The Revolution Evening Post, No. 5

Dublin Core

Title

The Revolution Evening Post, No. 5

Subject

Revista Literaria Digital

Creator

Ahmel Echeverría,
Jorge Enrique Lage,
Orlando Luis Pardo Lazo

Source

The Revolution Evening Post, No. 5, 2008.

Publisher

The Revolution Evening Post

Date

2008

Contributor

Lizabel Mónica

Format

Pdf

Language

Spanish, Español, SPA

Type

Revista, Magazine

Coverage

Cuba

Text Item Type Metadata

Text

theREVOLUTION
EVENINGpost
Episodio 5
eZine ESCRITURA i r r e g u l a r
stuff :
roberto bolaño los labios de lisa en 1974 2
exilio y literatura 5
carnet de baile 7
orlando luis pardo fosgeno 10
álvaro bisama clase z 11
tribu 11
jorge enrique lage bandeja de entrada /
bandera de salida 12
rodrigo fresán el otro señor k 13
ahmel echevarría una novela por entregas 14
gonzalo garcés pompeo & wanda 16
pútrida patria 16
william saroyan panorama 17
club europa 19
enrique vila-matas explorador que avanza 21
jorge enrique lage el vuelo del gato samurai 22

staff :
ahmel echevarría
jorge enrique lage
orlando luis pardo lazo

Hemos sido cordialmente invitados a
formar parte de la literatura chilena en
Cuba. Por supuesto, hemos aceptado.
No hubo ceremonia de iniciación.
Mejor así.

therevening@yahoo.com



Los labios de lisa en 1974
¿Siguió siendo Enrique Vila-Matas amigo suyo luego de la pelea
que tuvo usted con los organizadores del Premio Rómulo Gallegos?
Mi pelea con el jurado y los organizadores del premio se debió,
básicamente, a que ellos pretendían que yo avalara, desde Blanes y
a ciegas, una selección en la que yo no había participado. Sus
métodos, que una pseudo poeta chavista me transmitió por
teléfono, se parecían demasiado a los argumentos disuasorios de
la Casa de las Américas cubana. Me pareció que era un error
enorme que Daniel Sada o Jorge Volpi fueran eliminados a las
primeras de cambio, por ejemplo. Ellos dijeron que lo que yo quería
era viajar con mi mujer e hijos, algo totalmente falso. De mi
indignación por esta mentira surgió la carta en donde los llamé
neostalinistas y algo más, supongo. De hecho, a mí me informaron
que ellos pretendían, desde el principio, premiar a otro autor, que
no era Vila-Matas, precisamente, cuya novela me parece buena, y
que sin duda era uno de mis candidatos.
¿No cree que si se hubiera emborrachado con Isabel Allende y
Ángeles Mastretta otro sería su parecer acerca de sus libros?
No lo creo. Primero, porque esas señoras evitan beber con alguien
como yo. Segundo, porque yo ya no bebo. Tercero, porque ni en
mis peores borracheras he perdido cierta lucidez mínima, un
sentido de la prosodia y del ritmo, un cierto rechazo ante el plagio,
la mediocridad o el silencio.
¿Qué es la patria para usted?
Lamento darte una respuesta más bien cursi. Mi única patria son
mis dos hijos, Lautaro y Alexandra. Y tal vez, pero en segundo
plano, algunos instantes, algunas calles, algunos rostros o escenas
o libros que están dentro de mí y que algún día olvidaré, que es lo
mejor que uno puede hacer con la patria.

¿Qué es la literatura chilena?
Probablemente las pesadillas del poeta más resentido y gris y acaso el más cobarde de los poetas chilenos: Carlos Pezoa
Véliz, muerto a principios del siglo XX, y autor de sólo dos poemas memorables, pero, eso sí, verdaderamente memorables, y
que nos sigue soñando y sufriendo. Es posible que Pezoa Véliz aún no haya muerto y esté agonizando y que su último minuto
sea un minuto bastante largo, ¿no?, y todos estemos dentro de él. O al menos que todos los chilenos estemos dentro de él.
¿Por qué le gusta llevar siempre la contraria?
Yo nunca llevo la contraria.
¿Enrique Lihn, Jorge Teillier o Nicanor Parra?
Nicanor Parra por encima de todos, incluidos Pablo Neruda y Vicente Huidobro y Gabriela Mistral.
¿Eugenio Montale, T. S. Eliot o Xavier Villaurrutia?
Montale. Si en lugar de Eliot estuviera James Joyce, pues Joyce. Si en lugar de Eliot estuviera Ezra Pound, sin duda Pound.
¿John Lennon, Lady Di o Elvis Presley?
The Pogues. O Suicide. O Bob Dylan. Pero, bueno, no nos hagamos los remilgados: Elvis forever. Elvis con una chapa de
sheriff conduciendo un Mustang y atiborrándose de pastillas, y con su voz de oro.
¿Quién lee más, usted o Rodrigo Fresán?
Depende. El Oeste es para Rodrigo. El Este para mí. Luego nos contamos los libros de nuestras correspondientes áreas y
parece que lo hubiéramos leído todo.
¿Qué le hubiera dicho a Gabriela Mistral si la hubiera conocido?
Mamá, perdóname, he sido malo, pero el amor de una mujer hizo que me volviera bueno.
¿Y a Salvador Allende?
Poco o nada. Los que tienen el poder (aunque sea por poco tiempo) no saben nada de literatura, sólo les interesa el poder. Y
yo puedo ser el payaso de mis lectores, si me da la real gana, pero nunca de los poderosos. Suena un poco melodramático.
Suena a declaración de puta honrada. Pero, en fin, así es.
¿Y a Vicente Huidobro?
Huidobro me aburre un poco. Demasiado tralalí alalí, demasiado paracaidista que desciende cantando como un tirolés. Son
mejores los paracaidistas que descienden envueltos en llamas o, ya de plano, aquellos a los que no se les abre el paracaídas.
¿Qué le produce el hecho de que Arturo Pérez Reverte sea actualmente el escritor más leído en lengua española?
Pérez Reverte o Isabel Allende. Da lo mismo. Feuillet era el autor francés más leído de su época.
¿Y el hecho de que Arturo Pérez Reverte haya ingresado a la Real Academia?
La Real Academia es una cueva de cráneos privilegiados. No está Juan Marsé, no está Juan Goytisolo, no está Eduardo
Mendoza ni Javier Marías, no está Olvido García Valdez, no recuerdo si está Alvaro Pombo (probablemente si está se deba a
una equivocación), pero está Pérez Reverte. Bueno, (Paulo) Coelho también está en la Academia brasileña.
¿Ha vertido alguna lágrima por las numerosas críticas que ha recibido por parte de sus enemigos?
Muchísimas, cada vez que leo que alguien habla mal de mí me pongo a llorar, me arrastro por el suelo, me araño, dejo de
escribir por tiempo indefinido, el apetito baja, fumo menos, hago deporte, salgo a caminar a orillas del mar, que, entre
paréntesis, está a menos de treinta metros de mi casa, y les pregunto a las gaviotas, cuyos antepasados se comieron a los
peces que se comieron a Ulises, ¿por qué yo, por qué yo, que ningún mal les he hecho?
¿Era buen camarero o mejor vendedor de bisutería?
El oficio en el que mejor me he desempeñado fue el de vigilante nocturno de un camping cerca de Barcelona. Nunca nadie
robó mientras yo estuve allí. Impedí algunas peleas que hubieran podido terminar muy mal. Evité un linchamiento (aunque de
buena gana, después, hubiera linchado o estrangulado yo mismo al tipo en cuestión).

¿Ha experimentado el hambre feroz, el frío que cala los
huesos, el calor que deja sin aliento?
Como dice Vittorio Gassman en una película:
modestamente, sí.
¿Ha tallado en un tronco de árbol el nombre de la persona
amada?
He cometido desmanes aún mayores, pero corramos un
tupido velo.
¿Ha visto alguna vez a la mujer más hermosa del mundo?
Sí, cuando trabajaba en una tienda, allá por el año 84. La
tienda estaba vacía y entró una mujer hindú. Parecía y tal vez
fuera una princesa. Me compró algunos colgantes de
bisutería. Yo, por descontado, estaba a punto de desmayarme.
Tenía la piel cobriza, el pelo largo, rojo, y por lo demás era
perfecta. La belleza intemporal. Cuando tuve que cobrarle me
sentí muy avergonzado. Ella me sonrió como si me dijera que
lo entendía y que no me preocupara. Luego desapareció y
nunca más he vuelto a ver a alguien así. A veces tengo la
impresión de que era la mismísima diosa Kali, patrona de los
ladrones y de los orfebres, sólo que Kali también era la deidad
de los asesinos, y esta hindú no sólo era la mujer más
hermosa de la Tierra sino que también parecía ser una buena
persona, muy dulce y considerada.
¿Le gustan los perros o los gatos?
Las perras, pero ya no tengo animales.
¿Coleccionaba figuritas?
Sí. De fútbol y de actores y actrices de Hollywood.
¿Cuál es su equipo de fútbol favorito?
Ahora ninguno. Los que bajaron a segunda y luego,
consecutivamente, a tercera y a regional, hasta desaparecer.
Los equipos fantasmas.
¿A qué personajes de la historia universal le hubiera gustado
parecerse?
A Sherlock Holmes. Al capitán Nemo. A Julien Sorel, nuestro
padre, al príncipe Mishkin, nuestro tío, a Alicia, nuestra
profesora, a Houdini, que es una mezcla de Alicia, de Sorel y
de Mishkin.
¿Qué cosas debe a las mujeres de su vida?
Muchísimo. El sentido del desafío y la apuesta alta. Y otras
cosas que me callo por decoro.
¿Ellas le deben algo a usted?
Nada.
¿Le preocupan las listas de ventas de sus libros?
En lo más mínimo.
¿Piensa alguna vez en sus lectores?
Casi nunca.
¿Qué cosas de todas las que le han dicho sus lectores en torno de sus libros lo han conmovido?
Me conmueven los lectores a secas, los que aún se atreven a leer el Diccionario filosófico de Voltaire, que es una de las
obras más amenas y modernas que conozco. Me conmueven los jóvenes de hierro que leen a Cortázar y a Parra, tal como los
leí yo y como intento seguir leyéndolos. Me conmueven los jóvenes que se duermen con un libro debajo de la cabeza. Un
libro es la mejor almohada que existe.
¿Ha tenido miedo alguna vez de sus fans?
He tenido miedo de los fans de Leopoldo María Panero, el cual, por otra parte, me parece uno de los tres mejores poetas
vivos de España. En Pamplona, durante un ciclo organizado por Jesús Ferrero, Panero cerraba el ciclo y a medida que se
aproximaba el día de su lectura la ciudad o el barrio donde estaba nuestro hotel se fue llenando de freaks que parecían recién
escapados de un manicomio, que, por otra parte, es el mejor público al que puede aspirar cualquier poeta. El problema es
que algunos no sólo parecían locos sino también asesinos y Ferrero y yo temimos que alguien, en algún momento, se
levantara y dijera: yo maté a Leopoldo María Panero y después le descerrajara cuatro balazos en la cabeza al poeta, y ya de
paso, uno a Ferrero y el otro a mí.
¿Qué siente cuando hay críticos como Darío Osses que considera que usted es el escritor latinoamericano con más futuro?
Debe ser una broma. Yo soy el escritor latinoamericano con menos futuro. Eso sí, soy de los que tienen más pasado, que al
cabo es lo único que cuenta.
¿Qué cosas lo aburren?
El discurso vacío de la izquierda. El discurso vacío de la derecha ya lo doy por sentado.
¿Qué cosas lo divierten?
Ver jugar a mi hija Alexandra. Desayunar en un bar al lado del mar y comerme un croissant leyendo el periódico. La literatura
de Borges. La literatura de Bioy. La literatura de Bustos Domecq. Hacer el amor.
Cierre los ojos, ¿cuál de todos los paisajes de la Latinoamérica que usted recorrió le viene primero a la memoria?
Los labios de Lisa en 1974. El camión de mi padre averiado en una carretera del desierto. El pabellón de tuberculosos de un
hospital de Cauquenes y mi madre que nos dice a mi hermana y a mí que aguantemos la respiración. Una excursión al
Popocatépetl con Lisa, Mara y Vera y alguien más que no recuerdo, aunque sí recuerdo los labios de Lisa, su sonrisa
extraordinaria.
¿Cómo es el paraíso?
Como Venecia, espero, un lugar lleno de italianas e italianos. Un sitio que se usa y se desgasta y que sabe que nada perdura,
ni el paraíso, y que eso al fin y al cabo no importa.
¿Y el infierno?
Como Ciudad Juárez, que es nuestra maldición y nuestro espejo, el espejo desasosegado de nuestras frustraciones y de
nuestra infame interpretación de la libertad y de nuestros deseos.
¿Pensó alguna vez en suicidarse?
Por supuesto. En alguna ocasión sobreviví precisamente porque sabía cómo suicidarme si las cosas empeoraban.
¿Creyó en algún momento que se estaba volviendo loco?
Por supuesto, pero me salvó siempre el sentido del humor. Me contaba historias que me volvían loco de risa. O recordaba
situaciones que hacían que me tirara al suelo a reírme.
¿Usted ve su obra como la suelen ver sus lectores y críticos: arriba de todo Los detectives salvajes y luego todo lo demás?
La única novela de la que no me avergüenzo es Amberes, tal vez porque sigue siendo ininteligible. Las malas críticas que ha
recibido son mis medallas ganadas en combate, no en escaramuzas con fuego simulado. El resto de mi “obra”, pues bueno,
no está mal, son novelas entretenidas, el tiempo dirá si algo más. Por ahora me dan dinero, se traducen, me sirven para hacer
amigos que son muy generosos y simpáticos, puedo vivir, y bastante bien, de la literatura, así que quejarse ser ía más bien
gratuito y desagradecido. Pero la verdad es que no les
concedo mucha importancia a mis libros. Estoy mucho más
interesado en los libros de los demás.
¿No le da miedo que alguien quiera hacer la versión
cinematográfica de Los detectives salvajes?
Ay, Mónica, yo les tengo miedo a otras cosas. Digamos: cosas
más terroríficas, infinitamente más terroríficas.
¿Cuáles son los cinco libros que marcaron su vida?
Mis cinco libros en realidad son cinco mil. Menciono éstos
sólo a manera de punta de lanza o embajada aviesa: El
Quijote, de Cervantes. Moby Dick, de Melville. La Obra
Completa, de Borges. Rayuela, de Cortázar. La conjura de los
necios, de Kennedy Toole. Pero también debería citar: Nadja,
de Breton. Las cartas de Jacques Vaché. Todo Ubú, de Jarry.
La vida, instrucciones de uso, de Perec. El castillo y El proceso,
de Kafka. Los aforismos de Lichtenberg. El Tractatus, de
Wittgenstein. La invención de Morel, de Bioy Casares. El
Satiricón, de Petronio. La Historia de Roma, de Tito Livio. Los
Pensamientos, de Pascal.
¿Qué dice de los que piensan que Los detectives salvajes es la
gran novela mexicana de la contemporaneidad?
Que lo dicen por lástima, me ven decaído o desmayándome
en las plazas públicas y no se les ocurre nada mejor que una
mentira piadosa, que por lo demás es lo más indicado en
estos casos y ni siquiera es pecado venial.
¿Es cierto que fue Juan Villoro el que le convenció para que no
titulara Tormentas de mierda a su novela Nocturno de Chile?
Entre Villoro y Herralde.
¿De quién más escucha consejos alrededor de su obra?
Yo no escucho consejos de nadie, ni siquiera de mi médico.
Yo doy consejos a diestra y siniestra, pero no escucho
ninguno.
¿A qué escritor mexicano admira profundamente?
A muchos. De mi generación admiro a Sada, cuyo proyecto de
escritura me parece el más arriesgado, a Villoro, a Carmen
Boullosa, entre los más jóvenes me interesa mucho lo que
hacen Alvaro Enrigue y Mauricio Montiel, o Volpi e Ignacio
Padilla. Sigo leyendo a Sergio Pitol, que cada día escribe
mejor. Y a Carlos Monsiváis, el cual, según me contó Villoro,
motejó como Pol Pit a Taibo 2 o 3 (o 4), lo que me parece un
hallazgo poético. Pol Pit, ¿es perfecto, no? Monsiváis sigue
con las uñas aceradas. También me gusta mucho lo que hace
Sergio González Rodríguez.
¿El mundo tiene remedio?
El mundo está vivo y nada vivo tiene remedio y ésa es nuestra
suerte.
¿Usted tiene esperanzas, en qué, en quiénes?
Mi querida Maristain, vuelve usted a empujarme a los potreros de la cursilería, que son mis potreros natales. Yo tengo
esperanza en los niños. En los niños y en los guerreros. En los niños que follan como niños y en los guerreros que combaten
como valientes. ¿Por qué? Me remito a la lápida de Borges, como diría el ínclito Gervasio Montenegro, de la Academia (como
Pérez Reverte, fíjese usted) y no hablemos más de este asunto.
¿Qué sentimientos le despierta la palabra póstumo?
Suena a nombre de gladiador romano. Un gladiador invicto. O al menos eso quiere creer el pobre Póstumo para darse valor.
¿Qué opina de quienes opinan que usted ganará el Premio Nobel?
Estoy seguro, querida Maristain, de que no lo ganaré, como también estoy seguro de que algún atorrante de mi generación sí
que lo ganará y ni siquiera me mencionará de pasada en su discurso de Estocolmo.
¿Confiesa que ha vivido?
Bueno, sigo vivo, sigo leyendo, sigo escribiendo y viendo películas, y como les dijo Arturo Prat a los suicidas de la Esmeralda,
mientras yo viva, esta bandera no se arriará.
¿Cuándo ha sido más feliz?
Yo he sido feliz casi todos los días de mi vida, al menos durante un ratito, incluso en las circunstancias más adversas.
¿Qué le hubiera gustado ser si no hubiera sido escritor?
Me hubiera gustado ser detective de homicidios, mucho más que ser escritor. De eso estoy absolutamente seguro. Un tira
de homicidios, alguien que puede volver solo, de noche, a la escena del crimen, y no asustarse de los fantasmas. Tal vez
entonces sí que me hubiera vuelto loco, pero eso, siendo policía, se soluciona con un tiro en la boca.
Latinoamérica fue el
manicomio de Europa
así como Estados
Unidos fue su fábrica.
La fábrica está ahora en
poder de los capataces
y locos huidos son su
mano de
obra. El
manicomio desde hace
más de sesenta años
se está quemando en su
propio aceite en su
propia grasa.
La perdurabilidad ha
sido vencida por la
velocidad de las
imágenes vacías. El
panteón de los hombres
ilustres lo descubrimos
con estupor es la
perrera del manicomio
que se quema.


Exilio y literatura
He sido invitado para hablar del exilio. La invitación me
llegó escrita en inglés y yo no sé hablar inglés. Hubo una
época en que sí sabía o creía que sabía, en cualquier caso
hubo una época, cuando yo era adolescente, en que creía
que podía leer el inglés casi tan bien, o tan mal, como el
español. Esa época desdichadamente ya pasó. No sé leer
inglés. Por lo que pude entender de la carta creo que tenía
que hablar sobre el exilio. La literatura y el exilio. Pero es
muy posible que esté absolutamente equivocado, lo cual,
bien mirado, sería a la postre una ventaja, pues yo no creo
en el exilio, sobre todo no creo en el exilio cuando esta
palabra va junto a la palabra literatura.
Para mí, creo que es conveniente decirlo ya mismo,
es un placer estar aquí con ustedes, en la renombrada y
famosa Viena. Para mí Viena tiene mucho que ver con la
literatura y con la vida de algunas personas muy cercanas
a mí y que entendieron el exilio como en ocasiones lo
entiendo yo mismo, es decir como vida o como actitud
ante la vida. En 1978 o tal vez en 1979 el poeta mexicano
Mario Santiago, de regreso de Israel, pasó unos días en
esta ciudad. Según me contó él mismo, un día la policía lo
detuvo y luego fue expulsado. En la orden de expulsión se
le conminaba a no regresar a Austria hasta 1984, una fecha
que le parecía significativa y divertida a Mario y que hoy
también me lo parece a mí. George Orwell no sólo es uno
de los escritores remarcables del siglo XX sino también y
sobre todo y mayormente un hombre valiente y bueno. Así
que a Mario, en aquel año ya un tanto lejano de 1978 ó 79,
le pareció divertido que lo expulsaran de Austria con esa
recomendación, como si Austria lo hubiera castigado a no
pisar suelo austriaco hasta que pasaran seis años y se
cumpliera la fecha de la novela, una fecha que para
muchos fue el símbolo de la ignominia y de la oscuridad y
de la derrota moral del ser humano. Y aquí, dejando de
lado lo significativo de la fecha, los mensajes ocultos que
el azar o ese monstruo aún más salvaje que es la
causalidad enviaba al poeta mexicano y por intermedio de
éste me enviaba a mí, podemos hablar o retomar el
posible discurso del exilio o del destierro: el ministerio del
Interior austriaco o la policía austriaca o la Seguridad
austriaca cursa una orden de expulsión y envía mediante
esa orden a mi amigo Mario Santiago al limbo, a la tierra
de nadie, que en inglés se dice no man’s land, que
francamente queda mejor que en español, pues en
español tierra de nadie significa exactamente eso, tierra
yerma, tierra muerta, tierra en donde no hay nada,
mientras que en inglés se sobreentiende que sólo no hay
hombres, pero animales o bichos o insectos sí hay, lo que
la hace más agradable, no quiero decir muy agradable,
pero infinitamente más agradable que en la acepción
española, aunque probablemente mi percepción de ambos
términos esté condicionada por mi ignorancia progresiva
del inglés e incluso por mi ignorancia progresiva del
español (el diccionario de la Real Academia Española no
registra el término tierra de nadie, cosa que no es de
extrañar, o yo no he buscado bien). Pero lo cierto es que a
mi amigo mexicano lo expulsan y lo ponen en la tierra de
nadie. Yo veo la escena así: unos funcionarios austriacos
timbran el pasaporte de Mario con la señal indeleble de
que no puede pisar suelo austriaco hasta que se cumpla la
fecha fatídica de Orwell y luego lo meten en un tren y lo
despachan, con un billete gratis pagado por el estado
austriaco, hacia el destierro temporal o hacia un exilio
cierto de cinco años, al cabo de los cuales mi amigo
puede, si así lo desea, pedir un visado y volver a pisar las
hermosas calles de Viena. Si Mario Santiago hubiera sido
un fanático de los festivales musicales de Salzburgo, sin
duda se habría marchado de Austria con lágrimas en los
ojos. Pero Mario nunca fue a Salzburgo. Se montó en el
tren y no bajó hasta París y tras vivir unos meses en París
tomó un avión rumbo a México y cuando llegó la fecha
fatídica o festiva, depende, de 1984, Mario siguió viviendo
en México y escribiendo en México poemas que nadie
quería publicar y que posiblemente están entre los
mejores de la poesía mexicana de finales del siglo XX, y
tuvo accidentes y viajó y se enamoró y tuvo hijos y vivió
una vida buena o mala, una vida en todo caso en los
extramuros del poder mexicano, y en 1998 un automóvil lo
atropelló en circunstancias oscuras, un coche que se dio a
la fuga mientras Mario se daba a la muerte, tirado y solo
en una calle nocturna de uno de los barrios periféricos de
México Distrito Federal, una ciudad que en algún
momento de su historia se asemejó al paraíso y que hoy
se asemeja al infierno, pero no un infierno cualquiera sino
el infierno especial de los hermanos Marx, el infierno de
Guy Debord, el infierno de Sam Peckinpah, es decir un
infierno singular en grado extremo, y allí murió Mario,
como mueren los poetas, sumido en la inconsciencia y sin
papeles, motivo por el cual cuando llegó una ambulancia a
buscar su cuerpo roto nadie supo quién era y el cadáver se
pasó varios días en la morgue, sin deudos que lo
reclamaran, en una suerte de revelación final, en una
suerte de epifanía negativa, quiero decir, como el negativo
fotográfico de una epifanía, que es también la crónica
cotidiana de nuestros países. Y entre las muchas cosas
que quedaron inconclusas, una de ellas fue el regreso a
Viena, el regreso a Austria, esta Austria que para mí,
huelga decirlo, no es la Austria de Haider sino la Austria de
los jóvenes que están contra Haider y que salen a la calle y
lo hacen público, la Austria de Mario Santiago, poeta
mexicano expulsado de Austria en 1978 e imposibilitado
de regresar a Austria hasta 1984, es decir desterrado de
Austria en el no man's land del ancho mundo y a quien, por
lo demás, Austria y México y Estados Unidos y la
felizmente extinta Unión Soviética y Chile y China le traían
sin cuidado, entre otras cosas porque no creía en países y
las Únicas fronteras que respetaba eran las fronteras de
los sueños, las fronteras temblorosas del amor y del
desamor, las fronteras del valor y el miedo, las fronteras
doradas de la ética. Y con esto tengo la impresión de que
he dicho todo lo que tenía que decir sobre literatura y exilio
o sobre literatura y destierro, pero la carta que recibí, que
era larga y prolija, ponía especial énfasis en que debía
hablar durante veinte minutos, algo que ustedes
seguramente no me agradecerán y que para mí se puede
convertir en un suplicio, sobre todo porque no estoy
seguro de haber traducido correctamente esa misiva
endemoniada, y además porque siempre he creído que los
mejores discursos son los discursos breves. Literatura y
exilio son, creo, las dos caras de la misma moneda,
nuestro destino puesto en manos del azar. Sin salir de mi
casa conozco el mundo, dice el Tao Te King, e incluso así,
sin salir uno de su propia casa, el exilio y el destierro se
hacen presentes desde el primer momento. La literatura
de Kafka, la más esclarecedora y terrible (y también la más
humilde) del siglo XX, así lo demuestra hasta la saciedad.
Por supuesto, por el aire de Europa suena una cantinela y
es la cantinela del dolor de los exiliados, una música hecha
de quejas y lamentaciones y una nostalgia difícilmente
inteligible. ¿Se puede tener nostalgia por la tierra en donde
uno estuvo a punto de morir? ¿Se puede tener nostalgia de
la pobreza, de la intolerancia, de la prepotencia, de la
injusticia? La cantinela, entonada por latinoamericanos y
también por escritores de otras zonas depauperadas o
traumatizadas insiste en la nostalgia, en el regreso al país
natal y a mí eso siempre me ha sonado a mentira. Para el
escritor de verdad su única patria es su biblioteca, una
biblioteca que puede estar en estanterías o dentro de su
memoria. El político puede y debe sentir nostalgia, es
difícil para un político medrar en el extranjero. El trabajador
no puede ni debe sentir nostalgia: sus manos son su
patria. ¿Entonces quién entona esta espantosa cantinela?
Las primeras veces que la oí pensé que eran los
masoquistas. Si estás preso en una cárcel de Tailandia y
eres suizo, es normal que desees cumplir tu condena en
una cárcel de Suiza. Lo contrario, es decir que seas un
tailandés preso en Suiza y sin embargo desees cumplir el
resto de tu condena en una cárcel de Tailandia, no es
normal, a menos que esa nostalgia anormal esté dictada
por la soledad. La soledad sí que es capaz de generar
deseos que no se corresponden con el sentido común o
con la realidad. Pero yo estaba hablando de escritores, es
decir estaba hablando de mí, y allí sí que puedo decir que
mi patria es mi hijo y mi biblioteca. Una biblioteca modesta
que he perdido en dos ocasiones, con motivo de dos
traslados radicales y desastrosos y que he rehecho con
paciencia. Y llegado a este punto, al punto de la biblioteca,
no puedo sino acordarme de un poema de Nicanor Parra,
un poema que me viene como anillo al dedo para hablar de
literatura e incluso de literatura chilena y exilio o destierro.
El poema empieza hablando de los cuatro grandes poetas
chilenos, una discusión eminentemente chilena que la
demás gente, es decir el 99,99 por ciento de críticos
literarios del planeta Tierra, ignoran con educación y un
poco de hastío. Hay quienes afirman que los cuatro
grandes poetas de Chile son Gabriela Mistral, Pablo
Neruda, Vicente Huidobro y Pablo de Rokha, otros que son
Pablo Neruda, Nicanor Parra, Vicente Huidobro y Gabriela
Mistral, en fin, el orden varía según los interlocutores, pero
siempre son cuatro sillas y cinco poetas, cuando lo más
lógico y lo más sencillo sería hablar de los cinco grandes
poetas de Chile y no de los cuatro grandes poetas de
Chile. Hasta que llegó el poema de Nicanor Parra, que dice
así:
Los cuatro grandes poetas de Chile
Son tres
Alonso de Ercilla y Rubén Darío.
Como ustedes saben, Alonso de Ercilla fue un
soldado español, noble y bizarro, que participó en las
guerras coloniales contra los araucanos y que de vuelta en
su Castilla natal escribió La Araucana, que para los
chilenos es el libro fundacional de nuestro país y que para
los amantes de la poesía y de la historia es un libro
magnífico, lleno de arrojo y lleno de generosidad. Rubén
Darío, como ustedes también saben, y si no lo saben no
importa –es tanto lo que todos ignoramos incluso de
nosotros mismos–, fue el creador del modernismo y uno
de los poetas más importantes de la lengua española en el
siglo XX, probablemente el más importante, nacido en
Nicaragua en 1867 y muerto en Nicaragua en 1916, que
llegó a Chile a finales del siglo XIX y en donde tuvo buenos
amigos y mejores lecturas pero en donde también fue
tratado como un indio o como un cabecita negra por una
clase dominante chilena que siempre se ha vanagloriado
de pertenecer al cien por ciento a la raza blanca. Así que
cuando Parra dice que los mejores poetas chilenos son
Ercilla y Darío, que pasaron por Chile y que tuvieron
experiencias fuertes en Chile (Alonso de Ercilla en la guerra
y Darío en las escaramuzas de salón) y que escribieron en
Chile o sobre Chile, y en la lengua común que es el
español, pues dice la verdad y no sólo zanja la ya aburrida
cuestión de los cuatro grandes sino que abre nuevas
interrogantes, nuevos caminos, además de ser su poema o
artefacto, que es como Parra denomina a estos textos
cortos, una versión o diversión de aquellos versos de
Huidobro que dicen así:
Los cuatro puntos cardinales
Son tres
El sur y el norte.
Los versos de Huidobro son muy buenos y a mí me
gustan mucho, son versos aéreos, como buena parte de la
poesía de Huidobro, pero la versión/diversión de Parra me
gusta más, es como un artefacto explosivo puesto allí para
que los chilenos abramos los ojos y nos dejemos de
tonterías, es un poema que indaga en la cuarta dimensión,
tal como pretendía Huidobro, pero en una cuarta
dimensión de la conciencia ciudadana, y aunque a primera
vista parece un chiste, y además es un chiste, al segundo
vistazo se nos revela como una declaración de los
derechos humanos. Es un poema que, al menos a los
compungidos y atareados chilenos, nos dice la verdad, es
decir que nuestros cuatro grandes poetas son Ercilla y
Darío, el primero muerto en su Castilla natal en 1594, tras
una vida de viajero impenitente (fue paje de Felipe II y viajó
por Europa y luego combatió en Chile a las Órdenes de
Alderete y en Perú a las órdenes de García Hurtado de
Mendoza), el segundo muerto en su Nicaragua natal tras
haber vivido prácticamente toda su vida en el extranjero,
en 1916, dos años después de la muerte de Trakl, ocurrida
en 1914. Y ahora que he tocado a Trakl permítanme una
digresión pues se me ocurre pensar que cuando éste
abandona los estudios y entra a trabajar en una farmacia
como aprendiz, a la tierna pero ya no inocente edad de
dieciocho años, también está optando (y optando de forma
natural) por el destierro, pues entrar a trabajar en una
farmacia a los dieciocho años es una forma de destierro,
así como la drogadicción es otra forma de destierro, y el
incesto otra más, como bien sabían los clásicos griegos.
En fin, tenemos a Rubén Darío y tenemos a Alonso de
Ercilla, que son los cuatro grandes poetas chilenos, y
tenemos lo primero que nos enseña el poema de Parra, es
decir, que no tenemos ni a Darío ni a Ercilla, que no
podemos apropiarnos de ellos, sólo leerlos, que ya es
bastante. La segunda enseñanza del poema de Parra es
que el nacionalismo es nefasto y cae por su propio peso,
no sé si se entenderá el término caer por su propio peso,
imaginaos una estatua hecha de mierda que se hunde
lentamente en el desierto, bueno, eso es caer por su
propio peso. Y la tercera enseñanza del poema de Parra es
que probablemente nuestros dos mejores poetas, los dos
mejores poetas chilenos fueron un español y un
nicaragüense que pasaron por esas tierras australes, uno
como soldado y persona de gran curiosidad intelectual, el
otro como emigrante, como un joven sin dinero pero
dispuesto a labrarse un nombre, ambos sin ninguna
intención de quedarse, ambos sin ninguna intención de
convertirse en los más grandes poetas chilenos,
simplemente dos personas, dos viajeros. Y con esto creo
que queda claro lo que pienso sobre literatura y exilio o
sobre literatura y destierro.


Carnet de baile de putas asesinas (2001)
1. Mi madre nos leía a Neruda en Quilpué, en Cauquenes,
en Los Ángeles.
2. Un único libro: 20 poemas de amor y una canción
desesperada, Editorial Losada, Buenos Aires, 1961. En la
portada un dibujo de Neruda y un aviso de que aquella era la
edición conmemorativa de 1,000,000 de ejemplares. ¿En
1961 se había vendido 1,000,000 de ejemplares de los 20
poemas o se trataba de la totalidad de la obra publicada de
Neruda? Me temo que lo primero, aunque ambas
posibilidades son inquietantes, y ya inexistentes.
3. En la segunda página del libro está escrito el nombre de
mi madre, María Victoria Ávalos Flores. Una observación tal
vez superficial, contra todos lo indicios, me hace concluir
que no fue ella quien escribió su nombre allí. Tampoco es la
letra de mi padre, ni de nadie que yo conozca. ¿De quién,
entonces? Tras observar cuidadosamente esa firma
desdibujada por los años tengo que admitir, si bien con
reservas, que es la de mi madre.
4. En 1961, en 1962, mi madre tenía menos años de los que
yo tengo ahora, no llegaba a los 35, y trabajaba en un
hospital. Era joven y animosa.
5. Los 20 poemas, mis 20 poemas, han recorrido un largo
camino. Primero por diversos pueblos del sur de Chile,
después por varias casas de México DF, después por tres
ciudades de España.
6. El libro, por supuesto, no era mío. Primero fue de mi
madre. Esta se lo regaló a mi hermana y cuando mi
hermana se fue de Gerona rumbo a México me lo regaló a
mí. Entre los libros que me dejó mi hermana mis favoritos
eran los de ciencia ficción y la obra completa, hasta ese
momento, de Manuel Puig, que yo mismo le había regalado
y que entonces releí.
7. Neruda ya no me gustaba. ¡Y menos aún los 20 poemas
de amor!
8. En 1968 mi familia se fue a vivir a México DF. Dos años
después, en 1970, conocí a Alejandro Jodorowski, que para
mí encarnaba al artista de prestigio. Lo busqué a la salida de
un teatro (dirigía una versión de Zaratustra, con Isela Vega),
le dije que quería que me enseñara a dirigir películas y
desde entonces me convertí en asiduo visitante de su casa.
Creo que no fui un buen alumno. Jodorowski me preguntó
cuánto gastaba en tabaco cada semana. Le dije que
bastante, pues desde siempre he fumado como un
carretero. Jodorowski me dijo que dejara de fumar y que
ese dinero lo invirtiera en pagar unas clases de meditación
zen con Ejo Takata. De acuerdo, dije. Durante unos días
estuve con Ejo Takata, pero a la tercera sesión decidí que
eso no era lo mío.
9. Abandoné a Ejo Takata en plena sesión de meditación
zen. Cuando quise dejar la fila el japonés se abalanzó sobre
mí blandiendo un bastón de madera, el mismo con el que
golpeaba a los alumnos que así se lo pedían. Es decir, Ejo
ofrecía el bastón, los alumnos decían sí o no, y en caso de
ser la respuesta afirmativa, Ejo les descerrajaba unos
planazos que atronaban el espacio en penumbra
impregnado de incienso.
10. A mí, sin embargo, no me ofreció la posibilidad de
denegar los golpes. Su ataque fue fulminante y estentóreo.
Yo estaba junto a una chica, cerca de la puerta, y Ejo estaba
al fondo de la habitación. Supuse que tenía los ojos
cerrados y creí que no me iba a escuchar cuando me
marchara. Pero el pinche japonés me escuchó y se abalanzó
sobre mí gritando el equivalente zen de banzai.
11. Mi padre fue campeón de boxeo amateur en la categoría
de los pesos pesados. Su invicto reinado se circunscribió al
sur de Chile. A mí nunca me gustó boxear, pero aprendí
desde chico; siempre hubo un par de guantes de boxeo en
mi casa, ya fuera en Chile o en México.
12. Cuando el maestro Ejo Takata se abalanzó gritando
sobre mí probablemente no pretendía hacerme daño,
tampoco esperaba que yo automáticamente me defendiera.
Los planazos de su bastón servían generalmente para
desentumecer los nervios agarrotados de sus discípulos.
Pero yo no tenía los nervios agarrotados, yo sólo quería
largarme de allí de una vez por todas.
13. Si crees que te atacan, te defiendes, esa es una ley
natural, sobre todo a los 17 años, sobre todo en el DF. Ejo
Takata era nerudiano en la ingenuidad.
14. Según Jodorowski, él había introducido a Ejo Takata en
México. Durante una época Takata buscaba drogadictos por
las selvas de Oaxaca, la mayoría norteamericanos, que no
habían podido regresar después de un viaje alucinógeno.
15. Por lo demás, la experiencia con Takata no hizo que
dejara de fumar.
16. Una de las cosas que me gustaba de Jodorowski era
que hablaba de los intelectuales chilenos (generalmente en
contra) y me incluía a mí. Eso me proporcionaba una gran
confianza, aunque por descontado yo no tenía la más
mínima intención de ser como aquellos intelectuales.
17. Una tarde, no sé por qué, nos pusimos a hablar de
poesía chilena. Él dijo que el más grande era Nicanor Parra.
Acto seguido, se puso a recitar un poema de Nicanor, y
luego otro, y luego finalmente otro. Jodorowski recitaba
bien, pero los poemas no me impresionaron. Yo era por
entonces un joven hipersensible, además de ridículo y muy
orgulloso, y afirmé que el mejor poeta de Chile, sin duda
alguna, era Pablo Neruda. Los demás, añadí, son unos
enanos. La discusión debió de durar media hora.
Jodorowski esgrimió argumentos de Gurdjieff, Krishnamurti
y Madame Blavatski, luego habló de Kierkegaard y
Wittgenstein, luego de Topor, Arrabal y él mismo. Recuerdo
que dijo que Nicanor, de paso para alguna parte, se había
alojado en su casa. En esa afirmación entreví un orgullo
pueril que desde entonces nunca he dejado de percibir en la
mayoría de los escritores.
18. En alguno de sus escritos Bataille dice que las lágrimas
son la última forma de comunicación. Yo me puse a llorar,
pero no de una manera normal y formal, es decir dejando
que mis lágrimas se deslizaran suavemente por las mejillas,
sino de una manera salvaje, a borbotones, más o menos
como llora Alicia en el País de las Maravillas, inundándolo
todo.
19. Cuando salí de casa de Jodorowski supe que nunca más
iba a volver allí y eso me dolió tanto como sus palabras y
seguí llorando por la calle. También supe, pero esto de una
forma más oscura, que no volvería a tener un maestro tan
simpático, un ladrón de guante blanco, el estafador
perfecto.
20. Pero lo que más me extrañó de mi actitud fue la defensa
más bien miserable y poco argumentada, pero defensa al fin
y al cabo, que hice de Pablo Neruda, de quien sólo había
leído los 20 poemas de amor (que por entonces me
parecían involuntariamente humorísticos) y el Crepusculario,
cuyo poema “Farewell” encarnaba el colmo de los colmos
de la cursilería, pero por el cual siento una inquebrantable
fidelidad.
21. En 1971 leí a Vallejo, a Huidobro, a Martín Adán, a
Borges, a Oquendo de Amat, a Pablo de Rokha, a Gilberto
Owen, a López Velarde, a Oliverio Girondo. Incluso leí a
Nicanor Parra. ¡Incluso leí a Pablo Neruda!
22. Los poetas mexicanos de entonces que eran mis
amigos y con quienes compartía la bohemia y las lecturas,
se dividían básicamente entre vallejianos y nerudianos. Yo
era parriano en el vacío, sin la menor duda.
23. Pero hay que matar a los padres, el poeta es un
huérfano nato.
24. En 1973 volví a Chile en un largo viaje por tierra y por
mar que se dilató al arbitrio de la hospitalidad. Conocí a
revolucionarios de distinto pelaje. El torbellino de fuego en
el que Centroamérica no tardaría en verse envuelta ya se
avizoraba en los ojos de mis amigos, que hablaban de la
muerte como quien cuenta una película.
25. Llegué a Chile en agosto de 1973. Quería participar en la
construcción del socialismo. El primer libro de poemas que
compré fue Obra gruesa, de Parra. El segundo, Artefactos,
también de Parra.
26. Tenía menos de un mes para disfrutar de la construcción
del socialismo. Por supuesto, yo entonces no lo sabía. Era
parriano en la ingenuidad.
27. Asistí a una exposición y vi a varios poetas chilenos, fue
espantoso.
28. El 11 de septiembre me presenté como voluntario en la
única célula operativa del barrio en donde yo vivía. El jefe
era un obrero comunista, gordito y perplejo, pero dispuesto
a luchar. Su mujer parecía más valiente que él. Todos nos
amontonamos en el pequeño comedor de suelo de madera.
Mientras el jefe de la célula hablaba me fijé en los libros que
tenía sobre el aparador. Eran pocos, la mayoría novelas de
vaqueros como las que leía mi padre.
29. El 11 de septiembre fue para mí, además de un
espectáculo sangriento, un espectáculo humorístico.
30. Vigilé una calle vacía. Olvidé mi contraseña. Mis
compañeros tenían 15 años o eran jubilados o
desempleados.
31. Cuando murió Neruda yo ya estaba en Mulchén, con mis
tíos y tías, con mis primos. En noviembre, mientras viajaba
de Los Ángeles a Concepción, me detuvieron en un control
de carretera y me metieron preso. Fui el único al que
bajaron del autobús. Pensé que me iban a matar allí mismo.
Desde el calabozo oí la conversación que sostuvo el jefe del
retén, un carabinero jovencito y con cara de hijo de puta (un
hijo de puta revolviéndose en el interior de un saco de
harina), con sus jefes de Concepción. Decía que había
capturado a un terrorista mexicano. Luego se retractó y dijo:
terrorista extranjero. Mencionó mi acento, mis dólares, la
marca de mi camisa y de mis pantalones.
32. Mis bisabuelos, los Flores y los Graña, intentaron
vanamente domar la Araucanía (aunque no fueron capaces
ni de domarse a sí mismos), por lo que es probable que
fueran nerudianos en la desmesura; mi abuelo Roberto
Ávalos Martí fue coronel y estuvo destinado en varias plazas
del sur hasta una jubilación temprana y oscura, lo que me
hace pensar que fue nerudiano en el blanco y en el azul; mis
abuelos paternos llegaron de Galicia y Cataluña, dejaron sus
vidas en la provincia de Bío-Bío y fueron nerudianos en el
paisaje y en la laboriosa lentitud.
33. Durante algunos días estuve encerrado en Concepción y
luego me soltaron. No me torturaron, como temía, ni
siquiera me robaron. Pero tampoco me dieron nada para
comer ni para taparme por las noches, por lo que tuve
que vivir de la buena voluntad de los presos que
compartían su comida conmigo. De madrugada
escuchaba cómo torturaban a otros, sin poder dormir,
sin nada que leer, salvo una revista en inglés que alguien
había olvidado allí y en la que lo único interesante era un
artículo sobre una casa que en otro tiempo perteneció al
poeta Dylan Thomas.
34. Me sacaron del atolladero dos detectives, ex
compañeros míos en el Liceo de Hombres de Los
Ángeles, y mi amigo Fernando Fernández, que tenía un
año más que yo, 21, pero cuya sangre fría era sin duda
equiparable a la imagen ideal del inglés que los chilenos
desesperada y vanamente intentaron tener de sí
mismos.
35. En enero de 1974 me marché de Chile. Nunca más
he vuelto.
36. ¿Fueron valientes los chilenos de mi generación? Sí,
fueron valientes.
37. En México me contaron la historia de una muchacha
del MIR a la que torturaron introduciéndole ratas vivas
por la vagina. Esta muchacha pudo exiliarse y llegó al
DF. Vivía allí, pero cada día estaba más triste y un día se
murió de tanta tristeza. Eso me dijeron. Yo no la conocí
personalmente.
38. No es una historia extraordinaria. Sabemos de
campesinas guatemaltecas sometidas a vejaciones sin
nombre. Lo increíble de esta historia es su ubicuidad. En
París me contaron que una vez llegó allí una chilena a la
que habían torturado de la misma manera. Esta chilena
también era del MIR, tenía la misma edad que la chilena
de México y había muerto, como aquella, de tristeza.
39. Tiempo después supe la historia de una chilena de
Estocolmo, joven y militante del MIR o ex militante del
MIR, torturada en noviembre de 1973 con el sistema de
las ratas y que había muerto, para asombro de los
médicos que la cuidaban, de tristeza, de morbus
melancholicus.
40. ¿Se puede morir de tristeza? Sí, se puede morir de
tristeza, se puede morir de hambre (aunque es
doloroso), se puede morir incluso de spleen.
41. ¿Esta chilena desconocida, reincidente en la tortura y
en la muerte, era la misma o se trataba de tres mujeres
distintas, si bien correligionarias en el mismo partido y
de una belleza similar? Según un amigo, se trataba de la
misma mujer que, como en el poema de Vallejo “Masa”,
al morir se iba multiplicando sin dejar por ello de
morir. (En realidad, en el poema de Vallejo el
muerto no se multiplica, quienes se multiplican
son los suplicantes, los que no quieren que
muera.)
42. Hubo una vez una poeta belga llamada Sophie
Podolski, Nació en 1953 y se suicidó en 1974.
Sólo publicó un libro llamado Le Pays où tout est
permis (Montfaucon Research Center, 1972, 280
páginas facsímiles).
43. Germain Nouveau (1852-1920), que fue amigo
de Rimbaud, pasó los últimos años de su vida
como vagabundo y como mendigo. Se hacía
llamar Humilis (en 1910 publicó Les poèmes
d´Humilis) y vivía en las puertas de las iglesias.
44. Todo es posible. Eso todo poeta debería
saberlo.
45. Una vez me preguntaron cuáles eran los
jóvenes poetas chilenos que a mí me gustaban.
Tal vez no emplearan la palabra “jóvenes” sino
“actuales”. Dije que me gustaba Rodrigo Lira,
aunque este ya no pueda ser actual (pero sí joven,
más joven que todos nosotros) puesto que está
muerto.
46. Parejas de baile de la joven poesía chilena: los
nerudianos en la geometría con los huidobrianos
en la crueldad, los mistralianos en el humor con
los rokhianos en la humildad, los parrianos en el
hueso con los lihneanos en el ojo.
47. Lo confieso: no puedo leer el libro de
memorias de Neruda sin sentirme mal, fatal. Qué
cúmulo de contradicciones. Qué esfuerzo para
ocultar y embellecer aquello que tiene el rostro
desfigurado. Qué falta de generosidad y qué poco
sentido del humor.
48. Hubo una época felizmente ya pasada de mi
vida en que veía por el pasillo de mi casa a Adolf
Hitler. Hitler no hacía nada más que caminar
pasillo arriba y pasillo abajo y cuando pasaba por
la puerta abierta de mi dormitorio ni siquiera me
miraba. Al principio pensaba que era (¿qué otra
cosa podía ser?) el demonio y que mi locura era
irreversible.
49. Quince días después Hitler se esfumó y yo
pensé que el siguiente en aparecer sería Stalin.
Pero Stalin no apareció.
50. Fue Neruda el que se instaló en mi pasillo. No quince
días, como Hitler, sino tres, un tiempo considerablemente
más corto, señal de que la depresión amenguaba.
51. En contrapartida, Neruda hacía ruidos (Hitler era
silencioso como un trozo de hielo a la deriva), se quejaba,
murmuraba palabras incomprensibles, sus manos se
alargaban, sus pulmones sorbían el aire del pasillo (de ese
frío pasillo europeo) con fruición, sus gestos de dolor y sus
modales de mendigo de la primera noche fueron cambiando
de tal manera que al final el fantasma parecía recompuesto,
otro, un poeta cortesano, digno y solemne.
52. A la tercera y última noche, al pasar por delante de mi
puerta, se detuvo y me miró (Hitler nunca me había mirado)
y, esto es lo más extraordinario, intentó hablar, no pudo,
manoteó su impotencia y finalmente, antes de desaparecer
con las primeras luces del día, me sonrió (¿como
diciéndome que toda comunicación es imposible pero que,
sin embargo, se debe hacer el intento?).
53. Conocí hace tiempo a tres hermanos argentinos que
murieron intentando hacer la revolución en países diferentes
de Latinoamérica. Los dos mayores se traicionaron
mutuamente y de paso traicionaron al menor. Este no
cometió traición alguna y murió, dicen, llamándolos, aunque
lo más probable es que muriera en silencio.
54. Los hijos del león español, decía Rubén Darío, un
optimista nato. Los hijos de Walt Whitman, de José Martí,
de Violeta Parra; desollados, olvidados, en fosas comunes,
en el fondo del mar, sus huesos mezclados en un destino
troyano que espanta a los supervivientes.
55. Pienso en ellos estos días en que los veteranos de las
Brigadas Internacionales visitan España, viejitos que bajan
de los autocares con el puño en alto. Fueron 40,000 y hoy
vuelven a España 350 o algo así.
56. Pienso en Beltrán Morales, pienso en Rodrigo Lira,
pienso en Mario Santiago, pienso en Reinaldo Arenas.
Pienso en los poetas muertos en el potro de tortura, en los
muertos de sida, de sobredosis, en todos los que creyeron
en el paraíso latinoamericano y murieron en el infierno
latinoamericano. Pienso en esas obras que acaso permitan a
la izquierda salir del foso de la vergüenza y la inoperancia.
57. Pienso en nuestras vanas cabezas puntiagudas y en la
muerte abominable de Isaac Babel.
58. Cuando sea mayor quiero ser nerudiano en la sinergia.
59. Preguntas para antes de dormir. ¿Por qué a Neruda no le
gustaba Kafka? ¿Por qué a Neruda no le gustaba Rilke? ¿Por
qué a Neruda no le gustaba De Rokha?
60. ¿Barbusse le gustaba? Todo hace pensar que sí. Y
Shólojov. Y Alberti. Y Octavio Paz. Extraña compañía para
viajar por el Purgatorio.
61. Pero también le gustaba Éluard, que escribía poemas de
amor.
62. Si Neruda hubiera sido cocainómano, heroinómano, si lo
hubiera matado un cascote en el Madrid sitiado del 36, si
hubiera sido amante de Lorca y se hubiera suicidado tras la
muerte de este, otra sería la historia. ¡Si Neruda fuera el
desconocido que en el fondo verdaderamente es!
63. ¿En el sótano de lo que llamamos “Obra de Neruda”
acecha Ugolino dispuesto a devorar a sus hijos?
64. ¡Sin ningún remordimiento! ¡Inocentemente! ¡Sólo
porque tiene hambre y ningún deseo de morirse!
65. No tuvo hijos, pero el pueblo lo quería.
66. ¿Como a la Cruz, hemos de volver a Neruda con las
rodillas sangrantes, los pulmones agujereados, los ojos
llenos de lágrimas?
67. Cuando nuestros nombres ya nada signifiquen, su
nombre seguirá brillando, seguirá planeando sobre una
literatura imaginaria llamada literatura chilena.
68. Todos los poetas, entonces, vivirán en comunas
artísticas llamadas cárceles o manicomios.
69. Nuestra casa imaginaria, nuestra casa común.
R o b e r t o B o l a ñ o
Santiago•de•Chile•53–03


Fosgeno
revistas literarias es como poner una fábrica de
fosgeno. Clandestina, por supuesto. A la
manera de una novela de Roberto Arlt y Los
Lanzallamas francotiradores: sus personajes del
Arltrólogo y Erdosain.
En condiciones de guerra en tiempos de paz,
no tiene caso tanta tonta institucionalidad,
aunque rime. Literariamente, hay que lanzarse a
las llamas. El ghetto parece entonces mejor
táctica que el diálogo. Se trata de operar desde
una guerrilla estéticonceptual, donde todo acto
es mejor que un pacto, pues sería nonsense
sentarse a negociar con el stablishment-quo lo
que a priori ya se sabe que empezará en
bancarrota. Permanecer de pie, incluso pegado
a las cuerdas y esquivando jabs, resulta a la
postre la postura más higiénica para que no se
postre la columna del clandestinautor. Al
respecto, fue lastimosa la imagen del cadáver
del propio Arlt, transpostrado en helicóptero
como un poste sacro-lumbar sobre la fotofija de
su ciudad: Pésimos Aires.
–Revistas literarias, ¿para qué...? –pregunta el
Editor en Jefe oficial–. ¿Para publicar ad libitum, ad
limitum, o al azar..., sin balance ni bula papal..., sin
comentarios ni consenso..., sin curadoría ni censura
cinicómica o paternalistutelar..., sin contexto
histórico ni criterio editorial que no sea el deseo
privado de jugar a la social-libertad..., ese
irreverente y rabioso juguetico intelectual...?
Y la pregunta deja en suspensivo una amarga
gota del veneno de la verdad... De hecho, la
novela Los lanzallamas es la apoteosis de los
puntos en suspensivo...
Por eso es preferible dejar el tema de lado,
ponerse la mascarilla antigás, y volver al uso del
fosgeno como sustancia 2007% letal, cuya
síntesis popular (a partir de cloro doméstico y
óxido de carbono automotor) sigue estando
prohibida por alguna ilegible ley.
Y es que el fosgeno es un vapor literárido. Por
eso mismo lo primero es poner la fábrica y
punto. Sin mayor averiguación ni tantos
diálargos, como los del Arltrólogo con Erdosain
en la tardenoche pre-revolucionaria de
Temperley. Tampoco hay que tener mucho
temple. Para hacer una revista literaria basta con
poner una fábrica de fosgeno: ubicarse en un
mínimo mapa de maquinitas centrífugas,
compresoras, manómetras, refrigerantes, de
embalaje, rotulado y guillotinación («Este
sistema de fabricación es angloamericano», dice
el criminal informe de Arlt).
Aunque sea digital, hacer una revista es como
poner una fábrica de fosgeno en el punto más
limítrofe de nuestra literatura preindustrial (y
toda localiteratura lo es). Es rebasar un borde,
tantear el abismo de lo fronterizo y lo fantasmal,
acaso también el de aquella pre-revolucioncita
lanzallamada en secreto por los chicos Arlt.
Ficha Técnica Anexa: El fosgeno es
mortífero incluso si se diluye 1 parte en 959 de
aire (lo cual lo hace ideal para la
contaminación de toda atmósfera
ideosimbólica). El fosgeno obliga a ser
respirado y así se autodisemina, provocando
un cambio de protocolos de lectura en uno y
otro pulmón del lector: es un virus virtual cuyo
ADN político puede girar dextro o levo,
según… El fosgeno es bastante denso (1.492)
y flota muy mal en los pasillos ministeriales. Al
quedar pegado a la superficie, sus moléculas
no ascienden ni profundizan, por lo que es la
pura duda y relatividad, una meseta intermedia
sin continuidad ni transición: mera
recirculación de átomos y quarks en una
atmósfera macroficial. El fosgeno ya ha sido
empleado con éxito por los terroritmos de
vanguardia como una p(s)icoescritura privada y
antisocial (recordar la pica clavada en Trotsky,
acaso por leer demasiado atento el texto de
un mercader), y casi siempre su uso ha sido
de contrabando con tal de no pagarle
impuesto al Estado. El fosgeno demuestra
más que muestra, en tanto recurso más que
discurso (fatum fáctico). El fosgeno es un tufo
fugás, una fuga, un vaho tránsfugas que se
constituye en delito a falta de deleite y delirio
(y a exceso de canon a la cañona).
–Revistas literarias, ¿para qué...? –pregunta el
Editor en Jefe oficial–. ¿Para implosionar las
murallas con el pinchazo de una aguja loca y
locuaz..., sin punta ni pauta...? ¿Por el placer de
lanzar el texto como se patea una piedra al
abismo..., sin concesiones ni correcciones de
estilo..., sin hastío ontológico…, ni ortopedia de
paideias…, y sin mayor táctica gramatical...?
¿Para publicar como quien hace puenting sin
protección..., sin correajes ni mallas..., en una
diasporizante diálisis contra el vacío y ósmosis
intertextual...? ¿Para tender puentes parapolíticos a
quien quiera adiccionarse a esa fascinación del
complot: una tara de escritor fracasado
inaugurada por el nombre completo de Roberto
Godofredo Cristophersen Arlt de
Iobstraibitzer...?
Y la pregunta deja en suspensivo una amarga
gota del veneno de la verdad... De hecho, la
novela Los lanzallamas es la apoteosis de los
puntos en suspensivo...
Por eso es preferible dejar el tema de lado,
reponerse uno mismo la mascarilla antigás, y
revolver nuestra propia pasta de fosgeno en
tanto plasma 2007% letal, una de cuyas
propiedades coligativas sería la altísima
conectividad gaseosa vía e-mail (dada la
persistencia de un correo postal con demasiada
seguridad para ser seguro).
Y es que el fosgeno no se fabrica para leer en
la plaza, ciertamente. Sino para releer en la
alcoba. Es reconsiderarlo todo, reescribir no
sólo los siete, sino los dos mil siete pilares
literarios de la nación (o su noción de nación).
Es recontar la historia y la metahistoria,
reevaluar el canon y su contracanon (dos
marcas de cámaras fotográficas, donde una
siempre se vende más). Es repoblar el desierto
del provinciano camping literario mundial, y
reforestar aquellos árboles decrépitos durante
décadas: rociarlos con fosgenabono hasta
sustituirlos por algún rastrojo rizomático,
múltiple y menor. Es repensar el lenguaje,
repesarlo y repasarlo con pericia de perito
ingenieril: rescatarlo del abuso ad usum
tecnoburocratizado, parlamentoso y ministeril
(hasta restaurarle su misterio y su aura oscura, a
la medida del hombre si no nuevo por lo menos
real). Y es, por supuesto, huir sin mostrar la
cara. O con otra máscara puesta, camuflada de
raicillas y cascarilla post-post: en tanto
operarios, se trata de mutar por cualquier
válvula de escape que no implique ningún epos
fundamentalistrascendental. Es volver a ser
volátiles, como todo gas (incluido el fosgeno,
tan hipermutagénico, súpervolatizable y voraz).
Eso. Poner una fábrica de fosgeno. Hacer
revistas literarias es como poner una fábrica de
fosgeno. Clandestina, por supuesto. A la
manera de una novela de Roberto Arlt y Los
Lanzallamas francotiradores: sus personajes del
Arltrólogo y Erdosain, protosuicidas literales y
literarios en medio de un conato de conjura,
cuando a priori ya se sabía que era demasiado
tardenoche para intentarlo por dos mil séptima
vez.
Post-revistería y pre-revolución: en cualquier
variante, que nuestro contræpitafio ahora sea
REV IN PEACE.
OrlandoLuisPardoLazo
L a H a b a n a • 7 1


Clase z
¿Con qué nos quedamos? ¿Con las bellas
letras o con la basura? ¿Con las novelas
totales o con los engendros comerciales?
¿Con la poesía o con los subgéneros
menores? Es difícil decidir: en un país que
tiene a dos o tres bestselleristas de
renombre, como Chile, es extraño que los
géneros de explotación no hayan eclosionado
con la fuerza que deberían haberlo hecho, que
no haya cultura del policial o de la ciencia
ficción más allá de los cenáculos de fanáticos.
Que no haya porno, que no haya literatura
erótica o folletín.
Se me ocurre todo eso cuando pienso en
el olvido que ha caído la obra de Hugo Correa,
o en ese prólogo de Héctor Velis-Meza para
una antología de cuentos de terror de la
década de los 80, que era pobre de ideas,
escaso de teoría y absolutamente idiota. O
que la obra de Ramón Díaz, un policial urbano,
efectivo y sólido, circule más en el extranjero
que acá. O que nadie –ahora que lanzan hasta
las servilletas firmadas por Neruda– reedite
las aventuras de Román Calvo, el Sherlock
Holmes chileno.
Porque no. Los escritores nacionales son
tipos serios y refinados, y si se arriesgan, será
con un par de chistes cultos, bromas
celebradas en una mesa del Tavelli, mientras
comentan que sí, eran buenos aquellos
tiempos en el taller de Donoso. No. En Chile
la clase B, la literatura de clase Z, los
subgéneros no le gustan a nadie. Menos a
los críticos, que evaden a Stephen King
como si fuera la lepra, que obvian a
Grisham, que con suerte han leído lo peor de
Ballard, pero siguen celebrando el advenimiento
de no sé qué poeta joven de 25 años,
nazi, lesbiano y chilote, que escribe en
yámbicos rapeados sobre la mugre de su
ombligo.
Pero la basura está ahí. Detrás de todo.
Los lectores están ahí, acechando, esperando
porque salte la liebre. Gente que asuela San
Diego, Franklin, la Plaza O'Higgins en
Valparaíso. Adolescentes que crean sus
propias páginas web para piratear lo que les
gusta, para escribir las ficciones que anhelan
y que nadie escribe. Fetichistas de libros
antiguos. Fanáticos de películas de kárate.
Adolescentes góticas que escriben mejores
diarios de vida que los de Melissa Panarello,
que el de Catherine Millet. Señoras y señoras
que esperan ficciones obscenas para alegrar
sus noches. Gente que quiere cadáveres y
zombies, vampiros y romanticismo barato.
Gente que quiere hard boiled, splatter punk,
porno suave y duro.
Ese público está ahí: es el lado oscuro
de los que compran en las librerías de
Providencia, los hermanos gemelos de los
que van a la Feria del Libro, a la del Forestal, a
la de la Estación Mapocho. Ese público y las
ficciones que puede o no desear son
invisibles, etéreos, porque ni los piratas hacen
libros para ellos. Pero están ahí. Al acecho. Y
la mejor literatura viene de donde menos se la
espera. Si no, basta pensar en Borges, que
adoraba a Mark Twain y a Lovecraft, pero que
se saltaba olímpicamente a casi todos los
rusos, optando por lo menor, por los
perdedores y los olvidados, por esa legión de
ficciones silenciadas que son en realidad el
mejor patrimonio de nuestra mala memoria.


Tribu
En los 90, alguna vez escribí para un viejo
fanzine porteño un relato sobre las Tortugas
Ninja. No era un mal cuento, creo, y debe
estar perdido por ahí: el narrador era un
mutante salido de un tarro de desechos
radiactivos en el escenario de una Nueva York
al borde del Apocalipsis finisecular.
Recordé ese texto –que era delirante
pero que, recuerdo, me encantó escribir por
lo estúpido y paródico de la idea– cuando
empecé a leer La séptima M de Francisca
Solar (n. 1983). Se trata, creo, de una escritura
que no responde a las pautas habituales del
mundillo literario local: la autora no se pasó
años en talleres, no veneró vacas sagradas y,
me imagino, jamás leyó a Donoso como si
fuera la Biblia. Por el contrario, lo que hizo fue
sentarse a escribir sobre el universo que le
gustaba y conocía de memoria (el de Harry
Potter y los X-Files), publicando en la web un
gigantesco relato apócrifo por entregas, sin
pedir permiso a nadie más que a sí misma y a
sus eventuales lectores, los que pasaron de
decenas a miles.
Gracias a eso, La séptima M, su primera
novela impresa –que ahora se lanza en
España y se transa en Frankfurt–, termina
siendo algo inaudito para el medio chileno.
Más allá de que el texto responda a los
tópicos del thriller de suspenso y suponga
una incursión más en una –más que
detestable, para algunos– literatura comercial,
escenifica el imaginario personal de un
proyecto –alimentado por una larga tradición
de géneros menores– que opta intencionalmente
por ofrecerse como un espacio de
citas cruzadas una y otra vez, donde se
yuxtaponen la obra televisiva de Chris Carter,
kilos de música pop e infinitas películas
policíacas.
Lo extraño es que ese universo, lejos de
ser una colección arbitraria de referentes por
encargo, pareciera poseer una oscura fuerza
de gravedad propia: la heroína del libro está al
borde de la depresión, otro de los
protagonistas transa en línea imágenes de
cadáveres descuartizados, y sobre toda la
trama campea un clima clausurado,
amplificado por el paisaje espectral de un sur
poblado de cadáveres.
¿Es éste el futuro de la literatura chilena?
Puede ser. Me parece divertido que así sea.
La obra de Solar no proviene de ninguna
academia y surge desde la red, la fan-fiction y
los blogs; viene de lugares donde se están
cocinando modos de encarar los relatos
distintos a los de ficción consensuada local.
Puede que se trate de una literatura
descentrada, poblada de excentricidades
involuntarias, pero también es posible ver ahí
un método de ensayo y error que va
avanzando y borrándose a diario, que no
aspira a la trascendencia del papel y al que no
le sirve otro canon que no sean sus propias
obsesiones y fetiches culturales.
Es un desvío que se me antoja como
necesario, porque tal vez me provoca un déjà
vu, la memoria como un loop que va y viene, y
me lanza directo a esos viejos fanzines en los
que aprendió a escribir gran parte de mi
generación, gente que se formó no con
bibliotecas digitales sino con fotocopias,
videos pirateados, libros prestados o robados
o de quinta mano. Con una suerte de
conocimiento atrasado y arrasado, descontextualizado;
con los fragmentos de un saber
mayor que se nos escurría pero que
intentábamos capturar o procesar a como
diera lugar, jugando con un mecano
desarmado y armado a gusto que servía para
construir, de paso –y parafraseando a Pitol–,
nuestra propia casa de la tribu.
ÁlvaroBisama
Valparaíso•75


Bandeja de entrada, bandera de salida
A mediados del año pasado y por razones que tenían que ver con
narrativa mutante, signifique eso lo que signifique, crucé unos mails con
el escritor español Germán Sierra. Él tuvo la generosa idea de enviarme
algunos de sus libros por correo postal. Yo le di mi dirección y me olvidé
del asunto. Pasó más de un mes. Una tarde entré a la librería Ateneo
Cervantes (frente a la Moderna Poesía, vaya manera de nombrar) y en la
sección de libros usados y en consignación vi puesta una novela de
Germán Sierra, Efectos secundarios. Editorial Debate. Cien pesos. Pensé
que lo más probable era que el tipo nunca me enviara nada, o que me
enviara lo último y no una novela del año 2000, premiada en el Premio
Jaén (sí, el mismo que después ganó Ena Lucía Portela) por un jurado
donde había escritores tan disímiles como Rodrigo Fresán y Belén
Gopegui. Así que compré Efectos secundarios sin pensarlo mucho y en
algún lugar de Prado me senté a hojearlo. El libro parecía nuevo pero
tenía una dedicatoria: Para Jorge Enrique Lage, muy agradecido por su
interés. Germán Sierra.
Leí esa dedicatoria como un millón de veces. No debo haber contado
tantas reflexiones al estilo “de modo que la realidad era esto”, “de modo
que el realismo persiste”, y cosas así. Al día siguiente volví a la librería.
No estaba la empleada a quien llamaban La Tasadora, encargada de
comprar los libros que la gente iba a vender, ponerles un precio y
ponerlos ahí. Lo que sí estaba era Alto voltaje, un libro de cuentos de
Germán Sierra, Random House Mondadori, 2004. Treinta pesos. A Jorge
Enrique Lage, estoy deseando poder leer los suyos. Un abrazo.
Durante un tiempo consideré escribirle al buen Germán. Para darle
las gracias, para decirle que ya tenía en mi poder los dos libros, en caso
de que fueran dos. No tengo claro por qué no lo hice. Quizás porque me
vería en el compromiso de enviarle mis libros que no existen y que, de
existir, se perderían en el océano. El Atlántico como material aislante,
como un ácido que disuelve ciertas cosas y no deja leer otras. Quizás
porque el propio Germán y sus libros (los cuentos me interesaron mucho,
la novela no tanto), considerados aisladamente, ya no tenían importancia
para mí.
En uno de los mails que le había escrito con anterioridad, yo
nombraba a otros escritores españoles: Javier Calvo, Eloy Fernández
Porta (cuyo artículo “Retórica y punk en el relato contemporáneo” alguna
vez leí como si se tratara de un nuevo evangelio), Juan Francisco Ferré,
Vicente Luis Mora y Robert-Juan Cantavella (que fue jefe de redacción de
la desaparecida revista Lateral). Junto a Germán Sierra, algunas de las
firmas más notables de la escena literaria alternativa y de vanguardia. El
sound remezclado de las tecnologías. Más champú y menos caspa.
Paseos por el laboratorio y no por el parque. La sensación de que el
realismo dominical tiene los días contados. Germán me escribió
entonces algo así como que se alegraba de que una visión distinta y
minoritaria de la literatura española hubiera llegado hasta Cuba. Volver
sobre eso podía ser un buen reinicio del diálogo, pero tampoco así me
animé. Estaba el peligro de que me pusieran rápidamente en contacto
con todos esos escritores raros, abriéndome nuevas posibilidades de
incomunicación: ellos empezarían a escribirme y yo no sabría responder
de manera eficaz. No soy bueno escribiéndole a personas reales, en un
momento u otro todo se me vuelve literatura. Por otra parte, ellos no
tardarían en mandarme sus libros, quizás varias cajas de libros que, por
supuesto, se perderían al tocar tierra.
Pero que los libros se pierdan es sólo el principio. El Atlántico como
la posibilidad abierta a todos los desvíos. Más tarde que temprano los
libros aparecen, y uno puede quedarse sin dinero, como yo, pero nunca
quedarse dormido. Cuba no es precisamente el lado cómodo de la
almohada. Los libros circulan de manera extraña. Se ocultan y se exhiben
y se mueven siempre un poco más y un poco menos de lo debido. Desde
esos movimientos singulares, en los cruces de esos tráficos y
circulaciones es donde puede uno escribir o enfrentar la imposibilidad de
escribir ciertas cosas a los escritores que te escriben mails, donde te das
cuenta de que posiblemente has leído mejor o ya has leído cosas que
aún no has leído y no tienes manera de saberlo. Hay algo ahí que tiene
que ver con el instinto, con la supervivencia, con desarrollar anticuerpos.
Y también con el robo. Yo soy el primero en robar. Cuba no es
precisamente la ley y los buenos modales de un buque fantasma. El
Atlántico como licencia a la piratería y, llegado el caso, licencia para
matar.
Otra manera más fantasy de verlo: Hay un basural electrónico, una
precaria estructura de desechos cuyas radiaciones se te han metido en la
médula hasta el ADN. Un territorio a defender. Pero nunca matando
mutantes. El mutante eres tú.
JorgeEnriqueLage
L aHab a n a • 7 9


El otro señor K
No sé si es cierto aquello de que la erupción del volcán
Krakatoa generó una ola gigante que dio la vuelta al mundo;
pero sí está perfectamente claro que el sonido de esos disparos
a las 12:33 de una soleada mañana de Texas hace cuarenta
años todavía retumban hoy en los pasillos del inconsciente
colectivo. Ya se sabe: la cabeza de un luminoso presidente
norteamericano volando por los aires frente a una multitud y –de
inmediato, en vivo y en directo, como el Apolo 11 o el 11 de
septiembre– el nacimiento de un mito sombrío y de la manía
conspiratoria donde nada queda del todo explicado y donde la
Gran Historia Oficial se astilla en diferentes pequeñas e
hipotéticas historias. Así la efeméride como súbito Expediente
X y el literalmente Big Bang de la ficción avanzando sobre los
territorios de lo documental. Así la persona de John Fitzgerald
Kennedy muriendo para resucitar como gran personaje y, de
paso, convirtiendo a todo el planeta en escena del crimen.
Preparen
Y, de acuerdo, hacía tiempo que los Estados Unidos ya habían
inaugurado la costumbre de matar presidentes, pero también
es cierto que el magnicidio de JFK es el instante en que, se
repite una y otra vez, el país pierde su inocencia (la muerte de
uno como el bautismo de millones; Kennedy como rey con la
ciudadanía toda como confundido Príncipe Hamlet) y encuentra
y se engancha a la droga de la eterna sospecha porque a) nada
ha quedado del todo explicado, y –saludable y fértil síntoma a la
hora de cultivar ficciones– b) cualquier cosa pudo haber
sucedido. De este modo, a la hora del quién asesinó y por qué
fue realmente asesinado el presidente todo es posible y nada
se esclarece y así (inmejorable ejemplo de ello es aquel
formidable y paranoico film de Oliver Stone casi cerrando con
esa largo monólogo informativo y académico de Donald
Sutherland) la K de Kennedy puede leerse, también, como una K
de trazo inequívocamente kafkiano.
Se sabe que las posibilidades del tema en cuestión han
tentado a escritores de la talla de Norman Mailer (la novela El
fantasma de Harlot y su contraparte documental Oswald: un
misterio americano) o Don DeLillo (Libra); se revisa en
oportunas biografías para la ocasión (la reciente An Unfinished
Life, de Robert Dallek, parece ser la más rigurosa de todas; The
Kennedy Curse, de Edward Klein, la más chismosa), pero es en
el territorio pulp del thriller y la ucronía (ese posibilidoso
subgénero que maneja y hace chocar variaciones históricas)
donde el espectro de JFK es más frecuentemente invocado. En
unos y otros se barajan, por lo general, las cartas marcadas de
dos reflejos que tienen mucho de expresión de deseo:
a) el asesinato de
Kennedy se impide
a último momento;
b) Kennedy, como
Elvis, está vivo, sobrevivió
a las balas,
y vive escondido
por alguna agencia
de inteligencia convertido
en un vegetal,
un opa o un súper
hombre reconstruido
cibernéticamente.
A la hora de
JFK vale todo y
desde el vamos
se confunden los
límites entre ficción
y realidad,
entre lo que se supone que fue y lo que pudo haber sido: estadista
genial o idiota rematado, sátiro fiestero o abnegado padre de familia,
agónica mala salud o vigor de estrella de cine, justo soberano de
Camelot o presidente con lo justo gracias a la mafia y a los votos que
le compró su padre, ganador de un Pulitzer por su Profiles in
Courage o autor de un libro en realidad escrito por un tal Ted
Sorensen, un ghost-writer de prestigio. Y además –a no olvidarlo– su
mito inmortal intersecta los mitos inmortales de su hermano, de su
hijo, de Marilyn Monroe y el de John Lennon como blanco móvil de
asesinos programados por la CIA y activado a distancia cada vez que
leen determinado párrafo de una novela de Jerome David Salinger
titulada The Catcher in the Rye; y rebota en los mitos mortales de
todos esos veteranos guardaespaldas susurrando los blues de lo que
salió mal y de lo que ya jamás podrán olvidar mientras, en la juke-box
del bar, resuena “The Day John Kennedy Died” de Lou Reed.
Apunten
El enorme James Ellroy cuenta que el 22 de noviembre de 1963
estaba debutando en un prostíbulo cuando la puta le informó que
“acaban de matar a Kennedy y el que lo hizo es un tipo siniestro
como tú”. Años después Ellroy publicaría American Tabloid (América
en la versión española; que sería continuada por The Cold Six
Thousand –Seis de los grandes– avanzando hasta el asesinato del
otro Kennedy; queda pendiente Police Gazzette, cierre de la trilogía)
donde se narra con prosa fría y espasmódica la construcción de la
necesidad casi erótica de matar a un presidente y, en el último
párrafo, el asesino profesional Pete Bondurant –orquestador del
asunto– se preocupa en compaginar el orgasmo que le regala la
boca de una pelirroja con “el gran jodido grito” que surge de la
garganta del planeta. En un breve prólogo, Ellroy explica que
“América nunca fue inocente”, define a JFK como “un Bill Clinton sin
el acoso de la prensa y unos cuantos rollos de grasa más”, y afirma
que “ha llegado la hora de desmitificar una era y construir un nuevo
mito que surja de las cloacas y ascienda hasta las estrellas”.
De las estrellas del futuro llega el mensaje
contenido en Cronopaisaje, clásico sci-fi de Gregory
Benford donde impedir la muerte de Kennedy equivale
a salvar al mundo de una catástrofe ambiental en 1998.
Mientras que The Shot de Philip Kerr muestra las idas y
vueltas de un killer que cambia de bando: primero es
contratado por la CIA para bajar a Castro pero
enseguida decide que tal vez sea más provechoso bajar
a JFK y el esquema de la novela es interesante: se nos
cubre con una casi agobiante avalancha de datos
técnicos y en algún momento descubrimos que el
golpe no se dará en Dallas sino en una visita a la alma
mater universitaria del presidente y que –el rifle que se
gatilla no lleva balas; coitus interruptus, diría Ellroy– de
lo que se trata no es de asesinar al presidente sino de
probar que puede ser asesinado. Y está claro que se
puede.
Fuego
Pero a la hora de la literatura, tal vez J. G. Ballard haya
sido quien más y mejor supo ver las posibilidades pop
del episodio. Los relatos “El asesinato de John
Fitzgerald Kennedy considerado como una carrera de
automóviles cuesta abajo” y “Plan para el asesinato de
Jacqueline Kennedy” –incluidos en el experimental y
genial La exhibición de atrocidades– traducen la
violencia política al idioma del pop de la mass-media.
En Ballard, la muerte de JFK no tiene el pulso
tembloroso de la película que filmó Abraham Zapruder
in situ sino la firmeza de la mano de un cirujano a la
hora de hundir el bisturí en la –desde entonces–
eternamente invernal autopsia de nuestro descontento.
Y se sabe –se cruzan los dedos para que alguna
vez podamos leerla– que Richard Yates dejó una novela
casi cerrada (meses atrás me contó Richard Russo que
los editores le preguntaron si quería terminarla él a
modo de homenaje a uno de sus maestros y que él, por
cábala, respondió “preferiría no hacerlo”) sobre su
experiencia como escritor de discursos para los
hermanos Kennedy. El libro se titula Uncertain Times.
Cuarenta años después el calibre del presidente y de
las armas pueden ser otros, pero el título –así como las
posibilidades cada vez más certeras de la ficción a la
hora de dar en el blanco móvil de un enigma– sigue
siendo el mismo por más que la explicación, aunque
nunca oficializada, sea cada vez más obvia y
transparente y clásica: a JFK lo mataron sus
mayordomos.
O no.
R o d r igoF r e s á n
B u e n o s A i r e s •63


Una novela por entregas
prensa –en este caso el periódico–, es como una
novela por entregas. El 5 de septiembre del 2006
alegremente me dijo «Esta es una verdadera
entrega noir».
Sé que este amigo tiene un agudo sentido
del humor y desde el mismo día en que lo
conocí supe además que era un tipo listo. Pero
me sorprendía que desde las páginas del
periódico pudiera desembocar en los supuestos
terrenos de la ficción. Un relato de ficción entre
las columnas que van registrando los eventos
que se suceden en el país, en el mundo. En
resumen, la ficción en el propio terreno de lo
real.
Busqué el periódico, pero con la duda de
que mi lectura y la suya fueran por el mismo
carril.
Un gran caso resuelto
Tras leer el Granma tuve que reconocer que
al menos en aquella edición del 5 de septiembre
de 2006 había noticias interesantes, y que
además parecía marcada por cierto suspense,
por un leve velo noir. En sus páginas había un
gran caso resuelto, otro por resolver y una gran
duda. Tres escenarios en tres países diferentes
mediando el mar entre cada uno.
En Noruega, la policía solucionó uno de los
crímenes que durante dos años pareció
perfecto: el robo de los cuadros Madonna y El
grito, ambas obras del pintor Edvard Munch,
expuestas en un museo de Oslo. Los cuadros, a
pesar de haber desaparecido durante
veinticuatro meses, apenas sufrieron daños. No
se relataba si descubrieron a un posible
comprador o si los ladrones fueron capturados
mientras intentaban concertar una venta.
¿Qué se escondía detrás del robo? ¿La
falsificación?
El grito ilustraba la página de aquella
edición de septiembre. Una impresión en blanco
y negro del inquietante óleo expresionista.
Conozco el cuadro. Los tonos ocres dominan
toda la tela. En ella, una figurilla atormentada
cruza un puente. Angustia, tormento. Todo
condensado en un hombrecito de aspecto
fantasmal cuyos contornos se destacan con una
visible línea oscura. Tal como si Munch se
propusiera que nada de cuanto lo atormentaba
en su propia vida o atormentase al hombrecito
pudiera escapar. Al inicio del puente dos largas
siluetas caminan tras la persona que grita.
Elvis John Burrows Presley
La filmación de una película cuyo tema es la
vida de uno de los grandes mitos: el gran Elvis
Presley, también está marcada por el suspenso y
ciertos visos de la novela negra. El director
Adam Muskeiwicz desea estrenar su película el
16 de agosto de 2007, justo el día en que se
cumplirán los treinta años de la muerte de “El
Rey”. Muskeiwicz, a la par que filma ha decidido
crear un sitio web para todo aquel que desee
enviarle detalles sobre la vida de Elvis. Sí, sobre
la vida del gran Elvis, porque se sospecha que el
chico de Memphis no ha muerto y tiene 72 años
de edad. Aquel que proporcione una verdadera
pista recibirá tres millones de dólares.
¿Qué harían Maigret o Marlowe?
El runrún luego de la muerte de Elvis se
inflamó como pólvora, se decía que la caja
donde lo enterraron estaba fría como una
nevera, que un hombre muy parecido y bajo el
nombre de John Burrows –el mismo nombre
que en vida usó para escabullirse– compró un
boleto de avión con destino a Buenos Aires,
también que “El Rey” hizo malas cuentas con un
negocio inmobiliario y, tras la evaporación de
diez millones de dólares, la mafia decidió pasarle
el comprobante de la cuenta a pagar.
Supuestamente los capos estaba dentro del
negocio y el Gobierno de la Unión le pidió al
chico de las largas patillas y bella voz que
cooperara en la captura de los criminales.
Un falso Elvis y un robo sin un aparente
plan de venta. ¿Qué harían Maigret o Marlowe?
¿Y Mario Conde?
Si hay algo cierto es que el chico de
Memphis supo beber del R&B de los negros para
servirle un gran rock&roll en bandeja de plata y
copas de cristal de Bohemia a los chicos
blancos. Tenía buen olfato y un gran oído. Su
carrera no fue corta y estuvo marcada por el
éxito tanto en la música como en el cine. Pero el
puente por donde caminaba “El Rey” no era
infinito. La adicción, la obesidad, las nuevas
corrientes musicales le fueron acortando los
metros que lo separaban del final del camino. A
la par que se volvía viejo, que sus temas eran
disparos al aire, ya no podía hincarse de rodillas
en el escenario. 110 kilos eran demasiado para
sus débiles rodillas y tobillos. Es tentadora la
cifra de tres millones de dólares por una
verdadera pista de Elvis John Burrows Presley.
¿Caminará atormentado por una ocre callejuela
de Buenos Aires seguido de cerca por dos
siluetas y escondiendo tras el estribillo de
Heartbreak hotel una gran dosis de dexedrina y
el dolor en las articulaciones?
Por three million dollars lloverán perros y
gatos en la web creada por Adam Muskeiwicz.
¿Habrá una pista verdadera que conduzca al
mítico John Burrows? ¿O una falsa señal que
nos lleve a dar de cara con un falso Elvis
Presley?
Habrá que esperar la entrega del 17 de
agosto de 2007, el día siguiente al estreno de la
película, para saber qué había dentro del ataúd
enterrado en el jardín de Graceland, su casa en
Memphis.
El ojo del huracán
Fuera de la página de las culturales y justo
en la escena nacional una gran interrogante ha
comenzado a rodar. Supongo que está
prendida como una lapa en la cabecita de
algunas personas –es un sinsentido decir que
todos se preocupan por conocer la respuesta.
Las fotos enviadas al diario muestran al
presidente en la habitación donde debe transcurrir
su convalecencia.
A Fidel, en su record personal a lo largo de
47 años como timonel del Estado y del
Gobierno (17 años como Primer Ministro y
luego 30 como Jefe de Estado y Gobierno),
nada lo alejó de sus cargos y responsabilidades.
Pero en el verano del 2006 su salud se
resquebrajó y el 31 de julio, firmado de su puño
y letra, en una proclama anunciaba que cedía
de manera provisional sus responsabilidades y
cargos.
¿Es el final del largo puente?
Las fotos lo muestran animado, escribiendo,
salvo una en la que se le ve pensativo.
Pero dos siluetas lo siguen de cerca y son
evidentes: la vejez y el paso de la enfermedad.
La escena nacional marcha tranquila,
terminó el 2006. Hubo fiestas, días feriados. Si
algún grito se escuchó no fue otro que la
euforia tras la llegada del 2007 y algún navajazo
en una bronquita callejera. Tras cada acto de
reafirmación política se podría leer que no se
habla de traspaso de cargos y poderes, sino de
continuidad. Hay una gran calma. Para el nuevo
año ningún regalo será mejor recibido que la
salud, la calma, la paz. Pero durante 47 años el
Presidente ha ido bajando de la silla presidencial
hasta adentrarse en el inconsciente de gran
cantidad de individuos. Debería añadir que lo ha
hecho de manera creciente desde que decidió
comandar la primera escaramuza que terminaría
una primera etapa en el lejano y mítico
enero del 59.
Un par de años atrás, ese mismo amigo
que me ha sugerido leer la prensa como una
nouvelle por entregas, durante el paso de un
huracán categoría 5 en la escala Saffir-Simpson
–y todo el que viva en la ruta de los ciclones y
huracanes sabe bien de qué Simpson hablo–
también estuvo al tanto de las noticias. El
huracán desvió su curso, lo escuchó en un
parte del Instituto de Meteorología, en la propia
voz del meteorólogo principal. Sin embargo, mi
amigo sólo llegó a tranquilizarse cuando en
mitad del parte meteorológico Fidel se apareció
en la sala desde la que hacían la transmisión.
La paz y la tranquilidad edípicamente recobradas
tan sólo con escuchar la voz del
presidente en medio de un apagón, en una
casa con las ventanas clausuradas, casi a ras
de la media noche, tras el paso de un huracán
categoría 5 y al que la prensa nacional llamó
Iván el terrible.
Debemos dar por sentado que no es un
doble el que ha sido fotografiado ahora. ¿O es
que todavía alguien cree que le pueden pasar
gato por presidente?
Aunque no vista la cotidiana guerrera oliva
con sus grados de comandante, es él,
marcado, eso sí, por el paso del tiempo y la
enfermedad. Acaso por los primeros síntomas
clínicos de una inmortalidad.
Bueno, ningún puente es infinito, de lo
contrario no sería un puente.
¿Qué habrá al final? ¿Cómo será el final?
¿Estamos preparados para llegar al final del
puente?
Al menos Edvard Munch se encargó de
advertirnos, con sus inquietantes tonos ocres y
un atormentado hombrecito.
Un caso resuelto, uno por resolver, una
gran interrogante.
Habrá que seguir insistiendo en la lectura
de cada nueva entrega. Tamizar las letras
impresas del diario tal como hace mi amigo.
Encontrar allí el relato. Y ahí dar con las
respuestas.
Puede que el día siguiente del estreno del
biopic sobre Elvis John Burrows Presley
sepamos del supuesto paradero. ¿Estará
obeso, vivito, coleando? ¿Los capos llegaron a
cobrarle la deuda? This fiction is to be
continued. La otra interrogante está en el
inconsciente de algunos individuos. Ya sea por
traspaso o continuidad, será respondida y
necesitará del transcurso de varios capítulos.
AhmelEchevarría
L aHab a n a • 7 4



Pompeo y Wanda
A mediados de los años 80, en occidente, había
dos opciones ideológicas viables: o Playboy o
Penthouse. Más o menos cuando Reagan
empezaba su segunda presidencia, mi padre
volvió de un viaje con un fajo de revistas
prohibidas en Chile. Yo tenía once años y creo
que entendí todo lo que había que entender. La
principal atracción de Playboy era el fotógrafo
de origen yugoslavo Pompeo Posar: de estilo
meloso, articulado en torno a los temas de la
“inocencia” y la “ternura” –completado, en
ocasiones, con el de la “sinceridad”–, Pompeo
encarnaba la opción socialdemócrata del sexo.
Pompeo era uno de los hombres de buena
voluntad que cantó Jules Romains. Sus chicas
no aparecían con cuero negro y látigo, tampoco
ofrecían el culo en una actitud sumisa. No las
ibas a encontrar con una guitarra eléctrica
sobre la piel desnuda, o en trance de hacer
muecas con el caño de un revólver. No:
bailando entre tules, en camas adornadas con
ositos de peluche, o secándose buenamente al
borde de una piscina, las chicas Pompeo –
Sharry o Brandy o Trixie o Glenda– no decían:
“El sexo es un camino peligroso en una noche
de tifón”. Decían: “Trátame bien y no volverás a
sentirte solo cuando se apaga la luz”. El adulto
comprende que el primer postulado es válido y
el segundo, una amable estafa. Pero para los
hijos de padres separados la obra del yugoslavo
era un camino de reconciliación. Pompeo hacía
la clase de pornografía que tu madre podría
haber considerado apta para tu educación, y
con esto creo que está todo dicho.
Frente a esto, los desnudos de Penthouse
no daban la talla. Si sobre las fotos de Pompeo
planeaba la bendición de tu madre, las de su
rival se parecían a la nueva esposa de tu padre.
Pero lo esencial de Penthouse, en realidad,
estaba en una historieta que se llamó ¡Oh,
malévola Wanda! Eran las aventuras de una
feminista que, en su desaforada busca de
poder, transgrede todos los mandatos feministas:
con un cuerpo de pin-up, exagerado
hasta la caricatura por el dibujante Ron
Embleton, Wanda usa cínicamente el sexo para
ascender en una sociedad corrupta. En su
camino se cruza con rostros conocidos de la
época: Jimmy Carter, Leonid Brezhnev, Arnold
Schwarzenegger, Fidel Castro y un sonriente
Augusto Pinochet. De episodio en episodio, la
tira pasa de la sátira política al grotesco estilo
Fellini, y ahí al absurdo existencial. Embleton es
vital y pesimista. De sus coloridas orgías
emergen algunos mensajes: los hombres no
son tanto perversos cuanto viles y ridículos; las
mujeres dominarán, no gracias a una evolución
democrática de las costumbres, sino porque
tienen de su parte la inteligencia, el empuje, la
belleza y la falta de escrúpulos; la vida es
fascinante y merece ser vivida, pero el universo
se está desintegrando sin remedio.
Yo procuré asimilar tanto la sabiduría de
Pompeo como la otra, en apariencia
irreconciliable, de ¡Oh, malévola Wanda!
Cualesquiera hayan sido las trampas de la
política y del sexo, a ellos he apelado en busca
de mi norte. Nadie dirá que mi generación
careció de guías.
El odio al país natal suele responder a una
variedad de causas, la primera de las cuales,
por supuesto, es la nostalgia. Porque mi país se
me escapa, porque no es el de mi infancia (y yo
desearía que lo fuera), porque añoro
reconocerme en el país y el reflejo que éste me
devuelve es sombrío o desconcertante, me
resiento. También hay razones más simples: la
violencia o la pobreza, destinos no elegidos que
sin embargo nos pertenecen. A veces, en fin,
para quien está en guerra consigo mismo, es
una forma de odiarse por procuración. Todo
dejaría suponer que la literatura de América
latina rebosa de ficciones rencorosas, de
cantos de odio a nuestras patrias a menudo
pútridas, y a menudo añoradas desde el exilio.
Sin embargo no es así. ¿Por qué?
Planteo la pregunta porque este odio, en
otras latitudes, propició grandes libros. Pienso en
Thomas Bernhard, el autor de Trastorno, de
Extinción y de tanto teatro, ése que al morir, en
1989, prohibió que sus obras se representaran
en Austria. Ésta, decía, “es una enfermedad
mortal, que sus habitantes contraen al nacer”.
Pienso también en Rimbaud, que escribió: “De
mis ancestros galos tengo el cerebro estrecho y
la torpeza en la lucha”. En Céline, que encontraba
que los alemanes que ocuparon París eran
demasiado blandos. En Kafka, que dijo de Praga:
“Esta madrecita tiene garras”. Henry Miller
definió a su país como la pesadilla con aire
acondicionado. Los ejemplos pueden seguir.
Lo importante, claro, no es tanto
determinar qué origina ese furor, sino los
efectos artísticos que propicia. En primer lugar,
la precisión. El odio es un sentimiento
minucioso. Y en un continente (el nuestro)
mareado de estéticas que distraen del mundo
sensible, la escrupulosidad observadora del
rencor habría sido saludable. Habría sido, digo,
porque con una deslumbrante excepción –
Fernando Vallejo– este elemento falta en
nuestra novela. Como falta el ridículo, la buena
ferocidad para fijarse en lo risible propio y
ajeno, a la que deben parte de su atractivo
libros como Ferdydurke, de Gombrowicz, o
Humo, de Turguéniev. Frente a esas burlas
atormentadas, metafísicas, es poco lo que
ofrece el típico novelista chileno o argentino,
que se limita a ridiculizar lo que su clase o su
capilla le mandan, es decir que el ridículo acá
es un esnobismo, una forma de sentirse
muchos frente al ridículo roto, el ridículo
capitalista o el ridículo colega, todo lo contrario
de lo que la literatura debería hacer, o sea
enfrentarnos a nuestra pequeñez y soberanía.
Y además, odiar a la patria requiere cierta
locura. Un país es una entelequia; ver en
Bohemia, o en Estados Unidos, no una
abstracción sino un demonio con luz propia,
requiere un poder alucinatorio que es,
justamente, privilegio y paradigma de la ficción.
Es bueno que el horror interior se exprese
afuera. Bueno que el bosque del novelista esté
lleno de gritos y susurros. Se dirá que lo mismo
pasa con el amor. Por supuesto, pero los
hispanoamericanos casi nunca optaron por el
amor ni por el odio a la hora de fijarse en la
patria. El chileno Edwards Bello, como el
argentino Gálvez, realistas que encarnan
nuestra falta de sex-appeal previa al boom,
nombran la miseria con una neutralidad
impostada que la afantasma. Donoso lo tiene
todo para sentir y hacer sentir el horror de lo
chileno, pero cambia de tema; Sábato se
enreda con metáforas sobre la Babilonia
americana y no se decide a anotar que
Argentina es monstruosa. A Dorfman, a Cerda,
espantados por tantas cosas chilenas, nunca
los espanta Chile; Fuguet lo insinuó y lo
crucificaron. Hay un tabú en esto, y entre tantos
tabúes que como escritores teníamos el deber
de violar y no nos atrevimos, éste no es el
menor. En cada bar de Santiago y Buenos Aires
se putea por rutina a la patria, pero cuando los
comensales se van a su casa a escribir se
convierten en alondras. Y así pasa nuestra
historia literaria, hecha de complacencia y de
tedio, pero sobre todo de pudor. “En Austria
hay que ser un mediocre para ser tomado en
serio; un hombre con el cerebro hecho a
medida de un pequeño estado”. ¿Hay algo más
cercano a nosotros que esta frase de Bernhard?
¿Hay algo que hayamos dicho menos?
G o n z a l o G a r c é s
Buenos Aires•74



Panorama
Ruido y vibración. El férreo tráfico chirría sobre el asfalto
humeante. Y ahora, escuchen. Personajes: un mendigo, un
músico ciego, un soldado y una prostituta.
Atención.
El mendigo no es inválido. Anda, silencioso y rápido, al
lado de cualquiera que verosímilmente lleve unas monedas
en el bolsillo para caridades. Se llama Alfred Garth, de 27
años. Inteligente. Hambriento. Y, además, desempeña el
papel de hambriento y miserable. Dos veces. Una para aquel
a quien pide. Otra para sí mismo. Y su orgullo se salva. Es un
actor; no un pordiosero. Hay modos y modos de sentirse
humillado.
Juzgue usted mismo.
Es cosa bella, barata y eficaz.
Jacob Fagode, el violinista. Va indistintamente por
cualquier calle, porque no ve bien. En realidad, no ve nada.
Pero sus demás sentidos le hacen conocer el mundo que le
rodea. No anda por la tierra en tinieblas, sino entre nimbos
de interminable luz. Y si quiere usted más informes, pídalos
por escrito. ¿Comprende? No a menudo, pero sí a veces,
alguien deja caer una monedita en el platillo de lata de
Fagode, y Fagode ríe para sí. Ríe porque su canto es el canto
de la muerte y la desolación de la tierra. El son de la moneda
en el platillo divierte a Fagode, que no es sordo. Y quiere
indicar con su risa que con el dinero nos proponemos vivir
siempre. Pero no será así.
¿Por qué no predecir, a propósito del dinero, la fecha de
nuestra próxima ola de prosperidad? Porque –¡ay, América!–
tendremos una. En 1936, quizá. O dentro de un siglo.
Los hombres de negocio no sólo ahorran tiempo, sino
dinero. Aunque puede ser que sí y puede ser que no...
Cuando uno ahorra tiempo quizá lo haga para después de
morir. Pero después de morir uno no se siente tan animado
acerca del Universo como cuando vivía. Sin embargo, viajar
en avión no es mala idea. Hay partidas, llegadas, paradas,
empalmes y tarifas. Un hombre de negocios llamado Doherty
ahorró 225 horas de viaje yendo de Nueva York a San
Francisco en aeroplano. 2 días después murió y ahorró así no
sé cuántos números de siglos. Partida y llegada... Había
arribado al mundo entre ruido y vibración, y su madre chilló
enormemente, alborotando toda la casa. El chiquillo salió
fuera, empezó a respirar en el mundo, y antes de que se
diera cuenta de nada, ya estaba acudiendo a la escuela de
párvulos con su hermano Jacob. Se convirtió en un gran
hombre de negocios sólo con descubrir que la honradez es la
mejor política siempre que deje ganancias. Su final en San
Francisco no fue triste. Contaba cerca de 50 años y estaba
asegurado por una suma fuerte. Todo marchó bien.
Desapareció como un coro que sabe abandonar en su
momento el escenario. Vivía y andaba por Market Street
cuando su corazón dijo: “No va más”, y se acabó todo.
Y entonces vinieron informes completos respecto al
pago de varias deudas pendientes, a cuentas del médico, el
dentista, y el sanatorio, a impuestos, hipotecas, intereses,
facturas de combustible, de reparaciones, de la tienda, a
gastos de entierro. Y el hombre había gastado 2 dólares al
mes en literatura. Su vida era un cotidiano Niágara de idiotez.
Fue un sujeto acumulativo. En la vida, cuantos conocemos
siguen uno de dos caminos: el de la ganancia y el de la
pérdida. Ninguna de cuyas dos cosas difieren mucho. El
ganador toma aspirina. El perdedor se larga en un tren o un
avión. Todo es igual en el mundo.
Después de visitar muchos países extranjeros, escogí
América como la tierra en que quería morir. Y fui a casa de
Nick el Griego para que me cortase el cabello.
—Camarada —me dijo—, cuando venga la revolución
usted estará aquí de pie y yo sentado.
—¿Cómo lo sabe? —inquirí.
—Por la radio —repuso—. Usted empuñará las tijeras y
me cortará a mí el cabello.
—¿Quién se lo ha dicho? —pregunté.
—El periódico —respondió—. Yo me alimentaré de nata
y usted de leche agriada.
—Nick —dije—, habla usted con menos juicio que el culo
de un caballo. Cuando llegue la revolución usted no lo sabrá.
Las revoluciones vienen y se van sin que nadie lo sepa.
—Camarada —dijo Nick—, no le puedo cortar el cuello
hoy porque usted es rico y yo soy pobre, pero cuando venga
la revolución le daré tales cortes que se morirá usted de risa.
—Es lo que me está pasando ahora —respondí.
Di a Nick un dólar de propina y él afirmó que yo era un
asqueroso capitalista.
Eso es lo que se llama una afirmación de fe. Fe en el
hombre. Fe en Dios, en Stalin, en el cielo, en la tierra, en
Rusia, en Alemania, en Italia, en América, en el tiempo, en el
espacio, en el movimiento, en la evolución, en el cambio, en
la música, en el arte y en la locura. Eso se llama piedad
sencilla y sincera. Creencia en la eficacia de la oración.
Obremos bien y olvidemos lo demás. Fíjense en las
telefonistas. Chicas eficaces, útiles. Las fibras de la vida
americana pasan por sus manos. En los hilos telefónicos
palpitan las emociones, pensamientos y deseos de la gente
americana.
—¡Mi casa arde! —clama una mujerona de Denver.
Y los bomberos llegan a los 5 minutos.
—Me parece que tengo apendicitis —gruñe un hombre
gordo desde un hotel de Memphis—. Que venga el médico
antes de que yo muera.
Y los dedos de la operadora conectan, manejando un
laberinto de hilos. Y lo hace fría y serenamente, hora tras
hora.
Empuñen el auricular. La muchacha les responderá
enseguida. Y con satisfacción. Le alegra poder serles útil.
¿Le alegra de verdad?
Un soldado acaba de volver de las islas. Camina, solo,
por las calles de San Francisco buscando unas faldas, mas
con una suerte puerca. Lo que realmente quiere es más de lo
que puede explicar, pero quizá no sea más que una mujer
que a su vez le desee a él, y ésta no aparece por ninguna
parte.
Las damas guapas van con tipos bien vestidos y de
bolsillos llenos. Andan deslumbrantemente ataviadas, se
encaraman en altos tacones y sus rostros esplenden de
rolliza belleza. Ir de uniforme es una asquerosidad. (¡Ah! Hay
un déficit de 19 523 000 dólares en la industria del acero en
el año en curso.) ¡Qué se le va a hacer, muchacho! Así que el
soldado entra en la taberna del Trébol y pide whisky. Dave, el
tabernero, es pacifista y proletarista.
—Amigo —dice al soldado—, cuando venga la revolución
no habrá soldados. Ya puedes tirar tu fusil.
—¿Qué revolución? —dice el soldado.
—La revolución de los pobres contra los ricos —dice
Dave.
—Mire —dice el soldado—, no sé nada de ninguna
revolución, pero le agradecería que me diera la dirección de
una buena prostituta, porque he vuelto hoy de las islas
después de 5 años y no conozco la ciudad.
Las palabras justas, perfectas y apropiadas. Al final es el
nervio el que se impone.
La putilla del número 37 de la calle del Turco está ebria y
llena de tristes añoranzas. Desde 2 minutos antes de la
entrada del soldado permanece en una mesa de taberna del
Trébol. Es una muchacha polaca de 20 años, llamada María.
Tiene los ojos enfurruñados y negros y los labios contraídos
por el dolor de vivir. Sus partes femeninas son amplias y
rebosantes de vida, pero su corazón se siente cansado y su
boca habla al inocente espectro que ella fue en otros
tiempos, cuando de niña cogía flores en las llanuras de
Indiana. Recuerda a sus padres, y a sus tres hermanas, y a
sus dos hermanos, y a todos sus primos, y tíos y tías, y las
meriendas junto al río, y las risas.
—Amigo —dice Dave—, cuando venga la revolución no
habrá soldados y tendrás que tirar ese instrumento
(refiriéndose al fusil).
—No lo hagas, muchacho —dice María—. ¿De qué vale
un hombre sin instrumento?
—Soy forastero en esta ciudad —dice el soldado.
—¿En esta sólo? —dice María—. Yo lo soy en todas.
Y él se vuelve y la ve.
—¡Por Dios que esta es la que me conviene! —dice él.
Y va a la mesa de María y da un cigarro a la muchacha y
pide 2 whiskys.
(Carta abierta a J.P. Morgan: Bajo el comunismo será
usted asado como un capón y servido en su salsa a la
chusma de América, con los adecuados adobos y oratorias.
¡Entonces verá usted lo que es bueno!)
—Acabo de llegar de las islas —dice el soldado—. Me
llamo Richard Hart.
Y enciende el cigarro de la muchacha.
—Yo me llamo María —dice ella—. ¿Ha estado usted
alguna vez en Indiana?
(Washington no es la única parte del mundo donde se
hacen esfuerzos heroicos para equilibrar el presupuesto o el
Universo.)
—No —dice el soldado—. Soy de Georgia.
Y ella le lleva a su cuartico de la calle del Turco.
Es un tributo que merecen el capital y el trabajo decir
que este país ha sufrido una deflación tan tajante y unas
dificultades tan penosas sin que hayan surgido serias
dificultades o choques.
La firma de usted, míster Morgan, ha logrado un puesto
preponderante en las finanzas del mundo. Su casa es la
representante reconocida de los principales países de
Europa, lo que le da a usted responsabilidades y
obligaciones internacionales. Usted y sus socios están
firmemente identificados con la mayoría de las gigantescas
instituciones bancarias de América, con las corporaciones
industriales, con las redes de ferrocarriles.
La casa Morgan participó ampliamente en la última ola
próspera. Predíganos la fecha de la próxima.
Suponga el lector que es propietario de una gran fábrica.
Suponer no cuesta nada. ¿Sería usted comunista?
¿Y entonces qué…?
…Entonces corría el invierno. El cielo estaba negro y el
clima era terrible. Había frío de costa a costa y del río San
Lorenzo al río Grande. En toda la superficie de este país la
gente tiritaba, y pedía café, y se frotaba las manos, y se
preguntaban unos a otros si tenían frío. Un joven de color
preguntó a otro de color si tenía frío, y el joven le respondió:
“¿Frío? Querrás decir que estoy helado”. Y no lo decía en
broma, sino como lo sentía. “¿Frío? —dijo—. ¡Al diablo,
hombre! ¿Pues qué te figuras?”
América, la verdad, está afrentosamente decaída. En
Wall Street se habla como si el fin de nuestro país se hallase
a la vista. La cosa más importante en la industria acaso sea la
rápida comunicación entre los jefes de oficinas centrales,
oficinas sucursales y despachos. Ahora supongamos que
tiene usted en el bolsillo 14 dólares y que viene un sujeto y le
pide 15 centavos para tomar un café y 2 rosquillas. Si
existiera el comunismo, ¿se los daría? Si al individuo le oliera
el aliento y pareciese un tipo que debiera tener más sentido
común, ¿le daría usted el pedido? ¿O andaría con él por las
calles y le llevaría a una fonda para comprar un bocadillo? ¿Y
qué haría usted si usted fuese el tipo al que le oliese el
aliento y debiera tener más sentido común, si el sujeto de los
14 dólares se hacía el sordo a su petición? Por otra parte,
supongamos que fuese usted J.P. Morgan. ¿Le importaría un
ardite que 300 desgraciados se muriesen de frío todas las
noches de invierno?
Siempre ocurre lo inesperado...
El caso es que el soldado y María estaban en el cuarto
fumando y charlando.
De cada 8 personas de América, una sufre al cabo del
año muerte o lesión por accidente. Poemas y problemas. Y
se gastan 2 millones de dólares en bocadillos. Con café.
Una vez hacía tanto frío que entré en una fonda y pedí de
comer.
—Tráiganme —dije— estofado, galletas, ensalada de
tomate y un vaso de cerveza.
Y el camarero fue y pidió 2 bocadillos calientes y una taza
de café.
—Le he dicho un estofado —indiqué.
—Aquí no preparamos más que bocadillos —dijo el
camarero.
Pero era un proletario y afirmó que bajo el comunismo
todos comerían estofado y cerveza.
—¿Verdad que eso estará bien? —preguntó.
—Mucho —respondí.
—¿Quiere el bocadillo con cebolla? —dijo.
—Cierto que sí —contesté—. Yo no puedo con la carne
sin cebolla.
—Sin cebolla —anunció el camarero.
El cocinero asomó la cabeza por un ventanillo.
—¿Qué? —preguntó.
—Sin cebolla —ordenó el camarero.
—No —intervine—. Con cebolla. Con mucha cebolla.
—¿En qué quedamos? —preguntó el cocinero—. ¿Con o
sin?
—Con —mandé.
—Diga —protestó el proletario—: ¿quién es el camarero
aquí? ¿Usted o yo?
—Bajo el comunismo —le tranquilicé— será usted un
hombre muy importante.
Hay muchos sujetos que un minuto antes viven y un
segundo después han muerto. Me refiero a los que perecen
de frío. Pero aún así quedan en el mundo centenares de
millones, sin contar los locos rusos, los chinos, los japoneses
y los incivilizados. O sea, sin contar prácticamente a nadie.
Todos están vivos y coleando. Así, pues, ¿quién sabe cómo
deben ser las cosas, ni quién se ocupa de nada?
Supongamos que el tipo que antes dijimos no le diera a
usted los 15 centavos y a usted le pareciera un mal hombre.
¿No le parecería a usted que ejercía sus derechos de
ciudadano, contribuyente y patriota, asestándole un puntapié
en el culo y echando a correr, en caso necesario? ¿O sería
esto descortés, o quizá delictuoso?
A lo mejor usted inventa algo. Se asegura que los
inventos dan mucho en América. El fulano que inventó el
yoyo ha ganado, según dicen, un millón de dólares en limpio.
No es que esto sea gran cosa, pero tampoco es moco de
pavo. Quiero decir que, si no hay gente que dé centavos en
la calle, puede usted inventar otro modo de sacar algún
dinero. Apostar a las carreras es siempre seguro y positivo,
pero hay que empezar por tener en el bolsillo medio dólar. El
póquer también es buen procedimiento, mas hay que
empezar con 5 dólares. Siempre el capital previo. Siempre el
engaño. Incluso cuando uno, jugando, no tenga ni siquiera
sotas, debe poner arriesgadamente todo su dinero delante
de él, y así los demás imaginarán que uno tiene 4 ases.
Y ahora un consejo a un licenciado a punto de
quedarse sin trabajo. ¿A qué preocuparse? Busque un
empleo de ordenanza. Vea el mundo por dentro a fuerza de
mirar más adentro aún, desde la oscura tiniebla de la luz que
no ha existido nunca y no existirá jamás. ¿Y a quién le
importa esto? ¿No es el hombre pobre más rico en realidad
que el más rico de los ricos? Sobre todo una vez que el uno y
el otro mueran y desaparezcan. Pero no, verdaderamente el
pobre no es más rico. Es un poco más pobre. Bastante más
pobre. Pero ría y sea pobre y resuelto. Y compre ajo como
defensa contra los catarros y la muerte, como los pobres. La
perspectiva sólo es medianamente jubilosa, sí. ¿Pero, qué?
Alégrese. Piense usted que puede morirse.
La cuestión es que el soldado que dije y la joven polaca
se enamoraron. Su enamoramiento consistió en subir un
tramo de escaleras para hacer el amor, mas ya que los
novelistas populares cuentan estas cosas de ese modo,
razonable será que yo diga lo mismo, para ver si consigo algo
de popularidad. No tuvieron mucho tiempo para hacer el
amor, porque los dos se hallaban muy cansados de la vida en
general y, aunque no estuvieran tan indignados con el
mundo como los proletarios suelen estarlo, se sentían hartos
de todas las cosas puercas y anhelaban empezar a vivir de
nuevo y ser como Dios manda. Claro que no podían ir a
ningún sitio nuevo, porque los autobuses, trenes, aviones,
motocicletas, bicicletas, trineos, caballos, carros, y demás
medios de transporte, con ruedas o sin ellas, no van a
ninguna parte donde todos puedan vivir como se debe, y en
consecuencia los dos se quedaron en la ciudad, en el
minúsculo cuarto de la calle del Turco.
A mi juicio, la ocasión presente no debe satisfacer a los
corredores de comercio respecto a sus tácticas del pasado
año. Este año usted, corredor, ha de introducir el pie entre la
puerta y el quicio, y luego procurar deslizar todo el cuerpo
dentro de la casa, para poder empezar a decir lo
verdaderamente maravillosa que es la nevera eléctrica que
usted representa. Y una vez en el interior, haga lo oportuno
para ser dueño de la situación. Si da usted con una mujercita
cuyo marido está ausente, el buen Dios le dirá lo que debe
usted efectuar para lograr el contrato, especialmente si ella
no tiene mal aspecto.
Media manzana más arriba reúna usted todo su ingenio y
personalidad y empiece a decirse a sí mismo que la nevera
que usted vende es la mejor del mundo. Y luego suba las
escaleras corriendo, toque el timbre dos veces, como si
fuera usted de la casa, retroceda un paso, espere a que
abran y sonría con toda la boca, sintiéndose entretanto muy
desgraciado, pero pensando que esta es América, su patria.
La puerta se abre y allí aparece la consabida mujercita.
—Buenos días, señora —exclama usted, jovial, mientras
el sol brilla, espléndido—. He sido expulsado de la
Universidad por desarrollar actividades obreristas y ahora me
dedico a vender neveras.
La puerta se cierra en las narices de usted y usted puede
reírse de lo que fue Europa en las Edades Tenebrosas.
Luego llega la primavera, la hierba crece, y demás. La
ciudad invernal se convierte en la ciudad primaveral y, aquí
entre nosotros, ese es el único cambio que ocurre.
Hay, sin embargo, los siguientes hechos alentadores:
10 millones de parados continúan viviendo dentro de la
ley. No hay motines, ni complicaciones, ni multimillonarios
asados y servidos en su salsa.
Menos visible, menos concreto, menos tangible, pero no
menos importante, ha sido el cambio de sentimiento que se
ha producido en los recientes años de miseria. No hay nadie
apenas que salga a hacer un homicidio, de un modo u otro.
No hay nadie apenas que sueñe poseer una casa de pisos,
una quinta en el campo y tres costosos automóviles. No hay
nadie apenas que se interese mucho por nada. Casi nadie
existe siquiera. Y así anda la vida. Una cosa y otra en todas
las calles de todas las ciudades del país. Un día y otro un
hombre vive y otro muere, y todo igual hasta la última y
mejor calle de todas: la calle que recorre todo el Universo y
llega al vacío que hay sobre, alrededor y dentro de todo; la
calle que conduce al olvido y al negro espacio de las
tinieblas. Y en medio de todo esto, el continuo y quieto ritmo
de la vida internacional del siglo XX, ¡demonios!



Club Europa
Uno de los locales de juego donde, con el pretexto de vender
periódicos, solía pasar largos ratos en 1918, era el Club
Europa, en Tulare Street, por donde pasa el ferrocarril del Sur,
cerca de China Alley, en el barrio del mismo nombre.
El Club Europa pretendía ser un local de juego, pero en
realidad era un lugar donde los hombres que no tenían dinero
se reunían para charlar. Durante la primera guerra mundial yo
solía acercarme al barrio chino y entrar en aquel lugar. En
1918, hombres de las más variadas razas pasaban las horas
en el Club Europa. Italianos, griegos, negros, chinos,
japoneses, hindúes, rusos y americanos. Toda clase de
americanos, desde forzudos indios, pasando por melancólicos
mexicanos, hasta tahúres de Texas.
La sala estaba llena de mesas, sillas y escupideras. Había
una pianola en un rincón, un mostrador junto a la pared del
fondo y, sobre el espejo, el retrato de un hombre que tenía
cierto parecido con Woodrow Wilson. Era un gran retrato,
obra seguramente de algún parroquiano que lo pintó a
cambio de unos tragos.
Aquel establecimiento olía mal. El aire estaba corrompido
por las horas perdidas de muchos hombres, y cada vez que
yo atravesaba el umbral, con un fajo de periódicos bajo el
brazo, me preguntaba qué les impedía marcharse. Quizás
fuera la pianola del rincón. O quizás esperaran la llegada de
un cliente despilfarrador, con un níquel de sobra. O desearían
escuchar un poco de música. O les retendrá el retrato de
Woodrow Wilson, el gran hombre de los años malos. Quizás
fuera la fuerza interior de cada uno, la fuerza centenaria, que
quería seguir alentando siglos y siglos. Acaso nada les
retuviera.
Un día, el menudo japonés llamado Suki se tragó una
mosca.
Era un hombrecito de aspecto melancólico. Cualquier
japonés que vague de un lado a otro sin hacer nada tendrá
aspecto melancólico, porque los hombres de su raza no
suelen permanecer inactivos. Estaba asqueado de todo y
nadie quería ser amigo suyo. Intentó mezclarse con sus
compatriotas, pero estos de desentendieron de él. Intentó reír
con los negros, pero no podía hacerlo del mismo modo que
ellos, y les desagradó la desarmonía de su risita mezclándose
con sus estentóreas carcajadas. Lo expulsaban violentamente
cada vez cada vez que intentaba reír con ellos. Intentó intimar
con los indios y mexicanos, pero nadie quiso ser amigo suyo,
todo lo cual lo condenaba a permanecer solitario, sentado en
un rincón.
Un día del mes de agosto, Suki observó que todos los
ocupantes del local estaban preocupados por el gran número
de moscas que lo invadían. No era que molestaran, sino que
hacían sentir su presencia. Hacía mucho calor, la atmósfera
estaba muy pesada, las moscas volaban por toda la estancia
y, zumbando, se posaban en las caras de los parroquianos.
Suki se levantó de la silla y manoteó en el aire, pero no
consiguió coger ni una sola. Era el centro del interés de
todos, Manoteó nuevamente en medio de otro grupo de
moscas, y esta vez consiguió atrapar una. La mosca, irritada,
fue cuando se la tragó.
Sus compatriotas se acercaron a él y le hablaron con gran
dignidad. Por lo visto, querían saber por qué se había tragado la
mosca. Él les contestó que iba a volverse loco por estar tanto
tiempo sin hacer nada. Sus compatriotas se sintieron muy
preocupados y al mismo tiempo muy orgullosos. Al principio
creyeron que estaba haciendo teatro.
—No tengo nada que hacer en el mundo —dijo tristemente.
Sus compatriotas explicaron a los allí reunidos la razón por la
que Suki se había tragado una mosca.
Durante semanas, al final de la guerra, los concurrentes al Club
Europa no hicieron otra cosa que hablar de Suki y de la mosca que
se tragó. Unas veces lo consideraban un idiota y otras veces un
auténtico héroe.
Antes de que terminara la guerra, Suki se tragó cuatro moscas.
Yo le vi tragar la primera y la última, y los negros me contaron de las
otras dos. Me dijeron que a aquel hombre le gustaban las moscas.
Reían con fuertes carcajadas al pensar en Suki y en las moscas.
Era un hombrecito de aspecto melancólico.
Cuando los soldados de nuestra ciudad volvieron de la guerra, el
Club Europa fue adquirido por un antiguo combatiente, que expulsó
a aquellos vagos y puso cierto orden en el local. Solía introducir
monedas en la ranura de la pianola y así, cada vez que yo entraba,
oía música. En las mesas se sentaba hombres que jugaban grandes
cantidades de dinero. Junto al mostrador, los hombres bebían. Todo
eso era ilegal, pero el soldado, chico listo, sabía los resortes que
debía tocar. Sus mejores amigos eran los policías.
Una tarde de febrero vi entrar a Suki y pagarse una copa. La
bebida pareció asquearle y, cuando la hubo terminado, cazó una
mosca y se la tragó. El soldado estuvo a punto de estallar cuando
vio a Suki tragarse la mosca. Con la mano izquierda lo cogió por el
cuello y con la derecha por los pantalones y lo arrojó a la calle.
El pequeño japonés echó a andar sin volver la cabeza.
El soldado volvió e introdujo otra moneda en la pianola.
Entonces me vio.
—Lárgate de aquí y no vuelvas —me dijo.
Wi l l i a m Saroyan
F r e s n o • 0 8 – 8 1



Explorador que avanza
Soy consciente de que todo cuanto la literatura puede
enseñarnos (creo que lo decía un clásico, no sé cuál) no
son métodos prácticos, sino sólo las posiciones. El resto
es una lección que no debe extraerse de la literatura, es
la vida la que debe enseñarla. Es más, tal vez sólo
aprendiendo de ella uno puede acabar haciéndose con
un estilo literario. Y cuando hablo de estilo me refiero a
intentar lograr un espacio y un color interno en la página,
un sistema de relaciones que adquiera espesor, un
lenguaje calibrado gracias a la elección de un sistema de
coordenadas esenciales para expresar nuestra relación
con el mundo: una posición frente a la vida, un estilo
tanto en la expresión literaria como en la conciencia
moral.
Siempre he querido saber si estaba con aquellos
escritores –Tolstoi, por ejemplo– para quienes la
existencia tiene, a pesar de todas las angustias que nos
crea, un sentido, una unidad. O bien con aquellos –Kafka,
Beckett– que nos han revelado la insuficiencia e
irrealidad de la vida, el sinsentido de ésta: todos esos
escritores que nos han descubierto la imposibilidad de
vivir y de escribir, y que nos han puesto en contacto con
la odisea moderna del individuo que no vuelve a casa y
se pierde y se disgrega, experimentando la insensatez
del mundo y lo intolerable que es la existencia.
Si Claudio Magris hubiera leído esto, tal vez ahora
me preguntaría –como a veces él se pregunta a sí
mismo– si me reconozco más en Guerra y paz de Tolstoi,
la vida que se cuenta como si fuera una vida plena, o en
El hombre sin atributos, de Musil, la vida que se disgrega
en la inteligencia, o en La conciencia de Zeno, de Svevo,
el más radical, irónico y disimulado viaje al centro de la
nada.
Tal vez puedo creer en Dios y al mismo tiempo no
creer en nada, por ejemplo. Tal vez puedo mezclar
teorías opuestas. Y es más, quizá esto explique por qué
a menudo escribo novelas que son mezclas de ensayos y
novelas. Después de todo, bien mirada (y ahora la estoy
mirando bien), la vida es una mezcla. Quizá mi viaje, el
viaje de mi conciencia, sea el que va a la nada, pero
construyendo un sólido y contradictorio sistema de
coordenadas esenciales para expresar mi relación con la
realidad y la ficción, mi relación con el mundo.
¡La realidad y la ficción! Mira por dónde he ido a
parar al eterno debate de las letras españolas. Ahora que
me acuerdo, ¿por qué esa manía tan española, esa
afición tan nacional a preguntarme, siempre que publico
un nuevo libro, cuánto hay de real y de autobiográfico en
él? Da igual que publique una novela sobre un loco que
anda suelto por Veracruz a que publique una sobre la
vida de los esquimales en Guanajuato. Siempre la misma
cuestión: ¿Qué porcentaje de verdad hay en lo que usted
cuenta? Durante un tiempo, con paciencia, me he
limitado a dar cuerda al reloj de Nabokov: “La ficción es
ficción. Calificar un relato de historia verídica es un
insulto al arte y a la verdad. Todo gran escritor es un gran
embaucador”. Y punto. Pero ya me he cansado. Y es
que, a pesar de que no hay día en que no vea borradas
las fronteras entre la realidad y la ficción sobre las que
bailo, la pregunta nacional sigue ahí, como un dinosaurio
inamovible. ¿Hay realidad en su ficción? ¡Toma ya!, que
diría Céline. Últimamente, habiendo publicado un libro
sobre París, me limito a citarles a Boris Vian (“todo en mi
novela es verdad porque está todo inventado”), o bien a
mí mismo (“también un relato autobiográfico es una
ficción entre muchas posibles”), y muy especialmente a
Roland Barthes: “Toda autobiografía es ficcional y toda
ficción es autobiográfica”.
Yo creo que mis libros deberían ser vistos como lo
que realmente siempre han sido: libros escritos por
personajes de novela. Un lector me pregunta ahora: ¿Lo
dice de verdad? Y añade: Perdone la pregunta, pero es
que soy español de la verdad cristiana. Pues claro que lo
digo de verdad, le contesto, pero tenga en cuenta que la
verdad no es necesariamente lo opuesto de la ficción. ¿Y
está seguro de esto?, me pregunta. Pues tan seguro, le
respondo, como de que un dictador (aquel que decía
“españoles todos”) está bien muerto, y el realismo de la
estirpe de aquel asesino también, aunque no para los
españoles todos, muchos de ellos felices viviendo en la
mayoría absoluta de su realismo literario de serrín y
caspa. Porque España, a pesar de la tan traída y llevada
modernidad de Almodóvar, sigue siendo un país nada
ambiguo y muy plano y zaplano y profunda y
obscenamente inculto. Véase, sin ir más lejos, la
confusión de los ministros de Aznar entre autor y
narrador en el caso del libro de Hernán Migoya. En
España, con notable putrefacción artística, ministros y
plebe se abrazan en su única realidad posible: la mayoría
absoluta de su realismo sucio de cáscaras de gambas e
insulto, serrín y escupitajo.
¡Son tan realistas! Así las cosas, en casa ensayo
exiliarme y luego lo cuento, explico que escribo ensayos
mezclados con cuentos. Quiero seguir siendo “un
explorador que avanza hacia el vacío” (Kafka), y así seguir
dándole a mis palabras sentido, dándoles sombra: un
sentido que dice que en mi país nada ambiguo no
avanzo, pero mi vida lo hará por mí exiliándose. Y bien
está que así sea, me digo, mientras pienso en aquel
clásico que dijo: “Mirad cómo, bien lejos de vosotros, mi
vida avanza tranquila”. Aunque no sé de qué clásico
hablo. ¿Sabré en el vacío encontrarlo? No está entre los
clásicos que aprecian los españoles todos. Lo sé. Por
eso avanzo.
E n r i q u e V i l a -Matas
Barcelona•48



El vuelo del gato samurái
Acabo de soñar una pesadilla en la que una criatura felina
asesinaba a la gente:
Concepto de terror común. No importa. Aún así despierto
asustado y demoro en ubicarme de nuevo en el hospital:
Estoy sentado en un sillón incómodo para dormir que está
junto a la cama donde Laura, toda atravesada de rayos X,
respira normal y duerme.
Amanece.
Me levanto.
En las paredes cuelgan brillantes tomografías de varias
partes de su cuerpo. Parece la galería de un museo. Una
exposición de Laura por dentro (hay una Laura por dentro),
obras de muchos médicos artistas excitados que no logran
descubrir qué es lo que tiene.
Toco el cristal de la ventana. Entonces la veo.
(The truth is out there again.)
(The truth is always out there.)
La criatura con la que acabo de soñar, evidentemente.
Una raya que cruza el aire a la supervelocidad de un corte.
Recuerdo vagamente una serie dibujos animados
japoneses. Pero no doy con el título.
Enciendo el televisor. En el noticiero de la mañana ya están
hablando de la criatura. Le han puesto nombre. Creen que se
trata de un fenómeno meteorológico. Hay muertos.
Otro canal, otros expertos sugieren que es una inteligencia
venida de otro planeta.
Apago el televisor.
Laura sigue durmiendo.
Salgo (ya es hora de salir) de su galería de imágenes.
Todas las enfermeras que me cruzo por los pasillos se me
quedan mirando. Oigo el cuchichear de sus miradas: Ése es el
que te dije... ¿El que salió del coma? No, el que está con ella.
Ay, el pobre, se ve tan destruido...
Siento que hasta las cámaras de las puertas del hospital me
filman con lástima.
Afuera las calles están vacías y el cielo, simplemente, no
está. Lo que hay es una amenaza con nubes y ozono y pájaros
emigrantes. No veo la raya. No veo ninguna inteligencia
meteorológica. Hago un gesto con el brazo y aparece un taxi.
—Vámonos de aquí —le digo al taxista: un sujeto con
parche en un ojo y gran párpado sobre el otro. Se parece a
Garfield.
—Ésa es una gran frase —observa el tipo—. Pero tiene que
decirme adónde.
Le doy mi dirección. O le doy la dirección de ella.
—¿Va muy apurado?
—¿Por qué?
—Porque yo tengo que trabajar. No sólo soy taxista, ¿sabe?
Aprovecho los viajes para repartir.
Señala el asiento al lado suyo y me doy cuenta de que está
ocupado por una torre de cajas de pizzas. Me he montado con
un taxista repartidor de pizzas. No es gran cosa. También he
oído de taxistas que conducen programas de radio (sobre
política y finanzas, la mayoría) y cuando te montas con ellos te
hacen entrevistas en vivo.
—No se preocupe —le digo—. Tómese el tiempo que le
haga falta.
—Gracias, amigo. Si pudiera, le regalara una. Pero si yo
fuera el dueño de la pizzería no estaría en este taxi con usted,
¿me entiende?
—No mucho, en realidad —y de repente recuerdo cómo se
llamaban aquellos animados japoneses: Samurai Pizza Cats.
«No intenten hacerlo en casa, niños. Somos profesionales.»
Le pregunto al taxista si no le da miedo la criatura que
sobrevuela La Habana.
—¿Eso? Eso no le da miedo a nadie. —Hace un giro brusco
para no atropellar a un grupo de personas que aparecen
huyendo y gritando—. Además, yo siempre digo una cosa:
primero las pizzas, después el terror.
Nos desviamos hacia un barrio de vida residencial, apartado
y verde, para efectuar las entregas. Tranquilidad absoluta. Me
acomodo en el asiento. De pronto...
Tras una curva, una silueta rodante con curvas. Un frenazo.
Muchacha en patines. No venía precisamente huyendo. Y
ahora ni siquiera parece asustada. Ha puesto una mano sobre el
capó del taxi, como para detenerlo, y con la otra mano se
descubre los ojos antes cubiertos por gafas oscuras. Nos mira
un eterno segundo a través del parabrisas antes de acercarse
rodando a la ventanilla del conductor.
—Por Dios, niña, ten más cuidado —dice el conductor.
Ella sonríe. Mete divertida la cabeza. Trenzas doradas.
—Yo también quiero repartir —dice con voz suave.
El repartidor, por supuesto, se lo toma al pie de la letra:
—Pues ve a ver al dueño de la pizzería. No soy yo.
Ella mira al asiento de atrás.
Yo estoy en el asiento de atrás.
—Hola, extraño.
No digo nada. Quizás sonrío.
Me pregunto si me habrá reconocido.
Me pregunto si habrá algo o alguien allá afuera.
Y me pregunto por qué los otakus cubanos han
enmudecido todos.
—¿Él no habla?
—No en nuestro idioma —dice Garfield—. Usa una jerga
muy contaminada.
—¿En serio? —la patinadora pone ojos grandes. Parece de
lo más interesada.
—No, en realidad es un espía —sigue Garfield—. No dice
nada para escucharlo y grabarlo todo mejor.
—Oh.
Patinadora mirándome con sumo interés.
Digo:
—Estoy muerto.
El taxista aprueba con la cabeza:
—Yo lo recogí frente a un hospital.
Digo:
—Acabo de salir de un coma muy largo.
—Pobrecito —dice ella—. ¿Cuán largo?
—De antes de que tú nacieras.
—¿Y te acuerdas cómo era antes?
—Oigan, yo tengo que irme —protesta el taxi.
—Antes de ti las cosas rodaban a una velocidad. Ahora las
cosas son velocidad.
—¿Has visto la raya? —pregunta ella. El taxista hace un
gesto de ya es suficiente y la pregunta parece quedar
suspendida y saltar y desaparecer en el aire. Como la raya. Y
ahora que el taxi se aleja yo sé
—Adiós, extraño.
que ella me ha reconocido perfectamente aunque no lo
sepa y que en alguna otra historia (siempre hay otra historia)
nos volveremos a encontrar.
—Niños ricos —murmura Garfield—. Quién los entiende.
Unas cuadras adelante, un grupo de niños ricos hace de
grupo de rock ensayando en un garaje. Del garaje sale un
sonido que no se entiende.
Son buenos, pienso. La música no sirve pero ellos son
buenos.
Más de la mitad de las pizzas bajan del taxi y van hacia
ellos. Partida de rockettes hambrientas. Cesa el ruido. En la
entrada del garaje rodean a Garfield y hay movimientos de
buscar dinero en bolsillos de jeans, se abren cajas, pizzas a la
boca, de repente los movimientos se precipitan y se confunden.
Ha habido un grito. Alguien ha vomitado. La escena se me hace
extrañamente lejana. Pudiera bajar la ventanilla o bajarme yo
para averiguar qué sucede, pero no lo hago. Me siento
extrañamente tranquilo. Garfield viene de regreso al taxi y tras
él viene uno de los chicos discutiendo algo. Garfield le dice que
vayan a discutir con el dueño de la pizzería. Que no es él, por
supuesto. Él no tiene la culpa.
El chico me ve. Tiene un trozo de pizza en la mano.
—Colega, ¿tú has probado esto?
Le digo que no con la cabeza.
Demasiado, demasiado tranquilo. Ni hambre tengo.
—Vas a perder el trabajo, pirata —le dice otro chico o chica
al pirata, que ya está agarrando el timón—. Y cuando te
encontremos solo por ahí vas a perder el otro ojo. Y después
vamos a dedicarte una canción.
—Ay mi madre, se me olvidaba que ustedes hacen
canciones.
Despegamos rápidamente bajo un ataque de piedras y
pedazos de pizzas proyectiles.
Cuando nos perdemos de vista pregunto qué pasó, y acto
seguido me doy cuenta de que ha sido una pregunta reflejo, no
tengo el menor interés. El taxista sólo dice:
—Sospechan de todo, por cualquier cosa se asustan. Ya no
quedan estómagos.
Sigue rezongando mientras le pasamos por delante a
grandes casas, terrenos deportivos y malls. Después consulta
direcciones anotadas en un mapa.
—No, no estamos perdidos —aclara—. Estos barrios son
así. Repetitivos.
En varias repeticiones vamos entregando las pizzas que
faltan por entregar:
A un mendigo aburrido en temporada baja. (Nos dice que
sus dos profesiones, Santa Claus y deshollinador, ya no
alcanzan ni para ahorrar y comprarse un boleto de avión que lo
lleve un poco más al norte. Yo le pregunto: ¿Al norte de qué?)
A un entrenador de perros locales a los que apetece una
buena pizza de carne humana entre descuartizamiento y
descuartizamiento.
A mayordomos con espaldas de guardaespaldas que miran
la caja grasienta, slow fat-food, como diciendo: No sé cómo
puedo trabajar para gente que come esto.
A un vendedor de polvo y helados en un parque con fuente
circular.
A un mendigo aburrido en temporada baja. (Nos dice que
sus dos profesiones, Santa Claus y deshollinador, ya no
alcanzan ni para ahorrar y comprarse un boleto de avión que lo
lleve un poco más al norte. Yo le pregunto: ¿Al norte de qué?)
A dos o tres extras de una comedia de artes marciales en
pleno rodaje.
Etcétera.
La penúltima es para una señora tipo ama de casa que nos
espera, probablemente desesperada, en el portal de su casa.
Por la acera de enfrente pasa un niño en velocípedo. Me
pongo a mirarlo con más que tranquilidad.
Ausencia.
En cuanto Garfield se baja del taxi la vuelvo a ver.
Una parábola que emerge de algún punto en el follaje
fastuoso de la calle y cae en picado sobre el niño.
Pero no llega a picarlo.
El aire se rasga justo frente a él.
Él da un salto y queda parado sobre su velocípedo, pie en el
manubrio y pie en el asiento, las manitos cerradas como puños.
Comprendo que este niño va a intentar defenderse de cualquier
cosa.
La criatura sube y vuelve a caer. Los movimientos son
como instantáneas que se difuminan. El niño, en equilibrio
sobre su vehículo, esquiva a una velocidad de esquivar balas.
Por supuesto, ya no veo esa clase de movimientos. Ya no veo
nada. Pero ahí está el niño tirándole patadas y piñazos al aire.
Uno de sus golpes parece impactar la raya: algo como un filo se
detiene y se abre y por un momento es la forma vertical de una
pupila de gato. Luego, quizás por el rebote, el niño está en el
suelo. Y cuando se levanta su velocípedo está cortado al medio.
No hay mucho más que hacer. Pero el niño no trata de huir. Tan
pequeño y ha entendido que la huida es imposible. La raya
finalmente acierta y lo atraviesa en diagonal y al instante se
retira del espacio rayado. Queda una brisa moviendo las hojas.
El niño permanece de pie, las dos mitades de su tronco unidas
hasta que la mitad superior se desliza sobre la inferior y ambas
caen, un brazo por cada lado, dos piezas de ropa cara y carne
salpicando la acera roja.
No he visto nada, pero lo he visto todo.
Sin darme cuenta he salido del taxi.
Escucho a mis espaldas los restos de una discusión entre el
taxista y la cliente. Ama de casa histérica. Insultos. La palabra
sangre. Te voy a denunciar, hijo de puta. La expresión sangre
caliente con queso.
Ya puedo adivinar de qué se trata.
Creo.
Cruzo la calle para ver de cerca lo que ha quedado del
velocípedo y del niño. No sé si debo tener miedo de que la
criatura vuelva. No lo tengo.
Cuando llego a la escena Garfield me llama:
—Amigo, ya terminé. ¿Te llevo o te vas caminando?
Tiene esa expresión urgente de quien no puede contener
mucho más las ganas de estrangular a una mujer. Atrás, en el
portal de la casa, hay una escoba en alto y agudas amenazas de
llamar a la policía.
Abandono la imagen. Me meto en el taxi y no sé por qué
vuelvo a dar la dirección. La mía o la Laura. Pero el taxista no
me escucha. Está concentrado en pisar a fondo el acelerador y
en descargar todo su enojo al fondo de mis oídos:
—¿Cuál es el maldito problema de esta gente? ¿Qué
sentido tiene pedir una pizza para luego volverse locos? Que si
esto no parece salsa de tomate, que si lo otro no huele a jamón,
que si no sé lo que me estoy comiendo... ¡Por Dios! Quieren
interpretar las puñeteras pizzas en lugar de comérselas. ¡La
pizza no es un concepto!
—¿No lo es? —pregunto distraído, por decir algo inútil,
mirando por la ventanilla. Hemos dejado atrás el barrio
residencial y aún queda una caja, la última, en el asiento
delantero.
—En realidad lo que tienen es miedo, déjame decirte.
Tienen miedo a que les guste. Tienen miedo a reconocer que
han comido y que les ha gustado. Porque saben, y saben que
los demás saben, y yo lo sé, que después las cosas serán
diferentes. ¿Entiendes lo que quiero decir?
—Totalmente —miento sin pensar.
(Es decir: miento pensando en el niño muerto, en las
próximas noticias de la televisión, en los enmudecidos que
contarán la otra historia.)
No hablamos más durante el trayecto. Inmóvil, la ciudad
continúa moviéndose entre el espanto y la desidia. Garfield me
deja en algún lugar de Nuevo Vedado. Le extiendo unos billetes
y él me extiende la caja.
—No puedes regalármela —le recuerdo—. Tú no eres el
dueño la pizzería.
—No, pero soy el dueño de esta pizza. Cómetela tú que yo
ya no tengo hambre.
Me desea buena suerte, o buen apetito, o simplemente
dice adiós y después se va. Me quedo mirando el taxi que se
aleja. No tengo dónde anotar, así que seguramente olvidaré el
número de la chapa.
Aunque no sé para qué querría yo el número de la chapa.
Entro a la casa, enciendo la luz y la veo.
Tirada en el sofá.
Despeinada. Ojerosa.
Cubierta con una manta.
Me mira. No está dormida.
Supongo que yo tampoco lo estoy.
—Laura —digo, y su nombre duele en mi piel como un
pellizco—. Laura, Laura, ¿qué haces aquí?
—Sorpresa. Vine volando.
Ahora ella me cuenta su huida del hospital:
La versión más absurda de su huida del hospital:
Intercambió ropas con una enfermera inconsciente,
previamente golpeada en la cabeza y puesta a dormir con
barbitúricos, y salió de la sala y al poco rato empezó a sonar
una alarma. Correteo de médicos por los pasillos detrás de ella.
Se escondió en armarios y carritos de limpieza. Le hizo sexo
oral a un estudiante para que la dejara estar un rato entre los
cadáveres. Aprovechó unos conductos de aire para llegar al
parking subterráneo. Allí intentó robar una ambulancia pero uno
de los médicos que la habían atendido (todos los médicos de
todas las especialidades del hospital la atendieron) le apuntó
con una jeringuilla cargada
—¿Cargada con qué?
—Déjame terminar.
y pidió refuerzos que llegaron inmediatamente. La rodearon.
Iban a apresarla pero ella se quitó el uniforme de enfermera y,
desnuda como la muerte, les habló. Y los asustó. Hasta
paralizarlos. Habló de su cuerpo con una voz tremenda que no
era la suya. Una voz que rebotaba en las paredes declarando
que el cuerpo de Laura era un territorio inorgánico, una
superficie experimental o tóxica. Créanlo, decía la voz. Ustedes
no me conocen. Allá ustedes si acercan a mí. Yo soy lo que
ustedes temen, la pesadilla que no le van a contar a nadie.
La dejaron ir.
—Estoy segura de que fue un alivio para ellos. Estoy segura
de que por muchas pruebas que inventaran para hacerme,
nunca iban a llegar a un diagnóstico.
Yo he llegado a uno. Pero no se lo digo.
Me siento junto a ella.
Le acaricio el pelo.
—¿Dónde estuviste?
—Por ahí —respondo—. Te traje algo de comer.
—Me muero de hambre —dice, y su boca comienza
débilmente a sonreír.
JorgeEnriqueLage
L aHab a n a • 7 9






Original Format

Pdf

Files

ezine TREP 5.pdf

Citation

Ahmel Echeverría, Jorge Enrique Lage, Orlando Luis Pardo Lazo , “The Revolution Evening Post, No. 5,” Digital Entanglements, accessed April 26, 2024, https://digitalcuba.omeka.net/items/show/19.

Output Formats

Comments