalin. ¡No se ponga nerviosa, no cuelgue! ¿Me pone o no me pone con el director? (Silencio.) ¿Qué demonios pasa con este teléfono? (Se ha cortado. Stalin cuelga, colérico.) Lituano tenía que ser, ese imbécil. (A Bulgákov.) Y tú, ¿harás el favor de quitar de mi vista esa camisa? ¿No te he dicho mil veces lo que opino de ella? (Silencio. Stalin necesita un tiempo para calmarse.) Perdóname. Perdona que te haya hablado así. Sabes lo mucho que te respeto. Es sólo que... Estoy rodeado de incompetentes... Te prometo que mañana mismo me ocuparé de esa nueva obra tuya. Deja que le eche un vistazo. (Se sienta y abre el manuscrito.) Tu letra ha cambiado mucho durante estos años. Antes era ancha y regular. Se ha vuelto muy apretada. Hay palabras que no entiendo. Nos estamos haciendo viejos, Mijail.
Stalin lee en silencio. Bulgákov observa sus reacciones ante el manuscrito. Algunas son positivas; otras resultan más difíciles de interpretar. Bruscamente, Stalin se levanta para irse.
Bulgákov- ¿Se va usted?
Stalin- ¿No querías estar solo?
Bulgákov- (Señalando el manuscrito.) ¿No va a decirme qué le parece?
Stalin- Tengo que hacer.
Bulgákov- (Señalando el manuscrito.) ¿No cree que el paso de la segunda a la tercera escena...?
Stalin- (Interrumpiéndole.) Lo siento, Mijail, tengo mucho trabajo.
Bulgákov- Excusas.
Stalin- Tengo que cubrir el país con una gran red telefónica, desde Brest hasta Vladivostok. Eso lleva su tiempo.
Bulgákov- No puede irse todavía. Tenemos que hablar de mi viaje.
Stalin- ¿Viaje? ¿Qué viaje?
Bulgákov- Mi solicitud de salir al extranjero... Si es que una obra como ésta no puede ser escrita en la Unión Soviética.
Stalin- Ah, te refieres a eso...
Bulgákov- ¿Ha decidido usted algo al respecto?
Stalin- Pero si ya has estado en el extranjero, Mijail.
Bulgákov- Jamás.
Stalin- Según la Enciclopedia Soviética, estuviste en Finlandia en 1921.
Bulgákov- Esa información es errónea.
Stalin- ¿Errónea? Una información de la Enciclopedia Soviética, ¿errónea?
Bulgákov- Nunca he estado en Finlandia. Nunca he puesto un pie fuera de la Unión Soviética, nunca...
Stalin- (Interrumpiéndole.) ¿Dónde te gustaría ir? (Saca un mapa del mundo. Lo extiende ante Bulgákov. Lo recorre con la mano.) ¿Roma? Demasiado calor. ¿Bruselas? (Cara de desprecio.) ¿Y Londres? En Londres te las arreglarías bastante bien. Podrías hacer como Ilia Ehrenburg, que escribe para que le traduzcan. O podrías aprender a escribir en inglés, como el polaco Joseph Conrad. ¿O sueñas con los museos de París? ¿Con las olas del Mediterráneo? (Stalin sostiene el mapa abierto ante Bulgákov. Silencio.) No puedo imaginarte fuera de tu patria. (Guarda el mapa.)
Bulgákov- Si se me permitiese ser útil a mi patria... (Le muestra el manuscrito.) Si algún teatro de la Unión Soviética...
Stalin- (Interrumpiéndole.) Escucha, ya sé lo que vamos a hacer: me resumes por escrito tu petición, convenientemente razonada, la metes en un sobre y me la envías al despacho. Veré qué se puede hacer.
Bulgákov- Usted no responde a mis cartas. ¿Las rompe sin leerlas? ¿Las rompe después de leerlas? ¿Las conserva? ¿Dónde? ¿Todas juntas, separadas del resto de la correspondencia, o mezcladas con otras? La carta del 7 de mayo de 1931, ¿la leyó usted? ¿Ha leído alguna de mis cartas? ¿Subraya las frases que le parecen importantes? ¿Busca en el diccionario las palabras que desconoce? ¿O es que no llegan a sus manos?, ¿por eso no las contesta? Si hubiese escrito mal la dirección, me las habrían devuelto. Que yo recuerde, nunca he olvidado firmarlas. Debe de ser que pasan de funcionario a funcionario y se extravían por el camino. ¿Cuántos leen mis cartas? ¿Pasan de despacho a despacho entre los ministros del Gobierno? ¿Y si son interceptadas? No puedo confiar en el correo. Mi mujer debería entregárselas en mano, pero ¿puedo fiarme de ella? No ve con buenos ojos nuestra relación. Debería llevarlas yo mismo al Kremlin. Y esperar su respuesta a las puertas del Kremlin tanto tiempo como fuese necesario. Pero no debo moverme de aquí. Usted puede telefonear en cualquier momento.
Pausa. Stalin lo lleva ante la pluma y el papel.
Stalin- No te desanimes. Encontrarás las palabras justas. Zamiatin lo consiguió.
Bulgákov- Zamiatin le convenció con una sola carta.
Stalin- Encontró las palabras adecuadas. También tú lo conseguirás.
Bulgákov- Durante años, Zamiatin compartió conmigo el papel de diablo. Pero, con unas pocas palabras, cambió su suerte. ¿Cuál ha sido mi error?
Stalin- Zamiatin me escribió una carta muy clara. Su deseo era claro. Sabía lo que quería. Curioso personaje, tan pequeño, tan asustado. (Lo imita.) "Fui un niño solitario. Me pasaba las horas en el sofá, sobre un libro".
Bulgákov- ¿Recibió a Zamiatin? ¿Conversó con él cara a cara?
Stalin- En cuanto leí su carta, entendí lo que quería y lo mandé llamar. (Lo imita.) "De mi pueblo recuerdo un cochinillo atado a una estaca, unas gallinas en una nube de polvo". (Deja de imitarlo.) "Se ve que amas mucho a Rusia, Zamiatin. ¿Dónde naciste?" (Lo imita.) "En el mismo centro del mapa hay un círculo diminuto: Lebedian, en la provincia de Tambov". ¿Has estado alguna vez en Lebedian, Mijail?
Bulgákov- Leí algo sobre ese lugar en Tolstoi. ¿O fue en Turguéniev...? Así que se entrevistó personalmente con él.
Stalin- ¿Sabías que a Zamiatin, siendo un muchacho, un perro rabioso le mordió una pierna? Como le gustaba experimentar consigo mismo, decidió esperar a ver qué pasaba: (Lo imita.) "¿Me volveré loco?; ¿qué sentiré cuando empiece a volverme loco?"
Stalin ríe a carcajadas.
Bulgákov- ¿Por eso le dejó salir de la Unión Soviética? ¿Porque le hizo reír?
Stalin- No comprendes nada, Mijail. Nada de nada... El caso es que Zamiatin masticó trocitos de jabón y se presentó al maestro de la escuela con la boca llena de espumarajos. Convenció al maestro de que lo enviase a San Petersburgo, porque en Lebedian no tenían vacuna contra la rabia. Así es como Zamiatin llegó a San Petersburgo. Quería ir allí y así fue como lo consiguió. ¿Conocías esa historia?
Bulgákov- Me la ha contado mil veces. Zamiatin siempre cuenta las mismas patrañas. También le contaría que, cuando llegó a San Petersburgo, sólo tenía una medalla que le habían dado en Lebedian por sus buenas notas. Y que, al estallar la Revolución, llevó su medalla a una casa de empeños, y el dinero que le dieron se lo envió a Lenin para ayudar a los bolcheviques.
Stalin- ¿Y no fue así?
Bulgákov- Zamiatin no fue a San Petersburgo a que lo vacunasen contra la rabia, sino a estudiar en la universidad. Y luego se marchó a Inglaterra a trabajar. Estaba en Inglaterra cuando llegó la Revolución. Se enteró de la Revolución por los periódicos ingleses.
Stalin- Así que no estaba en Rusia en octubre. Valiente embustero. No debí dejarle salir. No estaba en Rusia en octubre. Cuando volvió, se lo encontró todo hecho. Es como no haberse enamorado nunca y encontrarse una mañana casado desde hace diez años. ¿Y tú, Mijail, dónde estabas tú en octubre? ¿Dónde estabas cuando se amotinó el Potemkin? ¿Y durante la rebelión de Sveaborg? Qué tiempos aquellos, Mijail. ¡Qué tiempos aquellos!
Bulgákov- Aún no entiendo por qué le dejó salir. No puede ser un capricho, usted no hace nada por capricho. ¿Es Zamiatin mejor que yo? ¿Es ése el problema? No soy lo bastante bueno.
Stalin- ¿Cómo puedes decir eso? (Recita de memoria.) "Estimado Iosif Visarionovich. Sombríos presagios se arrastran a mi alrededor como serpientes...". En tu última carta has alcanzado el punto más alto de tu obra. Te preguntarás por qué entonces no tomo de una vez una decisión. Mijail, tienes enemigos. Tantos, que me es imposible no escucharlos. A mis oídos llegan comentarios horribles sobre ti. Sin embargo, tus cartas son mejores cada día. Estoy convencido de que estás a punto de escribirme la carta adecuada, una carta mucho mejor que la de Zamiatin. Todo este tiempo no ha sido en vano, Mijail. Estás a punto de conseguirlo. Ahora más que nunca, no debes dejar que nada te distraiga. (Toma el manuscrito.) Un arranque muy ingenioso, siempre me sorprenden tus primeras escenas. Será una obra magnífica. Pero no olvides cuál debe ser, hoy por hoy, tu principal objetivo. (Aleja de Bulgákov el manuscrito y pone ante él la carta. Va a salir. Se vuelve. Señala el manuscrito.) Deberías guardar bien esos papeles, no vayan a caer en malas manos. Te enviaré a alguien para que te ayude a guardarlos.
Stalin sale. Al salir, se ha cruzado con la mujer. Ésta viene de la calle. Bulgákov no la mira. Pausa.
Bulgákova- Hasta el último momento, pensé: "Mijail sabe que es peligroso. No me dejará ir sola". Hay otro Moscú, ¿sabes?, más allá de los muelles. Allí el río está sucio, los cuervos se posan sobre la nieve de la orilla. Estaba pensando: "Mijail debería estar aquí, conmigo", cuando oí el silbido de un hombre que me sonreía con las manos en los bolsillos. Caminé detrás de él un cuarto de hora o más. Entró en una casucha y pensé: "En el último momento, Mijail aparecerá". En la casucha había una mesa llena de pasaportes sin foto y sin nombre. El hombre dijo: "¿Ha traído las fotos?" Luego me preguntó los nombres. Deberías haber estado conmigo cuando le dije tu nombre. (Pausa.) Ni siquiera en el mercado negro. Nadie quiere vender un pasaporte a Mijail Bulgákov. Hasta los peores escupen, en cuanto menciono tu nombre. (Bulgákov y la mujer se miran en silencio. Hasta que ella descubre el manuscrito. Se pone muy contenta.) ¿Una novela? ¿La segunda parte de "La guardia blanca"? (Lo toma. Lo hojea.) ¡Una obra de teatro! (Bulgákov le arrebata el manuscrito.) ¿No vas a leérmela? (No hay réplica.) ¿Ni siquiera vas a decirme de qué trata?
Bulgákov- Del diablo. Estoy escribiendo sobre el diablo.
Bulgákov entierra el manuscrito bajo las cartas.

9.
Pausa. Las cartas han invadido el lugar. Bulgákov no lleva su vieja camisa. Las manos de Stalin están pintadas de blanco.
Stalin- ¿Mijail Afanásievich Bulgákov?
Bulgákov- Yo soy.
Stalin- Buenos días, camarada Bulgákov.
Bulgákov- Buenos días, Iosif Visarionovich.
Stalin- Hemos recibido sus cartas. Las hemos leído con los camaradas. Quiere marcharse al extranjero, ¿no es eso? Está harto de nosotros.
Bulgákov- Últimamente me he hecho mil veces la misma pregunta: ¿Puede un escritor ruso vivir fuera de su patria?
Stalin- Yo también me hago a menudo esa pregunta. Pero hablemos de usted. ¿Dónde quiere trabajar? ¿En el Teatro de Stanislavsky?
Bulgákov- Claro que me gustaría. Pero no he recibido más que negativas.
Stalin- Presente una solicitud. Tengo la impresión de que esta vez la aceptarán. Tendríamos que reunirnos para charlar.
Bulgákov- ¡Oh, sí, Iosif Visarionovich, tenemos que conversar!
Stalin- Habrá que encontrar un momento apropiado para ello.
Pausa larga. Stalin escribe allí donde Bulgákov solía hacerlo; Bulgákov no escribe.
Bulgákov- No comprendo. Estabas a punto de convocarme a un encuentro cara a cara. ¿Por qué no hemos llegado a encontrarnos? Me rompo la cabeza tratando de comprender. Tratando de comprender qué ha sucedido desde entonces.
Stalin- No es hacia atrás, sino hacia delante donde tienes que dirigir tu mirada. ¿No ves en el futuro nada para ti?
Bulgákov- Debí adelantarme y proponerte una fecha y una hora. Me faltó valor. ¿O fue el cansancio? ¿O la sorpresa? Llevaba tanto tiempo esperando... Me levantaba y me acostaba con ello en la cabeza. De pronto, suena el teléfono. Fue como un milagro. Mi gran ocasión. Ahora ya no hay nada que hacer, es demasiado tarde. Cometí un error fatal. Arrastraré mi culpa mientras viva.
Stalin- "Arrastraré mi culpa mientras viva". ¿Por qué siempre tienes que ponerte tan trascendente? "Cometí un error fatal". Si no lo hubieses cometido, ¿el sol brillaría de otro modo?
Bulgákov- Si no lo hubiese cometido, ahora estaría escribiendo, en lugar de hablando solo como un poseso.
Stalin- Me aburre tu continua queja. Te pasas el día refunfuñando.
Bulgákov- Podrías decirme: "No escribas más, dedícate a otra cosa". A lo mejor me lo has dicho. ¿Me lo has dicho?
Stalin- No me marees, Mijail, tengo mis propios problemas. ¿Sabes cuánto cuesta un metro de hilo telefónico?
Bulgákov- No comprendo nada. ¿Por qué se retiene a un escritor cuyas obras no se autorizan? Si al menos levantases la prohibición sobre "Los días de los Turbin"...
Stalin- Hablas como si en la Unión Soviética se hiciese mi voluntad. ¿Crees que no cuenta la opinión de los otros camaradas? Molotov, Kalinin, Yagoda...
Bulgákov- Has hecho borrar mi nombre de todos los teatros de la Unión Soviética.
Stalin- Qué injusto eres. Bien sabes que soy tu más fiel espectador. He visto quince veces "Los día de los Turbin", ocho veces "El apartamento de Zoika". Puedo recitar escenas enteras de tus obras. En particular, de aquellas que los camaradas y yo hemos tenido que prohibir. Ponme a prueba. ¿Qué obra tuya quieres oír de arriba abajo? (Recita.) "¡Dimitri, los obreros están ensuciando con sus botazas el mármol de la escalera...!".
Bulgákov- Lo peor no es que yo esté desesperado. Lo peor es que también mis obras lo están.
Stalin- Stalin te lee. ¿Qué más quieres?
Bulgákov- Todo lo que he escrito está en una situación desesperada.
Stalin- ¿No sabes hablar de otra cosa que de lo mal que te va en la vida? Vives de las heridas. De chupar tus heridas. De que no se cierre la herida, de eso vives tú. En lugar de pasarte los días y las noches dándole vueltas a aquella maldita llamada, podrías hacer algo positivo. Sabes a qué me refiero.
Bulgákov- Eso nunca.
Stalin- ¿Nunca cambiarás, Mijail? Tú crees que la gente no puede cambiar, ¿verdad? Ése es el tema de todas tus obras: la gente no puede cambiar. También de esa pieza que estabas escribiendo últimamente. ¿Qué es de ella? Aquella obra sobre el diablo.
Bulgákov- Tú sabrás. Entraron unos policías y se llevaron el manuscrito. Dijeron que se lo llevaban al GPU. ¿Qué es el GPU? ¿Llamáis así ahora la censura, GPU?
Stalin- ¿GPU? La primera vez que lo oigo. Preguntaré a Molotov. GPU...
Bulgákov- Lo pusieron todo patas arriba. Traían un papel oficial: "Orden 2287, expediente 45".
Stalin- GPU... Preguntaré a Molotov. Pero dime: ¿has escrito más escenas?
Bulgákov- Ni una palabra. Es imposible escribir después de un registro, sabiendo que te vigilan.
Stalin- Tú, tranquilo. ¿Te hemos arrestado alguna vez?
Bulgákov- Pero ¿y mi obra? ¿Qué han hecho con ella? ¿La han quemado?
Stalin- Eso es imposible. Los libros no arden. Y menos esa clase de libro. Una obra muy interesante en su planteamiento. Confusa, sin embargo, en su desarrollo. El arranque es magnífico: un hombre y una mujer a los que visita el diablo... Lástima que el personaje de ella esté tan poco desarrollado. Te lo he dicho muchas veces: tu punto débil es siempre el personaje femenino. ¿Y si tratases de hacerla un poco más compleja? Por ejemplo: ¿y si fuese ella la que abre la puerta al demonio? La imagen central es formidable: el diablo paseándose por Moscú, entrando en las casas de la gente... Tienes tanto talento, Mijail, tu imaginación es tan poderosa... Pero ¿por qué todo lo que escribes tiene que ser seco y sombrío? Esas colecciones de rusos que parecen sacados de un manicomio... Como si la Revolución no los hubiese cambiado ni un poquito. Te gusta destacar las monstruosidades de nuestra gente, los peores rasgos de nuestro pueblo... ¿Por nada del mundo escribirás una obra que haga feliz a Stalin? (Pausa. Bulgákov niega.) ¿Ni siquiera por ella lo harás? (Señala a la mujer, que viene de la calle. Agotada. Ya no le extraña ver a Bulgákov hablando solo. Tiende una carta a Bulgákov.) Reconozco que estaba equivocado respecto a ella. Pensé que se vendría abajo. Pero no, hasta ha aprendido a coser. Aunque ¿a qué precio? Mira sus manos. ¿Cuántas veces se hirió remendándote aquella camisa? Pobrecita. No fue educada para esto. ¿Cuántas veces te remendó aquella camisa? ¿Mil veces? ¿Un millón de veces? No quiere aceptar que el mundo ha cambiado. ¡Estamos en el siglo veinte! Pobrecita. La sombra de tu desgracia ha caído sobre ella. Yo pensaba: "Se vendrá abajo. Le pedirá de rodillas que escriba una obra para Stalin". Pobrecita. Las cosas que tiene que oír sobre ti. La gente es así, creen lo que leen en Pravda. Escupen el suelo que pisa, en cuanto menciona tu nombre. Incluso en el mercado negro, allí donde sólo van los traidores.
Bulgákov- (A su mujer.) Te dije que no era el camino correcto. Hay que ir directamente a Stalin.
Stalin- Pobrecita. Está a punto de estallar. "Nunca nos ayudará, Mijail. A menos que... ¿Quieres que escapemos de la miseria? Si es así, toma la pluma y da una alegría a ese cerdo".
Bulgákov- (A su mujer.) No puedo.
Stalin- "Sabes escribir mentiras. Escribe las mentiras que Stalin quiere oír".
Bulgákov- (A su mujer.) No.
Stalin- "¿Ni siquiera lo intentarás?"
Bulgákov- (A su mujer.) No sería capaz. Aunque lo intentase con todas mis fuerzas.
Stalin- "Llámalo y dile que te dicte. Que firmarás la obra que a él se le antoje, con burgueses envenenando a ancianitas y bolcheviques repartiendo naranjas a los niños".
Bulgákov- (A su mujer.) Lo mejor que puedo hacer es escribirle una carta.
Toma papel y pluma.
Stalin- "Por una vez, ¿podrás tragarte tu estúpido orgullo? ¿Serás capaz de fingir una pizca de arrepentimiento? ¿De disimular tus ideas? ¿Podrás escribirle algo así como: ‘Le aseguro, camarada, que en el futuro seré su más leal compañero de viaje’?”
Bulgákov- (A su mujer.) ¿Lo tomas por tonto? No me ganaré su simpatía con embustes. Debo dirigirle una carta sincera. Cuando se trata de Stalin, sólo vale una cosa: la verdad.
Stalin- "La verdad no nos ha ayudado hasta ahora. ¿Dónde nos ha arrastrado, tanta verdad?"
Bulgákov- (A su mujer.) Le pediré una cita. Cara a cara, le haré comprender mis razones.
Stalin- "Nunca te recibirá. No quiere hablar contigo".
Bulgákov- (A Stalin.) Ella cree que fue una alucinación. Que en realidad nunca me telefoneaste. Sin embargo, yo escuché perfectamente cómo me decías: "Camarada Bulgákov, no podemos permitirnos prescindir de usted. Vamos a encontrarnos usted y yo para hablar acerca de su futuro". ¡Lo dijiste! ¡Querías recibirme! Pero ¿qué ha pasado desde entonces? ¿Qué está pasando? Ella cree que aquella llamada fue una trampa. Que condujiste la conversación conforme a tus intereses y la interrumpiste cuando te vino bien. Que me manejaste.
Stalin- A menudo me pregunto si esta mujer te conviene.
Bulgákov- La convivencia con ella se está volviendo imposible. Cada día es peor.
Stalin- Por lo menos, te ha quitado aquella camisa espantosa.
Bulgákov- No me la ha quitado. Yo mismo tuve que tirarla por la ventana. Insoportable, se está poniendo insoportable.
Stalin- Y todo el día mareándote con el mismo serial: "La vuelta al mundo de Zamiatin".
Bulgákov- Telegrama de Zamiatin desde Amsterdam; postal de Zamiatin desde España...
Stalin- ¿Y en la cama?
Bulgákov- No sé. Desde hace tiempo... No sé qué me pasa.
Stalin- Lo dices como si fuera tuya la culpa.
Bulgákov- No sé.
Stalin- ¿Ha conseguido hacerte creer que tú eres el culpable? ¿Y todavía se atreve a decir que yo te manejo? Te sientes culpable de estar conmigo en lugar de con ella, ¿no es así? Verdaderamente, esta mujer sabe cómo moverte los hilos. Ni siquiera te atreves a tocarme.
Pausa. Bulgákov se atreve a tocar a Stalin. Silencio.
Bulgákov- Si al menos volvieras a llamarme...
Stalin- ¿Estás intentando sobornarme, Mijail?
Bulgákov- No, no.
Stalin- Corromperme.
Bulgákov- No.
Stalin- Corromper a la nación. ¿Es eso lo que pretendes?
Se aparta bruscamente de Bulgákov. Éste queda en el aire, como aquél a quien el amante se le evapora entre los brazos. Su mujer todavía le tiende la carta.
Bulgákova- Carta de Zamiatin desde París. (Pausa.) No es para ti. La envía a mi nombre. Quiere que me vaya con él. Ya sabes cómo es Zamiatin. Siempre sabe lo que quiere, y siempre habla claro. (Pausa. Deja la carta. Se acerca a él. Lo toca.) Vayamos a la frontera, Mijail. Tú y yo, sin papeles, sólo con nuestra voluntad. Vamos a la frontera. Para atravesarla, sólo necesitamos estar juntos.
Pausa.
Bulgákov- ¿Irme de Rusia?
Bulgákova- Sólo necesitamos estar juntos. Donde sea. Mijail, donde tú quieras, con tal de que estemos juntos.
Pausa.
Bulgákov- ¿Irme de Rusia? ¿Ahora, cuando él está tan cerca de aceptar mi punto de vista? Mi última carta le ha producido una honda impresión.
Pausa.
Bulgákova- ¿Por qué no te mata? ¿Por qué no envía a alguien a que acabe el trabajo? Habría muchos dispuestos a hacerlo. Todos ésos que me escupen. Todos me escupen, en cuanto menciono tu nombre.
Stalin- (A Bulgákov.) ¿Tiene que ir a todas partes con tu nombre por delante? Seguro que podría conseguir un pasaporte para sí misma. Incluso en el Comité de Asuntos Extranjeros, siempre que no vaya cacareando tu apellido. Dile que solicite un permiso para viajar sola al extranjero. Se lo entregarán al instante.
Bulgákov- No querrá irse sin mí. Habrá que obligarla, Iosif Visarionovich. Sácala de Rusia, lejos de nosotros, donde no pueda hacernos daño.

10.
Bulgákov calla.
Stalin- (Recita.) "¡Dimitri, los obreros están ensuciando con sus botazas el mármol de la escalera! ¡¿Quién ha quitado la alfombra?! ¡¡¿Es que Marx prohíbe cubrir con alfombras las escaleras?!!" (Silencio.) Ninguno de tus actores te ha entendido como yo. ¿Sabes por qué, Misha? Porque nadie te conoce como yo. Igual que nadie me conoce como me conoces tú. Por eso me siento tan a gusto aquí, contigo. En cuanto puedo, agarro el abrigo y me vengo a tu casa. Cada día aguanto menos el Kremlin. Es tan aburrido, con todos esos burócratas y políticos... Estoy rodeado de intrigantes. Molotov y los demás, si oyeras las cosas que me dicen sobre ti... No tienen sensibilidad, y sospechan de cualquiera que la tenga. No sé qué harían conmigo si se enteraran de que también yo escribo poesía. (Silencio. Stalin saca un papel.) "La mañana". (Silencio. Recita.) "La brisa huele a trigo y a tractores. / Al despertar, la tierra / saluda a los campesinos. / Alegres abren / surcos al nuevo día. / Más allá, rasgando / el velo de las nubes / cantan los aviadores: / ‘Patria, danos tus frutos. / Nosotros te daremos nuestro trabajo’". (Espera la reacción de Bulgákov. Silencio.) ¿Sabes lo que más respeto de ti, Misha? Que no tienes miedo a las palabras. En unos tiempos en que una sola palabra te puede costar la vida, tú siempre dices lo que piensas. (Espera la reacción de Bulgákov. Silencio. Rompe el papel.) Tienes razón. No he nacido para la poesía. La poesía ablanda el alma. Un luchador no puede ser poeta. ¿Sabes cuántos kilómetros de teléfono he tendido en tres meses? Tú eres el poeta y yo el luchador. (Silencio.) Pero ¿acaso no tengo derecho a soñar con una poesía para luchadores? ¿No tengo derecho a soñar con una cultura revolucionaria? Ésa es la pregunta que me desvela noche tras noche. ¿Podemos fiarlo todo a esos artistas que se llaman a sí mismos "de izquierdas"? Tienen el carné del partido, pero ¿tienen talento? Saben cuándo ponerse el gorro rojo y cuándo quitárselo; cuándo cantar loas al zar y cuándo a la hoz y el martillo. Pero ¿pueden hacer un arte digno de la Revolución? (Silencio.) Necesitamos hombres como tú, Misha. Artistas de verdad. Lástima que os cueste tanto entender lo que el pueblo necesita de vosotros. Fíjate en el pobre Maiakowski. Hizo bien en pegarse un tiro. Ya no era aquel joven Maiakowski que a cada paso abría un sendero en el bosque. El viejo Maiakowski salió del bosque a una carretera asfaltada, se dedicó a poner en verso mis decretos. ¿Creía que era eso lo que yo esperaba de él, que pusiese en verso mis decretos? Hizo bien pegándose un tiro. (Silencio.) ¿Cuál es la causa del silencio del arte verdadero? ¿La miseria? No. Los artistas rusos estáis acostumbrados a pasar hambre. La razón de vuestro silencio no es la falta de pan, sino una mucho más profunda. El arte no pueden hacerlo leales funcionarios, sino herejes peligrosos como tú. Si un escritor intenta ser leal, si intenta ser útil, hará una literatura que se lee hoy y con la que mañana se envuelve la pastilla de jabón. (Silencio.) ¿Por qué a los verdaderos artistas os costará tanto entender lo que el pueblo necesita de vosotros? El corazón del pueblo es tan caprichoso... Es mucho más fácil defender al pueblo de sus enemigos que defenderlo de los que lo aman. ¿Sabes que incluso la obra de Gorki "El obrero Solovotekov", incluso esa inocentísima obra, hemos tenido que retirarla del repertorio? Como lo estás oyendo, Misha, "El obrero Solovotekov", ¿crees que no me duele? Mírame a los ojos, Misha, mírame cuando te hablo. Es mucho más fácil defender al pueblo de sus enemigos que defenderlo de sí mismo. Qué más quisiéramos los camaradas y yo que la Unión Soviética estuviese llena de verdaderos artistas. ¿Acaso al arte ruso sólo le queda un futuro: su pasado? Dímelo tú, Misha. ¿Por qué no me miras? ¿Es que te doy miedo, por eso bajas la mirada? ¿Alguna vez te he puesto la mano encima? Estoy cambiando, Misha, tú me has hecho cambiar. Ya no soy aquel bruto insensible. Ayer noche, leyendo tu última carta, se me saltaban las lágrimas. No me crees, ¿eh? Tú piensas que la gente no puede cambiar. Pero la Revolución está cambiando a la gente. ¿Sabes cuántos kilómetros de teléfono vamos a tender en el próximo quinquenio? ¿Y en el siguiente? Muy pronto te voy a hacer llamar y vamos a conversar acerca de ello. Me gustaría tanto tenerte allí, en el Kremlin, tener allí un verdadero amigo. No puedo probar bocado sin miedo a que me envenenen. No puedo abrir la boca sin miedo a que me hayan envenenado el aire. Muy pronto podrás venir a verme. En cuanto estés preparado. Un poco de paciencia, Misha. No dejo de pensar en ti. Me preocupa tu aspecto. Te conviene salir de casa. Mezclarte con la gente. Si sigues apartándote del pueblo, enloquecerás. Paciencia, Misha, muy pronto la gente volverá a quererte. En cuanto estén preparados. No habrá verdadero arte mientras el pueblo sea como un niño cuya inocencia hay que salvaguardar. Entretanto, los camaradas y yo llenaremos de teléfonos la Unión Soviética. Haremos que cada hogar, desde Brest hasta Vladivostok, tenga su propio teléfono para hablar directamente con Stalin. Te juro, Misha, que lo conseguiremos. Cueste lo que cueste.
La mujer ha entrado con sus maletas, vestida para salir de viaje. Ha ido al lugar donde Bulgákov escribía. Ha recogido el manuscrito de Bulgákov para llevárselo consigo. Ha mirado a Bulgákov por última vez. Se ha ido sin dirigirle un gesto de despedida.



replay





gilles deleuze
(paris 1925 – 1995)



la literatura y la vida

Los libros hermosos están escritos
en una especie de lengua extranjera.
Proust, Contre Sainte-Beueve

Escribir indudablemente no es imponer una forma (de expresión) a una materia vivida. La literatura se decanta más bien hacia lo informe, o lo inacabado, como dijo e hizo Gombrowicz. Escribir es un asunto de devenir, siempre inacabado, siempre en curso, y que desborda cualquier materia vivible o vivida. Es un proceso, es decir un paso de Vida que atraviesa lo vivible y lo vivido. La escritura es inseparable del devenir; escribiendo, se deviene-mujer, se deviene-animal o vegetal, se deviene-molécula hasta devenir-imperceptible. Estos devenires se eslabonan unos con otros de acuerdo con una sucesión particular, como en una novela de Le Clézio, o bien coexisten a todos los niveles, de acuerdo con unas puertas, unos umbrales y zonas que componen el universo entero, como en la obra magna de Lovecraft. El devenir no funciona en el otro sentido, y no se deviene Hombre, en tanto que el hombre se presenta como una forma de expresión dominante que pretende imponerse a cualquier materia, mientras que mujer, animal o molécula contienen siempre un componente de fuga que se sustrae a su propia formalización. La vergüenza de ser un hombre, ¿hay acaso alguna razón mejor para escribir? Incluso cuando es una mujer la que deviene, ésta posee un devenir-mujer, y este devenir nada tiene que ver con un estado que ella podría reivindicar. Devenir no es alcanzar una forma (identificación, imitación, Mimesis), sino encontrar la zona de vecindad, de indiscernibilidad o de indiferenciación tal que ya no quepa distinguirse de una mujer, de un animal o de una molécula: no imprecisos ni generales, sino imprevistos, no preexistentes, tanto menos determinados en una forma cuanto que se singularizan en una población. Cabe instaurar una zona de vecindad con cualquier cosa a condición de crear los medios literarios para ello, como con el áster según André Dhôtel. Entre los sexos, los géneros o los reinos, algo pasa. El devenir siempre está «entre»: mujer entre las mujeres, o animal entre otros animales. Pero el artículo indefinido sólo surge si el término que hace devenir resulta en sí mismo privado de los caracteres formales que hacen decir el, la («el animal aquí presente»...). Cuando Le Clézio deviene-indio, es siempre un indio inacabado, que no sabe «cultivar el maíz ni tallar una piragua»: más que adquirir unos caracteres formales, entra en una zona de vecindad. De igual modo, según Kafka, el campeón de natación que no sabía nadar. Toda escritura comporta un atletismo. Pero, en vez de reconciliar la literatura con el deporte, o de convertir la literatura en un juego olímpico, este atletismo se ejerce en la huida y la defección orgánicas: un deportista en la cama, decía Michaux. Se deviene tanto más animal cuanto que el animal muere; y, contrariamente a un prejuicio espiritualista, el animal sabe morir y tiene el sentimiento o el presentimiento correspondiente. La literatura empieza con la muerte del puerco espín, según Lawrence, o la muerte del topo, según Kafka: «nuestras pobres patitas rojas extendidas en un gesto de tierna compasión». Se escribe para los terneros que mueren, decía Moritz. La lengua ha de esforzarse en alcanzar caminos indirectos femeninos, animales, moleculares, y todo camino indirecto es un devenir mortal. No hay líneas rectas, ni en las cosas ni en el lenguaje. La sintaxis es el conjunto de caminos indirectos creados en cada ocasión para poner de manifiesto la vida en las cosas.
Escribir no es contar los recuerdos, los viajes, los amores y los lutos, los sueños y las fantasías propios. Sucede lo mismo cuando se peca por exceso de realidad, o de imaginación: en ambos casos, el eterno papá y mamá, estructura edípica, se proyecta en lo real o se introyecta en lo imaginario. Es el padre lo que se va a buscar al final del viaje, como dentro del sueño, en una concepción infantil de la literatura. Se escribe para el propio padre-madre. Marthe Robert ha llevado hasta sus últimas consecuencias esta infantilización, esta psicoanalización de la literatura, al no dejar al novelista más alternativa que la de Bastardo o de Criatura abandonada. Ni el propio devenir-animal está a salvo de una reducción edípica, del tipo «mi gato, mi perro». Como dice Lawrence, «si soy una jirafa, y los ingleses corrientes que escriben sobre mí son perritos cariñosos y bien enseñados, a eso se reduce todo, los animales son diferentes... ustedes detestan instintivamente al animal que yo soy». Por regla general, las fantasías de la imaginación suelen tratar lo indefinido únicamente como el disfraz de un pronombre personal o de un posesivo: «están pegando a un niño» se transforma enseguida en «mi padre me ha pagado». Pero la literatura sigue el camino inverso, y se plantea únicamente descubriendo bajo las personas aparentes la potencia de un impersonal que en modo alguno es una generalidad, sino una singularidad en su expresión más elevada: un hombre, una mujer, un animal, un vientre, un niño... Las dos primeras personas no sirven de condición para la enunciación literaria; la literatura sólo empieza cuando nace en nuestro interior una tercera persona que nos desposee del poder de decir Yo (lo «neutro» de Blanchot) . Indudablemente, los personajes literarios están perfecta-mente individualizados, y no son imprecisos ni generales; pero todos sus rasgos individuales los elevan a una visión que los arrastran a un indefinido en tanto que devenir demasiado poderoso para ellos: Achab y la visión de Moby Dick. El Avaro no es en modo alguno un tipo, sino que, a la inversa, sus rasgos individuales (amar a una joven, etc.) le hacen acceder a una visión, ve el oro, de tal forma que empieza a huir por una línea mágica donde va adquiriendo la potencia de lo indefinido: un avaro..., algo de oro, más oro... No hay literatura sin tabulación, pero, como acertó a descubrir Bergson, la tabulación, la función fabuladora, no consiste en imaginar ni en proyectar un mí mismo. Más bien alcanza esas visiones, se eleva hasta estos devenires o potencias.
No se escribe con las propias neurosis. La neurosis, la psicosis no son fragmentos de vida, sino estados en los que se cae cuando el proceso está interrumpido, impedido, cerrado. La enfermedad no es proceso, sino detención del proceso, como en el «caso de Nietzsche». Igualmente, el escritor como tal no está enfermo, sino que más bien es médico, médico de sí mismo y del mundo. El mundo es el conjunto de síntomas con los que la enfermedad se confunde con el hombre. La literatura se presenta entonces como una iniciativa de salud: no forzosamente el escritor cuenta con una salud de hierro (se produciría en este caso la misma ambigüedad que con el atletismo), pero goza de una irresistible salud pequeñita producto de lo que ha visto y oído de las cosas demasiado grandes para él, demasiado fuertes para él, irrespirables, cuya sucesión le agota, y que le otorgan no obstante unos devenires que una salud de hierro y dominante haría imposibles. De lo que ha visto y oído, el escritor regresa con los ojos llorosos y los tímpanos perforados. ¿Qué salud bastaría para liberar la vida allá donde esté encarcelada por y en el hombre, por y en los organismos y los géneros? Pues la salud pequeñita de Spinoza, hasta donde llegara, dando fe hasta el final de una nueva visión a la cual se va abriendo al pasar.
La salud como literatura, como escritura, consiste en inventar un pueblo que falta. Es propio de la función fabuladora inventar un pueblo. No escribimos con los recuerdos propios, salvo que pretendamos convertirlos en el origen o el destino colectivos de un pueblo venidero todavía sepultado bajo sus traiciones y renuncias. La literatura norteamericana tiene ese poder excepcional de producir escritores que pueden contar sus propios recuerdos, pero como los de un pueblo universal compuesto por los emigrantes de todos los países. Thomas Wolfe «plasma por escrito toda América en tanto en cuanto ésta pueda caber en la experiencia de un único hombre». Precisamente, no es un pueblo llamado a dominar el mundo, sino un pueblo menor, eternamente menor, presa de un devenir-revolucionario. Tal vez sólo exista en los átomos del escritor, pueblo bastardo, inferior, dominado, en perpetuo devenir, siempre inacabado. Un pueblo en el que bastardo ya no designa un estado familiar, sino el proceso o la deriva de las razas. Soy un animal, un negro de raza inferior desde siempre. Es el devenir del escritor. Kafka para Centroeuropa, Melville para América del Norte presentan la literatura como la enunciación colectiva de un pueblo menor, o de todos los pueblos menores, que sólo encuentran su expresión en y a través del escritor. Pese a que siempre remite a agentes singulares, la literatura es disposición colectiva de enunciación. La literatura es delirio, pero el delirio no es asunto del padre-madre: no hay delirio que no pase por los pueblos, las razas y las tribus, y que no asedie a la historia universal. Todo delirio es histórico-mundial, «desplazamiento de razas y de continentes». La literatura es delirio, y en este sentido vive su destino entre dos polos del delirio. El delirio es una enfermedad, la enfermedad por antonomasia, cada vez que erige una raza supuestamente pura y dominante. Pero es el modelo de salud cuando invoca esa raza bastarda oprimida que se agita sin cesar bajo las dominaciones, que resiste a todo lo que la aplasta o la aprisiona, y se perfila en la literatura como proceso. Una vez más así, un estado enfermizo corre el peligro de interrumpir el proceso o devenir; y nos encontramos con la misma ambigüedad que en el caso de la salud y el atletismo, el peligro constante de que un delirio de dominación se mezcle con el delirio bastardo, y acabe arrastrando a la literatura hacia un fascismo larvado, la enfermedad contra la que está luchando, aun a costa de diagnosticarla dentro de sí misma y de luchar contra sí misma. Objetivo último de la literatura: poner de manifiesto en el delirio esta creación de una salud, o esta invención de un pueblo, es decir una posibilidad de vida. Escribir por ese pueblo que falta («por» significa menos «en lugar de» que «con la intención de»).
Lo que hace la literatura en la lengua es más manifiesto: como dice Proust, traza en ella precisamente una especie de lengua extranjera, que no es otra lengua, ni un habla regional recuperada, sino un devenir-otro de la lengua, una disminución de esa lengua mayor, un delirio que se impone, una línea mágica que escapa del sistema dominante. Kafka pone en boca del campeón de natación: hablo la misma lengua que usted, y no obstante no comprendo ni una palabra de lo que está usted diciendo. Creación sintáctica, estilo, así es ese devenir de la lengua: no hay creación de palabras, no hay neologismos que valgan al margen de los efectos de sintaxis dentro de los cuales se desarrollan. Así, la literatura presenta ya dos aspectos, en la medida en que lleva a cabo una descomposición o una destrucción de la lengua materna, pero también la invención de una nueva lengua dentro de la lengua mediante la creación de sintaxis. «La única manera de defender la lengua es atacarla... Cada escritor está obligado a hacerse su propia lengua...» Diríase que la lengua es presa de un delirio que la obliga precisamente a salir de sus propios surcos. En cuanto al tercer aspecto, deriva de que una lengua extranjera no puede labrarse en la lengua misma sin que todo el lenguaje a su vez bascule, se encuentre llevado al límite, a un afuera o a un envés consistente en Visiones y Audiciones que ya no pertenecen a ninguna lengua. Estas visiones no son fantasías, sino auténticas Ideas que el escritor ve y oye en los intersticios del lenguaje, en las desviaciones de lenguaje. No son interrupciones del proceso, sino su lado externo. El escritor como vidente y oyente, meta de la literatura: el paso de la vida al lenguaje es lo que constituye las Ideas.
Estos son los tres aspectos que perpetuamente están en movimiento en Artaud: la omisión de letras en la descomposición del lenguaje materno (R, T...); su recuperación en una sintaxis nueva o unos nombres nuevos con proyección sintáctica, creadores de una lengua («eTReTé»); las palabras-soplos por último, límite asintáctico hacia el que tiende todo el lenguaje. Y Céline, no podemos evitar decirlo, por muy sumario que nos parezca: el Viaje o la descomposición de la lengua materna; Muerte a crédito y la nueva sintaxis como lengua dentro de la lengua; Guignol's Bandy las exclamaciones suspendidas como límite del lenguaje, visiones y sonoridades explosivas. Para escribir, tal vez haga falta que la lengua materna sea odiosa, pero de tal modo que una creación sintáctica trace en ella una especie de lengua extranjera, y que el lenguaje en su totalidad revele su aspecto externo, más allá de la sintaxis. Sucede a veces que se felicita a un escritor, pero él sabe perfectamente que anda muy lejos de haber alcanzado el límite que se había propuesto y que incesantemente se zafa, lejos aún de haber concluido su devenir. Escribir también es devenir otra cosa que escritor. A aquellos que le preguntan en qué consiste la escritura, Virginia Woolf responde: ¿Quién habla de escribir? El escritor no, lo que le preocupa a él es otra cosa.
Si consideramos estos criterios, vemos que, entre aquellos que hacen libros con pretensiones literarias, incluso entre los locos, muy pocos pueden llamarse escritores.




replay




robert menasse
(viena, 1954)



juventud eterna

Mi padre se mostró perplejo cuando le dije que quería casarme y que tenía fijados la fecha y el lugar. Torció la cabeza con su típica expresión en el rostro, en la que se mezclaban la repelencia, la incomprensión y la resignación. Mientras siguiera mostrándome ese rostro, sabía que a sus ojos aún no podía considerarme un adulto.
No era el hecho de que quisiera casarme lo que le conmocionó tanto. Tampoco tenía nada en contra de la mujer con la que deseaba contraer matrimonio. Lo que le molestaba era la fecha de la boda.
–Justo ese día. ¿Cómo uno puede casarse en un día como ese? –exclamó, torciendo la cabeza–. ¿En que estabas pensando? –Y mientras lo decía se daba golpecitos en la frente, en un gesto que indicaba que yo no podía estar bien de la cabeza–. No has pensado en nada, como siempre.
Yo había replicado que era un día igual que otro cualquiera…
–¿Un día como otro cualquiera? ¿Ese día?
–No entiendo lo que quieres decir. Queremos casarnos y queremos hacerlo lo más pronto posible, y el nueve de noviembre es el próximo hueco libre en el Registro Civil de Ischl.
Ése no era un buen argumento, pero al mismo tiempo era el mejor: no habían pesado otras razones cuando acordamos escoger ese día.
Con voz sepulcral mi padre dijo que ya vería cómo todos se alegrarían de todo corazón, que la familia entera festejaría, alegre y serena, y que siempre recordaría el día tan feliz que había sido ese.
–¡Pues eso espero!
Me pidió que reflexionara una vez más sobre el asunto. ¡El nueve de noviembre! ¡Quería darme otra oportunidad! ¡Que pensara! Que me preguntara si realmente ése era un día adecuado.
Yo le respondí que ya lo había pensado tranquila y largamente. Quería casarme y lo haría el día acordado.
–El nueve de noviembre –dijo mi padre poniendo énfasis en cada sílaba–, es el aniversario del gran progromo, la Noche de los Cristales Rotos, y mi hijo quiere convertirlo en una noche de alegrías, el día más feliz de su vida.
–¡Bah! ¡La Historia!
¿Por qué recordaba esto muchos años después, en Paris, precisamente durante una conversación con Michel, mi amigo de juventud? Estábamos sentados en un café cercano a Les Halles; yo estaba sumido en un leve estado de depresión, y al mismo tiempo me sentía feliz por ello, ya que Michel demostraba una vez más su talento enumerando tantas razones objetivas para las depresiones que en consecuencia tendría que ser considerado infeliz quien no estuviera depresivo. Un rayo de sol entraba por el gran ventanal de cristal y me daba en la cara, haciéndola arder; cerré los ojos y volví a abrirlos asombrado cuando Michel, que entretanto había vuelto a tomar la palabra, dijo de repente que, después de la papilla de la infancia, batida de manera simple y provista de más o menos pasas, y antes de las inevitables depresiones de la vida adulta, la juventud era la única época en que podía tenerse una experiencia de felicidad consciente, y por lo mismo contradictoria, por lo tanto auténtica.
–La juventud –dijo–, es como un cinematógrafo, un juego de luces, y al final sólo es feliz aquel al que en su vejez no sólo le alcanzan las inevitables sombras, sino también un rayo de esa luz.
Resulta difícil narrar un fin de semana en Paris, y narrarlo como es debido, como lo haría un narrador, cuando se ha pasado la mayor parte del tiempo con un profesor de filosofía que celebra de buena gana su asco por la vida y no es capaz de encender una cerilla para ofrecerte fuego cortésmente sin elaborar al mismo tiempo toda una tesis sobre el frío. Casi todos los recesos entre las conferencias del congreso los compartí con Michel, las ponencias aburridas nos las pasábamos sentados en algún café y durante la noche estaba completamente a merced suya, pues me había alojado en su casa, en la habitación de los huéspedes. Era una amistad tan artificial como él afirmaba que era el mundo en su totalidad. Se fundamentaba en dos años de nuestra época escolar, que él, hijo de un diplomático francés por entonces asignado en Austría, había pasado en el mismo internado que yo. Fue un tiempo que –y en ello le doy la razón– había marcado su ánimo y el mío haciéndonos infelices; una amistad que solo se basa en el hecho de que, con cierta moderación adulta, hayamos decidido llamarla nuestra “amistad” después de nuestro tardío reencuentro.
Pero, cómo no contarlo, si un rayo de luz a través del ventanal de un café parisino y una curiosa frase sobre los “juegos de luz de la juventud” derribaron un muro como dos golpes fuertes de maza, un muro que hasta ese momento parecía dividir la vida por toda la eternidad: miseria de un lado, cinismo del otro, o al revés.
–La infancia es ese tiempo de la inocencia que uno olvida con razón para después, de adulto, poder vivir –dije, y Michel hizo un gesto de rechazo. En ese momento pude haberlo dejado. Pero tenía que contar aquello–. Con que cinematógrafo, juegos de luces –dije–, pues escucha esto: mi infancia transcurrió casualmente en Bad Ischl, un villorrio situado en el corazón de la provincia austríaca, un sitio que había sido el lugar de vacaciones predilecto del antiguo emperador de Austría. Cada año, miles de personas de todo el mundo visitan Bad Ischl para pasar las vacaciones en un lugar que se caracteriza por la atención solícita a toda clase de turistas, pero que sólo desea rememorar a uno solo: el emperador muerto. Su viejo imperio se ha encogido hasta las dimensiones de este villorrio que ha hecho de la rememoración del pasado la base de su negocio; el reino de mi infancia ni siquiera tenía su tamaño: guardo una memoria borrosa de la calle que conducía a lo largo de un río; de un muelle que marcaba la frontera de mi mundo como una de esas fronteras arcaicas: yo no sabía lo que había al otro lado del puente, tras los bastidores de la hilera de mansiones situadas en la orilla opuesta. Aquella ciudad del recuerdo no les daba a sus hijos ninguna oportunidad de experimentar algo que luego supieran recordar.
–Conozco Bad Ischl –dijo Michel–, la ciudad con los más altos índices de suicidio en Europa.
–Pues eso no lo sabía –dije.
–Yo tampoco, pero no puedo imaginármela de otro modo.
–Da igual –continué–, el caso es que solo recuerdo borrosamente, muy borrosamente, una visita al cine, que debió ser la primera de toda mi vida. Un día nuestro maestro, el señor Zeger, llegó a clase y anunció, con la expresión de Papá Noel en el rostro, que a la semana siguiente nos llevaría al cine. Nuestros gritos de alegría recordaban los alaridos de los indios. Tenía entonces ocho años, y el cine de Bad Ischl todavía no se llamaba cine, sino “cinematógrafo”. Durante días, mis condiscípulos y yo sacamos de quicio al maestro para que nos dijera por fin el título de la película que veríamos. Él acrecentaba nuestra curiosidad y nuestra alegría previa con un silencio consecuente. No se le podía sacar ninguna otra información, salvo aquella de que veríamos “una película, ¡una película muy interesante! ¡Ya verán!” Finalmente, un alumno por el que el señor Zeger sentía especial predilección nos contó que el maestro le había dicho que el título de la película que iría a ver el grupo era La batalla por el cadalso.
Cuando por fin estuvimos sentados en el cine, vimos primero un documental, un reportaje sobre los Juegos Olímpicos de verano que habían tenido lugar más de un año antes en Roma y, finalmente, una película sobre alpinistas que soportamos aburridos como si fuese otro documental. ¿Cuándo entraban por fin los indios en escena? ¿Y la batalla por el cadalso?
Nunca llegaron. Se encendieron las luces de la sala –mi memoria se hace borrosa–, y solo se me ha quedado grabado que ese día vimos una película titulada La batalla por el Matterhorn, donde no había indios, sino el drama suscitado por la primera ascensión a una montaña en la que, como puede leerse hoy en las enciclopedias, se destacó particularmente un actor nazi de origen austríaco.
–¿Luis Trenker? –preguntó Michel
–Sí.
–Tomo nota ante la Historia de esta primera ascensión…
–¡Silencio! ¡Escucha! Desde el punto de vista histórico, de una manera insignificante, puramente anecdótica, lo que sucedió en esa visita al cine fue lo siguiente: el documental sobre los Juegos Olímpicos también mostraba la final de los cien metros lisos, y lo hacía a cámara lenta. Nosotros, los niños, éramos niños en el mejor sentido de la palabra…
–¡Existencias de papilla!
–Eso. Tan ingenuos que pensábamos que la cámara lenta era una disciplina olímpica en sí misma, y que dominarla sería luego nuestro mayor orgullo. Durante semanas estuvimos practicando “correr a cámara lenta” y, si de verdad ésta hubiera sido una disciplina olímpica oficial, nosotros, los escolares de Bad Ischl, habríamos sido imbatibles en ella, con todo nuestro sufrimiento por la fuerza de gravedad de las circunstancias.
–¿Y luego?
–Luego nos hicimos mayores. Es decir, jóvenes. Uno es joven mientras intenta ser mayor. Y…
–¡Por fin una buena frase! –dijo mi amigo.
A Michel se le enredaba ya un poco la lengua a causa del vino. Apenas se mostraba receptivo, y la historia estaba muy lejos de haberse terminado o, mejor dicho, ya había terminado, pero aún no había sido contada.
–De todos modos –dije yo–, a los dieciseís años no tuve por ejemplo la posibilidad de ir al cine y hacerme pasar por un chico de dieciocho. Estaba encerrado en un internado, en un centro educacional cerrado, sometido a ser un niño, engañado en mi juventud. Como tú.
–Como yo, sí. Sometido a ser un niño, condenado a seguir siendo un niño por toda la eternidad, agravado por un cuerpo que envejece.
–¡No, Michel, no! Eso es precisamente lo que quiero contarte, que eso no es así. De eso se trata: nosotros nos hicimos jóvenes demasiado tarde, pero a cambio de ello lo seremos para siempre.
–¡Mierda! –dijo Michel, y bebió. Luego añadió–: ¿Para siempre jóvenes? Me gustaría escucharlo.
–En fin, cuando cumplí por fin los dieciocho años y pude dejar el internado, en una fecha en que tú ya habías regresado con tus padres a Paris, entonces no era nadie; era demasiado inexperto como para hacerme creíblemente mayor ante las experiencias de los adultos; pero al mismo tiempo era demasiado viejo ya como para ser feliz en mi desinterés por ellos. Resulta una experiencia rara comenzar la “vida” en una época en la que ya no parece haber contemporáneos, ni siquiera como un espejismo.
–A mí, amigo mío, me sucedió algo distinto en Paris.
–Puedes contármelo después. Pero cuando se abrieron para mí las puertas del internado en el que había permanecido aislado de la realidad, cuando pude salir a la libertad e ingresar a la universidad, me sentí por un instante rodeado de veteranos: antiguos líderes estudiantiles, antiguos fundadores de comunas, antiguos poetas revolucionarios, antiguos libertadores de sí mismos, antiguos espíritus creativos que en ese momento rodeaban por doquier como fantasmas dogmáticos. Mi mala conciencia era ilimitada, había cometido la falta imperdonable de no haber cumplido veinte años en el año ´68. uno no podía eludir a esos veteranos, ¿cuáles eran las alternativas?: ¿vínculos estudiantiles? ¿chicas bien vestidas con ropa de marca? No, no había nada razonablemente opuesto a la corriente de lo opuesto, y ser sencillamente “afirmativo” jamás fue tan imposible para un ser pensante como en esa época. Me senté, por tanto, en aulas que eran al mismo tiempo, y sobre todo, salas de espera de los veteranos, lugares en los que pretendían “hibernar” hasta que “la Historia” saliese de nuevo a “las calles”, un tema en el que se consideraban expertos, pensando que podrían ponerse otra vez a la cabeza del movimiento. Sin embargo, nada se movía. Ni siquiera a cámara lenta. Lo que sí aprendí en esa época hasta la saciedad fueron ciertas reminiscencias, tan desvergonzadamente explotadas como el emperador en Bad Ischl: ¡NOSOTROS, los veteranos, hemos hecho Historia! ¡Tomamos las riendas de la Historia! Nosotros, con nuestras barbas y gafas niqueladas, tenemos una importancia para la Historia universal. ¡Admírennos y déjense follar por nosotros, para que aprendan así lo que es la libertad!
–¿Y? ¿Te dejaste follar por ellos, monsieur Ischl?
–¡Olvidemos eso! Yo al menos lo habría olvidado si no hubiese llegado noviembre de 1989. Fue entonces cuando aprendí realmente lo que es la Historia. Con la liberación de la gente del estalinismo experimenté yo mi propia liberación. Un vuelco total en la manera de pensar, en el saber de mi vida consciente. ¿Qué otra cosa, si no, es un acontecimiento histórico? Entonces, por fin, tuvimos nuestra gran experiencia con la Historia, nosotros, los que habíamos llegado demasiado tarde para pertenecer a la generación del ´68. nosotros somos, si es que somos razonablemente algo, gente del ´89. Ese año nuestras biografías se enraizaron en la Historia, nuestra manera de pensar se convirtió en la manera de pensar de una época.
–Eso no es más que pathos, amigo mío, pero tienes razón.
–Sí que la tengo. ¿Sabes donde me encontraba yo la madrugada del 9 al 10 de noviembre de 1989?
–¡Delante del televisor, supongo!
–¡Exactamente! Estaba sentado frente al televisor y no podía apartarme de esas imágenes que mostraban el triunfo masivo del individuo. El derribo del Muro de Berlin. ¡Esa sí que fue una primera ascensión! El ascenso a una altura que un día antes habría significado, con toda seguridad, la muerte. Una masa –aunque esa es una palabra equivocada-, un rostro que se convirtió en masa en el rostro de cada persona liberada, un rostro que había dicho sí, porque se había decidido por un futuro. Un rostro que gimoteaba y lloraba. Era mi noche de bodas.
–¿Cómo dices?
–Eso, que era mi noche de bodas. Esa noche no sucedió nada más. Mi gran amor, que ese día se había convertido en mi esposa…
–¿Elizabeth?
–Sí, Elizabeth y yo estábamos sentados en la habitación de un hotel, delante del televisor, y mirábamos fijamente esas imágenes. Fue nuestro tardío y feliz desposorio con la contemporaneidad.
–¿Y después?
–Ya termino: al día siguiente dejamos la suite nupcial, hinchados los rostros por las lágrimas y por el abundante champagne, dejamos el hotel: nos habíamos casado en Bad Ischl, sí, en Bad Ischl porque… ¿Por qué? Pues porque había querido conciliar el comienzo de mi vida adulta con mi infancia. Y es apequeña ciudad imperial de mi infancia, pensé, era un lugar agradable para esa ocasión, mejor que cualquier enmohecido juzgado matrimonial de Viena. Sin embargo, ¡cuán miserable había sido ese día en que mi generación había querido reconciliarse con la Historia! Había nevado mucho durante la madrugada, y nosotros caminábamos con paso cargado a lo largo del muelle, no a cámara lenta, ni siquiera con la circunspección de aquellos veteranos, sino en tiempo real. Fuimos hasta el Paseo del Emperador, y de repente todo había perdido su significado, o al menos había cobrado uno completamente distinto. Caminábamos a través de la noche anterior, y fuimos los primeros en dejar en ella nuestras huellas.
–¡Hermoso! –dijo Michel–. Realmente hermoso. ¡Bebamos algo más!


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leandro eduardo campa
(habana, 1953 – miami, 2001)



little havana memorial park



¿Por qué se nos fue Rosario, la puta?
En la foto de la prensa no parecía la misma.

Y dijeron que tus pechos
sabían los secretos del Pentágono.

Tus pechos incinerados un día de Fiesta
Nacional,
¿tuvieron que ver con el declinar de las
cenizas de los
fuegos artificiales?

Dantón, el policía de los ojos claros,
llora junto a Papiro, el usurero,
y a su rival, Mr. Dinero.

Otros, menos
prominentes,
también lloran por
Rosario,
y en las lágrimas he hallado
el candor de un sentimiento innegociable;

pero las tumbas son como países
mal gobernados,

y Rosario no llega.


●●●


Como cuenta de ahorro en sus finales resisto.

Que cada tumba sea ascensión de alba, y no
la neblina de mi avaricia.

Me entrego a esos ideales,
pero,
¿quién garantiza
el bienestar de los
sepulcros?

Aguas nacidas en albercas
sus muros defenderán.
Y ahora,
¿qué haré sin mi tarjeta de
crédito?

Un poco de salud,
ningún dinero,
y
mucha poesía.

(La tumba de un poeta es un lugar de
cuidado).

Montañas a Mr.
Dinero.

porque los locos no saben que envejecen.

Los jardines de Gainesville, me han dicho,
florecen al anochecer;

los jardines del hospital para dementes.
ESCUCHA: no hay hora fija para el silencio.


●●●


A Maritza, la loca, le gustaban las gaviotas
que, precedidas de un viento familiar, solían
posarse en el terreno de pelota del Parque
Martí,
cuando todavía ningún niño jugaba.

Ella vivía pendiente de ese viento
que le proveía, en un instante de dicha,
sosiego a su razón perdida donde abismos
debieron unirse en la piedad.

Hija mía, niña que corrías
tras los pájaros del parque sin cerca,
dada en adopción a los ricos de Coral.

Madre de vuelo profundo, hazme sentir
cuando mi hija me llame desde el jardín
donde juega rodeada de rejas y sueños
fabricados.


●●●


¡Qué norteamericana la luna sobre el mar!

Cascadas de luz en la orilla redonda
comparten su intimidad con las aguas:
el más puro de mis sentimientos subastado.

Ha vuelto a elevarse el fulgor
de la fuente del parque que pronto apagarán;
la fuente con quien sentí las cosas
primordiales.

Si el nombre Reina no remitiera a la belleza,
desistiría de mi Fe en la Humanidad.

Pero, ¿dónde está el cochero que canta
y le dice palabras dulces a los caballos?

Me gustaría ver a mi amigo Eddy Campa, el
poeta:
no conozco otro más sabio en materia de
nudos.

En la rivera de mi memoria,
el mar que me consuela adormece las olas.
También en los camposantos florecen los
almendros.


●●●


Cuando el Sr. Pastor Emenegildo Sarmiento
de la

Concepción
puso en venta la Iglesia Misionera de Dios
por cuarenta mil dólares, tuvo tres ofertas:

Mr. Dinero:
treinta mil dólares
para construir un supermercado.

Sr. Valdivia
(dueño de La Cadena Supermarket):
treinta y cinco mil dólares
para impedir la competencia.

La Ciudad:
cincuenta mil dólares
para hacer una estación de policía.


●●●


Necesité valor para hablarle:
creí que me iba a tomar por loco
pero, como dije, me llené de valor
y fui hacia él, y le dije:

Sr. Presidente Reagan
haga algo por mi hijo
preso en Cuba

y yo miraba mis manos mojadas por el agua
del fregadero, y a mi delantal con rastros de
comida
pensando, como dije antes, que me tomase
por loco
pero él, el Sr. Presidente, se
volvió
hacia mí
con una sonrisa
y me preguntó el nombre de mi hijo
y el motivo por el cual se hallaba preso
y me dio su teléfono para que lo llamase a la
Casa
Blanca
y estrechó mi mano sin importarle lo mojada
que estaba
y yo recogí su plato, y él me dijo thank you.


●●●


Por la mañana pasan los ómnibus escolares
hacia la Doce Avenida Middle School

y pienso en lo que América fue
sin ómnibus escolares,

y en el joven Lincoln
con un libro en las manos
en medio de un
bosque
y un hacha a su
lado
sin Doce Avenida
y sin ómnibus escolares,

Where is yesterday´s snow?








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yukio mishima
( tokio 1925 – 1970)



el muchacho que escribía poesía

Poema tras poema fluía de su pluma con pasmosa facilidad. Le llevaba poco tiempo llenar las treinta páginas de uno de los cuadernos de la Escuela de los Pares. ¿Cómo era posible, se preguntaba el muchacho, que pudiera escribir dos o tres poemas por día? Una semana que estuvo enfermo en cama, compuso: "Una semana: Antología". Recortó un óvalo en la cubierta de su cuaderno para destacar la palabra "poemas" en la primera página. Abajo, escribió en inglés: "12th. 18th: May, 1940".
Sus poemas empezaban a llamar la atención de los estudiantes de los últimos años. La algarabía es por mis 15 años. Pero el muchacho confiaba en su genio. Empezó a ser atrevido cuando hablaba con los mayores. Quería dejar de decir "es posible", tenía que decir siempre "sí".
Estaba anémico de tanto masturbarse. Pero su propia fealdad no había empezado a molestarle. La poesía era algo aparte de esas sensaciones físicas de asco. La poesía era algo aparte de todo. En las sutiles mentiras de un poema aprendía el arte de mentir sutilmente. Solo importaba que las palabras fueran bellas. Todo el día estudiaba el diccionario.
Cuando estaba en éxtasis, un mundo de metáforas se materializaba ante sus ojos. La oruga hacía encajes con las hojas del cerezo; un guijarro lanzado a través de robles esplendorosos volaba hacia el mar. Las garzas perforaban la ajada sábana del mar embravecido para buscar en el fondo a los ahogados. Los duraznos se maquillaban suavemente entre el zumbido de insectos dorados; el aire, como un arco de llamas tras una estatua, giraba y se retorcía en torno a una multitud que trataba de escapar. El ocaso presagiaba el mal: adquiría la oscura tintura del yodo. Los árboles de invierno levantaban hacia el cielo sus patas de madera. Y una muchacha estaba sentada junto a un horno, su cuerpo como una rosa ardiente. El se acercaba a la ventana y descubría que era una flor artificial. Su piel, como carne de gallina por el frío, se convertía en el gastado pétalo de una flor de terciopelo.
Cuando el mundo se transformaba así era feliz. No le sorprendía que el nacimiento de un poema le trajera esta clase de felicidad. Sabía mentalmente que un poema nace de la tristeza, la maldición o la desesperanza del seno de la soledad. Pero para que este fuera su caso, necesitaba un interés más profundo en sí mismo, algún problema que lo abrumara. Aunque estaba convencido de su genio, tenía curiosamente muy poco interés en sí mismo. El mundo exterior le parecía más fascinante. Sería más preciso decir que en los momentos en que, sin motivo aparente era feliz, el mundo asumía dócilmente las formas que él deseaba.
Venía la poesía para resguardar sus momentos de felicidad, ¿o era el nacimiento de sus poemas lo que la hacía posible? No estaba seguro. Sólo sabía que era una felicidad diferente de la que sentía cuando sus padres le traían algo que había deseado por mucho tiempo o cuando lo llevaban de viaje, y que era una felicidad únicamente suya.
Al muchacho no le gustaba escrutar constante y atentamente el mundo exterior o su ser interior. Si el objeto que le llamaba la atención no se convertía de pronto en una imagen si en un mediodía de mayo el brillo blancuzco de las hojas recién nacidas no se convertía en el oscuro fulgor de los capullos nocturnos del cerezo se aburría al instante y dejaba de mirarlo. Rechazaba fríamente los objetos reales pero extraños que no podía transformar: "No hay poesía en eso".
Una mañana en que había previsto las preguntas de un examen, respondió rápidamente, puso las respuestas sobre el escritorio del profesor sin mirarlas siquiera, y salió antes que todos sus compañeros. Cuando cruzaba los patios desiertos hacia la puerta, cayó en sus ojos el brillo de la esfera dorada del asta de la bandera. Una inefable sensación de felicidad se apoderó de él. La bandera no estaba alzada. No era día de fiesta. Pero sintió que era un día de fiesta para su espíritu, y que la esfera del asta lo celebraba. Su cerebro dio un rápido giro y se encaminó hacia la poesía. Hacia el éxtasis del momento. La plenitud de esa soledad. Su extraordinaria ligereza. Cada recodo de su cuerpo intoxicado de lucidez. La armonía entre el mundo exterior y su ser interior...
Cuando no caía naturalmente en ese estado, trataba de usar cualquier cosa a mano para inducir la misma intoxicación. Escudriñaba su cuarto a través de una caja de cigarrillos hecha con una veteada caparazón de tortuga. Agitaba el frasco de cosméticos de su madre y observaba la tumultuosa danza del polvo al abandonar la clara superficie del líquido y asentarse suavemente en el fondo.
Sin la menor emoción usaba palabras como "súplica", "maldición" y "desdén". El muchacho estaba en el Club Literario. Uno de los miembros del comité le había prestado una llave que le permitía entrar a la sede solo y a cualquier hora para sumergirse en sus diccionarios favoritos. Le gustaban las páginas sobre los poetas románticos en el "Diccionario de la literatura mundial": En sus retratos no tenían enmarañadas barbas de viejo, todos eran jóvenes y bellos.
Le interesaba la brevedad de las vidas de los poetas. Los poetas deben morir jóvenes. Pero incluso una muerte prematura era algo lejano para un quinceañero. Desde esta seguridad aritmética el muchacho podía contemplar la muerte prematura sin preocuparse.
Le gustaba el soneto de Wilde, "La tumba de Keats": "Despojado de la vida cuando eran nuevos el amor y la vida / aquí yace el más joven de los mártires". Había algo sorprendente en esos desastres reales que caían, benéficos, sobre los poetas. Creía en una armonía predeterminada. La armonía predeterminada en la biografía de un poeta. Creer en esto era como creer en su propio genio.
Le causaba placer imaginar largas elegías en su honor, la fama póstuma. Pero imaginar su propio cadáver lo hacía sentirse torpe. Pensaba febrilmente, que viva como un cohete. Que con todo mi ser pinte el cielo nocturno un momento y me apague al instante. Consideraba todas las clases de vida y ninguna otra le parecía tolerable. El suicidio le repugnaba. La armonía predeterminada encontraría una manera más satisfactoria de matarlo.
La poesía empezaba a emperezar su espíritu. Si hubiera sido más diligente, habría pensado con más pasión en el suicidio.
En la reunión de la mañana el monitor de los estudiantes pronunció su nombre. Eso implicaba una pena más severa que ser llamado a la oficina del maestro. "Ya sabes de qué se trata", le dijeron sus amigos para intimidarlo. Se puso pálido y le temblaban las manos.
El monitor, a la espera del muchacho, escribía algo con una punta de acero en las cenizas muertas del "hibachi". Cuando el muchacho entró, el monitor le dijo "siéntese", cortésmente. No hubo reprimenda. Le contó que había leído sus poemas en la revista de los egresados. Después le hizo muchas preguntas sobre la poesía y sobre su vida en el hogar. Al final le dijo: "Hay dos tipos: Schilla y Goethe. Sabe quién es Schilla, ¿no es cierto?"
"¿Schiller quiere decir?"
"Sí. No trate nunca de convertirse en un Schilla. Sea un Goethe".
El muchacho salió del cuarto del monitor y se arrastró hasta el salón de clase, insatisfecho y frunciendo el ceño. No había leído ni a Goethe ni a Schiller. Pero conocía sus retratos. "No me gusta Goethe. Es un viejo. Schiller es joven. Me gusta más".
El presidente del Club Literario, un joven llamado R que le llevaba cinco años, empezó a protegerlo. También a él le gustaba R, porque era indudable que se consideraba un genio anónimo, y porque reconocía el genio del muchacho sin tener para nada en cuenta su diferencia de edades. Los genios tenían que ser amigos.
R era hijo de un Par. Se daba los aires de un Villiers de l'Isle Adam, se sentía orgulloso del noble linaje de su familia y empapaba su obra con una nostalgia decadente de la tradición aristocrática de las letras. R, además, había publicado una edición privada de sus poemas y ensayos. El muchacho sintió la envidia.
Intercambiaban largas cartas todos los días. Les gustaba esta rutina. Casi todas las mañanas llegaba a casa del muchacho una carta de R en un sobre al estilo occidental, del color del melocotón. Por largas que fueran las cartas no pasaban de un cierto peso; lo que le encantaba al muchacho era esa voluminosa ligereza, esa sensación de que estaban llenas pero de que flotaban. Al final de la carta copiaba un poema reciente, escrito ese mismo día, o si no había tenido tiempo, un poema anterior.
El contenido de las cartas era trivial. Empezaban con una crítica del poema que el otro había enviado en la última carta, a la que seguía una palabrería inacabable en la que cada cual hablaba de la música que había escuchado, los episodios diarios de su familia, las impresiones de las muchachas que le habían parecido bellas, los libros que había leído, las experiencias poéticas en las que una palabra revelaba mundos, y así sucesivamente. Ni el joven de veinte años ni el muchacho de quince se cansaban de este hábito.
Pero el muchacho reconocía en las cartas de R una pálida melancolía, la sombra de un ligero malestar que sabía no estaba nunca presente en las suyas. Un recelo ante la realidad, una ansiedad de algo a lo que pronto tendría que enfrentarse le daban a las cartas de R un cierto espíritu de soledad y de dolor. El tranquilo muchacho percibía este espíritu como una sombra sin importancia que nunca caería sobre él.
¿Veré alguna vez la fealdad? El muchacho se planteaba problemas de esta clase; no los esperaba. La vejez, por ejemplo, que rindió a Goethe después de soportarla muchos años. No se le había ocurrido nunca pensar en algo como la vejez. Hasta la flor de la juventud, bella para unos, fea para otros, estaba todavía muy lejos. Olvidaba la fealdad que descubría en sí mismo.
El muchacho estaba cautivado por la ilusión que confunde al arte con el artista, la ilusión que proyectan en el artista las muchachas ingenuas y consentidas. No le interesaba el análisis y el estudio de ese ser que era él mismo, en quien siempre soñaba. Pertenecía al mundo de la metáfora, al interminable calidoscopio en el que la desnudez de una muchacha se convertía en una flor artificial. Quien hace cosas bellas no puede ser feo. Era un pensamiento tercamente enraizado en su cerebro, pero inexplicablemente no se hacía nunca la pregunta más importante: ¿Era necesario que alguien bello hiciera cosas bellas?
¿Necesario? El muchacho se hubiera reído de la palabra. Sus poemas no nacían de la necesidad. Le venían naturalmente; aunque tratara de negarlos, los poemas mismos movían su mano y lo obligaban a escribir. La necesidad implicaba una carencia, algo que no podía concebir en sí mismo. Reducía, en primer lugar, las fuentes de su poesía a la palabra "genio", y no podía creer que hubiera en él una carencia de la que no fuera consciente. Y aunque lo fuera, prefería llamarlo "genio" y no carencia.
No que fuera incapaz de criticar sus propios poemas. Había, por ejemplo, un poema de cuatro versos que los mayores alababan con extravagancia; le parecía frívolo y le daba pena. Era un poema que decía: así como el borde transparente de este vidrio tiene un fulgor azul, así tus límpidos ojos pueden esconder un destello de amor.
Los elogios de los demás le encantaban al muchacho, pero su arrogancia no le permitía ahogarse en ellos. La verdad era que ni siquiera el talento de R le impresionaba mucho. Claro que R tenía suficiente talento como para distinguirse entre los estudiantes avanzados del Club Literario, pero eso no quería decir nada. Había un rincón frígido en el corazón del muchacho. Si R no hubiera agotado su tesoro verbal para alabar el talento del muchacho, quizás el muchacho no hubiera hecho ningún esfuerzo para reconocer el de R.
Se daba perfecta cuenta de que el premio a su gusto ocasional por ese tranquilo placer era la ausencia de cualquier brusca excitación adolescente. Dos veces al año, las escuelas tenían series de béisbol que llamaban los "Juegos de la Liga". Cuando la Escuela de los Pares perdía, los estudiantes de penúltimo año que habían vitoreado a los jugadores durante el partido los rodeaban y compartían sus sollozos. Él nunca lloraba. Ni se sentía triste. "¿Para qué sentirse triste? ¿Porque perdimos un partido de béisbol?" Le sorprendían esas caras llorosas, tan extrañas. El muchacho sabía que sentía las cosas con facilidad, pero su sensibilidad se encaminaba en una dirección diferente a la de todos los demás. Las cosas que los hacían llorar no tenían eco en su corazón. El muchacho empezó a hacer cada vez más que el amor fuera el tema de su poesía. Nunca había amado. Pero le aburría basar su poesía solamente en las transformaciones de la naturaleza, y se puso a cantar las metamorfosis que de momento a momento ocurren en el alma.
No le remordía cantar lo que no había vivido. Algo en él siempre había creído que el arte era esto exactamente. No se lamentaba de su falta de experiencia. No había oposición ni tensión entre el mundo que le quedaba por vivir y el mundo que tenía dentro de sí. No tenía que ir muy lejos para creer en la superioridad de su mundo interior; una especie de confianza irracional le permitía creer que no había en el mundo emoción que le quedara por sentir. Porque el muchacho pensaba que un espíritu tan agudo y sensible como el suyo ya había aprehendido los arquetipos de todas las emociones, aunque fuera algunas veces como puras premoniciones, que toda la experiencia se podía reconstruir con las combinaciones apropiadas de estos elementos de la emoción. Pero, ¿cuáles eran estos elementos? El tenía su propia y arbitraria definición: "Las palabras".
No que el muchacho hubiera llegado a una maestría de las palabras que fuera genuinamente suya. Pero pensaba que la universalidad de muchas de las palabras que encontraba en el diccionario las hacía variadas en su significado y con distinto contenido y, por lo tanto, disponibles para su uso personal, para un empleo individual y único. No se le ocurría que solo la experiencia podía darle a las palabras color y plenitud creativa.
El primer encuentro entre nuestro mundo interior y el lenguaje enfrenta algo totalmente individual con algo universal. Es también la ocasión para que un individuo, refinado por lo universal, por fin se reconozca. El quinceañero estaba más que familiarizado con esta indescriptible experiencia interior. Porque la desarmonía que sentía al encontrar una nueva palabra también le hacía sentir una emoción desconocida. Lo ayudaba a mantener una calma exterior incompatible con su juventud. Cuando una cierta emoción se apoderaba de él, la desarmonía que despertaba lo llevaba a recordar los elementos de la desarmonía que había sentido antes de la palabra. Recordaba entonces la palabra y la usaba para nombrar la emoción que tenía ante sí. El muchacho se hizo práctico en disponer así de las emociones. Fue así como conoció todas las cosas: la "humillación", la "agonía", la "desesperanza", la execración", la "alegría del amor", la "pena del desamor".
Le hubiera sido fácil recurrir a la imaginación. Pero el muchacho dudaba en hacerlo. La imaginación necesita una clase de identificación en la que el ser se duele con el dolor de los demás. El muchacho, en su frialdad, no sentía nunca el dolor de los demás. Sin sentir el menor dolor se susurraba: "Eso es dolor, es algo que conozco".
Era una soleada tarde de mayo. Las clases se habían acabado. El muchacho caminaba hacia la sede del Club Literario para ver si había alguien allí con quien pudiera hablar camino a casa. Se encontró con R, quien le dijo: "Estaba esperando que nos encontráramos. Charlemos".
Entraron al edificio estilo cuartel en el que los salones de clase habían sido divididos con tabiques para alojar los diferentes clubes. El Club Literario estaba en una esquina del oscuro primer piso. Alcanzaban a oír ruidos, risas y el himno del colegio en el Club Deportivo, y el eco de un piano en el Club Musical. R. metió la llave en la cerradura de la sucia puerta de madera. Era una puerta que aún sin llave había que abrir a empujones.
El cuarto estaba vacío. Con el habitual olor a polvo. R entró y abrió la ventana, palmoteó para quitarse el polvo de las manos y se sentó en un asiento desvencijado.
Cuando ya estaban instalados el muchacho empezó a hablar. "Anoche vi un sueño en colores". (El muchacho se imaginaba que los sueños en colores era prerrogativa de les poetas). "Había una colina de tierra roja. La tierra era de un rojo encendido, y el atardecer, rojo y brillante, hacía su color más resplandeciente. De la derecha vino entonces un hombre arrastrando una larga cadena. Un pavo real cuatro o cinco veces más grande que el hombre iba atado a su extremo y recogía sus plumas arrastrándose lentamente frente a mí. El pavo real era de un verde vivo. Todo su cuerpo era verde y brillaba hermosamente. Seguí mirando el pavo real a medida que era arrastrado hacia lo lejos, hasta que no pude verlo más... Fue un sueño fantástico. Mis sueños son muy vívidos cuando son en colores, casi demasiado vívidos. ¿Qué querría decir un pavo real verde para Freud?"
"Qué querría decir?"
R no parecía muy interesado. Estaba distinto que siempre. Estaba igual de pálido, pero su voz no tenía su usual tono tranquilo y afiebrado, ni respondía con pasión. Había aparentemente escuchado el monólogo del muchacho con indiferencia. No, no lo escuchaba.
El afectado y alto cuello del uniforme de R estaba espolvoreado de caspa. La luz turbia hacía que refulgiera el capullo de cerezo de su emblema de oro, y alargaba su nariz, de por sí bastante grande. Era de forma elegante pero un tris más grande de lo debido, y mostraba una inconfundible expresión de ansiedad. La angustia de R parecía manifestarse en su nariz.
Sobre el escritorio había unas viejas galeras cubiertas de polvo y reglas, lápices rojos, laca, volúmenes empastados de la revista de los egresados y manuscritos que alguien había empezado. El muchacho amaba esta confusión literaria. R revolvió las galeras como si estuviera ordenando las cosas a regañadientes, y sus dedos blancos y delgados se ensuciaron con el polvo. El muchacho hizo un gesto de burla. Pero R chasqueó la lengua en señal de molestia, se sacudió el polvo de las manos y dijo:
"La verdad es que hoy quería hablar contigo de algo".
"De qué?"
"La verdad es...". R vaciló primero pero luego escupió las palabras. "Sufro. Me ha pasado algo terrible".
"¿Estás enamorado?" preguntó fríamente el muchacho.
"Sí".
R explicó las circunstancias. Se había enamorado de la joven esposa de otro, había sido descubierto por su padre, y le habían prohibido volver a verla. El muchacho se quedó mirando a R con los ojos desorbitados. "He aquí a alguien enamorado. Por primera vez puedo ver el amor con mis ojos". No era un bello espectáculo. Era más bien desagradable.
La habitual vitalidad de R había desaparecido; estaba cabizbajo. Parecía malhumorado. El muchacho había observado a menudo esta expresión en las caras de personas que habían perdido algo o a quienes había dejado el tren.
Pero que un mayor tuviera confianza en él era un halago a su vanidad. No se sentía triste. Hizo un valeroso esfuerzo por asumir un aspecto melancólico. Pero el aire banal de una persona enamorada era difícil de soportar.
Por fin halló unas palabras de consuelo.
"Es terrible. Pero estoy seguro que de ello saldrá un buen poema".
R respondió débilmente: "Este no es momento para la poesía".
"¿Pero no es la poesía una salvación en momentos como este?"
La felicidad que causa la creación de un poema pasó como un rayo por la mente del muchacho. Pensó que cualquier pena o agonía podía ser eliminada mediante el poder de esa felicidad.
"Las cosas no funcionan así. Tú no comprendes todavía".
Esta frase hirió el orgullo del muchacho. Su corazón se heló y planeó la venganza.
"Pero si fueras un verdadero poeta, un genio, ¿no te salvaría la poesía en un momento como este?"
"Goethe escribió el Werther", respondió R, "y se salvó del suicidio. Pero sólo pudo escribirlo porque, en el fondo de su alma, sabía que nada, ni la poesía, lo podría salvar, y que lo único que quedaba era el suicidio".
"Entonces, ¿por qué no se suicidó Goethe? Si escribir y el suicidio son la misma cosa, ¿por qué no se suicidó? ¿Porque era un cobarde? ¿O porque era un genio?"
"Porque era un genio".
"Entonces..."
El muchacho iba a insistir en una pregunta más, pera ni él mismo la comprendía. Se hizo vagamente a la idea de que lo que había salvado a Goethe era el egoísmo. La idea de usar esta noción para defenderse se apoderó de él.
La frase de R, "Tú no comprendes todavía", lo había herido profundamente. A sus años no había nada más fuerte que la sensación de inferioridad por la edad. Aunque no se atrevió a pronunciarla, una proposición que se burlaba de R había surgido en su mente: "No es un genio. Se enamora".
El amor de R era sin duda verdadero. Era la clase de amor que un genio nunca debe tener. R, para adornar su miseria, recurría al amor de Fujitsubo y Gengi, de Peleas y Melisande, de Tristán e Isolda, de la princesa de Cleves y el duque de Némours como ejemplos del amor ilícito.
A medida que escuchaba, el muchacho se escandalizaba de que no había en la confesión de R ni un solo elemento que no conociera. Todo había sido escrito, todo había sido previsto, todo había sido ensayado. El amor escrito en los libros era más vital que éste. El amor cantado en los poemas era más bello. No podía comprender por qué R recurría a la realidad para tener sueños sublimes. No podía comprender este deseo de lo mediocre.
R parecía haberse calmado con sus palabras, y ahora empezó a hacer un largo recuento de los atributos de la muchacha. Debía de ser una belleza extraordinaria, pero el muchacho no se la podía imaginar. "La próxima vez te muestro su retrato", dijo R. Luego, no sin vergüenza, terminó dramáticamente:
"Me dijo que mi frente era realmente muy hermosa".
El muchacho se fijó en la frente de R, bajo el pelo peinado hacia atrás. Era abultada y la piel relucía débilmente bajo la luz opaca que entraba por la puerta; daba la impresión de que tenía dos protuberancias, cada una tan grande como un puño.
"Es un cejudo", pensó el muchacho. No le parecía nada hermoso. Mi frente también es abultada, se dijo. Ser cejudo y ser bien parecido no son la misma cosa.
En ese momento el muchacho tuvo la revelación de algo. Había visto la ridícula impureza que siempre se entremete en nuestra conciencia del amor o de la vida, esa ridícula impureza sin la cual no podemos sobrevivir ni en ésta ni en aquel: es decir, la convicción de que el ser cejijuntos nos hace bellos.
El muchacho pensó que también él, quizás, de un modo más intelectual, estaba abriéndose camino en la vida gracias a una convicción parecida. Algo en ese pensamiento lo hizo estremecerse. "¿En qué piensas?" preguntó R, suavemente, como de costumbre.
El muchacho se mordió los labios y sonrió. El día se estaba oscureciendo. Oyó los gritos que llegaban desde donde practicaba el Club de Béisbol. Percibió un eco lúcido cuando una pelota golpeada por bate fue lanzada hacia el cielo. Algún día, tal vez, yo también deje de escribir poesía, pensó el muchacho por primera vez en su vida. Pero todavía le quedaba por descubrir que nunca había sido poeta.




replay

jeff noon
(manchester, 1957)



como hacer una novela moderna

Vivimos ahora en el futuro. Cuán desilusionante luce este período comparado con lo que nos prometía el mundo. Con el Domo, las celebraciones por el milenio y el sentimiento general de "¿Era esto?" tras nosotros, nos ha esclavizado el cinismo, las pasiones artificiales y estímulos desesperadamente forzados. No es el tiempo para el gran arte. De todas formas, si tan solo está alimentado por el cansancio mundano, el futuro puede no durar mucho. Tal vez, en nuestra imaginación, podríamos sobrepasar completamente este período. Me gustaría hablar sobre una posible literatura, el tipo de escritura que tendrá lugar en la era post-futura.
Un síntoma del futuro actual se halla en el percibido estado lamentable de la novela inglesa. Los que se quejan de que la novela inglesa está muerta se pasan el resto del tiempo alabando la última obra maestra que se las arregla para contar una buena historia de alguna manera simple. En otras palabras, se retrocede en el pasado. Casi todas las novelas publicadas este año usarán una forma creada hace trescientos años, dispuesta en piedra durante la época victoriana.
Los pocos libros que intentan nuevos enfoques son recibidos con gemidos de aburrimiento. Este es el tedio de moda de los sentimientos de ahora. Los escritores son demasiado listos, pasan más cosas de la cuenta, muchas ideas, es pasar demasiado trabajo. Oh, los lamentos constantes de que este o aquel libro son ilegibles.
Lo que quieren decir realmente esta gente negativa es que ellos mismos no pueden leerlo. Es muy difícil para ellos. ¿Comparado con qué? ¿Jeffrey Archer? ¿James Joyce? ¿Cuál constituye el punto de referencia de legibilidad? ¿Ian McEwan, JK Rowling, Salman Rushdie? ¿Cuáles son esas líneas dibujadas en la arena, las cuales otros escritores no deben traspasar? ¿Hemos perdido la valentía de comprometernos con un texto audaz?
Dos escritores británicos, Nicholas Blincoe y Matt Thorne, redactaron recientemente una lista de diez reglas para crear ficción. La colección de historias que juntaron, Saluden todos a los Nuevos Puritanos, es un documento peculiar. Quince jóvenes autores han decidido remover toda traza de densidad formal de su trabajo. Sin flashbacks, sin voces autorales, sin narrativas duales. Los escritores "esquivarán la poesía y las licencias poéticas en todas sus formas".
Los Nuevos Puritanos han clavado su bandera al mástil, y que bandera tan gris y exánime ha resultado ser. Estos son los cuentos secos, diestros, ligeramente entretenidos que muchos de nuestros autores ya producen, sin otras reglas que las tradiciones fijadas. Lo pequeño, bien hecho; una temible negación de lo imaginario.
¿De donde procede esta fijación con la narrativa lineal? Olvidándose de las aventuras textuales de Joyce, los escritores británicos mantuvieron la tradición de los viejos placeres de contar historias directamente. Esto lleva a nuestra situación actual, donde la gran mayoría de novelistas aún intentan conducir un único hilo narrativo a través de un mundo complejo.
Pero vivimos diariamente una red de conexiones, todos nosotros adoptándonos a digerir las múltiples capas de información. Esta es la sociedad fluida. Trazando senderos a través de este paisaje intrincado necesita otro tipo de arte narrativo. Es en este espíritu aventurero que veo la novela post-futura.
No quiero decir una negación a contar historias. Pero necesitamos expandir la noción de lo que es una historia, y buscar nuevas maneras de contarlas. Necesitamos ser valientes en esto, como escritores, como críticos, y como lectores.
Es pertinente, con respecto a esto, echar un vistazo a la novela Casa de hojas, del autor norteamericano Mark Z. Danielewski. Más que un simple libro, un enorme laberinto, Casa de hojas contiene delicias asombrosas en cada página. Hay poemas, fotografías, citas, áreas de texto impreso al revés, páginas casi en blanco, notas al pie, un índice, un uso juguetón de la tipografía. El libro también cuenta una buena historia. Buscar las pistas narrativas regadas a lo largo del texto es un intenso placer.
Propondría a este libro como uno de los primeros ejemplos del post-futurismo. Es exactamente la forma de contar que necesitamos ahora. Casa de hojas fue un gran éxito en los Estados Unidos. Es interesante imaginar como hubiera sido la reacción crítica al libro en este país si la novela hubiera sido escrita por un autor británico. ¿Podría haber sido contada una historia tan hermosamente compleja en esta época, en esta isla húmeda y gris?
Buscando una literatura imaginaria, la novela post-futurista se ofrece a sí misma como una vía hacia adelante. Primero que todo, tenemos que aceptar que la escritura inglesa ha avanzado muy lentamente en la adopción de técnicas de vanguardia, en comparación con la música popular, el arte y las películas. El tejido narrativo de la más reciente película de culto está intercalado con tomas fragmentarias, imágenes paralizadas, montajes, tomas en cámara lenta, técnicas de cámara en mano, y cosas por el estilo. Las grabaciones house, de hip-hop y de garage contienen elementos de remezclas, scratching y muestreo.
También podemos echar un vistazo a las narrativas ramificadas de los juegos de computadora, a las extrañas conexiones que los links hipertextuales revelan en internet, a los juegos de imagen y texto en una novela gráfica.
Todos estos son medios fluidos, para una sociedad fluida. Contrapuesta a este material, no es de extrañar que la novela contemporánea parezca moribunda. Como escritores, necesitamos abrirnos a esta fluidez. ¿Cuales son los equivalentes en prosa a la cámara en mano, el hipertexto, el remix, la imagen congelada? Como lectores, necesitamos usar la experiencia que tenemos al disfrutar una película o una pieza de arte visual a nuestra apreciación de la novela.
Mientras escribo esto, estoy oyendo Decks, EFX and 909, un CD del techno-DJ y músico Richie Hawtin. Escuchándolo ahora, me viene una idea. Presentaré esta idea como el plan posible de una novela post-futurista. El CD consiste en 38 piezas musicales, reproducidas en un número de tocadiscos, con dos o tres placas siendo usadas simultáneamente. Hawtin incluye un diagrama en el folleto del CD, ilustrando cuando comienza y termina cada grabación.
El DJ también emplea los otros artilugios mencionados en el título, un procesador de efectos especiales, y una máquina Roland 909 como batería. Con estos elementos, Hawtin produce una narrativa coherente musical. Uso la palabra "narrativa" sin compromisos. Cualquiera que haya disfrutado de un buen DJ en un club nocturno atestiguará a favor de este sentido de una historia siendo desarrollada a través de la música.
Con esto en mente, podríamos usar el CD de Richie Hawtin como patrón para una novela. Necesitamos crear 38 historias, que entonces se mezclen unas entre otras usando el diagrama del CD como guía. Cuando termina una historia, otra historia, o dos distintas, se mezclan con ella. Estas nuevas historias son continuadas hasta que otras sean añadidas.
Hawtin retorna dos veces al mismo disco, o a una mezcla diferente del disco; podemos usar esa técnica para permitir que nuestras varias historias reaparezcan en sitios distintos en la narrativa. Los efectos especiales y los elementos de la máquina de batería pueden ser interpretados de nuestra manera, de acuerdo con las imaginaciones individuales. No hay reglas, solo oportunidades. Sobre todo, imaginen el placer de seguir el hilo de las varias historias mezcladas.
Esto da una posible estructura para una novela post-futurista. Ahora quiero hablar un poco sobre el lenguaje que tal novela podría usar. Nos hemos adaptado en este país a escribir "libros". Con esto, quiero decir que tendemos a concentrarnos en grandes esquemas, más que en la interacción de palabras.
Vistas de un modo distinto, de todas maneras, las palabras se tornan un medio líquido, una sustancia maleable capaz de ser moldeada en formas sorprendentes. Las apalabras pueden ser estiradas, rotas, derretidas, drogadas, mutadas, forzadas a la sumisión, liberadas. Necesitamos escritores que disfruten en la salvaje excitación del lenguaje, a este nivel tan profundo, creando una especie de dub ficción.
Nuestra escritura entonces estará cargada, sensual, y viva con los efectos poéticos que los Nuevos Puritanos tanto temen. No nos asustemos por la intensidad de expresión.
Los DJs de hip-hop tienen una frase para describir lo detallado, el continuo control de un grupo de tocadiscos, celebrada en el clásico por Gang Starr, DJ Premier in Deep Concentration. La novela post-futurista usará esta concentración en su uso del lenguaje.
Al mismo tiempo, utilizará una estructura fluida y orgánica, una red de tramas para historias. Será experimental, y de todas formas pondrá un firme énfasis en la representación de los deseos humanos. Será Raymond Chandler escribiendo Ulises, James Joyce escribiendo El sueño eterno. Se alejará del cinismo indolente y del nihilismo. El post-futurismo reverencia a la imaginación narrativa. Si la novela británica está muerta de veras, deberíamos poner una flor en su tumba, y pisar el césped. Ahora es el momento de convocar a su fantasma frágil y floreciente.


publicado en The Guardian, enero 2001



replay

alberto garrandés
(habana, 1960)



gris de borrasca
(fragmento de la novela La sombra de las nubes en el agua)


—Tápate eso, cochina —le dice Gata de Angora a Hojita de Vencedor mientras se seca una lágrima inverosímil.
Digamos (pensando en faisanes dorados rellenos de castañas, bajo vaporosos y ya distantes crepúsculos) que, por extrañas excepciones, esta noche no será cualquier noche. Aceptémoslo. El parquecito frente a la funeraria, donde la gente se aglomera antes de entrar en las oficinas de Consejo de Europa, se encontrará desierto y continuará así, barrido de vez en vez por el aire y el ruido rac rac de las flores muertas. Habrá otras materias que se deslizarán sobre el pavimento. Otras materias no afines, como el papel sanitario seco, doblado en dos y con manchas de sangre. Pero entonces el ruido sería roc roc, o ruoc ruoc. ¡Muslos suaves, cánceres, orines y delirios! En el inicio mismo de la madrugada, tres niños de nueve o diez años conseguirán sables de metal y deberán combatir allí con una pertinaz elegancia. Consintámoslo. Ahora, por los iluminados corredores de la funeraria, dos hombres metidos en sobretodos blancos de algodón transportan un carro de lata donde se huele el vapor del chocolate y brillan tazas de loza blanca.
El día anterior, un sujeto que representaba al Consejo de Iglesias de Levante, había llegado con una carga de cruces de madera labrada —un obsequio venido de la impar Constantinopla— y las había distribuido dentro y fuera de las salas. Cada una de las cruces mostraba un bonito neón anaranjado que funcionaba con dos baterías y contribuía a acentuar el fervor.
Los sarcófagos resplandecen hoy bajo la iluminación metafísica del Altísimo, y en los pasillos un aura nueva atempera la tristeza. Gloria in excelsis Deo.
Gata de Angora había mandado sellar el ataúd de su marido. Los maquillistas —dos trabajadores con mucha experiencia: uno de ellos provenía del Gran Teatro Imperial de La Habana y era un connoisseur— no habían podido disimular del todo el feo agujero en la frente de Roberto, practicado en vivo con un taladro eléctrico y una broca de media pulgada, mientras tres tipos lo inmovilizaban en una silla de estilo. Un cuarto tipo, disfrazado de payaso, afincaba la broca —que, al ir perforando el hueso frontal, soltaba un humillo encantador—, y un quinto y último tipo filmaba la totalidad del proceso mientras el payaso cantaba un aria de Purcell.
En su casa, encima de una mesa habitualmente llena de revistas, y dentro de una bolsa de nylon para evidencias criminales, había visto Gata de Angora el taladro homicida. La sorpresa de llegar y encontrarse con todo revuelto no le impedía recordar perfectamente que en la empuñadura del taladro había un diminuto sello plástico con una marca desconocida y casi ilegible: RED SNAKE.
Hojita de Vencedor es una chica atrevida, y, a pesar de las circunstancias, se mete en un baño para quitarse la tanga negra —un hilo dental calado con meticulosidad—, regresa a la sala donde Gata de Angora rumia su pena, y se acomoda frente a ella, encaramando las piernas y separando las rodillas, el vestido medio en alto, mientras los tipos del chocolate invaden el recinto, con las caras muy alegres, y dicen a dúo, con voz enaltecedora, en mitad de la madrugada: ¡Vaya! ¡Ya está aquí la bebida favorita de Moctezuma!
Y fue entonces cuando Gata de Angora le susurró a Hojita de Vencedor, en el estilo de una cobra real, mientras intentaba borrar un sollozo en el que nadie hubiera creído jamás: “Tápate eso, cochina”. Al oír semejante orden y ver el pase de las chicas, uno de los chocolateros quedó clavado en el piso de mármol gris, con la boca abierta, sin reparar en el horroroso encanto de un hilito de sangre que se escurría, inoportuno, por una de las patas traseras del catafalco.
Los hombres retroceden, no sin antes depositar dos tazas llenas encima del ataúd de Roberto. A Hojita de Vencedor aquello le causa una risa nerviosa que no sabe cómo controlar, y Gata de Angora, que es un ser humano lo suficientemente normal, cede con naturalidad al contagio (inevitable por demás) de aquella risa. Para cortarla (porque no era de buen gusto que se carcajeara de ese modo en el velorio de su marido), se levanta del sillón, ase las tazas y le ofrece una a Hojita de Vencedor, que encarna, todo el tiempo, un pequeño desastre, pero cuya vulva ditirámbica de shaved-pussy girl, con oscuros cañoncitos y algunas ronchas debidas a un estío particularmente cruel, se comporta como una maravilla salida de algún secreto palacio del Reino de Ceilán, o de Cathay, e incorporada después en una de las tantas historias que le censuraron a Marco Polo mientras dictaba sus crónicas.
Gata de Angora hundió los labios bermellón Almodóvar en el chocolate —espesado con maicena y especiado con pimienta negra y nuez moscada, de acuerdo con una antigua receta precolombina— y le dijo a la otra: “Ponte en situación, amor, que ahorita empiezan a llegar los demás”. Al hacerle ese encargo, movía el dedo índice de la mano izquierda y apuntaba a la falda, aún en alto y a punto de enroscarse sobre las rodillas y caer sobre el anverso de los muslos. Imaginó que así iba a ocurrir y se sorprendió de que, en efecto, la falda resbalara.
Ahora Hojita de Vencedor lo muestra todo. La medusa bivalva se le empieza a abrir y a Gata de Angora el chocolate se le sube a la garganta. “Por favor, amorcito —ruega vigilando la entrada de la sala—, no hagas eso, ¿quieres?”. Hojita de Vencedor bebe un sorbo y mastica una ínfima raspadura de pimienta. “No estoy en nada, es el calor”, dice. “No hace ningún calor, amorcito —masculla Gata de Angora—. Lo que pasa es que eres una cochina que no sabe comportarse”. Hay un instante a partir del cual las cosas se ponen peores. Cuando Hojita de Vencedor acaba su chocolate, se libera de la taza —ahora en el piso— y, con las dos manos, se abre aún más la chatte, para decirlo parisinamente. “Qué calor, mi madre, qué calor”, susurra.
Los hombres de blanco y el carro de metal volvieron a irrumpir en la sala de Roberto, y Gata de Angora se llevó una mano al pecho a causa del susto. Las ruedas del artefacto eran de buena calidad y el piso estaba bruñido, así que no había modo de identificar una aproximación. Hojita de Vencedor tenía los ojos cerrados y no se daba cuenta de nada. El chocolatero astuto, que antes de entrar otra vez en la sala ya estaba preparado para intervenir interesadamente en la cuestión de las chicas, contempló conmovido la medusa parpadeante antes de que el espectáculo terminara. El otro, un memo, recogía las tazas con lentitud trabajosa. Blandía una mirada de perfecto alejamiento.
El chocolatero astuto se para delante de Hojita de Vencedor, se abre el blanco sobretodo y pone al descubierto un traje de poliéster gris sobre el que reluce una corbata de lazo de color amarillo pollito. Termina de quitarse el sobretodo, se lo tiende a su acompañante y le dice a la chica: “Soy el agente Legumbre, pero no vaya a equivocarse con mi apellido… Está resemantizado, no es un apodo”. Hojita de Vencedor sonríe ampliamente. “Veo que entiende —asiente el poli—. Por eso le haré algunas preguntas”. Gata de Angora tensa la cara. “Mejor pregúnteme a mí, soy la viuda de ese hombre —señala hacia el ataúd— y, como quien dice, todo este asunto se encuentra en mis manos”. El agente Legumbre se acerca a su acólito y le sopla una orden al oído. Cuando éste se marcha a cumplirla, enfrenta de nuevo el rostro serio de Gata de Angora, que ya ha detectado, en la pechera del traje, una curiosa mancha de grasa en forma de cabeza de conejo. “No voy a detenerme en las cochinadas que ya se han visto aquí, delante del muerto… Sólo necesito saber si usted va por fin a presentar su denuncia. Es obvio que a su marido lo mataron, y nos cuesta mucho creer que de su parte no haya habido ninguna reclamación”, sermonea. Hojita de Vencedor empieza a abanicarse con el borde del vestido. “Deje de hacer eso, ni siquiera hay calor”, le prescribe con una lástima impropia, como si estuviera dialogando con una enferma mental. “Muy bueno el chocolate, agente Legumbre —opina Gata de Angora—. En cuanto a la denuncia, quiero que sepa que no moveré un dedo. En definitiva mi marido está muerto y ahora no soy más que una mujer demasiado joven que forma parte del ejército de las viudas”.
Estas palabras resonaron robustas. El aliento de Gata de Angora olía deliciosamente. Legumbre iba a contestar, pero fue interrumpido por la presencia de su acólito. “Al fin los conseguí, jefe —muy contento, le mostró al detective dos filosos sables de acero cromado—. Tuve que quitárselos a la fuerza y por poco me decapitan, pero aquí estoy… Y la verdad es que no sé qué pensar, parecen sables auténticos”. El agente miró a Gata de Angora y después probó la eficacia de uno de los sables en su antebrazo. Sobre el filo quedaron unos pelillos rubios y se estremeció voluptuosamente. “Armas peligrosísimas —exclamó—. Y lo peor no es eso… Me pregunto de dónde las habrán sacado esos niños”. Hojita de Vencedor tornó a levantarse la falda, abanicándose con indolencia. Legumbre adivinó el rasurado de la chica y el filo del sable, como un rayo de sol, le fulguró hiriente en los ojos. Asió la empuñadura con ambas manos y sintió una especie de complacencia que se desprendía de la seguridad que el sable le brindaba. Era una empuñadura muy cómoda, con la textura y el grosor exactos.
Gata de Angora frunce el ceño. “Tápate eso ya, ¡cochina!”, le dice a Hojita de Vencedor, que la mira como si al final entendiera. Se levanta de su sillón, movida por una extraña señal, y se acerca al agente Legumbre tras comprobar que Hojita de Vencedor se ha tranquilizado. “Déjeme ver una cosa, por favor”, le pide. “¿Qué cosa?”, pregunta el hombre, reculando un poco ante aquel aliento de náyade exacerbada. “Ahí, en la empuñadura”, indica ella, entrecerrando los ojos. Legumbre agarra con cuidado la hoja, dejando libre la empuñadura, y Gata de Angora se lleva una mano a la boca. “Qué pasa”, oye. “La etiqueta… Mire la etiqueta”, dice. El agente examina la pegatina de plástico que cubre la zona inferior de la empuñadura. “Red Snake”, lee sin inmutarse. “Red Snake… ¿no sabe lo que es Red Snake?”, grita la viuda. “Serpiente roja”, tercia el acólito. “O una referencia a una red… la Red Serpiente”, concluye, triunfal, Legumbre. “Infelices —susurra Gata de Angora con desprecio—. Red Snake es también la marca del taladro con que mataron a Roberto”.
Sin poder desprenderse todavía de la sorpresa, el agente Legumbre se retira, avergonzado a causa de su imprevisión. Se siente cogido en falta y necesita sosiego para reflexionar. En ese instante ni siquiera puede detenerse en la posibilidad de interrogar cuidadosamente a los niños. Baja las escaleras de la funeraria, hace un par de llamadas por teléfono y, a punto de amanecer, luego de despedirse del acólito, entra en la cafetería de los bajos y desayuna unas frituras de maíz con una taza de cereal saborizado. Al dueño, un marroquí que había hecho en Burdeos un doctorado en nutrición, le parece que es él mismo quien debe atender al agente. Y así lo hace. Como Legumbre no sale de su silencio y el marroquí lo conoce bastante bien, intenta sonsacarlo con un café expreso Tánger 1958. Idea recetas al vuelo y se siente atraído por el mundo del delito, con cuyas noticias alimenta un morbo muy oscuro.
—Los chiquitos esos del parque por poco se matan a espadazos… Cualquier día de estos ocurre una desgracia —se insinúa el doctor en nutrición.
—Buen café —dice el agente sin mirarlo—. ¿Dónde lo consigues?
El marroquí queda pensativo.
—Suministros especiales —comenta misterioso—. Todo legal.
—No he dicho nada… ¿Especiales como qué?
El marroquí se separa de la barra:
—A ver, Legumbre… Tú no estarás interrogándome, ¿verdad?
—¿Interrogándote? ¿Me ves cara de estar interrogándote? No. No estoy interrogándote.
—Bueno… ¿Te ha gustado mi café? —sonríe un poco el nutritivo doctor.
—Perdona, hombre, a eso iba… Mira, no es que no me haya gustado, pero yo mismo lo podría hacer en mi casa… Preparo la cafetera con un polvito de canela y unos granos de anís, la pongo al fuego, espero a que cuele y después le agrego una gota de vainilla y un poco de cacao… ¿Se me olvida algo?
El marroquí lo observa burlón:
—Sí —recoge la taza y mira el reloj de pared—. El azúcar.
El sol, resoluto, ya alumbraba la calle cuando el agente Legumbre emprendió la marcha hacia su casa. No bien hubo llegado a la esquina, sintió el bronco ronroneo del helicóptero de la Central. Miró hacia arriba y distinguió claramente la cabeza del teniente Trufado bajo una señal de aviso en la que parpadeaba su número personal de registro. Entonces retrocedió hacia el parquecito y esperó, con cara de fastidio, que el aparato descendiera y se posara.
En el parque no había nadie.
Aunque, en rigor, no estaba vacío.
Se trataba, en todo caso, de un vacío corrompido.
El banco más alejado, que era el más próximo a la entrada principal de la funeraria, estaba ocupado por una niña de unos doce o trece años. Junto a ella había una pequeña jaula metálica dentro de la cual un puma bebé dormía. De vez en vez se agitaba un poco y la niña sonreía. Le parecía gracioso que el puma bebé tuviera pesadillas y que nadie pudiera saber jamás en qué consistían.
—¡Buenos días! —le gritó a Legumbre.
El agente cerró los ojos. “Dios mío, ampárame”, pidió en silencio. Sin embargo, movió una mano en dirección a la niña y asintió. De acuerdo con su experiencia, mediante la cortesía se evitaban algunas catástrofes.
El ruido del helicóptero era cada vez mayor, pero algo extraño sucedió: ya a unos siete metros del suelo el piloto dejó de descender y apagó la señal enviada al agente. La niña se había puesto de pie y volvía a sonreír.
Empezó a sentirse raro y agitó los brazos con el fin de indicarle a Trufado que se lo llevara de allí. Pero el helicóptero iba encumbrándose despacio, y entonces Legumbre, convencido del origen infernal de los malentendidos, dejó caer el cuerpo encima de un banco, bajó la cabeza, la sostuvo entre las manos —con los ojos clavados en el pavimento— y permitió que el sol le hiciera un poco de daño. Cuando esto terminó de suceder, ya la niña estaba a su lado, moviendo la jaula reluciente mientras el puma bebé retozaba entre gruñidos.
—Tiene hambre —observó la niña—. Siempre despierta así, con hambre.
Legumbre alzó los ojos y se fijó en la niña.
—Qué quieres —le preguntó. A Legumbre le gustaba leer historias, no que se las hicieran. De hecho era un buen lector.
—¿Yo? Nada… Intento vender este ejemplar. ¿A usted no le gustaría tener uno así en su casa?
—No me gustan esos animales.
—Pero es una buena mascota —advirtió la niña—. Sirve para muchas cosas.
A Legumbre aquel diálogo le pareció excesivo. Y, además, no dejaba de pensar en Red Snake.
—¿No deberías estar en la escuela?
—Hoy no tengo clases —respondió la niña antes de poner la jaula en el suelo—. Creo que voy a entrar ahí, a ver si logro vender a Espartaco.
—Así que se llama Espartaco —sonrió el agente—. Oye, ¿dices que vas a entrar ahí? Eso es una funeraria, por si no lo sabes.
La niña se puso las manos en la cintura.
—Claro que lo sé. Pero como las personas tristes suele comprar animalitos…
—¡Vaya! Aun así, cuando crezca… —objetó el agente.
—Para entonces ya Espartaco sería un animal muy manso.
—Hmm, no lo dudo —caviló Legumbre, lleno de fastidio—. Pero todo puede suceder. De pronto se acuerda de que es una fiera y ¡zas!, el zarpazo, o la mordida.
La niña sonrió otro poco y asió la jaula por la argolla que servía de agarradera. El agente entrecerró los ojos:
—Así que hoy no tienes clases.
—Hoy no.
—¿Y cómo te llamas?
—Valaria.
—Bonito nombre… ¿De dónde eres? No pareces de por aquí…
—Pues ya ve, adivinó usted… Estudio en La Habana, pero mis padres viven en Isla del Rey, en San Miguel.
Ojos de almendra, de color verdoso, y carita redonda, un tanto exhausta. Tez crepuscular, sombreada por genes precortesianos, y un cabello como de fibra óptica teñida con tinta china: duro, brillante y, sin embargo, acomodaticio.
—Eres panameña —aseguró Legumbre, orgulloso de sus conocimientos de geografía.
—Eso es.
Se levantó y le dio la mano a la niña. Se presentó con ejemplar formalidad, con la mirada incrustada en la puerta de la funeraria, por si las moscas.
—Soy el agente Legumbre. Detective de primera clase.
Valaria apretó la mano tendida y se sentó en el banco, alisándose el vestido y observando el rostro del hombre. Este miró al puma bebé, que se había quedado dormido otra vez, y regresó a su asiento, junto a su rara interlocutora. Por el momento no iba a marcharse y no sabía exactamente por qué.
—¿Qué me aconseja? ¿Entro ahí o no? —preguntó la niña.
—No estaría mal. Si quieres te acompaño, por si acaso.
—No se preocupe, ya es de día. Si no me pasó nada durante la noche y la madrugada, ahora menos… Soy una niña grande —le explicó Valaria.
—Bueno, se ve que eres grande —dudó el agente—. Pero como quieras… Yo voy a estar un rato por aquí.
Valaria sube la escalera de la funeraria y empuja el cristal de la puerta. Avanza resuelta por el vestíbulo y se adentra en uno de los corredores. Al final, solitario, el carro de hojalata exhibe un reguero fulgurante de tazas sucias de chocolate.
Hojita de Vencedor, calurosa y aburrida, otea los rincones y se aposta en el vano de la puerta del cuarto donde Gata de Angora vela a su marido. Ve venir a Valaria y le hace un ademán de acércate, déjame ver qué traes. La niña se avecina a la fresca oscilación de Hojita de Vencedor y esta le suelta una sonrisa:
—Hola, buenos días.
—Buenos, si lo quisiera Dios —aduce Valaria.
—¿Buscas a alguien?
—No, no busco a nadie —dice y levanta la jaula hasta ponerla bajo la luz que escapaba del cubículo—. ¿Te interesaría?
Hojita de Vencedor se acerca y mira al animal dormido.
—¿Qué es? ¿Un leoncito?
—Un puma.
—Y lo vendes.
—22 euros. Barato.
—Ven —coge a Valaria por la mano que le queda libre y entran en el cubículo.
—Mira qué lindo —le dice a Gata de Angora sin referirse a la niña. Esta había retrocedido hasta quedar recortada en el umbral.
—Precioso —afirma Gata de Angora bastante sorprendida—. ¿Ella lo vende?
—Ella misma —apunta con los ojos a Valaria—. Y barato: 22 euros.
—¿Estás loca? ¿De dónde sacas que puedo tener 22 euros?
Hojita de Vencedor se encoge de hombros, sin entender.
—¿No tienes ese dinero?
La otra se hunde aún más en el sillón y hace un hosco silencio.
—Lo siento —se disculpa Hojita de Vencedor, acercándose otra vez a la niña—. En otra ocasión.
—Seguro —concede Valaria antes de darle la espalda.
Camina unos pasos en dirección a la puerta de entrada, pero Hojita de Vencedor aún quiere preguntarle algo:
—¿No vendes otras cosas?
Se vuelve con incertidumbre:
—Hoy me cayó esto… No sé a qué te refieres…
—Fosforeras antiguas, por ejemplo… O tangas. Necesito tangas tipo hilo dental —señala la otra con un pestañeo falto de gracia.
—Hace días tuve hilos dentales. ¿Los usas de una pieza o de dos?
Hojita de Vencedor aprieta los labios y mete una mano en el bolsillo de su vestido.
—Como este, por ejemplo.
La panameña pone la jaula en el piso y examina el hilo dental que le muestra la chica.
—De una pieza y calado —resume—. No es del tipo que yo uso.
—¿Cuál usas tú? —le pregunta Hojita de Vencedor.
—Tangas de dos piezas, sin calar, pero con la parte delantera más estrecha… Marca Verve.
—Verve —duda Hojita de Vencedor—. No la conozco. ¡Y más estrecha!
—Te la muestro, para que veas cómo es —decide Valaria y echa una ojeada en torno suyo. Como el salón de espera está completamente vacío, alza su vestidito medio conventual hasta la cintura y se sienta en la butaca más próxima.
—¿Ves cómo luce? —dice al separar los muslos.
—Se nota que es muy cómoda —murmura Hojita de Vencedor.
—Y tiene mucha elasticidad.
Al decir esto, la niña mete dos dedos muy principales por debajo de la pieza delantera y la descorre hacia un lado, apartando de su sexo lampiño la tela lustrosa. Ella es también, como Hojita de Vencedor, una shaved-pussy girl.
—Qué maravilla —escucha.
—¿Te gusta? —le pregunta Valaria.
—Te lo dije —se encoge de hombros, hipnotizada—. Una maravilla.
—Incluso quieres orinar, no puedes aguantarte, estás en la calle y ¡ran! te metes detrás de una columna y ¡zip!, lo corres un poquito y ya —le explica a la otra, que está como doblada sobre sí misma, examinando la tanga de la niña.
—Y no te aprieta, ¿verdad?
—¿Apretarme? ¡Qué va! Es una tela muy noble. Toca para que la sientas…
Hojita de Vencedor acaricia la textura sedosa, de color malva claro, y hala la tela un poco hacia arriba. Siente el sudor cálido de la vulva medio abierta y la respiración se le corta. Como Valaria no dice nada, se atreve a apoyar los dedos justo en la abertura, presionando ligeramente hasta conseguir que uno de los labios se pliegue del todo.
—¿Te convences de que es una marca muy buena? —le pregunta Valaria inesperadamente.
—Es muy probable que sea la más indicada con estos calores —responde Hojita de Vencedor con un resto de voz, mientras retira los dedos.
—Por supuesto que sudas, pero no sientes ninguna molestia… Creo que incluso el anverso de la tela es distinto del reverso. El reverso es como más suave… Por lo menos yo lo percibo así.
—Déjame comprobarlo —suplica Hojita de Vencedor, que ya entonces está de rodillas frente al sexo de la niña de Panamá.
Vuelve a introducir los dos dedos principales bajo la tela, vuelve a descorrerla, vuelve a apoyarse en la herida bermeja de la vulva. Captura, entre los dos nudillos, la vaina del clítoris, que está bien delimitada, y la aprieta con astucia, firme aunque delicadamente. El clítoris emerge, brillante, pero torna a esconderse, negado a permanecer visible por más de unos segundos. Hojita de Vencedor comprime la vaina otra vez y otra vez el clítoris de la niña relumbra, por un instante, en la soledad de la funeraria, antes de regresar a su guarida. Y así, entre apariciones y desapariciones, transcurren unos minutos…
El puma bebé despierta dando gruñidos como de aviso, y Valaria suelta un último jadeo antes de darse cuenta, con Hojita de Vencedor, de que un grupo de personas avanza hacia ellas. Se separan de inmediato y fingen buscar algo en el suelo.
—¡Se cayó por aquí! —grita Valaria.
—¡Ahí está! —aparenta Hojita de Vencedor.
—Buenos días —dice, azorado, uno de los familiares del muerto. Se trata de un hombrecillo arrugado, pero de aspecto vivaz.
—Buenos días —sonríe Hojita de Vencedor, incorporándose.
—¿Es aquí? —pregunta el hombrecillo.
—Pase —le indica la chica—. Ella está adentro.
“Ella” es Gata de Angora, que no se ha percatado de nada. En silencio, detrás del hombrecillo, van entrando en el cubículo los demás familiares y amigos.
—Tengo que irme ya —le dice Valaria a Hojita de Vencedor.
—Y yo… Se supone que debo estar ahí, acompañando a esa estúpida gente…
—Te doy mi número de teléfono. Llámame por las noches, mientras dan Suerte que tienen algunos… No estarás viendo esa caquita, ¿verdad? Todos la ven… Mis padres la ven y se quedan bobos mirando el programa. Esa es la mejor hora para que me llames y platiquemos de algo rico.
Valaria le da el número de teléfono, que es falso, como comprobaría después Hojita de Vencedor. Recoge la jaula donde ya Espartaco se agita, y camina resuelta hacia la entrada de la funeraria. Cuando termina de bajar la escalera, distingue enseguida la figura de Legumbre bajo el sol. El detective muerde vehemente una bola de helado de color indefinido, montada encima de un barquillo carameloso.
Se acerca a él.
—Demoraste —advirtió Legumbre sin dejar de saborear el helado.
—¿De qué sabor es? —preguntó Valaria.
—Irish cream.
—Se ve rico. ¿Me dejas probarlo?
A él la petición le pareció un exceso de confianza casi monstruoso. Tenía treinta y cinco años y nunca, en verdad, había estado en ese trance. Pero le tendió el barquillo a la niña. Ella, en lugar de morder la masa achaparrada del helado, le pasó la lengua por el borde inferior para evitar que goteara.
—Sabe a bebida. Wau, qué asco… —hizo una mueca y le devolvió el helado al agente.
—Sabe a bebida porque tiene bebida. Irish cream. Whisky, chocolate y otros ingredientes. Lo siento.
—La bebida me hace vomitar —se quejó la niña—. Será el alcohol.
—Si quieres, vomita. Pero hazlo en otro sitio, por favor.
Lo miró extrañada:
—¿Usted no sabe identificar una broma disfrazada de exageración?
Legumbre terminó de comerse el helado, incluido el barquillo, que para él era lo mejor de todo.
—Finges tan bien que pensé que ibas a vomitar de verdad.
—Bueno, señor Legumbre, en todo caso sería un vómito casi inexistente… Apenas desayuné. Tan sólo una taza de café. ¿Usted nunca ha vomitado café?
El agente se levantó, mareado por la conversación.
—Tengo que irme a casa ahora, Valaria. Mira —le extendió una tarjeta—, ahí están mi dirección y mi número telefónico. Me caíste bien. Si llegaras a tener algún problema, búscame.
—Pero es temprano —protestó Valaria.
—Que tengas suerte con Espartaco. Adiós.
Y se marchó rápidamente.
La panameñita queda sola. Por un instante se pregunta si sería o no mala idea regresar a la funeraria para continuar su diálogo con la chica de la tanga en el bolsillo y, de paso, intentar vender a Espartaco definitivamente. Sin embargo, decide caminar por el malecón, camino a la Habana Vieja, convencida de que la jaula irá a parar a otras manos antes de que el sol vuelva a ocultarse.
Como hace calor y se siente rebañada, se despoja sin disimulo de su Verve malva claro.
El aire del mar acariciaba el cuerpo de Valaria. Los gruñidos de Espartaco se acallaban en presencia del rumoreo de las olas. El malecón rebosaba de chicas, perros, hombres impíos, pescadores y niños deseosos de gastar energías. El olor de los peces muertos excitaba a la niña. Al sentir ese olor, Espartaco abría los ojos, desconcertado, y miraba a su dueña en busca de una explicación.
De pronto, casi sin percatarse de lo que sucedía, Valaria se vio en medio de un tumulto de mujercitas cargadas de cosméticos que iban siendo empujadas por una docena de policías hacia el interior de una furgoneta blanca. Era un vehículo nuevo, enorme, con ventanillas redondas y una antena en forma de pájaro con las alas abiertas.
—¡Putas del demonio! ¡Entren ya, vamos! —oía gritar.
Poco antes de sentir la presión de los policías en su espalda y subir tropezando por la estrecha escalera hacia el interior de la furgoneta, Valaria reparó en el hecho de que, en efecto, estaban confundiéndola con una prostituta y que, en realidad, el vehículo no era otra cosa que un avión recortado y adaptado para moverse en tierra. Se acomodó en uno de los asientos, luego de poner a salvo la jaula, y recordó la tarjeta de Legumbre. Una negra de ojos amarillos se sentó a su lado y miró a Espartaco con auténtica curiosidad.
—¿Y cómo usas el bichito ese? —le preguntó en voz baja.
—Estoy vendiéndolo. Si te interesa…
—¿Pero sirve? Es decir, ¿ganas más con él? —insistió la negra.
Valaria sonrió despectiva:
—Mucho más —contestó.
—No te creo —dijo la negra—. A ver, explícate.
Y en voz baja Valaria le dio una enrevesada explicación, tras la cual a la negra se le abrillantaron los ojos.
—Increíble. Una nunca termina de aprender —balbució.
—Así es —ratificó la niña, muy divertida—. Espartaco es un genio. No me imagino qué podría hacer cuando sea un adulto.
—¡Uy, muchacha! —exclamó la otra antes de soltar una risotada—. De pensarlo nada más…
—Son animales muy bien dotados. Entre 20 y 25 centímetros.
—¡Madre de Dios! Dime el precio, dale…
—50 euros.
—Hmm… Muy alto para mí, queridita. Bájalo…
—35… O sea, 30. No lo bajo más.
La negra torció la boca:
—Sólo tengo 15.
—Lo siento —se excusó Valaria—. 15 es demasiado poco.
—Pero si es un cachorrito nada más…
—Lo siento —volvió a decir Valaria.
La furgoneta se estremeció, cargada como iba, y avanzó por la avenida con lentitud. Al reparar en la jaula un policía se les acercó.
—Dame eso —dijo apuntando con un dedo enorme, obsceno.
Entonces Valaria abrió una mano sudada y blandió la tarjeta de Legumbre:
—No sé cómo van a subsanar el error que acaban de cometer conmigo, pero deberían llamar a esta persona.
El policía cogió la tarjeta y la leyó.
—¿Conoces al agente Legumbre?
—Soy su amiga —respondió la niña.
—¿Amiga dices?
El policía caminó hacia la escalerilla, saludó con marcialidad a otro que era obviamente su superior, y le mostró la tarjeta. Ambos se enfrascaron en un breve diálogo susurrado.
A su regreso, ya traía otra cara:
—El jefe quiere saber tu edad —le informó a Valaria.
—17 —mintió la niña.
—¡Dice que 17! —gritó el policía volviéndose hacia su superior.
El otro hizo un gesto enigmático. Movía las manos como quien dibuja un ideograma.
—El jefe pregunta de qué berreadero escapó una niña del agarro como tú —articuló despacio, pero con una semisonrisa babeada y sarcástica.
Valaria lo miró fijo y encaramó las cejas. No entendía.
—En fin… Supongo que ya puedes bajarte —le dijo el policía entrecerrando los ojos con hastío. Parecía que iba a bostezar.
—Suerte que tienen algunos —murmuró, envidiosa, la negra de los ojos amarillos.
—Así es la vida —sonrió la niña—. Caquita para unos y esplendor para otros.
Cuando bajó de la furgoneta, el policía subalterno escuchó a su superior con una suerte de devoción:
—Es una margaritona de las peores, pero hay de dejarla ir —concedió—. La máquina cerebral de Legumbre patina de vez en vez.
Valaria comprendió que debía darle de comer a Espartaco. Pero como estaba muy lejos de su casa y, a juzgar por las señas de la tarjeta, bastante cerca del apartamento de Legumbre, decidió caminar hasta que diera con él.
Cuando por fin localizó el edificio, respiró con tranquilidad y echó una divertida ojeada a Espartaco.
—Ya llegamos —le dijo.
El puma bebé movió la testa como si entendiera y empezó a abrir la boca. Su gesto era lento y dilatado.
Abría y abría la boca como manteniendo una intención absurda, y entonces empezó a emitir un “Ah… Ah…” de aspecto sediento o enfermizo. El “Ah… Ah…” se congeló en un “Aaaaaah…” que era un allegro prestissimo. Valaria se puso muy seria. No le gustaba vender productos defectuosos. Se acercó a la jaula. La abrió, metió la mano y le dio a Espartaco un golpe seco en la nuca. De inmediato la quijada se le destrabó y el “Aaaaaah…” dio curso a un gemido casi tierno.
—Eres un chico muy listo —le dijo al puma bebé.
Entraron al edificio por el parqueo, tras el cual había un jardín oval custodiado por otros edificios. En el centro brillaba una alberca de aguas azules donde jugaban niños, mujeres y algunos patos. Los hombres, muy escasos, bebían cerveza en una parrillada vecina.
El barman y el celador de turno eran los únicos que no se bañaban. El celador, un viejo de casi setenta años, permanecía tumbado en una poltrona plástica extensible. Al ver a Valaria, se levantó y la invitó a entrar en la alberca.
—Puedes llevar a la criatura, si te apetece —comentó.
Valaria le dio las gracias:
—Es que él —señaló a Espartaco— le tiene miedo al agua.
—Puedo cuidártelo —se ofreció el celador.
—No se preocupe —dijo la niña—. Ando en busca del señor Legumbre. ¿Usted lo ha visto?
Pero no hizo falta nada más porque el agente, que ya había notado la presencia de Valaria, se acercaba a ellos desde la parrillada. Estaba vestido como un corredor de fondo y bebía cerveza en una jarra de cerámica.
—Muy rápido has venido —susurró.
Valaria se encogió de hombros.
—Necesito hablar con usted. Pero no quisiera interrumpir.
—Nada de eso —negó el agente—. Ven conmigo.
El celador inclinó la cabeza, adelantó las manos para recibir la jarra de cerveza, y los vio alejarse hacia los ascensores.
El apartamento de Legumbre exhibía un costoso ornato y Valaria calculó que el salario del anfitrión le permitía darse algunos lujos. En la sala mantenía dos butacas y una gran mesa baja, con mil y tantas figurillas de difícil identificación. En las paredes —llenas de cuadros de gran formato— no escaseaban los candelabros antiguos ni las lámparas votivas. En el comedor crecían plantas indiscretas y de aspecto coqueto, intervenidas genéticamente. A Valaria le pareció que, en realidad, había una especie de sobrecarga enrarecedora.
—Me gusta su casa —mintió.
—Aún tengo que librarme de un montón de trastos —dijo el agente con un amplio gesto—. A mi ex-mujer le gustaba cubrir todos los espacios.
—Pero los cuadros parecen buenos —sugirió la niña, intentando imaginar a la ex-mujer del agente.
—Excepto ellos, todo lo demás debería salir volando por la ventana ahora mismo —reconoció él—. En definitiva vivo más en la Central que aquí, y cuando estoy aquí, me refugio en el cuarto de trabajo.
—Tiene que buscarse compañía, señor Legumbre.
Pero él no dijo una sola palabra ante esa problemática verdad. Miró a Valaria y sacudió una mano:
—Ven conmigo.
Dejaron la sala, atravesaron el comedor y entraron por un pasillo estrecho, de paredes color cielo de Escocia, interrumpidas por tres puertas. La última daba al cuarto de trabajo de Legumbre, que más bien era un despacho amplísimo, bien iluminado, sin cuadros ni plantas, pero con un sofá angular de seis plazas, un armario —con un centenar de libros, una colección de películas y su música favorita— y una mesa cuajada de papeles. El ordenador, de plástico verde primavera, se alzaba por encima de ella. En un rincón del despacho descansaba una flamante papelera eléctrica.
—Bueno, este es todo el mundo del agente Legumbre —confesó de pronto mientras encendía el ordenador.
Valaria puso la jaula en el piso y se sentó en el sofá.
—He venido porque hoy me confundieron con una prostituta, y hasta me vi obligada a entrar en una furgoneta apestosa, llena de mujeres horrendas —dijo al borde de las lágrimas, sin preámbulos, al ver que Legumbre se acomodaba detrás de su buró.
Legumbre bajó la cabeza, no sin antes echar un vistazo a la pantalla del ordenador.
—Me apena oír eso —dijo y miró a Valaria.
—Si no es por su tarjeta, estaría presa, o detenida en cualquier sitio por ahí.
—Entonces fue buena la idea de darte mi tarjeta —resumió Legumbre medio ausente, con la vista clavada en la pantalla—. ¿Me esperas un momento? Están entrando unos mensajes…
Buscó un papel, anotó algo y se levantó sin mirar a la niña.
—¿Quiere que me vaya? Puedo regresar a otra hora —dijo ella sin moverse del sofá.
—De ninguna manera —concluyó el agente—. Espérame aquí, no voy a tardarme.
A Valaria le extrañó que no hubiera allí un teléfono, pero podía imaginar que Legumbre era un amante de la discreción total y que seguramente haría sus llamadas en otro lugar del apartamento. Entonces comprendió que había llegado el momento ideal para dar de comer a Espartaco.
Se hallaba sola.
Tenía intimidad total mientras Legumbre resolvía lo suyo.
Los tomacorrientes de donde se alimentaba el ordenador estaban todos ocupados, pero había uno libre junto a la papelera eléctrica. Se acercó a ella con la jaula, la puso al lado de la rampa de alimentación y la abrió. En medio de innecesarios remilgos extrajo al puma bebé. Empezó a hacerle cosquillitas en la barriga, para disimular que buscaba la ranura de suministros —los pumas bebés eran muy inteligentes y odiaban la desconexión—, y cuando la encontró haló el cordón e intentó conectarlo.
Pero Espartaco podía mostrarse inquieto a pesar de la falta de alimento, y apoyó una de sus paticas en el botón de encendido de la papelera. El ruido de las cuchillas —girando a gran velocidad— más el imprevisto regreso de Legumbre crearon una atmósfera de nerviosismo y confusión dentro de la cual nada parecía lo que parecía.
La vibración de la máquina hizo que Espartaco se deslizara y cayera dentro de la rampa de alimentación. Valaria estaba como paralizada y no atinaba a hacer nada salvo mirar el rostro asombrado del detective.
La papelera empezó a sonar muy raro, y entonces ambos, que ya estaban asomados al interior del aparato, se dieron cuenta de que el horror cundía: una sangre olorosa a limón se disparó y los embarró de arriba a abajo. Después saltaron unas rueditas, un picadillo de cables, trozos de piel, una lengua húmeda y larga, dos bolas de vidrio —¡lindos ojos que tenía Espartaco!— y un raudal de huesos y circuitos, averiados por el furor de las cuchillas. Al final, flotando brevemente en el aire, Legumbre distinguió una etiqueta que lo puso enfermo: Red Snake.
El agente miró con desilusión a Valaria.
—Si no me dices ahora mismo quién eres y de dónde sacaste esa mierda —dijo con suma tranquilidad—, llamo a la Central y vas a pasarte unos días junto a las putas aquellas que tanto asco te dieron.
La panameñita se puso a lloriquear y regresó al sofá. Pero Legumbre le impidió sentarse.
—Sal de ahí, que me lo vas a joder —dijo con rabia.
Ella quedó de pie, los ojos puestos en el suelo.
—Me llamo Valaria Granados y nací en Isla del Rey, Panamá. Tengo doce años y once meses. Vine con mis padres a estudiar aquí. De eso hará un año. No tengo enfermedades contagiosas. Padezco, eso sí, de miopía, pero no me gusta usar lentes de ningún tipo. Vivo en la zona 46 de Alamar, en el Reservado Humboldt, área 5, edificio 11, apartamento 9. Hace tres semanas mis padres viajaron a San Miguel, en Isla del Rey, a poner en orden el asunto de unas propiedades. A veces voy a la Habana Vieja y consigo cosas para vender. Cuando usted me vio, ya hacía unos días que había descubierto a Espartaco, con jaula y todo, encima de un banco del parque que está frente a la funeraria. Unos muchachos que jugaban allí, batiéndose con sables, lo dejaron olvidado. Al parecer no se dieron cuenta, pero en realidad no les importaba, como pude comprobar después. Porque nadie vino a reclamar nada. Ni siquiera ellos, que aparecían por allí día tras día, justo al amanecer, porque viven 24 horas seguidas pensando sólo en las wuxiapian que evocan la China milenaria… Y como en ese momento yo no tenía nada que pudiera vender, me apoderé de él —apuntó, con un dedo, hacia los feos restos del ciberpuma bebé—, lo bauticé con un nombre bonito y me puse a dar vueltas, imaginando las cualidades que debería tener un animalito así. Lo demás usted lo sabe.
Non pare quello chi pare, recordaría mucho tiempo después el agente. Miró a Valaria, cuya ropa se había ensuciado tanto como la suya —el short, las zapatillas y el pulóver manchados con el asqueroso gel hemosimulante de Espartaco—, y le dijo, con cansancio:
—No sé por qué razón me siento inclinado a confiar en ti.
Valaria levantó entonces la cabeza y posó sus ojos en los del agente:
—¿No sabe cuál es la razón?
Ella podía ser muy impertinente.
—No —contestó Legumbre—. No tengo idea.
—Soy una inocente. Esa es la razón.
El agente sonrió con tristeza, como saboreando una especie de cosa amarga.
—Ya lo creo, Valaria. Pero dime, ¿de veras necesitas vender cosas como esa?
—Mis padres no me dejaron mucho dinero… y el que tengo ya se me está acabando. Tampoco me han enviado nada desde... Ay, ¡no recuerdo! Parece que las cosas no van bien, ¿eh? Siempre hemos sido muy pobres. Sólo ahora nos sorprendió el asunto ese de las propiedades. Es una herencia, ¿sabe? Un pariente. De mi madre. ¡Vivimos con lo estricto! Usted, si lo desea, puede comprobarlo. Yo no necesitaría más que llevarlo a mi casa para que vea lo que le digo. Creemos en Dios Todopoderoso, veneramos a la Santa Virgen y amamos a los muertos que llevaron vidas ejemplares. Drive your cart and your plow / over the bones of the dead… ¿Conoce esos versos? ¿No? Da igual. Son de William Blake. Ya le mostraré el libro de donde proceden. Y ahora, ¿me permitiría lavarme la cara y las manos? Después me iré, se lo prometo.
El detective volvió a sonreír, pero esta vez lo hacía con cierta emoción.
—Ven, debes darte una ducha y cambiarte de ropa —gesticuló un poco nervioso—. Todavía hay por ahí piezas de mi ex-mujer…
Valaria juntó las manos. Movió el pelo negrísimo:
—Señor Legumbre, nada me gustaría más que meterme bajo una ducha.
—Pues vamos, apúrate —dijo él sin mirarla—. A mí me toca después.
Sentado frente al ordenador, repasando algunos mensajes electrónicos harto extravagantes, el detective piensa mientras Valaria toma su ducha. Ella es una niña muy rara, una desconocida total, llena de turbadoras incongruencias, y él, hombre experimentado, ¡le ha dado cabida en su casa como si fuera lo más natural del mundo! Aun así, este proceder se origina en una digna ambición profesional: Valaria va a ayudarlo a resolver el caso Red Snake. Sin embargo, su razonamiento muestra un defecto: la ayuda posible de Valaria tiene su origen en la etiqueta de Espartaco —la misma que figura en los sables y en un taladro malevo con que habían asesinado a Roberto—, y él, Legumbre, no ha conocido semejante detalle hasta después de hacer entrar a la niña en el apartamento.
“Estás a punto de joderte, Legumbre”, escucha dentro de su cabeza, un segundo antes de recordar los ojos verdosos y la tez crepuscular de la panameñita. Se mira el antebrazo donde ha probado el filo de uno de los sables. “Un juguete demasiado costoso para ser abandonado por ahí”, le habla de nuevo la voz. Recuerda el olor a limón del gel hemosimulante. “¿Epitaxia”?, dice la voz. Le preguntaría a ella. Pero, ¿Valaria sabría en verdad responderle?
En el ordenador vuelve a dibujarse el flash de los avisos.
Más mensajes idiotas.
La niña regresa al despacho del agente. Trae puesto un sencillo vestido anaranjado con encajes blancos en el cuello y las mangas. Está descalza. El pelo húmedo le barre los hombros.
—¿Tienes idea del origen de esa cosa? —le pregunta Legumbre.
—¿El origen de Espartaco? No lo sé. Siempre creí que era chino o japonés. Los chinos y los japoneses hacen ese tipo de delicadezas.
Legumbre se aclara la garganta.
—Con chips y una biomecánica enmarañada… Pero enmarañada hasta la perfección —duda.
La niña se acerca al buró:
—¿Va a tomar su ducha ahora, señor Legumbre? —susurró complacida—. En lo que usted toma su ducha, voy a limpiar este desastre.
“Quiere borrar evidencias”, oye Legumbre que le dice la voz.
Pero Valaria deja escapar un sollozo al inclinarse sobre los restos pringosos de Espartaco.
—Pobrecito —dice.
—Una máquina, eso es todo —resume Legumbre.
Se vuelve hacia él, observándolo desde el suelo:
—Pero estaba viva —dice.
—En fin —se apena él.
—Si me trae una escoba y un recogedor, pongo en orden todo ahora mismo.
“No le traigas nada a la pequeña bruja… No seas idiota y dile que se marche”, escucha el detective.
Pero la pequeña bruja se ha sentado en el suelo. El vestido de la ex de Legumbre le queda tan amplio que se le abre solo.
—Qué cansancio —confiesa de pronto.
“Allá tú, Legumbre… Pero no seas estúpido por partida doble. Si no vas a echarla a la calle, cárgala como Willem Dafoe cargó a Madonna, ponla en tu cama y dale el tratamiento que merece”, murmura húmedamente la voz.
El agente sonríe para sí, quiere apartar de su mente un pensamiento loco. HBO TransEuropa había pasado la película de Madonna dos semanas atrás, incluidas las secuencias que habían quedado fuera del metraje comercial. En una de ellas Dafoe cargaba a Madonna y la depositaba sobre el capó de un Oldsmobile museable rodeado de velas encendidas.
Un hilo de cera baja por la espalda de Legumbre antes de que se acerque a la niña con intenciones inequívocas. Pero como ella es una pequeña bruja, le dice al agente en un irrepetible tono de gula lunar:
—Tome su ducha primero, señor.
Y Legumbre se ducha.
Con rapidez y nerviosismo.
Pero cuidadosamente.
“Placentera y siniestra fullería”, opina la voz cuando el detective se presenta en el despacho, metido dentro de un albornoz egipcíaco.
—Voy a hacerte una sola pregunta —le advierte a Valaria, que continúa mirando, lela, los restos de Espartaco—. ¿Cuántos años tienes en verdad?
—Doce años, tres meses, dieciséis días y unas horas —contesta sin apartar la vista del reguero.
Legumbre suelta un suspirito:
—Pareces mayor.
—Lo sé.
Se acerca a ella y adelanta los brazos.
—Ven aquí, ¡upa!
Y Valaria trepa por el cuerpo del hombre hasta que lo ciñe con las piernas. El cuello de él está tenso por el esfuerzo, ¡pero ella se siente tan a gusto! Entonces él abandona el despacho con su carga, sale al corredor y empuja la puerta del dormitorio.
Valaria se deja caer bocabajo, encima de una cama monacal algo estrecha, y el vestido se le encarama. Legumbre admira la tanga malva que en vano intenta proteger las nalgas endurecidas.
La excitación del hombre es una evidencia que ni siquiera el albornoz puede disimular. Se mete en el baño con el firme propósito de colgarlo y que, de ese modo, acabe de secarse. Pero en realidad lo que el agente quiere hacer es darse unos pocos segundos de tiempo, a solas consigo mismo, antes de enfrentarse a aquel elastificado cuerpecito en el que hay unas hebras de material indogermánico. Cuando regresa al cuarto, nota que Valaria lo aguarda desnuda, haciendo con el hilo dental un emputecido molinete.
Se acerca al sexo de la niña.
—¡Pero si hueles a flujos! —arruga encantado la nariz.
—Normal... normal... normal —dice ella como si estuviera solfeando el final de una melodía.
Y se dejan ir a las cremosidades.
Unas horas después, cuando todo terminaba, Legumbre tuvo la seguridad de que había tenido comercio carnal con una niña que escondía a una mujer que escondía a una niña. En esta tontada filosófica se hallaba inmerso cuando Valaria se incorporó y se puso el vestido de la ex.
—¿No vas a ducharte otra vez? —le preguntó, pensando en la densidad de los fluidos sobre la piel.
—Me gusta así —dijo la niña.
—Muy natural —observó Legumbre, que ya volvía a tener ganas.
—Necesito irme ahora —anunció ella desde una carita transida.
Afuera los edificios son golpeados por el sol inclemente de la media tarde. La panameñita atraviesa los alrededores de la piscina, donde algunos niños gritan cosas en puerlingua, y se dirige al parqueo.
Desanda callejuelas torcidas, espacios de vegetación artificiosa, atajos aéreos con pasamanería de metal bruñido, y llega de nuevo al parque de marras, frente a la funeraria. Uno de los chicos wuxiapian deambula entre los bancos, aburrido. Sin embargo, no pertenece al grupo de los que ya ella conoce.
—El Viento del Oeste está levantándose —le dice Valaria.
El chico la mira como quien descubre, en un instante, la solución de todos sus problemas.
—El Viento del Oeste entra en la Pirámide y mueve la luna… Hay carne al pincho en El Sitio.
—¿De veras? No incordies, pichilín… No estoy para bromas. Además, no conozco esos lugares donde se meten ustedes.
—Por favor, no me digas pichilín. Te lo advierto.
—Todos ustedes son unos pichilines.
—¡A que te muestro mi pichilina, a ver qué crees después de verla! —grita el chico.
—No te atreverías nunca a hacer eso —afirma Valaria con la boca apretada y cruel—. Te daría un castigo tan pero tan grande, que te morirías después de recibirlo.
—Bueno —recapacita el chico—. Esperaré pacientemente a que me pidas que te la enseñe.
—Si me llevas a El Sitio, puede que te pida que me enseñes la pichilina —prometió ella—. Visito el lugar, me invitas a comer un poco de carne al pincho, tratamos el asunto que necesito tratar y por último…
—We have a deal, baby —arcaiza el chico.
—Eso creo.
—Entonces, ¿nos vamos?
El Sitio había sido antes un garaje corporativo subterráneo, como de un kilómetro cuadrado. Ahora tenía fama de ser una construcción laberíntica dentro de la cual nadie se aventuraba sin un guía con créditos. Justo en su centro, pero desplazada hacia la parte trasera, se hallaba la gran Sala Capitular con sus dependencias.
El chico conduce a Valaria por el vericueto y, cuando llegan ante los custodios, presenta una medallita que pende de un hilo de pescar. Entran, escogen un recinto de distracciones y se acomodan.
—¿Y bien? —dice Valaria abriendo mucho los ojos.
—Espérame aquí —le propone el chico—. Voy por la carne.
Mientras espera la comida, Valaria inspecciona a los habituales con un vago interés. No hablan. No ponen música. Sólo mastican. El Sitio es definitivamente un emplazamiento aburrido. Cuando el chico se presenta con los pinchos cargados de masas humeantes, ella declara su tedio. Pero él no quiere escucharla.
—Pruébala y dime —le propone a la niña.
Ella empieza a comer y comprueba que la carne es de buena calidad.
Se lo dice.
—Los suministros son de lo mejor —afirma él orgulloso.
—¿Y no han tenido problemas con la desaparición de los restos? —se interesa Valaria.
—Jamás —vuelve él a expresar su orgullo—. Nuestro crematorio no necesita de chimeneas. Trabaja con limpieza total.
—Qué eficacia —evalúa ella.
Terminan el tardío y rotundo almuerzo y él le recuerda a Valaria su promesa. Ella se esfuerza en demostrar cordialidad:
—Primero llévame a donde pueda descargar unos clips y hacer una grabación editada.
El chico la conduce a un cubículo pintado de azul en el que trabajan tres damas oficiosas. A una seña de él, abandonan sus puestos y los dejan solos.
—Es todo tuyo, hermanita —silabea—. Te espero afuera.
Sin reparar en el incómodo apelativo, ya que él es un pequeño sin importancia, Valaria se acomoda delante de uno de los ordenadores, hurga en el vestido de la ex de Legumbre, extrae una bolita que parece un lente de recepción USS y la inserta en el ordenador. Descarga el contenido, desconecta la bolita y la coloca en el borde de la mesa. Entonces se palpa con cuidado el ojo derecho, presiona alrededor de los párpados y lo hace saltar sobre la palma de la mano. El ojo, esmeraldino, empieza de inmediato a secarse.
En ese momento el chico empuja la puerta del cubículo y se acerca a Valaria. Mira con avidez la bolita que descansa encima de la madera.
—¡Pero si tienes un USS! —suelta—. ¿Me dejas verlo?
Ella asiente.
El chico lee en voz alta: Under Strict Surveillance. Sonríe satisfecho y devuelve la bolita a su lugar.
—Puedes quedarte si prometes no hacerme preguntas —susurra Valaria.
—No, gracias —niega todavía sonriendo—. Haz lo tuyo. Yo voy a merendar.
La niña lo mira, asombrada de su voracidad, e inserta el ojo donde mismo había insertado el lente. Espera. Terminada la descarga, retira el ojo, lo incrusta en la órbita, parpadea para comprobar que funciona correctamente y busca un disco. En él graba todo el material, mezclando las secuencias en una caprichosa continuidad.
El chico bailaba sentado, junto a un ruidoso aparato de música, mientras consumía su segundo pincho de carne. Valaria se acerca y le quita el pincho de las manos:
—La Virgen de la Pirámide se ofrece como testigo —murmura.
Él se dio cuenta de que ella iba a complacerlo y detuvo la música. El asombro lo obligaba a enseñar los dientes.
—Mira mi pichilina —dijo tras recuperarse de la sorpresa.
Endurecido por la expectativa de una contemplación sin riesgos, el pene del chico balanceaba inquieto su pesantez.
—Sorprendente —dictaminó Valaria sin abandonar la observación de la pichilina—. ¿No me invitas a probarla?
El chico abrió los ojos. Estaba a punto de convertirse en un privilegiado.
—Hoy es mi día —musitó antes de cerrar los ojos.
El pene entra en la boca de Valaria hasta la raíz y la lengua empieza a moverse con singular parsimonia alrededor de los testículos, pero dibujando también, a lo largo del tronco y la cabeza, un diagrama cuyos efectos obligan al chico a respirar aceleradamente. El diagrama demora 23 segundos en completarse. La lengua de Valaria lo repite con exactitud exasperante una y otra vez.
—Si sigues haciéndome eso —le advierte el chico a la niña— voy a surtilaquear como un mandril.
—Haz lo que quieras —dice ella.
Muy poco tiempo después de ese jacobino laissez-faire, la emisión del chico colma la boca de Valaria. Como es una emisión harto abundante, la niña tiene que escupir una parte que resbala por el pene hasta humedecer las peludísimas bolas.
Justo después de que esto sucediera, Valaria cierra la boca con mucha fuerza.
El chico toma aire.
La niña aprieta los dientes.
El chico grita.
Gime.
Ella muerde con precisión.
El chico perdió contacto con la realidad antes de que Valaria terminara de cercenarle la pichilina. Como se trataba de un desmayo misericordioso, pero de todas maneras transitorio, la niña guardó el órgano en una bolsa de nylon y salió de El Sitio a toda velocidad, mientras un charco oscuro se expandía a los pies del capón.
Ya está la panameñita Valaria camino a su morada. Ya la vemos allí, encerrada, enjuagándose la boca y escupiendo un hilo de piel, un trozo de vena, unos coágulos del tamaño de moscas, unos vellos que antes se le habían enredado en una muela vecina de la glotis. Ya se deja observar trabajando en el falo del chico, limpiándolo, cosiéndolo, inyectándole sustancias vivas e infinitesimales y haciéndole cortaduras largas para colocar, bien adentro, un esqueleto de plástica suavidad. Quiere tener un ajolote doméstico y, sin duda, va a lograrlo.
Cuando el pene ajolote está listo, con ojillos color de esmeralda y hasta unas elementales paticas, Valaria busca una jaula apropiada, de las muchas que tiene, y lo pone dentro. Le da un golpecito en el aro del prepucio y espera la reacción.
El pene ajolote alza la testa, sacude el cuerpo y se infla un poco.
—Eres un primor, queridito —canturrea la niña.
El animal abrillanta los ojos. Una oleada de gel hemosimulante corre por debajo de su fina piel y Valaria aplaude ante el surgimiento de surcos azul turquí:
—¡Pero si eres una sabandijita tornadiza!
Ella ignoraba que, para avisar de un peligro inminente, las turquesas cambian de color.
Se lleva las manos al pecho devotamente y cierra la jaula. La levanta y comprueba con alegría que pesa muchísimo menos que la del puma bebé. Busca ropa limpia, se quita el astroso vestido de la ex de Legumbre y sale, empuñando su nueva mascota, en busca de un mensajero adecuado.
En esta ocasión la niña luce un juego de pantalón y marinera del color de las semillas de la papaya.
Cuando llega a las inmediaciones del parque y ve la entrada desierta de la funeraria, recuerda los húmedos arrumacos de Hojita de Vencedor. No obstante el corto tiempo que se han dedicado la una a la otra, Valaria sabe que Hojita de Vencedor es una ninfa bien aceitada y ese detalle le parece inefable.
Sube la escalera, resuelta a emplear los servicios de la ninfa, y nota que el cuarto donde ha sido velado el cadáver de Roberto se encuentra absolutamente vacío. Pregunta y le informan que ya el cortejo fúnebre está en camino, rumbo al cementerio nuevo.
Con prisa, pero en calma, se allega la niña al malecón y por allí acierta a pasar un bicitaxi. Le hace indicaciones al melifluo chofer, arregla el precio con él y emprenden la marcha sin apartarse de la línea del mar, salpicados recurrentemente por la espuma que salta. Y en unos minutos tiene ante sí Valaria la enorme fachada de vidrio azul y hierros esbeltos. Alcanza a ver la solitaria punta del cortejo, que se pierde en el interior del cementerio.
Le paga al chofer, toma la jaula y se encamina hacia donde le parece ver la deseable figura de Hojita de Vencedor. La jaula relumbra como el oro y el animal entrecierra los ojos a causa del resplandor.
La ninfa aceitada camina, no sin cierto atolondramiento, junto a Gata de Angora. Esta usa gafas negras y se ha envuelto la cabeza en un fino pañuelo blanco. A Valaria le parece convincente, en Gata de Angora, aquella mixtura del blanco del pañuelo con el negro de las gafas y el rojo bermellón de los labios. Se avecina a Hojita de Vencedor, le toca el codo izquierdo con suavidad y cautela, y detiene su paso en espera de una reacción. La ninfa nota la caricia y se vuelve sin dejar de avanzar por la calle. Al ver a Valaria, se le eriza la piel y sonríe. Pero de inmediato se lleva un dedo a la boca, indicándole a la niña que haga silencio. Entonces se para en seco y comprueba que la otra no mira hacia atrás.
—Qué bonita te has puesto —exclama al ver la combinación que Valaria luce.
—Gracias —dice la niña—. Vine porque necesito que me hagas un favor bien grande…
Pero Hojita de Vencedor apenas la escucha. Se ha fijado en la nueva mascota y la mira hipnotizada.
—Esta alimaña me gusta más que la otra. ¿Cómo era que se llamaba? ¿Espartaco? Spartacus… ¿Y cómo le pusiste a éste? Déjame adivinar…
Valaria la ataja:
—Se llama Scardanelli. Es sabio…
—Lindo nombre —concede Hojita de Vencedor—. Pero chica, qué romántica eres. O románica…
—Quizás —repone la niña, envanecida por su propia inventiva—. Pero soy panameña, ¿sabes? Y de ascendencia alemana.
Hojita de Vencedor, que no repara en esa explicación, ve cómo el cortejo fúnebre va bordeando el Sagrario del Cuerpo Incorruptible. Y le dice a Valaria:
—Tengo que regresar, linda… Pero ¿no ibas a pedirme un favor?
—Claro que voy a pedírtelo —la niña alza las cejas—. ¿Conoces a un poli apellidado Legumbre? Tienes que haberlo visto en la funeraria. Tipo reflexivo, de unos treinta y tantos años, vestido con mucha formalidad…
—Sé quién es —declara Hojita de Vencedor, recordando al chocolatero astuto, pero ridículo, de la funeraria.
Valaria sonríe, con cara de triunfo:
—Perfecto… Toma —le da a la otra la tarjeta del detective—, aquí están sus señas. Necesito que le lleves esto. De mi parte. Le dices que Valaria le manda un regalo con un mensaje.
El disco brilla en la mano de la niña, junto a un papel doblado. Hojita de Vencedor ensaya un ademán de extrañeza, pero no hace ninguna pregunta.
—Debes darle esas cosas entre hoy y mañana, yo te buscaré después, en algún momento, para que me digas cómo te fue —agrega Valaria.
—Despreocúpate —susurra, melosa, Hojita de Vencedor—. Me encantará verte de nuevo.
—No te vas a arrepentir —le promete Valaria cuando la otra se marcha.
—¡Ay, niñita! ¡Deja que te coja! —exclama para sí Hojita de Vencedor.
Bajo uno de los dorados cocoteros que rodeaban la piscina comunitaria, y en actitud de vagarosa preocupación, el agente Legumbre bebía una cerveza. El sol empezaba a ocultarse. Su descendimiento había ocurrido entre nubes rosadas y una lejana amenaza de llovizna. Algunos niños todavía agitaban el agua azul, resistiéndose a salir de ella.
La mitad de la cerveza se le había entibiado al agente, y volvió la cabeza en busca del barman que atendía la parrillada. Como este no aparecía y casi era la hora del cierre, Legumbre vertió en la tierra exigua del cocotero lo que le quedaba en el vaso y se levantó con intenciones de pagar la cuenta e irse a contestar sus mensajes nuevos.
El barman, hombre sinuoso, se presentó ante él inesperadamente y Legumbre estuvo a punto de preguntarle cómo hacía para invisibilizarse y reaparecer sin transiciones. Le dio unas monedas y le dijo adiós.
Cuando ya había hecho la mitad del recorrido antes de alcanzar los ascensores, vio el detective a una chica que le parecía conocida. Ella lo miraba con insistencia y en el rostro iba aparejando una sonrisa de saludo. Él se detuvo, consciente de que podía tratarse de un error de cálculo, pero ella seguía mirándolo y ya no tuvo dudas.
—¿El señor Legumbre? —preguntó la chica.
—Yo soy —contestó él.
—Vengo de parte de Valaria.
El agente vio la mano extendida, con el disco y el papel doblado.
—Le manda esto —añadió.
Legumbre movió los hombros hacia atrás. Como si quisiera decirle: “¿Y por qué no vino ella personalmente?” Pero Hojita de Vencedor enserió el semblante y alargó aún más la mano.
—Coja —le ordenó al detective. Estaba a punto de decir una de sus frases.
Legumbre se apoderó con lentitud del disco y el papel y quedó mirándolos sin comprender. Desdobló lo que parecía una nota y leyó:

Mañana, a las10:00 am, encuéntreme en The Toffee Apple.
Tenemos que hablar.

Y, a continuación, una firma cuya adultez le pareció a Legumbre muy significativa. Había hecho estudios de grafología y tanto la letra del mensaje, como la firma de Valaria, invitaban a la extracción de conclusiones inquietantes.
Pero él recordaba el cuerpo agradecible de la niña entregándose a sucesivos arrebatos —ella se quejaba, pero él seguía y seguía con sus variados homenajes al Homo Pistonicus—, y sonrió, desechando los asaltos de la sospecha.
Miró los ojos sinceros de Hojita de Vencedor y notó en ellos una especie de virtuosa acritud:
—Dile que allí estaré.
—No se preocupe —afirmó la chica balanceando gravemente la cabeza.
Legumbre subió a su piso, entró sin preámbulos en el cuarto de trabajo y, nervioso, encendió el ordenador. Se apoltronó con tensa molicie en su sillón e insertó el disco. Cuando el reproductor mostró las primeras imágenes de la película, el suelo empezó a rajarse bajo sus pies.

replay


legna rodríguez iglesias
(camagüey, 1984)



la diáspora
El camino que conduce a los países despoblados
Está nulo de jirafas que se aman
Recuerdo el sexo de las jirafas
Cómo se abre y se desinhibe
Yo estoy un poco hambrienta
Yo voy por ese camino buscando el amor de las jirafas
Necesito de ese amor porque es un amor impar
Después de que las jirafas eyaculan sobre el césped
Se vuelven casi neuróticas
Yo estoy un poco neurótica
Un poco hambrienta
Se me está cayendo el cabello
Temo que me pondré como un vaso de precipitado
Como una criatura desesperante
Lo temo todo menos el ocio
En el ocio me quedaría hasta morirme de pobre
Hasta la luna invisible
No conozco la luna


●●●


la eutanasia
Voy a convertirme en albahaca morada porque las albahacas blancas no saben nada de la locura. Isla púber no seré. Raíz tampoco. Antes le cortaré la lengua a una voz que grita en mayo porque es víspera de junio. Inverosímil. Rima interior. Dan deseos de internarse en una habitación ruidosa y cerrar las ventanas para que no entren los pájaros.
Antes voy a convertirme en última cena pero jamás cenaré.


●●●


la embriaguez
Mañana será como si el cerumen se me estuviera saliendo por la bocaza. Electra y yo somos dos liebres, aunque Electra no sabe caminar. Rabindranat se llama mi padre cuando está mirando por su ventana una visión que le enceguece el recuerdo. Alánimo alánimo mi signo se rompió. Ahora el cerumen se le está saliendo a Electra. Diciembre será como si mi madre estuviera divorciándose de Rabindranat. Acuérdame deshacerte el bordado para que un día puedas asirme.


●●●


la vergüenza
Me miran y nadie cree que soy una criatura hexápoda. Infamia de los demás porque al observarme experimentan razonamientos. Roto el bismuto, rota la espera. Así no puedo corromper los ejes. Indefinir los ejes sería tan expresivo. Desordenar los ejes ni siquiera imaginarlo. A veces nadie me mira y entonces vuelvo a ajustarme.


●●●


la metáfora
Soy una jirafa sentada entre dos jubos
Sin hebilla de seguridad
Sin orgasmo de seguridad
Como tengo el cuello largo
Puedo llegar con la boca hasta mi sexo
Puedo hacer malabares
Pero de qué sirve
Para mí es tan extraño casarme
Y vivir en un hogar con la que se case conmigo
Y tener oscuridad con la que se case conmigo
Y enroscarnos por el cuello
Para mí es tan extraño jugar al sexo en otoño
Eyacular hacia fuera
Como tengo buena suerte
Puedo vivir sin que me falte la luna
Puedo manifestarme bajo la luna
Pero de qué sirve.


●●●


la suite
Mi país está colmado de invisibles violonchelos
Pero no soy Jacqueline Dupré
No soy el dedo en la cuerda ni la boca bajo el arco
No logro corresponderle a la sinfonía
Estoy parada en un parque
Y la música amenaza con su terminación
Estoy parada en el agua
Y la música es un jubo que se mete por mi apéndice
Estoy parada en Jacqueline Dupré
Y un país que sé que es mío
Me pregunta dónde están los violonchelos
Pero no accedo a las preguntas difíciles
Soy la cenefa de un vestido muy azul
Tan azul que se parece a la isla
Mi hermana se pone la isla y sale a bailar al cilindro
Y yo que soy su cenefa
Oigo la música como si fuera la intranquilidad
Me corto los dedos en un arrebato
Me estrangulo con la puerta del escaparate
Le digo al país que no existen violonchelos
Sino 66 begonias
Observo asustadizamente
Los ojos del país mirándome los ojos.


●●●


Mi madre no quiere saber de ti
Pero tú eres mi madre
Y mi padre
Ya no estamos en Comala
Este pueblo con mar es casi nuestro
Soy endémica de Comala
Pero tengo la certeza de haber nacido aquí
Contigo
Es que yo fui gestada dos veces
Mi madre me parió en Comala
Pero tú también me pariste
Tú también cantaste la canción
Yo escribí la canción en mi libreta
Nací con un mes de gestada
Me diste a luz por la boca
Por eso me siento en deuda
Y siempre estoy
Limpiándote la boca


●●●


Este pueblo y Comala están en el mismo país
Un país lleno de sol
Lloviendo amanece
A torrenciales
Si abro las piernas la lluvia me cauteriza
Este país me cauteriza
Me dices voy a cauterizarte
Y comprendo que vienes a deslucirme
Mi comprensión es una cauterización
Comala me escucha.


●●●


Con el chucho de la corriente
Le doy un chuchazo al cutis
Que en vez de estremecer quiere llorar

Le unto al cutis gentamicin
Lo tiendo a salvo sobre tu pierna

Aguántame el cutis mi amor
Sosténmelo diez minutos hasta que pase lo malo
Bésalo un poco si llora
Y no lo hagas con náusea
Ponte en su lugar mi amor
Es un cutis deslucido
Lleno de chuchazos y pequeños pormenores
Con el chucho le doy fuerte
Para saber muy bien lo que es eso
Uno tiene que saberlo todo
Odiarse todo.



replay

alberto fuguet
(california de chile, 1964)



¿cuál fue el último gran libro que viste?

¿De qué estamos hablando cuando hablamos de literatura? ¿Estamos todos hablando de lo mismo? ¿De novelas y cuentos y poesía? ¿De libros impresos en papel? ¿O de blogs? ¿O de cine y seriales tipo Six Feet Under o The West Wing o The Sopranos? ¿Se pueden comparar? ¿Por qué, de pronto, se está hablando más de cine que de libros en sitios que no son de cine o de espectáculos? ¿Por qué el exitazo y la polémica en torno a El Código Da Vinci alcanzan ribetes histéricos sólo en el momento cuando el folletín de intrigas se transforma en imágenes?
Dudas: ¿puede un guionista ser un escritor tanto o más importante que un novelista? Leo en Los Angeles Times un perfil al genial Charlie Kaufman, el guionista más célebre de Hollywood, y me topo con una suerte de canonización literaria. El perfil de David L. Ulin no sólo sostiene que el tipo es genial (lo que es cierto, basta ver Eterno resplandor de una mente inmaculada o Adaptación), sino que va más allá y lo tilda como un autor (en el sentido cinéfilo y francés del termino, auteur). Ulin sostiene que, en muchos casos, no es el director el autor responsable de la obra sino, más bien, el guionista (siempre y cuando éste sea un guionista con un universo propio). Esto ya de por sí es revolucionario. Pone de cabeza una suerte de dogma establecido por años. Según el artículo, todos los filmes escritos por Kaufman son "filmes de Kaufman", no de Gondry o Clooney o Jonze.
David L. Ulin estira aún más la cuerda y se sale de lo estrictamente literario y saca a Kaufman del backstage hollywoodense y lo traslada a los panteones académicos y literarios de la Costa Este al afirmar que "Charlie Kaufman is a great American writer". Lo considera un escritor de letras, de papel, de libros, a pesar de que no ha escrito ninguno. Él mismo lo dice: "Sé que escribe para el cine, sé que su medio son guiones de 100 páginas, pero en todo lo que importa (su voz, su visión, la forma como estructura, su confianza en la palabra escrita para rehacer el mundo) está entre los mejores escritores de su generación". Y lo coloca, allá arriba, con David Foster Wallace, Michael Chabon y Jonathan Safran Foer. "A veces, es mejor que todos", remata.
Para seguir enredando las cosas apareció un libro llamado The Schreiber Theory, de David Kipen, en el que se argumenta lo mismo: las películas deberían ser categorizadas por los escritores que las escribieron, no por el director. Escribir esto es como dudar de la teoría de la relatividad. Pero Kipen insiste. "Imagínense una biblioteca ordenada en orden alfabético por el apellido de los editores", sostiene. Sin duda, está provocando. La razón por la cual el director tiene el aura del director es que el cine es el arte de la colaboración, por lo tanto, alguien tiene que tomar las decisiones finales y esas decisiones serían la "marca" del director. Y en una novela gráfica: ¿quién es el autor?

Tal como en una película de Charlie Kaufman (Como ser John Malkovich, por ejemplo), estas afirmaciones complican y vuelven surrealista el mundo que conocíamos. De alguna manera, estas dudas y este incesto entre cine y literatura lo estamos viviendo. Es más: si asumimos que el cine ha sido una de las artes que más han contribuido a crear la industria de la entretención y, de paso, pavimentar el camino a la farándula y a la idea del espectáculo, no es del todo aventurado decir que hace tiempo que "lo audiovisual", con todas sus reglas y excesos, ha invadido el mundo literario. Capaz que lo haya cooptado. Recordemos que hubo una época en que los libros salían sin foto. Quizás ése fue el día en que todo cambió.
¿Existe, por ejemplo, eso que muchos llaman la novela HBO? ¿Es posible estudiarla y canonizarla si, de hecho, la gente se enfrenta a esos programas como novelas? Miremos el fenómeno Lost. Libros, sitios de internet, gente que se junta a discutir teorías. Lost, como buena parte de estas "series de autor", se compra y colecciona y, según me cuentan muchos, y lo he probado en carne propia, el verdadero placer de estas novelas-visuales es verlas/leerlas como novelas: capítulo tras capítulo, sin parar; es decir, como se lee una novela que te agarra.
Un amigo me dice que quizás faltan libros. No hay suficientes libros buenos o no se están escribiendo todos los libros que necesitamos. Me dice que ahora se lee menos porque, entre otras cosas, se está escribiendo peor. Esto es cuestionable, pero te hace pensar. Quizás lo impactante es lo poco que importa la literatura, a no ser que el autor pueda ser atacado y o elogiado. Importa la polémica mediática, no la estética. Lo triste es que se debate menos y ahí es donde entra -de nuevo- el cine o, al menos, algo ligado a ese mundo: el espectáculo.
Si uno analiza la reciente encuesta de los mejores libros locales que se publicaron durante estos últimos 25 años, llaman la atención dos cosas: uno, que se haga la encuesta. Un ranking es una lista. Es rating, es la recaudación de la taquilla. Es ordenar algo esencialmente inabarcable. Un ranking es, sin duda, espectáculo. Lo otro: por qué no figura entre los primeros cinco El evento, de Totó Romero y Ximena Torres Cautivo. No cabe duda que Roberto Bolaño escribió un par de obras claves, pero, sin ironía de por medio, ¿alguien ha influido más en el medio que la dupla Romero-Torres Cautivo? A partir de El evento todo se volvió, digamos, un evento. Si no hay evento, si no hay show, si no hay un extra, un backstage, si no hay presencia mediática, el libro no puede salir de la librería (y, para peor, al no estar en los medios, la librería termina expulsando el libro a las tiendas de saldos).
En esta misma revista, Álvaro Bisama viene, de un tiempo a esta parte, escribiendo sobre temas "cercanos" a los libros (cómics, novelas gráficas, etcétera). No me parece mal. Sigo devotamente a Bisama y me gusta lo que hace y piensa y lo libre que es. Pero no me deja de llamar la atención el hecho de que su última columna se centre en dos películas chilenas: Kiltro y Fuga. ¿Bisama come libros o devora cultura popular? Yo mismo vivo esta contradicción en carne propia: cine y literatura, imagen y texto. Pero, si se piensa, ¿qué hace una cinta de karate en una revista de libros? Como dice Bob Dylan: things have changed. ¿Por qué la última rencilla literaria-mediática es acerca de los méritos y no-méritos de Fuga, la ópera prima de Pablo Larraín, y no sobre un libro? ¿Quizás porque un libro no logra llegar a tanta gente? No lo sé. ¿Quizás porque no ha habido un libro que genere tanta resistencia frente a una cierta masa crítica? ¿O porque aquellos libros que sí gustan no tienen mucho espesor? No tengo la respuesta. ¿Debería?




replay




That’s great, it starts with an earthquake, birds and snakes, an aeroplane - Lenny Bruce is not afraid. Eye of a hurricane, listen to yourself churn - world serves its own needs, don’t misserve your own needs. Feed it up a knock, speed, grunt no, strength no. Ladder structure clatter with fear of height, down height. Wire in a fire, represent the seven games in a government for hire and a combat site. Left her, wasn’t coming in a hurry with the furies breathing down your neck. Team by team reporters baffled, trump, tethered crop. Look at that low plane! Fine then. Uh oh, overflow, population, common group, but it’ll do. Save yourself, serve yourself. World serves its own needs, listen to your heart bleed. Tell me with the rapture and the reverent in the right - right. You vitriolic, patriotic, slam, fight, bright light, feeling pretty psyched.
It’s the end of the world as we know it.
It’s the end of the world as we know it.
It’s the end of the world as we know it and I feel fine.
Six o’clock - TV hour. Don’t get caught in foreign tower. Slash and burn, return, listen to yourself churn. Lock him in uniform and book burning, blood letting. Every motive escalate. Automotive incinerate. Light a candle, light a motive. Step down, step down. Watch a heel crush, crush. Uh oh, this means no fear - cavalier. Renegade and steer clear! A tournament, a tournament, a tournament of lies. Offer me solutions, offer me alternatives and I decline.
It’s the end of the world as we know it.
It’s the end of the world as we know it.
It’s the end of the world as we know it and I feel fine.
The other night I tripped a nice continental drift divide. Mountains sit in a line. Leonard Bernstein. Leonid Breshnev, Lenny Bruce and Lester Bangs. Birthday party, cheesecake, jelly bean, boom! You symbiotic, patriotic, slam, but neck, right? Right.

It’s the end of the world as we know it (and I feel fine)
mike stipe

aldo nove
(lombardía, 1967)



el gel de baño
Maté a mis padres porque usaban un gel de baño ridículo, Pure & Vegetal.
Mi madre decía que ese gel hidrata la piel, pero yo uso Vidal y quiero que en mi casa todos usen Vidal.
Recuerdo que desde pequeño me encantaba la publicidad del gel de baño Vidal.
Estaba en la cama y veía correr aquel caballo.
Aquel caballo era la libertad.
Yo quería que todo el mundo fuera libre.
Yo quería que todo el mundo comprara Vidal.

Pero un día mi padre dijo que en el supermercado Esselunga había una promoción lleve-tres-pague-dos y que debíamos aprovecharla. No pensé que incluyera el gel de baño.
Mi familia nunca me comprendió.

Desde entonces me compraba el gel de baño Vidal por mi cuenta, sin importarme que en casa hubiera tres frascos de Pure & Vegetal sin empezar.
Cuando entraba en el baño y veía apoyada en el bidet una de esas horribles botellas de plástico me daba tanta rabia que debía expresarla de alguna manera, así que me negaba a cenar con ellos.

No todo puede ser comunicado.
Imagínense que atacan sus ideales. Y encima, por ahorrar un poco de dinero. Me quedaba en silencio.
Comía en mi habitación, patatas fritas y galletas Molino Blanco. Hasta había perdido las ganas de ver a mis amigos; cuando llamaban por teléfono hacía decir que había salido.

Cada día que pasaba me daba más cuenta de lo fea que era mi madre.
Si mi madre se hubiera metido en política nunca hubiera podido ser candidata a nada, con esas venas varicosas y los dedos amarillentos por el tabaco.
Mi madre me daba asco y me preguntaba cómo era posible que, de niño, la hubiera querido.
También mi padre envejecía día a día.
No cabía duda: había llegado el momento de cargármelos.

Una noche salí de mi habitación y les dije que había decidido deshacerme de ellos.
Me miraron con sus ojos de viejos y, tal vez sorprendidos de que les dirigiese la palabra, me preguntaron por qué.
Les dije que, como mínimo, debían cambiar el gel de baño.
Se rieron.

Así que subí a mi habitación y cogí la lata de tomates pelados que había escondido debajo de la cama para tomar como cena.
Volví a la cocina y cerré la puerta con llave.

Le dije a mi madre, a gritos, que era un asco de persona y que en lugar de concebirme lo que debería haber hecho era extirparse el útero.
Mi padre se levantó de un salto como para darme una bofetada, pero yo le encajé tal patada en los testículos que cayó al suelo con la respiración cortada.

Mi madre se abalanzó sobre él, llorando y gritando palabras inconexas que la volvían todavía más vieja y ridícula. Le hundí en el cuello el filo de la lata abierta; salían litros de sangre mientras ella se desgañitaba como un cerdo.
Después me cargué a mi padre con el cuchillo de los congelados.
La verdad es que daba bastante asco verlos morir vomitando sangre.

Las baldosas estaban completamente cubiertas de sangre, que aún seguía manando de sus cuerpos, mientras ellos cambiaban de color.

Subí otra vez y cogí los dos frascos (el otro ya lo habían acabado) del gel de baño de mierda.
Los llevé a la cocina y los apoyé sobre la mesa; con el martillo para la carne rompí el cráneo de mi madre.
El cerebro se precipitaba afuera, viscoso, con trocitos de piel y de pelos que saltaban como si fueran cinta adhesiva.

La cabeza de mi padre me pareció más blanda, o tal vez simplemente el golpe fue más certero.

Puse los cerebros en el fregadero y terminé de limpiar el interior de sus cabezas con un papel de cocina Scottex.
Después les eché dentro el Pure & Vegetal; debían comprender que t


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complot de familia
Mi mujer Vincenza treinta y dos años piscis me dijo venga hagamos un rollo con otra pareja probemos una nueva experiencia sexual con estos que me decía no comamos siempre la misma sopa porque ya no te atraigo le dije. Me dijo pero venga Eugenio cincuenta años sagitario qué tiene que ver probemos para vivir una experiencia distinta tú con otra mujer yo con otro hombre hagamos el intercambio de parejas me dijo.

Está bien probemos hagámoslo ya mismo veamos cómo es estaba sorprendido cómo los has conocido le pregunté me presentaron a ella y me propuso el intercambio es una pareja muy guapa probemos vamos me dijo.

Está bien vamos le dije. Me llevó a casa de esos dos Francesca un pedazo de hembra de veinte-veintidós años su marido un tío bastante guapo de veintiséis-veintisiete años Marco ella mi mujer se fue a la habitación con el tal Marco se reía estaba sorprendido todo me parecía un sueño mi mujer siempre me había sido fiel eso creía se había ido a la habitación con ese Marco yo me había quedado con ese pedazo de hembra qué pedazo de hembra pensé.

Has hecho alguna vez intercambio de parejas me preguntó no no lo he hecho nunca le dije. Le miré los muslos le miraba la boca las tetas miraba ese pedazo de hembra en minifalda me decía venga no seas tímido es que todo esto me parece un sueño le dije.

Pero la zorra de mi mujer estaba en la otra habitación con ese tipo Marco yo aquí con esa tía tenía la polla dura ella estaba recostada en el sillón con los muslos la minifalda y todas las cosas de la excitación sexual acércate me dijo me gustas me dijo tú también me gustas le dije sudaba.

Pero la zorra de mi mujer estaba en la otra habitación con ese tipo Marco yo miraba la tía cerca de mí cada vez más cerca qué bien se lo estará pasando tu mujer con mi marido ahora divirtámonos nosotros también me dijo sí divirtámonos ahora esa zorra de mi mujer le dije.

En ese momento entró mi mujer en la habitación con aquel tipo se reía qué has hecho en la otra habitación le dije gritando ella decía no grites me dijo. Puta de mierda qué has hecho en la otra habitación con este estúpido qué has hecho en la otra habitación dime qué has hecho en la otra habitación con este cabrón en esa habitación.

Tranquilo me dijo el pedazo de mujer del tipo no no estoy tranquilo quiero saber me cago en todo ahora pegaré fuego a la casa le tiré un puñetazo a la puta que estaba allí quédate tranquilo no me cago en todo estamos en Complot de familia me dijo la puta qué coño me importa esto es Complot de familia cálmate Eugenio es ese programa con Alberto Castagna con Raffaela Trotta

esa que dice nos vemos en un instante en breves momentos Bellísima si mides al menos un metro setenta talla 42 puedes participar en Bellísima desde la bahía de Gabicci Cotonella slip el vino Ronco se destapa así con solo apretar la merienda con queso y fruta leche Plasmon sin colorantes con queso y fruta Pronto madera limpia con jabón y detergente limpia a fondo las superficies de madera sin enjuagar abróchate el cinturón chico mira dónde estamos parece Egipto están en Gardand mis zapatos qué bonitos son Sanagens tienen la plantilla en farmacias de Vichy para combatir la celulitis no des más vueltas 144 11 429 esa guapa de San Remo no la Koll sino la otra rubia que corre en bragas entre los edificios sostenedores sin armazón metálico en prime time TV para los peliculones de Harrison Ford próximamente en Tele 5.

Bienvenidos una vez más a Tele 5 bienvenidos una vez más a Complot de familia en Tele 5 ese programa entiendes era todo una broma para ir al programa de Castagna para reírse con la televisión venga no te pongas así pero en ese momento yo no entendía Castagna Tele 5 mi mujer era una zorra que me importa Tele 5 la televisión qué me importa me cago en todo le partí la cabeza a esa zorra que estaba ahí sentada a mi lado qué me importa Tele 5 ahora y salían hombres del otro lado de las pero te has vuelto loco me decían mira lo que has hecho.


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la música
Cuando la cabeza de Michela rebotó cercenada sobre mis manos un ruido sordo cercenó la música.
Life is life de Max Emotion era un tema que siempre se dejaba escuchar con gusto.
En eso pensaba mientras la chapa me cortaba de raíz el pie izquierdo.

Había comprado el disco de 45 revoluciones dos meses antes, pero no lo escuchaba porque había comprado también el cassette de Mixage donde había una versión en vivo muy buena, Life is life.

También estaban You are my heart are my soul de los Modern Talking y I like Chopin de Gazebo.

Ahora que Michela estaba muerta hubiera tenido que morrearme yo solo.
Siempre que consiguiera coger aire en un tiempo razonable, y que el coche no explotase antes.
Seguramente todos habrán escuchado Elettrica salsa de Off.
La atmósfera de ese tema es muy semejante a la que rodea a un accidente de tráfico.
O por lo menos yo creía que si un día yo sufriera un accidente de consecuencias más bien graves sin duda esa hubiera sido la banda sonora ideal.

Pero en un primer momento no fue así.
Me vino a la cabeza Heart on fire de Albert One.
Sin embargo, solo fue un momento, antes de que la radio empezara a hacer unos ruidos extraños.

Life is life. Mi pie estaba delante de mí.
Podía verlo con claridad.
Ahí, separado de mí, parecía tan estúpido.
Pero una vez que volvieran a ponérmelo ese pie significaría un montón de cosas.

Podría volver a bailar aquella canción de Falco, Jeanie. En el video se veía un zapato rojo y después él con una camisa de fuerza.
Falco era también el autor de Der kommisar.

Por dos veces intenté hablar con Michela, olvidando que tenía la parte superior del cuerpo incrustada en el salpicadero.
Con ella escuchaba canciones guapísimas.
Con ella hacía el amor.
Una vez fuimos juntos a un concierto de los Duran Duran.
Era la mujer más guapa del mundo.
Pero ahora sinceramente estaba muerta.

Tampoco es que me supiera tan mal.

Pero el caso es que me había quedado solo.
Eso no significaba nada.
Las sirenas de las ambulancias no tardaron en oírse.
Me molestaba toda esa agitación a mi alrededor.

Cuando me pusieron en la camilla pensé que también Rino Gaetano, como Michela, había muerto en la autopista.
Pero yo no escuchaba música italiana, excepto algunas canciones discotequeras, como Ti sento de los Matia Bazar, que se había vendido un montón en Inglaterra con el título de I want you, y también en España, donde le pusieron el título de Te quie


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el yogur
Es bonito comprar libros.
Una casa sin libros es muy triste.
Yo tengo setenta y cinco.
Solo enciclopedias, eso sí, porque los otros se desordenan.
Algunas tienen la portada de un solo color, otras, como la historia del fascismo y la enciclopedia del moderno pescador, son de varios colores.
El quiosquero me guarda los fascículos de las enciclopedias de colores que yo le digo. Yo las hago encuadernar y después las tengo en casa.
Yo, el dueño de todos esos libros, me llamo Ugo. Tengo cuarenta años. Mi signo es piscis.

Una de las enciclopedias que tengo es la historia de la filosofía. Quién esté interesado en leerla debe saber que al principio se entiende, después no. Se vuelve cada vez más complicada. Al principio hay personas que te explican que todas las cosas están hechas de una cosa. Uno dice que todo está hecho de agua, otro que todo está hecho de aire y así sucesivamente.

Desde mi punto de vista el mundo está hecho de yogur; es algo que se va comprendiendo poco a poco, cuando eres ya una persona madura.
De niño no lo entiendes, no piensas demasiado en las cosas, ahorras el dinero para comprarlas y después las usas, juegas con ellas sin pensar de qué están hechas.

En el bar que está debajo de casa, que está abierto hasta las tres de la madrugada, venden helados de distintos sabores.
Están por ejemplo los de chocolate. O de vainilla. Y también los de yogur. El de yogur puede ser natural o de albaricoque o de otros sabores. El de albaricoque sabe a albaricoque porque está hecho de albaricoque, pero antes que nada sabe a yogur, porque está hecho de yogur, de yogur al albaricoque al cual, después, le sacan el albaricoque puro y lo venden, y lo mismo con los otros gustos y las otras cosas.

Coge por ejemplo las magdalenas Molino Blanco. Mira los ingredientes, si tú también tienes una caja en casa. Allí pone que para hacerlas más blandas les ponen yogur al albaricoque.

Antes de que existiera el yogur el mundo era duro, estaba lleno de dinosaurios y otras bestias que aparecen en la enciclopedia de animales prehistóricos. Los hombres no conocían el yogur y eran completamente imbéciles.

Eran bestiales. Poco a poco se dieron cuenta de que era inútil pelearse, porque todo está hecho de yogur, todas las cosas son iguales y no vale la pena tomárselas demasiado en serio. Así es la historia de la filosofía bien explicada.

Creo que no todos (o casi nadie) se han dado cuenta de esto. Para darse cuenta habría que comprar los libros que te ayudan a pensar, no solo las revistas pornográficas y las novelas de amor para mujeres, porque aunque también están hechas de yogur, como todas las cosas que existen, son duras, son prehistóricas, tratan de cualquier otro tema y la gente ni se entera de cómo van las cosas, bajan a la calle y van a las manifestaciones de los comunistas, dejan de comprar yogur, compran postres Galbani, se los comen sin pensar de qué están hechos, se alejan del yogur, pasan los años y a lo largo de su existencia no llegan a nada, se pasan la vida así, sin arte ni parte hasta que mueren y se convierten en yogur.


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no temo a mis sentimientos
Me llamo Marco. Soy un hombre joven.
Solo tengo cincuenta y dos años, y como todos los capricornio me considero una persona ambiciosa. Soy el alcalde de mi habitación.

Convoco a las sillas a una asamblea.
Me responden en orden, sin empujarse, sin agolparse frente a las cámaras de televisión.
Presto atención a todas las voces que se levantan contra mi mandato.
Sin ningún tipo de discriminación, desde el poster del Milan a la foto de Claudia Schiffer, todos pueden intentar poner límites al enorme poder que una personalidad como la mía obtiene inevitablemente de las tomas de corriente que existen en la habitación.

Estuve casado, tengo hijos que cada tanto me envían postales con imágenes aunque su falso sentimentalismo revela su desaprobación por mi ascendente carrera en el mundo de la política.

Nada de apocalíptico en las sábanas.

Hay tensión en el polvo que se acumula detrás del escritorio, pequeños actos de sedición que no tienen ninguna resonancia en los medios televisivos.
A veces reconvengo a una puerta del armario, reacia a la disciplina que debe mantenerse en una habitación.
Practico el sexo con la pantalla de la lámpara, lo hago a menudo, no tengo prurito en declararlo, no temo a mis sentimientos.

A veces abro una ventana, mato una paloma, cierro la ventana y vuelvo a abrirla.
Me asomo para ver el cielo, pero no lo consigo. Demasiadas palomas que obstaculizan mi punto de vista personal. Son demasiadas las que intentan derrotar mis propuestas cagando justamente allí. En el alféizar de mi ventana.
Nadie está más allá del imponente ruido de mis pasos.

Hago toda clase de recorridos, dibujo geometrías y países entre la habitación y el lavabo, marcando triángulos que muestran adelantos inexorables, dignos de ser vistos y contados. Con toda su legítima fuerza de convicción.

En otros tiempos fui comunista, lo era porque había que serlo, pero ahora lo he superado, ya no lo soy y soy feliz de haber elegido lo mejor, cuando sacudo las alfombras me persuado de haber tomado la mejor decisión, las sacudo prestando una especial atención a la deuda pública, a la forma en que ha evolucionado en estos años, todo lo que, por supuesto, queda expuesto a la opinión de la comunidad económica internacional.

El aparato de video es pacífico, permanece tranquilo debajo del televisor y dentro de su caja, pero su serenidad es ficticia, lanza señales inquietantes, de desazón… Querría diferir toda decisión, velar contra la anarquía de los sujetos y los objetos.
Por eso nunca lo saqué de su embalaje.

Por eso no lo uso para mirar los videos que compro, pensando como podríamos vivir felices si alguien me propusiera, a mí y no a ningún otro, el puesto de director mundial de los pensamientos que cada día acaban inutilizados a los costados de todas las negociaciones financieras del mundo.

Por eso tengo algunos videocatálogos ilustrados de la historia del nazismo, de la pornografía sadomaso, de los pueblos más paupérrimos en su estado natural, de las grandes estrellas del baloncesto americano, de la fabricación doméstica de muebles en madera de nogal.

Por eso a menudo pongo la máquina de coser en el centro de la habitación.
Le quito el polvo de acuerdo con un amplio proyecto de expansión territorial, que no deja de lado ninguno de los aspectos que puedan resultar provechosos.

Todos los cubiertos están quietos en sus lugares correspondientes, flanqueados por servilletas y manteles que saben cuáles son las medidas que quisiera proponer esta noche, de una vez por todas, a cada uno de mis vecinos, eminentes patrones del vapor.

Desde siempre eminentes patrones del vapor.





replay


álvaro bisama
(valparaíso, 1975)



literatura clase z
¿Con qué nos quedamos? ¿Con las bellas letras o con la basura? ¿Con las novelas totales o con los engendros comerciales? ¿Con la poesía o con los subgéneros menores? Es difícil decidir: en un país que tiene a dos o tres bestselleristas de renombre, como Chile, es extraño que los géneros de explotación no hayan eclosionado con la fuerza que deberían haberlo hecho, que no haya cultura del policial o de la ciencia ficción más allá de los cenáculos de fanáticos. Que no haya porno, que no haya literatura erótica o folletín.
Se me ocurre todo eso cuando pienso en el olvido que ha caído la obra de Hugo Correa, o en ese prólogo de Héctor Velis-Meza para una antología de cuentos de terror de la década de los 80, que era pobre de ideas, escaso de teoría y absolutamente idiota. O que la obra de Ramón Díaz, un policial urbano, efectivo y sólido, circule más en el extranjero que acá. O que nadie - ahora que lanzan hasta las servilletas firmadas por Neruda- reedite las aventuras de Román Calvo, el Sherlock Holmes chileno.
Porque no. Los escritores nacionales son tipos serios y refinados, y si se arriesgan, será con un par de chistes cultos, bromas celebradas en una mesa del Tavelli, mientras comentan que sí, eran buenos aquellos tiempos en el taller de Donoso. No. En Chile la clase B, la literatura de clase Z, los subgéneros no le gustan a nadie. Menos a los críticos, que evaden a Stephen King como si fuera la lepra, que obvian a Grisham, que con suerte han leído lo peor de Ballard, pero siguen celebrando el advenimiento de no sé qué poeta joven de 25 años nazi, lesbiano y chilote que escribe en yámbicos rapeados sobre la mugre de su ombligo.
Pero la basura está ahí. Detrás de todo. Los lectores están ahí, acechando, esperando porque salte la liebre. Gente que asuela San Diego, Franklin, la Plaza O'Higgins en Valparaíso. Adolescentes que crean sus propias páginas web para piratear lo que les gusta, para escribir las ficciones que anhelan y que nadie escribe. Fetichistas de libros antiguos. Fanáticos de películas de kárate. Adolescentes góticas que escriben mejores diarios de vida que los de Melissa Panarello, que el de Catherine Millet. Señoras y señoras que esperan ficciones obscenas para alegrar sus noches. Gente que quiere cadáveres y zombies, vampiros y romanticismo barato. Gente que quiere hard boiled, splatter punk, porno suave y duro.
Ese público está ahí: es el lado oscuro de los que compran en las librerías de Providencia, los hermanos gemelos de los que van a la Feria del Libro, a la del Forestal, a la de la Estación Mapocho. Ese público y las ficciones que puede o no desear son invisibles, etéreos, porque ni los piratas hacen libros para ellos. Pero están ahí. Al acecho. Y la mejor literatura viene de donde menos se la espera. Si no, basta pensar en Borges, que adoraba a Mark Twain y a Lovecraft, pero que se saltaba olímpicamente a casi todos los rusos, optando por lo menor, por los perdedores y los olvidados, por esa legión de ficciones silenciadas que son en realidad el mejor patrimonio de nuestra mala memoria.


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hojas
Dejé de hacer clases en colegios hace casi cuatro años y ahora - escribo esto en el mismo momento en que se desarrolla un paro nacional convocado por los estudiantes secundarios- me pregunto qué leen los escolares y me doy cuenta de que se trata de una cuestión incierta, extraña e imprecisa. Porque, ¿qué leen? Leen lo que programan los profesores: Susan Hinton, Cortázar, Cervantes, Andrea Maturana, Gonzalo Rojas, Manuel Rojas, García Márquez. Leen los extraños e insoportables libros de Carlos Cuauhtémoc Sánchez y Richard Bach. Leen a Saint-Exupery. Las chicas y chicos duros leen a Poe o Stephen King. Leen a Hesse. Lamentablemente muchos de ellos cargarán para siempre la idea equivocada de que la literatura es algo similar a Demian. Leen a Fuguet: el hastío de Matías Vicuña ha comprobado ser un angst perecedero. Los que quieren ser narradores leen a Salinger, El guardián entre el centeno es su Siddartha. Ya nadie lee a los rusos, como cuando yo estudiaba. Ni a Orwell o a Burguess. Leen a Lovecraft, que es como su propio Julio Verne asfixiante y desquiciado. Leen poesía: a Parra. Parra es una suerte de héroe escolar eterno; especie de humorista, su obra es un chiste desencajado del habla cotidiana que grita desde la superficie de la pizarra. Leen a Bertoni: tengo la imagen de un escolar copiando un poema porque lo encuentra perfecto para decírselo a una chica en la que está interesado. Leen a Rimbaud en un ritual iniciático, como si buscaran un hermano perdido en la lluvia. Leen a Tolkien y a J. K. Rowling. Para ellos, Tolkien es espectacular, pero Rowling tiene la virtud de hablar desde una intimidad incuestionable. Algunos de los mismos escolares que colocaron en crisis el país este año son expertos en ese mundo, aspiran a vivir ahí mientras se pierden en sus rituales y cosmogonías. ¡Harry Potter en toma!, anotan. Leen lo que sus profesores leen: Hernán Rivera, Roberto Bolaño, Paul Auster, Pedro Lemebel, Pía Barros, Tomás Moulian. Leen lo que desprecian sus profesores: manuales de juegos de rol, cómics japoneses y americanos, fan fiction. Se leen a sí mismos mientras escriben en blogs, fotologs, grafittis, mensajes de texto en celulares, stencils, stickers, tags, lo que sea. Son los mensajes telepáticos de una generación dispersa, los haikús rotos que redactan día a día como un avance de la literatura de pasado mañana. Leen a Teillier buscando en esas viñetas plácidas la fuerza de una tormenta que jamás se desatará. No leen a Darío. Menos a Neruda: sus padres los hastiaron con Los Jaivas, con aquellos panfletos de una guerra que perdieron o que quedó en tablas. Mientras, transcriben letras de canciones, frases anotadas al azar con música de hip-hop o reggaeton, escombros del speed metal y pop. Leen para estar al día. Leen para salir del aburrimiento. Leen de aburridos. Leen en las fronteras de la literatura mientras se inventan un canon invisible cada mañana entre las aulas y las escaleras que llevan a un patio mojado por la lluvia. Leen en la micro, con reproductores chinos de Mp3 puestos a todo volumen en los oídos, antes de llegar en la tarde a casa. Cada libro en las manos de los escolares es una bomba que detona en direcciones insospechadas. Leen sin academia, sin culpa. Leen esos viejos libros de Ercilla porque jamás conocieron los de Quimantú. Se pierden en bibliotecas escuálidas o magníficas llenas de libros ajados y subrayados. Ahí revisan las anotaciones de las generaciones anteriores en los márgenes de las páginas, como si fueran un conocimiento apócrifo que les traerá alguna revelación. Se pierden en las hojas; se encuentran, cada tanto, en ellas.





replay

tim burton
(burbank, 1958)


chico momia
No era suave y rosado
con panza gordita;
era duro y hueco,
un pequeño chico momia.

"Díganos, por favor, Doctor,
la causa o razón,
de porqué nuestro montón de alegría
es solo un montón de gasa."


"Mi diagnóstico," dijo él,
"para bien o mal,
es que su hijo es el resultado de la vieja maldición de un faraón."

Esa noche hablaron
sobre la rara condición de su hijo -
lo llamaron "un desecho
de una expedición arqueológica."

Buscaron alguna compleja explicación científica,
pero asumieron que solo era
reencarnación sobrenatural.

Con los otros chicos jóvenes
él solo jugó un par de veces,
un antiguo juego de sacrificio de vírgenes.
(Pero los chicos huyeron, diciendo, "No eres muy agradable.")

Solo y rechazado, Chico Momia lloró,
entonces fue al estante
donde se guardaban las meriendas.

Se enjuagó sus húmedas cuencas con sus mangas momificadas
y se sentó frente a una fuente de hojuelas azucaradas.

Un día oscuro y tenebroso,
desde la niebla,
apareció un pequeño perro momia blanco.

Para su nueva mascota envuelta en trapos,
él hizo muchas cosas,
como construir una casita de perros
al estilo de la Pirámide de los Reyes.

Tarde en el día -
justo antes de oscurecer.
Chico Momia llevó a su perro
a pasear por el parque.

El parque estaba vacío
salvo una ardilla,
y una fiesta de cumpleaños para una chica mejicana.

Los niños y niñas habían comenzado a jugar,
pero repararon en esa cosa que parecía papier mâché.

"Miren, es una piñata,"
dijo uno de los niños,
"vamos a romperla
y sacar los caramelos y los juguetes."

Cogieron un bate de baseball
y le abrieron la cabeza.
Chico Momia cayó al suelo;
finalmente estaba muerto.

Dentro de su cabeza
no habían caramelos ni premios,
solo unos cuantos escarabajos perdidos
de diversos tamaños.


●●●


la muerte melancólica del Chico Ostra
Se le declaró en las dunas,
se casaron junto al mar,
durante nueve días su luna de miel
fue en la isla de Capri.

De cena tuvieron un plato espectacular -
un guisado humeante de moluscos y pescado.
Y mientras él saboreaba el caldo,
el corazón de su novia pidió un deseo.

Ese deseo se hizo realidad – dio a luz a un bebé.
Pero ¿era humano este pequeño?
Bueno,
tal vez.

Diez dedos en las manos, diez en los pies,
tenía circulación y vista.
Podía oír, podia sentir,
pero ¿normal?
No del todo.

Este nacimiento innatural, este engendro, esta plaga,
fue el principio y el final y la suma de su promesa.

Ella fue al doctor:
"No puede ser mío.
Huele a océano, a algas y a salmuera."

"Deberías sentirte afortunada, porque justo la semana pasada,
traté a una chica con tres orejas y un pico.
Que tu hijo sea medio ostra
no puedes culparme a mi.
¿...has tenido en cuenta, por casualidad,
una casita junto al mar?"

Sin saber como llamarle,
lo nombraron Sam,
o, a veces,
"esa cosa que parece una almeja."

Todos se preguntaban, pero nadie podía responder,
¿Cuando el Chico Ostra saldría de su concha?
Cuando los cuádruples de los Thompson lo espiaron un día,
lo llamaron un bivalva y se fueron corriendo.

Una tarde de primavera,
Sam fue abandonado bajo la lluvia.
en la esquina suroeste de Seaview y la Principal,
observó el agua mientras se arremolinaba
en la lluvia.

Su mamá en la carretera
en la pista de roturas
golpeaba el timón -
no podía contener
la pena siempre presente,
la frustración,
y el dolor.

"De veras, corazón," dijo ella,
"No quiero burlarme,
pero algo huele mal
y creo que es nuestro hijo.
No me gusta decirlo, pero debe ser dicho,
culpas a nuestro hijo por tus problemas en la cama."

Él probó ungüentos, probó linimientos
que todo rojo lo ponían
Probó pociones y lociones
y tintura de plomo.
Le dolió y le picó y se revolvió y sangró.

El doctor diagnosticó,
"No puedo estar muy seguro,
pero la causa del problema puede también ser la cura.
Dicen que las ostras mejoran la capacidad sexual.
¡Tal vez comerse a su hijo
los ayudaría a hacerlo durante horas!"

Él llegó en puntillas de pie,
él llegó desapercibido,
sudor en la frente,
y en sus labios - una mentira.
"Hijo, ¿eres feliz? No quiero ser indiscreto,
pero ¿sueñas con el Cielo?
¿Has querido morir?"

Sam parpadeó dos veces,
pero no contestó.
Papá acarició el cuchillo y se aflojó la corbata.

Mientras cargaba a su hijo,
Sam goteó sobre el abrigo.
Con la concha en sus labios,
Sam se deslizó por su garganta.

Lo enterraron rápido en la arena junto al mar
- murmuraron una plegaria, algo lloraron -
y estaban a las tres de regreso en casa.

Una cruz gris de madera flotante marcó la tumba del Chico Ostra.
Palabras escritas en la arena
¿prometen que Jesús salvará?
Pero su recuerdo se perdió con una ola de marea alta.



En casa a salvo en cama,
él la besó y dijo,
"Vamos a intentarlo."

"Pero esta vez ", susurró ella, "pediremos una niña."




replay




rubén rodríguez
(holguín, 1969)



cardamomo
Henry dijo: “Vamos a ver a Camila, que es mi mejor amiga, como mi hermana; Camila es lo mejor del mundo”. Yo me encogí de hombros porque para Henry todos son mejores amigos, como hermanos y lo mejor del mundo.
Bajamos por 23, torcimos en Paseo, agarramos 21 y ya estábamos en los bajos de Camila, dando voces porque el timbre estaba descompuesto, lo decía un cartel. “Camila es lo mejor”, repitió Henry y siguió gritando desde la acera.
Del balcón cayó un manojo de llaves, con las que abrimos la reja del edificio. Subimos al primer piso, tocamos y demoraron en abrir. Henry me presentó y ella me ofreció el codo: “Estoy haciendo una mayonesa y ando embarrada de huevo, pasen”.
Y pasamos.
“Siéntense”, y no nos sentamos. Ella entró en una cocina de película. Losas cremas y negras, paños color mostaza, licuadora, microwave, refrigerador con más luz que la sala de mi casa. “A mamá le encanta la mayonesa”, dijo.
Henry se metió en un cuarto del que llegó su gritería y yo me subí a una banqueta alta.
–Me pusieron Camila por la película. Mamá era enferma al cine argentino –me dijo ella–. Ahora es enferma al parkinson.
Me reí porque me pareció que Camila era de pinga.
–Te ríes bonito y tienes los dientes lindos.
Ella los tenía separados, pero no se veía mal. Y la nariz un poco ancha, pero tampoco se veía mal. Porque uno le miraba los ojos, que eran como los de un personaje de historietas: grandes, con mucho blanco y un par de estrellas negras nadando. Como estaba rapada, los ojos llamaban más la atención.
–Parezco una hormiga cabezona –dijo ella y apretó en la licuadora el botón que decía mix. Todo se mezcló en una tormenta marciana. Se secó la nariz con el brazo y echó los cascarones de huevo a un cesto plástico. Destapó la licuadora, olió y le puso más aceite.
–¿A qué te dedicas?
–Estudio.
–¿Y te pagan?
–No.
Me clavó los ojazos de muñequito japonés, dijo “¿Me disculpas?”, y entró en el mismo lugar que Henry.
Aproveché para mirar alrededor. Todo el que tiene dinero está pintando de ese color marfil. Había muchos elefantes con el culo vuelto hacia las ventanas y las trompas apuntando a la pared. También había budas: grandes mongólicos de porcelana con mantos verdes, naranjas y azules. Muebles modernos y caros, espigas secas en jarras de vidrio y un balcón por el que entraba un chorro de luz.
–Yo quiero permutar para planta baja, por mamá.
Había regresado para seguir batiendo la mayonesa. Traía una camiseta corta y bermudas. De espaldas parecía un negrito flaco. Se agachó, sacó una vasija plástica y repitió que a su mamá le encantaba la mayonesa. Me pareció un poco comemierda que lo repitiera, pero no le dije nada. Descubrí que tenía un tatuaje en la espalda, justo en la faja de la bermuda. Un escorpión.
–Es mi signo.
Alcé las cejas porque dicen que los escorpiones son de pinga.
–Es mentira lo que se piensa. Somos firmes en los afectos. Cuando queremos, queremos y si odiamos es para siempre. ¿Qué tú eres?
–Capricornio.
–De pinga.
–No sé mucho de esas cosas –dije yo y era verdad, porque no me gusta el horóscopo.
–Ustedes quieren pero no quieren, no quieren aunque podrían querer, y si quisieran después no querrán...
Me había hecho un retrato hablado, pero no le iba a dar el gusto, así que dije: “Bueno...” Ella llenó el cubito plástico con la mayonesa, que le había quedado bien amarilla. Lo escurrió bien, lo tapó y me dijo:
–¿Cómo limpio el vaso?
–Pásale pan.
–Eres un genio.
Yo siempre le paso pan, cuando mamá hace mayonesa. Camila sacó una flauta de pan, la cortó y limpió el vaso. Puso los pedazos en un plato y me lo pasó: “Cómetelas, que la comida demora”. Masqué un par. Ella agarró uno, la mordió y dijo que le había quedado rica. Después comenzó a fregar las losas: “La peste a huevo se pega y vienen las moscas”. Henry llegó corriendo, agarró el último pan con mayonesa y gruñó, atorado:
–Quedó divina.
–¿La mayonesa?
–No, Tila.
–Tila es mi mamá –me aclaró Camila sin virarse.
Ahora fregaba con bastante espuma el vaso de la licuadora. Pasó la esponjita por las losas y volvió a secar. Era una enferma a la limpieza. Envolvió el pan con un paño y lo metió en una puerta del aparador. Abrió otra, que parecía una farmacia, con muchos pomitos plásticos con etiquetas. Me dio uno y olfateé algo extraño.
–Se llama cardamomo. No sé a qué ponérselo.
Henry me arrebató el pomito. Lo olió y dijo: “Rechina”, pero a mí me olió a salsa para pescado y se lo dije. “Pon música”, le ordenó ella a Henry. “¿Te ha llamado?”, chilló él cuando iba para la sala.
Fue hasta el equipo, lleno de teclas y bocinas. Classsss, chasquearon los mecanismos. Se alzaron tapas, chirriaron jerigonzas electrónicas y llegaron contoneándose unas negras.
–No es fácil –dijo Camila, porque la música estaba de pinga, pero a Henry le gusta esa mierda.
–¿Te ha llamado? –volvió a preguntarle Henry.
–Después te cuento –le contestó ella, porque seguro le daba pena hablar de eso delante de mí.
–Niña, él es una tumba –le dijo Henry.
–Solavaya –dijo ella, que parecía religiosa, besó la medallita y lo mandó a cambiar la música. Siguió puliendo la cocina porque era un poco maniática a eso.
–No tengo complejos de culpa. Dicen que la manía de limpieza tiene que ver con eso. Pero no me gusta el churre.
Entonces llegaron ellos, con su música de discoteca. Bailaron entre los chorros de luz. Saltaron sobre los muebles, hicieron tambalearse las mesitas con sus mongólicos. Sonaban raro, a ruso.
–Son rumanos, mi vida –chilló Henry y se puso a bailar.
–Estás de pinga –dijo Camila y me preguntó de dónde lo conocía. Le dije que de la escuela y ella me cambió el tema, como si no le interesara realmente de dónde conocía a Henry. Dijo que le gustaba un tal Coltrane y yo le respondí que no sé mucho de eso. Y la puta, como si no me hubiera oído, me repitió que también le gustaba un tal Yimi Dorsi, por su papá que ya estaba muerto y se sentaba a fumar su tabaco con una copa de coñac.
Y señaló un sillón de mimbre junto a un tocadiscos viejo.
Me dijo que el tocadiscos estaba roto, pero había mandado a pedir la pieza afuera. Cuando terminó de limpiar le pedí agua y me trajo en un vaso cuadrado.
Sobre el tocadiscos, estaba el retrato de una mujer. “Mi mamá”, me dijo. La mujer se parecía a una artista de película vieja, estaba buenísima pero era de película vieja. A lo mejor está muerta ya.
–Se parece a Aba Gárner –dijo Camila. Después Henry me lo escribió en un papel y se escribe: Ava Gardner.
La del retrato enseñaba los hombros, tenía el pelo recogido, una tela como de espuma y la firma del pintor. Henry regresó y volvió a decir que la mamá de Camila había quedado divina. Camila metió la mayonesa en el refrigerador que parecía un rascacielos.
–¿Quién se lo dio?
–Yo –dijo Camila–. ¿No está muy rojo?
–Para nada.
A Henry le gusta decir “para nada” como la gente de la televisión.
–Parece blanca –dije mirando el retrato y después me arrepentí porque a lo mejor a Camila no le gustaba que le dijeran prieta.
–El negro era papá.
–Negro con plata –aclaró Henry.
–Papá era oriental, del Cauto.
–El pelo también quedó bien –metió la cuchareta Henry para cambiar el tema de los negros.
–Es más cómodo para lavárselo –dijo Camila.
–¿Te ha llamado? –preguntó Henry.
Yo me di cuenta de que querían hablar algo suyo y me fui a revisar los mongólicos de loza y los platos con unos dragones rojos tallados. Los rumanos seguían saltando entre los muebles. “Cambia la música si quieres”, dijo ella. Pero el equipo era un misterio. Para que no se dieran cuenta de que yo no sabía, le bajé el volumen por el botón que decía volume. Regresé cuando Camila se perdió por el pasillo.
–Está metida en un lío –me dijo Henry y ya me iba a contar cuando ella le gritó que la ayudara.
La trajeron entre los dos y me aparté para dejarlos pasar. La vieja me miró como si estuviera borracha; el pelo parecía una bola de candela y se lo habían erizado con algo. Traía una bata azul con cintas. La dejaron en el sofá, retorciéndose.
–Quédate con ella, que esta y yo vamos a arreglar el pescado.
Miré el retrato de la pared y la araña blanca y flaca del sofá. Me dijo que me sentara y me acomodé al lado de ella, tratando de no rozarla porque me daba asco. Así que estás estudiando. Dije que sí y me puse a mirar el elefante que me quedaba más cerca. La vieja estaba pintada. Me dijo que se había demorado una hora pintándose y me sonrió. Haló una cinta azul y dijo que cuando joven había empezado a estudiar periodismo. No podía fijar la vista porque la cabeza se le descontrolaba. “En la academia Luis Márquez Sterling, tú sabes”. Yo no sabía un carajo, pero dije: “qué bien”. Trató de arreglarse el pelo, pero se dio dos manotazos en la frente y se arañó las orejas. Me pidió que le hablara de mí y le conté de la escuela, de mis historias, de mi mamá. Era muy buena oyendo. Y eso la tranquilizaba, las sacudidas disminuyeron y se quedó quieta, como dormida, pero con los ojos abiertos. Los tenía grandes como Camila, con mucho blanco. Se veía más pálida por el pelo rojo que le quedaba fatal.
–Sabes hablar, tienes el don –dijo.
–Gracias –respondí sin tomármela en serio. Un enfermo dice cualquier cosa por un poco de compañía.
–No es un cumplido.
Hablar la alteraba y volvió a zangolotearse. Yo me pegué del lado contrario del sofá porque me daba asco arrimarme. Se estuvo revolcando entre los cojines hasta que clavó una garra en el brazo del sofá y trató de recuperar el equilibrio. Se tardó diez minutos La bata se le levantó y se le vieron los muslos flacos y el blúmer, pero se dio cuenta y se la arregló de un manotazo.
–Me van a operar. Un piquetico en el cerebro y se acabó este circo.
Me noqueó la palabra. La vieja también era de pinga.
–¿Me viste? –y manoteó hacia el retrato.
–Muy linda –le dije en serio.
–Igualita a Ava Gardner.
–Sí.
–Háblame de ti –me pidió otra vez.
A la sala llegó un olor riquísimo, que me dio hambre. “Es la salsa”, gritó Henry desde la cocina.
–Sigue contando –me reclamó la vieja.
Respiré profundo y le conté de mi barrio, de los sueños raros que tengo a veces, de que me gustaría trabajar en turismo; y la señora volvió a calmarse. Sólo los ojos parecían vivos y se tragaban mi cuento a bocados. Yo creo que la vieja tenía hambre de palabras. Me cagué en la madre de Henry. Camila regresó y se sentó en el brazo del sofá junto a su madre:
–¿Verdad que es linda mi reina?
La mujer sonrió tristona y le dio otro ataque.
–¿Te tomaste las pastillas?
Ella agitó la cabeza como un trompo.
–Me bota las pastillas y tengo que vigilarla. Es muy desobediente. Camila le arregló la fogata de la cabeza.
–Es una mujer muy inteligente, tiene muchos diplomas. Espera, te los enseño.
Y me dejó otra vez con aquella marioneta que se llamaba Tila. De la cocina llegó la cantaleta de Henry, que me gritó que pusiera más música pero la vieja me dijo que no. Y más bajito: “No lo soporto”. Camila regresó con una carpeta llena de diplomas y certificados y me los pasó. “Qué bien”, dije yo por decir algo, porque no me gustan los diplomas. Me repitió que iban a operar a su mamá y la abrazó muy fuerte. “Seguro queda bien”, respondí, porque me daba lástima Camila. Ella me preguntó: “¿Huele bien la salsa? Le puse el cardamomo”.
–Huele bien.
–Tienes buen olfato, adivinaste.
–La intuición es importante en la cocina –dijo la vieja y volvió a sacudirse.
–Quédate con mamá, no tardo.
Fue una nueva tanda. Por la calle pasaban los carros y una cotorra gritaba en alguna parte del edificio. Era como un oleaje y el aguamala llamada Tila flotaba en mis palabras, blandita como una gelatina. Hasta que llegó el comemierda de Henry y se dejó caer en el sofá. Se rompió el hechizo y el aguamala volvió a zangolotearse otra vez.
–Quiero ir al baño –pidió la vieja y Henry tuvo que cargar con ella, que caminaba como un borracho.
Camila se sentó conmigo y me preguntó qué me había contado Henry. Le dije que nada y ella me contestó que Henry lo cuenta todo. Yo traté de cambiar la conversación. Le dije que la vieja me caía bien y ella dijo: “Mi mamá es un ángel”.
Hubo un nubarrón en sus ojos. Mirándola de cerca, no parecía tan fea. Tenía las piernas abiertas y los pies cuidados. Se frotó los muslos y volví a oler el perfume de antes, sin mezcla de ajos.
–Se ha caído dos veces. La primera se arrastró hasta el teléfono y me llamó; la otra vez estuvo tirada medio día.
–¿Se queda sola?
–Tengo que trabajar y la señora que la cuidaba no viene más.
Se rascó el costado: tenía otro escorpión tatuado en las costillas.
–¿Te gustan?
–A él le gustaban.
No le pregunté quién era “él”, le dije que los tatuajes estaban “originales”, que es lo que digo cuando no puedo elogiar algo.
–Tengo otro aquí –y se subió mucho la pata izquierda de la bermuda, más arriba del muslo. Allí estaba. Me dio un escalofrío porque eso duele. Ella me miró sonriendo.
–¿Tú bailas?
–Algo...
Camila se agachó ante el equipo, puso una música rara, me echó un brazo al cuello y pegó su cabeza a mi pecho. El resto fue deslizarse, cerrar los ojos, mover los pies y dejarse llevar. La apreté por la cintura y seguimos deslizándonos. No puedo explicarlo, pero la música era como la luz que atraviesa un vaso lleno de algo espeso y dorado. Toda la sala se había puesto amarilla y ella me dijo bajito: “No hay como las tardes de noviembre”.
–Bravo –chilló Henry, doblado bajo el peso de la vieja.
–Sigan, sigan –aplaudió la vieja y goteó sobre el sofá, arrastrando a Henry.
–¡Auxilio, me quiere violar! –aulló él y a la vieja le dio hipo.
–La has hecho reír –chilló Camila y le dio un beso a Henry.
La música se cayó por el balcón y el deseo se escondió detrás de un mongólico de loza. Camila me dijo:
–Ayúdame a poner la mesa.
Y a Henry:
–Tú quédate con mi mamá.
Abrió una vitrina que olía a museo y sacó cuatro platos grandes y unos doiles. Me preguntó si era mejor un mantel y le dije que no. La seguí a la cocina. Estaba detrás de ella cuando abrió el refrigerador y, al inclinarse, sus nalgas se apretaron contra mí. Se mantuvieron ahí un par de minutos, empujaron hacia atrás, fregaron hacia la derecha y la izquierda, y se fueron.
Me la puso dura. Apreté la torre bajo el pantalón contra las losas del fregadero.
–Trae la salsa –pidió como si nada.
Sacó el pescado del horno, le echó la salsa que era oscura, espesa y con olor a yerba; y le puso cebolla. Le pregunté dónde estaba el baño y me indicó. Tenía las mismas losas que la cocina, una bañadera negra y la taza del mismo color, toallas grises y un estante con un montón de pomos. Del tubo de la ducha colgaba un hilo dental rojo. Parecía un chorro de sangre contra la pared. Olí la tela, que estaba húmeda y tenía su perfume. Oriné y después me sequé con la esquina de una toalla. Mi calzoncillo estaba pegajoso.
Cuando salí, la mesa estaba servida y la vieja decía:
–Huele rico.
Cuando sonó el teléfono, Camila traía la ensalada y Henry estaba acomodando los tenedores y los cuchillos. El teléfono estaba en la mesita de cristal negro, junto al sofá. Así que la vieja descolgó, muy fina, y dijo: “¿Aló?”, y después: “¿Quién habla?”.
Camila dejó la ensalada y Henry siguió poniendo lentamente las cucharitas. Yo seguí recostado a la pared jugando con un mongólico chiquito.
–Yo no lo conozco –dijo la vieja con la voz temblorosa. Henry y Camila se miraron.
–Huele bien el pescado –dije, y sus miradas me dijeron: “No hables mierda”.
Camila corrió a la sala, donde la vieja aullaba:
–Yo soy un ser humano y tengo dignidad. Tú me tienes que respetar.
Se sacudía como un remolino y se golpeaba la cara con el teléfono. Camila se lo arrebató mientras la madre se arrastraba por el sofá llorando, con la pintura regada por la cara, como un payaso feo y triste. Henry trató de incorporarla, pero no pudo, me dijo “Ayúdame, coño”, y entre los dos la acomodamos entre los cojines amarillos. Después la sujetó por los hombros.
–Si a mi mamá le pasa algo, yo te mato –le gritaba Camila al del teléfono.
La vieja se le escapó a Henry y se abrazó de las piernas de la hija, dando gritos. Yo me fui para el balcón. Era casi de noche. De la sala llegaban los insultos de Camila, los lamentos de su madre, los gritos del pobre Henry. Él es un poco comemierda, pero es un gran tipo. Empezó a hacer frío. Pasó un carro con chapa diplomática. Pasó una gorda en bicicleta. Pasaron dos putas vestidas de rojo. Pasó un viejo con un perro de raza. Pasó un loco arrastrando un saco. Pasó alguien encendiendo las luces de la calle. Pasó un vendedor de maní gritando su pregón. Pasó un gato de tres colores.
–Camila está muerta de la pena –me dijo Henry y yo le dije que mejor nos íbamos. Pero él me dijo: “No me hagas esa mierda”, y me dio pena con él y con Camila, que se habían esmerado tanto con el pescado. Le pregunté “qué pasó” y me contestó que después me contaba.
Habían encendido las luces, acomodaron a la vieja y me dejaron la cabecera. Estaba pintada otra vez y sonaba el tenedor contra el plato, como una campana. “Toma tu pastilla”, dijo Camila y le pasó una bolita azul. La vieja se la tragó y se echó el agua sobre la bata.
–Yo lo mato –gruñó Camila.
–No digas eso –le pidió la madre temblando, y parece que le daba pena conmigo.
Me serví una rueda de pescado y le eché una cucharada de salsa.
–Yo conozco a mucha gente, puedo hacer que lo metan preso –dijo la vieja, y se le botó un poco de arroz.
Traté de mirar sólo mi plato, para no verla comer. Primero calculaba la distancia y la trayectoria del tenedor, como un artillero, pero se le derramaba la mitad y tenía que empezar de nuevo. El pescado estaba amargo.
–Si no fuera por mi mamá...
Camila miró a Henry y él le dijo, muy bajito: “Está bueno ya, que la pones peor”.
–¿Está bueno? –me preguntó ella.
–Está original –le dije, y Henry me fulminó con la mirada.
–Es esa mierda del cardamomo –gruñó ella.
Terminé mi comida. La vieja seguía con su trabajo de ingeniería: llenar, calcular, medir la distancia, corregir el rumbo, acercar la boca casi hasta el plato.
–La vamos a operar –dijo Camila y cruzó el tenedor y el cuchillo sobre el plato. No había comido nada.
Henry se sirvió otra rueda de pescado, pero le di una patada por debajo de la mesa y acabó en tres cucharadas. Camila nos preguntó si queríamos el postre pero dijimos que no, que se nos hacía tarde. Después que si queríamos café, pero tampoco quisimos. Le di un beso a la vieja, que se sacudió otra vez y me dijo: “Vuelve por acá”.
Besé a Camila, que olía a sudor y cerró la puerta cuando salimos. Miré hacia atrás al bajar a la acera. Camila seguía en el balcón y Henry le dijo adiós con la mano. Le pregunté qué pinga pasaba con Camila, el teléfono, la vieja y eso, y me contó:
–No soporta al yuma, pero es el que mantiene esa casa. Lo dejó y no tiene quién le cuide a la madre. El yuma la amenazó con llevárselo todo si no vuelve con él, y llama por teléfono a la vieja para joder a Camila.
Cuando miré otra vez, ya Camila no estaba en el balcón.


●●●


summertime
–¿Ya te acostaste con mi hermana?, preguntó el niño, y cernió un hilo de arena que aventó la brisa sobre mi boca. Lo ignoré y escupí los granos salobres. Dice Sergio que él los oyó... El brazo tostado estaba cubierto de pelillos brillantes por la crema. Él estaba despierto porque tenía miedo y los oyó... La línea de la vida era un surco largo que se hundía en la muñeca. Vas a vivir mucho, le dije. Las piernas también estaban pobladas de aquellos alfileres dorados. Dice Sergio que mi hermana no es señorita, insistió. Hundió en la arena sus uñas raspadas para agarrar otro puñado. Que por eso camina así. El resplandor le hacía arrugar la nariz y mostrar los grandes dientes. Con las piernas separadas. Se rascó una costra parda sobre un tobillo. Dice Sergio...
–No jodas más, le dijo ella, tiró de la toalla y se envolvió. Sobre los hombros, las algas mojadas del pelo. Sacudió la cabeza, me besó y escupió: Arena. Señalé al niño con un movimiento de cabeza. Le hizo un mohín y él se encogió de hombros. Las costillas brillaron al sol, tirantes bajo la piel dorada. Vete de aquí, le ordenó. No me da la gana. Ella comenzó a peinarse con un peine plástico: Lárgate. El niño hablaba sin mirarla: Dice Sergio que ustedes..., y se tocó varias veces la rodilla con la punta sucia del dedo índice. Ella saltó para agarrarlo y me golpeó el estómago. El niño se escabulló ágilmente. Tú y Sergio son mariquitas. El niño dio una patada en la arena y dijo: Y nos vamos a casar. Me reí y a ella no le gustó: Por eso no me respeta. Hizo un mohín despectivo: ¿Nos verían? Me encogí de hombros: ¿A ti qué te importa? Susurró: Me da pena con abuela.
La mañana anterior habíamos a visitar a su padre, que era un gordo con cara de conejo o un conejo con cara de gordo. Un rostro así es muy fácil de dibujar. Un triángulo, la nariz; dos óvalos acostados, los cachetes; entre ellos, dos dientes; y sobre los óvalos, ojo y pupila, ovalados también. Completas la cabeza, añades dos orejas y ya tienes el conejo. La gente con esas facciones parece que ríen siempre. La esposa del padre era otro conejo de piernas largas, pelo rizado y barriga enorme. Movía sin parar la pierna cruzada: ¿Cómo te tratan en palacio? El marido le palmeó las ancas y ella se alejó dando saltitos. Normal, respondí. Cuando nos casamos, dijo la madrastra... Otra vez no, pidió mi chica. Déjala hablar, ordenó el padre, y apretó el control remoto del televisor, donde pedaleaban en silencio decenas de ciclistas multicolores. Regresé enferma de la luna de miel, concluyó la madrastra. El padre rió y me dijo: Ten cuidado. Ella chilló: Tengo hambre. Le respondieron: Hay galletas. Mermelada. Queso. Mantequilla. Requesón. Queso crema. Nata batida. Crema de leche. Yogur. La madrastra sacó un pote: Y margarina. Ambos echaron a reír. El padre hizo un chiste sobre maricones. Ella comía galletas untadas de requesón. Vi las inmensas llanuras del Camagüey pobladas de bisontes. Come, sugirió la madrastra, me deslizó un puñado de galletas y me pasó la mermelada. Lamérmela, dijo el conejo. ¡Papá!, chilló ella. ¿Te estás protegiendo?, preguntó la madrastra, a la que llamaban Isa. Ella enrojeció como la mermelada y se atoró con una galleta. Hice un chiste y me miró torcido: Está bueno ya. No lo reprimas, la reprendió esa Isa. Yo me sonrojé e Isa aplaudió: Todavía está salvo. El conejo sonrió: Años sin ver rubor. Rubor mortis, dije yo. El padre y la madrastra echaron a reír. Isa me miró a los ojos: Enséñame el derecho. El ojo a la madrastra. Várgame dios, lo que son las llosas. ¿Te duele, pica, cambia de color? Pregunté por qué. Los lunares son propensos a malignidad, explicó el conejo mirando la televisión. Los ciclistas multicolores seguían pedaleando en silencio. Es de nacimiento, respondí. Isa royó una galleta. Con una mano en la barriga gritó: Se movió se movió se movió. El conejo saltó en la cama y le colocó la palma de la mano. Pegó el oído: Yo no siento nada. ¡Qué estupidez!, dijo ella. ¿Has escuchado el corazón de un bebé todavía en el vientre?, preguntó el conejo, con la oreja pegada al ombligo de Isa. Negué. Sonoro como una manada de caballos, me aclaró Isa, absorta en su propio abdomen. Vámonos, pidió ella. Se despidió de su padre y madrastra, pero no le respondieron. Preferí no interrumpirlos. A nuestras espaldas, un grito a dúo: ¡Se movió! Sacó unas galletas del bolsillo: ¿Quieres? Tomé una. Me dijo: Es mejor que mamá. Contesté: Ju. Me quiere mucho. Ju. Nos queremos mucho. Ju. Me miró frenética: Traga. Ju. Chilló histérica: ¡Traga!
Estaba lisa como un cristal; su sexo olía fuerte y sabía a hierro. Iron Maiden. Se apretó contra mí, cálida a pesar del agua, con los senos libres de la tira de tela roja. Me la até a la muñeca. Estás loco, gritó. Se tapó sus colinas como carne de mariscos, saladas. Los niños recogían conchas en la playa, miraban furtivamente y secreteaban. Agité la muñeca como una banderola roja: ¡Arriba los pobres del mundo! Gritaron alborotados y ella me obligó a bajar la mano de un tirón: ¡Estás loco! Repuse: Ellos lo saben… Rugió: ¡Exhibicionista!, me arrebató su ropa y se la amarró, molesta: Pero no me gusta. Me quité mi traje de baño y lo agité espasmódicamente. Los niños empezaron a saltar. Te lo dije, te lo dije, gritaba Sergio. Ella me fulminó con una mirada cargada de sal: ¡Estúpido! La tomé de la mano y se soltó: ¡Quita! Era una broma, dije. La respuesta: ¡Imbécil! Nadó hasta la orilla y los niños la persiguieron, rociándola con arena. Dos bañistas le dijeron algo y les respondió con un exabrupto. Me arrepentí de la broma y fui tras ella. La casa estaba cerca del mar, junto a unas casuarinas. Era una casa de playa: elemental, ecléctica, parca pero no impía, con mesa de cemento y bancos, literas, ventanas enrejadas, faroles de petróleo, un gran tanque de cemento, techo de zinc y un hornillo de petróleo. La superabuela cocinaba algo. Crepitante, la olla de presión exhalaba una columna de vapor. ¿Qué le pasó a mi nieta?, preguntó. No entendió un chiste. La súper movió la cabeza y levantó las cejas: ¿Quiere jugo? Asentí. Sacó un par de latas y un abridor: Ábralas. Tomó de la vitrina jarros esmaltados y una bolsa con azúcar; llamó a los niños y acercó los jarros. Me dijo: Tiene que tener paciencia con ella. Eché en los jarros el jugo ácido de toronja. Los niños entraron empujándose; cuchicheaban, reían. Te lo dije, dijo Sergio y me miró de reojo. ¿Qué pasa?, inquirió la abuela de caperucita. Nada, dijo el leñador. Nada, dijo el lobo. Dos espinas dorsales apuntaban bajo la piel. Espina dorada, espina cobriza. El que solo se ríe..., sentenció la súper, bella como un camafeo. Fea como un camabello. Traía unos calzones de mezclilla, un blusón estampado en grandes amapolas y los espejuelos en la punta de la nariz. La playa abre el apetito, sonrió Granma, la abuela-yate, y sacó un puñado de galletas para los niños. Llévelos a nadar, pidió. Apunté al cuarto, con una mueca provocada por el jugo: ¿Y ella? Se le va a pasar, me tranquilizó. Salí tras los niños. No le prestes demasiada atención, aconsejó la súper, y se quedó en la puerta, donde fue empequeñeciendo junto la casa y las casuarinas. Los niños chapoteaban en el agua baja. Los vi, me dijo Sergio, y le brillaron los dientes en el rostro moreno. Te vio, aseguró el otro, y arrugó la nariz. ¿Cómo es?, preguntaron. Les expliqué. ¿Duele?, preguntaron. Les expliqué. ¡Ah!, dijeron los dos. Y nos metimos en el agua. ¿Siempre se para?, preguntó uno braceando dorado. Claro, dijo el otro nadando moreno. No siempre, dije yo flotando en azul.
La luna en el cielo era un huevo cascado en un cubo de tinta violeta. Había otra luna en el espejo de agua. Dos glóbulos amarillos flotaban en dos cubos de tinta violeta. Como aquel postre, islas de naranja amarillo huevo en el caldo espeso del almíbar pardo. Blob, cayó la luna en el agua. Se hundió. Blob. Subió otra vez. Blob. Dos lunas más en el agua. Blob. Blob. Sus senos insumergibles. Dos huevos cascados flotaron hacia mí. Blob. Blob. Le lamí los pechos salados. Cuatro lunas. Blob. Blob. Blob. Blob. Advirtió: No me marques. El agua era un caldo tibio. Se quejó: No me marques. Dos lunas (Blob Blob) aplastadas contra mi pecho. ¿Dónde aprendiste a besar? Pregunté: ¿Te gusta? Las lunas globulares me agujerearon. Confesó: Me da miedo… Las lunas trémulas. Gimió: De noche vienen los peces. Atraje las lunas: Mentira, boba. La luna en mi boca. Blob. Otra luna. Blob. Suspiró fuerte y la luna saltó en mi boca. Blob. Dos piedras clavadas en las lunas gemelas de Marte. Una mordida a Fobos, el miedo; otra a Deimos. Sigue, pidió. Bajo el agua, dos lunas submarinas, una para cada mano. Glob. Glob. Eran cuatro lunas. Blob. Blob. Glob. Glob. Lisas las lunas. Suaves las lunas. Acerqué las lunas sumergidas sin dejar de morder las de arriba. Fui Neil Armstrong. Chupé las lunas. Entre mis brazos, ella era un pez. Había también dos peces en mi boca. Otro pez jugando con mi pez. Dije: Ay. ¿Qué pasa?, me preguntó con sus lunas, sus peces, sus rocas. Me dolió. Bajó sin escafandra guiada por mis piernas. Dos lunas pequeñas entre mis muslos. Blub blub. Rozó con sus lunas mis lunas menores. Una bandera de explorador entre mis lunas gemelas. Everest. Sentí entre las piernas una palabra con ge y eme seguidas: Chomolangma. Subió de nuevo y metió entre sus muslos lisos la bandera de explorador. Sobre la bandera apareció otra luna. Blub. Mordí las lunas, chupé las lunas, apreté las lunas. Se movían. Blob. Blob. Glob. Glob. Sus muslos acariciaban mis lunas, acercándose, alejándose. Blub Blub. Ocho lunas en el agua. Y silencio. Únicos en la noche cósmica. Tantos huevos cascados en tantos cubos de tinta. Hasta que se cascaron mis lunas y escupieron -Flub–una luna viva, que flotó entre sus lunas y mis lunas y las lunas de todos. Tengo frío, me dijo. En el mar quedaron dos lunas. La luna de arriba. Blob. La luna del espejo. Blob. El cubo de tinta violeta.
¿Mi nieta salió anoche?, preguntó la súper. No sé, mentí. Me miró incrédula desde su perfil de camafeo. Cambié de tema: ¿Y los niños? Ya están en el agua. No se cansan, dije. Los niños no se cansan, sentenció y puso el desayuno. ¿Y ella?, pregunté. Salió temprano, dijo que iba a caminar. ¿A caminar?, me asombré, con el ácido de la toronja entre los dientes. Debes tener paciencia, reveló la abuela de la esfinge.
–Ella finge, me dijo, confidencialmente, su mamá Top Secret. Mamá Bond 007. Engañó a papá y nos abandonó, me había contado ella. Nadie engaña a nadie, decía la madre, que se llamaba Alicia, y agregaba: Ella inventa cosas. Esta vez le palmeó las caderas y exclamó: ¿Celulitis a tu edad? Ella frunció el ceño, me hizo una seña y me pellizcó con saña: ¿No te estarás enamorando de mamá? ¿Ya lo llevaste a conocer la ciudad?, preguntó mi belle mére. Muy belle, bellísima. (Juego de palabras intraducible en español. Del francés belle mére, suegra. Nota del Traductor). Y me llevó.
Era de mi familia, informó ante un edificio. No me dan pena los burgueses vencidos, cité yo. Pero ella no me dio pena, sino un beso húmedo, obrero y campesino, y preguntó: ¿Te aburro? Para nada, le mentí. Me enseñó la ciudad. Fundada por el Adelantado. Adelantado el reloj de la torre de la iglesia, le dije mirando el mío. La Plaza de Armas. El Parque de la Independencia. La Calle Libertad. La Calle Martí. La Calle Maceo. La Calle Agramonte. La Catedral. El Monumento a los Mártires. El Coppelia. El Parque Infantil. El Bulevar.
Escribe boulevard, me sugirió. Suena cursi, le contesté. Haz lo que te plazca, dijo y siguió rasurándose las axilas frente al espejo. La toilette se hace en privado, regañó su madre al entrar en el cuarto y me preguntó: ¿Molesto? Claro, gruñó Cenicienta. No, dije yo. Se sentó a mi lado: Para ser tan flaco tienes lindas piernas. Sé original, mamá. Se miró las uñas y la observé de reojo. Traía pantalones ajustados, zapatillas, camiseta de cuello alto: look deportivo de los años 50. Los alegres fifties. Llevaba el pelo suelto, como Jane Fonda en “La laguna dorada”. Volvió a preguntar: ¿No te aburres? Le sonreí. Vete mamá, chilló ella. A él no le molesto, dijo la mamachita linda, y se quedó tan campante. La hijita malcriada chilló: Se orinó otra vez en la cama. Ideas tuyas, descartó la mamá, balanceándose en un sillón de alto espaldar. Ya tiene once años, dijo mi chica y se cortó la axila. Por no prestar atención, le dijo Anne Bancroft en “El graduado”. Me pones nerviosa, gritó la hija, y sacudió la máquina de afeitar en el vaso con agua jabonosa. Se puso abundante espuma en la otra axila. ¿Qué escribes?, preguntó mamá suegra. Nada de importancia, contesté. Escríbeme una novela de amor, me pidió. Dije que sí, y una mirada me fulminó desde el espejo: ¡Baboso! Pero lo que dijo fue: Se está orinando de nuevo. Todos los niños se orinan, asumió la madre. ¡Es un adolescente!, gimió Electra. No compliques las cosas, ripostó Alicia alias Rita Hayworth. Subió coqueta una pierna, la masajeó con crema y la contempló de nuevo. Después no digan que no les advertí, chilló la rasurada. Nunca he estado en tu provincia, comentó Miss Universo. Cuando Usted quiera, invité. Te tomo la palabra, y sonrió mientras masajeaba los brazos. Olía a azahares. No me acabes con la crema, rezongó la hija. ¿Quién te la compra? La hijita insoportable soltó una palabrota. Clafs dijo la maquina de afeitar al caer en el agua jabonosa. El joven correcto bajó la cabeza, pudorosamente. ¿Qué va a pensar tu amigo?, preguntó lady Alice. Él sabe quién tú eres. La abuela la tiene así, dijo la madre joven, y se levantó. Preciosa. Se te cae la baba, chilló ella. Me recuerda a la mía, dije y le di un beso: Estás celosa. Dio un respingo: ¿De ella? Jamás. Es incapaz de hacer feliz a nadie. Y me dio otro beso.
Jugamos sobre la cama. Nos golpeamos con las almohadas. Nos asfixiamos con la colcha. Nos estrangulamos con las sábanas. Nos maniatamos con sus pantalones de dormir. Nos mordimos a través de la frazada. Los vi, los vi, gritaron los niños desde la puerta. No hicimos caso. Saltaron sobre la cama. Nos golpeamos con las almohadas. Nos asfixiamos con la colcha. Nos estrangulamos con las sábanas. Nos maniatamos con sus pantalones de dormir. Nos mordimos a través de la frazada. Ella no estaba más. Miraba desde la puerta: ¡Eres un estúpido! Éramos tres en el campo de batalla: Sir Sergio del Lago le torcía una pierna a Sir Brother de Cornwall, que me tenía agarrado por el cuello con su guión-brazo dorado y olía a mantequilla. Lady Morgana miraba desde la puerta con sus ojos de abismo; musitó un conjuro y desapareció. Se hizo silencio y los cuervos volaron sobre los cadáveres. La cama murió. El cuarto murió. El sol murió. Pero la Dama del Lago dibujó en la puerta su perfil de camafeo. Dio dos palmadas, y Sir Sergio y Sir Brother desaparecieron. La emprendió con el campo de batalla. Recogió a los heridos, dio sepultura a los muertos, desarboló las tiendas de campaña, retiró las torres de asalto, plegó los estandartes. Me dijo: No trates de entender a esta familia.
Lo mejor fue salir solos y descubrir la ciudad, tranquila como todo pueblo de provincia. No me gusta que discutas con tu madre delante de mí, confesé. Ella es impermeable, ironizó mi chica. Como la mía, pensé pero no lo dije. De la familia no se habla con extraños. Eres extraño, me dijo. La apreté: ¿Me quieres? Creo que sí, dijo y frunció la nariz. La luna parpadeó tras los edificios, plana como luna de ciudad, bidimensional. Si acaso 3 D: una ilusión cinematográfica. Nunca fue un huevo cascado en un cubo de tinta. Pregunta el último, sugirió ella. Esperamos tras un grupo de gente endomingada, aunque era jueves. Un letrero sobre el frontón decía: “La caverna”. ¿Platónica?, pregunté, y me advirtió: No seas pedante. Dentro había un salón con dos docenas de mesitas cubiertas con manteles a cuadros. Muchachas con delantales a cuadros, hombres con chalecos a juego y gaitas en las paredes. Reprimí una carcajada: ¡Escocia! No seas estúpido, regañó ella y desplegó una ardua diatriba contra los intelectuales. Culturosos, aulló lapidaria. Me replegué; no quería discutir. De alguna parte salía música pop amplificada. Los mozos y mozas cuadriculados se movían por el salón. Uno(a) se acercó: Vuénaz Nóchez. Reprimí la riza traz una toz. Ella me pulverizó con una sola mirada: Deja de comportarte como un niño. Después lo recordaría: La vergüenza que me hiciste pasar. Le extendieron una carpeta también a cuadros rojos y negros. Pidió sin consultarme: Cerveza en jarras, chorizos, papas fritas… Patátaz, corregí. ¡Hazme el favor!, gruñó bajito. Encargó, además, ensalada y pastel de limón. Aseguró: Es muy buen lugar, buen servicio. Inodoro, dije bien bajito. Dejó de jugar con sus pulseras: Te estás portando como un estúpido; no soporto esas payasadas. Pensé que fuera de la casa íbamos a estar mejor.
Una silenciosa empleada sirvió agua. Gracias, susurró ella. Sólo quería hacerte reír, le dije. Recitó: Te lo agradezco, pero no quiero repetir la historia de mis padres que muertos de risa se acabaron la vida mutuamente, y nos acabaron la nuestra; hoy lo recuerdan muertos de risa. Perdona, dije sinceramente. Recitó: Yo busco a un hombre serio; que me quiera y respete; vivir es algo muy serio. Un cuadriculado serio nos puso dos jarras de cerveza muy seria. Yo creo que te quiero, me dijo ella, muy seria, y me tomó la mano. Me acarició la palma con las yemas de los dedos. Le devolví la caricia, le besé los dedos. La besé por encima de la mesa: de la cerveza seria y los serios vasos de agua. Sentí su respiración asustada: Tengo miedo de equivocarme y terminar como mamá. No entiendo, dije. No quiero enamorarme de alguien inadecuado, tener hijos y que sean infelices. Vas muy aprisa, susurré, espantado. Confesó: Tengo muchas dudas contigo, pero creo que te quiero. Nos quedamos mirándonos, tomados de las manos. Una cuadriculada sonriente trajo una bandeja con la comida. Hice un chiste sucio a propósito de los chorizos, y cuando soltó la carcajada volví a respirar. Cambiaron la música por baladas de un cantante de moda. Me gusta, afirmó. Asentí, atareado con las papas. Se secó los labios con una servilleta a cuadros y dijo, confesional: Soy muy frágil, no quiero que me lastimes. Le prometí que nunca la lastimaría. Me justifiqué por lo de la playa, por lo de la tarde, por todo: Me siento cómodo, nunca he vivido en familia, ni siquiera conocí a mis abuelos. Sólo somos mamá y yo. Se quedó pensativa: Soy injusta contigo. Le puse una papa frita entre los dientes y me hizo un mohín afectuoso: Pido demasiado porque lo entrego todo. Cualquier palabra puede lastimarme, lo mismo un olvido que un recuerdo. La misma cuadriculada silenciosa recogió los platos. ¿El postre?, preguntó. Dijimos que sí. ¿Te sientes bien?, pregunté. Respondió con otro mohín: Cuídame mucho. Trajeron el postre, que estaba aceptable. Delicioso, aseguró ella; le pasé la mitad del mío y lo agradeció con un besito silencioso. Perdona lo que te voy a pedir... La perdoné de antemano. La cuadriculada trajo dos nuevas jarras y ella calló un momento. Dijo: No quiero que juegues con él... Puse cara de no haber comprendido nada. Aclaró: Es un niño sensible y se encariña mucho con la gente. Le respondí, entre dos tragos de cerveza, que me parecía normal. No lo conoces, es un niño difícil, nervioso. Riposté y contestó exasperada: No quiero que juegue con hombres. Renqueé con un bastón imaginario: Estás loca. He leído mucho, me respondió: Freud, psicoanálisis, libros de medicina… Me pasó su jarra, media de cerveza un poco caldeada: No quiero más. Intenté una réplica y no me prestó atención; alzó una mano y la cuadriculada acudió solícita. Nos vamos. La gente conversaba animada entre el tintineo de los cubiertos. Pagué la cuenta demasiado gruesa y traté de hacer un comentario, pero me respondió: No seas ridículo. La puerta mecánica acalló tras nuestras espaldas una conocida balada.
Afuera estaba la noche en dos dimensiones, más bien el cartel de la noche plana tras el banco de un parque. Conversamos, nos acariciamos, la gente pasaba sin mirarnos. Un reloj metódico tocaba los cuartos, medias y horas completas con campanadas metálicas. Se abandonó en mis brazos. Si me quisieras... Le aseguré que la quería y dudó. La besé de nuevo, le acaricié sus lunas negras bajo el suéter, exploré un muslo. Se dejó hacer y me miró muy seria: Quisiera creerte. Le pedí: Déjame que te ayude.
Prometió que me permitiría ayudarla, le dije a la otra abuela, que parecía una coneja gorda de grandes dientes. La abuela proletaria y koljosiana. Comen hoz y cagan martillo, acostumbraba a decir Alicia. Por su parte, la abuela peroraba: Esa gente le hizo mucho daño a mi hijo con sus prejuicios pequeño-burgueses. Suerte que encontró a Isa, que es Una Muchacha Revolucionaria. En la puerta había un cartel: “Esta casa está de guardia” y, debajo, dos tablillas clavadas: “Finanzas” y “Materia Prima”. Me trajeron un vaso de guarapo. El abuelo leía el periódico y comentaba las noticias en alta voz. La quiero mucho, le dije a la coneja. ¿Y el joven es revolucionario?, preguntó el abuelo. En la pared tenían un gran diploma de graduado universitario. Me explicaron: Es del padre, tiene adoración con él. No repliqué. La abuela se mecía, abanicándose con una penca de yarey: ¿Le traigo el ventilador? Estamos ahorrando. Dije que no, que no hacía tanto calor. Entraron dos niños vestidos de pioneros, de la mano de un conejo con bata de médico. El novio, me presentaron. ¿Cómo te va en el palacio de Versalles?, ironizó el conejo médico, y comenzó a sorber guarapo. ¡Qué cosas tienes!, le aplaudió la abuela, que era también su madre. Hasta una tienda tenían, una manzana completa frente por frente a la plaza, rememoró el conejo del periódico. ¿Te acuerdas cuando la intervención? Mastican el Proceso, pero no se lo tragan, comentó el conejo médico. Los conejitos de uniforme sacaron sus libros sobre la mesa del comedor. Para Hacer Las Tareas. La abuela me preguntó si me apetecía comer boniatillo y le agradecí. Lo que tiene esa niña es falta de afecto, aseguró. Cinco por cuatro, veinte, recitó el conejito macho. ¿Verdad que cinco por cuatro es veinte?, chilló el conejito hembra. Cinco multiplicado por cuatro es igual a veinte, respondió el abuelo tras el periódico. Falta de afecto, aseguró la abuela de nuevo y agregó: El varón era muy chiquito cuando el divorcio, pero los gritos de la niña llamando a su papito se oían a una cuadra. Esa gente no tiene corazón. La coneja secó una lágrima invisible tras los espejuelos, pero se repuso: Tú eres un joven revolucionario y puedes darle mucho apoyo. El conejo médico entró a la cocina: ¿Tú sabes que ella no quiso quince?
–¿Cómo?
No dejó que le celebraran los quince años, disparó él. Los israelitas mataron a un niño palestino, gritó el abuelo desde la sala. ¡Qué crimen!, se indignó la abuela y me pidió: Cuídamela mucho. Ella llegó repartiendo besos. ¡Anastasia!, bromeó el tío conejo. Tan pesado, le respondió ella y le dio un beso. Isa está al parir, comentó el conejo de la bata blanca. Ella se encogió de hombros: Él se olvida de que tiene dos hijos, y ustedes también. ¡Qué cosas tienes!, se apenó la abuela y me señaló: ¿Qué va a pensar el joven? Pregúntale de qué estábamos hablando. Vámonos, me pidió ella. ¿No quieres boniatillo?, preguntó la abuela. Ella se negó. ¿Éclairs, marrons glacés?, inquirió el conejo médico, irónicamente. ¿Qué es eso?, preguntó el conejito macho. Dulces, informó la abuela y le hizo un cariñito: ¿Quieres boniatillo? No te soporto, dijo ella en broma y se abrazó de la cintura del tío, quien le apretó las nalgas. Se apartó, turbada, y me dijo: Nos vamos. El abuelo salió de atrás del periódico y gruñó: Sólo haces visitas de médico. Parece un buen muchacho, intercedió la coneja desde la puerta. Adiós princesa, dijo el conejo médico.
A mí me violaron. Caí del séptimo cielo y ella siguió la historia: ¿Sabes lo que hizo mamá? Dije que no sabía. Me hizo poner un anticonceptivo y dijo: “Así aprendes a no darles tanta confianza a los varones”. Fue aquí mismo, palmeó la cama y me quedé atónito. Ella continuó: Estaba estudiando con un compañero de aula. Mudos fantasmas invadieron el cuarto. Siguió: Todos habían salido; después que cierras las ventanas, esta casa es una tumba. Miré rejas, mallas, ventanas, contraventanas, cortinas y pestillos. Siguió contando: Por la ventana veía a la vecina recogiendo ropa entre las matas de toronja, como ahora... Él me besó y a mí no me importó porque era mi amigo. Yo era casi una niña y creía en la amistad. Me hizo cosquillas y yo me reía mucho. Puso música y siguió jugando conmigo, y cuando me di cuenta, estaba montado encima de mí. Le dije que me dolía pero él me abrió las piernas sin hablarme, sólo cantaba. Me raspaba los muslos con el cinto y yo no podía quitármelo de encima. Buscó con los dedos. Yo le pedí que me soltara. Que no me tocara que no me tocara que no me tocara. Pero no me hizo caso. La música no dejaba oír mis gritos, y él no paraba de cantar y se movía encima de mí. Cuando lo hizo, me quedé abierta sobre la cama. Él se limpió con el pañuelo y me pidió que lo perdonara. Lloraba como un niño; dijo que me quería, que iba a hablar con mi papá.
Yo la abracé para espantarle aquellos recuerdos malos; le besé los pechos, el cuello, la boca salada por las lágrimas, los muslos, las piernas, los pies sucios. Házmelo, me pidió ella. Y lo hicimos. Dulcemente. Ardía por dentro. El sol caldeaba la cama. Los globos amarillos de las toronjas brillaban tras la cortina, las contraventanas, las ventanas, la malla y las rejas. Todo el cuarto olía a pasto, a herrumbre, a tierra. Tenía los ojos perdidos mientras araba su carne: No me hagas daño, no me lastimes. Ardían los muslos, los labios, sus senos, dorados como las toronjas. Nos quedamos dormidos, exhaustos, sudados.
Cuando despertamos, ya era de noche y los grillos cantaban afuera. Me sacudió: Mamá nos vio. Tiré de una sábana, mecánicamente. Aseguró: Mejor te vas. Hablo con ella, prometí. Se negó: Vístete. Me recogió mis cosas en la mochila y trajo el cepillo de dientes: Tienes que irte. Me senté en la cama, confundido: No entiendo nada. Traté de acariciarla y me detuvo, con los ojos desmesuradamente abiertos. No me toques, ordenó. Me vestí despacio y eché en la mochila un libro que se quedaba: “Crónicas marcianas”. Me trajo unas toronjas para el camino. El camafeo preguntó desde la cocina: ¿Ya se va? Ella respondió por mí: Lo mandaron a buscar. El pasillo era un desfiladero silencioso. Quiero hablar con tu mamá, pedí y me suplicó: Vete ya. Me contemplé, desaliñado, en el espejo vertical de la sala. El niño estaba sentado en el piso del portal. Me miró, inquisitivo, y me tendió una mano pegajosa: Vuelve. Le di un abrazo y me apretó las costillas. El pelo le olía a sol. Me susurró al oído: Sergio los vio, pero no dijimos nada. Se te hace tarde, dijo y separó al niño. Le echó el brazo tras los hombros. Me dio un beso en la cara: Mejor te olvidas de mí. Las réplicas se agolparon en mis labios. De todos modos no va funcionar, concluyó solemnemente e informó: La guagua de La Habana pasa a las once y media. Me colgué la mochila y salí a la calle por el caminito de cemento entre la casa y el garaje. El camafeo apareció con un envoltorio: Para el camino. Puso su mejilla azul pastel para que la besara. Vete ya, me apuró ella. Te voy a escribir, prometí. Mejor no, fue la respuesta.
Muchas cuadras más allá, cruzó conmigo el carro de su madre; sonriente en la ventanilla su perfil de Jane Fonda. Me oculté tras un álamo que levantaba el pavimento con sus raíces, y cayeron frutillas sobre mí.
En la terminal había pocas personas. Pedí un boleto y me dijeron que se habían terminado, pero como era jueves no viajaría mucha gente. Desenvolví el paquete del camafeo y devoré un dulce casero. La guagua pasó retrasada y pude montar sin contratiempos. Hacía calor porque el aire acondicionado estaba descompuesto, pero nos cobraron el pasaje como si fuera un ómnibus especial. Me hundí en un asiento que olía a colillas. Mi compañero dormitaba, entre ronquidos esporádicos. La guagua pasó frente a la casa blanca bajo el foco de neón. Blancas las arecas, el carro tras las rejas del garaje, blancas las rejas, la malla, las ventanas, las contraventanas, las cortinas. Blanca la luna sobre la casa. Una luna metálica, fría, con huellas de óxido. No pude dormir durante el viaje. Llegué a mi casa cuando amanecía.
–¿Cómo te fue?, preguntó mi madre.
–No sé.
Todavía no sé.



replay

yunier riquenes garcía
(jiguaní, 1982)



distorsiones


Si van a sostener los discursos que no sea con palabras, que sea con la boca cosida, con las manos amarradas, con las piernas lisiadas, con los ojos cerrados. Si van a sostener los discursos que se saquen el corazón con la punta de una piedra, que se abran el pecho. Si van a sostener los discursos, si acaso, los pueden sostener.


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Qué fuga puede ser esa si yo no puedo sacar lo que en el pecho tengo. ¿Qué será de ti y de mí sin nosotros dos? Me sangra el pecho, lo hacen sangrar con el mal uso del tono y las palabras. Pero hay que juntarse de nuevo, hay nuevos gigantes que vienen dispuestos a arrancarnos a la Patria. Y no es gigante de siete leguas, y no es gigante, si miramos bien.


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Ahora los hombres se comen a los hombres al menor descuido. Unos vigilan a los otros de refilón. Dicen que la carne es dulce, pero que sabe bien. Ahora degustar la carne de los hombres es probar la exquisitez. Dicen que la mejor parte debería ser la lengua y los ojos como antes los niños se disputaban la molleja del pollo y el rabito del puerco. Lo cierto es que ahora los hombres se comen a los hombres, calmadamente o de un sopetón.


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Estos no son tiempos de doler. Si mascullas ¡ay!, te salen marcas en la piel. Te salen marcas pero no eres un tigre. Si mascullas ¡ay!, pasas a formar parte de otras filas y se rompen las botas, o no te tocan botas. Si mascullas ¡ay!, pasas a ser un marcado sin perdón, y desapareces.


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Las palabras y las frases se juntan en las paredes; las juntan con un sentido único. Diferentes colores, rasgos y errores de ortografía. Las palabras y las frases las juntan en las paredes para decir, por ejemplo: solo cristo salva; debajo, y el dinero; y al final, patria o muerte.


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Para vender la canasta básica los bodegueros se vuelven conversadores; olvidan las pesas y equivocan las onzas y los kilogramos. Cinco libras no pesan cinco libras aunque se lleven los envases de siempre. Para vender la canasta básica los bodegueros se vuelven conversadores, aclaran que las unidades de medida, también han cambiado.


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Los muchachos de El Reparto y El Modelo salen en grupos los sábados. No beben vodka ni champán, pero beben. Mueven las caderas, conquistan a las mulatas y las raptan en las esquinas con / sin preservativos. Cuando la bebida, que no es vodka ni champagne se revuelve, los muchachos de El Reparto dicen nosotros los de El Reparto y los de El Modelo gritan y qué, nosotros, los de El Modelo. Aparecen empujones, picos de botellas y navajas. Los muchachos de El Reparto y El Modelo antes de salir sobrecargan los bolsillos. Cada sábado corretean cabezas rotas y apaleamientos. Una vez, la ventaja es para los de El Modelo, otra vez para los de El Reparto. Desde las ventanas de mi cuarto yo los perdono porque ignoran otros modos de jugar y perder el sueño, que la Patria no siempre los contempla orgullosa.




replay


winston zimmermann
(la habana, 1977)



madame Bovary

Escribir sobre la base de una literatura nacional (¿nacionalista?), popular (¿populista?), comprometida (¿politizada?).
Negar esa postura de literatura nacional, popular, comprometida.
Negar una base, negar un pedestal, un compromiso impuesto, una falsa raíz.
Negar una base porque la Tierra no es plana, constituye su redondez un achatamiento en los polos. Aunque dentro de esta pequeña isla da la impresión de vivir dentro de alguna fantasía medieval, donde la Tierra sí es plana y se sostiene sobre la chata planicie de instituciones estatales: el compromiso, un abultamiento del ecuador, un agujero en la capa de ozono. Nada de elefantes a lomos de tortuga para nosotros. Calentamiento global, calentura isleña.
El proceso escritural pasa a ser causa y, a la vez, consecuencia.
Causa del aislamiento que provoca vivir en una isla aislada por dentro y por fuera. Consecuencia: …el uniforme (y a veces uniformado) campo literario cubano, tan pacificado y conformista que ya no es campo sino edén para ciertas ficciones de estado…
El tema pasa a ser una cuestión de conveniencias, esa actitud de isla airada, que nos deja sin aire, por ejemplo. O esa complacencia en vanidades que nos asfixia mientras el ecuador se abulta y se abulta acercándose al sol. Cuba es un eterno verano.

Objetivo último de la literatura: poner de manifiesto en el delirio esta creación de una salud, o esta invención de un pueblo, es decir una posibilidad de vida. Escribir por ese pueblo que falta.

¿Escribir lo que falta?: la posibilidad, la salud.
Los escritores cubanos viven escindidos entre una infinita multiplicidad de realidades. Falsos compromisos.
Viven en campanas de cristal, y no saben nada unos de los otros (…casi podría decirse que no les interesa saber…)
Quizás sea mejor no ver más allá del cristal de una campana personal.
Nadie sabe lo que podría vislumbrarse a través del vidrio opaco… Nadie sabe qué hay más allá (o más acá) del vidrio opaco. La opacidad es consecuencia y también causa de ese abultamiento ecuatorial, de ese achatamiento de los pueblos (sic): retroalimentación famélica.

Toda escritura es una lección de extranjería; el autor se desconoce y se desdobla en otro: se traduce. En el deseo de vivir fuera del país también hay algo del deseo de vivir dentro del texto.

En el deseo de vivir fuera del país está la negación de un centro. El deseo de vegetar en una provincia. Vida bucólica, alejada de la capital.
La Habana resplandece con brillo falso de Meca. La vida cultural en otras provincias atraviesa letárgicamente por las ventanillas de un tren como un mal sueño. Por supuesto, hay excepciones. Legna Rodríguez Iglesias, Yunier Riquenes y Rubén Rodríguez no son las únicas.
¿Y que hay con los de afuera? ¿Los que abandonaron esta ficción de estado por otras ficciones más o menos fantasmales? ¿Aquellos que las instituciones dejan de citar como escritores cubanos y pasan a la cuerda floja de narradores de la diáspora? Equilibristas haciendo malabares con una nacionalidad negada. No sé qué será de ellos, mi baby blue.

Desde las ventanas de mi cuarto yo los perdono porque ignoran otros modos de jugar y perder el sueño, que la Patria no siempre los contempla orgullosa. (Yunier Riquenes, Distorsiones)

Resemantización de términos. La palabra Revolución pierde su significado primigenio y se responde a la amenaza de enemigos invisibles con consignas de MÁS REVOLUCIÓN. La palabra adquiere vida propia, se transforma en ente idiotizado(r), comodín del próximo interés institucional.
También sucede lo mismo con otras palabras, otros términos. PATRIA, BLOQUEO, IMPERIALISMO, PUEBLO.
En algún momento enarbolaremos estúpidamente como un perro de Pavlov consignas que propongan MÁS LITERATURA.
A veces se cree que ya está sucediendo. Esto de la resemantización de los términos es muy engañoso.

El provincianismo hizo suicidarse a madame Bovary, en aquella novela de Flaubert. Tal como estaban las cosas, podría decirse que no le quedaba otra salida. Happiness is a warm gun y el sabor de un dulce veneno en los labios.
Provincianismo también presente en nuestra literatura nacional, más bien nacionalista, todos los huecos y omisiones eficientemente rellenados por los organismos correspondientes.
Isla aislada en sí misma, airada ante las partes de sí mismas.
Pueblo esquizo.
La felicidad como un arma caliente, una matraca muda en el escándalo del carnaval, un llanto que el cristal opaco hace parecer risa.
¿MÁS LITERATURA?
MASS LITERATURE?





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Raúl Flores Iriarte , “33 y 1/tercio, No. 9.,” Digital Entanglements, accessed April 25, 2024, https://digitalcuba.omeka.net/items/show/29.

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