33 y 1/tercio, No. 11.

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Title

33 y 1/tercio, No. 11.

Subject

Revista literaria digital

Description

Revista literaria digital hecha en Cuba. Dirigida por el escritor Raúl Flores. Circulada vía correo electrónico y dispositivos de almacenamiento externo. Estética postmoderna que privilegiaba lo pop.

Creator

Raúl Flores Iriarte

Date

2007-2008

Contributor

Lizabel Mónica

Format

Microsoft Word Document

Language

Spanish, Español, SPA

Type

revista, magazine

Coverage

Cuba

Text Item Type Metadata

Text



equipo de redacción 33 y 1 tercio
fotografía y diseño de portada raúl flores iriarte
cover girls eVMA & dK
fotografía de interior alina sardiñas / demis menéndez / helmut newton / rainer martínez


textos que aparecen en la revista: propiedad exclusiva de autores o fuentes citadas. cualquier reproducción indicar fuente.
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33y1tercio@gmail.com



Sitio web: revista33y1tercio.blogspot.com

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All lyrics ©2oo7–2oo8 33y1/tercio Productions
Reprinted by permission


traducción de william gibson, joel brouwer, sabrina orah mark: raúl flores iriarte / traducción de ror wolf: rogelio saunders y susanne lange
olvidar Orígenes de rolando sánchez mejías tomado de diáspora(s) documento 1
baladas de un bag boy de lorenzo garcía vega tomado de diáspora(s) d. 2


alineación
(celda a celda)


push/
agnieska hernández el llanto ajeno
rolando sánchez mejías addenda. vacas y ratones / olvidar Orígenes
lorenzo garcía vega me he acostumbrado a ser un apátrida / baladas de un bag boy
carlos a. aguilera “el oficio de perder”, un monólogo perverso
microficciones joel brouwer / ror wolf / sabrina orah mark
albert camus el terrorismo de Estado y el terror racional
ernesto santana estampas
william gibson en vivo / país de fantasmas
george saunders robles de mar
daniel durand de El Estado y él se amaron
dossier PAIDEIA rafael rojas memorias de paideia
ernesto hernández busto paideia: fotos fijas
radamés molina Naranja Dulce y el resto del mundo
sandra vigil bailarina / señor juez
luis felipe ruano la rueda
3 escritores el chico malo de Saint-Germain / noboru endo / adriana normand nunca estuvo aquí
livio conesa de cabroná en el pasillo /pull


push/


Partir la isla al medio. Inventarse un Antes y, por supuesto, recrear un posible Después. Sólo que, para la idea, ese concepto del Después no queda muy claro. Mejor borrar el Antes, y quedarnos con el Después, a ver que pasa.
Borrar el Antes no significa borrar los antecedentes, sino que significa la eliminación de ese culto al pasado, a cierto pasado construido por decantación y exégesis de hechos que se supone esenciales, un pasado pesado que se pule y enaltece o reprueba y olvida, como en un Ministerio de la Verdad cuyos alambiques destilan esa pócima alucinante, esa acumulación hegeliana que tanto se maneja en esta islita tropical. Una suerte de determinismo histórico transplantado al campo literario, una supuesta tradición de cuatro o cinco siglos. Honrarás a tu padre y a tu madre no quiere decir que los hijos dejen de tener sus propios derechos.
No es el juego en sí, sino quién dicta las reglas.
No es la buena o mala literatura en sí, sino quién decide dónde están los límites entre bueno y malo.
El quorum compuesto por unos pocos, que deciden qué ejemplos seguir y cuáles obviar.
Ignorar a un rara avis como Virgilio Piñera, podría ponerse como ejemplo.
O Reinaldo Arenas.
O Guillermo Cabrera Infante.
Y Carlos Victoria.
Y Lorenzo García Vega.
Y Juan Abreu.
O Rolando Sánchez Mejías.
Etcétera.
Etcétera.
Etcétera.


“…la propia literatura, la que se ha configurado desde los años 60 hasta la fecha, no ha podido escapar del proyecto demencial de Nación, y de una tradición de lo afirmativo donde todo lo que pueda concebirse como crítica o caricatura ¿para no hablar ya de conceptos? es, cuando menos, no tomado en cuenta” .


Ignorar momentáneamente el Antes porque su existencia resulta una ficción recreada por otros intereses, una (re)construcción de un pasado lleno de parches que no fue tan de esa manera: pésima poética del parching.
Destruir para volver a construir sobre un terreno nivelado (tabula rasa).
Intentar relecturas de los antecedentes sin intermisiones políticas, o institucionales.
O al menos sabiendo.
Para ver como podría venir el futuro.
Si viene: castillo (en el aire) de If.
¿Yo te convido a creerme cuando digo futuro?
No sé.


La prisión acaba, la prisión de hierro / pero continúa la prisión del sueño, del sueño .


El hedor de un caballo muerto también es un testimonio de la primavera .






replay

agnieska hernández díaz
(pinar del río, 1977. reside en la habana)



el llanto ajeno

Ella
estaba detrás de la barra en la Ronera La Pasión
cerca de los borrachos
les recordaba al oído que ninguna mujer querría saber de ellos
servía otro trago matador de la hombría entre las piernas
limpiándoles la baba con el trapo de fregar las mesas
los ayudaba a caer de las sillas como muñecos blanditos.
Y me miró.

Me acerqué a la barra para oírla decir
enseguida te pongo un doble
sigue el ejemplo de los perdedores.
Las paredes descorchadas y sucias del lugar.
Los manteles con olor a grasa.
Un piso con niveles para facilitar la caída.
Y, por supuesto, los sudores, las empanadas con moscas, los carteles que reflejaban la gran cosa que somos y todo lo que podemos lograr.

El vestido le quedaba muy largo, ancho en las caderas
pero yo miraba.
Me dijo que ese vestido estaba hecho a la medida de Naomi Campbell
según datos de una Vanity.
Feliz de no tener la estatura de Naomi
ni la cintura de Naomi
ni la sonrisa primaveral.
De idiota primaveral.
No sé si coqueteaba
pero sacó algo del mostrador
me enseñó una foto de su padre un viejo muy flaco
por encima de la camisita se le veían las clavículas
su padre con patilla canosa
su viejo durmiendo sobre un cartón en la Terminal de Ómnibus.
Una maravilla de foto,
me aseguró.

Ella
se sirvió un té negro amargo acompañado de dos galletas quemadas
y pasta de hígado macerado con agua caliente.
Escondía tanto la belleza
que le pregunté si querría salir conmigo esa noche.
Sólo diría sí,
dijo
si yo prometía besarla con chapucería
contarle al oído el chiste del hombre que viola una vaca muerta.
Saldría conmigo
si yo prometía dejarla sola en una calle oscura,
si hablábamos de proyectos inconclusos, de amores frustrados, de mala suerte, de esperar la guagua en una parada a punto de mediodía, de los sabores de los frijoles escolares, de ropa interior sin elásticos, de niños que se quedan inválidos a los tres años de nacidos, de un edificio de quince plantas al que no sube el agua, de los parásitos que abomban las barrigas de los negritos africanos, del cáncer y el SIDA, por supuesto.
Solté una carcajada estrepitosa.
Y se paralizó la grabadora que descargaba un blues para llorones.

Ella
sosteniendo la cortina mohosa del bar
me dijo
gracias a mí las mujeres ya no se ahorcan y los hombres no se dan candela
la tristeza se pega como la lepra
yo soy la jefa de una Asociación llamada AGAD, ¿la conoces?
una Asociación que nos enseña a vivir con la Depresión, por eso no puedes llegar a mi puerta y soltar tu carcajada ridícula.
Volví a reír.
El trago queda gratis,
vete,
dijo
me molesta tu estupidez.
También me deseó un mal día
un viaje difícil hasta mi casa,
y ojalá que también me cayera encima esa lluvia que amenazaba desde anoche y que aún no acababa de caer.

Averigüé que se habían mudado al barrio recientemente
padre e hija eran raros
ella atendía todas las calamidades en ese bar
los tragos gratis si uno iba allí a hablar de la miseria, a quejarse
a contar los abandonos las traiciones las decepciones
y la ausencia de sueños.
Pero ella
tenía los ojos grises y tristes de Libertad Lamarque
y dedos huesudos
como de quien ha lavado mucha ropa blanca con los puños.

Volví a encontrarla en la calle.
La seguí.
Caminó hasta la Terminal de Ómnibus
no sé qué olores aspiraba
inhalando profundamente allí
donde olía a colillas pisoteadas
abriendo los bronquios para aspirar la mezcla de sudores
el olor a pan viejo mojado con café
de la Terminal de Ómnibus.

Revolcándose sobre un cartón y al pie de una columna
estaba ese viejo su padre el de la foto
con cara de haber dormido sobre el cartón toda la noche.
La miraba, entornando los ojos que querían volver al sueño.
La miraba y se quedaba mirándola.
El viejo la sostenía por el vestido:
- Devuélveme mi bar… Me quitaste mi bar.
Y yo con todas las dudas. El viejo con falta de aire.
_ ¡Tú me robaste mi bar, ay, chica!
Ella le decía al padre
yo no soy la que usted busca, señor…
- ¡Sí eres tú, Anya, chica!
El Viejo seguía aferrándose al vestido.
- ¡Ay, mijita!
suélteme, cómo tengo que decirle que no soy hija suya,
no soy la que usted busca.
¡Auxilio! ¡Quítenme este viejo de encima! ¡Suélteme, señor!
Fui el idiota que amenazó al padre el viejo con llamar a la policía
si no soltaba a la pobre muchacha.

Anya
se colgó de mi brazo diciendo las cosas raras de siempre
si tú mismo creas tu propia depresión nada volverá a dejarte triste y abatido sobre una silla. No sonrías, no intentes salir de la miseria.
Su voz era un murmullo
no busques amigos ni amores, no luches por ser feliz
no arregles los muebles rotos
no recicles lo que ya no tiene solución.
decía
no hagas lo que más te gusta,
y quédate triste.

Quiso pasear por una calle cualquiera.
Me habló
de cuando era muy joven y soñaba con pintar
pasaba horas haciendo retratos.
A veces, el viejo posaba para ella.
Aún así, ella suspendió el examen de dibujo y no pudo entrar a la Escuela de Pintura.
Lo asombroso es que ni siquiera hizo un esbozo sobre la hoja blanquísima que le pusieron delante con la condición de que dibujara aquel ortoedro, aquella lata de Coca-Cola, aquella esquina de la pared, un cuadrilátero convexo.

Caminó a mi lado
encontramos un perro babeando espuma y con una pata rota
dijo que el animal era una joya.
Se despidió, no me dejó ayudarla.
Y arrastró el animal ella sola
halando por la pata enferma los chillidos del perro
hasta el bar.

Me sorprendí escuchando música y pensando
en los ojos grises.
Hubo un desajuste en mi radio
varias emisoras a la vez
como si la voz fuese
la de ella
amigo radioyente, recuerde que también usted puede ser miembro de la Asociación de Generadores de la Auto Depresión.
Construya usted mismo sus propias situaciones desagradables, de modo que nada que llegue del exterior pueda resultarle más triste.

Fue a verme
un miércoles
dijo
que se asqueaba
con el colorcito de mis paredes
encendió la luz incandescente de mi sala
para poder enseñarme la cesárea del bebé que le nació muerto
las costuras de una antigua apendicitis y, lo mejor,
la cicatriz que siempre hablaría de un quiste de mamas.

Me regaló el perro casi muerto
uno de los primeros pasos que yo debía seguir
para aprender a generar mi propia depresión.
Dijo
tenemos en el cuerpo una sustancia llamada serotonina.
La serotonina es la causante de la tristeza.
Pero yo aprendí a vivir con niveles elevados de esa sustancia.
Yo misma produzco mi serotonina
de modo que es imposible generar más sustancia ante un evento desagradable.

No quiso que la besara
sino que todo ocurriera de una vez
para qué todos esos jueguitos absurdos del preámbulo
bajo la luz incandescente.
Mi lengua en sus muslos
ella hablaba de su padre el viejo que antes tosía en el bar.
Los clientes se quejaban
chica, dale agua y que se calle,
que el viejo se calle, que se largue
no nos deja sufrir con las canciones.
El médico le decía, Anya
tienes que alimentar al viejo,
cómprale carne de res y habichuelas que tienen hierro
frutas y vegetales, vitaminas, pescado blanco,
que duerma en una habitación ventilada.
Ella
vendió los pinceles que le quedaban de cuando quiso ser lo que no pudo ser
y vendió
las cosas que una vez sacadas de las tiendas pierden su valor con respecto a las tiendas
aunque conserven las etiquetas
el único jean que tenía
y unos zapatos de cuero.

El Viejo tosía
se limpiaba la boca con la sábana
las estrías sanguinolentas no se quitaban ni con cloro.
Ya no podía masticar el viejo
solamente se tragaba la sopa
que se hace de pollo, carne o vegetales
y de fideos en agua cuando no hay otra cosa.
Le diagnosticaron un cáncer de pulmón
al viejo el padre
yo insistía en lamerle los pezones
ella
sin dudas
había venido a lamer
y seguía hablando incandescente
mostrando la cesárea
y los ojos grises.
Usted, amigo radioyente, no tiene que ser esclavo de la felicidad.

Le pregunté por el padre
dijo
es más deprimente verlo en la calle
mendigar, buceando comida en la basura, cubriéndose las piernas con un cartón
durmiendo sobre el pavimento
eso es más triste
que verlo morir.
Su muerte
será una tontería si la comparas con vagabundear.
El viejo abandonó su techo
llorando más por el bar que por el dolor en los pulmones.
Soltó cuatro lágrimas de viejo.
Anya le recogió las ropas y se las puso en una caja de cartón.
- ¡Ay, mijita…!
Ella
me cuenta
que cuando decide ignorar a alguien
dice en voz alta la receta de su plato favorito,
la fabada:
tres latas de garbanzo, un kilogramo de pollo y una lata de chorizos alemanes.
Si vas a vivir en la calle y a comer en la calle, necesitas aprender de memoria la receta de la fabada:
Cocine los garbanzos, a presión, hasta que estén blandos. Cocine también la carne. Mezcle los garbanzos con la carne y los chorizos alemanes.
- Mijita… no me saques de aquí, ay, chica…
Agregue a la mezcla una taza de jengibre, sal, pimienta, apio, una cucharada de concentrado de gallina en polvo y dos tazas de aceite de sésamo.
El Viejo puso en la caja una capa de agua, por si la lluvia
una almohada pequeña
y salió de la casa.
En cuanto llegó al jardín dejó de mirar hacia atrás.
Anya le lanzó una caja de cigarros y una botella de aguardiente,
no hay calle sin alcoholismo
no eres digno de un cáncer sin haberte metido nunca en la boca ni un solo cabo
de cigarro.
Para generar la depresión usted, amigo radioyente, debe ser portador del Patrón G, que significa Patrón Generador.
El Patrón G es una cualidad biológica indispensable para que usted produzca su propio sufrimiento.

Terminó de abrocharse la blusa en la puerta de mi casa
no quiso sus cinco minutos de fama sexual y me contó
ya en el jardín
que con un tal Jorge Estévez le había ido mejor.
Jorge
su esposo Jorge
se tapaba los oídos con las manos
la tos del viejo era insoportable
que se calle, chica,
aquí no se puede vivir
tú y yo también vamos a terminar enfermos.

Un día cualquiera y sin motivo aparente
Jorge dijo voy a comprar el pan
y a los dos años le escribió una carta
sólo para advertirle
que no iba a regresar
ni a escuchar nunca más esa tos de cuarto de al lado.
Usted, amigo radioyente, también puede ser miembro de la AGAD.

Las amigas
querían distraerla los sábados por la noche.
Opciones: el club, un bar, la disco
dejar al viejo solo
si tose que se limpie
si se atora que tome agua,
si se mea que espere,
vamos.
Y además, la supuesta obligación de arreglarse para ir a una disco,
estar bonita con el brillo de labios que está a la moda.
Parada frente al espejo
en su escaparate no hay ni una sola pieza
que ella pueda ponerse.
Primer intento:
un vestido de cuando la ropa era de láster.
No ha terminado de abrochárselo en la espalda
y ya siente las risas de las amigas
te pareces a mi abuela
ese vestido es de cuando El Morro era de plastilina
de cuando la guerra se hacía con calma
de cuando Cristóbal Colón era pionero.

Me visitó seis veces.
Para que Anya se sintiera a gusto,
abrí huecos en las sábanas, hice copas después de cortar pomos plásticos, saqué guata del colchón, me pasé diez días sin afeitarme y que la barba le rayara los pezones, acumulé platos sucios en el fregadero, le advertí que conmigo no tendría futuro porque yo había renunciado a mi ostentoso trabajo de trescientos cincuenta y cinco pesos mensuales.
Pero a ella
un día
se le escapó un suspiro
sobre la cama.
Le dio un tirón a mi puerta
sí, como Nora.
Lo que nos deprime es el paso de un estado a otro. Tenemos que ser constantes en nuestra afectividad, constantes en la alegría o en la tristeza, y de ese modo llegaremos a suprimir esos cambios de estado que tanto nos afectan.
No volví a inventarme una estrategia para verla.
Regresé a mi trabajo de siempre
pero algo en mi oficina me obligaba a pensar
en ella.
Mis chistes
mi jovialidad
el carisma
eran considerados como falta de disciplina
me pedían silencio y concentración
todos los compañeros que hundían los ojos en los papeles
inventaban porcientos, sobrecumplían un plan que no reportaba ninguna ganancia.
Luego mis compañeros de trabajo
suspendieron sin previo aviso la fiesta de Navidad
y nadie aceptó regalos.

A las tres de la tarde abandonaban el papeleo,
también en la oficina escuchábamos la emisora, aquella voz:
A lo mejor usted piensa, amigo radioyente ¡yo no quiero estar triste para siempre!
Cuando usted aprenda a vivir con la tristeza no reconocerá ese estado como una emoción negativa, sino como una categoría de su propia personalidad, algo que está ahí para siempre.

La última vez que fui a su bar
Ya no aguantaba las ganas de verla.
Ella
me ignoró
a pesar de todas mis señas, gestos, mi por favor
abrazó a uno de los borrachines
que le metió la mano dentro de la blusa
yo la miraba
limpiarle la boca con el trapo.
Ella sólo dijo:
pique finamente el apio. Ponga a hervir todo el contenido en una cazuela. Agregue media cucharada de azúcar. Usted puede invitar a sus amigos y amigas a comer una deliciosa fabada.
Me dejé caer, abatido, sobre una silla coja.
Ella seguía entre las mesas
sirviendo un trago tras el otro.
También sobre mi mesa se acumularon los vasos manchados de cloro.
Y se acercó
vestida con un pantalón de campo y una camisa de miliciano
ropas que alguna vez fueron del viejo el padre de la foto.
No me miró.
Sabía que yo quería hablar, invitarla, hacerla regresar a mi casa.
Su lengua me soltó un escupitajo al oído y un
quédate triste
porque triste siempre estará menos triste.



replay

rolando sánchez mejías
(holguín, 1959. reside en barcelona)



addenda. vacas y ratas

Aquello que pasta sobre el pasto, son vacas. Pesadas máquinas de pastar, no hay dudas.
Sin embargo, podías haberte equivocado. Podías haber visto ratas en vez de vacas. Asentadas en el paisaje, como vacas: también pesadas máquinas de pastar, de producir ilusión, ¿qué produce el paisaje sino ilusión?
Sin embargo, en cajas cerradas del pensar, no entran ratas. A no ser que ya estuvieran dentro, o que royeran hacia adentro, ésa, su misión desde siempre, roer hacia adentro.
¿Cuánto vale una rata? ¿Cambiarías una vaca por una rata? ¿Una rata por una vaca? ¿Preferirías paisajes con ratas en vez de paisajes con vacas?
Por otro lado, a ningún campesino le gusta que le borren, así como así, su vaca del paisaje. Habría, anudado en el pecho del campesino, un canto salvaje, algo parecido a una revuelta del campesinado. Un campesino sabe lo que pesa su vaca; lo que vale su vaca; lo que representa su vaca. Su pensamiento ha estado a prueba, todo el tiempo, respecto a su vaca. La ha sometido a las más duras pruebas del espíritu, llenándola, y vaciándola, de sentido.
El Estado, como el campesino, aunque en otro orden del cálculo, saca sus cuentas con respecto a las vacas. Las reparte; las agrega; las resume. Estacas. Cuartones. Vacas… Demarcaciones: de eso hay dondequiera, incluso en Estados no totalitarios.
Para fijar las vacas al paisaje están los poetas, se supone. A ningún poeta se le ocurriría decir: tantas cabezas de ganado… Para tal contaduría están los otros, se supone. En la operación de mostrar, es decir de esconder, el poeta no dice: tantas cabezas de ganado… Para tal contaduría está el Estado, los campesinos, los otros, diestros en percibir dichos momentos del proceso, diría el poeta, fijando su demarcación. De ahí la ganancia correlativa. El poeta pensando que aquéllos, en la operación de mostrar, es decir de esconder, no es un instrumento de hacer dinero. De ahí la ganancia correlativa para ambos, o lo que es lo mismo, un problema sin solución para ambos.
¿Andas mal de dinero? ¿No tienes para comprarte una vaca? Si tuvieras una vaca, ¿qué te faltaría? Si tuvieras una vaca, lo tendrías todo. ¿O no te fijas que los campesinos apenas hablan, apenas emplean las palabras, a no ser que les falte la vaca, entonces el delirio del campesinado, el canto en el campo, un pensamiento obsesivo en relación con la ausencia de la vaca? Si no tienes una vaca, escribe.
Entonces sentarse a la mesa y escribir en un rapto: La tarde en que… Y ver en la prolongación de la letra la prolongación de sentarse a la mesa y escribir en un rapto: La tarde en que… Y suspender el sentido que no se muestra en la operación de mostrar, es decir de esconder, postergar la falla, las malas intenciones de coger al animal por las orejas y traerlo al principio del sentido, mucho antes de tener un pensamiento obsesivo de sentarse a la mesa y escribir como en un rapto: La tarde en que…
Y ver que el horizonte, por exceso de sublimidad, escamotea el sentido: punto de fuga por donde fugan las vacas, las estacas, los cuartones…
Entonces corregir el gesto, montar otra vez la máquina y escribir con la máxima precaución:
La
tarde
en
que
¡A nadie se le ocurriría decir que esto no es poesía; que esto no se parece a la poesía; que esto no funciona como si fuera poesía! ¡Sólo a un bienintencionado de las Bellas Letras se le ocurriría un pensamiento tan obsesivo como ese!: a uno que sí vio la vaca; que no lo dejaron sin la vaca en ningún momento del proceso; que no le escamotearon ni siquiera la imagen de la vaca en ningún momento del proceso.
Ratas, en vez de vacas. Conceptos huecos, en vez de tejido de imágenes. O lo que es lo mismo: la imagen del concepto. Producción de ratas. O lo que es lo mismo: ratificación de las palabras. Otro cuento de invierno; otra Economía del Reino Animal. Sólo vacas y su desplazamiento. Lapsus calami: sólo ratas que fugan de las cajas cerradas del pensar.
Pensamiento que N. trata de responder mientras se pasea por el bosque. Imágenes no faltan, en el bosque: zurrones, bellotas como criptas, senderos, acromegálicos extraviados, un árbol… otro árbol. Conjuntos discretos de árboles. En Jena los enfermos padecen de esa enfermedad, de esta mala representación: conjuntos discretos de árboles, dispersos en el campo de la mente.
¿Qué produce tal enfermedad? ¿Soportar, junto a la estufa sin fuego, las manos moradas, pensamientos fríos como el hielo? ¿El catarro que se pesca en el paseo por el bosque? Problema a resolver en un instante del proceso antes de que escapen los árboles por el fondo del bosque y el horizonte se abra en una línea dura que empieza a quebrar.
Desplazarse de un árbol a otro árbol, pensando cuánto vale una vaca. De un árbol a otro árbol, como un hombre se desplazaría, a diario, de la ciudad de Lützen a la ciudad de Postdam, y luego de la ciudad de Postdam a la ciudad de Lützen, o lo que es lo mismo de un árbol a otro árbol, buscando sostener, todo el tiempo, este tipo de pensamiento obsesivo: el cálculo de vacas.
Lo cierto es que para calcular el valor de una vaca (piensan los enfermos de Jena) habría que calcular, primero, el valor de todos los conjuntos discretos de vacas, es decir abrir

un campo donde
pudieran caber
todos los conjuntos discretos de vacas;
y asegurarse
ahora
de que todos los espacios en blanco
entre los conjuntos discretos de vacas
no están cubiertos de otros conjuntos discretos de vacas
no hay vector que pueda avanzar
si toda la superficie está cubierta
o si toda la superficie está vacía

y
por otra parte
(piensan los enfermos de Jena)
no hay pensamiento que pueda llenar todos los vacíos
ni siquiera un pensamiento obsesivo
de un árbol a otro árbol.

Pero de un árbol a otro árbol no hay paisaje. El paisaje es imposible, de un árbol a otro árbol. No le cantes al paisaje. Porque no son reales. Detrás de un lindo paisaje se esconde… ¡un poeta lírico! Uno que no ve estacas ni cuartones, que no ve el deterioro, la eterna sustracción de lo real.
No le cantes al paisaje. Escribir es salir de caza. No en tierras de la Casa del Ser, sino en el Callejón de las Ratas.
Ratas gordas, flacas, ojos afilados o blandos, caries en los dientes, risa bobalicona o de vieja comadreja: esa gente del campo, soñando con sus vacas expropiadas, lo mismo en Artemisa que en Guantánamo.
Una vez un campesino le dijo a otro campesino (que el debía una vaca al primer campesino) una adivinanza:
Largo largo
tieso tieso
con el fruto
en el pescuezo.
El segundo campesino no supo la respuesta y se ahorcó en una ceiba.
El primer campesino le dijo la adivinanza al otro campesino porque sabía que el otro campesino no sabría la respuesta y por lo tanto se ahorcaría. El segundo campesino no contestó, así no tendría que pagarle la vaca al otro campesino. Así las cosas entre la gente de campo, diría el maestro B. rascándose la cabeza.
En Lützen, una vez, quisieron exterminar a todas las ratas. Se produjeron, entonces, largas jornadas de exterminio de ratas. Al término de las largas jornadas de exterminio de ratas, no quedó ni una rata. Hasta que aparecieron ciertas ratas moteadas, especie nunca vista en Lützen. Entonces la gente de Lützen le adjudicó, a la ciudad de Postdam, el origen de dichas ratas moteadas. Pero en Postdam nunca reconocieron dichas ratas como originales de Postdam. Decía la gente de Postdam: “Nuestras ratas son completamente negras, no moteadas, ni grises, ni nada por el estilo, son completamente negras”, aseveraba la gente de Postdam. Pero a nadie, en Lützen, se le pudo convencer de que una rata de Postdam no se había deslizado de Postdam a Lützen después de las largas jornadas de exterminio de ratas. A la gente de Lützen tampoco se le pudo convencer de que una rata de Lützen había vuelto desde Postdam, una rata que tal vez se había marchado de Lützen antes o durante las largas jornadas de exterminio de ratas, rata que ya ahora estaba de vuelta en Lützen, según el criterio de la gente de Postdam. Así las cosas por Postdam, y por Lützen, diría el maestro B. rascándose la cabeza.


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olvidar Orígenes

Imaginar la República de las Letras fuera de la Historia, o dentro de la Historia, pero intocada, sería perseverar en una mala abstracción que casi toda la poesía moderna intenta borrar.
Otra ficción ha sido vincular la letra, inextricable e irreversiblemente, a la tragedia de la Historia, de donde tomaría formas expresas del dolor.
Las tentativas del retiro espiritual aún son posibles, siempre que uno sepa que se retira hacia el silencio mortificante de las palabras, heridas en la virtualidad que esperó lanzarlas hacia el infinito, ya sea en nombre de Dios, ya sea en nombre de alguna Máquina liberadora de Absoluto, ya sea en nombre de la Revolución.
Un escritor, para sobrevivir como escritor, necesita representar un papel en la República de las Letras: y así arma su escenario, que incluye el desencuentro, el equívoco, la batalla.
Pensar a Orígenes es situar a Orígenes en un escenario: ya sabemos los vaivenes que ha necesitado sufrir Orígenes, en manos de la política, en manos de la República de Letras, para cumplir su confirmación.
Mi relación con Orígenes es la relación típica que un escritor inventa, o que un escritor está forzado a tener con los fantasmas que recorren su escritura. Así, en períodos de mi vida, he tratado de pensar a Orígenes en el olvido, en acto de duelo, o con la prudencia con que un escritor aleja sus fantasmas.
Decía Macedonio Fernández que al español, o se le mata o no queda ningún modo de impedir ser salvados por él. Yo diría lo mismo de algunos escritores de Orígenes, como diría lo mismo de Cortázar y de Borges, y de la escritura de algunos amigos que sobreviven con la persistencia fantasmal propia de un contemporáneo.
Pero olvidar a Orígenes es aceptar que existen los orígenes, y como trato últimamente de luchar contra la metafísica del origen, olvidar es no abolir totalmente la diferencia, firmando un pacto con el tiempo.
Y antes de señalar, de golpe, cuál ha sido mi vocación por Orígenes, creo que habría que separar la política mundanal de este grupo de su política escritural, aun sabiendo la complicidad de ambas políticas. Pero creo que un escritor debería de separarlas, aunque fuese tácticamente, porque si no caeríamos en ese error tan típico de este país de inventarle no sé qué destino sagrado o destino desastroso a sus escritores, midiéndolos por sus vidas y no por sus escrituras. El error inverso ha sido encontrarles a los libros su explicación directa en la locura o en las perversiones de los hombres que los escriben.
La significación de Orígenes para mi ha sido la significación que han podido tener algunas de sus escrituras: la posibilidad de contar con un imaginario complejo, de una apertura o conexión entre distintos órdenes de la vida, o lo que es lo mismo: un concepto de Ficción en el orden del Absoluto.
Aquel que conozca cercanamente la larga y sólida tradición de realismos de la literatura cubana, sabe de qué estoy hablando al enfatizar la importancia de una Ficción en el orden de lo Absoluto, aun con la cantidad peligrosa de metafísica que pueda tener dicha expresión.
En este país de escritores artesanos, cualquier fuga de la escritura y cualquier posibilidad de pensar escribiendo, ha sido mirada desde la incredulidad, la incomprensión o la suspicacia.
Aunque los políticos no sean buenos lectores –pues un político tiene la necesidad de efectuar “malas lecturas” para hacer su labor con la realidad–, poseen el olfato capaz de intuir lo que se encuentra en las mayúsculas de Ficción Absoluta. Por eso los políticos no soportan la idea de una República de Letras. O la idea de un Coloquio donde no se hable solamente de la retórica literaria de Orígenes. Los políticos intuyen que Orígenes generó algunas mayúsculas trascendentalistas, y una nostalgia del origen, y un énfasis de la resurrección histórica, que pueden emplearse en situaciones concretas de la política.
Nunca hubo una escritura tan hermética o difícil que no haya podido ser “leída” por los imaginarios de la política. Nunca hubo Ficción Absoluta –ni siquiera la de Mallarmé– que no haya sido objeto de una intervención anticipatorio en nombre de “lo real”.
La otra lección de Orígenes derivada de su sentido total de la ficción, es la idea del Libro: del Libro como vastedad, como metáfora que encarna el mundo.
Antes de Orígenes no contábamos con dicha tradición. La tradición cubana del libro es bastante mojigata, pues una tradición de realismos nunca supone que un libro pueda ser algo más que un simple mecanismo de paginación que tiene su doble en la realidad. Los realismos identifican la escritura con un sistema homogéneo de signos que tienen exacta correspondencia en un lugar bien delimitado con el rótulo REALIDAD. Y operan con esos signos como operaría un dentista o un cirujano con sus materiales de trabajo: extirpándolos, desechándolos, sustituyéndolos.
Es una tradición, en el mejor de los casos, del mot juste, que no encuentra otra opción para el pensamiento que un movimiento de la justicia de sus signos, de la justicia y de la “verdad” de sus signos. Y la mayoría de los escritores de Orígenes no operó con esta noción del lenguaje, pues hicieron de éste una extensión de sus cuerpos; y esa noción abierta de la escritura –a la vez moderna y romántica– tiene una importancia tremenda para escritores que quieren tener con las palabras una relación orgánica.
Muchas páginas de Piñera, de Vitier y de Lezama dan la impresión de no estar bien escritas, de que el escritor pudo haber hecho un esfuerzo suplementario. Y es que sus palabras buscaban una suerte de zoographiqué, de escritura o de huella de sus cuerpos.
Es como si esas escrituras nos hubieran dejado una materia protoplasmática desde la cual es posible continuar escribiendo. No me refiero a la idea de un Gran Texto o de un Libro Primordial que Orígenes pudo escribir o que si no llegó a escribirlo enteramente hoy podríamos completarlo. Me refiero a los fragmentos que uno podría articular, de las singularidades que uno podría aprehender en relación activa con dichas escrituras.
Si hay algo que reprocharles es no haber torcido más su idea de la escritura y su idea del libro: algo los mantuvo en el círculo mágico de una metafísica del libro. Tal vez dudaron demasiado de la vanguardia, de una dinámica de la escritura más abierta a los espacios y las márgenes. No digo que tuvieran que reproducir “las puntuales reacciones nerviosas propias de los literatos” (W. Benjamín). Pienso mejor en las posibilidades que vio Lezama en el coup de dés de Mallarmé, posibilidades que Lezama no supo o no le interesó articular a la dinámica abierta de los espacios modernos.
Otro principio vital de Orígenes fue la lectura como res extensa del escritor. Quizás aquí radique la extraña contemporaneidad de Orígenes: un sentido del mundo y de la experiencia del mundo cifrados en la lectura y no en el Gran Viaje Moderno o en las aventuras y avatares físicos del cuerpo. Lezama fue un inusual explorador de bibliotecas. A través de las lecturas movilizó zonas completas de la cultura y las hizo mutar en condensaciones regidas por la imagen. A diferencia de Pound o de Eliot, Lezama no parece trabajar con las ruinas de la historia. Lezama está más cerca de Walter Benjamín: ambos esperaban que desde algún punto de la Historia brotaría una fulguración redentora de toda la extensión del tiempo. Si hay una sublimidad lezamiana, habría que encontrarla en la dificultad de avanzar en una dirección resistente y no en una extensión donde el metafísico pondría en juego el “poema de la mente”.
Y vamos a detenernos un momento, porque creo que aquí radica uno de los problemas actuales que un poeta debe resolver si sabe que cuenta con extensiones de distinta naturaleza: una extensión que se puebla al paso de una imagen lanzada en pos de la resurrección, o una extensión como prolongación de la mente. Hay poetas que deciden la no existencia de extensiones tan sublimes. Pero son poetas que, por lo general, contraen con el mundo una relación pacífica. La Modernidad literaria produjo topografías teratológicas, pues lo moderno tal vez sea una paradoja temporal y no un corte preciso del tiempo: paradoja resultante de vectores de naturaleza diferente y hasta contradictoria. Lezama es una rara mezcla de Santo Tomás con Nietzsche con Lao Tsé.
Para alguien cuya experiencia vital completa haya coincidido con la actual experiencia política de modernidad perversa que es este país, para alguien cuya experiencia vital haya sido decidida a favor del animal político a que han sido reducidos los hombres de este país, sabrá lo problemático de aceptar que su tiempo es la encarnación suprema de una imagen. Aquello que para Lezama y para Vitier fue un corte o fulminación o consecución de la Historia, fue para otros hombres el dolor de la historia en sus propios cuerpos. Lo que para ellos fue la cifra alquímica de la historia, fue para otros la marca secreta y a la vez impúdica de la violencia de la historia en sus cuerpos.
Las empresas poéticas rara vez llegan a tiempo.
Es curioso como aún en las formas supremas del dolor poético no hay palabras que rediman el dolor de la realidad que miden: las intensas palabras de Paul Celan están muy lejos de los hornos crematorios. Incluso si esas palabras bastaran para revivir todos los muertos, no alcanzarían a borrar el horror que circuló entre ellas en nombre de la Historia –esa misma Historia que les concedió la forma de poesía. Por eso toda extensión poética se vuelve sospechosa. Toda imagen avanzando por una extensión debe sentirse amenazada por los huecos negros de la Historia. Y toda mente fajada con una extensión vacía debe saber reconocer en la blancura una posibilidad del horror.
Soy consciente del nihilismo que hay detrás de estas palabras.
También de la metafísica que se revela en ellas. Pero me es difícil entender que las palabras provengan de Dios o de alguna fuente oculta o de algún conjuro de hombres pobres.
No obstante, supimos, con Orígenes, que había un Reino de la Poesía. Un Reino que empezamos a olvidar cuando supimos que ni ellos ni nosotros habíamos llegado a tiempo: ni para el ceremonial, ni para la crítica del ceremonial.
Recuerdo los años en que los paseos y contemplaciones por las ciudades y paisajes de la isla tenían la consistencia del eterno retorno. Era un tiempo de los orígenes donde todos nos sabíamos de vuelta por el poder de las palabras: las imágenes encarnaban donde quiera: en las ruinas civiles, en los espacios muertos y sin nombre, en los soles que declinaban con el espanto de la identidad perpetua. Un buen día uno comprende que las palabras no son tan poderosas como para emprender el camino de vuelta: entonces uno se imagina en un claro del bosque descifrando no se sabe qué pasado donde uno intenta comprender por qué las palabras no son tan poderosas como para emprender el camino de vuelta: entonces uno comienza a borrar sus propias huellas. Y cuando uno termina, hace mutis por el foro.


Intervención leída en el Coloquio sobre Orígenes –Casa de las Américas, octubre, 1994–, en una mesa redonda cuyo tema fue “Orígenes y su influencia en los nuevos escritores”)



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lorenzo garcía vega
(matanzas, 1928. reside en la florida)



me he acostumbrado a ser un apátrida
(charla con jorge luis arcos)


Si Orígenes fue la Historia, si la República y la Revolución fueron la Historia también, ¿no se siente como una suerte de animal posthistórico?
Sí, efectivamente, me siento algo raro. Pero ¿esto no será debido a la puñetera vejez que padezco? Estoy cargando con ochenta y un años, y no te quepa duda de que esto te lleva a sentirte como un animal protohistórico, o algo peor que eso. El otro día, el poeta Fernando Palenzuela me recordó que Bette Davis había dicho que la vejez no era cosa de maricones. Una cita acertada.

Pasados tantos años, ¿cómo valora ahora lo que significó José Lezama Lima para su vida y para su obra?
Pasados tantos años, ahora me veo impulsado a mirar para otra parte. No, no quiero insistir en mi pasado. Si es que los viejos somos la esperanza del mundo, lo mejor que podemos hacer es tratar de labrarnos un porvenir, sin tratar de mirar para atrás.

La crítica ha notado la impronta vanguardista en la obra de Virgilio Piñera, como en la suya también. De distintas maneras, ambos fueron disidentes de Orígenes. Pero Virgilio murió en el insilio y afortunadamente usted todavía respira en el exilio. Ambos tuvieron que liberarse de la tiranía de Orígenes para encontrar su singularidad creadora. ¿Qué opinión tiene del creador de La isla en peso?
De Virgilio tengo muy buena opinión, aunque casi no lo conocí. No creo que La isla en peso ya me pudiera llegar a interesar. En cuanto al vanguardismo, yo llegué a él, principalmente, por influencia de las películas silentes de Tom Mix. No creo que a Virgilio le haya sucedido eso. Repito, casi no conocí a Virgilio, y me parece que él era demasiado serio, demasiado sartreano.

En 1994 se celebró en Cuba el cincuentenario de la revista Orígenes. A partir de ese momento, su obra, aunque no publicada allí, sí es leída por numerosos poetas de la Isla, muchos de los cuales ya nutren la abigarrada diáspora cubana. De cierta manera, muchos de los poetas de la llamada generación de los ochenta, han sentido su obra como un gesto creador afín e, incluso, liberador, también como un dispositivo simbólico semejante en la actitud ante la Historia y ante el hecho creador mismo. ¿Qué opinión le merece esta sorpresiva "segunda vida"?
Quizás, dicen eso, toda segunda vida pueda valer la pena. No sé… Aunque eso sí, lo que puedo asegurar es que mi primera vida no fue muy linda que digamos. Así que, quizás, ahora esté más libre, más dispuesto, para soñarme como un constructor de cajitas que quisiera meter a la Historia dentro de una de ellas.

En los últimos años ha publicado varios libros de relatos; recientemente, su novela Devastación en el hotel San Luis, también sus memorias El oficio de perder y una nueva edición de Los años de Orígenes. Con 82 años goza de una intensa vida creadora. Finalmente, el exilio, Playa Albina, ¿ha tenido un sentido creador?
No tengo ochenta y dos años. ¡Cuidado con eso! No me aumentes ni un día. Ya hace poco, en entrevista en Buenos Aires, aparecí con ochenta y cuatro años. ¿Qué es lo que está pasando? Sí, he hablado muy mal de la Playa Albina, pero aquí, donde durante años he sido un bag boy conductor de un carrito, parece que he sentido algo así como un sentido creador. Las cosas son así.

La marginalidad, el exilio, su confesa (aunque acaso irónica) vocación de "perder", su súbita conciencia de ser un "notario no-escritor", parece que le han servido para encontrarse a sí mismo y percibir la realidad (o irrealidad) de la vida y la cultura desde esa suerte de "país de al lado" desde donde es dable también encontrar, no sin dolor, una plenitud posible. ¿Qué le hace escribir desde esa "juventud" a lo Gombrowicz?
¿Estoy instalado en una juventud a lo Gombrowicz? Querido Jorge Luis, me estás dando por la vena del gusto. Ojalá que sea así, como lo dices: al fin joven, al llegar a los ochenta y un años. Quizás nunca es tarde si la dicha es buena.

Últimamente, su obra ha sido publicada y casi reverenciada en Argentina. ¿Cree que la tradición jovial de Macedonio Fernández, Roberto Artl, incluso del uruguayo Felisberto Hernández, han tenido que ver en esta fecunda recepción? ¿Cuál es su deuda con el surrealismo o ese "cubismo" al que se refirió Lezama?
Cubista siempre he sido. Así como siempre he sido un colachero. En cuanto a la deuda que el surrealismo cubano pueda tener conmigo —inmodesto que soy—, fíjate: los poemas automáticos —"Apollinaire al agua", dije en uno de ellos— que publiqué en la Suite para la espera, cuando tenía veinte años, todavía permanecen frescos. Y en cuanto a los argentinos, puedo decirte que también me considero un gaucho. Un gaucho albino.

Pero aunque huye de toda explícita sentimentalidad, creo que puede detectarse una muy profunda sentimentalidad lorenziana, muy a menudo por sus recreaciones ficcionales del pasado, su infancia o primera juventud sobre todo… Cine silente, por ejemplo. Noto en usted una decisiva impronta de César Vallejo. Creo que su texto "El santo del Padre Rector" es un ejemplo arquetípico.
Por supuesto, por supuesto, al menor descuido me meto en el cine silente (el Cine Mendía se llamaba), para oír la pianola que durante mi infancia me hizo llorar. Pero quizás eso se va alejando. Los viejos nos enfriamos, por lo que yo, más bien, me voy sintiendo como un coleccionista a lo Marcel Duchamp.

Un amigo común, Enrique Saínz, mantenía muy vivo en Cuba su recuerdo. No era una influencia literaria, sino una singular percepción de la vida. Yo aprendí a conocerlo, más que a través de sus libros, a partir de las anécdotas que me hacía Enrique, para nosotros jubilosas aunque implicaran muy a menudo una mirada devastadora para con la realidad cultural de nuestro país. Sin embargo, no hay dudas de que es esa mirada desmitificadora, jovial, lúdica, irónica, que huye de cualquier estereotipo, la que ha nutrido su obra. ¿Puede un escritor construir su obra con sus obsesiones, su memoria, sus fracasos, sus rencores, sus imposibles, de manera que vida y obra sean una misma cosa?
¿He podido llegar al punto en que mi vida y mis escribanías sean la misma cosa? Ojalá sea así. Hablas de Enrique Saínz. Sí, Enrique es una de las presencias más importantes que siento a mi lado, aunque hace años que no nos podemos ver, y no parece que nos podremos ver más nunca.

Justamente, la memoria (creadora, o como quiera llamársele) parece que tiene una importancia decisiva en su obra y percepción de la realidad. A veces da la impresión que usted desaprende o deconstruye la realidad a partir de un singular ejercicio de la memoria donde la imaginación juega también un papel decisivo. Es decir, la historia vivida se torna ficción o viceversa.
Por eso siempre he acudido al Diario. Siempre estoy escribiendo un Diario. Antes que nada, para construirme. Para jugar, y con ello inventarle una historia a mi vida.

Saínz me decía que usted había sido un obsesivo lector de Proust…
En los años finales de mi adolescencia estuve, como un enterrado vivo, metido en mi casa y sin terminar mi bachillerato, pero releyendo a Proust. ¿Cuántas veces he leído El tiempo perdido? Cuatro veces.

Un día o noche cualquiera en Playa Albina, ¿cómo lo describiría usted cuando escribe?
Muchas veces, junto a un pozo, aparecen Barberán y Collar, dos aviadores españoles que murieron trágicamente, después de haberse fijado en el imaginario cubano. Esto fue en la década del treinta. Pero ¿quién sigue recordando eso?
La noche, la noche la estoy sintiendo "afuera", y esto mientras estoy metido dentro de la casa. ¿Cómo es todo eso? Hay unos ruidos carmelitas, y el recuerdo de unos feísimos muebles carmelitas del tiempo de mi infancia. Pero ¿cómo podré narrar eso? No sé, pero eso me está persiguiendo.
Nunca dejo de tener miedo. Debe ser que la muerte está cerca.

Su obra, su vitalidad creadora, desmienten, como otras (José Kozer, Octavio Armand), ese seudo-mito castrista de que el exilio es nocivo para la escritura. ¿Qué cree usted? ¿No será que esa misma "pérdida" propicia la plenitud de una escritura?
Exilio, insilio, el carajo bendito. Ya, pasado el tiempo, no sé ni lo que quiere decir eso. Para ponerte un ejemplo, siento más no poder terminar mis días en Buenos Aires, que de llegar a regresar al lugar de las ruinas castristas, si es que eso se llegara a producir. No sé, creo que me he acostumbrado a ser un apátrida.

Finalmente (aunque mejor no terminar nunca), ¿qué escribe ahora mismo?, ¿qué hará con su futuro el escritor (o "notario no-escritor") Lorenzo García Vega?, ¿qué otras obras espera publicar?
Espero…, espero, pero, ¿qué es lo que puede esperar un viejo? Bien, espero poder publicar mi penúltimo diario, El cristal que se desdobla, si es que encuentro un editor. ¿A quién le va a interesar un diario de un hombre que se pasó diez años trabajando de bag boy en un supermercado de la Playa Albina. Y sigo con mi último diario, el que se publicará cuando ya yo esté en el cielo. Como ves, empecé en 1952, con los Rostros del reverso, y sigo inventándome. Y, para terminar, muchas gracias, Jorge Luis, por haberte ocupado de mí.


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baladas de un bag boy


gotas introductorias
1. En el Publix, poniéndonos nuestros respectivos delantales, mientras esperábamos el momento para marcar la tarjeta, oí que un viejo bag boy, recién operado de la próstata, dijo sonriendo: “Somos los fieles difuntos”.
2. Se mueve con el viento el negro tiburón de cartón que pende del techo de ese final de línea, donde se venden las cervezas. Fue cuando él, primero, se dijo que recordar es una de las cosas más inútiles del mundo, y después se fue para su casilla, donde encontró, y después se puso, su delantal de bag boy.
3. La baratura de un objeto que se llama Efeso. Un Efeso que no está a la orilla del mar Egeo, sino de un mar chino que, a la vez, es el mar de las Azores. Y todo esto, repito, barato, baratísimo, en la venta realización de la Farmacia Navarro. Nadie se puede imaginar la alegría que esto puede producir.
4. En Playa Albina, cuando con luz fregada por la noche, las casas alcanzan su blancor espectral. Entonces uno comprende que una vida sin pasado es lo igual a la cenestesia que produce un anuncio lumínico del Winn-Dixie. Experiencia, lo aseguro, que no deja de ser muy agradable, sobre todo después que uno ha logrado convertirse en un fantasma.
5. La guardo bien, por si algún día me da la gana de ahorcarme –dijo un viejo bag boy, veterano de la guerra de Corea, al guardarse en el bolsillo la soguita con que amarra los carritos del supermercado.


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para comerte mejor A la poetisa Yísica Vivero
Betty Boop nació, yo lo recuerdo, el 12 de agosto de 1932. es algo de lo que me hubiera gustado haberte hablado, pero es otra cosa la que te voy a decir.
Te voy a…, entonces… Pero no, no son las amenísimas praderas, ni nada que con el Virgilio o Garcilaso que ver tenga, de eso que te voy a hablar, sino ¡querida Yísica!, de tinturas te hablaré, de perfumes del Discount, de latas –muchas latas–, y de residuos y colores del Mercado.
Como si nada, como un Duende, por todos los lados de una caja contadora me deslizo. Soy, de residuos, un riguroso catador. Saco una libretita, la saqué hace unos días, y podrás saber que apuntando me esmeré, por puro desinterés estético, a minuciosamente anotar todas las diferencias entre las distintas marcas de sardinas.
Por supuesto, tú conoces mi afición, no hay que explicarte. Afilando mi lápiz, día a día voy elaborando el Manifiesto que, sin que me quepa duda y algún día, sacará a la luz sin ningún toque sibilino, la necesidad de cantar el esplendor de todos los productos enlatados.
No soy un poeta, pero precios van con colores, hay filas de luces a través de las bolsas reciclables. De un cremita serio, latas de tomate que tienen el perfil. Yo me muero por recoger, clasificar a los anuncios. Voy, iré hacia todos los rincones y pasillos, donde están los productos en que, a nada, el colesterol ha quedado reducido.
Pues hay una, casi hay una, mancha amarilla, imperceptible, en el izquierdo lado del anuncio de un McDonald´s. Hasta arenques hay, con un espacio en blanco. Y que me salgan todas las ternuras cuando, desde la música indirecta del Discount, corre por los pasillos el Bolero que, oído frente al anaquel donde están todos los plásticos, me incendia el rojo vivo, cuadradito, de la linda cajita con los klínex.


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nuevos productos
Lo sacaste todo de la bolsa plástica que te dieron en el supermercado, para guardar lo que habías comprado.
Sacaste El Más Turbado, ese muñequito lindo, vestido de negro y sin cabeza (para asustar a los niños). Sacaste también el “Amon Ra Sagrado”, la buena lata de comestible que cogiste en el estante amarillo bizantino.
El “Amon Ra” que está puesto en exhibición, y que parece que lo rodea un gran aparato de propaganda, veo que lo acabas de vaciar de la lata para ponerlo en el horno de microonda.
El “Amon Ra” puede ser cortado en lascas muy finas.
Son buenos productos del supermercado, apenas con colesterol. Tal como aquel que tiene pintado en la etiqueta a un lindo pastel cósmico, el cual se supone movido por el gran Dedo de la divinidad. O algo así, también, como la melcocha de la Serpiente, la cual viene en cajas muy especiales.






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carlos a. aguilera
(la habana, 1970. reside en alemania)



“el oficio de perder”, un monólogo perverso


Más que memorias o testimonio, en el sentido filológico del término, El oficio de perder, de Lorenzo García Vega es un ''monólogo perverso'', una suerte de reflexión a medio camino entre las anécdotas personales y la historia. Historia que muchas veces le sirve no sólo para interrogarse a sí mismo (Jekyll que observa su contraparte Hyde), sino para adentrarse en el desbarajuste cubano y leer la relación entre literatura y delirio en la isla como muy pocos lo han hecho hasta ahora, sus conexiones.
Y es que García Vega, autor de libros tan puntuales como Rostros del reverso, Vilis, Variaciones a como veredicto para el sol de otras dudas, editados en pequeñas tiradas tanto en Caracas como en Miami, que ya exploraban a su manera la fijación caricaturesca que posee éste con el año 1936, el grupo Orígenes, el central Australia o la Revolución..., no sólo intenta en este nuevo libro desenredar eso que continuamente llama ''mi laberinto'', es decir, esa mezcla de infancia, kitsch e ideología de los que está compuesta toda vida, sino, lo que ha quedado fuera, la residua que sólo es posible entrever en una falsa sesión de espiritismo o psiconálisis.
Parodia, en este caso de lo segundo, en la que Lorenzo parece regodearse como un personaje de Woody Allen tomando un curso de autoanálisis por correspondencia, y lo lleva en varios momentos de su autobiografía a repetir y repetir lo mismo como si una suerte de sentido oculto o político se le escapara. Para esto, el autor de Los años de Orígenes, quizá su principal libro y del que El Oficio... es continuación a distancia, no sólo se hace preguntas que de vez en cuando serán respondidas con citas, nuevas preguntas o precisiones absurdas, a veces tan largas que lo más seguro es que un lector no entrenado: no entrenado en Puig, Arlt o Gertrude Stein, se sentirá perdido; sino con el delirio. El delirio que siempre está detrás de todo y lo hace entender la literatura, la república o la ''cagazón castrista'' como parte de una radionovela con protagonistas precisos y sin salida...; el delirio que siempre está detrás y convierte todo, ése todo, en ópera bufa.
Caricaturización que le ha traído a García Vega no pocos disgustos (la enemistad de los integrantes del Grupo Orígenes al que Lorenzo perteneció podría ser un ejemplo), además de la indiferencia de la mayoría de las editoriales de tema cubano, donde un proyecto tan poco autocelebratorio y conceptualmente crítico con el vivir institucional y civil insular no tiene, no encuentra, ningún espacio.
Quizá una de las reflexiones más interesantes y que marcan una diferencia entre sus primeros libros, escritos bajo el parapeto origenista, y los que después poco a poco ha ido configurando, es precisamente su obsesión (su consciencia) de escritor no-escritor: no-escritor que escribe, como él mismo apunta. Obsesión que lo ha llevado a elaborar un mundo donde Gombrowicz, Macedonio, Arlt, y toda una suerte de ''malas'' escrituras conforman un estilo. Un estilo lleno de escupitajos e interrupciones, tal y como haría un viejo al que se le olvidan las cosas y carraspea (escena con la que al propio García Vega le gusta entretenerse a veces). Un estilo ''antipatriótico'', mitad bolero, mitad salón de trepanaciones, como se podría escribir con ironía.
¿Pudiera o va a tener este estilo alguna resonancia sobre la literatura actual de la isla? Me gustaría pensar que sí, aunque... No sólo porque los proyectos políticos cubanos siempre han estado centrados en una suerte de éxtasis elegíaco (recordemos a Saco tirando discursitos sobre la grandeza criolla o a Chibás dándose un pistoletazo), cosa que ha sabido aprovechar muy bien el proyecto despótico de Fidel Castro; sino, porque la propia literatura, la que se ha configurado desde los años 60 hasta la fecha, no ha podido escapar del proyecto demencial de Nación, y de una tradición de lo afirmativo donde todo lo que pueda concebirse como crítica o caricatura ¿para no hablar ya de conceptos? es, cuando menos, no tomado en cuenta.
Razón que ha hecho que en la literatura insular, junto a un desprecio ideológico del género y una suerte de complejo de inferioridad con respecto a occidente, no abunden libros sobre-desde la memoria. (Es curioso como Lezama nunca publicó su excelente diario en vida, tal y como hacen continuamente otras literaturas: la italiana o la alemana por ejemplo; y un escritor tan desparpajante como Piñera, con el que García Vega comparte algunas semejanzas, más allá de algunos fragmenticos en revistas, nunca se tomara en serio el hecho de ordenar su autobiografía, tan importante como sabemos ahora para entender de manera diferente la relación literatura-sociedad civil-sexo en buena parte del siglo XX cubano, además de para entender algunas claves de sus libros.)
Las excepciones de turno serían, como ya sabemos, Reinaldo Arenas que construyó gran parte de sus novelas sobre el límite entre ficción y testimonio, para no mencionar su autobiografía, tampoco publicada cuando éste vivía aunque por razones distintas, y que traza el mejor mapa sobre la represión que se ha publicado en español en los últimos años. Cabrera Infante, que hizo de la memoria o los constructos que se pueden elaborar con ella un territorio, un territorio de juego y política, tal y como demuestra el hecho de estar siempre patinando sobre una Habana que ha sido (y continuará siendo) destruida por la ideología. Y el propio García Vega, que no sólo ha sido el que más insistentemente ha señalado los lugares comunes de un país como Cuba, ese ''vivir bajito'' como grazna con sorna a veces; también, el que mejor se ha inspeccionado a sí mismo. Observándose todo el tiempo como alguien que debe volver a pensar todo lo que le ha sucedido y relacionarlo con los mundos que alrededor circulan. Y para esto, ha creado la máquina literaria más ''polémica'' de todas las que se han intentado post-lezama. Una máquina chiquitica, neurótica, contrahistórica, socarrona... Tal y como es la vida, cuando uno la entiende, sobre todo, como una especie de juego.




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joel brouwer
(michigan, 1968)



estéticas
¿Tu hermano tiene leucemia? Talla marfil. ¿Las elecciones estaban arregladas? Escribe una villanela. Una chica tiembla bajo las luces de la calle, se quita sus mitones, saca un yo-yo plateado de su bolsillo. Ladran perros tras las cercas. Usa aceite sobre la madera. Concéntrate en pasear cuando coreografíes tu divorcio; tendrás que moverte en él por siempre. Dos hombres de uniforme verde tienden a una mujer en una mesa de metal. Uno tiene una manguera de goma, el otro unas tenazas. Llega un tercer hombre con sandwiches y un termo. Un cuerpo tiene partes duras y blandas, como un piano. Proviene música de donde se unen.


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claro
Respiras más fácilmente en el claro, como si levantaran una piedra de tu pecho o bajaran el voltaje. Antes de eso, todo es embarazoso, nunca sabes lo que vendrá después: suicidios, tiroteos, familias que gritan. En el camión alguien tiene que ponerle el saco de arroz en la cabeza al prisionero, atar sus manos. No puedes evitar tocar la piel. El sendero a través de la jungla es fangoso, y cuando lo conduces a veces resbalas, te agarras de su hombro, lo sientes temblar. Es embarazoso. En el claro las cosas son simples. La luna brilla sobre una botella inclinada. Tú tienes una pala o un arma.


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profesor
Entró tropezando borracho, rasgueando un ukelele, sugirió que todos nos quitáramos las camisas. Parecía raro. Pero todos dicen que es un genio, así que OK, pensamos, quizás es una metáfora para algo. Nuestra primera tarea: beber la sangre de alguien. No la tuya propia. Reportarlo. La siguiente semana nos sacó afuera a una ventisca, señaló a la biblioteca y gritó, ¿Qué es eso? El viento balbuceaba como un lunático. ¡La biblioteca!, gritamos. Él frunció el ceño, negó con la cabeza, volvió a preguntar. Pasaron las horas. Nuestras lenguas se helaron. Pero aprendimos la lección: nos fuimos uno a uno, solos, congelados.


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siglo
El arte en el museo, cansado y húmedo, demandaba soledad. ¡Estamos cansados de llorar sus lágrimas! ¡Por este medio decretamos el cambio purificador y en lo adelante rechazamos la basura! ¡Ahora piérdanse! Cuando los curadores se ofrecieron al compromiso mediante la admisión de solo ciegos, el arte respondió suicidándose: cada pieza se transformó en un espejo. Bajo un banco hallamos una fotografía de Eva Braun y Hitler engarzados en un hondo beso húmedo. Ella está desnuda, leche azul contra su uniforme negro. Él tiene látigos en cada mano. Nos apretamos para ver. ¡Tan hermosa fotografía! Tenía que ser así: era eso o los espejos.










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ror wolf
(turingia, 1932)



Alguien me contó que un hombre llamado Stubb había estado en Pisa, ciudad muy conocida y visitada por su torre famosa. No creo en esa historia; estuve allá más o menos al mismo tiempo y no vi a Stubb. Sin embargo, me encanta la historia y me gusta contarla de vez en cuando.


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Un hombre tenía la intención de atravesar el mundo caminando y una mañana se puso en marcha. A mediodía se detuvo para ganarse las simpatías del lector. Contó de la ciudad de Bex e hizo una observación graciosa sobre Buchs, seguida de unas palabras apropiadas sobre Bitsch. Pero antes de que hubiésemos conocido debidamente a Bitsch, el hombre estaba ya en Brig, de donde fue a Lax describiendo una curva redonda, naturalmente sin haber olvidado considerar una pequeña excursión a Gletsch. Así charlábase él a través del continente. Acariciaba los objetos de la naturaleza, pero igualmente los viaductos jorobados, los largos puentes que saltaban de hondas quebradas; se deslizaba por las aguas y por el aire. Y poco después ya cautivaba nuestra atención con una cosa completamente distinta. Los lugares pasaban volando. Aquel hombre no gritaba, ni siquiera en voz alta. Yo diría: susurraba.


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Rubini, el famoso cantante italiano que después de haber llamado tímidamente entró por la puerta –¿o la tumbó de una patada?– Pues bien, este Rubini se me acercó pero no rompió a cantar sino que dijo: Señor, usted no significa nada para mí, me importa un pepino cómo se encuentra, su destino no es mi asunto, vive en feas condiciones, es cierto, pero usted no me interesa en lo más mínimo y tampoco me importa lo que dice, no hago caso a sus palabras, ni siquiera las escucho, las palabras no significan nada para mí, por eso ponga atención: le voy a dejar ahora, no me gustan sus puros, son horribles como las circunstancias en las que vive. Me iré ahora mismo, no me verá nunca más. A partir de esa mañana vi a aquel hombre por todas partes. Rubini, el favorito de público, sentado en cualquier café que yo frecuentase y dejando crujir su periódico. En cualquier escalera subía sin sombrero a mi encuentro soltando una risa corta, peligrosa. Rubini bailaba en la terraza del Grand Hotel, en esta vida ligera, tintineando. Le vi de frac negro en las termas frotando las manos de una señora encorvada, o presa de una agobio universal sentado en el banco de un parque, lanzando silbidos al aire. Una noche salté de la cama al armario, lo abrí bruscamente, palpé en la oscuridad y me topé con un cuerpo humano que soltó un grito horrible. Tenía la cabeza casi calva. Posiblemente Rubini, pero no estoy seguro. Sin embargo, ahora ya no tiene ninguna importancia, porque en este momento está en el teatro municipal abriendo los brazos y la boca y canta desde allá arriba hacia mí aquí abajo: es él. Si le veo, me pongo a pensar pero también me pongo a pensar si no le veo. Siempre me pongo a pensar y, teniendo en cuenta el escaso brillo de su voz, realmente eso no es necesario.


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Un hombre –un hombre increíblemente pesado– rompió a cantar con toda su fuerza, de modo que lo echaron de la taberna. Cuánto pesaba este hombre en realidad, nadie sabría decirlo. Pero puede suponerse sin más ni más que pesaba muchísimo. Si era realmente el más pesado de todos los hombres, como afirmó el tabernero, no es posible verificarlo. Decían que le era completamente imposible caminar o acostarse. Debía permanecer día y noche sentado en un sillón, y como se trataba de un sillón de un tamaño tan monstruoso que no cabía por ninguna puerta del mundo, tenía que sentarse a la intemperie, bajo tempestades, bajo la lluvia y bajo el brillo de la luna, los ojos pequeños hundidos en la carne.


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En mi viaje al este de Uganda vi a principios de septiembre a un hombre parado y solo. Me acerqué y me di cuenta de que una hoja estaba bajando tan pesadamente que tenía la impresión de que iba a aplastar a todo el país y por lo tanto también a este hombre y a mí mismo. Pero para mi gran sorpresa nada de eso ocurrió. La hoja pesada y carnosa quedó suspendida en el aire vaporoso como una gigantesca cuchara redonda de hueco profundo. Una cuchara con la cual se hubiera podido sacar a cucharadas el mundo entero. El viento no se movía. Tampoco el hombre se movía. Pero un día, después de haberme mirado un buen rato, se marchó. Sin embargo, su manera de caminar no era más que un empujar de piernas. Sus pies no se desprendían del suelo. Sino que vadeaban el barro que cubría todo el país como huevas de peces. Más tarde, el hombre iba a tener un papel importante en aquella región. Pero en mi vida, de hecho, no aparece nunca más.


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Una vez estaban buscando a un hombre que había desaparecido. Lo buscaron durante varios meses. En julio creían haberlo encontrado en Amberes y en distintos lugares de Hungría, cerca de Goppingen en Wurtemberg y en Tauberbischofsheim. En agosto en algunos sitios Suiza, y en el sur de Suecia, en el Havre, en Halle y a finales de septiembre en cierto punto de Asia, a un paso de Bombay. Allí el hombre se desplomó con un grito. La gente que pasaba estaba convencida de que se trataba de un grito de dolor. Pero yo digo, tal vez no ha gritado de dolor, sino por un motivo bien distinto. Después el hombre engordó muchísimo y hablaba sin parar. Pero si alguien le preguntaba por su nombre, su cara se oscurecía. Se fue reservado y taciturno y desapareció.


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Un hombre estaba buscando a una mujer para que lo acompañase al piano. Un día, la mujer perdió la paciencia y se echó en brazos de un extranjero. Se enfermó y diseminó la enfermedad entre veinte hombres antes de perecer de la manera más miserable. El hombre que hemos mencionado al principio, y que se llamaba Krott, quedó tan horrorizado que vino a verme para contarme lo sucedido. En un momento de gran atención pública, se inclinó sobre mí y vi que me estaba hablando con insistencia, aunque lo que estaba diciendo no parecía distinto de lo que ya he contado. No le presté ninguna atención sino que sólo miré en su boca y ahí adentro vi un minúsculo pedacito arrancado, una mancha negra al fin y al cabo sin importancia. No obstante podría, sin ningún esfuerzo, llenar con la descripción de esa mancha un libro sustancial. Sólo para la descripción de la boca abierta se necesitaría un capítulo entero. Unas cuantas frases, seguramente –o al menos algunas palabras.


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Dejo atrás a tres hombres americanos y paso a un hombre de Garz de cuyo destino hasta ahora sólo hemos tenido noticias muy pobres. Este hombre, un cierto Klomm, estaba sentado en una taberna a orillas del mar. Pidió cerveza y describió con todo detalle el mundo blando de los animales fluyentes. El grado de sensaciones que proporcionan no se puede, dijo Klomm, imaginar menos débil. En el curso de su disertación un ser fino, pálido y gelatinoso fluía por la mesa y por su mano puesta en ella. Klomm apenas lo sentía. El ser seguía fluyendo, transparente, tierno y tembloroso. Quería coger el vaso, pero ya no existía su mano. Había sido devorada, digerida. Había desaparecido fluyendo. Ninguna sensación, por débil que fuera, lo había puesto sobre aviso. Se asombró mucho, pero pronto no pensó más en lo sucedido.


replay

sabrina orah mark
(México D.F., 1975. Reside en Georgia)



hola
Yo soy una anatomía y cojo turnos. A veces después de la cena los envuelvo en periódicos. Antes de que se enfríen o uno aún esté durmiendo. Hola. Me llaman Zilla. Me enamoré en el tren nocturno a Varsovia. Cada situación humana me parece una terrible broma. Soy una blusa desgarrada en ese río rojo. Ja ja holocausto. No me pudo quejar. Hay reglas y hay cebollas y hay hermosas capas exteriores. ¿Eres tú, queridito? Déjame ver tu pase de visitante. Unos trabajadores del hoyo de grava hallaron a Zilla sosteniendo una sombrilla abierta, despidiéndose de sus fans y cantando “ella se enamoró en el tren nocturno a Varsovia.” Hola. Me llaman Zilla. Los toco mientras tratan de trepar el muro. Déjennos contarles como es ser Zilla, dicen, mientras dividen al medio mi peluca. Es como


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los bebés
Algunos creyeron que era por todos los bebés que repentinamente parecía estar yo teniendo. Otros, que debía pagar por los daños. De hecho, no me estaba haciendo más joven, así que compré un pequeño acuario y me fui del pueblo. Me enredé con el dueño de una tienda de juguetes hasta que él me abandonó por un robot más hermoso. Me enredé con un lector de folletos de instrucción. No importa. Estaba perdida. Para cuando llegué a lo de la señora Greenaway, estaba claro que yo no estaba en ninguna parte. A cambio de alojamiento y comida, yo rearreglaría sus muebles, sus marcas de nacimiento, sus animales tranquilos, hasta que adoptaran formas más satisfactorias. A veces las formas eran simples, como un bigote o una pipa. A veces eran arreglos más complicados, como el de la barbería cerrada del fallecido señor Greenaway. Con los años, mientras la señora Greenaway y yo nos hacíamos más y más difusas, las sombras también se hacían. Para fines identificatorios, les dábamos nombres como Ella No Engañaba a Nadie, Estaba Dolida y Estaba Muy Lastimada, o Las Entrañas de los Doctores. Una noche cuando trabajaba en una pieza que pensaba nombrar Sinfonía, Sinfonía, las formas empezaron a deslizarse de mis manos. Al principio, tal como lo recuerda la señora Greenaway, el sonido de vidrio roto. Después las trompetas. Entonces la terrible música de todos aquellos bebés que parecía estar teniendo de repente, marchando, como soldados, en fila. Entonces sus panzas redondas y húmedas viniendo hacia mí. La señora Greenaway aún habla sobre cuán expertamente me acogieron en sus pequeños brazos. Y como me conducieron, no como una prisionera. Sino como una madre. A un pasado que aún juro que nunca tuve.


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el bigote
Todo acerca del joven taxidermista extranjero era exagerado. ¿De veras tenía que usar el delantal de los castillitos rojos en la tienda? ¿O pasar, de noche, a través de los árboles? No lo creo. Le traía cubos de agua helada día tras día esperando que se enfriara un poco. De hecho, nunca lo hizo. Pero para ser justa, él realmente practicaba lo que los periódicos llamaban “heroica medicina.” Era el amor. Lo admito. Era amor bonito. Yo era la envidia del mundo, estando enganchada con tal genio, y se sentía bien. Por supuesto, en estos días no puedo tocar soga o un niño pequeño sin pensar en él. Sin esperar que sus manos grandes aparezcan de alguna parte. Estábamos, como madre dijo, “volviéndonos locos lentamente.” Hablaba durante horas sobre higiene, la Cura Acuática, por ejemplo, y escribió un ensayo ganador de premios sobre el Baño Eléctrico como forma de curar la histeria en la zorra. “Demasiadas zorras”, decía agitando su puño, “demasiadas zorras corriendo como gallinas con sus cabezas cortadas.” En los meses de invierno íbamos en bicicleta hasta el rastro de metales descartados donde me hacía el amor en devoto silencio. ¡La alegría en sus ojos cuando halló esa pequeña caja! Era a la vez tierno y duro, y nunca había sido tocada, y nunca lo volveré a ser, por otro hombre. No me di cuenta del bigote negro que crecía lenta pero imperdonablemente sobre su hombro izquierdo hasta que transcurrieron dos o tres años en nuestro amorío. Al principio parecía inofensivo. Un pequeño parche de hierba muerta. Pero eventualmente no podía evitar ver el gran campo oscuro. Su silente picor. Por entonces comenzaba el otoño y, de hecho, esto nos separó.


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Transilvania, 1919
“Es bueno estar de regreso”, dicen, levantando la puerta de acceso y mirando dentro. Es temprano. No esperaba visitantes. Me deslizo del regazo muerto de mi abuelo y sonrío tímidamente. Manos unidas, bajan de puntillas las escaleras. Como una ráfaga larga y oscura. Como un siglo. Están usando mis zuecos. Aprietan sus pulgares en mis mejillas y me pellizcan las muñecas. “¿No es esto romántico?”, sisean, señalando a mi abuelo hasta que su boca se abre. Lo rodean y halan el hilo oscuro de sus puntadas en el brazo. Arriba, mamá está avergonzada. Mamá nos grita que nos vayamos a casa. Sus espejuelos están enmendados con cuerdas… lo que me recuerda: subo las escaleras. Mi abuelo deshaciéndose en mis brazos. Subo las escaleras hasta donde mamá está barriendo las golondrinas en su gran saya marrón. Está muy vieja. Beso a mi abuelo y suavemente lo acuesto. Como hizo una vez mamá. Cuando por primera vez la conocí. Entre la grava y el transporte del circo.


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los experimentos duraron todo el invierno
Preguntamos ¿qué es esto? Crujía. Cavamos un agujero. ¿Qué es esto?, preguntamos, ¿un nocturama? No, acordamos, la cosa no era un nocturama. Un nocturama es cuando no puedes recuperar su aliento. Asentimos. Cavamos un agujero. Nuestro cabello blanco se caldeó alrededor de la cosa, preguntamos, ¿es esto una génesis? No, acordamos, la cosa no era una génesis. Una génesis es cuando barre a través del agua. Asentimos. Crujía. Nos acercamos más unos a los otros, preguntamos, ¿qué es esto, una quietud? Lo observamos desde la distancia, acordamos, la cosa no era una quietud. Una quietud es cuando sus piernas se aproximan. Cavamos un agujero. Subimos al árbol para observarlo desde arriba. ¿Qué es esto?, preguntamos, ¿mirar al chico? Tocamos nuestros instrumentos y acordamos que la cosa no era mirar al chico. Mirar al chico es cuando no hay chico. Cavamos un agujero. Nos debilitamos. Ya no podíamos tocar la cosa. Temíamos que la cosa nos hubiera mentido. ¿Qué es esto?, preguntamos, ¿un padre? Cavamos un agujero. No, acordamos, la cosa no era un padre. Un padre es cuando levantas la tela hasta sus labios. ¿Qué es esto?, preguntamos, nos apretamos unos contra otros, ¿qué es esto? ¿una guerra? No, acordamos, la cosa no era una guerra. Una guerra es cuando no puedes oír a los animales.



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albert camus
(orán, 1912 – paris, 1959)



el terrorismo de Estado y el terror racional (fragmentos)

La libertad, “este nombre terrible escrito en el carro de las tempestades”, está en el principio de todas las revoluciones. Sin ella, la justicia parece inimaginable a los rebeldes. Sin embargo, llega un tiempo en que la justicia exige la suspensión de la libertad. El terror, pequeño o grande, viene entonces a coronar la revolución. Cada rebelión es nostalgia de inocencia y apelación al ser. Pero la nostalgia toma un día las armas y asume la culpabilidad total, es decir, el asesinato y la violencia. Las revoluciones serviles, las revoluciones regicidas y las del siglo XIX han aceptado así, conscientemente, una culpabilidad cada vez mayor en la medida en que se proponían instaurar una liberación cada vez más total. Esta contradicción, que se hace evidente, impide que nuestros revolucionarios tengan el aire de dicha y de esperanza que se manifestaba en el rostro y en los discursos de nuestros constituyentes. Si es inevitable, si caracteriza o revela el valor de la rebelión, es la pregunta planteada a propósito de la revolución del mismo modo que se plantea a propósito de la rebelión metafísica. En verdad, la revolución no es sino una consecuencia lógica de la rebelión metafísica, y en el análisis del movimiento revolucionario advertiremos el mismo esfuerzo desesperado y sangriento para afirmar al hombre frente a lo que le niega. El espíritu revolucionario se encarga así de la defensa de esa parte del hombre que no quiere inclinarse. Sencillamente, trata de dar su reino en el tiempo. Al rechazar a Dios elige la historia, en virtud de una lógica aparentemente inevitable.
En teoría, la palabra revolución conserva el sentido que tiene en astronomía. Es un movimiento que riza el rizo, que pasa de un gobierno a otro después de una traslación completa. Un cambio del régimen de propiedad sin el cambio de gobierno correspondiente no es una revolución, sino una reforma. No hay revolución económica, sean sus métodos sangrientos o pacíficos, que no parezca política al mismo tiempo. La revolución, por esto, se distingue ya del movimiento de rebelión. La frase famosa: “No, señor, no es una rebelión, es una revolución”, pone el acento sobre esa diferencia esencial. Significa exactamente: “Es la certeza de un nuevo gobierno”. El movimiento de rebelión, en su origen, se interrumpe de pronto. No es sino un testimonio sin coherencia. La revolución comienza, por el contrario, a contar de la idea. Precisamente, es la inserción de la idea en la experiencia histórica, en tanto que la rebelión es solamente el movimiento que lleva de la experiencia individual a la idea. Mientras que la historia, incluso la colectiva, de un movimiento de rebelión es siempre la de un compromiso sin salida en los hechos, de una protesta oscura que no compromete sistemas ni razones, una revoluciones una tentativa para modelar el acto sobre una idea, para encuadrar al mundo en un marco teórico. Por eso es por lo que la rebelión mata hombres, en tanto que la revolución destruye a la vez hombres y principios. Pero, por las mismas razones, se puede decir que todavía no ha habido revolución en la historia. No puede haber en ella más que una, que sería la revolución definitiva. El movimiento que parece terminar el rizo inicia ya otro nuevo en el instante mismo en que el gobierno se constituye. Los anarquistas (…) han visto bien que gobierno y revolución son incompatibles en sentido directo. “Implica contradicción –dice Proudhon– que el gobierno pueda ser alguna vez revolucionario, y ello por la sencilla razón de que es gobierno”. Hecha la prueba, añadamos a eso que el gobierno no puede ser revolucionario sino contra otros gobiernos. Los gobiernos revolucionarios se obligan la mayoría de las veces a ser gobiernos de guerra. Cuanto más se extienda la revolución tanto más considerable es lo que se arriesga en la guerra que ella supone. La sociedad salida de 1789 quiere luchar por Europa. La revolución total termina así reclamando (…) el imperio del mundo.
A la espera de esa realización, si ha de sobrevenir, la historia de los hombres es, en un sentido, la suma de sus rebeliones sucesivas. Dicho de otro modo, el movimiento de traslación que halla una expresión clara en el espacio no es sino una aproximación en el tiempo. Lo que en el siglo XIX se llamaba devotamente la emancipación progresiva del género humano, parece desde el exterior una serie ininterrumpida de rebeliones que se sobrepujan y tratan de encontrar su forma en la idea, pero que todavía no han llegado a la revolución definitiva que estabilizaría todo en el cielo y en la tierra. Un examen superficial sacaría en conclusión que se trata, más bien que de una emancipación real, de una afirmación del hombre por sí mismo, afirmación cada vez más amplia, pero siempre inconclusa. En efecto, si hubiese una sola vez revolución ya no habría historia. Habría unidad dichosa y muerte saciada. Por eso es por lo que todos los revolucionarios aspiran finalmente a la unidad del mundo y obran como si creyesen que se acaba la historia. La originalidad de la revolución del siglo XX consiste en que, por primera vez, pretende abiertamente realizar el viejo sueño de Anacharsis Cloots, la unidad del género humano y, al mismo tiempo, la coronación definitiva de la historia. Así como el movimiento de rebelión iba a parar al “todo o nada”, y como la rebelión metafísica quería la unidad del mundo, así también el movimiento revolucionario del siglo XX, al llegar a las consecuencias más caras de su lógica, exige, con las armas en la mano, la totalidad histórica. La rebelión se ve obligada entonces, bajo pena de ser fútil o caducar, a hacerse revolucionaria. Para el rebelde ya no se trata de deificarse a sí mismo como Stirner o de salvarse sólo mediante la actitud. Se trata de divinizar la especie como Nietzsche y de hacerse cargo de su ideal de superhumanidad a fin de asegurar la salvación de todos, según el deseo de Ivan Karamazov. Los poseídos entran en escena por primera vez e ilustran uno de los secretos de la época: la identidad de la razón y de la voluntad de dominio. Muerto Dios, hay que cambiar y organizar el mundo mediante las fuerzas del hombre. Como no basta por sí sola la fuerza de la imprecación se necesitan armas y la conquista de la totalidad. La revolución, inclusive y sobre todo la que pretende ser materialista, no es sino una cruda metafísica desmesurada. Pero ¿la totalidad es la unidad?
(…)
En la Inglaterra del siglo XX, entre los sufrimientos y las terribles miserias que provocaba el paso del capital de bienes raíces al capital industrial, Marx disponía de muchos elementos para construir un impresionante análisis del capitalismo primitivo. En cuanto al socialismo, fuera de las enseñanzas, por lo demás incompatibles con sus doctrinas, que podía sacar de las revoluciones francesas, se veía obligado a hablar de ellas en futuro y de manera abstracta. No es de sorprender, por lo tanto, que haya podido mezclar en sus doctrinas el método crítico más valedero y el mesianismo utópico más discutible. Lo malo es que el método crítico que por definición debería adaptarse a la realidad, se encontró cada vez más separado de los hechos en la medida en la medida en que quiso permanecer fiel a la profecía. Se creyó, y esto ya es un indicio, que se quitaría al mesianismo lo que se concediera a la verdad. Esta contradicción es perceptible en vida de Marx. La doctrina del Manifiesto comunista no es ya rigurosamente exacta veinte años después, cuando aparece El capital. Por otra parte, El capital ha quedado inconcluso, pues Marx se inclinaba al final de su vida sobre una nueva y prodigiosa cantidad de hechos sociales y económicos a los que había que adaptar nuevamente el sistema. Estos hechos concernían en particular a Rusia, a la que había menospreciado hasta entonces. Se sabe, finalmente, que el Instituto Marx-Engels de Moscú interrumpió en 1935 la publicación de las obras completas de Marx, cuando aún quedaban por publicar más de treinta volúmenes; el contenido de esos volúmenes no era, sin duda, bastante marxista.
En todo caso, desde la muerte de Marx sólo una minoría de discípulos permaneció fiel a su método. Los marxistas que hicieron la historia se apoderaron, por el contrario, de la profecía y de los aspectos apocalípticos de la doctrina para realizar una revolución marxista en las circunstancias exactas en que Marx había previsto que no se podía producir una revolución. Puede decirse de Marx que la mayoría de sus predicciones chocaron con los hechos al mismo tiempo que su profecía era objeto de una fe creciente. La razón de ello es sencilla: las predicciones eran a corto plazo y pudieron ser fiscalizadas. La profecía es para un plazo muy largo y cuenta con lo que constituye la solidez de las religiones: la imposibilidad de hacer la prueba. Cuando las predicciones se derrumban queda la profecía como única esperanza. De ello resulta que es la única que reina en nuestra historia.




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ernesto santana
(puerto padre, 1960. reside en la habana)



la Habana submarina
Excepto las urbes muy jóvenes que se levantan sobre terrenos sin vestigios de asentamientos anteriores, las ciudades son en general una acumulación de ciudades sucesivas, aunque a veces no queden muchos rastros debajo de las nuevas construcciones. Pero también son la superposición de ciudades imaginarias, de visiones de un mismo sitio, de modos diferentes de vivir un espacio.
Como también hay ciudades en el tiempo. Hubo un San Cristóbal de La Habana entre murallas y fortalezas para no caer más entre el incendio y la destrucción de los que codiciaban sus tesoros, y hubo una Habana extramuros, sin cesar creciente y mundana, que en el siglo XIX gozaba de una enorme ponderación y que ya sobre 1920 no existía, como se queja Jorge Mañach en sus Estampas de San Cristóbal. En esos años, cuentan, el teósofo Jinarajadasa hacía una de sus giras por Las Antillas y, habiendo atracado en el puerto de La Habana, se negó a bajar del barco a las calles, perturbado por el aura oscura que dijo ver, densa, sobre la ciudad. Y hubo la rauda y expansiva Habana de los 50. Y aunque todas ellas han desaparecido perduran, a no dudarlo, por aquí o por allá en esta Habana de hoy.
En definitiva, una ciudad debe ser eso: un cúmulo de infinitas ciudades simultáneas, tangibles para unos e invisibles para otros.
Hay una Habana que se extiende bajo el sol y hay una Habana submarina —entre otras— a la que, vestigio sobre vestigio, sólo llegan restos y casi nunca esperanzas sin roer, intactas. En medio de su espeso silencio acuático todo se disuelve rápidamente o se corroe con el salitre y los microscópicos males de lo profundo, en medio de un légamo transparente, mas enceguecedor.
Nací lejos de La Habana y en los días antes de venir a vivir en ella alguien me aseguraba, en broma, que para llegar había que pasar por debajo del mar. Yo era muy niño todavía y estuve luego todo el viaje aguardando el tremendo milagro de atravesar el fondo del mar en automóvil, con los peces nadando cerca de los cristales, de manera que entrar en el túnel de la bahía resultó una gran desilusión.
Aunque siempre había vivido cerca del mar, después he tenido la sensación de vivir, acaso, en el mar, casi bajo el mar. Mi compulsiva pasión marina me hizo soñar con hombres peces y con Ictiópolis —una ciudad submarina que imaginé bajo la maldición de un intenso silencio y con una historia que quisiera alguna vez saber narrar. Quizás no elucubraba, sino que estaba viendo una Habana tendida en el fondo de su propio océano, bajo un firmamento de noctilucas y medusas fosforescentes, con sus restos de naufragios; sedente y apacible (salvo en contadas ocasiones), con sus interminables historias de ahogados y sus transeúntes con severas expresiones de ahogados. Con su eterna pretensión de salir a la superficie.
Con su antiguo entusiasmo, en fin, de Nuevo Mundo —y de Ciudad del Sol, de Nueva Atlántida y, por supuesto, de Utopía, para hablar de la tríada de novelas utópicas; con su incesante destino de hallarse siempre en la mira y en la ruta de piratas, emperadores, aventureros, estafadores, quijotes, robinsones, traficantes de todo, caudillos, trashumantes, negreros, libertadores, juglares, buscones, enamorados, perseguidos y perseguidores, alucinados y alucinadores, utópicos y utópatas de toda laya durante quinientos años. Y sigue la baraja.
Sin embargo, en estas Cartas sólo quiero hablar de mi Habana personal. Para qué pretender otra cosa. Esa ciudad sumergida en sí misma y en el fondo de mí, a la que llegué a través de una imaginaria travesía submarina que no termina aún, y que fue llegar a un laberinto de infinitas dimensiones, donde todo se disuelve y se transforma en medio de un agua centelleante.
Cada noche, desde hace siglos, suena desde lo alto de la fortaleza de La Cabaña, a la entrada de la bahía, un cañonazo que señala las nueve en punto y que, en un principio, indicaba la hora en que se cerraban las puertas de la ciudad amurallada. Hoy no existen ya esas puertas ni esas murallas en torno a San Cristóbal de La Habana. Pero el cañonazo continúa sonando puntualmente, atravesando, como en un haz, ese cúmulo de infinitas ciudades simultáneas, tangibles para unos, invisibles para otros.


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contando las olas
En este tiempo de un silencio tan turbio, el bullicio interior es acaso más turbio aún. Tal vez escuchas, o crees que escuchas, a tu espalda, un ritmo de pasos que hacen temblar la tierra.
Y rumores de casa en casa, esperanzas de boca en boca, viejos y nuevos fantasmas aburridos, temores mil, yertos recuerdos, espejismos que se arrastran a lo largo del horizonte: todo eso viene a sostener este silencio.
Y este silencio lo cala todo. Y de este silencio, sin embargo, te sostienes.
Has visto la indescifrable y sombría espiral de las aves que hacen girar allá arriba el cielo cobalto, midiendo el largo y la altura de cada hora del día y de la noche. Como las olas que vienen desde el horizonte terrible y que tú cuentas por primera o por enésima vez lo mismo que si contaras gotas de agua.
Ah, ese líquido perfil de piedra, esa maldición del agua por todas partes que dijo un poeta.
Y este mecánico conteo de sombras, imágenes mentales, rejuegos de la necesidad y la ansiedad, rosario de remembranzas; siempre sombras que vemos sólo contra la pared del fondo de la caverna: acaso nuestra propia sombra proyectada hacia adelante —ah, también la maldición de quien tiene, o cree tener, la luz a la espalda, o la ciudad a la espalda—, proyectada y en acción, desdoblada una y otra vez hasta la saturación, hasta el fin de la fiesta de las figuras que se mueven.
De la alucinación. De las sombras incesantes que sostienen este silencio nuestro.
¿Eso que escucho es un eco que resuena entre las calles, las ondas que levanta una piedra real en el agua dormida? ¿O acaso, más probablemente, será el sonido que se repite y rebota entre las paredes de mi propio cráneo? Un sonido cualquiera. Como una sombra común contra la pared de la caverna. ¿Es el reflejo de un cuerpo tangible? ¿Hacia dónde iba ese cuerpo y cómo era exactamente su perfil? ¿O no eran más que formas que aparecen y se mueven sólo en mi mente, sólo en la pared de mi propio cráneo?
¿O recuerdos incesantes de los que están al otro lado del horizonte terrible? Aquella cara que vi hace tres años. Aquellos ojos que no he vuelto a ver desde no recuerdo cuándo. Aquella voz que tampoco volví a oír no sé desde cuál año, pero que ya no volveré a escuchar yo, ni nadie. Aunque dentro de mi cabeza se escuche su eco todavía.
Y por fuera mi cráneo sostiene sobre sí su porción de cielo mudo, su gran sorbo del turbión de silencio, y una llovizna parece venir desde muy lejos para lavar este enorme vidrio arado hasta la sangre por el polvo. Pero tal vez es una llovizna imaginaria, el espectro de una lluvia probable pero imposible.
¿O es esa niebla ahí delante el recuerdo de un sueño que tuvimos? ¿Podemos ver los despojos de nuestros sueños actuar así, convivir así con la forma tangible de nuestras propias manos? ¿Puedes tú deletrear las palabras con que relatas una pesadilla sin perder ni por un momento el ritmo de esos pasos que resuenan, o que crees que resuenan, a tu espalda?
En tu espalda, en tu cuello, en tu cabeza, dentro de tu cráneo, en el vidrio temeroso y polvoriento y anhelante de tu mente que recuerda y que sueña, entre los edificios de esas calles, de esa ciudad que va nadie sabe adónde, que crece por dentro y por fuera de sus muros y murallas, que se mueve como sombra total contra la pared en que acaba.
¿Sólo hay la pared al final de la caverna? ¿Acaso una pantalla al final de la bóveda para enumerar perfiles de agua, para orar al horizonte, para marcar latidos afanosos, para contar los soles: las olas?


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pase el tiempo veloz y yo despierte
Con palabras tales, o parecidas, nos adormecemos todos alguna que otra noche —o se adormecen algunos todas las noches—, porque se torna obsesiva el ansia de sacarle el cuerpo, y el ánimo, al desgaste de los acontecimientos. O del acontecimiento continuo cuando menguan plurales, que ya sabemos cuán oprobioso es el tiempo si discurre en solo un tono.
En un solo sol que se repite día tras día, generación tras generación, como si el versículo bíblico que niega la posibilidad de que exista algo nuevo debajo de él cobrara una literalidad alucinante y, de pronto, no hubiese más que una única hora en implacable y perpetua clonación.
Que se detiene, se congela como una misma imagen cinematográfica proyectada veinticuatro veces por segundo. La pequeña isla en el espacio se torna entonces una pequeña isla en el tiempo también.
Y sin embargo: Todas las horas hieren, la última mata, es inscripción usual en los relojes de sol.
Un reloj mecánico puede romperse con relativa facilidad y detenerse, pero un reloj de sol no cesará de marcar el tiempo mientras el nomon arroje su línea de sombra sobre el cuadrante y el viejo y buen tío Helios haga lo suyo.
—¿Qué hora tiene ahí, abuelo? —le pregunta un muchacho apresurado al hombre sentado en el escalón de un portal de La Víbora, que, prefiriendo ser llamado mejor tío que abuelo, señala con el índice extendido hacia el fantástico reloj que hay en lo alto del edificio de enfrente, y no dice una palabra.
El muchacho mira hacia allá durante unos segundos y se encoge de hombros. Quizás nunca se había fijado bien en el artefacto. Quizás le parece que es un extraño reloj de torre que lleva roto muchos años. Quizás sabe que es un reloj de sol y que casi nadie intenta tenerlo en cuenta como indicador del tiempo. Quizás piensa que el viejo es un idiota que se cree simpático, pero no puede demorarse ahora en una controversia con un borracho mañanero.
En definitiva alguien, unos metros más adelante, le dice por fin la hora que es y él se apresura aún más. Ya llegará muy tarde a sus clases, a su trabajo, al encuentro con su novia o a la cita con un amigo. Es posible que la persona que le ha dado la hora también vaya tarde ya a su destino.
Quizás Cuba sea el único país donde existe desde hace decenas de años una emisora radial consagrada a informar el tiempo exacto minuto tras minuto, con precisión de cuarzo, durante las veinticuatro horas del día, en la voz de dos locutores que se alternan el micrófono y que, mientras tanto, repiten unas pocas noticias de las que, si acaso, las más fiables son las referidas al clima, ese inestable caldo.
Es normal escuchar, si uno camina por las aceras en el amanecer, el tictac de Radio Reloj que brota a través de las puertas y las ventanas de las casas que se despiertan a esa hora. Y ese ese latido de corazón indetenible pudiera parecer la promesa de un día robótico para los que salen de esas casas al burbujeo tempranero de la ciudad.
Pero no. Por una u otra razón, por la demora del pan o por la tardanza del ómnibus, lo más normal es que muchos no lleguen en el tiempo requerido a donde deben. El tictac de Radio Reloj es una parte de la banda sonora del día, el background del reguetón que hay que salir a improvisar: A la batalla, dicen unos. Al mercado, en fin: al templo odioso y obligado.
He aquí a ese que llaman desde hace más de dos mil años homo temporum, que no es el ser humano crucificado mentalmente sobre las manecillas del reloj, sino, por el contrario, la persona acomodaticia, que actúa de acuerdo sólo con las circunstancias, con los tiempos que le tocan en suerte.
Al final de la jornada, tarde en la noche, después de la película, la telenovela o cualquier otro pasatiempo, vuelve a sonar Radio Reloj con la misma precisión, aunque a menor volumen, para programar la alarma del despertador.
Y tal vez uno vuelve a desear que pase un lapso de tiempo suficiente —aunque también pasemos nosotros mismos más de lo que quisiéramos— y que entonces uno despierte y se encuentre que ya está al otro lado.
Que estos días interminablemente lentos eran el pasado.
Y ahora es cuando regresa el joven madrugador. Al pasar junto al edificio del reloj recuerda al viejo que lo hizo mirar el loco instrumento en lo alto. El portal está vacío. Vuelve a alzar los ojos y de nuevo ve la curiosa torrecilla. Quizás no sabe que es un reloj de sol. Quizás ya no le importa ninguna hora. Quizás intenta imaginar cómo da la hora un reloj de sol a la luz de la luna llena.
Él mismo, tal vez sin percatarse, va marcando una hora indescifrable sobre el pavimento con su sombra lunar.
Una hora fugitiva, con el tictac de su corazón marcando cada paso, cada segundo. Cada minuto hiere.


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el bosque de estatuas solitarias
Un gorrión se ha posado un momento en el dedo de la egregia figura y enseguida se ha lanzado de nuevo al aire ardiente para proseguir con el rigor de sus asuntos.
Las estatuas no tienen asuntos, aunque sí mucho rigor, pero no deben buscar qué comer, no están precisadas a hacer nidos ni a refugiarse si viene un huracán. Nunca hacen nada además de bañarse en el vapor azul y mirar con ojos huecos el loco ir y venir de los gorriones y de los transeúntes.
Y los transeúntes casi nunca miran a las estatuas. Para algunos de ellos son simples monstruos minerales, aburridos, anónimos, ajenos como frutos de la demencia compulsiva —y manoseadora, manida, manipuladora— de los escultores.
Para otros son próceres, oh, que congelados en la pesadilla continua de la historia se sueñan unos a otros y, rigurosos, se contemplan en la distancia de unos metros o de varias cuadras o de escasos kilómetros, de pedestal a pedestal, de un parque al otro —pues los próceres no son gregarios y casi nunca acostumbran a andar o a pararse en grupos, entre otras cosas porque el volumen simbólico de uno solo de ellos puede en ocasiones ocupar enormes extensiones.
Aquel que, más que símbolo, ansiaba ser alegoría y lo sacrificaba todo por un espeso baño de multitudes, está seco ahora, muy seco, bajo el inofensivo ardor del vaho azul con que el verano cubre tanto a las estatuas como a los pequeños seres que nos ajetreamos en torno a ellas —gorriones, humanos, moscas y otras criaturas sin rigor—, todos huérfanos de significado y de peso histórico, hechos sin mármol ni bronce, sino sólo con la irreductible materia de la realidad.
De carne y hueso y, para más inri, civiles.
Aquella otra estatua parece deberse sólo a un ser superior, inconcebible para nosotros: un Dios del Rigor Mortis: yerto magister y pastor que cuenta y recuenta a sus ovejas de bronce, cuyas hazañas fueron el accidente que les hizo coincidir con nosotros durante un breve instante animal en medio de la mineral eternidad.
No hay Maestro de Marionetas capaz de hacerlo danzar. El prócer, devoto de la rigurosa disciplina, no baila ni marcha. No pregunta nada. Él mismo es, si acaso, la única respuesta que pudo darle a la única pregunta que se hizo a sí mismo.
Pero ni siquiera la Suprema Horma de todos los Maestros de Marionetas sería capaz de arrancarle un ápice de esa pregunta. Ni ahora, ni esta noche, ni mañana. Saber cuál fue esa interrogación mataría toda la magia que tiene la persistencia de bronce del prócer en sus cuatro dimensiones cristalizadas.
¡Y mejor es que no busquemos con la vista en dirección a donde señala el gran dedo índice extendido al final de esa mano que se extiende al final de ese brazo tendido al extremo de esa estatua!
¿Qué punto exacto del cielo nos señala? ¿Qué lugar de la tierra? ¿Hacia allá es adonde lo lleva su cabalgadura? ¿O es que viene, o adviene, desde un más allá? ¿O es que no va a ninguna parte, que no quiere ir a ninguna parte, que no hay Maestro de Marionetas que pueda llevarlo ni siquiera a rastras a lugar alguno fuera de su iconósfera?
¿Y esto que somos ahora fue el sueño del prócer? Tal vez no. Tal vez somos el sueño de otra persona cualquiera que estaba a la sombra del prócer en cierto momento.
Tal vez somos el sueño del caballerizo que le daba de beber y de comer a la bestia que el prócer cabalgaba.
¡O quizás tampoco eso, sino que somos solamente el sueño de un amigo del caballerizo! Sí, un amigo que vive cerca de él y lo mira llevar el caballo al establo cada día. Lo oye hablar con afecto y sabiduría, porque el caballerizo conversa siempre más con la bestia que con el prócer mismo.
Pero no hay una estatua sola, ni dos, en nuestro campo visual. Ojalá fuera así.
La verdad es que hay un extenso bosque de estatuas erguidas a todo lo largo y ancho de cualquier ciudad, y aunque cada prócer cree que está solo en realidad son un enorme ejército disperso entre las casas, entre las calles y los jardines, entre ambas riberas del río macizo en que se ha convertido la urbe, entre cada hombre y el hijo de su hijo, entre los amantes y los enemigos.
Y entre el escultor que le arranca formas humanas al cuerpo de la tierra y el Maestro de Marionetas que intenta animar las estatuas y no puede, y le grita al prócer y él no lo escucha y entonces le pregunta y el prócer calla, congelado y cabalgando su propia pesadilla inmóvil. Yerto baile de fantasmas de bronce.
Atado a la muralla está, insensible a la tierra y ciego al cielo, sin saber, o sin querer saber, que las murallas siempre caen.
No en la noche, no en el día, ni en el momento en que uno lo aguarda, sino en la tierra.
Sobre la tierra. A todo lo ancho y largo de la tierra.
Y nunca hasta lo más profundo de la tierra. Nada más que en tierra, sobre la tierra nada más.
Y nada menos.


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Manu cabalga la espuma
y le duele el tobillo y se jura a sí mismo que no volverá a surfear en el malecón, pero hoy es la segunda vez que viene en este año, y este es el tercer año desde que Lino le pidió que viniera con él, que tú eres letal con la patineta, que el surfing es otra cosa pero que le gustaría, compadre, pero aquí no hay arena, el fondo está casi a flor de agua y son rocas, letal de verdad es esto, corales desparramados, dienteperro cortante como navaja bien afilada, la ola te revuelca por sobre todo eso y puedes salir echando sangre por cuatro o cinco heridas, a veces hay un hierro que quién sabe qué coño hace allí o una botella rota que algún borracho tiró anoche, Malecón letal es esto, Lino, y enredadas madejas de mil nailons de mil pescadores que han perdido mil veces su cordel porque aquí los anzuelos se enredan con cualquier cosa del fondo, lo más normal, no me gusta, Lino, me quedo con la patineta, pero Manu vuelve no sabe por qué, le sangra una herida en el tobillo derecho, sale a la orilla y sube al muro y se mira, bueno, no es tanta cosa, a otra gente le ha ido peor, el año pasado a Pablito tuvieron que coserle un corte en la planta del pie que no paraba de sangrar, pero es que no se puede hacer surfing descalzo sobre esta escollera, lo mejor es un par de tenis bien fuertes, y así y todo, mira el tajazo, pero no es nada, y Manu baja de nuevo, atraviesa ese tramo en que el agua parece hervir, se pone blanca de tanta espuma, aunque aquí el agua es sucia por la desembocadura del Almendares, pero el oleaje se desmenuza sobre la roca desigual del fondo, se deshace casi hasta el vapor, se mezcla un pedazo de ola con el otro, se alza una tenue neblina de sal, Manu sigue más allá, echado el torso sobre su tabla e impulsándose con los pies sobre el suelo tortuoso, procurando no golpeárselos más aún, hasta alcanzar el punto donde las olas se rompen y se mueve un poco, tratando de mantenerse en la posición más oportuna, aunque es capaz de hacerse llevar por una onda de treinta centímetros y cabalgarla Manu sueña una y otra vez con una ola inmensa, la Ola, quizás no de nueve metros como una de Hawaii, pero sí de cinco o seis, aunque sabe que una ola de ese tamaño puede llegar, y mayor aún, empujada por un viento de huracán más que por uno de estos vientos del norte que en esta época del año se lanzan sobre la ciudad y aparecen en el mapa del tiempo de los noticiarios de la televisión, una ola de tal tamaño sería espantosa en realidad, te mataría sobre las rocas como una mano que barriera un hormiguero contra un papel de lija, como el tsunami aquel que acabó con tanta gente hace dos o tres años, no, Manu quiere una buena gran Ola, como las de su hermano que vive en España, en Sevilla, y baja con sus amigos hasta Cádiz y se van a Tarifa y le manda fotos de ellos surfeando en una costa baja y arenosa, con un viento fuerte de levante, como le dice, el año pasado alguien trajo una cámara al malecón y tomaron fotos y Manu le mandó algunas a su hermano y su hermano llamó por teléfono el día de las madres y Manu le preguntó por las fotos del surfing en el malecón y su hermano se reía y le decía que estaba loco, yo me bañé allí una vez, Manu, y eso es roca viva y el agua es puerca, y Manu le dice que a veces la corriente echa el agua del Almendares hacia el oeste y el agua se pone clara, ¡las rocas!, sigue diciéndole su hermano, obsesionado, y qué tú quieres, le dice Manu, eso es lo que hay, brother!, su hermano le cuenta que está ahorrando para irse con sus amigos a Bondi Beach, en Sidney, en el Pacífico australiano, lo máximo en surfing, y ahí viene una ola, hierve un poco, espumosa, ¡esa es letal!, grita Lino, cuando Lino grita ¡letal! es que viene una ola que puede ser la mejor del día, así que Manu salta y se yergue en su tabla y se acomoda y la ola carga con él y Manu vuela sobre la curva cristalina de esta ola, qué maravilla, se dice, va patinando dentro de una esfera de vidrio muy transparente con un rugido suave, con una caída dura y delicada y redonda y única y ya no se siente el cuerpo, tú no sabes nada, mi herma, dice mientras la ola se disuelve en la espuma hirviente y termina la cabalgata, que duró sólo unos segundos, que duró una eternidad, otra más, y ya no se acuerda del tobillo.


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si tuviera un rol el rock and roll
Es música. Nada más. La cadencia de caminar.
Sin embargo: We sold our soul for rock and roll, canta Black Sabbath.
Y cuando suenan ciertos acordes uno recuerda que otros —que amaban hacer esa música o que amaban escucharla— no están y esa ausencia se torna muy extraña, y otros acordes traen a la memoria ciertos lugares donde sonó aquella canción o aquella otra, y entonces este aquí tiene una luz rara. La monótona máquina del día se detiene de pronto.
The show must go on, canta Queen. Bajo esta súbita luz, la máquina está muerta, pero el día permanece vivo.
Hace muchos años Mota me contó de un amigo suyo que, fascinado con Wish you were here de Pink Floyd, se encerró en el baño y juró no salir hasta haber sacado en la guitarra los acordes de la canción. Y así lo hizo.
Sus amigos no se cansaban de escucharlo, luego, una y otra vez, desgranando las notas tal como sonaban en la grabación. Una y otra vez con su guitarra acústica, los acordes y el riff, tal como los autores.
Rock and roll is dead, dice Lenny Kravitz. Bueno, sí, murió Hendrix, murió Jim Morrison, murió Janis Joplin y murió Bonham, pero no el rock and roll. No cuando murió Lennon. Ritchie Valens, Kurt Cobain y Sid Vicious murieron, y Syd Barrett murió dos veces, pero el rock and roll no.
Murió Freddy Mercury, murió Keith Moon, murió Elvis Prestley, murió Roy Orbison, murió Frank Zappa. El rock and roll no murió.
Must the show go on?, pregunta la voz áspera de David Gilmour.
Había un lugar llamado el Patio de María que fue reducto seguro de los rockeros habaneros incluso en las horas más oscuras de los tenebrosos años 90.
The show must go on, al menos allí podría haber cantado así también con los Floyd en aquel rock’n’roll refugee. Tocaban muchas bandas y había lo que había.
Hubiera sido impensable un sitio así en La Habana de los 60 ó los 70, cuando el rock and roll era la música del enemigo, con algunas excepciones cantadas en ruso o en alemán oriental, y a veces.
Por cierto, con perdón de Carlos Santana, muchos creen que la historia del rock mundial no sería la misma si hubiese llegado a nacer un rock cubano entonces en vez de ser prohibido, descalificado, disuelto, renegado, corrompido, desfigurado como lo fue.
Too old to rock’n’roll, too young to die, canta Ian Anderson. Y las autoridades cerraron el Patio de María hace algún tiempo. No moría el rock and roll, pero tampoco el disgusto de las autoridades con aquellos sospechosos que cantaban en inglés o en un español irreconocible, y con aquel público más sospechoso todavía y con sus melenas girando como molinos y, total, que no se entiende nada.
Aunque Neil Young cante que rock and roll is here to stay o que rock and roll can never die.
Bueno, es música. Nada más.
¿Nada más?
You can’t kill rock and roll, canta Ozzy Osbourne.
La cadencia de caminar.
Qué rico suena un rock and roll con timba, canta Habana Abierta, por si acaso.


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elogio de los coros cantores (o acerca del eco)
Como si todos dijéramos lo mismo y viviéramos en el estado de Ecolalia, repitiendo y repitiendo no importa qué. Como si todos pudiésemos decir lo mismo. Como si tantos corazones tuvieran una sola voz. Y fuesen sordos, sordos, soooordos.
Como si no existiera el síndrome de Estocolmo.
O el síndrome de La Habana: el secuestrado no sólo se identifica con su secuestrador, sino que canta su canción: ahora y aquí.
Te dicen que repitas lo que repite el eco: el eco, el eco, ecoooo.
El asco.
Que repitas lo que te enseña el ministerio de la verdad: todos somos iguales, iguales, igualeeees. Y esa voz que se oye es la nuestra, la nuestra, la nuestraaaa…
Ládrale a la luna, ládrale a la luuuuuuna.
Ahora no sientes dolor. Ayer no sentiste dolor. Mañana no sentirás dolor.
¿Qué sabes tú lo que es el dolor? ¿Qué sabes tú de ti mismo? —te enseña el ministerio del amor— ¿Qué sabe un número acerca de los otros números?
Sólo un tictac, tictac, tictac (oh Dios), uno, dos, tres, cuatro, etcétera.
Todo vaciado. Todo postergado en nombre del número sin nombre, no en nombre del cantor. Todo debe ser coro: vayamos más allá del dúo, del trío, del cuartero y del infinito número de las posibles combinaciones corales.
Y siempre con mucho cuidado en cuanto al orden, al sitio exacto de cada cual, porque el orden de los factores es precisamente lo que altera el producto.
Pero, al final, ¿por qué tanto lamento solitario y tanto lloro en coro escondido?
En definitiva, ¿por qué ese espantoso miedo al error? ¿Qué importa si tanto fuego de artificio y tanta mugre fue en vano? O sea: si una sola vez te asomaste a mí y me viste, si una vez viste la forma de mi corazón, ¿viste mi llanto?
Oye a ese loco. Mejor cállate. Que se vaya la escoria. Yo no quiero acordarme.
Socialismo o muerte. Tengo miedo, Señor. Los hombres mueren de pie. Tú no quieres recordar y yo no quiero ni acordarme de que me olvido. Aquí no se rinde nadie. Voces, voces, voces. Algunas sólo son gritos, gritos, gritos que aún no cesan.
Como si todos dijéramos lo mismo y la historia no existiera. Ni la biología: los seres humanos están separados sólo para unirse en geografía: dice la literatura, dice la ficción, dice la palabra, dice la matemática feroz de los bultos y las bocas y las significaciones de las cosas y los movimientos y cada asomo de realidad es realidad.
Eso quería el Señor de los Dulces. Que la Amargura demorara en llegar lo más posible. Que no te pararas a pensar en el asco que sientes. Porque el asco es el mayor enemigo del número. O el número es el asco, el eco, el aaaaaasco, el eeeeeeco.
¿Es cordura lo innúmero? ¿Lo uno? Bueno, hay quienes creen en píldoras de cordura. No son pocos: pueden hacer un buen coro: ¡Otra pastillita, por favooooor!
Me dicen que ría cuando otros rían. Pero ellos, los Señores de lo Unánime, no ríen. Y tampoco lloran. ¿Las muecas son verdad?
Ya no sé. De veras que no. Ya no hay un tiempo de reír y un tiempo de llorar, ni un tiempo de gritar y un tiempo de silencio. Una inmensa y densa cortina de confuso silencio cae sobre todo lo que somos.
Ya no hay tiempo de mirar sin ver ni tiempo de oír sin escuchar, ni tiempo de asomarse y no ser: de lanzarse al abismo del grupo y sonreír en el cúmulo fatal y ser un punto como si nada.
Ah, qué caro el misterio del número y del coro, qué impagable es el cero, qué inexplicable el síndrome de Estocolmo —o de La Habana— si no lo vives ahora y aquí.
Cuán fácil explicar pero cuán imposible. Porque al final, como al principio (y no lo dudes nunca, porque ahí radica uno de los secretos), no existen los coros cantores: no pueden existir más allá de la ficción de que existen los coros cantores de lo Unánime.
Qué patético el llanto de quien no se atreve a llorar lágrimas solas.
Solas. Solas. Solaaas.
El eco siempre dice la última palabra.
Palabra. Palabra. Palabraaaaa.


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palabras para elogiar la realidad
Haz la prueba: camina un día durante una o dos horas por las calles y lee los letreros, las consignas, las frases escritas con intención de tatuaje en la piel de la ciudad.
Muchas se repiten o giran más o menos en torno a un mismo punto, que a veces no es muy preciso; a partir de un nosotros que se torna más borroso cuanto más definitivo intenta ser.
A veces uno comprende que la idea es exacta, atrapable, pero sin que le quepa la menor duda de que se refiere a una realidad inatrapable, como cuando pronunciamos la palabra Luna o decimos Siglo Treinta.
Por una parte es el lenguaje superdragado, tan dragado que su agua no corre sobre un fondo, sino sobre el abismo donde una forma puede parecerse a otra que se parece a otra, y es ninguna.
Por otra parte es el lenguaje que no está hecho para la mirada consciente, sino para la vista inconsciente. Uno pasa por el mismo lugar cien veces y jamás detiene sus ojos para leer esas letras, pero una voluntad subliminal acaba finalmente asimilando las palabras.
No importa si lo comprendes, no importa si crees en él, ni si te parece lógico, ni si es algo a partir de lo cual puedes desarrollar tus propios pensamientos, ni si alrededor y en cualquier momento puede aparecer una evidencia justa de que esas palabras no tienen el menor trazo de certeza.
No importa lo que pensabas antes ni lo que pensarás después. No son palabras hechas para que pienses en ellas porque ni siquiera están hechas para que las leas con tu voluntad.
Sólo importa que estén ahí, escritas como un tatuaje, cada vez que pases por el lugar. Así, poco a poco, una frase escrita comienza a convertirse en una cosa tangible.
Por otra parte, si las lees a voluntad una vez es posible que no te parezcan algo real, pero cuando la leas por centésima vez en cien lugares diferentes tu mente sola empezará a reconocerla como algo muy semejante a eso que llamamos certidumbre.
Además, te encontrarás con la misma consigna en mil paredes, en la primera página de los periódicos, en las primeras palabras de los noticiarios de la radio y la TV, en boca de los niños formados militarmente, en las conversaciones ociosas de algunos familiares y de algunos amigos y hasta de algunos desconocidos en cualquier sitio.
Si estás alerta, puede que seas capaz de descubrir que esas palabras suenan o están grabadas, incluso, allá el final de un remoto rincón de un sueño cualquiera, de un sueño que no te da ningún motivo para que te acuerdes de él, ni siquiera si fueses capaz de reconocer la presencia de ese eslogan ubicuo.
Cuando por alguna razón te hagas preguntas muy elementales acerca de esas frases, seguramente te asombrarás, sentirás una gran extrañeza.
¿A quién están dirigidas? De verdad y sin que quepa la menor duda, ¿a quién apunta ese mensaje? ¿Quién es el que debe saber?
Si el nosotros que habla es en general inatrapable, el destinatario del significado es menos definible aun, excepto si, de un modo misterioso, un poco forzado, pero en el fondo con cierta terrible lógica, fuera otro nosotros.
Y sin embargo, al final, las palabras son palabras. Nada más. O sea, algo que sirve a veces para decir una cosa y otras para decir lo contrario de lo que uno quiere decir, porque su significado realmente está en la vida y no en su simple caligrafía.
O sea, que la palabra hablada vuela y la escrita queda, en efecto, pero sólo si fue cierta porque, al final —no hay duda de eso—, de una u otra manera, la realidad es lo que siempre prevalece.




replay

william gibson
(conway, carolina, 1948. reside en vancouver)



en vivo (extractos de entrevistas


Las Zonas Intersticiales poseen atractivo para ti. Pero las verdaderas zonas intersticiales son casi siempre tan banales como la peor clase de violencia: piensa en el terror de la antigua Unión Soviética, o las violaciones y disturbios en Woodstock '99.
Bueno, hasta cierto punto soy culpable de pensamientos románticos. Hallo insoportable la ausencia de los espacios intersticiales. Pero no tan insoportable como la idea de que lo intersticial es necesariamente tan banal como la infraestructura, así que pienso en lo que hago con eso como una glorificación de la posibilidad. Y muy probablemente pago el costo del naturalismo pero ir en la otra dirección sería horrible. Creo que una de las visiones que está más cerca de la realidad es la ciudad de cartón en la estación del metro en Tokio, la cual se basa muy fielmente en una serie de fotografías documentales de gente viviendo de esa manera y de los contenidos de las cajas. Esto llama mucho la atención, porque los desahuciados de Tokio reiteran toda la naturaleza de vivir en Tokio en el interior de estas cajas de cartón, sólo son ligeramente más pequeñas que los apartamentos de la ciudad, y tiene casi la misma cantidad de objetos de consumo. Es una pesadilla de cajas dentro de cajas.

Comenzaste tu carrera densamente influido por la contracultura: escritores como Chip Delany y artistas como Lou Reed y la Velvet Underground. En estos días, la contracultura es sólo otra etiqueta, se opta por ella mucho más rápidamente de lo que la calle puede crearla; casi podrías decir que "Madison Avenue Halla Su Propio Uso Para Las Cosas."
Me preocupa lo que haremos en el futuro, (sobre la opción instantánea hacia la cultura pop). ¿De dónde procederán nuestras cosas nuevas? Lo que hacemos culturalmente en el pop es como quemar los bosques del Amazonas. La biodiversidad de la cultura pop está realmente en peligro. No me había dado cuenta hasta hace unos años atrás, pero mirando hacia atrás se hace esto muy aparente. Veo una suerte de forma primitiva de mecanismo de reacomodación rodeando a mis amigos y a mí en los años ´60, y le tomó cerca de dos años a esta torpe maquinaria intentar vendernos a The Monkees. En 1977, un mecanismo ligeramente mucho más refinado demoró ocho meses en poner el punk en la ventana de Holt Renfrew. Se ha agilizado el proceso desde entonces. La escena en Seattle de que salió Nirvana: tan pronto como estuvo etiquetada, tuvo su sitio en las pasarelas de Paris. No hay período de gracia, así que esa es una forma en que estamos perdiendo los espacios intersticiales

Cuando comenzaste a escribir, ¿qué es lo que te atrajo de la ciencia-ficción?
Comencé a escribir ciencia ficción porque constituía al menos el cincuenta por ciento de lo que yo leía. Y sabía algo sobre la estructura de la industria. Sabía donde estaban los puntos de entrada. Sabía que te podías hacer de un nombre escribiendo cuentos, y después haciendo novelas. Con novelas fuera del género, era menos directo. Era una decisión estratégica. No esperaba mucho. Era un programa artístico kamikaze para mí.

¿Se hace difícil mantener a la ficción más allá de la curva de la realidad?
Si la ficción estuviera realmente más allá de la curva, no funcionaría. Pero entiendo lo que quieres decir. Michael Jackson se casó con la hija de Elvis Presley. Eso hizo que mi trabajo fuera tan complicado...

¿Ves a tus libros alejándose de la ciencia-ficción hacia terrenos más mainstream?
Nunca me ha resultado cómodo el uso del término mainstream dentro del campo de la ciencia-ficción. Por ejemplo, todo lo que no es ciencia-ficción. Odio esa imposición. Creo lo que escribo son "novelas" y siempre ha sido así. Todo lo demás sólo son etiquetas. Si los libros son genuinamente "noveles" no caben bonitamente en un nicho, y no tiene por que ser necesariamente así.

La influencia de la música en tu escritura siempre ha parecido importante. Artistas como John Cale, etc. ¿A quién estás escuchando en estos días?
Lo que he estado escuchando en las últimas dos semanas que me haya gustado es la versión que hace Johnny Cash del Hurt de Trent Reznor (Nine Inch Nails). Se logra pegar.

Siempre me ha gustado "el continuo de Gernsback". Con el paso del tiempo, ¿no crees que tu anterior trabajo parecerá...? Diablos, esto tal vez suene mal ¿Parecerá "anticuado"?
Nada se hace más anticuado más rápidamente que un futuro imaginario. Parte del placer de la ciencia-ficción envejecida es exactamente ese sentido de lo anticuado. Un buen ejemplo son las impresoras mecánicas y los modems de Neuromancer. ¿En qué estaba pensando? Aún existía la Unión Soviética. También para un ejemplo general: la idea de la televisión existía desde inicios del siglo XX, pero ninguno de los primeros escritores de ciencia-ficción que usaron la televisión imaginaron algo como las redes televisivas o el cable. Imaginaron teléfonos televisivos…
replay


país de fantasmas (fragmento de novela)



mecano blanco
“Rausch”, dijo la voz en el celular de Hollis Henry. “Node”, dijo.
Ella encendió la lámpara en la mesa de noche, iluminando la lata vacía de la noche pasada de Asahi Draft, del Pink Dot, y su PowerBook llena de calcomanías, cerrada y durmiendo. Ella la envidiaba.
“Hola, Philip”, dijo ella. Node era su manager actual, hasta el punto en que pudiera llamársele de esa manera, y Philip Rausch era su editor. Habían tenido una conversación previa, que trajo como resultado su vuelo a Los Angeles y su reservación el Mondrian, pero realmente esto había tenido que ver más con su situación financiera que con los poderes de persuasión de él. Algo en la entonación del nombre de la revista, justo ahora, esas audibles itálicas, sugerían algo de lo que ella sabía que pronto estaría aburriéndose.
Oyó al robot de Odile Richard golpear ligeramente contra algo, desde la dirección del baño.
“Allá son las tres”, dijo él, “¿Te desperté?”
“No”, mintió ella.
El robot de Odile estaba fabricado a partir de piezas de mecano, exclusivamente mecano blanco, con algún número irregular de ruedas blancas de plástico con neumáticos negros abajo, y lo que ella tomaba por baterías solares atornilladas a la espalda. Podía oírlo moviéndose pacientemente, azarosamente, por la alfombra de su habitación. ¿Se podía comprar sólo piezas blancas de mecano? Se notaba su sentido de pertenencia allí, donde muchas cosas eran blancas. Bonito contraste con las patas azul-egeo de la mesa.
“Están listos para mostrarte su mejor pieza”, dijo Rausch.
“¿Cuándo?”
“Ahora. Te espera en su hotel. El Standard.”
Hollis conocía el Standard. Estaba alfombrado en Astroturf azul regio. Siempre que iba por allá era como para sentirse la criatura más vieja del edificio. Había una suerte de terrarium tras la carpeta, en donde yacían chicas de bikini de ambiguas etnias como si tomaran baños de sol, o estudiando grandes libros de texto, profusamente ilustrados.
“¿Te has hecho cargo de la cuenta aquí, Philip? Cuando revisé, todavía lo tenían en mi crédito.”
“Nos hemos ocupado de eso.”
Ella no le creyó. “¿Ya tenemos una fecha tope para esta historia?”
“No”, Rausch se chupó los dientes, en alguna parte de un Londres que ella no estaba para imaginarse. “El lanzamiento se ha atrasado. Para agosto.”
Hollis aún tenía que encontrarse con alguien de Node, o con alguien que escribiera para ellos. Parecía una versión europea de Wired, aunque por supuesto nunca lo ponían de esa manera. Dinero belga a través de Dublin, oficinas en Londres o, si no habían oficinas, por lo menos estaba este Philip. Que a ella le sonaba como si tuviera diecisiete años. Diecisiete años y todo su sentido del humor quirúrgicamente extirpado.
“Mucho tiempo”, dijo ella, sin estar muy segura de lo que había querido decir, pero pensando tangencialmente en su cuenta bancaria.
“Te está esperando.”
“Está bien.” Cerró los ojos y colgó el teléfono.
Se preguntó, ¿podrías vivir en este hotel y ser técnicamente considerada de todas formas una desahuciada? Y decidió que sí.
Yacía allí bajo una sábana blanca, escuchando al robot de la chica francesa mientras éste tropezaba, retrocedía, hacía clicks. Estaba programado, suponía ella, como una de esas aspiradoras japonesas, que se mantenían funcionando hasta terminar con el trabajo. Odile había dicho que estaría recolectando información con una unidad GPS en board. Hollis supuso que así era.
Se sentó, hilos de alta definición deslizándose hasta sus muslos. Afuera el viento había hallado un nuevo ángulo para dar contra las ventanas. Daba miedo. Cualquier cambio climático en este sitio la preocupaba. Sería descrito en los periódicos del día siguiente, ella sabía, como un tipo menor de terremoto. Quince minutos de lluvia y la parte baja de Beverly Center se desmoronaba. Peñascos del tamaño de casas desfilaban majestuosamente colina abajo, yendo a dar contra intersecciones repletas. Había estado una vez en una de esas.
Se levantó de la cama y fue hasta la ventana, esperando no pisar al robot. Buscó el cordón que abría las persianas blancas. Seis pisos más abajo, vio las palmas a lo largo de Sunset agitándose, como bailarinas imitando los estertores finales de alguna plaga de ciencia-ficción. Tres y diez en la mañana de un miércoles y este viento parecía haber dejado la calle totalmente vacía.
No pienses, se aconsejó a ella misma. No revises tus correos electrónicos. Levántate y entra al baño.
Quince minutos después, habiendo hecho lo mejor que pudo con todo lo que nunca había estado bien, descendió al lobby en un elevador Philippe Starck, determinada a prestarle a sus detalles la menor atención posible. Había leído una vez un artículo sobre Starck que decía que el diseñador poseía una granja de ostras dónde sólo se dejaban crecer ostras perfectamente cuadradas, en estructuras de acero especialmente diseñadas para ellas.
Las puertas se abrieron a una extensión de madera pálida. El ideal platónico de una pequeña alfombra oriental se proyectaba a través de una parte desde algún lugar indefinido, cuadrados estilizados de luz recordando cuadrados menos estilizados de lana teñida. Diseñada originalmente, recordó que le habían dicho, para evitar ofender a Alá. La cruzó rápidamente, dirigiéndose a las puertas de entrada.
Mientras abría una de estas, internándose en la cálida corriente rara del viento, un agente de seguridad del Mondrian la miró, lóbulo de oreja enmarcado en un Bluetooth, bajo la montaña afeitada de un corte de pelo militar. Le preguntó algo, pero las palabras fueron devoradas por una ráfaga repentina. “No”, respondió ella, asumiendo que le habían preguntado si quería su auto, aunque ella no tenía ninguno, o si quería un taxi. Había un taxi, según vio, el conductor reclinado tras el timón, posiblemente dormido, soñando tal vez con los campos de Azerbaidzhan. Ella le pasó por delante, una exuberancia extraña en su interior mientras el viento, tan salvaje y misteriosamente azaroso, se deslizaba a lo largo del Sunset, desde la dirección de Tower Records, como llamaradas de algo que lucha por despegar.
Ella creyó oír al agente de seguridad llamándola, pero entonces su Adidas halló acera real de Sunset sin estilizar, una abstracción puntillista en goma de mascar ennegrecida. El monstruoso complejo estatuario abrepuertas del Mondrian quedaba atrás, y ella se abrochaba la capucha. Dirigiéndose no tanto hacia la dirección del Standard, sino sólo hacia fuera.
El aire estaba lleno del astringente y seco desecho de las palmas.
Estás, se dijo a sí misma, loca. Pero por el momento eso parecía estar abundantemente bien, aunque sabía que esto no era algo saludable para ninguna mujer, particularmente una sola. Pero este clima, este instante de clima anómalo de Los Angeles, parecía haberse llevado consigo cualquier sentido normal de amenaza. La calle estaba tan vacía como ese momento en las películas previo a la primera pisada de Godzilla. Palmas batiendo, el aire soplando, y Hollis, ahora con su capucha negra, caminando determinadamente. Hojas de periódicos y propagandas de clubs nocturnos se arremolinaban en sus tobillos.
Pasó un carro de policía, en la dirección de Tower. Su conductor, tumbado resueltamente tras el timón, no le prestó atención. Para servir, recordó ella, y proteger. El viento cambió de dirección alegremente, echando hacia atrás su capucha con una ráfaga, reconstruyendo instantáneamente su peinado. Que era lo que necesitaba en realidad, se recordó a sí misma.
Halló a Odile Richard esperando bajo el letrero blanco del Standard –colgado, por razones sólo conocidas para sus diseñadores, al revés. Odile aún estaba guiándose por la hora parisina, pero Hollis se había ofrecido a complacerla con este encuentro a horas tan tempranas. También, evidentemente, era lo óptimo para ver este tipo de arte.
Al lado de ella había un latino joven de amplios hombros, cabeza afeitada y Pendleton retro-étnico color vino, con las mangas cortadas sobre los codos. Los bajos de la camisa le llegaban casi a las rodillas de sus pantalones. “Vote por Santa”, dijo él, sonriente, alzando una lata plateada de Tecate, mientras ella caminaba hacia ellos. Había algo tatuado en letras muy negras y ultraelaboradas de inglés arcaico por toda la longitud de su antebrazo.
“¿Disculpa?”
“A votre sánte”, la corrigió Odile, limpiándose la nariz con un trozo deshilachado de papel sanitario. Odile era la chica francesa menos chic que Hollis recordaba haber conocido, aunque actuaba de una manera tan europea y haute bobalicona que sólo lograba hacerla lucir aún más molestamente adorable. Llevaba puesto un pulóver negro XXXL, medias sintéticas marrones de hombre con un peculiar matiz de segunda mano y sandalias plásticas transparentes con color de jarabe de cerezas para la tos.
“Alberto Corrales”, dijo él.
“Alberto”, dijo ella, permitiendo a su mano ser devorada por la mano vacía de él, seca como madera, “Hollis Henry.”
“Los Curfew”, dijo Alberto, agrandando su sonrisa.
Esto de los fans, pensó ella, sorprendida como nunca, sintiéndose un tanto mal.
“Esta porquería, en el aire”, protestó Odile, “es asquerosa. Por favor, vámonos ahora, para ver la pieza.”
“Está bien”, dijo Hollis, agradecida por la intervención.
“Por aquí”, dijo Alberto, encajando limpiamente su lata vacía en un contenedor de basura blanco del Standard con pretensiones milanesas. El viento, notó ella, había desaparecido como siguiendo instrucciones.
Miró en el lobby. La recepción estaba desierta, el terrarium de las chicas en bikini vacío y apagado. Siguió a Alberto y a Odile hacia el auto de Alberto, un Volks Beetle clásico que relucía bajo múltiples capas de laca. Vio un volcán inundado por lava incandescente, latinas con grandes bustos en minifaldas y tocados aztecas con muchas plumas, espirales policromas de una serpiente alada. Alberto estaba metido en algún tipo de transculturación étnica, decidió ella, a menos que los VWs hubieran entrado al panteón desde la última vez que ella se fijara.
Él abrió la portezuela del pasajero y sostuvo el asiento delantero para que Odile se sentara atrás. Donde ya parecía haber equipos para algo. Entonces hizo un gesto para que Hollis tomara el asiento delantero, casi una reverencia.
Ella pestañeó al ver las semióticas sublimemente realistas del viejo tablero del VW. El auto olía a algún ambientador étnico. Eso también era parte de un lenguaje, supuso ella, como la pintura, pero alguien como Alberto podría estar usando deliberadamente el exacto ambientador equivocado.
Salieron de Sunset y hicieron un giro limpio en U. Fueron en dirección al Mondrian, sobre el asfalto apenas cubierto por la biomasa disecada de las palmas.
“He sido un fan por años”, dijo Alberto.
“A Alberto le preocupa la historia vista como espacio internalizado”, contribuyó Odile, desde muy cerca de la cabeza de Hollis. “Él ve este espacio internalizado emergiendo del trauma. Siempre, del trauma.”
“Trauma”, repitió Hollis involuntariamente, mientras pasaban el Pink Dot. “Detente en el Dot, por favor, Alberto. Necesito cigarrillos.”
“Ollis”, dijo Odile, acusadora, “me dices que no fumas.”
“Recién comienzo”, dijo Hollis.
“Pero aquí estamos”, dijo Alberto doblando izquierda en Larrabee y parqueando.
“¿Dónde es aquí?”, preguntó Hollis, abriendo la portezuela y preparándose, quizás, para huir.
Alberto lucía serio, pero no particularmente loco. “Sacaré mis equipos. Primero me gustaría que experimenten la pieza. Entonces, si quieren, podemos discutirla.”
Salió. Hollis también. Larrabee descendía abruptamente por una ladera, hacia los iluminados terrenos llanos de la ciudad, tan abruptamente que era incómodo estar parada en ella. Alberto ayudó a Odile a bajar. Ella se recostó contra el Volks y se cubrió las manos con su pulóver negro. “Tengo frío”, se quejó.
Y hacía más frío ahora, notó Hollis, sin las cálidas ráfagas del viento. Miró hacia un hotel rosa de poco atractivo que estaba cerca mientras Alberto, envuelto en su Pendleton, trabajaba en la parte trasera del auto. Salió de allí con la maltratada caja de aluminio de una cámara, recubierta por cinta adhesiva negra.
Un auto plateado cruzó en silencio por Sunset, mientras ellas seguían a Alberto por la acera estrecha.
“¿Qué hay aquí, Alberto? ¿Qué vinimos a ver”, Hollis preguntó, cuando llegaron a la esquina. Él se arrodilló y abrió la caja. El interior estaba lleno de bloques de poliespuma. De ahí sacó algo que al principio ella tomó por una máscara protectora de soldador. “Ponte esto”. Se lo dio a ella.
Una máscara rodeada por una goma para poner la cabeza, con una especie de visor. “¿Realidad virtual?” Ella no había oído pronunciar el nombre en voz alta por años, pensó, mientras lo pronunciaba.
“El hardware se hace anticuado”, dijo él. “Al menos, el del tipo que puedo comprar.” Sacó una laptop de la caja y la abrió, encendiéndola.
Hollis se puso el visor. Podía ver a través de este, aunque tenuemente. Miró hacia la esquina de Clark y Sunset, divisando la fachada del Whiskey. Alberto arregló suavemente un cable, al costado del visor.
“Por aquí”, dijo, conduciéndola por la acera hasta una fachada baja pintada de negro, sin ventanas. Ella le echó un vistazo al nombre. El Viper Room.
“Ahora”, dijo él, y lo oyó escribir en las teclas de la laptop. Algo tembló en su campo de visión. “Mira. Mira aquí.”
Se volvió, siguiendo su gesto y divisó un cuerpo esbelto de oscuros cabellos, boca abajo en la acera.
“Noche de ´Alloween. 1993”, dijo Odile.
Hollis se acercó al cuerpo. No estaba allí. Pero estaba. Alberto la siguió con la laptop, teniendo cuidado con el cable. Sentía como si él contuviera el aliento. Ella estaba conteniendo el suyo.
El chico semejaba un ave, en la muerte la curva de su mejilla, mientras ella se agachaba, proyectaba su propia pequeña sombra. Su cabello era muy oscuro. Usaba pantalones negros y una camisa negra. “¿Quién?”, preguntó ella, recuperando su aliento.
“River Phoenix”, respondió Alberto, quietamente.
Ella miró hacia arriba, hacia el letrero del Whiskey, y de nuevo hacia abajo, golpeada por la fragilidad del cuello blanco. “River Phoenix era rubio”, dijo.
“Se había teñido el pelo”, dijo Alberto. “Para un personaje.”



en la locación
El Standard tenía un restaurant de 24 horas a un costado del lobby; una habitación larga, con ventanas frontales de vidrio, con amplias cabinas revestidas de mate negro, puntuadas por los falos irregulares de una media docena de cactus San Pedro.
Hollis observó a Alberto mientras este deslizaba su masa cubierta de Pendleton en el asiento frente a ella. Odile estaba entre Alberto y la ventana.
“Ver-espacios-vacíos”, dijo Odile gnomicamente, “”es evertiente.”
“¿Todo? ¿Qué es?”
“Ver-espacios-vacíos”, reafirmó Odile, “evertiente”. Hizo un gesto con las manos que a Hollis le recordó, de alguna neblinosa manera, al modelo plástico de útero que su profesor de Educación para la Vida Familiar usaba como ayuda en clases.
“Va de adentro hacia fuera”, ayudó Alberto, para aclarar. “Ciberespacio. Ensalada de frutas y un café.” Esto último, Hollis se dio cuenta después de un instante de confusión, dirigido a la camarera. Odile quería café con leche, Hollis una rosquilla y café. La camarera se fue.
“Supongo que se podría decir que todo comenzó el primero de mayo, en el 2000”, dijo Alberto.
“¿Qué comenzó?”
“GeoHacking. O el potencial para esto. El gobierno anunció entonces que se terminaría la Disponibilidad Selectiva en lo que, hasta entonces, era un sistema estrictamente militar. Los civiles podrían acceder por primera vez a coordenadas de GPS.”
Hollis había entendido vagamente de Philip Rausch que ella estaría escribiendo sobre las varias cosas que los artistas habían encontrado para hacer con longitud, latitud e Internet, así que la representación virtual de Alberto sobre la muerte de River Phoenix la había tomado por sorpresa. Ahora tenía, según esperaba, la entrada para su artículo. “¿Cuántos de estos has hecho, Alberto?” Y también quiso preguntar si todos eran póstumos, pero no lo hizo.
“Nueve”, respondió Alberto. “En el Chateau Marmont –hizo un gesto a través de Sunset– recientemente he terminado un templo virtual para Helmut Newton. En el sitio de su accidente fatal, al pie de la carretera. Te lo mostraré después de desayunar.”
La camarera volvió con los cafés. Hollis observó a un inglés muy joven y muy pálido comprar un paquete amarillo de American Spirit del dependiente en el mostrador. La barba rala del chico le recordó el musgo en una fuente de mármol. “¿Y la gente en el Marmont no tienen idea, ninguna forma de conocer lo que has hecho allá?”, preguntó ella. Tal como los transeúntes no tenían forma de saber que pasaban a través del durmiente River, en su acera del Sunset.
“No”, respondió Alberto. “No la tienen. Aún.” Estaba buscando algo en su bolso. Sacó un teléfono móvil, amarrado con cinta plateada a otros artefactos pequeños electrónicos. “No obstante, con esto…” Tocó algo en una de las unidades acompañantes, abrió el móvil y comenzó rápidamente a apretar botones. “Cuando se pueda disponer de esto como un todo…” Se lo dio a ella. Un teléfono, y algo que ella reconoció como una unidad GPS, salvo que la caja de esta última había sido recortada parcialmente, y lo que parecía más electrónica sobresalía de ella, sellado todo bajo la cinta plateada.
“¿Qué hace esto?”
“Mira”, dijo él.
Ella miró la pequeña pantalla. La miró de cerca. Vio el pecho de Alberto, pero se le confundía de alguna manera con fantasmales verticales, horizontales, un diseño cubista semitransparente. ¿Cruces pálidas? Ella lo miró.
“Esto no es una pieza para localizar”, dijo él. “No está diseñado para el espacio. Pruébalo en la calle.”
Ella orientó el híbrido cubierto de cintas adhesivas hacia la calle, viendo un plano perfectamente delineado y definido de cruciformes blancas, espaciadas como en un plano invisible, retrocediendo a lo largo del boulevard hacia la distancia virtual. Sus siluetas cuadradas y blancas, aproximadamente al mismo nivel del pavimento, parecían continuar, en una perspectiva cada vez más tenue y subterránea, hacia el comienzo de las colinas de Hollywood.
“Las bajas americanas en Iraq”, dijo Alberto. “Lo tenía conectado a un sitio, originalmente, que añadía cruces mientras se reportaban las muertes. Puedes llevarlo a todas partes. Tengo diapositivas tomadas desde locaciones selectas. Pensé enviarlo a Bagdad, pero la gente hubiera pensado que diapositivas reales desde el terreno de Bagdad habrían sido tratadas con Photoshop.” Ella lo miró a tiempo para verlo encogerse de hombros, mientras un Range Rover negro conducía a través del campo de cruces.
Odile echó un vistazo por sobre el borde de su taza de café con leche. “Atributos cartográficos de lo invisible”, dijo, bajando la taza. “Hipermedia espacialmente marcada.” Esta terminología parecía incrementar su fluencia en el lenguaje a un factor de diez; casi no tenía acento ahora. “El artista anotando cada centímetro de un espacio, de cada cosa física. Visibles para todos, en artefactos como este.” Indicó al teléfono de Alberto, como si su interior hinchado de cintas plateadas estuviera lleno de todo un futuro.
Hollis asintió, y le devolvió la cosa a Alberto.
Llegaron la ensalada de frutas y la rosquilla tostada. “¿Y te has estado dedicando a ser curadora de este tipo de arte, Odile, en Francia?”
“En todas partes.”
Rausch tenía razón, decidió ella. Aquí había algo para escribir, aunque a ella aún le faltaba mucho para definir que podía ser.
“¿Puedo preguntarte algo?”, Alberto ya estaba a la mitad de su ensalada de frutas. Un devorador metódico. Él se detuvo, el tenedor a medio camino, mirándola a ella.
“¿Sí?”
“¿Cómo sabían que habían terminado los Curfew?”
Ella lo miró a los ojos y recibió a cambio una profunda mirada de otaku. Por supuesto que ese tendía a ser el caso, si alguien la reconocía como la cantante de un grupo de culto de principios de los ´90. Los fans de los Curfew eran, hoy en día, virtualmente las únicas personas que sabían que la banda había existido, aparte de los programadores de radio, los historiadores del pop, los críticos y los coleccionistas. Aunque con la incrementada naturaleza atemporal de la música, la banda había continuado adquiriendo nuevos fans. Aquellos que adquiría, como Alberto, eran casi siempre formidablemente serios. Ella no sabía cuántos años podría tener él cuando los Curfew se separaron, pero eso podría haber sido igual ayer, por lo que respectaba a su módulo de fanatismo. Aún teniendo su propio módulo de fanatismo muy centrado en su sitio, para tanta variedad de artistas, ella creía, y de esa manera lo veía como una responsabilidad, que debía dar respuestas honestas, aunque no fueran satisfactorias.
“No lo sabíamos, realmente. Se terminó solo. Dejó de suceder, en algún nivel esencial, aunque yo nunca supe exactamente cuando eso ocurrió. Fue siendo dolorosamente evidente. Así que lo terminamos.”
Él se mostró tan satisfecho con eso como ella esperaba, pero era la verdad que ella podía dar, y lo mejor que le podía dar. Nunca había dado con una razón más clara para ella misma, aunque ciertamente no era algo en lo cual ella gastara mucho tiempo pensando. “Recién habíamos lanzado ese CD con cuatro canciones, y ya. Lo supimos. Sólo nos llevó un rato más para interiorizarlo.” Esperando que eso fuera todo, comenzó a embadurnar una mitad de la rosquilla con crema de queso.
“¿Eso fue en New York?”
“Sí.”
“¿Hubo algún momento en particular, algún lugar en particular, dónde se pudiera decir que los Curfew se hubieran desintegrado? ¿Dónde la banda tomó la decisión de no ser más una banda?”
“Tendría que pensarlo”, dijo ella, sabiendo que eso no era realmente lo que debería estar diciendo.
“Me gustaría hacer una pieza”, dijo él. “Tú, Inchmale, Heidi, Jimmy. Dondequiera que estuvieran. Separándose.”
Odile había comenzado a revolverse en el asiento, evidentemente a oscuras sobre lo que estaban hablando, y no le gustaba la situación. “¿Eenchmale?”, arrugó el entrecejo.
“¿Qué vamos a ver mientras estoy en la ciudad, Odile?” Le sonrió a Alberto, esperando marcar con eso el Final de la Entrevista. “Necesito tus sugerencias. Necesito algo de tiempo para entrevistarte”, le dijo a Odile. “Y a ti también, Alberto. Ahora estoy agotada. Necesito dormir.”
Odile entrecruzó los dedos de la manera que pudo alrededor de la taza blanca de porcelana. Sus uñas lucían como si algo con diminutos dientes hubieran estado ocupándose de ellas. “Esta tarde pasaremos a recogerte. Podemos visitar una docena de piezas, fácilmente.”
“El ataque al corazón de Scott Fitzgerald”, sugirió Alberto. “Es calle abajo.”
Ella miró las letras abigarradas, magnificadas, frenéticamente ornadas en tintas índigos de sistemas carcelarios que bajaban por sus brazos, y se preguntó que significaban. “Pero él no murió entonces, ¿no?”
“Está en Virgin”, dijo él. “Junto a la palabra música.”


Después de echarle un vistazo al memorial de Alberto para Helmut Newton, que involucraba un montón de nudismo monocromo en tonos vagamente Deco, en honor al cuerpo de trabajo del sujeto en cuestión, ella regresó al Mondrian a través de ese raro instante evanescente que pertenece a cada mañana soleada al oeste de Hollywood, cuando raras y eternas promesas de clorofila y aromas de frutas cálidas y ocultas adornan el aire, justo antes de que la sábana de hidrocarbón lo cubra todo. Ese sentido de alguna belleza periférica y prelapsaria, de algo de un poco más de cien años de antigüedad, justo en ese momento tan dolorosamente presente, como si la ciudad fuera algo que pudieras limpiar de tus espejuelos y olvidar.
Espejuelos para el sol. Había olvidado traerlos.
Miró hacia la acera recubierta de goma de mascar ennegrecida. A los restos marrones, beige, y fibrosos de la tormenta. Y sintió pasar ese instante luminoso, como siempre debe suceder.





replay

george saunders
(amarillo, texas, 1958)



robles de mar


A la seis el señor Frendt grita por la megafonía:
–¡Bienvenidos a Joysticks!
A continuación anuncia el Camisas Fuera. Nos quitamos las cazadoras de aviador y las doblamos. Nos quitamos las camisas y las doblamos. Nos dejamos los pañuelos. Thomas Kirster es nuestro chico guapo. Tiene unos músculos esbeltos y unos brillantes ojos azules. Nada más quitarse la camisa dos mujeres gordas se apresuran por el pasillo, le meten algo de dinero en los pantalones y le preguntan si quiere ser su Piloto. Él contesta que por supuesto. Les sirve las ensaladas. Les sirve las sopas. Suena mi teléfono y una clienta me pide que vaya a verla a la maqueta del Spitfire. ¿Querrá que sea su Piloto? Ojalá. Dentro del Spitfire está Margie, quien me dice que le han diagnosticado un síndrome de timidez crónica, me entrega su Instamatic y me ofrece diez pavos por un primer plano del trasero de Thomas.
¿Acepto? Sí, acepto.
Podría ser peor. Es peor para Lloyd Betts. Últimamente ha engordado y empieza a escasearle el pelo. No recibe una llamada en todo el turno, no atiende ninguna mesa y acaba sentado sobre el ala del P-51 jugando al solitario en una posición encorvada en la que se le marcan unos grandes michelines en la barriga.
Piloto seis mesas y gano cuarenta dólares en propinas más los cinco por hora de sueldo.
Después de cerrar nos sentamos en el suelo para el Parte de Vuelo.
–Hay veces –dice el señor Frendt– en que uno debe avanzar con dignidad hacia la siguiente etapa de la vida, como por ejemplo algunas mujeres de África o Brasil, no me acuerdo bien, que se pintan la cara o se ponen algún tocado especial cuando les llega la menopausia. ¿Me siguen? Ha llegado el momento de partir para alguien de nuestro escuadrón. Nadie es una isla en lo que se refiere a creerse estupendo para siempre, y por eso tenemos que decir adiós a nuestro amigo Lloyd. Lloyd, levántate para que podamos decirte adiós. Lo siento. Todos lo sentimos mucho.
–Oh, Dios –dice Lloyd–. Que no sea verdad.
Pero es verdad. Lloyd está acabado. Le ofrecemos una salva de aplausos, Frendt le entrega una Pluma de Despedida y el contenido de su taquilla en una bolsa de la basura, y Lloyd se va. Pobre Lloyd. Tiene mujer y dos niños y un dúplex pequeño y triste en Self-Storage Parkway.
–¡Encantado de conocerlos! –grita desde la entrada, en un intento de no quemar puentes.
Qué trabajo tan estresante. En cuanto desciende tu Nivel de Atractivo estás acabado. Las clientas nos puntúan con Buenísimo, Monada, Suficiente, Indeseable. No es que me queje. Al menos trabajo. Al menos no soy un Indeseable como Lloyd.
Soy un Monada/Suficiente con serias posibilidades que vuelve a casa con cuarenta pavos en efectivo.
En Robles de Mar no hay mar ni hay robles, sólo un centenar de apartamentos subvencionados con una vista trasera de FedEx. Min y Jade dan de comer a sus niños mientras contemplan Así se mató mi hijo. Min es mi hermana. Jade, nuestra prima. Así se mató mi hijo es un programa presentado por Matt Merton, un rubio de un metro noventa y cinco que siempre está dando palmaditas a la espalda de los padres y diciéndoles que han sido santificados por el dolor. En el programa de hoy sale un niño de diez años que mató a otro de cinco porque no quiso entrar en su banda. Lo estranguló con una cuerda de saltar, le llenó la boca de cromos de béisbol, se encerró en el cuarto de baño y no quiso salir hasta que sus padres aceptaron llevarlo a FunTimeZone, donde confesó lo que había hecho y se lanzó gritando a una piscina llena de bolas de plástico. El público lanza amenazas contra los padres del asesino mientras los padres de la víctima instan a la mesura y el perdón hasta tal punto que, al final, el público también lanza amenazas contra ellos. A continuación viene un anuncio. Min y Jade dejan a los niños en el suelo, encienden un cigarrillo y pasean por la habitación mientras repasan en voz alta para el examen de graduado escolar. No se presenta muy bien. Jade dice que «regicida» es un virus. Min sitúa Biafra como satélite de Saturno. Me ofrezco a ayudarlas, pero se ponen a gritarme que las trato con condescendencia.
–¡Tienes suerte, chico! –dice mi hermana–. Acabaste el instituto. Te sacaste el maldito título. Nosotras no. Por eso tenemos que hacer esta mierda del graduado escolar. Si tuviéramos el título, podríamos ver la tele sin distracciones.
–Sí, señor –dice Jade–. Venga, calla, chica. Tenemos que estudiar. Que va a empezar otra vez el programa.
Discuten cuántos lados tiene un triángulo. Se ponen de acuerdo en que Churchill fue un cantante de ópera. Matt Merton regresa y explica que el programa de la última semana sobre el suicidio, en el que unos padres contemplaron una reconstrucción del suicidio de su hijo, fue una experiencia curativa para los padres y luego muestra un video de los padres admitiendo que fue una experiencia curativa.
El niño de mi hermana se llama Troy. El de Jade, Mac. Gatean hasta la cocina y a Troy se le queda atascado un dedo en el conducto de la calefacción. Min corre hasta él y empieza a tirar.
–¡Por Dios! –grita Jade–. ¡Cuidado! Deja de tironearlo y ve a buscar la maldita vaselina. ¡Vas a dejarle un brazo más largo que el otro, hombre!
Troy empieza a llorar. Mac empieza a llorar. Acudo y suelto a Troy sin ningún problema. Mientras tanto Jade y Min se enzarzan a bofetadas y casi derriban el televisor.
–¡Eh, tía! –grita Min a pleno pulmón–. ¿Te pones a pegarme y encima tiras la maldita tele? ¿No tienes cuidado?
–¡Sí que tengo cuidado! –replica Jade–. ¡Eres tú la puta que casi le arranca un dedo a su propio hijo por la maldita cara, hombre!
Justo entonces llega la tía Bernie de vuelta de DrugTown con su gorra de DrugTown; avanza cojeando, toma a Troy en brazos, y todo se tranquiliza.
–No hace falta que armes alboroto, jovencito –dice–. Todo va bien. Todo va a las mil maravillas.
–A las mil maravillas –dice Min, y le da Jade un último pellizco.
La tía Bernie es una pacificadora. No le gustan los líos. Una vez un tipo le pisó el pie en FoodKing, y ella volvió andando con diez huesos rotos. No se casó nunca porque el abuelo la necesitaba para que se encargara de la casa tras la muerte de la abuela. Luego murió él y le dejó todo el dinero a una mujer de la que ninguno de nosotros había oído hablar nunca, y la tía Bernie empezó a trabajar en DrugTown. Pero no es una amargada. A veces es tan poco amargada que me saca de quicio. Si digo que Robles es un infierno, contesta que se alegra de tener un techo sobre la cabeza. Si digo que estoy harto de no tener dinero, me contesta que una vez el abuelo le regaló unos lápices por Navidad y que le hicieron tanta ilusión que se pasó todo el día dibujando caballos en la parte de atrás de unos sobres usados. Una vez le pregunté si no lamentaba no haber tenido hijos y me contestó que no, en absoluto, y que además, ¿no éramos todos sus hijos?
Y yo le dije que sí, que lo éramos.
Pero, evidentemente, no lo éramos.
De cena hay habichuelas con perritos calientes. De postre, un helado que quema de lo frío que está.
–Qué día tan lindo hemos tenido –dice la tía Bernie una vez acostados los niños.
–Hombre, menuda optometrista –exclama Jade.


Al día siguiente es jueves, lo cual significa una visita de Ed Anders, del Departamento de Salud. Controla que no enseñemos el pene. Y también que no besemos a nadie. Ninguno de nosotros besa nunca a nadie ni enseña el pene, salvo Sonny Vance, que hace las dos cosas porque está ahorrando para comprar una franquicia FaxIt. En cuanto a los Simuladores Peneanos, sí que podemos enseñarlos, podemos dejar que asomen por encima de los pantalones y podemos incluso humedecer con pulverizador nuestros apretados pantalones para que el Simulador se marque de verdad, pero nuestro auténtico pene, no, ése tiene que quedarse dentro del caliente, incómodo y descomunal Simulador.
–Lo siento, chicos, hola, chicos –dice Anders mientras anda con paso cansino–. Quiero que sepan que esto me gusta tanto como a ustedes. Fui a la facultad para aprender a inspeccionar carne, pero les aseguro que no era esto en lo que pensaba. Ja, ja.
Pide una Enchilada Lindberg y se la come con precaución, como si estuviera viva y temiera despertarla. Sonny Vance está sirviendo sopa a una mesa de estilistas capilares desmelenadas y por uno de veinte les permite un visto y no visto a su unidad.
Justo entonces Anders levanta la vista de su Lindbergh.
–Oh, por el amor de Dios –dice mientras redacta un Cierre.
Y nos envían a casa temprano. Mal asunto. Cada dólar cuenta. Últimamente me he estado llevando a casa papel higiénico en el maletín. Me caben tres rollos en cada viaje. Cuando llego a casa están aplastados y no ruedan muy bien en el portarrollos, pero consigo ahorrar unos cuantos pavos.
Ficho al salir y atajo por la franja de bosque que hay detrás de FedEx. Muy bonito. Un mapache corretea por encima de un roble caído y empieza a mordisquear una bicicleta oxidada. Cuando salgo del bosque, oigo un disparo. Al menos creo que es un disparo. Podría ser el petardeo de un coche. Pero no, es un disparo, porque luego oigo otro, y algunos chicos cruzan corriendo el patio gritando salgamos a toda leche.
Corro hasta la casa. Min, Jade, la tía Bernie y los niños están acurrucados tras el sofá. Al parecer, los niños estaban fuera cuando empezó el tiroteo. El andador de Troy ha recibido un balazo. Por suerte no lo estaba usando. Se supone que representa un pato, pero ahora le falta un pico.
–¡La puta mierda, hombre! –grita Min.
–La puñetera porquería, quieres decir –corrige Jade–. No querrás que crezcan con bocas de mierda como nosotras, ¿verdad? Con bocas de porquería, quiero decir.
–Quiero que crezcan, punto.
–Buuah, señorita Dramática.
–¡Vete a la mierda, señorita Correcta!
–¡En serio, vete a la porra, no bromeo! –grita Jade, y le da un puñetazo en el brazo.
–¡Niñas, por el amor de Dios! –exclama la tía Bernie–. Deberíamos estar agradecidos. Al menos tenemos una casa. Y al menos ninguna de las balas no nos ha dado a nadie.
–Sin ánimo de ofender, Bernie –dice Min–, pero ¿a esto le llamas tú una maldita casa?
Robles de Mar no es seguro. El cuarto de las lavadoras se ha convertido en un fumadero de crack y la semana pasada Min encontró un puño americano en la piscina de los niños. Si por mí fuera nos mudábamos todos a Canadá. Es un sitio bonito. Muy educados. Estuvimos un fin de semana el otoño pasado; se nos pinchó una rueda, y dos granjeros rubicundos insistieron en cambiarla ellos, luego en pagar la cena y luego en empezar un fondo para cuando los niños fueran a la universidad. Nos enviaron certificados de las acciones una semana más tarde, junto con una foto de todos nosotros comiendo pastel en una cafetería. Pero mudarse a Canadá cuesta dinero. Mi padre se murió y no nos dejó nada de nada; mi madre vive ahora con Freddie, a quien no le caemos bien y, además, no es que sea rico. Hace encuestas telefónicas. Esta semana pregunta a divorciadas cuántas veces recaen y vuelven a acostarse con sus ex. Gana diez pavos por cada encuesta completa.
Así que eso no es lucrativo, y lo de Canadá está por ver.
Salgo, encuentro el pico del pato de Troy y lo arreglo con pegamento.
–¿Saben una cosa? –dice la tía Bernie–. Creo que ahora se parece más a un pato de verdad. Porque a veces tienen los picos agrietados, ¿no? He visto uno así en el centro.
–Oh, Dios mío –exclama Min–. Le pegan un tiro en la cabeza al pato del niño y dice que tenemos suerte.
–Bueno, tenemos suerte –repite Bernie.
–Alguien está con el pico agrietado –salta Jade.
–¿Saben lo que hago cuando pasa algo malo? –pregunta Bernie–. No pienso en ello. No me lo tomo en serio. Así he llegado adonde he llegado.
Lo que pienso es: «Bernie, te quiero, pero ¿adónde has llegado? Trabajas en DrugTown por un salario mínimo. Has cumplido sesenta años y no tienes nada. Has sido básicamente una esclava de tu padre y no has salido con un hombre en tu vida».
–Bueno, quéjense, si quieren –dice–, pero creo que lo estamos haciendo bastante bien.
–Oh, lo estamos haciendo fantástico –dice Min, y saca a Troy de detrás del sofá y sacude algunos fragmentos de pato de su pijama.
Joysticks vuelve a abrir el viernes. Es un manicomio. Les ha dado algo. Un club de bridge me ofrece quince pavos si lucho con Mel Turner untado de aceite. Así que lucho con Mel Turner untado de aceite. Me ofrecen veinte pavos si les dejo comer alas de pollo de mi mano. Así que les dejo comer alas de pollo de mi mano. La tarde pasa volando. A las nueve se va el club de bridge y llega una sororidad de universitarias. Cantan canciones guarras inteligentes, me manosean el Simulador y dice que ya nunca más serán capaces de mirar a la cara los exiguos genitales de sus novios. Entonces llega el señor Frendt y me dice que me llaman por teléfono. Es Min. Parece fuera de sí. Cuatro veces seguidas me grita que vaya a casa. Cuando le digo que se calme, me cuelga. Vuelvo a llamar y nadie me contesta. No pasa nada. Min es propensa a los ataques de pánico. Probablemente uno de los niños está vomitando. Por suerte, trabajo con horario flexible.
–Enseguida vuelvo –digo al señor Frendt.
–Eso espero –responde.
Corro a través de la quebrada y cruzo FedEx. Encima de la colina está la luz de la última granja que queda. A veces llevamos a los niños al túnel de lavado que hay al lado para que vean la vaca. Sin embargo, esta noche la vaca está en otra parte.
En casa, Min y Jade se mueven arriba y abajo frente a la tía Bernie, que está sentada muy quieta en un extremo del sofá.
–¡Que no se acerquen los niños! –grita Min–. ¡No quiero que vean algo muerto!
–¡Cállate, hombre! –grita Jade–. ¡No la llames algo muerto!
Se acuclilla y pellizca la mejilla de la tía Bernie.
–¿Tía Bernie? –grita–. ¡Joder!
–¡Ya lo hemos probado como dos veces, tía! –grita Min–. ¿Por qué insistes con esa mierda otra vez? Tócale el cuello y a ver si le encuentras eso del pulso!
–¡Mierda, mierda, mierda! –grita Jade.
Llamo al 911; llegan los sanitarios y se afanan durante veinte minutos, luego desisten y dicen que lo sienten y que parece que lleve muerta casi toda la tarde. El apartamento está hecho un lío. El cajón del dinero está vacío y sus fotos de familia están en la bañera.
–No tiene ninguna marca –dice un policía.
–Sospecho que ha muerto de miedo dice otro. De miedo del ladrón.
–A mí también me lo parece –dice un sanitario.
–Oh, Dios –dice Jade–. Dios, Dios, Dios.
Me siento al lado de Bernie. Pienso; «Lo siento mucho. Siento no haber estado ahí cuando ocurrió y siento que no te hayas divertido nunca en la vida y siento no haber sido lo bastante rico para llevarte a un sitio más seguro». Me acuerdo de cuando era joven, llevaba pantalones elásticos de color rosa y nos hacía cadenitas de papel con recibos de DrugTown mientras cantaba «La ranita tiene un novio». No ha parado de trabajar en toda su vida. Nunca le ha hecho daño a nadie. Y ahora esto.
Aterrorizada hasta la muerte en un apartamento de porquería.
Min mete a los niños en la cocina, pero no paran de escaparse. La tía Bernie está envuelta en una camilla con ruedas y en el sofá hay un montón de formularios que firmar.
Llamamos a mamá y Freddie. Nos sale el contestador.
–¡Mamá, descuelga! –dice Min–. ¡Ha pasado algo malo! ¡Mamá, por favor, descuelga de una puñetera vez!
Sin embargo, no descuelga nadie.
Así que dejamos un mensaje.
La funeraria Lobton es sólo una casa como otras en una calle como otras. Dentro hay un expositor lleno de folletos con títulos como: «¿Por qué mi ser querido parece un poco más largo?». Lobton tiene un aspecto saludable. Quizá demasiado saludable. Lleva un polo amarillo y flexiona constantemente los bíceps sin darse cuenta. De vez en cuando se toca los músculos como para confirmar que siguen tan grandes como pelotas de béisbol.
–Qué pena –dice.
–¿Cuánto? –pregunta Jade–. Me refiero a lo básico. No algo superelegante.
–Pero tampoco ninguna porquería –dice Min–. Nuestra tía era estupenda.
–¿En qué gama de precios están pensando? –pregunta Lobson, haciendo crujir los nudillos.
Se lo decimos y arquea las cejas y nos conduce a algo que parece una caja de mudanzas.
–Antes de usar la preparamos contra la humedad rociando una laca –explica–. Al final, parece bastante madera.
–¿No nos puede dar algo mejor? –dice Jade–. ¿Sólo cartón?
–En realidad, les estoy ofreciendo ya un pequeño descuento –dice, y realiza una flexión contra la pared–. Debido a las trágicas circunstancias. Se llama Crepúsculo de la Sierra. No es exactamente cartón. Más bien cartón comprimido.
–No sé –dice Min–. Parece bastante un timo.
–¿Podemos pensarlo? –pregunta mamá.
–Por supuesto –dice Lobton–. La última vez que lo comprobé esto seguía siendo los Estados Unidos de América.
Me acerqué y miré con atención. Había grapas en el lugar en que se apoyaría la columna vertebral de la tía Bernie. En la parte de los pies había escrito algo así como Introducir Lengüeta A en Ranura B.
–De ninguna manera –dice Jade–. ¿Trabajas toda tu puñetera vida para acabar dentro de una caja de mudanzas? Ni hablar.
Nuestros ahorros suman cero. Nos sentamos a una mesa y Lobton realizan lo que llama un Cálculo Crediticio. Si pagamos todos los meses durante siete años podemos permitirnos el Bruma Ámbar, que incluye una caja de balsa de doble grosor, dos capas de laca y una hora de velatorio.
–Pero siete años, Jesús... –dice mamá.
–Tenemos que darle el bueno –dice Min–. Nunca tuvo nada bonito en su vida.
Así que nos quedamos con el Bruma Ámbar.
La enterramos en St. Leo, en la colina que hay cerca de BastCo. Su parte del cementerio es bastante sencilla. No hay ángeles, ni casitas de roca, ni flores, sólo un montón de piedras planas como topes de aparcamiento y, aquí y allá, alguna copa de poliestireno. El padre Brian dice una oración y luego se supone que tiene que hablar uno de nosotros. Pero, ¿qué se puede decir? Nunca disfrutó de verdad de la vida. Nunca se casó, ni tuvo hijos, trabajo trabajo trabajo. ¿Fue alguna vez en un crucero? En su vida sólo hubo autobuses. Autobuses autobuses autobuses. En una ocasión fue con mamá en autobús a Quigley (Kansas) para jugar en el casino e ir de compras. Alguien le forzó la habitación, le robó los vestidos y se le cagó en la maleta mientras estaban en el show de Roy Clark. Eso fue todo. Ése fue todo su turismo. Y después vino DrugTown día y noche. Tras quince años como cajera la rebajaron a recepcionista. La gente le preguntaba dónde estaban los medicamentos contra el resfriado y ella señalaba en la pared unas letras enormes que decían: «Medicamentos contra el resfriado».
Freddie, el novio de mamá, se adelanta y dice que no la conocía desde hacía mucho tiempo, pero que era una mujer muy agradable y dejaba detrás de ella mucho amor, etc. etc. bla bla bla. Aunque es verdad que no hizo grandes cosas en su vida, a pesar de todo era muy querida por todos los que la conocimos y nunca armó lío por nada, sino que siempre estaba contenta con lo que le ocurría, fuera lo que fuera, etc. etc. bla bla bla.
A continuación se acaba todo y no nos queda sino irnos.
–Tenemos que venir todas las semanas –dice Jade.
–Yo pienso venir –dice Min.
–¿Qué, y yo no? –dice Jade–. Era la puñeta de buena.
–Has dicho una palabrota al lado de una tumba –dice Min.
–¿Desde cuándo puñeta es una palabrota, tía? –pregunta Jade.
–Niñas –dice mamá.


–Espero que haya estado bien lo que he dicho de ella –dice Freddie, en su estilo mierdoso que apesta a ron English Navy–. La verdad es que yo mismo estoy sorprendido.
–Adiós, tía Bernie –dice Min.
–Adiós, Bern –dice Jade.
–Oh, querida hermana –dice mamá.
Aprieto con fuerza los ojos e intento imaginármela feliz, riendo, golpeándome en las costillas. Sin embargo, lo único que veo es a ella aterrorizada en el sofá. Es horrible. Suelto, en alguna parte, está el que lo hizo. Alguien entró en nuestra casa, le dio un susto que la mató, la vio morir, revolvió todas nuestras cosas, le robó el dinero. Alguien que todavía vive, alguien que en este preciso momento podría estar comiendo un trozo de tarta, haciendo un recado o rascándose el culo, alguien que, si quisiera, podría meterse en un coche en dirección oeste durante tres días o los que sean y tumbarse al sol junto al océano.
Luego Freddie nos lleva a Trabanti’s a almorzar. Trabanti se murió el año pasado y tres familias vietnamitas se juntaron y compraron el local; siguen sirviendo pasta y pizza y en la pared sigue colgado el enorme óleo de Trabanti, pero ahora de la cocina sale una música vietnamita muy agradable y la comida es un poco mejor.
Freddie propone un brindis. Min dice: «¿Se acuerdan de que Bernie siempre llamaba almuerzo a la comida y comida a la cena?» Jade dice: «¿Se acuerdan de que cuando hacía ruido con la mandíbula decía que necesitaba aceite?»
–Fue una mujer excelente –dice Freddie.
–Ya la estoy echando muchísimo de menos –dice mamá.
–Me gustaría matar al puto tío que la mató –dice Min.
–¿Y si dejamos de decir puto mientras comemos? –protesta mamá.
–Mamá, es sólo una palabra, ¿vale? –dice Min–. Igual que bruto es sólo una palabra. ¿No te importa que diga bruto? Bruto bruto bruto.
–Bueno, también mierda es sólo una palabra –dice Freddie–, pero no la decimos a la hora de comer.
–Lo mismo que vomitar –dice mamá.
–Vomitar mierda, vomitar mierda –dice Min.
El camarero carraspea. Mamá fulmina a Min con la mirada.
–Me encantan tus modales de señorita –dice.
–Sobre todo en un funeral –añade Freddie.
–Esto no es un funeral –replica Min.
–La pregunta que me viene a la cabeza, chicos, es qué van a hacer ahora –dice Freddie–. Porque considero todo esto como una llamada para que los despierten, en el sentido de que se espabilen sin ayuda de vecino como yo he hecho y salgan de esa pocilga peligrosa en la que están viviendo.
–Ya está hablando el señor Encuesta Telefónica –dice Min.
–En realidad tampoco es tan peligroso –dice Jade.
–¿Matan a una mujer y no es tan peligroso? –dice Freddie.
–Lo único que nos hace falta es un pestillo y una mirilla –dice Min.
–¿De qué vecino habla? –pregunta Jade.
–Es como sin que te ayude nadie, atontada –responde Min–. Además –añade en dirección a Freddie y mamá–, ¿adónde vamos a ir? ¿Podemos mudarnos a vuestro apartamento?
–A mí personalmente me encantaría y lo saben –dice Freddie–. Pero a quien no le encantaría es al dueño.
–Creo que lo que Freddie quiere decir es que ha llegado el momento de que busquen un trabajo, chicas –dice mamá.
–Sí, eso, mamá –protesta Min–. Después de lo que pasó la última vez, ¿no?
Al principio de mudarme al apartamento, Jade y Min trabajaban en el stand de información de HardwareNiche. Un día fuimos a buscar a los niños a la guardería y encontramos a Troy sentado desnudo encima de la lavadora, a Mac en el patio mordisqueado por un pequinés y a la mujer de la guardería borracha y jugando a los Pájaros Asesinos con una Nintendo.
Así que se acabó. No más HardwareNiche.
–A lo mejor una podría trabajar y la otra cuidar a los niños, ¿no? –propone mamá.
–No veo por qué tengo que trabajar para que ella se quede en casa con su hijo –dice Min.
–No veo por qué tengo que trabajar para que ella se quede en casa con su hijo –dice Jade.
–Es como un puñetero viceversa –dice Min.
–Voy a deciros una cosa –dice Freddie–. Una cosa sobre este país. Cualquiera puede hacer cualquier cosa. Pero primero tienen que intentarlo. Y ustedes, chicos, no lo están haciendo. Dos no trabajan y el otro se dedica a desnudarse. No me parece que lo estén intentando. No hacen nada, chicos. Así que viven en una pocilga peligrosa. ¿Y qué pasa en una pocilga peligrosa? Tragedias de mierda. Es el puñetero estilo americano: empiezas en una pocilga peligrosa y te deslomas para poder mudarte algún día a una pocilga un poco menos peligrosa. Y al final a lo mejor acabas en una mansión. Pero a este ritmo ni siquiera van a conseguir llegar a una pocilga menos peligrosa.
–Como que tú vives en una mansión –dice Jade.
–No digo que viva en una mansión. Pero tampoco vivo en una cloaca. Y lo otro que tampoco hago es desnudarme.
–Gracias, Dios, por los pequeños favores –dice Min.
–Además, nunca se queda desnudo del todo –dice Jade.
Cosa que es verdad. Siempre llevo por lo menos un tanga.
–No me extraña que nunca saquemos a estos chicos a ningún agradable almuerzo –dice Freddie.
–Y no me parece que esto sea ningún agradable almuerzo –dice Min.
Para cenar, Jade mete en el microondas las Stars-n-Flags. Son adictivas. Ponen azúcar en la salsa y azúcar en las bolitas de carne. Creo que también cafeína. Alguien me dijo que las rayas marrones de las Flags eran cafeína. Nos comemos cinco boles cada uno.
Tras la cena los niños se ponen quisquillosos; Min les hace unos biberones con helado derretido y jarabe de chocolate, y nos ponemos a mirar Lo peor que podía pasar, media hora de simulaciones por ordenador de tragedias que no han ocurrido nunca pero que teóricamente podrían ocurrir. Un niño es atropellado por un tren y lanzado al interior de un zoo, donde se lo comen los lobos. Un hombre se corta la mano mientras sierra un tronco y cuando sale gritando en busca de ayuda es atrapado por un tornado que lo arroja sobre una guardería en el momento del recreo y aplasta a una maestra embarazada.
–Echo mucho de menos a Bernie –dice Min.
–Yo también –dice Jade con tristeza.
Los niños empiezan a gritar pidiendo más helado.
–Qué monos –dice Jade–. Es como si dijeran: «Hacednos caso de una puñetera vez».
-Os haremos caso de una puñetera vez, bonitos, no se preocupen –dice Min–. No nos hemos olvidados de ustedes.
Entonces suena el teléfono. Es el padre Brian. Tiene una voz rara. Dice que lamenta molestarnos tan tarde, pero que ha ocurrido algo extraño. Algo malo. Algo, bueno, incalificable.
Al parecer alguien ha mancillado la tumba de Bernie.
Mi primer pensamiento es que no hay lápida. Es sólo hierba. ¿Cómo puedes mancillar la hierba? ¿Qué han hecho, mearse sobre la hierba de la tumba? Pero el padre está al borde de las lágrimas.
Así que llamo a mamá y Freddie y les digo que se reúnan con nosotros y cogemos a los niños y los metemos en el utilitario.
–Mancillar –dice Jade mientras vamos de camino–. ¿Qué quiere decir mancillar?
–Quiere decir como joderlo todo –dice Min.
–Pero, ¿cómo? –dice Jade–. Quiero decir, ¿como haciendo qué cosa?
–No lo sabemos, boba. Por eso vamos a verlo.
–¿Y por qué? ¿Por qué va a querer alguien hacer eso?
–Adivínalo, señorita Shrilock Holmes. Alguien lo ha hecho porque alguien es un cabrón.
–Alguien es un cabrón de campeonato.
El padre Brian nos espera en la puerta con una linterna y un carrito de golf.
–Cuando lo vi –dice– me caí al suelo de la sorpresa. Nunca había ocurrido nada parecido. Lo siento mucho. Parecen buenas personas.
Pesamos mucho y las ruedas patinan al subir la cuesta, así que me bajo y los acompaño corriendo junto al carrito.
–Bueno, gente, prepárense para la impresión –dice el padre y apaga el motor.
En el lugar ocupado por la tumba sólo hay un agujero. En el agujero está el ataúd Bruma Ámbar, sin la tapa. Dentro del Bruma Ámbar no hay nada. La tía Bernie no está.
–¿Qué cuernos pasa? –dice Jade–. ¿Dónde está Bernie?
–¿Alguien ha robado a Bernie? –dice Min.
–Al menos ustedes se han mantenido en pie –dice el padre Brian–. De verdad, yo me caí al suelo. Me caí encima de ese montón de tierra. Me desplomé como si me hubieran disparado. ¿Ven esa marca? Ahí me caí.
En el montón de tierra de la tumba hay una marca en forma de unas posaderas.
Aparecen los polis y uno de ellos baja al agujero con una cinta métrica y una cámara. Tras tres o cuatro flashes sube y le entrega a mamá un par de zapatos de salón azules.
–Sus zapatitos –dice mamá–. Oh, Dios mío.
–¿Son los suyos? –dice Jade.
–Son los suyos –dice Min.
–Estoy flipando –dice Jade.
–Yo flipo del todo –dice Min.
–Me voy a sentar –dice mamá, y se desploma en el carrito de golf.
–Lo que no entiendo es quién puede quererla –dice Min.
–Sólo era una persona normal –dice Jade.
–Suelen hacerlo adolescentes –dice un policía–. Solemos encontrar el cuerpo en los alrededores. Una vez encontramos uno con un cigarrillo en los labios y con un sombrero mexicano. Los chicos de hoy son mucho más atrevidos de lo que lo éramos nosotros. A mí nunca se me habría ocurrido desenterrar un muerto cuando era joven. Tirar una lápida, sí, o pintar algo con espray en una cripta, o bueno, darle un empujoncito a un borracho.
–Pero esto, Jesús –dice Freddie–. Esto es un panorama totalmente diferente.
–Vaya si lo es –dice el poli.
Y todos miramos los zapatos que mamá tiene en las manos.


Al día siguiente vuelvo al trabajo. No tengo ningunas ganas, pero necesitamos el dinero. La hierba está húmeda y es difícil cruzar el barranco con mis zapatos de vestir. Las suelas resbalan. Además aprietan mucho. Varias veces me caigo sobre el maletín. Dentro del maletín llevo el tanga y un spray de espuma.
De buenas a primeras me encuentro con una mesa llena de mujeres de MediBen sentadas bajo una pancarta que dice: «Buena suerte, Beatrice, no nos guardes rencor». Me quito la camisa y les sirvo las ensaladas. Me quito los pantalones de vuelo y les sirvo las sopas. Una deja caer al suelo un dólar y me dice que puedo recogerlo si quiero.
Lo recojo.
–Así no, así no –dice–. De cara al otro lado, para que te podamos ver la raja cuando te agaches.
Lo he hecho un millón de veces, pero en este momento no puedo hacerlo.
La miro. Ella me mira a mí.
–¿Qué pasa? –pregunta–. ¿Eso no lo puedo decir? Pensaba que la cosa iba justo de eso.
–La cosa va justo de eso, Phyllis –dice otra mujer–. Manténte firme.
–Mira –dice Phyllis–, o te agachas como te digo o me devuelves el dólar. Me parece que es justo.
–Bien dicho, mujer –dice la amiga.
Le devuelvo el dólar. Vuelvo a la Zona de Vestuario y me quedo un rato sentado. Por primera vez, me votan Indeseable. Hay trece mujeres en la mesa de MediBen y todas me votan Indeseable. ¿Saben las mujeres de MediBen mi situación? ¿Me habrían votado Indeseable de saberla? Pero, ¿qué se supone que tengo que hacer, salir y decir: «Por favor, señoras, mi tía se acaba de morir y además nos la han robado»?
El señor Frendt me llama a un aparte.
–A lo mejor necesitas irte a casa –dice–. Siento la pérdida de tu tía, pero por favor no te comportes como esas mujeres comanches que se arrancan el dedo índice a mordiscos cuando se les muere un familiar. El dolor es bueno, el dolor está bien, pero un exceso de dolor, como todos sabemos, es excesivo. Si la muerte de tu tía te ha llenado la boca con demasiados índices, para llorar a pleno pulmón, tómate una semana, pero no se lo hagas pagar a nuestras clientas, ellas no se cargaron a tu tía.
Sin embargo, no puedo permitirme tomarme una semana. Ni siquiera unos pocos días.
–Necesitamos el dinero –digo.
–¿Y eso es problema mío? ¿Se supone que tengo que dejarte bailar sin ganas sólo porque necesitas el dinero? ¿Y si pongo un anuncio en el periódico para todas las personas tristes que necesitan dinero? Así podrían venir aquí y desnudarse, ¿te parece? Adiós. Vuelve cuando estés medio normal.
Desde un teléfono público llamo a casa paa ver si necesitan algo del FoodSoQuick.
–Ven enseguida –dice Min con voz forzada–. Ven directo enseguida.
–¿Qué pasa?
–Ven.
A lo mejor alguien ha encontrado el cuerpo. Imagino a Bernie desnuda, a Bernie cortada en dos, a Bernie sentada en el banco de una parada de autobús. Espero y rezo que sólo le hayan hecho algo medianamente malo, algo con lo que podamos vivir.
Al llegar a casa encuentro la puerta abierta del todo. Min y Jade están sentadas muy quietas en el sofá, con los niños en la falda, mirando la mecedora, y en la mecedora está Bernie, el cuerpo de Bernie.
La misma permanente, las mismas gafas, el mismo vestido azul con el que la enterramos.
¿Qué hace ahí? ¿Quién puede ser tan cruel? ¿Y qué se supone que tenemos que hacer nosotros?
De pronto ella vuelve la cabeza y me mira.
–Siéntate de una puta vez –exclama.
En su vida había dicho una palabrota.
Me siento. Min me aprieta y me suelta la mano, me aprieta y me suelta, me aprieta y me suelta.
–Tú, joven –me dice Bernie–, vas a empezar a enseñar la polla. No vas a parar de enseñarla. Te acercas a una mujer, si quiere verla, si paga por verla, le haré una marca con el pulgar en la frente. Cuando veas la marca, se lo preguntas. Intentaré conseguirte cinco al día, a veinte pavos el vistazo. Salen cien pavos al día. Setecientos a la semana. Y en efectivo, nada de impuestos. Nada de retenciones. ¿Lo ves? Eso es lo bueno.
Tiene tierra en el pelo y tierra en los dientes; lleva el pelo revuelto, y la lengua cuando la saca para humedecerse los labios es negra.
–Tú, Jade, mañana empiezas a trabajar. Andersen Labels, en la Quinta con Rivera. Arréglate cuando vayas. Ponte algo bonito. Enseña un poco las piernas. Y no masques chicle. Pregunta por Len. Al final de mes juntaremos el dinero que ganes y el dinero de la polla y nos mudaremos a otro sitio. A algún sitio seguro. Ésa es la primera parte de la Fase Uno. Tú, Min, tú cuidas a los niños. Además, vas a dejar de fumar. Y, además de eso, vas a aprender a cocinar. Se acabó la comida de lata. Debemos alimentarnos bien para tener buen aspecto. Porque voy a tener muchos novios. A lo mejor no lo saben, chicos, pero me he muerto sin dejar de ser una puñetera virgen. Sin niños, sin novios. Nada para adentro, nada para afuera. ¡Ja, ja! Seca como un hueso, completamente desperdiciada, esa cosita linda que Dios me dio entre las piernas. ¡Bueno, pues ahora voy a tener novios, cabrones! ¡Como en las películas, con hombros anchos y todo eso, y una casa de veraneo, y viajes bonitos, y por la mañana en mi habitación un gran jarro con flores, y se me van a poner duros los pezones con la brisa del océano, comiendo un bol de marisco, hijos de puta, mientras mi novio me mira desde el porche, con sus anchos hombros relucientes, más duro que una piedra por mí, y eso se los garantizo, chicos! ¡Ja, ja! ¿Se creen que es una broma? No es ninguna puñetera broma. ¡Nunca he tenido nada! ¡Mi vida ha sido una mierda! Ni siquiera me he subido nunca a un puñetero avión. Pero eso fue en la otra vida y esto es esta vida. Mi nueva vida. ¡Y ahora taparme! Con una manta. Necesito mi sesión de reposo facial. Si le dicen a alguien que estoy aquí, están todos muertos. Y ellos también. A quien le digan, están muertos. Los mato con el pensamiento. Puedo hacerlo. Ahora soy muy fuerte. ¡Tengo poderes! Así que nada de visitas. No estoy en mi mejor momento. ¿Lo han entendido? ¿Lo han entendido todos?
Asentimos. Voy a por una manta. Le tiemblan las manos y los pies y le rechinan los dientes, y uno se le cae.
–¡Tápame, cabrón, tápame del todo! –grita.
Y la tapo.
Nos escabullimos con los niños sin hacer ruido y hablamos en susurros en la cocina.
–Parece ella –dice Min.
–Es ella –digo yo.
–Es y no es –dice Jade.
–Es mejor que hagamos lo que dice –dice Min.
–Y que lo digas, mierda –dice Jade.
Se pasa la noche bajo la manta en la mecedora, temblando y soltando palabrotas.
Nos pasamos toda la noche en la cama de Min, completamente vestidos, cogidos de la mano.
–¡Mirad lo fuerte que soy! –grita hacia medianoche.
Se oye un crujido; cuando voy a ver, la puerta del microondas está arrancada, pero ella no se ha movido de la mecedora.


Por la mañana sigue ahí, temblando y soltando palabrotas.
–¡Quitarme la manta! –grita–. Es hora de ponerse en marcha.
Le quito la manta. No huele bien. Tiene una oreja sobre la falda. Se dedica a ponérsela de nuevo distraídamente.
–¡Tú, Jade! –grita–. Vístete. Ve a por ese trabajo. Cuando veas a Len, inclínate un poco. Enséñale lo que hay dentro del top. Dale alguna esperanza. Es un psicópata, pero lo necesitamos. ¡Tú, Min! Haz el desayuno. Algo casero. Galletas, por ejemplo.
–¿Por qué no las haces tú con tus poderes? –dice Min.
–¡No te hagas la lista! ¿No has visto lo que he hecho con el microondas?
–No sé cómo se hacen las puñeteras galletas –se queja Min.
–¿Sabes leer, verdad? ¿Sabes lo que es una receta? ¿Has estado alguna vez en la tumba? ¡Es una auténtica mierda! Te arrepientes de todas las cosas que no has hecho nunca. ¡Son unas zorras que lo van a pasar muy mal en la tumba a menos que entren en vereda, creerme! ¡Bajar el termostato! Quiero más frío. Me gusta el frío. A mi cuerpo le pasa algo. No me encuentro bien.
Bajo el termostato. Me mira.
–¡Ve a enseñar la polla! –grita–. Es la primera parte de la Fase Uno. Cuando nos hayamos mudado será el final de la Fase Uno. Seguirás enseñando la polla, pero sólo tres días a la semana. Porque habrás empezado a ir al colegio comunitario. A hacer el curso preparatorio para estudiar Derecho. Derecho es lo mejor. Serás un empollón. No eres tonto. Y Jade trabajará los fines de semana para compensar la disminución del dinero de la polla. ¿Lo ves? ¿Ves cómo funciona la cosa? Y ahora lárgate. ¿Qué vas a hacer?
–Enseñar la polla, ¿no?
–Enseñar la polla, eso es.
Se echa para atrás el pelo con la mano, y se le desprende una gran mata que la deja casi calva de un lado.
–Dios mío –dice Min–. ¿Saben una cosa? No pienso quedarme aquí sola con los niños.
–No estás sola –dice Bernie–. Estoy aquí.
–Por favor, no te vayas –me dice Min.
–Venga, déjate de cuentos –dice Bernie.
La puerta se abre y siento una especie de puño invisible que me golpea la espalda.
Fuera hace sol. Un día normal. Un tipo está cambiando el aceite. Las nubes son nubes normales y el sol es el sol normal; lo único anormal es que mis ropas huelen a Bernie, una mezcla de sótano húmedo y bacon podrido.
El trabajo va bien. Consigo sonreír todo el rato y esconder el temblor de las manos, y a la mitad del turno mi clasificación es de Monada. Tras el almuerzo se me acerca una mujer mayor y me dice que parezco tanto un Piloto de verdad que apenas lo puede resistir.
En la frente tiene la marca de un pulgar. Como el miércoles de Ceniza, sólo que brilla un poco.
No sé qué hacer. ¿Voy y le digo si quiere verme la polla? ¿Y si dice que no? ¿Y si me pilla? ¿Y si se la enseño y decide que no vale veinte pavos?
Entonces me pide que sorprenda a su mejor amiga con un baile de la mesa para celebrar su cumpleaños. Me señala a la amiga. Una chica bonita, sin marca. Tiene algo que me resulta familiar.
Nos acercamos y cuando estoy a seis metros me doy cuenta de que es Angela.
Salimos en el último año del instituto. Fue cuando papá se murió y mamá tuvo que empezar a trabajar en Patty-Melt Depot. Por culpa de la grasa a mamá le dio urticaria y apenas podía llevar encima una blusa. Además, Min estaba en la edad del pavo. El caso es que Angela venía a casa y se encontraba a Min colocándose bajo la lona de la cochera y a mamá en sujetador sentada en un taburete de la cocina con un ventilador dirigido a la barriga. Angela tenía planes. En la carpeta de anillas llevaba pegada una foto de un despacho sacada del catálogo de J. C. Penney y debajo había escrito: «Mi despacho (¿algún día?)». Una vez vimos un Porsche negro y me dijo que muy bonito pero que el suyo sería rojo. El colmo fue Ed Edwards, un borracho empedernido, uno de los primos de papá. Las cosas se habían puesto tan feas que mamá le alquiló el office. Una noche Angela y yo nos lo estábamos montando en el sofá mientras los demás dormían cuando llegó Ed como una cuba y se puso a mear en el lavaplatos.
¿Qué podía decir? «¿Casi no es familia mía? ¿Lo hace muy pocas veces?»
A Angela se le pusieron los ojos como tarrinas.
La acompañé a casa, no me besó, volví, limpié el lavaplatos lo mejor que pude. Unos días más tarde recibí por correo mi anillo de graduación y un ejemplar de El profeta.
«Siempre serás mi primer amor –había escrito en su interior–. Pero ahora mi senda se dirige hacia un terreno superior. Que estés bien siempre. Camina envuelto en alegría. Por favor, no me consideres cruel, es sólo que aspiro a mucho, y además no me podía creer que ese tipo se meara en vuestros platos.»
No pienso hacer el baile de la mesa para Angela. No voy a preguntarle a la amiga de Angela Silveri si quiere verme la polla. No pienso estar por ahí para que Angela me vea con chaqueta de vuelo y tanga y se pregunte cómo he caído tan bajo etc. etc.
Me escondo en la cocina hasta que acaba mi turno y luego vuelvo a casa, despacio, muy despacio, porque tengo miedo de lo que puede hacerme Bernie cuando llegue.


Me encuentro a Min en la puerta. Tiene harina por toda la blusa y parece que ha estado llorando.
–Ya no soporto más esto –dice–. Es como que se cae a trozos. La mierda se le está desmoronando. Además me ha hecho hacer un puñetero pastel.
Sobre la mesa hay un pastel lleno de grumos. Uno de los brazos de Bernie está ahora suelto; lo tiene encima de la falda.
–¡En qué estás pensando?! –grita–. ¡No has enseñado la polla ni una sola vez! ¿Te crees que es fácil hacer esas marcas? ¡Pruébalo tú, tipo listo! ¿Sabes cuál es el plan o no lo sabes? ¡Tienes que sacarnos de aquí! Y para sacarnos de aquí tienes que usar lo que tienes. Y no tienes mucho. Una cara bonita. Y una unidad decente. No muy grande, pero con una forma bonita.
–Bernie, por Dios, –dice Min.
–¿Qué pasa, señorita Repipi?
Y golpea con fuerza el brazo seccionado contra la falda; se le cae la otra oreja.
–Lo siento, pero esto da demasiado puto asco –dice Min–. Me voy.
–¿Qué da asco? –dice Bernie–. ¿Insinúas que doy asco? Bueno, pues a mí me parece que tú das asco. Tantas cosas bonitas en la vida y ¿dónde tienes la cabeza? Piensas con tu culo de holgazana. Lo que te da la vida lo tomas. No te vas a ir a ningún sitio. Te vas a quedar en casa y vas a estudiar.
–¿Ah, sí? –dice Min–. ¿Estudiar qué? No voy a estudiar. ¿Esta tipa se mete en mi casa y se pone a mandarme que estudie? Y una porra.
–¡No sabes nada! –dice Bernie–. ¿Qué diversión tiene la vida cuando no sabes nada? Ni siquiera sabes encontrar tu ciudad en el mapa. No conoces el nombre de un solo presidente. Cuando vayamos a Roma no sabrás nada de la historia. Vas a estudiar el Libro del Mundo. ¿Tenemos todavía esos Libros del Mundo?
–Sí, eso –dice Min–. A Roma vamos a ir...
–Vamos a ir a Roma cuando él sea abogado –dice Bernie.
–Sigue soñando, mujer –dice Min–. Y luego iremos a Marte cuando yo sea corregidora de Bolsa.
–¡Ni se te ocurra reírte de mí! –grita Bernie.
Y nuestro único jarrón cruza volando la habitación y casi se estampa en la cabeza de Min.
–Ha estado así todo el santo día –dice Min.
–¡¿Así, cómo?! –grita Bernie–. Hemos pasado un día de lo más agradable.
–Me ha hecho ayudarla a probarse mi sujetador –dice Min.
–Nunca he tenido un sujetador tan sexy y bonito.
–Y ahora están todos para tirar. Se han quedado como pringosos.
–¡Eres una desagradecida de mierda! –grita Bernie–. ¿No sabes lo que estoy haciendo por ti? Estoy salvando a tu hijo. ¡Y tienes la caradura de decir que te he dejado los sujetadores pringosos! A Troy lo van a pillar en un tiroteo en el patio. En septiembre. El diecinueve de septiembre. Lo van a derribar mientras va en triciclo. Se va a quedar con una pierna doblada debajo del cuerpo y la sangre manándole de la oreja. Es una puñetera profecía. ¿Conoces la palabra? Quiere decir predicción. ¿Conoces la palabra? ¿Te crees que estoy diciendo gilipolleces? Pues no estoy diciendo gilipolleces. Tengo el poder. Mira esto: Jade se ha pasado todo el día lamiendo etiquetas en una mesa junto a una ventana. A la hora del almuerzo, su jefe ha comprado bocadillos para todo el mundo. Trae algunos en una bolsa verde.
–Lo de Troy es mentira, ¿verdad? –dice Min–. ¿Verdad que sí? No me lo creo.
–¡Enciende la televisión! –grita Bernie–. Dame el mando.
Enciendo la televisión. Le doy el mando. Ponen La tienda corporal de Nathan. Nathan dice que los abdominales bien marcados vuelven locas a las mujeres. A continuación sale un primer plano de sus abdominales bien marcados.
–Oh, sí –dice Bernie–. Ésos son para mí. Me gustaría darles una lamida. Una lamida y un pellizco. Me gustaría cabalgar encima de unos músculos así.
Justo entonces aparece Jade por la puerta con una gran bolsa verde.
–Dios mío –exclama Min.
–¡Te lo he dicho! –dice Bernie, y golpea a Min en las costillas–. ¡Ja, ja! ¡Tengo el poder de verdad!
–No lo entiendo –dice Min, completamente desesperada–. ¿Qué le pasa a mi hijo? Será mejor que me lo digas de una puñetera vez.
–Ya te lo he dicho. Sale volando unos cinco metros y vive unos tres minutos.
–Bernie, Dios mío –dice Min, y empieza a llorar–. Antes eras tan buena...
–Sigo siendo buena –dice Bernie.
Y muerde un bocadillo; se arranca un trozo de dedo, pero sigue masticando.
Justo antes del amanecer, se pone a llamarme a gritos.
–Quítame la manta. No me encuentro bien.
Le quito la manta. Es básicamente el siguiente montón de partes: los dos brazos sobre la falda, la cabeza en las manos, el talón de un pie tocando el talón del otro, todo ello envuelto más o menos con el vestido.
–Tráeme una toallita para lavarme. ¿Tengo fiebre? Me parece que tengo fiebre. Ah, ya sabía que era demasiado bueno para ser verdad. Pero, de acuerdo. Nuevo plan. Cambio la primera parte de la Fase Uno. Si ves dos marcas eso significa que la mujer te va a follar a cambio de dinero. Estamos en un apuro. Tenemos que meterle prisa a esto. No va a quedar nada de mí. ¿Quién va ser mi novio ahora?
Suena el timbre de la puerta.
–Hijo de puta –gruñe Bernie.
Es el padre Brian con una caja de donuts. Salgo rápidamente y cierro la puerta detrás de mí. Dice que sólo quería vernos. A lo mejor tenemos ganas de hablar. A lo mejor conservamos un poco de rabia por la situación de Bernie. Eso sería, por supuesto, totalmente comprensible. Una vez, al poco de ordenarse, alguien entró en la iglesia y le dibujó con rotulador un bigote a la virgen; durante semanas, se vio torturado por visiones en las que le doblaba el dedo al vándalo hasta que estallaba en lágrimas de disculpa.
–Sabía que no era lo apropiado –dice–. Sabía que al ceder a esa fantasía honraba a la violencia. Y, sin embargo, me producía placer. También me los imaginaba atrapándolos con las manos en la masa y machacándoles la cabeza con una roca. Y también me imaginaba saltándoles encima de la espalda hasta que se les resquebrajaba algo en la columna vertebral. En realidad, tenía un millón de ideas, pero ¿sabes lo que hice en vez de eso? Me puse a frotar y refrotar a nuestra santa madre y no tardó en quedar como nueva. Su estatua, quiero decir. Ella, por supuesto, siempre está como nueva.
Del interior salió un ruido de vidrios rotos. Vidrios rotos y luego la caída de algo pesado, y Jade chillando y Min chillando y los niños chillando.
–Uy, ¿me equivoco o he llegado en un mal momento? Mira, lo que intento es rogaros, si es que es posible, que perdonen a los gamberros, como yo perdoné al gamberro que pintó a mi virgen María. Lo que se ha perdido, al fin y al cabo, es sólo el cuerpo de vuestra tía y lo que es esencial, te lo aseguro, está en otra parte, y en buenas manos.
Asiento. Sonrío. Le doy las gracias por pasar. Tomo los donuts y entro.
El televisor está roto, la nevera inclinada y las partes de Bernie esparcidas por toda la sala de estar como si la hubieran disparado con un cañón.
–Ha intentado levantarse –dice Jade.
–No sé adónde coño pensaba que iba a ir –dice Min.
–Ven aquí –me dice la cabeza, y me agacho–. Se acabó. Estoy jodida. Como siempre. Siempre una segundona. Aunque pensándolo bien ni siquiera he sido nunca una puñetera segundona. Mira, enseña la polla. Es la línea más corta entre dos puntos. El mundo no regala vidas agradables. ¿Tienes una cartera de acciones? ¿Eres un genio? Enseña la polla. Es lo que tienes. Y recuerda: Troy en septiembre. En el triciclo. Una pierna doblada. No lo olvides. Y otra cosa. No me recuerden así. Recuérdenme como estaba la noche en que todos fuimos al Red Lobster y yo llevaba aquella permanente. Ah, Dios. Al menos comprarme una losa.
Le froto el hombro, que está al lado de su pie.
–Te hemos querido –digo.
–¿Por qué algunos lo tienen todo y yo no he tenido nada? –pregunta–. ¿Por qué? ¿Por qué ha sido así?
–No lo sé.
–Enseña la polla –repite, y se muere otra vez.
Nos quedamos ahí mirando el montón de partes. Mac gatea hacia él, y Min lo aparta con el pie.
–Esto es demasiado –dice Jade, y empieza a llorar.
–¿Qué hacemos ahora? –dice Min.
–Llamar a los polis –dice Jade.
–¿Y decirles qué? –dice Min.
Lo pensamos un rato.
Voy a por una bolsa de la basura. Voy a por mis guantes de invierno.
–No quiero verlo –dice Jade.
–Yo tampoco quiero verlo –dice Min.
Y se llevan los niños al dormitorio.
Cierro los ojos y recojo a Bernie en la bolsa; la anudo con fuerza dando un giro y la arrastro hasta el maletero del utilitario. También echo dentro una pala. Conduzco hasta St. Leo. Meto la bolsa en el agujero utilizando una correa elástica y luego lo relleno otra vez.
Abajo, en la ciudad, están las casas bonitas y las casas medianuchas, las parejas montándoselo en patios oscuros, los niños llamando a gritos a sus madres, y me pregunto si, además de Jesucristo, eso ha sucedido alguna otra vez. A lo mejor sucede todo el tiempo. A lo mejor todo está lleno de muertos furiosos, escondidos en las habitaciones, cubiertos con mantas, mandoneando a sus asustados e incómodos familiares. Porque, ¿cómo sería posible saberlo?
Lo seguro es que no tengo ninguna intención de difundir la noticia.
Aliso la tierra y recito una oración rápida: «Si se equivocó al volver, perdónala, nunca tuvo un centavo, además intentaba ayudarnos».
En el coche se me ocurre un ruego más: «Pero, por favor, no dejes que vuelva».


Cuando llego a casa los niños están durmiendo y Jade y Min están viendo el anuncio de un teléfono erótico, tres chicas con monos de cuero comiendo plátanos a cámara lenta mientras por la pantalla pasa sin cesar la misma advertencia: «No son forzosamente las chicas que responden al teléfono. No son necesariamente las chicas que responden al teléfono».
–A esas tías parece que les gustan de verdad los plátanos –dice Min con su fina vocecita.
–La verdad es que me gustan los monos que llevan –dice Jade.
–Sí, los monos están bien –dice Min.
Entonces me miran. Nunca las he visto tan tristes, cansadas y abatidas.
–Ya está –digo.
Entonces nos abrazamos, lloramos y prometemos no olvidar nunca a Bernie como era de verdad; echo un poco de limpiador en la alfombra, y ellas van a leer un poco los Libros del Mundo.
Al día siguiente entro a trabajar temprano. No veo una sola marca. Pero no importa. Me acerco a Sonny Vance y me explica cómo hacerlo. Primero le preguntas a la mujer si le gustaría hacer una visita privada. Luego le muestras la imitación del P-40, la Galería de Hechos Históricos, el compartimento de duchas donde nos embadurnamos de aceite, etc. etc. y en el pasillo cerca de la sala de reposo le preguntas si hay algo más que le gustaría ver. Es sórdido. Es ordinario. Pero cuando lo hago pienso en septiembre. En septiembre y en Troy en medio del tiroteo, la piernecita doblada, etc. etc.
La mayoría dice que no, pero algunas dicen que sí.
He elegido un apartamento en un complejo llamado Cañada del Cisne. Nunca han tenido un tiroteo ni un apuñalamiento y la escuela pública está muy bien y todos los sábados hacen una excursión con los niños por detrás del club social.
Por cada cien pavos que gano, aparto cinco para la losa de Bernie.
¿Qué escribes en una cosa así? ¿«La vida la dejó de lado»? ¿«Murió desilusionada»? ¿«Volvió a la vida pero se deshizo»? Todo cierto, pero demasiado triste, y no pienso escribir nada de eso.
«Bernie Kowalski. Nuestra querida tía.» Eso pondrá.
A veces me viene en sueños. Nunca tiene buen aspecto. A veces lleva una bata sucia. Una vez iba esposada. Una vez estaba desnuda y sucia y un gato la arañaba mientras se le subía a la frente. Sin embargo, todas las veces es lo mismo.
«Algunos lo tienen todo y yo no he tenido nada –dice–. ¿Por qué? ¿Por qué ha sido así?»
Todas las veces le digo que no lo sé.
Y no lo sé.






replay

daniel durand
(concordia, argentina, 1964)



el Once seco

No hay presión de agua, los tanques
están vacíos, el agua no puede
subir hasta allá arriba, las
canillas escupen aire,
las mujeres cargan
agua en baldes
de plástico
en el Once
seco


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durán, debería estar escribiendo…

que hubo una manifestación de microbios, una nube de tábanos, una floración de mamíferos, una cola de gusanos, una fiesta de fósforos, una bolsa llena de diskettes, veinte kilos de mate, un toco de coquitas, una manda de mosquitos, un tropel de manzanas, una gaviota, doce chicas de frente, un puñado de perlas, una raya larga, roja, hecha con aerosol, que empezaba en la pared y seguía unos metros por la vereda. que los tragos pasan, queda el amor a la bebida: por el vidrio del compac se ve girar el disco, por la ventana pasar la luna, por el inodoro hundirse los soretes, por la puerta marcharse las mujeres, por el agujero transparente de la muerte se va todo: giran equipos enteros de audio, se va una hermosa caja de cartón, blancas muy ásperas planchas de tergopol. Bruto, baba, bestia, un frasco de caños, una chica de goma que no enciende.


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malpaso olvida su dignidad, recupera su soberbia.

primero te digo que toda la poesía es una verga, nunca leí un buen poema, excepto el libro 5 del Paterson de Williams que salió publicado en el cordillerano, después no queda nada, eso ahora que recién me levanto, y es verano y hace mucho calor y es jueves cuatro de la tarde y no tengo obligaciones y tampoco necesito en este momento alguna certeza, no necesito que algo esté bueno, algunas mujeres (eso quiere decir absolutamente todas) primero se entusiasman con un croto y lo idolatran y respetan su falta de egocentrismo, pero al rato ya se aburren que no haya en la casa problemas laborales, y que la ausencia del dinero no sea un trauma para el dueño de la poronga traumada, como la de Dalí que sólo eyaculaba en la masturbación, yo sé que todos los poetas son muy malos, y todos tienen problemas de eyaculación, yo acabo tarde, vos acabas temprano, él no acaba nunca, ellas no acaban nada, guardan todo, un río que en el callejón absorbió mi calzoncillo, un río que había adentro de su concha, yo exprimí el calzoncillo en la oscuridad y un chorro, no gotas, cayó al piso, ella en vez de maravillarse o creer en eso para siempre, prendió un cigarro, y con la otra mano quedó enrulándose los pendejos mientras miraba perdidamente el edificio de los militares cilíndrico de Carranza, los poemas y los textos son todos una mierda, el 68 va para el Once, un sesenta va para Fleming. Ahora que nada me tiene que gustar nada me gusta, voy a visitar a mi esposa que tuvo un hijo con un guitarrista el día de mi cumpleaños, voy a contarle todo lo que te quise para que ella me siga queriendo. No veo brillar ninguna bisagra de acero, estoy lejos y nada me une a lo que ya no veo


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ars téxticum

como primera medida hay que declarar que no es que no sepamos nada de nada, algo sabemos, pero todo re confuso y pantanoso.
Yo quisiera ser un fabro, con una pentium XXIII 43000 megajertz de velocidad y el último word, el más moderno con programas para dibujo y diseño y corrección y perfeccionamiento incorporado y madre y padre y plata que sale de un cajoncito y sanguches de jamón que salen finitos por la ranura de la disquetera y un chorrito de coca fría que sale por el orificio de los auriculares y un ángel atrás que nos cuida las espaldas y detrás del ángel un asesino que nos traspasa de un balazo que atraviesa ángel, yo y máquina
y todo se acaba de un plumazo


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luciérnagas de febrero

las luciérnagas son una pija en cualquier poema, cualquiera que pone luciérnaga en un texto es un quemeitor, pero esa noche del apagón de luz que duró seis días, el Once estuvo de fiesta, la policía no andaba y las putas, para que las vieran los clientes, salieron a trabajar con linternas, estaba re bueno, y así te llamaban, haciendo pestañear unas linternas pequeñas de colores, yo iba caminando para Once por La Rioja el jueves como a las dos de la mañana y veia para adelante un montón de linternas pestañeando: las putas de este barrio, luciérnagas de febrero


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te juro que fui yo, Marquina, el que incendiaba los bosques

porque una mañana en la que miraba esas horribles montañas con odio sentado en el murallón del lago, me agarró gendarmería, que andaba buscando un desesperado, un perdido, para pagarle para que incendie los bosques, y me pagaron, los quinientos no fueron de un hallazgo, me los pagaba un chabón en la esquina de La Victoria, y después por Onelli y Laguna me pasaba a buscar una cuatro por cuatro que me llevaba a los campos y me decían, ves aquel col, bueno después de cruzar esas montañas prendele fuego y arreglate como puedas, y yo iba y prendía fuego, y me quedaba mirando en las llamas enormes que subían como tu amor muerto renacía…
y seguía Marquina imaginando en voz alta que te confesaba la verdad, hasta que venían a buscarlo y lo llevaban a otra zona para que prenda de nuevo, y allá iba Marquina, con el fuego en los ojos


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Marquina en la mañana reparando los rastros que la debilidad le deja cuando duerme

no permitas que nadie te enseñe a escribir, no dejes que nadie te de indicaciones, no te desalientes, no preguntes, aprende solo, fíjate que la inmensa mayoría es basura, que no te guste lo que escribís porque le gusta a la que te gusta, si lo que escribís le gusta a la que querés tira todo eso, dejá lo que no entendés, no tires nunca lo que te da vergüenza, poné los nombres verdaderos de tus parientes y amigos, si los cambias vas a ver que ya no existen, y no se puede escribir del que no existe, no dejes que nadie te alabe, cuando te digan que es muy bueno lo que escribís empezá con otra cosa, si se te ocurre un poema escribí en prosa, si te viene una novela, escribí un poemita, nunca corrijas textos que sabes que pueden mejorar, corregí lo que no te acordabas que existía, no te olvides que los bailes están cargados, alguien los puso ahí para que vayas y creas que podés contarlos, escribí de lo que va a pasar como si estuviera pasando, inventa una escritura biográfica, no dejes que la realidad destruya tus papeles, cambia la realidad para que se parezca a lo que escribís, si coges que sea para contarlo, no te encames por amor, nunca, si sufrís que sea para darle existencia a un personaje, no dejes que la experiencia te sirva para algo fuera de la literatura, sé un perro, siempre, apostá al caos, el tiempo después ordena todo, lo junta, la gente le pone nombre a todo lo que hiciste, no hagas caso, de nada, no sirve más estar triste por lo que pasa, los que te destruyeron te odian, nunca olvides eso, los que te odian te envidian, no hay vuelta, los que te envidian te aman, y no olvides que esa noche de gloria es eterna y sirve para siempre, nunca vas a poder quejarte. ah, me olvidaba, hay que borrar todo esto…


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nueces mojadas en los pastizales

Nueces mojadas en los pastizales
puntos luminosos entre los árboles
y los que juegan por necesidad
seguro pierden por obligación.

La cosquilla en el meñique
viene bajando desde el brazo,
es la muerte que está adentro
de mi madre, nos demuestra
que se mete en cualquier parte.

La aventura dada vuelta,
agarrada con las patitas finas
mi madre parada en un palito
y los que juegan por diversión
seguro ganan sin explicaciones.

Lo peor es escribir bien.
No, lo peor es escribir mal.
Sí, lo mejor es amontonar.

Sí, lo mejor es mejorar
nuestro campamento, poner
lindo el alrededor, apilando
las piedras del lugar,
monolitos pequeños
que nos acercan al primer
expresador, modificador, embellecedor:
el artista: el primer traidor.

Ahora voy a reconocer
voy a solicitar disculpas
a las chicas con las que
intercambié fluidos
sólo para que les agraden mis textos.
Escribí para amontonar poder
en mi apellido: Durand.

Ahora no lo quiero
no quiero ese poder pequeño montado
en mi apellido, no voy a corcovear,
no quiero apellido, no quisiera
querer.

Ahora voy a solicitar disculpas
a todos los que vinieron a mi casa
para ser convencidos de la verdad
que ostentaba, no tengo verdad,
tenía mentiras que acumulaban poder
y después irresponsablemente lo repartía,

dije que:

-las ramas arqueadas del helecho tienen movimientos afectivos.
-tres piedras encimadas son una obra de arte.
-corazón o cero son las dos únicas variantes.

Las montañas cansan al que camina
más de lo que el mar cansa al nadador.

Olvidé las caras de los adolescentes
que subí a la montaña
para que aprendan como funciona la naturaleza,
tan distinta al funcionamiento
de la vida del club que los llevaba.

Nada cambiará. Nadie producirá.
Muñecos suaves se amontonan
delante del parabrisas del micro
que va hasta un pueblo que se llama
Papagayos.


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querido Sergio:

te cuento como fue mi aventura
de 15 años en la literatura argentina:
me acuerdo cómo fue el final:
un borracho le tiró un manotazo
a una burbuja que se inflaba
en el pico de una botella de cerveza,
y que reventó un instante antes
de que pudiera agarrarla.

Me gustaría escribirme libros,
publicármelos y regalármelos,
que me calmen y nunca
tener ganas de mostrárselo a nadie:

Un texto que de tan bueno nunca
haga falta mostrárselo a nadie.

Qué cosa incomprensible seré
en este momento que
mi madre se muere
la patria se hunde
y mis amigos son todos
unos hijos de puta?

Cuánto más malo es un texto más lectores necesita.

Mamá anda comiendo algodón
es por eso que no le alcanza la saliva
y no puede armar el bolo alimenticio.
los rayos le secan todos los fluidos.

El poema perfecto no necesita lector.

Atrás de una trinchera de pastillas
que el alma por dentro van secando.

La muerte vino primero a matar la religión
y la virgen pegada en una cuña de madera
quedó hamacándose como una nena
rebelde
a la que nadie puede peinar.

Buscando bajo la luz
lo que perdió en la oscuridad.

El pez translúcido
del tamaño y de la forma de una ,
ahora en el océano está solo.





replay



memorias de PAIDEIA (rafael rojas


En un libro de Zygmunt Bauman, titulado In Search of Politics (1999), se inserta un acápite que pareciera escrito para intelectuales cubanos de la generación del 80. Dicho acápite resume las ideas de Bauman sobre las dificultades que experimenta el campo intelectual contemporáneo a la hora de lograr una agencia política, plenamente autónoma y crítica, en medio de una esfera pública invadida por dos poderosas corrientes espirituales de la modernidad: la totalitaria, que tiende a la anulación estatal de lo privado, y la nihilista, que cultiva el desentendimiento personal de lo público. El acápite de Bauman se llama "Memorias de paideia" y aparece a continuación de un apartado que lleva por título "El ágora atacada". En toda esa sección de su libro, Bauman inunda las páginas de conceptos griegos como oikos, eclesia, logos, polis... Hablar de política postmoderna con terminología griega no parece ser, como ilustran éste y otros casos (Castoriadis, Offe, Beck...), una simple manía retórica o un alarde de erudición clásica, sino un gesto del habla, determinado por la necesidad de reconstruir la vida desde sus orígenes históricos.
Leyendo a autores contemporáneos como Bauman, nos persuadimos de la sintonía con el pensamiento occidental que alcanzaron los impulsores del proyecto PAIDEIA, en La Habana de la segunda mitad de los 80 y principios de los 90. Aquella idea, concebida por los escritores Rolando Prats, Radamés Molina y Ernesto Hernández Busto y respaldada inicialmente –antes de que el aparato ideológico y cultural del régimen se propusiera su desarticulación a través de chantajes, intrigas, amenazas, censuras e infiltraciones– por la gran mayoría de los artistas e intelectuales de la generación del 80, podría ser reconocida, hoy, como el único esfuerzo de introducir en Cuba una política cultural postmoderna.
Lo postmoderno de aquella aventura no sólo estaba dado por la peculiar concepción de la autonomía del proyecto –en un país cuya esfera cultural estaba totalmente controlada por el Estado, los artífices de Paideia no se propusieron una empresa privada, ni reclamaron ser una extensión de cualquier institución oficial, como en su momento fueron algunas de las más importantes publicaciones de la época revolucionaria (Lunes de Revolución, Casa de las Américas, El Caimán Barbudo, Pensamiento Crítico...)–, sino por el lenguaje, por la manera clásica de hablar la política que predominaba entre quienes impulsaban más activamente esa alternativa intelectual.
Paideia, como es sabido, es el ideal griego de cultura, tal y como aparece expuesto en la obra, del mismo nombre, del filósofo y filólogo alemán, Werner Jaeger (1881-1961). Jaeger, quien dedicó su vida al estudio de la Grecia clásica, escribió algunos libros extraordinarios sobre filosofía antigua, como su Aristóteles (1923) o el muy leído ensayo La teología de los primeros filósofos griegos (1952). Paideia (1934) fue, justo, el último libro que Jaeger publicó antes de abandonar, para siempre, su amada Berlín, que había caído en manos de Hitler, y exiliarse en Estados Unidos.
En la Habana de los 80, Paideia de Jaeger era uno de los libros más leídos por la juventud interesada en la historia del pensamiento occidental. Ese texto y, tal vez, el ensayo de Alfonso Reyes sobre los filósofos presocráticos, servían de literatura de iniciación en un arte de la retórica y el discurso, fundamentalmente, orales, dada la falta de entrenamiento para la escritura y la escasez de publicaciones sobre temas filosóficos. Leyendo libros como el de Jaeger, algunos intelectuales de la generación del 80, antes, incluso, de familiarizarse con autores postmodernos como Foucault, Baudrillard, Lyotard, Derrida o Habermas, o de proponerse, a partir de estos últimos, una lectura seria de Hegel, Nietzsche, Heidegger o Adorno, decidieron que su vocación era algo tan pretencioso, inútil o frustrante como pensar Cuba.
¿Qué fue PAIDEIA? Empecemos por afirmar lo que no fue. PAIDEIA no fue un movimiento o un grupo, sino un proyecto y un espacio de sociabilidad intelectual. Una propuesta, como decíamos, de política cultural autónoma, diseñada por un puñado de escritores y compartida, durante el brevísimo tiempo que duró, por la mayoría de la comunidad artística e intelectual de La Habana, en la segunda mitad de los 80. Dicha propuesta consistía en ofrecer un espacio independiente de difusión, es decir, no subordinado a ninguna de las instituciones culturales del Estado (el Ministerio de Cultura, la UNEAC, la Asociación Hermanos Saíz...), para la creación cubana más joven y de vanguardia, en todas sus manifestaciones: teatro, música, danza, artes plásticas, poesía, narrativa, crítica y pensamiento.
Los impulsores de PAIDEIA lograron convencer a las autoridades del Centro Alejo Carpentier, en la Habana Vieja, de que ofrecieran un salón para la realización del proyecto. En ese salón expusieron sus poéticas artísticas y literarias pintores como Flavio Garciandía, Arturo Cuenca, José Bedia y Consuelo Castañeda, escritores como Reina María Rodríguez, Marilyn Bobes, Omar Pérez, Victor Fowler, Antonio José Ponte y Emilio García Montiel, dramaturgos, músicos y coreógrafos como Víctor Varela, Carlos Varela, Caridad Martínez y Marianela Boán.
Todas las sesiones de PAIDEIA terminaban con un intercambio con el público, en el que, frecuentemente, participaban críticos como Gerardo Mosquera, Desiderio Navarro, Osvaldo Sánchez e Iván de la Nuez.
Lo primero que llama la atención de aquel proyecto es su naturaleza generacional. La obra que PAIDEIA quería difundir era la realizada por creadores nacidos entre los años ´50 y ´60, que no habían alcanzado un reconocimiento pleno dentro de las instituciones oficiales de la cultura, ya fuera por su juventud o su vanguardismo. El rango generacional de aquellos artistas y escritores, sin embargo, era muy amplio, ya que abarcaba desde poetas publicados y premiados, como Reina María Rodríguez y Osvaldo Sánchez, hasta narradores y ensayistas muy jóvenes, que apenas rebasaban los veinte años, como Radamés Molina y Ernesto Hernández Busto.
PAIDEIA fue, por tanto, un proyecto alternativo de política y sociabilidad cultural que se proponía actuar en los márgenes de las instituciones oficiales, en buena medida, como un gesto que hiciera evidente que la producción artística y literaria de la isla resultaba inasimilable por el Estado. Aquel gesto de PAIDEIA, en sintonía no sólo con la filosofía postmoderna sino con la perestroika y el glasnost que por entonces transformaban la Unión Soviética y el campo socialista, hacía explícito el mensaje de que la cultura producida en Cuba a mediados de los ´80 no podía ser representada por instituciones estatales, diseñadas a la manera soviética, a principios de los años ´70. Pero PAIDEIA, al igual que otros proyectos culturales de aquella década, como Castillo de la Fuerza, Arte Calle o Hacer, no se planteaba una ruptura con el Estado sino una negociación de su autonomía por medio de una labor "complementaria", "asistencial" o "pedagógica", que enseñara al Estado cómo debía administrar la nueva cultura.
Desde un punto de vista político, PAIDEIA encarnaba, por tanto, la paradoja de cualquier política cultural bajo un orden totalitario. En una esfera pública totalmente estatizada, la autonomía cultural es siempre relativa y los impulsores de PAIDEIA estaban muy conscientes de sus límites.
Sin embargo, la búsqueda de la mayor independencia posible fue evidente y podría ilustrarse no sólo con la relación más bien distante con las autoridades de la Centro Alejo Carpentier, sino, también, con la breve, pero intensa, experiencia de Naranja Dulce, el magazine literario que, aunque editado como suplemento de El Caimán Barbudo, órgano de la Asociación Hermanos Saíz, logró inscribir un repertorio de ideas y obsesiones muy ajeno a las demandas de legitimación ideológica del régimen.
El proyecto, como indicaba su nombre, se proponía, al decir de Bauman, una "búsqueda de la política" desde la cultura. Los líderes de PAIDEIA tenían muy clara la turbulenta historia de las relaciones entre los intelectuales y el poder en las décadas previas y posteriores a la Revolución. Sabían que desde los años 50 y 60 en Cuba se debatía el "compromiso" o la "neutralidad" de los escritores frente a la realidad política de la isla. Sabían que proyectos intelectuales como La Gaceta del Caribe, Nuestro Tiempo, Ciclón y Lunes de Revolución habían criticado a Orígenes por su ensimismamiento letrado.
Pero sabían, también, que la "neutralidad" origenista podía ser asumida como una versión oblicua de "compromiso": con la cultura, con la nación y no con la sociedad o el Estado.
PAIDEIA demandaba, pues, la recuperación del ideal griego de cultura, cuyos valores democráticos eran primordiales, para formular, en términos lezamianos, "otra manera de regir la ciudad": una política del espíritu. En esa concepción letrada de la política, no carente de ciertas pulsiones nihilistas y aristocráticas, estaba la fuerza y, a la vez, la debilidad del proyecto. Curiosamente, fue ese perfil letrado el que, en la segunda mitad de los 80, le aseguró a PAIDEIA una atmósfera subversiva. Por aquellos años, cuando la política cultural del régimen comenzaba a transitar de la demanda de compromiso a la demanda de neutralidad, esta última era asumida, desde el poder, como una apatía opositora, como un gesto de brazos caídos.
Si PAIDEIA se hubiera producido una década después, cuando ya la estrategia de despolitización de los intelectuales y de canonización de Lezama y Orígenes había sido consumada por Abel Prieto, desde la UNEAC y el Ministerio de Cultura, entonces el proyecto seguramente habría sido instrumentado por el poder. Pero PAIDEIA se produjo a fines de la era soviética, cuando el paradigma del arte como arma de la Revolución seguía vigente y cuando la tradición letrada de la isla era historiada y politizada desde los patrones del marxismo-leninismo y el nacionalismo revolucionario. En aquella época, el canon oficial de las letras todavía giraba en torno a Guillén y a Carpentier, no a Lezama o Piñera.
Fue esa naturaleza letrada de PAIDEIA la que movilizó al poder en su contra. Las más fuertes instituciones ideológicas y culturales de la isla (Partido Comunista, Unión de Jóvenes Comunistas, Ministerio de Cultura, Ministerio de Educación Superior, UNEAC, Asociación Hermanos Saíz) intervinieron en su desmembramiento. A la hora de la neutralización, el proyecto contaba, para defenderse, con una política cultural, mejor definida en términos intelectuales que la del propio Estado, pero carecía de una política política y de recursos institucionales para sostenerla. A favor de PAIDEIA actuaba una comunidad afectiva y generacional, pero en su contra operaban la eficacia totalitaria y una sociabilidad imberbe, poco entrenada en los ardides de la autonomía.
En su libro Compromiso y distanciamiento (Barcelona, Península, 1990), Norbert Elias describe muy bien el estrecho margen de maniobra que poseen las políticas intelectuales bajo un orden autoritario. PAIDEIA fue víctima de esa estrechez: su estirpe letrada la hacía peligrosa para un poder que subordina todo discurso cultural a las demandas de la ideología legitimante. Pero, a la vez, esa misma estirpe letrada dificultaba su intervención pública a favor de la constitución de nuevas subjetividades civiles, más autónomas y fragmentarias, y le impedía documentar, como era su intención, las poéticas postmodernas que estaban produciendo, a su alrededor, las artes cubanas de los ´80.


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paideia: fotos fijas (ernesto hernández busto

a R.P., por supuesto

preludio
Llegamos taciturnos, hundidos en un silencio denso que inevitablemente suscita consideraciones melancólicas sobre la vanidad de casi todo. El aeropuerto es el recinto moderno de la vanitas, el teatro del miserere contemporáneo. Unos vecinos de la zona han cortado la autopista para protestar por el ruido, así que avanzamos espasmódicamente por el arcén, entre pancartas que el viento vapulea a su antojo y gritos de choferes exasperados. Estos quejosos del tráfico aéreo que se vengan entorpeciendo la circulación terrestre han estado a punto de provocar un accidente en la cadena causal que debe conducirme a una oficina aséptica, donde se valorará la conveniencia de expedir un visado, decisión que seguro depende de algún críptico registro de datos, lo cual implica a su vez una llamada, amenazada in extremis por una pandemia de gripe, una helada o los diez mil posibles obstáculos que atentan contra la asistencia de un funcionario de segunda a una oficina encristalada del Gobierno. No sé quién decía que es metafísicamente escandaloso que causas tan insignificantes tengan tanta importancia en nuestras vidas. Una adecuada consideración de todas ellas desemboca, por fuerza, en lo teológico. Algo tendrá que ser para que todo sea. Qué fácil resulta, entonces, pasar de lo real a la ficción. La ficción es muchas veces teología vicaria, que irrumpe como una meditación sobre el enlace de ciertas circunstancias. El "qué habría pasado si", su poder disuasorio sólo equiparable a su absoluta inutilidad práctica.

II
En el principio, por supuesto, está Werner Jaeger. Todo era, entonces, literatura, y aquellos dos volúmenes, cuyo oceánico tiraje bastó para convertirlos en objeto omnipresente de cualquier biblioteca o librería de viejo de aquellos años, cumplían todos los requisitos de un fetiche: proponían una lectura tan cargada de expectativas que su cumplimiento se parecía demasiado a una profanación.
Sin embargo, aunque los tomos permanecieran in tonso demasiado tiempo, no acuden aquí como un mero pretexto. Hace un par de años, deambulando en otra librería de viejo, me topé con una especie de biografía del helenista en la que se deslizaba una endeble acusación de nazi (entre los cargos, se incluía el uso del término führer para referirse a Pericles, y el hecho de que su Paideia se siguiera editando en Alemania durante los años de la Segunda Guerra Mundial).
Dudo mucho que algún comentarista alemán pueda entender lo que representó un libro titulado Los ideales de la cultura griega dentro del mundo asfixiante y ramplón en el que vivíamos por aquel entonces. La idea que subyacía bajo la erudición desplegada en aquellos tomos era la del humanismo como antídoto, el estudio de la cultura griega como posible revulsivo para una cultura en declive. Para los griegos, se lee en los manuales, la paideia era un ideal de perfección, de excelencia. Por eso lo primero que nos tiró a la cara Fernando Rojas en una de aquellas reuniones parapoliciales en las que se trataba de censurarnos "por las buenas", fue el reproche de "elitistas", manoseado sanbenito para un "grupúsculo" de "autoproclamados intelectuales" que aspiraba a convertirse en una "clase aristocrática" dentro de la Revolución, etc.
Últimamente, por circunstancias que no tengo del todo claras, pienso con más frecuencia en PAIDEIA. Más que hace diez años, por ejemplo. A veces, incluso, tengo de aquellas reuniones un recuerdo nostálgico: fueron días de cultura, en el sentido más amplio de la palabra, y creo que todas las personas que coincidimos en alguno de los tantos recodos del proyecto (trayecto accidentado, donde como en la Bildung griega, el ethos se confundía con la ciudadanía, es decir, con el sentido de pertenencia a una polis) convendrán en que PAIDEIA trajo por vez primera muchos de los temas o motivos que hoy vemos desfilar, como revelaciones, por la cultura y la política cubanas.
Más allá de la ingenuidad que exuda la papelería del proyecto (la música de fondo es el repiqueteo incansable de Cayo en su Olivetti Lettera 25), PAIDEIA propuso dar un giro interesante a las tópicas relaciones entre el Intelectual y el Político en Cuba. Lo más molesto de aquellos días habaneros eran los comentarios de muchos colegas que hoy se vanaglorian de haber "estado en PAIDEIA": "No se metan en política, ustedes son intelectuales". Lo mismo decía Francisco Franco a quien quisiera oírlo: "Haga como yo, no se meta en política". Fue virtud de PAIDEIA sacudirnos ese complejo, rumiado durante años, que hacía del Intelectual-Cubano-de-los-80 un inocuo diletante de salón.
Por supuesto, ahora me sonrío leyendo la prosapia marxiana de muchos de los documentos de la casi inagotable serie PAIDEIA. La Escuela de Frankfurt también puede intoxicar. Aunque el tema de la ética se convertía a veces en ritornello abusivo, lo que yo salvaría sin dudar de aquel naufragio (un naufragio, valga la aclaración, provocado por muchas causas, pero en ningún caso por el exceso de pasajeros) es el vínculo entre filosofía, comunidad y ethos. No hay entrenamiento real de la libertad sin cierto ideal de nobleza, sin la sensación reconfortante de la comunidad cerrada. (¿Ese oikos, tal vez, que obsesionaba a Cayo? ¿No fue Jorge Ferrer, temprano lector de Ortega y Gasset, quien le propuso a su tutor de universidad rusa una tesis sobre el sentido moderno del elitismo? ¿No fue acaso Omar Pérez nuestro improvisado —y por entonces irónico— preceptor de "comunismo poético", un comunismo más cercano a Black Mountain que a los comités de base?).
Tal vez para compensar tanto encierro conspirativo, nos reuníamos muchas veces al aire libre, en el merendero abandonado de un parque, lo que daba a nuestras encendidas discusiones cierto aire bucólico. (Así también evitábamos, por supuesto, el riesgo de unos micrófonos omnipresentes…)
Pasábamos horas en aquel parque, hablando, sobre todo, de filosofía griega y contemporánea. Esa imagen aún cifra, para mí, los placeres de un tiempo en el que la amistad era todavía una forma de conocimiento.
El lector de este dossier dispone ya de varias versiones, más o menos fidedignas de los hechos, así que yo prefiero regalarle un par de fotos fijas: fotos filosóficas, discursivas, que vendrían a ilustrar ese vínculo virtuoso al que antes me he referido. Algo que hoy sólo podría existir en el exilio. En ese sentido, PAIDEIA fue, además del caricaturizable vivero de pedantería o del esfuerzo ridículo por convertirnos en "disidentes orgánicos", un aprendizaje moral, la escuela preparatoria de una decepción.

III
En el número 4 de la Revista de Ciencias Sociales, sobriamente editada por la Academia de Ciencias de la URSS, correspondiente a 1987 (pero que habría llegado a la isla con algo de retraso, junto con las últimas dotaciones inocuas de Sputnik, Novedades de Moscú y La Mujer Soviética), apareció publicado un ensayo de Mijaíl Bajtín que ni siquiera veinte años después se cita demasiado. Ahí podía leerse lo siguiente: "La unidad de la conciencia responsable se basa en el hecho del verdadero reconocimiento del ser copartícipe en el único suceso-ser, hecho incapaz de ser expresado en forma adecuada en los términos teóricos, sino sólo descrito y vivido con participación (…) Yo ocupo en el único ser el único lugar, singular, insustituible e impenetrable para otro. En el único punto dado en el que yo me encuentro ahora no se encuentra nadie más en el único tiempo y único espacio del único ser. Y en torno a este único punto se sitúa todo el único ser de un modo único y singular."
Convenientemente fotocopiado, este párrafo convocó tres subrayados de una lectura tripartita. De tres, tres. Fue uno de los textos más citados en las conversaciones de aquella época, y creo que aún hoy valdría la pena seguir ensayando su relectura. Allí estaba, in nuce, el proyecto de un ethos no subordinado a ninguna circunstancia, pero capaz de adaptarse a todas. Un ethos que nos descubría un Tiempo subordinado al Ser. Comodín filosófico, aquel párrafo de Bajtín me permitió, por ejemplo, atravesar los reproches que Martin Buber le hacía a mi ídolo de la época: Martin Heidegger. Para Buber, la existencia heideggeriana carecía de pluralidad; era una parte de la vida, no la vida plena (ideal místico, al fin y al cabo) en la que el ser se comportaría esencialmente respecto a otras cosas que no son él mismo. En la perspectiva de la filosofía del proceder de Bajtín, ese reproche quedaba rebasado, superado por la unicidad última de un nuevo humanismo. Fue Omar Pérez quien, en medio de un reñido partido de taco, notó las sorprendentes semejanzas entre el texto de Bajtín y el espíritu de la heideggeriana Carta sobre el humanismo, un best-seller entre paideianos. Del obrar heideggeriano al proceder marxista: home run. Cayo, adorniano impenitente, seguía rumiando aquello de la praxis. Pero en el proceder de Bajtín se reconciliaban y trascendían tanto la vocación cultural que nos animaba como los "compromisos" políticos que nos exigíamos. Y se esbozaba, también, el núcleo de una paideia amenazada por lo aristocrático.
Aquellas eran discusiones donde uno se jugaba el todo o nada, su unicidad. ¿Recuerdas, Cayo, aquella discusión en la que casi nos fuimos a las manos porque tú insistías en el motto adorniano de la filosofía heideggeriana como "jerga de la autenticidad", y yo ripostaba con sarcasmo sobre la ceguera de la jerga adorniana? Pues bien, años después creo poder reconocer sin menoscabo que estabas más cerca de tener la razón. Abro un libro demasiado manoseado que fue tuyo y veo aquella frase de Adorno que al final todos nos aprendimos de memoria: "La filosofía, a la que basta lo que quiere ser, y que no galopa infantilmente detrás de su historia y de lo real, tiene su nervio vital en la resistencia contra el actual ejercicio corriente y contra aquello a lo que esto sirve: la justificación de lo que ya es".


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Naranja Dulce y el resto del mundo (radamés molina


el gran postmoderno
Hace unos años fui a Gerona, ciudad catalana cercana a la frontera francesa, donde se escribieron los principales libros de comentarios cabalísticos (esos libros que Borges citaba una y otra vez), y aunque el barrio judío merece por sí solo una enciclopedia, fui allí para entrevistar a Richard Rorty y apenas tuve tiempo para hacer otra cosa.
No sé si es necesario presentar a Richard Rorty; para ser escueto diré, a los efectos de este artículo, que fue uno de esos filósofos "postmodernos" que junto a los franceses Lyotard, Guattari, Deleuze, Derrida, Foucault y Baudrillard trazaron cierto itinerario intelectual en La Habana de los ochenta.
Mi generación parecía fascinada por el análisis del poder que hicieron estos pensadores, extraño a la ortodoxia marxista en que habíamos crecido, el estudio de lo que algunos de ellos llamaban el "fin de los grandes relatos emancipadores" (expresión que, simplificada al extremo, querría decir "el fin de las utopías"), la superposición de códigos y estratos culturales de las sociedades del Primer Mundo, la visión del capitalismo como una sociedad marcada por los flujos del deseo, etc., etc.
Sin embargo, por alguna extraña razón, en esos tiempos no hubo filósofo, escritor, director de cine, músico o pintor; no hubo revista libro o publicación, no hubo, siquiera, arquitecto, que me pareciera más postmoderno que la revista Naranja Dulce (NOTA: en adelante N. D.) y sé que esta afirmación es excesiva.

Aquel día yo estaba en Gerona, hablaba con Rorty y me habría gustado mostrarle un número de N. D. Irónicamente por entonces trabajaba para otras publicaciones y poco habría podido hacer con una entrevista a Rorty sobre una Cuba que hace años no visito y menos aun sobre una revista que no existe.
El encuentro con Rorty fue revelador para mí en lo relativo a mi idea de una publicación contemporánea y redefinió mi propia interpretación de la postmodernidad. Para Rorty, todos esos "grandes relatos emancipadores" que mi generación pretendía profanar con insistencia, apenas habían tenido alguna vez sentido y mucho menos presencia real en su país (los Estados Unidos).
De manera que más de una vez me dijo que ése era un problema de "ustedes los europeos" (Rorty nunca supo que yo era cubano, y la verdad es que, en ese contexto, me pareció un dato irrelevante)
Los europeos habían inventado todos los "ismos" terroríficos de la historia... Y yo sólo llegué a preguntarle con malicia: "¿Entonces la culpa de todo la tiene Europa?".
Rorty me dio una lección de inteligencia y buenos modales (así lo percibí yo) y me dijo: "Lo que quiero decir es que en América las revoluciones y los grandes cambios sociales no han tenido como rectores a los intelectuales".
Si en Europa es posible saber en casi todos los casos qué filósofo "inventó" qué modelo social, en el imaginario cultural de América no existe ese vínculo directo entre la teoría y la realidad.
Hubo algo así quizás en los inicios del movimiento comunista americano, pero por suerte en Nueva York dejaron de creer en Stalin en la década del veinte. Ante esos argumentos, de repente, en medio de la conversación, empecé a pensar que N. D. no era tan postmoderna como yo había pensado.
Era otra cosa mejor o peor, pero no era "tan" postmoderna. Lo que sí importa era que como proyecto editorial se había interrogado y había tratado de afrontar todas estas cuestiones.
En cierto sentido N. D. pretendió tener un mensaje editorial de referencia, ya fuere por sus textos o por su concepción gráfica, bajo el supuesto (así lo interpreto yo) de que los autores convocados por ella tuvieron la legitimidad intelectual suficiente y la voluntad de ser rectores de un cambio tal vez inconfesado.
N. D. fue universalista, y aunque siempre tuvo una segmentación de sus contenidos no tenía ese carácter operativo y quirúrgico que Rorty, como "postmoderno peculiar", concibe para la filosofía. De algún modo sí que quería construir un gran relato.
No era una publicación en la que un grupo de expertos hablase de sus parcelas de reflexión pública. Se intentó, eso creo, hacer que los colaboradores hablasen de cosas que "conociesen" pero no nació con un perfil editorial demarcado a cincel. Por otra parte, ahora, unos años después, cuando pienso en ejemplos emblemáticos de publicaciones en las que se superponen discursos y códigos, arte, literatura y diseño me vienen a la mente casos muy diversos, ocupados de temas muy variados:
El paseante; The Face; Dazed and Confused; Wallpaper, Granta... cuya estética y perfil editorial son o muy precisos o tremendamente lúdicos, pero que siempre tienen una idea muy precisa de cuál es su público.
Sin dudas estas precisiones destinadas a establecer el perfil editorial de N. D. se hacen bastante precarias si se aplican a Cuba, país en el que no existe una industria cultural... pero, a mi juicio, lo importante de N. D. fue esa vocación por esclarecer, a través de su propia política editorial, un juego gramsciano en el que los autores, ilustradores, diseñadores y editores de la publicación pretendían erigirse en intelectuales orgánicos.
Por otra parte, aunque en N. D. es posible encontrar similitudes gráficas con publicaciones cubanas clásicas, es notoria su voluntad de ruptura y su guiño a la cultura postmoderna. Por esos tiempos parecía que Cuba era el mejor ejemplo de esa "doctrina". Las eternamente suculentas mulatas de La Habana parecían un irrepetible testimonio de cuán postmodernos éramos y los Cadillacs de los cincuenta que circulaban por la ciudad (y que creo que no dejarán nunca de circular) eran el extremo de ese argumento. Antes habíamos sido surrealistas, cristianos órficos o comunistas con el mismo nivel de identificación asimétrica.
Ahora el mismo descrédito tácito con que alguna vez la inteligentzia nacional había aceptado aquellos ismos nos convertía en observadores distantes, en magistrales apropiacionistas liberados de todos los lastres que podría imponernos la tradición y el presente. En definitiva en postmodernos.
Ha pasado todo este tiempo y N. D. me parece, pese a sí misma, una revista ilustrada, muy cercana al fanzine; irreverente, intelectualista y, por encima de todas las angustias que la asfixiaron, hecha para conceder y demostrar el crédito intelectual de sus colaboradores, aunque fuese en unos pocos números.
En una época en que el mundo editorial empezaba a revolucionarse bajo los efectos de la tecnología digital y las grandes editoriales de Occidente empezaban a ser gestionadas por ejecutivos en muchas ocasiones llegados de las más poderosas cadenas de televisión, ávidos de alcanzar el célebre "15 %" de beneficio, aparecía aquella revista que, en definitiva, estaba auspiciada por un Estado totalitario. En continua tensión entre el interés público y la legitimación individual, entre el pastiche visual y la discursividad gráfica, el rechazo de cierta literatura y de cierto estilo de ilustración descriptiva de los contenidos, entre cierta vocación culturalista y la irreverencia más sincera, N. D.
sentaba las bases de un intento de redefinir qué juego público podía tramar una revista cultural en un mundo que por entonces nos parecía que cambiaba más deprisa que nunca.


las guerras, siempre las guerras
En 1991 Baudrillard, otro de los filósofos postmodernos, escribió sobre una guerra transmitida en directo, en la que los misiles y las bombas destruían sus objetivos con una precisión milimétrica. La eficacia de los bombardeos simplificaba en extremo las operaciones de la infantería (clásica referencia militar a la ocupación de un territorio, pues sin fotos de soldados arriando banderas enemigas nadie cree en la victoria).
Esa imagen de la guerra como un espectáculo aséptico, quirúrgico y fascinante fue también propia de esa época. Lo cierto es que en esa guerra (la del Golfo) se lanzaron más bombas que en Vietnam y que en Vietnam se lanzaron más bombas que en toda la Segunda Guerra Mundial. La creciente potencia de los motores ha hecho posible ese espectacular y terrible resultado que es un reflejo de la capacidad de transporte que despliegan los ejércitos en combate. Asimismo la electrónica de los sistemas de localización de los misiles y el uso de
computadoras y robots en las zonas de combate, empezaron a ser objeto de reflexión. Otra vez aparecía el "fantasma de la máquina" y nos venían a la mente los escritos de Heidegger sobre la técnica. Ahí están siempre los motores rugiendo y transportando cosas, basta con ver cada año que los F1 son cada vez más rápidos.
Ésas eran las guerras del mundo; un buen ejemplo de las nuestras era un artículo aparecido en uno de los números de N.D. en que se hablaba de la síntesis digital de imágenes y de la precisión de los movimientos guiados por computadoras. ¿Qué pasaría, se preguntaba el autor, cuando las imágenes generadas por computadoras fueran tan perfectas como para reemplazar a los actores de carne y hueso?
Más de una década antes la prensa cubana hablaba constantemente del "Big Picture..." Ahí sí que estaban las bases de la revolución digital, parecían decir los periódicos del régimen. El "Big" era una especie de sistema operativo muy parecido a lo que después fue el Windows, desarrollado por los Estados Unidos para gestionar en una pantalla catódica la enorme cantidad de controles, indicadores y sensores que necesitan los aviones de combate. Con el "Big" el piloto podía ampliar en la pantalla la información relativa al despegue durante esa fase del vuelo mientras el área destinada al resto de los indicadores quedaba minimizada.
Ese sistema no sólo fue el germen del Windows y de los sistemas operativos gestionados mediante íconos y ventanas, también fue la base conceptual de los programas de diseño y edición de libros y revistas.
Me pregunto si N.D. fue diseñada con alguna computadora o si todos aquellos collages que llenaban sus páginas se hicieron recortando figuritas con una tijera para luego pegarlas en una gran cartulina...
Ésa era, sin dudas, nuestra guerra: reflexionar sobre un país cuyo futuro pasaba siempre por la guerra y por todos los artefactos que la hacen más mortífera; consumir información a mansalva en un país cuyo principal periódico podía dedicar dos tercios de su espacio a describir el "Big Picture " con todos sus detalles; conjeturar cuál sería el futuro de las representaciones digitales desde una revista cuyo proceso de edición y composición debió de haberse configurado con unos incómodos y entrañables papier maché en los que, capa tras capa, se pegaban como estratos rocosos las figuras con que sus ilustradores y diseñadores y articulistas intentaban desentrañar el mundo.


la tracción seductora
Los adolescentes hablan de la "tracción de los Nike", de la sensación religiosa de no resbalar cuando los usan y las campañas de marketing proclaman que se adhieren al suelo como si tuvieran pegamento. Lo más sorprendente del capitalismo contemporáneo, y creo que para algunos es desolador, es que la gestión de los mitos cotidianos empieza a ser privilegio de las empresas en detrimento una vez más del Estado, la historia o la religión. Vivimos en un mundo en que las marcas se han "posicionado" ante nosotros describiéndonos sensaciones y filiaciones que antes parecían ser patrimonio de los Estados o las tradiciones.
Sin embargo, transmitir y provocar la sensación de que unos zapatos tienen más tracción que otros y de que eres mejor si lo llevas es algo muy sofisticado que se consigue con inversiones millonarias. Cualquiera puede hablar tanto tiempo y con tantos detalles de esas experiencias recitando casi de memoria lo que dicen los publicistas.
La CIA no derrumbó el muro de Berlín. Radio Europa Libre, la emisora que durante la guerra fría transmitía propaganda occidental contra el mundo comunista, apenas tuvo sentido si se compara con el efecto seductor de las campañas de publicidad hechas en esos tiempos para vender artículos en Occidente que fueron vistas por ciudadanos del otro lado del telón de acero. A la CIA no se le hubiera ocurrido subvencionar a Nike para que la gente de la Europa comunista renunciase a sus ideas y emigrase deseando tener unas Waffle.
Y, sin embargo, eso fue lo que pasó con muchos jóvenes y veteranos luchadores por un "mundo mejor". Por más que los publicistas se suelen considerar a sí mismos gente creativa más bien alineada con la izquierda y el "progreso", ellos fueron quienes derrocaron a la izquierda y son quienes hacen que millones de inmigrantes atraviesen ríos, desiertos y mares en busca de sueños que en realidad son muy concretos.
Por más que se diga que la publicidad es más efectiva si es breve y sintética, el imaginario de las marcas y sus discursos corporativos son extensos como la Biblia y el Corán y tal vez más pretenciosos. Párrafos y párrafos personalizados para todos los eslabones de la cadena de producción y consumo indican cómo hacer el producto, cómo venderlo y cómo disfrutarlo. La precisión verbal, el despliegue imaginativo con que se describen unos Nike en un spot publicitario es comparable con esas notas de cata que ponen en las botellas de vino diciéndonos a qué sabe antes de que lo hayamos probado.
Si vas a una feria del libro y ves a los editores ufanos en trajes y corbatas o sin trajes y corbatas, sabes que no han leído los libros que venden. En cambio si vas a una feria de zapatos deportivos resulta improbable que los presentes no los hayan usado o no los hayan tocado con fruición para confirmar y demostrar que son zapatos ligeros, flexibles, ventilados, etc. Y es muy posible que allí haya muchos editores de libros y revistas comprando zapatos con el dinero que han ganado vendiendo literatura.
En un mundo así resulta complicado explicarle a alguien qué fue N. D. y tal vez sólo se pueda entender qué cosa fue N. D: si se intenta primero describir el mundo con cierta sinceridad. Diría que pensamos que una revista "cultural" es una revista que mira por encima del hombro a los discursos mediáticos, con la convicción íntima de que es una referencia para disponer y reorganizar el resto de las masas discursivas de la sociedad en que actúa. Y en el caso de N. D. esa
sensación es mayor porque fue concebida en un país y en una época en que el mercado era un tabú. (Ésta sería mi nota de cata de N. D.)
N. D. tuvo la suerte y la desgracia de no tener anunciantes que aportaran recursos económicos a sus maltrechas arcas; tampoco tuvo la presión de éstos, ofendidos por algún artículo irreverente. En realidad sí que había un anunciante y era el Estado. Creo que N. D. desapareció cuando un escritor mexicano vio uno de sus números y comentó que éramos "algo fascistas" porque habíamos publicado un texto sobre Yukio Mishima. Ese comentario fue hecho en medio de una reunión con los jóvenes comunistas, y poco después, se nos dijo que no había papel para seguirla publicando.
Para mí lo más triste de esta historia no fue la censura, hablar de censura siempre tiene una dimensión heroica que resulta tentadora asumir; lo realmente incómodo es esa sensación de estar bajo una parálisis "premoderna" que viví por entonces y la pasmosa lentitud con que sucedían las cosas (nada comparable con la lentitud de una escena erótica o de un juego de seducción). En definitiva el día en que me dijeron que no había papel para N. D. descubrí que tampoco había "tracción" para ir hacia delante siquiera con el pensamiento,
que la redefinición del juego de fuerzas que conforman el autor y su público se estaba produciendo desde esa misma lentitud que tanto deploro, y que en Cuba todo sería a partir de entonces demasiado lento para mi gusto.






replay

sandra vigil
(habana, 1976. reside entre el vedado y vancouver)



bailarina
Dalila la bailarina es una mujer joven. Emigró hace unos cinco años atrás de la ciudad V. Al establecerse en P se casó con un hombre de negocios mucho mayor que ella y abandonó por completo su carrera de artista.
Alberto fue siempre un hombre decente que había multiplicado la herencia de su padre trabajando sin descanso. Pasaba la mayor parte del tiempo fuera de la ciudad enredado en asuntos del mercado.
En su ausencia, Dalila iba al cine o al teatro pero casi siempre se quedaba en casa. Se había hecho de amistades que venían a visitarla en estos momentos de soledad. Dalila brindaba comidas exóticas. Aprendices de escritores, actrices y demás bohemios de la ciudad se reunían para hacerle compañía. Su bodega siempre contaba con una buena provisión de vinos y el distribuidor de opio de la zona, un señor muy discreto, era solicitado con regular prontitud.
Esta vez Alberto había estado fuera tres meses. Un día antes, el sábado, llamó a su esposa y le dejó dicho que regresaría al hogar justo el domingo.
Dalila pasó todo el día acomodando la casa. Le dijo a las sirvientas que cambiaran las sábanas y que lustraran los muebles de la salón principal. Ella misma quitó una pequeña mancha de carmín del sofá blanco. Se colgaron las cortinas elegantes de damasco que Alberto había comprado en Alemania. Se pulieron las lámparas del pasillo y del comedor.
A las siete todo estaba listo. Dalila se sentó en el sofá a esperar las siete y media, hora en que llegaría su marido.
La nieve empezaba acumularse en el alféizar de la ventana. Dalila estaba sola. Había bajado un poco de peso. La tapita del tacón de sus zapatos nuevos estaba rota. Dalila se agachó a acomodarla y descubrió casi debajo de la alfombra el corcho de una botella de champán.
Angustiada fue hasta la cocina a arrojarlo en la basura.
Frotó sus manos frías y pálidas. Las venas que afloraban vigorosas debajo de la piel le daban un tonillo azulado.
Alrededor de sus ojos, a pesar de la mascarilla, podían verse lamentables ojeras. Dalila se estiró con brusquedad la blusa y se miró en el espejo tratando de sonreír.
Por detrás de su imagen se veía en la baranda de la escalera un dardo clavado. ¿Alguien de la pandilla lo habría dejado ahí? La ruleta siempre estaba en el patio trasero. Era imposible recordar con claridad, tanta marcha en los últimos días. Podían haber echado a perder el barniz. ¡Qué indolencia! Mirándolo bien había otras marcas iguales como si se hubieran divertido incrustando los dardos.
Dalila asustada buscó en el closet un cepillo con cera.
Afuera sonó el claxon de un automóvil. Alberto se bajaba cargado de paquetes preciosamente envueltos. Dalila le abrió la puerta. Él soltó los bultos para sostenerla en sus brazos, la sentó en el sofá blanco e hizo que cerrara los ojos.
Dalila contenta mostraba ambas manos. Alberto le quitó el cepillo de lustrar los pisos que ella aún sostenía. En su lugar puso uno de los regalos. Dalila abrió los ojos y desató entusiasmada la cinta dorada del envoltorio. Alberto se había sentado sobre la alfombra reclinando hacia atrás su cuerpo.
En la pantalla de la lámpara contigua al sofá alguien había prendido dos puños de camisa. Dalila observó un leve cambio en el rostro de su marido. Pero Alberto desvió rápidamente la mirada y sonrió a su esposa ensimismado.


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señor juez
Uno de los miedos que tiene el Juez desde niño es no ser justo. Tal vez fue esta una de las razones que lo llevó a ingresar en la Facultad de Leyes.
El Juez tiene ahora el pelo completamente blanco, está a punto de cumplir setenta años. Vive en una casona de estilo inglés en las afueras de la ciudad V y tiene como costumbre estudiar los casos después de la cena. Se encierra en la biblioteca y hasta las dos de la madrugada no se acuesta a dormir.
Frecuentemente piensa en su retiro. Nunca se casó ni tuvo hijos. En la casa además vive su mayordomo, Jorge, también un hombre viejo y solitario. Han vivido juntos más de treinta años. El mayordomo y el Juez hablan muy pocas palabras, siempre sobre asuntos domésticos, pero se reconocen un gran respeto mutuo.
El jueves pasado sucedió un hecho curioso. Estando el Juez revisando un caso complicado se sorprendió embotado ante una duda. Revisó todo lo que había anotado hasta el momento. Su viejo miedo se tornó esta noche muy inquietante. Leía las hojas y las soltaba desordenadamente sobre la mesa. Se paró de su vieja silla de caoba y dejó caer la pluma que tenía en la mano. Mirando sobre el escritorio sin saber que hacer tocó la campanilla.
Pasado un minuto Jorge abrió la puerta.
–¿Qué desea señor?
–Jorge, tengo una duda.
–Dígame señor, ¿de qué se trata?
–Sé que puede sonar un poco extraño para usted. Necesito su opinión en este caso. Venga, siéntese aquí en mi butaca. ¿Usted necesita espejuelos para leer?
–Mi vista ya no es muy buena.
–Bueno, sírvase entonces de mi lupa o no, mejor yo le leeré.
El Juez leyó en voz alta su repaso del proceso. El mayordomo se sentó en el borde de la gran butaca sin apenas tocarla. Escuchaba atentamente y en silencio las palabras especializadas del Juez.
–Bueno, ¿qué tiene que decirme? ¿Le parezco justo? –preguntó el Juez quitándose los espejuelos y acercándose amistosamente al mayordomo.
–Señor, yo opino lo que los demás en la ciudad V. Todos consideran al señor Juez una persona ilustre, de amplia cultura, conocedor de su oficio. Yo confío en que todo lo que usted ahora mismo ha dicho es la pura verdad.
–Entonces, ¿pudiera decirme que en este caso en particular el señor Abogado encargado de la defensa está mintiendo, o digamos, está errado?
–Sí señor –afirmó el mayordomo sin vacilar.
–Y si en lugar de yo ser Juez fuera Abogado de defensa. ¿Pensarías también que estoy errado?
–Perdone, pero usted me confunde señor.
–Es que por un momento pensé que pudiera haber escrito unas conclusiones completamente opuestas a estas –dijo el Juez volteando una y otra vez los papeles que tenía en la mano–. Me parecieron igualmente válidas. Tuve miedo de no poder dilucidar que es lo realmente justo. Me inquieta que esto pueda sucederme justo al final de mi carrera.
El Juez se pasó la mano por el pelo y miró a través de los cristales de las ventanas. Fue hasta uno de los armarios y sacó la carpeta de otro caso.
–Jorge, ¿qué opinión le merece entonces este caso?
El mayordomo escuchó atentamente los detalles de un viejo proceso.
El Juez caminaba dando vueltas por la habitación y su voz había tomado fuerza. De pronto se interrumpió para pedirle a Jorge un vaso de agua.
Obediente el mayordomo se dispuso a bajar a la cocina.
El Juez limpiaba sus espejuelos con un pañuelo de franela negra cuando entró Jorge respirando fuerte. Le resultaba penoso subir las escaleras apresuradamente.
Después de beber dos tragos de agua para aclarar la garganta, el Juez se colocó nuevamente los espejuelos.
–Pensé que mis espejuelos estaban sucios pero son los cristales de estas ventanas. ¿No has tenido tiempo de limpiarlos?
–Mañana lo haré señor, es que todos estos días ha estado nevando.
–Bueno, no importa. Sabes que nunca me quejo de tu trabajo. Mañana tendrás tiempo de hacerlo. Escucha ahora este otro caso.
El mayordomo volvió a ocupar la silla del Juez sentándose en el borde. Se hacía cada vez más tarde. Pasaron varias horas y los rayos de sol comenzaron a entrar por las ventanas. El Juez continuaba leyendo en voz alta y cada media hora hacía a Jorge bajar por agua.
El viejo mayordomo escuchó atentamente toda la noche. Por la mañana tenía los ojos enrojecidos y los párpados inflamados.
El Juez había perdido la noción del tiempo y se le hacía tarde para presentarse en la corte. Su voz sonaba ronca pero todavía muy fuerte.
–Jorge, se nos ha hecho de día. Tengo que asistir a la corte.
–Señor, no he querido interrumpirlo.
–Bueno, tráeme una tina de agua caliente para lavarme. Me marcho enseguida.
El Juez se acercó a los cristales para ver la mañana despejada.
–¡Ah! Y recuerda más tarde limpiar estos cristales.
Jorge bajó a calentar el agua. El Juez comenzó a ordenar los papeles sobre el escritorio. Las carpetas viejas las puso nuevamente en el armario y entre sus manos tomó las conclusiones del caso que había estado estudiando. Cuando salía de la biblioteca estaba muy cansado pero finalmente contento. Sonriendo cerró la puerta tras de sí. Notó lo bien pulido que estaba el piso de madera la mansión inglesa. Y entonó silbando una coqueta tonadilla.





replay

luis felipe ruano
(habana, 1961)



la rueda

“Las dos piernas sobre dos pescados“
Lezama.

Un hombre entró al bar y pidió una pizza.
“No están muy buenas“, le dijo el camarero.
Este era un medio tiempo canoso, bien peinado, de largas manos y uñas perfectamente cuidadas. Lucía bien con su camisa blanca y limpia y su lacito negro bien anudado al cuello.
“No importa, cualquier cosa será mejor que lo que me pone mi mujer“, dijo el hombre.
Era un tipo delgado y tenía unas patillas de seis días. El camarero lo miró. El tipo tenía un aura de cura pueblerino. Se le veía nervioso. El camarero se volvió hacia el semicírculo cortado en la pared:
“Una pizza“, dijo.
Una mano detrás de la pared alargó un plato de aluminio con la pizza. El camarero se la puso al hombre. Era el único cliente esa noche.
“Está fría y dura como una pata de muerto“, dijo el camarero.
“No importa“, dijo el hombre.
Tomó la pizza con las manos.
“Me haría falta algún cubierto. Un cuchillo, por ejemplo.“
“No tenemos“, le respondió el camarero. Miraba al hombre.
El hombre le entró a la pizza de lado y luego de frente y otra vez de lado, tratando de rasgar con los colmillos.
“Son una calamidad“, dijo el camarero. “Hace unos años nos salían mucho mejor.“
El hombre se esforzaba con la pizza y tiraba del elástico amarillento, que se alargaba hasta más allá de un metro.
“Usted es un campeón“, dijo el camarero, sonriente.
“Tengo un hambre del carajo“, dijo el hombre. Trataba de masticar a toda costa.
“Eso está para las olimpiadas“, dijo el camarero, todavía sonriente.
El hombre logró tragarse unos cuantos pedazos. Combatía uno último, seco y grande, pero el trozo se resistía a ser masacrado por sus muelas y colmillos.
“Con algo líquido que bajar eso le pasa“, dijo el camarero.
“De seguro“, dijo el hombre.
“Pero no tenemos…“
“No importa.“
Una mujer entró, se acercó a la barra y pidió un trago. Traía dos niños de la mano. Los niños se veían muy inquietos.
El camarero metió la mano bajo el mostrador y sacó una botella. Tomó el cubito de aluminio, midió el trago y se lo sirvió a la mujer en un vaso.
“No está muy fuerte“, dijo.
“No importa, cualquier cosa me viene bien.“
“Se me fue un poco la mano en el agua“, dijo el camarero.
La mujer no pareció escucharle. Se empinó el trago de golpe. Era una mulata de cara bonita y tenía una dentadura perfecta. Había mucho más en ella, pero el camarero no lo atrapó todo de una vez. Los dos chiquillos se peleaban y se tiraban del pelo, y uno de ellos se acostó en el piso y empezó a patalear.
“Póngame otro“, dijo la mujer.
El camarero se lo puso.
El hombre seguía con el último pedazo de pizza en la boca. Rumiaba y batallaba increíblemente, pero el trozo no cejaba ni se hacía bajar.
La mujer apoyó los brazos en la barra. Se le veía extenuada.
“Estos chiquillos me van a volver loca“, dijo. “Tengo deseos de cortarme las venas.“
“Ya lo creo“, dijo el camarero.
“No sé por qué no tienen asientos aquí“, dijo la mujer.
“Antes los había, pero eso fue hace mucho tiempo“, le respondió el camarero.
Los chiquillos seguían peleándose. Ahora el más pequeño se quejaba y le pedía a su madre que zurrara al otro.
“Póngame otro trago“, dijo la mujer.
El camarero la miró. Le puso el trago. La mujer se lo bebió. Se quedó mirando el vaso vacío.
“Está flojo“, dijo.
“Ya se lo había dicho antes“, le respondió el camarero.
“No me llega, es una mierda.“
“Ya lo creo.“
“Póngame otro.“
El camarero la miró.
“Está flojo, pero tiene algo, y el alcohol está bien filtrado… A la larga se va a emborrachar.“
“Póngame otro“, dijo la mujer.
“Lo digo por los niños…”
“Póngame otro“, dijo la mujer, terminante.
El camarero se lo puso.
Un cable eléctrico se mecía en el techo encima de la barra con una bombilla incandescente encendida en su extremo. La mujer alzó el vaso y lo miró a trasluz.
“Esto es mierda, pero hay que tomárselo“, dijo. Se bebió el trago de golpe.
El hombre seguía combatiendo el último trozo de pizza. El camarero metió la mano en el bolsillo trasero de su pantalón y sacó una chaveta. Estaba extremadamente bien afilada y un haz de luz resplandeció en el filo.
“Pruebe con esto“, le dijo.
El hombre se sacó el trozo de pizza de la boca y probó a cercenarlo con la chaveta.
Los chiquillos seguían revolviéndose. Ahora uno arrastraba al otro por los pelos a lo largo de todo el salón. No había una sola silla o mesa en todo aquel espacio y los chiquillos se revolvían a su gusto.
“Siempre tiene que llevarlos con usted“, preguntó el camarero.
“No, el padre se los lleva los días pares. Entonces yo puedo trabajar“, le respondió la mujer.
Le pidió otro trago. El camarero no insistió, se lo puso.
La mujer volvió a mirar el vaso a trasluz.
“Esto sigue siendo una mierda“, dijo.
El camarero asintió con la cabeza…
Un perro entró al bar. Era un callejero de mediaba estatura, le faltaba una oreja y tenía la piel despellejada por la sarna. Cuando entró la peste inundó el salón, el camarero lo azoró. El perro se puso a corretear. Era un salón grande que bien podría haber servido de pista de baile, y tal vez en otro tiempo lo fuera. Pero ahora estaba completamente despejado. Tenía una sola ventana pequeña en lo alto de una pared y estaba clausurada por dos listones gruesos de madera claveteados en cruz. El puntal de las paredes se elevaba hasta seis metros de altura y en el techo había tres grandes ventiladores inmóviles y negros de hollín, con grandes ristras de telaraña colgando de las aspas. El lugar, sin embargo, tenía aspecto de bar.
El camarero seguía al perro con la vista.
“Hijo de puta“, dijo.
El animal correteaba por el salón y pretendía sumarse al juego de los chicos. Pero estos no le hacían caso, se hallaban demasiado ocupados con ellos mismos. Parecía ser un animal pacífico. Correteaba y evitaba a la vez ser arrollado por los chicos, que ahora se revolcaban por el suelo levantando el polvo y formando una gran algarabía… de súbito el perro se puso a ladrar. Los ladridos retumbaban con gran estruendo de pared a pared en todo el espacio vació del salón. A los clientes no parecía importarle aquello y ni siquiera parecían haber advertido la presencia del perro. Cada uno seguía en lo suyo.
El camarero cogió un palo, saltó la barra y trató de atajar al animal. Pero este se le escapaba siempre. No quería tener que tocarlo con las manos, las tenía finas y limpias y las uñas le brillaban. Se dio por vencido y volvió a su puesto detrás de la barra.
El hombre seguía con su trozo de pizza. Lo pinchaba y trinchaba y golpeaba de cualquier modo, pero la masa no se dejaba penetrar, y una vez por poco se saca un ojo con el instrumento.
La mujer pedía tragos. El camarero se los servía.
“Está muy aguado… no me voy emborrachar nunca“, decía. Varias veces dijo lo mismo.
Uno de los chiquillos alzó al otro por una pierna y lo elevó en el aire y lo proyectó de cabeza contra el piso. El camarero pensó que se había fracturado el cráneo. Pero el chiquillo se puso de pie y tambaleándose le lanzó un escupitajo al otro en la cara. El otro se puso a llorar y le dio las quejas a su madre. Esta les dijo que no jodieran y la dejaran tranquila. Le preguntó al camarero que por qué no ponía a funcionar los ventiladores, que hacía un calor del carajo. Uno de los ventiladores quedaba exactamente sobre su cabeza.
“Hace cuarenta años que no funcionan… duraron bastante“, dijo el camarero. “Bueno, dos de ellos, éste y aquel… “, y le señaló. “El otro echa un poco de aire todavía, me imagino que sean sus últimos estertores.“
Pero el otro quedaba en lo último del salón. La cosa no iba a servir para nada.
El hombre de la pizza logró fraccionarle un pedazo al trozo último y se lo tragó… se le hincharon las venas del cuello y la cara se le puso roja y los cachetes parecía que se le reventaban. El camarero se dio cuenta que el hombre se ahogaba. Le dio fuerte con el puño cerrado por la espalda. El trozo pasó… el hombre respiró profundo.
“¡Carajo!“, dijo.
“Amigo, usted es un caballo“, dijo el camarero.
El hombre le entró al otro trozo. Parecía ser el último definitivamente. Estaba desesperado. Le clavaba con fuerza la chaveta a la masa. Los ojos parecía que se le saltaban. El camarero lo miraba y meneaba la cabeza. La mujer había recostado la suya a la barra. Era una mulata musculosa, de tórax amplio, y las enormes tetas se le desparramaban por el mostrador. El camarero notó que respiraba con dificultad.
“Si puedo ayudarla en algo me lo dice“, le dijo.
“No puede“, le dijo la mujer.
“De cualquier manera… si puedo hacer algo.“
“Póngame otro.“
El camarero se lo puso.
Era la tercera botella y pasaba de la mitad.
“Si acaba con ésta no habrá otra… ésta es la última“, dijo el camarero mostrándole la botella.
“Siempre dicen lo mismo“, dijo la mujer.
“Inclínese y compruébelo usted misma.“
La mujer se inclinó y miró debajo de la barra. No vio nada. Al inclinarse las tremendas pechugas casi le rozan el pecho al camarero. Debajo había un largo entrepaño a todo lo largo de la barra y encima sólo una caja de fósforos. La mujer le pidió al camarero que se la alcanzara. El camarero se la dio. La mujer encendió un cigarrillo. En la caja quedaban apenas cuatro fósforos más. La mujer los contó.
“Con esto todavía se le puede meter candela al mundo“, dijo.
El camarero la miraba. Era un cincuentón, pero todavía se le veía bien. Notó que la mujer ya no miraba como al principio, y le pareció que ya estaba un poco ebria.
El perro seguía ladrando y los chiquillos se perseguían por el salón correteando en cuatro patas. Habían recogido en su cuerpo todo el hollín del lugar y estaban negros de churre. El hombre seguía empeñado con su trozo de pizza. Le tenía todos los flancos mordisqueados, le arrancaba migajas de ese modo, y pensó que era mejor así. Le entregó la chaveta al camarero. Este comprendió que el hombre no acabaría nunca. Le conminó a que se apresurara.
“Ya estoy por cerrar“, dijo.
No quería ser descortés. Le sirvió el último trago a la mujer y le mostró la botella vacía.
“C´est fini“, dijo.
La mujer tomó el vaso con el trago y lo olió.
“Huele a culo de vieja“, dijo. Comenzó a bebérselo lentamente.
El perro seguía ladrando y corriendo por todo el salón. Finalmente se dirigió hacia el hombre de la pizza, alzó una pata y le orinó el pantalón.
“¡Hijo de puta!“, dijo el hombre e instintivamente hizo un gesto brusco con la mano para espantar al perro. Tenía el último trozo de pizza en la boca y este le pasó entero por la garganta… el perro salió corriendo y se fue.
“¡Por fin!“, dijo el camarero,
La mujer acabó su trago.
El hombre se veía contento, después de todo.
“¡Lo logré!“, dijo. Había algo de satisfacción infantil en su expresión.
“Así es“, le dijo el camarero. “Usted es un tipo tenaz. Con gente como usted llegaremos lejos en este mundo…“
“Cuánto le debo“, preguntó el hombre.
“Déme lo que quiera“, le dijo el camarero.
El hombre puso un peso sobre el mostrador y salió.
La mujer había acabado su trago. Miraba al camarero.
“Y yo cuánto le debo, candela.“
“Usted me debe veinte y cinco pesos“, dijo el camarero seriamente.
La mujer le miró fijo a los ojos.
“Si yo tuviera veinticinco pesos juntos no fuera puta“, dijo.
El camarero se le quedó mirando.
“Está bien, váyase. Mañana será otro día”, dijo.
La mulata se enderezó con trabajo, tomó a los chiquillos de la mano y se dirigió hacia la puerta. Se volvió un poco y se sonrió, pero sin dirección. El camarero le vio el fondillo grande y los fuertes muslos a la mujer.
“Mañana estoy aquí de nuevo toda la noche“, dijo.






replay


el chico malo de Saint-Germain (jesús rodríguez

Frédéric Beigbeder escribe desde la cólera. El novelista francés, de 43 años, es también creativo publicitario y televisivo, dj, actor... y un fenómeno mediático. Sus libros son collages de frases magnéticas. Ahora publica Socorro, perdón, un retrato atroz del nuevo capitalismo.
Un lunes del pasado mes de febrero, el novelista Frédéric Beigbeder cruzó a las tres de madrugada el umbral de Le Baron, el sofisticado local de moda de París, para fumar un cigarrillo en la desierta avenida Marceau y, de paso, ventilarse unas rayas sobre el capó del primer coche que encontró. Inmenso error. Minutos más tarde era detenido con 2,6 gramos de cocaína en el bolsillo por una pareja de flics de paisano. Intentó huir a la carrera. Apenas sirvió para agravar la situación. "Fue horrible, pasé la noche en la comisaría del distrito VIII; en una celda más pequeña que este lugar" (y con el cuchillo de la mantequilla dibuja un rectángulo invisible en torno a la mesa que ocupamos en Chez Allard). "A la mañana siguiente, el fiscal me reconoció y se propuso dar un escarmiento. Me iba a enterar. La noticia se filtró a la prensa y me encerraron en la Conciergerie, la fortaleza donde estuvo recluida María Antonieta. Al
tercer día me soltaron. Ahora tengo que ser bueno e ir a terapia. Pero lo que son las cosas, semanas más tarde, Sarkozy entregaba a mi hermano Charles las insignias de caballero de la Legión de Honor por su trayectoria empresarial en el palacio del Elíseo. Y allí estaba yo. En primera fila. Con mi familia. Frente al presidente. ¡Estuve a punto de meterme un tiro de coca en su exclusivo retrete!".
"Escribir con drogas es agradable pero retrasa la escritura y la reemplaza. La droga empeora mi escritura. Me quedo con el vino y la cerveza"
"Odiaba el mundo de la publicidad, escribí '13,99 euros', me despidieron y me hicieron el favor de mi vida. ¡Ya era novelista!"
"Nadie parece darse cuenta. Es lo que llamo el 'fashismo', una mezcla de 'fashion' y fascismo. No se puede dejar todo a merced del mercado"
Es la metáfora de su vida. A mitad de camino del Elíseo y las celdas del Palacio de Justicia; las elegantes veladas en Cannes y los burdeles decadentes; los salones literarios y la telebasura; el Goncourt y miss Camiseta Mojada. Frédéric Beigbeder, de 43 años, es el último chico malo de Saint-Germain-des-Prés. En cuyas entrañas habita desde que tiene uso de razón. A unos pasos del Café de Flore y frente al portalón donde vivieron Sartre y Simone de Beauvoir. Es su territorio. Aquí come, viste y se emborracha. "Conozco a los camareros y los panaderos, es una vida fácil". Escritor, crítico literario, creativo publicitario, dj, actor, columnista, editor, busto parlante, asesor político, hombre anuncio. "Hago muchas cosas muy deprisa por pura pereza, para acabar pronto, para no cansarme; fue un consejo que me dio una madrugada Roland Topor".
Un fenómeno mediático en Francia. Amado y odiado a partes iguales. Con más fans que lectores. Un profesional del marketing de sí mismo. Bernard Pivot, padre de la mítica emisión literaria Apostrophes, le definía recientemente como "un payaso y un escritor; aunque cada vez menos payaso y cada vez más escritor". Es cierto, Beigbeder está ahogado por su personaje. No puede andar unos metros por París sin que los transeúntes le saluden o denigren. No le molesta. Es muy educado. "Es lo que nos diferencia de los animales". Unos jóvenes le fríen a clics con un móvil frente a un paredón de la Rue de Buci. Sonríe. "No comprendo a esas personas que buscan la fama durante años y cuando la conquistan se quejan. Hay que salir para estar en contacto con la gente, para ver, para escuchar. Un escritor no puede ser un monje. No creo que el escritor tenga que estar metido en casa a las ocho de la tarde para hacer el crucigrama de Le Monde. Que renuncie a vivir para escribir. A Kafka le encantaba divertirse. Hay escritores agonizantes y doloridos, como Flaubert y otros hedonistas hasta el final, como Baudelaire. En el centro estaría Proust, un hombre de largas fiestas nocturnas y también de encerrarse a escribir. Es mi modelo. Trabajo de día, salgo de noche y duermo poco; pero hacer la fiesta no es lo opuesto a hacer un buen libro".

¿Le preocupa no ser tomado en serio como novelista? ¿Ser superado por la frivolidad de su personaje?
Yo me desdoblo. Mi vida es seria, trabajar; y luego hay un personaje mediático, de televisión; un tipo tan artificial como la publicidad. Y no voy a luchar contra eso. Además, la televisión me paga muy bien. Una noche de copas conocí en el Club Mathis a Françoise Sagan, a la que siempre se asoció con la droga, el alcohol, la juerga y los Aston Martin. Y me dijo que toda la vida había luchado contra esa imagen en vano. Françoise se empeñaba en decir: "Lean mis libros; vean mi trabajo". Y nadie hacía caso. Era una pérdida de tiempo. Yo no me quejo. Soy un fiestista y ahí están mis libros.

¿Usa drogas para escribir?
Escribí un libro tomando éxtasis (Nouvelles sous ecstasy, Gallimard, 1999). Escribir con drogas es agradable pero retrasa la escritura y la reemplaza. La droga empeora mi escritura. Es demasiado buena. Hay escritores con su escritura definida por la droga, Burroughs, Hunter Thompson..., pero a mí no me vale. La coca me hace escribir frases muy cortas y el vodka frases muy largas. Y el éxtasis me provoca problemas con la puntuación. Me quedo con el vino y la cerveza.

Autor de miles de artículos, decenas de reclamos publicitarios y ocho novelas. De 13,99 euros, una cruel sátira del mundo de la publicidad escrita desde el epicentro del negocio y que provocó su despido fulminante de la agencia en la que prestaba sus servicios, vendió más de 400.000 ejemplares en Francia y cerca de un millón en todo el mundo. Traducida a 35 idiomas. Finalista del Premio Goncourt. Ya es película. Windows of the World, pergeñada en el último piso de la Tour Montparnasse, al rebufo de los atentados contra las Torres Gemelas, fue su tercera novela traducida al español y la más intimista y conmovedora; también fue finalista del Goncourt: "Soy un niño de nueve años y los niños no ganan el Goncourt. Además, a nadie le importa el Goncourt. Ya ni siquiera da que hablar. Pregunte quién ganó el año pasado y escuchará un incómodo silencio".
En esa época llegaría también su amarga El amor dura tres años, escrita en 1997 en plena crisis sentimental. Y en estos días acaba de ver la luz Socorro, perdón. 100.000 ejemplares vendidos en su país. Traducida a diez idiomas. Una nueva y mordaz emboscada contra el capitalismo; en esta ocasión contra el mundo de las modelos adolescentes reclutadas al precio que sea para vender lo invendible; ambientada en una desenfrenada Rusia hipercapitalista de sexo, orgías, droga y sicarios de gatillo fácil. Todo adobado con la personal búsqueda de Dios de este católico de continua ida y vuelta. "El sistema ultraliberal nos está llevando a consumir seres humanos. Utiliza la belleza de mujeres cada vez más jóvenes para vender cremas y yogures. Es un nuevo tipo de pedofilia. Y nadie parece darse cuenta. Es lo que llamo el fashismo, una mezcla de fashion y fascismo. No se puede dejar todo a merced del mercado. Destruye a las personas. Lo he visto en la publicidad y la televisión. Hay que poner límites. Yo he trabajado para el partido comunista y para Danone. Las reuniones con sus líderes eran muy diferentes: los comunistas contaban con un sueño, equivocado o no; pero con poesía; los ejecutivos de Danone sólo pensaban en manipular a la gente para vender lo máximo posible en el menor tiempo posible".
Este discurso anticapitalista está pronunciado ante un excelente Borgoña, unos espárragos recién arrancados de la tierra y un buen foie. Su jersey es de Zadig & Voltaire; sus viejos botines, Lobb; la chaqueta, Prada. ¿Un capitalista anticapitalista? ¿Un revolucionario de salón? Efectivamente, monsieur Beigbeder es un gran burgués de la rive gauche. Un niño bien. Bien educado y mejor leído. Pero también un quintacolumnista. Un adicto al lujo y al hedonismo desenfrenado del show business, que retrata al tiempo con crueldad esa forma de vida. Un testigo de cargo. "Los grandes escritores cuentan una historia a partir de un mundo que desconocen. Es el caso de Jonathan Littell con Las benévolas, en la que describe el nazismo, el auténtico imperio del mal, como si fuera La guerra de las galaxias. El resultado es sobrecogedor. Yo no soy así; busco mi camino; no cuento nada que me sea desconocido; cuento mi época; la civilización del consumo; hago novelas de mi tiempo; lo que toco y lo que veo. Todo lo que escribo, como hacía Colette, tiene que ser real. Eso me ha pasado con Socorro, perdón. Conozco ese mundo de la belleza artificial. Escribo
desde la cólera. Cólera de cómo venden productos a costa de lo que sea; de cómo manipulan el cuerpo femenino para venderlos. Como hubo cólera contra la publicidad en 13,99 euros. Por eso se titulaba así: escribir una novela cuyo título fuera su precio resumía todo; que los seres humanos como las obras de arte o un par de zapatos están hoy definidos por su precio, salario, ticket de caja. Yo escribo para provocar algo en mi vida y en la de mis lectores. Odiaba el mundo de la publicidad, quería escapar, escribí 13,99 euros, me despidieron y me hicieron el favor de mi vida. ¡Ya era novelista!".
Beigbeder es un fabricante de frases brillantes. Saltó a la fama en 1994 con un slogan para Wonderbra. Bajo la fotografía de una bellísima Eva Herzigova, ojos azules y sujetador negro, escribió: "¡Mírame a los ojos! ¡He dicho a los ojos!". Arrasó. Sus novelas son collages de frases magnéticas. Desde joven ha tomado notas en pequeñas libretas de bolsillo (Muji o Moleskine). Mejor capturadas de madrugada. Mejor aún si son diálogos de pareja. En una habitación de su recóndito y elegante tríplex del distrito VI guarda montañas de esos carnés cubiertos de párrafos ilegibles. "Es mi método de trabajo. Luego transcribo esas notas al ordenador y la historia se va organizando en mi cerebro. Tiene algo de
periodismo. O de panfletismo. Al final, la novela resultante, como decía Hemingway, es la punta de un iceberg de un trabajo de documentación; el resto, un misterio que se desvanece".
Cuando comenzó a tomar aquellas primeras notas, apenas un adolescente, Beigbeder no pensaba que un día sería escritor. Su destino era servir a Francia. Y ganar dinero. Hijo de un famoso y adinerado cazatalentos francoamericano y de una aristócrata traductora de novelas rosas, Frédéric fue educado en la mejor tradición republicana: cultura gastronómica y literaria, los mejores liceos y la elitista Sciences Po (el Instituto de Estudios Políticos de París). Todo sin salir del barrio. Siempre entre el jardín de Luxemburgo y el Sena. El siguiente paso lógico era ingresar en la ENA, la Escuela Nacional de Administración. Suspendió. Había dormido poco. En aquel 1987, Beigbeder ya era presidente del Caca's Club, el Club des Analphabètes Cons mais Attachants (analfabetos
gilipollas pero atractivos). Un lobby de 400 señoritos juerguistas en edad universitaria que arrasaban París con sus fiestas mensuales. Las organizaban los dos hermanos Beigbeder, que conseguían una comisión por cada consumición. De ahí pasaría al mundo de la crónica mundana en Globe y Glamour y haría prácticas en un banco de negocios en Nueva York antes de recalar en la publicidad de nuevo en París con escapadas en la crítica literaria en Voici, Elle, Le Figaro, Le Monde o Lire; la televisión como tertuliano, guionista y presentador y, por fin, la literatura, como novelista y con una incursión de tres años como director editorial de Flammarion entre 2003 y 2006. "Mis enemigos piensan que vivo sin escribir. Se equivocan. Escribir es el mejor medio que conozco de comer. Escribo porque no puedo parar de escribir. Y necesito un patrocinador. Porque ser rico con la literatura te obliga a hacer siempre el mismo libro de éxito para mantener el éxito. Y yo quiero hacer otros libros. Y eso que no tengo necesidad de un yate ni un avión privado, como Sarkozy".

¿No le gusta Sarkozy? ¿No fue miembro del Caca's?
Mi hermano le conoce. Yo le entrevisté en Canal +. Y nunca fue a nuestras fiestas. Francia ha caído en picado desde que le hicieron ministro del Interior en 2002. Ha creado un Estado policial. No se puede fumar en público; si bebes, te detienen; si te drogas, acabas en la cárcel. ¿Cuál será la próxima ocurrencia de Sarkozy? ¿Nos va a prohibir el foie?

Capaz de desnudarse en televisión, llegar borracho a un debate en la Academia o convertirse en consejero político del líder del Partido Comunista Francés Robert Hue en las presidenciales de 2002 (obtuvieron el 3,37% de los votos) y arrasar entre las veinteañeras del star system, Beigbeder es el mejor personaje de Beigbeder. Sus novelas están repletas de sus andanzas camufladas bajo los seudónimos de Oscar Dufresne, Octave Parango o Marc Marronier. Siempre un dandi cínico, cocainómano y sentimental. Con el elegante desaliño de su admirado Gainsbourg. París es el escenario. Su experiencia de dj, la banda musical. Su infancia, amores, prostitutas; su selecto guardarropa y hasta la carísima televisión Bang & Olufsen que preside el salón de su casa adornan las páginas de sus novelas. Es una mezcla de ficción y desgarrada autobiografía que el novelista Michel Houellebecq ha bautizado como autoficción prospectiva. Beigbeder resume ese ejercicio literario comparando a sus Octave Parango y Marc Marronier con el Harry Chinaski de Bukowski; el Nathan Zuckerman de Philip Roth o el Dick Diver de Scott Fitzgerald. "Un escritor debe correr el riesgo de desnudarse; ésta es una época en que la literatura debe romper las reglas de lo bien visto por la sociedad. Amo la literatura de confesión. Pero nunca hay un Frédéric en mis novelas; hay un Marc o un Octave. Uso mi intimidad dentro de unos acontecimientos ficticios. Soy y no soy".


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noboru endo (andrés ibáñez

El más extraño de los escritores japoneses actuales es, sin duda, Noboru Endo. Ninguno de sus libros, por lo que yo sé, ha sido traducido al español. Es un autor joven (nació en Tokio en 1975) pero enormemente prolífico. Ha sido conductor de camiones para una empresa de pescado congelado, marino mercante y policía de tráfico en la pequeña localidad de Tajimi, donde viven sus abuelos paternos. Según propias declaraciones, este último trabajo lo adoptó para demostrar a sus abuelos «que era capaz de tener una ocupación decente y respetable».
Labios de acero es el título de su primera novela, que narra una extraña y sinuosa historia de amor entre una robotesa y el conductor de un tráiler gigante que viaja de norte a sur por la isla de Honsu. Los robots y los autómatas son una de las grandes obsesiones de Noboru Endo.
La muchacha que vomitaba perlas es su segunda novela. Trata de una muchacha que después de sufrir una espantosa violación (es encerrada en una casa durante un fin de semana entero, en el curso del cual tres psicópatas la someten a todo tipo de vejaciones) comienza a vomitar perlas, perlas purísimas y perfectas, sin que nadie logre explicarse a qué se debe el fenómeno. Esta novella daría origen a una trilogía, formada además por La muchacha que se iluminaba y La muchacha que era amiga de las ardillas. No conozco estas dos últimas obras, que aún no han sido traducidas al inglés.
La cárcel de las marionetas cuenta la historia de una extraordinaria familia de autómatas que viven todos aislados en un caserón situado en una isla en el centro de un lago. Los autómatas no pueden abandonar la isla porque son incapaces de nadar, pero disponen de una fuente de energía inagotable: el sol. Pasan los años y quizá los siglos, y los autómatas, cuyos vínculos de parentesco no se parecen a los de los humanos y nunca acabamos de entender muy bien, se van hundiendo cada vez más en complicadas luchas intestinas.
Mi perro sabe cantar señala un cambio en el estilo de Noboru Endo, y es el primer ejemplo de su estilo maduro de narrar, que yo considero el más interesante. La novela, que no pasa de las noventa páginas, trata de un hombre que se está volviendo loco y ha sido enviado por su familia a un hospital psiquiátrico. Pero sucede algo inesperado, la novia de juventud de este hombre es ahora la directora del hospital. Avergonzada, ella finge no reconocerle. El hombre no nos cuenta la historia a nosotros, sino a su perro, que se llama Hemingway, y es su compañero fiel en los paseos que da alrededor del hospital. En uno de los paseos, el perro cae a un barranco. El hombre, intentando salvarle, cae también. La narración continúa luego durante unas cuarenta páginas contándonos ciertos detalles escabrosos de la vida de la directora del sanatorio y describiendo su obsesión por las mariposas e insectos en general.
Esta es la clave de la narrativa madura de Noboru Endo: las historias sin terminar, cortadas aparentemente de cualquier manera y que no tienen resolución. Hay dobles o triples historias que se entrelazan pero no tienen nada que ver entre sí, como en Lecciones de vacío, historias que se ramifican de forma sorprendente, como en Un dado tiene seis lados o tramas que quedan sin concluir, como en Suelen venir de noche. La última obra de Noboru Endo se titula El día en que mi madre aprendió a volar. Es su obra más extensa hasta la fecha, y su experimento más atrevido en su técnica de historias inconexas e inconclusas. Parece la primera entrega de una serie, pero Endo ha explicado que la historia está completa y no tendrá continuación. La novela se queda, en palabras del crítico del New York Times, «como un pájaro en mitad del aire».
Creo que no sería exagerado decir que el estilo de Noboru Endo señala posibles rumbos nuevos a la ficción. Sus relatos pertenecen a un mundo roto, donde el sentido no ha de buscarse yendo «hacia delante», en dirección al futuro y al final de la trama, sino en lo que nos rodea, de forma simultánea. Cuando creíamos que ya nada podía sorprendernos, Noboru Endo viene para sacudir nuestra apolillada concepción de lo que es una historia. Paul Schweler, en Granta, le acusa de estar influido por las series de televisión y por la poética de los «episodios piloto». Entiendo los argumentos de Schweler, pero no me parece que sean una crítica.


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adriana normand nunca estuvo aquí (raúl flores iriarte

“Otras páginas, otros cadáveres. Al final una fecha, un lugar. Auschwitz, 1945. Decimos que horror; pero, en verdad, que suerte: no fuimos nosotros.”
Pero, en verdad, que mala suerte: sí somos nosotros. Esta es la pesadilla. Se entra en cabina Photomatum como quien entra en cámara de gas. Máquina extranjerizante, línea de fuga de una literatura nacional cada vez más cerca del término nacionalista. Literatura institucional, para no decir institucionalizada. Domesticada. Mira que bien se porta el perrito. Photomatum, como máquina de matar.
Desterritorializar la lengua. Escribir en español como si se escribiera en alemán. Escribir en español como una sobreviviente más de ese Auschwitz silencioso. Tira de fotografías que sale del otro extremo de la máquina. Caricatura, mueca de hastío, horror.
Balbucir una lengua propia como si fuera extranjera, y viceversa. A Adriana Normand la distingue, entre otras cosas, su condición de extranjera, “el hecho de haber nacido en un país que ya no existe”. También ha escrito, al parecer, un libro que no existe, a juzgar por la falta de impacto que ha tenido Photomatum (Ediciones Extramuros, 2007) desde su nacimiento y hasta ahora. Premio Dador del 2003, cuatro años más tarde viene a dar a la colección Ciudad de la editorial Extramuros con esta modesta edición de 500 ejemplares, irreconocible por demás del resto de las propuestas Risograph que puede haber en los estantes de una librería. Libro, por lo demás, invisible, casi podría decir, inexistente, y es una lástima.
No sólo afecta al libro, también afecta a esto que escribo. De cierta manera, esto constituye reseña invisible, inexistente. El virus Normand, formateando todo lo que halla a su paso.
Este es un volumen de textos que puede asustar, o incomodar. Ese dorso narrativo que lastima, o agrada, pero nunca deja indiferente al lector. Prosa filosa como fragmento de vidrio incrustado en el pie; lo que vendría después si no estuviéramos tan ocupados para darnos cuenta de que ya estuvo aquí, tocando a la puerta. Pedrada al plácido estanque de la Gran Literatura. Pero, al fin y al cabo, ¿para que la Gran Literatura si podemos tener decenas de estas literaturas Menores?, (y al decir Menor, entiéndase a Deleuze al otro lado de la mesa) ¿Quién desea estar junto a venerables dinosaurios que murmuran sabias metáforas destinadas a ensalzar géneros y despreciar subgéneros? No, mejor estar del otro lado. Del lado juguetón, del lado corrosivo, sin olvidar jamás que la Gran Literatura se compone de literaturas Menores, y las palabras no son más que combinaciones fortuitas de letras.
34 textos que escapan a la definición “cuento”. Viñetas, podría decirse. Titulares de prensa, podría decirse. Maquinita rizomática. Sólo interesa contar una historia. A veces ni eso. A veces sólo se interesa contar la sugerencia de una historia. Sin exceso de adjetivos, sin mucha información adicional. Se puede decir que Adriana Normand racionaliza lo irracional. El resultado estremece. Esta desmesura. Esta parodia de los mecanismos en que se mueve el poder, y los que detentan el poder. Caricaturas igual de funcionales. Pero, igual, ella nunca estuvo aquí.
Narrar un rumor escuchado en alguna parte. Alguna parte que no es aquí. Escribir en un país como si se escribiera sobre otro. “El siguiente desgraciado suceso tuvo lugar en un bosque de Spessart, Alemania, mucho antes de la guerra. Según Hebel, varios muchachos se habían internado en aquel breve pulmón, tal vez para escapar de las consignas y demás emblemas del orden.”, “Un loquero de Kansas City, el doctor Henry Patrich, consideró que la afición exagerada al juego de dominó podía llegar a producir la locura e incluso la idiotez.”
El extrañamiento de Felisberto Hernández, la causalidad de Paul Auster, la atmósfera de Ricardo Piglia, la levedad de Kundera, la sequedad de Thomas Bernhardt, el minimalismo de Ror Wolf, el espíritu de Kafka, todo esto y nada a la vez, fantasmas que saltan o no, el ruido histórico de la pedagogía rural, transplantado a esta isla calurosa, donde nunca ha habido rastro de las máquinas que le dan título al volumen. Para tira de fotografías, tenemos que pagarle a fotógrafo particular veinte pesos la foto. Para comprar el libro, tenemos que pagarle a librero estatal cinco pesos el volumen.
A la par que leemos Photomatum, somos leídos a nuestra vez. Interpretados. Decodificados en blanco y negro. Fotografiados. Somos lo que consumimos. Somos lo que leemos y, a la vez, somos lo que dejamos de leer. “Entrar en la máquina, salir de la máquina, estar en la máquina, bordearla, acercarse a ella, todo eso también forma parte de la máquina (…) La línea de fuga forma parte de la máquina.” (Deleuze & Guattari).
Según Kafka “Aquello que, dentro de las grandes literaturas, se produce en la parte más baja y constituye un sótano del cual se podría prescindir en el edificio, ocurre aquí a plena luz.”
Somos esa tira de fotografías que salen del otro extremo de la máquina. Ese grito congelado en el papel. Esa mueca de bufón (nunca hubo nada malo en ser el idiota del pueblo). Somos en definitiva, nosotros.
Que horror, pero, en verdad, que suerte.



replay


livio conesa
(habana, 1960. reside en alamar)



“Amor cuerdo no es amor”
cuando son pares
no (none) la virtud
/
roja la mordida
existe la paz de la inconciencia
¿(oye) has visto
has oído la paz de la mordida?
país lo que escribo
en una cuarta de…
(patria) blanco el juego del miedo
(oye) has visto
el sorbo del miedo
las apoyaturas /
lo que más se parece al miedo
es lo eterno
dormir


●●●


donde esta realidad
no es para gorriones
quien regala
la miseria con un lazo
¿ondea siempre
una idea sin asta?
/
dolor de pueblo vivir como cerdo
donde todos deberíamos
tener una flor (dolor)
de la visión solitaria (dolor)
¿rompe la espuma
en la misma espuma
o rompe la orilla en la misma
espuma?


●●●


no se puede ser amante
de un grillete
y amante del ala
entre el costillar una herida
que se remienda con flor
/
yo sé que la belleza encona
pero la belleza muere dormida
el sueño encona
duerme
y muere /
esto es Patria
estría en la corteza
nos enseñaron a decir (VIVA)
donde hay cruces


●●●


orquideario para el cabrón
(de) blumillo en el tenderete

todo lo que parece poético
también es un arma (huída)
y todo lo que sé de la espada
lo aprendí de la herida (huída)
¿antes de ser nuestro
ha muerto la ingenuidad? (huída)
/
como ha habido cruces
sin ser felices
cruz sin ruedas
cruz de piñata
/
que animal soy
para ser un ojo
¿un animal gregario
o un ojo servil?


●●●


la idea de dibujar corazones
es bonita
el hecho es que no… (lata)
el cuerpo antes y después…
sobre y bajo tierra el cuerpo
/
donde las masas escogen morir
por consigna
yo elijo…
la paz me ha puesto del lado
del siniestro
y me confiscan las palomas
la paz me ha puesto
del lado de la luna
sin el reflejo en el estanque


●●●


mendigo un machete
y conquisto un machete /
a mí se me derriten los objetos
antes de entrar en la composición
sub-real
a mí se me derrite el sexo
de mirar ajeno (destiñe)
mendigo un machete
y conquisto una herida

con patria
con amo
y con flores


●●●


voy a vivir en la extensión de la palabra
la distancia intangible
donde el cuerpo se humilla
para ser prolija la palabra
¿me espera acumular fulgores?
vamos a tener un dolor teórico? /
que suerte tuve antes de padecer
romper piñata
morbo y santo (padecer)
error de subir la escaleras
/
(que) honor ser un cadáver
en una patria de vivos


●●●


esto es mar detrás de la fachada
y estoy rodeado y sí es de agua /
suponiendo que desaparecen
a la torre y al alfil
donde guarecen al Rey
suponiendo que desaparezco
/
mi país es un número
la puerta 13 de X2=2
toda la gloria del mundo cabe…
¿dónde está el grano de maíz?


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tratamos con un barco
llamado isla
Guao su sombra
tratamos con una bandera
llamada isla
Guao su sombra
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agua / Guao su sombra
sin un barco

entre la espada y la pared
un lazo rosa
un basto con un lazo
un bote con un lazo
entre la espada y la pared
un pueblo rosa





replay


/pull

Intentar la pirueta, el salto mortal con riesgo de quebrarnos las espaldas o, peor, con el riesgo de que el salto nos quede bien y venga alguien después a reñirnos.
O peor, a quebrarnos a palos las espaldas.

Transgredir y, mediante este acto, inventarse una nueva literatura, una nueva realidad con sus tradiciones e historias, otra patria (yo otra patria espero, la de mi locura). Una que deje de responder a intereses mayores, que tenga otras pretensiones. Una suerte de literatura menor opuesta a este bloque monolítico que a veces logra asfixiarnos y que responde al nombre de LiTERRATUrA NAsIOИAL. Esta última funcionando muchas veces como remedo de lo que debería ser, yéndose a ese mismo pasado que funciona como falsa recreación. (La idea de una seudo-literatura-nacional no andaría muy lejos).
Una literatura en contra, aunque no a la contra, y viceversa.
No choque frontal, sino golpe tangencial.
Línea de fuga.
Variante.

Estepas a la vista.
Tundras llenas del concepto de fruta tropical que promociona (a veces) la literatura cubana. Pero ¿dónde se halla ésta? “Vivimos entre ficciones. Lo cual, en el fondo, deslegitima la ficción. Pero no elimina la escritura. Ella se vuelve, si cabe, aún más profunda. O mejor dicho: deja de tener superficie. Ella es todo lo que no se ve. ¿Existe la literatura cubana?”

“¿Cómo a la Cruz, hemos de volver a Neruda con las rodillas sangrantes, los pulmones agujereados, los ojos llenos de lágrimas? Cuando nuestros nombres ya nada signifiquen, su nombre seguirá brillando, seguirá planeando sobre una literatura imaginaria llamada literatura chilena. Todos los poetas, entonces, vivirán en comunas artísticas llamadas cárceles o manicomios. Nuestra casa imaginaria, nuestra casa común.”

Sing-Sing para ti.
Sing-Sing para mí.
Canta / que alguien sepa que estallas: que alguien sepa que todos estamos estallando siempre.
Nuestra cárcel imaginaria que nos hace cantar felices.
Nuestra cárcel común.
¿Porque tenemos el corazón feliz, feliz, feliz?
Ave, Fénix: los que van a ex-cribir te saludan...
Nuestra literatura plagada de moscas tsé-tsé.
Fiebre del sueño (de una noche de verano) para ti.
Y para mí.
(¿Nos convierte eso en mosquitas muertas?)
Dream sweet dreams for you, dream sweet dreams for me .
…seguimos cantando… porno-para-ricardiacamente…
Sospecho que toda la gente conspira
para hacerme feliz
para hacerme feliz
para hacerme feliz...



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Raúl Flores Iriarte , “33 y 1/tercio, No. 11.,” Digital Entanglements, accessed April 26, 2024, https://digitalcuba.omeka.net/items/show/30.

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