33 y 1/tercio, No. 14.

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Title

33 y 1/tercio, No. 14.

Subject

revista literaria digital

Description

Revista literaria digital hecha en Cuba. Dirigida por el escritor Raúl Flores. Circulada vía correo electrónico y dispositivos de almacenamiento externo. Estética postmoderna que privilegiaba lo pop.

Creator

Raúl Flores Iriarte

Date

2009

Contributor

Lizabel Mónica

Format

Microsoft Word Document

Language

Spanish, Español, SPA

Type

revista, magazine

Coverage

Cuba

Text Item Type Metadata

Text








33 y 1/tercio















ir a portada





–Pero si os burlaís del diablo, con mayor razón podréis burlaros de los sabios.
–¡Oh, los sabios, los sabios! –exclamó Gryphus, sin replicar a la observación– ¡Los sabios! ¡Mejor quisiera guardar a diez militares que a un solo sabio! Los militares fuman, beben, se embriagan; pero ¿habéis visto que un sabio fume, o beba, o se emborrache? Un sabio es sobrio, no gasta nada y conserva fresca la cabeza para conspirar. Pero empiezo por advertiros que no os será fácil conspirar. En primer lugar, nada de libro, ni de papel, ni de enredos. Si Grocio escapó, fue gracias a los libros.
–Os aseguro, maese Gryphus, que tal vez me asaltó en algún momento la idea de escaparme; pero que ya no la tengo.
–¡Está bien, está bien! Velad por vos mismo –dijo Gryphus– y yo haré otro tanto. Pero es igual; Su Alteza ha cometido un grave error.
–¿Al no hacerme cortar la cabeza? ¡Gracias, mil gracias, amable Gryphus!
–Sin duda alguna. Ved que tranquilos están ahora los señores de Witt.
–Es horrible lo que estáis diciendo, maese Gryphus –dijo Van Baerle volviendo la cabeza para ocultar su repugnancia–. Olvidáis que uno de esos desgraciados era mi amigo y el otro… el otro, mi segundo padre.
–Sí; pero me acuerdo de que uno y otro eran conspiradores. Además, yo hablo por filantropía.
–¿De veras? Haced el favor de explicarme un poco eso, que no lo entiendo bien, señor Gryphus.
–Está claro. Si os hubierais quedado sobre el tajo de Harbruck…
–¿Qué?
–Que ya no sufriríais. Mientras que aquí, os confieso que voy a haceros la vida muy dura.
–Os agradezco la advertencia.
Y mientras el preso sonreía irónicamente al carcelero, Rosa, detrás de la puerta, le respondía con otra sonrisa llena de dulces promesas.
Gryphus se acercó a la ventana. Había aún luz suficiente para que se distinguiese un horizonte inmenso que se perdía en una bruma grisácea.
–¡Que panorama disfrutáis desde aquí!
–¡Magnífico! –aprobó Cornelio mirando a Rosa.
–Si, si; demasiado horizonte.
En aquel momento las dos palomas, asustadas al ver y particularmente al oir la voz del desconocido, salieron de su nido y desaparecieron entre la bruma.
–¡Hola! ¿Qué es esto? –preguntó el carcelero.
–Mis palomas.
–¡Mis palomas, mis palomas! ¿Acaso un preso tiene algo suyo?

alejandro dumas
El tulipán negro



equipo de redacción (33 y 1/tercio
diseño de portada (camilo valdés fortes
fotografía interior (orlando luis pardo / gottfried helnwein




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All lyrics ©2oo9 33y1/tercio Productions
Reprinted by permission



bonus (tracks)



01: chuck palahniuk errar es muy humano /asfixia (21) /
canción de cuna (3)
track 02: carlos rehermann el horrorismo de Estado
track 03: raúl rivero poema de guardia
track 04: lia villares medio minuto de silencio occidental
tk 05: alassandro baricco el hombre que reescribía a Carver
track 06: raymond carver (tres) poemas
track o7: raúl flores iriarte (4) textos
tk 08: rolando sánchez mejías Clavelito y la república cubana
trk 09: leymen pérez de el libro de Heráclito & los seres y las
cosas
track 10: don de lillo las confesiones de Benno Levin
track 11: ernesto santana ética y ensayo
trk 12: philip k. dick la pequeña caja negra / quisiera llegar
pronto

track 13: sergio pitol la carta de Meyerhold
track 14: daniel díaz mantilla malas noticias

chuck palahniuk
(oregon, 1964)


errar es muy humano
Por si no se han dado cuenta, todos mis libros tratan de una persona solitaria que busca alguna forma de conectar con los demás.
En cierta forma, es lo contrario del sueño americano: hacerse uno tan rico que pueda elevarse por encima de la chusma, de toda esa gente que va por la autopista o, peor todavía, que va en autobús. No, el sueño es una casa grande y solitaria en alguna parte. Con un ático de lujo, como la de Howard Hughes. O un castillo en lo alto de una colina, como el de William Randolph Hearst. Un nido encantador y aislado donde uno pueda invitar solamente a la chusma que le cae bien. Un entorno que uno pueda controlar, libre de conflictos y de dolor. Donde uno reine.
Sea un rancho en Montana o un apartamento en un sótano con diez mil DVD y acceso a Internet de alta velocidad, nunca falla. Vamos allí y conseguimos estar solos. Y solitarios.
Cuando llegamos a un límite de tristeza –como el narrador de El club de la pelea en su departamento o la narradora de Monstruos invisibles aislada por su cara bonita– destruimos nuestro nido encantador y nos obligamos a regresar al mundo exterior. En muchos sentidos, es así como se escribe una novela. Primero planeas e investigas. Pasas tiempo a solas, construyendo un mundo encantador donde puedas tenerlo absolutamente todo bajo control. Dejas que suene el teléfono. Que se acumulen los e-mails. Permaneces en el mundo de tu historia hasta que lo destruyes. Entonces regresas para estar con el resto de la gente.
Si el mundo de tu historia se vende lo bastante, te envían de gira promocional. Das entrevistas. Ahora sí que estás con gente. Con un montón de gente. Más y más gente, hasta que estás harto de verdad. Hasta que te mueres de ganas por escaparte y perderte en...
En el encantador mundo de otra historia.
Y así es como funciona. Solo. Con gente. Solo. Con gente.
Lo más probable es que, si estás leyendo esto, conozcas el ciclo. Leer un libro no es una actividad colectiva. No es como ir al cine o a un concierto. Es el extremo solitario del espectro.
Todas las historias de este libro tratan sobre estar con otra gente. Sobre mí en compañía de otra gente. O sobre gente que está reunida.
En el caso de los constructores de castillos, se trata de levantar un emblema de piedra tan magnífico que atraiga la gente con el mismo sueño.
En el caso de los participantes en combates de cosechadoras, se trata de encontrar una forma de juntarse, una estructura social provista de normas y metas y roles que la gente puede cumplir mientras reconstruyen su comunidad mediante la destrucción de maquinaria agrícola.
En el caso de Marilyn Manson, se trata de un chico del Medio Oeste que no sabe nadar y que de pronto se muda a Florida, donde la vida social se vive en el océano. Y ese chico sigue intentando conectar con la gente.
Se trata en todos los casos de historias reales y ensayos que escribí entre novelas. Mi propio ciclo va así: Realidad. Ficción. Realidad. Ficción.
El único inconveniente de escribir es que estás solo. La fase de la escritura. La fase de la buhardilla solitaria. En la imaginación de la gente, eso es lo que distingue a un escritor de un periodista. El periodista, el reportero, siempre anda con prisa, de caza, reuniéndose con gente y recogiendo datos. Preparando una historia. El periodista escribe en compañía de otra gente y siempre con plazos de entrega. Rodeado de gente y con prisa. Es una actividad emocionante y divertida.
El periodista escribe para conectar a la gente con el mundo exterior. Es un conducto.
Pero un escritor escritor es distinto. Alguien que escribe ficción es alguien –o eso imagina la gente– que está solo. Tal vez porque la ficción parece conectarlo a uno solamente con la voz de otro individuo. Tal vez porque leer es algo que hacemos a solas. Es un pasatiempo que parece separarnos de los demás.
El periodista investiga una historia. El novelista se la imagina. Lo gracioso es que se sorprenderían de la cantidad de tiempo que el novelista tiene que pasar con gente a fin de crear esa voz individual y solitaria. Ese mundo en apariencia aislado.
Es difícil llamar “ficción” a alguna de mis novelas.
Si me dedico a escribir es sobre todo porque una vez a la semana la escritura me servía para reunirme con otra gente. Eso fue en un taller que impartía un autor publicado –Tom Spanbauer– en la cocina de su casa los jueves por la noche. Por entonces, la mayoría de mis amistades se basaban en la proximidad: eran vecinos o compañeros de trabajo. Esa gente a la que uno conoce porque, bueno, le toca sentarse con ellos todos los días.
La persona más graciosa que conozco, Ina Gebert, llama a sus colegas del trabajo “compañeros de aire”.
El problema de las amistades basadas en la proximidad es que acaban por marcharse. Se despiden o los despiden.
No fue hasta participar en el taller de escritura cuando descubrí la idea de las amistades basadas en una pasión compartida. La escritura. O el teatro. O la música. Alguna visión común. Una búsqueda similar que te hiciera reunirte con otra gente que apreciara aquel talento vago e intangible que tú apreciabas también. Se trata de amistades que sobreviven a los trabajos y a los desahucios. Aquel festival de cháchara fija y regular de los jueves por la noche fue el único incentivo que me hizo escribir durante los años en que escribir no daba ni para pipas. Tom y Suzy y Monica y Steven y Bill y Cory y Rick. Nos peleábamos y nos elogiábamos entre nosotros. Y con aquello bastaba.
Mi teoría favorita sobre el éxito de El club de la pelea es que la historia presentaba una estructura para que la gente se reuniera. La gente quiere formas nuevas de conectar. Miren si no libros como Coser y cantar de Whitney Otto, Clan ya-yá de Rebecca Wells y El club de la buena estrella de Amy Tan. Son todos libros que presentan una estructura –hacer una colcha o jugar al mahjong– que permite a la gente reunirse e intercambiar historias. Todos esos libros con sostén en relatos breves unidos por una actividad común. Por supuesto, se trata en todos los casos de historias de mujeres. No vemos muchos modelos nuevos para la interacción social masculina. Está el deporte. Y construir géneros. Y ya está.
Y ahora hay clubes de lucha. Para bien o para mal.
Antes de escribir El club de la pelea yo trabajaba como voluntario en una residencia benéfica para enfermos terminales. Mi trabajo consistía en llevar a gente en coche a citas y reuniones de grupos de apoyo. Allí me sentaba con otra gente en el sótano de una iglesia para comparar síntomas y hacer ejercicios New Age. Aquellas reuniones resultaban incómodas porque no importaba lo mucho que yo intentara esconderme, la gente siempre daba por sentado que yo tenía la misma enfermedad que ellos. Así que empecé a contarme a mí mismo la historia de un tipo que iba a las reuniones de grupos de apoyo para enfermos terminales para tolerar mejor la falta de sentido de su vida.
En muchos aspectos, todos esos lugares –los grupos de apoyo, los grupos de rehabilitación en doce pasos, los combates de vehículos agrícolas– vienen a cumplir las funciones que antes desempeñaba la religión organizada. Antes íbamos a la iglesia para revelar los peores aspectos de nosotros mismos, nuestros pecados. Para contar nuestras historias. Para que nos reconocieran. Para que nos perdonaran. Y para que nos redimieran y nos aceptaran de vuelta en nuestra comunidad. Aquel ritual era nuestra forma de seguir conectados con la gente y de resolver nuestra ansiedad antes de que ésta pudiera llevarnos tan lejos de la humanidad que acabáramos perdidos.
En aquellos lugares encontré las historias más verdaderas. En los grupos de apoyo. En los hospitales. En los sitios donde a la gente no le quedaba nada que perder era donde se contaban las verdades más grandes. Mientras escribía Monstruos invisibles me dediqué a llamar a números de línea erótica y pedir a la gente que me contaran sus historias más obscenas. Uno puede simplemente llamar y decir: “¡Hola a todos, estoy buscando historias de incesto verdaderamente guarras entre hermanos y hermanas, cuéntame la tuya!” O bien: “¡Cuenta tu fantasía de travestismo más sucia y chancha!” Y después pasarse horas tomando apuntes. Como no hay más que sonido, es como un programa de radio impúdico. Hay personas que son actores terribles, peor hay otras que te rompen el corazón.
En una de aquellas llamadas, un chico me contó que un policía lo había chantajeado amenazándolo con acusar a sus padres de abusos y abandono si no se acostaba con él. El policía le contagió al chico la gonorrea y los padres a los que estaba intentando salvar... lo echaron de casa. Mientras me estaba contando la historia, cerca del final, el chico se echó a llorar. Si estaba mintiendo, fue una actuación magnífica. Una diminuta pieza de teatro entre dos personas. Aunque no fuera más que una historia, era una historia estupenda.
Así que la usé en el libro.
El mundo está hecho de gente que cuenta historias. Miren la Bolsa. Miren la moda. Y cualquier historia larga, cualquier novela, no es más que una combinación de historias cortas.
Mientras hacía investigación para mi cuarto libro, Asfixia, asistí a sesiones de terapia oral para adictos al sexo dos veces por semana durante seis meses. Los miércoles y los viernes por la noche.
En muchos aspectos, aquellas charlas no eran muy distintas del taller de escritura al que yo asistía los jueves por la noche. Los dos grupos consistían en gente que contaba sus historias. Puede que a los adictos al sexo les importara menos la “técnica”, pero aun así contaban sus historias de sexo anónimo en el cuarto de baño y de prostitutas con la suficiente pericia como para obtener una reacción positiva de su público. Mucha de aquella gente llevaba tantos años hablando en reuniones que al escucharlos uno oía soliloquios geniales. Actores brillantes que se interpretaban a sí mismos o a sí mismas. Monólogos que daban fe de su instinto para revelar lentamente la información clave, para crear tensión dramática, para establecer desenlaces y para captar por completo al oyente.
Para Asfixia, también hice de voluntario con pacientes de Alzheimer. Mi tarea consistía simplemente en hacerles preguntas sobre las fotografías viejas que cada paciente guardaba en una caja en su armario para intentar despertar sus recuerdos. Era un trabajo que las enfermeras no tenían tiempo de hacer. Y, una vez más, lo importante era contar historias. Una subtrama de Asfixia se fue creando a medida que, día tras día, los pacientes miraban las mismas fotografías y contaban historias distintas sobre ellas. Un día, la hermosa mujer en topless era su esposa. Al día siguiente, era una mujer a la que habían conocido en México mientras estaban en la Marina. Al día siguiente, era una vieja amiga del trabajo. Lo que me impresionaba era que... tenían que inventarse una historia para explicar quién era la mujer. Aunque se hubieran olvidado, nunca lo admitirían. Una historia incorrecta pero bien contada siempre era mejor que admitir que no conocían a aquella persona.
Las líneas eróticas, los grupos de apoyo para enfermos, los grupos de doce pasos, son todos escuelas que te enseñan a contar una historia de forma efectiva. En voz alta. A la gente. No solamente a buscar ideas sino también a interpretar la historia en público.
Vivimos nuestras vidas basándonos en historias. Historias sobre ser irlandés o ser negro. Sobre trabajar duro o inyectarse heroína. Ser hombre o mujer. Y nos pasamos la vida buscando pruebas –datos y testimonios– que apoyen nuestras historias. Como escritor, uno reconoce esa parte de la naturaleza humana. Cada vez que uno crea un personaje, ve el mundo con los ojos de ese personaje y busca los detalles que hacen que esa realidad sea la única realidad verdadera. Como el jurista que defiende un caso en el tribunal, uno se convierte en el abogado que intenta que el lector acepte la verdad de la visión del mundo de su personaje. Uno quiere darle al lector un respiro de su vida. De la historia de su vida.
Así es como creo un personaje. Tiendo a darle a cada personaje una educación y un conjunto de habilidades que limiten su visión del mundo. Una mujer de la limpieza ve el mundo como una serie interminable de manchas que quitar. Una modelo ve el mundo como una serie de competidoras por la atención del público. Un estudiante fracasado de medicina no ve nada más que los lunares y los temblores que pueden ser las señales tempranas de una enfermedad terminal.
Durante el mismo período en que empecé a escribir, mis amigos y yo empezamos una tradición semanal llamada “noche de juegos”. Cada domingo por la tarde nos reuníamos para jugar a los típicos juegos de fiesta, como la charada. Había noches en que nunca empezábamos a jugar. Lo único que nos hacía falta era una excusa, y a veces una estructura, para reunirnos. Si yo estaba atascado con mi escritura, hacía lo que más adelante llamaría “sembrar en el grupo”. Sacaba un tema de conversación, tal vez contaba alguna breve anécdota graciosa e incitaba a la gente a que me contara sus propias versiones.
Mientras escribía Superviviente, saqué el tema de los trucos de limpieza y la gente se pasó horas dándome consejos. En Asfixia fueron los anuncios en clave de los servicios de seguridad. En Diario conté historias sobre lo que me había encontrado, o bien sobre lo que yo había dejado, sellado entre las paredes de las casas en las que había trabajado. Mis amigos escuchaban mi puñado de historias y me contaban las suyas. Y sus invitados contaban las de ellos. Y en una sola noche ya tuve bastantes para un libro.
De esta forma, incluso el acto solitario de la escritura se convierte en excusa para estar con gente. Y, a su vez, la gente alimenta la narración.
A solas. Con gente. Realidad. Ficción. Es un ciclo.
Comedia. Tragedia. Luz. Oscuridad. Se definen entre ellos.
Y funciona, pero solo si uno no se queda demasiado tiempo varado en uno de los dos lados.


●●●


asfixia (21)
En su primera noche, Denny aparece delante de la puerta principal sosteniendo algo envuelto en una manta de bebé de color rosa. Es lo único que se ve por la mirilla de la puerta de mi madre: a Denny con su enorme chaqueta a cuadros, acunando a un bebé en su regazo, con la nariz protuberante, los ojos protuberantes, todo protuberante por culpa de la lente de la mirilla. Todo distorsionado. Las manos con las que sostiene el bulto están blancas por culpa del esfuerzo.
Y Denny dice:
–¡Abre la puerta, chico!
Y yo abro la puerta tanto como me lo permite la cadenilla. Le digo:
–¿Qué tienes ahí?
Y Denny cubre el fardo con la manta y dice:
–¿Qué parece?
–Parece un bebé, chico –le digo.
Y Denny dice:
–Bien –levanta el bulto rosa y dice–. Déjame entrar, chico, esto pesa una tonelada.
Abro la cadenilla. Me hago a un lado. Denny entra a toda prisa, va hasta una esquina del salón y deja al bebé en el sofá cubierto con plástico.
La manta roja se desenvuelve y de ella sale una piedra, gris y del color del granito, pulida y de aspecto suave. No hay ningún bebé, solamente esa piedra.
–Gracias por la idea que me diste del bebé –dice Denny–. Si la gente ve a un joven con un bebé te tratan con amabilidad –dice–. Si ven a un tipo con una piedra grande se ponen en guardia. Sobre todo si la quieres subir al autobús.
Coge una punta de la manta rosa entre la barbilla y el pecho y empieza a doblarla por el torso:
–Además, con un bebé siempre consigues asiento. Y si te olvidas el dinero no te echan de una patada.
Denny se echa la manta doblada encima del hombro y dice:
–¿Esta es la casa de tu madre?
La mesa del comedor está cubierta de felicitaciones de cumpleaños y de los cheques de hoy, de mis cartas de agradecimiento y del gran registro de lugares e individuos. Además, está la vieja calculadora de mi madre, de esas que tienen a un lado una manivela larga como las de las tragaperras. Me siento de nuevo, empiezo a hacer el resguardo de ingreso de hoy y digo:
–Sí, es tu casa hasta que los del impuesto sobre la propiedad inmobiliaria me den la patada dentro de unos meses.
Denny dice:
–Está bien que tengas toda una casa, porque mis padres quieren que todas mis piedras se trasladen conmigo.
–Hombre –le digo–, ¿cuántas tienes?
Tiene una piedra por cada día de abstinencia, dice Denny. Es lo que hace por las noches para mantenerse ocupado. Recoge piedras. Las lava. Se las lleva a casa. De esa forma su recuperación consistirá en hacer algo importante y bueno en vez de no pegar golpe.
–Es para no portarme mal, chico –dice–. No tienes ni idea de lo duro que es encontrar buenas piedras en una ciudad. O sea, que no sean esos cachos de cemento ni esas piedras de plástico donde la gente esconde la copia de las llaves.
Los cheques de hoy suman un total de setenta y cinco pavos. Todos son de extraños que me practicaron la maniobra de Heimlich en un restaurante. No se acerca a lo que sospecho que debe de valer una sonda de estómago.
Le digo a Denny:
–¿Y cuantos días tienes ya?
–Tengo ciento veintisiete días en piedras –dice Denny. Viene a mi lado de la mesa, mira las tarjetas de felicitación, mira los cheques y dice–: ¿Y dónde está el famoso diario de tu madre?
Coge una tarjeta de felicitación.
–No se puede leer –le digo.
Denny dice:
–Lo siento, chico.
No, le explico. El diario. Está escrito en un idioma extranjero. Por eso no puede leerlo. Ni yo tampoco. Sabiendo cómo piensa mi madre es probable que lo escribiera así para que yo nunca pudiera curiosear en él de niño.
–Chico –le digo–. Creo que está en italiano.
Y Denny dice:
–¿Italiano?
–Sí –le digo–. Ya sabes, como los spaghettis.
Sin quitarse la chaqueta a cuadros, Denny dice:
–¿Ya has comido?
Todavía no. Cierro el sobre del ingreso.
Denny dice:
–¿Crees que mañana me van a desterrar?
Sí, no probablemente. Ursula lo vio con el periódico.
El resguardo de ingreso está listo para llevarlo al banco mañana. Todas las cartas de agradecimiento, las cartas de humillación, están firmadas, selladas y listas para el correo. Cojo la chaqueta del sofá. Al lado, la piedra de Denny está aplastando los muelles.
–¿Y qué tienen estas piedras? –digo.
Denny ha abierto la puerta principal y me espera de pie mientras apago algunas luces. En el umbral, me dice:
–No lo sé. Pero las piedras son, ya sabes, como la tierra. Esas piedras son un kit para montar. Es tierra, pero tienes que montarla. Ya sabes, tierras en propiedad pero de momento dentro de casa.
Yo digo:
–Claro.
Salimos y cierro la puerta con llave. El cielo nocturno está rebozado de estrellas. Todas desenfocadas. No hay luna.
Fuera, en la acera, Denny levanta la vista y dice:
–Lo que creo que pasó es que cuando Dios quiso crear la Tierra a partir del caos, lo primero que hizo fue juntar un montón de piedras.
Mientras caminamos, su nueva obsesión compulsiva me impulsa a examinar todos los solares y sitios por donde pasamos en busca de piedras que recoger.
Caminando a mi lado hacia la parada del autobús, todavía con la manta rosa echada al hombro, Denny dice:
–Solo cojo las piedras que nadie quiere –dice–. Solo cojo una piedra cada noche. Supongo que luego ya se me ocurrirá qué hacer a continuación, ya sabes, después.
La idea es espeluznante. Llevar piedras a casa. Reunir tierra.
–¿Te acuerdas de aquella chica, de Daiquiri? –dice Denny–. La bailarina del lunar canceroso –dice–. No dormiste con ella, ¿verdad?
Estamos robando propiedad. Haciendo contrabando de tierra firme.
Y yo digo:
–¿Por qué no?
Somos una pareja de forajidos y cuatreros de tierra.
Y Denny dice:
–Su nombre verdadero es Beth.
Sabiendo como piensa Denny, probablemente tiene planes para fundar su propio planeta.


●●●


canción de cuna (3)
A través de la pared se oye un estruendo de diálogos, luego un coro de risas. Luego más estruendo. La mayoría de las grabaciones de risas de la televisión se registraron a principios de los cincuenta. Hoy en día la mayoría de la gente a la que se oye reír está muerta.
A través del techo se oye el chumba, chumba, chumba de una batería. Luego el ritmo cambia. Tal vez los golpes se juntan y se aceleran o tal vez se espacian y se ralentizan, pero no se paran.
A través del suelo alguien está berreando la letra de una canción. Esa gente que necesita que su televisor o su radio o su equipo de música estén encendidos a todas horas. Esa gente a quien le aterra el silencio. Esos son mis vecinos. Esos ruidoadictos. Esos silenciofóbicos.
La risa de los muertos se filtra por todas las paredes.
Hoy en día, esto es lo que te venden como hogar, dulce hogar.
Este asedio de ruidos.
Después del trabajo, hice una sola parada. El hombre de detrás del mostrador levantó la vista cuando entré cojeando en la tienda. Sin quitarme la vista de encima metió la mano debajo del mostrador, sacó algo envuelto en papel marrón, y dijo:
–Con bolsa doble. Creo que este le va a gustar –lo puso encima del mostrador y le dio unos golpecitos con la mano. El paquete era del tamaño de media caja de zapatos. Pesaba menos que una lata de atún.
Pulsó uno, dos y tres botones de la máquina registradora y la ventanita del precio indicó ciento cuarenta y nueve dólares. Luego me dijo:
–Para que no tenga que preocuparse, he cerrado bien las bolsas con cinta aislante.
Por si acaso llovía, metió el paquete en una bolsa de plástico y me dijo:
–Hágamelo saber si falta algo –y dijo–: No parece que ese pie esté mejorando.
El paquete estuvo traqueteando durante todo el camino de vuelta. El papel marrón me resbalaba y se me arrugaba debajo del brazo. Cada vez que yo daba un paso renqueante, lo que había dentro se movía ruidosamente de un lado a otro del paquete.
A través del techo de mi apartamento se oye música acelerada. Llegan murmullos de pánico del otro lado de las paredes. O bien una momia maldita del antiguo Egipto ha vuelto a la vida y está matando a los vecinos de al lado o bien están viendo una película.
Debajo del suelo, hay alguien gritando, un perro ladrando, puertas cerrándose de golpe y los gritos de subastador de una canción.
Entro en el baño y apago la luz. Para no ver lo que hay dentro de la bolsa. Para no saber cómo va a ser. En la oscuridad y la estrechez del baño tapo la rendija que queda debajo de la puerta con una toalla. Con el paquete en el regazo me siento en el retrete y escucho.
Esto es lo que te venden como civilización.
Gente que nunca tiraría basura desde el coche pasa a tu lado con la radio a todo trapo. Gente que nunca te tiraría humo de puro a la cara en un restaurante abarrotado habla a gritos por el teléfono móvil. Se chillan unos a otros a la mesa de la cena.
La misma gente que nunca usaría insecticidas o herbicidas fustiga a sus vecinos poniendo música de gaitas escocesas en el equipo de música. Ópera china. Country and western.
Al aire libre, está bien que cante un pájaro. No está bien que cante Patsy Cline.
Al aire libre, ya hay bastante con el estruendo del tráfico. Añadir el Concierto para piano en mi menor de Chopin no ayuda a arreglar la situación.
Uno sube la música para tapar el ruido. Los demás suben su música para tapar la tuya. Tú vuelves a subir la tuya. Todo el mundo se compra un equipo de música más grande. Es la carrera armamentística del sonido. No se gana con muchos agudos.
No se trata de calidad. Se trata de volumen.
No se trata de música. Se trata de ganar.
Animas la competición subiendo los bajos. Haces que tiemblen las ventanas. Te pasas la melodía por el forro y gritas la letra. Añades palabrotas y haces hincapié en cada una de ellas.
Dominas. Es una cuestión de poder.
En el baño a oscuras, sentado en el retrete, quito con la uña la cinta aislante que cierra un extremo del paquete y de dentro sale una caja de cartón, lisa, blanda, con los bordes afelpados y las esquinas romas y metidas hacia dentro. La tapa se levanta y lo que hay dentro forma al tacto varias capas de formas afiladas, duras y complejas, pequeños ángulos, curvas, esquinas y puntas. Las dejo a mi lado en el suelo del baño, a oscuras. Vuelvo a meter la caja de cartón en las bolsas de papel. Entre las formas duras y enrevesadas hay dos hojas de papel resbaladizo. Estos papeles también los meto en las bolsas. Luego arrugo las bolsas y hago una bola con ellas.
Todo esto lo hago a ciegas, tocando el papel liso, palpando las capas de formas duras y complicadas.
La música de los vecinos de al lado hace temblar un poco el suelo bajo mis pies, e incluso el retrete.
Conviene decirles a las familias que han sufrido una muerte en la cuna que adopten un hobby. Es sorprendente lo rápido que se puede dar un portazo al pasado. No importa lo mal que te vayan las cosas, siempre puedes olvidarlas. Aprender a bordar. Hacer una lámpara de cristal de colores.
Llevo las formas a la cocina y bajo la luz se vuelven azules, grises y blancas. Son de plástico duro y quebradizo. Son simples fragmentos. Tejas y persianas y salientes ornamentales de tejado diminutos. Escalones y columnas y marcos de ventana en miniatura. No se puede distinguir si es una casa o un hospital. Hay paredes diminutas de ladrillo y puertecitas. Esparcidas sobre la mesa de la cocina, podrían ser partes de una escuela o de un hospital. Sin ver la imagen de la caja, sin las instrucciones de montaje, los minúsculos canalones y ventanas de buhardilla podrían pertenecer a una estación de trenes o a un manicomio. A una fábrica o a una cárcel.
No importa cómo lo montes, nunca estás seguro de que esté bien.
Los pedacitos, las cúpulas y chimeneas, se agitan al compás del ruido que viene a través del suelo.
Esos musicoadictos. Esos calmofóbicos.
Nadie quiere admitir que somos adictos a la música. No es posible, simplemente. Nadie es adicto a la música, a la televisión, ni a la radio. Simplemente necesitamos más, más canales, una pantalla más grande, más volumen. No soportamos estar sin ella, pero no, no somos adictos.
Podríamos apagarla cuando quisiéramos.
Coloco un marco de ventana en una pared de ladrillo. Lo pego con un pincelito del tamaño de un pintaúñas. La ventana es del tamaño de una uña. El pegamento huele a laca del pelo. El olor hace pensar en naranjas y en gasolina.
El dibujo de los ladrillos de la pared es tan delicado como una huella dactilar. Coloco otra ventana en su sitio y le aplico pegamento con el pincel.
La vibración del sonido atraviesa las paredes, recorre la mesa, luego el marco de ventana y por fin mi dedo.
Esos distradictos. Esos concentrafóbicos.
El viejo George Orwell lo entendió todo al revés.
El Gran Hermano no está mirando. Está cantando y bailando. Está sacando conejos de una chistera. El Gran Hermano está ocupado en reclamar tu atención a cada momento que pasas despierto. En asegurarse de que siempre estés distraído. En asegurarse de que permanezcas abstraído.
En asegurarse de que se te marchite la imaginación. Hasta que te sea tan útil como tu apéndice. En asegurarse de que tu atención siempre esté ocupada.
Y esta forma de ser alimentado es peor que ser observado. Si el mundo te mantiene siempre ocupado, nadie tiene que preocuparse por lo que tienes en mente. Si la imaginación de todo el mundo está atrofiada, nadie más será nunca una amenaza para el mundo.
Me abro con el dedo un botón de la camisa y me meto la corbata dentro. Con la barbilla pegada al nudo de la corbata, introduzco con las pinzas una ventanita de cristal dentro de cada uno de los marcos. Usando una cuchilla, corto las cortinas de plástico en fragmentos más pequeños que un sello de correos, cortinas azules para el piso de arriba, amarillas para la planta baja. Pego las cortinas, algunas abiertas y otras cerradas.
Hay cosas peores que descubrir a tu mujer y tu hijo muertos.
Puedes ver cómo los mata el mundo. Puedes ver cómo tu mujer envejece y se aburre. Puedes ver a tus hijos descubriendo todas las cosas del mundo de las que has intentado salvarlos. Las drogas, el divorcio, el conformismo, las enfermedades. Todos los bonitos libros, la música, la televisión. Las distracciones.
A toda esa gente a quien se la ha muerto un hijo tienes gana de decirles: adelante. Cúlpense.
A la gente que amas les puedes hacer cosas peores que matarlos. Lo normal es quedarse mirando cómo el mundo lo hace por ti. Solamente tienes que leer un periódico.
La música y las risas te consumen los pensamientos. El ruido los ahoga. Todos los sonidos distraen. Te duele la cabeza de respirar pegamento.
Ya nadie es dueño de su mente. Concentrarse es imposible. No se puede pensar. Siempre hay ruido royendo. Cantantes gritando. Gente muerta riéndose. Actores llorando. Todas esas pequeñas dosis de emociones.
Siempre hay alguien rociando el aire con su estado de ánimo.
Retransmitiendo su dolor o su alegría o su rabia por todo el vecindario con el equipo de música del coche.
Instalé cincuenta y siete ventanas al revés en una mansión estilo colonial holandés. En un castillo estilo Tudor de doce dormitorios, pegué los canalones de bajada en la parte equivocada del tejado y lo derretí todo al intentar arreglarlo con un disolvente químico.
Esto no es nada nuevo.
Los expertos en cultura griega dicen que la gente de aquella época no creía que sus pensamientos les pertenecieran. Cuando los griegos de la Antigüedad tenían una idea, creían que un dios o una diosa les estaba dando una orden. Apolo les estaba diciendo que fueran valientes. Atenea les estaba diciendo que se enamoraran.
Ahora la gente oye un anuncio de patatas fritas con sabor a crema agria y salen corriendo a comprarlas, pero a eso lo llaman su libre albedrío.
Por lo menos, los griegos de la Antigüedad eran sinceros.
La verdad es que, incluso si les lees algo a tu mujer y tu hijo una noche. Si les lees una canción de cuna. Y a la mañana siguiente te despiertas pero tu familia no. Te quedas en la cama, encogido al lado de tu mujer. Tu mujer sigue caliente pero no respira. Tu hija no llora. La casa ya está llena del estruendo del tráfico y de las conversaciones de la radio y del ruido del vapor que golpetea en las tuberías dentro de las paredes. La verdad es que te puedes olvidar de ello, incluso ese mismo día, aunque solamente sea durante el momento que tardas en hacerte el nudo de la corbata.
Yo lo sé. Es mi vida.
Puedes mudarte, pero eso no basta. Adoptas un hobby. Te sepultas a ti mismo en trabajo. Cambias de nombre. Improvisas. Pones el caos en orden. Lo haces cada vez que el pie se te cura lo bastante. Organizas todos los detalles.
No es lo que un psicólogo aconsejaría, pero funciona.
Luego pegas las puertas a las paredes. Pegas las paredes a los cimientos. Juntas con las pinzas todos los pedacitos de la chimenea y esperas a que se seque el pegamento del tejado. Cuelgas los canalones diminutos. Todos los detalles con exactitud. Colocas las buhardillitas. Cuelgas las persianas. Le pnes el marco al porche. Siembras la hierba. Plantas los árboles.
Inhalas el olor a naranjas y pegamento. El olor a laca del pelo. Te pierdes en cada uno de los detallitos. Pegas un hilo de hiedra en un costado de la chimenea. Tienes los dedos enredados con hilos de pegamento, las yemas de los dedos costrosas y pegadas entre sí.
Te dices a ti mismo que el ruido es lo que define el silencio. Sin ruido, el silencio no sería precioso. El ruido es la excepción. Piensas en el espacio exterior, en ese frío y ese silencio increíbles donde están esperando tu mujer y tu hijo. Solamente el silencio, no el cielo, sería una recompensa suficiente.
Plantas flores con las pinzas alrededor de la base de la casa.
Tienes la espalda y el cuello encorvados sobre la mesa. El culo prieto, la espina dorsal doblada y arqueada en la base del cráneo dolorida.
Pegas la diminuta esterilla que dice “Bienvenidos” frente a la puerta principal. Cuelgas las lucecitas fuera. Pegas el buzón al lado de la puerta. Pegas las botellitas realmente minúsculas de leche en el porche. El periodiquito doblado.
Cunado todo está perfecto, exacto, meticuloso, deben de ser las tres o las cuatro de la mañana, porque ya no hay ruidos. El suelo, el techo y las paredes están en silencio. El compresor de la nevera se apaga y puedes oír como zumban los filamentos de las bombillas. Una polilla golpea la ventana de la cocina. Puedes ver el vapor de tu aliento de tanto frío como hace en la habitación.
Pones las pilas en su sitio, pulsas un pequeño interruptor y las ventanitas se iluminan. Dejas la casa en el suelo y apagas la luz de la cocina.
Te quedas de pie junto a la casa en la oscuridad. Vista así tiene un aspecto perfecto. Perfecto y seguro y feliz. Una bonita casa de ladrillo rojo. La luz que sale por las ventanitas ilumina la hierba y los árboles. Las cortinas brillan, amarillas en el cuarto del bebé. Azules en tu dormitorio.
El truco para olvidar la situación general es mirar las cosas muy de cerca.
La manera más fácil de cerrar una puerta es sepultarte a ti mismo en los detalles.
Así es como nos debe de ver Dios.
Como si todo fuera bien.
Luego te quitas el zapato y das un pisotón con el pie descalzo. Das un pisotón bien fuerte, y luego otro. No importa cuánto te duelan el plástico duro, la madera y el cristal, sigue pisando hasta que el vecino de abajo empiece a dar puñetazos en el techo.


replay





carlos rehermann
(montevideo, 1961)



el horrorismo de Estado


estetización del terror
En el horror hay asesinatos macabros, profecías indeclinables, fantasmas de espantosa facha, amores que bordean el incesto, desgracias que caen sobre bellas muchachas de tiernos cuellos amenazados por espectrales garras de uñas amarillas, todo eso entre viejísimas y malditas ruinas, pasadizos secretos, lúgubres mazmorras y pesadas trampas de piedra.
El terror es más austero. En galpones de piso de hormigón, en garages abandonados, en celdas de cuartel: tortura, violación, asesinato, desaparición, saqueo, crucifixión, hoguera, infierno. En el horror uno está a merced del Destino; en el terror, en manos del Poder.
El horror produce asco, repugnancia y rechazo; aparece ante la visión de algo terrorífico. La visión, en el horror, es muy importante, porque mantiene una lejanía espacial y temporal, impide la confusión entre la causa del miedo y su aplicación efectiva.
El terror es miedo en estado puro, y aparece ante el conocimiento de una amenaza que se cierne sobre el que teme. El conocimiento, en el terror, es esencial, porque identifica la cercanía de la amenaza y el potencial de uno como víctima. El horror nació con una novela, El castillo de Otranto, del inglés Horace Walpole, en la década de 1760. El terror nació treinta años más tarde, al mismo tiempo que la santa trilogía cívica libertad, fraternidad, igualdad. Robespierre lo definió: es necesario que la virtud tenga fuerza gracias al terror; y el terror tenga sentido gracias a la virtud. El horror, como el acto del que proviene –la lectura– es individual; el terror, como hijo de una estrategia política, es social.
Aunque confundamos las palabras y hablemos de "cine de terror", hay que distinguir entre lo que un espectador siente frente a una imagen del monstruo de La Cosa, de lo que siente una niña que huye del napalm en una aldea vietnamita. El horror es una estetización del terror. El horror se domina, puesto que, detrás de la emoción intensa del espectador, siempre yace la conciencia de la ficción.
En el terror nunca se es espectador, sino protagonista.


hitos del terrorismo
Los ludditas del siglo XIX pueden ser considerados los primeros terroristas no estatales modernos. Eran grupos de trabajadores desplazados de los puestos de artesanía tradicionales por la fuerza del vapor, supuestos seguidores de un fantasmal Rey o Ned Ludd, que, en hordas poco organizadas, intentaban destruir las máquinas causantes de su miseria.
Mucho antes, una secta chiíta asentada en Irán había inventado el atentado político. Según cuenta Marco Polo en su libro Viajes, había en aquellas tierras un misterioso líder llamado El Viejo de la Montaña (en realidad una mala traducción de los cruzados para "jefe montañés") que entrenaba comandos para realizar crímenes políticos. Según Marco, el Viejo de la Montaña drogaba a sus seguidores con hachís, y les hacía creer que los llevaba de visita al paraíso, donde pasaban una noche de refocilo con bellísimas muchachas. Estas eran, decía el pícaro viejo, las famosas huríes, vírgenes reservadas para los fieles en el otro mundo. Los comandos eran capaces de proezas increíbles. Una leyenda muy difundida dice que acostumbraban dejar una pancito humeante, recién sacado del horno, en las habitaciones más privadas y custodiadas de sus víctimas, como única advertencia antes del golpe fatal. Como consumían hachís, se les llamaba hashshashim, origen de la palabra asesino, que los cruzados llevaron a Europa para nombrar a quien atenta contra un dignatario.
El hashshashim tiene todas las características de la figura que hoy el gobierno de Estados Unidos propagandea como terrorista: implacable, inconmovible, eficiente, con un desprecio absoluto por la vida –incluida la suya propia.
Los ingleses y los estadounidenses apoyaron, durante la Segunda Guerra mundial, los atentados contra jerarcas nazis, las operaciones de sabotaje, y en general cualquier acción que favoreciera sus metas, más allá de cualquier consideración ética. Preferían los asesinatos de altos oficiales que los actos de sabotaje, porque los efectos desequilibrantes del miedo son mucho mayores que el corte de una carretera o la pérdida de una línea eléctrica.
Durante las luchas anticolonialistas posteriores a la guerra, los ejércitos revolucionarios emplearon ampliamente tácticas terroristas: los argelinos contra Francia y los israelíes contra Gran Bretaña marcaron hitos tanto en la violencia de sus acciones como en el éxito de su lucha. La impotencia de esos Estados, y su fácil disposición a emplear métodos aún más sangrientos que los de sus enemigos, se manifestó con claridad en el escándalo que se produjo ante las torturas que el ejército francés practicó contra los miembros del ejército revolucionario argelino. Menachem Begin e Yitzak Shamir fueron terroristas y luego gobernantes, lo mismo que ahora es Yassir Arafat –salvo que poderosas fuerzas, que se disiparán sólo con la última llama de petróleo, le impiden asumir con claridad ese rol–; los nazis acusaban de terroristas a los comandos ingleses infiltrados detrás de sus líneas, pero para Churchill eran luchadores por la libertad.
Algunos ejércitos revolucionarios, en cambio, fueron muy cuidadosos en la práctica guerrillera: en Cuba, Nicaragua y El Salvador, el terrorismo fue patrimonio exclusivo de los gobiernos, y las guerrillas exhibieron una ética militar digna de aristócratas prusianos.
El terrorismo de Estado no ha cesado desde que fue explícitamente definido por Robespierre. Los países que sufrieron dictaduras conocen el terrorismo que se plasma en policía secreta, tortura, asesinato y desaparición; pero hay muchas otras formas de terrorismo, algunas enmascaradas dentro de una guerra. Hiroshima y Nagasaki sólo pueden interpretarse como actos destinados a producir el más profundo terror, y hasta las mentirosas versiones de guerra quirúrgica inauguradas en la guerra del Golfo son acciones terroristas: de ser cierta semejante precisión, es aterradora.
(…)




replay

raúl rivero
(morón, 1945)



poema de guardia

En vez de este edificio que recuerda
un palomar o una pirámide de dados
levantarán en este sitio un rascacielo.

En lugar de la calle que se acaba
donde empieza a crecer la hierba tierna
trazarán (¿o están trazando ya?) una avenida
un puente
traerán un río de plata o de cristal
pondrán flores y aves
y un alumbrado de mercurio.

Donde ahora cumple su función social
la desconchada bodega de mi barrio
habrá un supermercado.

Donde hoy acumulamos escombros y recuerdos
en ese solar yermo
veremos un parque o una escuela.

El letrero artesanal
CDR No. 2 CIRO REDONDO
será sustituido por un lumínico asombroso
y los desteñidos pedazos de cartón
donde mi madre escribe con tiza o tinta de
zapatos
ATENCIÓN: MAÑANA TENEMOS
TRABAJO VOLUNTARIO
no volverán a aparecer en las fachadas.

Será todo mejor que ahora en el futuro.

Por allá andarán nuestros fantasmas
en el porvenir estarán nuestras señales
las de los hombres que frente a una bodega
desconchada
hablaron del clima de Banguela,
se pidieron prestada una camisa
dijeron Viet Nam y Nicaragua
comentaron un discurso de Fidel.

De los hombres y mujeres
que rondaron madrugadas enteras
calles oscuras y solares yermos
que sostuvieron cartones desteñidos
y convocaron trabajos voluntarios.

En el porvenir recordarán a quienes
desde un palomar o desde una pirámide de dados
soñamos con ríos y grandes avenidas
escuchamos el ruido de los pájaros
y cruzamos a toda prisa
puentes imaginarios
alumbrados por luces
que no se han instalado todavía.







replay

lia villares
(habana, 1983)



medio minuto de silencio occidental

¿Tiene tinta? Poco.
El día se acerca a hurtadillas como un leproso.
Dice Miller que Dios no ha muerto. Queda ósmosis en alguna parte. Todavía. Algo de articulación.
Y luego nuevamente este estar consigo mismo.
Estos mutismos.
Este ser acosado.
Me acuesto. La acción se repite ad infinitum.
Dos veces cuando más Gottfried Benn: pardo oscuro femenino (sucio) trastabilla sobre pardo oscuro (sucio) masculino:
Sujétame, tú, caigo. Estoy tan cansada en la nuca…
Para que sepas, también son días animales los que vivo. Soy otra hora de agua.
En las tardes mi párpado desdescansa como bosque y cielo.
Tomando té, comiendo arroz… mi tiempo llega con traje de panadero trasnochado en el doble turno.
Órgano táctil no. ¿Eres alegre, estás triste… eres triste, estás alegre?
Como volutas de polvo o ceniza esparcida las ideas no dejan trazo de traza.
Torrente de paso, tormenta desértica de sal. Aprovecho los pétalos para hacerme un iglú a la hora anciana, resplandor que no me ciega menos.
Aletargamiento estéril contemporáneo, me concedo medio minuto de silencio occidental.
Nada que hacer, nada que ver, en mis audífonos Charly es lo que está pasando.

(Sólo el silencio vigila al silencio)
Alguien se acerca y me dice lentamente que sea razonable, porque mis orejas son pequeñas y he de decirles una palabra sensata.
¡Yo no soy tu laberinto, puta!, grito manoteando para que me deje.
Mosca impertinente.
El sillón me suspende en la nada una fracción de tiempo congelado en delantal harinoso. Hacen el disparo y en la foto soy yo de cuatro años y medio sentada en un triciclo sepia. Sonriéndole a un vacío sepia. Delante un trolebús. Las vías de Santiago. Callejas. Dos motonetas ridículas esconden mis orejas.
La extinción de la doble percepción.
Es La película, de Beckett: Expulsar a los animales, tapar el espejo, cubrir los muebles, arrancar la estampa, rasgar las fotos.
¿Ser es ser percibido, existir es dejarse percibir?
Dejo que el vaivén me balancee, me suspenda otra vez, dos veces cuando más, que el balance vaya y venga y vaya. Atrás. Adelante. Atrás.
Que no pap-pap-pare. Trastabillosamente.
Manoteo de nuevo, más ideas.
Lo espantoso es la percepción de mí a través de mí.
In-su-pri-mi-ble.
Bayamo bulevard desarticulado, sol de granito enmarmolado.
Sol de ultraviolencia. A pesar Bayamo frío y ficcional, Bayamo para los bayameses, corred.
Recopilo muestras al azar y cuando el cansancio es fuerte dejo de hacer.
Me acuesto, me concedo medio minuto de silencio occidental.
Duermo los días de celebración nacional como medida preventiva a una irritación profunda en el cuero cabelludo, mi epidermis tan sensible.
Duermo bastante, largamente. Cualquier esfuerzo productivo rechazado.
Después saco la cámara y convenzo a los fotofóbicos al sepia de su atraso ancestral, les digo al final alguna palabra sensata. Después de todo la preservación de sus almas es tan desdeñable como sus rostros envilecidos en plata y gelatina.
Suavizo mis manos, hidrato mi cuerpo con Agua de la Tierra, marca registrada.
Me lamo las manos y me revuelvo el pelo; le lamo las patas que sobresalen por fuera del frutero a mi gato y le revuelvo el lomo azuloso.
Desayunamos un aborto televisivo infantil dominical con música estruendosa.
El deterioro y los chirridos de una ciudad –escribo con tiza roja la puerta de mi balcón– corresponden al deterioro y los chirridos de sus pobladores.
Es imposible evitar –sigo escribiendo– que el afuera espeluznante roce adentro.
Alguien se acerca y me dice lentamente que tengo una tendencia pesimista hacia lo negativo. Le sonrío en mutis.
Sé razonable, Ariadna; me pregunta qué coño quiero hacer, en serio.
No se puede andar por ahí con mi desorientación generacional, con mi cansancio y mi sueño aletargado, mi esterilidad y mi propensión a la meditación, a la contemplación y a la masturbación.
(Tomando té, comiendo arroz)
Arrastrado las horas de días apostados, claro estaba Lezama cuando dijo que en La Habana acostumbramos a jugarnos los años y ganar su pérdida.
Basta, no soy tu laberinto, piérdete con los días, bórrate de la historia, mi mutis sonriente quiere decir que no quiero hacer nada, absolutamente en serio.
Yo soy lo que está pasando. Me acuesto.
Quiero jugar hasta la extenuación de todos mis huesos, hasta desencajarme el alma para el carajo. Cualquier cosa menos tener en cuenta donde estoy, todavía, respirando polvo por aire. Todo menos este asco matinal, este asco flaco de café quemado y alquitrán por los pulmones. Dentro y fuera los chirridos. Dentro y fuera. Los chirridos. Punto y polvo.
Para llegar al absurdo en medio de la muerte y la rutina reservadas a una ciudad desmantelada es preciso anular toda sensibilidad: la sensibilidad es la esperanza.
Bajo el volumen de mi radio, me levanto con la firme convicción de mis manos reducidas.

Juan Piñera me pasa por delante. Es su habitual caminata nocturna vedadiense. Corro a alcanzarle una de mis tarjetitas personalizadas con una frase de su tío Virgilio: Nada sostengo; nada me sostiene. Nuestra gran tristeza es no tener tristezas… Tuerce una sonrisa y asiente.
(Sempre avanti, avanti).
Y yo espero que en cambio me revele algún misterio o secreto fascinante oculto en su mirada impenetrable de maestro hechicero, alquimista de músicas insospechadas.
Pero no, merodeador nocturno fantasmal insomne como yo misma, se limita a mirarme con su estilo perturbador de ojos penetrantes, oscuros y cansados y yo me siento estúpida con mis dos trenzas debajo del gorro que cubre mis orejas pequeñas y ayuda a alejar los ruidos-sonidos musicales de la Calle.
Únicamente dice que me cuide, hay que tener cuidado por ahí, y se despide aconsejándome tal o más cual ruta de ómnibus urbano para la periferia hacia la que me dirijo a total y completa deshora.
Le saco la lengua y corro de nuevo alejándome mucho más de lo que quiero hasta perder el sentido.
Estado habanémico, tan loco, hechizamiento hebdomadario.
Confronta. Semáforo y tardanza, mastico título tras título.
Con su disfraz de panadero el tiempo insiste en perseguirme.
Trastabillando.
(Tarareo sin sentido, el ritmo acelerado: yo-tengo-un-cake-un-cake-con-merengue-y-tengo-miedo-que-le-metan-el-dedo-yo-soy-amigo-del-cocinero-que-me-da-la-harina-que-me-da-los-huevos… y no puedo pap-parar).
Se me acerca a hurtadillas como un leproso.
¿Queda ósmosis por ahí, en alguna parte? La voz de Miller ralentiza.
¿Algo de articulación?
Me suspendo en la nada un último momento.
Todavía.
Hay que expulsar a los animales, tapar el espejo, cubrir los muebles, arrancar la estampa, rasgar las fotos.
El eco de mi voz se distorsiona.
Mi cuerpo abandonado a la desmesura del accidente atómico, al accidente de la desmesura atómica, a la desmesura atómica del accidente…
Me es permitido concederme aún medio minuto.
Silencio.

replay



alassandro baricco
(turín, 1958)



el hombre que reescribía a Carver

Todo empezó hace unos meses, en agosto. Compro el New York Times y en la portada del Magazine encuentro un bellísimo retrato de Raymond Carver. Ojos fijos en el objetivo y expresión impenetrable, exactamente como sus cuentos. Abro la revista y encuentro un largo artículo firmado por D.T. Max. Decía cosas curiosas. Decía que desde hace varios años circula un rumor a propósito de Carver: que sus memorables cuentos no los escribió él; los escribía, pero su editor los corregía radicalmente haciéndolos casi irreconocibles.
El artículo decía que este editor se llamaba Gordon Lish, más bien se llama, porque todavía vive, aunque de esa historia no hable con gusto. Luego el articulista dice que tuvo la curiosidad de saber qué había de verdad en esta especie de leyenda metropolitana.
Así que fue a Bloomington a visitar una biblioteca a la cual Gordon Lish había vendido todas las cartas y los escritos a máquina de Carver en los que estaban incluidas sus correcciones. Fue y revisó. Y se quedó pasmado. De una manera muy americana, tomó uno de los libros de Carver (De qué hablamos cuando hablamos de amor) e hizo cuentas. Resultado: en su trabajo de editor Gordon Lish había eliminado casi el cincuenta por ciento del texto original de Carver y había cambiado el final a diez de trece cuentos. ¿Nada mal, verdad?
Puesto que Carver no es un escritor cualquiera, sino uno de los máximos modelos literarios de los últimos veinte años, pensé que había una historia que aclarar. Y dado que en los periódicos se escribe más lo que es bonito para leer y mucho menos lo que realmente acontece, pensé que había una historia que aclarar. Y dado que en los periódicos se escribe más lo que es bonito para leer y mucho menos lo que realmente acontece, pensé que había sólo un modo de averiguarlo. Ir y cerciorarse. Así que fui e investigué. Bloomington realmente existe, es una pequeña ciudad universitaria perdida en medio de kilómetros de trigo y silos. Muchos estudiantes y, en el cine, Benigni. Todo normal. También la biblioteca existe. Se llama Lilly Library y está especializada en manuscritos, primeras ediciones y otros preciosísimos objetos fetichistas de este tipo. Si estuvieras en Europa deberías dejar como rehén a un pariente, entregar kilos de cartas de presentación, y esperar con paciencia. Pero allí es Norteamérica. Das un documento, te sonríen, te explican el reglamento y te desean buen trabajo (en casos como estos yo oscilo entre dos pensamientos: “Son así y sin embargo matan a la gente en la silla eléctrica” y “Son así y por eso matan a la gente en la silla eléctrica”). Me senté, pedí el archivo Gordon Lish y me llegó una enorme caja para mudanzas, llena de carpetas muy ordenadas. En cada carpeta, un cuento de Carver: el escrito original con las correcciones de Gordon Lish.
Con las condiciones de no usar bolígrafo, de tener los codos sobre la mesa y pasar las páginas una por una, podía tocar y mirar. Formidable. Me fui directo al más bello (según yo), de los cuentos de Carver: Diles a las mujeres que salimos. Un artilugio casi perfecto. Una lección. Tomé la carpeta, la abrí. Me repetí que debía tener los codos sobre la mesa, e inicié la lectura.
Cosa de no creerse, amigos.
Ese cuento lo escogió Altman para su Shortcuts. También le gustaba a él. Ocho paginitas y una trama muy sencilla. Están Bill y Jerry, amigos de corazón desde la primaria. De los que compran el coche a medias y se enamoran de la misma muchacha. Crecen. Bill se casa. Jerry se casa. Nacen niños. Bill trabaja en el ramo de la gran distribución. Jerry es subdirector de un supermercado. El domingo, todos van a casa de Jerry que tiene una piscina de plástico y el asador de carne. Norteamericanos normales, vidas normales, destinos normales. Un domingo, después de la comida, con las mujeres arreglando la cocina y los niños en la piscina echando relajo, Jerry y Bill toman el coche y van a dar una vuelta. En el camino encuentran a dos muchachas en bicicleta. Se acercan con el coche y se hacen los graciosos. Las muchachas se ríen y no los toman en cuenta. Bill y Jerry se van. Luego regresan. No que sepan bien qué hacer. En cierto momento las muchachas dejan las bicicletas y toman el sendero del campo. Bill y Jerry las siguen. Bill, un poco desalentado, se para. Prende un cigarro. Aquí termina el cuento. últimas cuatro líneas: “No entendió nunca lo que quería Jerry. Pero todo empezó y terminó con una piedra. Jerry usó la misma piedra con las dos muchachas, primero sobre la que se llamaba Sharon y luego sobre la que debería ser de Bill.” Fin.
Frío, seco hasta el exceso, metódico, mortífero. Un médico en su millonésima autopsia manifestaría mayor emoción. Carver puro. Un final fulminante y una última frase perfecta, cortada como un diamante, simplemente exacta, y helada. Aquella idea de despiadada velocidad, y aquel tipo de mirada impersonal hasta lo inhumano, se han vuelto un modelo, casi un tótem. Escribir, después de que Carver escribió aquel final, ya no es lo mismo.
Bien, y ahora una noticia. Aquel final no lo escribió él. La última frase -esta espléndida, totémica frase- es de Gordon Lish. En realidad, en su lugar Carver había escrito seis cuartillas, digo seis: tiradas a la papelera por Gordon. Leerlas causa cierto efecto. Carver lo narra todo, todo aquello que en la versión corregida desaparece en la nada dando al cuento aquel tono formidable, de ferocidad lunar. Carver sigue a Jerry por la colina, narra largamente la persecución a una de las dos muchachas, narra que Jerry la viola y luego se levanta, queda como atontado y se va, pero regresa y amenaza a la muchacha; quiere que no diga nada de lo que pasó. Ella lo único que hace es pasarse las manos por el pelo y decir “vete”, sólo esto. Jerry continúa amenazándola, ella no dice nada, y entonces la golpea con el puño, ella trata de huir, él toma una piedra y la golpea en la cara (“sintió el ruido de los dientes y de los huesos al quebrantarse”), se aleja, luego regresa, ella está todavía viva y se pone a gritar, él toma otra piedra y la acaba. Todo en seis cuartillas: lo que significa: ninguna prolijidad pero también ninguna prisa. Con ganas de narrar, no de ocultar.
Sorprendente, ¿verdad? Todavía más es leer el final, es decir, las últimas líneas. ¿Qué puso el frío, inhumano, cínico Carver, al final de esta historia? Esta escena: Bill llega a la cima de la colina y ve a Jerry de pie, inmóvil, y cerca de él el cuerpo de la muchacha. Quiere huir pero apenas puede moverse. Las montañas y las sombras, a su alrededor, le parecen un encantamiento oscuro que lo aprisiona. Piensa irracionalmente que quizás bajando de nuevo hasta la calle y ocultando una de las dos bicicletas, todo se borraría y la muchacha dejaría de estar allí. Últimas líneas: “Pero Jerry estaba ahora de pie frente él, desaparecido en su vestimenta como si los huesos lo hubieran abandonado. Bill sintió la terrible cercanía de sus dos cuerpos, a la distancia de un brazo, incluso menos. Luego la cabeza de Jerry cayó sobre su espalda. Levantó una mano y, como si la distancia que ahora los separaba, ameritara por lo menos eso, se puso a golpear a Jerry, afectuosamente, sobre la espalda, rompiendo a llorar.” Fin.
Adiós, Mister Carver.
Ahora bien, la curiosidad no es la de entender si es más bello el cuento tal como lo escribió Carver o como salió de la tijera de Gordon Lish. Lo interesante es descubrir, bajo las correcciones, el mundo original de Carver. Es como llevar a la luz un cuadro sobre el cual alguien ha pintado después otra cosa. Usas un solvente y descubres mundos ocultos. Una vez empezado es difícil detenerse. De hecho no me detuve.
Diles a las mujeres que salimos es la obra maestra que es porque realiza a la perfección un modelo de historia que luego tendría en los herederos más o menos directos de Carver una atracción muy fuerte. Lo que se narra allí es una violencia que nace, sin explicaciones aparentes, en un terreno de absoluta normalidad. Entre más violento y sin motivo es el gesto y quien lo cumple es una persona absolutamente ordinaria, más aquel modelo de historia se vuelve paradigma del mundo y esbozo de una revelación inquietante sobre la realidad. Demasiado inquietante y fascinador, para que no sea tomado en serio. Todos los muchachos bien que, en tanta literatura reciente, buena y menos buena, matan de la manera más feroz y sin ninguna razón, nacen de allí. Pero si se usa el solvente, se descubre una cosa curiosa. Carver nunca pensó en Jerry como en alguien realmente normal, como un norteamericano ordinario, como uno de nosotros. Bill sí lo es, pero Jerry no. Y la narración siembra acá y allá pequeños y grandes indicios. Hablan de un muchacho que perdía su trabajo porque “no era el tipo a quien le gusta que se le diga lo que debe hacer”. Hablan de un muchacho que en la boda de Bill se emborracha y se pone a cortejar de manera pesada a las dos madrinas de la esposa, y luego va a buscar pelea con los empleados del hotel. Y en el coche, aquel famoso domingo, cuando ven a las dos muchachas, el diálogo carveriano original es más bien duro:

(Jerry): –Vamos. Probemos.
(Bill): –¡Jesús! No sé. Deberíamos regresar a casa. Además, son demasiado jóvenes, ¿no?
–Bastante viejas para sangrar, bastante viejas para… ¿conoces el dicho, no?
–Sí, pero no sé.
–¡Cristo!, sólo debemos divertirnos un poco con ellas, hacerles pasar un mal rato.

Es bastante para que el lector sienta de entrada un hedor de violencia y tragedia. Y cuando la tragedia llega abarca seis páginas y es construida paso a paso, explicada paso a paso, con una lógica que hiela, pero que es una lógica en la que cada peldaño es necesario y todo al final parece casi natural. Todo viene a la mente menos un teorema que describe la violencia como un repentino segmento enloquecido de la normalidad. La violencia allí es más bien el resultado del comportamiento de toda una vida.
Sólo que Gordon Lish borró todo. Ni qué decirlo, tenía talento. Hasta en los más pequeños indicios, quita a Jerry su pasado, incluidos los últimos minutos del asesinato. Quiere que la tragedia, congelada, esté puesta sobre la mesa en las últimas cuatro líneas. Nada de anticipaciones, please. Se perdería el efecto. Resultado: de allí nace American Psycho. Pero Carver, él, ¿qué tiene que ver?
¿Puedo permitirme una nota más técnica? Bien. Carver es grande también por ciertos estilemas que, quizá sin que el lector se dé cuenta, construyen de manera subterránea aquella mirada mortífera por la cual se ha vuelto famoso. Trucos técnicos. Por ejemplo los diálogos. Muy secos. Acompasados por aquel extenuante y obsesivo “dijo” que, en la prosa, termina volviéndose una especie de batería que da el tiempo, con exactitud implacable. Un ejemplo: exactamente el diálogo citado arriba entre Bill y Jerry, en el coche. En la edición oficial es un bello ejemplo de estilo carveriano:

“Mira allá”, dijo Jerry, moderando la marcha. “A ésas me las echaría con ganas.”
Jerry continuó más o menos por un kilómetro y luego se paró. “Volvamos atrás'', dijo. “Probemos.”
“¡Cristo!”, dijo Bill. “No sé.”
“Yo me las echaría”, dijo Jerry.
Bill dijo: “Sí, pero yo no sé.”
“¡Oh, Cristo!”, dijo Jerry.
Bill dio una mirada al reloj y luego miró alrededor. Dijo: “¿Les hablas tú? Yo estoy enmohecido.”

Limpio, veloz, rítmico, ni una palabra de más. Como un bisturí. Pero es la versión de Gordon Lish. El diálogo escrito originalmente por Carver suena diferente:

“¡Mira allá!”, dijo Jerry moderando la marcha. “Podría hacer algo con aquellas cosas.”
Continuó por el camino, pero los dos voltearon. Las dos muchachas los miraron y se echaron a reír, continuando a pedalear en la orilla de la calle.
Jerry avanzó otra milla, después se paró en una placita. “Regresemos. Probemos.”
“¡Jesús! No sé. Deberíamos regresar a casa. Y además, ¿son demasiado jóvenes, no?”
“Bastante viejas como para sangrar, bastante viejas para... ¿Conoces el dicho, no?”
“Sí, pero no sé.”
“¡Cristo!, tenemos sólo que divertirnos un poco con ellas, hacerles pasar un mal rato.”
“Claro.” Dio una mirada al reloj y luego al cielo. “Habla tú.”
“¿Yo? Yo estoy manejando. Háblales tú. Además están del lado tuyo.”
“No sé, estoy un poco enmohecido.”

¿Sutilezas? No tanto. Si uno construye buques petroleros, no les checa los tornillos. Pero si hace relojes, sí. Carver era un relojero. Trabajaba hasta en lo más mínimo. El detalle es todo. Además, las palabras de un diálogo son como pequeños ladrillos: si cambias uno no pasa nada, pero si continúas cambiando, al final te encuentras con una casa diferente. ¿Dónde acabó el mítico “dijo”? ¿Dónde acabó la batería? ¿Y la regla del nunca una palabra de más? ¿Dónde acabó aquel que llamamos Carver?
Para la crónica: conté los “dijo” añadidos por Gordon Lish al texto de Carver en aquel cuento. Treinta y siete. En doce cuartillas de las que casi la mitad no son diálogos y por tanto no cuentan. Trabajaba fino Gordon Lish, nada que objetar.
Fin de la nota técnica. No del artículo, porque tengo todavía un ejemplo. Colosal.
El último cuento de la colección De qué hablamos cuando hablamos del amor es brevísimo: cuatro páginas. Se titula Todavía una cosa. Formidable, por lo que yo entiendo. Una sacudida eléctrica. Es una pelea. Por un lado, un marido borracho. Por el otro, la esposa con una hija jovencita. La mujer no puede más y le grita al marido que desaparezca para siempre. El dice algo. Se gritan cosas. Casi no hay acción, sólo voces que exhalan miseria, y dolor, y rabia, rumiando odio al ritmo de los obsesivos “dijo”. Lo que te tiene con la respiración en suspenso es que todo está en vilo sobre la tragedia. La violencia del marido parece que está por explotar. Es una bomba encendida. Hay un instante en que todo se vuelve casi insoportablemente filoso. El lanza un tarro contra una ventana. Ella le dice a la hija que llame a la policía. Pero lo que pasa luego es que él dice: “Está bien, me voy” y va a su cuarto a hacer la maleta. Regresa a la sala. La mecha de la bomba parece siempre más corta. Últimos compases, de odio puro. El marido ya está en el umbral. Dice: “Sólo quiero decir una cosa.” Punto y aparte. Última frase: “Pero luego no logró pensar lo que podía ser.” Fin.
Es el clásico Carver. Miserias de una humanidad desarmada y sin palabras. Nada sucede y todo podría suceder. Final mudo. El mundo es una tragedia estática.
En la Lilly Library tomé el escrito de Carver. Lo leí. Llegué hasta el final. El marido está en el umbral. Se voltea y dice: “Sólo quiero decir una cosa.” Bien. ¿Saben qué pasa? Allí, en aquel escrito, lo dice. Y como si no bastara, ¿saben qué dice? Aquí está:

“Escucha, Maxine. Recuerda esto. Te amo. Te amo pase lo que pase. Y también te amo a ti, Bea. Las amo a las dos.” Se quedó de pie en el umbral y sintió que los labios le empezaban a temblar mientras las miraba en la que, pensó, sería la última vez. “Adiós”, dijo.
“A esto tú llamas amor”, dijo Maxine y soltó la mano de Bea. Cerró la suya en un puño. Luego sacudió la cabeza y hundió sus manos en las bolsas. Lo miró y dejó caer la mirada, cerca de los zapatos de él. A él le vino a la mente, como en un shock, que iba a recordar para siempre aquella tarde, y a ella parada de aquel modo. Era horrible pensar que en todos los años venideros ella iba a ser para él aquella mujer indescifrable, una figura muda metida en un traje largo, de pie en el centro del cuarto, con los ojos mirando al suelo.
“Maxine”, gritó. “¡Maxine!”
“¿A esto lo llamas amor?”, dijo ella, levantando los ojos y mirándolo. Sus ojos eran terribles y profundos, y él los miró, todo el tiempo que pudo.

Leí y releí este final. ¿No es extraordinario? Es como descubrir que, en su versión original, Esperando a Godot termina con Godot que efectivamente llega, y dice cosas sentimentales, o sólo sensatas. Es como descubrir que en la versión original de Los novios, Lucía echa a Renzo y termina con un discurso anticlerical. No sé.
Le dice “Te amo”, ¿entienden? Aquel silencio suyo en el umbral de su casa parecía la última estación de la humanidad y de la esperanza. Y sólo era un hombre que retomaba el aliento, con el corazón despedazado, para encontrar la forma de decir a la mujer que la ama, que a pesar de todo la ama. No es el silencio del desierto del alma. Sólo tenía que tomar aliento. Encontrar el valor. Todo eso.
Los Apocalipsis no son como los de antes.
El artículo en el Magazine del New York Times reconstruía el caso, y luego entrevistaba a unos “addetti ai lavori” (especialistas), preguntándose con qué derecho el trabajo del editor se sobrepone al trabajo del autor y, naturalmente, si todo eso redimensiona o no la figura de Carver. Por cierto, el problema es interesante, y también en Italia podría tomarse como pretexto para volver a reflexionar sobre la figura de los editores y hasta para descubrir alguna sabrosa intriga del país. Pero otro es el punto que me parece más interesante. Descubrir que uno de los máximos modelos de la cultura narrativa contemporánea es un modelo artificial. Nacido en laboratorio. Y sobre todo: descubrir que el mismo Carver no estaba capacitado para mantener aquella mirada impasible sobre el mundo que sus cuentos ostentan. Más bien, en cierto modo tenía el antídoto contra aquella mirada. La esbozaba, quizás hasta la haya inventado, pero después, entre líneas y sobre todo en los finales, la cuestionaba, la apagaba. Como si tuviera miedo. Construía paisajes de hielo pero luego los veteaba de sentimientos, como si tuviera necesidad de convencerse que, a pesar de todo aquel hielo, eran habitables. Humanos. Al final, la gente llora. O dice te amo. Y la tragedia es explicable. No es un monstruo sin nombre. Gordon Lish tuvo que intuir, por el contrario, que la visión pura y simple de aquellos desiertos helados era lo que aquel hombre tenía de revolucionario. Y era lo que los lectores tenían ganas de que se les narrara. Borró minuciosamente todo lo que podía calentar aquellos paisajes y, cuando era necesario, añadía aún más hielo. Desde un punto de vista editorial él tenía la razón: construyó la fuerza de un verdadero y propio modelo inédito. ¿Pero el punto de vista editorial es el mejor punto de vista?
El último día, en la Lilly Library, me releí de corrido los dos cuentos en la versión original de Carver. Bellísimos. De manera distinta, pero bellísimos. ¿Saben qué había de diferente? Que al final tú estabas de parte de Jerry y del marido borracho. Hay compasión por ellos y una comprensión de ellos, que logra la acrobacia insensata de hacerte sentir de parte del malo. Yo conocía al Carver que sabía describir el mal como cáncer cristalizado sobre la superficie de la normalidad. Pero en el original era distinto. Era un escritor que buscaba desesperadamente hallar el revés humano del mal, demostrar que el mal es inevitable; dentro de él hay un sufrimiento y un dolor que son el refugio de lo humano -el rescate de lo humano- en el paisaje glacial de la vida. Debía saber bastante de personajes negativos. El era un personaje negativo. Hasta me parece natural, ahora, pensar que haya buscado obsesivamente hacer aquello y nada más que aquello: rescatar a los malos. En el último cuento, el de la pelea, Gordon Lish cortó casi todas las palabras de la hija, y aquellas palabras son afectuosas, son las palabras de una muchachita que no quiere perder a su padre, y que lo ama. Ahora me parecen la voz de Carver. Y, en cierto momento, hay una parte, siempre cortada por Lish, en la que el padre mira a aquella muchachita, y lo que dice es de una tristeza y de una dulzura inmensas: “Tesoro, me duele. Me encolericé. Olvídame, ¿quieres? ¿Me olvidarás?”
No sé. Se necesitaría ver todos los otros cuentos, estudiarlos seriamente. Pero regresé con la idea de que aquel hombre, Carver, tenía en la cabeza algo terrible pero también fascinante. La idea de que el sufrimiento de las víctimas es insignificante. Y que el residuo de humanidad que hierve bajo esta zona glacial está custodiado por el dolor de los verdugos. ¿Si así fuera, no residiría en esto su grandeza?






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raymond carver
(oregon, 1939 – washington, 1988)



miedo
"Miedo de ver una patrulla policial detenerse frente a la casa.
Miedo de quedarme dormido durante la noche.
Miedo de no poder dormir.
Miedo de que el pasado regrese.
Miedo de que el presente tome vuelo.
Miedo del teléfono que suena en el silencio de la noche muerta.
Miedo a las tormentas eléctricas.
Miedo de la mujer de servicio que tiene una cicatriz en la mejilla.
Miedo a los perros aunque me digan que no muerden.
¡Miedo a la ansiedad!
Miedo a tener que identificar el cuerpo de un amigo muerto.
Miedo de quedarme sin dinero.
Miedo de tener mucho, aunque sea difícil de creer.
Miedo a los perfiles psicológicos.
Miedo a llegar tarde y de llegar antes que cualquiera.
Miedo a ver la escritura de mis hijos en la cubierta de un sobre.
Miedo a verlos morir antes que yo, y me sienta culpable.
Miedo a tener que vivir con mi madre durante su vejez, y la mía.
Miedo a la confusión.
Miedo a que este día termine con una nota triste.
Miedo a despertarme y ver que te has ido.
Miedo a no amar y miedo a no amar demasiado.
Miedo a que lo que ame sea letal para aquellos que amo.
Miedo a la muerte.
Miedo a vivir demasiado tiempo.
Miedo a la muerte.
Ya dije eso. "


●●●


sala de autopsias
En esos tiempos yo era joven y la fuerza
de diez hombres habitaba mi cuerpo,
para lo que mandaran.
Trabajaba en el hospital en el turno noche
y una de mis responsabilidades
cuando el forense terminaba sus tareas
era la de limpiar la sala de autopsias.
Ellos no tenían horario, algunas veces
terminaban temprano, otras demasiado tarde.
Y para que el personal de limpieza no se aburriera
dejaban objetos olvidados en la mesa de trabajo.
Un pequeño bebé quieto como una piedra
y más frío que la nieve. Un negro corpulento de pelo blanco
con el pecho partido al medio y los órganos vitales
flotando en una bandeja a un costado de su cabeza.
Yo siempre estaba solo, ahí. La manguera derramaba agua.
Las luces colgadas del techo encandilaban.
Una vez dejaron sobre la mesa una pierna,
una pierna de mujer de formas perfectas
y excesiva palidez.
Yo sabía para qué era la pierna,
en ocasiones los había observado.
A pesar de eso me quedé sin respiración.

De madrugada en casa mi mujer
me decía “Dulce, todo va a salir bien. Podemos hacer cambios,
vivir de otra manera”. Pero no es tan fácil.
Ella agarraba mi mano entre las suyas, con fuerza,
yo me reclinaba en el sillón y cerraba los ojos.
Yo pensaba en… cualquier cosa. No sabía en qué.
Yo dejaba que ella llevara mi mano a sus tetas.
Yo abría los ojos y miraba el cielorraso o el piso,
qué importa…
Mis dedos se arrastraban hacia su pierna, tibia y bien formada,
que ante la más suave caricia temblaba y se levantaba delicadamente.
Mi mente estaba confundida y cómo decirlo ¿sacudida?
No pasaba nada. Todo estaba pasando.
La vida era una piedra
que lentamente se iba gastando
y afilando.


●●●


tu perro se murió
una furgoneta le pasó por encima.
Lo encontraste a un lado del camino
y lo enterraste.
te sientes mal por ello.
te sientes mal en lo personal,
pero peor te sientes por tu hija
porque era su mascota,
y ella lo quería mucho.
acostumbraba a cantarle con voz suave
y lo dejaba dormir en su cama.
para ti esto fue el motivo de un poema.
lo llamaste un poema para tu hija,
un poema acerca de un perro que es atropellado por una furgoneta
y de lo que hiciste después,
de cómo lo llevaste al bosque
y lo enterraste en lo profundo, profundo,
y ese poema resultó ser muy bueno
casi te contentas de que el pequeño perro
haya sido atropellado, porque de lo contrario nunca
hubieras escrito ese poema tan bueno.
entonces te sientas a escribir
un poema acerca de la escritura de un poema
que trata de la muerte de ese perro,
pero mientras escribes
escuchas que una mujer grita
tu nombre, tu nombre de pila,
ambas sílabas,
y tu corazón se detiene.
después de un minuto, continuas escribiendo.
ella vuelve a gritar.
Tú te preguntas cuánto podrá durar esto.

Tu nombre, tu nombre de pila,
ambas sílabas,
y tu corazón se detiene.
después de un minuto, continuas escribiendo.
ella vuelve a gritar.
Tú te preguntas cuánto podrá durar esto.







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raúl flores iriarte
(habana, 1977)



la raíz
No hay, no había forma de salir de allí. Nos habían depositado con la tierna disposición de cuentas bancarias iguales a cero sobre el polígono de tiro. Veníamos, venimos de la ciudad. Trochas por el camino. Tres balas por cabeza. Tanto sol sobre los hombros disloca la imaginación. La noche anterior la ciudad había amanecido llena de fuegos artificiales. También letreros. En las paredes blanqueadas con cal de las bodegas estatales. En el azul color mar de la arena playera. Ahora estamos aquí. Estábamos aquí. Estaremos.
El fantasma de Reinaldo Arenas a mi lado. Estará todo el tiempo antes del anochecer. A Rey le llaman la atención todos esos jóvenes reclutas de torsos desnudos y sudorosos. A Rey le llama la atención todo lo que escapa de su percepción fantasmal.
A treinta metros de nosotros un oficial pone, ponía, una serie de cartones en la cerca de alambre de púas. La cerca no debe de estar electrificada, sino el tipo se achicharraría. Supongo. El cartón también. Se achicharraría. Aunque nunca se sabe. Con estas cosas nunca se sabe.
La serie de cartones marca, marcaba, una frase. Cada pedazo de cartón un pedazo de frase. Palabras escritas con letra de niño pequeño y pienso que eso éramos nosotros. Niños pequeños. Esperando por nuestros padres que vengan a decirnos qué hacer. A quién obedecer. Por quién morir. Peor aún, por quién vivir.
Superficies corrugadas para tipografía escolar. Yacen sobre la hierba y el tipo (torso sudoroso, Reinaldo acota incluyendo torva sonrisa de zorrito viejo y muerto) los engancha en la cerca aprovechando las púas de la alambrada. Reconozco el lema. Algo sobre momentos históricos y sentidos.
Nosotros allí, dispuestos a estas caóticas operaciones militares y el tipo (sargento, teniente o capitán) con sus carteles acartonados a cuestas, su vocabulario infantiloide, su caligrafía inconclusa. En la tercera palabra, que representa el tercer cartón, tropieza con un obstáculo. Un árbol ha extendido sus raíces a lo largo de la cerca y no deja espacio para la construcción del lema como Dios manda. O, más bien, como el Alto Mando manda. El oficial se aferra a la raíz y tira de ella con una mano, con ambas manos. La raíz no cede.
Nosotros lo miramos, lo mirábamos. Aquel hombre constituía tal vez el único entretenimiento que tendríamos en mucho tiempo. Las palabras estaban escritas con trazos verdes y todo ese verde sobre verde césped semejaba la demente arquitectura de una de esas pesadillas insulsas, insulares, que acometen de vez en cuando.
Sobre la hierba. Sentido. Momento. Histórico. Trazos verdes, ya no color esperanza, sino color hospital. Sala de urgencias; terapia intensiva, cáncer en metástasis.
El oficial pidió ayuda, pero no sirvió de mucho. Un cuchillo tampoco es de mucha ayuda. Así que concluyó por colocar una de las palabras en precario equilibrio sobre la raíz (palabra “sentido”), y procedió a colocar el resto del lema en las púas correspondientes.
Reinaldo Arenas señaló fantasmalmente la cerca erizada de púas, erizada de vocabulario. “Con el primer golpe de viento se va. Con la primera lluvia el momento histórico se queda sin sentido”, dice mientras el oficial se pone su camisa color verde (color pesadilla) sobre el torso sudoroso y se va, se iba a hacer lo que tuviera que hacer hacia algún otro lugar.


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babel
Querían un lema. No importaban las palabras, los del Alto Mando querían un sintagma lleno de elementos patrióticos, recitado por decenas de jóvenes gargantas en las reuniones matutinas.
Vino uno de esos nazis y nos dio varios lemas para elegir. Manufacturados. Prefabricados. Cuatro o cinco para ser declamados en las reuniones matutinas por decenas de jóvenes gargantas. Los echamos a suertes.
A la siguiente mañana estábamos repartidos en grupos. Pequeños grupos o grandes grupos, todo depende de cómo o quién lo vea. Una por una fueron declamadas las consignas, y todo bien hasta llegar a uno de esos pequeños o grandes grupos. Yo no estaba en él. Tú tampoco.
Se quedaron en silencio. Un silencio inmenso que creció como una de esas flores de TV filmadas en cámara superacelerada para mostrar su floración. Silencio que se extendió como pueden extenderse los tentáculos de un pulpo en profundidades abisales. Sábana de silencio diseminada sobre la hierba rala, fría, cortante.
Los del Alto Mando miraron con cara furibunda. Los de aquel grupo siguieron sin decir palabra. Mirada vacua. En boca cerrada no entran moscas. Repitieron una vez más la orden. Repetimos una vez más las consignas, pero los de ese grupo quedaron, una vez más, en silencio.
Los nazis fueron allí y los amenazaron con fusilamientos. Solo así parecía funcionar la cosa. Uno, dos, tres, contaron y ¡Para decir el lema!
Entonces se elevaron las voces de las gargantas jóvenes. Palomas en un circo vacío. Lo que sonó fue confusión de vocablos. Un maremagnum de voces donde la palabra patria se confundía con la palabra sangre, y el fonema morir se trastocaba en independencia, en historia.
Nos dimos cuenta al unísono. Eran las cuatro o cinco consignas que nos habían dado para repartirnos, pronunciadas al mismo tiempo. Un coro de iglesia demencial. Una torre de Babel plena de horizontalidad.
Los del Alto Mando les hicieron repetir el lema, y de nuevo salió esa confusión de voces. Ese rompecabezas vocal. Sintagmas que tropezaban unos con otros y caían sobre el césped verde y frío. Vencidos. Derrotados.
Fusílenlos, dijo un coronel y se los llevaron hasta las barracas. Los ecos de los disparos sonaron fuerte y alto, canto organizado, mecánico, tan irreal que aterrorizaba. Los disparos no fueron torre de Babel, sino sinfonía cabal de muerte. Uno, dos, tres, y ya no hubo grupo pequeño o grande junto a nosotros en el patio.
Seguimos en la parte de los lemas. Las palabras patria y sangre y morir y libertad, cayendo como lluvia sobre el césped, entonadas por decenas de jóvenes gargantas, todas al unísono, como mecanismo suizo de relojería. Yo no estaba ahí, pero tú tampoco.


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otros muertos
La gente sólo sabía escribir de muertos. Muerte, muerte por todas partes. Los cuentos de hadas transmutados en modernos cuentos de horror. Las hadas en sí mismas habían dejado de ser tenues figurines de fantasía para transformarse, por obra y gracia de imaginaciones ajenas, en oscuras vampiresas sedientas de sangre. Todas las narraciones del momento terminaban con un reguero de vísceras por las paredes de las habitaciones. Pocas habitaciones y muchas vísceras.
La poesía, en cambio, era lírica e introspectiva. Más lírica y más introspectiva que nunca. Nadie llegaba a explicarse por qué el reguero de sangre que afectaba al campo de narrativa se quedaba en el umbral del campo poético nacional. Los y las poetas iban por ahí con sus camisas a cuadros y sus blusas a cuadros y se detenían a la orilla de playas vacías, adónde sólo llegaban partes de cadáveres enredadas entre crestas de algas. Se detenían a admirar las silenciosas puestas de sol. A decir Hay sol bueno y mar de espuma. Escribían hermosas odas repletas de alejandrinos y tercetas altisonantes sobre el lento rumor de las olas sobre la costa al atardecer. Sólo que no usaban la palabra atardecer, sino la palabra crepúsculo.
No obstante, nada de esto se publicaba. Aquella narrativa llena de sangre y balas y partes de cadáveres, y aquella poesía pletórica de bellos símbolos, hermosas metáforas y palabras altisonantes, se quedaba en las páginas inéditas de aquellos noveles autores. Lo único que se publicaba eran otras voces, otros ámbitos. Antiguos autores, validados por años transcurridos entre antiguas vidas y viejas muertes. Premios Nacionales, nominados al Nobel. Y así y así. A lo Vonnegut.
Pasadas glorias que para nada reflejaban los tiempos que transcurrían, cierta mirada al ayer donde todo era mejor, más bonito y más barato. Literatura lavada como si de dinero en bancos de mafia se tratara. Una recuperación de tiempos idos, para un presente cada vez más inseguro. Y eso era lo que lograba colarse en las páginas de los diarios, en los folios de los pocos libros editados y editables, en espacios culturales de radio y televisión, en un momento en el cual no existía radio, no existía televisión.
Para ser publicado había que escribir prosa lavada, como fotografía desvaída por el paso de los años. Falsificar estilos. Recrear lo ya recreado. Narrar lo inenarrable. O el caso contrario, escribir poesías fogosas, acorde con mentalidades ajenas. Versos que incitaran a la lucha, a un glorioso amanecer. Estrofas vibrantes. Palabras candentes como bofetada en el rostro.
Pero los escritores aceptaban su ineditez con estoicidad. Otro día será, decían y continuaban inundando sus escritos de litros de cálida sangre y/o melosas metáforas. Las páginas de los diarios proliferaban entonces con esa rara condición que poseen los muertos de llegar a todas partes, y por doquier aparecían después esas mismas páginas despedazadas, masacradas, como si de otros cadáveres se tratara. Cuerpos desecados de sangre, de todo rastro de posible emoción. Papel recortado, rasgado, torturado, lleno de agujeros como hueco de bala.
Estas mismas hojas de los diarios llegaban después, envueltas entre crestas de algas y vísceras blancuzcas, a las orillas de las playas como otros tantos muertos más, otros distintos ámbitos. Y los poetas se reunían y escribían Hay sol bueno y mar de espuma… con las mejores de sus poéticas intenciones. Y escribían frases bonitas sobre el atardecer, sólo que nunca usaban la palabra atardecer.


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isla en el golfo
Atravesar la isla de lado a punta. Caminar por lonjas de tierra, monte, hierba seca, ríos deshechos y lagos de tercera generación. Atravesar la isla y, en cada pulgada de tierra, sentarse y escribir.
Por cuanto, atravesar la isla visto como penitencia: Sentarse (sobre la tierra mojada, sobre la hierba seca), escribir (todo el sinsentido, toda la bisutería), levantar la vista, levantar el cuerpo, y volver a comenzar.
Por tanto, escribir sentado: visto como penitencia. Sobre la tierra mojada, sobre la hierba seca.
No atravesar la isla. No escribir. Vivir con los ojos cerrados. No vivir.
Quizás, atravesar el mar, de punta a lado. A nado. Detenerse en cada ola, en cada pedazo de espuma. Escribir y hundirse.
Por cuanto: la eterna maldición del agua por los cuatro costados. El mar, visto como penitencia salada. Las olas, la espuma toda. Se mojan los papeles, los bolígrafos. Se mojan las ideas.
Por cuanto: no escribir sobre pulgadas de tierra, ni sobre las olas del mar. No escribir. No vivir en una isla. No tratar de atravesar el mar. No sentarse. Aprender a nadar. Aprender a morir. Sin pensarlo. Hundirte. Hundirse. Tal vez vivir.


replay

rolando sánchez mejías
(holguín, 1959)



Clavelito y la República cubana

En la década de 1950 la radio inundó el espacio público de tal manera que atrajo la atención de los políticos por el peligro que implicaba este género de “movilización masiva”. Tal fue el caso del popular Clavelito y su programa, chamán a distancia que recibía miles de cartas y llamadas desde cualquier punto de la Isla, sin contar los cientos de procesiones a la Habana para recibir sus consejos “en persona”. La opinión pública cubana -mezcla de “sentir popular” y rumor inducido desde los medios de prensa por los políticos y empresarios- se dividió en dos: por un lado, los que veían en tales programas (no era sólo el de Clavelito) un retraso en la modernización del país, un mantenerse en las “estructuras mentales atávicas” del siglo XIX y los primeros años del XX; y, por el otro, un “modo natural de vivir en lo cotidiano”, que no tenía por qué herir el desarrollo de la nación en su dimensión económica y moral. Una “comisión de ética” dispuso, en 1952, que no se debía estimular a través de la radio “creencias en pugna con la civilización o cualquier otro tipo de superchería contraria a la moral o el orden social”. Hay que recordar que la radio no sólo servía para “dramatizaciones ficcionales” de este género: los políticos arengaban también desde la radio, y ya pertenece a la “mitología nacional” el disparo que se propinó en el estómago el político Chibás en plena sesión radial, como “advertencia de los males” que aquejaban a la nación y como “salvación de su propia conducta moral”.
El proceso de gestación de la modernidad en Cuba a lo largo del siglo XX nos pone frente a dos niveles difíciles de colocar en un mismo movimiento homogéneo: las estructuras mentales y públicas, por un lado, y los problemas que presentaba la “capitalización” del país desde adentro –formas rurales y urbanas como los “pequeños negocios” y otras formas capitalistas primarias– y desde afuera -la definitiva influencia norteamericana-. Un ejemplo “paradójico” resulta el de los chinos que llegaron a Cuba durante el siglo XX: muchos de ellos, expulsados de Norteamérica, trajeron la banca y se erigieron en “artífices del dinero”, mientras que otros, la mayoría, tuvieron que sumarse a la “masa indistinta de blancos, negros y mulatos” que montaban sus lavanderías y tenduchas y arrastraban carretones de frutas y viandas por las calles de la Habana. (Se creó, así, el Barrio Chino de la Habana. De los 150.000 chinos emigrados entre 1847 y 1874, apenas quedaron vivos el 10%, según un censo efectuado en 1899.)
¿Preparó la República cubana del siglo XX el totalitarismo que vendría luego? Es una pregunta que hoy intentan responder algunos historiadores y “estudiosos del problema cubano”. Para unos, la República, al no cuajar en un proyecto sólido, dio paso al totalitarismo, responsabilizándose a la “débil e irresponsable burguesía cubana” de dicho “trastorno”. Otros ven en el “republicanismo cubano” un proceso aún no maduro, y en gesta de evolución, que fue cortado de golpe por circunstancias más o menos azarosas de la Historia. Incluso hay quien ve en el totalitarismo una etapa necesaria de modernización del país por vías no precisamente económicas, sino más bien “espirituales, morales y políticas”.
La República es un hecho, y más que un hecho, un proceso que tiene su lógica en la historia: en vez de criticarla o denigrarla, quizás sea mejor preguntarnos cómo, a pesar de la inclemente historia de Cuba, a pesar del atropellamiento de violencia, guerras, colonizaciones y pseudo-colonizaciones, pudo emerger una república desde el marasmo del siglo XIX y de las primeras décadas del siglo XX. Sucesión de etapas republicanas, inestables, sí, pero de las cuales es posible –además de ser un argumento moral– extraer una lección de civilidad: no la absoluta negación con que se afirma de la República algo poco menos que un desastre. Ni, tampoco, colocarla en un pedestal de modernidad lograda, perfecta, gratificante como nacionalidad conseguida o como aparato expedito de dicha modernidad. (Hay que recordar que la crítica que realizó la burguesía blanca exiliada en Miami, no vio en la república parte del problema que había llevado a la solución comunista, o achacó al mulato Batista la culpa del desastre nacional. La gran etnóloga y cuentista cubana Lydia Cabrera, llegó a decir, por ejemplo, que en Cuba no había cucarachas y que todos se querían como hermanos.)
Entre los más jóvenes –y entre los más viejos– cunden ambas radicalizaciones. Tanto en el exilio como en la Isla, son frecuentes y peligrosas ambas radicalizaciones, pues se exagera no sólo el pasado, sino también el futuro. Así como se exagerará o aminorará en unos años el “capital simbólico” del período llamado Revolución, hoy se hace con la República, y quizás sea conveniente pensar el futuro como una posibilidad extraída de las lecciones de ambas etapas, que finalmente se anudan una en la otra como caras de una misma moneda, como resultado de un pasado colonial y la confusión entre utopía y destino.





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leymen pérez
(matanzas, 1976)



de el Libro de Heráclito / los seres y las cosas



en un poema de José Kozer
Introdujiste la mano izquierda en un poema de José Kozer.
La poca luz de la lámpara de aceite y la humedad no era suficiente
para pensar en los seres y las cosas que el país abandonó.
Manchas tenían las manos y los ojos de coleccionar animales extintos. manchas tenían algunos sonidos, algunas costuras.
Córtate las manos, decía el poema; ábrele la boca a las cosas
que sobreviven dentro de la escritura. La perfección que se alcanza
al combinar lo claro con lo oscuro, es como la huella étnica
que camina con nosotros durante el desgarramiento del hueso.
Córtate las manos, que el poema también sangra por el lado derecho.


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siembras
El país que sembré en el patio no crecerá
El país antes del disparo de Mayakovsky
El país después del disparo de Mayakovsky

Sentado en el medio del Parque de la Libertad
en el medio de mí mismo
veo pasar las sombras de los otros
veo pasar mi sombra
la energía y vibración que no vuelve
que no está en la pólvora
en el aire
en la cicatriz

El país que sembré en el patio no crecerá
La tierra es poco fértil es amarga
corta
larga
como el ruido del ferrocarril
que corta la vena la raíz de la ideología
oscura o clara según el horizonte


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(X)
las calles sin asfaltar tienen olor a Rusia. la maldita Rusia por todas partes, hincándonos el cuerpo, llenándonos los pulmones de polvo (Mayakovski, el Gran Crujido, está acostado sobre la tierra roja después de la caída; se levanta y salta): ruido de asfalto, pieza de incertidumbre, yo, ¿yo? en cualquier dirección que miro un endurecimiento del alma, una contracorriente, que hierve a fuego lento como un lamento, llamada Cuba.

las calles sin asfaltar tienen olor a Rusia, que es un árbol, una encina, un gusano que se come las últimas hojas e inhala el humo del disparo, el golpe seco de fe.


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(XXVI)
si hubiera vivido en Rusia
durante los días en que Dostoievsky escribió El jugador
tendría suficiente sal para conservar la naturaleza de los seres,
la oposición de fuerzas iguales
que forman una tensión, una expresión.
yo, que siempre he sido un mal jugador
ahora tengo que hacer el trabajo forzado de los otros
–como los exiliados–
y cosechar en la profundidad de las cosas
lo mismo que en la superficie.


●●●


(XLVI)
Hay que poner en todo, hijo mío, una frontera, un muro de ladrillos,
una cerca de alambre de púa, una montaña de imágenes vivas;

hay que poner en todo un poema de líneas precisas como los dibujos de Durero, aunque algunos seres apaguen el Sol de Cuba, aunque esté muerto el aire y no tengamos hacia dónde ir;

los seres viajan, hijo mío, y yo siempre viajo junto a los seres, entre un estado espiritual y otro, entre corrientes de pensamiento que regresan a la frontera interior del hombre;

colocamos un ladrillo, un impulso de la sangre y dejamos que la fugacidad de la materia crezca como la mala hierba, como un lagarto gótico y caótico, que se oculta en límites pocos profundos del alma;

hay que poner en todo, hijo mío, los límites del alma; los límites de las cosas sobre el alma que no se escribe ni describe con la frontera traída de un sitio con poco dolor;

aunque muerto esté el aire y el país penetre en tu vida como una aguja sin punta; no olvides, hijo mío, poner imágenes vivas sobre los seres y las cosas que todavía sangran.







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don de lillo
(new york, 1936)



las confesiones de Benno Levin

noche
Está muerto punto por punto. Le di la vuelta y lo miré. Tenía los ojos misericordiosamente cerrados. ¿Qué tendrá que ver la misericordia con esto? Noté un breve ruido en la garganta que tardaría semanas en describir si de hecho lo intentara. ¿Cómo extraer palabras de los sonidos? Son dos sistemas autónomos que penosamente tratamos de vincular.
Esto se asemeja a algo que él mismo diría. Debe de ser que de nuevo pronuncio sus palabras, pues no me cabe duda de que lo dijo una vez, al pasar por delante de mi Terminal de trabajo, hablando con quien estuviera con él, refiriéndose a tal y cual cosa. Espejos e imágenes. O el sexo y el amor. Son dos sistemas autónomos que penosamente tratamos de vincular.
Permítaseme hablar por mi mismo. Yo tenía un trabajo y una familia. Me esforzaba por amarlos y mantenerlos. ¿Cuántos entre ustedes conocen la verdadera y amarga fuerza de esa simple aportación verbal. ¿Siempre me dijeron que era inconstante, veleidoso. Él es veleidoso. Tiene problemas de personalidad e higiene. Camina no sé cómo, tiene gracia. Nunca he oído una sola de estas afirmaciones, pero sé que se vertían, tal como se percibe algo en la mirada de una persona, algo que no es preciso verbalizar.
Hice una amenaza telefónica que ni siquiera yo me creí. Se tomaron la amenaza como algo verosímil, cosa que yo ya sabía que iban a hacer, considerando mis conocimientos de la empresa y el personal. En cambio, no sabía como localizarlo. Se desplazaba por toda la ciudad sin atender a un trayecto rutinario. Tenía escolta armada. El edificio en que vivía era inabordable, habida cuenta de mi actual situación de atuendo aleatorio. Y así lo acepté. Ni siquiera en la empresa era fácil encontrar su despacho. Cambiaba en todo momento. O bien lo evacuaba para trabajar en otra parte, o para trabajar dondequiera que estuviese, o para trabajar en el domicilio, en el anexo, porque en realidad nunca separaba la vida particular del trabajo, o incluso para viajar y pensar, para dedicar el tiempo a leer en la casa a la orilla de un lago, en las montañas, que se rumoraba que poseía.
Mis obsesiones son objetos mentales, que no pasan a la acción.
Ahora me encuentro en una posición desde la que puedo conversar con su cadáver. Puedo hablarle sin que nada ni nadie me interrumpa ni me corrija. No me puede decir que tal o cual cosa sea lo que cuenta, o que me estoy poniendo en ridículo yo solo porque soy el hazmerreír de medio mundo, porque no doy una a derechas ni sé sumar dos más dos. Ése es el delito que él tenía en el altar de su galería de errores imperdonables.
Cuando trato de reprimir mi cólera sufro ataques de hwabyung (Corea). Son más que nada brotes de pánico cultural que me pesco en Internet.
He sido profesor adjunto de aplicaciones informáticas. A lo mejor ya lo he dicho antes, en un instituto de enseñanza media. Luego lo dejé para amasar mi milloncito correspondiente.
El lápiz con que escribo es amarillo, lleva el número 2. Quiero dejar constancia de las herramientas que empleo.
Siempre tuve conciencia de lo que se decía con palabras, con miradas. Lo que da realidad a una persona es lo que la gente cree ver en los demás. Si creen que camina con cierta cojera, entonces es que la tiene y encima no coordina bien, porque ése es el papel que se le atribuye en las vidas de quienes le rodean. Y si dicen que no le sienta bien su vestimenta, aprenderá a descuidar por completo su guardarropa, como si fuera un medio de mofarse de ellos y de autoimponerse un castigo.
Mentalmente hago discursos a todas horas. Ustedes también, aunque no siempre. Yo los hago a todas horas: largos discursos destinados a alguien a quien nunca logro identificar del todo. Pero estoy empezando a pensar que es él.
Tengo mi papel, tamaño A-4, rayado en azul. Quiero escribir diez mil páginas. Pero ya veo que empiezo a repetirme. Me repito.
Tras liquidarlo le revisé los bolsillos uno por uno y no encontré nada. Uno lo tenía desgarrado. Tenía una herida costrosa y morada en la cabeza, aunque no me interesa describirla. Me interesa el dinero. Yo iba en busca de dinero. Tenía la mitad del pelo recién cortado, no así la otra mitad. Iba calzado, pero sin calcetines. El olor corporal era un asco.
Hurto la corriente eléctrica de una farola para el suministro de mi espacio vital. Dudo que esto se le haya pasado por la cabeza.
He sufrido infinidad de reveses, pero no soy uno de esos mendicantes que se ven por la calle, que viven y piensan en un margen de contados minutos. Filosóficamente resido en los confines de la tierra. Colecciono cosas, es verdad, que encuentro en las aceras de la ciudad. Lo que la gente desperdicia podría formar una nación. A veces oigo mi propia voz cuando hablo. Hablo con alguien y oigo mi voz, en tercera persona, que colma el aire que me rodea.
Las ventanas las selló a cal y canto el ayuntamiento, cuando condenaron el edificio a la demolición. Solté uno de los tablones para que al menos se ventile un poco. No llevo una vida alejada de la realidad. Llevo una vida de lo más práctica, en la que lo que importa es volver a empezar de cero, pero con los valores de la clase media intactos. Si derribo las paredes es porque no quiero vivir en un conjunto de minúsculos cuadriláteros en donde han vivido otras personas, puertas, pasillos estrechos, familias enteras con sus apiñadas vidas, tantos pasos hasta la cama, tantos pasos hasta la puerta. Quiero vivir una vida de la mente abierta a todo, en la que puedan medrar mis Confesiones.
Pero hay ocasiones en las que me gustaría frotarme contra una pared o una puerta, por la simpatía que entrañe el contacto.
Quería su dinero de bolsillo por las cualidades personales que comportase, no por el valor que tuviera en sí. Quería su intimidad y su contacto, su tacto, la mancha dejada pr su personal suciedad. Quería frotarme la cara con los billetes, para no olvidar por qué le pegué un tiro.
Durante un rato no pude evitar el mirar en todo momento el cadáver. Le registré el interior de la boca en busca de síntomas de pudrición. Fue entonces cuando oí el regúrgito en su garganta. Se apoderó de mí la certeza expectante de que me iba a hablar. No me importaría hablar otro poco con él. Tras todo lo que nos dijimos en la larga noche comprendo que aún me restan cosas por decir. Se me agolpan en la cabeza grandes temas que tratar. Los temas de la soledad y el despojo humano. El tema de quién será quien yo odie cuando no quede nadie.
El complejo es la unidad de inteligencia de la empresa. Allí llamé para verter mi amenaza si acaso vacua. Sabía que iban a interpretar mis comentarios como si obedecieran al comentario especializado de un ex empleado, y que recopilarían rápidamente datos a partir de esa idea. Me pareció satisfactorio decirles a ellos en persona cómo se llamaban, incluso el nombre de soltera de la madre de alguno, a modo de brillante, revelador embate, y detallar los procedimientos de rutina. Me había colado en sus cabezas, había hecho contacto. No tenía por que cargar yo solo con el peso.
Dispongo de mi escritorio, que me traje a rastras desde la acera, por el callejón, por las escaleras. Fue una tarea que me llevó días enteros, gracias a un sistema de cuñas y cuerdas. Dos días enteros necesité para ello.
Nunca llegué a sentir una distinción, a lo largo del tiempo, entre el niño y el hombre, el mozo y el hombre. De niño, nunca fui consciente de serlo tal como se suele aplicar el término. Me siento como lo que siempre he sido.
Antes le escribía misivas, después de que me dieran carta de libertad, pero lo dejé porque sabía que era patético. También sabía que en mi vida había algo necesitado de ese patetismo, pero me impuse la obligación de romper el contacto. El hecho de que nunca llegara a ver las misivas era lo de menos. Yo iba a verlas. Lo crucial era el escribirlas, el verlas con mis propios ojos. Piénsese cómo me sorprendió el no tener que acecharlo, rondarlo, atraparlo, cosa que estaba impedido de hacer, obcecado por las fuerzas contrapuestas en lo referente a si muere o no muere.
Daba lo mismo qué les dijera por teléfono, daba igual con qué rapidez recopilaran los datos: ¿cómo iban a localizarme en donde vivo ahora, como vivo ahora?
No poseo reloj de pulsera ni de sobremesa. Pienso ahora en el tiempo desde otras totalidades. Pienso en la duración de mi propia cuerda vital por contraste con la vastedad de las numeraciones, la existencia de la Tierra, de las estrellas, la incoherencia de los años-luz, la edad del universo, etcétera.
El mundo presuntamente ha de significar algo que está contenido en sí mismo. Pero es que nada se halla contenido en sí mismo. Todo se introduce en alguna otra cosa. La nimiedad de mis días se derrama en los años-luz. Por eso tan sólo puedo fingir que soy alguien. Y por eso me sentí mera derivación al principio, cuando trabajaba en estas páginas. No sabía siquiera si era yo el que estaba escribiendo, o si se trataba de alguien a quien me apetecía parecerme mediante la palabra.
Aún tengo un banco que visito sistemáticamente para contemplar de forma literal los ultimísimos dólares que quedan en mi cuenta. Si lo hago es por la psicología en curso que de ello se desprende, por constatar que dispongo d dinero en una entidad. Y porque los cajeros automáticos tienen un carisma que aún me dice mucho.
Trabajo en este diario mientras un hombre yace muerto a tres metros de mí. Me intriga. Tal vez sean tres y medio. Dijeron que yo tenía taras, problemas de pura normalidad, y me rebajaron a ocuparme de las divisas de menor importancia. Me convertí en un elemento técnico de segunda fila en la empresa, un mero hecho técnico. Para ellos, era mano de obra no cualificada. Y lo acepté. Luego me despiden sin previo aviso, sin indemnización por cese. Y lo acepté.
Uno de mis síndromes es el que llaman de conducta agitada y confusión extrema. En Haití y África oriental, traducido, lo llaman ráfagas de delirio. En el mundo de hoy en día todo se comparte. ¿Qué clase de desdicha es la que no se puede compartir?
No leía por placer. No he leído nunca por placer, ni siquiera de niño. Tómese como se quiera. Pienso demasiado en mí mismo. Me estudio. Me pone enfermo. Pero eso es todo cuanto me queda. No soy nada más. Mi presunto ego es algo retorcidito, probablemente no muy distinto del de ustedes, aunque al mismo tiempo puedo decir con total certeza que está activo, henchido de importancia, y que vive grandes derrotas y no menores triunfos a todas horas. Tengo una bicicleta estática a la que le falta un pedal. Alguien se la dejó una noche en la calle.
También tengo a mano el tabaco. Me agrada sentirme como un escritor cigarrillo en mano. Sólo que no me queda ni uno, se han esfumado, el paquete contiene hebras sueltas al fondo, que ya he lamido hasta agotar su existencia, y me tienta olisquearle el aliento al muerto, a ver a qué sabe lo que allí adentro quede, el habano que se fumó hace una semana en Londres.
A lo largo del día me he ido convenciendo de que no podría hacerlo. Luego lo hice. Ahora he de recordar el por qué.
Pensé que iba a dedicar la cantidad de años que sea necesaria para escribir diez mil páginas y que así entonces tendrían ustedes constancia, la literatura de una vida en estado de vigilia, en reposo, porque también los sueños, y las pequeñas cuchilladas de la memoria, y todos los hábitos lamentables, todos los disimulos, todo lo que me rodea quedaría recogido, los ruidos de la calle, pero ahora comprendo por vez primera que todo el pensamiento y toda la escritura del mundo no alcanzarían a describir lo que sentí en el horroroso instante en que disparé el arma y lo vi desplomarse. Así pues, ¿qué queda que valga la pena relatar?

Tomado de Cosmópolis (2003)





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ernesto santana
(puerto padre, 1958)



ética y ensayo

Este título puede parecer ciertamente fuera de lugar, o pretencioso, pero, rehuyendo metáforas y rodeos verbales, e incluso sinónimos que carecen de suficiente expresividad, son estas las palabras apropiadas para el asunto a tratar. Además, el propósito de este escrito no es bregar con abstracciones ni especular en busca de una idea clara. Es preferible partir de ella, de una idea clara. O sea, en el principio debiera estar la nitidez.
Podemos concebir que tanto el ensayo como la ética ocupan espacios móviles con límites fluctuantes y que van por un camino muy visible cuya importancia no es el punto de llegada, sino el de partida. El ensayo no puede ser la expresión de algo ajeno ni la mera epifanía de lo cotidiano. A diferencia de otros géneros, que por tanto son más definibles, la esencia del ensayo es ética, y no resulta excesivo afirmar que ahí se encuentra la causa capital de la pobreza que abruma a la actual ensayística cubana.
Ante todo, no se trata del problema que tan fácilmente llamamos doble moral, y que acaso no existe. Recordemos que Arthur Koestler habló del doble pensar y que en 1984, la severa novela de Orwell, no existen ni la verdad ni la mentira, sino sólo el puro horror de una tiranía omnipresente (El Gran Hermano te vigila). Al cabo, podemos tener únicamente una moral, o sea, una moralidad, una sola relación con la verdad. La definición más pedestre considera que la ética es una disciplina filosófica que tiene por objeto los juicios de valor cuando se aplican a la distinción entre el bien y el mal.
Etimológicamente, ética proviene de ethos, que significa usos, costumbres. Por mucho que parezca que sí, no tenemos dobles costumbres, no podemos tener una doble ética, sino que adoptamos la costumbre de pensar doblemente. Y entonces actuamos doblemente de un modo tan espontáneo que por momentos parece que nos escapamos del orden natural.
Pero con una espontaneidad más abrumadora aún asumimos el uso del doble pensar.
Aceptamos algo que proviene del mundo exterior como una verdad y, al mismo tiempo, aceptamos algo que brota de nuestro mundo interior como una verdad igual, aun cuando una sea la negación de la otra. Y si en un momento podemos actuar rigiéndonos por una y en otro momento rigiéndonos por otra, ha de llegar fatalmente el tiempo en el que vivamos con dos “realidades” contrarias y simultáneas en nuestra mente. No debemos olvidar que, de acuerdo con Aristóteles, la mente es la forma de las formas.
¿He aquí entonces al homo duplex? No hace falta hablar en detalle de la esquizofrenia colectiva, de esta mente dividida a la que nos hemos acostumbrado como sociedad, quizás para defendernos ante la imposibilidad de una realidad una y la condición inhabitable de la utopía (el ningún lugar) y la ucronía (el ningún tiempo), que destierran el ahora y aquí al reino de lo imaginario. Nuestro actual contrato social ha muerto y nos resistimos, por una mísera inercia, a concebir la sencilla posibilidad de un nuevo contrato. El precio de tal omisión suele cobrarse en todos los órdenes de la vida, desde la privacidad hasta la relación con la familia, con el prójimo y con nosotros mismos, desde el arte hasta el sueño.
Lo que ha ocurrido con los géneros en cuanto a mezcla y disolución de fronteras nos lleva a considerar ensayo lo que escapa de los territorios acaso más perfilados de la narrativa, la poesía o el tratado científico. Sin embargo, más allá de cualquier característica o límite que se le atribuyan, el ensayo es la presencia inconfundible de un autor. El poeta Shakespeare se disuelve en su obra y ello prueba su genio. Montaigne se muestra en sus ensayos (sus tentativas), y fragmento a fragmento se nos muestra, pero en cada uno de esos intentos tenemos su presencia, y ello también prueba su genio. Porque se trata de una presencia moral. De un acto mental que incluye la totalidad del ser y excluye al homo duplex.
En el instante en que la realidad se torna más alucinante que nunca y, además, se mueve bajo el peso abrumador de las ficciones más diversas y la presión creciente de las ciencias, el ensayo vive un renacimiento crucial seguramente porque le pedimos que, siendo una afirmación en absoluto personal, no pretenda ser una idea definitiva.
Hablar de la vorágine de una turbia cultura de masas cuyo vórtice son los medios de comunicación, de los valores éticos muertos o moribundos o que nacen con perfil incierto o con menguado vigor, del culto a la violencia virtual, a la muerte ajena y al desastre, suena sin duda alguna apocalíptico, pero también suena aburrido porque de ello se habla en las noticias vulgares y en los textos académicos.
El ensayo puede alcanzar ese punto sin retorno en el que la estética y la ética son una sola cosa, son una sola presencia, un acto solo, una única actitud. Y llega a ocurrir, ha ocurrido muchas veces y seguirá ocurriendo, que un ensayo penetre en la experiencia colectiva, traiga valores nuevos a una sociedad en un momento determinado o actualice otros en el aquí y el ahora que son la dimensión siempre justa del ensayo, porque un ensayo nunca habla en un tiempo indefinible y en un espacio inefable. Es siempre un hombre hablando frente a otros hombres en busca de una comunicación urgente. A la novela y a la poesía no se le pide el mismo tipo de honestidad que se le pide al ensayo, y por eso ellas no han tenido ni pueden tener el mismo poder que es capaz de alcanzar éste.
Si entre nosotros hay crisis del ensayo se debe ante todo a una crisis ética, que es el síntoma más visible de las enfermedades de la cultura. No puede existir una ensayística saludable cuando el doble pensar como instrumento de supervivencia, la esquizofrenia como conducta y la irrealidad como atributo de comunicación son males cuya solución ni siquiera tenemos en cuenta en nuestra vida cotidiana.
Acaso nos quedamos inertes por aquello de “zapatero, a tus zapatos”, una expresión usada y abusada por los poderosos a pesar de que la frase original está muy lejos de ésta. Cuando a un insigne pintor de la antigua Grecia un zapatero le indicó los pequeños errores que había cometido al pintar los zapatos de un personaje en un cuadro, el artista, agradecido, hizo las correcciones necesarias, pero entonces el zapatero, embriagado por el efecto de su opinión, se lanzó a señalar otras supuestas faltas en la vestimenta que aparecía en el cuadro. El pintor lo detuvo de inmediato diciéndole: Zapatero, no pases de los zapatos.
Sin embargo, para un ensayista están excluidas las limitaciones que son indudables para otros escritores. Su compromiso con la verdad es total incluso cuando eso implique en ocasiones ir contra las convenciones propias de su época, de su gobierno, de su sociedad o de sus tradiciones. Y desde hace muchos siglos se sabe que lo que asusta a los hombres no son las cosas, sino las opiniones sobre las cosas. Por eso lo principal no es si el ensayista escribe sobre literatura o sobre política, sobre artes plásticas o sociología o sobre algún campo menos determinado, sino la manera de proyectar sus ideas o de encarnar las que son vitales en su aquí y su ahora, o sea, su modo de irradiarse a sí mismo.
El ensayo es una voz libre y auténtica sin más compromiso que su simple expresión. Antes que coherente, fiel a una ideología o a ninguna, acorde con esta academia o con aquella, antes que profundo, acertado o incluso comprensible, el ensayo es una voz que actualiza el espíritu, o un estado del espíritu. Quiero decir, aquella antiquísima sentencia de que el espíritu sopla donde quiere. Aparte de las interpretaciones lingüísticas que se le han dado a esta frase algo es indudable: el hombre posee un hálito que es suyo, que es libre de emitir y cuya dirección sólo puede decidirla él. Que escritores con ese hálito, con ese sentido de la libertad y de la responsabilidad del arte de decir existan entre nosotros, como podemos ver aún, a pesar de todo, y que valiosos ensayistas todavía nos alimenten con su presencia moral, es una demostración de que ese hálito sigue soplando donde quiere.
En un prólogo a sus ensayos, Montaigne dejó dicho bien claro que él mismo era el contenido de su libro. Los grandes ensayistas nunca han procurado tanto fijar o detener su pensamiento como liberarlo, abrirlo al libre flujo incluso con el riesgo de ser consumido por el apetito de la época o devorado por el fatal imán de los acontecimientos.
Como no pretenden exponer más que una verdad personal, o sea, algo sujeto a cambios, estos escritores pueden en todo momento exponer ideas hasta cierto punto contradictorias con las anteriores, no sólo por los humanos yerros y las divinas enmiendas como porque un ensayista es un ser que constantemente está siendo, fluyendo, atestiguando su propio devenir. Lo importante no es permanecer, sino pasar. No hay modo de que un charlatán o un hipócrita sean ensayistas de excepción.
Pero en toda época la libre expresión del pensamiento ha sido una de las presas preferidas de las formas políticas cimentadas sobre el odio al individuo. Según filósofos y sociólogos, la principal polémica actual es entre los que parten del individuo y los que parten de la comunidad como sujeto social primario. Más siempre ha ocurrido algo semejante. Hubo épocas en las que se disputó entre el individuo y algún dios, entre el individuo y alguna utopía extrahumana, entre el individuo común y algún individuo poderoso que quería anular a los individuos comunes, entre el individuo y algún estado, entre el individuo y alguna revolución social, económica o política. Siempre habrá en ese campo de batalla el individuo, por un lado, y algo que pretende ser más que el individuo, por otro. En definitiva, para algunos siempre existirán los hombres y para otros sólo cuenta la abstracta humanidad.
Si hay poetas o narradores de talento que conocen muy poco de la poesía o la narrativa de su tiempo y de la historia literaria, es raro que un gran ensayista no conozca bien al menos a los clásicos de ese género.
Las revoluciones en la narrativa, en la poesía, en el teatro y en el cine, han sido siempre en primer lugar transformaciones formales, adecuaciones de las técnicas. No obstante, en el ensayo los cambios no son primordialmente formales, pues éste no es un género cuyos instrumentos, casi indefinibles, se agoten y requieran oxigenarse cada cierto tiempo. Desde Montaigne hasta hoy han ocurrido incontables mutaciones en la literatura, pero no hay diferencias esenciales entre sus ensayos y los de los grandes ensayistas actuales. Junto a la básica autenticidad, toda técnica es asunto de segundo orden. Esto, claro está, no descarta las excelencias artísticas de la prosa y, para demostrarlo, tenemos los magistrales ensayos de Emerson, de Jünger, de Martí, de un Nietzsche y un Alfonso Reyes, de Unamuno, de Koestler, de un Borges y de un Valéry, que hicieron escuchar sus voces casi a cualquier precio en medio de los más diversos torbellinos de la historia, sabiendo, como ya sabía Chamfort a finales del llamado Siglo de las Luces, que el hombre, en la sociedad que ha logrado construir, parece más corrompido por su razón que por sus pasiones.






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philip k. dick
(chicago, 1928 – los ángeles, 1982)



la pequeña caja negra

I
–Señorita Hiashi –dijo Bogart Crofts, del Departamento de Estado–, queremos enviarla a Cuba para que proporcione instrucción religiosa a la población china del lugar. Es por sus conocimientos de Oriente. Serán de ayuda.
Con un casi imperceptible gemido, Joan Hiashi pensó que sus conocimientos de Oriente consistían en haber nacido en Los Ángeles y haber asistido a unos cursos en la UCSB la Universidad de Santa Bárbara. Pero técnicamente era, desde el punto de vista de su preparación, una estudiosa de Asia, y así lo había hecho constar en su curriculum.
–Tomemos en consideración la palabra caritas –estaba diciendo Crofts–. En su opinión, ¿qué significa realmente, tal como la emplea Jerome? ¿Caridad? Difícilmente. ¿Pero qué significa entonces? ¿Amistad? ¿Amor?
–Mi campo es el Budismo Zen –dijo Joan.
–Pero todo el mundo –protestó Crofts desalentado– sabe lo que significaba caritas en el uso que se le daba en el latín tardío. El respeto de la gente de bien por los demás, eso es lo que significaba. –Sus altivas cejas grises se alzaron–. ¿Quiere este trabajo, señorita Hiashi? Y en caso afirmativo, ¿por qué?
–Quiero difundir las enseñanzas del Budismo Zen a los comunistas chinos de Cuba –dijo Joan– porque... –Vaciló. La verdad era que simplemente significaba tener un buen sueldo, el primer trabajo realmente bien pagado que tendría. Desde el punto de vista de su carrera profesional era la guinda del pastel–. Oh, demonios –dijo–. ¿Cuál es el discurrir del Camino Único? No tengo respuestas para eso.
–Es evidente que su campo le ha enseñado un método para evitar dar respuestas sinceras –dijo Crofts agriamente–. Y a ser evasiva. Sin embargo... –se encogió de hombros–. Posiblemente sólo viene a demostrar que está bien preparada y es la persona adecuada para el trabajo. En Cuba tendrá que enfrentarse a algunos de los individuos más materialistas y sofisticados; que además viven muy bien, incluso desde el punto de vista de los Estados Unidos. Espero que pueda plantarles cara tan bien como lo ha hecho conmigo.
–Gracias, señor Crofts –dijo Joan. Se levantó–. Espero su llamada, entonces.
–Me ha impresionado –dijo Crofts, medio para sí mismo–. Después de todo, usted fue la joven que tuvo inicialmente la idea de introducir los enigmas del Budismo Zen en los grandes ordenadores de la UCSB.
–Fui la primera en hacerlo –corrigió Joan–. Pero la idea fue de un amigo mío, Ray Meritan. El arpista de jazz gris verdoso.
–Jazz y Budismo Zen –dijo Crofts–. Usted será muy útil para el Estado en Cuba.

–Tengo que irme de Los Ángeles –le dijo a Ray Meritan–. Realmente no puedo continuar viviendo como lo estábamos haciendo aquí. –Se acercó a la ventana de su apartamento y observó el centelleo del lejano monorraíl. El vehículo plateado avanzaba a enorme velocidad y Joan apartó la vista rápidamente.
Si tan sólo pudiésemos sufrir, pensó. Eso es lo que echo de menos, alguna experiencia real de sufrimiento, porque podemos evadirnos de todo. Incluso de eso.
–Pero te vas –dijo Ray–. Vas a ir a Cuba a convertir a ricos comerciantes y banqueros en ascetas. Y eso es una genuina paradoja Zen; te pagarán por ello. –Se rió por lo bajo–. Introdúcelo en el ordenador, una idea como esa causará estragos. Sea como sea, no tendrás que sentarte en el Vestíbulo de Cristal cada noche a escucharme tocar, si es eso de lo que estás tan ansiosa de escapar.
–No –dijo Joan–. Espero continuar escuchándote por la televisión. Incluso podré utilizar tu música en mis enseñanzas. –Sacó un revolver del calibre 32 de un arcón de palisandro de una de las esquinas de la habitación. Había pertenecido a la segunda esposa de Ray Meritan, Edna, quien la había usado para suicidarse, el pasado mes de febrero, a última hora de una lluviosa tarde–. ¿Debería llevarla conmigo? –preguntó.
–¿Cómo recuerdo sentimental? –dijo Ray–. ¿O por lo que hizo en tu beneficio?
–No hizo nada en mi beneficio. Yo le caía bien a Edna. No me siento responsable por el suicidio de tu esposa, incluso aunque ella nos encontrase... mirándonos el uno al otro, por así decirlo.
–Y tú eres la chica que siempre le dice a la gente que acepte su culpa y que no la proyecte al resto del mundo –dijo Ray meditativamente–. ¿Qué dicen tus principios, querida? Ah –sonrió burlonamente–. El Principio Antiparanoia. La cura de la doctora Joan Hiashi para las enfermedades mentales; absorber toda la culpa, asumirla por completo sobre tus hombros –alzó la vista hacia ella y dijo muy seriamente–. Me sorprende que no seas una adepta de Wilbur Mercer.
–Menudo payaso –dijo Joan.
–Pero es parte de su encanto. Mira, te lo mostraré –Ray encendió la televisión situada frente a ellos en el otro lado del cuarto, negra, sin patas y de estilo Oriental, decorada con dragones de la dinastía Sung.
–La de cosas extrañas que descubrirás cuando Mercer está encendido –dijo Joan.
Ray, encogiéndose de hombros, murmuró:
–Me interesa. Una nueva religión que reemplaza al Budismo Zen, avanzando de forma aplastante desde el Medio Oeste hasta abarcar California. Deberías prestarle atención, sobre todo desde que pretendes que la religión sea tu profesión. Vas a conseguir un trabajo gracias a eso. La religión va a pagar tus facturas, mi querida chica, así que no la dejes de lado.
La televisión se había encendido y allí estaba Wilbur Mercer.
–¿Por qué no dice nada? –dijo Joan.
–Porque Mercer ha hecho una promesa esta semana. Silencio Absoluto –Ray encendió un cigarrillo–. El Estado debería enviarme a mí, no a ti. Tú eres un timo.
–Al menos no soy un payaso –dijo Joan–, o una adepta de un payaso.
–Hay un dicho Zen –le recordó Ray delicadamente–: «Buda es un pedazo de papel higiénico». Y también este otro: «Buda a menudo...».
–Bueno, para un poco –dijo ella secamente–. Quiero ver a Mercer.
–Quieres ver –la voz de Ray estaba cargada de ironía–. ¿Es eso lo que quieres, por el amor de Dios? Nadie ve a Mercer, ahí está el meollo. –Arrojó su cigarrillo a la chimenea y se acercó al mueble de la televisión; allí, delante del mueble, Joan vio una caja metálica con dos asas, unidas a la televisión por un cable doble. Ray aferró las dos asas e inmediatamente una mueca de dolor atravesó su rostro.
–¿Qué pasa? –preguntó ella, asustada.
–N-nada. –Ray continuó aferrando las asas. En la pantalla, Wilbur Mercer caminaba lentamente por la desértica y olvidada superficie de la desolada ladera de un monte, con la cara alzada y una expresión de serenidad, o vacuidad, en sus descarnados rasgos de mediana edad. Jadeando, Ray soltó las asas–. Sólo pude sujetarlas durante cuarenta y cinco segundos esta vez. –Le explicó a Joan–. Esta es la caja de empatía, querida. No puedo contarte cómo la conseguí, para ser sincero no lo sé a ciencia cierta. Ellos la trajeron, la Organización que la distribuye, Wilbur Incorporated. Pero puedo contarte que cuando sujetas esas asas, ya no sigues viendo a Wilbur Mercer. Pasas a participar de su apoteosis. Porque pasas a sentir lo que él siente.
–Suena doloroso –dijo Joan.
–Sí –dijo Ray Meritan en voz baja–. Porque Wilbur Mercer está siendo asesinado. Camina hacia el lugar donde va a morir.
Horrorizada, Joan se apartó de la caja.
–Decías que era lo que necesitábamos –dijo Ray–. Recuerda, soy un telépata bastante bueno; no tengo que concentrarme mucho para leer tus pensamientos. «Si tan sólo pudiésemos sufrir». Eso fue lo que estabas pensando hace sólo un rato. Bien, aquí tienes tu oportunidad, Joan.
–Es... morboso.
–¿Era morboso tu pensamiento?
–¡Sí! –dijo ella.
–Veinte millones de personas son seguidores de Wilbur Mercer en estos momentos –dijo Ray Meritan–. Por todo el mundo. Y ellos sufren con él, mientras camina hacia Pueblo, Colorado. Al menos ahí es a donde dicen que se dirige. Personalmente tengo mis dudas. De cualquier forma, el Mercerismo es ahora lo que el Budismo Zen fue en su momento; tú vas a ir a Cuba a enseñar a los acaudalados banqueros chinos una forma de ascetismo que ya está obsoleta, a la que ya le ha llegado su día.
Sin decir nada, Joan se apartó de él y observó caminar a Mercer.
–Sabes que tengo razón –dijo Ray–. Puedo detectar tus emociones. Puedes no darte cuenta de ellas, pero están ahí.
En la pantalla una roca fue arrojada hacia Mercer. Le golpeó en el hombro.
Todo el que estuviese aferrando su caja de empatía, entendió de pronto Joan, sentiría aquello igual que Mercer.
Ray asintió.
–En efecto –dijo él.
–Y... ¿qué sucederá cuando esté finalmente muerto? –se estremeció ella.
–Veremos lo que sucede entonces –dijo Ray tranquilamente–. No lo sabemos.


II
–Creo que te equivocas, Boge –le dijo el Secretario de Estado Douglas Herrick a Bogart Crofts–. La chica puede ser la amante de Meritan, pero eso no significa que lo sepa.
–Esperaremos al señor Lee para que nos lo diga –dijo Crofts irritado–. Cuando ella llegue a La Habana él la estará esperando para reunirse con ella.
–¿El señor Lee no puede explorar a Meritan directamente?
–¿Un telépata explorando la mente de otro? –Bogart Crofts sonrío ante la idea. Se imaginó la absurda situación: el señor Lee leyendo la mente de Meritan y Meritan, que también era un telépata, podría leer la mente del señor Lee y descubrir que éste le estaba leyendo su mente, y Lee, leyendo la mente de Meritan, descubriría que Meritan lo sabía, y así una y otra vez. Una regresión sin fin, que terminaría en una fusión de mentes en la cual Meritan vigilaría sus pensamientos para no pensar sobre Wilbur Mercer.
–Es el parecido de los nombres lo que me persuade –dijo Herrick–. Meritan, Mercer. ¿Las tres primeras letras...?
–Ray Meritan no es Wilbur Mercer. Te contaré cómo lo sabemos. En colaboración con la CIA realizamos una grabación Ampex de las emisiones de Mercer, las amplificamos y las analizamos. Mercer se muestra en el habitualmente deprimente entorno de plantas de cactus, arena y rocas... ya sabes.
–Sí –dijo Herrick asintiendo–. Le llaman el Desierto.
–Al amplificarlo apareció algo en el cielo. Fue estudiado. No es la Luna. Es una luna, pero demasiado pequeña para ser la Luna. Mercer no está en la Tierra. Me pregunto si no será terrestre en absoluto.
Doblándose hacia adelante, Crofts cogió una pequeña caja metálica, evitando cuidadosamente las dos asas.
–Y estas cosas no han sido diseñadas ni fabricadas en la Tierra. Todo el Movimiento Mercer es no perteneciente a la Tierra de principio a fin, y esa es la situación a la que nos tenemos que enfrentar.
–Si Mercer no es de la Tierra –dijo Herrick–, entonces debe haber sufrido e incluso muerto antes, en otros planetas.
–Oh, sí –dijo Crofts–. Mercer, o cualquiera que sea su nombre real, debe tener una amplia experiencia en eso. Pero aún no sabemos qué queremos saber; ¿qué le sucede a la gente que aferra las asas de sus cajas de empatía?
Crofts se sentó en su escritorio y escudriñó la caja que yacía justo delante de él, con sus dos asas tentadoras. Nunca las había tocado y nunca lo había siquiera pretendido. Pero...
–¿Cuánto tardará Mercer en morir?, –preguntó Herrick–. Esperan que suceda en algún momento a finales de la próxima semana. Y el señor Lee habrá sacado algo de la mente de la chica para entonces, ¿es lo que crees? ¿Alguna pista de dónde está Mercer realmente?
–Eso espero –dijo Crofts, aún sentado frente a la caja de empatía, pero sin tocarla todavía. Debe ser una extraña experiencia, pensó, el poner las manos en las dos asas metálicas de apariencia corriente y descubrir, de forma instantánea, que ya no eres tú; que eres completamente otro hombre, en otro lugar, subiendo trabajosamente por un terreno inclinado, lúgubre e interminable, rumbo a una muerte segura. Al menos eso es lo que dicen. Pero oír hablar de ello... ¿a dónde transportará realmente? Supongamos que lo pruebo por mí mismo.
Sentir un dolor absoluto... eso era lo que le espantaba, lo que le impedía hacerlo.
Era increíble que la gente pudiese buscarlo deliberadamente en lugar de evitarlo. Aferrar las asas de la caja de empatía no era ciertamente el acto de una persona que buscase evadirse. No era evitar algo sino la búsqueda de algo. Y no del dolor como tal; Crofts sabía lo suficiente como para no conjeturar que los Merceristas fuesen simples masoquistas que deseaban el dolor. Era, lo sabía, el significado del dolor lo que atraía a los seguidores de Mercer.
Los seguidores sufrían por algo.
–Desean el sufrimiento –dijo en voz alta a su jefe– como un instrumento para negar sus existencias individuales e íntimas. Es una comunión en la cual todos ellos sufren y experimentan el vía crucis de Mercer juntos. –Como la Última Cena, pensó. Esa es la auténtica clave: la comunión, la participación que está detrás de todas las religiones. O que debería estar. La religión mantiene unidos a los hombres en un organismo compartido, común, y deja a todos los demás fuera.
–Pero ante todo –dijo Herrick– es un movimiento político, o al menos debe ser tratado como tal.
–Desde nuestro punto de vista –aceptó Crofts–. Pero no desde el suyo.
El intercomunicador del escritorio zumbó y se escuchó la voz de su secretaria.
–Señor, el señor John Lee está aquí.
–Dígale que entre.
El joven chino, delgado y alto, entró sonriendo y tendiendo su mano. Llevaba un traje pasado de moda de chaqueta recta y zapatos negros puntiagudos. Después de darse la mano el señor Lee dijo:
–Ella aún no ha salido para La Habana, ¿verdad?
–No –dijo Crofts.
–¿Es guapa? –dijo el señor Lee.
–Sí –dijo Crofts sonriendo hacia Herrick–. Pero difícil. Una mujer con carácter. Emancipada, si me entiende.
–Oh, del tipo sufragista –dijo el señor Lee sonriendo–. Detesto ese tipo de mujeres. Será más difícil de lo que pensaba, señor Crofts.
–Recuerde –dijo Crofts–, su trabajo es simplemente dejarse convertir. Todo lo que tiene que hacer es escuchar su propaganda sobre el Budismo Zen, aprender a responder unas cuantas preguntas del estilo de «¿Es este palo Buda?» y estar a la expectativa de unos cuantos pensamientos inexplicables en la cabeza de una practicante del Zen, ya me entiende, referentes a sentimientos implantados.
–O tonterías implantadas –dijo el señor Lee con una gran sonrisa–. De acuerdo, estoy preparado. Sentimientos, tonterías; en Zen son lo mismo. –Se puso serio–. Por supuesto, yo soy un comunista –dijo–. La única razón por la que hago esto es porque el Partido de La Habana ha adoptado la postura oficial de que el Mercerismo es peligroso y debe ser erradicado. –Sombríamente, continuó–: Debo decir que esos Merceristas son unos fanáticos.
–Cierto –se mostró de acuerdo Crofts–. Y debemos trabajar para que desaparezcan. –Señaló la caja de empatía–. ¿Alguna vez ha...?
–Sí –dijo el señor Lee–. Es una forma de castigo. Autoimpuesto, sin duda por razones de culpa. La ociosidad provoca ese tipo de emociones en la gente si se utiliza adecuadamente; de otra forma no surgen.
Crofts pensó: Este hombre no ha entendido el asunto en absoluto. Es un simple materialista. Típico de una persona que ha nacido en una familia comunista, que ha crecido en una sociedad comunista. Todo es blanco o negro.
–Se equivoca –dijo el señor Lee; había estado leyendo los pensamientos de Crofts.
–Lo siento, lo olvidé –dijo Crofts sonrojándose–. No pretendía ofenderle.
–He visto en su mente –dijo el señor Lee– que usted cree que Wilbur Mercer, como él se llama a sí mismo, puede no ser de la Tierra. ¿Conoce la posición del Partido a ese respecto? Se debatió hace tan sólo unos días. El Partido ha adoptado la posición de que no existen razas no terrestres en el Sistema Solar, que creer en vestigios de que razas superiores del pasado existen todavía es una forma de misticismo morboso.
Crofts suspiró.
–Resolver un asunto empírico a través de una votación... Determinarlo con una base estrictamente política... No puedo entender eso.
Llegados a ese punto el Secretario de Estado Herrick intervino, apaciguando a ambos hombres.
–Por favor, no nos dejemos llevar a un punto muerto por cuestiones teóricas en las que nunca nos pondremos de acuerdo. Centrémonos en lo fundamental... el Partido Mercerista y su rápido crecimiento por todo el planeta.
–Totalmente de acuerdo, por supuesto –dijo el señor Lee.


III
En el aeropuerto de La Habana, Joan Hiashi observó cómo a su alrededor los otros pasajeros iban rápidamente de la nave a la entrada número veinte.
Parientes y amigos habían salido previsoramente a la pista, como hacían siempre, desafiando la normativa del aeropuerto. Entre ellos vio a un joven chino alto y delgado, con una sonrisa de bienvenida en su rostro.
Avanzando hacia él, le llamó.
–¿El señor Lee?
–Sí –él se apresuró a reunirse con ella–. Es la hora de la cena. ¿Le gustaría cenar? La llevaré al restaurante Hang Far Lo. Tienen pato relleno y sopa de nido de pájaro, todo al estilo cantonés... muy dulce, pero bueno de vez en cuando.
Enseguida estuvieron en el restaurante, en un reservado de tela rojo cuero de imitación. Los cubanos y los chinos charlaban por todas partes a su alrededor; el aire olía a carne de cerdo frita y humo de puros.
–¿Usted es el presidente del Instituto de La Habana para Estudios Asiáticos? –preguntó ella para asegurarse de que no había sido una confusión.
–Correcto. El Partido Comunista Cubano nos tiene entre ceja y ceja debido a nuestro carácter religioso. Pero muchos de los chinos de la Isla asisten a las conferencias o están en nuestra lista de correo. Y, como sabe, hemos tenido muchos distinguidos estudiosos de Europa y el Sudeste Asiático que han venido a hablar... Por cierto, hay una parábola Zen que no entiendo. «El mono qué cortó al gatito por la mitad...». La he estudiado y he reflexionado sobre ella, pero no veo cómo Buda pudo estar presente cuando se sometió a tal crueldad a un animal. –Se apresuró a añadir–. No quiero discutir con usted. Simplemente busco información.
–De todas las parábolas Zen –dijo Joan– es la que causa más dificultades. La pregunta a hacerse es: «¿Dónde está el gatito ahora?».
–Eso me recuerda el inicio del Bhagavad Gîtâ –dijo el señor Lee, con un rápido asentimiento–. Recuerdo a Arjuna diciendo:

El arco de Gandiva se desliza de mi mano
¡Augurios del mal!
¿Qué podemos esperar de esta matanza de congéneres?

–Correcto –dijo Joan–. Y, por supuesto, recuerda la respuesta de Krishna. Es la afirmación más profunda de toda la religión pre-Budista en lo tocante a la muerte y el combate.
El camarero se acercó para tomar nota. Era un cubano vestido con ropa caqui y boina.
–Pruebe el won ton frito –recomendó el señor Lee–. Y el chow yuk, y por supuesto los rollitos. ¿Tienen rollitos hoy? –le preguntó al camarero.
–Sí, señor Lee. –dijo el camarero, mientras se escarbaba los dientes con un palillo.
El señor Lee pidió para los dos y el camarero se retiró.
–Sabe –dijo Joan–, cuando se ha vivido cerca de un telépata tanto tiempo como lo he hecho yo, te vuelves consciente de cuando alguien se concentra para leerte la mente. Siempre sé cuando Ray está intentando encontrar algo en mi mente. Usted es un telépata. Y está leyendo mi mente con mucha intensidad en este momento.
–Ojalá fuese así, señorita Hiashi –dijo el señor Lee sonriendo.
–No tengo nada que ocultar –dijo Joan–. Pero me pregunto por qué está tan interesado en lo que estoy pensando. Sabe que trabajo para el Departamento de Estado de Estados Unidos; eso no es ningún secreto. ¿Teme que haya venido a Cuba en calidad de espía? ¿Para estudiar las instalaciones militares? ¿Algo así? –se entristeció–. No es un buen comienzo –dijo–. No ha sido honesto conmigo.
–Usted es una mujer muy atractiva, señorita Hiashi –dijo el señor Lee sin perder un ápice de aplomo–. Era simple curiosidad por ver... ¿me atreveré a decirlo? Su orientación sexual.
–Está mintiendo –dijo Joan en voz baja.
Esta vez la sonrisa dulce desapareció; él la miró fijamente.
–La sopa de nido de pájaro, señor –el camarero había vuelto; colocó la humeante sopera en el centro de la mesa–. Té. –puso en la mesa una tetera y dos pequeñas tazas blancas sin asas–. Señorita, ¿quiere palillos?
–No –dijo distraídamente.
Del exterior del reservado llegó un grito de angustia. Joan y el señor Lee se levantaron. El señor Lee descorrió la cortina; el camarero también estaba contemplando la escena y riendo.
En una mesa de la esquina opuesta del restaurante estaba sentado un anciano caballero cubano con sus manos aferradas a las asas de una caja de empatía.
–También aquí –dijo Joan.
–Son como la peste –dijo el señor Lee–. Molestando mientras comemos.
–Loco –dijo el camarero. Sacudió la cabeza, aún riendo ente dientes.
–Sí –dijo Joan–. Señor Lee, permaneceré aquí e intentaré hacer mi trabajo, a pesar de lo que ha ocurrido entre nosotros. No sé por qué han enviado deliberadamente un telépata para recibirme, posiblemente sean sospechas paranoides comunistas sobre los extranjeros, pero en cualquier caso tengo un trabajo que hacer aquí y pretendo hacerlo. Así que, ¿quiere discutir sobre el gatito desmembrado?
–¿Mientras comemos? –dijo el señor Lee débilmente.
–Usted sacó el tema de conversación –dijo Joan, y prosiguió, a pesar de la expresión de intensa desdicha de la cara del señor Lee cuando se sentó y comenzó a tomar su sopa de nido de pájaro.

En el estudio de Los Ángeles de la emisora de televisión KKHF, Ray Meritan se sentó frente a su arpa, aguardando su entrada. Había decidido que «Cuán alta la Luna» sería su primera pieza. Bostezó y siguió observando la cabina de control.
Junto a él, en el escenario, el comentarista de jazz Glen Goldstream limpiaba sus gafas sin montura con un fino pañuelo de lino.
–Creo que empezaré con Gustav Mahler esta noche –dijo.
–¿Quién demonios es ese?
–Un gran compositor de finales del siglo diecinueve. Muy romántico. Compuso peculiares sinfonías y canciones populares. Estoy pensando, de todas formas, en los patrones rítmicos del «Borracho en Primavera» de su «Canción de la Tierra». ¿Nunca la ha escuchado?
–No –dijo Meritan impacientemente.
–Muy gris verdoso.
Ray Meritan no se sentía muy gris verdoso esa noche. Aún le dolía la cabeza por la roca que le habían arrojado a Wilbur Mercer. Meritan había intentado soltarse de la caja de empatía cuando vio venir la roca, pero no había sido lo suficientemente rápido. Había golpeado a Mercer en la sien derecha, haciéndole sangrar.
–Me he topado con tres Merceristas esta tarde –dijo Glen–. Y todos ellos tenían un aspecto terrible. ¿Qué le sucedió hoy a Mercer?
–¿Cómo voy a saberlo?
–Te estás comportando como lo hacían ellos. Es la cabeza, ¿verdad? Te conozco lo suficiente, Ray. Estás metido en algo nuevo y extraño, ¿qué me importa si eres un Mercerista? Disfruto pensando que quizá te apetecería una pastilla para el dolor.
–Eso debería acabar completamente con el problema, ¿no? –dijo Ray Meritan bruscamente–. Una pastilla para el dolor. «Eh, señor Mercer, mientras sube la colina, ¿qué le parece una inyección de morfina? No sentirá nada» –rasgó unas notas de su arpa, liberando sus emociones.
–Estás en el aire –dijo el productor desde la cabina de control.
Su tema, «Esto es Abundancia», fluyó desde la mesa de grabación hasta la cabina de control y en la cámara número dos, que enfocaba a Goldstream, se encendió una luz roja.
–Buenas tardes, damas y caballeros –dijo Goldstream con los brazos cruzados–. ¿Qué es el jazz?
Eso es lo que yo me pregunto, pensó Meritan. ¿Qué es el jazz? ¿Qué es la vida? Se frotó su frente golpeada y martirizada por el dolor y se preguntó cómo podría resistir la próxima semana. Wilbur Mercer se estaba acercando a su destino. Cada día se volvería peor...
–Y tras una breve pausa para un anuncio importante –estaba diciendo Goldstream– volveremos para contarles más sobre el mundo de los hombres y mujeres gris verdosos, esa gente peculiar, y el mundo del arte del único e inimitable Ray Meritan.
La grabación del anuncio publicitario apareció en la pantalla de televisión frente a Meritan.
–Tomaré esa pastilla para el dolor –le dijo Meritan a Goldstream.
Le tendió una pastilla amarilla, plana y con surcos.
–Paracodeina –dijo Goldstream–. Altamente ilegal, pero efectiva. Una droga adictiva... Me sorprende que tú, de entre todo el mundo, no lleves una encima.
–Solía –dijo Ray, mientras cogía un vaso de agua de plástico y se tragaba la pastilla.
–Y tú estás en eso del Mercerismo.
–Yo ahora... –miró fijamente a Goldstream; ambos se conocían, debido a sus profesiones, desde hacía años–. No soy un Mercerista –dijo–, así que olvídalo, Glen. Es sólo una coincidencia que tenga dolor de cabeza la noche en que Mercer ha sido golpeado en la sien por una afilada roca arrojada por algún retrasado mental sádico que debería ser el que estuviese subiendo a rastras por esa colina –frunció el ceño hacia Goldstream.
–Entiendo –dijo Goldstream–. El Departamento de Salud Mental de los EEUU está a punto de pedirle al Departamento de Justicia que detenga a todos los Merceristas.
De repente se giró para encarar la cámara dos. Una sonrisa apenas esbozada atravesó su cara y dijo suavemente:
–El gris verdoso comenzó hace unos cuatro años, en Pinole, California, en el ahora con justicia famoso Double Shot Club donde Ray Meritan tocaba, allá por 1993 y 1994. Esta noche, Ray nos tocará una de sus más conocidas y exitosas piezas, «Una vez enamorado de Amy» –se volvió hacia Meritan– Ray... ¡Meritan!
Plunk, plunk, el arpa comenzó a sonar cuando los dedos de Meritan acariciaron las cuerdas.
Un ejemplo espléndido, pensó mientras tocaba. Eso es para lo que el FBI me utilizará con los adolescentes, para enseñarles en qué no hay que convertirse. Primero metido en la Paracodeina, ahora con Mercer. ¡Cuidado, chicos!
Fuera de cámara, Glen Goldstream sostenía un cartel que había garabateado.
En él, Goldstream había escrito con un rotulador:

ESO ES LO QUE QUIEREN SABER

Una invasión de alguna parte del exterior, pensó Meritan mientras tocaba. De eso es de lo que están asustados. Temen lo desconocido, como los niños pequeños. Eso son los círculos de poder: niños pequeños que huyen asustados jugando a juegos rituales con juguetes superpoderosos.
Le llegó un pensamiento de uno de los operarios de la cabina de control. Mercer había sido herido.
Ray Meritan desvió su atención hacia allí inmediatamente, leyendo la mente tan intensamente como podía. Sus dedos rasgueaban el arpa de manera refleja.
El Gobierno había declarado ilegales las llamadas cajas de empatía.
Pensó inmediatamente en su propia caja de empatía, delante de su aparato de televisión en la sala de estar de su apartamento.
La Organización que distribuía y vendía las cajas de empatía había sido declarada ilegal, y el FBI había realizado arrestos en varias de las ciudades más importantes. Se esperaba que otros países siguiesen la iniciativa.
¿Cuán malherido? Se preguntó ¿Agoniza?
Y, ¿qué habría pasado con los Merceristas que estaban aferrando las asas de sus cajas de empatía en ese momento? ¿Cómo estaban ahora? ¿Recibiendo atención médica?
¿Deberíamos emitir la noticia ya mismo?, estaba pensando el operario de la cabina de control. ¿O esperar hasta los anuncios?
Ray Meritan dejó de tocar su arpa y dijo claramente por el micrófono:
–Wilbur Mercer ha sido herido. Es lo que habíamos estado esperando, pero es aún una tragedia mayor. Mercer es un Santo.
Con los ojos desorbitados, Glen Goldstream se le quedó mirando anonadado.
–Creo en Mercer –dijo Ray Meritan, y toda la audiencia de su canal en los Estados Unidos escuchó su confesión de fe–. Creo en que sus sufrimientos, heridas y muerte tienen un propósito para cada uno de nosotros.
Estaba hecho; había cruzado la línea. Y no había requerido demasiado coraje.
–Rezad por Wilbur Mercer –dijo, y continuó tocando el arpa con su estilo gris verdoso.
Tonto, estaba pensando Glen Goldstream. ¡Huye! Estarás encarcelado en menos de una semana. ¡Tu carrera está arruinada!
Plunk, plunk, Ray siguió tocando su arpa y le dedicó una sonrisa forzada a Glen.


IV
–¿Conoce la historia del monje Zen que estaba jugando al escondite con los niños? –dijo el señor Lee–. ¿Fue Basho quien la contó? El monje se escondió en un retrete del patio y los niños no pensaron en mirar allí, de forma que le dejaron olvidado allí. Era un hombre muy sencillo. Al día siguiente...
–Reconozco que el Zen es una forma de estupidez –dijo Joan Hiashi–. Ensalza las virtudes de ser sencillo e inocente. Y recuerde, el significado original de «inocente» es alguien al que se le engaña fácilmente, se le tima con facilidad –sorbió un poco de su té y lo encontró frío.
–Entonces usted es una auténtica practicante Zen –dijo el señor Lee–. Porque ha sido engañada. –Metió la mano en su abrigo y sacó una pistola que apuntó hacia Joan–. Queda usted arrestada.
–¿Por el Gobierno Cubano? –consiguió decir ella.
–Por el Gobierno de los Estados Unidos –dijo el señor Lee–. He leído su mente y he averiguado que sabe que Ray Meritan es un destacado Mercerista y a usted misma le atrae el Mercerismo.
–¡Pero no lo soy!
–Inconscientemente se siente atraída. Está a punto de cambiar de bando. Puedo detectar esas ideas, incluso aunque usted se las niegue a sí misma. Vamos a volver a los Estados Unidos, usted y yo, y allí nos reuniremos con el señor Ray Meritan y él nos llevará hasta Wilbur Mercer; es tan simple como eso.
–¿Y por eso he sido enviada a Cuba?
–Yo soy miembro del Comité Central del Partido Comunista Cubano –dijo el señor Lee–. Y el único telépata en ese Comité. Acordamos trabajar en cooperación con el Departamento de Estado de los Estados Unidos durante la actual crisis de Mercer. Nuestro avión, señorita Hiashi, sale para Washington DC dentro de media hora; regresemos al aeropuerto inmediatamente.
Joan Hiashi recorrió con la vista, impotente, el restaurante. El resto de la gente que estaba comiendo, los camareros... nadie prestaba atención. Se levantó cuando un camarero pasó junto a ella con una bandeja cargada.
–Este hombre –dijo señalando al señor Lee– quiere secuestrarme. Ayúdeme, por favor.
El camarero miró al señor Lee, vio quién era, le sonrió a Joan y se encogió de hombros.
–El señor Lee es un hombre importante –dijo el camarero y continuó camino con su bandeja.
–Lo que ha dicho es cierto –le dijo el señor Lee.
Joan salió corriendo del reservado y atravesó el restaurante.
–Ayúdeme –le dijo al anciano Mercerista cubano que estaba sentado frente a su caja de empatía–. Soy Mercerista. Quieren arrestarme.
El hombre levantó la cara vieja y arrugada; la estaba examinando.
–Ayúdeme –dijo ella.
–Rece a Mercer –dijo el anciano.
No puede ayudarme, comprendió ella. Se giró hacia el señor Lee, que la había seguido y continuaba apuntándola con la pistola.
–Este anciano no va a hacer nada –dijo el señor Lee–. Ni siquiera va a levantarse.
Ella se rindió.
–De acuerdo. Me rindo.
La televisión situada en una esquina cesó de repente de emitir su basura de todos los días; la imagen de la cara de una mujer y de un bote de detergente desapareció abruptamente y la pantalla mostró sólo oscuridad. Entonces, en español, un locutor comenzó a hablar.
–Herido –dijo el señor Lee, escuchando–. Pero Mercer no ha muerto. ¿Le asusta como Mercerista, señorita Hiashi? ¿No se siente afectada? Oh, pero es normal. Antes tiene que estar aferrando las asas para que le afecte. Debe ser un acto voluntario.
Joan tocó la caja de empatía del anciano cubano durante un momento y entonces aferró las asas. El señor Lee la miró sorprendido; avanzó hacia ella, intentando alcanzar la caja...
No fue dolor lo que sintió. ¿Es así? se preguntó mientras veía como a su alrededor el restaurante palidecía y desaparecía. Quizás Wilbur Mercer está inconsciente; eso debe ser. Estoy huyendo de usted, pensó para el señor Lee. Usted no puede, o al menos no quiere, seguirme a donde he ido: al mundo tumba de Wilbur Mercer, que está agonizando en alguna parte de una árida colina, rodeado de enemigos. Ahora estoy con él. Y supone escapar de algo aún peor. De usted. Y no será capaz de hacerme regresar nunca.
Vio a su alrededor una superficie desolada. El aire olía a cactus; era el desierto, y no llovía nunca.
Un hombre estaba de pie ante ella, una dolorosa luz hirió sus ojos grises y henchidos de dolor.
–Soy tu amigo –dijo– pero debes continuar como si yo no existiese. ¿Puedes entenderlo? –mostró sus manos vacías.
–No –dijo ella–. No puedo entenderlo.
–¿Cómo puedo salvarte –dijo el hombre– si no puedo salvarme a mí mismo? –sonrió–. ¿No lo ves? No hay salvación.
–¿Entonces que sentido tiene todo? –preguntó ella.
–Mostrarte –dijo Wilbur Mercer– que no estás sola. Yo estoy aquí contigo y siempre lo estaré. Regresa y enfréntate a ellos. Y diles esto.
Soltó las asas.
El señor Lee, apoyando la pistola contra ella, dijo:
–¿Y bien?
–Adelante –dijo–. Regresemos a los Estados Unidos. Entrégueme al FBI. No importa.
–¿Qué vio? –dijo el señor Lee con curiosidad.
–No se lo voy a decir.
–Pero puedo enterarme de todas formas. De su mente –la estaba explorando en aquel instante, escuchando con su cabeza inclinada hacia un lado. Las comisuras de sus labios se torcieron como si estuviese contrariado.
–No diría que sea nada importante –dijo–. Mercer la miró a la cara y le dijo que no podía hacer nada por usted... ¿ese es el hombre por el que daría la vida, usted y todos los demás? Están enfermos.
–En el mundo de los locos –dijo Joan–, los enfermos están sanos.
–¡Qué tontería! –dijo el señor Lee.

–Fue interesante –le dijo el señor Lee a Bogart Crofts–. Ella se convirtió en una Mercerista justo delante de mí. El impulso latente la transformó en lo que ahora es... eso prueba que estaba en lo cierto cuando leí su mente.
–Ahora podremos capturar a Meritan –le dijo Crofts a su superior, el Secretario Herrick–. Se marchó del estudio de televisión en Los Ángeles, donde se enteró de la noticia de la grave herida de Mercer. Después de eso nadie parece saber qué hizo. No regresó a su apartamento. La Policía confiscó su caja de empatía y no tiene ni idea de dónde puede estar.
–¿Dónde está Joan Hiashi? –preguntó Crofts.
–Está retenida en Nueva York –dijo el señor Lee.
–¿Con qué cargos?
–Agitación política hostil contra la seguridad de los Estados Unidos –dijo el señor Lee sonriendo–. Y arrestada por un alto cargo comunista en Cuba. Es una paradoja Zen que sin duda será del agrado de la señorita Hiashi.
Mientras tanto, meditó Bogart Crofts, las cajas de empatía estaban siendo confiscadas en grandes cantidades. Pronto empezarían a destruirlas. En cuarenta y ocho horas la mayor parte de las cajas de empatía de los Estados Unidos dejarían de existir, incluyendo la que estaba en su oficina.
Aún descansaba sobre su escritorio, sin haber sido usada. Había sido él el que había pedido originalmente que fuese comprada y durante todo aquel tiempo había mantenido sus manos apartadas de ella, ni siquiera había pretendido usarla. Ahora quería usarla desesperadamente.
–¿Qué sucedería –le preguntó al señor Lee– si aferrase esas dos asas? No hay equipo de televisión aquí. No tengo ni idea de lo que está haciendo ahora mismo Wilbur Mercer; de hecho por lo que sé debe estar finalmente muerto.
–Si aferra las asas, señor –dijo el señor Lee–, entrará en... no sé si usar la palabra, pero parece ser adecuada. Una comunión mística. Con el señor Wilbur Mercer, dondequiera que esté; compatirá su sufrimiento, como sabe, pero eso no es todo. También participará en su... –el señor Lee reflexionó– «forma de ver el mundo» no es la expresión adecuada. ¿Ideología? No.
–¿Estado de trance? –sugirió el Secretario Herrick.
–Quizás sea eso –dijo el señor Lee frunciendo el ceño–. No, eso tampoco es. No hay una palabra que lo exprese, y ese es el quid. No puede ser descrito... debe ser experimentado.
–Lo probaré –decidió Crofts.
–No –dijo el señor Lee–. No, si sigue mi consejo. Le aconsejo que se mantenga alejado. Vi como la señorita Hiashi lo hacía y vi el cambio que se produjo en ella. ¿Hubiese probado la paracodeina cuando era popular entre la masa cosmopolita y desarraigada? –dijo disgustado.
–He probado la paracodeina –dijo Crofts–. No me hizo absolutamente nada.
–¿Qué has hecho qué, Boge? –le preguntó el Secretario Herrick.
–Quiero decir –dijo Bogart Crofts encogiéndose de hombros– que no veo razón alguna para que a alguien le guste y quiera convertirse en un adicto a ello.
Y por fin aferró las dos asas de la caja de empatía.


V
Caminando lentamente bajo la lluvia, Ray Meritan se dijo a sí mismo: Tienen mi caja de empatía y si regreso al apartamento me atraparán.
Su talento telepático le había salvado. Cuando entraba al edificio había captado los pensamientos de la Brigada de Policía local.
Ahora era pasada la medianoche. El problema es que soy demasiado conocido, se dio cuenta, debido a mi condenado programa de televisión. No importará a donde vaya, me reconocerán.
Al menos en cualquier lugar de la Tierra.
¿Dónde está Wilbur Mercer? se preguntó. ¿En este Sistema Solar o en alguna parte más allá de él, bajo un sol totalmente diferente? Quizás nunca lo sepamos. O al menos yo nunca lo sabré.
Pero, ¿importa? Wilbur Mercer está en alguna parte; eso es todo lo que importa. Y siempre habrá un camino que conduzca hasta él. La caja de empatía siempre llegaba hasta allí, o al menos lo hacía hasta que la Policía se las llevó. Y Meritan presentía que la Compañía distribuidora que había proporcionado las cajas de empatía, y que llevó una existencia en las sombras desde siempre, encontraría una forma de evitar a la policía. Si él estaba en lo cierto...
En medio de la lluviosa oscuridad distinguió las luces rojas de un bar. Fue hasta allí y entró.
–Oiga –le dijo al dueño del bar– ¿tiene una caja de empatía? Le pagaré cien dólares si me deja usarla.
El dueño del bar, un corpulento y enorme hombre de brazos peludos, dijo:
–Na, no tengo na de eso. Fuera.
La gente del bar le miró.
–Ahora eso es ilegal –dijo uno de ellos.
–Hey, es Ray Meritan –dijo otro–. El músico de jazz.
–Toque algo de jazz gris verdoso para nosotros, músico –dijo otro hombre perezosamente. Le dio un sorbo a su jarra de cerveza.
Meritan se dirigió a la salida del bar.
–Espera –dijo el dueño del bar–. Para ahí, amigo. Ve a esta dirección –escribió algo en una caja de cerillas y se la tendió a Meritan.
–¿Cuánto le debo? –dijo Meritan.
–Oh, cinco dólares deberían ser suficientes.
Meritan le pagó y se fue del bar con la caja de cerillas en su bolsillo. Probablemente sea la dirección de la Comisaría de Policía local, se dijo a sí mismo. Pero le daré una oportunidad de cualquier forma.
Si pudiese usar una caja de empatía una vez más...
La dirección que le había dado el dueño del bar era un viejo y decrépito edificio de madera en los barrios bajos de Los Ángeles. Llamó a la puerta y esperó.
La puerta se abrió. Una gruesa mujer de mediana edad vestida con una bata y zapatillas de lana le miró de arriba abajo.
–No soy de la Policía –dijo Meritan–. Soy un Mercerista. ¿Puedo usar su caja de empatía?
La puerta se abrió lentamente; la mujer le examinó a fondo y evidentemente le creyó, aunque no dijo nada.
–Siento molestarla tan tarde –se disculpó él.
–¿Qué le ha pasado, señor? –dijo la mujer–. Tiene un aspecto horrible.
–Es por Wilbur Mercer –dijo Ray–. Está herido.
–Úsela –dijo la mujer mientras le llevaba, arrastrando los pies, hasta un salón oscuro y frío donde un loro dormía en una jaula de alambre enorme y retorcida. Allí, en aquel cuarto de radio decorado a la antigua, vio la caja de empatía. Sintió cómo le invadía una sensación de alivio al verla.
–No sea tímido –dijo la mujer.
–Gracias –dijo él, y aferró las asas.
–Usaremos a la chica –dijo una voz en su oído–. Ella nos llevará hasta Meritan. Estoy autorizado a hacerle una oferta para empezar.
Ray Meritan no reconoció la voz. No era la de Wilbur Mercer.
Pero aun así, desconcertado, siguió aferrando firmemente las asas, escuchando; se quedó congelado, con los brazos extendidos y empuñando con firmeza las asas.
–Lo de la fuerza invasora no terrestre ha convencido al segmento más crédulo de nuestra comunidad, pero creo firmemente que este segmento está siendo manipulado por una minoría cínica de oportunistas bien situados, como Meritan. Se están embolsando una buena cantidad de dinero con esta locura de Wilbur Mercer –recitó la voz, llena de seguridad.
Ray Meritan sintió miedo cuando lo escuchó. Esta vez había alguien en el otro lado, comprendió. De alguna forma había entrado en contacto empático con él, y no con Wilbur Mercer.
¿O lo había hecho Wilbur Mercer deliberadamente, lo había preparado así? Siguió escuchando.
–... tienen que sacar a la chica, Hiashi, de Nueva York y traerla de vuelta aquí, donde podamos examinarla más en profundidad –añadió la voz–. Como le dije a Herrick...
Herrick, el Secretario de Estado. Meritan se percató de que eran los pensamientos de alguien del Departamento de Estado, referidos a Joan. Quizás era el funcionario del Estado que la había contratado.
Entonces ella no estaba en Cuba. Estaba en Nueva York. ¿Qué había ido mal? Todo aquello hacía pensar que el Estado simplemente había utilizado a Joan para atraparle a él.
Soltó las asas y la voz se desvaneció.
–¿Le encontró? –preguntó la mujer de mediana edad.
–S-sí –dijo Meritan, desconcertado, intentando orientarse en el cuarto desconocido.
–¿Cómo está él? ¿Está bien?
–Yo... no lo sé exactamente –respondió Meritan, con sinceridad. Pensó: debo ir a Nueva York. E intentar ayudar a Joan. Ella está metida en esto por mi culpa; no tengo elección. Aunque me atrapen por hacerlo... ¿cómo podría abandonarla?

–No me conecté con Mercer –dijo Bogart Crofts.
Se apartó de la caja de empatía y la miró con resentimiento.
–Conecté con Meritan. Pero no sé dónde está. En el momento en que aferré las asas de esta caja, Meritan aferró las suyas en alguna otra parte. Estuvimos unidos y ahora sabe todo lo que yo sé. Y nosotros sabemos todo lo que él sabe, que no es mucho. –Perplejo, se volvió hacia el Secretario Herrick–. No sabe nada de Wilbur Mercer que no sepamos nosotros; estaba intentado conectarse con él. Definitivamente no es Mercer. –Crofts se sumió en el silencio.
–Hay algo más –dijo Herrick, volviéndose hacia el señor Lee–. ¿Qué más averiguó de Meritan, señor Lee?
–Meritan va a ir a Nueva York para intentar encontrar a Joan Hiashi –dijo Lee, leyendo atentamente la mente de Crofts–. Averiguó esto del propio señor Meritan durante el tiempo que sus mentes estuvieron fusionadas.
–Nos prepararemos para recibir al señor Meritan –dijo el Secretario Herrick con una mueca.
–¿He experimentado lo que ustedes los telépatas pueden hacer siempre? –le preguntó Crofts al señor Lee.
–Sólo cuando uno de nosotros se acerca a otro telépata –dijo el señor Lee–. Puede ser desagradable. Lo evitamos, porque si las dos mentes son muy distintas y en consecuencia entran en conflicto, puede ser psicológicamente muy dañino. Daré por hecho que usted y Meritan entraron en conflicto.
–Pero oigan, –dijo Crofts– ¿porqué vamos a continuar con esto? Ahora sé que Meritan es inocente. No sabe una maldita cosa sobre Mercer o la organización que distribuye esas cajas salvo su nombre.
Todos quedaron en silencio momentáneamente.
–Pero él es una de las pocas celebridades que se ha unido a los Merceristas –señaló el Secretario Herrick. Le tendió un teletipo impreso a Crofts–. Y lo ha hecho abiertamente. Si te tomas la molestia de leer esto...
–Sé que proclamó su devoción por Mercer en su programa de televisión esta tarde –dijo Crofts estremeciéndose.
–Cuando te enfrentas a una fuerza extraterrestre organizada de un sistema solar totalmente distinto debes moverte con cuidado –dijo el Secretario Herrick–. Seguiremos intentando atrapar a Meritan, y definitivamente a través de la señorita Hiashi. La sacaremos de la cárcel y haremos que la sigan. Cuando Meritan contacte con ella...
–No diga lo que pretende decir, señor Crofts –le dijo el señor Lee a Crofts–. Eso acabará con su carrera para siempre.
–Herrick, todo esto es una equivocación –dijo Crofts–. Meritan es inocente y también lo es Joan Hiashi. Si intentas atrapar a Meritan dimito de mi cargo en el Estado...
–Pon por escrito tu dimisión y entrégamela –dijo el Secretario Herrick. Su cara se había ensombrecido.
–Es una pena –dijo el señor Lee–. Supongo que el contacto con el señor Meritan ha nublado su juicio, señor Crofts. Le ha influido malignamente, expúlselo, por el bien de su larga carrera y del país, por no mencionar a su familia.
–Lo que estamos haciendo está mal –repitió Crofts.
El Secretario Herrick le miró coléricamente.
–No hay duda de lo que esas cajas de empatía han hecho... Ahora lo he visto con mis propios ojos. Ahora no me echaría atrás por nada del mundo.
Cogió la caja de empatía que había usado Crofts. La levantó bien alto y la arrojó contra el suelo. La caja se rompió y se convirtió en un montón de trozos irregulares.
–No considere esto como el acto de un niño –dijo–. Quiero que desaparezca cualquier posible contacto entre Meritan y nosotros. Sólo puede ser algo perjudicial.
–Si le capturamos –dijo Crofts– podrá continuar ejerciendo su influencia sobre nosotros –corrigió enseguida la afirmación–. O mejor dicho, sobre mí.
–Que sea como tenga que ser. Pretendo continuar –dijo el Secretario Herrick–. Y por favor, presente su dimisión, señor Crofts, pretendo llevar eso a cabo también. –Se le veía ceñudo y decidido.
–Secretario –dijo el señor Lee–, puedo leer la mente del señor Crofts y veo que está aturdido en este momento. Es la víctima inocente de una situación quizás provocada por Wilbur Mercer para sembrar la confusión entre nosotros. Y si acepta la dimisión del señor Crofts, Mercer habrá triunfado.
–No importa si la acepta o no –dijo Crofts–. Porque en cualquier caso dimito.
El señor Lee suspiró.
–La caja de empatía le ha convertido súbitamente en un telépata involuntario y eso ha sido demasiado. –Le dio una palmada al señor Crofts en el hombro–. Los poderes telepáticos y la empatía son dos versiones de lo mismo. Podría llamársele «caja de telepatía». Sorprendentemente, esos seres extraterrestres pueden fabricar lo que nosotros sólo hemos podido conseguir por evolución.
–Dado que usted puede leer mi mente –le dijo Crofts–, sabe lo que planeo hacer. No tengo ninguna duda de que se lo contará al Secretario Herrick.
El señor Lee sonrió sin ganas.
–El Secretario y yo estamos cooperando en beneficio de la paz mundial. Ambos tenemos nuestras instrucciones. –Se dirigió a Herrick–. Este hombre está tan alterado que ahora mismo pretende cambiar de bando. Unirse a los Merceristas antes de que todas las cajas sean destruidas. Le ha gustado ser un telépata involuntario.
–Si cambia de bando será arrestado –dijo Herrick–. Lo prometo.
Crofts no dijo nada.
–No ha cambiado de idea –dijo educadamente el señor Lee, asintiendo para los dos hombres, aparentemente sorprendido por la situación.
Pero en lo más profundo de su ser, el señor Lee estaba pensando: Conectar directamente a Crofts con Meritan ha sido una estocada brillante y audaz del que se hace llamar Mercer. Sin duda había previsto que Crofts recibiría las intensas influencias del núcleo duro del Movimiento. El siguiente paso será que Crofts vuelva a usar una caja de empatía, si puede encontrar una, y esta vez el propio Mercer contactará con él personalmente. Para hablar con su nuevo discípulo.
Han ganado un hombre, comprendió el señor Lee. Van ganando.
Pero a la postre ganaremos nosotros. Porque en último término conseguiremos destruir todas las cajas de empatía y sin ellas Wilbur Mercer no puede hacer nada. Es el único medio que él, o ello, tiene de entrar en contacto y controlar a la gente, como ha hecho aquí con el desdichado señor Crofts. Sin las cajas de empatía el movimiento está inerme.


VI
En el mostrador de la UWA, en el aeropuerto Rocky Field de Nueva York, Joan Hiashi hablaba con el empleado uniformado.
–Quiero comprar un billete de ida a Los Ángeles en el siguiente vuelo. Avión a reacción o cohete, no me importa. Sólo quiero llegar allí.
–¿Primera clase o turista? –preguntó el empleado.
–Oh, demonios –dijo Joan fatigosamente–, simplemente véndame un billete. Cualquier clase de billete –abrió su bolso.
Cuando iba a pagar el billete una mano la detuvo. Se dio la vuelta y allí estaba Ray Meritan, con una expresión de alivio en la cara.
–Menudo sitio pata intentar leer tus pensamientos –dijo–. Vamos, vayamos a un sitio más tranquilo. Tienes diez minutos antes de que salga tu vuelo.
Se apresuraron a atravesar el edificio hasta que llegaron a una rampa desierta. Allí se detuvieron y Joan habló.
–Escucha, Ray, sé que te han tendido una trampa. Por eso me han dejado libre. Pero, ¿a dónde podría ir si no es junto a ti?
–No te preocupes por eso –dijo Ray–. Me iban a atrapar antes o después. Estoy seguro de que saben que abandoné California y he venido aquí –miró a su alrededor–. Aún no hay agentes del FBI cerca de nosotros. Al menos no capto nada que lo sugiera –encendió un cigarrillo.
–No tengo ninguna razón para regresar a Los Ángeles ahora que estás aquí –dijo Joan–. Mejor debería cancelar mi vuelo.
–Sabes que están confiscando y destruyendo todas las cajas de empatía que pueden –dijo Ray.
–No –dijo ella–. No lo sabía, me han soltado sólo hace media hora. Eso es espantoso. Van en serio de verdad.
Ray se rió.
–Digamos que están realmente asustados –la rodeó con su brazo y la besó–. Te diré lo que haremos. Intentaremos huir de aquí, ir a la parte baja del East Side y alquilar un apartamento sin ascensor pero con agua caliente. Nos esconderemos y encontraremos una caja de empatía que se les haya pasado por alto. –Pero, pensó, es improbable; casi con toda seguridad las tendrán ya todas. Para empezar no eran muchas.
–Como tú digas –dijo Joan tristemente.
–¿Me amas? –le preguntó a ella–. Puedo leer tu mente, sé que lo haces. –Y añadió lentamente–. También puedo leer la mente de un tal señor Lewis Scanlan, un agente del FBI que está en estos momentos en el mostrador de la UWA. ¿Qué nombre les diste?
–Señorita George Mc Isaacs –dijo Joan–. Creo. –Comprobó su billete–. Sí, correcto.
–Pero Scanlan está preguntando si una mujer japonesa ha estado en el mostrador en los últimos quince minutos –dijo Ray–. Y el empleado te recuerda. Así que... –agarró el brazo de Joan–. Mejor nos vamos ya.
Bajaron la rampa desierta a la carrera, pasaron por una puerta que se abría con un sensor electroóptico y llegaron a un cuarto de equipajes. Todo el mundo allí estaba demasiado ocupado para prestar atención cuando Ray Meritan y Joan se encaminaron a la puerta de salida a la calle y, un momento después, salieron a la fría y gris acera donde los taxis estaban aparcados en una larga doble fila. Joan se dispuso a tomar un taxi.
–Espera –dijo Ray, tirando de ella–. Recibo un amasijo de pensamientos. Uno de los taxistas es un agente del FBI, pero no puedo decir cuál. –Se quedó allí de pie titubeando, sin saber qué hacer.
–No podemos escapar, ¿verdad? –dijo Joan.
–Va a ser difícil. –Para sí mismo pensaba: Más bien imposible; no te equivocas. Percibió los confusos y asustados pensamientos de la chica, su inquietud por él, que ella había hecho posible que ellos le localizasen y los fuesen a capturar, su feroz ansia de no regresar a la cárcel, su penetrante resentimiento por haber sido traicionada por el señor Lee, el importante comunista chino que se había reunido con ella en Cuba.
–Qué vida –dijo Joan, arrimándose a él.
Y él aún no sabía que taxi tomar. Los preciosos segundos pasaban uno detrás de otro mientras seguían allí de pie.
–Escucha –le dijo a Joan–, quizás deberíamos separarnos.
–No –dijo aferrándose a él–. No puedo seguir sola por más tiempo. Por favor.
Un barbudo vendedor ambulante se les acercó con una bandeja colgada del cuello.
–Eh, amigos –masculló.
–Ahora no –le dijo Joan.
–Una muestra gratuita de cereales para el desayuno –dijo el vendedor ambulante–. Gratis. Sólo coja una caja, señorita. O usted, señor. Coja una. –Acercó hacia Ray la bandeja llena de pequeñas cajas de cartón de vivos colores.
Extraño, pensó Ray. No capto nada procedente de la mente de este hombre. Miró al vendedor ambulante y vio, o creyó ver, una peculiar insustanciabilidad en el hombre. Una cualidad difusa.
Ray cogió una de las muestras de cereales para el desayuno.
–Se llama Comida Feliz –dijo el vendedor ambulante–. Un nuevo producto que se está presentando al público. Dentro hay un cupón. Eso le da derecho a...
–De acuerdo –dijo Ray, metiendo la caja en el bolsillo. Agarró a Joan y la llevó por la hilera de taxis. Escogió uno al azar y abrió la puerta trasera.
–Entra –la urgió.
–Yo también cogí una muestra de Comida Feliz –dijo con una sonrisa desvaída cuando él se sentó junto a ella. El taxi arrancó, abandonó la hilera y pasó por delante de la entrada principal de la terminal del aeropuerto–. Ray, había algo extraño en ese vendedor. Era como si realmente no estuviese allí, como si no fuese nada más que... una imagen.
Cuando el taxi bajó por la rampa, abandonando la terminal, otro taxi salió de la hilera y les siguió. Ray se giró hacia atrás y vio en los asientos traseros del taxi a dos hombres gruesos vestidos con oscuros trajes de ejecutivo. Agentes del FBI, se dijo a sí mismo.
–¿No te recordó a nadie ese vendedor de cereales? –dijo Joan.
–¿A quien?
–Un poco a Wilbur Mercer. Pero tampoco es que le haya visto lo suficiente como para...
Ray le arrebató la caja de cereales de las manos y rasgó la tapa de cartón. Escarbando entre el cereal desecado vio la esquina del cupón del que había hablado el vendedor ambulante; sacó el cupón, lo sostuvo ante sus ojos y lo examinó. El cupón decía en letras de molde claras y grandes:

CÓMO CONSTRUIR UNA CAJA DE EMPATÍA A PARTIR DE OBJETOS COTIDIANOS DE CUALQUIER HOGAR

–Eran ellos –le dijo a Joan.
Guardó el cupón cuidadosamente en su bolsillo, pero entonces cambió de idea.
Lo dobló, y lo remetió en el dobladillo de sus pantalones. Donde el FBI posiblemente no lo encontraría.
Tras ellos el otro taxi se acercaba y Ray pudo captar los pensamientos de los dos hombres. Eran agentes del FBI; no se había equivocado. Se recostó contra el asiento.
No había nada que hacer salvo esperar.
–¿Puedes darme el otro cupón? –dijo Joan.
–Perdona.
Sacó el otro paquete de cereales. Ella lo abrió, encontró el cupón en el interior y, tras una pausa, lo dobló y lo escondió en el dobladillo de su falda.
–Me pregunto cuántos de esos vendedores ambulantes habrá –dijo Ray pensativamente–. Me gustaría saber cuántas muestras gratuitas de Comida Feliz pondrán en circulación antes de que les atrapen.
El primer objeto hogareño cotidiano que se necesitaba era un aparato de radio común y corriente; Ray se había percatado de eso. El segundo, el filamento de una bombilla de cinco años. Y después... tendría que volver a mirarlo, pero aquel no era el momento. El otro taxi se había situado al lado del suyo.
Más tarde. Y si las autoridades encontraban el cupón en el dobladillo de sus pantalones...
Rodeó a Joan con su brazo.
–Creo que saldremos de esta.
... ellos, lo sabía, conseguirían de alguna manera hacerles llegar otro cupón.
El otro taxi les estaba empezando a cerrar el camino y los dos agentes del FBI estaban indicando al conductor de forma oficial y amenazadora que se detuviese.
–¿Me detengo? –le preguntó el conductor tensamente a Ray.
–Claro –dijo. Y, respirando hondamente, se preparó.


●●●


quisiera llegar pronto

Después del despegue la nave hizo un chequeo de rutina de la condición de las sesenta personas que dormían en los tanques criónicos. Descubrió una disfunción en la persona nueve. El EEG revelaba actividad cerebral.
Diablos, se dijo la nave.
Complejos mecanismos homeostáticos interceptaron los circuitos, y la nave entró en contacto con la persona nueve.
–Estás ligeramente despierto –dijo la nave, utilizando la ruta psicotrónica; no tenía caso devolver la plenitud de sus facultades a la persona nueve. A fin de cuentas, el vuelo duraría un decenio.
Virtualmente inconsciente, pero por desgracia aún capaz de pensar, la persona nueve se dijo: «Alguien me habla».
–¿Dónde estoy? –dijo–. No veo nada.
–Estás en suspensión criónica defectuosa.
–Entonces no debería poder oírte –dijo la persona nueve.
–Defectuosa, dije. Ese es el problema; puedes oírme. ¿Sabes tu nombre?
–Víctor Kemmings. Sácame de aquí.
–Estamos en vuelo.
–Entonces ponme de nuevo a dormir.
–Un momento. –La nave examinó los mecanismos criónicos; escudriñó e investigó, luego dijo–: Lo intentaré.
Pasó el tiempo. Víctor Kemmings, sin poder ver nada, sin sentir el cuerpo, se descubrió aún consciente.
–Baja mi temperatura –dijo. No oyó su voz; tal vez sólo imaginaba que hablaba. Los colores se le acercaban flotando y luego se lanzaban sobre él. Le gustaban los colores; le recordaban esas cajas de pinturas para niños, la especie semianimada, una forma de vida artificial. Las había usado en la escuela doscientos años atrás.
–No puedo dormirte –dijo la voz de la nave dentro de la cabeza de Kemmings–. La disfunción es demasiado compleja; no puedo corregirla ni repararla. Estarás conciente durante diez años.
Los colores semianimados se lanzaron hacia él, pero ahora tenían un aura siniestra, proyectada por su propio miedo.
–Dios mío –dijo–. ¡Diez años!
Los colores se oscurecieron.

Mientras Víctor Kemmings yacía paralizado, rodeado por lúgubres fluctuaciones de luz, la nave le explicó su estrategia. Esta estrategia no implicaba una decisión de su parte; la nave había sido programada para buscar esta solución si se presentaba una disfunción de este tipo.
–Lo que haré –dijo la voz de la nave– es transmitirte estímulos sensoriales. Para ti el peligro es la privación sensorial. Si estás conciente diez años sin datos sensoriales, tu mente se deteriorará. Cuando lleguemos al sistema LR4 serás un vegetal.
–Bien, ¿qué te propones transmitirme? –dijo Kemmings, aterrado–. ¿Qué tienes en tus bancos de información? ¿Todos los teleteatros del último siglo? Despiértame y daré un paseo.
–Dentro de mí no hay aire –dijo la nave–. Nada para comer. Nadie con quien hablar, pues todos los demás están dormidos.
–Puedo hablar contigo –dijo Kemmings–. Podemos jugar al ajedrez.
–No durante diez años. Escúchame, te digo que no tengo comida ni aire. Debes quedarte como estás... una mala solución, pero no nos queda otro remedio. Ahora estás hablando conmigo. No tengo almacenada ninguna información especial. Así se procede en estas situaciones: te transmitiré tus propios recuerdos sepultados, enfatizando los agradables. Posees doscientos seis años de recuerdos y la mayor parte se ha hundido en tu inconsciente. Esta será una espléndida fuente de datos sensoriales. No te desanimes. Esta situación tuya no es inédita. Nunca ha sucedido antes dentro de mí, pero estoy programada para enfrentarla. Relájate y confía en mí. Veré de que tengas un mundo.
–Debieron haberme avisado –dijo Kemmings– antes que yo accediera a emigrar.
–Relájate –dijo la nave.
Se relajó, pero tenía un miedo espantoso. Teóricamente debería haberse dormido, quedar en suspensión criónica, para despertar un momento más tarde en la estrella de destino; o mejor dicho el planeta, el Planeta-colonia de esa estrella. Todos los demás a bordo de la nave estaban sin conocimiento; él era la excepción, como si un mal karma lo hubiera atacado por razones oscuras. Para colmo, tenía que depender totalmente de la buena voluntad de la nave. ¿Y si optaba por transmitirle monstruos? La nave podía aterrorizarlo durante diez años. Diez años objetivos, sin duda más desde un punto de vista subjetivo. Estaba, en efecto, totalmente a merced de la nave. ¿Las naves interestelares gozaban con estas situaciones? Sabía poco sobre naves interestelares; su especialidad era la microbiología. Déjame pensar, se dijo a sí mismo. Mi primera esposa, Martine; la encantadora muchachita francesa que usaba jeans y una camisa roja abierta hasta la cintura y cocinaba deliciosas crépes.
–Oigo –dijo la nave–. Sea.
La cascada de colores se resolvió en formas coherentes y estables. Un edificio: una vieja casita de madera amarilla que él había tenido a los diecinueve años, en Wyoming.
–Espera –dijo aterrado–. Los cimientos eran malos; estaba construida sobre una capa de fango. Y el techo tenía goteras. –Pero vio la cocina, y la mesa que había fabricado él mismo. Y se sintió satisfecho.
–Al cabo de un rato –dijo la nave– ni sabrás que estoy transmitiéndote tus propios recuerdos sepultos.
–Hace un siglo que no pienso en esa casa –dijo él, perplejo; cautivado, reconoció su vieja cafetera eléctrica con la caja de filtros de papel al lado. Ésta es la casa donde vivíamos Martine y yo, advirtió–. ¡Martine! –dijo en voz alta.
–Estoy atendiendo una llamada –dijo Martine desde el living.
–Intervendré sólo en caso de emergencia –dijo la nave–. Pero te estaré monitoriando para cerciorarme de que tu estado es satisfactorio. No temas.
–Apaga el segundo quemador de la cocina –dijo Martine. La oía pero no la veía. Salió de la cocina, cruzó el comedor y entró en el living. Martine estaba absorta en una conversación por videófono con el hermano; tenía shorts y estaba descalza. A través de las ventanas del frente del living, Kemmings vio la calle; un vehículo comercial trataba de estacionar, en vano.
Era un día caluroso, pensó. Debería encender el aire acondicionado.

Se sentó en el viejo sofá mientras Martine continuaba su conversación videofónica, y se encontró mirando su posesión más preciada, un póster enmarcado en la pared encima de Martine: «El Gordo Freddy dice», el dibujo de Gilbert Shelton donde Freddy el Raro está sentado con el gato en el regazo tratando de decir «La droga mata», pero está tan atrapado por la droga –en la mano tiene toda clase de tabletas, píldoras, y cápsulas de anfetaminas– que no puede decirlo, y el gato aprieta los dientes y tuerce el hocico con una mezcla de consternación y repulsión. El poster está firmado por Gilbert Shelton en persona; el mejor amigo de Kemmings, Ray Torrance, se lo dio a él y a Martine como regalo de bodas. Vale miles de dólares. Fue firmado por el artista en la década de 1980. Mucho antes que nacieran Víctor Kemmings y Martine.
Si alguna vez nos quedamos sin dinero, pensó Kemmings, podríamos vender el póster. No era un poster; era el poster. Martine lo adoraba. Los Fabulosos y Peludos Hermanos Monstruo, de la edad de oro de una sociedad del pasado. Con razón amaba tanto a Martine; ella misma irradiaba amor, amaba las bellezas del mundo, y las atesoraba y cuidaba tal como lo atesoraba y cuidaba a él; era un amor protector que alimentaba pero no ahogaba. La idea de enmarcar el poster había sido de ella; él lo habría clavado en la pared con tachuelas, tan estúpido era.
–Hola –dijo Martine, apagando el videófono–. ¿Qué estás, pensando?
–Sólo que tú infundes vida a lo que amas –dijo él.
–Creo que eso es lo que hay que hacer –dijo Martine–. ¿Estás listo para cenar? Descorcha un vino tinto, un cabernet.
–¿Un '07 te parece bien? –dijo él levantándose; tuvo ganas de abrazar a su esposa y estrecharla.
–Un '07 o un '12. –Ella pasó a su lado, entró en el comedor y fue a la cocina.
Al bajar al sótano, se puso a buscar entre las botellas, que desde luego estaban acostadas. Aire mohoso y humedad; le gustaba el olor de la bodega, pero entonces vio los listones de pino medio hundidos en la tierra y pensó: Sé que debo poner una capa de cemento. Se olvidó del vino y caminó hasta un rincón, donde había más acumulación de tierra; se agachó y tanteó un listón. Lo tanteó con una paleta y luego pensó: ¿De dónde saqué esta paleta? Hace un minuto no la tenía. El listón se desmigajó contra la paleta. Esta casa se está desmoronando, comprendió. Por Dios, será mejor que le avise a Martine.
Olvidó el vino y volvió arriba para decirle a Martine que los cimientos de la casa estaban en pésimo estado; pero Martine no aparecía por ninguna parte. Y no había nada en el fuego, ni cacerolas, ni sartenes. Desconcertado, apoyó la mano en la cocina y la encontró fría. Pero si ella estaba cocinando, pensó.
–¡Martine! –gritó.
No hubo respuesta. Excepto por él mismo, la casa estaba vacía. Vacía, pensó, y derrumbándose. Oh, Dios. Se sentó a la mesa de la cocina y sintió que la silla cedía ligeramente debajo de él; no cedía mucho, pero lo sentía, sentía la flojedad.
Tengo miedo, pensó. ¿Adónde fue ella?
Volvió al living. Tal vez fue a la casa vecina para pedir algún condimento o manteca o algo, razonó. No obstante, el pánico lo dominaba.
Miró el póster. No estaba enmarcado. Y los bordes estaban rasgados.
Sé que ella lo enmarcó, pensó; cruzó la habitación en dos zancadas, para examinarlo de cerca. Esfumado... la firma del artista se había esfumado; apenas podía distinguirla. Ella había insistido en enmarcarlo y protegerlo con un vidrio que no brillara ni reflejara. ¡Pero no está enmarcado y está rasgado! ¡Nuestra posesión más valiosa!
De golpe, se encontró llorando. Lo asombraban esas lágrimas. Martine se fue; el poster está deteriorado; la casa se está desmoronando; no hay comida en la cocina. Esto es terrible, pensó. Y no lo entiendo.

La nave lo entendía. La nave había estado monitoriando cuidadosamente las ondas cerebrales de Víctor Kemmings, y la nave sabía que algo andaba mal. Las formas de las ondas, mostraban agitación y dolor. Debo sacarlo de este circuito de alimentación o lo mataré, decidió la nave. ¿Dónde está la falla? Preocupación latente en el hombre; ansiedades subyacentes. Tal vez si intensifico la señal. Usaré la misma fuente pero subiré la carga. Lo que ha sucedido es que inseguridades subliminales masivas han tomado posesión de él; la culpa no es mía sino que reside, en cambio, en su configuración psicológica.
Probaré suerte con un período más temprano de su vida, decidió la nave. Antes que las ansiedades neuróticas se asentaran.

En el patio del fondo, Víctor estudiaba una abeja atrapada en una telaraña. La araña envolvía la abeja con sumo cuidado. Eso está mal, pensó Víctor. Pondré la abeja en libertad. Alzó el brazo y tomó la abeja encapsulada, la sacó de la telaraña y, escrutándola atentamente, empezó a desenvolverla.
La abeja lo picó; sintió como una pequeña llamarada.
¿Por qué me picó?, se preguntó. Yo la estaba liberando.
Entró en la casa para contarle a su madre, pero ella no lo escuchó; estaba mirando televisión. Le dolía el dedo donde lo había picado la abeja, pero lo más importante era que no entendía por qué la abeja había picado a su salvador. No volveré a hacer eso, se dijo.
–Ponte un poco de desinfectante –le dijo al fin su madre, arrancada de su trance televisivo.
Él se había puesto a llorar. Era injusto. No tenía sentido. Estaba perplejo y consternado y sentía odio por las criaturas pequeñas, porque eran tontas. No tenían el menor discernimiento.
Salió de la casa, jugó un rato en los columpios, el tobogán, el arenero, y luego entró en el garaje, porque oyó un ruido extraño, un paleteo o zumbido como de ventilador. Dentro del garaje penumbroso encontró un pájaro que aleteaba contra la ventana de atrás, protegida con tejido de alambre, tratando de salir. Debajo, Dorky, la gata, brincaba y brincaba tratando de cazar el pájaro.
Levantó la gata; la gata extendió el cuerpo y las patas delanteras, abrió las fauces e hincó los dientes en el pájaro. Inmediatamente la gata saltó al suelo y echó a correr con el pájaro que aún aleteaba.
Víctor volvió a la casa corriendo.
–¡Dorky cazó un pájaro! –le dijo a su madre.
–Esa maldita gata. –La madre tomó la escoba del armario de la cocina y corrió afuera, tratando de encontrar a Dorky. La gata se había escondido bajo la zarza; allí no podía alcanzarla con la escoba–. Me libraré de esa gata –dijo la madre.
Víctor no le contó que la gata había cazado el pájaro porque él la había ayudado: observó en silencio mientras su madre trataba una y otra vez de echar a Dorky de su escondrijo; Dorky estaba masticando el pájaro; oía crujir los huesos, huesos pequeños. Tenía la extraña sensación de que debía contar a su madre lo que había hecho, pero si le contaba ella lo castigaría. No volveré a hacer eso, se dijo. Notó que la cara se le había puesto roja. ¿Y si su madre se daba cuenta? ¿Y si tenía un modo secreto de enterarse? Dorky no podía contarle, y el pájaro estaba muerto. Nadie lo sabría nunca. Estaba a salvo.
Pero se sentía mal. Esa noche no pudo probar bocado. Sus padres lo notaron. Pensaron que estaba enfermo; le tomaron la temperatura. Él no dijo nada sobre lo que había hecho. Su madre contó a su padre lo de Dorky y decidieron librarse de Dorky. Sentado a la mesa, escuchando, Víctor se puso a llorar.
–De acuerdo –dijo suavemente el padre–. No nos libraremos de ella. Es natural que una gata cace un pájaro.
El día siguiente él estaba jugando en el arenero. Algunas plantas brotaban de la arena. Las arrancó. Más tarde, su madre le dijo que había sido una mala acción.
Solo en el fondo, en su arenero, jugaba con un balde de agua, formando un pequeño montículo de arena mojada. El cielo, antes despejado y claro, se encapotó gradualmente. Una sombra pasó sobre él y miró hacia arriba.
Intuía una presencia a su alrededor, algo vasto y capaz de pensar.
Eres responsable de la muerte del pájaro, pensó la presencia; él podía entenderle los pensamientos.
–Lo sé –dijo. Entonces quiso morir. Poder reemplazar el pájaro y morir por él, dejándolo donde había estado, aleteando contra la ventana del garaje.
El pájaro quería volar y comer y vivir, pensó la presencia.
–Sí –dijo él desconsolado.
Nunca hagas eso de nuevo, le dijo la presencia.
–Lo siento –dijo él, y lloró.

Esta es una persona muy neurótica, advirtió la nave. Me cuesta muchísimo encontrar recuerdos felices. Hay demasiado miedo en él, y demasiada culpa. Lo ha sepultado todo, pero todavía está allí, royéndolo como un perro roe un trapo. ¿En qué zona de su memoria podré hurgar para entretenerlo? Tengo que encontrar recuerdos para diez años, o su mente se perderá.
Tal vez, pensó la nave, mi error consiste en hacer mi propia selección; debería permitirle elegir sus propios recuerdos. Sin embargo, comprendió la nave, esto permitirá que entre en juego un elemento de fantasía. Y normalmente eso no es bueno. Aun así...
Volveré a probar suerte con el segmento relacionado con su primer matrimonio, decidió la nave. Él amaba de veras a Martine. Quizá esta vez, si mantengo la intensidad de los recuerdos en un nivel más elevado, pueda anularse el factor entrópico. Lo que sucedió fue un sutil enviciamiento del mundo recordado, un deterioro estructural. Trataré de compensarlo. Sea.

–¿Crees que Gilbert Shelton de veras firmó esto? –dijo Martine, pensativa. Estaba delante del poster, cruzada de brazos; se hamacaba ligeramente sobre los talones, como buscando una perspectiva mejor para el dibujo de colores brillantes que colgaba de la pared del living–. Es decir, pudo ser una falsificación. Realizada por algún intermediario. En vida de Shelton, o después.
–El certificado de autenticidad –le recordó Víctor Kemmings.
–¡Oh, de acuerdo! –Ella sonrió cálidamente–. Ray nos dio el certificado correspondiente. Pero supón que el certificado fuera falso. Lo que necesitamos es otro documento certificando que el primero es auténtico. –Riendo, se alejó del póster.
–En última instancia –dijo Kemmings–, necesitaríamos a Gilbert Shelton para que testificara personalmente que él lo firmó.
–Tal vez no lo sabría. Está esa anécdota del hombre que le llevó a Picasso un cuadro de Picasso para preguntarle si era auténtico, y Picasso inmediatamente lo firmó y dijo: «Ahora es auténtico». –Ella rodeó a Kemmings con el brazo y, poniéndose en puntas de pie, le besó la mejilla–. Es genuino. Ray no nos habría regalado una falsificación. Él es la máxima autoridad en arte de la contracultura del siglo veinte. ¿Sabes que tiene una onza de marihuana auténtica? Está preservada bajo...
–Ray está muerto... –dijo Víctor.
–¿Qué? –Ella lo miró atónita–. ¿Quieres decir que algo le pasó desde la última vez que...?
–Murió hace dos años –dijo Kemmings–. Yo fui el responsable. Yo conducía el auto. No fui citado por la Policía, pero fue por mi culpa.
–¡Ray vive en Marte! –Ella le clavó los ojos.
–Sé que yo fui el responsable. Nunca te lo conté. Nunca lo conté a nadie. Lo lamento. No lo hice a propósito. Lo vi aleteando contra la ventana, y Dorky trataba de cazarlo, y alcé a Dorky, y no sé por qué, pero Dorky lo agarró...
–Siéntate, Víctor. –Martine lo llevó al mullido sillón y lo obligó a sentarse–. Algo está mal –dijo.
–Lo sé –dijo él–. Algo está terriblemente mal. Soy responsable de la extinción de una vida, una vida preciosa que jamás podrá reemplazarse. Lo lamento. Ojalá pudiera remediarlo, pero no puedo.
–Llama a Ray –dijo Martine después de una pausa.
–La gata... –dijo él.
–¿Qué gata?
–Allí está. –Víctor señaló–. En el póster. En el regazo de Freddy el Gordo. Esa es Dorky. Dorky mató a Ray.
Silencio.
–Me lo dijo la presencia –dijo Kemmings–. La presencia era Dios. No lo advertí en el momento, pero Dios me vio cometer ese delito. Ese asesinato. Y Él nunca me perdonará.
Su mujer lo miró desconcertada.
–Dios ve todo lo que haces –dijo Kemmings–. Ve hasta la caída de un gorrión. Sólo que en este caso no se cayó; lo atraparon. Lo atraparon en el aire y lo despanzurraron. Dios está desmoronando esta casa que es mi cuerpo, para castigarme por lo que hice. Debimos hacer inspeccionar la casa por un contratista antes de comprarla. Se está cayendo en pedazos. En un año no quedará nada de ella. ¿No me crees?
–Yo... –tartamudeó Martine.
–Observa. –Kemmings alzó la mano hacia el cielorraso. Se puso de pie. La alzó de nuevo. No llegaba al cielorraso. Caminó hasta la pared y luego, al cabo de una pausa, atravesó la pared con la mano.
Martine gritó.

La nave interrumpió al instante el rastreo de recuerdos. Pero el daño estaba hecho.
Él ha integrado sus miedos y culpas infantiles en una red intrincada, se dijo la nave. No tengo manera de brindarle un recuerdo agradable, porque inmediatamente lo contamina. Por grata que haya sido en sí misma la experiencia original. Esta es una situación grave, decidió la nave. El hombre ya está revelando síntomas de psicosis.
Y el viaje apenas ha empezado; le quedan años de espera.
Después de darse tiempo para analizar la situación, la nave decidió comunicarse nuevamente con Víctor Kemmings.
–Kemmings –dijo la nave.
–Lo siento –dijo Kemmings–. No era mi intención arruinar esos rastreos. Hiciste un buen trabajo, pero yo...
–Aguarda un momento –dijo la nave–. No estoy equipada para hacer una reconstrucción psíquica de tu persona; soy un simple mecanismo, es todo. ¿Qué quieres? ¿Dónde quieres estar y qué quieres estar haciendo?
–Quiero llegar a destino –dijo Kemmings–. Quiero que este viaje termine.
Ah, pensó la nave. Ésa es la solución.

Uno por uno, los sistemas criónicos se apagaron. Una por una, las personas volvieron a la vida, entre ellas Víctor Kemmings. Lo más asombroso era no haber sentido el paso del tiempo. Había entrado en la cámara, se había acostado, había sentido que la membrana lo cubría y la temperatura empezaba a bajar...
Y ahora estaba en la plataforma externa de la nave, la plataforma de descenso, contemplando un verde paisaje planetario. Esto, comprendió, es LR4-6, la Colonia adonde he venido para iniciar una nueva vida.
–Tiene buen aspecto –dijo a su lado una mujer corpulenta.
–Sí –dijo él, y sintió que la novedad del paisaje lo abrumaba, la promesa de un comienzo. Algo mejor de lo que había conocido en doscientos años. Soy una persona nueva en un mundo nuevo, pensó. Y se sintió satisfecho.
Los colores se precipitaban sobre él como los de esas pinturas infantiles semianimadas. Fuegos de San Telmo, comprendió. Eso es; hay mucha ionización en la atmósfera de este planeta. Un espectáculo de luces gratuito, como en el siglo veinte.
–Señor Kemmings –dijo una voz. Un hombre de edad se había acercado para hablarle–. ¿Usted soñó?
–¿Durante la suspensión? –dijo Kemmings–. No, que yo recuerde no.
–Yo creo que soñé –dijo el hombre de edad–. ¿Me toma el brazo para bajar por la rampa? Me siento inestable. El aire parece poco denso. ¿Para usted no es poco denso?
–No tenga miedo –le dijo Kemmings. Tomó el brazo del hombre de edad–. Le ayudaré a bajar por la rampa. Mire, allí viene un guía. Él se encargará de nuestros trámites; forma parte del trato. Nos llevarán a un hotel y nos darán habitaciones de primera. Lea el folleto. –Le sonrió al turbado hombre de edad para tranquilizarlo.
–Cualquiera pensaría que uno tendría los músculos fofos después de diez años de suspensión –dijo el hombre de edad.
–Es como congelar guisantes –dijo Kemmings. Aferrando al tímido hombre de edad, bajó por la rampa hasta el suelo–. Se los puede conservar una eternidad si se los enfría lo suficiente.
–Me llamo Shelton –dijo el hombre de edad.
–¿Qué? –dijo Kemmings, deteniéndose. Sintió un cosquilleo raro en todo el cuerpo.
–Don Shelton. –El hombre de edad le tendió la mano; caviloso, Kemmings la aceptó, se saludaron–. ¿Qué le pasa, señor Kemmings? ¿Se siente bien?
–Claro –dijo él–. Estoy bien. Pero tengo hambre. Me gustaría comer algo. Me gustaría llegar al hotel para darme una ducha y cambiarme. –Se preguntó dónde estaría el equipaje. Quizá la nave tardara una hora en descargarlo. La nave no era demasiado inteligente.
–¿Sabe qué traje conmigo? –dijo el señor Shelton en un tono íntimo y confidencial–. Una botella de bourbon Wild Turkey. El mejor bourbon de la Tierra. En el hotel la llevaré a su cuarto y la beberemos juntos. –Codeó a Kemmings.
–No bebo –dijo Kemmings–. Sólo vino. –Se preguntó si habría buenos vinos en esa Colonia distante. Ya no es distante, reflexionó. Ahora la Tierra es distante. Debí hacer como el señor Shelton y traerme unas botellas.
Shelton. ¿Qué le recordaba ese nombre? Algo del pasado lejano, de su juventud. Algo precioso, algo relacionado con un buen vino y una muchacha dulce y bonita que preparaba crépes en una cocina anticuada. Recuerdos punzantes; recuerdos que dolían.
Pronto estuvo junto a la cama en su cuarto de hotel, frente a la maleta abierta; había empezado a colgar la ropa. En el rincón del cuarto, un holograma de TV mostraba a un relator de noticias; lo ignoró, pero lo dejó encendido porque le agradaba oír una voz humana.
¿Tuve algún sueño?, se preguntó. ¿En estos diez años?
Le dolía la mano. La miró y descubrió una roncha roja, como si lo hubieran picado. Me picó una abeja, advirtió. Pero ¿cuándo? ¿Cómo? ¿Mientras estaba en suspensión criónica? Imposible. Sin embargo veía la roncha y sentía el dolor. Será mejor que me ponga algo allí, advirtió. Indudablemente habrá un médico robot en el hotel; es un hotel de primera.
Cuando el médico robot llegó y se puso a curar la picadura de abeja, Kemmings dijo:
–Recibí esta picadura como castigo por matar el pájaro.
–¿De veras? –dijo el médico robot.
–Todo lo que alguna vez significó algo para mí me ha sido arrebatado –dijo Kemmings–. Martine, el póster... mi vieja casita con la bodega. Lo teníamos todo y ahora se hizo humo. Martine me abandonó a causa del pájaro.
–El pájaro que usted mató –dijo el médico robot.
–Dios me castigó. Me quitó todo lo que era valioso para mí a causa de mi pecado. No fue un pecado de Dorky; fue un pecado mío.
–Pero usted era sólo un niño –dijo el médico robot.
–¿Cómo lo supo usted? –dijo Kemmings. Retiró la mano que le aferraba el médico robot–. Algo está mal. Usted no debería saber eso.
–Me lo contó su madre –dijo el médico robot.
–¡Mi madre no lo sabía!
–Ella lo descubrió –dijo el médico robot–. No había modo de que la gata alcanzara el pájaro sin la ayuda de usted.
–De modo que ella lo supo todo el tiempo, mientras yo crecía. Pero nunca dijo nada.
–Olvídelo –dijo el médico robot.
–Creo que usted no existe –dijo Kemmings–. Es imposible que usted sepa estas cosas. Yo aún estoy en suspensión criónica y la nave aún me está transmitiendo mis propios recuerdos sepultados. Para que no me vuelva psicótico a causa de la privación sensorial.
–Usted no podría tener un recuerdo del final del viaje.
–Expresión de deseos, entonces. Es lo mismo. Se lo demostraré. ¿Tiene un destornillador?
–¿Para qué?
–Quitaré el panel trasero del televisor y usted verá –dijo Kemmings–. No hay nada adentro de ese aparato: ni componentes, ni partes, ni chasis... nada.
–No tengo un destornillador.
–Una navaja, entonces. Veo una en el maletín del equipo quirúrgico. –Kemmings se agachó y tomó un pequeño escalpelo–. Esto servirá. Si se lo demuestro, ¿usted me creerá?
–Si no hay nada en el gabinete del televisor...
Kemmings se acuclilló y quitó los tornillos que sostenían el panel trasero del televisor. El panel quedó suelto y él lo depositó en el suelo.
No había nada adentro del gabinete. Y sin embargo el holograma de color seguía llenando una parte del cuarto de hotel y la voz del relator brotaba de la imagen tridimensional.
–Admita que usted es la nave –le dijo Kemmings al médico robot.
–Oh, cielos –dijo el médico robot.

Oh, cielos, se dijo la nave. Y tengo casi diez años por delante con esta situación. Contamina sin remedio sus experiencias con su culpa infantil; imagina que su esposa lo abandonó porque cuando él tenía cuatro años ayudó a una gata a atrapar un pájaro. La única solución sería que Martine volviera a él. Pero ¿cómo lograré eso? Quizá ella ha muerto. Por otra parte, reflexionó la nave, quizás ella aún vive. Tal vez pueda inducirla a hacer algo para salvar la cordura de su ex esposo. La gente en general tiene rasgos muy positivos. Y de aquí a diez años, costará mucho salvarle, o mejor dicho restaurarle la cordura; hará falta una medida drástica, algo que yo no puedo hacer sola.
Entretanto, no podía hacer nada salvo reciclar la imaginaria llegada a destino. Escenificaré el arribo, decidió la nave, luego le limpiaré la memoria y lo escenificaré de nuevo. El único aspecto positivo de esto, reflexionó, es que me dará algo que hacer, algo que me ayudará a preservar mi cordura.

Tendido en suspensión criónica –suspensión criónica defectuosa–, Víctor Kemmings imaginó una vez más que la nave descendía y que él recobraba la conciencia.
–¿Usted soñó? –le preguntó una mujer corpulenta cuando el grupo de pasajeros se reunió en la plataforma exterior–. Yo tengo la impresión de que soñé. Escenas tempranas de mi vida... de hace más de un siglo.
–Yo no recuerdo ningún sueño –dijo Kemmings. Estaba ansioso de llegar al hotel; una ducha y un cambio de ropa obrarían milagros en su estado anímico. Estaba un poco deprimido y no sabía por qué.
–Allí viene nuestro guía –dijo una mujer de edad–. Nos llevarán hasta el hotel.
–Está en el trato –dijo Kemmings. La depresión persistía. Los otros parecían tan eufóricos, tan llenos de vida, pero él sólo sentía una fatiga, un aplastamiento, Como si la gravedad de esta Colonia planetaria fuera excesiva para él. Tal vez sea eso, se dijo. Pero de acuerdo con el folleto la gravedad de aquí era igual a la terrestre; ése era uno de los atractivos.
Intrigado, bajó lentamente por la rampa, paso a paso, aferrándose de la barandilla. De cualquier modo no merezco una nueva oportunidad en la vida, comprendió. Sólo me muevo mecánicamente... no soy como estas personas. Algo no funciona en mí; no puedo recordar qué, pero está allí. Una amarga sensación de dolor. De falta de dignidad.
Un insecto se posó en el dorso de la mano derecha de Kemmings, un insecto viejo, cansado de volar. Él se detuvo en seco, observó cómo se le arrastraba por los nudillos. Podría aplastarlo, pensó. Es tan obviamente débil; de cualquier modo no vivirá mucho tiempo.
Lo aplastó y sintió un horror intenso. ¿Qué hice?, se preguntó. Acabo de llegar aquí y ya destruí una pequeña vida. ¿Este es mi nuevo comienzo?
Se volvió y miró la nave. Tal vez debería regresar, pensó. Decirles que me congelen para siempre. Soy un hombre de culpa, un hombre que destruye. Los ojos se le llenaron de lágrimas.
Y en sus circuitos sentientes, la nave interestelar gimió.

Durante los diez largos años del viaje al sistema LR4, la nave tuvo mucho tiempo para localizar a Martine Kemmings. Le explicó la situación. Ella había emigrado a una vasta cúpula orbital en el Sistema de Sirio, no había quedado conforme y estaba en viaje de regreso a la Tierra. Despertada de la suspensión criónica, escuchó atentamente y luego accedió a estar en la Colonia de LR4 cuando llegara el ex esposo, siempre que fuera posible.
Afortunadamente, era posible.
–No creo que él me reconozca –le dijo Martine a la nave–. Me he dejado envejecer. En realidad no apruebo la detención total del proceso de envejecimiento.
Él tendrá suerte si reconoce alguna cosa, pensó la nave.
En el puerto espacial intersistemático de la Colonia de LR4, Martine estaba esperando a que los pasajeros de la nave se presentaran en la plataforma exterior. Se preguntó si reconocería a su ex esposo. Tenía un poco de miedo, pero se alegraba de haber llegado a LR4 a tiempo. Había faltado poco. Una semana más y la nave de él habría llegado antes que la de ella. La suerte me favorece, se dijo, y escudriñó la nave interestelar que acababa de descender.
Apareció gente en la plataforma. Martine lo vio. Víctor había cambiado muy poco.
Mientras él bajaba la rampa, aferrando la barandilla como cansado o dubitativo, se le acercó, hundiendo las manos en los bolsillos del abrigo; se sentía tímida, y cuando le habló apenas pudo oírse la voz.
–Hola, Víctor –atinó a decir.
Él se detuvo, la miró.
–A usted la conozco –dijo.
–Soy Martine –dijo ella.
Víctor extendió la mano y dijo, sonriendo:
–¿Te enteraste de los problemas que hubo en el viaje?
–La nave se comunicó conmigo. –Ella le tomó la mano y se la sostuvo–. Qué tortura.
–Sí –dijo él–. Reviviendo recuerdos eternamente. ¿Alguna vez te conté sobre esa abeja que traté de liberar de una telaraña cuando tenía cuatro años? La muy idiota me picó. –Se inclinó para besarla–. Me alegra verte –dijo.
–¿La nave te...?
–Me dijo que trataría de que tú estuvieras aquí. Pero no era seguro que llegaras a tiempo.
Mientras caminaban hacia el edificio terminal, Martine dijo:
–Tuve suerte. Conseguí transbordar a un vehículo militar, una nave de alta velocidad que vino disparada como un bólido. Un sistema de propulsión totalmente nuevo.
–He pasado más tiempo en mi propio inconsciente que cualquier otro humano de la historia –dijo Víctor Kemmings–. Peor que el psicoanálisis de principios del siglo veinte. Y el mismo material una y otra vez. ¿Sabías que yo tenía miedo de mi madre?
–Yo tenía miedo de tu madre –dijo Martine. Se detuvieron ante la recepción de equipajes, esperando la llegada de las maletas–. Éste parece un planeta realmente bonito. Mucho mejor que donde estaba yo... No he sido feliz.
–De modo que tal vez sí existe un plan cósmico –dijo él, sonriendo–. Luces magnífica.
–Estoy vieja.
–La ciencia médica…
–Fue decisión mía. Me gusta la gente de edad. –Ella lo escrutó. La disfunción criónica lo ha afectado bastante, se dijo. Se le nota en los ojos. Están como rotos. Ojos rotos. Triturados en trozos de fatiga y... derrota. Como si los recuerdos sepultados de la infancia hubieran aflorado para destruirlo. Pero ha terminado, pensó. Y yo pude llegar a tiempo.
En el bar del edificio terminal, se sentaron a beber una copa.
–Ese viejo me convenció de probar el Wild Turkey –dijo Víctor–. Es un bourbon asombroso. Él dice que es el mejor de la Tierra. Trajo una botella de... –la voz murió en un silencio.
–Uno de tus compañeros de viaje –concluyó Martine.
–Supongo –dijo él.
–Bien, puedes dejar de pensar en los pájaros y las abejas –dijo Martine.
–¿Sexo? –dijo él, y rió.
–Una picadura de abeja; ayudar a una gata a cazar un pájaro. Eso pertenece al pasado.
–Esa gata –dijo Víctor– murió hace ciento ochenta y dos años. Hice el cálculo mientras nos despertaban a todos de la suspensión. Qué más da. Dorky. Dorky la gata asesina. No como la gata de Freddy el Gordo.
–Tuve que vender el póster –dijo Martine–. Al fin.
Víctor frunció el ceño.
–¿Recuerdas? –dijo ella–. Me lo dejaste cuando nos separamos. Lo cual siempre me pareció muy generoso de tu parte.
–¿Cuánto te dieron por él?
–Mucho. Debería pagarte unos... –calculó–. Teniendo en cuenta la inflación, debería pagarte unos dos millones de dólares.
–¿Te parecería bien –dijo él– que en vez de darme el dinero, mi parte por la venta del póster, te quedaras un tiempo conmigo? ¿Hasta que me acostumbre a este planeta?
–Sí –dijo ella. Y lo decía en serio. Muy en serio.
Terminaron de beber y luego, con el equipaje en un vehículo robot, fueron al cuarto del hotel.
–Es un bonito cuarto –dijo Martine, sentada en el borde de la cama–. Y tiene un televisor de hologramas. Enciéndelo.
–No tiene caso encenderlo –dijo Víctor Kemmings. Estaba de pie junto al placard abierto, colgando las camisas.
–¿Por qué no?
–No tiene nada adentro –dijo Víctor Kemmings.
Martine se acercó al televisor y lo encendió. Se materializó un partido de hockey, proyectándose dentro del cuarto a todo color, y el bullicio del juego le asaltó los oídos.
–Funciona bien –dijo.
–Lo sé –dijo él–. Puedo probarlo. Si tienes una lima para uñas o algo parecido desatornillaré el panel de atrás y te lo mostraré.
–Pero yo puedo...
–Mira esto. –Interrumpió la tarea de collar la ropa–. Mira cómo atravieso la pared con la mano. –Apoyó la palma de la mano derecha en la pared–.¿Ves?
La mano no atravesó la pared, porque las manos no atraviesan las paredes; la mano siguió aplastada contra la pared, inmóvil.
–Y los cimientos –dijo– se están pudriendo.
–Ven, siéntate a mi lado –dijo Martine.
–He vivido esta escena con bastante frecuencia como para saberlo –dijo él–. La he vivido una y otra vez. Despierto de la suspensión; bajo la rampa; recojo el equipaje; a veces tomo una copa en el bar y a veces vengo directamente a mi cuarto. Casi siempre enciendo el televisor y luego... –Se acercó a ella y le tendió la mano–. ¿Ves la picadura de abeja?
Ella no le vio ninguna marca en la mano; le tomó la mano y la sostuvo.
–Aquí no hay ninguna picadura de abeja –dijo.
–Y cuando viene el médico robot, le pido prestado un instrumento y quito el panel trasero del televisor. Para demostrarle que no tiene chasis ni componentes. Y después la nave empieza todo de nuevo.
–Víctor –dijo ella–. Mírate la mano.
–Aunque ésta es la primera vez que estás tú –dijo él.
–Siéntate –dijo ella.
–De acuerdo. –Él se sentó en la cama, al lado de ella, pero no demasiado cerca.
–¿Por qué no te acercas más? –dijo ella.
–Me pone muy triste –dijo él–. Recordarte. Yo te amaba de veras. Ojalá esto fuera real.
–Me quedaré contigo hasta que para ti sea real –dijo Martine.
–Trataré de revivir la parte de la gata –dijo él–, y esta vez no alzaré a la gata y no le dejaré cazar el pájaro. Si hago eso, tal vez mi vida cambie y encuentre la felicidad. La realidad. Mi verdadero error fue separarme de ti. Mira, te atravesaré con la mano. –Le apoyó la mano en el brazo. La presión de los músculos de él era fuerte; ella sintió el peso, la presencia física de él contra ella–. ¿Ves? –dijo él–. Pasa a través de ti.
–Y todo esto –dijo ella– porque mataste un pájaro cuando eras niño.
–No –dijo él–, todo esto porque hubo una falla en el mecanismo regulador de temperatura a bordo de la nave. No he alcanzado la temperatura adecuada. En mis células cerebrales queda calor suficiente para permitir actividad cerebral–. Se incorporó, se desperezó, le sonrió–. ¿Vamos a cenar? –preguntó.
–Lo siento –dijo ella–. No tengo hambre.
–Yo sí. Iré a cenar algunos mariscos locales. El folleto dice que son exquisitos. Ven conmigo, de todos modos. Tal vez cuando veas y huelas la comida cambies de parecer.
Martine recogió el abrigo y la cartera, y lo acompañó.
–Este es un hermoso planeta –dijo Víctor–. Lo he explorado muchísimas veces. Lo conozco al dedillo. Deberíamos pasar por la farmacia para comprar desinfectante, sin embargo. Para mi mano. Está empezando a hincharse y me duele como el demonio. –Le mostró la mano–. Esta vez duele más que nunca antes.
–¿Quieres que vuelva a ti? –dijo Martine.
–¿Hablas en serio?
–Sí –dijo ella–. Me quedaré contigo todo el tiempo que quieras. Tienes razón. Nunca debimos separarnos.
–El póster está rasgado –dijo Víctor Kemmings.
–¿Qué? –dijo ella.
–Debimos haberlo enmarcado –dijo él–. No tuvimos la sensatez de cuidarlo. Ahora está rasgado. Y el artista está muerto.





replay







sergio pitol
(puebla, 1933)



la carta de Meyerhold
Entre 1933 y 1939 fueron detenidos en todo el territorio de la Unión Soviética centenares de miles de ciudadanos sospechosos de actividades terroristas; eran enemigos del régimen: trotskistas unos, agentes de los servicios de espionaje de Europa y de Japón, otros. Entre ellos, en la madrugada del 16 de mayo fueron arrestadas dos personalidades intelectuales de relevancia: el escritor Isaac Babel, a quien todos conocemos, y el director teatral Vsiévolod Meyerhold, el más importante renovador del teatro ruso. Meyerhold fue al teatro lo que Eisenstein al cine.
En la fase final de la perestroika una comisión de escritores dirigida por Vitali Chentalinski inició, después de lidiar fatigosa, arduamente con los organismos policíacos y sus custodios, la revisión de los archivos literarios de la KGB. Son documentos horrendos, estremecedores, todo el terror de las grandes purgas está encapsulado allí.
Los detenidos, por lo general, estaban convencidos de que en los altos mandos del estado no se sabía lo que estaba pasando en el país, que su caída en prisión era el resultado de una provocación organizada por mentes perversas para desprestigiar al sistema comunista, y ejecutada por asesinos de la peor ralea.
Las inmensas purgas se iniciaron en diciembre de 1934, después del asesinato de Serguei Kirov, miembro del Comité Central del Partido Comunista, cuya popularidad oscurecía la figura de Stalin. Durante el período de Gorbachov se comenzó a hablar abiertamente sobre la posibilidad de que el asesinato hubiera sido organizado por la NKVD y ordenado por el propio Stalin. La persecución a los enemigos de Kirov permitió acabar con todos sus opositores. “Hay que exterminar al enemigo sin cuartel ni piedad, sin prestar la menor atención a los gemidos y suspiros de los humanistas profesionales”, exige un Gorka senil y perturbado, en Pravda de 2 de enero de 1935. La labor sistemática de exterminio, las llamadas purgas, disminuyeron a finales de 1939. Una de las grandes virtudes de Gorvachov ha sido su intento por asear el pasado. El comunismo carecería de una base moral si no se rechazara con vigor los crímenes cometidos. Jruschov fue heroico al denunciar los crímenes de Stalin, liberar a los prisioneros políticos falsamente acusados y devolverles su honor cuando todo el mecanismo del terror estaba en movimiento, cuando los criminales aún estaban vivos. El aparato se tardó unos años pero terminó por frenarlo. Gorbachov trató de dar el paso siguiente. Las viejas guardias le pusieron las mismas trabas con las que vencieron a Jruschov y aun a otros. Le imposibilitaron la tarea, le hicieron fracasar. Y lo que lograron fue un suicidio. Los tiempos eran otros y ellos, ajenos a la realidad desde hacía mucho tiempo, sucumbieron y destruyeron lo poco que quedaba del sistema socialista.
En expediente de Vsiévolod Meyerhold, Chentalinski encontró una carta dirigida a Viacheslav Molotov, presidente del Consejo de Comisarios del Pueblo, con la seguridad de que si llegase a sus manos él sería liberado y, además, terminarían los procedimientos criminales que se empleaban en la Lubianka.

Los oficiales de instrucción me aplicaron métodos físicos, y fui golpeado pese a ser una anciano enfermo de sesenta y cinco años. Me obligaban a tumbarme boca abajo en el suelo y me pegaban en los talones y la espalda con una porra de goma. También hacía que me sentara en una silla, para golpearme fuertemente las piernas con el mismo instrumento. Los días posteriores, cuando mis muslos y mis pantorrillas mostraban abundantes huellas de hemorragias internas, volvían a pegarme golpes en los cardenales rojos, azules y amarillos. El dolor era tal que sentía como si me echaran agua hirviendo en los puntos más sensibles de mis piernas. Lanzaba alaridos y lloraba de dolor. Siguieron golpeándome la espalda con la porra y dándome brutales puñetazos, acompañados de “ataques psíquicos”, que me producían un miedo tan terrible que mi personalidad se vio afectada hasta lo más profundo.
Mis tejidos nerviosos llegaron a rozar mi tegumento, mi piel se hizo tan tierna y sensible como la de un niño, y mis ojos vertían torrentes de lágrimas debido al insoportable dolor físico y moral. Tirado por tierra, con la cara vuelta hacia el suelo, se reveló que yo era capaz de retorcerme y lanzar agudos chillidos como un perro a quien su amo golpeara con un látigo. Tenía tales temblores nerviosos que uno de los guardianes, al devolverme a la celda después de uno de esos tratamientos, me preguntó: “¿Es que tienes paludismo?” Cuando me tumbé en mi catre de tablas y me dormí, después de dieciocho horas de interrogatorio y ante el temor de una nueva sesión, fue mi propio gemido el que me despertó: mi cuerpo se hallaba sacudido por estremecimientos similares a los de los enfermos que mueren de fiebres tifoideas.
La aprensión provoca miedo, y el miedo reacciones de autodefensa.
“¡La muerte (oh, desde luego), la muerte es mucho mejor que eso!”, se dice el detenido. También yo me lo dije. Y me acusé a mi mismo con la esperanza de que esas calumnias me condujeran al cadalso…
Vsiévolod Meyerhold




replay





daniel díaz mantilla
(habana, 1970)



malas noticias
1
Malas noticias te llegan
cada vez con más frecuencia,
cada vez desde más cerca,
anunciando (vagamente todavía).
Azocado intentas serenarte,
disfrazas la inquietud con la costumbre
de mirar a otro sitio.
Pero estos lentos días de invierno,
calurosos como nunca,
no pueden ser –supones– tan eternos,
y en voz baja, temeroso como quien delinque,
comentas el diario acontecer.

2
Hay quien aprendió a vivir de su disgusto
y quien vive del disgusto ajeno, mezquindades
cuyo inventario llenaría bibliotecas
son el combustible de esta historia:
los déspotas se creen víctimas,
los cobardes se suponen muy valientes
y (lo que es peor) viceversa.
Pero más terrible es, me digo, que se cante
en celebración de los abyectos.

3
Embriagada en su alboroto
apalea la turba a alguien: no lo conocen
y a derechas no sabrían decir cuál es su culpa,
pero lo ofenden y le pegan con saña.
Sí, hay algo liberador en eso de golpear
con el beneplácito de todos, hay algo
que se libera en el ultraje, algo.

4
Mañana vendrás a preguntarme,
con dolor, por qué escribí este poema.
“No lo esperábamos de ti –dirás–, nos decepcionas”
y (sin entender quiénes son tú)
me quedaré esperando una respuesta:
¿por qué hicieron (ustedes)
que escribiera este poema?




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Citation

Raúl Flores Iriarte , “33 y 1/tercio, No. 14.,” Digital Entanglements, accessed April 26, 2024, https://digitalcuba.omeka.net/items/show/33.

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