33 y 1/tercio, No. 13.

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Title

33 y 1/tercio, No. 13.

Subject

Revista literaria digital

Description

Revista literaria digital hecha en Cuba. Dirigida por el escritor Raúl Flores. Circulada vía correo electrónico y dispositivos de almacenamiento externo. Estética postmoderna que privilegiaba lo pop.

Creator

Raúl Flores Iriarte

Date

2008-2009

Contributor

Lizabel Mónica

Format

Microsoft Word Document

Language

Spanish, Español, SPA

Type

Revista, magazine

Coverage

Cuba

Text Item Type Metadata

Text


–Pretende usted enojarme con sus tontas parábolas. Lo sé todo sobre su propio padre; Pavel Isaev me habló sobre él, me dijo que era un tiranuelo, que todo el mundo le odiaba, hasta que sus propios aparceros lo mataron. Cree usted que, como su padre y usted se odiaban el uno al otro, la historia del mundo ha de ser simplemente la historia de las guerras que se libran entre padres e hijos. No entiende usted el sentido de la revolución. La revolución es el fin de todo lo antiguo, incluido padres e hijos. Es el fin de la sucesión y las dinastías. Y se renueva incesantemente, si es revolución de verdad. Con cada nueva generación, la vieja revolución queda invalidada y la historia empieza de nuevo. He ahí la nueva idea, la idea verdaderamente nueva. Año uno. Carta blanca. Todo se reinventa, todo se borra y renace: la ley, la moralidad, la familia, todo. Todos los prisioneros son puestos en libertad, todos los delitos son perdonados. La idea es tan tremenda que usted no alcanza a entenderla, como tampoco la entienden los de su generación. Mejor dicho, usted la entiende demasiado bien, y pretende asfixiarla en su cuna.
–¿Y el dinero? Cuando se perdonen los delitos, ¿se redistribuirá el dinero?
–Mucho más que eso. De vez en cuando, en el momento en que menos se lo espere la gente, declararemos que el dinero existente carece de valor y emitiremos una nueva moneda. Ese fue el error de los franceses, permitir que el dinero antiguo siguiera en circulación. Los franceses no hicieron una verdadera revolución, porque no tuvieron el valor de ir hasta el final. Liquidaron a la aristocracia, pero no eliminaron la antigua manera de pensar. En nuestras escuelas se enseñará la manera de pensar propia del pueblo, la que ha estado reprimida durante todo este tiempo. Todo el mundo irá de nuevo a la escuela, incluidos los profesores. Los campesinos serán los maestros, y los maestros pasarán a ser alumnos. En nuestras escuelas haremos hombres y mujeres nuevos del todo. Todos renacerán con un nuevo corazón.
–¿Y Dios? ¿Qué pensará Dios de todo eso?
El joven se ríe de puro júbilo.
–¿Dios? Dios estará verde de envidia.
–Así que usted cree en Dios.
–¡Por supuesto! ¿Qué sentido tendría no creer? Lo mismo daría prenderle fuego a todo, convertir el mundo en ceniza. No; iremos ante Dios; nos presentaremos de pie ante su trono, lo llamaremos. ¡Y vendrá! No le quedará más remedio que escucharnos. ¡Y entonces por fin estaremos todos juntos en un mismo pie de igualdad!
–¿Y los ángeles?
–Los ángeles formarán círculos a nuestro alrededor entonando el hosanna. Los ángeles estarán embelesados. También ellos serán libres para caminar por la tierra como hombres de a pie.
–¿Y las almas de los muertos?
–¡Que cantidad de preguntas hace usted! También las almas de los muertos, Fiador Mijailovich, también si así le parece. Las almas de los muertos volverán a caminar por la tierra, por supuesto. Si así le parece, también Pavel Isaev. Lo que podemos hacer no tiene límite.

el maestro de Peterbursgo
j. m. coetzee


























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otros brazos
(otras cabezas)



daniel díaz mantilla cállate ya, muchacho
omar pérez las estaciones
efraim medina reyes a golpes / sexualidad de la pantera rosa
naief yehya la gente de latex
juan francisco ferré alegorías de América / América subprime

ricardo alberto pérez la extraña metamorfosis de Casia Heller
hablé sobre Dios con Antonin Artaud
antonin artaud la piedra filosofal / poesía
rachel resnick los carnívoros de Marrakesh

jamila medina tres instantes a lo debbie malon
néstor cabrera going to Montana VII
pedro lemebel la iniciación de los conscriptos / Silvio Rodríguez
e. annie proulx brokeback mountain
james tate brujas & sangre nueva
roberto gonzález echevarría el puente de ponte
josé antonio ponte caja negra de la fiesta

daniel díaz mantilla
(la habana, 1970)



cállate ya, muchacho

No corre el viento aquí, no pasa el tiempo. La ventana es un boquete estrecho y alto que sólo deja ver un fragmento de pasillo techado; la puerta, un boquete tosco protegido con gruesos barrotes pintados de negro. Del lado de allá, otro pasillo estrecho y húmedo conduce a cubiles semejantes: apenas tres por cuatro metros de penumbra, nichos de cemento frío con espacio suficiente para seis bípedos acorralados.
Por suerte, esta noche sólo somos cuatro. Cada cual en su nicho, mirando al techo o las paredes, pensando en ese tiempo que transcurre afuera sin nosotros e intentando medirlo inútilmente mientras tratamos de llegar con vida al próximo minuto. Toda la esperanza se reduce a eso: pasar de un minuto al siguiente sin problemas, resistir sin perder el control, sin caer. Cualquier esperanza, sin embargo, puede ser una trampa para estos bípedos que ahora, acorralados, aguardamos el próximo minuto.
Pero el próximo minuto no llega o, si llega, se funde con el anterior en una sustancia amorfa, elástica, sin más acontecer que flujo febril de las ideas, la rabia iridisciendo en los ojos y una tensión que aumenta a cada instante, el sobresalto interminable de existir en un lapso al margen del mundo, en un nicho frío y sucio que alguien, lejos, guarecido en su confort, diseñó para despojarnos de toda condición que no sea la de bípedos.
–Me llamo Luis Emilio Guzmán Valdivia –dice una voz a mi izquierda–. Mañana es mi santo. Voy a cumplir veintiocho y llevo diez días aquí sin saber de mi familia.
Escucho sin moverme. El tono es resignado, casi apacible.
–¿Por qué estás aquí? –inquiero.
–Dicen que por sacrificio de ganado, pero yo sólo compré la carne. Hay que comer –dice–, imagínense.
Trato de encontrarle un rostro a esa voz y no lo logro. Mientras sea una forma abstracta, pienso, seguirá siendo despreciable en su grisura. Un nombre, un rostro, un dolor, lo acercarán a mí mismo. Tengo la vista fija en el bombillo: un foco de luz amarillenta empotrado con torpeza en un hueco de la pared a la altura del techo, protegido con cabillas, cubierto de hollín y telarañas. Casi hostil esa luz, casi su propia antítesis. Ese es el rostro de Luis Emilio, ese es hoy también mi rostro.
–Yo soy Leandro Azcuí –murmura otra voz frente a mí–, soy del rancho Las Mercedes, de la sierra, y maté a mi mujer. Yo la maté –repite con fuerza y el eco resuena en el pasillo sin visos de arrepentimiento o pena.
Silencio. Pienso en mi casa distante, en mis amigos ajenos a este trozo de realidad tan inusual para ellos, para mí: somos mansos mis amigos y yo, gente buena que sólo en televisión ha visto cárceles, y aunque a ratos nos sentimos enjaulados, nuestra jaula es metafórica.
–Mi nombre es Daniel –digo casi sin pensar–, soy escritor. Yo iba para El Valle. El ómnibus paró en la terminal y bajé a comer algo. Me detuvieron, dicen que me iba del país.
–¿Y a qué va un escritor al Valle, si se puede saber? –pregunta la cuarta voz debajo de mí.
Decir escritor impone cierto respeto, lo que escribes puede llegar lejos y eso es un arma. Si cuentas que intentaron intimidarte para que firmaras un acta de acusación absurda y cuando te negaste te trajeron aquí, sin delito, sin derecho a una llamada telefónica; tal vez tu arma sea usada contra ti: es fácil reducirte a un bípedo acorralado, muy fácil quizás. Por eso tal vez mañana tantee temeroso el bolígrafo y desista.
–¿Y a qué ibas tú al Valle? –me interroga el capitán.
–No sé, creo que a ver.
–¿Ah sí, a ver qué?
–A ver lo que hay, a conocer.
–¿Y a quién tú le pediste permiso?
–¿Y por qué tengo que pedir permiso?
–Porque me da la gana a mí. Para ir al Valle o a cualquier lugar en este municipio tienen que pedirme permiso a mí.
Lo miro. Es un hombre triste este capitán, prisionero de circunstancias que nunca alcanzará a comprender, tan seguro en su cárcel, con su pistola a la cintura y su vacío en el alma. Si yo fuera su hijo también me diría: tienes que pedirme permiso a mí. Pero no soy su hijo, ni su amigo, ni su subordinado. Me encojo de hombros y lo miro sin hablar.
–Yo soy Julio y vivo en El Valle –dice la cuarta voz–. Lo que te voy a contar es para que lo escribas, si eres tan bravo como dices.
–Habla –le pido.
Julio tiene veintidós años. Se fue a vivir con su mujer y su hijo al único apartamento vacío que quedaba en el edificio. Todos en el pueblo estuvieron de acuerdo, pero la policía los desalojó.
–Esperaron a que yo no estuviera para venir –murmura Julio–, amena¬zaron a Nena, que no me iba a ver más la cara si no salía, y lo tiraron todo para afuera. Ahora dicen que yo amenacé al capitán.
–¿Y el apartamento? –pregunto.
–Lo tienen ellos –responde Julio–, dicen que para hacerle un calabozo a la gente del Valle.
–Cállate ya, muchacho –aconseja el celador allende los barrotes.
Abre la reja y me llama. Lo sigo de vuelta hasta el cuarto por donde me hicieron entrar. Húmedo y sin ventanas, es casi la antesala del infierno, pienso mientras acordono mis botas. Recojo la mochila y salgo. En la puerta el capitán me ofrece una disculpa:
–Todos los hombres se equivocan –dice.
–Unos más que otros –le contestaría, pero no tiene caso: es un hombre triste, un prisionero de circunstancias que jamás comprenderá.
Afuera es madrugada. El pueblo duerme resguardado de la frialdad de enero. La calle es dura bajo mis pies. Camino sin prisa hacia la terminal, pensando en el reto de Julio. Quiero llegar al Valle, ver lo que hay, contarlo.







replay

omar pérez
(la habana, 1964)



las estaciones (fragmentos)

Los tomates mejoran cada día,
las calabazas son del color del mango,
un pan similar al barro y a la brasa, no lo hay;
ahora rompen a cacarear las gallinas que callaron
cuando los gallos cantaban:
las ferias son mercados disfrazados de fiesta,
los libros son candiles apagados en tinta,
la nada es nada, el infinito al cero.
La isla se va, el áncora se queda.
.

Moneda refractaria es aquella
que no cae al agua de las disquisiciones.
moneda fraccionaria es aquella
que se hunde en las tardes mercenarias.
Ejemplo, el caracol: viviremos con menos
y moriremos con más
viviremos desnudos para morir elegantes.
Los tomates mejoran cada día
y la hiedra se levanta del océano.
Estoy saciado como una hiena,
como una liebre, como una piedra.
La isla se va. El áncora se queda.
Las semanas se fugan como oro
peso específico de las ciudades
que tratan de ganar, o al menos no perder
la compostura de ilustres realidades
para todas las edades.
Es un misterio: dónde puse los libros,
los silenciosos artículos de polvo?
Ese dios que veneras como leche cortada
esa fe que repartes como papel periódico
esas estaciones tan bien amortajadas
en una creencia de parasol metódico.
Caos, orden, aguaceros
de una ley desmigajada
una sonrisa entrenada
entre cotas y luceros.
Por qué lo haces, por qué es así?
una gramática del frenesí
una aritmética de la fragancia
una genética de la ignorancia
una robótica del como si.
.

Cuando al cuervo preguntaron por los endecasílabos
no respondió, voló sobre los diques.
Cuando al hacha oxidaron con preguntas
no supo responder, quedó encajada.
Qué es lo poético,
Por qué inquietarse por algo que no existe?
Cómo saber que lo que nos espera, espera?
Un árbol, una fragua, una casa vacía
un techo roto, una anciana sin dientes
un perro muerto, sin dudas nos diría
mucho más que el poeta inteligente
diligente
con esa divisa que separa a la gente:
¨Pienso, luego existo¨.
Soy más antiguo que el hombre del museo
de él sólo queda un pedazo de hueso,
muchas suposiciones.
.

Como encender un cigarro
con otro:
las noches y los días.
.

Pues es posible enfrentar a la luna
ponérsele de frente, es decir, no combatirla,
quién escupiría el rostro de la madre-amante
sin ser, propiamente, un asesino?
Ponérsele de frente, en una vertical
como suelen hacerlo las estrellas,
sin querer pronunciar: esto es la vida
aquella la línea que conduce a la muerte
pues no significar es la canción favorita de los astros.
Como en la radio escuchas las noticias, y luego un canto
que es lo que te emociona, así la luna
no quiere decir nada: como el torero al toro
te convida a enfrentarla. Luego morir,
dicen que ella trajo al mundo esta costumbre.
.



3
Adoro los sistemas,
el vals, la cibernética
cero uno cero uno cero
cero uno cero uno cero
sobre las olas
del mar
de los sistemas
donde nadar
es menos que flotar
y muchísimo menos que fluir
fluir y fluir
cero uno cero uno cero
cero uno cero uno cero
adoro los sistemas
pero ningún sistema
me llevó hasta l´arena
como aquella ballena
de Jonás
cero uno cero uno cero
adoro los sistemas
pero ningún sistema
me llevó mar afuera
me devolvió a la arena
como aquella ballena
de Jonás
adoro los sistemas
pero ningún sistema
me llevó mar afuera
me regaló una perla
me resolvió una pena
y me escupió en la arena
como aquella ballena
omar! devuelve tu sistema
emerge mar afuera
como aquella ballena
cero uno cero uno cero
la isla se va
el áncora se queda
la isla se va
el áncora
se queda.



14
Los ciclones son las fiestas de la tierra
las verdaderas fiestas populares
el pueblo arbóreo, el pueblo de las aves
el de las flores, el pueblo de las branquias
junto al pueblo de los hombres y mujeres,
naturalizados ex natura,
población: diploma de honor a la violencia
cariacontecidos, ebrios de noticieros:
“la idiosincrasia sociopolítica
del elemento demográfico aledaño al recinto”,
el guardaparque advierte como mayor peligro aun
para los monumentos, que dichos huracanes
la salerosa conducta popular.
Y es cierto, los ciclones obedecen a un orden
no así los individuos.
A falta de policía lunar o planetaria
división del trabajo
los eventos meteorológicos danzan
la peculiar danza de los astros
que, a decir de los astrónomos,
no existe.
Tampoco existe ya aquella pared,
tejado, foto nupcial, recuerdo de provincia,
antena (dos hombres mueren al conectarla),
recorte de periódico: “Ahora sí!...”
tanque de agua, monolito interior
de los apartamentos: televisor acuático.
Los administradores ancestrales
que vulgarmente y con perversa intención antropomórfica
llamamos dioses, salen de vacaciones;
sólo es posible ver los rabiahorcados
en grupos inusuales de tres o más
mezclarse a las tiñosas.
.



18
Lo que prolifera
una atmósfera amarilla
lo que prolifera
una virgen con una cadena
no especifica oro o yerbabuena
lo que prolifera
un San Lázaro afectivo
con dos perros en una nevera
lo que prolifera
en piso liso espejo paraíso
lo que prolifera
un recluso izando una bandera
lo que prolifera
un cariño y un olvido
y una ganga en una tendedera
lo que prolifera
un soporte virtual, un onanismo
un bolero de fondo cataclismo
lo que prolifera
la festiva creencia: talanquera
lo que prolifera
una santa en una billetera
dos mentiras a peso
una verdad para dos peceras
lo que prolifera
un evangelio, un debate, un noticiero
una biblia y un salpafuera
como si tú no lo supieras
cuba cuba sigue tu camino
cuba cuba conviértete en vereda
lo que prolifera
una estatua mar afuera
los mejores ángeles de nuestra natura
danzando al borde de una olla arrocera
compracompra a tu manera
ciclos cortos, porcelana viajera
caleidoscopio de humo por tronera
que te conocí sin manga más allá del arcoíris:
son manguera
lo que prolifera
y al monumento que lo tumbe el viento
y espera.





replay

efraim medina reyes
(cartagena, 1964)



a golpes
(fragmentos de entrevista a Efraim Medina Reyes)


¿Desea ser como sus personajes?
Mis personajes son mis amigos. Es gente que camina y que vive. La literatura es una pantalla oscura en la mente que se iluminan con esos personajes, con esas imágenes. Mis personajes andan por allí y algunos vienen hoy a mi lanzamiento. Saben que yo no estoy inventando realmente y que yo no soy ninguna clase de genio ni nada. Yo deje la universidad porque me sentía inferior a la academia. Descubrí que la literatura era una cosa hecha para subnormales como yo. Para mí escribir es una cosa tan fácil como amarrarme un cordón. Me pongo a arreglar las historias de mis amigos y como todos somos unos perdedores, la historia de los perdedores son muy agradables y la liga de perdedores es la más grande que hay el planeta.

¿(Su literatura) con sus convenciones, trampas y servidumbres?
Yo creo que la pareja es una cosa que es necesario disolver absolutamente. No son ideas literarias, lo que esta en mi literatura es lo que yo siento. La relación entre la literatura y mi vida personal es total. No hay diferencia. Lo mío es más vital o vivencial que autobiográfico. Lo que escribo no es una cosa referida solamente en relación conmigo, sino también con mi especie y mi tribu. Lo mío no son memorias, porque ni siquiera es personal. Yo no tengo un mundo personal, poseo una vida hacia fuera. Yo no tengo una vida interior. Dentro de mí no podría ser como Borges, Espinosa o Shopenhauer. Lo que yo revelo en mis novelas es mi mundo. Si alguien piensa que yo soy más interesante que eso está perdido. Me considero una persona plana en relación a lo que es la gran literatura como Cervantes, García Márquez, Shakespeare. Me considero un escritor menor. No me interesa lograr como esas catedrales perfectas de palabras. Mis novelas son imperfectas, desniveladas, un poco salidas como puedo ser yo.

¿Desea que sean así?
Es que no tengo otra forma de hacerlas. Ellas son mi límite. Si tuviera que elegir no elegiría ser un escritor como García Márquez, ni shakespeare. Si pudiera elegir sería un vaquero o Brad Pitt, alguien que la tuviera más fácil. O elegiría ser bello, blanco y millonario, que más se puede elegir. No puedo aspirar a ser un clásico de la literatura, eso a mí no me sirve, lo que a mí me interesa es la inmediatez. Deseo que se consuma todo, de aquí a mañana no me interesa nada, este cadáver que somos mientras vivimos debemos consumirlo.

¿La literatura lo ha liberado de algo?
La literatura no me ha liberado de nada, pero me permite ejercer el sano ejercicio del odio, de la venganza y también a veces el afecto como son los amigos. Yo tengo mi mundo. Y mis amigos.

¿La literatura le ha aportado lucidez sobre sus sentimientos y el pasado?
Todo puede ser literario menos la literatura. A la literatura hay que darle pasión como los comics, debe estar viva. Además, la literatura me necesita a mí, yo no a ella. Yo no necesito la literatura para nada. He conseguido lo que he conseguido sin la literatura, lo he conseguido con mi inteligencia, mi verga y mi encanto personal. La literatura me necesita, pero yo no voy a estar en la literatura para siempre. Publicaré 15 libros y se acabó mi relación con el mundo de la literatura.
Yo soy de la generación de los ochenta. Mi lenguaje no viene de la literatura, por eso no he tratado de imitar a García Márquez. Y no los imité porque ni siquiera sabía que existían. Lo que yo recibí fue toda la televisión norteamericana, con los enlatados. Programas esenciales como hechizada, de Isabel Montgomery, Hanna Barbera, Superman y el Salón de la Justicia, Meteoro y el Capitán Centella. Yo me disfrazaba de esos personajes. De la literatura leí El Padrino, los grandes bestsellers de Mario Puzo, Stephen Hawkins, Frederic Forsyth. De la música escuché a Travolta, Samanta Fox, Lionel Richie, la música disco, el vestuario de Travolta que era un hombre que vivía sin códigos, era el sueño de los muchachos del barrio, un pobretón que cuando bailaba se sentía como el rey del mundo y nosotros también nos sentíamos así en el sentido que ejercíamos la dicha de ahorrar para comprarnos una buena pinta e ir a las discotecas. Esa era nuestra máxima aspiración porque todavía me considero más un bailarín que un escritor y seguiré bailando.



replay

sexualidad de la pantera rosa

Mi sobrina solía preguntarse si la Pantera Rosa era hombre o mujer. Parecía una pregunta sencilla pero observando programa tras programa se veía al bicho rosado flirteando con toda clase de criaturas: desde hombrecillos calvos y narizones hasta conejitas rubias y sensuales. Su objetivo era imponer un color y estaba dispuesta a todo por lograrlo. El inspector era torpe y desaseado como cualquier francés. Quizá hasta pudiera acusársele de misógino y xenófobo (como a cualquier francés) pero su sexualidad (a diferencia de la de cualquier francés) no estaba en entredicho. La Pantera en cambio dejaba a su paso un mar de dudas y, como solía decir mi sobrina: No tiene agujeros aquí. ¿Para qué preguntas tonterías? reviraba el amante padre de mugrientos calzoncillos (todos rotos en la misma parte) y la niña decía: Para saber. En realidad mi sobrina tenía cuatro años y era una máquina de preguntas y chillidos. Sus inquietudes me divertían y trataba de dar respuesta a todas pero el amante padre siempre estaba acusándome de corruptor. Tenía la mente más sucia que los calzoncillos y sólo se acercaba a la niña para prevenirla en mi contra. A la pobre, asustada por los comentarios del padre, no le quedaba otra opción que preguntarse a sí misma. La escuchaba jugando a eso e improvisando respuestas: La Pantera es un diablo bueno. Mi papá tiene un cuchillo en el jopo (por los rotos de los calzoncillos, supongo).
Cada vez me intrigaba más la Pantera. ¿Qué cosa era? No hablaba, no tenía sexo definido, no era particularmente sabia o generosa, sus ojos no eran soñadores. Su plan era pintarlo todo de aquel color... su color. Aceptar las diferencias no hacía parte de su carácter. Flecha Verde también me hacía pensar. Era sin duda el más opaco de los paladines, una especie de chivo expiatorio entre los superhéroes. Casi nunca se le tomaba en cuenta, Superman no le dirigía la palabra, ningún niño quería disfrazarse de él. Sus poderes eran escasos y limitados, su otra personalidad daba grima. Las aventuras que tenía eran aburridas y siempre al final algún miembro de la Liga debía sacarlo del atolladero. A veces compartía pista con Linterna Verde y entonces Flecha era nulo. No me gustaba ese cómplice; destilaba arrogancia y saltaba a la vista el desprecio que sentía por Flecha. Viñeta tras viñeta quedaba claro que Flecha no era más que relleno y escenografía para verdaderos superhéroes. Pero tenía agallas: nunca se quejaba, no hacía reclamos a su creador. Cero envidias, cero chismes. Hacía lo suyo y punto. Una vez, creo que acababa de cumplir 15, fui a una fiesta disfrazado de Flecha. Estaba en un rincón mirando a una linda Cenicienta de ojazos negros cuando un pirata flaco se acercó a preguntarme de qué estaba disfrazado.
–Flecha Verde –respondí.
–¿Y quién carajos es ése?
–El amigo de Linterna.
–¿Linterna Verde tiene un amigo así?
Antes que pudiera responderle ya había girado sobre sus talones y se dirigía hacia mi Cenicienta. Un Peter Pan gordo se paró a mi lado.
–¿Qué hay, Robin?
–Soy Flecha –dije.
–No, eres el señor Hood.
–¿Quieres problemas?
–Con un ladrón justiciero jamás.
Lo acuellé. Se puso rojo y empezó a patalear. El pirata flaco y la bella Cenicienta vinieron en su ayuda.
–Por favor, suéltalo –dijo ella con angustia.
–¿Es tu novio? –pregunté sin quitar las manos del gordo.
–Es su hermano menor –dijo el pirata aplicándome una llave de yudo por la espalda–. Y está enfermo de cáncer.
De inmediato solté al gordo que se abrazó a ella. El pirata me liberó. Le ofrecí disculpas al gordo y a su hermana. Sus ojos negros me observaban con rabia y curiosidad.
–¿Qué disfraz es ese?
–Robin Hood –dijo el gordo.
–No –dijo ella–. Es el Capitán Garfio y olvidó el garfio.
Rieron. El gordo le propuso al pirata ir por algo de comer. Sin despedirse se alejaron; el pirata y su Cenicienta iban agarrados de la mano.
Después de tomar dos rones con cocacola me puse a dar vueltas hasta que Cleopatra me sonrió desde un sofá. Hablamos, tenía edad para ser mi madre y estaba borracha. Bebimos hasta acabar su trago y me propuso ir por más. La seguí dando tumbos. Nos metimos en un cuarto repleto de chécheres y ella dijo que me dejara de pendejadas y besos e hiciera lo que estaba pensando. Le dije que tenía 15 y sacó una de sus tetas. Se tumbó sobre unas cajas y abrió las piernas, no llevaba nada debajo de la falda. Cuando me estaba quitando el traje la corredera se atascó. Cleopatra, sin cambiar de posición, esperó unos minutos a que resolviera mi problema y luego perdió la paciencia.
–Para ser Flash eres muy lento.
–Flecha Verde –dije. El sudor me entraba en los ojos que empezaron a arderme–. El traje de Flash es rojo y tiene alas en las orejas.
–Da igual quien seas –dijo camino a la puerta. La borrachera se le había pasado–. Eres patético.
Apenas salió la corredera volvió a funcionar. Busqué a Cleopatra y no tardé en hallarla; estaba besándose con un apuesto Sandokan.
Para nadie es un secreto que el sexo no es muy popular entre superhéroes o criaturas como la Pantera. Los primeros prefieren defender causas perdidas y el resto tiene obsesiones o se dedican a la crueldad con sus semejantes. Tampoco el dinero despierta su interés y cuando lo tienen no lo usan con un objetivo sexual. Jamás Tío Rico gastaría una de sus adoradas monedas por tirarse a una pata. Lo cierto es que las noches de los superhéroes, panteras y demás monicongos suelen ser solitarias. He conocido gente como ellos en las avenidas de una gran ciudad, iglesias abandonadas y hoteluchos de frontera: gente que no tiene el sexo por religión y es capaz de sobrevivir a solas con su conciencia. Vendedores de milagros perdidos en el desierto o chicas que no pudieron creer en el amor a pesar de tenerlo enfrente y saben que ya es demasiado tarde.





replay

naief yehya
(ciudad de México, 1963)




la gente de latex

Desde niño siempre quise vivir en hoteles. Soñaba con el glamour de las giras, los aviones, la carretera y la asepsia anónima de los baños recién desinfectados. Mi sueño se cumplió, comía a diario en restaurantes, a veces buenos. Pasaba la mitad de mi tiempo en aeropuertos, terminales de camiones y estaciones de trenes. Casi nunca tenía que lavar mi ropa, ya que había quienes se ocupaban de esas cosas cotidianas. Cuando no tenía trabajo me las arreglaba para quedarme con conocidos o en alguna casa de huéspedes. Al principio sentía que vivía la emoción acelerada de los rockeros. Todo era excitante, los estudios de televisión, las luces candentes de los reflectores, el público. A veces grabábamos programas en pequeñas emisoras locales, otras veces en las estaciones de las cadenas nacionales. Sé que algunos programas en los que participé fueron transmitidos a muchos otros países. No lo puedo negar, me sentía estrella. En poco tiempo conocí todo el país.
Pero en poco tiempo esta vida en movimiento y libertad se presentó como lo que en realidad era, un circuito repetitivo y monótono, recorrido continuamente por la misma gente. La gente de latex. No era así como me imaginaba la vida de los rockeros, los artistas y las demás celebridades. La rutina era asfixiante. Llegaba a un aeropuerto o Terminal, me recogían para llevarme a un hotel o a veces directamente a los estudios de televisión. Pasaba incontables horas con los maquillistas al tiempo en que aprendía mi guión y practicaba voces. Las grabaciones solían ser extenuantes y terminábamos agotados. Las comidas eran generalmente apresuradas y las horas de sueño eran pocas. Mi agente se arreglaba con las estaciones, cobraba mis cheques, que eran siempre eran por menos de los que inicialmente conveníamos, y de nuevo volvía a desplazarme.
Me referiré a mi mismo y a mis colegas como actores, aunque muchos se indignarán por esto. He hecho muy buenos amigos en el camino, pero a veces pasan meses para que podamos coincidir en una misma ciudad y más para participar en un mismo programa. Es difícil hacer buenos amigos de esta manera, mucho más encontrar una pareja estable o cuando menos una amante. Yo tuve la fortuna y la desgracia de relacionarme sentimentalmente con una colega cuando apenas empezaba a trabajar en esto. La llamaré X por diversas razones, una de ellas es que nunca supe su verdadero nombre, otra es que cuando nos encontrábamos nos llamábamos por los nombres de los personajes que estábamos interpretando en ese momento. Así, una vez se llamó Lilia, otra María y quién sabe cuantos otros nombres tuvo. La primera vez que trabajamos juntos, ella interpretaba a una niña de once años que había sido violada a diario durante ocho años por su padre. El papel del padre lo tenía yo. El conductor del programa era muy bueno, sabía exprimir la ira del público, me acosaba, la reconfortaba a ella con palabras dulces y luego regresaba a la carga lanzándome insultos agrios y excitando a la gente para que me crucificara. Hubo un momento en que pensé que me lincharían. Yo aceptaba las humillaciones hundido en mi sillón, como explicaba mi guión. En una pausa, platiqué con X, que entonces tenía 30 años y no medía más de un metro diez, me pareció una gran profesional y una mujer atractiva e inteligente. Llevaba mucho en este negocio, se le notaba en la manera en que se apoderaba de su papel, casi siempre de niña, aunque a veces también de enana. Elogió mi parsimonia mientras bebíamos un café en el backstage durante el corte de comercial entre el tercer y el cuarto bloque del programa.
Al terminar el programa entramos a nuestros camerinos a que nos quitaran las pesadas capas de maquillaje y latex. Todos los participantes del panel de invitados, en esa ocasión, ella, yo, una mujer que supuestamente era mi esposa y un falso siquiatra, volvimos a encontrarnos, ya con nuestros rostros verdaderos, en una sala de la estación donde nos pagaron y nos trasladaron a un hotel para pasar la noche. Al día siguiente iríamos juntos al aeropuerto. Ella y yo conversamos de muchas cosas en el camino. Al llegar al hotel fuimos al bar y seguimos platicando hasta ya muy tarde. Ella me dijo que era casada y tenía tres hijos a los que no podía ver desde que había salido de la cárcel, abuso de estupefacientes y prostitución. Su marido vivía con su madre y era alcohólico, tampoco lo había visto en mucho tiempo. Quería ver a sus hijos pero también le daba mucha vergüenza y no sabía que iba a pasar cuando se encontraran.
Cuando cerraron el bar yo estaba bastante borracho, la acompañé a su habitación y me invitó a pasar. Platicamos sobre la cama un rato hasta que yo me lancé sobre ella. Sus pequeños huesos crujieron de manera aterradora, pensé que la había matado, pero no pareció dolerle en lo absoluto. Nos besamos largamente, pero ella puso muy claro que no podíamos tener relaciones. Dijo que era muy cristiana y que no quería pecar más. De todos modos nos acostamos juntos en su cama. No tardé en quedarme dormido. Cuando apenas salía el sol su mano me despertó. Me estaba masturbando frenéticamente. Me incorporé y traté de tocarla. Ella me rechazó. Yo me dejé hacer. Pocas horas más tarde nos despedimos en el aeropuerto. Ese episodio me dejó muy marcado aunque no me queda muy claro que clase de emociones me produce.
Yo seguía mi recorrido por los escenarios, desempeñando papeles de marido celoso, de fetichista, de travestiste, de enfermo del mal de tourette y hasta de asesino serial. A veces la paga no era del todo mala y en ocasiones el trabajo me causaba satisfacción. En una ocasión interpreté a un hombre que amaba demasiado los zapatos de mujer y me excité muchísimo. Creía que mi labor no era solamente de entretenimiento, sino también hasta cierto punto educativa. Llegué a pensar que era mi misión sentarme ahí frente a los ojos del mundo, confesando las pasiones más aborrecibles, los entusiasmos más vergonzantes y los crímenes más horrendos. Mi trabajo era, como me había explicado mi agente, colaborar en una cruzada terapéutica que podía servir para ayudar a muchas almas torturadas. En un tren me di de golpes con un tipo que afirmaba que los programas de discusión televisivos eran un medio para explotar la morbosidad de la gente.
A ella la volví a encontrar meses más tarde en un programa sobre cáncer en el seno, donde ella interpretaba a una mujer que estaba al borde de la muerte. Yo hacía de agente de seguros. Me conmovió su actuación. Casi eché a perder el programa porque estaba realmente emocionado. Me regañaron ya que tuvieron que editar muchas de mis intervenciones donde se me quebraba la voz. El productor me dijo que nunca más quería verme por ahí, y el conductor del programa apareció en mi camerino para decirme que era un imbécil. Tuve una gran pelea con la gente del canal de televisión para que me pagaran lo convenido, y finalmente se negaron a pagar mi hospedaje. Ella se sintió muy mal por esto, y quizás un poco culpable, por lo que me metió clandestinamente a su cuarto, que estaba en un motel mugroso. Ella me dijo que tampoco volvería a trabajar para esa estación miserable, aunque por la tele la he vuelto a ver en ese programa un par de veces.
Volvimos a dormir juntos y el ritual erótico se repitió casi idéntico. Sólo que esta vez me dijo que había vuelto con su marido. A sus hijos los habían mandado a una institución por orden de una trabajadora social que fue a investigar por qué los niños no iban a la escuela y los descubrió borrachos. Se llevaron a los niños y ahora ella estaba luchando por recuperar la tutela legal. A mi me parecía increíble que ella pudiera hacer todas esas cosas y mantenerse trabajando. Esa noche le propuse que viviéramos juntos por un tiempo. Era una idea absurda pero tratamos de engañarnos con la idea. Nos quedamos encerrados en ese motel decadente tres noches, casi sin salir. Yo casi no tenía dinero y ella pagó todo. Sin embargo la ley de castidad no cambió. Nunca pasó nada distinto de lo que hizo la primera noche. Cuando se acabó el dinero nos separamos y volvimos a trabajar cada quien por su lado. Ella consiguió un papel inmediatamente como muchacho adolescente transexual postoperatorio. Yo obtuve uno en un programa de personas contactadas por extraterrestres que anunciaban el advenimiento de una catástrofe. A veces trato de recordar cómo se pasaron esos días y no puedo recordar que hacíamos para matar el tiempo aparte de comer y ver la televisión.
Yo aparecí en una serie de programas haciendo de racista. Los papeles de villano siempre me han quedado bien. Recorrí todo el circuito en un mismo papel, recuperé la confianza en mí mismo y estaba pasando por una buena época hasta que coincidentalmente la volví a encontrar. Ella iba a aparecer en una emisión sobre personas con deformidades físicas que habían sido víctimas del abuso sexual de sus terapeutas. Ella trató de evadirme, tuvimos una pelea en los pasillos del estudio y el escándalo casi nos cuesta el trabajo. Me dijo que su marido había descubierto lo de nuestro encerrón y le había dado una tremenda paliza. Yo había terminado de grabar así que me echaron a la calle con el cheque en la mano. Decidí esperarla afuera. Cuando salió la acorralé y traté de convencerla para que pasáramos la noche juntos. Un tipo calvo salió en su defensa y me golpeó en la cara. Se fue con él y me dejaron tirado en el estacionamiento con el rostro empapado en sangre que salía de mi ceja. Quería vengarme, pero en este negocio hasta la venganza es un lujo que uno no puede darse.
Pero lo que al principio era una gran abundancia de trabajo se fue convirtiendo en un sistema de supervivencia dónde sólo sobrevivían quienes tenían a los mejores agentes de negocio. Mi agente era descuidado, no chequeaba los contratos cuidadosamente, varias veces terminaba gastando más de lo que me pagaban por un show. Mi agente comenzó a olvidarse de mí, pasaban semanas enteras y no me conseguía nada. Yo bebía mucho y gastaba fortunas en anfetaminas y coca. Los programas se llenaban de fenómenos, que era como llamábamos los profesionales del medio a las personas que realmente venían a exponer sus miserias. A mí me irritaba ver a estos advenedizos que aparecían sin cobrar haciendo unas apariciones patéticas e inverosímiles. Cada vez había más programas de discusión y más fenómenos, por lo tanto cada vez había menos empleos para la gente de latex.
Una tarde al terminar un trabajo me encontré con un amigo, un tipo que se dedicaba a tomar fotos del público cuando participaban dando su opinión. Luego vendía sus fotos y a veces ganaba buen dinero. Siempre había alguien que quería un recuerdo de esos momentos gloriosos en los que hablaba a millones de televidentes. Estuvimos emborrachándonos y una cosa llevó a otra y finalmente le hablé de lo que me había sucedido en aquel estacionamiento con X. Él al principio no se acordaba de ella. Luego dijo, “sí, la enana” y comenzó a reír. Según él, X era “la puta del circuito”. Me dijo que se había acostado con ella muchísimas veces, que incluso tenía tarifas. Yo pensé que estaría equivocado, traté de describirla con precisión y él seguía riendo y añadiendo nombres a la lista de personas que acostaba con ella regularmente: “¿Te acuerdas del tipo ese que no tiene ni brazos ni piernas? Pues también es de sus amiguitos especiales.” Traté de sonreír pero me salió una mueca. Él siguió hablando pero yo no lo escuchaba. Estaba pensando en lo cansado que estaba de todo esto. Lo interrumpí y le dije: “Me voy a retirar de todo esto, voy a buscar otro empleo.” El permaneció callado un segundo, dio un trago a su bebida y volvió a estallar en risotadas. “Le gustaba hacérmelo con la mano. La muy perra.” Seguí oyéndolo hasta muy tarde, pero ya no bebí más.







replay

juan francisco ferré
(Málaga, 1962)



alegorías de América
cinco visiones del imperio antes y después de la catástrofe


En plena americanización del mundo, podría resultar instructivo revisar un quinteto de narraciones paradigmáticas que han marcado la última década con su innovadora representación de la vida americana. Estas novelas demuestran que todavía es posible, desde la marginalidad social de la literatura, conocer cuál es el ritmo del corazón del imperio, qué pesadillas perturban el sueño americano y qué pensamientos ocupan un cerebro que está dejando de ser humano.
Sus autores son la NBA de la narrativa contemporánea. Una generación y media de jugadores de máximo nivel que han sometido las formas de la ficción a la más profunda renovación concebible en un entorno culturalmente hostil y mediatizado. Son cinco novelas heterogéneas que trazan un retrato alegórico de la realidad norteamericana tan alejado de los estereotipos del cine o la televisión como de los pomposos discursos de sus líderes y mandatarios (por no hablar del fundamentalismo crítico de sus enemigos).
Bienvenidos a la América real: un territorio un tanto circense y lunático donde la familia disfuncional se ha convertido en institución funcional al servicio del consumo y las nuevas tecnologías tiranizan la gestión pública de la vida privada y la intimidad sin otro horizonte que las innumerables pantallas en las que se refleja el supremo desconcierto de un sujeto individual o colectivo cada vez más evanescente e indefinible.


La broma infinita (1996)
David Foster Wallace (Ithaca, 1962)
Esta novela elefantiásica constituye la gran síntesis paródica de los modos narrativos de las últimas generaciones. Engarzadas en su invertebrada textura narrativa (1092 páginas de “cuerpo central”, más un suplemento de 115 páginas de “notas y erratas”, en la versión española), La broma infinita contiene múltiples novelas: una novela política sobre el destino imaginario de la utopía americana; una novela cómica sobre la desnuclearización de la familia nuclear; una delirante novela de espionaje y terrorismo (con travestismo incluido) entre norteamericanos y canadienses; una novela didáctica sobre la rivalidad moral entre un tenista superdotado y depresivo y un delincuente drogadicto en rehabilitación; una novela irónica de ciencia-ficción sobre un territorio biotecnológicamente modificado y un calendario (el “tiempo subsidiado”) vendido al patrocinio publicitario de las multinacionales; una novela psicológica sobre una competitiva academia de tenis, sus tenistas aspirantes, la disciplina deportiva y la ideología ascética; una novela anafrodisiaca sobre las conquistas sexuales de un famoso jugador de fútbol americano; y una novela fantástica sobre una película asesina. Pero La broma infinita es, sobre todo, una melancólica suma narrativa sobre las variadas formas de la adicción, la monomanía, la toxicomanía, el enganche y la entrega obsesiva.
Precisamente, el vínculo de unión entre todas estas novelas inabarcables es una película experimental (el último episodio de una serie titulada La broma infinita) que posee la doble virtud, en un mundo dominado por el entretenimiento, la evasión y la diversión audiovisual, de absorber la atención de sus espectadores hasta la anulación mental y la muerte y suplantar con su absolutismo visual a la realidad circundante con un efecto similar a la drogadicción. No obstante, el contenido misógino del cartucho exterminador y su aspecto mortalmente regresivo y atontecedor convierten a este simulacro de ficción en el artefacto alegórico más potente sobre la cultura de masas y la industria del entretenimiento que ha producido la narrativa del siglo xx. Un comentario corrosivo y pesimista sobre la naturaleza humana y la cultura contemporánea escrito por el estilista más imaginativo de su generación.


Glamourama (1999)
Breat Easton Ellis (Los Ángeles, 1964)
¿Se imaginan a los modelos más publicitados de ambos sexos participando en una orgía mundial de atentados terroristas a fin de imponer la belleza como alternativa radical al mal gusto generalizado de la clase media? Algo parecido se propuso Ellis (Los Ángles, 1964) al escribir esta novela sarcástica y demoledora. En Glamourama la descripción del mundo de la moda, la fama o el famoseo, la alegre vida mundana de los modelos y su asociación con el terrorismo como transgresión nihilista de quien se deja llevar por la promesa de belleza inconsecuente y felicidad narcótica del sistema, es no sólo muy lograda sino de lectura obligatoria para entender las trazas del mundo en el que nos movemos a diario como figurantes y víctimas potenciales.
Glamourama es un proyecto narrativo finisecular que vuelve análogos, en tanto exponentes del régimen espectacular que domina nuestras sociedades, el desfile de modas y el atentado terrorista, las últimas colecciones de temporada y la masacre indiscriminada de ciudadanos, la alta costura y el alto coste en vidas humanas. El terrorismo se ha vuelto fashionable, cosmético y de diseño, y las fashion-victims del mundo, gracias a la perversa trama de la ficción, se inmolan a la moda que más les “mola”: se vuelven víctimas literales de la moda divina o, todavía peor, de los modelos idolatrados.
Si la moda, las pasarelas y la fama son el Olimpo mediático de nuestro tiempo y el look y el glamour un barniz platónico de efímera duración al alcance de la guapa minoría de los elegidos de cada casa, esta novela se atreve a explotar con inteligencia el síndrome de la idealización universal por los demás mortales de ese mundillo un tanto necio y untuoso de cremas y restituye a la belleza su condición criminal originaria, la del terror primigenio o el terrorismo sin causa. Esto es: el terrorismo sin otra causa que la reafirmación del poder de los poderosos sobre los parias de la tierra, que no tienen belleza ni fama ni por supuesto dinero con que suplir, así sea quirúrgicamente, esas carencias tan traumáticas.


House of leaves (2000)
Mark Z. Danielewski (New York, 1966)
Esta portentosa novela se compone, en un primer nivel, de un manuscrito redactado por un tal Zampanó para describir y comentar un ambiguo artefacto fílmico titulado The Navidson Record, cuya trama recoge las terribles experiencias padecidas por los Navidson (un matrimonio y sus dos hijos) al intentar habitar una casa campestre que se reveló finalmente una monstruosa arquitectura de pesadilla, una morada multidimensional y tenebrosa, la negación espacial de la idea humana de hogar.
El extraño manuscrito se presenta, en un segundo nivel, prologado y anotado por un tal Johny Truant, un joven que refuta la existencia real de la película y achaca su invención a Zampanó, interpola sus propios comentarios a los del viejo y solitario crítico cinematográfico y enriquece a pie de página la compleja narración contando anécdotas de su enrarecida vida nocturna en tugurios de Los Ángeles, que obligan de inmediato al lector a dudar de la fiabilidad y salud mental del narrador principal y compilador del conjunto.
La técnica literaria podría recordar al Borges de los libros apócrifos y al Nabokov de Pálido fuego, si no fuera porque la laberíntica construcción de la novela, réplica literal de la aberrante casa de la ficción, gira en torno a un intrigante largometraje y no sólo de manuscritos enigmáticos. La broma filosófica que encierra la trama de la novela se dirige al propósito inicial del cineasta Navidson de filmar la estancia familiar en la nueva vivienda conforme a parámetros banalmente realistas y refleja cómo el devenir de esa vivencia doméstica trastornó esas ingenuas categorías y las tornó en fantásticas y terroríficas. Esta indecisión estética entre el falso documental y la ficción total es una lección de indudable interés para cualquier narrador contemporáneo.
En suma, esta “Casa de hojas” es una novela mutante, de múltiples niveles de lectura, que funciona eficazmente como una trama pavorosa de Stephen King, pero parece reescrita por un discípulo delirante de McLuhan o Derrida. De hecho, el asombroso diseño tipográfico de cada página del libro lo convierte en un objeto anómalo, un simulacro bibliográfico de potente originalidad, la suma de todas las posibilidades técnicas y creativas de la imprenta editada precisamente en la era de su desmantelamiento por las autopistas de la información y las pantallas ubicuas.


Las correcciones (2001)
Jonathan Franzen (Chicago, 1959)
Como indica el título, esta novela retrata la insoportable fragilidad y extenuación del ser americano desde la perspectiva de una familia blanca, los Lambert, cuyos cinco miembros alegorizan la bancarrota ideológica y vital de la clase media en un entorno cultural y urbano en el que les resulta imposible encontrar acomodo sin hacer significativos sacrificios morales. Es el imperio cotidiano del cálculo pormenorizado, la ocasión fallida, la revisión permanente y el síndrome de la segunda oportunidad. En línea con la paradoja del sistema: nada se improvisa, pero todo es provisional.
En este sentido, no es casual que sea Denise, la hija pequeña, entregada con el mismo ardor a la nueva cocina en su restaurante de moda y a la pasión lésbica por la mujer de su socio capitalista, la que experimente una deriva personal más satisfactoria que los otros miembros de la familia. En todo caso, más que sus hermanos Chip, desastroso representante del fracaso intelectual de toda una generación, o Gary, prototipo del ejecutivo medio obsesionado por las inversiones financieras como compensación por la alarmante mediocridad de su vida conyugal y sexual.
Franzen reserva sus mayores dosis de humor, ironía y sátira para las escenas de la Navidad familiar, tan magistrales como patéticas, en las que la madre (Enid) intenta, contra toda razón, preservar la fuerza cohesiva de las tradiciones y los buenos sentimientos mientras el cerebro del padre (Alfred) naufraga definitivamente en el Alzheimer y los tres hijos, cada uno a su modo, hacen esfuerzos sobrehumanos para encajar por última vez en un mundo de valores en el que les resulta imposible creer después de todo lo que han vivido y conocido.
Las correcciones es la gran novela de la dramática descomposición de los baluartes mentales del imperio americano observada con la malicia amable de una comedia de situaciones equívocas, sentimientos intensos y enredos hilarantes. En esto consistiría, esencialmente, la inteligencia artística con la que Franzen ha sabido acoplar la brillante técnica literaria aprendida de maestros formales como Don DeLillo con las exigencias estéticas de una realidad social explosiva, cada vez menos inteligible conforme a las categorías heredadas de la cultura humanista tradicional.


La fortaleza de la soledad (2003)
Jonathan Lethem (Nueva York, 1964)
Precisamente, si hay una novela reciente donde se narre sin nostalgia el final de la hegemonía de la cultura blanca es en esta voluminosa ficción escrita por un novelista neoyorquino de origen judío y vertiginosa trayectoria literaria. Irónicamente, La fortaleza de la soledad es un artefacto narrativo capaz de condensar a través de las historias y errancias de sus múltiples personajes un vasto periodo de la historia americana como contrapunto generacional entre el predominio cultural de las formas “blancas” (el expresionismo abstracto, el cine experimental, la música pop, los cómics y la ciencia-ficción, Hollywood, etc.) y el dominio callejero de las formas “negras” de expresión (el jazz, el funk, el soul, el hip-hop, el rap, el graffiti, etc.).
Por en medio de todo este panorama enciclopédico, como una alegoría de sus intenciones morales, circula una imposible historia de amistad, ambientada en la primera parte en el Brooklyn de los sesenta y setenta, entre un chico blanco (Dylan) y un chico negro (Mingus) y sus descubrimientos respectivos de la sexualidad, las drogas, la fantasía compensatoria, la integración y desintegración de los lazos sociales, el determinismo de la procedencia racial y la degeneración de la familia nuclear. Todo ello pasado por el filtro narrativo de los superhéroes de la Marvel y la DC, con un puñado de cómics desgastados, una capa voladora y un anillo de la invisibilidad como fetiches compartidos de un poder incomunicable.
En la segunda parte, Dylan se instala en Berkeley, hace carrera como crítico musical y se enamora de una estudiante afroamericana de posgrado con quien no podrá fundar un orden de convivencia satisfactorio hasta que no haya resuelto los traumáticos nudos de su pasado. En cambio, la vida fracasada de Mingus lo conduce a un interminable itinerario de condenas y cárceles, resumen certero del sufrimiento y la represión asociados a las condiciones de vida de muchos afroamericanos. El desencuentro final de ambos es, en este sentido, irreversible.
Esta novela de Lethem es la representación ambiciosa y lograda de un periodo crítico y un concepto terminal de América. En todo caso, es la primera gran novela posterior al 11 de septiembre que, sin referirse específicamente a la catástrofe, hace el balance sentimental e intelectual más honesto e implacable de la vida americana de los últimos cuarenta años y sella el final definitivo de la inocencia de toda una cultura y una sociedad.



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América subprime: últimas noticias sobre una cultura volátil


En una era de grandes trastornos, turbulencias políticas y crisis generalizada de los mercados, incluidos los culturales, las implicaciones económicas de la cultura están obligando a redefinir el modo de abordarla. Si tomamos en consideración el aspecto creativo de la cuestión, ¿cabe imaginar un artefacto cultural tan sofisticado e ingenioso como los activos tóxicos que han envenenado la economía mundial? Una creación financiera que cumple el viejo sueño del arte moderno de renunciar a cualquier referencia material hasta producir una abstracción autosuficiente apenas anclada en la realidad.
Nada en la dominante cultura de masas americana (la subcultura trash-atlantic por excelencia, la superproductora mundial de cultura basura) podría superar la inventiva y originalidad de estas mixtificaciones mercantiles, y ni siquiera una serie televisiva tan lograda como Perdidos ha podido prefigurar con sus complicados enredos narrativos la magnitud cotidiana de la catástrofe. El alto riesgo económico ha terminado desestabilizando incluso las exitosas narrativas del cine y la televisión, confirmando lo que ya sabíamos. El destino de la cultura y el dinero es el mismo, incorporarse al ciberespacio de los flujos, ese espacio del consumo globalizado donde todo se desmaterializa para circular sin obstáculos por las redes y los circuitos del mundo.


Gran robo virtual
El ciberespacio es ahora la medida de todas las cosas, tanto para la economía como para la cultura americana. Como muestran la proliferación en Internet de portales porno (el gran mercado cibercultural de nuestro tiempo), blogs personales y dominios interactivos y promocionales como MySpace o YouTube, y, sobre todo, los videojuegos, el mayor negocio de la industria del ocio y el entretenimiento visual.
En el fondo, la lógica de estos dispositivos lúdicos es la que ha conducido a grandes y pequeños “jugones” financieros a desatar esta neurosis compulsiva de los mercados. El videojuego de mayor éxito del último año es, precisamente, Grand Theft Auto IV, y su atractivo reside en ofrecer al jugador, transformado en un transgresor adolescente, la virtualidad de vivir una vida delictiva intensa y agresiva en las calles de una ciudad imaginaria llamada Liberty City, una utopía de corrupción ilimitada para brokers sin escrúpulos.


El alma del capitalismo
Uno de los acontecimientos cinematográficos del año ha sido, sin duda, Pozos de ambición de P. T. Anderson. Esta obra maestra anti-épica lo es, principalmente, por ofrecer una alegoría tan negra y espesa como el petróleo sobre el capitalismo americano y su representante eximio, el magnate o potentado (interpretado por Daniel Day Lewis con una sequedad casi mineral) que funde su cuerpo con el capital y administra su expansión por todo el cuerpo social. Una narración desmitificadora que pivota sobre los dos fundamentos de la historiografía americana: el dinero y la religión.
La escena final, ese gran guiñol retórico en que el capitalista omnipotente y ateo extermina al decaído representante de la fe (Paul Dano) en una bolera que es la metáfora del espacio competitivo americano, constituye la profecía más amarga sobre la esterilidad de una cultura, un ideario fundacional y un país agotado. Ése es el final de la historia, en todos los sentidos, también de una dominante tradición narrativa y de una manera de convertir el origen mitificado de una nación en permanente justificación de los crímenes y aberraciones del presente y el futuro (el contrapié estético y moral de El nacimiento de una nación del pionero D. W. Griffith, con el que establece además un agon político).


Ruido de fondo
En literatura, un arte progresivamente marginado a pesar de su enorme vitalidad creativa, la última década ha estado marcada por varias derivas finalmente coincidentes. Philip Roth se convertía con La mancha humana en el cronista inconsciente de la conciencia americana. Esta obra maestra planteaba ya la cuestión de la raza y la política desde la perspectiva conflictiva del escándalo y la vergüenza. Sea o no Obama elegido presidente, esta novela profética sobre un afroamericano que reniega de su condición para triunfar en sociedad vería confirmado su diagnóstico de que la raza y el sexo, con o sin la contaminación intelectual de la corrección política, son las dos cuestiones candentes de la identidad americana (como sabe muy bien Spike Lee). Y La conjura contra América, con la tentación del fascismo como una amenaza larvada en la historia contemporánea, era su intervención coyuntural más arriesgada: una ficción especulativa que enfrentaba el presente norteamericano a una bifurcación aberrante del pasado para tratar de entenderlo en toda su complejidad.
Es revelador, en este sentido, que David Foster Wallace, antes de suicidarse guiado por una desesperación tan individual como colectiva, producto de una cultura corrompida a partes iguales por el entretenimiento a ultranza y la anhedonia vital, decidiera reeditar en formato libro el extenso ensayo que dedicó a McCain durante las primarias de 2000. En una entrevista concedida al Wall Street Journal durante su promoción, alguien tan comedido en lo ideológico como Wallace llegaba a afirmar con contundencia: «los siete años y cuatro meses de la administración Bush han supuesto [un] desenfrenado espectáculo de horror, rapacidad, provocación, incompetencia, mendacidad, corrupción, cinismo y desprecio por el electorado».


¿Un país para jóvenes?
No obstante, han sido los hermanos Coen quienes han expuesto en sus dos últimas películas los comentarios más cínicos y terribles sobre la situación de la América neocon de Bush.
En No es país para viejos (basada en la novela homónima de Cormac McCarthy) fijaban una imagen demoledora del antiguo orden moral enfrentado a su negación absoluta: el inclasificable psicópata Anton Chigurh (Javier Bardem), el ángel exterminador de la novela, un asesino implacable que parece salido directamente del infierno o, en su defecto, de una pesadilla puritana, o de una medieval danza de la muerte. El “profeta viviente de la destrucción”, como lo califica su antagonista el sheriff Bell (Tommy Lee Jones), un apesadumbrado agente del bien que se comporta como un inútil en el combate contra el mal, y es finalmente derrotado por éste, aunque la derrota sólo suponga retirarse de la profesión y salvar así el pellejo, no habiendo podido frenar la matanza en curso.
Ya desde el título, los Coen se atrevían a formular una sentencia inapelable contra McCain y su trasnochada mitología de veterano de todas las guerras contra el mal, como la del sheriff Bell, corrigiendo con altas dosis de inteligencia coyuntural y soterrada irrisión de valores convencionales, marca de la casa desde sus comienzos, la ideología algo reaccionaria del original (una suerte de resignación fatídica ante la degradación del mundo, de pesimismo desengañado sobre la condición humana, de cansancio metafísico ante la naturaleza maligna del universo).
En cambio, en Quemar después de leer, una sátira corrosiva de la América contemporánea a pesar de su levedad aparente, han acertado plenamente al mostrar esquemas análogos a la crisis circundante. Unas vidas subprime se transforman en motivo serio de especulación, arrastradas en una espiral incontrolable de maquinaciones y malentendidos a múltiples bandas, como una partida de billar americano, para terminar desplomándose, como los mercados, en la insignificancia de la que nunca deberían haber salido.
Y todo ello observado desde la perspectiva irónica de un satélite de telecomunicaciones: un objetivo extraterrestre digno de Google Earth que va acotando el perímetro de una zona erógena del imperio (el eje geopolítico y estratégico Virginia-Washington) donde se desarrolla la trama calculada hasta el absurdo y la estupidez. El mecanismo frenético de la película, visto así, es una parodia del mecanismo financiero que ha supuesto el colapso a gran escala de los mercados mundiales, pero también el desbarajuste de las agencias de inteligencia e información, con las secuelas del 11-S y el desastre de la invasión iraquí (del que Redacted de Brian De Palma, por cierto, ya había dado un testimonio escalofriante y escandaloso que los americanos se negaron a ver en masa).


Ruido de fondo (2)
Desde el 11-S, precisamente, cuando la realidad le arrebató la razón realizando sus peores intuiciones, Don DeLillo ha perdido dotes de conexión telepática con las tendencias encriptadas del sistema. Sus novelas publicadas desde entonces reinciden en lo ya sabido y apenas si iluminan la salida del túnel, aunque continúan señalando las quiebras y fisuras con lucidez pericial. Por su parte, el gurú postmoderno Thomas Pynchon se ha vuelto hacia los prolegómenos tecnológicos y sociales de la primera guerra mundial, como si presintiera su relación crítica con el presente, con una nueva novela (Against the Day) tan magistral como inabarcable.
Por fortuna, la última revolución americana no es conservadora. Se hace llamar Only Revolutions y es el nuevo experimento narrativo de Mark Danielevski. A su manera minoritaria, esta ficción móvil sobre el espacio americano, protagonizada por dos hermanos gemelos de distinto sexo, no sólo busca “revolucionar” con su diseño los formatos librescos vigentes en la era de la cultura digital sino provocar, ahí es nada, una auténtica “revolución” afectiva en las relaciones humanas.
Y mientras tanto La carretera, la pesadilla apocalíptica de Cormac McCarthy, el profeta de moda, conquista, con su mortífera descripción de un mundo devastado, la imaginación popular y el premio Pulitzer.


Un designio oscuro
Es tradicional que Hollywood complique con productos ambiguos la existencia mental del espectador en momentos delicados como éstos. El caso más flagrante es El caballero oscuro, de Christopher Nolan, el gran éxito comercial de la temporada y, quizá, la gran apología del estado de cosas. La esquizofrenia estética de su discurso estriba en la posibilidad de difundir los valores morales de Batman (el bien institucionalizado) usando los turbios manejos, piruetas retóricas y tretas criminales del Joker.
El caballeresco Bruce Wayne/Batman (Christian Bale) representa la imagen competitiva del ejecutivo capitalista de día y concienzudo vigilante nocturno. Un ciborg corporativo tan avezado en navegar los flujos financieros como en explorar las potencialidades de la tecnología de última generación para sus propios fines. La alianza de este superhéroe tecnócrata con las instituciones locales (la policía, el fiscal, etc.) es paradigmática del funcionamiento del poder americano actual: legitimación de la tortura, manipulación legal, corrupción policial y otras actividades inconfesables, realizadas al margen de la ley, con las que los agentes del bien deben cargar, como una maldición, a fin de no turbar el sueño democrático de los contribuyentes.
En este escenario, el Joker (Heath Ledger) pasa a ser el terrorista vaciado de cualquier ideología que explique sus malignas acciones. Un malo en estado puro, travieso y anarquista, enamorado del caos y el crimen, un gamberro psicópata infiltrado en el sistema para perturbar su eficiencia y conquistar protagonismo mediático, pero sin un proyecto alternativo de transformación social. Este nihilista del terror es sólo el reverso tenebroso de la sociedad del espectáculo: el que se toma al pie de la letra la invitación a la idiotez, el descerebramiento lúdico y la destrucción implícita en el funcionamiento de la máquina del capitalismo.
Y ésta es la jugada ideológica más alambicada de la película: el terrorista concebido como gran artista de la diversión patológica, contorsionista de la mueca y la risa demoníaca, es la figura que el sistema necesita fingir que reprime por todos los medios para poder funcionar sin trabas, el manipulador cuyo discurso de gratuidad y gratificación infinitas ha de ser refutado por los modélicos héroes con sus acciones, aunque sea pasando al lado oscuro de la ley y el orden, mientras la película, como el capitalismo, le debe todo su poder de seducción.


«El futuro será mejor mañana»
En Estados Unidos cualquier ciudadano es sometido a un escrutinio tecnológico y una fiscalización estatal de tal categoría que puede llegar el momento en que sus movimientos individuales se vean paralizados no sólo por sus errores financieros sino por un exceso de seguridad. Sobre este aspecto que convierte la vida cotidiana americana en una fantasía paranoica realizada se han producido múltiples especulaciones en diversos formatos, pero una película reciente como La conspiración del pánico eleva el motivo a la máxima potencia para producir una imagen totalitaria del sistema.
Lo que está en cuestión en este thriller high-tech firmado por DJ Caruso no es, precisamente, el delirio de hipervigilancia electrónica que se inscribe en el decurso de sus imágenes como un espectáculo suplementario. La sospecha de que cada uno de nuestros actos está siendo monitorizado a fin de controlarnos con más precisión es el señuelo narrativo con que el espectador se ve atrapado en la trama lo mismo que sus personajes. Lo fascinante de esta conspiración que amenaza con hundir el sistema es que la ejecuta la inteligencia artificial de seductora voz femenina y acrónimo musical (ARIA) que gestiona toda la información y las operaciones de vigilancia y control antiterrorista del territorio mundial al servicio de la Casa Blanca y el Pentágono.
Tan turbulenta se ha vuelto la situación americana que resulta verosímil la puesta en imágenes de una maquinación radical como ésta, donde un ordenador omnipotente se rebela contra el poder tecnológico-militar que lo creó usando la energía y la astucia de ciudadanos corrientes que hasta ese momento dormían el plácido sueño americano sin inquietarse por lo que estaba pasando en su entorno.
Una de las razones por las que el público americano le ha dado un gran respaldo en taquilla es consecuencia directa de esta ambigüedad constitutiva: de un lado, fuerza la identificación del espectador con ciudadanos que se comportan, a instancias de los designios vengativos de la máquina, como peligrosos terroristas domésticos; mientras de otro le obliga a distanciarse de los propósitos de justicia de la máquina al actuar contra el gobierno y los militares, a pesar de que la decisión humana de ejecutar una misión, entre muchas otras, con alto riesgo de causar víctimas inocentes le parezca al espectador tan repugnante como al superordenador conspirativo. Este bucle ideológico, escenificado con la trepidante fórmula de un videojuego, da una idea de la confusión reinante en la mentalidad americana.
Es una lástima, sin embargo, que la muerte del (anti)héroe de la película (Shia Labeouf) no venga a sancionar esta ambigüedad con un gesto de sacrificio que hubiera dado algo más de autenticidad a su discurso. La salvación injustificable del mismo es un intento fallido de cerrar en falso la profunda ambivalencia de la trama. Su muerte obligaría a tomar más en serio el propósito inicial de la conspiración y la manipulación total de que son objeto los protagonistas como ciudadanos vulnerables y, por tanto, exigiría enfrentarse a la paradoja de que unas autoridades desaprensivas e incompetentes sean preferibles, a pesar de todo, a una máquina que amenaza con poseer el control total sobre nuestras vidas.
Resulta irónico, finalmente, que el juicio infalible de la inteligencia cibernética sobre las acciones criminales del poder vigente quede en entredicho por su misma inhumanidad. Con lo que este blockbuster producido por Spielberg, al mismo tiempo que analiza el presente con alarmante ojo crítico, arroja una mirada también inquietante al futuro. Como lo haría un cerebro electrónico.



replay

ricardo alberto pérez
(jaruco, 1963)



la extraña metamorfosis de Casia Eller


En los clasificados de Zero Hora resaltan ciertos anuncios que ofrecen todo tipo de servicios relacionado con el sexo; imaginaba escenas capaces de despertarme interés; en esos recorridos visuales, generalmente fugaces, fui adquiriendo el nombre de un sitio que aglutinaba a una buena cantidad de las personas, que se ofrecían a través de aquellas páginas: La Galería del Rosario.

(… sucesión de los relojes, de los cuerpos insertados a ellos, de las familias oscilando en la manía esplendida de un péndulo; las dos niñas semidesnudas corriendo por los pasillos, por el patio detrás de los lagartos, trepando en los arboles con la ilusión de estar más cerca del cielo, y de todo lo que a esa edad se podría entender como divino, Bruna la más intensa, con el cabello desordenado al compas del ritmo de su curiosidad…)

Me dijo: soy Bruna. Un breve tiempo después estábamos desnudos, junto a una lámpara china, que terminaba por hacer más agradable el encuentro. Al transcurrir los días dejaron de interesarme los cuerpos, comprendí lo que me alaba con tanta fuerza hacia aquel micro mundo, que se alzaba con desenfado por encima del resto de los edificios vecinos.
A los cuerpos los elegía en su condición de distinto con el anterior, eran tratados para entenderme a mi mismo, en cada encuentro se presentaba la posibilidad de extraer un nuevo desecho, herramientas para el cruel y arriesgado proceso en el que me encontraba sumergido. Una de las jornadas me detuve, pedí un café extrafuerte, y antes de tomarlo logré entrar en comunión, con los ojos que milagrosamente emergían de la superficie caliente del líquido.

(…las plantas de sus pies quedaban justamente debajo de mis axilas, se agregaban canales de energía que estremecían los dos hemisferios de mi cuerpo, y ya se hundían tanto en mi carne que llegué a tener la sensación de que penetraban con su conmovedora suavidad trastornando cualquier cálculo o idea que me haya podido formar sobre el suceso en cuestión. Así nos atrapa lo inesperado, nos permite un disfrute sin premeditar, algo se abre de repente para que puedas almacenar la emoción, sabes que un poco, o bastante sentido no están de más, es definitivo y cierto lo que te está sucediendo, eres un elegido porque algo, o alguien, ha decido expulsarte de la simulación...)

… me fascinaban los sonidos, a veces tres o cuatro complacían a sus clientes de forma simultánea, acercándose a la música concreta. La galería se fue transformando en un lugar excesivamente cargado, las ofertas en cada uno de los apartamentos aumentaron, ya no eran sólo mujeres, sino otras cosas entre las que se incluían drogas y armas de fuego; bajo ese ambiente fui construyendo una notable amistad con Bruna, la buscaba en el séptimo piso, y al salir tomábamos un taxi hasta la calle Sarmiento Leyte, donde siempre sobraban los bares lo suficientemente atractivos como para pasar en ellos varias horas de la noche. Alternábamos el vino y la cerveza, en dependencia de la temperatura ambiente, en todos estos bares el bistec era de excelente calidad por lo que casi siempre optábamos por cenar mientras conversábamos sobre cualquier tema.
La relación con Bruna comenzó por simpatías mutuas, con el pretexto de que me ayudara a construir el personaje de una novela que en alguna ocasión debía disponerme a escribir. Ella me fue sacando de los recorridos habituales entre aquellos laberintos; comencé a preferir quedarme durante todo día en el aparte-- hotel, leyendo mucha poesía en portugués y algunas obras en prosa que me las habían presentado como lo mejor de la Literatura Brasileña Actual. Por esa época visitaba muchos sitios en internet relacionado con pintores importantes de la segunda mitad del siglo XX. Volví a saturarme con las reses descuartizadas, con el ademán siempre excitante de la tauromaquia, y las imprescindibles criaturas del aduanero que eran en si un pastizal para lo onírico.
Las tardes las dedicaba a rastrear videos caseros, que me fascinaban por esa manera medio rústica que tenían para mostrar la perversión, o regiones que suelen quedar fuera de las incidencias de la luz. También aparecían filmaciones en vivo, anunciadas como infiernillos, las cuales transcurrían en espacios sin apenas iluminación, donde tan solo se divisaban siluetas en un sostenido trasiego.
Así se comportaba mi vida hasta la hora de ir a recoger a aquella amiga que se volvía entrañable. Ella me contó que había venido hacía unos tres años de una ciudad llamada Pelotas, famosa en todo Brasil por sus extraordinarias ferias de dulces, y también por la elegancia histórica de sus hombres, la cual algunos maliciosamente llegaban a confundir con cierto amaneramiento.
Según Bruna uno de sus propósitos era estudiar letras en la universidad Federal de Porto Alegre, pagándose los estudios con el oficio que desempeñaba en la mencionada Galería de la calle Dúas Andrada… cuando comenzaron nuestras citas estaba por un periodo fuera de los estudios; ya había vencido algunas asignaturas y conservaba intacta su pasión por la literatura; una de las noches que compartimos en los bares de La Sarmiento Leyte, me habló tanto sobre la narrativa de Ricardo Piglia que llegó a sorprenderme, era una extraña pasión ,o intento por desentrañar el por qué de un pensamiento, y perseguirlo desde el más férreo análisis; de pronto la descubrí dentro del propio Piglia drenando su cuerpo dispuesto para cualquier contienda a través de esos delirios que terminan siendo personajes.
Una de las veces que intimamos me estremecieron algunas quemadas que descubrí en su espalda, región que había funcionado como un campo de guerra, o espacio de remantización, historia de una violencia que la hizo huir definitivamente de Pelotas. Era ágil y tenía la virtud de pasar de la posición más tierna a la más tribal. Lo más revelador consistía en la sensación de comodidad que me ofrecía este ser algo portuario, y algo mineral, mujer que a intervalos se mostraba brillante, y sobre todas las cosas desbordando la cautiva condición de ser una anfitriona voraz.
Era el anochecer de un martes, y en el recorrido que hacíamos en busca de uno de los bares de La Leyte, que ya se habían vuelto habituales, la noté retraída, tragándose algún recuerdo o fantasma, que seguramente me vomitaría después de las primeras copas de vino chileno:

…las quemadas, los espacios sanos que se despliegan entre una y las otras, me han producido el mayor placer de mi vida, por ellas salí huyendo de Pelotas. Todo tiene su origen en una dulcería en la que habitualmente y desde que era adolescente compraba los Sueños fresquecitos, rellenos de jalea de guayaba o albaricoque; los del negocio eran una familia muy dedicada a la pasión por la pastelería, y muy unida en el desempeño que una y otra vez despertaba la admiración de todos los clientes habituales, y también de los que incidentalmente consumían algunos de aquellos exquisitos dulces acompañado de un Café Bom Jesús. En el otoño de mil novecientos noventa y cinco ocurrió una desgracia: Eunice la sobrina del dueño, verdadera dulzura de muchacha, empezó a ponerse amarillenta, y poco después muy delgada.
Noté su ausencia por alrededor de dos semanas, y cuando encontré el valor de preguntar por ella a Giulka, la esposa del dueño, me respondió: mi sobrina murió hace tres días de un cáncer en el Hígado.
En las semanas siguientes se siguió notando su ausencia, sencillamente Jair, el dueño, no encontraba la persona ideal para sustituirla. Pero en la primera semana del mes de Agosto de ese año, el frío arreció, lo que hizo mayor el consumo de aquellos sueños, cuya jalea de guayaba, albaricoque y hasta de uva, ayudaba a soportar las inclemencias de aquel tiempo loco.
En ese momento Jair decidió dar empleo a Carol, una joven que apareció más o menos del modo en que aparecen los vientos o las leyendas; ciertamente traía en alguna región de sus ojos, las huellas del atropello.
Hacía más o menos una semana que había notado su presencia, pero está vez su mano rozó la mía al entregarme los Sueños que ya estaban pagados; me despertó la sangre ,desarregló todo lo que suele ser secreto, y al mirarla aconteció en realidad lo más grave ,sentí ganas profundas de tocarle todo el cuerpo, hasta de morderla y enroscarme, en ese instante desapareció lo que de antemano suele funcionar como una limitación; estuve evitándola por algunos días, hasta que una noche con toda intención pasé por los sueños casi a la hora de cerrar el negocio ; Giulka quedó medio sorprendida cuando pedí un café, lo cual en mí no era nada común ; pero esta vez lo hice, y con ello estaba dando tiempo a que La Carol se cambiara de ropa , algo me decía que ella también se mantenía pendiente de mi presencia, según algunos cálculos pensé que ya estaba lista para marcharse, entonces lo hice yo primero, caminé sin detenerme, y sin mirar hacia atrás ,unas cuatro, o cinco cuadras, de pronto apareció mi plaza preferida de la ciudad, me senté ,y por unos segundos traté de controlar una creciente emoción de la cual no lograba desprenderme, en ese justo momento una sombra poderosa me invadió, al levantar la vista tenía el cuerpo de Carol dispuesto a ofrecerse, me di cuenta que su presencia fracturaría irremediablemente el aparente sosiego de mi vida, pero no tuve como resistirme a un sentimiento mutuo que nos enlazaba .
A partir de ese día, empecé a hacer con ella lo que tú haces conmigo, la recogía al terminar su trabajo, y nos íbamos a un pequeño apartamento que ella había alquilado en el centro. Les decía a mis padres que estaba incorporada a un coro de música popular brasileña, y que los ensayos comenzaban después de las diez de la noche, ya que los integrantes trabajaban en empleos con horarios diversos. Así me conseguía un tiempo de intimidad y disfrute con Carol.
En principio me mostraba unos frascos medianos que contenían aceites de semillas, flores y otras cuestiones vegetales, cuyos olores acentuaban de forma desmedida mi pasión, no podía imaginarme la ruta que ellos tomarían; comencé a percibir cierta violencia en cada uno de sus gestos, violencia que hasta ese punto me atraía, un lapso como vértigo en el que empezaba a ser centrifugada.
Cuando logré tener conciencia de que lo iba a acontecer, una suerte de ventosa no me permitió escapar; los encuentros con Carol eran como ir en búsqueda de hongos alucinógenos sin los cuales la ansiedad iba degradando las pocas virtudes de las cuales aún hubiera podido disponer; en ese estado no logré percatarme de que aquellos aceites cuyos olores se integraban a la más exquisita concepción de la vida, había sido colocados a hervir, cuando más placer estaba recibiendo de Carol, alguien pagado por ella los acercó a sus manos a través de una bandeja de plata, los fue tomando por orden de preferencia y derramando en mi espalda …
Ante cada porción gritaba y gemía desesperadamente, mientras ella se las arreglaba para producirme una sorprendente mezcla de dolor y disfrute, ayudada de modo espectacular por su increíble lengua que no cesaba de hundirse en mi cuerpo.
Al llegar una noche al apartamento alquilado de La Carol descubrí la puerta entreabierta, y presagiando alguna catástrofe penetré con el mayor de los sigilos; la escena era de la más elaborada violencia, aquella que ha sido comprimida en nuestra mente, nos recorre el cuerpo, y termina multiplicándose en la magnitud insondable del espejo: estaba desnuda emprendiendo un dialogo con su pasado, arrojaba contra la otra imagen todo lo acumulado durante años. La conversación fue hundiéndose en el flexible azogue, durante un tiempo tan prolongado que decidí sentarme para seguir escuchando todo aquello que me había sobrecogido, era un recorrido desgarrador que avanzaba hacia el presente.
De pronto, y sin abandonar su total desnudez, buscó las esencias, y aceites vegetales, un enorme cuchillo Tramontina, algo de azufre y una cuerda gruesa de nylon. Reinició su discurso, esta vez en torno a mí, empezó a sobarse los pezones con varios de los aceites. Se hundió la punta del cuchillo en uno de sus antebrazos, después de conseguir una pírrica laguna de sangre, comenzó a usarla para estampar signos que entorpecieron la comunicación entre iguales; inesperadamente tomó el recipiente con azufre y vertió una porción en la herida, daba gritos que removían todo el apartamento, y con su propia saliva emprendía fantasías inimaginables; tenía demasiada saliva entre las manos cuando inició el dialogo con lo que supuestamente sería el futuro: empezó a imaginar que estaba encima de mi cuerpo ,y contaba lo que iría aconteciendo en lo adelante, en el momento que volvió a tomar el Tramontina ya yo estaba de pie, dispuesta a fugarme desde el mismo sigilo utilizado para entrar; lo que Carol pensaba practicar conmigo prefiero no contártelo.
Esa misma noche recogí lo imprescindible y antes de iniciarse la madrugada ya estaba montada en el ómnibus para venir a Porto Alegre…

En el momento que Bruna concluyó el relato, no estaba mirando a sus ojos, me entretenía con la mayonesa que iba cayendo serpenteadamente, encima de una considerable cordillera de papas fritas, que terminaba situándonos en regiones distintas; lo que seguí aprendiendo de sus palabras fue la nostalgia, que también es una araña bastante común, pero pocas veces identificada como araña; detrás de los detalles siempre es preciso encontrar la sustancia que te permitirá ser útil a los otros. Ella encontró todo lo que había imaginado casi desde niña en el cuerpo de otra mujer, nunca más lograría desprenderse de esa posibilidad en la que una y otra vez intentaría ser feliz.

(desde hacía casi diez años se entregó a su verdadera naturaleza ,la cual brotó en la temprana infancia y había reprimido otra buena cantidad de años ; el origen de todo se vinculaba a un pasaje ocurrido en el otoño del año 1988, en el que tras un descuido de su hermana mayor, logró ver como las gotas del agua se le quedaban detenidas en las tetas, su hermana usaba un tipo específico de aceite para la suavidad de su piel Bruna almacenó en sus recuerdos aquellas tetas salpicadas, y años más tarde cuando casi por inercia llegó a tener algunos noviecitos en la escuela, y estos provocaban escenas de intimidad, besándola en la boca, desesperadamente les desabotonaba las camisas anhelando encontrarse con unas tetas similares a aquellas que bajo el vapor del agua había contemplado en el lejano otoño)

En aquel momento comprendí que necesitaba alejarse un poco más de Pelotas, entonces le propuse irnos una semana a Sao Paulo con el pretexto de asistir a la presentación en esa ciudad de una cantante Gay que nos gustaba a los dos, pero en su caso llegaba a convertirse en una verdadera pasión, ya la cantante está muerta, se llamaba Casia Eller, y casi recostaba sus vísceras encima de los fans.
Bruna aceptó, y dos días después estábamos viajando; nos hospedamos en un hotel enclavado en el corazón del barrio de La República, zona que complacía a la naturaleza de ambos, justamente en el Largo de Aroche. Después de instalarnos en nuestra habitación, salimos a cenar, era cerca de la media noche, pero nos hallábamos con mucha energía, y deseos de comenzar a vivir a partir de esa hora; comimos en un restaurante alegórico a los gatos, más tarde retomamos la calle donde fuimos sorprendidos por la intensidad del travestismo, las drag-queen eran de una versatilidad extrema y punzante. Bruna reconoció a una que portaba la fantasía de una exótica mariposa…según ella era de Pelota y lo espiaba desde otro tiempo lejano en el que apenas se manifestaba como una larva o gusano…la mariposa abrió las alas, desplegó su centellante fulgor que en fracciones explicó a Bruna la soterrada magia de lo que es una metamorfosis….
Decidieron abrazarse en un arranque simultaneo, de pronto tuve la sensación de que mi amiga iba a ser raptada por un ser mixto, medio galáctico, medio de los infiernos; las alas coloridas del engendro se encontraban más nítidas en mi imaginación que en ninguna otra parte; recostado a la barra del bar a donde habíamos entrando contemplé un entramado geométrico de delirio, estaba rellenado por colores exuberantes que hacia los bordes proponían una distorsión adecuada para volver creíble tan desmesurada representación.
La mariposa que trataba de asumir la coterránea de Bruna era la llamada Mariposa Pavorreal, desplegando en las caras superiores de las dos alas el color chocolate, los motivos en realidad formaban ojos, que desertando de la estaticidad lograron entrar en comunión con mis asociaciones; recuerden siempre que la hembra de esta especie tiene la costumbre de poner los huevos en las ortigas, en tiempos cercanos a la primavera, esto me dio deseo de volver al hotel, desnudar nuevamente a Bruna y husmear en lo más recóndito de sus carnes; pero el barrio de La República fue más seductor, nos arrastró hacia la madrugada enrarecida por innumerables tipos de divertimentos; a ras de calle nacían locales que flotaban en la ciudad ironizando pequeñas embarcaciones cuyas luces decadentes incitaban a prácticas que podrían confundirse, sin exageración, con la perversidad, o el aburrimiento.
Entramos en una de esas cavernas postmodernas, bautizados por la indefinición de los cuerpos que se amontonaban en precarios gremios tratando de provocarse algún tipo de excitación, así caminamos hacia una región más oscura donde dos hombres rapados y corpulentos bloqueaban la entrada; del otro lado de donde ellos estaban situados iba acontecer un espectáculo por el cual se debía pagar una suma considerable de dinero, Bruna no se mostró dispuesta a hacerlo, pero la neutralicé de solo mirarla , y después de pagar accedimos a una suerte de habitáculo de murciélagos con penetrante olor a sándalo, que se usaba para ecualizar el ritmo de la sangre de los que finalmente asistieran, también de nuestros pensamientos; por un momento se detuvo la música de fondo , y de lo más recóndito de la gruta apareció una mujer de gran esplendor acompañada de un Mastín Napolitano, a decir verdad, tan o más esplendoroso que ella… mujeres esplendidas abundan más que mastines napolitanos, por lo que sin dudas el animal podía considerarse protagonista principal de ese episodio.
Ambos se dejaron caer sobre un sofá aterciopelado, en definitiva ella quedó debajo, y al levantar la cabeza y parte de la espalda comenzaron a darse las lenguas en un intercambio de pasión y ternura, la lengua del mastín armonizaba con el color del sofá, y la mujer anunciada como Luciana se la chupaba y mordía.
El pito del perro se disparó como una daga cuya coloración morango podía confundirse con la seducción, Luciana colocó la daga en el lugar justo para que su herida se la fuera tragando, y según entraba, ella gemía, y los ojos se le extraviaban en la pelambre azulosa de su amante. Así permanecieron por un tiempo hasta que la muchacha quedó encima, y nuevamente el morango logro mostrarse con cinismo, en un momento que las robustas patas del animal rodearon su cuello.

Eran casi las tres de la madrugada cuando atravesábamos La Plaza de La República, unos golpes secos nos sobrecogieron, golpe de una cabeza sobre el pavimento, golpe de botas contra la cabeza, cabeza contra el pavimento, gritos, ofensas ,gemidos, llanto; la agrupación que ejecutó contra cabeza, contra el pavimento, se dispersó a gran velocidad….encima de una sangre instantáneamente coagulada, la cabeza, cabellos oscuros y abundantes que intentaban transmitir un contraste agónico, lenguaje desagradable de la ciudad a través del cual nos comunicaba que nuestro paseo había concluido.
Bruna era caliente, como la sangre cuando te la sacan a patadas, o su propio sexo después de beber tres o cuatro copas de coñac; entre su temperatura y las patadas hice el tránsito hacia otro amanecer en aquella jungla deliciosa donde flores se abrían y cerraban de forma sorpresiva contrapunteado con el apacible metabolismo de las Hortensias.
Desayunamos con gran voracidad; al sintonizar la cadena Bandeirantes, de televisión, tuvimos todos los detalles sobre el muerto que habíamos abandonado apenas hacía unas pocas horas, entonces pensé que la cámara termina por hacer más nítidos los cadáveres, de maquillarlos con su lente; el estomago se me viró al revés, descubrí que Bruna lloraba frotándose la almohada por los ojos; la victima era Gay y se dedicaba a amaestrar perros. Bruna lloraba, porque temía por la vida de su amiga, la Mariposa Pavorreal que con los ojos de sus alas terminaba por tragar todo lo que le ofertaba la noche, durante el día descansaba en un pequeño apartamento que se ubicaba hacia centro viejo de la metrópolis.
En la noche asistiríamos al concierto de Casia Eller, y como la mañana había transcurrido hasta su centro, pensé en aprovechar el tiempo, convidando a Bruna para merodear por El Barrio de la Libertad, hacia donde se agrupa una numerosa colonia de japoneses, se podría comprar algún que otro articulo exótico para terminar almorzando en aquellos restauranticos orientales, donde es requisito indispensable despojarse de los zapatos para acceder a la pureza de los alimentos; ella prefirió quedarse .
Regresé unas cuatro o cinco horas después, con dulces finos, pan de queso, y un peculiar pescado cuyo color podría llegar al confundirse con el del salmón; ella había tomado un baño con su jabón de hierbas y el cuerpo le pretendía alcanzar la levedad de aquellas mezclas de perfumes, capaces de secuestrar los afectos más recelosos, comió prácticamente casi toda la dieta que decidí adquirir para ella; y se sintió dispuesta a un nuevo intercambio, me acosté a su lado, y cerré los ojos para seguir disfrutando el modo sutil en que me despojaba de la ropa.

El Pallece teatro terminaba por parecer un bar gigante, esa apariencia lo convertía en el sitio idóneo para el espectáculo en el cual ya estábamos involucrados; Casia Eller expulsaba una suerte de tinta o sustancia aglutinadora que terminaba por hacer cómplices a todos los presentes sin excepción; compartimos la mesa de cuatro capacidades con dos mujeres que aparentaban una antigua relación de visible estabilidad. Ellas no serían el punto de fuga, la grieta por donde Bruna y yo caeríamos hasta el amanecer.
Salió al escenario respaldada por un desgarramiento de la voz que la hacía creíble, diosa para muchas de las que se levantaron emocionadas, lanzándole claveles y otros tipos de flores que comúnmente se les obsequia a los hombres. Comenzó con un tema bien conocido, y tras una ofensiva de sus músicos, algo así como subir la parada, noté que las caricias entre muchas de las asistentes se volvieron más osadas, detalle que, sin dudas, reforzó el sentido que el concierto estaba adquiriendo; en apenas unos instantes el cuerpo de la Eller se repletó de histrionismo, se amasaba el sexo y los pezones, tomaba grandes sorbos de cachaça, los que con sorprendente maestría hacia retornar hasta el público en forma de una grave llovizna.
El Pallece adquirió el rostro de aquella música, tan real y auténtica como la propia fragilidad; las muchachas de la mesa del lado alcanzaban a respirar agitadamente ,las sorprendí en repetidas ocasiones mirándonos con interés y curiosidad, cuando el espectáculo avanzó un poco más logré tomar la mano de las más trigueña, percibí que su pareja iba a ripostar con un gesto desconocido, me adelanté extendiéndole la mano de Bruna ,que ya estaba dispuesta para empezar a acariciarla; la cantante se levantaba el pulóver blanco para que sus tetas rematadas por la perseguida virilidad de esta época enriquecieran las feroces melodías que narraban en torno a las aspiraciones de las allí presentes; hacia las últimas tres piezas, las dos muchachas de la mesa de al lado, Bruna y yo, llegábamos a proponer una franca empatía que circularía sin límites entre los cuatro cuerpos, dispuestos a inventarnos un tiempo de post-concierto en el que continuaríamos siendo felices, arañando el sentido en cada piel o boca, hasta lograr que todas diluidas entonaran a un mismo ritmo .
Casia Eller terminó de cantar con el torso desnudo, sobre su jeans fue cayendo todo el sudor, algo así como la memoria viva, bajo ese bombardeo de sales se acentuó la originalísima textura del fondo grisáceo, que por segundos llegaba a parecer una extensión de su pensamiento.
Salimos los cuatro, contenidos en una energía que nos iba a empujar hasta la Rua Augusta, extensa y mítica ,que conectaba el centro antiguo de la ciudad con el centro moderno; fuimos a dar a un sitio de máscaras, máscaras no sólo para atenuar la rigidez del rostro, motivos que descoyuntaban con facilidad al cuerpo entero, la cuestión de las más diversas fantasías entraba en juego en aquel ambiente lechoso; era la noche de los animales, extrañas escenas con las cuales llegaba a erizarme casi de manera absoluta . En la noche de los animales todo estaba permitido, dos travestis quisieron representar la batalla entre un ave y un reptil; en la confrontación se destiló un hibrido que trató todo tiempo de diluir la pesantez de la tierra en la levedad del aire, los anillos fueron enroscándose en las alas, hasta creer que dicho intercambio sería un relato que alguien de inmediato comenzaría a narrar:
En el apartamento de nuestras nuevas amigas pretendimos proseguir ese tipo de juego. Ideamos un guión propio, y como protagonistas descubrimos que en él sólo había lugar para tres animales, solo tres personas de las cuatro pertenecientes a la historia se podrían convertir en animales, la cuarta seria el objeto de la destrucción, la victima; decidimos elegir a través de un sorteo. El resultado logró complacer mis deseos secretos; la elegida fue la más trigueña de nuestras anfitrionas, sin discutir, y más bien sintiéndose premiada que castigada, se dispuso a despojarse de toda la ropa, cuando terminó de hacerlo experimenté un nuevo estremecimiento, admiré la firmeza que se le extendía por todo el cuerpo, mezclada con una blancura de la piel que derivaba en exótica al ser remata por numerosos pelos muy negros, que algunos momentos llegaban a encaracolarse.
A los tres restantes nos tocaría ir de ratas, no solo en el sentido de la maldad, sino también adquirir la apariencia física de esos animales y su inimitable sentido de la movilidad, a esa hora lo que más trabajo nos costó conseguir fue la pelambre, por la ya acostumbrada indefinición que suele portar su color, pero ni siquiera ese detalle logró resistirse ante nuestra indetenible fantasía, lo que estaba en disputa era la condición de intacta que aun ostentaba la víctima, en un momento comenzamos a experimentar que se burlaba de nosotros, hizo un gesto malicioso para acentuar los músculos de las nalgas, ese fue el punto donde nos pusimos de acuerdo para ser más creativos, y comenzar el ataque.
A la seducción de la blancura y del mencionado contraste se unieron otras coloraciones según ella se fue abriendo con exquisita morbosidad a sus supuestos agresores; las ratas logran la labor simultánea del cosquilleo, y los mordiscos, sus colas alargadas y caprichosamente puntiagudas pusieron especial excitación en todo el ser de la trigueña que se erizaba estelarmente, para dejar desprender de la más preciada región de su lenguaje uno breves gritos almibarados por la humedad evidente en la que ya se estaba hundiendo.
El juego de los animales, como casi todos los juegos, tiene un tiempo en que disminuye su intensidad y pierde sentido, fue en ese tiempo en que los cuatro implicados decidimos romper las reglas de juego. Aquello se convirtió en lo que se dice un todos contra todos. En especial traté de aprovechar la ocasión para intentar entender y disfrutar todos los sonidos de la más trigueña de las anfitrionas.
Tanto Bruna, como yo estábamos tan agitados que no logramos dormirnos al lado de tan gentiles amigas, nos vestimos y al recomenzar el metro, regresamos a nuestra habitación en el barrio de La República.
Ese día no desayunamos, al despertarnos en el hotel descubrimos que nuevamente había pasado el medio día, entonces bajamos a un restaurante cercano que ofrecía un bufet óptimo, allí almorzamos, después de disfrutar el inigualable café paulista y pagar la cuenta, decidimos ir de compras al barrio de La Zé; tomamos una vez más el metro, y a la tercera estación descendimos.
Bruna tenía el compromiso de adquirir para algunas de sus amigas de la Galería del Rosario, ciertos objetos eróticos, tan específicos que según ellas solo se podían encontrar en las Sex-shop que se agrupaban hacia el ya mencionado centro viejo de esa ciudad; como los intereses de compras eran diferentes, decidimos separarnos en un punto, para rencontrarnos unas tres horas después en la escalinata de la Catedral de la Zé.
Esa zona de Sao Paulo me atraía; iba metiéndome en pequeños lugares inimaginables que acogían todo tipo de detritus, en el recorrido volví a consumir otro café acompañado por una empanada de carne, al comprobar la hora tomé en cuenta que me quedaba poco tiempo para encontrarme con Bruna; entonces sin titubear entré en una tienda bastante lujosa, donde definitivamente pude adquirir unos espejuelos italianos que estaba procurando para protegerme del sol. Con ellos puestos salí en dirección a la Zé, ya casi frente a la escalinata de la catedral me los quité para desprenderle un adhesivo dorado de uno de los cristales, donde se explicaba que tenían protección ante los rayos ultravioletas. Al volver a ponérmelos me senté en la escalinata y desde allí comencé a detallar los increíbles micro mundos que rodeaban aquel opulento templo de Dios; mi mirada fue un poco más lejos hasta lo que puede considerarse un apéndice de la plaza Zé, allí deambula y vive una casta cerrada de mendigos, las miradas de esos seres son un tipo de lenguaje legitimado en si mismo, el punto más drástico de lo que muchas veces hemos querido llamar intemperie, las voces entre si son reconocidas como voces de vecinos, engendros de donde se erige un pensamiento, sin el cual la ciudad no pudiera reconocerse en su totalidad.
Estaba sumergido en el destino de esos seres cuando noté un gran alboroto, personas que corrían con expresiones de pánico, y algunos efectivos de la policía militar que se desplazaban aparatosamente, de pronto comenzaron los disparos cruzados entre dos ángulos de la plaza, en ese instante apareció Bruna como si hubiera sido una diana, o el brazo que vas a perder por el estallido de una mina, recibió un impacto en el cuello, y al caer la sangre estaba lista para correr caliente y espontanea; junto con ella cayó su bolsa de compras, aquellas fantasías eróticas que no podrían llegar a las manos de las chicas de la Galería, que en realidad tanto las anhelaban; hubo un intervalo en el que no logré moverme de la escalinata, creo que sudaba desmedidamente, cuando pude hacerlo el tiroteo había terminado, Bruna según la voz del PM alcanzaba la condición de cadáver, en su caso podía igualar el lirismo de los nenúfares, no sabía si llorar o abrazarla, me vino a la memoria El Jardín de Giverny, la barba blanca de Monet; no hice ni dije nada, cuando el PM preguntó si alguien la conocía. Mi mirada quedó fija en un objeto salpicado de sangre, el cual era difícil de comprobar si se trataba de un pene negro o un anzuelo; un poco más distantes de La Bruna rodaban dos bolas chinas con superficies adulteradas por formas punzantes, que las convertían en dos bolas inusuales.





replay

hablé sobre Dios con Antonin Artaud (fragmentos de una entrevista



La siguiente entrevista tuvo lugar en el hogar del doctor Latrémoliere en el pueblo de Figeac, cerca de Rodez, en 1983. El doctor Latrémoliere, quien era el interno del doctor Ferdiére durante la Segunda Guerra Mundial, y le aplicó a Antonin Artaud cincuenta y un electroshocks, murió en 1983.


Latrémoliere: Debo admitir que cuando usted me llamó para solicitar una reunión, no me entusiasmé mucho. Recordar la vida de Artaud, treinta años después, me parece un tanto ridículo.

Sylvere Lotringer: ¿No estaba usted personalmente a cargo de Antonin Artaud mientras él se hallaba en el asilo de Rodez?

Latrémoliere: Trabajé con el doctor Ferdiére, quien era el director del asilo. Fui amigo de Artaud por dos años. ¿No ha leído el artículo que hice sobre él? Ahí dije todo lo que tenía que decir de Artaud. Desde entonces, pienso un poco diferente. Los estudios se están multiplicando y creo que es una lástima. Artaud no tenía ningún mensaje para comunicar. Nunca tuvo un mensaje. Era un paranoico de primera mano, con absolutas y extraordinarias delusiones de grandeza y persecución.

Lotringer: ¿Usted fue amigo de Artaud?

Latrémoliere: Él atendía a sus amigos, quiero decir, a la gente de la cual él se aprovechaba, cada vez que le hacía falta opio –nosotros nunca le dimos opio, pero él seguía pidiéndolo. Éramos sus amigos, pero tan pronto como desaparecíamos de su vista, nos transformábamos en sus enemigos. Ese era el caso para mucha gente que lo conocía. Considero su trabajo escrito como algo parecido a un grito. Un grito de horror, lanzado por un hombre que no tenía conciencia de los demás. Se ponía a sí mismo en el centro del mundo. Así que hallo la gloria atribuida a él como un poco inflada.

Lotringer: ¿Pero no es precisamente el horror de la paranoia que convierte lo que él dice en algo importante? Esas emociones hicieron posible que escribiera lo que escribió, y esto liberó una especie de shock…

Latrémoliere: ¿Cómo era posible para él sentir tantas cosas diferentes casi simultáneamente? No tenía nada que ver con la profundidad de su alma. Le vi llorar, le oí llorar. Y no creo que haya nada que buscar en el trabajo de Artaud. Nada. No llevará avance a la civilización. Justo lo contrario. Se pasó todo el tiempo gritando, y no creo que alguien que no pueda controlarse tenga algo que ofrecer a nadie. Tengo las obras completas de Artaud, y en todo el cuerpo de su trabajo hay muy poco que sea inteligible. Puedo garantizar que a él no le interesaba la civilización. Solo le interesaba él mismo.

Lotringer: ¿Cómo era ser amigo de Artaud?

Latrémoliere: Tuvimos largas conversaciones que duraban horas. Conversaciones sobre Dios y, Dios lo sabe, sus pensamientos religiosos eran debatibles. Era como un mito para él, todo lo que le rodeaba.

Lotringer: ¿Artaud creía tener una relación especial con Dios?

Latrémoliere: ¿Especial? Él era el que iba a tener el poder antes de la última aparición de Dios sobre la Tierra. Así que ya ve por que río cuando la gente habla sobre su mensaje. No había nada. ¿Cuántos lo han leído? Nadie. Nadie. Unos pocos intelectuales aquí y allá.

Lotringer: Su trabajo tuvo una gran influencia en nuestra cultura. Los mejores directores contemporáneos de teatro –Jerzy Grotowski, Peter Brook, el Living Theater- por todo el mundo, en Polonia, Inglaterra, los Estados Unidos, lo ven como una figura seminal.

Latrémoliere: Él era incapaz de tener una relación apropiada con nadie. Ya no era socialmente viable. Y si le dimos tratamiento –por lo cual hemos sido criticados- era porque teníamos que protegerlo de él mismo. Y lo vimos mejorar. Fue capaz de escribir nuevamente, de dibujar, de conversar con nosotros. Le devolvimos todo eso. Siempre recordaré a mi amigo Ferdiére diciendo: “Si hubiera sabido, nunca le hubiera permitido abandonar Rodez. Realmente lo lamento.”

Lotringer: ¿Cuándo oyó hablar por primera vez de Artaud?

Latrémoliere: No oí hablar de él. Llegó a Rodez porque se estaba muriendo de hambre en Evrard . Ferdiére conocía a uno de los siquiatras de allá, que fue capaz de enviarlo a una clínica siquiátrica en la frontera de la zona libre y la ocupada. Cuando llegó, estaba muy delgado y en mal estado. No había leído nada de él por esa fecha, y si no lo hubiera conocido, nunca hubiera leído nada de él, eso es bastante claro.

Lotringer: ¿Cómo se lo presentaron?

Latrémoliere: Ferdiére me habló de él. Me dijo que había sido arrestado a su regreso de Irlanda por ocasionar disturbios en el barco. Estaba hablando sobre el bastón de San Patricio cuando lo encerraron, razón por la cual fue conducido al hospital siquiátrica más cercano, en Sotteville-lés-Rouen, si recuerdo correctamente. Fue inmediatamente visible que no se conducía normalmente. Todo lo que tenías que hacer era pasarte un cuarto de hora con él…
Se requiere que los siquiatras sigan de cerca de sus pacientes, que les hablen como a iguales. Me doy cuenta de que tenía en mi contra el hecho de tener absoluto poder sobre su libertad, aunque no era el único. Eso no ayudó a facilitar nuestra relación.
Pero cuando él me necesitaba, era encantador. En esas conversaciones él no hizo ninguna de esas declaraciones que haría después. Después él podía hacer lo que quisiera. La gente estaba pendiente de sus palabras. Siempre hay gente que, cuando quiera que ven algo extraordinario, lo llamarán un milagro.

Lotringer: no es tan importante saber si Artaud engañaba a sus amigos. Seguro lo hacía, especialmente a los amigos de los cuales dependía su libertad… hay toda una controversia sobre si Artaud creía o no en Dios. ¿Qué usted cree?

Latrémoliere: No creo que eso sea de ningún interés. Él creyó en cierto momento, y después no creyó. Cuando creía, creía mal o extrañamente. Le digo que la religión de Artaud era él mismo. Él era el centro del mundo.

Lotringer: Así que, cuando iba a la iglesia, ¿era Dios yendo a la iglesia? ¿O Artaud yendo a la iglesia?

Latrémoliere: eso solo era parte de su incoherencia general.



Querido amigo, cuando llegué aquí hace dos años usted me recibió con mucha amabilidad: el doctor Ferdiére, quien me conoce desde hace años, le contó sobre mi odisea y, como él, usted deseaba enmendar en su corazón la injusticia infligida en mí al tratarme como a un lunático… Los electroshocks, señor Latrémoliere, me conducen a la desesperación, se llevan mis recuerdos, embrutecen mi corazón y mi mente, me convierten en alguien que está ausente y que sabe que está ausente y se ve a sí mismo por semanas en busca de su ser, como un hombre muerto junto a un hombre vivo que ha perdido su identidad… Le tengo mucho cariño y usted lo sabe, pero si no detiene estos tratamientos de electroshock de una vez, ya no seré capaz de tenerlo en mi corazón… Personalmente creo, señor Latrémoliere, que usted me ha comprendido muy bien y me ha aceptado en su corazón, pero que usted no está siempre ahí con todo su ser y su total conciencia representativa.
de una carta de Antonin Artaud al doctor Jacques Latrémoliere, enero de 1945







replay





Sheets of empty canvas, untouched sheets of clay / were laid spread out before me as her body once did / All five horizons revolved around her soul / as the earth to the sun
Now the air I tasted and breathed has taken a turn / and all I taught her was everything
I know she gave me all that she wore / and now my bitter hands chafe beneath the clouds of what was everything
Oh, the pictures have all been washed in black, tattooed everything...
I take a walk outside / I'm surrounded by some kids at play / I can feel their laughter, so why do I sear / Oh, and twisted thoughts that spin round my head
I'm spinning, oh, I'm spinning
How quick the sun can drop away / and now my bitter hands cradle broken glass of what was everything
All the pictures have all been washed in black, tattooed everything...
All the love gone bad turned my world to black / Tattooed all I see, all that I am, all I'll ever be
I know someday you'll have a beautiful life, I know you'll be a star in somebody else's sky, but why, why can't it be, why can't it be mine
pearl jam
black


antonin artaud
(marsella, 1896 – paris, 1948)



la piedra filosofal


decorado
Un nicho practicado en un gran bastidor negro. El bastidor ocupa casi toda la altura del teatro.
Una gran cortina roja que cae a tierra y rueda en gruesos vellones ocupa todo el fondo del bastidor, de arriba a abajo. La cortina está dispuesta oblicuamente y sobre la izquierda (vista de la sala).
En primer plano, una mesa de grandes patas macizas con una silla alta de madera.
La cortina, violentamente iluminada por lo alto y lo bajo, está cortada por el medio y deja entrever cuando se la aparta una gran luz roja: es allí donde se encuentra el salón de operaciones.


personajes
El doctor Pale.
Isabel, pequeña provinciana, se aburre. No puede imaginar que el amor revista otra forma que la de ese frío doctor, y el amor la deja insatisfecha.
Sus deseos, aspiraciones inconscientes, se traducen en suspiros vagos, quejas, gemidos.


argumento
En un rincón de la casa está el laboratorio donde hace sus experiencias el doctor.
Arlequín, que desde hace tiempo ha reparado en Isabel y la desea, se introducirá en la casa aprovechando una de esas experiencias, so pretexto de prestarse a una experimentación más o menos sádica del doctor, que busca la piedra filosofal.
Isabel tiene una especie de sueño en el curso del cual se le aparece Arlequín, pero se encuentra separada de él por la muralla misma de la irrealidad en medio de la cual cree verlo.
Se asiste en escena a una de las experiencias del doctor, en la que Arlequín pierde alternativamente los brazos y las piernas ante la aterrorizada Isabel. El horror se mezcla en ella a las primeras instancias del amor. Arlequín, que se ha quedado sólo un momento con Isabel, le hace un hijo, pero sorprendidos por el doctor en mitad de sus operaciones eróticas, paralelas a las operaciones sádicas y a los experimentos del doctor, se apresuran a hacer el niño y a sacarlo de debajo de las faldas de Isabel. Es un maniquí igual, pero más pequeño que el doctor Pale quién, viéndose así reproducido en la progenie de su mujer, no puede creer que no sea él mismo el autor del hecho.


desarrollo
Como si fuera un leñador o un carnicero, el doctor Pale, en un rincón del decorado, está en vías de proceder, a hachazos, a una verdadera matanza de maniquíes. Isabel, en una mesa situada en primer plano, se sobresalta, se retuerce y se desespera, pues cada golpe retumba profundamente en sus nervios. Sus sobresaltos y estremecimientos tienen lugar en el más completo silencio: abre la boca como si gritara, pero nada se oye. Sin embargo, de vez en cuando uno de sus bostezos acaba en una especie de ululamiento prolongado. Terminada su obra infernal, el doctor llega a la parte delantera de la escena con un muñón que mira y al que, en un momento dado, parece auscultar el pulso ausente; después lo tira, se frota las manos, mueve la cabeza, resopla, se sacude la ropa, alza la cabeza, ventea el aire. Algo como una sonrisa mecánica relaja sus facciones, le distiende la cara: se vuelve hacia su mujer que, en un segundo plano, imita sus movimientos, pero como en un eco vago, lejano, apenas esbozado. Frente a la sonrisa del doctor, ella también sonríe (siempre en eco silencioso), se levanta, va hacia él. Da comienzo un largo trabajo erótico. No teniendo nada a que echar mano mejor que el doctor, de él obtendrá su placer. La actriz deberá mostrar en su impulso hacia el doctor una mezcla de asco y de resignación. En sus zalamerías, en sus arrumacos, deja traslucir una rabia sorda, y sus caricias terminan en bofetadas y arañazos. Le hala los bigotes con gestos bruscos, inesperados, le propina golpes en la barriga y le pisa los pies al empinarse hacia su boca para besarlo.
Hacia el final de esta escena de amor sádico, estalla una especie de marcha militar de época y entra de espaldas un hombre fingiendo introducir a otro que nunca será otra cosa que él mismo. Mientras permanece de espaldas, habla y hace un discursito de introducción. Visto de frente, es un personaje mudo, un motivo de experiencia. Mas este mismo personaje será doble:
Por una parte, una especie de monstruo patizambo que cojea, giboso, tuerto y bizco, que camina temblando con todos sus miembros.
Por otra parte, Arlequín, lindo muchacho que de vez en cuando se yergue e hincha el pecho en tanto el doctor Pale no lo ve.
Entre bastidores, una voz horriblemente subida de tono y rechinante, comenta los incidentes principales. Al comienzo del drama, en el momento de los ululamientos desesperados de Isabel, esa voz se elevará, como si saliera de la boca misma del doctor, que irrumpe un instante en la escena para imitar con voz muda las siguientes palabras, con la gesticulación conveniente:
“¿HAS TERMINADO DE IMPEDIRME TRABAJAR? ¡LLEGA ELLA!”
Después vuelve a su cuarto todo rojo.
Las palabras de Arlequín al presentarse son las siguientes;
“VENGO PARA SACAR DE MI LA PIEDRA FILOSOFAL”
(Aumentando los silencios después de cada trozo de frase, con voz temblorosa y escandida.
Una pausa breve después del vengo; larga después de mí; todavía más larga e indicada por una suspensión de gestos sobre: fal.
El tono de voz, enronquecido, metido en el gaznate y, al mismo tiempo, colocado muy alto: voz de eunuco enronquecido.)
Lo cual visto (y oído) por los dos personajes –el doctor e Isabel– se separan lentamente uno del otro.
El doctor, todo tenso en un grotesco movimiento de curiosidad científica, como si fuera una jirafa o una garza, en un estiramiento exagerado de la barbilla hacia delante.
Por el contrario, Isabel, deslumbrada por las apariciones de Arlequín, adopta la forma de un sauce llorón: imita una especie de danza del éxtasis y el estupor; se sienta, junta las manos, las lleva hacia delante en gestos de una encantadora y enternecedora timidez.
Esta escena podrá ser representada con movimiento retardado, en un cambio súbito de luz. Arlequín monstruoso y patizambo, temblando (movimiento retardado) con todos sus miembros, y el doctor (movimiento retardado) avanzando hacia él, ebrio de alegría y de curiosidad científica, cogiéndolo por el cuello de la camisa, empujándolo entre bastidores hacia su gabinete de investigaciones e Isabel, que en un súbito espasmo ha sentido todos los éxtasis del verdadero amor, se desmaya con movimiento retardado.
Transcurren unos segundos, tras los cuales se ve al doctor plantar en la escena al verdadero Arlequín, cuya estratagema se comprende que ha descubierto; lo vemos divertirse cortándole a hachazos las piernas, los brazos y la cabeza. Isabel, de pie y horrorizada en un rincón del decorado, pierde el sentido, sus miembros le fallan igualmente, pero no cae.
Después el doctor, muerto de cansancio, se adormece. Arlequín, caído en tierra, vuelve a encontrar sus brazos, sus piernas y su cabeza, y avanza reptando hacia Isabel.
El doctor, que se ha dejado caer sobre la mesa, está disimulado en parte detrás de la cortina roja, dejando ver sólo la cabeza y los pies colgando. Ronca ruidosamente. Sigue una escena de erotismo violento entre Arlequín e Isabel; Arlequín levanta la saya de Isabel, finalmente sentada en medio de la escena, y desliza sus dedos hacia la parte llamada en los carteles de la época:
“LA MOTA”
El gesto sólo es esbozado, pues el doctor se despierta, los ve y, entre bastidores, estalla un enorme rugido: “¡OMPH!”, monosílabo que el doctor pronuncia cada vez que está bajo el acceso de una emoción violenta.
Arlequín e Isabel se apresuran a hacer el niño, y cuando el doctor completamente despierto se acerca, le enseñan un maniquí con su propia efigie, que Isabel acaba de sacar de debajo de su vestido. El doctor no da crédito a lo que ve, pero ante el parecido del niño se da por convencido y. mientras Arlequín se oculta detrás de Isabel, la escena termina con un abrazo de los dos esposos.

En el momento en que se apresuran a hacer al niño, lo hacen con muchas gesticulaciones y zarandeándose uno y otro como cribas.

La entrada de Arlequín cojeando ocurre con música, una música de época, rechinante y coja (si se prefiere, una marcha militar, tocada con instrumentos de viento: trombón, cornamusa, clarinete, etcétera)

Cuando sacan al niño, se oye un grito entre bastidores:
“¡HELA AQUÍ!”
Este grito podrá ser sustituido por un silbido intenso, muy parecido al ruido de un mortero, y terminar en una inmensa explosión.
En este momento una luz intensa cae sobre el maniquí, como si quisiera hacerlo arder.

Ese grito de “OMPH” lanzado por el doctor es una especie de rugido de alegría, de rugido de ogro. Habrá que colocarlo con sentido e intensidad diferentes en cada una de sus entradas.

La frase: “¿Has terminado de impedirme trabajar?” etc, debe ser dicha con un temblor de exasperación, acentuando terriblemente la última sílaba de la palabra “trabajar”, como un hombre fuera de sí y que se exalta desmesuradamente.

En el momento de hacer el niño los dos artistas deben marcar una pausa de enloquecimiento, durante la cual se cogen, alternativamente y en un solo ritmo, la cabeza, el corazón, el estómago, el vientre; se llevan las manos a la cabeza, al corazón; se cogen por los hombros como si quisieran tomarse por testigo el uno al otro de lo que les pasa, y por último se hacen saltar uno al otro en el aire sirviéndose de sus vientres como de un trampolín y se zarandean en el espacio como cribas, en un gesto imitado del gesto del amor.


●●●


junto a mí, el dios-perro
Junto a mí, el dios-perro, y su lengua
atravesando como una flecha la costra
del doble cráneo abovedado
de la tierra que lo escuece.

He aquí el triángulo de agua
caminando con su paso de chinche,
pero que bajo la chinche ardiente
se da vuelta como un cuchillo.

Bajo los senos de la tierra odiosa
la perra-dios se ha retirado,
senos de tierra y de agua helada
que hacen pudrir su lengua hueca.

He aquí la virgen-del-martillo,
para moler los sótanos de tierra
cuyo horrible nivel el cráneo
del perro estelar siente subir.


●●●


noche
Los mostradores del cinc pasan por las cloacas,
la lluvia vuelve a ascender hasta la luna;
en la avenida una ventana
nos revela una mujer desnuda.

En los odres de las sábanas hinchadas
en los que respira la noche entera
el poeta siente que sus cabellos
crecen y se multiplican.

El rostro obtuso de los techos
contempla los cuerpos extendidos.
Entre el suelo y los pavimentos
la vida es una pitanza profunda.

Poeta, lo que te preocupa
nada tiene que ver con la luna;
la lluvia es fresca,
el vientre está bien.

Mira como se llenan los vasos
en los mostradores de la tierra
la vida está vacía,
la cabeza está lejos.

En alguna parte un poeta piensa.
No tenemos necesidad de la luna,
la cabeza es grande,
el mundo está atestado.

En cada aposento
el mundo tiembla,
la vida engendra algo
que asciende hacia los techos.

Un mazo de cartas flota en el aire
alrededor de los vasos;
humo de vinos, humo de vasos
y de las pipas de la tarde.

En el ángulo oblicuo de los techos
de todos los aposentos que tiemblan
se acumulan los humos marinos
de los sueños mal construidos.

Porque aquí se cuestiona la Vida
y el vientre del pensamiento;
las botellas chocan los cráneos
de la asamblea aérea.

El Verbo brota del sueño
como una flor o como un vaso
lleno de formas y de humos.

El vaso y el vientre chocan:
la vida es clara
en los cráneos vitrificados.

El areópago ardiente de los poetas
se congrega alrededor del tapete verde,
el vacío gira.

La vida pasa por el pensamiento
del poeta melenudo.



replay


rachel resnick
(jerusalem, 1964)



los carnívoros de Marrakesh

Cuando busco la mano de Frank y la mano no está, en vez de eso está metida en alguno de los escondidos bolsillos de su chaqueta deportiva de popelín Willis & Geiger, toqueteando sus alijos en busca habitualmente de humedad –oigo el rígido crujido del plástico entre las notas del encantador de serpientes, el arrugarse del papel de aluminio, o del papel basto, el sordo e insinuante frotar de pastilla contra pastilla, tableta sobre tableta, el húmedo desmigajamiento de un opio de estilo excrementicio, la promesa del olvido y la necesidad satisfecha, mía no, no por mí–, cuando el agolpamiento de cuerpos a nuestro alrededor se convierte en una boa con piel de alientos que desea exprimir los fluidos de nuestras vísceras, siento una sacudida en el codo, oigo una voz que parece un gargarismo, un silbido, pero no digo nada, ni siquiera cuando un débil grito escapa de Frank mientras cae, ¡cae!, gloriosa derrota de ese cuerpo más que familiar que atormenta al tiempo que da placer, creo que oigo incluso suspirar los soberbios músculos anabolizados cuando contrayéndose golpean el polvo de Marrakech, y el grito de Frank se ve engullido en el acto por más silbidos y los distantes sones de tambor de cabileños leprosos, los saltos y palmadas de acróbatas enanos que forman pirámides humanas y se mofan en su ininteligible idioma lleno de chasquidos, y el «barato, barato» salmodiado por mujercitas de no más de doce años y ojos de tierra que tejen alfombras hasta que dedos y ojos rezuman sangre, y alegrándome contemplo cómo se disipa todo en las enroscadas columnas de humo grasiento procedentes de los puestos de comida donde Frank se ha comido un plato de sesos de cordero remojando en ellos un mendrugo, con la boca transformada en una gusanera, en un portal de decadencia e insaciabilidad; no constituye, pues, sorpresa alguna que de pronto me dé la vuelta y le aplaste con el pie la mano hasta oír la concertina de hueso crujiente antes de agacharme para ayudarlo a levantarse con gran esmero en el gesto y la intención para luego clavarle los puños en los ojos en cuanto se ha incorporado y seguir hundiéndolos más en ese salón de juegos craneal y sentir allí el tacto de su amado cerebro de adicto, un pequeño y afectuoso apretón, sin saber otra cosa que somos todo y nada juntos y que estoy condenada, condenada sin remisión –mi ansiosa pelvis, unas fauces abiertas de tiburón–, para siempre y con todo el debido desprecio, porque no logro borrar la visión de dos cuerpos elevándose, el suyo y el de ella, el suyo y el de él, siempre el suyo y alguien más, cayendo, ni logro tampoco comprender el modo en que quiero pensar en ellos en la casba, el modo en que quiero oler todos y cada uno de los olores desde la piel de cabra curtida a las aguas residuales, desde la espuma de la sopa de almendras a los fermentantes jugos orgásmicos, ver cada objeto en la sala ritual que contenía su fétido aliento ante el ancestral espectáculo del más viejo de los dúos, quiero oír las estupideces susurradas, cómo sus cuerpos chasqueaban y succionaban el sudor en dos tiempos, el modo en que el reloj del mundo hacía crujir sus sesenta nudillos contra su piel uno-dos y amorataba la mía púrpura brillante mientras dormía en cretina inocencia en el hotel Amalay a la vuelta de la esquina, lo confieso, me siento perversamente fascinada por su necesidad animalesca, la descomunal banalidad de la traición, y tengo que revivirla una y otra vez hasta que todo se convierta en pornografía y yo en el Ojo Fecal que caga en su Coño Sagrado.

–Vamos a lavar esta porquería, quitar el polvo. Te sostengo la ducha encima de la cabeza –dijo Frank.
Eran éstas las brillantes ideas nacidas de barrigas repletas de cuscús, el estímulo de imágenes que ya no reflejaban sino que recordaban una de las posibilidades libidinosas y de embellecimiento mutuo anteriores a la estasis, anteriores a la herida.

Sucedió en Marrakech. En la mugrienta plaza de Yemaá el Fna. Un sábado, el día en que los sadíes acostumbraban a exhibir las cabezas de sus enemigos ensartadas en estacas de hierro cuidadosamente dispuestas a lo largo del perímetro. La sangre resbalaba por los rojos muros y formaba charcos viscosos que el sol deshacía en menos de una hora y cocía en los muros en vetas irregulares. Desde cualquier lugar de la plaza, sabías que te estaban mirando.

Amapolas. Un minarete rojo. El color de tu lengua.
¿Lo entiendes ahora?

Antes de ser mordida la manzana, y compartida, por dos veces, había esto. La vieja plaza de Yemaá el Fna. Era su tercer día en Marrakech. La segunda semana en Marruecos.
Por el pasillo de carnes colgantes llegaron a la plaza de Yemaá el Fna. El polvo bullía, revuelto por estancadas ráfagas de palabras, la flatulencia de árabes estreñidos. Frank se detuvo en un puesto que vendía dátiles. Había decenas de clases diferentes. Cora calculó que no follaban desde Tiznit, diez días atrás. Dos meses antes de aquello. Un dátil de color topacio supo a caramelo. Frank prefería los carnosos oscuros, con el color y el brillo de las cucarachas de Nueva York. Compró una docena del tipo cucaracha, un par de los topacio. Ya en Tiznit, no albergaba Cora duda alguna, Frank había pensado en otra persona mientras la follaba. Alguien como esa chica. Ésa que pasaba junto a ellos riéndose con su amiga, dándose la vuelta para mirar a Frank que le sonrió sin disimulo, esa chica que pasaba junto a ellos y se detenía en un puesto de zumo de naranja, para mirar, con sus abundantes pechos adolescentes apretando el barato tejido brillante de una camisa occidental moderna anudada en la barriga de tal manera que permitía ver el contoneo de las amplias caderas y el generoso culo dentro de los ceñidos pantalones de club nocturno, negros y de acetato, que le marcaban el relieve de las bragas y los labios de la vagina, esa chica que se detenía, apoyada contra la amiga, mirando, respondiendo al tácito lenguaje del deseo y la lujuria, de la necesidad y la obediencia. Frank tenía una erección. Cora lo adivinaba. La frustración del deseo le confería dotes de adivinadora del pensamiento, y no sólo eso; era capaz de llegar a encogerse realmente, penetrar en el cráneo de Frank, quitar la piel como si fuera una ajustada gorra de baño e instalarse dentro, como en ese momento, para el paseo del sátiro. La codeína de Marruecos. Era capaz incluso de sentirlo; tratándose de Frank, la piel se le volvía permeable. Sabía lo que él pensaba en ese preciso momento. Follar a Cora. Le gustaba esa chica. A ella le gustaba él. Se imaginó una puta joven fingiendo ser virgen. Se imaginó treinta dólares estadounidenses. ¿Quién pagaba todo el viaje? Él. Frank. Hasta el último centavo. No follar a Cora. Era más grande que cualquier marroquí de los que había visto. Pies, abdominales, polla, deltoides, cerebro. Mucho más grande. La haría arrodillarse, le apartaría el cabello de la cara para que Cora pudiera verla. Haría que Cora contemplara cómo le chupaba la polla.

En Uarzazate, donde se hace la famosa agua de rosas, había un dulce llamado: «Come esto y alaba a Dios».
Come esto y caga.
El dulce sabía a polvo con unas gotitas de miel.
Había demasiadas cosas mal.
Bajo la luz africana, proliferaban las imágenes, tubérculos que brotaban de la oscura tierra húmeda de tu pecho, donde empieza la podredumbre.

La carne está en el gancho. Colgando. Sin piel, desollada, para exponer el magnífico veteado del color rata cremoso. Y la roja carne muscular, sólo que en ese caso, la grasa es de un amarillo desvaído con pústulas anaranjadas y la carne es decididamente verde –no un verde uniforme, sino un pistacho pálido en los extremos que se extiende hasta un verde saturado–, porque la carne, te das cuenta, se está pudiendo ante tus ojos –el hedor es tan inabarcablemente vomitivo que al principio el cerebro se rebela–, proclamando su pútrido aroma dulzón antes de que la verdad asalte la nariz y uno se eche hacia atrás. Sólo Cora ve la verde carne podrida. Sólo Cora.

Frank se detuvo en un puesto que vendía sesos de cordero. Dos meses antes de aquello. Los sesos se exhibían en gruesos platos de cerámica blanca. Eran de color masilla y parecían húmedos bajo la única bombilla de acetileno. El joven vendedor marroquí sonrió a Cora.
–¡Amigo mío! –exclamó, dirigiéndose a Frank–. ¡Mucho bienvenido!
Nunca se dirigían a Cora. Le faltaba un incisivo, el otro estaba decorado con una úvula de podredumbre marrón. La Invisible, despreciada por Dios el Gran Ginecólogo y desdeñada por el hombre que anhelaba, aborrecida incluso por las criaturas rastreras, también llamada Cora, desplazó la mirada desde la cara del marroquí a la enorme cuba apenas visible tras él. El agua se agitaba y constantemente se formaban grandes burbujas. En la extraña luz del anochecer, creyó ver cabezas humanas asomando en la superficie, mirándola y hundiéndose de nuevo. Las burbujas crecían y se oscurecían en la coronilla. Las cabezas resoplaban su indignación. Una asomaba con más frecuencia que las demás y creyó reconocer algo en lo torvo de su mirada. Un hambre familiar. Aunque quizá fuera un efecto de la luz. La luz engañaba en Marruecos y arrojaba sombras donde no había razón para sombra alguna.

En Marrakech, Cora vio:
Un hombre desnudo con penacho mohicano.
Una paloma caminando sobre el fez de un niño mientras el niño comía una porción de pastela, hecha de pichón.
Un narrador profesional levantando una pierna como una cigüeña mientras hablaba.
Un narrador profesional (otro diferente) con una diadema de plástico y orejas de cartón.
Un adolescente tullido con unos mugrientos calzoncillos demasiado grandes, subiéndoselos y bajándoselos.
Un dromedario con psoriasis.
Ningún tuareg.

Frank se sentó de improviso en un banco de madera forrado con unas pocas hojas de periódico dobladas, tirando de Cora para que se sentara a su lado. El marroquí sacó dos lóbulos de una fuente y los puso en un cuenco, que colocó frente a Frank junto con un disco de pan moreno.
–Prueba un poco –dijo.
Cora se negó, como sabía Frank que haría y como sabía la propia Cora. De nuevo el puto puritanismo, el gran virus estadounidense. Cada vez resultaba más evidente que no compartían los mismos apetitos.
–Los minaretes marcan el paisaje –creyó decir–. Se alzan como hongos quebradizos. Tallos óseos que han perdido su flor.
Mientras Frank atacaba la comida, Cora contempló al marroquí sacar un pincho de la cuenca del ojo de un cordero y clavarlo en otra cabeza de la olla, que colocó humeante sobre una tabla.
–Esta plaza es famosa –dijo ella con voz monótona.
Y él no asintió a nada con un gruñido líquido.

Imagina al esclavo sadí que sube a la estaca con la cabeza envuelta en un paño dorado. Imagínalo agarrando por las sienes la cabeza recién decapitada e hincándola en la estaca hasta que oye el ruido sordo del cráneo, aunque esa vez perfora la cabeza. ¡Qué soberbio destrozo! Un géiser de sangre estalla rociando a todos los afortunados que se han apretado para estar más cerca, pisoteando a los demás. ¿Dónde estaría Cora en esa ansiosa multitud?

Mientras tanto el marroquí, con una pícara mirada a Cora, apartó los hervidos labios de la cabeza del cordero y mostró los dientes. En su incomodidad y vaga aprensión, Cora observó que el cordero tenía los dientes superiores salidos, de forma más que evidente, y que le habría ido bien un aparato dental, si es que en realidad masticaban del mismo modo que los humanos, ¿o quizá sólo molían? El joven le lanzó una mirada lasciva, pasándose la lengua por la punta de los dientes superiores, lo cual hizo que ella se entregara a una fantasía repleta de suciedad, enfermedad y degradación sublime. Cuando se desvaneció, cosa que ocurrió enseguida, fue incapaz de seguir negando la visión más poderosa: una araña había aparecido en las mandíbulas del cordero y la miró desde su radiante esplendor durante todo un momento eterno antes de retirarse para protegerla de una ceguera cierta producida por una visión tan santa. ¿Qué significaba? Frank no era más que un ruido de sorbeteo; no lo miró, puesto que no se atrevía a apartar los ojos del cordero o el joven.

Antes de Marrakech, habían recorrido todo el sur de Marruecos. Desde Agadir, donde a Frank le había robado la billetera, a Tiznit, Adai y Tafraut, después a Uarzazate y la garganta Todra y luego a Erfud a través de los pueblos bereberes. Habían paseado incluso a lomos de dromedario por las dunas movedizas del erg Chebbi al amanecer, por insistencia de Cora; sin embargo, cuanto ella recordaba eran las mujeres cadáver. Habían pasado fugazmente por un pueblo –no recordaba si era antes o después de Erfud o cerca de Tiznit, ni recordaba el nombre– iban cubiertas de negro de los pies a la cabeza. Ni siquiera les asomaban los ojos por una abertura medieval como había visto en otros poblados. Incluso Frank había quedado trastornado por la visión y había apretado el acelerador; pero Cora no apartó los ojos hasta que la última silenciosa mujer negriamortajada hubo desaparecido en el polvoriento horizonte.

El joven apartó los mugrientos dedos y dejó que los labios volvieran lentamente a su lugar, tras lo cual clavó el cuchillo en el cráneo y empezó a cortar. Al hacerlo, las hervidas orejas se agitaron, y el vapor se alzó de la cabeza en un halo. Cora se encontró riendo. No respondió al irritado «¿Qué?» de Frank.
Los labios del marroquí brillaban de lascivia mientras seguía trinchando. No estaba segura, era eso lo que ocurría, había recibido un aviso, estaba en peligro. Cora alargó la mano para agarrar el apretado y musculoso muslo de Frank, pero cuando él volvió la cara hacia ella sus ojos relucían de opiada dicha gastronómica y un trozo de seso le colgaba del labio superior, donde brillaba cual lechoso gusano blanco.
–Última oportunidad –dijo Frank, acercándole el cuenco.
No le quedó más elección que contemplar al joven.

El marroquí contemplaba a Cora mientras cortaba. Ella le miraba los dedos, veía la mugre negra gestándose bajo sus uñas críticas, la mugre negra creciendo en espiral desde sus nudosos nudillos. Recordó la advertencia de utilizar sólo la mano derecha en público porque los marroquíes se limpiaban el culo con la izquierda. Era cierto, había visto pocos rastros de papel higiénico, y lo que pasaban por ser servilletas eran finísimos papeles que se desintegraban al menor indicio de presión.
El cráneo se separó.
Se rompió el hechizo, aunque Cora siguió mirando y alejándose de Frank todo cuanto podía sin que él se diera cuenta.
El joven sacó el cerebro y lo dispuso sobre otro plato, que colocó en exhibición en la parte delantera del puesto. Luego rascó el interior de la cabeza y sacudió los restos en un cucurucho de papel encerado. Una joven pareja árabe se sentó a la izquierda de ellos; hablaban rápidamente. La mujer llevaba una chilaba tradicional, pero de las más modernas sedosas y finas que dejaban ver gran parte del cuerpo, una prenda muy diferente de las toscas y sin forma preferidas por los fanáticos. Como la mayoría de las mujeres con chilabas provocativas, llevaba zapatos de plataforma de mala calidad y ajorcas doradas; y Cora vio relucir bajo ellas las baratas medias rojas. El joven les tendió dos platos y el cucurucho de papel encerado. Sin soltarse de las manos, la pareja lo abrió y licuó la carne de la cabeza con deseo deforme. Frank alejó de sí el plato vacío y se levantó.
–Vámonos de aquí.

La fantasía de Cora:
El polvo en sus oídos, penetrando. La suciedad era exigente. Una grasienta nube de humo gris y un cúmulo se cernían sobre la plaza, y oía el balanceo de los ganchos de la carne, las húmedas y sádicas pisadas de pies resecos y agrietados talones que almacenaban raciones suplementarias de suciedad en cada grieta. Alejándose de la vera de Frank se metió por un callejón lateral. Encima, el plástico verde colgaba de torcidos trozos de madera, el sol africano hacía relucir las sucias paredes de falso musgo, Cora se sumergió en lo medieval y, lentamente, las multitudes se dispersaron y, más lentamente, la calle se estrechó hasta convertirse en un callejón sin salida y sobre ella vio una minúscula ventana, arriba, en el centro de una fachada, y la ventana estaba atrancada, y oyó en el interior el quejumbroso grito de una mujer, quizá una mujer pequeña, debía de llevar pulseras o ajorcas porque hubo un frenético tintineo antes de que el quejumbroso grito se convirtiera en lamento, luego se cortó. Fue entonces cuando Cora vio una entrada estrecha y oscura a su derecha, se metió por ella, apretándose entre las paredes, con problemas para no resbalar puesto que el suelo se hacía cada vez más desigual y encharcado de líquidos fétidos. En un punto, las paredes le apretaron las costillas y tuvo que agacharse, y dejó de haber luz. Luego el pasadizo se convirtió en una burda y rudimentaria habitación con un revoltijo de sábanas en el suelo, una sucia alfombra bereber y una olla llena de cuscús adornada en el centro con una cabeza hervida de cordero que miraba de reojo, los dientes como filas de dados. En la pared había una camiseta de los Corsarios de satén barato colgando de un clavo y una fotografía enmarcada de Johnny Cash. Apareció una mano y le tocó la pierna, brillaron unos ojos. Era el joven del puesto de los sesos de cordero, pero más joven, mucho más joven. Un hombrecito. Cora se estremeció al ser tocada, y él se fue haciendo aún más joven mientras manoseaba entre las piernas de ella; no la habían tocado desde hacía tanto que la suciedad resultó cálida y húmeda, luego más cálida, más húmeda, hasta que pronto él fue un niño libertino llorando.

Palmeras. Un muro blanco. La blancura de tu cara.

A través del pasillo de carnes colgantes llegaron a la plaza de Yemaá el Fna. Jarretes, pezuñas y piernas de apretada carne pendiendo como zarcillos de los ganchos de hierro. Corazones troceados, pollos ahorcados con las patas atadas, pasando por delante de vejigas arponeadas, puestos cubiertos de paredes estomacales de aspecto pinchudo y granulento, de testículos como guirnaldas. Había sartas de callos –collares hawaianos de callos– y, fíjate, lo más espléndido de todo, un ramo invertido, una araña de sangrientas cabezas de cordero, girando bajo la clara luz africana.

Me doy la vuelta y te aplasto con el pie la mano que tiendes hasta oír la concertina de hueso crujiente antes de agacharme para ayudarte a levantarte, sin saber otra cosa que somos nada y todo juntos y que estoy condenada. Es en este punto cuando lo que une a un hombre y una mujer se hunde en la inexpresable mugre de un retrete bereber. Estoy con las piernas separadas, mantengo los pies firmemente plantados en los apoyos de cerámica con el pozo de mugre bajo mí, exhalo las posibilidades de un plateado flujo globulado hasta que desaparece en el agujero de iniquidad. Es una profundidad sin igual que ni siquiera es superficial que es la mujer.
¿Lo entiendes ahora?





replay


jamila medina
(holguín, 1981)



tres instantes a lo Debbie Malon:
shadow´s world (I)

metime
Jalé de la cadena y salí por fin, con una mueca de disgusto, de aquel cuarto de baño. Suelo odiar en general ir al cuarto de baño, más si es muy después de terceros y tengo que, luego de excretar (y escrutar) en el orine de los otros, asumir esa molesta tarea de liquidar fluidos; y luego tengo aún que –como si pudiera ser peor– sufrir la húmeda huella que estampara en los muslos el borde asqueroso de la loza.
Odio asistir a la intimidad de los amigos… pero me gusta a veces olisquear alguna almohadilla vomitada de sangre o algún calzón que espera su lavado entre la ropa sucia. Quizás también por eso odio los baños. O el florar de mis hábitos en ellos. Y me odio.
Aunque no tanto. Amo, por ejemplo, mi suave nombre –Debbie, Debbie Mallone. Mi tierna edad: 17 años y no me da vergüenza. Y mis dos pares de ojos azules.
Externamente soy una perfecta damisela, algo mojigata y que no se expresa jamás de impolíticos modos. Pero por dentro, ah messieurs, «sombras suelo vestir de largo v(u)elo». En fin: soy un precioso vaso de cristal lleno de carne envenenada. O más bien no soy por dentro ni por fuera, sino que soy… una acoplada contradicción.
Luego, gusto también de 1) las manos de mujeres regordetas con las uñas coloreadas de rosáceo; 2) los hombres de sexo enorme que recalan sobre mi hombro o brazo y frotan y frotan allí –sin importar la poca intimidad que da el transporte público- hasta iluminarse el rostro, humedecer las ropas…; y 3) esas latinas recién públicas que farfullan sabiamente –en un soez tono de candor- con sus bamboleantes nalgas por las calles de Samara.

delightime
Por lo primero, entré a lavarme el rostro (la boca recién llena de bilis: la alfombra de la saleta quizás para siempre manchada por las cortezas de tomate) y salí de él renovada: los labios ligeramente tocados con carmín y azul rimel en las pestañas, resaltándome aquel par. Había allá afuera –en mi fiesta de amigos: todos de madres capricornios: perfectos síndromes de Electras o Edipos– una soberbia mano de gordita agarrada a la lámpara de noche de la sala.
Hice una seña y la vi sonreír completamente asustada, como un conejo virgen: los ojos amarillos reflejando y temiendo el naranja… de mi vestido zanahoria.
Me acerqué a Carlos y solicité, con desdén, que nos cediera un cuarto. Preferentemente el de tu madre, pedí, ahora sin restos de indiferencia y aprovechando lo violento del contraste, señalándole con un gesto de cabeza mi carnada. A pesar de mi influjo sobre él (a fin de cuentas, nunca he terminado una de estas en su habitación: sorbiendo vídeos socarrones), supe vacilar su Edipo y dije conformarme con la meseta de la cocina, pero entonces iba a tener que vigilar, amenacé con el dedo.
Me dio la llave del cuarto de su hermana: preciosa Claudia de pelo negro y mangas de blusa a cuadros (camisero viril), perpetuamente sin doblar. Y hasta allá fuimos la liebre y yo, casi arrastrada por la cola blanca y ridícula de su chancho vestido y casi llevándose al cuarto la maldita lámpara de noche. Suéltala ya, dije riente, pegando en sus deditos apretados… pero iba a darle una bofetada si se resistía.

cuntime
Llegamos, anuncié no sé por qué: creo que me estaba embruteciendo bajo aquella mirada leporina. Desvístete que tengo prisa y voy a enseñarte unas cosas que ni te imaginas. Un mover del hocico y un mostrarme los dientes que pretendió ser sonrisa y asentimiento: fueron el preámbulo de su desvestir. De pieza en pieza me miraba los pechos.
Entonces, pensando que decididamente le gustaría, la invité a desatar (yo estaba muy orgullosa de mi adquisición) el cinturón de mi blusa de gasa blanca, que (como a una damita del diecinueve: habían dicho en la boutique) convertía mis tetas en redondas manzanas, la mar de apetecibles. Y porque además dejará ver los tallos, había explicado –no sin escándalo–, apenas ayer al vendedor: por qué prefería aquella tela, y hoy ya se podía comprobar (la liebre no podía dejar de apuntar a allí, cada vez más nerviosa, con sus ojos y su hocico) cómo me favorecía su transparencia.
Bajo sus manos heladas de sudor quedó al fin, punzantes y libres, la vanidad de mis frutos. Y otro severo par de ojos azules: coloreadas sierpes que yo me había hecho tatuar, paciente, alrededor de los pecíolos, la miró también.
Con saña, desarropé la bondad de los suyos, que cayó lacia como melaza sobre mis manos expectantes. Las tienes caídas, bola de sebo, las tienes caídas… hubiera querido burlarme y reír, reírme mucho; pero quise saberle antes el sexo. Anda, quítate las bragas, ordené sin mirarla por no echarlo a perder. Dámelas y registra por allí… estamos buscando alguna pantaleta sucia o manchada de Claudia, quizás un par de tetas plásticas: la instruí.
Olía fuerte, oveja o pescado. Metí allí la nariz y después la lengua, todavía lacerada. Cuando fue hacia la coqueta y, en la búsqueda, partió no más que un poco el torso, pegué mi cuerpo al de ella y –deslizándole la saya de percal y la sayuela– empecé a sobar desesperada las nalgas, la entrepierna, su bondad y su clítoris de cerda. Pero no llegué muy lejos.
Al sentir mi empuje entre sus glúteos, giró azorada. Presa de pánico. Tartamudeaba señalando a mi pelvis.
De un tirón bajé los míos, lasciva pero abrupta, deseando que no supiera nunca cuánto morbo me había inoculado su exuberante carne. Es de goma, bobita, mira: todo fosforescente. Lo puedes meter en tu boquita si te da por la nostalgia. Y además sabe a menta, terminé llena de rabia la explicación: mordiéndola al besarla y obligando su manita hasta el problema.
Pa-pa-re-cía uno de verdad, tartajeo: la lengua ociosamente tropelosa. Le quité de las manos una pantaleta blanca aún manchada de sangre. Me la puse y habría querido que la bola supiera todo sobre teatro griego, para que dijera avalancharse –con todo el peso de su cuerpo puesto en la punta de la lengua holgazana– sobre el miasma de mis ropas.
Pero era tiempo perdido. En cambio, me atavié también con un brassier de Claudia: rozagante, enhiesto, cadente… todo a la vez aquel chillón de silicona. Posé ante el espejo y fue la única vez que la advertí sonreír, desearme tal vez, mientras entraba –acariciándomelas con lujo por la espalda– en el cívico cuadro.
Decidí bajar yo y –tumbándola sobre la alfombra beige de Claudia– usar, sin pensarla, la mía. En su aceitada oscuridad mis fauces eran tímidos labios de bebé. Lamí un rato pero, también como un infante, enseguida me aburrí de su sabor monotemático (queso y tomates verdes: siquiera buena salsa de espaguetis). Probé a meter un poco lo de menta en el mal plato, quizás mejora, quise entre dientes hundirlo ya, aunque la coneja pugnaba (como un escarabajo bocarriba: incapaces las patitas de mover su propia mole), casi boqueando, por soltarse de mí.
En el último segundo quise ser magnánima y me entusiasmé con su trasero, quizás sea ano-orgásmica la puta. Tampoco. La oí jimiquear y pedir que la dejara y al comprobar que ni siquiera eso me regalaba una pizca de placer: la dejé ir (no vaya a ser que vomites sobre el mármol o la alfombra y lo corroas, perra frígida) justificándome, sin perder la de amoratarla a imprecaciones.

flirtime
Por lo segundo, había primero asistido sola al cine, a ver bailar a Brando su último tango en París. Y había hecho luego todo el viaje en un ómnibus repleto con mi mínima falda de lamé.
En la oscura sala, consiguió mi Givenchi que el tirador buscara estar cerca de mí. Me había costado un año, pero ya había logrado sobrepasar aquella pesada sensación de objeto o de mujer humillada, para pasar a la vanidosa ostentación de mis donaires, tal que –hacía varios meses– de solo entrar al cine se disparaban mis índices de ego y nos hacíamos (tirador de turno y yo) un mutuo bien.
Cuando al fin se atrevió, ya no importó mirar a Marlon (que además yo recitaba de memoria) sino los torvos gorgoteos, a veces claros estertores, con que aquel falo felicitó mi glamour. Por qué no terminas un poco más allá, los interrumpía siempre con voz melosa –cual si temiera a la estampida del líquido– para que, agradablemente asustados pero ahora sabiendo que sabía, llevaran hasta el final –con severa excitación– su trabajo.
Casualmente, los mejores momentos coincidieron esta vez con la escena de la mantequilla y el parlamento sobre el cerdo. Y en ellos iba pensando, para mi desgracia (creía yo) sentada en el autobús, cuando sentí al otro: un negro muy grave y alto, altísimo, que decía contar estrellas con el dedo (su índice larguísimo), despreocupadamente por la ventanilla... mientras se acodaba sobre mí.
Lo dejé hacer con maña, sin un mover del brazo y con expresión de niña sosa. Lo sentí gozarse –hubiera querido hasta el final pero tenía que apearme; hubiera querido invitarlo (y me palmearé mientras el culo diciéndole: solázate) a acabar su vaivén dentro de mí, pero mordí mi lengua–; se regodeó con lujuria (o era eso lo que yo sentía), pero sin mover un músculo del rostro, en mi aparente tontería.
También habría querido, en un jódete y termina como puedas, decirle adiós. Pero creí que al moverla, me dolería la lengua de tanta mordida contención.

nextime
Por lo tercero: ya en casa de Carlos, salí al balcón apellidada Maupassant. No a beber un trago largo de café a la americana, como pretendí mientras movía el colimador. Sino a hipar (realmente la liebre me había dejado compungida) sobre las rodillas del hogareño Jano (bifronte, ambidiestro biglándico), a infundirle deseos: como latina mal parida.
Tampoco los dioses quieren servirme hoy (dejé que el humo, del aceite quemado de la gorda, no me dejara ver –obnubilaba– el glorioso inicio de mi noche). O quizás –de tanto frotarnos allí: sobre el sexo estatuario del dios Lar (antigua atracción de la casa), las tantas y tantas jovencitas, caligúlicas– se habría(n) aplanado su antes telúrica(s), desquiciante(s), protuberancia(s).
No eres la carne que yo como –creí ver danzar palabras divinas en mi oído. Como que eres un buitre viejo y soso –recordé dolida alguna hazaña de mis quince encimada sobre él. Está bien, será otra vez –me desentendí de su impotencia y fui a buscar a Carlos (o a su hermana, daba igual) por ver si es que podía (por favor) quedarme a dormir en algún sitio (una esquina cualquiera) de la casa, no más por esta noche (por favor).



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teaspoons (II)

Para Calvert Casey:
que escribía a través de mí sin yo saber.

Me vestí de jueves y llamé a mi daddy para que me prestase nuevamente su chofer de jueves. Era mi día de clínica y él no podría negarse.
Luego de algún tenue pataleo al que ya estábamos acostumbrados: daddy y yo, mejor: daddy, su thursday-taxidriver y yo (lo necesito, daddy, mira que haré un escándalo en las oficinas, daddy, que luego seremos dos para pedir y llevo cinco semanas sin menstruar…) lo conseguí. Por suerte daddy no soporta que se hable de sangre delante de su nueva secretaria (blanca, de carnes rebosadas y piernas deliciosamente varicosas); menos de menstruos.
La sangre sin embargo es lo preferido de Ray. Creo. Después del batido de cerebro que, luego del trépano y todo lo demás, sale por nuestros agujeros. Esos –bien encerados por el borde: porque los huesos también sangran, qué dulzura: me explicó Ray con los ojos en éxtasis– agujeritos que amamos abrir los neuros sobre un precioso ejemplar (aquí sé que miraba impúdico el mío, con mal llevada lascivia) de cráneo humano, al que sabemos atosigado por presiones.
Pero lo mejor de Ray es que también fue ginecólogo. Y que ha sido programado (en insondables, cargados como mis tazas de té: planes de estudio) para ser médico general no-sé-qué-más. Así no necesito verle el lindo rostro entre mis piernas a más nadie; ni nadie más me «deprime» poniendo una paleta desechable de madera sobre mi lengua, para hurgar en mis amígdalas; ni me pincha la punta de los dedos, con primor, para ver mi sangre correr… y analizarme de paso.
Subí con prontitud los siete pisos (odiaba los cuchicheos de la rubia, imitación de rubia: delgados tobillos, rodeados de cadenitas con dijes de levísimo metal, imitaciones de metal, que manejaba el ascensor). Toqué suave en la puerta y esperé a oír su voz. No es que esté esperando a alguien más: Ray es MI médico particular. Ni que yo temiese interrumpir alguna ronda (de esas en que se comenta qué bello hígado y bonito tumor) de médicos. Todos saben en la clínica que los jueves a las cinco de la tarde Ray me está reservado solo a mí. Y a nadie más.
Dijo pase, con ese tono de aparente indiferencia con que me recibía siempre, y en el que yo por supuesto nunca creería. Sabía que temblaba por mí. Pasé e hice pasar a mi nana, señalando con un gesto de cabeza (bajo el cuero cabelludo, la dura madre, esa parte aracnoidea…: cada capa de hojaldre de mi cráneo desquiciante), y él asintiendo antes de verme señalar (lo deseaba y yo sabía).
Hízose cargo enseguida y entonces, cuando todo lo dispuso para el té, fue mi nana quien cabeceó como pidiendo excusas (vimos así: su viejo cráneo, asqueroso, bambolearse)… y yo la dejé ir.
Puse apropiadamente: leche y dos terrones de azúcar y, por supuesto, una prolija porción de té en su taza. Había aprendido a calcular con primorosa exactitud las proporciones. Hizo girar, primero en redondo y luego en cruz la cucharilla: por disolver lenta pero cabalmente toda el azúcar. Golpeteó leve con ella sobre el borde de la taza, escurriendo cada gota. Y yo quise ser la taza, pensé en aquella fría cucharilla recorriendo el borde de mis labios rosáceos: escanciando la dispendiosa gelatina entre mis muslos.
Bebió con fruición y preguntó al fin: qué te sientes hoy, princesa –de nuevo el tono glacial que pretendía helarme el tuétano («para comerme mejor», ¿no, querido?: hubiera deseado escupirle a la cara, porque yo conocía sus deseos). De nuevo la cabeza, de egipcia probidad (ya querría también Debbie, tenerte, amado Yorick, presidiendo su escritorio: anhelé empática), sobre el cuello níveo de Ray: en una imperceptible reverencia inclinados, como prestándome atención. Maldito Pensador, volqué con los ojos (al darme un vuelco el sensiblero corazón cuando Ray Murthay me tocó para volverme a preguntar: Qué tiene hoy Debbie Mallone…) la marmórea escultura que presidía su buró. Y tu Rodan rodó –rimé en solitaria sesión mi minúscula victoria.
Impasible: ponte sobre la cama verde, Debby (y yo odiaba que achicara mi ya little-kind-child name), Ray continúo el rito. Quítate antes esas bragas, Debby (un poco más y me palmea la espaldita… al pedir, sin tapujos, que desnudase el pubis, los iliacos y esa por él preciada zona –yo lo había visto palparla, con una tempestad bajo la frente, en las yemas de los dedos, demasiado a menudo–: en que el vientre y el inicio de la pierna dibujan un exquisito pliegue). Acomódate bien, Debby. Abre más esas piernas, Debby. Y deja de moverte, Debby. Y… y… y… –iba yo remedando mentalmente los acostumbrados bocadillos con que había decidido «mantenerme al margen» Ray Murthay.
Pero la pequeña Debbie Mallone lo que realmente quería era olvidar, predecir lo que diría Ray para así borrarlo, creerlo parte de su cabeza enferma.
Le miraba y remiraba hacer entre mis piernas, deseándolo hasta el vértigo (cada vez podía oír, «para verte mejor», cómo echaba al bote de basura más y más gasa empapada de mis tazas de jalea: la anhelante gelatina con que yo lo llamaba, hacía un gesto con el dedo y luego ya una mueca desesperada con toda la mano izquierda, pidiéndole que entrase en mí).
Y viéndole hacer… yo ponía palabras en su boca o las quitaba: adecuándolas al bisbiseo de sus labios, los movimientos de su lengua hacia el paladar (para articular un fonema palatal cualquiera); o aquel con que hacía una velar (kordura, Debbie… vamos a ver si te estás trankila, korazón); y, sobre todo, seguía con poderosa atención sus líquidas (luminosa Debby, rabiosa fierecilla mía...).
Estuve así, como cada jueves, bajo el filo atento de su ojo. Estuvimos. Aperto el castor (esta vez lo observado), fue Debbie sabiamente trabajada por Ray durante quince (estirados como calamellus de melcocha estirada) por suerte larguísimos minutos; y yo trabajé a cambio sus palabras. Él deshojándome el vientre y yo: haciendo una personal-Debbie-bad-translation solamente para mí, con tal de verle decir lo que quería, tal de hacerme mimar un rato.
Por suerte terminó la inspección y pudimos respirar (yo sentía su leve asfixia, el regodeo con que lavaba sus manos –pero antes las lamía: advertí imperativa, invocando la magia simpatética– allá detrás de las sábanas verde antiséptico). Entonces, inspiramos y expiramos ya un poco más tranquilos.
–Entre dos y tres meses, pequeña. No quisiera interrogarte pero me pregunto cómo es que pudo suceder, si no he dejado de cuidarte: colocarte delicados DIU, recetarte y comprar incluso, casi poniéndolas en tu mano junto a un vaso de agua, tus pastillas Anticop…
Vi bregar su cabeza, raramente apenada: su lava intracranéana burbujear (como en esas vítreas bolas pisapapel en cuyos vientres flotan barcos).
–No entiendo nada, Debbie.
Pero yo estaba sopesando justo entonces ese mito purulento que mayestático ocupaba miles de cráneos, allá abajo: los tipos como él ponían su lengua AHÍ dentro, para extraernos un tumor. Imaginaba su lengua entre mis vasos capilares, el espesor de mi líquido encefálico, su poderoso peso, sobre ella… cuando Ray dijo de nuevo:
–Nada, de nada, Debbie; ¿me lo explicas tú?
Y yo tampoco sabía cómo. Dudaba (Doubt contradict my self) si en mi avaricia estaba poniendo también estas palabras en su boca, para estarme ese jueves con el Ray un poco más. Ni yo creía en la partenogénesis ni había estado abriendo mi castor para nadie más durante los últimos diez meses. Tampoco yo entendía nada.
Vamos a tener que hacer una cuidada intervención, un poco peligrosa Debby. Cómo es que nos haces esto, Debby. ¿Querías acaso que Sir. Mallone nos mate, Debby; deje sin Nan II a mi bebita, Debby? –lo escuchaba, o no, balbucear como un chiquillo acongojado su cuita; como un celeste Gollum de desdoblaba personalidad: mentando un «nos», haciéndo-nos partícipe de una unidad que yo para nada comprendía.
Entre sus griticos espantados y mi vahído creo que pude comprender, tratar de poner en claro, viendo a través de los pozos asentados en mi taza de té: que se trataba de mi padre, que lo asustaba matarme durante esa «cuidadosa intervención» que ahora teníamos que emprender.
Dangerous: rosa maléfica el viaje que habría de iniciar –me dije. Ray no temía matarme por mi padre; temía querer matarme por sí mismo, tenía pavor de que sus manos –ya que por un lado lo iban a liberar de mi ahogante presencia de los jueves y por otra parte iban a ser las secretas libertadoras de sus más recónditos deseos: detonadoras de su inconsciente. ¡Miedo de ti, miedo de ti! –pretendí gritar yo pero era tarde, no respondía la lengua tropelosa: habiendo dejado de mirar las bellas, suavísimas manos de Ray, estas se habían dedicado a suministrarme, directamente en vena, sus pain-killers.
Comencé a ver borroso y supe el resto: Ray Murthay como flotando sobre mí (hermosísima yegua de la noche… y me refiero al íncubo: la inoculada pesadilla que se gesta, creo, en el cerebelo), se encargaría primero de besarme en la boca, toda la boca de Debbie bajo Ray, bajo su peso o su poder. No por necrofilia, qué va: sino para premiarme, agradecer, y premiarse por tenerme por fin bajo la sierra (quizás una delicada, finísima segueta: preciosa cuerda de violín).
Luego sería el banquete. Yo no había logrado ver nunca tras las cortinas verde antiséptico, pero seguro había allí una provista alacena –tal vez un blanco botiquín– donde se guardarían el jugo de limón y los sucesivos ingredientes de la orgía: el pote de picante y la blanca salsa rusa y la meliflua mantequilla de maní, y la mirra y la albahaca, incluso un poco del estrellado anís y del bijol, la mermelada de nísperos, el tomate: signado en letras itálicas su precioso, bermejo, contenido…
Yo no había nunca visto más allá de la cama, ni vería; no sabía los gustos de Ray: sus manos palpando cada jueves, su edad, la andrógina lisura de su pelo, el sabor de su colonia justo en el dedo con que ponía el compresor sobre mi lengua… Pero sí sabía la lección.
Él –tras rasurarme sobre la nuca y asegurar el triunfo de su cefazolina– me pondría «decúbito supino». Disfrutaría lustrando mi piel con Hibiscrub y marcando el lugar de la incisión. Prodigaría –con las finezas que se gasta en un bebé– los más regios cuidados a arropar mi cabeza. Tras los primeros cortes, escanciaría amablemente, con el disector de amígdalas: la grasa, la galea, el periostio.
No por gusto yo había sostenido largos duelos con Ray: inquiriendo sobre cada operación, queriendo reconocer, bajo cada gesto seguro de la queirós, los más hondos, olvidados, buhardíllicos resquicios de mi querido neurocirujano.
Conocía el procedimiento, comedido del cazador, hasta el final: el retractor Hansen, el agujero de trépano, la duramadre en cruz y toda esa otra mierda quirúrgica…
No necesité pugnar contra sus «asesinos del dolor» para saber la punsión en el ventrículo, y el endoscopio que Ray hubiera [¿Broncoscopio flexible Olimpus® BF_ P10 (5mm). Can., Artroscopio rígido Karl Storz® (5mm), Fibroscopìo flexible Aesculap® (5mm) Canal de trabajo 2mm?] preferido, entre sus fiebres –quemantes sobre cualquier tejido mío que rozaba–, tomar de entre sus lanzaderas, para en mi cráneo «navegar»: metiéndose hasta mi agujero de Monro (bellamente dibujado en media luna, ¿no Ray?), por mis talámicas –yo lo veía rumiar lo mullidas que las encontraba– vías venosianas.
Después, en el centro de una preciosa excitación, en la cual yo jamás le vería agitarse por mí, practicaría la fenestración. Ray Murthay se suicidaría en el colmo del éxtasis por cualquier recóndita ventana que hallase abierta o cerrada, allá dentro de mi cráneo. Ray lo estaría, luego de diez minutos de anestesiarme: disfrutando hasta el dolor. A mí no había que contármelo.
Más tarde (yo: no sé si totalmente cercenada la cabeza, casi luciendo como Yorick y él: ya con un poco de culpa empozada en la mirada, pero aún eufórico), se preguntaría (¿me?), contemplándome (¿me?), con tono neutral, las conocidas cosas sobre el ser y la nada. Habría cortado usando la segueta –pulsando gracias a ella su más querida melodía de clasical-rock… mientras me abría. Violado estaría mi último escondrijo y, levada como un puente la parte superior de mi cráneo como se abre una caja de Pandora.
El limón y el Tabasco suelen hacer su labor en media hora, con lo que tensarían, quizás peligrosamente demasiado, la paciencia de Ray: alargando con mucho empalagosamente esos minutos. No puedo predecir: a pesar de todo, conozco poco los exactos procederes de su gula. Pero sí sé que Ray (como no haría mi padre-joven, que acostumbraba a comer los sesos del mono directamente del recipiente de sus huesos): amansará sus nervios, y la ávida –procaz– secreción de su saliva. Y que aún empleará parte de su tiempo en disponer, sobre la pálida, y nacarada, y pulida superficie de la mesita del té: el deseado manjar.
Con las pinzas para el hielo lo llevará –poniendo mucho cuidado de que nada se derrame– desde la caja de Pandora de mi cabeza a su platillo para el té: ese en que nada, sobre un fondo azul, un tópico dragón de escamas plata. Sus blanquísimas manos, temblorosas, le permitirán aún: especiar, y orlar, y aderezar la golosina. Y solo entonces –no sé si con gusto o ya más bien picado de ansiedad: queriendo ahogar la vocecilla de Debbie Mallone que le zumba en el oído–: partirá Ray –limpio su gesto de avezado– un pedacito de cerebro con mi teaspoon –Stainless Steel, made in United Kingdom– y se pondrá a comer (¿me?).



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dirty work (III)

No sabía nada sobre el Cardenal Richelieu. Ni dónde carajo quedaba el Escorial. Pero este asalto al cielo era absolutamente imprescindible. Creía –ahora que desde la Edad Media los símbolos ya no eran legibles como símbolos– en los sueños revelados y en la meditación trascendental. Programas de soufflé para chiquillas.
Le había dado unos golpes para que entráramos en calor y le dije que tendría que permanecer allí, conmigo, hasta que pasara el efecto. No le expliqué ni de hematomas ni de cardenales porque yo ya sabía su soberana ignorancia sobre Absolutismo francés (et. al.). Nada más la invité a quedarse. Y así nos evitábamos el hielo –fue mi último argumento.
Yo necesitaba el material y solo tenía que concentrarme en ello: sería solo una más, otra más. Era cuestión de método y pericia. Es que me saca de quicio (de la acera toda, y de la cuneta) su soberana liviandad –justifiqué a mis nervios, cuando lo que de veras sucedía era que quizás fuera la última. La Última. Y eso sonaba delicioso. A decir verdad, no me importaba su ignorancia, ni aquello le hacía nada a «la cosa en sí». Más bien me divertía alfabetizarla.
Ven, asómate a la ventana y mira. Eso es un talib, y eso un edificio Art Déco y eso un elefante dentro de una casa de cristal. ¿Te gustan los árabes? –percibí su única, entre bocadillo y bocado de caviar, si es que puede decirse: «emoción».
Que a ella no, pero a mí: juzgar por las ropas, el apellido, el ambiente de la casa y el terr… El terrorismo, dilo; la violencia en que soy, ¿no? No me jodas, niña, que también tú lo disfrutaste: mucho que gritabas cuando yo... Deja esa mierda ridícula de hacerte la inocente, puta… –terminé, bajo, la reprimenda: no podía darme el lujo de perderla. De todas formas no me preocupaba su reacción, era natural y yo estaba bien entrenada: como de costumbre había puesto a correr mi staff, y si había acusaciones allí estaba la prueba del delirio compartido. Me aburría que siempre dijeran lo mismo.
La Última –saboreé o quise infundirme ánimos para lo que vendría. ¿Lo que vendría? ¿Ahora o un poco más tarde? ¿Someterla o terminar?
Por lo pronto, decidí mostrarle mi poder llevándola hasta el cuarto de máquinas. El fruto de mi maestría: intacto y jugoso, allí ante ella. De todos modos ya no importaba que lo supiera ni que se lo contara a nadie. Y yo quería pavonearme un poco.
Los ojos primero se le agrandaron como platos, tanto que temí fueran a salírsele y a rodar como enormes bolas de billar… porque se quebraran contra el piso. Miento. O era que yo le tenía miedo a las avalanchas. Y gustaba en cuidar la felpa rosa de mi sala favorita.
La desnudé ante las cámaras y, con luz incidental y música gregoriana, se vio de pronto la mosquita: Osiris reconstruida, del lado otro de la llama. Sabía que podía quemarse las alas pero no dejaba de contemplarse presa de sobresaltos: en una excitación en continuum.
La eché, ya desnuda, sobre el diván que había dispuesto para el caso, el lecho en que invariablemente las disponía, se dejaban poner, descomponer… Prendí El Gran Televisor y empezó aquel documental, sobre los bosques nororientales del país, aquellos de donde había salido la madera para construir el Escorial.
¿Qué es eso? –chilló mi harpía que al parecer esperaba uno de aquellos pellejos (pronuncié para mí con todo El Asco): esos lomos de cerdo ahumado bien estirados y cortados, puestos a punto entre roldanas giratorias para ser videos, ser acariciados en su lomo… mientras cualquier rubia platino: la vulva emancipada, el coño de oro, te quiere convencer de su delirio, de que está que arde, está que quema, está que saca chispas de una «polla», ahhh, tu polla, ajhíiiiiii –le dice al tonto que se deja excitar con tanto bodrio en un asqueroso español de teleserie.
Fui paciente. Yo sería todo lo paciente que fuera necesario.
No mi amor, mi ardilla: ardella, ardiente. Este es El Documental –le dije pensando: Ay, que no diga, por favor: –Puaf… ¿ni siquiera un corto de esos, o un melodrama en que el cáncer de la historia hace a la prota acostarse con dos tipos a la vez, siempre a la vez… y que a mí me hará saltarte al cuello; o mejor un musical; o unos de esos, tú sabes, anuncios de helado moscatel sobre pasas y frambuesas, goteante hacia la lengua de una perra flácida y calleja… divina?
Pero no había que temer. Ella estaba allí: en el soberbio golpeteo de mi pulgar sobre su clítoris, mi pulgar; en mi mano manoseándola. Si para mí la vida siempre estaba en otra parte: yo pensaba lo mío y lo del otro mientras fingía joder, follar, qué cerda, pasármela genial… en cambio: sobre el diván se retorcía –también siempre– el cuerpecito de las víctimas gozosas, gozantes.
No importa. Decir que yo quería joder, etcétera y etcétera, era nada más que La Mentira: un motivo musical para traerlas hasta allí. Yo no había nacido para aquello, que gozara el que quisiera. Esa era, en un final, Mi utilidad, la utilidad que yo sacaba de El Milagro.
La puta se rizaba mientras tanto: bailaba arqueándose alrededor de mi dedo como las bailadoras hacen alrededor de un tubo –grácil, que parece que no puede sostener ya los fogueos; fálico, que se parece demasiado, demasiado… Como pez en el agua, tierra sobre su eje: giraba.
Allá en el gran televisor entrevistaban a los taladores: pena que no taladores de la Odesa, comedores de sopa-bazofia, que si vacían sus escudillas en la nieve: el caldo deja un tímido huequito por donde parece que La Tierra fuera –agobiada–, a respirar… y, sobre todo, que uno puede impedírselo: cerrando intempestivo, casi con inocencia, el agujero.
Pero la magia de la imagen era exactamente esa. Nada blanco, nada divino, nada níveo.
Las caras de vieja bruja de los que aserraban en las lejanas sierras. La turbia sintaxis con que contaban de sus días en la tala. El definitivamente sancocho que hacía las veces de comida, La Comida, sobre bandejas pringosas de metal. El barro denso por el que los tractores –tratando, empantanados– arrastraban la madera que todavía no era La Madera.
Oh sí, la magia radicaba en dejar ver la parte sucia del trabajo. Y no había nada más... suspiré bajo, vigilando mi humedad.
Y es que, por supuesto, la tala no debía excitarla sino incitarme a mí a sacarle confesiones. Aunque a aquellas horas de enfermo contoneo (yo no podría decir lo hermosa que se veía la putana: con las dos manos, una a cada lado, sobre la boca grande o ya en la boca pequeña, sacándome la lengua como loca: haciendo que el fraudulento penecillo me mirara, me hablara meloso a mí, solo a mí, llamándome), a aquellas horas de rabioso trepidar, crepitar... creo que hasta los troncos –promisoria Madera de Escorial– arrastrados sobre el lecho de hojas pútridas, lodoso de la sierra… podían excitar a la chiquilla.
Me puse a lo mío (necesitaba aquel material) y seguí hurgándola. Ora sometiéndome al peligro de sus dos bocas de lujuria; ora cavando profundo, clavándome recto: aunque, por desgracia, no buceando a por la próstata, sí en deliciosa trasgresión de la natura. Qué placer, oh Dios, me daba siempre violar (maldito Edipo el mío, irresoluto, de carne de cañón que resignarse debe a ser «encañonada», nunca fusta), cuánto placer me daba oh violentar a esta mater dolorosa.
Mientras, sabía que sobre sus hombros la cabeza no pensaba más que en el placer: en lo ardoroso, pleno, mágico, inmortal, límpido como un cayo de luz (un haz de luces) que sonaría su grito cuando llegara; y en lo hermoso, puro y purificante de ese clímax. Verdaderamente, la exquisitez (casi de seda superficie de su lomo transparente que por acaso se dejaría rozar solo un instante) sería tangible un segundo, en la soberbia plenitud del goce… cuando estallara por fin.
Después, sí que vendría, oh Dios, la lucidez: la verdadera lucidez del conocer; El Ver, lo llamaban los chinos.
Yo conectaría el big (bang) televisor –a esas horas ya chispeante por inercia– a las pequeñas pantallas. Y le haría ver –desde el principio, en un dilatado zoom–: aquel su centro de placer. Yo no creía en la cabeza. Creía en la llaga. Y ella tendría que ver –aunque a regañadientes; aunque tuviera que llenarle, como a Alexander de Large, los puñeteros párpados de chinches: tal que no los pudiera cerrar, negándose… Tenía que ver: ver-se y ver-me.
Ni gestos vítreos, de carillón: campanas que al rozar su torso con el viento percutían. Ni sílfides arcos del pie, o la hermosura de un escorzo. Ni nieve ni Odesa. Puro fango. El material era de lo mejor de mis últimos dos meses. Tan rebueno como para de veras parar ya de filmar y lanzarse de lleno a la campaña.
Habían quedado grabados todos los puntos álgidos de mi escaramuza con su clítoris, todas sus bocas, los agujeros todos de su deseo, a los que yo, sin contemplaciones –asfixiándola que era un lujo de lujuria–, taponaba sin cesar.
Cada vez que accedí a uno de sus resquicios, asalté un pliegue con los dedos, la lengua, los colmillos, la palma en pleno de la mano… la cámara filmó correctamente, sin rodeos ni guantes de cabritilla, la parte sucia del trabajo. Y cada vez también lo que allá en la otra boca se gritaba sin pudicias, fue debida y sincrónicamente amplificado. Su sonrojado rostro bajo el foco, su garganta gimiente fue cogida en el acto de gritar, pedirme que lo hiciera más despacio o más fuerte, por favor, pero que no parase ya más nunca de sacarle ese placer: esa música fuerte de las bocas.
Apagué la máquina central y no quise ocuparme de llevar a la putilla hasta la puerta. Estaba tan consternada que no podría hacerme ningún daño. Jimiquearía un rato... hasta hartarse, y luego ella solita encontraría la salida.
Me faltaba tiempo. Y me sobraba avidez. Tenía que editar aprisa todas las cintas. Y aquella era nada menos que la número cuatrocientos. Mi hora, La Hora, al parecer había llegado.
Combinaría cada grito y cada lava o limo o lama o aliento de la temblona cavidad que en ese instante trepidara; enfocaría cada faz y cada tez y cada boca en torrentenervantenardecido… Lo haría como para morir, convencer a toda una humanidad de muñequitas sosas de porcelana e imitaciones baratas de biscuit. Tal que no cupiera duda. Tal que la sala entera de viejos escleróticos y de señoras emperifolladas, protectores de la estética en La Tierra –todos ilustres miembros de la Real Academia de la Lengua–, tuvieran que salir de la sudorífera habitación: un momentito al water por favor, y no parar de toquetearse ya hasta el water, y correrse de cerdos (y cerdas, que detesto el masculino no marcado), justo antes de llegar al lavamanos.
Había terminado la bestial labor de los últimos seis años de mi vida: la única verdadera labor a que había dedicado tiempo en toda una asquerosa vida de mil y una (y quizás alguna que otra más) light daisy miller o mollys o debbies… engatusadas a rabiar. Y había valido la pena, oh Dios; sí que la había valido.
Tomé las llaves de la vitrina y, cinta en mano, bajé al depósito. Quería repasar ante todo, una a una, cada gata que al agua.
Luego, ya en el cuarto de máquinas de nuevo, me di a oír sus maullidos de dolor y de placer y me dije por milésima vez que aquello merecía la atención del (m)añoso consejo. Así, justo cuando me gozaba en el especial bufido, como de sobre el hornillo una tetera, de una morenita de la Rioja: me pareció divisar una mancha sobre la felpa rosa. Le resté importancia, por la pulcritud con que, me constaba, había hecho mi último trabajo; y seguí adelante. Pero ahora fue un recuerdo lo que me asaltó, una molestia. Yo había sentido temor; ¿quería decir alguna cosa ese temor? Quizás tendría que confesarme que no estaba preparada para parar. Porque me había habituado a procurar vituallas para el día del juicio, pero hacerse al juicio... Porque era terrible, de pronto, como si no hubiera habido previsión, no tener nada que hacer.
Le di entonces, sin pensármelo demasiado, al botón rojo y Aleeerta se hizo en toda la casa: lo que se dice puse el hogar al rojo vivo. El (r)ojo cerrado (intenso) de TVcat, que había estado hasta esa hora ronroneando –con la promesa de una meta–, mientras el otro en la vigilia, se prendió que daba gusto. Todas las pantallas del cuarto de máquinas (imágenes en desbandada de retratos de cuatro por cuatro, en cada una de las paredes del cubo) reflejaron ahora a La Misión. Mi Estado Mayor era en verdad un previsor centro de poder.
Ella estaba en el cuarto de baño. Balbuceando entre el espejo (se miraba Mollie, con molicie, las cinticas azules de las greñas) y el Yumpie. Y cantinfleaba que daba gusto sobre el mando de botones. Prendida la PC, hice mi mejor labor pirata y le introduje el juego «Capitana Plop remata La Verdad». (Un video irónico en que yo, patética difusa, había previsto mi muerte y cómo sería si una de aquellas pichoncitas se rebelara contra mí, mi gran proyecto.) Y la hice escoger –todavía azorada pero siempre eufórica, locuela: The Best– la versión rápida: jaque mate pastor.
Me sabía de memoria el resto. Asesinato premeditado en el que no quedan huellas ni al fondo de un tazón.
La chère presionaría la palanquita gomosa hacia delante, como quien maneja recién un Volkswagen nuevo: para ver en la pantalla cómo Ella la gran heroína que prenderá el interruptor. Su dar con la tecla exacta: el estallido eminente. La salvación del zoo (que cada vez es menos Z griega). En la PC temblequería un instante su pulso emocionado y jalaría el break. Como quien juega a la rueda de la fortuna sabiendo la fortuna. E ipso facto, estallaba, maquinalmente, el recinto. Desde sus miles de pantallas rojo y azul multicolor –monetiana procesión del XIX- los vidrios luminosos saltarían hacia dentro: lo que se dice una granada entrópica de máxima eficacia. Y boom, plop, plop, pop ganador(A). Con suerte, todas las cintas perecerían también –camaradas de viaje– en la explosión. Y así la mollis Molly (muelle, mujeril) no sería vista más tarde, toda admirada: estira que tensa los carretes, como si fueran yoyos: buscando sus mejores orgasmos.
Quizás la vieja y jodida tía Tie... (taponados tanto sus oídos y su boca, que se había vuelto muda y sorda o, peor, antiséptica) no estaba preparada para esta verdad, asumir esta estética –me susurré conciliatoria, corroídas a lo lento Hollywood yo y toda mi carne de cañón, en que veía adentrarse las ávidas y fúlgidas esquirlas; y entoné una nana enervada y pestilente: del tono hello, jodidas bestias de la tierra..., y goodbye see you.

replay

néstor cabrera
(la habana, 1976)



going to Montana VII



la dulce costilla (del grupo kitsch)
estremecimiento
timbre y despegue

caída en dorados declives
de suaves y cálidos jugos
acaramelados aceitosos

entrar a esa embriagadora médula
—madura-bomba cruda—
imaginar adonde se puede llegar
pretender que todo gire siempre
cambie
y no percibir en realidad el exquisito sabor hasta que no está

para dedicarse a ese inútil hobby
de buscar la forma única en las demás
la que no es
tal vez sea la razón

bla, bla, bla…

donde no hay



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grrracias, grrracias.
Silencio. Un antiguo orden que siempre se concibió para lo alto. Para que todo caiga en su justo lugar. La desconexión. Por primera y última vez, ahora. Encontrar. ¿Sirve de algo?

El canal está abierto. Y algo corre por las brechas. Tal vez un sorbo de la más dulce de las frutas ácidas. Antes de una nueva oleada (y esta no termina). Sin escalas progresivas. Daño neuronal. Desvariar. Perdón, nos usamos… devastamos. Si hace sentir mejor…

La fórmula,

Algunas_personas I mismo—misma tú dejar por. seguro hablarme-entradas ¿qué? con, quién espera una/noche de nuevo (humo déjala) señales enchufarse & habilidades ¡Hablo! no… tiempo, p… ¿Por cuál línea vienes?

…por favor.



●●●



algo más
se necesitan dos voces
para no tener que disculpar el no poder decir
mientras dure el rayo
y se ilumine la fibra con el estruendo vacío
sosteniendo la distancia

una tensa, cuerda
el orden del día... y la noche
—¿qué tal todo?
la nada, oscura-maliciosa
qué poesía ni poesía
…mira, las personas se cohetean

otra alterna, puta, muy... (3.). y bien…
que tenga don de lenguas
guste de los filos y los cortes
atrevida como tantas
puntiaguda
—¿tienes algún cortaúñas a mano, o una felpa?
para las extrañezas (demasiadas)
las pálidas
los “no me importa”
sin tener que asumirla,
es más, hablar mal de ella
como se acostumbra
convertirla en un artículo despreciablemente atrayente
que pueda comprarse en un basurero
—¿será mucho peso?

el interés… otra vez… dale…
asumo
cuanto pueda arrebatar
me
es

¿qué fue eso del allá? siempre sorpresas
créditos e agradecimientos… tuyos
sirvan las notas/las bolas oxigenadas/la proximidad
unos sorbos, reír
la brisa va en un sentido
y en otro
la puya
por cierto, ya se capturan los ecos de los que no están



●●●



contra la pared
Prueba de fe o lo contrario de hablar con propiedad
entrega, disolución, unidades
¡Valquiria!
Tú y tus niveles

--Este es el potenciador del objeto, o sea, este programa sólo corre cuando los códigos son disfuncionales. Los parámetros 1, 2 y 3, nunca son reproducibles una vez que el proceso se desencadena pero siempre se incluyen para mostrar la sucesión lógica y cómo llegar a utilizar de manera práctica el objeto. (No volver a mostrar este diálogo.)

¿Qué tiempo queda?
…la práctica del encaje
volver_te
fijar la superficie blanda,
el surtidor en un enlace boreal
donde las superficies ya no son barreras
ni el silencio,
y quedar
narcotizado por un perfil radiante
¡Nein!

--El director tiene 12 canales de sonido estéreo en uno
--Detener este cronómetro al final del latido
--Si se desactiva el botón de iniciar/apagar
--Si estamos en la fase 7 entonces…
--Huir de lo que se acerque demasiado
en un marco tan flexible
nunca antes había sucedido con un palillo

siempre esa hacha adorable

--Terminar si
--Terminar si
--Terminar si es suficiente
--La animación se reiniciará en el mismo punto



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método de transición
mascar la soga
que una y otra vez roza la superficie, en silencio
enquista
se pierde el centro
contorno/entorno
una fisura profundidad
no se vuelve a componer
lo que supone estar marcado
por lo espontáneo
hasta la próxima…
¿acaso eso existe?


Nichts ist für dich
nichts war für dich
nichts bleibt für dich
für immer

y buscar altitud
por si vuelve la anomalía
—Qué bola
—Jaja, na’ ahí
de tan acondicionado, blando
¿cómo podría ser la pieza que se ajuste?
tendría que dejarme en paz a mí mismo…
pero nada, ni la menor idea











replay

pedro lemebel
(santiago de chile, 1955)



la iniciación de los conscriptos
(o la patriótica hospitalidad homosexual)

Siempre ha sido costumbre para las locas aventureras cruzar territorios minados, desafiando la “pureza” de la masculinidad militar, hacer guardia afuera de los regimientos esperando a los pelados que hacen el servicio para invitarlos a una cerveza, un completo y una cajetilla de Viceroy para luego llevarlos a alguna pieza de mala muerte donde el recluta paga estas atenciones con sus servicios erectos. Es así, y por décadas estas ocultas complicidades forman parte de la iniciación patriótico sexual de muchos adolescentes que, rapados al cero, son enviados a ciudades distantes de su hogar, lugares extraños y lejanos como Punta Arenas, Antofagasta, Talcahuano, Iquique o Arica, donde sus días de permiso son tardes vagabundas dando vueltas en la Plaza de Armas, fumándose el único paquete de cigarros comprados con los pocos pesos que les da el ejército. Buscando entre los parroquianos una mirada amiga que los invite a sus casas a tomar una aguada taza de té.
Los chicos de la milicia, obligados a permanecer largo tiempo en estos remotos paisajes, aventuran su tedioso deambular en la mirada seductora de algún marica que delicadamente les siga los pasos, que los mira a la pasada con un parpadeo de amapolas calientes, contagiándoles un misterioso acuerdo poético carnal que los engancha cuando la loca se acerca con un cigarro en la boca y le pregunta a uno “¿Tienes fuego? ¿Tú no eres de acá? ¿Cómo te llamas?” Y la verdad, a tantos kilómetros lejos de su hogar, de sus amigos machitos peloteros de la cuadra, de sus pololas del colegio, el pendejo ni lo piensa y se deja envolver por esa única forma de cariño mariposón que encuentra en este exilio militar. Así, cada vez que los domingos tiene día de permiso ya no va a girar aburrido por los jardines de la plaza, ahora tiene otro hogar, otra casa que lo recibe con café con leche y tostadas en las once, y después de ver televisión echado a pata suelta en una cama, luego de haberse fumado una aguja de macoña colombiana que le tenía de regalo su loca, para que esos humos celestes le amortigüen los moretones del entrenamiento con su nirvana vegetal. Aún lo espera una botella de pisco para calentar la fiebre aeróbica de la noche. Pero no siempre el chico tiene que pagar la hospitalidad “hogar, dulce hogar”, boqueando entre las sábanas colipatas. A veces, los pilla el amanecer solamente conversando, contándole al marica sus fracasos en el colegio, las humillaciones que tuvo que pasar de junior, mozo o barrendero en esas pegas para liceanos remitentes, que después de tanta decepción, lo único que les queda es el servicio militar. “Porque mi viejo no podía seguir manteniéndome ¿cachái? Y todos los días me sacaba en cara la ropa, y la cagá de comida que me daban en la casa. Por eso me inscribí para el servicio, y me mandaron al norte. Y yo quería que me mandaran lo más lejos de mi casa. Lo más lejos, para olvidarme de la pasta base, de los locos de la esquina, de mi polola y de mi mamá, que es lo único que no puedo olvidar.” Y allí, la melancolía 45 grados del pisco lo hace sollozar. En esa cama ajena, con olor a sexo y alcohol, es en el único nido que se permite quebrarse y llorar, llorar amargamente como un mocoso, mientras la marica le pasa un pañuelo, lo consuela y levanta su ánimo, diciéndole que no se ponga así, que ya todo va a pasar, que pronto va a regresar a su casa, que mañana será otro día. Y después de acurrucarlo en sus brazos, lo relaja con un masaje oriental, desenchufa la tele, apaga la luz y lo deja dormir solo y bien arropado como una madre cariñosa que se guarda en el alma sus deseos incestuosos.
Así, estas iniciaciones que viven los chicos del regimiento son favores compartidos, pactos de urgido sexo sodomita a cambio de la tibieza hogareña que aplaca la relegación obligada de la educación militar. Es posible que al pasar ese tiempo, cuando los aprendices de soldados regresan a sus casas con la licencia en la mano, nunca más recuerden la casita rosada donde las tristes tardes de la milicia se endulzaron de cariño prohibido, sexo verde y psicológica confesión. Quizás estos secretos entre conscriptos se llevarán para siempre tapiados por la represiva virilidad castrense, o también formarán parte de una bitácora paralela que guarda el ejército, como servicios a la patria entregados clandestinamente por la hospitalidad homosexual.



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Silvio Rodríguez
(o el mal entendido del “unicornio azul”)

Y por entonces todos queríamos salir de Chile, respirar aire fresco más allá de las fronteras alambradas que tenía este suelo por esos mortíferos años ochenta. Aunque fuera Argentina, la hermana nación que venía despertando de la dictadura y acogía a sus vecinos patipelados arrancando del fascismo. Y esos perejiles temblorosos que éramos nosotros, algunas locas chilenas que al cruzar la cordillera gritábamos en el bus el incansable “Y va a caer” con lágrimas en los ojos y una vocecita de opereta izquierdilla. El destino final era Buenos Aires, la gran metrópolis porteña, la enorme capital que nos esperaba al cruzar la pampa, y nos abría el mundo recibiéndonos con sus grandes cartelones de espectáculos donde brillaban las estrellas del cancionero latinoamericano censuradas en el Chile milico. Por la ventanilla del pullman pasaban los nombres de Mercedes Sosa, León Giecco, Chico Buarque, Zitarrosa, y pronto, por primera vez en la gran República argentina, directamente desde Cuba, Pablo Milanés y Silvio Rodríguez anunciados a todo gas por la prensa bonaerense. “Ay, Silvio”, le susurré en secreto a la amiga marica que me acompañaba en ese tour de la libertad trasandina. ¿Será tierno como sus canciones?, pensé en voz alta. “No nos podemos perder esta ocasión de verlo cantar en vivo”, me contestó la loca con ojos entornados, evocando el repertorio del cantante que corría en casetes piratas, de mano en mano por las peñas clandestinas en el Santiago nazi de los setenta. Ay, Silvio, suspiró a coro conmigo, pensando en todos los unicornios azules, más bien en todos los chicos celestes que se le habían escapado a su garra marica. “¿Quién será el unicornio de Silvio?”, le preguntó al viento, embriagada por el recuerdo de la canción. “Pregúntaselo a él, pos, niña”, le contesté al descuido, mirando la ciudad de Buenos Aires que pasaba altanera con su garbo europeo por la ventana del bus. “¿Y será muy difícil llegar hasta él?, porque aquí es la superestrella.” “Ni tanto”, le dije. “Hay que averiguarse el hotel donde se aloja y pedirle una entrevista. Acuérdate de que somos chilenos, y Silvio ha sido tan solidario con nosotros, no puede negarse, sería una contradicción ideológica del cantor guerrillero. ¿No crees tú?”
Y así fue, tan fácil como llamarlo y concertar una cita en el hall del hotel mediopelo donde se hospedaba, donde había tantas chicas argentinas de izquierda que querían ser su “mujer con sombrero”, tantas nenas rubias, alborotadas en sus faldas hipposas y pañuelitos hindúes amarrados al cuello, tantas como chilenos que lo esperaban a la salida del ascensor, conteniendo la respiración, probando las grabadoras, atorados por ver de cerca al cantautor cubano. Y mientras lo esperábamos en ese tumulto nervioso, pasó por nuestro lado Pablo Milanés, tan lindo, tan sencillo, tan accesible, pero nadie le dio pelotas, hipnotizados en la puerta donde iba a aparecer la estrella. Y Pablito intercambió algunas palabras con nosotros, y me dejó un cálido beso con olor a mojito en mi mejilla. Cuando apareció Silvio, todos se abalanzaron en tropel sobre la figura y él, con mucha calma nos invitó a sentarnos en el vestíbulo y procedió a contestar las preguntas sobre el canto político, el destino de la utopía y todos los clichés que atragantaban la ansiosa pregunta y respuesta del encuentro. “Está un poco pelado”, le dije a mi amiga atontada por su presencia. “Pero igual es lindo”, me contestó tímidamente achunchada por la seguridad y el tono macho del cantante. “Ya pos, hácele la pregunta del unicornio”, le insistí para callado. Y la loca, roja de vergüenza, me hizo callar con un shit de represión. Entonces, como siempre, tuve que asumir la típica pregunta sobre la homosexualidad y la izquierda. “Silvio”, le dije con mi voz afectada que llamó la atención de los presentes. “Mi amigo y yo somos chilenos que admiramos tu poesía, y en Chile nosotros los homosexuales hemos hecho nuestra la canción del “Unicornio azul” pensando que se refiere a un amor perdido e imposible.” (Pausa para arreglarme el pelo, entonces tenía pelo). “También quiero aprovechar la ocasión para preguntarte que piensas tú sobre la homosexualidad y la revolución. ¿Me podrías contestar estas preguntas, por favor? Muchas gracias.” Creo que en ese momento alguien abrió una puerta porque se coló una ráfaga de aire frío que congeló la escena. La cara del cantante se puso azul como el unicornio y una cortina de rabia alteró la mueca amable de su sonrisa. “Mira”, me dijo, “lamento mucho que tú y tu amigo piensen eso. Pero más lamento esta confusión de temas porque la historia de esa canción corresponde a un padre que perdió a su hijo en la guerrilla. Además, a ustedes les debe quedar claro que sobre el tema de la homosexualidad hemos sido muy precisos. Con la revolución todo, sin la revolución nada.” Y nos dejó mudas a mi amiga y a mí, que sentimos como de un plumazo Silvio nos había arrebatado nuestro rosado unicornio. Después, cuando insistimos con la canción “¿Te molesta mi amor?”, fue demasiado y el cantante optó seriamente por la indiferencia y no tomarnos más en cuenta. “Tiene razón”, le dije a mi amiga, tratando de consolarla cuando salimos del hotel y nos envolvió la zalagarda de fans que gritaban: “Silvio, amigo, el pueblo está contigo.” “Tal vez tenga razón”, me contestó con un dejo de tristeza, “pero pudo ser más amable, casi nos ladró y nosotros no queríamos molestarlo.”
A pesar de este bochorno, fuimos a su recital y aplaudimos como yeguas cada canción, específicamente la interpretación solitaria de su pianista que era una joya de músico. Pero Silvio se sintió incómodo viendo que el pianista se estaba arrancando con los tarros robándole el show, y lo interrumpió con los sones del “Unicornio azul”. Ahí, mi amiga y yo nos miramos, y como de un acuerdo abandonamos el estadio, pensando que ése ya no era nuestro tema, que mejor íbamos a tratar de encontrar al unicornio perdido en los baños públicos y parques de la ciudad, donde no nos alcanzara la mirada rabiosa de Silvio, ni su aparatosa militancia que quizás nunca lo dejó jugar.





replay



e. annie proulx
(norwich, connecticut, 1935)



brokeback mountain

Ennis del Mar se despierta antes de las cinco, el viento mece el remolque, silba al entrar por los marcos de aluminio de la puerta y la ventana. Las camisas colgadas de un clavo ondean en la corriente. Ennis se levanta rascándose la cuña gris de la tripa y el vello púbico, se acerca al hornillo de gas arrastrando los pies, vierte los restos de café en un desportillado cazo esmaltado; las llamas lo envuelven de azul. Abre el grifo y orina en la pila, se pone la camisa y los vaqueros, las desgastadas botas, taconea sobre el suelo para calzárselas bien.
El viento brama sobre la curvada superficie de la casa remolque y bajo su atronador embate Ennis oye el rasposo roce de la gravilla y la arena. Ir por la autopista con el remolque de caballos quizá no va a ser fácil. Tiene que recoger sus cosas y marcharse esa misma mañana. El rancho vuelve a estar en alquiler, ya han despachado los últimos caballos, las cuentas las saldaron la víspera y el dueño dijo Dádselas al buitre de la agencia inmobiliaria, yo me largo, y depositó las llaves en manos de Ennis. Tal vez tenga que pasar una temporada con su hija casada antes de conseguir otro trabajo, y, sin embargo, lo embriaga una sensación placentera porque ha soñado con Jack Twist.
El café rancio ha empezado a hervir y Ennis lo retira del fuego antes de que se desborde, lo sirve en una taza sucia, sopla sobre el negro líquido y pasa a la siguiente diapositiva de su sueño. Si no se esfuerza en recordarlo, puede que el sueño lo reconforte durante todo el día, reavivando los viejos tiempos en la fría montaña, cuando eran los amos del mundo y todo parecía estar en su lugar.
El viento golpea el remolque como un cargamento de tierra cayendo de un volquete, amaina, se encalma, deja un pasajero silencio.
Los dos se criaron en ranchitos pobres situados en extremos opuestos del estado, Jack Twist en Lightning Flat, junto a la frontera de Montana, Ennis del Mar en los alrededores de Sage, cerca de los límites de Utah, ambos muchachos rústicos sin estudios ni perspectivas de futuro, de modales toscos, rudo hablar, educados en el trabajo duro y las privaciones, curtidos por una vida estoica. Ennis, criado por su hermano y hermana mayores después de que sus padres se salieran de la única curva de la carretera del Caballo Muerto dejándoles veinticuatro dólares en metálico y un rancho sobre el que pesaban dos hipotecas, solicitó a los catorce años un permiso de conducir especial que le permitiera hacer el trayecto de una hora del rancho al instituto. La camioneta era vieja, sin calefacción, con un solo limpiaparabrisas y los neumáticos en mal estado; cuando las transmisiones se estropearon no había dinero para repararlas. Él había querido ser bachiller, se le antojaba una palabra con cierta distinción, pero la camioneta lo dejó tirado antes, lanzándolo de cabeza a las faenas del rancho.
En 1963, cuando conoció a Jack Twist, Ennis estaba prometido con Alma Beers. Tanto Jack como Ennis aseguraban estar ahorrando para comprar un terrenito; en el caso de Ennis el ahorro consistía en una lata de tabaco con un par de billetes de cinco dólares dentro. Aquella primavera, ávidos de cualquier trabajo, ambos se apuntaron a la Agencia de Empleo en Granjas y Ranchos; salieron juntos en la lista, el uno como pastor y el otro como guardián de campamento, para apacentar un rebaño al norte de Signal. Los pastizales de verano quedaban por encima del límite de la zona arbolada en las tierras del Servicio Forestal de la montaña Brokeback. Sería el segundo verano en la montaña para Jack Twist, el primero para Ennis. Ninguno de los dos había cumplido los veinte. Se estrecharon la mano en la pequeña y sofocante oficina instalada en un remolque, ante una mesa atestada de papeles garrapateados, con un cenicero de baquelita desbordante de colillas. La torcida persiana veneciana dejaba pasar un triángulo de luz blanca en el que se movía la sombra de la mano del capataz. Joe Aguirre, de ondulado cabello de color ceniza peinado con raya al medio, les expuso su punto de vista.
–El Servicio Forestal tiene establecidos los lugares donde hay que montar los campamentos. A veces los campamentos quedan a unos tres kilómetros del lugar donde apacentamos las ovejas. Los predadores hacen estragos, no hay nadie cerca para vigilar el rebaño de noche. Lo que quiero es que el guardián del campamento esté en el campamento base, donde dice el Servicio Forestal, pero el PASTOR –señaló a Jack con tajante ademán– plantará una canadiense junto al aprisco, donde no se vea, y DORMIRÁ ALLÍ. Que cene y desayune en el campamento, pero A DORMIR CON LAS OVEJAS toda la noche, y NADA DE HOGUERAS, no hay que dejar HUELLAS. Por la mañana recogerá la tienda por si acaso el Servicio Forestal se pone a husmear. Te llevas los perros, tu 30-30, y duermes ahí. El puto verano pasado tuvimos casi un veinticinco por ciento de pérdidas. No quiero que se repita. Y Tú –le dijo a Ennis, fijándose en su pelo revuelto, las manazas rasguñadas, los vaqueros desgarrados, la camisa con los ojales sueltos–, los viernes a las doce del mediodía bajas al puente con la lista para la semana siguiente y las mulas. Allí te esperaran con la furgoneta cargada de provisiones –sin preguntar si Ennis tenía reloj, cogió de una caja colocada sobre un alto estante y un reloj de bolsillo barato atado a un cordel trenzado, le dio cuerda, lo puso en hora y se lo tiró como si no mereciera la pena alargar el brazo hasta él– MAÑANA POR LA MAÑANA os llevaremos en la furgoneta hasta la cañada –menudo par de golfos sin futuro.
Buscaron un bar y pasaron la tarde bebiendo cerveza, Jack le habló a Ennis de la tormenta del año anterior que había matado cuarenta y dos ovejas en la montaña, del curioso hedor de los cadáveres y de cómo se hinchaban, de que en aquellas alturas hacía falta una buena provisión de whisky. Había cazado un águila, dijo, y volvió la cabeza para mostrar la pluma de la cola que llevaba prendida en la cinta del sombrero.
A primera vista Jack no era mal parecido, con el pelo rizado y la risa fácil, pero le sobraban algunos kilos en las caderas dada su escasa altura y su sonrisa revelaba unos dientes que se proyectaban hacia delante, no tanto como para permitirle comer palomitas directamente del cuello de un cántaro, pero sí de una forma apreciable. Estaba enamorado de la vida de los rodeos y se ajustaba el cinto con una mediocre hebilla de jinete de toros, pero sus botas estaban traslúcidas de tan desgastadas, llenas de agujeros ya imposibles de reparar y Jack se moría de ganas de estar en algún lugar, en cualquier lugar que no fuera Lightning Flat.
Ennis, de nariz con pronunciado caballete y semblante estrecho, desgarbado y con el pecho un poco hundido, balanceaba un torso menudo sobre largas piernas tipo compás, poseía un cuerpo musculoso y elástico hecho para la equitación y las peleas. Sus reflejos eran extraordinariamente rápidos y su visión de lejos lo bastante buena como para que desdeñara leer todo lo que no fuera el catálogo de sillas de montar de Hamley.
Los camiones de las ovejas y los remolques de caballos descargaron donde arrancaba la cañada y un vasco de piernas arqueadas enseñó a Ennis a aparejar y cargar las mulas, dos fardos y una albarda por animal, todo atado en redondo con dos vueltas de cuerda y asegurado con medias vueltas; luego le dijo:
–No se te ocurra encargar sopa. ¡Las cajas de sopa no hay quien las cargue en las mulas!
Tres cachorros de una de las perras pastoras iban en un cesto, y el más pequeño de la camada bajo la chaqueta de Jack, a quien le encantaban los perros pequeñitos.
Ennis escogió como montura un zaino llamado Colilla, Jack una yegua baya que resultó espantadiza. Entre los caballos de refresco había un ejemplar entero de capa castaña cuyo aspecto agradaba a Ennis. Jack y Ennis, los perros, los caballos y la recua de mulas, un millar de ovejas y sus corderos se derramaron cañada arriba como agua sucia, a través de los bosques y más allá de ellos, adentrándose en los amplios prados floridos y el impetuoso e incesante viento. Plantaron la gran tienda en la plataforma del Servicio Forestal, pusieron a resguardo la cocina y las cajas de provisiones. Ambos durmieron en el campamento aquella primera noche; Jack empezó a echar pestes desde el mismo momento de la orden de a-dormir-con-las-ovejas-y-nada-de-hogueras que le había dado Joe Aguirre, pero antes de que rompiera el alba ensilló la yegua baya sin apenas rechistar.
El amanecer fue de un naranja cristalino, con una gelatinosa franja color verde pálido por abajo. La mole retinta de la montaña empalideció lentamente hasta volverse del mismo color que el humo de la hoguera en la que Ennis preparaba el desayuno. El aire frío se caldeó, junto a las piedras amontonadas y las crestas de tierra surgieron de pronto sombras de la longitud de un lápiz, ladera abajo los enhiestos pinos se arracimaban en lanchas de sombría malaquita.
De día Ennis dirigía la vista más allá de un gran precipicio y a veces divisaba a Jack, un puntito que se movía por los prados altos como un insecto pulula sobre un mantel; Jack, en su oscuro campamento, veía a Ennis como una hoguera en la noche, una chispa colorada en la gigantesca masa negra de la montaña.
Jack volvió remolón al campamento a última hora de una de aquellas tardes, bebió un par de cervezas puestas a enfriar en un saco húmedo a la sombra de la tienda, engulló dos cuencas de estofado, cuatro de los pétreos panecillos horneados por Ennis, una lata de melocotones, lió un cigarrillo y contempló la puesta de sol.
–Me paso cuatro horas al día yendo de aquí para allá –dijo de mal talante– vengo a desayunar, vuelvo con las ovejas, al atardecer las recojo en el aprisco, vengo a cenar, otra vez de vuelta con las ovejas, a estar media noche levantándome para ver si hay coyotes. En justicia debería pasar aquí la noche. Aguirre no tiene derecho a hacerme esto.
–¿Quieres que te releve? –preguntó Ennis–. A mí no me importaría dedicarme al pastoreo. No me importaría dormir ahí arriba.
–No se trata de eso. La cuestión es que los dos deberíamos estar en el campamento. Y, además, esa condenada canadiense apesta a pis de gato o a algo peor.
–A mí no me importaría estar ahí arriba.
–¿Quieres que te diga una cosa? Hay que levantarse una docena de veces por culpa de los coyotes. Por mí, sería fenomenal que me relevases, pero te advierto que mis guisos son un asco. Darle al abrelatas se me da bastante bien.
–No pueden ser peor que los míos. De verdad, no me importaría hacerlo.
Mantuvieron la noche a raya durante una hora gracias a una lámpara de queroseno y, sobre las diez, Ennis montó a Colilla, un buen caballo para la noche, y sobre la resplandeciente escarcha regresó con las ovejas, llevándose para el día siguiente los panecillos sobrantes, un tarro de mermelada y un jarro de café, dijo que así se ahorraría un viaje, no vendría hasta la hora de cenar.
–He matado un coyote al amanecer – le contó a Jack la tarde siguiente mientras se salpicaba la cara con agua caliente, hacía espuma con el jabón y confiaba en que a la navaja le quedase filo; Jack, entretanto, pelaba patatas–. El muy hijo de puta, con los huevos grandes como manzanas; apuesto a que se habría llevado a un puñado de corderos. Parecía capaz de tragarse un camello. ¿Quieres un poco de agua caliente? Hay de sobra.
–Toda tuya.
–Bueno, voy a lavarme hasta donde alcance – dijo, se quitó las botas y los vaqueros (ni calzoncillos, ni calcetines, advirtió Jack), y empezó a derramar agua por aquí y por allá hasta que el fuego chisporroteó. Se dieron un banquete junto a la hoguera, una lata de judías por cabeza, patatas fritas y un cuartillo de whiskey compartido, recostados contra un tronco, con las suelas de las botas y los remaches de cobre de los vaqueros calientes; se pasaban la botella mientras el cielo lavanda se vaciaba de color y el aire fresco se escurría hacia la tierra, bebían, fumaban cigarrillos, se levantaban de tanto en tanto para orinar, un arqueado chorrito que la luz de la hoguera pintaba de destellos, echaban palos al fuego para continuar con su charla, hablaron de caballos y rodeos, de sucesos violentos, fracasos y heridas abiertas, del submarino Thresher que se había ido a pique dos meses atrás con toda la tripulación a bordo y de cómo debían de haber sido los últimos minutos fatales, de los perros que ambos habían tenido y conocido, de la leva del ejército, del rancho donde había nacido Jack y aún vivían su padre y su madre, de las tierras de la familia de Ennis, liquidadas hacía años cuando murieron sus padres, ahora su hermano mayor vivía en Signal y su hermana casada en Casper.
Jack dijo que su padre había sido un jinete de toros bravos de cierta fama en sus tiempos, pero que siempre guardó para sí sus secretos, nunca le había ofrecido un consejo ni había ido una sola vez a ver cómo montaba, pese a que cuando era un chiquillo lo subía a lomos de los corderos. Ennis dijo que él sólo estaba interesado en montar cuando uno se mantenía sobre el animal más de ocho segundos y de aquello se sacaba algo. Sacar dinero era importante, apostilló Jack, y Ennis tuvo que mostrarse de acuerdo. Respetaban mutuamente sus opiniones, felices ambos de contar con un compañero inesperado.
Ennis, cabalgando contra el viento hacia el aprisco a la traicionera y alcoholizada luz, pensó que en su vida lo había pasado mejor, se sentía capaz de quitarle el blanco a la luna de un zarpazo.
El verano siguió su curso y trasladaron el rebaño a nuevos pastos, cambiaron de campamento; la distancia entre el aprisco y el nuevo campamento era mayor y la cabalgada nocturna más larga. Ennis montaba relajado, durmiendo con los ojos abiertos, pero las horas que pasaba alejado de las ovejas se alargaban más y más. Jack arrancaba un chirrido zumbón a la armónica, un poco aplastada por una caída de la espantadiza yegua baya, y Ennis tenía buena voz, de sonido rasposo; más de una noche interpretaron a su manera algunas canciones.
Ennis sabía la picante letra de “Ruana rojiza”. Jack acometió una canción de Carl Perkins, diciendo a grito pelado “lo que yo di-i-igo”, pero prefería el melancólico himno “Jesús caminando sobre las aguas” aprendido de su madre, que creía en el Pentecostés, y él lo cantaba con la lentitud de una endecha, desencadenando aullidos de coyotes en la lejanía.
–Es demasiado tarde para ir al maldito aprisco –dijo Ennis, borracho como una cuba y a cuatro patas, una fría noche en que la luna marcaba las dos pasadas. Las rocas del prado despedían destellos verde blanquecinos y el viento acerado que soplaba sobre la hierba recortaba las llamas y luego las alborotaba como si fueran amarillas cintas de seda. –Voy a coger la manta que te sobra y me tumbo aquí fuera, echo un sueñecito y me marcho en cuanto amanezca.
–Se te va a congelar el culo cuando se apague el fuego. Será mejor que duermas en la tienda.
–Ni me iba a dar cuenta –pero se fue a la tienda haciendo eses, se quitó las botas y se puso a roncar sobre la lona del suelo, hasta que despertó a Jack con el castañeteo de sus dientes.
–Dios mío, deja de dar la matraca y vente aquí. El catre es bastante grande para los dos – dijo Jack con voz irritada y estrangulada por el sueño. El catre era bastante grande, bastante cálido, y al poco tiempo habían ahondado considerablemente en su intimidad.
Ennis se lanzaba a todo gas allí donde fuera, ya se tratase de reparar cercas o de gastar dinero, y cuando Jack agarró su mano izquierda y la colocó sobre su pene erecto, no le pareció el sistema. Ennis retiró la mano como si hubiera tocado fuego, se puso de rodillas, se soltó el cinturón, se bajó los pantalones, colocó a Jack a cuatro patas y, con ayuda de un poco de grasilla y de saliva lo penetró, algo para lo que no necesitaba manual de instrucciones pese a que no lo había hecho nunca. Lo hicieron en un silencio tan sólo roto por algún que otro resuello y por el sofocado “me corro” pronunciado por Jack; luego fuera, abajo y a dormir.
Ennis despertó en el rojo amanecer con los pantalones por las rodillas, un dolor de cabeza de primera y Jack adosado a él; sin decir nada ambos sabían cómo iba a transcurrir el resto del verano, al infierno las ovejas. Y así transcurrió en efecto.
Nunca hablaban de sus relaciones sexuales, dejaban que sucedieran, primero sólo en la tienda de noche, luego a plena luz del día con el potente sol cayendo a plomo, y de noche en el resplandor de la hoguera, deprisa, a lo bruto, riendo y resoplando, no sin ruidos, pero sin pronunciar una maldita palabra a excepción de la vez que Ennis dijo: “Yo no soy mariquita” y Jack se apresuró a dejar claro: “Yo tampoco. Es una cosa aislada. Asunto nuestro y de nadie más”. Estaban los dos solos en la montaña, volando en el aire frío y euforizante, contemplando desde las alturas el lomo de los halcones y los faros de los coches que reptaban por la llanura, suspendidos sobre los asuntos cotidianos, lejos de los mansos perros de los ranchos que ladraban en las horas de oscuridad.
Creían ellos que eran invisibles, sin saber que cierto día Joe Aguirre los había estado observando a través de sus prismáticos de 10 x 42 durante diez minutos, en espera de que se abotonaran los vaqueros y Ennis volviera junto a las ovejas para ir a comunicarle a Jack que su familia había llamado diciendo que su tío Harold estaba hospitalizado con una neumonía de la que quizá no saliera. Pero salió de ella, y Aguirre subió de nuevo al monte a darle el recado, clavó en Jack una mirada descarada y no se molestó en desmontar. Cuando llegó agosto Ennis ya había tomado por costumbre pasar toda la noche con Jack en el campamento base y, durante una ventosa granizada, las ovejas huyeron hacia el oeste y se metieron entre las de un rebaño de otro terreno.
Hubo entonces cinco días de pesadilla en los que Ennis y un pastor chileno que no hablaba inglés trataron de separarlas, tarea casi imposible dado que las marcas de pintura estaban desvaídas y borrosas ya al final de la temporada. Incluso cuando el número de ovejas coincidió, Ennis supo que estaban revueltas. Tenía la inquietante sensación de que todo estaba revuelto. Las primeras nieves cayeron pronto, el trece de agosto, una capa de treinta centímetros que no tardó en fundirse.
La semana siguiente Joe Aguirre mandó recado de que bajaran del monte, otra tormenta mayor se aproximaba desde el Pacífico, así que liaron el petate y descendieron con el rebaño; los guijarros rodaban a su paso, nubes violetas avanzaban desde el oeste y el olor metálico de la nieve que iba a caer avivaba su marcha. La montaña hervía con demoníaca energía, relumbraba bajo la intermitente luz de las nubes desgarradas, el viento peinaba la hierba y arrancaba un zumbido bestial a los achaparrados arbolillos que coronaban el bosque y a las grietas de las rocas. Mientras bajaban la ladera Ennis se sentía en una caída a cámara lenta, irreversible y de cabeza. Joe Aguirre les pagó lo convenido sin apenas abrir la boca. Después de echar un vistazo a las arremolinadas ovejas con gesto agrio, dijo:
–Algunas de éstas no subieron allí con vosotros.
Tampoco el recuento le salió como era de esperar. Los patanes de los ranchos nunca hacían el trabajo como es debido.
–¿Vas a volver a hacerlo el próximo verano? –le preguntó Jack a Ennis en la calle, ya con un pie en su camioneta verde. El viento soplaba en poderosas ráfagas frías.
–Tal vez no –un penacho se elevó del suelo nublando el aire con fina arena y Ennis entornó los párpados–. Como te he dicho, Alma y yo nos casamos en diciembre. Voy a tratar de colocarme en un racho. ¿Y tú? –desvió la mirada de la mandíbula de Jack, amoratada como consecuencia del formidable puñetazo que él le había pegado la víspera.
–Si no me sale al paso nada mejor. He pensado que quizá vuelva a casa de mi padre, a echarle una mano en invierno, y luego tal vez ponga rumbo a Texas en primavera. Si no me reclutan a la fuerza. Bueno, nos veremos, supongo.
El viento arrastró por la calle una bolsa vacía de comestibles que fue a engancharse bajo la camioneta.
–Claro –dijo Jack, y se estrecharon la mano, se dieron una palmada en los hombros y luego ya estaban a doce metros el uno del otro y no cabía sino alejarse en direcciones opuestas. Ennis no había recorrido mucho más de un kilómetro cuando sintió como si estuvieran sacándole las tripas, un metro con cada estirón. Se detuvo en la cuneta y, en medio de los remolinos de la nevada, trató de vomitar en vano. Se sentía peor que en toda su vida y hubo de pasar mucho tiempo para que esa sensación se desvaneciera.
En diciembre, Ennis se casó con Alma Beers y a mediados de enero ya la había dejado embarazada. Consiguió una serie de trabajos pasajeros en diversos ranchos y luego se estableció de vaquero en el Hi-Top, del viejo Elwood, al norte de Lost Cabin, en el condado Washakie. Seguía trabajando allí en septiembre cuando nació Alma segunda, así llamaba a su hija, y el dormitorio conyugal se llenó de olores a sangre rancia y a leche y a caca infantil, y los sonidos eran berridos, succiones y somnolientos quejidos de Alma, todo ello testimonio de la fecundidad y de la continuidad de la vida para alguien que trabajaba con ganado. Cuando el Hi-Top entró en quiebra, se trasladaron a un pisito de Riverton, sobre una lavandería. Ennis se sumó a una cuadrilla que trabajaba en la construcción de la autopista, labor que simplemente toleraba, y los fines de semana trabajaba en el Rafter B a cambio de que le dejaran guardar allí sus caballos.
Nació su segunda hija y Alma quiso quedarse en la ciudad cerca de la clínica porque la niña tenía una respiración asmática.
–Ennis, por favor, dejémonos de malditos ranchos solitarios –le dijo a la vez que se sentaba en su regazo y lo envolvía con sus brazos delgados y moteados de pecas–¿Por qué no buscamos casa aquí en la ciudad?
–¿Por qué no? –dijo Ennis, y deslizó la mano bajo la manga de la blusa de Alma, revolvió el sedoso vello de su axila, luego puso a su mujer en el suelo y subió con los dedos desde las costillas hasta el gelatinoso seno, recorrió las redondeces de vientre y rodilla y ascendió por el interior de la húmeda hendidura que llegaba hasta el polo norte o hasta el ecuador, según el rumbo en que te imaginaras que navegabas, se la trabajó hasta que ella se estremeció y corcoveó contra su mano, entonces le dio media vuelta e hizo a toda prisa lo que ella detestaba.
Se quedaron a vivir en el pisito, alternativa preferida por Ennis ya que les ofrecía la posibilidad de marcharse en cualquier momento.
Llegó el cuarto verano desde la estancia en la montaña Brokeback y en junio Ennis recibió una carta de Jack Twist remitida desde su dirección anterior, las primeras señales de vida en todo aquel tiempo.
Amigo, hace mucho que debería haberte escrito. Espero que te llegue la carta. Me he enterado de que estás en Riverton. Voy a pasar por ahí el 24, he pensado pararme a invitarte a una cerveza. Mándame unas líneas si puedes, dime si estás ahí. La dirección del remite era de Childress, Texas.
Ennis respondió Claro que sí, y le envió su dirección de Riverton. La mañana del día señalado fue calurosa y despejada, pero hacia el mediodía ya se habían instalado unas nubes venidas del oeste empujando ante sí una brisa tórrida. Ennis, con su mejor camisa puesta, blanca con anchas rayas negras, se había tomado el día libre porque no sabía a qué hora llegaría Jack y se paseaba arriba y abajo, mirando el cate pálido de polvo. Alma comentó que hacía tanto calor que en lugar de cocinar podían llevar a cenar a su amigo al Knife & Fork si es que encontraban a alguien que les cuidara a las niñas, pero Ennis dijo que más bien se llevaría a Jack a emborracharse por ahí. Jack no era de los que van a restaurantes, añadió, pensando en las cucharas sucias sobresaliendo de las latas frías de judías en equilibrio inestable sobre un tronco.
A última hora de la tarde, cuando los truenos rugían, la vieja camioneta verde aparcó y Ennis vio a Jack apeándose, con el baqueteado Resistol echado hacia atrás. Una sacudida caliente puso en ebullición a Ennis, que salió al descansillo y cerró la puerta tras de sí. Jack subía los escalones de dos en dos. Se agarraron por los hombros y se abrazaron con todas sus fuerzas, cortándose mutuamente la respiración a la vez que decían hijo de puta, hijo de puta, y luego, con la misma facilidad con que la llave adecuada hace girar la guarda de una cerradura, sus bocas se juntaron, los duros dientes de Jack hicieron brotar sangre, su sombrero cayó al suelo, se raspaban con sus incipientes barbas, la líquida saliva se acumulaba, y la puerta se abrió y Alma observó durante unos segundos los hombros en tensión de Ennis y luego cerró la puerta mientras los hombres aún seguían enlazados, apretados uno contra otro, pecho, entrepierna, muslo y pierna, pisándose mutuamente los dedos de los pies hasta que se separaron para tomar aliento y Ennis, a quien no se le daban muy bien las ternuras, dijo lo mismo que decía a sus caballos y a sus hijas, “cariñito”.
La puerta volvió a entreabrirse y en la estrecha franja de luz apareció Alma. ¿Qué podía decirle? Alma, éste es Jack Twist; Jack, Alma, mi mujer; su pecho subía y bajaba. Percibía el aroma de Jack, aquel olor intensamente familiar a cigarrillos, a almizcleño sudor y una tenue fragancia a hierba, y con ella los golpes de frío de la montaña.
Alma –dijo–, Jack y yo llevamos cuatro años sin vernos –como si eso fuera un buen motivo.
Le consolaba que el descansillo estuviera apenas iluminado, pero no trató de volverse para que ella no lo viera.
–Claro –dijo Alma en voz baja. Había visto lo que había visto. A sus espaldas, la ventana parecía una blanca sábana ondulando en el viento a la luz de la sala y la nena lloraba.
–¿Tienes una niña? –dijo Jack. Su mano temblorosa rozó la malla de Ennis y una descarga eléctrica crepitó entre ellos.
–Dos niñas pequeñas –dijo Ennis–. Alma segunda y Francine. Las quiero a rabiar –Alma torció la boca.
–Yo tengo un niño –dijo Jack–. De ocho meses. ¿Sabes qué?, me he casado con una chiquita preciosa de Texas allí en Childress... Lureen...
Por la vibración de la tabla del suelo sobre la que estaban ambos Ennis notó el fuerte temblor de Jack.
–Alma –dijo–, Jack y yo vamos a salir a tomar un trago. A lo mejor no vuelvo esta noche si nos ponemos a beber y a charlar.
–Claro –dijo Alma, y sacó de su bolsillo un billete de un dólar. Ennis adivinó que le iba a pedir que le comprara un paquete de tabaco para obligarlo a volver antes.
–Me alegro de conocerla –dijo Jack, trémulo como un caballo deslomado.
–Ennis... –dijo Alma con voz afligida, que no hizo aminorar el paso de Ennis escaleras abajo.
–Alma –le respondió–, si quieres fumar encontrarás cigarrillos en el bolsillo de la camisa azul que está en el dormitorio.
Se alejaron en la camioneta de Jack, compraron una botella de whiskey y en menos de veinte minutos estaba meneando una cama en el motel Siesta. Unos cuantos puñados de granizo repiquetearon contra la ventana seguidos de lluvia y de un escurridizo viento que sacudió entonces y a lo largo de toda la noche la puerta con el pestillo sin echar que daba a la habitación contigua. La habitación apestaba a semen, humo, sudor y whiskey, a moqueta vieja y heno rancio, a cuero de silla de montar, excrementos y jabón barato. Ennis estaba tumbado con los brazos desplegados cual alas de águila, agotado y húmedo, respirando profundamente, todavía medio tumescente; Jack exhalaba enérgicamente nubes de humo como surtido de ballena, y de pronto dijo:
–Dios, debe de ser tan jodidamente maravilloso todo el tiempo que pasas montando a caballo. Tenemos que hablar de esto. Juro por dios que no sabía que íbamos a meternos en esto otra vez...
–Bueno, sí. Por eso estoy aquí. Vaya si lo sabía. He venido escopeteado, no veía el momento de llegar.
–No sabía dónde coño estabas –dijo Ennis–. Cuatro años. A punto de renunciar a ti. Suponía que no me habías perdonado lo del puñetazo.
–Amigo –dijo Jack–, estaba en Texas, dedicado a rodeos. Así fue como conocí a Lureen. Mira lo que hay en la silla.
Ennis vio el resplandor de una hebilla sobre el respaldo de la mugrienta silla naranja.
–¿Montas toros?
–Sí. Aquel año gané tres mil dólares de mierda. Me moría de hambre. Mis compañeros tenían que prestarme todo menos el cepillo de dientes. Me pasaba la vida recorriendo Texas. La mitad del tiempo metido bajo la jodida camioneta para repararla. Pero nunca pensaba que iba a perder. ¿Y Lureen? Ahí tengo una mina. Su padre está forrado. Vende maquinaria agrícola. Claro que Lureen no ve ni centavo, y el viejo me odia a muerte, así que de momento lo tenemos difícil, pero uno de estos días...
–Si te lo propones lo lograrás. ¿No te reclutaron en el ejército?
Los truenos retumbaban remotos por el este, alejándose de ellos entre rojas guirnaldas de luz.
–No les valdría para nada. Tengo unas vértebras aplastadas. Y una fractura de esfuerzo, este hueso del brazo, ya sabes que durante los rodeos siempre hay que estar separándolo bien del muslo... la fractura empeora cada vez que lo haces. Aunque te lo vendes fuerte lo vas rompiendo poquito a poco. Y te aseguro que luego duele a rabiar. Me rompí una pierna. Por tres sitios. Me caí de un toro, un monstruo de mucha alzada, le bastaron tres segundos para derribarme y luego me persiguió, y ya te imaginarás que era más rápido que yo. Tuve suerte. A un amigo mío le midieron el nivel de aceite con un cuerno y no lo contó. Lesiones no me faltan, putas costillas rotas, esguinces y contusiones, roturas de ligamentos. Ya ves, las cosas han dejado de ser como en tiempos de mi padre. Ahora son tipos con dinero que van a la universidad, atletas entrenados. Hoy día hay que tener pasta para dedicarse a los rodeos. El viejo de Lureen no aflojaría ni un centavo, menos en cierto caso. Y ya me conozco bastante bien la historia para saber que nunca voy a ser de los grandes. Y hay más razones. Lo voy a dejar ahora que todavía puedo andar.
Ennis llevó la mano de Jack a su boca, dio una calada al cigarrillo, exhaló.
–Yo te veo bien entero, te lo aseguro. ¿Sabes una cosa?, he pasado mucho tiempo tratando de averiguar si era... y sí que no lo soy. Y sino mira cómo estamos, los dos con familia, ¿o no? y me gusta hacerlo con las mujeres, pero, qué coño, no se puede ni comparar. Nunca se me ha pasado por la cabeza hacerlo con otro hombre, pero sí me la he roto cien veces pensando en ti. ¿Tú lo haces con otros? ¿Jack?
–No, joder –dijo Jack, sin reconocer que él sí había estado montando algo más que toros. – Los dos lo sabemos. Esa montaña nos enganchó bien enganchados y es evidente que no lo hemos superado. Tenemos que pensar qué coño vamos a hacer ahora.
–Aquel verano –dijo Ennis–, cuando nos separamos después de que nos dieran la paga, me entraron unos retortijones tan fuertes que paré el coche y traté de vomitar creía que había comido algo en mal estado en el sitio ese Dubois. Tardé todo un año en descubrir que el motivo era que no debería haberte perdido de vista.
–A buenas horas lo descubrí, amigo –dijo Jack–. Estamos metidos en un lío de mucho cuidado. Tenemos que pensar qué vamos a hacer.
–Dudo mucho que haya nada que hacer –dijo Ennis–. Ya sabes, Jack, que en estos años me he construido otra vida. Quiero mucho a mis hijitas. ¿Y Alma? No es culpa suya. Tú tienes a tu niño y a tu mujer, la casa de Texas. Tú y yo no podemos llevar una vida decente si lo que ha pasado allí –señaló con la cabeza en dirección a su casa– nos pega así de fuerte. Si lo hacemos donde no debemos, somos hombres muertos. En esto no hay riendas que valgan. Me da un miedo de muerte.
–Tengo que contarte, amigo, que aquel verano puede que nos viera alguien. El año siguiente volví por allí en julio, pensando en hacer el mismo trabajo otra vez, pero no lo hice, en lugar de eso me largué a Texas; Joe Aguirre estaba en la oficina, y va y me dice, Por lo visto encontraron un buen entretenimiento para pasar el tiempo ahí arriba ¿no es así?, y yo me quedé mirándolo, pero al salir vi un par de prismáticos de tamaño natural colgando junto a la ventana de atrás.
No quiso añadir que el capataz se había recostado en su rechinante mecedora de madera y había dicho: ¡Twist, no os pagué para que dejaran que los perros hicieran de niñera de las ovejas mientras ustedes cortaban florecillas! y se había negado a contratarlo de nuevo.
Prosiguió: Sí, ese puñetazo que me pegaste me sorprendió. No podía imaginar que eras de los que dan golpes bajos.
–Yo voy detrás de mi hermano K E., que me saca tres años, y me molía a palos todos los días. Mi padre se hartó de verme llegar berreando y cuando tenía unos seis años me dijo que me sentara y me dice: Ennis, tienes un problema, y si no lo arreglas va a seguir igual hasta que cumplas los noventa y K E. los noventa y tres.
Ya, digo yo, es que él es más grande. Y mi padre dice: Tienes que pillarle por sorpresa, no le digas nada, hazle un poco de daño, retírate rápido y repítelo hasta que capte el mensaje. Hacer daño a alguien es la mejor manera de que te escuche. Y eso fue lo que hice. Le pescaba en el cobertizo, le saltaba encima en las escaleras, me acercaba a él de noche, cuando estaba dormido, y le daba lo suyo. Funcionó en cosa de dos días. Desde entonces K E. nunca más me dio problemas. La lección fue, no digas nada y soluciónalo deprisa.
Un teléfono sonó en la habitación contigua, sonó y sonó y se detuvo de golpe a media llamada.
–A mí no volverás a pillarme –dijo Jack–. Oye, estoy pensando una cosa, tú y yo podríamos tener un ranchito juntos, un pequeño rebaño de vacas y terneros, tus caballos, sería una vida agradable. Ya te he dicho que me voy a retirar de los rodeos. No soy un jinete picha floja, pero me falta pasta para salir de la ruina en la que estoy metido y me faltan huesos para seguir rompiéndomelos. He pensado en todo, tengo un plan, Ennis, sobre cómo podemos hacerla, tú y yo. El viejo de Lureen, apuesto lo que sea a que me soltará la tela con tal de perderme de vista. Más o menos ya me lo ha dicho...
–Para el carro. Eso no puede ser. Es imposible. No puedo dejar lo que tengo, estoy atrapado en mi propio lazo. No puedo escaparme. Jack, no quiero ser como esos tipos a los que a veces se ve por ahí. No quiero que me maten. En mi pueblo había un par de viejos que llevaban un rancho entre los dos, Barl y Rich... mi padre siempre soltaba alguna guasa cuando los veía. Eran el pitorreo general aunque ya tenían sus años. Yo era un niño de nueve cuando encontraron el cadáver de Barl en una acequia. Lo habían machacado con el gato de un coche, le clavaron un gancho y le arrastraron por el pito hasta que se lo arrancaron, no quedaba más que un amasijo de sangre. Y los golpes con el gato lo dejaron como si le hubieran chafado tomates quemados por todo el cuerpo, la nariz despachurrada después de haber barrido el suelo.
–¿Y tú lo viste?
–Mi padre me obligó. Me llevó a verlo. Por lo de K. E. y yo. A mi padre le hizo gracia el espectáculo. Cuernos, hasta puede que fuera obra suya. Si levantara la cabeza, la asomara por esta puerta ahora mismo, ten por seguro que iría a buscar el gato de su coche. ¿Dos tipos viviendo juntos? Qué va. Lo único que se me ocurre es que nos veamos de vez en cuando en algún lugar perdido en el quinto demonio.
–¿Cuándo es de vez en cuando? –dijo Jack–. ¿Una puta vez cada cuatro años?
–No –dijo Ennis, absteniéndose de preguntar quién tenía la culpa de eso–. Estoy jodidísimo de que te vayas por la mañana y yo vuelva a trabajar. Pero cuando algo no tiene remedio, hay que fastidiarse –dijo.
–Mierda. He estado mirando a la gente por la calle. ¿Le pasa esto a otras personas? ¿Qué coño hacen los demás?
–En Wyoming no pasa, y si pasa yo qué sé qué hacen, irse a Denver, quizá –dijo Jack a la vez que se incorporaba y daba la espalda a Ennis–, y me importa un carajo. Me cago en diez, Ennis, cógete un par de días libres. Ahora mismo. Vámonos de aquí. Echa tus trastos en la parte trasera de mi camioneta y larguémonos a la Montaña.

Un par de días decía la nota, todavía atada al hilo, que no había tocado el agua en su vida, y como si la palabra “agua” hubiera sido una llamada a su prima doméstica, Alma abrió el grifo y enjuagó los platos.
–Eso no significa nada.
–No mientas, no trates de engañarme, Ennis. Sé muy bien qué significa. ¿Jack Twist? Jack Marrano. Tú y él... Se había metido en terreno vedado.
Ennis la agarró por la muñeca; saltaron lágrimas, un plato se estrelló contra el suelo.
–Cállate –le dijo–. No te metas donde no te llaman. Tú no sabes nada de eso.
–Voy a llamar a gritos a Bill.
–Adelante, grita todo lo que quieras. Pega un puto grito. Le haré tragarse el puto suelo y a ti también.
Le retorció otra vez la muñeca dejándola con la pulsera al rojo vivo, se puso el sombrero echado hacia atrás y salió pegando un portazo. Esa noche fue al bar Black and Blue Eagle, se emborrachó, se enzarzó en una pelea breve y traicionera y se fue. Pasó mucho tiempo sin tratar de ver a las niñas, pensando que ya lo buscarían ellas cuando tuvieran el buen sentido y los años necesarios para irse de casa de Alma. Ya no eran hombres jóvenes con toda la vida por delante. Jack estaba más metido en carnes por los hombros y las nalgas, Ennis seguía tan enjuto como un poste de tendedero y se paseaba con botas desgastadas, vaqueros y una misma camisa tanto en verano como en invierno, añadiendo un chaquetón de lona a su indumentaria en las épocas de frío.
Un tumor benigno le había desplomado un párpado sobre el ojo, tenía la nariz ganchuda por una fractura que había soldado así. Año tras año continuaron recorriendo prados alto cuencas fluviales, cargando los pertrechos a lomos de sus caballerías en ]a cordillera Big Horn, los montes Medicine Bow, las estribaciones meridionales de las Gallatin, las montañas Absaroka, las Granite, las Owl Creek, la sierra de Bridger-Teton, los montes Freezeout y los Shirley, los Ferris y los Rattlesnake, la cordillera de Salt River, se adentraron una y otra vez en los montes Wind River, en Sierra Madre, en Gros Ventre, en las Washakie y las Laramie, pero nunca regresaron a la montaña Brokeback.
Entretanto, el suegro de Jack falleció en Texas y Lureen, que heredó el negocio de maquinaria para granjas, demostró grandes dotes de gestora e implacable negociadora. Jack se encontró con un ambiguo cargo ejecutivo que lo llevaba a visitar ferias de ganado y de maquinaria agrícola. Ahora tenía algún dinero y siempre encontraba la manera de gastarlo durante sus viajes de negocios. Un leve acento tejano sazonaba sus frases. Se hizo limar los dientes frontales y cubrirlos con coronas y remató la faena dejándose un espeso bigote.
En mayo de 1983 Ennis y Jack pasaron unos cuantos días gélidos en una serie de pequeños lagos de alta montaña, sin nombre y rodeados de hielo, luego continuaron ruta hacia la cuenca del río Hail Strew. Hacía un hermoso día mientras ascendían la ladera, pero las márgenes de la senda estaban encharcadas y se desprendían. Se desviaron por una sinuosa cortada llena de barro llevando por las riendas a los caballos entre quebradizos ramajes; Jack, con la misma pluma de águila en su viejo sombrero, alzaba la cabeza en el caluroso mediodía para aspirar el aire embalsamado por la resina de los pinos, la reseca alfombra de pinocha y las piedras calientes, el olor acre de las bayas de enebro aplastadas bajo los cascos de los caballos. Ennis, que tenía buen ojo para el tiempo, avizoró por el oeste posibles cúmulos calientes en un día como aquel, pero el nítido azul era tan profundo, dijo Jack, que incluso podría ahogarse mirando hacia arriba. Sobre las tres desembocaron por un estrecho desfiladero en la vertiente sur oriental, donde el poderoso sol de primavera había tenido oportunidad de dejar su huella, y descendieron por la trocha que se extendía ante ellos sin gota de nieve. Alcanzaban a oír el murmullo del río, como el traqueteo de un tren en la lejanía. Veinte minutos más de camino y sorprendieron a un oso negro en lo alto de un terraplén junto al que pasaban; estaba volteando un tronco en busca de larvas y el caballo de Jack se espantó y reculó, Jack gritaba ¡SOO! ¡SOO!, mientras el bayo de Ennis caracoleaba y relinchaba sin llegar a encabritarse.
Jack cogió el 30-30 pero no fue necesario; el oso, sobresaltado, se internó a toda prisa en el bosque, con un trote desgarbado que creaba la impresión de que estaba cayéndose a pedazos.
El río, color de té, fluía poderoso con el agua del deshielo, una bufanda de espuma en torno a cada roca que sobresalía de la corriente, los remansos y pozas desbordándose. Los sauces de ramas acres oscilaban rígidos, las candelillas cargadas de polen como huellas digitales. Abrevaron los caballos y Jack echó pie a tierra y sumergió la mano ahuecada en las heladas aguas, gotas cristalinas se escurrieron entre sus dedos, su boca y su barbilla relucían mojadas.
–Vas a pillar la fiebre del castor si haces eso –dijo Ennis, y luego continuó–. Este sitio está bien –mirando la llana margen donde dos o tres círculos de piedras daban testimonio de antiguos fuegos de campamento de cazadores. Una ladera cubierta de hierba se elevaba desde la ribera al abrigo de un bosquecillo de pinos. Había madera seca en abundancia.
Montaron el campamento sin apenas hablar, ataron los caballos a estacas clavadas en el prado. Jack rasgó el precinto de una botella de whiskey, pegó un trago largo y cálido, exhaló enérgicamente, dijo: –Ésta es una de las dos cosas que me hacen falta ahora mismo –enroscó el tapón y le lanzó la botella a Ennis.
La tercera mañana aparecieron las nubes que Ennis esperaba, un frente gris que avanzaba vertiginosamente desde el oeste, oscura franja precedida por rachas de viento y pequeños copos. Al cabo de una hora quedó reducido a esponjosa nieve primaveral que formó una pesada capa húmeda. El frío se recrudeció al anochecer. Jack y Ennis se pasaban un porro, con la hoguera encendida hasta altas horas; Jack, inquieto y maldiciendo el frío, atizaba las llamas con un palo y no paró de dar vueltas al botón de sintonización del transistor hasta que las pilas se gastaron. Ennis dijo que había estado tirándose a una mujer que trabajaba a media jornada en el bar Wolf Ears de Signal donde él estaba ahora empleado en la cuadrilla de vaqueros de Stoutamire, pero aquello era caso perdido, la mujer tenía ciertos problemas de los que Ennis no quería saber nada. Jack dijo que se había metido en una historia con la mujer de un ranchero vecino de Childress, y que llevaba unos meses escabulléndose por las esquinas en espera de que si no era Lureen fuese el marido quien le pegara un tiro. Ennis soltó una risita y dijo que probablemente se lo tenía merecido. Jack dijo que no le iban mal las cosas pero que a veces echaba tanto en falta a Ennis que podría pegarle latigazos a un niño de pecho.
Los caballos relinchaban en la oscuridad más allá del círculo de luz de la hoguera. Ennis rodeó a Jack con el brazo, lo atrajo hacia sí, dijo que veía a las niñas una vez al mes, Alma segunda estaba hecha una diecisieteañera tímida que había heredado su tipo larguirucho, Francine era un pequeño manojo de nervios. Jack deslizó la fría mano entre las piernas de Ennis, dijo que estaba preocupado porque su hijo era, sin lugar a duda, disléxico o algo por el estilo, no entendía nada a derechas, ya tenia quince años y apenas sabía leer, él lo veía muy claro, pero Lureen, la muy puñetera, se empecinaba en no reconocerlo y hacía como si no pasara nada, se negaba a buscar ni una maldita ayuda. Él no tenía ni puta idea de cómo resolverlo. Lureen manejaba la pasta y estaba al mando.
–A mí me habría gustado tener un niño –dijo Ennis a la vez que desabrochaba botones–, pero sólo he tenido hijas.
–Yo no quería ni a los unos ni a las otras –dijo Jack–. Pero ni una puta vez me han salido las cosas como quería. El viento nunca sopla a mi favor.
Sin levantarse, Jack arrojó leña seca al fuego, del que se alzaron chispas llevándose sus verdades y mentiras, unas cuantas ascuas aterrizaron en sus manos y sus rostros, no era la primera vez, y ellos se revolcaron en el suelo. Había algo que nunca cambiaba: las brillantes explosiones de sus infrecuentes acoplamientos siempre quedaban oscurecidas por la sensación de que el tiempo volaba, nunca suficiente tiempo, nunca.
Un par de días después, en un aparcamiento de camiones, con los caballos ya en los remolques, Ennis estaba listo para regresar a Signal y Jack para ir a Lightning Flat a visitar a su padre. Ennis se apoyó en la ventanilla de Jack y dijo lo que llevaba toda la semana posponiendo decir, que probablemente no podría escaparse hasta noviembre, después de que hubieran encajonado los terneros y antes de que tuvieran que empezar a echarles pienso a los animales en invierno.
–Noviembre. ¿Qué demonios ha pasado con agosto? Ya sabes que dijimos que en agosto, nueve o diez días. ¡Dios, Ennis! ¿Por qué no me lo has dicho antes? Has tenido toda la puta semana para comentarlo. ¿Y por qué siempre salimos a helarnos? Hay que hacer algo. Tenemos que ir al sur. Tenemos que ir a México algún día.
–¿México?
–Jack, ya me conoces. Mis viajes han consistido como mucho en dar vueltas a la cafetera buscando el asa. Y todo agosto me toca manejar la empacadora, eso es lo que pasa con agosto. Anímate, Jack. En noviembre podremos ir de caza, cobrar un hermoso alce. Voy a ver si Don Wroe me deja otra vez su cabaña. Aquel año lo pasamos muy bien.
–Sabes, amigo, esta jodida situación es de lo más desagradable. Antes nunca tenías problemas para venir a verme. Ahora es como pedir audiencia al Papa.
–Jack, tengo que trabajar. En los viejos tiempos siempre dejaba colgados los trabajos. Tú tienes una mujer con dinero, un buen trabajo. Te has olvidado de cómo se vive cuando se está siempre sin blanca. ¿Has oído hablar de la pensión en concepto de alimentos? Llevo años pagándola y aún me quedan muchos por delante. Permíteme que te diga que esta vez no puedo dejar el trabajo. Ni me dan tiempo libre. Ha sido muy difícil conseguir estos días... algunas vacas siguen de parto. No es momento para marcharse. Eso no se hace. Stoutmire es de los que montan broncas y me montó una buena por tomarme una semana libre. No le faltaba razón. Seguramente no habrá podido dormir ni una noche desde que me marché. El trato fue que a cambio trabajaría en agosto.
–¿Se te ocurre algo mejor?
–En su momento se me ocurrió –lo dijo con tono resentido y acusador.
Sin replicar, Ennis se enderezó despacio, se frotó la frente; un caballo pateó el suelo dentro del remolque. Ennis se dirigió a su camioneta, posó la mano en el remolque, dijo algo que sólo los caballos oyeron, dio media vuelta y regresó pausadamente.
–¿Has estado en México, Jack?
Como México no había nada. Eso había oído decir. Con esto Ennis estaba cortando la alambrada y arriesgándose a que le pegaran un tiro por traspasar el límite establecido.
–Pues sí, qué coño, he estado en México. ¿Algún problema? –tantos años preparado para un ataque que llegaba tarde y a destiempo–. Tenía que decírtelo alguna vez, Jack, y va en serio.
–Lo que no sé –dijo Ennis–, todas esas cosas que no sé, podrían costarte la vida si llegara a enterarme de ellas.
–¿Y a ti qué te parece esto? –replicó Jack–, sólo te lo voy a decir una vez. ¿Quieres que te diga una cosa?, podríamos haber vivido muy bien juntos, cojonudamente bien. Pero tú no quisiste, Ennis, así que ahora nos queda la montaña Brokeback. Todo se basa en eso. Es todo lo que tenemos, tío, ésa es la puta verdad, y espero que te enteres de una vez por todas aunque nunca te enteres de lo demás. Cuenta las veces que nos hemos visto en estos malditos veinte años. Mide la correa con la que me tienes atado muy corto, y luego pregúntame sobre México, y luego dime que me vas a matar por necesitar algo que casi nunca me das. No tienes ni puta idea de lo mal que se pasa. Yo no soy como tú. No me bastan un par de polvos de alta montaña una o dos veces al año. Me tienes destrozado, Ennis, hijo de la gran puta. Ojalá supiera cómo dejarte.
Todo lo que no se habían dicho durante años y ya no se podían decir, confesiones, declaraciones, vergüenzas, culpas, miedos, se alzó entre ellos como enormes nubes de vapor de un manantial de aguas termales en invierno. Ennis se quedó como si le hubieran atravesado el corazón de un tiro, el rostro grisáceo y con las arrugas muy marcadas, una mueca en los labios, los párpados atornillados, los puños apretados, las piernas cediendo, cayó de rodillas en el suelo.
–Dios –dijo Jack–. ¿Ennis?
Pero sin darle tiempo a salir de la camioneta, mientras trataba de adivinar si había sido un infarto o un desbordamiento de cólera incendiaria, Ennis se puso en pie y, tal como una horquilla se desdobla para abrir la cerradura de un coche y luego se devuelve a su forma original, se las arreglaron para tensar la situación y dejarla casi como estaba antes, porque lo que se habían dicho no era ninguna novedad. Nada terminaba, nada comenzaba, nada resuelto.
Lo que Jack recordaba, y anhelaba con un ansia que no estaba en su mano dominar ni comprender, era aquella ocasión en el remoto verano de la Brokeback en que Ennis se le acercó por detrás y lo estrechó entre sus brazos, aquel abrazo silencioso que satisfizo un hambre compartida y asexuada. Permanecieron así largo rato frente a la hoguera, rojizas tajadas de luz incandescente y danzarina, las sombras de sus cuerpos como una sola columna sobre la roca. Los minutos pasaban medidos por el tictac del redondo reloj que Ennis llevaba en el bolsillo, por los palos que se transformaban en ascuas en el fuego. Las estrellas rasgaban las onduladas capas de calor sobre el fuego. Ennis respiraba pausada, reposadamente, tarareaba, se balanceaba apenas a la luz chispeante, y Jack se reclinó sobre los regulares latidos de su corazón, las vibraciones del canturreo como un leve zumbido eléctrico, y así de pie, se hundió en un sueño que no era sueño sino algo diferente, extasiado arrobamiento, hasta que Ennis, rescatando de los tiempos infantiles previos a la muerte de su madre una frase oxidada pero todavía en buen uso, dijo: –Llegó la hora de recogerse en la cuadra, vaquero. Tengo que marcharme. Vamos, estás durmiendo de pie como un caballo –y zarandeó a Jack, le dio un empujón y se alejó en la oscuridad. Jack oyó temblar sus espuelas mientras montaba, la frase ¡nos vemos mañana!, el resoplido estremecido del caballo, los cascos rechinando sobre la piedra. Tiempo después, el somnoliento abrazo cristalizó en su memoria como el único momento de sencilla y mágica felicidad en sus vidas separadas y difíciles. Nada lo empañó, ni siquiera saber que Ennis no lo había abrazado cara a cara en aquel momento porque no quería ver ni sentir que era Jack a quien tenía en los brazos. Y quizá, pensaba Jack, nunca habían llegado mucho más lejos. Déjalo estar, déjalo estar.
Ennis no supo del accidente hasta varios meses después, cuando la postal que había enviado a Jack diciendo que noviembre seguía pareciendo su primera oportunidad le fue devuelta con la palabra FALLECIDO estampada encima.
Marcó el teléfono de Childress de Jack, algo que antes sólo había hecho una vez, cuando Alma se divorció de él, y Jack había interpretado mal el motivo de la llamada y había recorrido casi dos mil kilómetros de carreteras rumbo al norte para nada. Esta vez todo saldría bien, Jack cogería el teléfono, tenía que cogerlo él. Pero no lo hizo. Fue Lureen quien contestó diciendo ¿Quién? ¿Quién es?, y cuando él se lo repitió, ella dijo con voz serena: Sí, Jack estaba hinchando una rueda pinchada de la camioneta en un camino vecinal y la rueda estalló. Por lo visto la válvula estaba estropeada, y la fuerza de la explosión lanzó la llanta contra su cara, le rompió la nariz y la mandíbula y le dejó inconsciente tirado boca arriba. Cuando pasó alguien por allí ya se había ahogado en su propia sangre. No, pensó Ennis, lo machacaron con un gato.
–Jack hablaba mucho de ti –dijo Lureen–. Eres su compañero de pesca o de caza, lo sé. Te habría comunicado la noticia, pero no estaba segura de cómo te llamabas ni de tu dirección. Jack guardaba la mayoría de las direcciones de sus amigos en la memoria. Fue un accidente espantoso. Sólo tenía treinta y nueve años.
La formidable tristeza de las llanuras norteñas se abatió sobre él. No sabía si había sido de una manera o de otra, si el gato de un coche o un auténtico accidente, la sangre taponando la garganta de Jack y nadie en los alrededores para darle la vuelta. Bajo el zumbido del viento oyó el acero chocando contra el hueso, el estrepitoso golpe del cerco metálico de un neumático.
–¿Está enterrado ahí? –quería maldecirla por haber dejado que Jack muriera en un camino de tierra. La vocecita tejana se deslizó por el hilo–. Hemos colocado una lápida. Jack solía decir que quería que lo incinerasen y esparcieran sus cenizas en la montaña Brokeback. Yo no sabía dónde estaba. Así que lo incineraron, cumpliendo su voluntad, y, como te he dicho, hemos enterrado aquí la mitad de sus cenizas, y la otra mitad se la enviamos a su familia. Yo pensaba que la montaña Brokeback estaba cerca del lugar donde se crió. Pero conociendo a Jack, tal vez era un sitio imaginario donde cantan las aves del paraíso y hay un manantial de whiskey.
–Un verano estuvimos pastoreando un rebaño de ovejas en la Brokeback –dijo Ennis. La voz le salía a duras penas.
–Vaya, pues él decía que era su sitio. Yo suponía que quería decir el mejor sitio para emborracharse. Que ahí se dedicaba a beber whiskey. Jack bebía mucho.
–¿Siguen viviendo sus padres en Lightning Hat?
–Sí, claro. Y seguirán ahí hasta que se mueran. Yo no los conozco. No vinieron al entierro. Puedes ponerte en contacto con ellos. Supongo que les gustará que se cumplan los deseos de su hijo.
No cabía duda, Lureen se mostraba cortés pero su vocecita era fría como la nieve.

La carretera de Lightning Flat atravesaba un paisaje desolado, una docena de ranchos abandonados salpicaban la llanura a largos intervalos, casas de ojos vacíos entre las malas hierbas, cercas desmoronadas de corrales. En el buzón ponía John C. Twist. El rancho era un terreno pequeño y escuálido, medio invadido de frondosas euforbiáceas. El rebaño estaba demasiado lejos para que Ennis pudiera apreciar su estado, sólo alcanzó a ver que eran ejemplares negros de pelo corto. Un porche recorría toda la fachada de la minúscula casa estucada, de dos habitaciones arriba y dos abajo. Ennis se sentó a la mesa de la cocina con el padre de Jack. La madre de Jack, regordeta y cautelosa en sus movimientos como si estuviera reponiéndose de una operación, dijo: –Querrás tomar un café, ¿verdad? ¿Un trocito de tarta de cerezas?
–Gracias señora, tomaré una taza de café, pero en este momento no soy capaz de comer tarta.
El viejo guardaba silencio, las manos enlazadas sobre el mantel de hule, y miraba fijamente a Ennis con una expresión airada y perspicaz. Ennis reconoció en él a ese género no infrecuente de hombres que necesitan a toda costa ser el pato que manda en el estanque. No lograba ver gran parecido entre Jack y cualquiera de ellos, respiró hondo.
–Lo de Jack me ha afectado muchísimo. No sé ni cómo decir cuánto me ha afectado. Lo conocía de toda la vida. He venido a decirles que si quieren que lleve sus cenizas a la Brokeback como su mujer dice que él lo deseaba, para mí será un honor.
Hubo un silencio. Ennis carraspeó pero no dijo nada más.
El viejo dijo:
–¿Quieres que te diga una cosa?, yo también sé dónde está la montaña Brokeback. El muy jodido se creía demasiado especial para que lo enterrásemos en la tumba de la familia.
Haciendo caso omiso de esa salida, la madre de Jack dijo:
–Venía a casa todos los años, incluso después de casarse y establecerse en Texas, y dedicaba una semana a echar una mano a su padre con el rancho, reparar los portones, segar, un poco de todo. He conservado su habitación tal como estaba cuando era pequeño y creo que a él le gustaba así. Sube a verla si quieres, por favor.
–No consigo que nadie venga a ayudarme aquí arriba –gruñó el viejo–. Jack siempre decía: ¡Ennis del Mar!, un día de estos voy a traerlo por aquí y entre los dos vamos a poner el maldito rancho en forma. Estaba rumiando la idea de que los dos se instalaran aquí, iban a construir una cabaña de troncos y a ayudarme a llevar el rancho y a levantarlo. Luego, esta primavera tenía otro amigo con el que iba a venir aquí, a construirse una casa y echar una mano en el rancho, no sé qué ranchero vecino suyo de Texas. Iba a separarse de la mujer y a volver aquí. Eso decía. Pero como la mayoría de las ideas de Jack, se quedó en idea.
Ahora Ennis sabía que había sido el gato de cambiar la rueda.
Se levantó, dijo Claro que me gustaría ver la habitación de Jack, recordó una de las anécdotas que Jack contaba de su padre. Jack tenía el prepucio recortado y el viejo no; diferencia anatómica que el hijo había descubierto durante una terrible escena y que le preocupaba. Tendría unos tres o cuatro años, según le había contado a Ennis, y siempre llegaba demasiado tarde al retrete, peleándose con los botones, con la taza, con la altura del aparato, y la mayoría de las veces todo el suelo se quedaba salpicado. Eso hacía refunfuñar al viejo, que en aquella ocasión montó en cólera. !Dios!, me zurró la badana, me tiró al suelo del baño y me azotó con su cinturón. Creí que me mataba. Luego va y me dice: "¿Quieres enterarte de lo que molesta que esté todo meado? Te lo voy a enseñar", se la sacó y me meó encima, me empapó, luego me tiró una toalla y me obligó a limpiar el suelo, a quitarme la ropa y lavarla en la bañera, a lavar la toalla, y a todas estas yo lloraba a moco tendido y berreaba. Pero mientras me calaba con la manguera me di cuenta de que él tenía materiales extra que a mí me faltaban. Vi que a mí me habían señalado con aquel corte, como se marca al ganado con los hierros o recortándole una oreja. Después de aquello fue imposible entenderse con él.
El dormitorio, en lo alto de una empinada escalera con su propio ritmo de ascensión, era minúsculo y asfixiante, el sol de la tarde pegaba fuerte por la ventana del oeste, caía a plomo sobre la estrecha cama infantil pegada a la pared, un escritorio manchado de tinta y una silla de madera; sobre el lecho, un rifle de pequeño calibre en un armero tallado a mano. La ventana daba a un camino de grava que se desplegaba hacia el sur y a Ennis se le ocurrió que hasta que se hizo mayor aquel fue el único camino que Jack conocía. Una vetusta fotografía de una morena estrella de cine, recortada de alguna revista, estaba pegada a la pared junto a la cama, el tono de la piel se había vuelto púrpura. Alcanzaba a oír a la madre de Jack dejando correr el agua en el piso de abajo, llenando el hervidor y poniéndolo de nuevo en el fogón, preguntándole algo al viejo con sordina. El armario era una cavidad de poco fondo recorrida de lado a lado por una barra de madera y separada del resto de la habitación por una desvaída cortina de cretona colgada de una cuerda. Dentro del armario, en sendas perchas, dos pares de vaqueros planchados con raya y pulcramente doblados, en el suelo un par de desgastadas botas de embalador que Ennis creía recordar. Un saliente de la pared creaba un angosto escondite en el extremo norte del armario y allí, rígida por haber pendido largo tiempo de un clavo, había una camisa. La descolgó del clavo. La vieja camisa que Jack usaba en los tiempos de la Brokeback. La sangre seca de la manga era sangre de Ennis, el chorretón que le había salido por la nariz la última tarde en la montaña, cuando Jack le había pegado un formidable rodillazo en la nariz en pleno fragor de sus descoyuntantes luchas cuerpo a cuerpo. Jack había restañado con la manga de su camisa la sangre que todo lo bañaba, ellos dos incluidos, pero la restañadura de nada sirvió porque de improviso Ennis se había enderezado y descargado un puñetazo sobre el ángel auxiliador tumbándolo entre la aguileña silvestre, con las alas plegadas. La camisa le pareció pesada hasta que descubrió que llevaba dentro otra camisa, las mangas cuidadosamente encajadas dentro de la de Jack. Era su propia camisa de cuadros, perdida, según creía él, largo tiempo atrás en alguna maldita lavandería, su camisa sucia, con el bolsillo desgarrado y sin algunos botones, robada por Jack y escondida allí, dentro de su camisa, ambas como dos pieles superpuestas, dos en una. Apretó el rostro contra la tela, inhaló despacio por la boca y la nariz, queriendo percibir un leve rastro del humo, la salvia de la montaña y el agridulce tufillo de Jack, pero no tenía un aroma real, sólo su recuerdo, la fuerza imaginada de la montaña Brokeback de la que nada quedaba salvo lo que sostenía en las manos. Al final, el pato dominante se negó a desprenderse de las cenizas de Jack.
–¿Quieres que te diga una cosa?, tenemos una tumba familiar y ahí es donde lo vamos a enterrar.
En pie junto a la mesa, la madre de Jack les sacaba el corazón a unas manzanas con un instrumento punzante y dentado.
–Vuelve cuando quieras –dijo.
Pegando tumbos por el camino ondulado como tabla de lavar, Ennis pasó de largo junto al cementerio rural vallado con un combado alambre de corral de ovejas, minúsculo cuadrado acotado en la interminable pradera, un puñado de tumbas relucientes de flores de plástico, y él no quería saber que Jack iba a terminar ahí, enterrado en la doliente llanura.

Pasadas unas cuantas semanas, un sábado Ennis echó todas las mantas de caballo sucias de Stoutamire en la trasera de la camioneta y las llevó al LAVADO DE COCHES Rápido para rociarlas a presión con la manguera. Una vez guardadas las mantas limpias y húmedas en la caja de la camioneta, Ennis entró en la tienda de regalos de Higgins y se puso a revolver el expositor de postales.
–Ennis, ¿qué postal andas buscando? –dijo Linda Higgins a la vez que tiraba a la papelera un filtro de café empapado y marrón.
–Un paisaje de la montaña Brokeback.
–¿Está en el condado Fremont?
–No, está cerca de aquí, al norte.
–No he pedido ninguna de esas. Voy a coger la lista de pedidos. Si la tienen, puedo encargarte un centenar. Además, ya tenía que encargar más postales.
–Con una me basta –dijo Ennis.
Cuando llegó –treinta centavos–, Ennis la puso en la pared de su remolque, una chincheta cobriza en cada esquina, hundió debajo un clavo y colgó la percha de alambre y las dos camisas que pendían de ella. Se echó atrás y contempló el conjunto a través de algunas lágrimas picantes.
–Jack, te juro... –dijo, pero Jack nunca le había pedido que jurara nada, ni era él mismo dado a jurar.
Por aquella época Jack empezó a aparecérsele en sueños, Jack tal como lo había visto la primera vez, la cabeza cubierta de rizos, sonriente, los dientes saltones, hablando de levantar el culo y hacer algo con su vida, pero la lata de judías que se balanceaba sobre un tronco con un mango de cuchara sobresaliendo también estaba allí, en una imagen de tebeo de colores chillones que daba a sus sueños un regusto de cómica obscenidad. El mango de la cuchara era de ese tipo que podría usarse como gato para cambiar una rueda. Y a veces Ennis se despertaba apesadumbrado, y otras con la antigua sensación de dicha y liberación; la almohada estaba a veces húmeda, otras veces las sábanas. Había un espacio abierto entre lo que sabía y lo que trataba de creer, pero sobre eso no podía hacer nada, y cuando algo no tiene remedio, hay que fastidiarse.






replay


james tate
(kansas city, 1943)



brujas
Hay todo tipo de druidas y
brujas viviendo en las colinas por aquí.
Por lo que sabemos, no le hacen daño a nadie.
Pero siempre puedes verlas en la tienda de
víveres. Primero, conducen estos camiones
realmente viejos y rotos, casi siempre con
cobijas hechas a mano con maderas sobre las camas
como si vivieran allí. Y están
cubiertas por capas de chales y bufandas
y sobrecargadas de grandes aretes de mal gusto
y collares y pulseras. Y siempre
los cabellos largos, largos. Compran inmensas cantidades
de suministros, veinte libras de queso, gigantescas
bolsas de cereales, etc. Se mueven rápidamente
como si temieran ser quemadas en la hoguera.
Todos sabemos quienes son y nos gusta tenerlas
entre nosotros en sus misiones secretas
de decorar sus árboles interiores de Navidad
con huesos embrujados de pollos humanos.


●●●


sangre nueva
Un inmenso lagarto fue descubierto bebiendo
hoy de la fuente. No amenazaba
a nadie. Sólo estaba muy sediento. Una pequeña multitud
se reunió y se susurraban unos a otros, como si
el lagarto pudiera entenderlos si hablaran
en tonos normales. El lagarto no parecía para nada
perturbado por esta reunión. Bebía
y bebía, su larga lengua enroscada era como un río
rojo hipnotizando a la gente, manteniéndolos en un
estado de trance. “Es como si fuera otro pueblo,”
susurró uno de ellos. “El cambio es bueno,” el
otro respondió en susurros.

replay

roberto gonzález echevarría
(sagua la grande, 1943)



el puente de ponte (fragmentos)

(…)
Con las ruinas, residuos o suplementos, la historia escribe su propia historia. Son como una escritura a la vez natural y artificial, la más concreta y reveladora, pero también la más enigmática: son piedras que quieren hablar, y que, en efecto, hablan en grandes poemas, como el conocidísimo de Rodrigo Caro “A las ruinas de Itálica”, y más próximo a nosotros en “Alturas de Machu Pichu”, de Pablo Neruda. Las ruinas son también, desde la perspectiva del presente, monumentos del paso del tiempo, testigos de grandes conmociones, de cambios radicales, a la vez que advertencias del poder destructor de las edades, cuyos más imponentes edificios acaban por regresar desmoronados al suelo sobre el que se irguieron. Por eso las ruinas son tema preferido del barroco y del romanticismo, movimientos en que se expresa con particular vehemencia una temporalidad fugitiva; en el primero, porque al fin se da por acabada la Edad Media y su sentido del orden del cosmos, finito y abarcable por la mente humana; en el segundo, porque la razón, la ciencia y los sentimientos han buceado en la inmensa profundidad de la historia, descubriendo no ya el infinito del futuro sino el del pasado. Para Ponte, el derrumbe emblemático fue la caída del Muro de Berlin, que marca en el espacio de su propia vida, de la historia en que ésta se inserta, el final de una época y el principio de otra. Pero, ¿de cuál?
La reflexión sobre el muro surge en torno a unas atinadas observaciones de Ponte sobre la obra de John Le Carré, el conocido autor de novelas de espionaje cuyos argumentos y personajes dependen de la existencia de éste y de las pugnas entre servicios de inteligencia durante la Guerra Fría. Pero una vez caído el Muro, una vez concluida la Guerra Fría, ¿de dónde sacar los conflictos para armar los argumentos? Para Ponte esto suscita la pregunta aún más amplia de si el final que marca el Muro demolido, desmantelado ante millones de televidentes, es el final de la historia, el final de la teleología que las versiones degradadas del marxismo que esgrimía la Unión Soviética y sus satélites propugnaban. ¿Tiene fin el tiempo? ¿Tiene sentido la historia? En el fondo, estas profundas e imperecederas preguntas forman la base de La fiesta vigilada.
Las ruinas de La Habana no son imponentes, rezuman más melancolía que historia porque remiten en su mayoría a una época relativamente reciente en que la fiesta bullía en la vida cubana. Ponte tiene predilección por los bares desvencijados, remozados algunos en la actualidad para atraer turistas, en los que quedan reliquias como una barroca barra de fina madera, un traganíquel mudo en su desmantelada vejez, trastos polvorientos que alguna vez fueron la utilería de bailes y alborotos. Es el ambiente fiestero que el notorio cortometraje P.M. muestra en esos trece minutos que conmovieron a la cultura cubana. Los vetustos bares son la contrapartida de los músicos ancianos que Ry Cooder, con lucrativo oportunismo, rescató para filmar su Buena Vista Social Club. La Habana, que irónicamente para Ponte da la impresión de haber sufrido el bombardeo que el Máximo Líder ha vaticinado a lo largo de casi cincuenta años para enardecer a la población, pero que nunca se dio, se ha convertido en la ciudad en ruinas predilecta de fotógrafos extranjeros. Pero las ruinas más expresivas son las de la Escuela Nacional de Arte, de Cubanacán, descabellado proyecto que los bamboleos ideológicos y la planificación desastrosa del Gobierno convirtieron en ruinas ready made. Es decir, la escuela, planificada por arquitectos famosos traídos a Cuba con el expreso propósito de diseñarla, quedó a medio construir y llegó a ruinas sin haber pasado antes por ser edificios. ¡Son ruinas sin historia! Significantes vacíos de significado.
La fiesta vigilada se escribió antes de la aparatosa enfermedad del Máximo Líder, por lo que hay ahora que sumarle a su lista de ruinas la del cuerpo del dictador. Frágil, decrépito, pero aferrado a la vida y al poder con grotesca tenacidad, Fidel Castro es un vejete senil, convencido, al parecer, de que también será de conquistar al tiempo y a la naturaleza. (Habiéndosele extirpado el colon, el Máximo Líder es, literalmente, el primer mandatario poscolonial). Es una ruina que preside las ruinas de su propia creación, algo que ni a los emperadores romanos les fue dado. Su vida es ahora la crónica de un sepelio anunciado, la fiesta que finalmente dará fin a su dilatado gobierno.
El tema de la fiesta, que da título al libro, está menos desarrollado que el de las ruinas y no aparece sino hasta la página 74. La Habana, según Ponte, es un “museo de la fiesta” (p. 181). En términos generales, la vid cubana es para él como una fiesta reprimida por el régimen, que ve un conflicto entre ésta y la Revolución. Como las ruinas, las fiestas marcan el tiempo, le ponen puertas al vasto campo de la historia. Pero la Revolución no quiere otra puerta que la suya, por lo que se niega a reconocer ninguna otra transición e impide que ésta ocurra. Pero la fiesta, como bien apunta Ponte, está antes y estará después de Fidel Castro, es superior a la Historia. Por muy larga que nos parezca la dictadura, todos los elementos esenciales de lo cubano, componentes algunos de la fiesta, son más antiguos que ella, desde la Virgen de la Caridad del Cobre, hasta la música y la pelota. Las únicas fiestas que el régimen permite son las impuestas a la población, algo que, por cierto, se remonta a los albores de la cultura cubana: a los bailes que los esclavos eran forzados a celebrar en la cubierta de los barcos negreros para preservar su salud física y moral y a las fiestas (“tambores”) de las dotaciones en ciertas fechas, también permitidas con el mismo propósito.
La fiesta es un acontecimiento que sucede en un lugar y tiempo determinados, recortados del tiempo y espacio comunes de la vida diaria, por lo que, en realidad, no se puede considerar toda la vida cubana como una fiesta. Ocurren para marcar cambios capitales y para conmemorarlos, por eso son frecuentes en la acelerada historia de Cuba, donde estos se han dado con rapidez. Las fiestas forman parte de lo religioso y son generalmente reguladas por las religiones. Pero como Cuba no ha tenido una tradición religiosa profunda, la fiesta, aunque frecuente y bullanguera, no ha tenido el arraigo que tiene en México, como Octavio Paz propuso en un inolvidable ensayo incluido en El laberinto de la soledad. Quizás lo esencial de la fiesta cubana sea su superficialidad en todos los sentidos, porque son y se saben transitorias, se dan en el espacio y tiempo del cambio mismo, no tanto en su repetición, mientras que las mexicanas afirman la continuidad y permanencia. Por eso, también, las ruinas que dejan son de pacotilla, no templos y pirámides.
(…)
En La fiesta vigilada brillan las ausencias, no sólo las mencionadas sobre la vida de Ponte, sino otras, como las de los mitos nacionales; por ejemplo, José Martí. Tampoco hay nada sobre las grandes figuras literarias del pasado más inmediato, que pesan sobre tanto escritor joven, con la excepción de Virgilio Piñera, a quien, sin embargo, no nombra, sino que sólo alude a sus sufrimientos en la Cuba de Castro. Lezama, Carpentier, Cabrera Infante, Sarduy, no figuran en La fiesta vigilada. Ponte ha practicado una especie de purga, despojándose de toda la retórica patriotera en torno a los personajes cimeros de la historia de Cuba, de seguro por repugnancia de la anonadante propaganda del régimen. En cuanto a los escritores, es posible que también esté harto de tanta exégesis beata de Lezama y Carpentier, sobre todo del primero. En este sentido, su tono llano, como en sordina, es también una negación de la ensayística cubana anterior, dada a las grandes proclamas y a temas y tonos grandilocuentes. Ponte representa así una verdadera ruptura, un verdadero nuevo inicio, casi una tabula rasa sobre la cual empezar a escribir de nuevo, no ya sobre las ruinas sino en el ground zero, el hueco negro donde la explosión dejó un vacío. Yo estoy de acuerdo con el proyecto, cansado ya de tanto artículo sobre las miserias de la vida cultural cubana de la era revolucionaria, de comentarios infinitos de las palabras a los intelectuales y de los dimes y diretes de tanto burócrata. Dejemos esas ruinas que son más bien escombros, basura histórica. (…)

Tomado de Encuentro de la cultura cubana, No 44, primavera del 2007



replay

antonio josé ponte
(matanzas, 1964)



caja negra de la fiesta (fragmento de La fiesta vigilada)

"Hoy, sentado a mi mesa en una mañana sin nubes, veo por la ventana el tumulto estático de los paralepípedos rectangulares y me siento curado de la maligna afección que estuvo a punto de ocultarme la verdad de Cuba: la retinosis pigmentaria."
Hoy es un día de 1960. Ante quien escribe se abre una vista del barrio habanero de El Vedado. El que escribe es Jean Paul Sartre. Es su segundo viaje a Cuba. El primero, que a veces trae a cuento para algunas comparaciones, fue en el 49.
Sartre no ha escuchado nada acerca de la retinosis pigmentaria hasta esa mañana. No ha sentido sus ofuscaciones aunque afirme haberlas padecido. (Padece, eso sí, de estrabismo). Simplemente, encuentra el nombre de la enfermedad en el discurso de un funcionario cubano y decide apropiárselo.
Según tal funcionario, todo aquel que pudo sacar una imagen feliz de la Cuba prerrevolucionaria (Graham Greene en sus primeras vacaciones en La Habana, por ejemplo) padece de retinosis pigmentaria o pérdida de la vista lateral. Capaz de ver de frente la realidad cubana, no alcanza a divisarla con el rabillo del ojo.
Y ésta se le escapó.
Jean Paul Sartre coloca tal noticia oftalmológica al comienzo de Huracán sobre el azúcar. Afina su instrumento, la mirada, antes de prestarse a ejecutar una larga suite de temas cubanos, a la manera de Gottschalk o de Gershwin.
El aviso médico le sirve de escarmiento por no haber poseído suficiente visión lateral en su viaje anterior. En 1960, once años después, se propone no perder nada de vista.
No hay que echar una ojeada a las fotografías que lo muestran en su segunda estancia en Cuba. Vestido siempre de traje, un cigarrillo en la mano, su estrabismo parece querer abarcar todo el panorama. Igual a esos reptiles a lo que la autonomía de ambos ojos les permite cazar a toda la redonda.
Lo mismo que uno de esos reptiles en la caja de cristal de sus espejuelos.
Consulta un ejemplar del diario Revolución y, bajo el anuncio de una propuesta cubana de reanudar relaciones con Estados Unidos, aparece en primera plana una gran foto suya.
Lee en un asiento de avión un mapa de la isla.
Lo retratan en el panteón de José Martí en el cementerio de Santiago de Cuba.
Visita un central azucarero y una ciudad rural que se construye.
Asiste, junto al jefe de la revolución, a la puesta habanera de su pieza teatral La ramera respetuosa.
Es la primera vez que el líder revolucionario asiste a una función de teatro. Al terminar la representación, una actriz pregunta a éste si es cierto que se propone acabar con la prostitución, y el jefe revolucionario contesta que sí.
Lo cual parece un disparate a Sartre.
El líder de la revolución asegura que convertirá a las antiguas prostitutas en conductoras de taxi.
Sartre celebra un encuentro de escritores cubanos donde trata extensamente acerca del realismo socialista soviético y del compromiso político del escritor.
Cena en una fonda cuyo cartel promete comida china y criolla durante todo el día y toda la noche.
Asiste a una de las grandes concentraciones políticas de la época. (Allí se estrena la consigna "¡Patria o muerte!" y se toma la foto más conocida de Ernesto Guevara. En sus memorias, en una antología de lo vivido entre 1944 y 1962, Simone de Beauvoir menciona esa asamblea junto a una función de ópera en Pekín, toros en Huelva, candomblé en Bahía, la visión del desierto, las noches blancas de Leningrado, una lucha anaranjada sobre el Pireo y las campanas del fin de la guerra).
"¡Sartre, es Sartre!", gritan los taxistas de La Habana al verlo.
Él cambia el cigarrillo por un habano en su visita a la oficina del comandante Guevara y éste le brinda fuego.
Toman un café juntos. Guevara sentado en una butaca de mayor altura que las de sus visitantes.
Un despacho semejante a un escenario de televisión. "En aquel despacho no entra la noche", lo describe Sartre.
Como si se tratara de la reproducción de esa oficina en un museo de cera. Simone de Beauvior y Jean Paul Sartre sentados, no frente a una persona, sino ante la fidedigna copia de Guevara.
¿Debido a las botas perfectamente lustradas de éste? ¿A la textura plasticoide de su guerrera? En cualquier caso, se nota incoincidencia entre la pareja de franceses y el militar argentinocubano. Si acaso los tres coinciden, lo hacen en un fotomontaje no logrado.
Sartre cena en los mismos restaurantes en los que antes se deleitara Graham Greene.
Camina por el Paseo del Prado.
Lo alojan en una pieza del hotel Nacional donde cabría todo su apartamento parisino. Al describir la pieza enumera sedas, paravanes, flores bordadas y flores en jarrones, dos lechos dobles para él solo. (Simone de Beauvior ocupa habitación aparte, del mismo modo que cada uno de ellos posee en Paris apartamento propio).
Sartre se entrega por primera vez al placer del aire acondicionado. Contempla la ciudad desde uno de sus puntos de mira privilegiados. "Me ha bastado correr las cortinas en cuanto llegué: vi largos fantasmas gráciles estirarse hacia el cielo". Y asocia los modernos edificios de El Vedado a la anterior degradación política del país.
Los clubes nocturnos resultan más numerosos que en su estancia anterior. "Pululan alrededor del Prado: encima de sus puertas la electricidad vuelve por sus fueros y nombres atractivos y parpadeantes hieren los ojos del transeúnte".
Encuentra una multitud apiñada alrededor de las mesas de juego del cabaret Tropicana, pero la ciudad nocturna no es aquella que recorriera Graham Greene.
Las máquinas tragamonedas han sido suprimidas. La lotería continúa en funcionamiento después de haber sufrido ajustes. los casinos de los grandes hoteles se encuentran abiertos, pero sus ganancias van ya al depósito estatal.
A La Habana nocturna le queda poco tiempo.
Sartre ha sido comisionado para escribir varios artículos sobre los sucesos de la Isla. Es el hombre en La Habana de L´Express.
Aunque una vez llegado a Cuba lamenta la tirada limitada y de frecuencia semanal de esa publicación parisina y decide pasarse a France Soir, donde podrá explayarse.
Escribe Huracán sobre el azúcar para un público de millones, pero ni así alcanzaría a explicarse la estupidez de algunos de sus fragmentos.
Como cuando afirma a propósito de las barbas y melenas de los revolucionarios cubanos: "He visto ríos negros cubrir el pecho hasta el diafragma y he visto rostros lampiños, con cuatro pelos desesperadamente cultivados en la unión de la barbilla y el cuello. No había cesado de admirar el abanico de una barba, cuando su propietario, al despojarse de su gorra militar, me revelaba una calvicie precoz. En los jovencísimos héroes de los últimos combates el rostro es liso, lampiño como el de una joven, pero los cabellos caen sobre los hombros":
Tratándose de Sartre, esas líneas precisan ser rematadas por conclusión pensamental: "La extremada variedad de las combinaciones testimonia, dentro de la disciplina, un individualismo profundo".
El autor confiesa haber visto menos barbas desde su llegada a Cuba que en una tarde en Saint Germaine des Prés. ¿A qué viene entonces tanto pormenos de columnista de moda en la descripción de un corte de cabello inédito? El exotismo, la explicación de extrañas bellezas, parece impulsar ese y otros fragmentos de la Cuba de Sartre.
Son también notorias algunas de sus agudezas. "Si los Estados Unidos no existieran", aventura, "quizás la revolución cubana los inventaría: son ellos los que le conservan su frescura y su originalidad".
Y se muestra sibilino al cerrar su diálogo público con escritores cubanos: "No olviden que los intelectuales no se encuentran jamás felices en ninguna parte. Cuba es su paraíso y yo les deseo que se quede así, que siga siéndolo".
En La Habana de 1960, Sartre comprueba que algunas casas de prostitución han sido cerradas y otras mantienen intacto su comercio. Cumplido un año de revolución en el poder, aún funciona la lotería nacional, siguen abiertos casinos y prostíbulos. Y si una de las características de toda revolución es la austeridad, él pregunta dónde encontrar la austeridad cubana.
A partir del triunfo revolucionario, el poder político del país parecía haberse dividido en dos. En el Palacio Presidencial, enclavado en la ciudad vieja, se reunía el consejo de ministros. Presidía ese consejo un hombre de leyes. "La legalidad misma en su universalidad más formal y más tiránica", lo describe Sartre.
Y en una suite del recién inaugurado hotel Habana Hilton plantaba campamento la comandancia del ejército revolucionario. Desde allí gobernaba el país quien no ha dejado de hacerlo desde entonces. El presidente del consejo de ministros habís sido nombrado por él. Los ministros tenían su beneplácito.
Sin embargo, el consejo persistía en llevar a la antigua usanza los asuntos públicos.
Y los jóvenes del Habana Hilton estaban hechos de la modernidad del ambiente en el que residían.
Era El Vedado contra La Habana Vieja.
Cada grupo alardeaba arquitectónicamente de cuánto le faltaba. Los de Palacio, de suficiente asentamiento. Y en una suite del hotel habanero más moderno, el huésped alardeaba de provisionalidad, de hallarse solamente de paso.
Por esa época las turbas se dedicaban a asaltar cabarets y casinos en nombre de la revolución.
"¿Donde está la austeridad cubana?", preguntaría Sartre.
Las turbas devastaban las salas de juego de los hoteles Deauville y Plaza. Cuando intentaban colarse en el hotel Capri, hallaron en su camino al actor hollywoodense George Raft. Y éste, que velaba por los intereses del capo Meyer Lansky en el casino y en el hotel del Capri, largó a la multitud un discurso salpicado de consignas revolucionarias hasta enfriar sus propósitos de vandalismo.
La mejor actuación de toda su carrera, según sostendrían testigos.
Jean Paul Sartre habría quedado boquiabierto al comprobar cuán cerca del Palacio Presidencial se hallaba el mayor barrio de prostitución habanera.
A sólo pocas calles.
Y el presidente del Consejo de Ministros firmaba un decreto que clausuraba ese barrio. Toda casa de prostitución, toda sala de juego.
Para que un día después en el Habana Hilton se concentrara la gente, una multitud repletara los ascensores del hotel, tomara las escaleras y penetrara intempestivamente en la suite de la comandancia.
Eran los empleados de las casas de juego y los familiares de esos empleados. Allí estaban desde las vendedoras de cigarrillos hasta los croupiers, aquellos a quienes el decreto presidencial dejaba cesantes.
Sin atreverse a aparecer en el hotel, las prostitutas presentaban sus quejas por escrito, dirigían cartas al jefe de la comandancia. Cartas dignas, a juicio de Jean Paul Sartre, en las que reclamaban su derecho a ejercer el oficio. Cartas de rameras respetuosas.
En la comandancia escucharon las razones de los empleados, dieron lecturas a los mensajes de las prostitutas y convocaron inmediatamente a los ministros.
Estos dejaron a solas a su presidente y partieron a rendir cuentas al verdadero gobernante del país.
Blanco de cólera, describe Sartre al comandante.
Según este, el consejo era culpable de un moralismo imbécil que ponía en peligro a la revolución. ¿Deseaban ellos suprimir el juego? También él lo deseaba, pero a condición de que pudiera encontrársele ocupación a todo el personal que una medida así dejaría en la calle. Y no existía por el momento industria capaz de acoger a tal cifra.
Solamente cuando fuera resuelto el problema del desempleo podría liquidarse el juego.
Por otra parte, la mayor parte de las prostitutas de la ciudad venía del campo. Ordenar a esas mujeres que no vendieran sus cuerpos era de una ingenuidad tremenda. Y enjuiciarlas sería un crimen.
Solamente cuando terminara la miseria campesina podría cancelarse la prostitución.
Los ministros cometían el mismo error de tantos gobiernos anteriores que, para no emprenderla con las causas, combatían los efectos de éstas. Y, en lugar de encarar el desempleo y la pobreza, batallaban contra el juego y la prostitución.
Todavía no era hora de cierres. Mientras fuese necesario, el poder revolucionario tendría que hacerse cargo de la lotería pública, de las casas de juego y de los casinos. (Las elecciones presidenciales quedaban pospuestas hasta tanto no se eliminaran el desempleo y el analfabetismo).
Podrían suprimirse las máquinas tragamonedas, ya que estas no ofrecían puestos de trabajo a nadie, pero habría que velar por que cada hombre y cada mujer conservara su empleo.
Y en cuanto a las prostitutas, debía combatirse a quienes las parasitaban, chulos y policías corruptos. Dejar al comercio sexual en los huesos, no barrerlo. Mano dura con el proxenetismo, vista gorda con las putas.
De modo que el decreto firmado por el presidente del Consejo de Ministros no podría tener curso. Resultaba demasiado prematuro, falto de otras precauciones. Y los ministros harían bien en convencer al Presidente de su equivocación.
El Presidente, sin embargo, no aceptó retractarse. Había puesto su firma en el decreto, había dado su palabra. (Sartre sospecha que se mostraba intransigente con tal de disimular sus vacilaciones a la hora de actuar).
Se hizo cada vez más grande la división de poderes en el país. En fórmula sartreana: “La verdadera autoridad no era legal; la autoridad legal no era verdadera”. Era tiempo, pues, de tomar abiertamente las riendas. Tiempo de que el Consejo de Ministros se librase del lastre que constituía aquel presidente.
Hora de abandonar el hotel.
El huésped del Habana Hilton anunció su decisión de retirarse de la vida pública. Pues no hallaba salida mejor en vista de la obcecación del Presidente.
Desplegó un simulacro de retiro con el ojo puesto en que las masas se lo impidieran.
Y resultó según sus cálculos.
Simone de Beauvior narra que un millón de campesinos se reunió en la capital cubana y “entrechocando sus machetes, con un ruido ensordecedor, exigieron que se quedara a la cabeza del país”.
Quien tenía que retirarse era el Presidente, exigió la voluntad popular. Y una campaña de prensa lo acusó de enriquecimiento ilícito.
Así el jefe de la comandancia terminó por hacerse del control total. Ya no más nomadismos, no más rodeos. La confirmación de su destino venía del mismo pueblo.
“Al fin la Liberación iba a transformarse en Revolución”, Sartre respira a gusto.
El Presidente depuesto tuvo que pedir asilo. Pasaría más de dos años encerrado en la Embajada de México hasta que autorizaran su salida del territorio nacional.
Después de haber servido de instrumentos para la toma del poder, croupiers y prostitutas fueron obligados a desalojar el escenario.
La representación había terminado ya.
Sin que alcanzara a divisarse nuevo desarrollo industrial y sin haber dado fin a las miserias del campo, la administración revolucionaria dictó el cierre de las casas de juego y de prostitución. Así cumplía un decreto que antes encontrara inaceptable.
La lotería pública cantó su último número premiado y las únicas ruletas sobrevivientes fueron a parar a un almacén de la recién fundada industria cinematográfica.
Girarían de nuevo durante la escenificación de alguna época pasada.
Las mesas de juego corrieron igual suerte que las ruecas en el reino de la Bella Durmiente.
“Se acabó la diversión. Llegó el comandante y mandó a parar”, cantaba un son de la época.
Donde estuviera el casino del hotel Capri abrió sus puertas el Salón Rojo, nuevo local para la música.
El Habana Hilton fue expropiado y pasó a nombrarse el Habana Libre.
En la ciudad vieja, el Palacio Presidencial terminaría como museo dedicado a la épica revolucionaria. (Allí puede admirarse una reproducción a tamaño natural del comandante Guevara).
Y un año después de su primera estancia en la Cuba revolucionaria, de regreso de un viaje a Brasil, Simone de Beauvior y Jean Paul Sartre hacen una breve escala habanera.
En la ciudad no existen ya lugares de diversión nocturna.
No hay juegos de azar ni turistas estadounidenses.
El hotel Nacional, semivacío, hospeda a un congreso de milicianos.
Milicianos de ambos sexos. Muy jóvenes, a juicio de la escritora francesa, que descubre milicianos en maniobras por toda la ciudad.
El país, aseguran a la pareja francesa, aguarda una invasión.
De visita en una fábrica estatal, Sartre dialoga con un grupo de obreros. Les hace una pregunta, los obreros empiezan a responder y un dirigente los detiene y responde por ellos.
Jean Paul Sartre quería saber cuán ventajoso había sido para ellos el cambio de régimen político. Pero quien contesta es un funcionario, y una sola versión cabe ya para todos.
Conversan con el poeta Nicolás Guillén y éste afirma que toda búsqueda formal es contrarrevolucionaria. En privado, algunos escritores confiesan a Sartre y su compañera que les acosa el temor de no ser verdaderos revolucionarios. Ya empiezan a autocensurarse.
De Beauvior compara lo que va de una a otra estancia en Cuba, de un año a otro: “Menos alegría, menos libertad, pero en algunos aspectos grandes progresos”. Y remite esos progresos a la producción agropecuaria, campo que irá poco después (si no ya) de un descalabro a otro.
Es por esa misma época que Susan Sontag visita La Habana.
Asiste a alguna noche de La Lupe en el club La Red porque luego incluirá a la cantante cubana en su catálogo de “lo camp”.
Los recuerdos de Cuba se le harán recurrentes ocho años después, de viaje por Vietnam. Su Viaje a Hanoi, escrito en los meses de junio y julio de 1968, constituye la memoria de su primera salida “al exterior de las premisas de la cultura occidental”. El ejemplo de la revolución cubana le vale entonces para algunos acercamientos a la revolución vietnamita. Aunque también consigue apartarla de toda comprensión. “Es probable que no entienda nada aquí hasta que borre a Cuba de mi mente”, confiesa en un paréntesis de su diario.
Quien conozca la clase de ilusiones que una visita a Cuba revolucionaria despertara en Sartre puede permitirse desconfiar de lo que Susan Sontag percibe de la realidad vietnamita. Sin embargo, Viaje a Hanoi demuestra una visión más escarmentada que la Huracán sobre el azúcar. Sontag es más escéptica, anda a paso menos firme. La extrañeza que enfrenta resulta mucho mayor y, por fortuna, se comporta dubitativamente.
Quizás le importe menos ofrecer lecciones y suele ser más intima. (Esa bonachonería con que Sartre acoge a los lectores en su pieza de hotel resulta sumamente inverosímil).
Sontag que en 1954, al echar a los franceses de Hanoi, entre restaurantes, fondas, fumaderos y salones de baile, el número de esas mujeres era de millares e iban a quedarse en la calle una vez que se cerraran los prostíbulos. Perderían el sustento en cuanto su oficio fuera legalmente condenado.
Se procedió, pues, a la reeducación de tales ciudadanas. La nueva vida de la capital permitía toda clase de optimismos, cualquier arranque desde el comienzo.
De ser ciertas las noticias que da Sontag, ninguna otra revolución ha llevado tan lejos un programa de reeducación. Las prostitutas de Hanoi fueron colocadas bajo la tutela de la Unión de Mujeres. La asociación femenina creó centros de rehabilitación en el campo y envió allá a sus pupilas. Lejos de la ciudad que, para el pensamiento revolucionario (lo mismo que para muchas otra lógicas), resulta corruptora, de malas influencias. Las apartaba así de las viejas redes de proxenetismo y clientela.
En esos centros las mujeres fueron mimadas durante los primeros meses. Tratadas como niñas. Destinadas al campo para curar lo que la gran ciudad había herido en ellas, iban a ser trasladadas aún más lejos: a la infancia.
Durante los primeros meses, el régimen de enseñanza contemplaba lecturas en voz alta de cuentos de hadas y práctica continua de juegos infantiles. La terapia se encaminaba a la sustitución de los recuerdos de niñez, remontaba la biografía mucho más allá de la primera violación, del primer cliente, de la noche primera en la casa de putas.
Para empezar nueva vida era preciso contar con nueva infancia. Sólo después de ese período de tratamiento como niñas, las educandas recibían clases de lectura y escritura, aprendían un oficio con el cual sustentarse en el futuro y regresaban a etapa adulta.
O se encontraban por primera vez en ella.
Por último, se les entregaba una dote que les permitiría hallar esposo dentro de la jerarquizada sociedad vietnamita.
Esa dote, junto a los cuentos de hadas y a la escritura recién aprendida, arropaba a las antiguas prostitutas en la tradición. Profundo pasado y posibilidades futuras, parecía ser el lema del programa vietnamita.
El de la revolución cubana, menos minucioso, iba a centrarse en los secretos de la costura. Haría costureras a gran parte de las antiguas prostitutas. Costureras y taxistas.
Taxis de color amarillo y negro pertenecían a la Asociación Nacional de Chóferes de Alquiler Revolucionario (ANCHAR, ya que en la nueva sociedad todo adoptaba siglas), y en taxis de color violeta trabajaban las prostitutas reeducadas.
Hacían, de otro modo, la calle. TP eran las siglas de estos últimos vehículos: Transporte Popular.
“Todas Putas”, las llamaba la gente.
Y aquellas conductoras recibieron enseguida, por el color de los autos, el mote popular de “violeteras”.
Parecía una gran burla organizada por las autoridades.
Luego del cierre de casinos y prostíbulos, juego y prostitución siguieron en Cuba vida tímida, enclenque, clandestina. Todo el que administraba apuestas de juego adquirió destreza en el acto de digerir el listado antes de que cayera en manos de la policía.
Apostando en La Habana había que atenerse a lo que proclamara la suerte en Venezuela o en el sur de la Florida: juego de suerte ajena.
Y fue por los 90, tres décadas después de su expropiación, que el hotel Habana Libre se hizo en parte propiedad extranjera.
Ya que luego de haberla combatido hasta el destierro, el Gobierno revolucionario propiciaba la llegada de inversión foránea.
El socialismo, según una definición que fuera popular en el Este europeo, constituía el camino más largo entre el capitalismo y el capitalismo. Quien fuera huésped principal del antiguo Habana Hilton, aún cabeza de gobierno, no tuvo más remedio que aceptar el regreso de algunas compañías extranjeras.
Habían echado abajo el Muro de Berlin, el imperio soviético se había desintegrado. De la Guerra Fría quedaban en pie muy pocas cosas.
Iba a ser, por supuesto, un regreso coartado. Los capitalistas extranjeros no podrían hacerse propietarios del todo. Se trataba de inversiones mixtas, parte estatal y parte extranjera, con preponderancia de la primera de estas dos.
Sólo hasta que la economía cubana se hiciera fuerte, volviera a hacerse fuerte. Si es que el capitalismo mundial no se hundía antes, tal como aseguraba en sus discursos el líder de la revolución cubana.
Por lo que, en medio de los apagones, se encendieron los hoteles. Y resultó ser el aviso para que nubes de insectos rodearan esos focos.
En busca de luz, por mucho que se dieran de cabeza contra las paredes de cristal. Aun a riesgo de incendiarse.
Volvía la prostitución y quien consiguiera desterrarla al comienzo de su dilatado Gobierno se resistía a aceptar ese regreso.
Al oeste de la ciudad funcionaban avanzados laboratorios de investigaciones genéticas. Ernesto Guevara había pronosticado el surgimiento, dentro de la revolución, del hombre nuevo. ¿Qué fallo se había deslizado en el barrio de los alquimistas para que cuarenta años después el homúnculo anunciado por Guevara no acabara de alzarse de la mesa de vivisecciones?
La experimentación con humanos arrojaba resultados demasiado impredecibles. Una puta recibía educación y podía reformarse, convertirse en costurera o taxista. Y, en casuística inversa, jóvenes formados como médicos o ingenieros terminaban acogiéndose al ejercicio de la prostitución.
Aquel que se valiera de unas cartas de putas para hacerse del poder podía ahora conjurar el mito guevarista de la nueva criatura con el reconocimiento de la vuelta a Cuba de la prostitución. Terminaría así por enorgullecerse en público de que el país que gobernaba contara con la más culta prostitución del mundo. Pasaba del hombre nuevo a la nueva prostitución, ya que las mitologías debían ser revisadas.
Hombre nuevo, nueva prostitución, capitalismo recién convocado... Como siempre que se enfrentaba a un caso conflictivo, el pensamiento revolucionario echaba mano de lo pedagógico. Obligado a desmantelar gran parte de la industria azucarera, se enfrentaba a un populoso número de desempleados y la única solución avizorada consistía en enviar a los antiguos trabajadores del azúcar, sin que importara su edad, a hacer nuevos estudios.
Se tapaba el desempleo con la apertura de nuevas aulas. Como gran triunfo filantrópico se proclamaba un nuevo sistema educacional de desempleados. Hombres hechos y derechos se veían obligados a calzar los chanclos de estudiante de uno de esos personajes de Chéjov, temerosos de la adultez, que demoran cuanto pueden sus años de aprendizaje.
Trófimov, que aparece en El jardín de los cerezos con gafas y un raído uniforme de estudiante.
Liubov Andreievna lo recuerda: “Entonces usted era todavía un muchacho, un estudiantillo simpático, y ahora ya está casi calvo y lleva lentes. ¿Es posible que aún siga siendo usted estudiante?”
“Se ve que mi destino es ser un eterno estudiante”, reconoce él.
Ser estudiante, vivir en lo pendiente, postergar.
Y Trofimov declama extensos parlamentos acerca del futuro de la humanidad y de Rusia, aunque personalmente él no pueda hacer nada.
Cuarentitantos años de revolución han conseguido en Cuba notables resultados educacionales, una cantera de profesionales y técnicos brillantes. No han logrado, sin embargo, ofrecer destino suficiente a todo ese personal más allá de las aulas. ¿Qué hacer entonces con quienes después de haber pasado por las aulas se empeñan en prostituirse? ¿Qué medidas tomar con la más culta prostitución del mundo?
¿Doctorarla?
Prostitución y proxenetismo no constituyen figuras delictivas según el Código Penal vigente en Cuba. Aunque ambas actividades pueden llegar a ser penalizadas bajo la consideración de peligrosidad.
Peligrosidad, según el artículo 72 de la Ley 62 del Código Penal aprobado en 1988: “especial proclividad en que se halla una persona para cometer delitos, demostrada por la condición que observa en contradicción manifiesta con las normas de la moral socialista”.
O sea, pura potencialidad que prescinde de pruebas.
El primer Consejo revolucionario de Ministros había compartido con gobiernos anteriores el error de combatir efectos en lugar de causas. Varias décadas después, de modo no muy distinto, la administración revolucionaria se inclinaba por la represión, no daba con mejores maneras que las policiales. (Intentar una comprensión del asunto llevaría a los terrenos de la economía, de la devastación planificada).
“Nueva Delicia” llamaba, tal vez sin ironía, al centro penitenciario que recibía a la nueva prostitución sentenciada por peligrosidad.
Y Sartre que preguntaba por la austeridad de la revolución cubana...
Diez años después de la última visita que hicieran a La Habana, Simone de Beauvior y Jean Paul Sartre firmaron, junto a otros muchos intelectuales entre los cuales se encontraba Susan Sontag, una carta abierta publicada en Le Monde que denunciaba los maltratos sufridos en Cuba por un grupo de intelectuales.
Uno de los paralepípedos rectangulares que el escritor francés divisara desde la habitación de su hotel albergaría, con el paso del tiempo, un centro sanitario dedicado a combatir en pacientes extranjeros los caprichos de una particular enfermedad oftalmológica: la retinosis pigmentaria.
Luego de sufrir de estrabismo, Sartre moriría ciego.










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Raúl Flores Iriarte , “33 y 1/tercio, No. 13.,” Digital Entanglements, accessed April 23, 2024, https://digitalcuba.omeka.net/items/show/32.

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